JOSÉ M. RAMOS MEJÍA

 

 

LAS NEUROSIS DE LOS HOMBRES CÉLEBRES EN LA HISTORIA ARGENTINA

 

 

Indice

 

La personalidad intelectual de José M. Ramos Mejía

Notas de José Ingenieros

Prefacio

Introducción, por Vicente F. López

 

PRIMERA PARTE

      Rosas y su época

I. Los progresos de la psiquiatría moderna

      SUMARIO - Progresos de la Medicina en el estudio de la fisiología y

      patología del sistema nervioso - Las localizaciones cerebrales y los

      fisiólogos modernos - Conclusiones de Charcot, Bouillaud, Broca, Luys,

      etc., etc. - El lenguaje y la tercera circunvolución cerebral - La sangre,

      la orina y la inteligencia - Trabajos de los alienistas - Fisiología

      patológica del delirio - Voisin, Clouston, Kelps - Progresos de la

      Psiquiatría moderna - Las neurosis, su definición y división - Entre la

      razón y la locura hay una zona intermediaria - Los intermediarios son

      enfermos - Lasègue y los exhibicionistas - Morel, Moreau de Tours, etc. -

      La historia presenta muchísimos ejemplos de intermediarios y aun de

      verdaderos locos - Felipe II, Carlos V y su epilepsia - Reyes locos -

      Influencia de las neurosis en la Historia - Ideas de Moreau de Tours - El

      genio y la locura emanando de una misma fuente - Ejemplos - La parálisis

      general, la hemorragia cerebral y los grandes representantes de la

      Humanidad - Enfermedades de los grandes hombres - Newton, Spallanzani,

      Haller, Boerhave - Aplicaciones históricas.

 

II. Las neurosis en la historia

      SUMARIO - Las neurosis en la Historia - Ideas de Tissot y Diderot - Los

      neurópatas célebres - La Histología de la Historia - Fisiología de la

      generación de la Revolución e Independencia - Su temple, sus costumbres,

      sus enfermedades - Porqué fue vigorosa y sana - La selección natural - La

      lucha por la existencia - Los conquistadores de América - Herencia de

      ciertos rasgos - Quiroga y Artigas - Atavismo moral - Caracteres

      adquiridos y hereditarios - La imaginación de los conquistadores

      trasmitida en su estado de exaltación - Los milagros en la historia de la

      Conquista - Predisposición hereditaria a las perturbaciones cerebrales -

      Influencia de los acontecimientos políticos - Opiniones de Esquirol,

      Pinel, Lunier, etc., etc. - Influencia de la Revolución Argentina y de la

      anarquía - La Montonera - Epidemias de histerismo en las provincias -

      Exaltación cerebral durante la anarquía - Quiroga y Aldao en la etiología

      de la enteritis en Tucumán - La anarquía en la patogenia de las

      perturbaciones nerviosas y de las enfermedades al corazón - Enfermedades

      nerviosas en nuestros grandes hombres - Rivadavia - Don M. J. García - Don

      Vicente López - El General Brown - Los epilépticos - Don Florencio y Don

      J. Cruz Varela - Influencia del clima - Opiniones de M. Moussy -

      Conclusión.

 

III. La neurosis de Rosas

      SUMARIO - Los padecimientos del cuerpo y del espíritu - Anomalías de la

      organización moral - Diátesis físicas y morales - La educación - Los

      grandes criminales - Opinión de Bruce Thompson y de otros autores -

      Impulsiones al crimen - Ejemplos notables - Impulsiones homicidas -

      Monomanía impulsiva u homicida - Naturaleza de esta enfermedad - Pródromos

      y accesos - La locura moral - Opiniones de Maudsley y otros autores sobre

      la locura moral - Descripción y marcha de la enfermedad - Los defectos

      físicos, la escrófula y el raquitismo en los locos morales - El

      temperamento y la constitución de Rosas - Estado de su cerebro - Infancia

      de Rosas - Su inteligencia - La lesión de una facultad en el orden moral

      no entraña fatalmente una lesión correlativa del orden intelectual - Los

      médicos de Rosas - Lépar y Cuenca - Sus papeles y referencias - Patogenia

      - Diagnóstico y pronóstico - Conclusión.

 

IV. Causas de la neurosis de Rosas

      SUMARIO - Etiología de las perturbaciones cerebrales - Causas morales y

      causas físicas - Rol de la herencia - Opiniones de Buchner, Haekel,

      Virchow, etc. - La genealogía de Rosas - Herencia materna - Carácter de la

      madre de Rosas - Su temperamento - Carácter de los hereditarios -

      Transformaciones de las enfermedades nerviosas - El cráneo de Rosas -

      Causas determinantes - Traumatismo del cráneo - Afecciones de los órganos

      génito-urinarios - Cólicos nefríticos - Influencia de estas afecciones

      sobre el carácter - Opiniones de Augusto Mercier y de otros autores -

      Conclusión.

 

V. Estado mental del pueblo de Buenos Aires bajo la tiranía de Rosas

      SUMARIO - Generalización de los trastornos cerebrales - Ejemplos en la

      historia antigua y moderna - Epidemias morales en Francia, Italia y

      Alemania - Opiniones de los autores - Propagación del histerismo -

      Patogenia de estas epidemias - Estado moral de Buenos Aires - La

      demonolatría de la Mazorca - Las fiestas federales - Testimonio de la

      prensa de Rosas - El terror en la etiología de los trastornos nerviosos -

      Efectos del contagio moral y del alcoholismo - Exaltación y depresión

      moral - Fisiología de la Mazorca - Su influencia sobre el resto de la

      población - Sus orgías, sus héroes, sus víctimas - La prensa de la época -

      El clero - Períodos de remisión y de enardecimiento - Conclusión.

 

      SEGUNDA PARTE

 

I. La melancolía del doctor Francia

      SUMARIO - Juicios sobre el dictador Francia emitidos por diversos autores:

      Rengger y Longchamp, Moreau de Tours, etc. - Los padres de Francia - Su

      origen y antecedentes - La niñez - Primeros síntomas de locura -

      Incidentes íntimos - D. Martín Aramburu - En la Universidad de Córdoba -

      Influencia de la educación que recibió allí sobre su enfermedad - Qué era

      la Universidad de Córdoba y cómo pudo influir de una manera tan poderosa -

      El Colegio de Monserrat - Opinión de Funes - Influencia de la educación en

      el desarrollo de los trastornos mentales -Cómo iba acentuándose su

      melancolía - Síntomas avanzados - Episodios de su vida de colegial -

      Contextura moral de los educandos de Loreto y Monserrat - Sus

      entretenimientos - Otros síntomas.

 

II. Desarrollo de su enfermedad

      SUMARIO - Llegada de Francia al Paraguay - Nuevos síntomas - Ataques de

      hipocondría - El doctor Gauna - Retrato de Francia - Sus trajes - Sus

      hábitos - La organización interna de su casa - Acentuación de su

      enfermedad - Accesos de furor - Sus sobrinos y su hermana - La dispepsia -

      Efectos de la dispepsia sobre su espíritu - Síntomas neuropáticos de los

      dispépticos - Delirio de las persecuciones - Desfallecimiento de sus

      facultades - La Cámara de la Verdad - Sus ensueños mórbidos - Efectos de

      ellos - Su constipación habitual - La melancolía termina su evolución -

      Derrame seroso - Decrepitud - Muerte de Francia - Estigarribia - Sultán.

 

III. Sus íntimos y sus cómplices

      SUMARIO - Los íntimos - Los chambelanes - Los heraldos y los verdugos

      -Bejarano - El médico Estigarribia, su retrato, su vida y sus talentos -La

      terapéutica de las enfermedades de Francia - Sus insomnios y su

      constipación -Preocupaciones de Estigarribia - Patiño - Sistema Penal de

      Francia - El gabinete de estudio - Su ama de llaves - El perro Sultán - El

      negro Pilar - Los cuervos -Exravagancias dolorosas - Matanzas de perros -

      Ejecuciones - Servilismo - Sus únicos amigos - Minuciosidades

      administrativas - Conclusión.

 

IV. El alcoholismo del Fraile Aldao

      SUMARIO - Efectos del alcoholismo - Casos notables - La dipsomanía: su

      origen, su rol en el alcoholismo crónico - Dipsomaníacos célebres -

      Impulsiones irresistibles - La antropofagia - El alcoholismo y la

      parálisás general - La embriaguez en Europa, según las últimas

      estadísticas - Los trabajos de Magnus Huss - Influencia del alcohol sobre

      ciertos acontecimientos políticos - Salomón y la Mazorca - El consumo de

      alcohol durante la tiranía de Rosas - Quiroga - Francia - Artigas, etc.,

      etc., etc. - La dipsomanía del Fraile Aldao - Sus enfermedades físicas -

      Su origen y sus primeros años - Guardia-Vieja - Importancia médica de este

      acontecimiento - Cómo obraba el alcohol en el Fraile - Episodios de sus

      borracheras - Exaltaciones maníacas - ¡Sangre! ¡sangre! - Depresión moral

      - Embrutecimiento - Alucinaciones - Muerte del Fraile.

 

V. El histerismo de Monteagudo

      SUMARIO - Predisposición del organismo para los trastornos de la

      enervación - Letourneau: el hombre nutritivo, el hombre moral, el hombre

      sensitivo - Temperamentos - Principios de la Histeria - Descripción -

      Resumen de su sintomatología - La educación y la posición social - Rasgos

      histéricos de Monteagudo - Su esmero y cuidados en el arreglo de su

      persona - Su tipo - Retrato hecho por el Dr. López - Sensualismo histérico

      - Sibaritismo - Su contextura moral según el autor de la Historia de la

      Revolución Argentina - Sus excesos - Su manera de vivir - Síntomas

      múltiples del lado de la inteligencia - Falta de síntomas físicos -

      Escasez de datos con respecto a su vida privada - Su lujo - Sus trajes,

      etc., etc.

 

VI. La conducta instable de Monteagudo

      SUMARIO - Rasgos fundamentales de la histeria - La movilidad de ideas, la

      volubilidad de sentimientos. La extremada exitabilidad del sentido

      genésico - La Grasser, tipo de la histérica consumada: su vida, su

      enfermedad - Cuáles eran los síntomas capitales que predominaban en

      Monteagudo - Monteagudo monarquista y aristócrata - Menteagudo demagogo -

      Monteagudo republicano, demócrata, monarquista nuevamente, etc, etc., etc.

      - Brusquedad de sus cambios afectivos - Odios y amores brutales -

      Descensos súbitos de su nivel moral - Exaltación de su sentido genésico -

      Antecesores históricos - Cómo entendía Monteagudo el amor - Sus fantasías

      - Sus olores y sus plantas favoritas - Terapéutica de su enfermedad - El

      café y el agua fría.

 

VII. El delirio de las persecuciones del almirante Brown

      SUMARIO - Síntomas prodrómicos de la melancolía - La hipocondría corporal

      y la hipocondría mental - Fisonomía de los melancólicos - El delirio de

      las persecuciones es una manifestación frecuente de la melancolía -

      Temores nosomaníacos - Análisis de enfermedades imaginarias - Cómo

      principió Brown a sentirse perseguido - Las primeras extravagancias -

      Patogenia del delirio de las persecuciones - Opiniones de Legrand du

      Saulle - El cocinero de Brown - La casa del Almirante - Episodios de su

      vida - Explosiones de perseguido - El veneno - Las persecuciones del

      gobierno inglés - Sus complots - Diagnóstico de D. Juan Manuel - El viejo

      Bruno está loco - Alucinaciones del oído - Situaciones dolorosas - En su

      castillo - Sus preparativos para resistir ataques de enemigos imaginarios.

 

 

VIII. Causas del delirio de Brown

      SUMARIO - Frecuencia del delirio de las persecuciones - Estadística de los

      autores franceses - Etiología del delirio - Edad, sexo, profesiones -

      Causas - Herencia - Grandes disgustos y grandes privaciones - Otras causas

      - Primeros años de Brown - Antecedentes de familia - Predisposición de

      familia - El hambre en Irlanda - Efectos del hambre - Predisposición de

      raza - Prisión en Verdún y en Metz - Sus desgracias y sus grandes

      disgustos antes de venir al Río de la Plata - Enfermedad al hígado -

      Últimos años de decrepitud - Encierro - Influencia de las enfermedades del

      vientre en la producción del delirio de las persecuciones - Fin.

 

IX. Las pequeñas neurosis

      SUMARIO - Frecuencia de las pequeñas neurosis - Encuentros inesperados -

      En medio de la luz - La pequeña neurosis del amor - Los seductores - Los

      pintores - Los literatos, etc., etc. - La neurosis de las aptitudes

      negativas - Ejemplos conocidos - Opiniones de Ball y de Luys - Patogenia

      de las pequeñas neurosis - Resortes Ocultos - Alteraciones parciales -

      Rivadavia - Olavarría - Quiroga - Lafinur, etc., etc. - La enfermedad de

      Pascal - El terror de los espacios - Variedades.

 

      Apéndice

      Datos y documentos sobre Francia

      Datos y documentos sobre Brown

      Notas del autor

 

 

 

 

La personalidad intelectual de José M. Ramos Mejía

por José Ingenieros

 

      SUMARIO - I. Los médicos en la cultura argentina - II. Las neurosis de los

      hombres célebres - III. La actuación universitaria de Ramos Mejía - IV. La

      locura en la historia - V. Las multitudes argentinas - VI. Los simuladores

      del talento - VII. Rosas y su tiempo - VIII. La educación nacionalista -

      IX. Ideales de cultura.

 

I. Los médicos en la cultura argentina

      Vida ejemplar por sus virtudes, carácter firme, vocación inquebrantable

      por el estudio, talento preclaro, curiosidad vasta, fidelidad a las

      ciencias y las letras, amor ferviente a la nacionalidad, culto de la

      juventud y del porvenir, simpatía nunca desmentida hacia todo lo que

      implica un progreso en las ideas o una innovación en las instituciones:

      tal fue el médico ilustre y pensador alado que creó en la Argentina dos

      géneros científicos -la psiquiatría y la sociología- y que un hado

      venturoso me dio por amigo, consejero y maestro.

      Las ciencias médicas habían incorporado ya a la intelectualidad argentina

      algunas figuras eminentes por la vastedad y la hondura de su pensar.

      Cuando se escriba nuestra historia de la medicina, junto a los pocos

      nombres que han descollado en los dominios propiamente técnicos del arte

      de curar, culminarán con vívidos destellos media docena de estadistas y

      pensadores, que contribuyeron al porvenir de la raza con tanta eficacia

      como otros amenguaron las dolencias individuales que gimen en cada lecho

      de hospital.

      Aprendiendo a meditar sobre las inquietudes del cuerpo se adiestran los

      médicos para sondar las del espíritu; el misterio de la enfermedad que

      tortura la entraña, lleva a la contemplación del vicio que mina a la

      sociedad; el problema de la vida sobre la tierra, conduce a plantear el de

      ésta en el universo; la muerte enseña a pensar sobre la falacia de todas

      las cosas humanas, perecederas como el hombre mismo. El estudio de las

      ciencias médicas ensancha el horizonte mental de los pensadores que lo

      emprenden; en todo tiempo hubo médicos que descollaron como humanistas.

      Seis nombres hipocráticos merecen perdurar en la historia de la cultura

      argentina: Argerich, Alcorta, Rawson, Muñiz, Wilde y Ramos Mejía [1.] .

      Cuando, por el año veinte, ardía en Buenos Aires la campaña clerical

      contra el profesor de filosofía Juan C. Lafinur, sólo Cosme Argerich tomó

      pú blicamente su defensa. Un famoso escrito suyo puso en quicio la

      polémica y reclamó respeto para las nuevas ideas; con bellísimo gesto

      moral escribió "que los sentimientos y principios del catedrático son los

      mismos que yo sigo; si es permitido a un hombre de honor y de alguna edad

      proponerse a sí mismo por modelo, haré presente que desde hace once años

      explico esas mismas opiniones en la discusión del entendimiento, a mis

      discípulos de fisiología". Es decir, desde 1808, en vísperas de la

      Revolución de Mayo.

      La política cultural de Rivadavia aumentó la libertad universitaria y pudo

      enseñar, a su amparo, Juan M. Fernández de Agüero, heterodoxo de grande

      ingenio y cultura. Para reemplazarle, en 1828, ascendió a la cátedra de

      filosofía el médico Diego Alcorta, cuya tesis sobre la "manía aguda" es el

      primer trabajo de psiquiatría que se ha publicado en el país y por un

      argentino. Introdujo en la enseñanza filosófica un firme sentido

      naturalista, sin perder nunca su contacto con la ciencia europea.

      En la hora de la reconstrucción nacional, Guillermo Rawson fue profesor de

      filosofía, enluciando la cátedra con su elocuencia. Con Rawson asoma en el

      país una corriente de estudios biológicos, avanzadísima en la actual

      Escuela de Medicina. Su tesis universitaria, en 1844, era de gran valor

      sintomático, aunque insignificante en sí misma, pues trató el problema de

      la herencia en la vida y en las enfermedades: "¿Por qué el hombre nace del

      hombre? ¿Por qué las águilas feroces, como dice Horacio, no engendran la

      paloma inocente? ¿Por qué la planta que vegeta es hija siempre de otra

      semejante? He aquí uno de los grandes problemas de la naturaleza, cuya

      solución, íntimamente ligada a los misterios de la vida, jamás se aclarará

      del todo a nuestra inteligencia; pero que, por lo mismo, estimula

      fuertemente los deseos de nuestra curiosidad". Pensar en tales cosas era

      un signo de ingenio excepcional, que el tiempo confirmó en los debates

      políticos y en la cátedra universitaria.

      Francisco Javier Muñiz, además de médico famoso, fue el primer naturalista

      argentino. Desde 1850 comenzó a estudiar los fósiles pampeanos, preparando

      en Luján un ambiente de curiosidad que estimuló el genio de Ameghino. Su

      muerte fue honrada por Sarmiento con un libro apologético y en él

      inscribió una bella página el luminoso creador de la paleontología

      argentina.

      Es bien conocida la magnífica tesis sobre "El Hipo" con que inició su

      carrera Eduardo Wilde, en 1870; ingeniosa y aguda, hermosamente escrita,

      pertenece tanto a la medicina como a la filosofía, pues la doctrina

      fisiológica se hermana en sus páginas con la sutil perspicacia de un

      psicólogo que observa con altura. Descolló más tarde en la política, sin

      dejar por eso de agregar muchos volúmenes a la ciencia y a las letras,

      todos empreñados de gracia y de color.

      La personalidad más considerable del grupo fue mi ilustre maestro. José M.

      Ramos Mejía es el "hombre representativo" de un despertar intelectual

      realizado por grupos de jóvenes que en otra ocasión he denominado "la

      generación del ochenta" [2.] . Agitación de ideas, modificación del gusto,

      orientaciones nuevas, todo, de 1875 a 1885, revela un inquieto afán de

      sobreponer las cosas de la cultura a las bastas necesidades del

      enriquecimiento y de la política.

      El rasgo típico de esa renovación cultural fue la aparición, en la

      Argentina, de un nuevo género de estudios, hasta entonces casi

      desconocidos o esporádicos. Los institutos científicos inaugurados en el

      país, bajo la dirección de sabios extranjeros, despertaron entre algunos

      argentinos el interés por las ciencias naturales: al propio tiempo un

      grupo de jóvenes médicos emprendió trabajos científicos de alguna

      originalidad, señalando una etapa en el desenvolvimiento de las ciencias

      biológicas; fueron, los más de ellos, fundadores del juvenil "Círculo

      Médico Argentino", cuyos "Anales", fundados en 1877, aún se editan. Diré

      desde ya, que José M. Ramos Mejía fue su fundador y primer presidente.

      Esta renovación cultural se operó, en mucha parte, bajo la tutela de

      Sarmiento; muchos años bregó por introducir al país sus elementos

      iniciales, encintando así de cultura científica a la república, creando

      academias, institutos o centros científicos, y dotándolos de competentes

      profesores yanquis y europeos. Vivió alerta cuando asomaron los primeros

      frutos: alentando a los jóvenes, aplaudiéndolos, contagiándolos de su

      manía de estudiar y enseñ ar.

      Su acción fue mas directa sobre la pequeña pléyade talentosa que ensayó

      sus alas mariposeando en "El Nacional": Del Valle, Pellegrini, Lucio

      López, Cané, Gallo, Ramos Mejía. Nunca, justo es consignarlo, un grupo de

      jóvenes que pensaba en la política prestó mayor oído a las cosas

      intelectuales; de Sarmiento recibían el doble impulso de la acción y del

      ideal, como también lo recibiera el presidente Avellaneda, en quien las

      incumbencias del estadista no acallaron nunca las inclinaciones

      literarias.

      Estrechamente vinculado a ese grupo de jóvenes intelectuales, José M.

      Ramos Mejía publicó allí sus primeras páginas y sostuvo una bella campaña

      por la renovación científica de la Facultad de Medicina. Fiel a su cuna

      espiritual, siguió más tarde la evolución política de sus amigos,

      contraídos a moverse en la órbita de un firme caudillo, Carlos Pellegrini,

      que en 1884 dio nueva unidad al grupo fundando "Sud América", bajo la

      dirección de Paul Groussac.

      Nadie como Ramos Mejía podría representar a esa "generación del ochenta",

      que descolló en las ciencias naturales con Florentino Ameghino, en la

      educación moral con Agustín Alvarez, y aún culmina en las letras

      nacionales con el majestuoso Almafuerte. En Ramos Mejía se combinaron

      felizmente esas diversas orientaciones de sus tres coetáneos; su nombre

      pasará a la historia de la cultura argentina como hombre de ciencia, como

      educador y como hombre de letras.

 

II. Las neurosis de los hombres célebres

      El 7 de Noviembre de 1878 publicó Sarmiento, en "El Nacional", un artículo

      sobre el primer volumen de la obra "Neurosis de los hombres célebres" en

      la historia argentina [3.] . El autor era un estudiante de medicina,

      nacido en Buenos Aires el 24 de Diciembre de 1849; se doctoró un año

      después de publicarlo, versando sus tesis sobre "Traumatismo cerebral"

      (1879). Celebraron aquel libro, con igual entusiasmo, los "intelectuales"

      que formaban el núcleo futuro del pellegrinismo y los jóvenes cultores de

      la ciencia que, con Sarmiento a la cabeza, admiraban a Darwin y Spencer,

      pugnando por introducir en el país la afición por las ciencias de la

      naturaleza.

      Los dos primeros párrafos del prefacio explicaban claramente los

      propósitos del joven escritor: "Las páginas que van a leerse forman la

      primera parte de un trabajo más completo, destinado a estudiar las

      enfermedades de nuestros principales personajes históricos. He dado

      preferencia a la neurosis, es decir, a las afecciones nerviosas de

      carácter funcional, particularmente de aquellas que han tenido mayor

      influencia sobre su cerebro, no sólo por creerlas más comunes en ellos,

      sino también porque creo que es allí en donde deben estudiarse todas esas

      modificaciones profundas, y aún incomprensibles a veces, que observamos en

      algunos caracteres históricos.

      "Creo que este estudio es la primera vez que se emprende entre nosotros,

      pues no conozco trabajo alguno que considere bajo esta faz médica a

      nuestros grandes hombres y que busque en todas esas curiosas

      idiosincrasias morales la explicación natural y científica de ciertos

      actos que solo la fisiología y la medicina pueden explicar".

      Ese primer volumen consta de cinco capítulos. "El primero es una reseña de

      los adelantos que ha realizado la Medicina en el estudio de la fisiología

      y la patología nerviosa, particularmente en lo que se refiere a las

      enfermedades mentales. En el segundo, se estudia el rol de la neurosis en

      la historia y especialmente en la nuestra; los tres últimos están

      destinados, como lo indica el título del libro, a Rosas y su época".

      El libro, en que promiscuaban la medicina y la historia, era más que una

      esperanza; con él aparecían en nuestro medio los métodos y las

      orientaciones que transformaron la frenología en psiquiatría y la historia

      en sociología.

      Tengo hecha una observación singular, leyendo las obras de aquellos

      escritores científicos que dejan un rastro firme en la cultura de su época

      o de su medio intelectual. Las grandes líneas de su pensamiento definitivo

      se dibujan precozmente, casi siempre en su primer libro orgánico y con

      frecuencia en la introducción del mismo. Se explica que ello ocurra: para

      culminar en un determinado género de estudios se requiere -además de

      aquellas aptitudes que Salamanca no prestaba- una aplicación constante y

      unitaria, desenvuelta en largo espacio de años. Es ello imposible para los

      que no saben elegir tempranamente su camino; por eso -no me canso de

      repetirlo- sólo cabe esperar verdadera obra fecunda de aquellos jóvenes

      que poseen una orientación segura e ideas generales precisas antes de

      llegar a los treinta años.

      El primer libro de Ramos Mejía tenía esas cualidades superiores,

      adquiridas en vastísima lectura, que con amor verdaderamente paterno

      estimulaba un grande hombre que fue su "director espiritual": el

      historiador D. Vicente Fidel López. Cien veces lo he oído referir sus

      largas pláticas; tengo por seguro que su influencia fue decisiva para la

      orientación intelectual del joven médico. Junto con su afición por los

      estudios históricos le transfundió sus tendencias filosóficas y

      volterianas, sus pasiones políticas, sus gustos por las bellas letras y

      sus aristocráticos apegos de "porteño viejo" por todo lo que implicaba una

      evocación episódica del pasado de la ciudad. Con frecuencia, hasta sus

      últimos años, Ramos Mejía gustaba de pasear la "calle Florida", como

      hiciera en su juventud, entrando y saliendo de las librerías, deteniéndose

      en las vidrieras, saludando viejos amigos que frecuentaban "el centro"

      como él; y no podría contar las veces que, recorriendo el viejo barrio que

      se extiende al Sud de la Plaza de Mayo, se detenía Ramos a contemplar

      alguna casa colonial o "rosina" para contarnos tal oportuna anécdota

      relativa a la vergonzante reliquia arquitectónica.

      Por todo ello, ideas y costumbres, pasiones y gustos, Ramos Mejía estaba

      impregnado del perfume espiritual de D. Vicente Fidel López, a quien no

      tuve la suerte de tratar personalmente.

      López, como era natural, fue el prologuista de las "Neurosis". Aunque

      profeso grande admiración literaria por su monumental "Historia

      Argentina", este prólogo me parece su más valiosa página filosófica; con

      motivo de exponer las doctrinas del prologado, López da una sintética y

      precisa muestra de sus propias ideas generales. Lo que dice el libro

      -palabra más, palabra menos-, podríamos escribirlo cuarenta años después;

      bien merece que nos detengamos a leer sus primeros párrafos, ya que, según

      dijimos, esta obra dejó netamente definida la ulterior personalidad

      intelectual de Ramos Mejía.

      "En sus fines, en su estilo, en su plan y en sus doctrinas, este libro es

      un libro de ciencia pura: lo que basta para decir que es un libro escrito

      con aquella independencia viril, y franqueza de convicciones, que tiene el

      pensador que se ha propuesto estudiar los fenómenos de la vida social e

      histórica, sin otros métodos que la observación inmediata de los hechos

      naturales, y sin otra lógica que la que resulta del encadenamiento mismo

      de estos hechos con las causas físicas (diríamos, más bien, fisiológicas)

      que los producen en cada organismo.

      "Si no nos engañamos, esta es la primera manifestación científica que se

      hace entre nosotros de las aspiraciones de la Fisiología moderna a

      extenderse en el terreno nebuloso, que estaba reservado hasta ahora a la

      "Teología" y a la "Psicología". Y es muy natural que este eco vivaz y

      sonoro de los grandes adelantos y de las grandes aspiraciones que las

      Ciencias Naturales tienen en nuestro siglo, salga de uno de los alumnos de

      nuestra brillante Escuela de Medicina, que, por sus estudios y por sus

      aptitudes literarias, viene mejor preparado para ser un escritor serio".

      En las dos primeras páginas de su capítulo I, que es una verdadera

      "introducción", Ramos Mejía dice todo lo necesario para definir su

      dirección científica y filosófica. No se para en rodeos. Comienza con

      estas palabras: "La profecía maravillosa de Voltaire se ha cumplido. No

      era posible resolver el problema del alma hasta que la anatomía no hubiera

      penetrado en la constitución íntima de esa pulpa divina que palpita bajo

      la cúpula del cráneo". Después de tal premisa expone los resultados de la

      fisiología cerebral y de la patología mental, con grande acierto, para

      formular en el Capítulo II las relaciones generales de la psiquiatría con

      la historia.

      Es necesario tener presente lo que eran los estudios de patología mental

      en Buenos Aires, en 1878. Me atrevería a afirmar que un solo médico los

      había cultivado con alguna seriedad: Lucio Meléndez, que más tarde inició

      la enseñ anza de esta materia en nuestra Facultad de Medicina (1886); con

      mucho talento había escrito, también, algunas páginas Eduardo Wilde. Tan

      escasos antecedentes agregan mérito al libro de Ramos Mejía, quien fue, de

      hecho, el creador de la psiquiatría en nuestro país.

      Conocía, con suficiencia, toda la bibliografía francesa de esa época, que

      era por entonces, sin disputa, la mejor de Europa: son muy contados los

      autores de valía que no cita. Esa erudición técnica aparece equilibrada

      por otras lecturas científicas y literarias, no escaseando los autores

      clásicos y los filósofos evolucionistas. En conjunto, leyendo las

      "Neurosis", se comprende que han sido escritas por un hombre de cultura

      integral.

      Sin detenernos sobre la parte del libro que se refiere a "Rosas y su

      época"; -pues el autor la rehizo, ampliándola muchísimo y corrigiéndola,

      en su obra de madurez- nos bastan esos datos para comprender su

      significación en la historia intelectual argentina. Ramos Mejía es, entre

      nosotros, el iniciador de ese género científico: hasta ahora nadie ha

      superado sus originales aplicaciones de la psiquiatría al estudio de la

      historia argentina.

      Verdad es que el autor no se detuvo a criticar el valor histórico de las

      fuentes a que acudió en busca de datos: tomó por verdades probadas las más

      burdas patrañas de los panfletistas unitarios, repitiendo disparatadas

      anécdotas inventadas por la imaginación febriciente de algunos proscritos.

      Sus citas de Rivera Indarte, de Lamas y de otros, parecen hoy recortes de

      "crónicas de policía" intercaladas por error en un libro de medicina,

      escapadas de su destino legítimo: los folletines terroríficos de Eduardo

      Gutiérrez. Pocos años más tarde lo comprendió así el mismo Ramos Mejía; en

      "Rosas y su tiempo" hallaremos otro Rosas que el de "Las Neurosis de los

      Hombres célebres".

      Sarmiento, que tenía el don de husmear el ingenio de los otros,

      reconociendo a los miembros de su propia familia, fue de los primeros en

      escribir sobre las "Neurosis". (Vol. XLVI, pág. 293). Honrado como era, no

      pudo eximirse de dar a Ramos Mejía un consejo de polemista arrepentido, ya

      que también su "Facundo" había contribuido a formar la "leyenda" de la

      tiranía. "Prevendríamos al joven autor que no reciba como moneda de buena

      ley todas las acusaciones que se han hecho a Rosas en aquellos tiempos de

      combate y de lucha, por el interés mismo de las doctrinas que explicarían

      los hechos verdaderos". Sarmiento sabía muy bien porqué lo decía.

      Ese artículo y el prólogo de López consagraron al escritor; ningún otro

      argentino fue llevado por manos más ilustres a la pila bautismal de la

      gloria.

      Cuatro años más tarde el mismo Sarmiento apadrinó su confirmación,

      comentando la segunda parte. (Vol. XLVI, pág. 300). El escritor estaba ya

      maduro: hay más seguridad al enunciar las doctrinas científicas, mejor

      sentido crítico en las apreciaciones históricas, mayor erudición. La forma

      literaria está más cuidada. La melancolía del dictador Francia, el

      alcoholismo del fraile Aldao, el histerismo de Monteagudo, el delirio de

      las persecuciones del almirante Brown, son estudiados con agudo talento,

      aunque en verdad forzando el valor de ciertos detalles que convergen a

      confirmar la tesis fundamental de la obra [4.] .

      El valor médico de esos cuatro ensayos no es homogéneo, ni lo es su valor

      literario. El diagnóstico retrospectivo del delirio de las persecuciones

      del almirante Brown resulta exactísimo, evidente; no lo es menos el

      delirio alcohólico alucinatorio del fraile Aldao; el histerismo de

      Monteagudo podría ser muy bien "instabilidad mental"; la melancolía del

      doctor Francia no resulta cabalmente demostrada. Muchas páginas alcanzan

      verdadero mérito literario; sobresalientes, entre todas, son las últimas

      del capítulo IV, destinadas a describir el delirio alcohólico alucinatorio

      del fraile Aldao, llenas de eficacia y de emoción, aterradoras en ciertos

      pasajes.

      Ramos Mejía tuvo siempre gran cariño por su obra primogénita.

      En los quince años que duró nuestra amistad -desde que fui su alumno hasta

      su muerte- le propuse muchas veces que reeditara las "Neurosis",

      convertidas en joya bibliográfica. No se atrevía; comprendiendo que era

      imprescindible pulir la forma y salvar algún error de detalle, resistíase

      a tocar aquel libro, para él tan lleno de recuerdos. Alguna vez me dijo,

      en su pintoresco lenguaje familiar:

      -"Los libros son como las criaturas. Los padres no pueden corregirlos,

      porque tienen miedo de lastimarlos".

      A principios de 1911 me confió la tarea de efectuar una reedición de la

      obra, corrigiendo detalles de forma, en cuanto ello no alterase las

      características de su estilo; estableció que los dos tomos serían

      refundidos en uno solo, suprimiendo toda la parte del primero que trata de

      "Rosas y su época", por haberla desenvuelto él mismo en su obra posterior

      "Rosas y su Tiempo". Mi ausencia del país postergó el cumplimiento de su

      deseo: espero satisfacerlo en breve, afrontando las dificultades que

      encuentra en nuestro medio toda iniciativa editorial [5.] .

 

III. La actuación universitaria de Ramos Mejía

      Al mismo tiempo que componía las "Neurosis", Ramos Mejía puso lo más

      fresco de su juventud al servicio de una bella causa, que tuvo en su

      tiempo gran trascendencia cultural. El 12 de Diciembre de 1871 promovió

      una agitación estudiantil, con motivo del suicidio de un estudiante de

      jurisprudencia, injustamente reprobado; el movimiento cundió en el mundo

      universitario y encontró el apoyo de algunos profesores liberales,

      planteándose de inmediato el problema de la reforma universitaria. En

      unión con José María Cantilo, Juan Carlos Belgrano, Patricio Sorondo y

      Francisco Ramos Mejía, fundó un periódico de oportunidad, el "13 de

      Diciembre", en el que colaboraron D. Vicente Fidel López y D. Juan María

      Gutiérrez. La campaña iniciada por Ramos Mejía, en "La República", fue

      auspiciada por "El Nacional" y "La Libertad", que a la sazón dirigían

      Aristóbulo del Valle y Manuel Bilbao. Toda esa vasta conjunción de

      esfuerzos tuvo por resultado la obtención de las reformas pedidas,

      organizándose por separado las facultades superiores, hasta entonces

      mezcladas con la enseñanza secundaria. Esa transmutación de la Universidad

      de Buenos Aires, operada de 1873 a 1880, fue impuesta por la voluntad de

      los estudiantes, organizados para presionar a las autoridades

      universitarias [6.] ; José M. Ramos Mejía, iniciador del movimiento

      estudiantil, fue fundador y primer presidente del "Círculo Médico

      Argentino", título que ostenta con legítimo orgullo bajo su nombre, en la

      carátula de las "Neurosis".

      La orientación natural de sus estudios, en un todo paralela a sus

      inclinaciones filosóficas, condújole a especializarse en la patología

      nerviosa y mental; en pocos años descolló en nuestro mundo médico y fue un

      acontecimiento para la Facultad de Medicina su ascensión a la Cátedra de

      Patología Nerviosa (1887), creada expresamente para incorporar su valioso

      ingenio a la enseñanza.

      Ramos Mejía no era orador; el público le incomodaba. Más de una vez

      escribió bellísimas oraciones, que a última hora hizo leer por este o

      aquel amigo. Era, en cambio, un conversador interesantísimo. Llevó a la

      cátedra esas cualidades; sus lecciones eran charlas familiares con los

      alumnos, ante el lecho del enfermo. Allí nació nuestra amistad que,

      andando el tiempo, la comunidad de ideas y el ahondarse del cariño

      convirtieron en una intimidad de padre e hijo.

      En la cátedra se hastió muy pronto. No hizo esfuerzo alguno para adquirir

      las aptitudes exteriores que dan brillo a la docencia; es frecuente que

      los escritores rehuyan el ejercicio de la palabra en público. Ramos Mejía

      acostumbraba hacerme esta reflexión, que hoy encuentro justísima, después

      de haber desempeñado varios años una cátedra universitaria: "Es tiempo

      perdido, para el que pueda escribir obras propias, preparar dos veces por

      semana un discurso sobre temas que están tratados en los libros de texto";

      alguna vez, refiriéndose a los malos estudiantes, le oí una frase

      significativa: "Esto es cortar adoquines con navaja de afeitar". No

      sorprende, pues, que al cabo de algunos años fuera un profesor poco

      entusiasta y de escasa puntualidad.

      Ramos se sentía otra cosa, y lo era. Ramos era un maestro, un director de

      inteligencias. En ese sentido su influencia fue eficacísima, primero entre

      sus coetáneos y más tarde entre los jóvenes.

      Fue hombre de consejo en aquella vigorosa pléyade intelectual que durante

      dos décadas luchó por renovar la enseñanza en nuestra escuela de Medicina.

      Rawson, Wilde, Pirovano, fueron sus precursores. Después del 80, se

      incorporó a la enseñanza la generación de Ramos Mejía, que empezó a

      lavarse las manos, creyó en los microbios e hizo cortes histológicos:

      Novaro, Aguilar, Wernicke, Decoud, Llobet, Arata, Penna, Podestá, Güemes,

      Udaondo, Lagleize, Antonio Piñ ero, Susini, Sommer, Revilla, Naón,

      Meléndez, Obejero, Señorans, Chayes, Ayerza. El año 90 el espíritu de la

      Facultad estaba cambiado; los "jóvenes" habían suplantado la influencia de

      sus predecesores, que fueron probos maestros y distinguidos médicos de su

      tiempo. De esos "viejos" hemos conocido una docena: Porcel de Peralta,

      Albarellos, Leopoldo Montes de Oca, González Catán, Aguirre, Mallo,

      González del Solar, Spuch, Astigueta, Blancas, Herrera Vegas, Baca. Los

      más de ellos conservaron el tipo físico y moral del médico antiguo,

      sentencioso en el decir, grave en el andar, severo en el vestir; su moral

      médica parecía más rígida que la actual, y en realidad consideraban su

      profesión como un noble sacerdocio. Por esas cualidades eran admirados y

      respetados por los jóvenes; pero, en verdad, su mucha virtud no se oponía

      a que desconfiasen de los microbios y dudaran de los laboratorios. Creían

      más en el "ojo clínico" y en la "larga práctica", excelentes cualidades

      empíricas que nunca han bastado para constituir la ciencia.

      A esa transformación de nuestra Escuela de Medicina prestó Ramos Mejía un

      concurso valiosísimo, por sus dotes eficaces de escritor y por la

      fundación del "Círculo Médico Argentino". Así lo recordó él mismo, al

      volver años más tarde a la presidencia de esa institución, "cuyos primeros

      pasos inciertos los ha dado tomado de mis manos".

      "Han pasado ya algunas generaciones de médicos y de estudiantes, dejando

      muchos de ellos su noble nombre escrito en cada tramo del camino recorrido

      por él.

      "Este Círculo Médico, que pasa casi desapercibido en medio del bullicio

      atronador en que se revuelven los habitantes de esta capital, encierra en

      las humildes páginas de su historia casi una epopeya; porque resume en

      ella el esfuerzo vigoroso de una generación, que en medio de la hostil

      indiferencia de los viejos augures, luchó con éxito relativo por la

      reforma de la enseñanza superior, venciendo tradiciones obstruccionistas

      que habían detenido la marcha de la Universidad en plena era colonial.

      Fueron los hombres del Círculo Médico los que iniciaron las reformas

      universitarias con el movimiento del 13 de Diciembre que, a pesar de la

      apariencia de un simple motín estudiantil, era, sin embargo, la expresión

      viva y activa de las aspiraciones de una juventud engañada por promesas de

      mejor suerte intelectual que no se cumplían jamás. No me cansaré de

      insistir sobre el mérito de esas mejoras, que conquistamos con el trabajo

      y la propaganda, que no por ser de humilde origen dejó de obrar

      poderosamente en el espíritu de los que gobernaban, sembrando los gérmenes

      de las transformaciones que se han operado después en la enseñanza. Ahora,

      vosotros, los que estudiáis, tenéis en vuestras manos elementos precisos

      de trabajo, tenéis cierta independencia en el pensamiento científico, y

      hasta en muchos actos escolares, de que carecíamos entonces; la educación

      es más amplia, y las aspiraciones del espíritu, hasta en sus exigencias

      más pueriles, tienen una satisfacción inmediata a que nosotros no podíamos

      aspirar".

      "Aparte de ser esto el producto de las transformaciones naturales que hace

      experimentar el progreso a todas las cosas es la consecuencia, la

      expresión de un deseo que palpita en todas las cabezas, cual es el de

      cultivar la inteligencia, el amor a la ciencia que ennoblece, el

      perfeccionamiento del espíritu por el estudio y la investigación,

      pacientemente buscada y siguiendo el precepto inmortal del viejo sabio de

      Bremen 'la ciencia por la ciencia', no la ciencia por el lucro, no la

      ciencia en sus aplicaciones sensuales al bienestar material, no como

      simple instrumento al servicio de una profesión" [7.] .

      Esta vigorosa influencia de Ramos Mejía sobre la generación que transformó

      nuestra enseñanza de la Medicina fue olvidada con el andar del tiempo, por

      la orientación histórico-sociológica que primó en sus siguientes estudios.

      Ese es, sin embargo, uno de sus títulos más altos en la evolución de

      nuestra cultura universitaria, al que es justo agregar otro, no menos

      importante.

      Con la generación de Ramos Mejía comienza en nuestro país la producción

      científica en las disciplinas médicas: insegura y humilde en sus

      comienzos, firme y lozana hoy, en las últimas generaciones. Contribuyó

      muchísimo a ello Ramos Mejía, que siendo escritor se vio precisado a

      combatir el horror a la imprenta de que parecían poseídos los médicos de

      la generación anterior.

      "No quisiera pasar -decía- esta oportunidad sin decir dos palabras sobre

      una perjudicial preocupación que domina a nuestros médicos, ya que con

      este motivo he traído a vuestros oídos el nombre respetable de Renan: el

      más grande e irreprochable escritor de su tiempo. Se ha creído siempre

      entre nosotros, y los viejos maestros nuestros se han encargado de

      transcribirlo, como animados de un santo horror ortodoxo, que el perfecto

      médico debía ignorar por completo las más rudimentales nociones de la

      educación literaria; que para ejercer con éxito este noble arte que

      ejercemos, era menester que desconociéramos los más bellos productos del

      espíritu en esa amable y atrayente rama de los conocimientos humanos

      indispensables, y que el clínico perfecto debía apenas saber coordinar dos

      malas ideas sobre el papel. Error, señores, error funesto para la

      educación superior que recibíamos. En ese tiempo, y no creáis que exagero,

      porque todavía hay entre nosotros ejemplares de adeptos empecinados de esa

      escuela; en esa época, llamar "literato" a un estudiante equivalía a la

      clasificación de "hereje y judaizante" en los tiempos de Arbúes y

      Torquemada. Yo fui una de sus víctimas, porque cuando, por razones que no

      ignoráis, quisieron levantarme un proceso público por haber empleado "mi

      literatura" en beneficio de aquella vieja y venerable institución,

      dijeron, en descargo de sus conciencias meticulosas, que yo era "un

      estudiante literato", "un escritor", como si dijéramos "una pequeña furia

      del Averno" o un candidato al ostracismo de la ciencia: "Non erat dignus

      entrare in illa docto corpore", como decía graciosamente ese inolvidable

      medicastro que ha inmortalizado el genio de Molière. Aquellos antiguos

      caudillos del año 20, que vestían chiripá y sombrero alto, adornado con el

      elástico de grandes plumas, en burlescas solemnidades, llamaban

      desdeñosamente "doctores" a los hombres de letras que creían tener más

      derechos que ellos para manejar el país. Los médicos que creen que el

      saber expresar con buenas formas las ideas establece incompatibilidades

      con la clínica, pueden asimilárseles, porque es un signo de barbarie, un

      síntoma de inferioridad mental, creer que el rol del médico en la sociedad

      moderna es el mismo que en los tiempos de Molière" [8.] . Y, ampliando el

      comentario, sostenía que los más grandes maestros de la medicina habían

      sido siempre eximios escritores, que aunaban su mucha ciencia al arte de

      saberla expresar en páginas cordiales y eficaces.

      Esta prédica la acompañó con el ejemplo.

      La labor de Ramos Mejía como escritor médico es abundante; la mayor parte

      de sus estudios médico-legales ha quedado dispersa en revistas técnicas, o

      inédita. Un buen lote, de gran mérito, está reunido en el volumen

      "Estudios clínicos sobre las enfermedades nerviosas y mentales" [9.] .

      El discurso pronunciado en la inauguración de la Cátedra de Enfermedades

      Nerviosas es una pieza académica: en esa época nadie habría podido marcar

      rumbos a esta enseñanza con más precisión y doctrina; igualmente docta es

      la oración inaugural del curso de 1891, siendo ambos trabajos de verdadero

      vuelo filosófico dentro de las ciencias médicas.

      Sus "lecciones" y sus "estudios médico-forenses" versan sobre la

      degeneración, las neurosis y las enfermedades mentales. Basta leerlos para

      advertir la versación del autor en tales materias; hace un cuarto de

      siglo, y en nuestro país, sorprendían por su aguda perspicacia y por su

      erudición constantemente al día. Bien merece, por ello, el título de

      iniciador de la psiquiatría argentina, ya que ningún otro de sus

      predecesores o contemporáneos ha enriquecido con estudios de tanto mérito

      la bibliografía nacional.

      Su influjo de maestro fue más visible entre los hombres jóvenes, que supo

      atraer con el doble prestigio de su virtud personal sin aspavientos y de

      su vasta ilustración sin solemnidad. Así fuimos discípulos suyos una

      docena de profesores, alienistas y escritores: José R. Semprún, Francisco

      de Veyga, Luis Agote, Fermín Rodríguez, Horacio Madero, Fernando Alvarez,

      Lucio V. López, Augusto Osorio, Justo P. Garat, Raúl Novaro, Raúl Goyena,

      yo, y otros estudiosos que no han tenido tiempo de adquirir personalidad

      intelectual. A la cátedra, al libro, hemos llevado, todos, algún rastro de

      sus enseñanzas o de sus consejos: quien tal cosa consigue se eleva mucho

      sobre el rango común del profesor -que los hay por centenas en la

      Universidad- y merece el título más honroso y significativo de Maestro.

 

IV. La locura en la historia

      Su actuación descollante y la notoriedad que había adquirido como

      escritor, hicieron más fácil su carrera médica, preparándole el acceso a

      los altos cargos administrativos. A poco de terminar sus estudios tuvo

      ocasión de prestar a nuestra medicina pública un servicio extraordinario:

      siendo Vicepresidente de la Comisión Municipal de Buenos Aires (1882)

      promovió la creación de la Asistencia Pública y fue su primer director

      (1883), bajo la intendencia inolvidable de Torcuato Alvear. En las

      memorias oficiales de la institución están consignadas sus múltiples

      iniciativas científicas y humanitarias, que, solas, bastarían para

      perpetuar su nombre en la historia médica argentina. En justo homenaje a

      tan altos servicios la Municipalidad de Buenos Aires ha llamado "Hospital

      Ramos Mejía" al antiguo Hospital San Roque, en cuyo local funcionó

      originariamente la Asistencia Pública, fundada por él [10.] .

      Esa labor administrativa robó parte de su tiempo a los trabajos

      propiamente intelectuales. Afortunadamente el paréntesis fue breve. Una

      obra de índole médico-sociológica, semejante a "Las Neurosis", enriqueció

      la bibliografía de Ramos Mejía: "La Locura en la Historia -contribución al

      estudio psicopatológico del fanatismo religioso y sus persecuciones" [11.]

      . Me ha referido Ramos Mejía que tuvo la idea de escribir esta obra

      leyendo el admirable capítulo de Paul de Saint Victor "La Cour d'Espagne

      sous Charles II", en el leidísimo libro "Hombres y Dioses": diré, de paso,

      que Saint Victor fue uno de los escritores literarios más admirados por mi

      maestro y es visible que en él aprendió el difícil arte de dar cierta

      suntuosidad al estilo, sin caer en la grandilocuencia retórica.

      Tuvo Ramos el buen gusto de insistir ante Paul Groussac para que le

      prologase el libro, no obstante haberle manifestado el docto crítico que

      disentía radicalmente de la escuela médico-histórica cuyos principios se

      postulaban en la obra. A este bello gesto, revelador por sí mismo de una

      gran cultura intelectual, debemos el meritísimo estudio de Groussac, más

      encaminado a impugnar la doctrina general que a desmerecer el valimiento

      de su aplicación concreta.

      Groussac ha resumido con precisión la tesis sustentada en "La Locura en la

      Historia". "La locura -dice- bajo sus formas insidiosas y parciales, ha

      desempeñado un papel capital en la historia de la humanidad, singularmente

      en los países de gobierno absoluto, donde, por naturaleza de éste y

      definición, la suerte de los pueblos dependía en un todo de la voluntad,

      de la inteligencia, y del carácter de los monarcas. A esta consideración

      individual, el autor añade el estudio de las creencias y pasiones

      colectivas que, salvando las vallas de la razón, han obrado a manera de

      delirio comunicado o epidémico, e influido desastradamente en la evolución

      histórica de un pueblo: así, por ejemplo, la Inquisición española".

      Es indudable que la crítica de Groussac no produjo una impresión propicia

      al libro: "no puede ser buena -se pensó- una obra cuyos fundamentos son

      inexactos". ¿Lo son? En parte, sí, evidentemente; las más de las

      objeciones puestas por Groussac a la teoría de la herencia, en general, y

      particularmente a la degeneración hereditaria, tenían serio fundamento. He

      leído más de una vez ese prólogo sesudo y mi impresión es siempre la

      misma: son objeciones exactas (con alguna que otra excepción rara) en el

      detalle, pero no invalidan lo esencial de la doctrina. Tan es así que, aún

      aceptando la doctrina, podrían ser suscriptas casi todas; y esto no escapó

      a la aguda perspicacia del mismo Groussac. Tengo por cierto, en cambio,

      que el prologuista no dejó demostrado que "la degeneración hereditaria

      (...) no es sino una hipótesis sin fundamento", aunque pueda ser inexacta

      "con su especial evolución", frase que interpola donde hemos puesto los

      puntos suspensivos. A pesar de esto, diré, por mi parte, que si adoptara

      el criterio disolvente que Groussac aplica en su prefacio, llegaría yo

      mismo a suscribir las más de sus conclusiones, máxime en cuanto ellas se

      refieren a las falacias del método médico-histórico.

      Todo ello no resta méritos, en mi entender, a la obra de Ramos Mejía; y

      para no repetir sin comillas las opiniones de Groussac, prefiero mencionar

      las frases ecuánimes con que él las expresa.

      "Bajo el supuesto -que es necesariamente el mío- de haber demostrado lo

      inconsistente de la tesis psiquiátrica, ¿habría de deducirse la inutilidad

      o el escaso valor de libros como 'Locura en la Historia?'. De ninguna

      manera; y es prueba de ello el mero hecho de estar yo escribiendo esta

      introducción. He combatido con franqueza, y probablemente con más coraje

      que eficacia, una doctrina que no reputo científica; pero la obra misma de

      Ramos Mejía queda interesante por muchos de sus aspectos eruditos y

      literarios.

      "Las observaciones de detalle y muchas inducciones psicopatológicas

      subsisten, si bien algunas veces extraviadas por un erróneo concepto

      histórico o la aceptación de autoridades sospechosas. En los capítulos

      consagrados a las persecuciones religiosas en los primeros siglos, en la

      monografía del inquisidor español, las vistas finas o profundas se suceden

      en cada página. El capítulo de entrada, que tiene más de cien páginas, es

      como un libro en el libro, y presenta un cuadro abreviado de la frenopatía

      de la historia, exuberante de información y colorido. Sobre todo, ¿quién

      podría olvidar la belleza literaria de tantos fragmentos como se destacan

      del fondo discutible de la doctrina: la pintura de la Grecia adolescente y

      grácil, la leyenda sombría del Judío errante, el cuadro de las cruzadas y

      ese retrato aterrador de Torquemada, que trae a la mente al 'Monje

      arrodillado' de Zurbarán, espectro del implacable fanatismo que ofrece a

      Dios, a guisa de flores e incienso, la calavera de alguna víctima?

      "'La teoría es gris, pero verde es el árbol de la vida'. Así se expresa la

      sabiduría por boca de Mefistófeles. La vida, en la obra de Ramos Mejía,

      está en los detalles y en el estilo, en las cien páginas vibrantes que

      forman el follaje del libro y revelan el talento personal del autor

      emergiendo inerte del fondo de las doctrinas sepultas...

      "¿Acaso la ambiciosa 'Filosofía de la Historia' no es toda ella una

      hipótesis arbitraria y prematura, cuyas conclusiones no resisten a la

      prueba disolvente de la crítica? Nadie, empero, quisiera borrar de la

      lista de las grandes producciones humanas las vastas síntesis de Herder y

      Hegel, los atrevidos bosquejos de Buckle y Quinet.

      "Lo propio habremos de decir de la Patología histórica. Aunque resultaron

      fallidas todas las generalizaciones que se han inducido sin base

      suficiente, libros como la 'Locura en la Historia' son testimonios

      elocuentes de valor intelectual y estudiosa energía que honran a su autor

      y a la naciente literatura científica de la América del Sud".

      Como discípulo y amigo de Ramos Mejía he querido, ex profeso, detenerme en

      la crítica de Groussac, para desvanecer la leyenda absurda de que el

      prologuista escribió contra el libro que prologaba: leyenda explicable en

      un medio intelectual acostumbrado a llamar "críticas" a inocentes loas de

      camaradería. Hizo de la obra los elogios que merecía, sin regatearlos;

      pero ello no impidió opinar contra teorías generales que consideró

      inexactas, con lo que no amenguó el valor de 'La Locura en la Historia' y

      sí aumentó, ciertamente, el interés agridulce de la edición. Si López y

      Sarmiento dieron el lustre de su gloria madura a las "Neurosis", agregó

      Groussac el de su docta autoridad a la segunda obra fundamental del

      eminente alienista.

      En la primera parte de la obra analiza Ramos Mejía la evolución de la

      locura en la historia, como determinante de la conducta individual de los

      grandes directores de pueblos y sectas; desde los tiempos griegos y

      romanos hasta los medioevales y modernos, recorre con mucha doctrina y

      erudición los casos más célebres de "locuras históricas". Estudia a

      continuación las persecuciones religiosas y los efectos del fanatismo,

      mostrando el sedimento patológico de las muchedumbres enardecidas por una

      u otra fe contra esta o aquella herejía.

      Ramos Mejía atribuye a las perturbaciones del sentimiento religioso "los

      delirios del misticismo, las locuras epidémicas, los estragos de la

      Inquisición, las guerras interminables de religión que han hecho más mal

      al mundo que la guerra política"; en todo ello ve un fondo patológico y

      considera que ciertos momentos de la historia humana serían

      incomprensibles sin el auxilio de la psiquiatría. El análisis previo del

      delirio religioso en el individuo le sirve "para comprender mejor su

      desenvolvimiento en la multitud, que tiene otra manera de delirar y otro

      procedimiento, si bien el tinte general de las ideas y por consecuencia el

      fondo del delirio es el mismo. Aquí parece mucho más difusible aunque

      menos profundo y, sin duda, no tan grave en cuanto a sus efectos

      demenciales; es mucho más bullicioso e impulsivo, pues aunque el carácter

      de su tono general suele ser profundamente melancólico, su evolución por

      accesos y las tendencias locomotrices con cierta agitación febriciente, le

      dan más bien un tipo maníaco. Esa locura es, por excelencia, deambulatoria

      y movediza como todas las psicopatías populares y el decaimiento que

      sucede a menudo a un período de agitación desordenada, equivale más bien a

      la tranquilidad de la reacción de un período de convalecencia, que al

      estupor profundo o a la demencia terminal de ciertas formas deprimentes.

      Las ideas de persecución predominan de una manera casi patognomónica; las

      turbas son siempre "perseguidas", y por eso también son, en una escala tan

      grande, doblemente "perseguidoras". Todos los degenerados, neurópatas y,

      en general, los predispuestos a la locura, se contagian de los fanatismos

      dominantes en cada época, engrosando las filas de las sectas y

      determinando la aparición de esas locuras epidémicas de carácter religioso

      que imprimen a ciertas épocas de la historia un sello de terror frenético

      y siniestro.

      El estudio atento de esos hechos impone a Ramos Mejía esta conclusión: "La

      aptitud para el fanatismo religioso es, según lo tiene demostrado la

      patología mental, un signo de inferioridad, tal vez un estigma

      degenerativo, lejos de ser de perfeccionamiento como quieren algunos.

      Recorred con espíritu científico esa oscura y triste regimentación de la

      clínica psiquiátrica, y vais a encontrar siempre tal exaltación

      caracterizando con cierta persistencia ilustrativa las formas más

      demenciales y degenerativas de la locura y de la agenesia intelectuales:

      la histeria, la epilepsia, la imbecilidad, los delirios parciales de los

      degenerados hereditarios, las debilidades mentales, etc., presentan

      frecuentes delirios religiosos, y en algunas de esas enfermedades sólo se

      manifiestan delirios religiosos".

      Considera Ramos Mejía que las manifestaciones "espirituales" -por así

      decir- de la religión dan mayor pasto a la locura que la "materialización"

      externa del culto. Y llega a esta interesante inducción: "Pienso que la

      religión católica paga menos tributo a la locura desde que se ha hecho más

      sensorial e idolátrica, desde que ha abandonado el cerebro para llamar a

      los sentidos, desde que ha dejado de ser tan divinamente espiritual como

      era en sus comienzos, para hacerse un tanto material y hasta grosera, con

      las exageraciones crecientes del culto externo.

      "Ese tributo que las religiones pagan a la locura, ¿no estará

      probablemente en relación con el trabajo que reclaman del espíritu? ¿con

      el grado de concentración que exigen a la inteligencia?

      "Las religiones de culto externo, lujoso y variado, tienen un mecanismo

      mucho menos complicado para comprenderlas y practicarlas; demandan menos

      esfuerzo de atención, sus dogmas son más claros y comprensibles, y el

      clérigo ahorra al pensamiento del creyente el trabajo forzado de la

      especulación, porque piensa por él; le da al espíritu mediocre y

      meticuloso el alimento digerido, "peptonizado"; disciplina y regimenta las

      inteligencias, y con el gran instrumento de la "fe" salva todas las

      dificultades y despeja todas las dudas. Para llegar a una concepción de

      Dios y de sus leyes, el cerebro judío y el de muchas sextas protestantes,

      tienen que consumir una cantidad de fuerza cerebral inmensamente mayor que

      el que necesita un cerebro católico, que concibe a Dios bajo formas

      accesibles a cualquier inteligencia: de un hombre de barba larga, de mansa

      apariencia por su infinita bondad y rodeado de ángeles y querubines. Los

      espíritus débiles, los niños, las mujeres, las personas nerviosas, los

      caracteres místicos y contemplativos, encuentran en sus prácticas fáciles

      consuelos que no ofrecen las otras que son áridas y poco consoladoras".

      Páginas de interesante psicología del sentimiento religioso, como la

      precedente, abundan en la primera parte de la obra; con ellas queda el

      lector preparado para leer la segunda, en que se estudian la psicología

      del inquisidor español, la personalidad moral de Torquemada bajo el punto

      de vista de la psiquiatría, las denuncias y delaciones de los alineados y

      de las histéricas en los procesos de herejía, y otros problemas conexos.

      El prologuista de la obra ha señalado, con caluroso elogio, la admirable

      elocuencia de algunas páginas; nos detendremos solamente en el último

      capítulo de esta segunda parte, por desenvolverse en ella una idea de

      mucha originalidad médico-sociológica.

      El título -"La selección de la especie humana por medio del Santo Oficio"-

      enuncia netamente el problema estudiado. Ramos Mejía expone, de

      conformidad con Darwin, el concepto de selección natural y artificial,

      para establecer la necesidad de la selección en la especie humana.

      Considera que sólo el Santo Oficio ha practicado -involuntariamente, se

      comprende- esa selección en vasta escala, suprimiendo millares y millares

      de alienados y desequilibrados que, en plena epidemia de locura religiosa,

      cayeron realmente, o se acusaron de caer, en herejías. Del estudio médico

      retrospectivo, bien documentado, infiere Ramos Mejía que las poblaciones

      de Europa atravesaban por una época de profunda insalubridad, de pestes,

      fiebres, epidemias, etc.; la miseria fisiológica traía aparejada la

      degeneración mental. En esas condiciones propicias entra a actuar la

      Inquisición, como un factor de selección artificial de las poblaciones

      degeneradas.

      "El Santo Oficio, con su serenidad de fatalidad antigua, acechaba

      tranquilamente el momento en que el letargo de esa doble miseria se la

      abandonaba inerme para colmar su obra. La temible institución se había

      venido desenvolviendo con cierta lentitud de gestación metódica: primero

      suavemente, como tanteando la tolerancia del "medio"; luego rápida y

      violentamente a favor de este secular decaimiento que aplastaba el

      carácter y degeneraba la fibra del universo todo. Tomó su vuelo cuando el

      hombre estaba física y moralmente postrado: lo sorprendió cuando su

      timidez extraordinaria le permitía derramar impunemente en el cerebro ese

      cúmulo de terrores y de esperanzas falaces que constituían el secreto de

      su arte consumado. Entonces, todos los hondos terrores de sus

      procedimientos, los infinitos dolores de sus tormentos cayendo sobre la

      tierra preparada, sobre la imaginación irritada por la larga usura

      nerviosa, desarrollaron primero y dieron pábulo más tarde a la locura

      universal que se cristaliza en forma de epidemias psicopáticas mortíferas.

      En su patogenia se siente todo el artificio maligno de aquella mano

      serena, que desde lo alto del quemadero desarticuló intencionalmente el

      cerebro de multitud de generaciones... Primero, la vaga emoción de las

      delaciones secretas; luego el terror constante de incurrir en algunas de

      esas faltas que el Santo Oficio castigaba con tanta severidad; la

      agitación y el insomnio después, la perpetua zozobra, las ideas de

      persecución con esta tendencia incierta a la sistematización clavadas en

      el alma, y por fin la locura franca, terrible, con toda su deplorable

      morfología evolucionando con el carácter ruidoso que le imprimía el genio

      epidémico de la época".

      El famoso tribunal vino a ser chispa que incendió de locura a todos los

      que la incubaban a fuego lento; y fue, a la vez, el inconsciente

      depurativo que esterilizó en sus quemaderos la parte más insana de la

      población.

      Desgraciadamente los perseguidores no eran más sanos que los perseguidos,

      ni los creyentes eran más cuerdos que los herejes; en unos y otros la

      misma locura epidémica se expresaba con actitudes diversas frente al

      dogma. Por eso los fanáticos perseguidores cumplieron al mismo tiempo otra

      "selección artificial", funesta para la civilización y más grave que los

      suplicios del circo romano: "La otra selección terrible, la selección

      intelectual, que ha muerto o cuando menos adormecido el pensamiento en

      España, es otra faz de la 'selección artificial por el Santo Oficio'; la

      selección de la leyenda liberal, que estigmatiza con razón el mundo

      entero, porque es la selección sacrílega que enmudeció al cerebro español,

      abandonándolo soñoliento a la inercia de su colapso secular. Hubo, pues,

      en ella una verdadera bifurcación dicotómica, caracterizada la una por su

      índole, diremos así, medular o puramente ganglionar, vale decir

      inconsciente y ciega, que echó afuera del mundo a los inválidos del

      cerebro, a los alienados, epilépticos, frailes, vagabundos, histéricos,

      etc.; y la otra completamente cerebral, es decir, intencionada, casi

      inteligente. La primera tiene la utilidad, o mejor dicho el saludable y

      secreto propósito de la 'puesta en acción' de una ley natural, la ciega

      fatalidad del destino; la otra, la inútil barbarie de una violación

      sacrílega.

      "Las consecuencias de ambas selecciones se han hecho sentir en España de

      una manera sensible.

      "Ningún cerebro ha sido moralmente más confundido por la Inquisición que

      el cerebro español. La emoción violenta del terror ha hecho estragos en

      él, y téngase presente que la emoción, es decir, la usura de la

      sensibilidad moral produce efectos destructores más terribles que

      cualquier otro trabajo mental. Ha sido tal vez más por la emoción que por

      la opresión del pensamiento que el Santo Oficio ha operado su trabajo de

      demolición: quiero decir que ha agotado las fuerzas vitales de ese órgano

      a fuerza de actuar sobre la sensibilidad moral, manteniendo durante siglos

      un estado de emotividad patológica cuyo resultado lo hallamos en el

      decaimiento de todo el sistema nervioso superior.

      "El descenso de la inteligencia española en sus manifestaciones más

      elevadas, no depende tanto de la persecución al libre pensamiento, a las

      ciencias que son su expresión más genuina, como de esa 'intoxicación' por

      el veneno deletéreo del terror operado por un procedimiento violento y

      continuado".

      En suma, el pensamiento cardinal de Ramos Mejía viene a ser el siguiente:

      el Santo Oficio efectuó dos selecciones artificiales. Por la una,

      extinguió legiones de alienados y desequilibrados; por la otra, suprimió

      todos los gérmenes de la iniciativa personal, del libre examen, de la

      intelectualidad, de la ciencia. Su obra no fue de mejoramiento, sino de

      aniquilación: "Este agotamiento, aun cuando tiene su expresión más

      sensible en el silencio y la indigencia de la inteligencia española, se

      traduce, por otra parte, en una saludable (?) falta de aptitud para la

      enajenación mental que es bien visible en la Península. Triste

      compensación, sin duda, a la deplorable esterilidad intelectual que hace

      de ese gran pueblo casi un analfabeto, en medio de la cultura y del

      progreso sorprendente de la Europa entera. Faltóle a España, como un

      resultado de esa selección devastadora, la exaltación cerebral en que se

      excedió Israel, y que se traduce en la estadística por un aumento

      progresivo de la locura y de las enfermedades nerviosas, y en el

      pensamiento por un desarrollo creciente de las letras, de las artes y de

      las ciencias, que duermen un sueño demasiado largo en España. Faltóle la

      suprema tensión de las fuerzas morales que puede alternativamente producir

      en Augusto Comte el genio de la 'Filosofía positiva' y la locura que rompe

      la armonía de sus bellas facultades; que en otro cerebro sugiere el

      descubrimiento de las leyes de la gravitación universal y engendra

      probablemente los profundos accesos de melancolía que alteraban el

      espíritu de Newton; que da vida y calor al cerebro de Descartes y

      Beethoven, al mismo tiempo que aguijonean la inteligencia y exaltan la

      mente hasta la alucinación.

      "El cerebro español no trabaja o trabaja poco; por eso no está expuesto a

      los graves peligros del 'surmenage' y a la violencia funcional que trae el

      aumento de todos esos males al espíritu. Las necesidades de la vida, las

      aspiraciones exigentes que surgen naturalmente de la ilustración y

      ennoblecimiento del espíritu por el estudio, las agitaciones de todo

      género que produce la vida intelectual en esos grandes centros, no

      perturba la tranquilidad soñolienta de aquel cerebro que fue en un tiempo

      el dominador del mundo y al que diera vida y calor con su savia

      exuberante".

      Con ese ejemplo clásico del fanatismo religioso ilustra Ramos Mejía la

      influencia de la locura en la historia.

      La tercera parte de la obra, consagrada a estudiar la degeneración y la

      locura en la casa de Austria, constituye un libro especial dentro de la

      obra. Compulsando numerosas fuentes históricas -aunque sin detenerse a

      criticar el valor muy desigual de ellas- Ramos Mejía procuró examinar sus

      aspectos médicos y psiquiátricos, deteniéndose particularmente en las

      personalidades de Carlos V y de Felipe II. Ellos legaron a sus

      descendientes una herencia patológica que influyó marcadamente en la

      ulterior decadencia española, acentuada de generación en generación

      durante la siniestra era de los Habsburgos.

      Esta obra acrecentó grandemente la reputación de Ramos Mejía,

      confirmándole en el rango de psicólogo, alienista e historiador, que había

      ya conquistado con sus obras precedentes.

 

V. Las multitudes argentinas

      En 1893 Ramos Mejía fue solicitado para ocupar la presidencia del

      Departamento Nacional de Higiene, donde su paso dejó huellas firmes de

      renovación científica, consignadas en "Memorias" administrativas que

      contarán mucho al medirse la evolución de nuestra medicina pública [12.] .

 

      Ramos Mejía -dicho sea en su honor- no tuvo nunca temperamento de

      funcionario; era un hombre de estudio, más ideativo que actor. El

      Departamento Nacional de Higiene no era el escenario más propio para la

      culminación intelectual de este pensador, que prefería leer un clásico a

      revisar un expediente, escribir un capítulo científico a redactar un

      informe sanitario. De allí cierta apariencia de pereza que mostró en su

      visible vida oficinesca, vivamente contrastada por la invisible

      laboriosidad con que leía o escribía sin descanso. Tenía conciencia plena

      de que el funcionario hurtaba muchas horas ú tiles al estudioso; así se

      explica que abreviase en lo posible los vulgares menesteres

      administrativos -que requieren mucha actividad y poco talento- para

      alargar las horas de estudio, adentrándolas en la noche. Basta pensar que,

      a sus ocho macizos volúmenes publicados, deben agregarse otros tantos

      inéditos, inconclusos los más.

      Tenía horror del engranaje administrativo, y compadecía sin reticencias a

      los hombres sin iniciativa que entregan su personalidad al parasitario

      rodaje. Nunca tuvo, por otra parte, el menor reparo en afirmarlo. "Cabría

      igualmente en el género, pero sólo por su espíritu gregario e inapto para

      la lucha, aunque tal vez bondadoso, aquel "empleado antiguo" que es todo

      un tipo psicológico social y que durante cuarenta y cinco años no ha hecho

      otra cosa que seguir la rutina honorable de su empleo, en un

      ininterrumpido sonambulismo que lo sustrae a todas las espontaneidades del

      espíritu y de la voluntad.

      "Todo lo que es desviación del carril, los postra en la fatiga y suscita

      sus alarmas; para ellos el esfuerzo sería el estallido o la muerte. Al

      verlos funcionar, se le antoja a uno que han de ser honorables, porque no

      tienen aparatos mentales para otra cosa; la malicia y el prurito de la

      tentación no encontrarán órgano en su simplicidad de espíritu rayana en la

      imbecilidad. La costumbre de una misma función, exclusiva y absorbente

      durante cincuenta años, no ha permitido que se forme en el cerebro el

      centro psíquico-motor o de ideación que sugiera y ordene el mecanismo de

      un acto punible. Todos estos abú licos por temperamento o por la fuerza de

      la costumbre, fuera o dentro de la administración pública, son los más

      sólidos basamentos de los despotismos porque, como carecen de

      personalidad, son números y no personas, como los enfermos de los

      hospitales; su servilismo honesto y paciente no incomoda y se dejan

      conformar dentro del molde en que los vacía la mano que toma su masa

      dócil" [13.] .

      En circunstancias que nunca olvidaré conocí al que fue más tarde mi

      maestro y mentor; la literatura, la sociología y la medicina entraron por

      partes iguales en la iniciación de nuestra amistad. Le encontré en un buen

      momento de mi formación intelectual: tenía yo veinte años y él cincuenta.

      Estaba en su plenitud meridiana; yo en la edad propicia para aprender.

      En 1898 cursaba quinto año de medicina y había escrito algunas niñerías

      sobre temas sociológicos y antropológicos. Alumno del curso de Ramos Mejía

      -cuyas primeras obras me eran bien conocidas- tuve la inhábil ocurrencia

      de "lucirme" ante él. Era su jefe de clínica el Dr. Fermín Rodríguez,

      autor de bellos estudios sobre "El suicidio en Buenos Aires", que hacían

      esperar mucho de su talento, aunque más tarde abandonó la huella del

      maestro. Obtuve "un caso" para exponerlo ante el profesor, y "un día" que

      Ramos concurrió a clase, llegó mi hora de prueba. Alcancé a decir:

      -"Después de leer a Charcot, a Maudsley y a Morselli, considero..."

      -"No siga", me dijo el profesor; "usted no puede saber 'su caso' leyendo

      libros, sino examinando al enfermo. Estúdielo para otro día".

      Conversó con otros alumnos el resto de la hora. Al terminar la clase salí

      tras él, por las galerías del Hospital San Roque; entablamos conversación

      y seguimos a pie algunas cuadras; Ramos Mejía me expuso sus ideas en favor

      de la enseñanza clínica y contra la enseñanza libresca de los viejos

      profesores de medicina, que solía llamar "ciencia de papel". No nos vimos

      hasta el día del examen. En un corredor de la Facultad se me acercó:

      -¿Cuándo llega su turno?

      -Mañana.

      -¿Sabe algo?

      -Es de suponer que sí, pues me presento a rendir examen.

      -Vea, che, yo creo que no sabe nada. Estúdiese para mañana la epilepsia.

      -Pero, doctor...

      -No se haga el zonzo...

      Al día siguiente, al sentarme ante la mesa examinadora, Ramos dijo,

      dirigiéndose a los doctores Penna y Semprún que la formaban:

      -No saque bolilla; vamos a ver si este señor sabe decirnos algo de la

      epilepsia...

      Yo me sonrojé. Los tres jueces sonrieron. En un instante repetí lo que

      había repasado en las últimas veinticuatro horas.

      Supe, más tarde, el motivo de esa preferencia que, sin causa, podría

      parecer una improbidad del catedrático.

      Siendo estudiante universitario, me vinculé a un grupo de obreros soñ

      adores que predicaban el socialismo y con ello me aficioné a leer libros

      de sociología. Al propio tiempo, gustando de las letras, frecuentaba el

      "Ateneo", donde Rubén Darío concentraba el interés de los jóvenes. En 1898

      el poeta Eugenio Díaz Romero editó la revista "El Mercurio de América",

      que fue auspiciada por Darío y en la que colaboramos casi todos los

      ateneístas del ú ltimo tiempo.

      Ramos Mejía, aunque Presidente del Departamento Nacional de Higiene

      (1893-1899), conservaba inalterada su afición a las letras. La producción

      literaria le interesaba tanto como la científica y tenía por los jóvenes

      poetas esa cariñosa debilidad que lo distinguió hasta la hora de su

      muerte. Díaz Romero, director de "El Mercurio", era al mismo tiempo

      bibliotecario elegante del Departamento Nacional de Higiene, puesto que le

      permitía despreciar la bibliografía sanitaria y pasar la tarde leyendo a

      los poetas modernistas. Solían conversar de literatura el presidente y el

      bibliotecario; muchas veces un médico del puerto hacía muchas horas de

      antesala para ver a Ramos Mejía, que estaba ocupadísimo... en escuchar las

      entusiastas lecturas de Paul Verlaine o Gabriel D'Anunnzio con que lo

      deleitaba su poeta bibliotecario.

      Aquella hora de nuestra historia intelectual espera su cronista; fue,

      ciertamente, significativa en la evolución de nuestra cultura literaria.

      El Ateneo, fundado diez años antes por un grupo de poetas, prosistas,

      pintores, escultores y músicos, había emigrado de la Avenida de Mayo

      esquina Piedras a un amplio salón del Bon Marché contiguo al Museo

      Nacional de Bellas Artes. El cansancio de los socios viejos y el desenfado

      de los nuevos comenzaban a comprometer su existencia. Junto a los hombres

      reposados, no muy sensibles a la predicación de Rubén Darío -Obligado,

      Sívori, Vega Belgrano, Quesada, Oyuela, Martinto, Julio Jaimes, Lamberti,

      Piñero, Osvaldo Saavedra, Holmberg, Rivarola, Dellepiane, Matienzo,

      Argerich- estaban los que ya tenían un nombre hecho, casi todos favorables

      a las tendencias modernistas -Escalada, Jaimes Freire, Leopoldo Díaz,

      Estrada, los Berisso, Soussens, Payró, Piquet, Cárcova, Aguirre, Baires,

      Carlos Ortiz, Ghiraldo, Stock, Arreguine, Ugarte- y nos agrupábamos

      decididamente en torno de Darío los últimos llegados -Lugones, que alcanzó

      celebridad en pocas semanas, Díaz Romero, Goycochea Menéndez, C. A. Becú,

      José Ojeda, Pagano, Américo Llanos, García Velloso, Nirenstein, Oliver,

      Monteavaro, Ghigliani, José Pardo, Luis Doello. El "Mercurio de América"

      fue, en cierto modo, el portavoz de estos grupos y especialmente de los

      dos últimos. Darío dio en llamar "La Syringa" al cenáculo juvenil que

      frecuentaba "El Mercurio", nombre que se difundió más tarde, cuando,

      muertos ya el Ateneo y "El Mercurio", se rehizo el núcleo con la anexión

      de otros jóvenes, que hicieron después su aparición en la revista "Ideas":

      Ricardo Rojas, Becher, Chiappori, Gálvez, Olivera, Gerchunoff, Ortiz

      Grognet y otros.

      Esta oportunidad no es propicia para hacer esa crónica. Diré solamente que

      Ramos Mejía se interesaba de verdad por el movimiento modernista,

      sirviéndole Díaz Romero de intermediario espiritual con los admiradores de

      Rubén Darío. Alguna vez yo, aunque socialista, no desdeñaba concurrir a la

      biblioteca del Departamento Nacional de Higiene, atraído por el té y los

      bizcochuelos del estado, con que Díaz Romero obsequiaba generosamente a

      sus colaboradores más íntimos. Supo Ramos Mejía que yo era alumno suyo;

      leyó algunos de mis balbuceos sobre sociología y psicología, interesándose

      más por un escritillo sobre "Psicología colectiva", que revelaba alguna

      lectura y era el único publicado en el país sobre ese tema en que él

      trabajaba, pues a poco vieron la luz "Las Multitudes Argentinas". Ramos

      Mejía había descubierto mis inclinaciones de principiante y, según me

      contó años más tarde, entrevió que mi sitio estaba a su lado.

      ¿Es de sorprender que el profesor procediera como maestro, facilitando el

      examen de un alumno que podía convertirse en su discípulo?

      El nuevo libro de Ramos Mejía apareció cuando era más intenso el

      movimiento literario que, en América, auspició Rubén Darío, y, con ser tan

      personal su estilo, es evidente que Ramos no escapó a la influencia

      renovadora; cierta preciosidad en las imágenes y un marcado

      afrancesamiento en el giro de las locuciones, parecen revelarlo.

      "Las Multitudes Argentinas", estudio de psicología colectiva para servir

      de introducción al libro "Rosas y su tiempo", acentúa en la obra de Ramos

      Mejía el carácter histórico-sociológico, pasando a ocupar un rango

      secundario el médico-histórico [14.] . Antes de que la amistad me

      vinculara al que pronto sería mi maestro -siendo yo todavía estudiante de

      medicina-, escribí un juicio crítico que tuvo cierta resonancia [15.] .

      Aparte de alguna versación sociológica adquirida en mi juvenil actuación

      de doctrinario socialista, la bibliografía completa de la psicología

      colectiva me era familiar, por una favorable conjunción de circunstancias;

      y, sin desconocer los méritos intrínsecos de la obra, ni su significado en

      la evolución de la cultura argentina, tuve el deseo de poner algún orden

      en el desorden inicial con que aparecía en Europa esta rama de las

      disciplinas sociológicas.

      Esta obra de Ramos, inspirada principalmente por los estudios de Le Bon,

      consta esencialmente de dos partes. El primer capítulo expone la "biología

      de la multitud", trasuntando las doctrinas sociológicas emitidas al

      respecto. Los siete siguientes constituyen una aplicación original de las

      mismas al estudio histórico de las multitudes argentinas: durante el

      virreinato, en la época de la emancipación, bajo la tiranía y en los

      tiempos modernos. Algunos períodos culminantes de la historia argentina

      son estudiados como productos de vastas composiciones y descomposiciones

      de "multitudes", convertidas en propulsoras psicológicas de la evolución

      nacional; los grandes hombres, si los hubo, fueron su simple instrumento,

      cuando no cómplices ciegos de las masas populares que los envolvían y

      arrastraban.

      He vuelto a leer el libro, ha pocos días. ¡Cuánto ingenio y cuanta belleza

      derramados en sus páginas! Acaso tuve razón al negarle, quince años ha,

      severidad en su método científico; pero hoy, con mejor criterio,

      preferiría insistir sobre sus méritos y atractivos, que a su tiempo no

      dejé de señ alar.

      "La aplicación del criterio científico a la interpretación de la historia

      argentina -escribí entonces- debe ser saludado como un síntoma de progreso

      en la cultura del país; al mismo tiempo que señala el comienzo de una

      etapa en nuestra producción intelectual, es índice seguro de que las

      jóvenes sociedades americanas se preparan a contar como iguales entre las

      naciones civilizadas, no solamente por su producción agropecuaria, sino

      también por las inclinaciones de su mentalidad primeriza.

      "Además de ese valor representativo, 'Las Multitudes Argentinas', de Ramos

      Mejía, evidencia un serio esfuerzo para aplicar un criterio científico al

      estudio de la evolución argentina; más o menos fecundo -como veremos- ese

      esfuerzo es poco frecuente en nuestro país. Si a ello se agrega que la

      obra pretende al mismo tiempo estar bien escrita -pretensión literaria que

      se justifica en muchas bellas páginas-, se explicará el interés que su

      aparición despierta en nuestros círculos intelectuales.

      "Por eso, y por el respeto que impone la vasta aunque desordenada

      erudición que revela, se han batido palmas, merecidamente, a este nuevo

      trabajo del distinguido profesor, envidiablemente reputado por su labor

      asidua y eficaz. Sobre 'Las Multitudes Argentinas' han florecido amistosas

      críticas, históricas las menos y literarias algunas; casi todas han

      señalado los méritos que, sin duda, la adornan, aunque sin señalar las

      deficiencias de la obra, que las tiene y grandes. Ellas aparecen si se la

      estudia con criterio científico, lo que es legítimo dada su pretensión de

      tal. Es un deber para los que piensan y estudian, aplaudir el talento y la

      cultura; también lo es señalar las lagunas de toda obra digna de

      consideración. Tales son los objetivos de la crítica científica,

      inconfundible con las banales laudatorias de los ignorantes que esperan se

      estará con ellos algún día a la recíproca".

      Ramos Mejía considera que "se necesitan especiales aptitudes morales e

      intelectuales, una peculiar estructura, para formar parte, para

      identificarse con la multitud, sobre todo", y considera que en eso estriba

      su divergencia con Le Bon (pág. 10). En general, no todos los hombres

      -dice- pueden llegar a formar parte de una multitud: entre nosotros la

      compondría solamente "el individuo humilde, de conciencia equívoca, de

      inteligencia vaga y poco aguda, de sistema nervioso relativamente

      rudimentario e inadecuado, en suma, el hombre cuya mentalidad superior

      evoluciona lentamente, quedando reducida su vida cerebral a las fuerzas

      instintivas".

      Para compartir las pasiones colectivas los individuos necesitan ponerse en

      íntimo contacto con la multitud de que forman parte, mediante profundas

      compenetraciones y afinidades. Fuera injusticia -escribí entonces- no

      felicitar al autor por la bella e ingeniosa concepción del

      "hombre-carbono"; es, sin duda, una expresión metafórica apropiada para

      evidenciar las condiciones de afinidad que considera indispensables para

      que un hombre sea apto para formar parte de una multitud. Ninguno de los

      otros sociólogos y psicólogos que han estudiado estos problemas han

      encontrado una analogía tan sugerente y tan hermosa.

      La revolución argentina sería obra exclusiva de la multitud, pues han

      faltado los jefes y "aquí la multitud, que es función y expresión de las

      fuerzas y aptitudes colectivas, se organiza con facilidad ante cualquier

      emergencia: hay, como dije antes, constante 'inminencia de multitud'".

      Se manifiesta en hora temprana. La masa popular anónima tuvo un papel de

      primer orden en las invasiones inglesas: este es uno de los puntos

      verdaderamente demostrativos de la obra de Ramos.

      Dos hombres del pueblo se pusieron al habla para organizar la reconquista

      (pág. 81); son "meneurs" bien característicos: salidos de la multitud,

      interpretan sus sentimientos y viven de su vida, desapareciendo con ella.

      Esta página abunda en sugestivas bellezas.

      La figura histórica de Liniers está muy bien presentada y tratada; quizá

      pudiera haber sido un poco más verdadera. Y -aunque fuera del propósito de

      este artículo- no es posible dejar de aplaudir con efusión las condiciones

      literarias de la preciosa reconstrucción de las invasiones inglesas.

      Las multitudes de la emancipación tienen también un papel importante, pero

      obedeciendo siempre su acción a los poderosos factores señalados. La

      revolución era fatal, es verdad; pero no porque persistiera la multitud a

      pesar de la caída de los hombres "meneurs", sino porque persistían las

      causas económico-sociales que eran el substratum de la idea de la

      emancipación política y "económica".

      La participación de las masas populares en la acción de los primeros

      ejércitos es inmensa; eso, sin embargo, es psicología social en un sentido

      amplio, psicología nacional más bien que psicología de la multitud. La

      "rabia" de esos ejércitos amorfos es, en muchos casos, apetito; ¿y no es

      ese el refugio de todos los aberrantes de la sociedad, de todos los

      inadaptables, en las horas de sacudimientos populares? El que vive en mala

      situación material -porque no le está permitido o no es capaz de vivir en

      una mejor- es el elemento principal de todas las revueltas y revoluciones.

      ¿No presenta la historia un desfile interminable de ejemplos que

      comprueban esta verdad?

      Ramos Mejía establece "diferencias biológicas" entre las multitudes de la

      ciudad y de la campaña; mejor pudo haberlas llamado "diferencias

      psicológicas" entre la población mediterránea y la población interior.

      Pero, sin duda, más ú til hubiera sido estudiar las bases de esas

      diferencias que residen, sobre todo, en las diferencias de evolución

      sociológica, determinadas por la distinta acción de los factores cósmicos

      y sociales. En esa lucha memorable de la civilización y la barbarie, se ve

      la resistencia de un régimen contra otro régimen en formación; las

      diferencias psicológicas pertenecen a la superestructura del organismo

      social y dependen de las instituciones de orden material que le sirven de

      base, de la misma manera que las funciones psicológicas del individuo

      dependen de las condiciones materiales de su organismo.

      La filogenia del "caudillo" es una página admirable por su verdad

      psicológica; difícilmente pudiera habérsela sintetizado mejor. El episodio

      de los unitarios que "han manchado la historia"; está muy en su sitio; es

      de un intenso poder sugestivo para evocar el estado del ánimo popular en

      aquella época.

      "Por otra parte -escribí entonces-, la controvertida época de la tiranía

      no ha sido aún sometida a serio e imparcial análisis; aún está esperando

      su historiador. Acaso Ramos Mejía lo sea en la obra que promete; por lo

      menos es de esperarlo, dado su indiscutible talento e ilustración, si no

      se encarrila por sendas resbaladizas, como la que lo ha atraído a estudiar

      las multitudes con resultados inferiores a los que de su talento podían

      esperarse".

      No haré ahora la crítica de mi crítica. Lo que entonces escribí como

      sociólogo incipiente, sigue pareciéndome exacto; pero, en justicia, debo

      reconocer, que apliqué un criterio tan "disolvente" como el antes usado

      por Groussac, sacudiendo los muros del templo con la intención de turbar

      la fe del sacerdote.

      Por razones de cronología conviene recordar, como lo señalé entonces, que

      "Las Multitudes Argentinas" fue la primera obra propiamente sociológica

      publicada en la Argentina, aunque ya Echeverría, Alberdi y Sarmiento

      hubiesen sido los precursores de esa disciplina, planteando o tratando

      problemas históricos que, por su generalidad, tenían un sentido

      propiamente científico o filosófico.

      Un año más tarde, en ocasión de terminar yo mis estudios, correspondió a

      mi crítica con un gesto de gran señor. Por intermedio de Francisco de

      Veyga, con quien me vinculé fraternalmente siendo su discípulo de Medicina

      Legal, Ramos Mejía hízome ofrecer el puesto de Jefe de Clínica de su

      Cátedra de Enfermedades Nerviosas, puesto honorífico y de confianza, que

      acepté como una "bonne fortune" intelectual.

      Lo fue, en efecto, y lo desempeñé con amor durante muchos años. Ramos

      Mejía tuvo el acierto de adivinar mi vocación, paralela a la suya: dentro

      de la medicina, que era ya mi carrera, nada podía interesarme como la

      patología mental y nerviosa, tan ajustable a mis primeras aficiones

      sociológicas, como propicia a mis ulteriores estudios de psicología y

      filosofía científica. Cuando repito que Ramos Mejía fue mi maestro, quiero

      expresar que él, en hora oportuna, me asentó en el camino en que hasta

      ahora he continuado.

      Ramos Mejía no era entonces funcionario y no volvió a serlo hasta que fue

      llamado a ocupar el más alto cargo directivo de la educación nacional.

      Para mí, que nunca esperé ni recibí de él pequeñas protecciones de otro

      orden, tuvo Ramos la más grande generosidad que un joven podía anhelar: su

      intimidad intelectual, el consejo de su vasto saber, el ejemplo de sus

      virtudes austeras, el contagio de su intelectualismo antiburgués, el

      tesoro de su experiencia mundana, el ejemplo de su sencillez bondadosa y

      optimista.

      No ocupando cargos administrativos, Ramos tenía más tiempo libre para sus

      lecturas favoritas, que eran las mías. Y así, encontrándonos una mañana en

      la clínica del Hospital San Roque y almorzando otro día en el Instituto

      Frenopático, de que era director, conversábamos sin sosiego de libros, de

      doctrinas, de sucesos, de observaciones, pasando de la psiquiatría a la

      sociología, de la historia a las ciencias físico-naturales, de la

      literatura a la filosofía.

      El Instituto era, por entonces, menos suntuoso que en la actualidad.

      Almorzábamos en alguna de las pequeñas mesitas que amueblaban las

      habitaciones destinadas a los enfermos. Muy ajustados cabíamos los tres,

      pues siempre nos acompañaba el Dr. Augusto Osorio, que era médico interno

      y su discípulo en la práctica psiquiátrica. Alguna vez un loco tranquilo

      comía con nosotros y Ramos lo incitaba a intervenir en nuestras

      conversaciones; en más de una ocasión tuvimos dos en la mesa y nos

      encantábamos como niños grandes, oyéndolos disputar arrevesadamente sobre

      problemas oscuros.

      Allí, en las antiguos almuerzos del Instituto, aprendí a amar la bondad y

      la sencillez del gran pensador, junto con Francisco de Veyga y Lucio V.

      López, que fueron acostumbrándose a concurrir los viernes, convertidos

      años más tarde en días clásicos.

      Me he referido a los "antiguos" almuerzos. Poco a poco, andando el tiempo,

      la intimidad disminuyó y se convirtieron en ágapes de intelectuales y

      mundanos. Desde el viejo poeta Lamberti hasta los más jóvenes, muchísimos

      desfilaron por la mesa del Instituto: Lugones, Díaz Romero, Ghiraldo,

      Fernández Espiro, Soussens, etc. Allí se sentaron Juan A. García,

      Ayarragaray, Payró, Mariano y Joaquín de Vedia, Jorge Duclout, Osvaldo

      Saavedra, Horacio P. Areco, Amador Lucero, Enrique Prins, Alberto Julián

      Martínez, Angel Estrada, Carlos 0. Bunge, Florencio Sánchez, Víctor

      Mercante, los Madero, Juan Pablo Echagüe, Mariano Bosch, Tomás Juárez

      Celman, Julio Rosa, Mariano Pinedo, García Velloso, Manuel Podestá,

      Rodolfo Senet, Pedro Caride, Mario Carranza y otros hombres de letras y de

      sociedad, alternando con el grupo de médicos que fuimos sus discípulos

      inmediatos. En los últimos años el almuerzo del Instituto -matizado por

      concurrentes más mundanos- se convirtió en número obligado para los

      intelectuales y conferencistas europeos que vinieron al país; diré de paso

      que Ramos Mejía los miraba entre desconfiado y burlón. Y nunca dejaba de

      decirme, en picaresco aparte, al escuchar alguna vanidosa referencia

      autobiográfica: ¿no será un "farabuto"? Palabra que en sus labios

      significaba lo que llamamos habitualmente "macaneador". Ramos, que murió

      sin haber ido nunca a Europa, tenía bien adentro al "criollo" porteño, y

      no acababa nunca de tomar en serio a ciertos conferencistas ambulantes que

      venían a deslumbrarnos con tonterías; seguían siendo, para él, unos

      "gringos" sospechosos, aunque fuesen ilustres.

      Esos años, vividos a su lado, fueron los más encantadores y provechosos de

      mi vida. El ambiente intelectual de que Ramos Mejía gustaba rodearse,

      constituía un oasis en el país afiebrado por los negocios sórdidos y la

      política menuda. El amor por las cosas nacionales adquiría allí bien

      distinto valor que en las frases hechas de los politiqueros; el

      nacionalismo de Ramos Mejía era todo simpatía por la obra de los que

      habían enriquecido la cultura nacional, amor por los pensadores Alberdi y

      Sarmiento, respeto por los estadistas Moreno y Rivadavia, solidaridad

      cariñosa con todo el que escribía una página de prosa o componía un

      soneto.

      Ramos Mejía -que era un productor- simpatizaba con todos los productores,

      era amigo de aplaudir y estimular, repitiendo que era mejor ocuparse en

      hacer obras propias que en deshacer las ajenas. Teniendo un agudísimo

      espíritu crítico, nunca escribió un artículo criticando un libro ajeno. Se

      limitaba a no admirar a los malos escritores, reservando su desdén para

      quienes censuraban a los virtuosos que gustaban de escribir, como podían.

      Sus diatribas contra el "burgués aureus" dan, por antítesis, la medida de

      su simpatía para todos los que intentaban un esfuerzo en pro de las letras

      nacionales.

 

      VI. Los simuladores del talento

      Un hermoso paréntesis a sus estudios sobre la época de Rosas fue el libro

      "Los simuladores del talento en las luchas por la personalidad y la vida"

      [16.] que obtuvo un sorprendente éxito de librería. Lo componen cuatro

      capítulos de sabrosa psicología política y social, que cuentan entre sus

      más bellas páginas literarias.

      Este aspecto del escritor merece comentario especial. Ramos era, a pesar

      de los géneros científicos que cultivó, un escritor nato. Tenía un estilo

      suyo, inconfundible, en el cual las imágenes frondosas se entrelazaban con

      tecnicismos tomados de la patología; sin ver la firma, los que le han

      leído con asiduidad, pueden decir sin equivocarse: esto es de Ramos. En

      una palabra: tenía personalidad, tenía estilo. Verdad es que el más banal

      de los profesores de gramática castellana podría señalar en sus páginas

      frecuentes incorrecciones y deducir de ello que su estilo era imperfecto.

      Esta vulgar censura, que más de uno formuló, juega sobre un equívoco

      fundado en dos maneras de concebir el estilo. En los grandes escritores se

      mide por la intensidad de expresión con que logran enunciar sus ideas, lo

      que es independiente de su corrección gramatical, aunque ésta lo mejora;

      tal fue el caso de Sarmiento entre nosotros. En los escritores adocenados

      sólo puede hablarse de estilo en el sentido de esa simple corrección

      gramatical, que con alguna paciencia puede alcanzar cualquier cronista sin

      talento; mientras el escritor original pone una idea o engarza una imagen,

      el adocenado corrige un acento o borra un neologismo. En esto, como en

      tantas otras cosas, los profesionales mediocres alteran el cartabón de los

      valores efectivos: confunden la técnica de la forma, que es un arte

      complementario, con la fecunda elaboración de la belleza misma, que está

      en el valimiento intrínseco de las ideas o emociones que el estilo

      expresa.

      Ramos tenía lo esencial del estilo: era suyo. Se lo había formado como

      todos los buenos escritores: leyendo y releyendo ciertos autores favoritos

      -Renan, Taine y Sainte-Beuve, al mismo tiempo que Saint Victor y Gauthier,

      aparte de Quevedo y V. F. López entre los de habla castellana -para citar

      los que gustaba de elogiar con más frecuencia. Esas fuentes confluyeron en

      su temperamento para producir una manera inconfundible de expresar sus

      ideas, llena de color y de relieve, evocadora cuando describía, precisa

      cuando explicaba, sugerente cuando ascendía de los hechos a la doctrina

      general.

      Muestras selectas de esas cualidades literarias encontramos en "Los

      simuladores del talento", libro compuesto de ensayos cuya homogeneidad

      está en la intención espiritual y en la forma, antes que en sus

      argumentos.

      La tesis del libro es la siguiente: muchos sujetos desprovistos de

      aptitudes efectivas para luchar por la vida, consiguen simularla y

      triunfar en su medio, empleando recursos similares a los que llaman los

      naturalistas "mimetismo". Muchos hombres que culminan en la política y en

      la administración carecen de talento y ascienden por la complicidad de sus

      iguales: son simuladores del talento.

      "La inteligencia, diré más bien, el pensamiento, porque esa palabra me da

      una sensación mayor de lo que es elevado y perfecto en el cerebro, está

      allí ausente o mudo, aun cuando la perfección relativa de esos mecanismos

      y el cumplido fin de sus funciones, dé al espíritu cierta impresión de

      inteligencia directriz de conscientes aplicaciones. Tan bien se

      desempeñan, que cuando se los ve funcionar siéntese uno movido a

      imaginarse, que si no es el talento mismo, algo debe haber detrás que en

      tan curioso psiquismo protector se le parezca, cuando menos un alma

      peculiar; aquellos espíritus 'vitales' del viejo Asclepíades tal vez.

      "Que una cosa vulnerante o destructora se haga sentir y veréis con que

      rapidez y perfección entra el primero en movimiento y opera su

      providencial defensa; que un agente de otro orden en la lucha social por

      la vida amenace la posesión de un bien cualquiera y veréis como el segundo

      opera la suya, como concurren todas las aptitudes a darles movimiento,

      desplegando los recursos que el ejercicio del aprendizaje combina

      inconscientemente. Nunca es más animal el hombre que cuando se defiende

      así, buscando en la simulación la fuerza de su impotencia. En un momento,

      y con cierto particular sentido de la oportunidad, entran en función sus

      aparatos, como en los animales inferiores los mil recursos prodigiosos que

      les sugiere su debilidad.

      "Estos hombres mediocres o inútiles, que son la expresión humana de

      aquella animalidad defensiva, tienen en su espíritu, como los paralíticos

      y los mudos en su cerebro, 'suplencias' de extraordinaria aplicación: el

      don de espera del batracio oportunista, las trasmutaciones de la forma, el

      uso del color, las actitudes, las complicadas comedias de todo lo que

      hiere el sentido alerta de sus enemigos. Todo ello no les sirve para

      agredir, sin embargo, porque la iniciativa es propiedad del talento como

      la fecundidad de la vida, pero se defiende con armas cuyo uso y mecanismo

      ignora aquél, porque es inocente y sin malicia frecuentemente".

      La psicología del éxito, conseguido siempre por tortuosos caminos, está

      admirablemente esculpida en el capítulo que estudia "La Expansión

      Individual"; esa crítica del ambiente social contemporáneo, de la

      mediocracia -que los puristas llamarían "mesocracia", quitando al vocablo

      toda su expresiva riqueza-, alcanza en ciertos pasajes una eficacia

      decisiva y culmina por su belleza literaria. Ramos Mejía es, en esta obra,

      un "gran escritor"; el principiante de las "Neurosis", asentado ya su

      estilo en "La Locura en la Historia" y en "Las Multitudes Argentinas", es

      un maestro en "Los simuladores del talento". Los capítulos en que estudia

      los simuladores del talento y de la energía, los auxiliares de la

      simulación, la fauna de la miseria y los otros modos de expansión de la

      personalidad, son todos de igual mérito: el alienista muéstrase psicólogo

      y el escritor es siempre un elocuente artista.

      Es imposible exponer sintéticamente el contenido de este libro lleno de

      fina, de agudísima observación psicológica. El simulador silencioso y el

      simulador multiparlante son dos aguas fuertes imperecederas: habría que

      transcribirlas íntegras para apreciar la riqueza del ingenio que las

      grabó. Esos "defensivos" duplican sus fuerzas mediante la asociación.

      Buscan el éxito mediante apariencias de relumbrón, que son la caricatura

      del talento verdadero. "En tales circunstancias, la solución no está en

      tener talento o cualidades de otro género, sino al contrario, en no

      tenerlas para poder subir: aptitudes defensivas y aquel poder de mimetismo

      concurrente que hace de la vida un carnaval solemne, en el cual los

      inútiles se aprovechan de su accidental cotización, para aplastar con su

      vientre la excelsitud del cerebro alado; tanto más fácilmente, cuanto que

      la miope simplicidad popular confunde a menudo las anfractuosidades del

      abdomen con las circunvoluciones cerebrales. Por otra parte, la

      sustitución del cerebro colectivo por el de unos pocos elegidos, que es la

      fórmula de la tiranía, es otra de las causas de la resistencia que levanta

      el talento, y del triunfo accidental de la inocuidad defensiva como

      expresión de la voluntad general y como exponente de la media mental

      reinante".

      La intención espiritual -prescindiendo de la alusión política que nadie

      desapercibió- tradujo el más hondo sentimiento que conocí en Ramos Mejía:

      el desprecio incondicional por todo lo que implicara ignorancia y

      presunción. La autoridad y la fortuna, en manos de espíritus sórdidos o

      incultos, excitaban su abominación; Ramos, como Lucio López y Miguel Cané,

      sus coetáneos, no concebía otro privilegio legítimo que el de la

      ilustración y el talento, tal como lo había plasmado Renan en sus ensueños

      de aristocracia intelectual.

      Tenía este sentimiento origen autóctono en su inspirador y maestro D.

      Vicente Fidel López, tan propenso a fulminar a los advenedizos ignorantes

      que suelen mancomunarse para captar el gobierno de las naciones. En Ramos

      alcanzó intensidad de pasión, exponiéndole, por consiguiente, a excederse

      en algunos juicios sobre los hombres de banderías adversas a la de Carlos

      Pellegrini, que tuvo siempre sus simpatías políticas.

      Meditando sobre este sentimiento de repulsión hacia los ignorantes

      ensoberbecidos por el dinero o la política, he podido advertir que si a

      Ramos Mejía se lo contagió López, a mí me lo contagió Ramos Mejía,

      encontrando preparado el terreno por los gustos de bohemio y de socialista

      contraídos en mi primera juventud. En el fondo, la psicología del

      "enriquecido", que López trazó en párrafos magníficos, es la misma del

      "burgués aureus" que inspira a Ramos Mejía páginas elocuentes, para

      reaparecer en mi catecismo de moral, titulado "El hombre mediocre". Un

      sentimiento único corre por tres cauces: en López nace como protesta

      contra las absurdas preeminencias sociales y políticas, en los libros de

      Ramos se desenvuelve como reclamación de los derechos del talento, y en mi

      ensayo se convierte en predicación de una moral neoestoica para separar

      radicalmente las cosas viles de la política o del éxito, de las cosas

      nobles de la cultura y del ideal. En esto, más que en otra cosa alguna, la

      influencia de López, a través de Ramos Mejía, dejó rastros imborrables en

      mis sentimientos.

      Este inquieto afán intelectualista constituye la espina dorsal de "Los

      simuladores del talento". En ningún otro de sus libros maneja Ramos con

      mayor gracia ese arte difícil de la psicología descriptiva, en que fueron

      maestros La Bruyère y Mariano de Larra. Pintar caracteres y desnudar

      costumbres suele ser más difícil que estudiar psicología experimental

      concreta o divagar abstractamente sobre los atributos de la mente humana;

      en ese sentido puede afirmarse que la psicología más humana es la que

      observa tipos reales, analizándolos y describiéndolos como fragmentos de

      la vida misma. Desfilan por docenas en "Los simuladores del talento",

      algunos concretamente caracterizados, otros representativos de toda una

      categoría social, mostrando los procedimientos innumerables de que se

      valen las medianías para usurpar el rango del mérito.

      Su desprecio por el hombre sin cultura resaltaría mejor si el tiempo no me

      fuese corto para contar algunas anécdotas expresivas de su ingenio. En

      cierta ocasión, leía los diarios en su bufete; un ordenanza vino a

      pedírselos en nombre de un empleado, que no se distinguía por su afición a

      la lectura.

      -Dice el Sr. X si quiere tener la bondad de enviarle los diarios.

      Y sin que mediara un segundo en la respuesta:

      -Pregúntele lo que va a envolver.

      Otra vez, siendo Presidente del Consejo Nacional de Educación, los

      parientes de alguien tan dado a la bebida como a las letras, le hicieron

      pedir que diera su nombre a una escuela próxima a inaugurarse:

      -¡Si se han creído que voy a inaugurar un despacho de bebidas! -exclamó

      Ramos.

      Cuando en el diario "Sarmiento" publicaba ciertas magistrales siluetas

      políticas "a punta de buril", un amigo oficioso le insinuó que hiciera la

      de tal personaje.

      -¿Cuándo escribirá la silueta de X?

      -Cuando él pueda leerla.

      Y como estos rasgos, mil. Cada día, cada hora. El desdén por las medianías

      fue siempre su más acentuado sentimiento, equilibrado en él por una

      simpatía ilimitada hacia los jóvenes poetas. No hay uno, entre éstos, a

      quien no haya concedido un favor o una protección.

 

VII. Rosas y su tiempo

      En un período de afortunado ostracismo administrativo maduró su gran

      proyecto de ampliar la primera parte de las "Neurosis", que se refería a

      "Rosas y su tiempo"; "Las multitudes" (1899) había sido un anticipo de su

      obra magna, que vio la luz ocho años más tarde [17.] .

      Su tarea fue difícil. El personaje era magnífico por sus destellos de luz

      y por sus honduras de sombra. Encarnación de la vieja alma gaucha, en que

      promiscuaban el español y el indígena, tocóle representar la restauración

      de lo colonial contra lo europeo, del mestizo contra el blanco, de la

      clase feudal conservadora contra el liberalismo naciente, de lo viejo

      español contra lo nuevo argentino. El modernismo político y cultural de

      Moreno y Rivadavia le sonó a herejía, como a todos los señores feudales

      del interior. Esa es la antítesis que Sarmiento expresó en los términos

      "Civilización y Barbarie" de su "Facundo" admirable.

      Unitario de raza, Ramos Mejía aprendió en el hogar el odio al tirano, que

      su padre, D. Matías, había combatido: "Uno de los iniciadores de la

      Revolución del Sud de la provincia de Buenos Aires, el año 1839. Ayudante

      de campo del general D. Juan Lavalle durante la campaña contra los

      ejércitos de Rosas en las provincias de La Rioja, Tucumán y Córdoba, en

      1840 y 1841". Transcribo esta dedicatoria del libro para apresurarme a

      decir que Ramos Mejía llevó su afán de imparcialidad hasta escribir, sin

      desearlo, la más sólida justificación de Rosas que haya escrito jamás

      argentino alguno.

      Esta apreciación, que conversé con Ramos Mejía en su oportunidad, creyendo

      complacer al hombre de ciencia, lo contrarió vivamente. Había yo escrito

      algunos borradores acerca del libro y los rompí; en mi concepto, su obra

      demostraba lo contrario de lo que él se había propuesto. Cosa fácil de

      evidenciar, como veremos en seguida.

      Conviene antes consignar, para nuestra historia literaria y científica,

      algunos datos informativos que explican este hecho curioso: pocos libros

      han sido más leídos que "Rosas y su tiempo", cuya edición primera -de gran

      tiraje y precio elevado- se agotó en pocas semanas; en cambio, ningún

      libro del mismo autor fue tan fríamente recibido por los aficionados que

      ejercen la crítica en nuestro país.

      ¿Por qué?

      Prescindo de la envidia, que siempre tiene alguna parte en casos análogos.

      Hay otras razones.

      En primer lugar, era una audacia escribir sobre "Rosas y su tiempo" sin

      que cierta preparación histórica y sociológica diera autoridad para

      hacerlo, máxime tratándose de una obra asaz documentada.

      Los que la poseían en nuestro país -podría clasificarlos uno por uno-

      tenían ya partido tomado contra Rosas o en su favor: eran,

      retrospectivamente, federales o unitarios.

      La mejor prueba de la excelencia y justeza de la obra fue, a mi juicio, la

      siguiente: los federales la sospecharon de unitaria, por ser de tal

      tradición su autor, y los unitarios quedaron descontentos de que la obra

      no fuera bastante antifederal.

      "Trasunta un odio de familia" dijeron aquéllos; y éstos agregaron: "por

      amor propio de autor ha agigantado a Rosas".

      Yo que no acostumbro ser ecléctico -pues así llamo a los que no tienen el

      valor de profesar una opinión- me inclino a serlo al juzgar la obra de

      Ramos. Nunca, ningún autor, ha luchado más que él contra sus propios

      sentimientos para ser imparcial; y, por haberlo conseguido, hizo de Rosas

      un personaje verdaderamente representativo de su época y de su tiempo.

      Porque Rosas lo fue, como lo reconoció Sarmiento en repetidos escritos que

      amenguan el juicio apocalíptico de "Facundo".

      "Rosas y su tiempo" es la obra de un escritor llegado al dominio pleno de

      "su" estilo. Juzgada en conjunto, es una de las cinco o diez obras

      argentinas que seguirán leyéndose dentro de medio siglo con el mismo

      interés con que se leyeron al publicarse: tiene unidad de plan,

      continuidad de desarrollo, seria visión sociológica, riqueza de

      información, colorido exuberante, originalidad de exposición. Nadie, entre

      nosotros, se ocupará de Rosas sin leer esta obra; ninguno la cerrará sin

      haber encontrado en ella provecho y deleite. ¿Cuántos escritores

      argentinos se atreverían a decir lo mismo, del que creen mejor entre sus

      libros?

      Ramos Mejía reunió para su obra un material documentario muy considerable,

      cuya sustancia aprovechó con talento sin perderse en la búsqueda nimia de

      los detalles. El asunto del drama y la personalidad moral del

      protagonista, le interesaban mucho más que los pequeños accidentes

      biográficos o cronológicos; es conocido su desprecio por los "papelistas",

      que padecen la inocente manía de carcomer papeles viejos, hasta

      convertirse en polillas, y que nunca logra confundirse con la ilustración

      del hombre docto. Espíritu generalizador y sintético -como son todos los

      verdaderos pensadores-, no concebía el análisis por el gusto de analizar,

      sino como un instrumento para inducir conclusiones generales. "Los hechos

      son el fundamento de las ideas, que son absurdas si no se fundan en ellos;

      pero detenerse a rumiar las insignificantes minuciosidades de los hechos,

      sin ascender a la región de las ideas, es la característica más segura de

      la incapacidad mental en un historiador". Ramos Mejía tuvo siempre en

      vista que, para el sabio y el filósofo, la erudición es un medio, no un

      fin. Y cuando un respetado historiador, a quien él llamara "papelista", le

      apuntó algunos menudos errores de circunstancias en verdad

      insignificantes, Ramos Mejía le envió un libro de Taine en que señaló

      aquellas palabras decisivas sobre el erudito de profesión: "Un érudit est

      un maçon, un philosophe est un architecte; et quand l'architecte, sans

      nécessité absolue, au lieu d'inventer des méthodes de construction,

      s'amuse a tailler, non pas une pierre, mais cinquante, c'est que, sous

      l'habit d'un architecte, il a les goûts d'un maçon".

      Ramos Mejía se propuso un objetivo distinto del que alcanzó. Es evidente

      su propósito de legar a la posteridad un Rosas "loco moral"; acumuló para

      ello todos los elementos de diagnóstico, sin desdeñar los más equívocos o

      insignificantes. Pero, de buena fe, anhelaba ser imparcial: consiguió

      otros elementos de juicio que convergen a acrecentar grandemente la figura

      de su personaje, que crece de capítulo en capítulo, de página en página,

      advirtiéndose cierta fruición del artífice al embellecer, con su verba

      decorativa, este o aquel detalle de su modelo. A este respecto, de cuanto

      se ha dicho sobre "Rosas y su tiempo" nada parece más justo que una frase

      de Francisco de Veyga: "Rosas lo conquistó a Ramos". Esa es, posiblemente,

      la verdad: el ajusticiado se convirtió en seductor de su verdugo. Huelga

      decir que Ramos Mejía no se apercibió de ello: siguió creyendo que Rosas

      quedaba moralmente decapitado bajo el filo de su diagnóstico.

      Otro es el juicio que su obra sugiere a los argentinos de cepa europea,

      que no tenemos motivo alguno para afiebrarnos al juzgar las contiendas

      indígenas de la edad media argentina.

      La arquitectura de "Rosas y su tiempo" es excelente: en el volumen primero

      examina los orígenes del sujeto, cómo se forma su personalidad de

      caudillo, el ambiente político que precedió a su advenimiento, sus

      instrumentos de dominación, cómo se organiza la plebe rosista, los

      puntales de la tiranía y sus resortes coercitivos. En el segundo: sus

      medios de propaganda y de sugestión popular, sus costumbres

      administrativas y sus recursos financieros, la acción militar de la

      tiranía, terminando la obra con una magnífica aguafuerte psicológica sobre

      la personalidad moral del tirano.

      El punto de vista médico-psicológico, que predominaba en las "Neurosis",

      está aquí subordinado al psico-sociológico. El estudio del gobernante "en

      función de su medio" es acabado. Hay páginas de paisaje que son

      ejemplares: el mar y la montaña. No lo son menos algunos cuadros de

      costumbres tan llenos de colorido que evocan la vida misma. La época de

      Rosas revive a cada instante, con eficacia que raya en maestría: esa

      eficacia de Ramos constituye la justificación social de Rosas ante el

      lector.

      Es innegable que fue políticamente un dictador y no lo es menos que sus

      procedimientos fueron siempre excesivos, y en cierta época, bárbaros. En

      todo ello Ramos es, seguramente, verídico. Pero el ambiente y los sucesos

      por él descriptos dan la impresión de que la dictadura era una

      consecuencia de la desbocada anarquía caudillista, que Rosas consiguió en

      parte sofrenar, dando alguna cohesión a la nacionalidad: la muy poca que

      no habían conseguido mantener Rivadavia y el grupo unitario de Buenos

      Aires.

      He escrito recientemente que la Revolución de Mayo fue ejecutada por un

      pequeño núcleo de porteños europeizantes, que captaron el asentimiento de

      una inmensa mayoría del país que aún conservaba las ideas y los

      sentimientos hispano-coloniales. La corriente "argentina" que nace en

      Moreno y culmina en Rivadavia, fue resistida por la corriente "colonial"

      que asoma en Saavedra y triunfa en Rosas. Su gobierno representa el

      predominio de los sentimientos conservadores del país feudal contra los de

      la minoría revolucionaria que había efectuado una subversión innovadora.

      Rosas fue el más fuerte señor feudal y acomunó a los señorzuelos de

      provincias en su lucha contra la burguesía porteñ a; su gobierno fue

      representativo de los más cuantiosos intereses materiales que existían en

      el país.

      Es notorio que mis simpatías y mis ideas están en la corriente de los

      adversarios de Rosas, que representaron, en su tiempo, el porvenir

      argentino contra el pasado gaucho; pero ello no me impide reconocer que

      Rosas fue el gobernante reclamado por el ambiente feudal y conservador.

      Saldías, en su "Historia de la Confederación", menos leída de lo que

      merece, y Quesada, en su sintético "Rosas y su Epoca", lo han demostrado

      variamente. Ramos Mejía lo confirma en "Rosas y su tiempo", pero con más

      eficacia, dado su evidente desinterés de justificar a tirano.

      La prueba parece sencilla.

      Es indudable que Rosas tenía el apoyo de las clases feudales del interior.

      Veamos lo que ocurría en Buenos Aires. En el capítulo VI explica Ramos

      Mejía que el advenimiento de Rosas fue recibido por el vecindario

      conservador como una fórmula de estabilidad; tuvo la adhesión de la gente

      de pro, como es notorio.

      Examina, en seguida, sus "títulos para provocar el delirio de la plebe y

      de la clase decente": los gremios industriales estaban encantados con el

      dictador y la masa popular lo veneraba. Demostrando todo eso, el autor

      sugiere esta pregunta: ¿Quién, sino Rosas, podía gobernar "en su tiempo",

      ya que realizaba el milagro de contentar a las clases feudales, a la gente

      de pro, a la burguesía industrial y a las masas populares? ¿Cuántos

      gobernantes podrían nombrarse que hayan satisfecho los intereses de todas

      las clases sociales de una nación?

      Adviértase que estoy lejos de negar los procedimientos salvajes usados por

      Rosas contra sus adversarios, aun sabiendo que éstos no desdeñaron

      recurrir a procedimientos análogos. Y reitero mi comunidad de ideas y de

      ideales con la selecta minoría "argentina" que Rosas proscribió del país

      "colonial". Pero aquel vasto país, modelado a imagen y semejanza de la

      metrópoli y, compuesto entonces, en su casi totalidad, por mestizos

      hispano-afro-indígenas, no podía avenirse al nuevo régimen concebido en

      Buenos Aires según las doctrinas de Europa. Al renunciar Rivadavia, el

      espíritu público tomó contacto con la realidad: las ideas coloniales y los

      intereses conservadores tenían demasiado arraigo en todo el país,

      exceptuando la minoría innovadora y liberal que comprendía la

      "argentinidad", tal como la habían pensado los morenistas de 1810.

      Rivadavia era el ensueño; Rosas fue la realidad nacional.

      Más tarde, en la proscripción primero y en el gobierno después, el ensueñ

      o pasó a ser realidad. La nación cambió de símbolo y, en vez de Rosas, fue

      Sarmiento el hombre representativo de la Argentina nueva.

 

VIII. La educación nacionalista

      En 1908 Ramos Mejía fue llamado a ocupar la presidencia del Consejo

      Nacional de Educación. Dos ideas fundamentales constituyeron su programa:

      multiplicar las escuelas y acentuar el carácter nacional de la enseñanza

      [18.] . Hizo ambas cosas con entusiasmo y eficacia, no sin levantar

      obstáculos que amargaron su última actuación en la vida pública. La misma

      reacción sectaria que treinta años antes había enfestado contra Sarmiento,

      conspiró contra Ramos Mejía, hasta privarlo de un apoyo necesario que él

      creía cimentado en medio siglo de amistad. El apoyo le faltó en la hora

      más crítica: era ilusión suya confiar en la firmeza de un gobernante

      envejecido, a quien una progresiva enfermedad cerebral había transformado

      en caso de estudio para el método médico-histórico, que Ramos Mejía había

      desenvuelto desde las "Neurosis" hasta "Rosas y su tiempo".

      Como término de su carrera, tuvo Ramos Mejía la honra de encrespar las

      mismas olas que habían volteado a Sarmiento; con nuevos actores, los

      sucesos fueron semejantes, aunque la lucha desembozada fue sustituida por

      procedimientos subrepticios que acaso anuncien horas de reacción más

      intolerante. En la época de Sarmiento -dice Paul Groussac- la cuestión

      religiosa "comenzó siendo una cuestión escolar. En el ensayo sobre Goyena

      he referido las peripecias de aquel alzamiento sectario -tal vez en

      vísperas de renacer por la imprevisión o indolencia de los que dejan que

      la pululación parasitaria invada el organismo argentino" [19.] . Esta

      brevísima advertencia del ilustre crítico, que fue actor y testigo de

      ambas campañas contra la educación argentina, merece meditarse gravemente

      en la hora actual.

      Son demasiado recientes los sucesos y nadie podría adivinar el juicio que

      de ellos se tendrá dentro de pocos años. Ramos Mejía, de cuyas virtudes e

      ideales nadie podría dudar sin mentir, era de esos hombres que para

      alcanzar fines grandes no se detienen a discutir accidentes pequeños. Su

      mente de pensador no se ajusta nunca a rutinas de funcionario.

      Creyó útil fundar escuelas y las fundó a millares; anheló transfundir el

      sentimiento de la argentinidad en la enseñanza y ejecutó su programa de

      educación nacionalista. La posteridad juzgará si esos dos ideales fueron

      oportunamente concebidos y eficazmente realizados.

 

IX. Ideales de cultura

      Analizando sumariamente la vida y la obra intelectual del ilustre

      escritor, en este Ateneo de Estudiantes Universitarios, he querido rendir

      homenaje a la memoria del pensador que tanto honró a la moderna

      Universidad argentina, y que en toda hora supo amar y alentar a los

      hombres jóvenes que tuvieron la suerte de acercársele.

      Su laboriosa vida intelectual es un ejemplo digno de señalarse; la edición

      de sus obras póstumas -que se hará algún día- contribuirá grandemente a

      acrecentar sus méritos y magnificará su figura ante la posteridad [20.] .

      Su evolución intelectual revela influencias homogéneas. En las "Neurosis"

      sus fuentes psiquiátricas son francesas y el mayor influjo corresponde a

      Moreau de Tours; sus fuentes filosóficas remontan a Comte, Darwin y

      Spencer; sus fuentes históricas argentinas son V. F. López y Sarmiento. En

      su "Patología nerviosa y mental" se percibe el rastro médico de Charcot y

      Claudio Bernard, correspondiendo a Renan la orientación cultural. En la

      "Locura en la Historia" se advierten lecturas nuevas de los historiadores

      ingleses que ilustraron la degeneración de los Habsburgos españoles. En

      las "Multitudes" se mezclan las corrientes sociológicas contemporáneas, de

      cepa spenceriana, girando en torno de las sugestiones directas de Le Bon.

      En los "Simuladores", con ser de índole tan personal y localista, nótase

      la asimilación de la corriente psicológica de Ribot. El modelo ideal de

      "Rosas y su época" fue Taine.

      Ramos Mejía -como los otros pensadores argentinos- fue un autodidacta.

      Aprendió en las mismas fuentes europeas que llegaron a conocer Alberdi y

      Sarmiento, y en las que se inspiró toda la "generación del ochenta". El

      único hombre que podríamos llamar su maestro -por la influencia personal

      mas bien que por la dirección de sus estudios- fue D. Vicente Fidel López.

 

      Tenía por Moreno, Rivadavia y Echeverría, verdadero culto. Admiraba a

      Sarmiento [21.] con cariño y respetaba a Alberdi sin tenerle simpatía.

      Entre los hombres de ciencia de su tiempo, nombraba con particular respeto

      a Ameghino, Arata, Penna, J. Méndez, F. P. Moreno, Holmberg. El amigo de

      su corazón fue Carlos Pellegrini.

      Aunque fue Diputado Nacional (1888-1892), nunca actuó como "hombre de

      partido"; estaba más alto que la política criolla y sólo siguió el sendero

      de su amistad apasionada. Siendo miembro de varias Academias, tuvo en muy

      poco aprecio la pomposa vanidad del título, que nunca lució al frente de

      sus escritos; la solemnidad le fastidiaba y siempre la tuvo por sinónimo

      de mediocridad.

      Juzgaba a los hombres por el mérito de sus obras y en un libro entero se

      burló de las apariencias vanas. Escribió obras para que ellas fueran la

      medida objetiva de su talento y para que por ellas se le estimara.

      En una de sus últimas páginas ha grabado palabras que son un trasunto

      firme de su personalidad moral:

      "Es un raro privilegio -dice- conservar inalterada, más allá de los fríos

      egoísmos que el tiempo acumula con desagradable apresuramiento, esa vaga

      impresión de poesía que en la época de la juventud, tan deliciosamente

      despreocupada, dejamos florecer en nuestro espíritu. Y aplicarla a las

      cosas del mundo y de la ciencia es también otro privilegio que la

      naturaleza sólo discierne a pocos espíritus, ingénitamente consagrados,

      por la fatalidad de un destino orgánico, a practicar el bien y a buscar la

      verdad sin sosiego.

      "No es frecuente conservar siempre esa viril ecuanimidad de la juventud,

      ese amor a la verdad, ese celo del espíritu, el ingenuo desinterés y la

      sonriente filosofía, llevándolas en el estudio solitario o en la acción

      que imponen las funciones públicas, despreocupándose de los intereses

      subalternos y materiales que endurecen el intelecto para las beatas

      emociones de la luz.

      "Pocos hombres consiguen practicar, sin un momento de claudicación, el

      amor a la ciencia regeneradora, que, como ha dicho el maestro

      incomparable, nos hace vivir mil vidas en una sola, y sobre la superficie

      de un ínfimo planeta pesa y mide los mundos, sondando los dos infinitos,

      de la grandeza y de la infinitesimal pequeñez, a pesar de nuestros

      sentidos mediocres.

      "Los hombres que sobreponen el amor a la cultura al afán del

      enriquecimiento tumultuoso, son exóticos en nuestro "medio" actual, pero

      deben servir como ejemplos y como símbolos. Ellos representan el esfuerzo

      desinteresado y perseverante de la inteligencia aplicada a las cosas que

      no dan dinero ni proporcionan los placeres sensuales ambicionados por los

      que toman la vida intelectual como un negocio exclusivamente y no como una

      misión, como una fuente de riqueza más que como un sacerdocio destinado al

      sacrificio y a menudo a la pobreza augusta de la antigua sabiduría.

      "Necesitamos hacer de este país un semillero de experimentos

      civilizadores, tanteando los caminos innumerables del pensamiento en todas

      sus complejas manifestaciones, de la ciencia primero, porque enseña al

      hombre a no andar a ciegas en la tiniebla sedimentada por la ignorancia y

      por la imprevisión del burgués que a todo se atreve porque cree saberlo

      todo; del arte, después, porque tiene para las naciones nuevas el mismo

      encanto revelador que los primeros sueños de hadas en las imaginaciones

      tiernas del niño.

      "... necesitamos formarnos un sólido armazón para acometer con toda

      confianza nuestro porvenir como nacionalidad, templada al unísono y con

      ideales dignos de nuestra época.

      "... sólo del maestro puede esperarse que difunda en los cimientos del

      país la ilustración general, que es la base para que en las clases

      dirigentes se desarrolle la preocupación por las cosas altas del espíritu,

      formándose esa verdadera aristocracia intelectual en cuyas manos quería

      poner Renan la dirección moral de las naciones.

      "La alta cultura del espíritu es, sin excepción alguna y en todas partes

      del mundo, el elemento fundamental para la formación del alma nacional...

      "Bueno es, en suma, que aprendamos a poner bien alto los ideales futuros

      de nuestra nacionalidad. Sin descuidar el crecimiento de su riqueza

      material -que es a la manera de la savia rica en glóbulos rojos que irriga

      todas sus arterias tensas por la juventud, o como el humus generoso en que

      ponen sus raíces robustas los árboles de más anchas copas-, pensemos que

      las más grandes fuerzas son las morales, nacidas de la cultura y de la

      ciencia, las que equivalen a la invisible vibración del cerebro, que

      dirige la actividad de todo el organismo, y que en las civilizaciones

      históricas culminantes vienen a ser como las flores que coronan las copas

      de los árboles, salpicándolas con sus notas de color que representan el

      ensueño y la poesía de la vida."

      El pensador que esto escribía vivió sirviendo los ideales que predicaba y

      se mantuvo fiel a ellos hasta la hora de su muerte.

 

      Fue mi pena más honda la de encontrarme ausente del país durante su ú

      ltima enfermedad; en Suiza, con su otro discípulo, Francisco de Veyga, no

      pasamos un día sin comentar con inquietud las noticias que de él nos

      llegaban. Cuando se produjo una acefalía del gobierno, que yo esperaba

      para volver al país, me decidí de prisa, con la esperanza de dar el último

      abrazo a mi maestro. En Montevideo el profesor Rodolfo Rivarola me dio la

      noticia de su fallecimiento, ocurrido pocas semanas antes, el 19 de Junio

      de 1914. Un nudo me apretó la garganta y no pude contener algunas

      lágrimas. Son las más angustiosas que he llorado en mi vida.

            José Ingenieros

 

 

 

PREFACIO

 

      Las páginas que van a leerse forman la primera parte de un trabajo más

      completo destinado a estudiar las enfermedades de algunos hombres

      descollantes en nuestra vida política. He dado preferencia a las neurosis,

      es decir, a las afecciones nerviosas de carácter funcional y

      particularmente a aquellas que han tenido mayor influencia sobre su

      cerebro, no sólo por creerlas comunes entre ellos, sino también porque

      creo que allí deben estudiarse todas esas modificaciones profundas y aún

      incomprensibles a veces, que observamos en algunos caracteres históricos.

      Creo que este estudio es la primera vez que se emprende entre nosotros,

      pues no conozco trabajo alguno que considere bajo esta faz médica a

      nuestros grandes hombres; que busque en todas esas idiosincrasias morales

      curiosas la explicación natural y científica de ciertos actos que sólo la

      fisiología y la medicina pueden explicar.

      El Dr. D. Vicente F. López, autor de la "Historia de la Revolución

      Argentina", ha sido, en mi concepto, el primero en ponerse en este camino,

      recurriendo en cierta manera a la fisiología como complemento

      indispensable de sus trabajos históricos; no porque haya estudiado sus

      caracteres a la luz de la medicina puramente, sino porque, siguiendo los

      preceptos de la escuela de Macaulay, ha descendido hasta la vida íntima

      analizando todas esas nimiedades, todas esas puerilidades a veces tan

      ridículas y horribles que tanta importancia tienen para el conocimiento

      anatómico del hombre intelectual y moral. Todos esos movimientos

      fibrilares de la personalidad humana tienen, en este género de estudios,

      la importancia fundamental que damos al síntoma en el diagnóstico de las

      enfermedades; es, puede decirse, la aplicación del análisis histológico a

      los estudios morales, de ese análisis paciente y minucioso que por el

      conocimiento de lo infinitamente pequeño llega a explicarse la

      organización completa de lo grande, y que da cuenta de muchos procesos

      patológicos que sin su ayuda hubieran quedado envueltos en el más profundo

      misterio.

      Mi objeto ha sido confeccionar un libro pura y exclusivamente médico,

      dejando a otro más competente que yo el trabajo de sacar las consecuencias

      que de él se desprenden. Para realizarlo he necesitado leer mucho,

      preguntando e inquiriendo más, porque los elementos que en este sentido

      podía ofrecerme la medicina de nuestro país eran completamente nulos.

      Nuestros médicos de antaño escribían poco y a no ser lo publicado en la

      "Gaceta de Buenos Aires", y una que otra escasísima y mal confeccionada

      monografía, no sé que haya nada que valga la pena consultarse.

      El archivo más rico para la adquisición de estos datos es indudablemente

      la tradición, que es la que he consultado con más fruto a la par de todas

      esas obras históricas que van en el índice bibliográfico, y de las cuales

      he sacado algunos datos clínicos de mucha importancia.

      La "Descripción de la Confederación Argentina" por Martín de Moussy, la

      "Historia de la Revolución Argentina" por el Dr. D. Vicente F. López y la

      "Biografía del fraile Aldao" por el Señor General Sarmiento, son las obras

      que más he revisado, las unas para la confección de la primera parte, y

      las otras para la segunda, que vendrá después. En esta primera parte, y

      especialmente en el Capitulo II, me he servido mucho de la "Historia de la

      conquista del Perú", por Prescott, que es en su género el libro más

      hermoso que posee la lengua castellana, y de la "Historia de Belgrano" por

      el Sr. General Mitre, cuyos estudios históricos sobre la época de la

      Revolución e Independencia son de una valor inapreciable.

      De ambos he tomado párrafos enteros, indicando al pie el capítulo y la

      página en que se hallan. Este sistema lo he seguido con todas las obras,

      tanto históricas como científicas, que cito en el curso de mi libro.

      Esta primera parte consta de cinco capítulos. El primero es una reseña de

      los adelantos que ha realizado la Medicina en el estudio de la fisiología

      y de la patología del sistema nervioso, particularmente en lo que se

      refiere a las enfermedades mentales. En el segundo, estudio el rol de la

      neurosis en la historia y especialmente en la nuestra: los tres últimos

      están destinados, como lo indica el título del libro, a "Rosas y su

      época".

      La segunda parte, que aparecerá más tarde, contiene estudios sobre el

      "Dictador Francia" - "El fraile Aldao" - "Brown" - "Echeverria" -

      "Monteagudo", etcétera.

 

 

 

INTRODUCCIÓN

por Vicente Fidel López

 

      En sus fines, en su estilo, en su plan y en sus doctrinas, este libro es

      un libro de ciencia pura. Lo que basta para decir que es un libro escrito

      con aquella independencia viril, y franqueza de convicciones, que tiene el

      pensador que se ha propuesto estudiar los fenómenos de la vida social e

      histórica, sin otro método que la observación inmediata de los hechos

      naturales, y sin otra lógica que la que resulta del encadenamiento mismo

      de esos hechos con las causas físicas (diríamos más bien fisiológicas) que

      los producen en cada organismo.

      Si no nos engañamos, esta es la primera manifestación científica que se

      hace entre nosotros de las aspiraciones de la Fisiología moderna a

      estudiarse en el terreno nebuloso, que estaba reservado hasta ahora a la

      Teología y a la Psicología. Y es muy natural que este eco vivaz y sonoro

      de los grandes adelantos y de las grandes aspiraciones que las Ciencias

      Naturales tienen en nuestro siglo, salga de uno de los alumnos de nuestra

      brillante Escuela de Medicina, que, por sus estudios y por sus aptitudes

      literarias, viene mejor preparado para ser un escritor serio.

      En todo el ámbito del universo, desde el insecto al hombre, desde el

      hombre a los astros, no hay más leyes ni más causas eficientes, a los ojos

      de las Ciencias Naturales, que las que rigen la "Materia". Ellas son las

      que ponen de acuerdo las diversas combinaciones de los átomos que forman

      la pasmosa "variedad" de los organismos, en los géneros, en las especies,

      en las familias, en los individuos, con la grande "unidad" de la vida

      universal, reatando la libertad con el orden, la originalidad con la

      regla, la individualidad con el tipo y el tipo con lo absoluto.

      Así, a medida que las que antes se llamaban "ciencias morales", y cuyos

      hechos no podían ser observados directamente, se van quedando reducidas a

      defenderse, la Fisiología -ayudada por las demás "ciencias naturales" que

      observan directamente, como ella, la materia y sus funciones, y de la

      "ciencia del lenguaje", que es el vínculo inmediato de la materia

      organizada con la "palabra"-, invade audazmente todo el terreno en que

      antes dominaban la Teología y la Psicología; y va haciendo que la

      Naturaleza "natural" (si me es permitido decirlo con contraposición de la

      naturaleza "teológica") sea la única Revelación aceptada y constante con

      que se puedan adquirir verdades comprobadas.

      La doctrina, pues, de la evolución general y continua de los organismos, y

      la de cada organismo en particular, tiende necesariamente a hacer

      desaparecer de las creencias humanas la idea de las intervenciones

      anormales, caprichosas y voluntarias del poder divino, por que ella no

      reconoce más causa actuante que la Ley Natural, eterna e inconmovible,

      permanente y absoluta como su autor, a quién Platón y Plutarco llamaban el

      Grande Arquitecto del Universo.

      Nada puede, pues, sobrevenir por actos propiciatorios, o por actos

      administrativos del momento que bajo todos los aspectos serían

      contradictorios de la omniciencia y de la omnipotencia natural o divina, y

      por consiguiente, delante de la prepotente quietud de la vida absoluta, de

      la silenciosa rigidez con que todo se realiza bajo la acción de las leyes

      naturales que constituyen el átomo, y que lo combinan en los organismos y

      en sus evoluciones, los cultos propiciatorios, aquellos que tienen por

      objeto hacer creer que Dios tiene sacerdotes en la tierra para acordar

      favores y beneficios con un ánimo parcial y humano, quedan relegados entre

      las invenciones puras de la imaginación y de la ignorancia humana; y

      sirven sólo para hacer las historias de los progresos sociales, que no son

      en sí mismos sino evoluciones también de la vida, como la de los

      organismos, para subir la cadena de las conquistas de la Razón, y para

      pasar de lo imperfecto a lo más perfecto.

      El culto deja entonces de ser adoración para convertirse en idea, en

      convicción, en ciencia y en simple admiración del orden universal.

      Los que en nombre de la teología declaman contra la doctrina de las

      evoluciones, como si al acusarla de "materialismo" hubiesen concretado

      sobre ella todas las circunstancias de lo criminal y de lo abyecto, no se

      han fijado siquiera en que la palabra "materia" significa "maternidad",

      porque viene de "mater"; y que todos sus ataques recaen sobre este sublime

      sentido con que la Naturaleza se ha revelado a los hombres, en esa

      palabra, desde los primeros orígenes del lenguaje humano. Las doctrinas

      "materiales" no son pues otra cosa que doctrinas "maternales"; y difícil

      sería que bajo este punto de vista, que es el único posible en que se

      puede tomar la controversia, pueda nadie justificar sus ataques contra la

      doctrina de las evoluciones en el seno de la "madre" universal: "la

      materia". Podrá disputarse, si la maternidad de la naturaleza envuelve o

      no la "maternidad del espíritu": si las manifestaciones, del ser

      organizado, en la palabra y en el pensamiento, son o no simples funciones

      del organismo, o son manifestaciones de un otro ser diverso inú tilmente

      incorporado a la materia. Pero de ninguna manera podrá desconocerse que la

      materia maternal constituye, por sí sola, el "conjunto" de los órganos que

      funcionan, el conjunto de las fuerzas que operan, y el de los agentes que

      le dan movimiento y vida de acuerdo con la especialidad de cada grupo, con

      la idiosincrasia de cada individuo, y con las leyes generales de su tipo.

      No hay, pues, cómo desconocer que, para la Ciencia, no existe entre Dios y

      el hombre, más intermediario que la materia misma: que, fuera de ella,

      nada puede ser observado, comprobado o justificado por los hechos y por la

      observación: "in ea vivimus et movemur". Y como es el único intermediario

      absoluto e inconmovible de lo particular con lo general, ella tiene leyes

      inmanentes, que nadie, en el cielo o en la tierra, puede alterar o

      eliminar; así es que la Ciencia no puede tampoco admitir, como comprobada

      y racional, más acción directa sobre lo creado que la de esas leyes fijas

      que constituyen la existencia y las funciones de la materia organizada, en

      virtud de las cuales ella evoluciona eternamente, combinándose en

      distintas formas, pero sin alterarse en su esencia fundamental.

      Permítasenos ahora decir que sobre esa base, aceptada y elaborada por el

      autor, es sobre la que las Ciencias Naturales van construyendo sus

      trabajos y sus estudios, cada día con mayor solidez y con mayor éxito. La

      Geología nos hace ya la historia de la Creación de la Tierra registrando

      sus capas más profundas y sometiendo al análisis químico los elementos y

      las aptitudes con que ella ha engendrado y sustentado la vida de las

      especies vegetales y animales que la han poblado en sus edades sucesivas.

      Los Astros son hoy analizados en el laboratorio como los seres más

      humildes que se arrastran por nuestro suelo. La Antropología nos revela la

      serie de las evoluciones orgánicas del hombre. Y si ese mismo método se

      aplica a la vida de relación, a lo que llamamos la vida social, nuevos y

      vastos horizontes se abren al estudio de la historia política, haciendo

      entrar en él el análisis y la observación de los gérmenes físicos, de que

      depende el carácter de los pueblos y el de los actores; de modo que

      tomando con las pinzas delicadas del naturalista aquellos elementos

      depositados en el seno oscuro de la organización física, se puede

      determinar el motivo y la razón de los actos de cada hombre influyente, y

      el de su raza, dado el "medio ambiente" de su tiempo y de su país.

      Si no nos engañamos, el libro de D. José María Ramos Mejía, a cuyo frente

      van estas breves consideraciones, es un ensayo que "aspira" a hacer entrar

      nuestros estudios sociales en esta vía esencialmente científica y nueva

      entre nosotros: y decimos que "aspira", porque no podemos decir que haya

      tratado tan grave asunto en toda su latitud, ni con aquellos detalles que

      habría requerido tener para que hubiera quedado históricamente completo.

      En primer lugar, el estudio de nuestros hombres de Estado de la época

      revolucionaria, hecho en ese sentido, requería datos numerosos y bien

      registrados de que carecemos. Nuestros médicos no habían adoptado todavía

      el hábito de llevar registros de las enfermedades que trataban,

      estableciendo los antecedentes que las engendraron, y las causas que

      concurrieron a su desarrollo, tomadas en la vida, en las emociones, en las

      pasiones y en el temperamento de los enfermos, bajo el influjo de los

      sucesos con que se rozaron. De modo que el autor se ha encontrado en una

      dificultad insuperable para tratar su asunto con toda su latitud y con el

      esmero que sus estudios científicos y literarios lo habilitaban para

      darle.

      En cambio, tenemos la base de un libro precioso y de ciencia verdadera; y

      como su autor, además de ser joven, está poseído del fuego sagrado con que

      los espíritus elevados saben sacrificar la vida y el tiempo a la

      satisfacción de servir a los procesos y a la civilización de su patria, es

      de esperar que andando el tiempo, y adelantando sus investigaciones, los

      hechos se vayan acumulando en la mano del escritor, y llegue al fin a dar

      una forma completa y concluyente a sus estudios. Nada puede emprenderse de

      más útil ni de mas serio. Una vida entera contraída a esa labor, no sería

      un sacrificio demasiado pesado, con relación a la gloria y a los aplausos

      que ella merecería.

      Bahegot, que es sin disputa uno de los pensadores más sagaces y más

      profundos de nuestro siglo, dice con mucha oportunidad, en su libro sobre

      la constitución inglesa, que dentro de la historia de la civilización no

      hay ninguna "época pura"; ningún siglo en que el rebaño humano pueda ser

      tomado como un conjunto homogéneo de seres: porque el residuo enorme, que,

      al andar de los tiempos, va quedando en las nuevas combinaciones de la

      materia social, sigue perdurando en las diversas capas que forman el

      conjunto, más o menos inerte, más o menos petrificado, más o menos

      representado por la parte fósil y por el individuo que perdura todavía al

      ir desapareciendo la especie, como sucede en las capas zoológicas de la

      tierra; de manera que en esta evolución lentísima de la materia humana

      organizada e histórica, cada siglo contiene incrustado en su enorme cuerpo

      un inmenso residuo que reproduce, en su capa respectiva, la vida, las

      creencias, los errores y las preocupaciones de esos siglos anteriores que

      el vulgo tiene por olvidados y por ahogados en los senos inconmensurables

      de la Eternidad. Sin tomar, agrega, para hacer la experiencia concluyente

      de esta verdad, otro ejemplo que la casa misma del Lord más progresista y

      más liberal de la Inglaterra, y con sólo estudiar su composición desde la

      cabeza, y sus eminentes relaciones hasta los oficios intermediarios de su

      domesticidad, y desde éstos hasta los más bajos de los que contribuyen a

      su lujo y a su comodidad, se encuentran, en el pequeño recinto de la

      familia, los hombres de muchos siglos diversos en los hábitos, en las

      aptitudes y en las creencias; y fácil le sería a cualquiera encontrar el

      individuo que moralmente está en el siglo V de nuestra época, el que está

      en los siglos del paganismo romano (de los que en Irlanda, en España y en

      las naciones del Norte hay por millones), y el que, ascendiendo la serie

      de los progresos, vive en todas las luces del presente. Si, pues, en una

      sola casa se encuentra esta serie encadenada de entidades morales, fácil

      es presumir y comprender el mismo fenómeno en el cuerpo total de una

      nación moderna, y mucho más en el conjunto de los pueblos civilizados.

      Esta observación, de suyo tan sagaz como exacta, debe bastar para darnos

      una idea de lo que son las evoluciones del espíritu para poder colocar el

      libro del señor Ramos Mejía en la esfera y en el punto de vista que le

      corresponde. El pertenece en verdad a los trabajos de iniciación y de

      bravura con que se acometen las empresas aventuradas. Afiliándose a las

      líneas más avanzadas del progreso científico, toma el puesto que conviene

      a su espíritu despreocupado y vigoroso, para tomar su parte en las luchas

      que van haciendo evolucionar las sociedades civilizadas, y

      desprendiéndolas, cada día más, de sus orígenes en las civilizaciones

      antiguas. Pero, para comprender la obra de los tiempos en que estos actos

      valerosos se operan, recordemos también, que si bien la Fisiología y la

      Antropología, la Geología y la Astronomía van desentrañando las verdades

      que estaban ocultas en el vasto seno de la naturaleza, tenemos a nuestra

      vista obrando todavía con un vigor incuestionable, las creencias que ya

      eran viejas en el tiempo de Solón y de Pitágoras, y la inmaculada

      Concepción, parada sobre la Luna Nueva, es todavía un culto propiciatorio,

      como el de "Diana Artemisa", y un objeto de fanatismo para las ocho

      décimas partes de los pueblos que se llaman civilizados.

      Nuestro ánimo, al entrar en estas consideraciones, necesariamente

      superficiales por su misma brevedad, no es otro que el de concretar las

      ideas y los principios del autor, según los hemos comprendido, para

      ponerlos delante de todos aquellos sobre quienes los adelantos de la

      ciencia y las tendencias de la civilización moderna ejerzan su natural

      influjo. Ni predicamos, ni juzgamos: nos basta compendiar: y a los que se

      encuentren inclinados a entrar en esa vía, les diríamos con San Pablo:

      "abjiciamus opera tenebrarum, et induamur arma lucis", porque ese es un

      campo de lucha y de combate para muchos siglos todavía. A los otros, a los

      que no tengan aquellas curiosidades, a los que se figuren que en las

      esferas del pensamiento y de la conciencia hay algo superior a la Ciencia

      pura: a los que crean que la ciencia puede o debe acatar otras autoridades

      que la Razón misma, no tenemos que decirles sino estas pocas palabras: no

      abráis estas páginas, que son impropias para el letargo en que pasáis

      tranquilos vuestra vida. La tolerancia no nos permite inquietar vuestra

      conciencia; pero no juzguéis tampoco lo que no es de la vuestra sino de la

      ajena.

      Teniendo el lector en su mano el libro de que hablamos, nos parece inútil

      entrar en una exposición más o menos prolija de su contenido. La obra es

      esencialmente "médico-social", si es que se puede decirlo así, y marca un

      grado más alto de la Ciencia, que, en mi concepto, comienza a fluir en la

      Medicina Legal, y que tiende evidentemente a elevar y generalizar los

      trabajos parciales de esta última rama de la Fisiología Médica.

      Nos ha llamado la atención, y la recomendamos a los lectores reflexivos de

      este libro, la teoría de las "localizaciones cerebrales". La exquisita

      claridad y la mano firme con que el autor la condensa, justificándola con

      una vasta y escogida erudición, demuestra a todas luces la competencia de

      sus estudios y la convicción con que ha incorporado a su mente el

      resultado de los más nuevos descubrimientos hechos en tan ardua materia.

      Dice el autor que según ellos el encéfalo no es un "órgano homogéneo, sino

      una confederación constituida por órganos diversos". Haciendo una salvedad

      por nuestra incompetencia en la materia, nos permitiríamos, sin embargo,

      disentir, o más bien, corregir el concepto en lo que nos parece tener de

      incorrecto. Creemos que el encéfalo es una "masa homogénea de órganos

      correlativos", o más bien dicho, un "sistema de órganos homogéneos" por su

      materia y por el carácter de sus funciones, que operan sobre el mismo

      orden de hechos con "diversa localización" y con "diversa aptitud". Nos

      parece que la homogeneidad de la materia y de las funciones del encéfalo

      no se puede negar.

      Con esto sólo basta para que comprendamos que estamos delante de un libro

      franca y valientemente escrito en el sentido de la "Ciencia y de la Moral

      Positiva"; y decimos de la "Moral", con intención; porque todos sabemos

      que el joven autor es un modelo de honorabilidad y de virtudes: lo que

      prueba que la ciencia pura no sólo no altera en nada las leyes del

      proceder, sino que las afirma en el carácter y en la reflexión.

      Entrar en otros detalles sobre la parte histórica con que el autor

      justifica las bases de sus diagnósticos cerebrales, sería exponer lo que

      está expuesto en el libro mismo, o entrar en un juicio crítico que estaría

      mal en este lugar. Nos permitiremos, sin embargo, indicar el deseo que nos

      ha venido, al hacer esta lectura, de que su autor dé en adelante mayor

      extensión a la parte en que se trata de las influencias morales sobre los

      organismos. A nuestro modo de ver hay reversión, "cambio de valores",

      diremos así, entre ambas entidades. La constitución ósea del cráneo humano

      y del de los animales y por consiguiente el volumen y las formas del

      encéfalo, evolucionan bajo el influjo de cada civilización, y progresan

      "materialmente" tomando formas "sucesivas adecuadas a las funciones

      diversas de la civilización en que viven" y en que se desarrollan. Por más

      sabio que sea un Brahma, no se hará jamás de él un profesor o un

      catedrático europeo a la manera de Müller o de Cousin. "Faltan" o "sobran"

      en el uno y en el otro las aptitudes respectivas; y por consiguiente,

      faltan o sobran los órganos de la función social requerida. Este es un

      hecho que se puede generalizar en todos sentidos.

      Diremos ahora algo sobre nosotros mismos, para que nadie extrañe nuestra

      aparición al frente de este libro.

      Si no hubiésemos tenido que acceder a un deseo amistosísimo del joven

      autor, nos habríamos guardado de opinar, ante la publicidad, sobre una

      materia a la que somos ajenos, y en la cual no tenemos más caudal que

      algunas lecturas hechas con atención, pero sin sistema, sin propósitos

      determinados, y sólo por simple curiosidad o por el deseo de conocer los

      rumbos de la ciencia moderna. Así es que tenemos que repetir, al terminar

      lo que ya hemos dicho antes: ni predicamos ni nos declaramos solidarios de

      las ideas del autor: hemos expuesto el valor de las doctrinas que profesa

      dándoles un mérito que les da su escuela, con la simpatía que nos inspira

      su amistad y su éxito. Si de otro modo hubiese sido, y si hallándonos con

      fuerzas propias hubiésemos resuelto presentar al pú blico la crítica del

      libro de que se trata, no hubiésemos sido tan parcos, como creemos haberlo

      sido, en los elogios que merece la competencia y el talento de un joven

      que, desde tan temprano, hace tales adelantos a la gloria literaria de su

      patria y a la consolidación definitiva del espíritu científico en nuestra

      Escuela de Medicina.

            V. F. López

      Buenos Aires, Octubre 24 de 1878.

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

            Rosas y su época

 

 

I.                   LOS PROGRESOS DE LA PSIQUIATRÍA MODERNA

II.                 

      La profecía maravillosa de Voltaire se ha cumplido. No era posible

      resolver el problema del alma hasta que la anatomía no hubiera penetrado

      en la constitución íntima de esa pulpa divina que palpita bajo la cúpula

      del cráneo.

      Lo que él llamaba la Anatomía es hoy la Biología, ciencia de horizontes

      vastísimos que, principiando esa larga y gigantesca labor, "ha hecho menos

      oscuro aquel intrincado problema, tendiendo a resolver lo que posee de más

      esencial".

      Esos monumentales trabajos que tienen por objetivo exclusivo la

      interpretación clara del mecanismo encefálico, se comprenden hoy en una

      escala extensísima, con una paciencia que asombra, con un resultado que

      avasalla y deslumbra a los espíritus más teológicos. Numerosos puntos

      oscuros del funcionamiento cerebral, que hace pocos años eran un misterio

      inabordable, son ya hoy nociones claras y casi axiomáticas de la

      fisiología que presta a la medicina práctica un contingente inapreciable

      revelando la filiación complicada de muchas enfermedades.

      Las épocas "teológica" y "metafísica", diremos, adoptando la terminología

      de Augusto Comte, han pasado felizmente; los trabajos de Charcot, Claudio

      Bernard, Benedikt, Volkman y otros, inician con sus revelaciones la "edad

      positiva" de la ciencia médica, singularmente en esta rama importante que

      abraza el estudio de los centros de inervación.

      La idea de las localizaciones funcionales en el cerebro había sido

      abandonada. Flourens, resumiendo los principios de la fisiología de su

      época, había dicho que la sustancia cerebral era inexcitable y homogénea

      en su funcionamiento, puesto que una parte relativamente mínima parecía

      suficiente para reemplazar las funciones del todo. A pesar de los trabajos

      de Broca, Bouillaud, Longet, Jackson, la patología no parecía seguir

      adelante, cuando en 1870 los estudios de Fritsch e Hitzig hicieron cambiar

      la faz de la cuestión, demostrando que ciertas regiones de la superficie

      cerebral respondían a las excitaciones eléctricas y que esta excitación se

      traducía por movimientos parciales y diferentes según se excitara tal o

      cual región.

      Las ideas de Flourens y de los fisiólogos de su tiempo estaban destruidas,

      y la fisiología del encéfalo tomaba otro nuevo aspecto. Después vinieron

      en comprobación de esta tesis nuevos trabajos de Hitzig, y bien pronto

      Ferrier, Carville, Duret, Lepine y Charcot, dieron un impulso poderoso

      contribuyendo a descifrar esta misteriosa incógnita.

      Las localizaciones cerebrales -dice el profesor Charcot- están fundadas

      sobre la idea de que el encéfalo no es un órgano homogéneo sino una

      asociación, o mejor dicho, una confederación, constituida por un cierto

      número de órganos diversos. A cada uno le están encomendadas

      fisiológicamente propiedades, funciones, facultades distintas; en el orden

      patológico -agrega el profesor de la Salpêtrière- la lesión de cualquiera

      de ellos se revela por síntomas particulares, resultantes de una

      perturbación sobrevenida en el ejercicio de estas propiedades, de estas

      funciones especiales. Es esto lo que hace posible el diagnóstico regional

      de las afecciones encefálicas, ideal hacia el cual tienden todos los

      esfuerzos de la clínica moderna [1.] .

      Los experimentadores, como Ferrier y otros, habían buscado la luz en la

      experimentación verificada en animales, olvidando, según Charcot, que es

      en el hombre en quien es preciso ir a buscarla, pues el hombre, según él,

      se aleja bajo muchos puntos de vista, con respecto a las funciones de los

      centros nerviosos, de los animales más elevados de la escala zoológica.

      Por lo que a éstos respecta, los resultados de la experimentación más

      ingeniosa y mejor dirigida no podían suministrar sino presunciones más o

      menos fundadas y no una demostración absoluta. Por esto es que él ha

      fundado su escuela sobre la observación clínica, paciente y constante,

      medio que, aunque tardío, promete resultados más seguros.

      Alejándose de los experimentadores que pretenden establecer la escuela de

      las localizaciones motrices sobre la base casi exclusiva de la

      experimentación, Charcot ha buscado fundarla sobre la observación del

      enfermo, comprobando después de la muerte las alteraciones del movimiento

      observadas durante la vida. Un número de hecho clínicos bastante numerosos

      le permite hacer frente a sus adversarios que le atacan con violencia y en

      cuyas filas se descubre la figura siempre respetable de Brown-Séquard.

      Luys combate también la doctrina de las localizaciones, haciendo notar que

      no hay ejemplo auténtico de lesión cerebral que haya producido una

      parálisis directa. Al contrario, presenta algunas planchas fotográficas de

      atrofia de los lóbulos cerebrales, de los cuerpos estriados, de las capas

      ópticas, observadas en un amputado a los quince o veinte años de

      verificada la operación. Después, el descubrimiento de la sensibilidad de

      la "dura madre", hecho por Rochefontaine, parece traer otro argumento

      poderoso en contra de la doctrina de las localizaciones. Ha comprobado

      este observador que rascando ligeramente la superficie de esta membrana al

      nivel de la parte media de uno de los hemisferios, los párpados de este

      costado se cierran y el movimiento se propaga a los miembros del mismo

      lado; y haciendo más viva la irritación, llegan hasta producirse

      verdaderas convulsiones generales más intensas. Resulta de esto que la

      irritación mecánica de la "dura madre" se trasmite por continuidad a más o

      menos distancia, según su intensidad, sin el intermedio de la sustancia

      gris o blanca subyacente que había sido quitada de antemano.

      Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que la escuela de Charcot se

      sostiene con vigor y que unos y otros van iluminando con sus

      descubrimientos, diarios puede decirse, las funciones del encéfalo.

      Brown-Séquard, Luys, Rochefontaine, Carville, Ferrier, etc., han hecho ya

      menos confuso aquel dédalo profundo, a punto de que parte de su mecanismo

      íntimo nos es casi del todo conocido.

      Se busca con ahínco sus secretos, empleando todos los medios admirables de

      investigación con que cuenta la Biología moderna para hacer hablar aquella

      esfinge que ha guardado por tanto tiempo un silencio desesperante. Sólo la

      localización del lenguaje ha merecido en esta última década estudios

      curiosísimos, suscitado controversias ardientes, hasta que por fin los

      trabajos de muchos observadores, particularmente de Paul Broca, el

      venerable fundador de la Antropología moderna, han dejado casi resuelta la

      cuestión. Bouillaud, levantándose hasta las nubes con sus concepciones

      atrevidas, con sus intuiciones proféticas, lanzaba, quizá el primero, una

      interpretación juiciosa y madurada al calor de su larga y envidiable

      experiencia: en 1825 declaraba, fundándose en la anatomía patológica, que

      la pérdida de la facultad del lenguaje encontrábase siempre religada a

      lesiones materiales del lóbulo anterior de uno o ambos hemisferios

      cerebrales; que en ciertos casos las lesiones de la palabra dependían de

      la imposibilidad en la ejecución de los movimientos coordinados o

      coasociados necesarios a la articulación del lenguaje; que en otros, las

      perturbaciones dependían de una lesión del órgano de las palabras y no del

      acto de su pronunciación, de donde resultaba que existía en los lóbulos

      cerebrales otro centro sin la cooperación del cual no podía ejecutarse el

      lenguaje. Más tarde Dax sostenía que el órgano de la palabra era

      únicamente el hemisferio izquierdo, hasta que de una manera definitiva, y

      apoyándose en numerosas observaciones, lo fijaba Broca en la tercera

      circunvolución izquierda, admitiendo la ley de los órganos supletorios, en

      virtud de la cual, cuando el hemisferio izquierdo está lesionado el

      derecho le reemplaza en sus funciones.

      Los estudios de Kussmaul, según el cual la integridad de las sílabas

      parecía depender de la regularidad funcional de los núcleos motores de la

      médula oblongada; los de Jaccoud que buscaba en otro tiempo el centro de

      la articulación de las palabras en las "olivas", localizando la

      coordinación de los movimientos de las mismas en el sistema conmisural

      cerebelo-bulbar; los de Voisin, de Meynert y de Carville, han llevado

      adelante este género fecundo de observaciones.

      En este sentido se han realizado los más grandes adelantos de la

      fisiología normal y patológica del sistema nervioso, constituyendo para

      muchos de esos grandes sabios el objetivo predilecto de todos sus

      estudios, de todos sus desvelos.

      Es que en todos los tiempos -como lo observa Luys- estos estudios han

      llamado vivamente la atención de los hombres de ciencia. Es que no sólo se

      ven impulsados por el deseo instintivo de penetrar los secretos íntimos de

      la organización de los elementos anatómicos, sino que se encuentran

      dominados por esa atracción inconsciente que arrastra al hombre hacia las

      regiones inexploradas de lo desconocido, hacia esos lugares misteriosos en

      que se elaboran en silencio las fuerzas vivas de todas nuestras

      actividades mentales y en donde se oculta tenazmente la solución de esos

      eternos problemas de las relaciones de la organización física del ser

      viviente con los actos de su vida psíquica e intelectual [2.] .

      Larga es la historia de estos combates silenciosos, dados dentro de las

      cuatro paredes de un laboratorio humilde, como el que oyó las primeras

      palabras que balbuceara la anatomía por boca de Vesalio, de Vieussens y de

      Fabricio. Generaciones enteras de sabios han pasado año tras año,

      consumiéndose en medio de una noche que parecía eterna, y sólo de poco

      tiempo a esta parte la organización de los centros de inervación ha

      principiado a revelar sus secretos inescrutables, interrogados por la

      curiosidad agresiva de este niño hecho gigante que se llama la fisiología

      moderna. Ya siglos atrás se creía, es verdad, que el cerebro era el órgano

      de la inteligencia y de la voluntad; pero esta noción, como observa muy

      bien el sabio catedrático de la Escuela de Alfort, era más bien hija del

      instinto que de una demostración dada por la experiencia y la observación

      de los hechos. La experimentación bien dirigida ha probado después,

      perentoriamente, que ese sueño de la fisiología embrionaria es hoy una

      hermosa realidad. El cerebro es el sitio de las facultades instintivas e

      intelectuales, y el místico espiritualismo de los psicólogos del Instituto

      tiene forzosamente que inclinarse ante estas llamaradas de luz que le

      envía la ciencia moderna engrandecida con el trabajo de pocos años.

      La sangre es el elemento material y tangible que hace vivir, anima y

      sensibiliza ese obrero incansable que se llama la célula y que participa

      de todos los fenómenos generales de la vida de las demás células; los

      animales decapitados quedan privados del funcionamiento cerebral, pero así

      que restituimos artificialmente el elemento nutritivo indispensable, por

      medio de inyecciones de sangre desfibrinada, a la manera que lo practicaba

      Brown-Séquard, la célula revive bajo la acción de su estímulo habitual,

      los signos de la vida reaparecen como por encanto y la cabeza del animal

      en experiencia, vivificado momentáneamente, manifiesta los signos

      inequívocos de una percepción consciente de las cosas exteriores [3.] .

      La continuidad de la irrigación sanguínea es la condición "sine qua non"

      del trabajo regular de las células cerebrales y es a expensas de los jugos

      filtrados por las paredes de los capilares, que se alimentan y reparan

      continuamente las pérdidas sobrevenidas en su constitución integral.

      Gracias a este ambiente exuberante que la rodea, la célula renueva de una

      manera continua los elementos de vida, pudiendo hacer frente a las

      pérdidas enormes que tiene, particularmente en aquellos cerebros dotados

      de una actividad exagerada.

      El trabajo del órgano de la inteligencia se revela en la composición de la

      orina, por el fósforo que en diversos estados manifiesta el análisis

      químico. Byansson ha demostrado que toda célula cerebral que funciona

      gasta sus materiales fosforados y que estos productos de la actividad

      mental, como las excreciones fisiológicas naturales, se arrojaban fuera

      del organismo, pasando a la orina al estado de residuos y bajo la forma de

      sulfatos y de fosfatos; de manera que por este procedimiento sencillo se

      puede químicamente dosar el trabajo cerebral verificado en un tiempo dado

      [4.] .

      Pero esto no debe sorprendernos, porque hay algo más admirable todavía. La

      ciencia no se ha contentado con averiguar únicamente la relación que

      existe entre la actividad de los fenómenos cerebrales y las pérdidas de su

      propia sustancia; ha querido ir más lejos, interrogando a la Física sobre

      los fenómenos que en este orden pasan en las profundidades de aquel

      órgano. Estudiando las modificaciones físicas apreciables que presenta la

      sustancia encefálica en actividad, ha notado que ese trabajo íntimo se

      revela por signos sensibles bajo la forma de un desprendimiento más

      acusado de calor: el cerebro, como el músculo en acción, manifiesta su

      potencia dinámica por un calentamiento local apreciable con la ayuda de

      ciertos instrumentos. Un autor norteamericano, el Dr. Lombard, de Boston,

      ha sido el primero que ha hecho estos experimentos por medio de aparatos

      termo-eléctricos muy precisos, publicando sus resultados en los "Archivos

      de Fisiología Normal y Patológica". Más tarde Schiff los ha complementado,

      obteniendo mayor exactitud por medio de aparatos termoscópicos de una

      sensibilidad extrema, interrogando directamente la sustancia cerebral en

      el momento en que entra en conflicto con las incitaciones exteriores y

      determinando, por este curiosísimo medio de análisis, cuáles eran los

      grados de elevación de temperatura que el cerebro era capaz de desarrollar

      en sus operaciones [5.] .

      Mach, siguiendo esta corriente de ideas, ha determinado comparativamente

      el tiempo preciso para que una impresión sensorial cualquiera, se

      convierta en el encéfalo en una determinación motriz. Donders, con la

      ayuda de aparatos registradores sumamente ingeniosos, ha llegado hasta

      introducir una anotación precisa de ciertos fenómenos de la actividad

      cerebral.

      Después de la publicación de su obra monumental sobre "El sistema

      cerebro-espinal", coronada por la Academia de Ciencias, Luys ha publicado

      otro precioso libro titulado "El Cerebro y sus funciones", en el que

      resume sucintamente su sistema anatomo-fisiológico, sobre este órgano. En

      él, el médico de la Salpêtrière da una idea exacta del estado de nuestros

      conocimientos sobre estas fundamentales cuestiones, mostrando que todos

      esos actos, al parecer inmateriales, como la atención, el juicio, las

      ideas, etc., están íntimamente sujetos a la actividad de las células y

      fibras nerviosas del cerebro. Esto es lo que en la actualidad parece

      acercarse más a la verdad. La fisiología moderna abunda en pruebas y cada

      día se hacen más claras estas nociones que, en otro tiempo, debido a la

      falta lamentable de elementos de investigación, no pasaban de simples

      concepciones teóricas, de hipótesis a estudiar. Los alienistas son tal vez

      los que mejor han aprovechado estas adquisiciones, no viéndose ya

      obligados a recurrir a fuerzas ocultas, a entidades imaginarias y casi

      inconcebibles, para la explicación de ciertos fenómenos que tienen lugar

      en la esfera del dinamismo encefálico.

      La fisiología patológica del delirio -por ejemplo- se comprende fácilmente

      con el conocimiento exacto de las propiedades que poseen los elementos

      anatómicos de la sustancia cortical. En las células de la capa más

      superficial afectas a la inteligencia -dice Poincaré- se ha reconocido un

      automatismo fisiológico, en virtud del cual les es dado entrar en acción

      de un modo espontáneo y sin el estímulo funcional inmediato de las

      sensaciones, evocando impresiones, percepciones y juicios formados en otro

      tiempo y conservados virtualmente al estado de recuerdos. Este automatismo

      espontáneo de la inteligencia se manifiesta en un grado relativamente

      remiso en el estado normal; más cuando por cualquier influencia morbosa,

      determinadas células cerebrales entran en eretismo patológico, su

      actividad funcional se multiplica extraordinariamente y el orgasmo de que

      se hallan poseídas se comunica a las inmediatas, hasta un radio más o

      menos grande. Entonces cesa la armonía en las operaciones intelectuales y

      este desorden constituye el carácter más culminante del delirio [6.] .

      Este es el proceso del delirio general o difuso. El delirio circunscrito o

      sistematizado se explica porque el eretismo iniciado en algunas células

      cerebrales, se propaga a corta distancia y por consiguiente sólo un corto

      nú mero, las que están más próximamente relacionadas con aquellas en donde

      se originó la alteración primitiva participan de la irritación morbosa.

      La "parálisis general" ha sido en estos últimos tiempos objeto de estudios

      completos debidos a Voisin, el autor de las "Lecciones Clínicas sobre las

      enfermedades mentales"; a Magnan, que ha reunido en un precioso volumen

      todas las memorias publicadas principalmente en los "Archivos de

      Fisiología", y que ha sido uno de los primeros en demostrar que la lesión

      habitual en la parálisis general consiste en una encefalitis intersticial

      difusa y generalizada.

      Clouston ha hecho un trabajo completo sobre las perturbaciones de la

      palabra en los locos, estudiándolas no sólo en la parálisis general sino

      también en la epilepsia, en la demencia senil, etc., atribuyendo el

      mutismo que se observa en los melancólicos a una inhibición o

      entorpecimiento de los centros motores del lenguaje.

      Kelp, abandonando los adultos y concentrando su atención en las otras

      edades de la vida, ha estudiado la locura en los niños y publicado varios

      casos curiosos de psicosis infantil, deduciendo que la enajenación mental

      es en ellos menos rara de lo que generalmente se piensa. Kelp cree poder

      afirmar que muchos casos escapan a la observación médica, sea porque las

      perturbaciones psíquicas pasan desapercibidas o son consideradas como una

      simple debilidad intelectual, sea porque concluyen habitualmente en el

      idiotismo, término a que por desgracia llegan más rápidamente los niños

      que los adultos.

      Las diversas formas de enajenación mental, y particularmente la

      melancolía, han sido objeto de trabajos completos como los de Voisin,

      Christian, Bigot, Foville, que las han analizado bajo todas sus faces,

      sacando conclusiones prácticas de suma importancia.

      Las alteraciones del sistema cutáneo, las perturbaciones psíquicas de la

      epilepsia, el diagnóstico, el tratamiento y particularmente la patogenia

      de las frenopatías, han recibido un impulso considerable en estos últimos

      años.

      Nada puede resistir a este espíritu de progreso que nos empuja. Es una

      corriente impetuosa que va por días engrosando su cauce, ensanchando sus

      horizontes, ampliando sus planes, hasta hace muy poco reducidos y

      estrechos por exigencias ineludibles.

      Hasta el tecnicismo clásico ha cambiado alterándose, mortificándose bajo

      la acción de este impulso benéfico. Ha sufrido ampliaciones y

      restricciones saludables, impuestas por el conocimiento exacto y claro de

      las cosas. La palabra "neurosis", que antes tenía una acepción tan vaga y

      general, está hoy más circunscrita y el número de enfermedades que abraza

      es mucho más restringido por consecuencia. No hace mucho, casi todas las

      afecciones nerviosas era comprendidas en esta clasificación arbitraria,

      pero después que la fisiología patológica y particularmente la histología,

      han mostrado en las intimidades del tejido lesiones materiales ocultas a

      la simple vista, muchas de las llamadas neurosis han dejado de serlo,

      entrando en el número de las que reconocen como causa eficiente una lesión

      nutritiva. La "parálisis esencial de la infancia", que Rilliet y Barthez

      incluyeron en este grupo, porque en algunos casos y después de un examen

      minucioso no habían podido comprobar lesión alguna en el cerebro y en la

      médula, está ya eliminada gracias a los trabajos de Cornil, de Laborde, de

      Charcot y de Damaschino. La "parálisis agitante", es otra de las

      afecciones que tiende, debido a nuevos estudios histológicos, a separarse

      también, a pesar de que, como decía Charcot en 1868, sus lesiones

      materiales no han sido todavía precisadas. Tal ha sucedido con otros

      procesos análogos cuya filiación nos ha revelado el microscopio,

      arrancándolos al grupo de esos estados tan vagos e indeterminados que

      llamamos neurosis.

      Sin embargo, la clasificación subsiste todavía y lo comprendemos, porque

      aún hay ciertas enfermedades nerviosas que al parecer dependen, no de una

      lesión material, sino de perturbaciones puramente dinámicas. Las

      enfermedades que Cullen definía como "afecciones contra natura del

      movimiento y del sentimiento, sin fiebre y sin lesión local", forman, como

      dice Marcé, un grupo provisorio únicamente, mal definido, destinado a

      sufrir importantes modificaciones y tal vez a desaparecer a medida que la

      anatomía patológica haga nuevos progresos.

      Las "neurosis", que en el estado actual de la ciencia pueden definirse

      como afecciones que tienen por carácter distintivo una perturbación

      funcional sin lesión perceptible en la estructura material del centro

      encefálico y sus dependencias, se dividen, según Hardy y Behier, en

      convulsiones, neuralgias, parálisis y vesanias, presentando algunos rasgos

      comunes que hasta cierto punto las hacen inseparables las unas de las

      otras. Las vesanias afectan la inteligencia, las neuralgias más

      particularmente la sensibilidad, mientras que, al contrario, las parálisis

      musculares, las afecciones convulsivas, como la epilepsia, la histeria, la

      córea, afectan más especialmente a la motilidad [7.] . Los signos que las

      distinguen de los demás grupos de enfermedades, son: la falta de fiebre,

      aun cuando como lo observa el autor citado, en el principio de la "manía"

      y de la "melancolía" se perciba una ligera elevación de temperatura; la

      movilidad de los síntomas; la periodicidad que a veces suele ser una

      circunstancia agravante para el pronóstico; la integridad más o menos

      completa de las funciones de la vida animal; la herencia, que en la

      etiología de las "neurosis" desempeña un papel tan importante que, puede

      decirse, forma uno de sus caracteres especiales; y ese estado nervioso,

      esa neuropatía proteiforme, como la llama Cerise, y que constituye el

      fondo de todas ellas (Marcé).

      Las vesanias, que forman la parte fundamental de este grupo nosológico,

      son las que por su importancia y por el objeto de nuestro trabajo, debemos

      abordar más particularmente.

      Desde la simple pobreza de espíritu o la extravagancia poco acentuada de

      un carácter, comúnmente inapreciable para un ojo profano, hasta las más

      profundas y terribles perturbaciones de la inteligencia humana, todo entra

      fatalmente incluido en este grupo sin término de las "neurosis", fuente

      inagotable de estudios, cuyo alcance no se aprecia suficientemente

      todavía.

      Nada más curioso que esos estados intermedios, esa zona indefinida, como

      llama Mausdley a estas penumbras en que el espíritu humano se columpia

      entre la tranquilidad fisiológica de la salud y la exaltación anómala de

      la locura declarada, en que se vive próximo a las sombras y misterios de

      la enajenación, sin perder de vista, sin abandonar completamente los

      dominios serenos de la razón. Las organizaciones que se hallan bajo este

      cielo en eterno crepúsculo, viven solicitadas por dos fuerzas contrarias,

      e igualmente poderosas, aunque por lo común se hace más sensible el poder

      implacable de la atracción patológica a la que van acercándose sin

      sentirlo, hasta abandonarse completamente a ella. Participan más de su

      influencia, porque muy a menudo el terreno viene preparándose desde la

      cuna o de más lejos todavía, desde el claustro materno, en donde reciben

      el germen que da a su idiosincrasia cerebral el sello incomprensible de la

      predisposición. Este equilibrio inestable a que están sujetos y, en virtud

      del cual, ora se ven en el goce pleno de sus facultades, ora en el dominio

      de la enajenación, constituye ese misterio a que los autores, a falta de

      una denominación más precisa, han dado el nombre de "estados intermedios".

      Es en ellos que se observan esas grandes revelaciones de locura pasiva,

      mansa, circunscrita, al mismo tiempo que las más elocuentes

      manifestaciones de una salud cerebral perfecta e intachable. Son, puede

      decirse, una confusión de luz y de sombras, una mezcla incomprensible de

      la salud y de la enfermedad, una combinación extraña de la razón y de la

      locura.

      Nadie puede decir que un hombre encerrado en uno de estos círculos de

      hierro está en el goce pleno de sus facultades, ni tampoco nadie podría,

      sin temeridad, encerrarle en las celdas de un manicomio clasificándolo de

      enajenado. Son seres híbridos que participan de los rasgos fisionómicos de

      dos razas diametralmente opuestas, organismos contradictorios,

      concepciones imaginarias para el criterio profano, fantasías científicas

      para aquél que no teniendo la cabeza suficientemente fuerte teme asomarse

      a ese abismo que se llama el cerebro humano.

      Lo que parece indudable es que la enfermedad, con más derechos, los

      reclama. Combaten sin éxito, resistiendo por un tiempo más o menos largo a

      sus atracciones horribles, pero al fin caen en la lucha, y el delirio,

      bajo cualquiera de sus múltiples formas, toma posesión de su cabeza.

      Constituyen matices de colores más fuertes, gradaciones inferiores de

      estados más graves y complejos, pudiendo establecerse entre ellos y los

      locos la misma comparación que entre un individuo que sufre una bronquitis

      ligera y uno que cae postrado por una neumonía aguda, franca, grave; entre

      un atacado por la congestión cerebral de forma leve y otro que sufre una

      hemorragia violenta. Ambos son estados patológicos, el uno leve, pasajero

      generalmente y más o menos incómodo; el otro grave, mortal muchas veces.

      Estas zonas intermedias son, pues, evidentemente, estados enfermizos del

      espíritu. Remontaos si no a sus padres, a sus abuelos, a sus más lejanos

      ascendientes, y raro será que no encontréis en ellos la explicación de

      estas anomalías que en la mayoría de los casos son fatalmente

      hereditarias.

      Esta curiosa manera de ser del espíritu tiene sus modos especiales y

      caprichosos de manifestarse. Sin concepciones delirantes, sin

      alucinaciones que la justifiquen, cometen casi automáticamente actos

      ridículos, irracionales, extravagantes y hasta agresivos, con una

      tranquilidad, con una impudencia que sólo explica un estado de

      desequilibrio mental. La variedad y multiplicidad interminables de sus

      manifestaciones es tal -dice Legrand du Saulle- que no se presta a una

      descripción general. Todos sus actos están siempre en oposición abierta

      con las costumbres establecidas: en sus vestidos, en sus muebles, en la

      educación de sus hijos, en sus lecturas y en los incidentes más

      insignificantes de la vida, muestran algo de extraordinario y de anormal.

      Morel ha conocido un magistrado cuyas "requisitorias" eran un modelo de

      lógica y de lucidez; descendía de padres neurópatas y fue toda su vida un

      hombre excéntrico y extravagante. Pasaba su vida separado completamente de

      su familia, aislado en un cuarto del hotel en el cual no permitía a nadie

      la entrada. Cuando caminaba en la calle ponía gran cuidado en no pisar en

      las líneas de junción de las piedras, temiendo formar una cruz que era

      para él de un augurio terrible. Un banquero distinguido, citado por

      Legrand du Saulle, se creía obligado a cometer, de cuando en cuando y con

      cierta periodicidad, una extravagancia, para preservarse, según decía, de

      la locura.

      Hay entre estos "neurópatas" individuos que rehúsan absolutamente tocar

      ciertos objetos, las monedas de oro o de plata por ejemplo, temiendo

      contraer enfermedades desconocidas. Morel tenía relación con un abogado

      excéntrico y "hereditario" que no tocaba jamás una puerta sin tener el

      cuidado de limpiarse las manos en sus ropas. A estos casos Falret ha dado

      el nombre de "enajenación parcial con predominio del temor al contacto de

      los objetos exteriores", denominación inadmisible, pues si se hace de

      estos un grupo especial, no hay razón para no formar otros tantos cuantas

      son las variedades de actos excéntricos que pueden cometer los

      hereditarios [8.] .

      Estas excentricidades se reproducen algunas veces con una tenacidad

      extraordinaria durante largos años, acentuándose de más en más su carácter

      positivamente patológico. Hay allí fijeza de los actos delirantes, análoga

      a la que observamos en las ideas del mismo carácter. Una mujer

      extravagante cuya observación refiere Trélat, razonaba con una rectitud y

      lucidez intachables; hacía una vida arreglada y tranquila, y la única cosa

      que parecía extraordinario en ella era el detenimiento que manifestaba en

      su aseo personal, para permanecer encerrada en su cuarto muchas horas del

      día y de la noche. Durante largos años su familia ignoraba completamente

      el empleo que daba a su tiempo, hasta que por fin, habiendo caído

      gravemente enferma, pudo penetrar el misterio. Todo su armario estaba

      lleno de pequeños paquetitos, cuidadosamente hechos y rotulados. Esta

      señora empleaba las horas en coleccionar sus detritus corporales y cada

      grupo de paquetes contenía un producto especial. Unos encerraban el

      cerumen, otros la suciedad de las uñas, algunos las mucosidades nasales

      desecadas, y muchos la caspa que sacaba de su cabello; cada paquete tenía

      una etiqueta especificando la naturaleza del producto y la fecha en que

      había sido extraído [9.] .

      Y sin embargo, como sucede en todos ellos, nada indicaba en esta pobre

      víctima una perturbación mental general; todos sus actos y palabras

      marchaban en armonía con el resto de sus facultades. Dominándola, la

      impulsión enfermiza la arrastraba a este género de extravagancias, que

      tenía que satisfacer so pena de graves complicaciones ulteriores.

      Satisfecha la impulsión sobreviene una tregua acompañada de cierta

      satisfacción intima e indescriptible. Una vez perpetrado el acto, el

      enfermo experimentaba un bienestar infinito, un alivio extraordinario,

      porque el cumplimiento de este deseo imperioso parece que fuera una

      válvula que calma y consuela ese cerebro enfermo, dando escape a esta

      fuerza indomable que se concentra con energía en su masa, perturbando su

      dinamismo.

      El autor de la "Psicología Mórbida" refiere la historia de uno de estos

      enfermos, que después de entrar en un acceso espontáneo e inmotivado de

      cólera habitualmente injustificable, experimentaba un sentimiento

      indefinible de bienestar. Tal sucede, también, con los monomaníacos

      incendiarios que sienten un placer incomparable al ver el fuego, al oír

      las campanas y el tumulto que pone en alarma a toda una población,

      mezclándose entre la multitud que corre a apagar el incendio producido por

      sus propias manos [10.] .

      Todo esto depende del estado particular en que se encuentra el sistema

      nervioso general. El dinamismo mental, colocado en condiciones

      excepcionales, engendra todos estos modos curiosos de la inteligencia, con

      una abundancia sorprendente de matices que varían hasta el infinito. La

      transmisión hereditaria, que es la vía por donde generalmente se reciben

      estos estados, imprimiendo con energía su sello, permanece por completo

      velada y tiene su origen fuera del individuo; esto explica tal vez porqué

      hasta el presente [11.] ha estado completamente desconocida y ni siquiera

      se le ha sospechado, aun siendo en ciertos casos tan manifiesta.

      Estas formas particulares, esas cualidades excepcionales que distinguen a

      ciertos caracteres como los que hemos mencionado, están ligadas por lo

      general a condiciones orgánicas de un orden patológico. Son, a veces, es

      verdad, productos de la transmisión hereditaria, pero también no es raro

      que se muestren solas, aisladas, producidas por causas que en muchos casos

      escapan al análisis más sutil y paciente [12.] .

      Existe, dice Gaussail [13.] , una disposición particular del organismo,

      caracterizada por la imposibilidad en que se encuentra el aparato

      inervador de recibir sin perturbaciones la acción de las causas excitantes

      exteriores o interiores. Esta disposición, que conviene designar bajo el

      nombre de "sobrexcitabilidad nerviosa", es original o adquirida, y en uno

      como en otro caso está ligada a una falta de armonía en las relaciones

      preestablecidas que deben existir entre el elemento nervioso y el elemento

      arterial, para formar la condición invariable y constante de la

      excitabilidad fisiológica. Este defecto de armonía, no pudiendo depender

      sino de una actividad defectuosa o predominante del uno o del otro de los

      elementos constitutivos de la excitabilidad normal, la sobreexcitación

      nerviosa no puede, por esto, presentarse sino bajo cuatro formas

      principales; es decir, siguiendo la modificación orgánica de que depende,

      será "hiponéurica" o "hipernéurica", "hipohémica" o "hiperémica". Puesta

      en juego por influencias físicas o morales, la sobreexcitación nerviosa

      tiene por resultado constante e inmediato la sobreexcitación. Esta se

      manifiesta ya por una simple exaltación de la sensibilidad normal, ya por

      fenómenos mórbidos variables en su forma e intensidad [14.] .

      El estado nervioso, que cuando toma una acentuación patológica designamos

      con el nombre genérico de "neurosis", se revela a menudo por fenómenos a

      los cuales no se les da más importancia bajo el punto de vista

      fisiológico, que la que tienen esa simples desigualdades de carácter bajo

      el punto de vista moral.

      Los fenómenos propios de estos modos de ser del organismo, pueden

      dividirse -dice Moreau- en dos categorías: la primera comprende aquellas

      neurosis que tenemos costumbre de designar bajo el nombre de tics, muecas,

      etc., y que son producidas por ligeras convulsiones de los diferentes

      músculos de los párpados, de los labios, etc.; en la segunda están

      colocadas las que habitualmente designamos con el nombre de "manías" y que

      a menudo atribuimos a distracciones, preocupaciones de espíritu, etc.

      Entre estas dos categorías hay una solidaridad mórbida indudable y

      probada. En virtud de lo que los antiguos autores llamaban una metástasis,

      un cambio de lugar del principio mórbido, las "neurosis" de la primera

      categoría pueden por vía de herencia transformarse en accidentes puramente

      morales, como muy frecuentemente sucede [15.] .

      Todas estas manifestaciones deben considerarse, sin duda alguna, como

      hechos patológicos por los cuales se traduce un estado especial del

      sistema nervioso, producto de modificaciones más o menos profundas de las

      facultades intelectuales, que revelan una organización moral particular.

      Todas ellas a cualquier orden que pertenezcan, bajo cualquiera forma

      sintomática que se nos presenten, desde la más simple hasta la más

      compleja, entrañan para el funcionamiento cerebral las mismas

      consecuencias que la predisposición hereditaria, es decir, el desorden de

      las facultades (locura propiamente dicha), extravagancia, excentricidad,

      rareza del carácter, defecto que suele verse ligado a un notable

      desarrollo de las facultades intelectuales y morales (Moreau de Tours,

      pág.198).

      El número de los que atraviesan esta oscura penumbra del espíritu es muy

      grande y muy a menudo pasan desapercibidos, cuando sus perturbaciones

      embrionarias permanecen estacionadas o cuando no hay un ojo de cierta

      exquisita agudeza visual que observe y escudriñe, apreciando el medio

      sombrío en que se agitan. Los hay de muchas, de infinitas y variadas

      especies, observándose en unos en su principio y apenas perceptibles; en

      estado de desarrollo medio en otros, y en algunos en su completa y acabada

      evolución. En todos, lo repetimos, se percibe un fondo enfermizo que

      altera en diversos grados la salud de la inteligencia, y aunque al parecer

      viven a igual distancia de la razón como de la locura, parece indudable,

      como ya lo hemos dicho, que la enfermedad con su acción potente tiene

      sobre sus cabezas mucha mayor influencia.

      Como ejemplo palpitante de esta verdad, estudiad entre otros ese grupo de

      neurópatas curiosísimo, mezcla de lo ridículo y de lo terrible, que

      Lasègue ha bautizado con el nombre pintoresco de "exhibicionistas". Esta

      extraña "neurosis", que parece constituir para él un género nuevo, abunda

      en todas las sociedades, de una manera sorprendente. Un joven empleado

      -refiere ese autor- pasa sus horas, después de salir de la oficina, bajo

      las ventanas de una joven. Piensa que está enamorada de él y que la

      resistencia de sus padres es el único obstáculo a su unión. Este dato

      delirante que nada justifica, le ofusca y después de muchos días de dudas

      y de fluctuaciones, se resuelve a emprender la lucha. Jamás ha intentado

      hablarle, hacerle llegar una carta, demostrarle de alguna manera su amor;

      pero todas las tardes primero, y después todos los días, abandonando las

      ocupaciones en que gana su pan, se coloca infaliblemente delante de la

      puerta de su supuesta prometida. Sigue a la familia por todas partes, a la

      iglesia, al paseo, al teatro, esperando en la puerta de las amigas a

      quienes va a visitar, pero sin enviar una mirada, un gesto expresivo, una

      palabra, una sonrisa siquiera. Su rol se limita durante un año a hacer el

      papel de sombra, hasta que la familia, alarmada, trata a todo trance de

      deshacerse de él.

      Si este hecho fuese una excepción individual, no merecería mencionarse;

      pero se ha reproducido muchas veces ante mis ojos -dice Lasègue- con

      variantes que en nada cambian el fondo y que adquieren un valor

      patológico. Este hombre entra en la clase de los "exhibicionistas"; no

      hacía otra cosa que exhibir su persona, sin ir más lejos. Cuando se

      interroga a estos enfermos con el tino que exigen semejantes aberraciones,

      se supone, más bien que se descubre, el trabajo íntimo que se opera en su

      espíritu (Lasègue).

      El sentido genital es ciertamente el que mejor se presta a estas

      perversiones compatibles con un ejercicio hasta cierto punto regular de la

      inteligencia. Un individuo (generalmente es un hombre) es arrestado por

      ultraje público al pudor. Se le ha encontrado mostrando sus órganos a los

      transeúntes sin distinción de sexo: con esta circunstancia, que siempre es

      en el mismo sitio y a la misma hora. Este escándalo se ha repetido muchas

      veces antes de ser vigilado y arrestado. Lo primero que nos imaginamos es

      que se trata de un hombre depravado, vicioso y que echa mano de este

      último recurso para excitar sus órganos y curar su impotencia. Pero las

      averiguaciones prueban sobreabundantemente todo lo contrario; es un

      individuo de antecedentes honorabilísimos, cuya virilidad está lejos de

      agotarse y cuya situación pecuniaria e independiente le hace fácilmente

      accesible toda clase de "satisfacciones autorizadas".

      El primer caso que observó Lasègue, cuyo artículo estamos copiando, fue

      todavía más curioso y le impresionó profundamente. Se trataba de un joven

      de 30 años, más o menos, ligado a una de las familias más honorables de

      Francia y que gozaba de una posición envidiable como Secretario de un

      célebre personaje político de la época. Era un hombre inteligente, bello,

      y que por su educación tenía abiertas las puertas del gran mundo. Ahora

      bien: la autoridad había recibido frecuentes quejas de un escándalo, que

      se reproducía en una iglesia periódicamente y a la caída de la noche. Un

      hombre joven, cuyas señas no se especificaban, presentábase súbitamente

      delante de una de las tantas mujeres que iban a orar; sacaba sus órganos

      sin pronunciar una palabra y después de haberlos exhibido desaparecía en

      las sombras. La vigilancia era difícil a causa del número de lugares en

      donde hacía esta curiosa exhibición. Una tarde, sin embargo, este extraño

      personaje fue arrestado en Saint-Roch en momentos en que se entregaba a

      sus prácticas periódicas, delante de una pobre vieja, que al observarlo,

      dio un grito llamando la atención del agente de policía. El delito era tan

      singular que la autoridad pidió un informe médico, encargado al profesor

      Lasègue. Yo he tenido -dice éste- largas conversaciones con él, de las

      cuales no he podido deducir los menores indicios. La impulsión era

      invencible y se reproducía periódicamente a las mismas horas, pero jamás

      por la mañana; era precedida de una ansiedad que el enfermo atribuía a una

      resistencia interior. Las investigaciones continuaron con una curiosidad y

      paciencia fácilmente concebibles, pero sólo dieron datos negativos; en él

      todo era irreprochable, salvo el acto que había motivado el arresto.

      Algún tiempo después -continúa el distinguido médico- oía hablar de una

      queja que había sido puesta contra un empleado superior, de 60 años de

      edad, viudo y cargado de hijos. Se le acusaba de colocarse en su ventana,

      mostrando sus órganos a una joven de 15 años que vivía enfrente. La

      exhibición tenía lugar todos los días por la mañana, entre las 10 y las

      11; la escena repitióse durante 15 días, y cesó otros tantos para

      repetirse en seguida en condiciones idénticas. Yo conocía personalmente al

      culpable -refiere el profesor citado- lo fui a ver y le exigí

      confidencialmente datos que él no rehusaba; convenía perfectamente en la

      enormidad y en lo absurdo de su falta, pero no podía dominar la impulsión.

      La incitación instintiva era intermitente, pero desde el momento que se

      producía se manifestaba invencible y poderosa. Advertido a tiempo,

      resolvió partir para Bélgica, en donde un año después murió a causa de

      graves accidentes cerebrales. Otro individuo, joven de 25 años, fue

      arrestado en las circunstancias siguientes: todas las tardes, así que

      daban las cinco, se colocaba en el rincón de la puerta de un colegio de

      niñas. En el momento en que salían las externas, sacaba sus órganos y

      dejaba desfilar por delante a las pobres jóvenes escandalizadas. Este

      manejo fue siempre igual en cuanto al modo, a la hora y al lugar y se

      repitió durante 12 o 15 días. Intervino la policía y fue condenado a

      algunas semanas de prisión. Dos meses después cayó enfermo, el médico se

      apercibió que su escritura era irregular y que tenía una debilidad

      intelectual incompatible con su empleo. Después de un año le sobrevinieron

      accidentes cerebrales, púsose hipocondríaco, hasta que por fin la locura

      se le declaró completamente.

      Lasègue cita otros ejemplos que le permiten establecer los caracteres

      científicos de la especie: exhibición a distancia sin manejos lúbricos,

      sin tentativas para entrar en relaciones más íntimas, vuelta de la

      impulsión en el mismo lugar y habitualmente a las mismas horas, ningún

      otro acto reprensible bajo el punto de vista genital, fuera de esta

      manifestación monótona. Los hechos mencionados -concluye el apreciable

      director de los "Archivos de Medicina"- llevan el sello de los estados

      patológicos; su instantaneidad, su periodicidad, la enormidad del acto

      reconocida por el enfermo mismo, la ausencia de antecedentes poco

      honorables, la indiferencia por las consecuencias que de él resultan, la

      limitación del apetito a una exhibición que nunca es el punto de partida

      de aventuras lúbricas-, todos estos datos "imponen" la idea de una

      enfermedad [16.] .

      Y no puede ser de otra manera. Se trata evidentemente de estos estados

      mixtos, de que venimos hablando, tan comunes en la vida diaria y a menudo

      desconocidos por la generalidad. Todos, o los más de ellos, marchan con

      más o menos rapidez hacia la pérdida perpetua de la razón, a la locura

      declarada. Pueden, no hay duda, permanecer por largo tiempo estacionados

      en esta zona fluctuante, acentuándose más sus perturbaciones sin llegar al

      límite fatal, pero su estado, aunque lejano, está indudablemente -volvemos

      a insistir- más próximo a la enfermedad que a la salud completa. Esta

      fusión imperfecta de ambos estados, esta mezcla extraña de situaciones tan

      opuestas, la singular coexistencia de la razón y de la locura, coloca a

      semejantes organizaciones en una posición extraordinaria. Es -dice un

      venerable alienista- el crecimiento de las razas transportado al orden

      moral: se trata de una clase de seres aparte, verdaderos "mestizos"

      intelectuales que tienen mucho del loco pero que también poseen algo del

      hombre razonable, o bien del uno y del otro en grados diversos.

      ¡Pensar que el mundo los cuenta por cientos y por miles y que sólo en

      Francia hay cuarenta mil epilépticos "conocidos", es algo que contrasta y

      deprime al espíritu más animoso!

      Los "intermediarios" están repartidos en todas las clases sociales;

      ninguna escapa a este proteo que se insinúa en todos los gremios, en todos

      los pueblos y que vive con igual exuberancia bajo todos los climas, aunque

      bien es verdad que en algunos se muestra con mayor abundancia. Todos los

      hombres son susceptibles de sufrir esas alteraciones, aunque, como lo

      demuestra el autor de la "Psicología Mórbida", parecen estar más expuestos

      los que han sido dotados por la naturaleza con una inteligencia superior.

      Esto último, que tiene el aspecto seductor de una paradoja brillante, está

      en parte comprobado por documentos irrecusables. Registrad la historia,

      que ella va a suministraros un caudal abundante de datos. Encontraréis un

      nú mero considerable de hombres superiores, de reyes, de dinastías

      enteras, sufriendo estos trastornos curiosos y trasmitiendo de padres a

      hijos el germen de sus terribles vesanias.

      Quiero hacer en la historia de otros pueblos una revista general, para

      probar este aserto, y mostrar que lo que observamos en la nuestra no es

      sino la producción de un fenómeno curiosísimo si se quiere, pero bien

      conocido aunque poco estudiado todavía. La enunciación de estos hechos

      probados, mejor que toda discusión teórica llevará, no lo dudo, al

      espíritu menos crédulo el más amplio y completo convencimiento.

      ¿Cómo se producen, cuál es su mecanismo íntimo? ¿Por qué en aquellos

      individuos dotados de una inteligencia privilegiada, estos trastornos

      suelen mostrarse más acentuados, por qué se encuentran en íntima alianza,

      en fusión inseparable con el perfeccionamiento excepcional de sus más

      altas facultades? Tal es el problema que la patología mental de nuestros

      días trata de resolver estudiando el cerebro humano bajos todas sus faces.

      Moreau de Tours, que ha acariciado por tanto tiempo esta idea

      aparentemente ilusoria, ha escrito un hermoso libro cuya primera página

      encierra todo el argumento en estas pocas ideas: "Las disposiciones del

      espíritu que hacen que un hombre se distinga de los demás por la

      originalidad de sus pensamientos y de sus concepciones por la

      excentricidad o energía de sus facultades afectivas, por la trascendencia

      de sus facultades intelectuales, provienen de una misma fuente, en las

      mismas condiciones orgánicas que las diversas perturbaciones morales, de

      las cuales la "locura" y el "idiotismo" son la expresión más completa".

      En el curso de ese precioso libro, la tesis se desarrolla y se sostiene de

      una manera brillante. La herencia, sobre la cual insistimos en diversas

      partes de este trabajo, se presenta siempre o por lo menos en la mayoría

      de los casos, explicando estos modos tan singulares del espíritu. Moreau

      de Tours le da la importancia capital que tiene, y cita en su apoyo

      infinidad de ejemplos tomados de la historia de los diversos pueblos.

      Nosotros sacaremos de su capítulo final algunos de los más notables,

      agregando otros que encontramos en libros más o menos conocidos.

      Carlos V -por ejemplo- en quien la transmisión hereditaria aparece más

      visible, recibió su neuropatía de Felipe el Hermoso su padre, que murió

      joven a consecuencia de la vida depravada que llevó y de ataques repetidos

      de una enfermedad nerviosa que se asemejaba mucho a la "manía aguda"; su

      mujer, "Juana la Loca", durante el curso de una vida miserable, probó por

      la extravagancia de su conducta, que merecía este nombre. Carlos V venía

      al mundo habiendo recibido el germen de las perturbaciones morales de sus

      padres y de su abuelo materno, Fernando de Aragón, muerto a la edad de 62

      años en un estado de melancolía profunda. En su juventud fue epiléptico y

      estuvo sujeto desde su más tierna edad a los accesos de lipemanía, que lo

      obligaron más tarde a abdicar y a buscar el reposo en el silencio de un

      claustro [17.] . Felipe II, su hijo, aquella alma de hierro, que ha dejado

      en el mundo tan siniestros recuerdos, era víctima de los más negros

      ataques de melancolía, y basta -como dice Guardia- recorrer su

      correspondencia para encontrar el indicio cierto de un mal profundo que se

      traduce por alteraciones del carácter.

      Esta herencia maldita no se detiene ni se extingue en tan pocas

      generaciones; continúa insinuándose en las que vienen después, cambiando

      caprichosamente sus formas, sin perder su naturaleza casi siempre

      inalterable.

      Por esto es que se ven familias, generaciones, pueblos enteros, arrasados

      por la transmisión casi infalible de la herencia patológica. Felipe II no

      es el último de los neurópatas regios de su dinastía. Viene su hijo

      Carlos, heredero de la corona, epiléptico y sujeto a extravagancias y

      accesos de furor asimilables a una manía hereditaria. Después sigue esa

      serie de Felipes imbéciles y locos todos ellos: Felipe III era casi un

      cretino, Felipe IV, su sucesor, se parecía mucho al Emperador Claudio, y

      tenía el aire, las facciones y la conducta de un idiota. La debilidad

      intelectual de los últimos representantes de la dinastía austríaca, se

      revela sin atenuación alguna en la persona de Carlos II, este pobre

      príncipe miserable y enfermizo, impotente y maníaco, que se creía

      endemoniado. Felipe V, el nieto de Luis XIV, abdicó la primera vez en un

      acceso de manía. Vuelto al trono, su conducta en el palacio era la de un

      verdadero loco; pasaba meses enteros en cama, sin querer cambiar las

      sábanas y en medio de la más repugnante inmundicia, maltratando a su mujer

      y entregándose a toda clase de extravagancias [18.] .

      Genio elevado a su más alta potencia, imbecilidad congénita, virtudes y

      vicios igualmente poderosos, ferocidad tremenda, transportes maníacos

      irresistibles, inmediatamente seguidos de arrepentimiento, hábitos

      crapulosos, muerte prematura de los hijos, ataques epileptiformes, todo

      -dice Moreau de Tours- se encontraba reunido en el zar Pedro el Grande o

      en su familia.

      Federico Guillermo, el padre del gran Federico de Prusia, era víctima de

      sus accesos de locura moral. No se puede explicar de otra manera, sino por

      una perversión real de las facultades efectivas, las brutales

      excentricidades que señalaron los últimos días de su vida. Borracho hasta

      el exceso, había concluido por caer en una profunda hipocondría; varias

      veces intentó estrangularse, y a no ser por la intervención de la reina

      hubiera puesto fin a sus días [19.] .

      Hermandad curiosa que nos obliga a inclinarnos y aceptar, aunque con las

      reservas consiguientes, el origen común del genio y de la locura. ¡La más

      grande y más sublime de las perfecciones humanas confundida en la cuna y

      emanando de un mismo tronco con la más deplorable de las enfermedades! Que

      la observación confirma esta aserción atrevida, esta ridícula paradoja de

      no hace muchos años, es una verdad innegable sin duda, porque entre otras

      razones está la de encontrarse entre los ascendientes de aquellos

      individuos dotados de una inteligencia superior o solamente colocados

      arriba del nivel común -dice Morel- alienados o personas sujetas a

      afecciones del sistema nervioso, alcohólatras, idiotas o suicidas, y entre

      los hijos o nietos de estos infelices, personas dotadas de cualidades

      morales e intelectuales de un orden superior.

      La verdad es que estos estados enfermizos llevan al organismo, y

      particularmente al cerebro, elementos de vida poderosos, determinando una

      excitación considerable y una concentración muy grande de la vitalidad en

      el órgano de las ideas. El loco, en sus momentos lúcidos, raciocina

      generalmente (y salvo ciertas excepciones más o menos comunes) con mayor

      claridad y con más rectitud de juicio que en las épocas anteriores a su

      enfermedad. Este es un hecho de observación y depende evidentemente de ese

      estímulo poderoso que obra sobre el órgano de la inteligencia y cuya

      exageración produce el delirio. Estos signos de perfección intelectual,

      que tienen sus momentos fugaces o duraderos de lucidez extrema,

      constituyen, podemos decir así, sus extravagancias, porque son actos y

      pensamientos en oposición con su vida y modo de raciocinar habitual; así

      como las conocidas "manías" de los hombres superiores son sus instantes de

      locura, y constituyen rasgos de lo que podía llamarse "atavismo mental",

      porque se desvían de la corriente natural y lógica en que marchan sus

      ideas para retroceder hasta el punto de su nacimiento común con la locura.

      En aquél, en esos momentos de bonanza, la excitación es relativamente

      demasiado débil para producir el delirio y entonces sólo se manifiesta una

      actividad de las facultades intelectuales; en éstos, el elemento

      patológico originario despierta por la sobrexcitabilidad en que suele

      encontrarse su espíritu superior y que se traduce por actos que revelan su

      cuna. Ambos terminan generalmente en el mismo estado, el primero en el

      estupor, en la demencia, en el idiotismo; el segundo en una enfermedad

      cerebral que varía en cuanto a sus formas, pero que frecuentemente se

      acerca por sus síntomas a alguna de aquéllas. Esto, nadie negará, es un

      lazo común entre esos dos estados y, si bien no lo prueba definitivamente,

      por lo menos hace sospechar muy grandes afinidades de origen.

      Los ejemplos de paralíticos, afásicos o imbéciles, entre ese grupo de

      predestinados, no faltan por cierto.

      O'Connell, el célebre orador irlandés, murió de una parálisis general, lo

      mismo que Donizetti, el inmortal autor de "Lucía" y de "Lucrecia Borgia";

      esta enfermedad (periencefalitis difusa) es tan común en los locos, que

      por mucho tiempo se ha creído que sólo ellos la sufrían: de aquí su nombre

      de "locura paralítica" y de aquí también la idea de considerarla como una

      vesania. En los ú ltimos años de su vida, Newton, cayó en un estupor

      profundo y, según Zimmerman, su cabeza se había debilitado tanto que le

      privaba de la facultad de pensar; eran los síntomas primeros de una

      demencia crónica indudable [20.] .

      Beethoven, naturaleza extraordinaria y dotada de una susceptibilidad casi

      patológica, extravagante y maniático, exaltado y violento como pocos

      hombres, terminó en ese estado de terrible melancolía, de estupor extremo

      que puso término a su existencia.

      Boerhaave caía, después de trabajos mentales prolongados, en un estado de

      estupor completo y murió de una enfermedad a la cabeza; probablemente de

      hemorragia cerebral.

      Linneo terminó sus días en un estado de "demencia senil" horrible, después

      de haber sufrido en el curso de su vida frecuentes ataques nerviosos cuya

      naturaleza no podemos especificar.

      Wellington, el gran Beccaría, Luis XIV, Corvisart, Cabanis, Spallanzani

      murieron, como otros muchos hombres de su talla, de congestión cerebral,

      lo mismo que Catalina la gran Emperatriz de Rusia, que Dupuytren, que

      Euler y que Malpighi.

      Además no es raro, o mejor dicho es común, encontrar en la descendencia de

      muchos de ellos miembros afectados de enfermedades nerviosas de cualquier

      género. Ejemplo, los hijos del Gran Condé, la familia de Alejandro el

      Grande, sus padres, sus hijos, y él mismo que murió de una forma de locura

      alcohólica, los descendientes de Lord Chatam y de Bernardino de

      Saint-Pierre, el autor de "Pablo y Virginia".

      Todo esto revela puntos de afinidad indudable entre los hombres superiores

      y los "intermediarios" por lo menos, no sólo por estos rasgos comunes sino

      también por sus extravagancias y a veces por los síntomas de verdadera

      locura, exaltación maníaca, delirio de las persecuciones, lipemanía, etc.

      En los alienados vése también en muchas ocasiones una actividad, una

      perfección y desarrollo inusitado de ciertas facultades, y aunque esto no

      es tan frecuente como podía imaginarse, se observa, sin embargo, no sólo

      en sus momentos de calma, sino también después de su curación. No son

      excepcionales, en prueba de este último aserto, los ejemplos que

      encontramos en los tratados especiales, de individuos que dotados

      pobremente por la naturaleza, adquieren después de una enfermedad mental

      un desarrollo más grande de algunas funciones intelectuales, una viveza

      especial de su imaginación que despliega bríos insólitos y se mueve con

      una facilidad relativamente grande.

      Si estos ejemplos no son comunes, tampoco pueden entrar en los límites de

      las curiosidades patológicas. No por esto quiero, ni aun remotamente,

      afirmar este disparate: que todos los locos son hombres de genio. Hago

      esta advertencia para las inteligencias inaccesibles a ciertas verdades

      poco conocidas y para los que están siempre dispuestos a interpretar las

      cosas torcidamente y con la ligereza de juicio propia del vulgo. Pero, lo

      que evidencia la observación, es que las naturalezas más prosaicas, los

      temperamentos menos excitables, pueden elevarse a grandes alturas en el

      período de exaltación de la manía, franca, libre y extremadamente

      estimulada su fantasía por las incitaciones poderosas de su mismo estado

      anómalo. En la "monomanía razonadora", o como quiere Bigot, en el período

      razonador de la enajenación mental, es muchas veces difícil, para el

      alienista, descifrar el delirio de un loco, por la manera sabia y el

      exquisito talento con que algunos manejan la paradoja y la simulación

      [21.] .

      Hay ciertos maníacos y lipemaníacos que en sus buenos momentos razonan de

      una manera tan clara y tan perfecta que a veces hacen imposible la

      interdicción. Bigot cita el caso de un loco que ocultaba con tan extremada

      sagacidad su estado, valiéndose del convencimiento, que a no ser por la

      ayuda del guardián, testigo diurno y nocturno de sus acciones, le habría

      tomado por un hombre en su más perfecto estado de salud.

      La creencia de que los hombres privilegiados tienen sus extravagancias y

      excentricidades, que por su fuerte acentuación toman muy a menudo un

      carácter patológico; la existencia de sus delirios, alucinaciones y a

      veces accesos de verdadera enajenación mental, es una verdad que viene

      dibujándose y haciéndose camino hace mucho tiempo en la mente de los

      observadores. Esto no es nuevo, porque en el mundo de las ideas no hay

      nada nuevo; la tesis, aunque ligeramente desarrollada por algunos autores

      modernos, está sintetizada en esta estrofa profética de Voltaire:

 

      De notre être imparfait voila les éléments:

      Le ciel en nous formant mélangea notre vie.

                De raison, de folie.

      Ils composent tout I'homme, ils forment son essence.

 

      He aquí por qué -dice Moreau de Tours, que ha escrito sobre esto un libro

      de quinientas páginas, algunas de cuyas ideas dejamos expuestas- he ahí

      por qué el genio está a veces condenado a delirar, por qué la aplicación

      muy sostenida de la atención, la exaltación de la imaginación (facultades

      que según Newton son el genio mismo) conducen a menudo a las

      perturbaciones del espíritu; por qué, en fin, el hombre, como ha dicho

      Rousseau, retorna tan fácilmente a su primitiva estupidez. Augusto Comte,

      el más ferviente propagador y reconstructor del Positivismo, es uno de

      esos hombres en quien tal vez es más visible esta pretendida hermandad, y

      en quien, según la expresión poética de Lamartine, las vibraciones de la

      fibra humana fueron tan fuertes, que su corazón no pudo soportarlas sin

      romperse. En el primer trimestre de 1826 -dice Emilio Littré- cuando

      estaba ocupado en la primera exposición del sistema de filosofía positiva

      que entonces propagaba entre sus contemporáneos, fue atacado de

      enajenación mental [22.] . Y bien, dos años después de este ataque

      terrible, que Comte llamaba su crisis cerebral, publicó su curso completo

      de Filosofía Positiva, uno de los productos más perfectos del espíritu

      humano según el autor de la "Historia de la lengua francesa".

      Pero Comte no es el único. Lo mismo que él, y a igual altura, se

      encuentran otros como Kepler, cuyas extravagancias lo acercan mucho a los

      grandes alucinados, a la cabeza de los cuales se encuentran Swedenbourg y

      Hennequin.

      Swift murió loco y su espíritu enfermo se revela elocuentemente en ese

      folleto que publicó en 1729 y que Taine ha reproducido en la "Revue des

      Deux Mondes". Llevaba por titulo: "Proposición modesta para impedir que

      los niños pobres en Irlanda no sean una carga a sus padres y a su país".

      En este panfleto Swift proponía que a los niños de buena constitución y de

      cierta edad se les beneficiara para vender su carne, colocando "puestos"

      en distintos puntos de la ciudad de Dublín adonde pudieran cómodamente

      concurrir los carniceros (citado también por Moreau). Swift había

      presentido su enfermedad y entre sus ascendientes se encontraban algunos

      neurópatas.

      Watt murió hipocondríaco. Savonarola sufría frecuentes alucinaciones y

      caía a menudo en éxtasis, durante los cuales, según él, se comunicaba con

      el Espíritu Santo.

      Haller sufrió en los últimos períodos de su vida una verdadera lipemanía

      religiosa. Harrintong era un alucinado, lo mismo que Cardano y Lavater.

      Zimmerman, el autor de la "Experiencia en Medicina", fue víctima durante

      su vida de crueles ilusiones y terminó en una hipocondría. Goethe, lo

      mismo que Pascal, sufría alucinaciones.

      Y para no concluir sin citar al hombre cuya neurosis ha tenido más

      influencia sobre su época, hablaremos de Juan Jacobo Rousseau, el tipo más

      acabado del temperamento nervioso y una de las misantropías más acentuadas

      que se encuentran en la historia de los que llama Emerson grandes

      representantes de la humanidad. Rousseau tenía accesos de verdadera locura

      afectiva y, las revelaciones curiosas que uno de sus más íntimos amigos ha

      dejado sobre el estado mental de este hombre extraordinario, sirven

      admirablemente para la confección de un diagnóstico retrospectivo. Tenía

      algunas veces accesos que se manifestaban por un delirio de las

      persecuciones en que, a propósito de cualquier circunstancia pueril,

      hablaba de las pérfidas y ocultas maquinaciones de sus enemigos; entraba

      en convulsiones fuertísimas que imprimían a su fisonomía, según dice

      Corancez, un aspecto horroroso, entregándose a extravagancias propias

      únicamente de un loco. Rousseau, como sucede casi siempre, había recibido

      por herencia su estado mental.

      La mayoría de estos datos biográficos son tomados del libro de Moreau de

      Tours, cuyo capítulo último está consagrado a hacer una reseña muy ligera

      del estado mental de estos hombres. En casi todos se concreta únicamente a

      consignar la enfermedad que sufrían, puesto que su objeto principal no es

      estudiarlos individualmente, como es nuestro propósito hacerlo con algunos

      de nuestros más célebres personajes.

      No podemos, porque no es ese nuestro objeto, entrar a apreciar la parte

      que en los acontecimientos históricos hayan tenido los estados mentales de

      que acabamos de hablar, particularmente de aquellos que, como Cromwell,

      víctima de frecuentes trastornos y agitado por los accesos terribles de

      una hipocondría; de Richelieu, sujeto también a accesos de locura; de

      Carlos el Temerario, que según Michelet se volvió loco de pesar; de Pedro

      el Grande, de Carlos V, de Fernando VII, y de tantos otros que han tenido

      en sus manos la suerte del mundo entero o que han dispuesto de la vida de

      sus pueblos haciéndolos víctima de sus caprichos, como Fernando y Felipe

      II.

      ¡Cuántas hogueras se han levantado, cuántas cabezas han caído sin causa,

      sólo por las exigencias de un cerebro agitado por el aura terrible de

      incurable neurosis!

      ¡Cuántas guerras sangrientas, cuántos pueblos en ruina, cuántos hogares

      disueltos por un espíritu en convulsiones, por una inteligencia "eminente"

      por su desequilibrio!

      La explicación de ciertos acontecimientos históricos debe buscarse, en

      muchas ocasiones, dentro del cráneo de algún rey hipocondríaco, o de algún

      mandatario enardecido por las vibraciones enfermizas de su encéfalo.

      El desarrollo de este punto sería objeto de un libro que nadie ha escrito

      todavía, y nuestro objetivo, aunque siguiendo la misma corriente de ideas,

      es más circunscrito, porque sólo tomamos la historia patria como tema de

      estos apuntes.

 

 

II. Las neurosis en la historia

 

      ¿De qué naturaleza era esa fuerza irresistible que arrastraba al suicidio

      al Almirante Brown, el viejo paladín de nuestras leyendas marítimas, que

      poblaba su mente de perseguidores tenaces que envenenaban el aire de sus

      pulmones y amargaban los días de su vida?

      ¿Cómo se producían en el Dr. Francia los fuertes accesos de aquella negra

      hipocondría, que rodeaba de sombras su espíritu selecto, acentuando tanto

      los rasgos de su fisonomía de César degenerado?

      ¿Cuál era la fibra oculta que animaba la mano de la "Mazorca" en sus

      depredaciones interminables, que ponía en movimiento al cuchillo del

      fraile Aldao, la lanza de Facundo, la pluma de Juan Manuel Rosas en sus

      veladas homicidas tan largas?

      Todo espíritu desprevenido admitirá en presencia de ciertos hechos -decía

      Tissot- la necesidad de hacer intervenir la psicología mórbida en la

      apreciación de todo aquello que se refiere a la actividad moral e

      intelectual del hombre en general y en particular de aquellos individuos a

      quienes la Providencia ha colmado con sus dones. Origen, predisposiciones

      hereditarias, próximas o lejanas, agrega el sabio autor, reveladas por los

      parientes, descendientes, ascendientes o colaterales, disposiciones

      idiosincrásicas innatas o adquiridas, aferentes al estado fisiológico y

      patológico del sistema nervioso, al estado patológico sobre todo, todas

      estas causas reclaman su parte de influencia tanto más manifiesta cuanto

      más vigorosamente dotada sea la constitución.

      "Conjeturo que estos hombres de un temperamento sombrío y melancólico no

      debían esa penetración extraordinaria y casi divina que les notamos por

      intervalos y que los conducía a engendrar ideas, unas veces disparatadas y

      extravagantes y otras sublimes, sino a una perturbación periódica de la

      máquina cerebral" [23.] . No queremos volver a insistir sobre este punto

      que dejamos ligeramente ampliado en el capítulo anterior; pero todo esto

      nos induce más a creer que efectivamente el genio y la locura tienen

      algunos puntos de afinidad. El que quiera cerciorarse de la mayor o menor

      exactitud que encierra esta proposición, todavía muy discutible, puede

      leer a Wagner, a Dragon, a Bigot, a Lucas, a Moreau de Tours, para

      convencerse de que esos dos productos tan opuestos dimanan, tal vez, de un

      tronco común y tienen algunas de sus faces idénticas.

      Estudiando con atención la Historia Argentina, nuestro espíritu se ha

      familiarizado más con esta idea que tiene algo de paradoja y mucho de

      verdad, porque allí hemos encontrado también organizaciones privilegiadas

      sufriendo esas perturbaciones inconcebibles del espíritu. Semejantes

      dislocamientos, profundos, incurables, aparecen en algunos con todo su

      horrible aspecto y vienen como amarrados a la cuna, absorbidos en la leche

      materna; parece que al nacer trajeran un pedazo del alma del padre o de la

      madre, como fundido en su cabeza con todas sus sombras y su colorido

      enfermizo; es que no han podido eludir el peso abrumador de este misterio

      inescrutable que llamamos herencia patológica. Otros sólo presentan

      matices más o menos fuertes y oscuros, y sólo expiando los momentos en que

      se producen sus exaltaciones supremas, buscando atentamente en todos los

      actos de su vida pública y privada, interrogando al organismo físico en

      sus interminables manifestaciones, pueden descubrirse estas modalidades

      patológicas tan dignas de estudio.

      Para los que viven alejados de ese género de investigaciones y que sólo

      consideran una faz en estos hombres superiores, la idea de un estado moral

      distinto al de los demás es indudablemente ridícula y hasta imposible.

      Suponer estados excepcionales, perturbaciones del cerebro, leves o

      profundas, en individuos que han mostrado en todos los actos de su

      existencia precisamente lo contrario; que muchos de ellos han descollado

      por su cordura y por el brillo de sus facultades y no por sus

      extravagancias (de las cuales nuestra historia no se ha dignado ocuparse)

      es cometer una locura o tratar de probar un absurdo. Pero basta hojear

      siquiera ligeramente uno de estos libros especiales, un tratado cualquiera

      de patología mental, que tanto abundan en la literatura médica de nuestros

      días y que tratan fisiológicamente la cuestión, para convencerse de dos

      cosas: la primera, que esta idea, es decir, la de que casi todos los

      hombres superiores están llenos de manías o son notoriamente neurópatas,

      no es nueva, y la segunda que lejos de ser una quimera, es una aserción

      muy discutida y que tiende a tomar un lugar definitivo en la ciencia.

      La aplicación de estos principios a nuestra historia parecerá impropia

      porque hemos conocido la vida de casi todos nuestros hombres célebres

      trasmitida por la tradición fabulosa y desfigurada, o por la biografía

      meliflua de sus biógrafos amigos, y porque muchos historiadores "han

      creado" al personaje a su capricho y nos lo han impuesto difundiendo

      errores que hoy es difícil combatir. Nos los han hecho conocer

      incompletamente, inspirándose en la doctrina poco provechosa de Salustio:

      "Animi corporis servitio magis utimur", escribiendo sus Vidas

      impersonalmente y sin querer revelarnos los detalles más preciosos, su

      modo de ser habitual, su fisonomía, sus caprichos, su parte moral y su

      parte física, sus estados fisiológicos y patológicos. Conocemos al poeta

      en la estrofa mentirosa, en el poema, sin reflexionar que el poeta y muy

      especialmente el nuestro (salvo excepciones) es todo lo contrario de lo

      que aparece en sus versos; son lo que "resuelven" ser, o lo que ha sido el

      modelo que se han propuesto imitar. Esto es evidente. Para muchos de ellos

      hay una filosofía oficial, la de los versos de Byron, Leopardi, Foscolo,

      etc., de la cual no pueden separarse. Los poetas, ante todo, son hombres,

      y con raros ejemplos no hay hombre que esté hastiado de la vida y que

      aspire constantemente a abandonarla por otra de muy problemática

      existencia. Esto sólo puede suceder bajo la presión de un estado

      patológico perfectamente caracterizado; y sin embargo, ¿cuál es aquél de

      todos nuestros grandes y pequeños versificadores que no manifieste ese

      mentido cansancio de la existencia terrena, ese constante aspirar a otra

      vida más perfecta y, por la cual, evidentemente, no abandonaría la que

      tiene? No conozco entre ellos ningún suicida, y sí muchos apasionados de

      los más pueriles goces de la vida, y sin duda que, a ser cierta esta

      atrofia deplorable del instinto de la propia conservación, todos ellos lo

      serían.

      Lo que sucede con los poetas, sucede, aunque menos frecuentemente con los

      militares, con los abogados, estadistas y escritores de aquella época. Por

      esto, para conocerles es menester no detenerse en la puerta del hogar,

      menospreciando ciertas nimiedades de carácter puramente privado, ciertas

      debilidades más o menos groseras, como indignas de la pompa y majestad de

      la historia, porque sería cometer un absurdo y falsear la verdad,

      despreciar un criterio de inapreciable valor para la averiguación de los

      hechos.

      La anatomía de la vida íntima es muchas veces una piedra de toque bastante

      sensible para el estudio y conocimiento de estos grandes caracteres,

      porque los revela en toda su desnudez, porque los da a conocer de una

      manera acabada, con una minuciosidad anatómica, mostrando sus sombras y

      sus secretos más recónditos, y contribuyendo a darles ese relieve

      histórico que anima y vivifica las grandes figuras resucitadas por el

      pincel admirable de Lord Macaulay. Esto es lo que puede llamarse la

      "histología de la historia". Ella sirve para el estudio de los móviles

      ocultos que encierran ciertas acciones, al parecer incomprensibles,

      descubre el misterioso motor de muchas determinaciones caprichosas, la

      índole de sus tendencias, la naturaleza íntima de su carácter,

      escudriñando la vida hasta en sus más pueriles manifestaciones; de la

      misma manera que la histología propiamente dicha, con su espíritu

      esencialmente analítico, estudia y describe el último de los elementos

      anatómicos, dándose cuenta por su evolución y transformaciones de todos

      los procesos orgánicos ulteriores. No escapa nada a este método agresivo

      de análisis, a esta luz penetrante y sutil que se insinúa por los más

      oscuros repliegues del alma humana, que interroga al cuerpo para

      explicarse las evoluciones del espíritu y que desciende hasta el hombre

      privado, buscando en sus idiosincrasias morales el complemento necesario

      del hombre público. Dentro de esa pléyade de personas ilustres que nos da

      a conocer la historia patria, existen muchas que, gracias a este sistema

      de investigación, nos han revelado en sus manifestaciones morales e

      intelectuales un fondo nervioso, enfermizo, herencia en parte de la época

      y del medio en que vivieron, en parte de la organización excepcional de su

      propia naturaleza.

      Bajo el punto de vista físico y moral, la generación a quien cupo la ardua

      tarea de la Revolución e Independencia del país, estaba formada por

      individuos maravillosamente preparados. La naturaleza nos había hecho el

      presente de este conjunto de hombres providenciales, vigorosos, audaces,

      favorecidos por la supremacía de un temperamento nervioso y de una

      constitución fuerte, atlética e intachable. Sea que el sibaritismo de los

      monarcas españoles no habían llegado hasta ellos para aniquilar la

      sencillez patriarcal de sus costumbres, la rectitud admirable de sus

      hábitos domésticos, para destruir la frugalidad legendaria de su tiempo y

      la actividad física, ya que no la intelectual, adormecida por una inacción

      alarmante, lo cierto es que aquella tribu venerable no fue azotada por las

      enfermedades a que estuvo sujeta la que le sucedió y que se han hecho

      patrimonio ineludible de la actual. Las fuertes emociones de la libertad,

      que sólo después conocieron, la usura orgánica que producen en la economía

      los trabajos propios de otras épocas más felices, y sobre todo, ese

      enervamiento y molicie inherentes al refinamiento de costumbres que trae

      consigo la civilización y que ellos no conocían, contribuyó sin duda a la

      conservación de ese vigor físico envidiable y necesario, que desarrollaron

      en todos los instantes de aquella odisea sin ejemplo.

      Todas esas enfermedades, con sus determinaciones múltiples y difusas, de

      que sólo nosotros y por experiencia dolorosa tenemos una noción precisa;

      aquellos desórdenes crónicos y eternos con sus consecuencias inevitables,

      la escrófula con sus síntomas diversos, con su marcha regular desde las

      partes superficiales hasta lo más íntimo del organismo; la clorosis con

      las alteraciones oscuras de la hematopoyesis y sus trastornos curiosos, el

      tubérculo, la sífilis, el cáncer, la gota, el raquitismo con sus

      deformaciones enormes y horriblemente ridículas a veces, no eran conocidas

      o por lo menos lo eran poco, en aquellos días de tranquilidad evangélica.

      La Colonia no ha conocido hospitales, no por lo que no conoció "la

      academia" y "el gimnasio" o por lo que la Escuela de Náutica cerró sus

      puertas, sino porque evidentemente no los necesitó. Buenos Aires no

      luchaba entonces, como lucha ahora, por el aire que falta a sus pulmones;

      cada habitante tenía los pies cúbicos necesarios; hoy tiene un déficit

      enorme comparado con la cantidad que con arreglo a los sanos preceptos de

      la higiene le corresponden. Les falta el doble de lo que necesitan y

      Buenos Aires se asfixia en la estrecha superficie aereatoria que posee,

      cosa que es claro no le sucedía a La Colonia por razones que cualquiera se

      explica.

      Desarrollóse el cuerpo con exuberante lozanía, mientras el espíritu,

      manifestándose sólo por la viveza de aquellas imaginaciones meridionales,

      velaba inactivo esperando la oportunidad propicia para estallar y emplear

      saludablemente esos órganos, cuya regularidad casi inalterable engendró

      aquellos atletas. El alimento era abundante y sano, y en consecuencia las

      enfermedades del tubo digestivo, la dispepsia, la enteritis y toda esa

      serie de perturbaciones críticas que de una manera tan rápida destruyen el

      organismo, no reinaron tampoco de un modo alarmante. Ellas son a menudo

      sintomáticas de fiebres eruptivas, de la tuberculosis que se ha

      desarrollado después en nuestra generación de una manera rápida y temible,

      de la fiebre tifoidea, de la enfermedad de Bright, de la gota y afecciones

      del hígado, todas poco o nada observadas. En nuestros días, la enteritis

      de los niños de pecho, afección que tan fuertemente repercute sobre el

      estado general, en consorcio maligno con la escrófula, nos están formando

      esa generación empobrecida con la tez pálida y el "rostro volteriano", con

      sus carnes blandas y flácidas, y esa mirada tristísima tan característica.

      Examinad su etiología fácil y veréis que ella no ha podido presentarse

      entonces por la bondad de la alimentación, y eliminad otras causas que hoy

      actúan poderosamente para producirlas.

      La generación de la Independencia fue en este concepto la generación de la

      salud y del vigor; formóla el régimen colonial mismo, a la sombra de esas

      costumbres primitivas y en medio de aquella inocente molicie que adormecía

      la inteligencia en beneficio del cuerpo.

      Lo que evidentemente contribuyó a prepararla, fue, entre otras causas, el

      cumplimiento de esa ley ineludible que establece entre los seres animados

      de la creación la lucha por la existencia, ese combate eterno y terrible

      que da el triunfo al más fuerte y que aniquila para siempre al débil, que

      da la preeminencia a las razas vigorosas asegurando la vida de sus

      descendientes por el temple que manifiestan, por la fuerza, la grandeza y

      la naturaleza de los medios de ataque y defensa, por la belleza y las

      aptitudes para soportar las privaciones y procurarse el alimento. Nadie

      puede escapar a su influencia universal. Las especies más humildes, como

      las más elevadas en la escala zoológica, viven y se extinguen o se

      perpetúan debido a su cumplimiento. La acción del clima, los accidentes

      del frío y de la sequedad, vienen a agregarse a la influencia de la

      alimentación, y por esto es que en los rigurosos inviernos de 1854 y 1855,

      la quinta parte de los pájaros de caza perecieron en Inglaterra por los

      hielos, conservándose sólo los más fuertes y mejor emplumados, los más

      robustos, aclimatados y astutos para alimentarse. Cuando en una bella

      tarde de primavera -dice Darwin- los pájaros tranquilos hacen oír

      alrededor nuestro el sonido de sus cantos alegres, cuando la naturaleza

      entera no parece sino que respira paz y serenidad, no pensamos seguramente

      que todo este espectáculo tan lleno de alegría y de bonanza, reposa sobre

      un vasto y perpetuo aniquilamiento de la vida, puesto que los pájaros se

      nutren de insectos y del grano de la planta indefensa; olvidamos que esos

      cantores de la selva cuyos acentos recogemos complacidos, no son sino los

      raros sobrevivientes entre sus hermanos, que han sido sacrificados por la

      voracidad de las aves de rapiña, de los enemigos de todo género que

      devastan el nido o que han sucumbido a los rigores de la miseria y del

      frío [24.] .

      Nunca se vio con más vigor y mayor encarnizamiento esta lucha colosal que

      en la época de la conquista de América, lucha horrible entre las razas

      aborígenes y los recién venidos, lucha de éstos con sus propios hermanos y

      con los rigores de un clima variable en cada palmo de tierra. Por esto es

      que muchas tribus han desaparecido totalmente, dejando el campo a los más

      fuertes y que mejor se "adaptaban" por su resistencia y medio de ataque y

      de defensa. El trabajo matador de los yerbales y el alimento "tenue y de

      poca sustancia", como dice el historiador Lozano, mataron un sinnúmero de

      indios que después formaron en los bosques inmensos osarios, dando fin a

      sus desdichas. Además, era tan larga la época que permanecían lejos de sus

      toldos, que no les quedaba el tiempo material para atender a sus familias,

      cuidar de sus hijos, hacer sus sementeras y reproducirse. Por esto las

      desamparaban y huían a provincias extrañ as y distantes, y los pueblos que

      formaron, desaparecieron por completo [25.] .

      Es necesario leer la historia de los conquistadores del Nuevo Mundo, para

      darse cuenta exacta de la magnitud homérica de aquella empresa. Es

      menester seguir a esos puñados de aventureros, atravesando la selva

      virgen, cruzando la montaña, vadeando el río en busca de oro y de gloria,

      y dejando sus huesos en el camino, para explicarse cómo la "selección

      natural" ha venido a formar, después esa raza física y moralmente

      privilegiada, con una preparación maravillosa para acometer la empresa de

      nuestra independencia. El hambre y las enfermedades hacían sucumbir al

      que, poco vigoroso, no resistía a la influencia de aquellas calenturas y

      afecciones de los ojos, que reinaban en Marzo y Abril en el Paraguay y de

      las que habla Ruiz Díaz en su historia del descubrimiento. Sólo la

      contextura hercúlea y el temple animoso de su alma, hicieron que Pedro

      Mendoza pudiera resistir aquel cúmulo de desgracias que traían afligido su

      ánimo y el de los otros caballeros, según asegura el padre Lozano al

      hablar de la primera fundación de Buenos Aires. Hubo momentos supremos en

      que sus soldados sólo comían una ración exigua de harina podrida; más

      tarde apuró el hambre: los débiles murieron y los fuertes luchaban,

      comiendo primero los caballos, luego los ratones, los sapos, las culebras

      y por fin se cocieron en mala agua el cuero y la suela de los zapatos, y

      hasta a la carne humana y excrementos viéronse obligados a recurrir [26.]

      .

      Apurado Mendoza por las exigencias del hambre y de las enfermedades que se

      desarrollaban, partió al Brasil con la mitad de la gente que trajo. Los

      indios huían en presencia de los conquistadores, incendiaban sus pueblos,

      talaban las mieses y los mataban por hambre, como le sucedió a Juan de

      Ayolas, cuya miseria fue horrible por muchos días. Aquellos trescientos

      aventureros que acompañaron a Gonzalo Pizarro en su empresa temeraria al

      través de las montañas y en busca de esa tierra fabulosa que por tanto

      tiempo había cautivado la imaginación de los conquistadores, es sin

      disputa el hecho más culminante como rasgo de valor, en toda la historia

      de América, y al mismo tiempo una prueba palpitante de la resistencia de

      aquella raza excepcional. Así, con empresas de esa magnitud, era como se

      mejoraba la raza, "eligiendo" entre los más fuertes y de mejor temple los

      que más derecho tenían a la vida. Estos rasgos étnicos se ven después

      palpitar en el carácter de Camargos, de Muñecas, de los gauchos de Güemes,

      de los habitantes de Cochabamba, y un destello de esas almas primitivas

      alumbra y vigoriza el espíritu de la generación de la independencia.

      Sólo una raza selecta por su vigor extraño y dotada de una resistencia

      primorosa para sobrevivir a las influencias hostiles de la naturaleza,

      pudo sobrellevar las penurias inherentes a esas expediciones ciclópeas.

      "Al bajar las vertientes orientales cambió súbitamente el clima y al paso

      que descendían a niveles más inferiores, reemplazaba al frío un calor

      sofocante; fuertes aguaceros, acompañados de truenos y relámpagos,

      inundaban las gargantas de la sierra de donde se desprendían en torrentes

      sobre las cabezas de los expedicionarios, casi sin cesar ni de día ni de

      noche". "Por más de seis semanas -continúa diciendo el historiador

      americano- siguió el diluvio sin parar y los aventureros sin tener donde

      abrigarse, mojados y abrumados de fatiga, apenas podían arrastrar los pies

      por aquel suelo quebrado y saturado de humedad: las provisiones

      deterioradas por el agua, se habían acabado hacía tiempo. Habían sacado de

      Quito unos mil perros, muchos de ellos de presa, acostumbrados a acometer

      a los desgraciados indios, matáronlos sin escrúpulos, pero sus miserables

      cuerpos no proporcionaban sino un escaso alimento a su hambre famélica y

      cuando se acabaron hubieron de atenerse a las yerbas y peligrosas raíces

      que podían recoger en los bosques. Agotadas las fuerzas y el sufrimiento,

      resolvió Gonzalo construir un barco bastante grande para llevar los

      bagajes y a los más débiles de sus compañeros. Los árboles les

      proporcionaron maderas, las herraduras de los caballos fueron convertidas

      en clavos, la goma que destilaban los troncos hizo el oficio de brea y los

      andrajosos vestidos de los soldados sirvieron como estopa. Gonzalo dio el

      mando del bergantín a Francisco de Orellana y, embarcando a los rezagados

      y enfermos, continuaron así, trabajosamente, por espacio de muchas semanas

      atravesando las espantosas soledades del Napo. Ya no quedaban hacía mucho

      tiempo ni vestigios de provisiones; habían devorado el último caballo y

      para mitigar los rigores del hambre se veían obligados a comer las correas

      y los cueros de las sillas. Los bosques apenas les ofrecían algunas raíces

      y frutas de que alimentarse, y tenían a dicha cuando encontraban

      casualmente sapos, culebras y otros reptiles con que aplacar sus

      necesidades. Gonzalo resolvió enviar a Orellana en busca de provisiones.

      En consecuencia, llevando éste consigo cincuenta soldados, se apartó hasta

      el medio del río y el barco impelido por la rápida corriente partió como

      una flecha perdiéndose de vista. Más tarde, no recibiendo noticias suyas,

      resolvió Pizarro volver a Quito. Muchos se enfermaron y murieron por el

      camino; el extremo de la miseria los había hecho egoístas y más de un

      pobre soldado se vio abandonado a su suerte, destinado a morir sólo en los

      bosques, o más probablemente a ser devorado vivo por los animales feroces.

      Volvían sin caballos, sus armas se habían roto u oxidado; en vez de

      vestiduras colgaban de sus cuerpos pieles de animales salvajes; sus largos

      y enmarañados cabellos caían en desorden sobre los hombros, sus rostros

      estaban quemados y ennegrecidos por el sol de los trópicos; sus cuerpos

      consumidos por el hambre y desfigurados por dolorosas cicatrices [27.] ."

      Y, sin embargo, habían resistido con un raro valor, muriendo sólo aquellos

      de complexión poco fuerte para resistir las penurias. De los 300 españ

      oles, únicamente regresaron 80 y tantos, y de los 4.000 indios que los

      acompañ aban, más de la mitad dejó sus huesos en los bosques.

      De estas expediciones, aunque no en escala tan fabulosa, está llena la

      historia de la conquista del Nuevo Mundo. En el territorio argentino, en

      el Paraguay, en Chile y en el Perú, en cada palmo de tierra recorrido, ha

      dejado aquella raza un rastro, una prueba de barbarie enfermiza, es

      verdad, pero también de su vigor y de su temple moral tan poco común. La

      naturaleza con sus influencias y caprichos irresistibles; los rigores del

      clima, el hambre, la envidia, la ambición desmedida, la muerte misma

      constantemente ante sus ojos, no fueron nunca un inconveniente serio para

      la realización de sus increíbles propósitos. Había algo que los enardecía

      y que excitaba esos cerebros efervescentes arrastrándolos al abismo; había

      una imaginación meridional constantemente exaltada, perpetuamente

      estimulada por el grito de una ambición de oro y de gloria, que no

      reconocía límites ni lazo alguno que la dominara. La idea de un país en

      que los metales preciosos corrían a raudales en el lecho de los ríos, sin

      dueños y despreciados por los indios mismos; de que aquellas zonas

      fabulosas eran habituadas por gigantes y amazonas, exaltaba su espíritu

      calenturiento y alegraba aquellos corazones en perpetua lucha con la

      emoción. La presencia edificante de panoramas como el que presenta el río

      Napo, desencadenándose con brío en su corriente y yendo a precipitarse en

      la cascada con un clamoreo espantoso; el ruido de la catarata del

      Tequendama, que a seis o siete leguas habían principiado a oírlo, formando

      un contraste con el silencio triste de la naturaleza americana; los

      árboles de sus bosques inmensos, extendiendo perezosamente sus ramas

      descarnadas; los ríos -dice Prescott, describiendo estos cuadros-

      corriendo en su lecho de piedra como habían corrido por siglos, la soledad

      y el silencio de aquellas escenas, interrumpido solamente por el estruendo

      de la cascada y por el murmullo suave y lánguido de los bosques; todo

      parecía mostrarse a los aventureros en el mismo agreste y primitivo estado

      en que salió de mano del Creador, contribuyendo cada vez más a excitar su

      mente [28.] . Corrían de territorio en territorio, presenciando a cada

      momento espectáculos análogos, en lucha con la distancia en esas llanuras

      exterminadoras en que el ojo se cansa en inútiles esfuerzos buscando algo

      en que fijar la mirada; por el valle sin horizontes, por la montaña sin

      fin, peleando con el hambre y con la sed, con los fríos aniquiladores o el

      aire abrasador de las zonas tropicales, buscaban esas tierras soñadas, los

      ríos de plata, las vetas interminables de oro tan tenazmente incrustadas

      en su cerebro.

      Todos estos rasgos étnicos, a la par de otros o menos sensibles, se han

      trasmitido con ínfimas modificaciones a las generaciones que les

      sucedieron. El vigor físico observado por el ejercicio que lo alimenta y

      sostiene, la constancia, el valor personal, la ciega intrepidez, todo ha

      venido transfundiéndose hasta llegar a las generaciones actuales. La

      "selección", con su principio de mejoramiento, ha ido agregando esas

      cualidades morales que complementan la fisonomía de la generación de la

      independencia, todos estos destellos de virtud que muy de cuando en cuando

      alumbraban el alma angulosa de aquellos hombres. Facundo Quiroga, Artigas

      y los otros caudillos de su talla, sólo atestiguan que la ley del

      "atavismo", en virtud de la cual el individuo tiende por un esfuerzo de su

      propia naturaleza a parecerse a un tipo o especie anterior más imperfecta,

      se cumple siempre con igual regularidad.

      No hay duda de que ciertos caracteres psicológicos y aun físicos, se fijan

      por medio de la herencia, no sólo en una familia, sino también en un

      pueblo, puesto que es un organismo análogo al organismo humano [29.] . "La

      suma de los caracteres psíquicos que se encuentran en toda la historia de

      un pueblo, en sus instituciones y en todas las épocas, se llama el

      "carácter nacional" [30.] . Pero "la evolución" transforma ese carácter, y

      debido a estas transformaciones, es que nosotros nos encontrábamos ya un

      tanto modificados en la época de la Revolución, pues subsistiendo

      muchísimos de los caracteres de la generación de la conquista, habíamos

      adquirido algunos otros, el sentido moral, por ejemplo, que según

      Maudsley, no es un agente preexistente sino un efecto concomitante de la

      evolución; y habíamos atrofiado otros, de la misma manera que se atrofian,

      en algunos animales, ciertos órganos que han dejado de ser ú tiles.

      Conservábamos, entre otros, la viveza meridional de la imaginación,

      trasmitida en ese estado de emoción y estímulo en que ellos la tuvieron

      constantemente. Esa imaginación que constituye un rasgo de raza y que

      desempeña un papel tan importante en el sueño, en la locura y en las

      alucinaciones, origen probable, en mi concepto, de muchos de los hechos

      sobrenaturales que refiere la historia de la conquista y colonización de

      la América. Las curaciones rápidas verificadas por el agua de Santo Tomé,

      la aparición del mismo santo en el camino de arena de la Bahía de Todos

      los Santos, y muchos de los episodios que la credulidad primitiva de los

      cronistas nos ha trasmitido, no tienen evidentemente otro origen.

      El pueblo que habita el extenso territorio que se extiende al oriente de

      la inmensa cadena de los Andes y al occidente del Atlántico, siguiendo el

      Río de la Plata, es por herencia y por el clima un pueblo de imaginación

      viva y exaltada, por esto es naturalmente poeta y músico, como se ha

      dicho, apasionado y entusiasta.

      El sentimiento religioso muy desarrollado en su alma, el espectáculo de lo

      bello, el poder terrible de la inmensidad, de la extensión, de lo vago, de

      lo incomprensible -como dice Sarmiento- todo contribuye a exaltar el ánimo

      que se siente sobrecogido y vibra con fuerza ante la majestad de ciertos

      espectáculos. El simple acto de clavar los ojos en el horizonte -y no ver

      nada-, porque cuanto más los hunde en aquel espectáculo incierto,

      vaporoso, indefinido, más se le aleja y le fascina, lo confunde y lo sume

      en la contemplación y la duda; el hombre que se mueve en estas escenas se

      siente asaltado de temores e incertidumbres fantásticas, de sueños que le

      preocupan despierto [31.] .

      A esta natural predisposición, agreguemos la influencia evidente que han

      tenido los grandes acontecimientos políticos, las conmociones sociales

      fuertísimas, desarrolladas durante tantos años y tendremos, en parte, la

      explicación de estas perturbaciones nerviosas, ya leves, ya profundas, que

      vamos a estudiar.

      Por esto lo que ha predominado en el período posterior a la Revolución y,

      más aún, en los días fúnebres de la tiranía, ha sido el elemento nervioso,

      las alteraciones generalmente dinámicas y a veces pasajeras del centro

      encefálico. Este estado de tensión al máximum del espíritu, explica, por

      ejemplo, la muerte de aquel ciudadano, cuyo nombre no recuerdo, y que cayó

      como fulminado al recibir la noticia de la derrota de los españoles en la

      jornada de Maipo; episodio que bien se explica por la exageración súbita

      de la acción cardíaca, provocada por una viva emoción moral [32.] .

      La explicación de este predominio evidente que se advierte en la lectura

      de ciertas piezas especiales, científicas e históricas de la época, puede

      encontrarse en la acción continuada de causas cuya influencia demasiado

      conocida no es ya discutible. Los acontecimientos políticos desempeñaron

      un rol importante, sino en la producción de la locura, por lo menos en la

      patogenia de estos estados individuales enfermizos que se observan en

      ciertas personas ilustres, y aunque con menos acentuación en pueblos

      enteros. El brusco y considerable estimulo que determinó sobre todos los

      cerebros el cambio rápido que produjo la independencia, haciéndonos pasar

      sin preparación alguna de la vida tranquila y puramente vegetativa de la

      colonia, a las luchas y emociones de una existencia libre y casi

      desenfrenada, a los azares de una democracia demagógica y tumultuaria,

      tuvo que conmover fuertemente todos los corazones haciendo vibrar hasta la

      última célula del cerebro más perezoso y atrofiado de la época.

      La influencia de los grandes acontecimientos políticos, como la revolución

      y guerra de nuestra independencia, tienen una acción poderosa en la

      génesis, no sólo de ciertos estados nerviosos, sino también de la

      enajenación mental misma, particularmente en los individuos predispuestos.

      Las conmociones políticas imprimen indudablemente -dice Esquirol- mayor

      actividad a todas las facultades intelectuales, exaltan las pasiones

      tristes y rencorosas, fomentan la ambición y las venganzas, derriban la

      fortuna pública, alteran profundamente el orden social y por lo tanto

      producen las distintas formas de locura. Esto es lo que ha sucedido en

      Inglaterra, lo que se ha visto en América después de la guerra de la

      Independencia, y en Francia durante la revolución, con la diferencia entre

      Francia e Inglaterra, que en esta última, según Mead, más fueron los ricos

      que perdieron el juicio, al paso que en Francia casi todos los que

      escaparon a la hoz revolucionaria, se vieron atacados de enajenación

      mental [33.] .

      Las conmociones políticas -continúa el venerable alienista- son, como las

      ideas dominantes, causas excitantes de la locura que ponen en juego tal o

      cual influencia, imprimiendo un sello particular a sus distintas formas.

      Cuando la destrucción de la antigua monarquía francesa, muchos individuos

      se volvieron locos por el espanto; cuando vino el Papa a Francia, las

      manías religiosas aumentaron; cuando Bonaparte hizo reyes, hubo muchos

      emperadores y reyes en las casas de locos. En la época de las invasiones

      francesas, el terror produjo muchas manías, sobre todo en las aldeas; los

      alemanes hicieron la misma observación el día que sufrieron las invasiones

      de los ejércitos de Francia. Nuestras sacudidas políticas -concluye el

      médico de Charenton- han producido muchos casos de locura provocados y

      caracterizados por los acontecimientos que han señalado cada página de

      revolución; en 1791 hubo en Versailles un número prodigioso de suicidios,

      y cuenta Pinel, que un entusiasta de Danton, habiendo oído acusarle, se

      volvió loco y fue enviado a Bicêtre [34.] .

      El trabajo mental, llevado hasta el cansancio del cerebro, puede favorecer

      el desarrollo de estos estados; la experiencia enseña que en este concepto

      ejercen mucho mayor influjo las penas, las pasiones contrariadas, el

      orgullo, la ambición, la exaltación mística, las decepciones, los

      quebrantos de fortuna y todo género de emociones de índole afectiva [35.]

      .

      Sin embargo, algunos autores niegan que las conmociones políticas tengan

      influencia sobre la producción de la locura. Pero esto es evidente, en mi

      concepto, según parecen revelarlo los últimos estudios: es preciso fijarse

      que al hablar de "grandes" acontecimientos políticos, los autores que

      sostienen su influencia se refieren, no a hechos de poca importancia, como

      las agitaciones electorales diarias en las repúblicas, o a cualquier otro

      suceso de trascendencia alguna, sino a los grandes acontecimientos

      políticos y sociales, de esos que invierten completamente el orden

      establecido, conmoviendo por su base a toda una sociedad, la Revolución

      Francesa por ejemplo, la Revolución Sud-Americana, y bajo otra faz y en

      otra escala, las depredaciones de la Comuna, de la Mazorca, de Facundo

      Quiroga, del Fraile Aldao. Lunier, uno de los directores de los "Annales

      médico-psychologiques", de París, e Inspector General del servicio de

      alienados, ha publicado no hace mucho una excelente memoria sobre este

      punto y de la cual se deducen las siguientes conclusiones: los

      acontecimientos de 1870 y 1871 han determinado, más o menos directamente,

      del 1º de Julio de 1870 al 31 de Diciembre de 1871, la explosión de 1.700

      a 1.800 casos de locura; su resultado ha sido, primero un descenso

      considerable en la cifra de admisiones en los Asilos, después un

      recrudecimiento ulterior (fines de 1871), luego una elevación excepcional

      (1872), y finalmente un retroceso a la proporción media. Aquí, como se ve,

      está comprobado que la influencia de la herencia ha sido relativamente

      débil, y preponderante la de las emociones.

      Ahora bien: si, como dice el eminente Griesinger, el aumento de las

      enfermedades mentales en nuestra época es un hecho real en relación con el

      estado de las sociedades actuales, sobre las que obran ciertas causas de

      una influencia incontestable; que la actividad impresa hoy día a las

      artes, a la industria y las ciencias tienen por resultado inmediato un

      acrecentamiento considerable de actividad en las facultades intelectuales;

      que los goces físicos y morales van sin cesar aumentando; que nuevas

      inclinaciones y pasiones desconocidas principian a germinar; que la

      educación liberal hace cada día progresos, desarrollando ambiciones que

      sólo un pequeño número puede satisfacer; y, finalmente, que las crueles

      decepciones, la agitación industrial y política son causas bastante

      poderosas para desarrollar esos trastornos de la inteligencia, es claro

      que iguales razones existen, en mi concepto, para suponer que el estado

      efervescente y verdaderamente excepcional por que han atravesado nuestros

      pueblos en ciertas épocas, ha influido poderosa y activamente para

      desarrollar, sino la locura, por lo menos un estado de exaltación o de

      depresión intelectual y moral muy análogo, y de su misma naturaleza.

      Entre las causas que más vivamente han influido, según Lunier, para

      determinar el aumento de locos durante la guerra Franco-Prusiana, se

      encuentran: la inquietud causada por la aproximación del enemigo, el temor

      al reclutamiento, la partida de una persona querida para el ejército, las

      fatigas físicas y morales de la guerra, particularmente del sitio de

      París, la ansiedad y angustias experimentadas durante una batalla o un

      bombardeo, los cambios de posición o de fortuna, resultado inmediato de

      los acontecimientos, el terror causado por la noticia de una nueva derrota

      y por fin la excitación política y social, y la ocupación del país por el

      enemigo [36.] . Todas ellas, y con exuberancia, las vemos actuar sobre la

      masa de nuestro pueblo durante un lapso de tiempo de veinte años,

      agregadas a otras tal vez más poderosas, y que el estado deplorable de

      nuestra comunidad misma hacía germinar. Si allí en donde la civilización

      impera eran aquellas suficientemente eficaces para engendrar tales

      trastornos, ¿qué no sucedería entre nosotros, en donde una barbarie

      ingobernable e indigna había, desgraciadamente, asfixiado nuestra

      sociabilidad embrionaria, atrofiado el sentido moral y dominado prepotente

      por tantos añ os?

      Si en Francia producía trastornos mentales la aproximación de un ejército

      de hombres civilizados, ¿qué no produciría la presencia de las bandas de

      Quiroga que iban arrasando pueblos y fusilando sin valla, que volteaban a

      rebencazos a las mujeres y que ataban desnudos a las cureñas de los

      cañones a los hombres más honorables de las ciudades?

      Para comprender la patogenia de estos trastornos curiosos, para apreciar

      el grado de exaltación a que llegábamos, basta entresacar a la ventura

      ciertos cuadros históricos, recordar algunos episodios lamentables de la

      vida desordenada y bulliciosa de aquella democracia pampeana. Llegó un día

      en que las facciones se hicieron más turbulentas y agrestes, los males se

      agravaban sin la esperanza siquiera lejana de un remedio eficaz y

      enérgico. La división de las ideas -dice el distinguido historiador de

      Belgrano- era completa al comenzar el año 16; los ejércitos derrotados o

      en embrión apenas cubrían las fronteras, el elemento semi-bárbaro se había

      sobrepuesto en el interior a la influencia de los hombres de principios...

      aquello era un caos de desórdenes, de odios, de derrotas y luchas

      intestinas, de teorías mal comprendidas, de principios mal aplicados, de

      hechos no bien apreciados y de ambiciones legítimas o bastardas que se

      personificaban en pueblos o en individuos [37.] .

      Había llegado un momento terrible para las revoluciones que se

      desenvuelven desordenadamente y por instinto, ese momento en que el mal y

      el bien se confunden, en que las cabezas más firmes trepidan, en que las

      malas pasiones neutralizan la influencia saludable de los principios y en

      que cada bando se apodera de una parte de la razón y de la conveniencia

      social, como de los jirones de una bandera despedazada en la lucha [38.] .

 

      En medio de aquella "bancarrota moral", las emociones súbitas y

      variadísimas, la ambición, la vanidad herida, la alegría misma, el terror,

      la cólera determinando cambios bruscos e intensos en todas las funciones

      cerebrales, el dolor moral, el trabajo físico, la envidia y el rencor,

      agregándose a todas ellas las influencias climatéricas y hereditarias,

      provocaban esta irritación intensa del encéfalo determinando esas

      exaltaciones patológicas que se traducen por actos extravagantes,

      insólitos y muchas veces sangrientos.

      Hay en aquellos dramas de la Revolución escenas interesantes bajo este

      punto de vista, episodios que el observador menos avisado no trepidaría en

      clasificar de delirantes, en el verdadero sentido de la palabra. Muchos de

      aquellos cerebros dominados por una estimulación continua y pertinaz,

      sacudidos por el cúmulo de causas excitantes que gravitaban sobre ellos,

      congestionados o anemiados alternativamente por las perturbaciones que esa

      vida sin sueño y sin tregua llevaba a los órganos de la respiración, de la

      digestión y de la hematosis, principiaron a perder el equilibrio

      fisiológico, dando lugar a todas esas manifestaciones de un carácter

      aliénico tan marcado. Las revoluciones se sucedían unas tras otras con una

      rapidez pasmosa; los gobiernos sólo tenían una existencia efímera y hasta

      ridícula. Así que caía uno, el que lo había volteado se entregaba muy a

      menudo a actos de supina crueldad y algunas veces de verdadera demencia.

      Como la revolución de 5 y 6 de Abril de 1816, dice el autor citado, y como

      casi todas las conmociones internas que se habían sucedido, la que derribó

      a Alvear se cambió a su vez en perseguidora, llevó su encarnizamiento

      hasta el grado de cebarse en enemigos impotentes y muy dignos de toda

      consideración, y su impudencia o su "delirio" llegó hasta el extremo de

      calificar de criminales las acciones más inocentes. Para colmo de

      vergüenza vendió, por dinero, a los mismos compatriotas perseguidos la

      dispensación de las penas arbitrarias a que eran sentenciados por las

      comisiones instituidas en tribunal [39.] .

      Hay más aún. Había allí dos tribunales denominados el uno "Comisión Civil

      de Justicia" y el otro "Comisión Militar Ejecutiva", cuyos actos

      indudablemente son los síntomas de una verdadera exaltación enfermiza, de

      esa enajenación que han estudiado Despine, Laborde y Dubois Reymond en la

      Comuna de París. Era una creación monstruosa inspirada por el odio y cuyo

      único objeto parecía, no la persecución del enemigo, sino la persecución

      de las opiniones disidentes de los patriotas caídos. El voluminoso proceso

      que con tal motivo se formó -continúa el autor mencionado- es la más

      completa justificación de la inculpabilidad de los acusados, a pesar de

      que se inventó con este motivo el "crimen de facción" (la Comuna inventó

      clasificaciones vaciadas en el mismo molde), que indicaba simplemente la

      disidencia de opiniones. La sentencia que dictó la Comisión Civil es un

      monumento de cínica injusticia o de obcecación", de que la historia

      argentina presenta pocos ejemplos. Por esta sentencia, D. Hipólito

      Vieytes, que murió de pesadumbre (una lipemanía terminada en la demencia),

      D. Bernardo Monteagudo, D. Gervasio Posadas y D. Valentin Gómez, fueron

      condenados "por equidad" a destierro indefinido, a pesar de no resultar

      contra ellos en el proceso, sino el "hallarse comprometidos con

      principalidad en la facción de Alvear, según voz pública y voto general de

      las Provincias", teniendo, sin embargo, la generosidad de devolverles sus

      bienes después de entregar el valor de las costas en que quedaban a

      descubierto. A. D. Nicolás Rodríguez Peña se le condenaba, por "el crimen

      de su influjo en la opinión", a salir desterrado hasta la reunión del

      Congreso; a D. Antonio Alvarez Fontes se le desterraba sin acusarlo de

      ningún delito "para que no pudiera entrar en lo futuro en alguna

      revolución"; al Dr. D. Pedro J. Agrelo, se le confinaba al Perú "por la

      exaltación de ideas con que había explicado sus sentimientos patrióticos"

      [40.] . El Fiscal D. Juan J. Passo clasificaba de execrables "estos

      crímenes" y llamaba "dulce" al temperamento adoptado por el tribunal.

      Si se tiene presente la honorabilidad y mansedumbre de algunos de los que

      formaban estos tribunales, se verá que sólo bajo la acción deletérea de un

      estado cerebral anómalo, de verdaderos arranques de monomanía exaltada,

      han podido cometer tranquilamente estas aberraciones inadmisibles en un

      espíritu completamente sano. Hechos análogos sólo se observaron en la

      Comuna y, respecto al estados de sus cerebros, los alienistas citados más

      arriba, nos han dado ya su opinión autorizada.

      No era posible tampoco que sucediera de otra manera, dadas nuestras

      condiciones sociales y políticas. Un pueblo que, como el nuestro, vivió

      desde su nacimiento desquiciado por tan distintos elementos, desorganizado

      y sin brú jula, tenía que sentirse arrebatado por movimientos pasionales

      de esta naturaleza, produciéndose las neuropatías epidémicas que se

      revelan en la historia por actos de naturaleza tan extraña. ¿Cómo no

      sentirse fuertemente contristado, deprimido, en presencia de aquellas

      invasiones que López, el agreste caudillo de Santa Fe, verificó en 1819 a

      Córdoba, residencia de Bustos, su rival infortunado? Su presencia

      imponente hubiera bastado por sí sola para producir una inquietud mental

      colectiva. La columna que le seguía -dice el autor de "Belgrano y Güemes"-

      presentaba un aspecto original y verdaderamente salvaje; su escolta,

      compuesta de dragones armados de fusil y sable, llevaba por casco la parte

      superior de la cabeza de un burro, con las orejas paradas por crestón. Los

      escuadrones de gauchos que le acompañaban, vestidos de chiripá colorado y

      botas de potro, iban armados de lanza, carabinas, fusil o sable

      indistintamente, con boleadoras a la cintura, y enarbolaban en el sombrero

      de panza de burro que usaban una pluma de avestruz, distintivo que desde

      entonces empezó a ser propio de los montoneros. Los indios, con cuernos y

      bocinas por trompetas, iban armados de chuzas emplumadas, cubiertos en

      gran parte con pieles de tigre del Chaco y seguidos por la chusma de su

      tribu, cuya función militar era el merodeo [41.] .

      Estas invasiones de los montoneros, de una provincia a otra, eran casi

      constantes y a su paso iban dejando un rastro de sangre, degollando y

      saqueando poblaciones enteras, como lo efectuó la división de López en su

      retirada, producida por la aproximación del General Arenales que, al

      frente de 300 hombres disciplinados, corrió a batirlo. Retiráronse

      asolando al país por ambas márgenes del Tercero, desde la Herradura hasta

      la Esquina, saqueando ciudades, robando mujeres y esparciendo el terror

      por todas partes. Eran verdaderas irrupciones de bárbaros desbordados

      sobre las ciudades indefensas, las que hacían estos hombres ensoberbecidos

      con la prepotencia que la desorganización política del país les había

      dado. Durante el "año veinte", López y Ramírez entran a Buenos Aires con

      sus escoltas de salvajes cuyo aspecto agreste imponía a las poblaciones, y

      atan sus caballos en las rejas de la pirámide de Mayo. Ese "año veinte"

      puede considerarse, en nuestra historia, como un verdadero acceso de

      exaltación maníaca general, rabiosa y desordenada, como el momento supremo

      en que una crisis agudísima y brutal rompe en todos los cerebros ese

      equilibrio benéfico que constituye la razón. Este oscuro proceso,

      manifestación bulliciosa de ese "morbus democraticus", como llamaba

      Brièrre de Boismont, a una epidemia análoga desarrollada en el Faubourg

      Saint Antoine, en París, llegó a su colmo cuando en aquel día famoso en

      los fastos de la anarquía, Buenos Aires tuvo tres gobernadores en pocas

      horas, elevados y arrojados del mando por otras tantas revoluciones.

      Se comprende que este estado deplorable del espíritu, agravándose cada vez

      más, diera más tarde nacimiento a otros fenómenos de origen nervioso, pero

      de un fondo patológico más acentuado. A esta categoría pertenece el

      desarrollo relativamente considerable del histerismo en sus diversas

      formas, en algunas de las provincias argentinas y cuyo aumento se hizo más

      sensible bajo el reinado del terror. Un médico respetable de la provincia

      de Tucumán, y que ejercía entonces su profesión, nos decía que en esa

      época, casi todas las mujeres, la que no era histérica declarada, tenía en

      su modo de ser, en su carácter, algo que revelaba la influencia

      perturbadora de esta afección. En estas organizaciones débiles por

      naturaleza, y dotadas de una sensibilidad emotiva exquisita y propia del

      temperamento, agitadas por esa imaginación fosforescente, tan propia no

      sólo del sexo sino de la época y del clima, bien se explica que aquellos

      días de tanta amargura, que todas esas transiciones bruscas de la tristeza

      profunda a la más amplia y expansiva alegría, haciendo vibrar con fuerza

      sus débiles nervios, produjera sino la histero-epilepsia o la histeria

      tipo, cualquiera de sus manifestaciones solapadas, tan comunes y numerosas

      en estas afecciones. Frecuentes, sin duda alguna, tienen que haber sido;

      lo que hay es que pasarían desapercibidas para la generalidad ignorante,

      porque al manifestarse lo harían bajo un aspecto aparentemente sin

      importancia, mostrándose el cuadro sintomático en detalle, como sucede a

      menudo. El "clavo histérico", por ejemplo, o algún otro signo casi

      inequívoco, por parte de la sensibilidad; sensaciones de un frío glacial o

      de un calor intenso, excitaciones sensoriales, determinando alucinaciones

      fugaces, trastornos del tacto o cualquiera de esas infinitas sensaciones

      alucinatorias, a veces tan accidentales o transitorias en la histeria. Las

      perturbaciones del carácter bien podían atribuirse a causa de otro orden,

      a los disgustos domésticos, al tedio, a la tristeza, etc., y entonces la

      razón de este desconocimiento es perfectamente atendible. La etiología es

      fácil, en mi concepto. Quiroga, Artigas, Manuel Oribe y Aldao, con las

      exaltaciones del alcoholismo crónico de este último, están ahí para

      explicarlas. El terror es la palanca más poderosa para despertar todos

      estos trastornos, que pueden ser no sólo dinámicos, sino también

      orgánicos, nutritivos del cerebro y de los demás órganos del cuerpo

      humano. ¿Reconoce este mismo origen la propagación rápida de las

      afecciones cardíacas durante la tiranía de Rosas? El Dr. Colombres,

      distinguido médico de la provincia de Salta, aseguraba que eran entonces

      tan frecuentes en Buenos Aires, que él las tomó como punto para su tesis

      inaugural, proponiéndose averiguar la influencia innegable que en su

      patogenia había tenido el régimen de Rosas. El joven Dr. D. Eulogio

      Fernández, presentó el año pasado al "Círculo Médico Argentino" un trabajo

      haciendo observar esto mismo, estudiando su origen, y aunque adolecía de

      ciertos defectos capitales respecto a la estadística y etiología,

      consignaba sin embargo algunos datos de mucha importancia.

      Por lo que dejamos apuntado más arriba, fácilmente puede explicarse esta

      influencia y el origen primitivamente nervioso de semejantes

      perturbaciones, que por otra parte pueden curarse una vez que la causa ha

      cesado de obrar, o hacerse orgánicas si persiste por mucho tiempo.

      Entonces se establece un círculo mórbido: el cerebro ha influenciado

      primitivamente al músculo cardíaco y éste, una vez enfermo, influencia a

      su turno al encéfalo, determinando perturbaciones que varían en

      intensidad, según la predisposición del individuo y la amplitud de causas

      de otro orden que, agregadas a aquellas, actúen con mayor fuerza sobre el

      resto del organismo.

      Durante la permanencia de Facundo Quiroga en Tucumán, el terror se apodera

      de la población de una manera pavorosa. Quiroga azota por su propia mano a

      los miembros de las principales familias, fusila algunos y saca al pueblo

      contribuciones ingentes para cubrir sus deudas de tahúr. Facundo se

      presenta un día en una casa y pregunta por la señora a un grupo de

      chiquillos que juegan a las nueces; el más vivaracho contestó que no

      estaba. -Díle que he estado aquí, responde. -¿Y quién es Vd? -Soy Facundo

      Quiroga... El niño cae redondo, y sólo el año "pasado" (es decir, dos años

      después), ha empezado a dar indicios de recobrar un poco la razón; los

      otros echan a correr llorando a gritos; uno se sube a un árbol, otro salta

      unas tapias y se da un terrible golpe [42.] . Una familia de las más

      respetables de la provincia -refiere el mismo Sarmiento- recibe la noticia

      de la muerte de su padre, que ha sido fusilado, y momentos después de tan

      terrible anuncio, dos de sus hijos, un varón y una mujer, se vuelven

      locos. Un joven distinguido de la provincia de Buenos Aires cae también

      fusilado por aquel jaguar; su linda prometida, al recibir la sortija que

      el sacerdote tenía encargo de entregarle, pierde la razón, que no ha

      recobrado hasta hoy [43.] .

      Estas emociones brutales, llevando cada día mayor estímulo a aquellos

      nervios crispados por las más dolorosas alternativas, conmovieron con

      violencia sus cerebros, determinando, como era consiguiente, la explosión

      de afecciones nerviosas muchas veces graves e incurables. La enteritis

      estalla en Tucumán y cunde por toda la población con una rapidez

      alarmante. He aquí otra prueba del influjo de las acciones nerviosas. Los

      médicos aseguran que no hay tratamiento, que la enteritis viene de

      afecciones morales, del terror, enfermedad -dice el autor de "Facundo"-

      contra la cual no se ha hallado remedio en la República Argentina hasta

      hoy.

      Esta enteritis, cuando se presenta bajo formas y circunstancias análogas,

      depende de trastornos nerviosos bien estudiados ya. Es una fluxión

      catarral por trastornos de la inervación vaso-motriz y reconoce por causas

      la impresión del frío sobre el vientre y sobre los pies, las emociones

      morales fuertes, el terror y los disgustos intensos, particularmente

      durante el trabajo de la digestión. En estos casos -dice Jaccoud- los

      fenómenos intestinales pueden presentar la rapidez y duración de las

      acciones nerviosas; la predisposición individual y la persistencia de las

      impresiones patogénicas son los dos elementos que constituyen la mayor o

      menor duración [44.] .

      Al influjo de todas estas causas que acabamos de enumerar no podía escapar

      nadie, como es lógico suponerlo, y por esto es que vemos a un número

      considerable de nuestros hombres célebres, sufriendo afecciones del

      cerebro, ya orgánicas ya dinámicas puramente, y que en muchos de ellos se

      traducen por los trastornos morales e intelectuales que vamos a estudiar

      más adelante.

      Lo que es indudable es el predominio acentuado de un temperamento

      eminentemente nervioso en casi todos y la circunstancia, no casual, sino

      necesaria, de padecer de afecciones de este aparato, como vamos a verlo.

      "Bernardino Rivadavia" durante su destierro tuvo verdaderos accesos de

      hipocondría. En los últimos períodos de su enfermedad, sus facultades

      mentales, como es consiguiente, habían decaído; era ligeramente afásico

      pues encontraba con mucha dificultad las palabras y había perdido

      completamente la memoria de algunas. Murió de un reblandecimiento

      cerebral.

      El "Dr. D. Manuel J. García" sufría también accesos de hipocondría.

      Encerrábase en su cuarto y allí se entregaba a la soledad, embebido en sus

      largos monólogos. Murió de una afección al cerebro, cuya especificación no

      me es posible hacer. Tengo estos datos del distinguido coronel Barros,

      sobrino carnal del ilustre ministro de Rivadavia.

      El "General Guido" murió de una hemorragia cerebral. Cuatro años antes

      había caído del caballo a consecuencia de un ataque análogo.

      El "General Brown" estaba afectado de una "melancolía" en la que el

      delirio de las persecuciones se destacaba con bastante claridad. Tuvo un

      pariente consanguíneo afectado de enajenación mental y él, llevado de

      repulsiones suicidas, arrojóse de una azotea fracturándose una pierna.

      Creemos, aunque no tenemos seguridad alguna, que murió de una hemorragia

      cerebral.

      El "Dr. D. Vicente López" autor inmortal del himno patrio, murió de una

      enfermedad nerviosa. Los síntomas que se me han referido dejan entrever

      una afección a la médula con ramificaciones en el cerebro (esclerosis en

      placas). Antes de morir, y durante su último ataque, le sobrevino un

      delirio que duró treinta y tantas horas, según me lo ha referido su

      ilustre hijo. Era un delirio tranquilo, suave y sin determinaciones

      motrices (delirio verbal). Sentado al lado de su cama, conversaba consigo

      mismo de muchos y variados asuntos, y en un tono solemne y grave recitaba

      trozos enteros de las poesías de Horacio, su poeta favorito. La memoria,

      fuertemente excitada, le hacía desfilar por delante acontecimientos que no

      recordaba en su estado de salud, personajes que habían vivido en los

      primeros años de su vida y cuyas fisonomías y detalles refería con

      primorosa claridad.

      El "Dr. D. Florencio Varela" sufría de accidentes epilépticos (el gran

      mal) que principiaron a manifestarse en la edad adulta.

      El "General D. Antonio González Balcarce" murió repentinamente.

      "Don Juan Cruz Varela" estaba afectado, como su hermano, de accidentes

      epilépticos.

      El "General D. Marcos G. Balcarce" murió repentinamente.

      El "Dr. D. Gregorio Funes" murió de apoplejía cerebral, sentado en una de

      las calles del antiguo "Jardín Argentino".

      El "Dr. Tagle", personaje de un carácter sombrío y un tanto hipocondríaco,

      padecía de una dispepsia crónica y murió, como Rivadavia, de un

      reblandecimiento al cerebro.

      "Beltrán", que colgó los hábitos por servir en los ejércitos de la Repú

      blica, y después iluminaba con antorchas betuminosas las hondonadas de la

      cordillera para facilitar en medio de la noche el pasaje de los torrentes

      [45.] , fue años después atacado de enajenación mental en el Perú y andaba

      por las calles de Lima corriendo desaforadamente y vendiendo figuritas.

      Los desaires e ingratitudes de Bolívar hicieron que en esta organización,

      predispuesta sin duda, estallara la enfermedad.

      El "Coronel Estomba" conocido en los anales de nuestras guerras civiles

      fue atacado de enajenación mental encontrándose al frente de sus tropas

      [46.] . Sus oficiales comprendieron el estado de sus facultades por la

      extravagancia de sus marchas, pero cuando se apercibieron era ya tarde,

      porque los había entregado al enemigo.

      "Don Hipólito Vieytes", después de la sentencia que contra su persona

      dictó la Comisión Civil de Justicia, organizada por la revolución de 15 y

      16 de Abril de 1815, cayó en un estado completo de lipemanía, a

      consecuencia de la cual murió...

      Todo esto se explica, no sólo por las causas accidentales de que nos hemos

      ocupado, sino también por la natural predisposición que engendra el clima

      con sus diversas y múltiples influencias. Hay en este país un marcado

      predominio de las enfermedades del sistema nervioso. Las muertes súbitas

      resultantes de apoplejías sanguíneas o serosas -dice Martín de Moussy en

      su libro sobre la República Argentina- son comunes, y lo mismo sucede con

      las parálisis producidas por congestiones y apoplejías parciales que se

      observan con alguna frecuencia. Una alteración cerebral bastante

      generalizada es el reblandecimiento, que se manifiesta aún en los

      extranjeros que han pasado cuarenta años en el país (Martín de Moussy). Y

      nótese bien que la generación en que Moussy toma estos datos es

      precisamente la que había vivido durante la época de agitaciones y de

      fuertes sacudimientos morales del período de la Revolución y de la

      Independencia. El mismo hace notar que más se observa en aquellas personas

      que han viajado mucho y que han pasado alternativamente de una gran

      actividad física y moral a un reposo pasajero y más o menos completo. La

      irritabilidad extrema que se nota en el sistema nervioso, sobre todo en el

      litoral, hace necesariamente más frecuentes estas enfermedades y más

      rebeldes que en cualquiera otra parte; el gran número de tormentas, los

      cambios bruscos de temperatura que traen los vientos algunas veces muy

      frescos, contribuyen indudablemente a producirlas. (Martín de Moussy).

      A este dato sobre la influencia de nuestras condiciones meteorológicas que

      consigna el autor citado, agregaremos nosotros una, cuyos efectos, aunque

      no muy intensos, son sin embargo indudables. Es esta la influencia

      evidente que tienen sobre el cerebro los vientos del Norte que reinan en

      el país con mucha frecuencia. El influjo poderoso de este agente,

      consignado de muchos años atrás en la tradición popular, lo han observado

      después los hombres de la ciencia y entre ellos el inolvidable Mossotti,

      cuyas excelentes lecciones se conservan todavía en la memoria de sus

      discípulos. Este apreciable maestro lo atribuía a los cambios de presión

      en los líquidos del organismo, producido por las modificaciones que en la

      densidad del aire determinan estos vientos. Es observación diaria en los

      manicomios del país que los alienados se encuentran más exaltados cuando

      aquéllos soplan. Y este dato, que nos ha sido suministrado por el Director

      de uno de ellos, nos recuerda un caso curioso recogido por un respetable

      médico, el doctor Valdez, y comentado en una memoria que escribió con ese

      motivo. Un joven de buena familia sentíase periódicamente arrastrado por

      impulsiones homicidas y salía a la calle sin otro objeto que el de

      repartir puñaladas a todo el que encontraba a su paso: tomado por la

      autoridad, confesó ingenuamente todos sus delitos, pero declaró que él no

      tenía la culpa, porque esos deseos enfermizos lo asaltaban

      irresistiblemente cuando reinaban los vientos del Norte. La observación

      del alienado (pues no era otra cosa) había sido confirmada por el autor de

      la memoria, quien le había prestado sus auxilios profesionales en otras

      ocasiones análogas.

      Bajo la influencia de este viento, agrega de Moussy, se producen

      cefalalgias intensas, particularmente migrañas, tics dolorosos de la cara,

      tortícolis, etc., etc. Algunas de estas neuralgias se hacen realmente

      intermitentes y son precedidas de escalofríos, a punto de producir una

      fiebre larvada que cede siempre a los antiperiódicos.

      Más adelante, en el capítulo destinado a la "marcha de las enfermedades" y

      a las "constituciones médicas del Plata", el Sr. Moussy vuelve a insistir

      sobre esta frecuencia, sobre la insidiosidad con que suelen aparecer, y

      apunta también la frecuencia entre nacionales y extranjeros de las

      afecciones del corazón y de los grandes vasos.

      Esta predisposición a las enfermedades de los centros nerviosos, revelada

      por las observaciones pacientes de Martín de Moussy y de otros médicos

      experimentados, constituye un elemento fundamental en la etiología de las

      neurosis que vamos a estudiar. Ella había preparado el terreno, colocando

      al organismo en condiciones propicias para su desarrollo, aumentando la

      receptividad mórbida, y creando oportunidades que el clima, los

      acontecimientos políticos y sociales, y ciertos caracteres étnicos que ya

      hemos marcado, hacían cada vez más frecuentes.

      Las enfermedades de los centros de inervación son el patrimonio de las

      sociedades llenas de vigor y dotadas de esa savia maravillosa que palpita

      en cada célula cerebral. Las fuertes emociones que experimentan en esa

      vida de vértigo eterno, en que el elemento sensitivo hace el gasto

      principal, traen como consecuencia obligada todos esos trastornos cuya

      patogenia no siempre es conocida. Lo que sucede en el organismo humano se

      observa igualmente en el organismo social y político. Los hombres que

      abusan de la vida intelectual, se crean una predisposición marcada a esas

      enfermedades y a menudo perecen bajo su influencia formidable. En los

      pueblos en quienes una civilización avanzada mantiene al cerebro en

      perpetuo estímulo, creando esa susceptibilidad enfermiza que propaga el

      suicidio y la locura, es donde las neurosis hacen mayor número de

      víctimas.

 

 

III. LA NEUROSIS DE ROSAS

 

      La naturaleza moral tiene sus monstruosidades como la naturaleza física.

      Un individuo es incompleto bajo el punto de vista de su organización

      moral, como otro lo es bajo el punto de vista de su organización física.

      La mente tiene sus imperfecciones, sus anomalías en el desarrollo de sus

      facultades, como las tiene el cuerpo en el de sus órganos.

      Estos principios que Moreau de Tours consigna en su capítulo: "De las

      influencias de los estados patológicos sobre el funcionamiento

      intelectual", son verdades inconcusas probadas por la observación diaria.

      Así como se nace con la predisposición orgánica para ciertas enfermedades

      somáticas, se nace igualmente con predisposición para las de la mente. Hay

      "diátesis físicas" y "diátesis morales", porque el espíritu no puede

      sustraerse a ciertas leyes que determinan en él padecimientos de marcha y

      aspectos iguales a los del cuerpo. La herencia patológica, que trasmite de

      generación en generación la inminencia mórbida para los sufrimientos del

      cuerpo, sigue fatalmente la misma marcha y recorre las mismas faces que la

      que trasmite la herencia psicológica para los padecimientos del cerebro.

      La herencia de ciertas enfermedades, la tuberculosis por ejemplo, es

      frecuente, y el niño nacido de padres tuberculosos no trae el tubérculo en

      su cuerpo, sino que viene con la maldición ineludible de la

      predisposición; los descendientes de padres que no son tuberculosos, pero

      que han sufrido la escrófula, la diátesis caquéctica, o el alcoholismo,

      pueden nacer con la diátesis tuberculosa, porque la enfermedad sufre, al

      trasmitirse, una verdadera transformación.

      En cierta manera sucede lo propio con estos padecimientos proteiformes y a

      veces incomprensibles que la llamamos neurosis. El monomaníaco puede legar

      a sus hijos o la monomanía misma o la aptitud para contraer cualquier

      género de vesania; y como esto es lo que más frecuentemente se observa,

      resulta que los hijos, los nietos o los sobrinos (herencia colateral) de

      un loco, cualquiera que sea su locura, pueden ser o maníacos o

      alcohólatras, histéricos, epilépticos, perseguidos, criminales o

      extravagantes, y los hijos de estos ú ltimos, maníacos, lipemaníacos, etc.

 

      La tendencia a reincidir que se observa en ciertos géneros de criminales,

      es una simple cuestión de fisiología o de psicología mórbida. Algunos de

      esos desgraciados, a quienes la ley condena a la última pena como asesinos

      vulgares, no son sino enfermos. Aquí es donde se observa la acción de la

      herencia, la influencia mórbida deletérea de la organización de los padres

      sobre la de sus hijos y las transformaciones de las neuropatías de los

      unos, en monstruosidades morales en los otros (Moreau de Tours). Los más

      experimentados directores de prisiones han llegado a convencerse que para

      ciertos criminales no alumbra esperanza alguna de reforma, puesto que el

      crimen es el fruto de la locura en muchos de ellos.

      En la generalidad de los casos, la educación no cura radicalmente estas

      gibosidades del espíritu, como no cura la cirugía las gibosidades del

      cuerpo o sus interminables vicios de conformación. Como tampoco cura la

      medicina las diátesis tuberculosa o cancerosa. La educación adormece su

      potencia, atempera sus manifestaciones, estableciendo un equilibrio

      saludable, como calma la terapéutica las exacerbaciones de la escrófula

      por medio del tónico que ayuda a la naturaleza en esa lucha eterna en que

      viven los diatésicos. La enfermedad subsiste, aunque debilitada, pero de

      repente, y bajo la acción de cualquier causa insignificante, recobra su

      vigor primitivo y su mano de plomo aplasta estas organizaciones

      empobrecidas.

      Esto sucede a menudo con las perversiones enfermizas de que habla el autor

      antes citado, con las degeneraciones que debilitan el ser moral,

      aniquilando el equilibrio de sus facultades y paralizando toda reacción de

      la voluntad contra los arranques de las pasiones, contra la fuerza de esa

      diátesis moral, temible, que casi fatalmente conduce al crimen y para la

      cual no hay remedio en todas las terapéuticas del mundo. Estas

      organizaciones caprichosas encuentran en el crimen verdaderos goces, una

      satisfacción particular en el sacrificio inútil de un semejante, un placer

      inefable en el tormento lento, pausado, en que se bebe la muerte a

      intervalos crueles, a la manera que lo hacía Rosas.

      Gall consigna casos curiosísimos de este género de trastornos psíquicos.

      Entre otros, refiere el de un dependiente de botica que sintiendo fuertes

      inclinaciones al asesinato, concluyó por hacerse verdugo; y el de un rico

      propietario irlandés, que pagaba a los carniceros para que le permitieran

      el placer de matarles los bueyes. El caballero Lelwin -dice Legendre-

      asistía a todas las ejecuciones de criminales y hacía toda clase de

      esfuerzos para colocarse cerca de la guillotina.

      La-Condamine buscaba con ardor el placer de presenciar la agonía de los

      ajusticiados, y los libros de Pinel y de Esquirol refieren casos análogos

      al de aquella mujer que vivía en las inmediaciones de París, y atraía con

      cariño a los niños para degollarlos, salarlos y luego comérselos con una

      sangre fría tremenda.

      Cuenta el venerable Esquirol que un día fue consultado por un hombre como

      de 50 años, de enormes músculos, de buena constitución, y que después de

      haber llevado una vida activa, trabajando y recorriendo casi todos los

      países de Europa, se había retirado a vivir tranquilo. Estaba poseído de

      una impulsión al asesinato y durante todos los instantes de su vida vivía

      en una angustia perpetua; esta impulsión variaba de intensidad, pero jamás

      desaparecía enteramente: a veces era sólo una idea que ocupaba con

      tenacidad su espíritu, pero sin inclinaciones motrices a ponerla en

      ejecución, una idea homicida más bien que una impulsión. Algunas veces

      tomaba una intensidad grande y entonces sentía que toda su sangre se le

      agolpaba a la cabeza, entraba en un verdadero paroxismo, experimentaba una

      sensación horrible de plenitud, un sentimiento angustioso de malestar y de

      desesperación, su cuerpo entraba en convulsiones y se cubría de un sudor

      profuso; tirábase de la cama, pues casi siempre los accesos eran de noche,

      y después de un rato de horrible incertidumbre, terminaba el acceso

      derramando abundantes lágrimas.

      Maudsley refiere la historia de una señora de 72 años de edad, en cuya

      familia había muchos locos, que estaba sujeta a paroxismos frecuentes de

      una cólera convulsiva y que en medio del acceso hacía esfuerzos

      desesperados por estrangular a su hija, a quien idolatraba. Habitualmente

      estaba sentada, lamentándose del estado de abatimiento y decrepitud a que

      la había reducido la edad; pero de repente se levantaba con una energía

      extraordinaria y echando a correr saltaba sobre la niña gritando: "¡es

      necesario que yo la mate! ¡es necesario que yo la mate!" [48.] .

      Un químico distinguido y amable poeta, dotado de un carácter dulcísimo y

      muy sociable, se constituyó en prisión en uno de los asilos del barrio de

      San Antonio. Atormentado del deseo de matar, se prosterna al pie de los

      altares e implora a la Divinidad para que lo libre de una inclinación tan

      atroz y de cuyo origen jamás ha podido darse cuenta. Cuando el enfermo

      sentía que su voluntad flaqueaba bajo el imperio de esta impulsión, corría

      hacia el jefe del establecimiento y se hacía atar las manos con un cordel.

      Sin embargo, concluyó por ejercer una tentativa de asesinato sobre uno de

      los guardianes, y falleció más tarde en medio de un acceso violento de

      manía furiosa [49.] .

      Este aniquilamiento intermitente del sentido moral, producto indudable,

      aunque desconocido en su esencia, de un estado patológico de la masa

      cerebral, constituye esta forma curiosa de locura que todos los autores

      modernos, respetando la clasificación de Pinel, llaman la "monomanía

      homicida". Es una forma de manía análoga a las otras y en la cual el

      paciente, dominado por la necesidad de matar, arma su mano, y sin vestigio

      alguno de delirio, mata y destruye hasta satisfacer su sed horrible. Es

      una hermana de la monomanía suicida, de la tendencia irresistible al robo

      y al incendio; es una de las tantas variedades, interminables y oscuras en

      su patogenia, de ese cuadro infinito de la locura. Esta impulsión que,

      como se ha visto, es en ciertos individuos causa de abatimientos y de

      amargos disgustos, constituye una fuerza desconocida, indomable, brutal,

      que echa momentáneamente un velo espeso sobre la razón humana, que asfixia

      el alma ahogando el sentimiento hasta el extremo incomprensible de

      arrastrar a una madre contra sus hijos. No puede darse perturbación más

      curiosa y más temible. Es un género de atavismo psicológico, un retorno a

      las especies animales más inferiores, que nos acerca al hombre más

      primitivo.

      La monomanía homicida da origen a los pobres "poseídos" de que habla

      Esquirol, y que viven en constante alarma, agitados por estas convulsiones

      malignas que, como observa Mausdley, llevan a muchos al suicidio por

      evitar el asesinato.

      El pródromo convulsivo es a menudo una sensación extraña, incómoda,

      desesperante, que principia en una parte cualquiera del cuerpo, en el

      estómago, la vejiga, en el corazón, en las manos, en los pies mismos, y

      que luego sube al cerebro determinando el estallido de aquellas fuerzas

      comprimidas, que obligan al paciente a caminar, a correr precipitadamente,

      robar, incendiar, a clavar un puñal en el pecho del primero que se

      presenta delante. Es algo como el "aura epiléptica" que anuncia con tiempo

      el momento supremo y que le permite gritar a la víctima que huya de su

      presencia porque va a matarle. Skae, el célebre alienista inglés, habla de

      un hombre en quien esta "aura homicida" principiaba en los dedos de los

      pies, luego ganaba el pecho produciendo un sentimiento de debilidad y

      constricción, en seguida subía a la cabeza y determinaba una pérdida

      completa de la conciencia [50.] . A esto se agregaba un sacudimiento

      violento e involuntario, de las piernas primero, después de los brazos, y

      cuando aquel estaba en su mayor fuerza, era que el enfermo se sentía

      impulsado a cometer todo género de violencia. En otro -dice Mausldey- es

      una sensación de malestar, una especie de vértigo o de temblor invencible,

      como un vago presentimiento de algo pavoroso que va a producirse; el que

      ha sufrido un primer ataque sabe lo que este preludio significa, y si

      puede, se precave. En estas anomalías el enfermo, después que ha pasado el

      acceso, comprende la enormidad de su delito. El remordimiento subsiste, y

      una vez que el sentimiento recupera sus dominios, se lamenta y se

      arrepiente sinceramente. Por esto es que muchos recurren al suicidio como

      a un supremo recurso.

      Pero hay otra variedad de la misma especie, indudablemente mucho más

      horrible. Si en la manía homicida el paciente sufre un eclipse pasajero

      del sentido moral, en aquélla es permanente, porque procede de una atrofia

      incurable y congénita de todos los sentimientos que guarda el alma humana

      en su regazo. Tal es lo que llama Prichart la "locura moral". Esta es la

      locura de Rosas y tal vez de Oribe: es esa forma de enajenación mental que

      se entrelaza con el vicio y con el crimen, y que, después de haber sido

      por mucho tiempo objeto de largas controversias, ha quedado incluida en el

      cuadro nosológico de la enajenación. Esta degeneración de la naturaleza

      moral del hombre forma el tercer grupo de las tres grandes clases en que

      divide Krafft-Ebing las enfermedades mentales. La locura moral la

      constituyen esas perturbaciones del espíritu, sin delirio, sin ilusiones,

      sin alucinaciones, y cuyos síntomas -que, según Mausdley, consisten

      principalmente en una perversión completa de las facultades efectivas, de

      las inclinaciones, sentimientos, costumbres, y de la conducta misma- se

      han observado de una manera tan clara y tan sensible en Juan M. Rosas,

      cuya vida afectiva se manifiesta profundamente alterada desde sus primeros

      años. Todos los que la sufren viven en una incapacidad completa para

      sentir; sus tendencias, los deseos que los dominan, llevan un sello de

      repugnante egoísmo. Tienen una sensibilidad moral aterradora, y su

      inteligencia, a menudo vivaz, si bien no se manifiesta sensiblemente

      perturbada, está casi siempre viciada por los sentimientos mórbidos bajo

      la influencia de los cuales piensan y obran. Rosas mostraba hasta esa

      sutileza extraordinaria tan propia de los hombres que se encuentran en

      este caso y que se manifiesta en las excusas y justificaciones que dan a

      su conducta atrabiliaria, exagerando ciertas cosas, aparentando ignorar

      otras y dando al conjunto de sus acciones un colorido engañoso que los

      hace aparecer como víctimas de falsos informes o de juicios erróneos. Son

      -dice Maudsley- incapaces de dar a su vida una dirección regular, de

      reconocer las reglas más vulgares de la prudencia y del interés social, y

      por más que se insista no es posible hacerles comprender sus faltas y sus

      crímenes que excusan y justifican de alguna manera. Todo les arrastra a la

      satisfacción de sus deseos funestos; han perdido el instinto más profundo

      del ser organizado, aquel por el cual el organismo asimila todo aquello

      que puede contribuir a su desenvolvimiento o su bienestar moral,

      desarrollando en su lugar inclinaciones y sentimientos perversos que

      siempre los conducen a la destrucción [51.] .

      Estos degenerados están desde su nacimiento predispuestos a las diversas

      perturbaciones del espíritu y atraviesan su existencia en un estado

      permanente de "locura razonante" en diversos grados [52.] . Si nos

      remontamos en la historia de sus ascendientes, se descubren casi siempre

      numerosos ejemplos de enajenación mental o de enfermedades nerviosas

      diversas, y ya veremos, en el curso de este capítulo, cómo escudriñando la

      genealogía del Tirano, encontramos ejemplos sino de afecciones mentales,

      por lo menos de enfermedades nerviosas.

      Estos locos, que resumen en sí todos los caracteres enfermizos de su raza

      y que desde su más temprana edad son una plaga social por sus instintos

      perversos, sus sentimientos depravados, sus deseos violentos e

      incoercibles, forman desgraciadamente un grupo más grande de lo que puede

      creerse, y a sus anomalías morales suelen agregar defectos físicos más o

      menos repugnantes. Rosas no tenía defecto físico alguno; antes al

      contrario, la contextura material y la belleza varonil de sus formas

      hacían de él un hombre de singular hermosura. En cambio, toda esa fuerza

      mórbida que, diremos así, se distrae en estos defectos del cuerpo, estaba

      tenazmente concentrada en su espíritu, determinando esas profundas y

      gravísimas perturbaciones afectivas, que hacen de él el más acabado tipo

      de la locura moral.

      Su cerebro, evidentemente, no participaba de esa salud completa que tiene

      su expresión genuina en la regularidad de las funciones; que impide el

      desorden, que enfrena al instinto siempre bravío y tumultuoso, por medio

      del alto equilibrio que impone la razón.

      Hay entre su organización y la de los demás hombres un abismo profundo

      abierto por esa falta completa de sentimientos, por esa tenaz persistencia

      en el crimen y por la ausencia absoluta del remordimiento.

      Los grandes neurópatas como Rosas, en cuya contextura espiritual existe

      una atrofia tan extraordinaria del sentido moral, constituyen todas esas

      anomalías que son en el orden psíquico lo que las monstruosidades de la

      organización del cuerpo en el orden físico. Vienen al mundo con el germen

      de su locura, de esta locura temible que busca el placer en las emociones

      intensísimas del crimen, que arranca al corazón fibra por fibra y que en

      cada gota de sangre que vierten, encuentran una fuente inagotable de

      gratas emociones.

      Agotada en sus últimos limites la sensibilidad moral, por los arranques de

      una perversidad violenta y activa, se manifiesta una sed insaciable que

      engendra esos deseos de muerte, y buscan con avidez las ocasiones

      propicias de satisfacerla. Son naturalezas nacidas para el crimen,

      organizadas para vivir y desarrollarse en ese medio homicida en el cual

      perecen asfixiados los espíritus en quienes la presencia constante y

      saludable de la razón moral, impide la formación de los impulsos que

      encuadran al alma formidable de los grandes criminales. Rosas cedía sin

      repugnancia a sus más perversas inspiraciones, y arrebatado por esa fibra

      enfermiza que lo animaba desde su infancia, mataba con desesperante

      tranquilidad y como si verificara el acto más natural de la vida

      ordinaria. Esta frialdad aterradora que acompaña siempre a todos sus actos

      forma el rasgo más prominente de la "locura moral", causa única en él de

      esa cínica insensibilidad que lo llevaba hasta burlarse de sus víctimas

      una vez cometido el delito.

      No existiendo en su conciencia ni el vestigio de un cruel remordimiento,

      sus deseos homicidas estaban siempre en libre y perpetua efervescencia,

      porque en su cerebro había muerto todo lo que podía resistir con éxito a

      la fuerza temible de sus inclinaciones. La lucidez indiscutible de su

      inteligencia, inculta aunque vivaz, empleada en la satisfacción exclusiva

      de sus designios, era tanto más peligrosa cuanto mayor fuera su

      desarrollo, porque todos ellos, en halago de sus instintos, la utilizan en

      el único propósito de formular proyectos criminales y en idear los medios

      de darles cima.

      La lesión de una facultad cualquiera del orden instintivo no entraña

      fatalmente, según parece probarlo la observación, una lesión correlativa

      del orden intelectual o si la trae es tan poco sensible algunas veces, que

      pasa desapercibida y como disimulada por el lujo de manifestaciones con

      que se presenta la perturbación moral. Para el criterio vulgar no hay

      enajenación donde no existe el delirio, y la "locura moral" circunscrita a

      las facultades "puramente afectivas", se confunde sin razón con el vicio y

      con el crimen. Esta especie de monomanía que no invade sino la parte

      sensitiva de la naturaleza humana, como lo afirman Pritchard, Esquirol,

      Maudsley y otros, presenta una sintomatología exacta y algunos datos

      etiológicos precisos. Para que en un individuo pueda manifestarse, es

      menester que haya en sus conmemorativos individuales y en su genealogía el

      antecedente de enfermedades o estados nerviosos de cualquier género y que

      la enfermedad moral se manifieste después de un trastorno mental agudo

      cualquiera "o desde los primeros años de su vida". Es precisamente en esta

      época, antes que el individuo tenga conciencia de sí mismo y posea una

      noción verdadera de lo justo y de lo injusto, que la perversión moral, las

      extravagancias de carácter, las inclinaciones viciosas y criminales se han

      observado [53.] . Y si sigue aquélla una evolución gradual -afirma el

      célebre médico de Bicêtre- su violencia oscurece y falsea la conciencia, y

      la razón en vez de dominar, como sucede en los individuos suficientemente

      bien organizados, se hace cómplice y les presta el concurso de su fuerza.

      Rosas, en su niñez, mostraba ya en gestación activa todo este cúmulo de

      extravagancias morales, que después han acentuado tanto su fisonomía. Se

      refiere que inventaba tormentos para martirizar a los animales y que sus

      juegos en esta edad de la vida en que ni el más leve sentimiento inhumano

      agita el alma adolescente, consistían en quitarle la piel a un perro vivo

      y hacerle morir lentamente, sumergir en un barril de alquitrán a un gato y

      prenderle fuego, o arrancar los ojos a las aves y reír de satisfacción al

      verlas estrellarse contra los muros de su casa. Ese cuerpo, tan

      artísticamente formado y macizo, se desarrollaba exuberante en la vida

      saludable de la campaña, y, con él, esos instintos de ferocidad que forman

      la masa de su alma y que en veinte añ os de crímenes diarios eran todavía

      insaciables.

      En esos enfermizos estremecimientos juveniles se presentía ya al asesino

      aleve de Maza y de Camila.

      En la mirada inquieta de aquel niño temible podía descubrirse un cerebro

      precoz, batido por mil pensamientos siniestros, y al través de su pecho

      hubiérase percibido el ruido tumultuoso y convulso de un corazón agitado

      por la impaciencia de horrores y de sangre.

      Mal puede atribuírsele una organización moral íntegra, cuando desde tan

      temprano principiaba su "diátesis" a manifestarse.

      Tenía ya todos los atributos de esta enfermedad mortífera y hacíase

      notable por sus malos instintos, sus insubordinaciones y sus actos de

      violencia. Conociendo los padres sus instintos perversos, su carácter

      rebelde y atrevido, colocáronlo de mozo de tienda bajo la dirección

      inflexible de un señ or D. Ildefonso Passo, quien le dio algunas lecciones

      de escritura, conservándolo a su lado hasta el día en que huyó. Allí

      cometía toda clase de extravagancias y "diabluras": se cuenta que peleaba

      con los que iban a la tienda, destruía todos los géneros cortándolos al

      sesgo y agujereaba con su cuchillo los sombreros, buscando hasta en esas

      puerilidades una satisfacción de sus deseos destructores. Después fue

      enviado a un establecimiento de campo, bajo las órdenes de un esclavo,

      capataz de la estancia, que solía castigarlo severamente imponiéndole

      duras penas corporales. Cuentan que, un día, habiendo malgastado un

      dinero, su padre lo llamó para reprenderlo. Rosas lo escuchaba silencioso,

      con la fisonomía contraída por la rabia. Permanecía inmóvil y de pie,

      mientras el anciano le hacía severos reproches por su vida licenciosa y

      desordenada. Cuando hubo concluido, sacóse precipitadamente su poncho y la

      casaca que llevaba debajo, y arrojándolos al rostro de su padre, se retiró

      haciendo ademanes indecentes. Más tarde pasó a la República Oriental,

      siguiendo, a pesar de su cortos años, su vida vagabunda, hasta que al

      regresar a la campaña de Buenos Aires encontró a D. Luis Dorrego, bajo

      cuya protección trabajó por algún tiempo.

      Su adolescencia ha sido un continuo desorden y la conducta posterior no ha

      hecho sino acentuar más los contornos de su carácter, completando con

      nuevos rasgos la fisonomía especial de su alma, la más curiosa de la

      teratología moral. Lastimar a sus peones dándoles argollazos en la cabeza

      o haciéndolos golpear con animales bravíos, echar excrementos en la comida

      de la pobre gente que sentaba a su mesa, incendiar las parvas de trigo

      para gozar con los estragos del fuego; tales eran los entretenimientos de

      su niñez, la niñez típica y brutal de los que llevan eternamente en su

      cerebro enfermo los síntomas inequívocos de la "locura moral."

      Por eso, repetimos con Maudsley, estos seres son incompletos bajo el punto

      de vista mental y algunas veces físico. Obsérvanse -dice- ciertos niños

      pertenecientes a familias distinguidas por su honorabilidad, su educación

      y origen, afectados de esta imbecilidad moral; a nadie quieren y una

      inclinación fatal y tenaz los lleva habitualmente al crimen sin que nada

      pueda detener esas repulsiones orgánicas: es que la locura sensitiva

      principia a manifestarse, y todos esos actos, puede decirse que son los

      primeros vagidos de ese embrión peligroso que está verificando su

      gestación bulliciosa, libre de las trabas saludables del sentido moral. Es

      que en muchos de estos casos la locura radica (como en Rosas) en una

      imperfección o en una imbecilidad moral que, en proporciones más o menos

      grandes, constituye un hecho del nacimiento. Cuando se ven niños -agrega

      Maudsley- entregarse a los más exagerados vicios, cometer los más

      repugnantes crímenes con una ferocidad instintiva y como por una

      propensión al mal inherente a su naturaleza; cuando se encuentra, aunque

      sea remotamente, a la herencia desempeñando un rol activo, cuando (como en

      Rosas) la experiencia prueba "que el castigo no tiene ninguna acción

      reformadora", estamos autorizados para creer que se trata de una

      imbecilidad, de una "locura moral". Esta perversidad -dice Legran du

      Saulle- se manifiesta "desde los más tiernos añ os" por una crueldad

      horrible y son verdaderos monstruos morales que viven poseídos por el

      genio de la destrucción y que concentran toda su actividad intelectual en

      un objetivo único: practicar el mal.

      Todos estos individuos constituyen una variedad degenerada y mórbida de la

      especie humana, encontrándose algunos que están como estigmatizados por

      caracteres particulares de inferioridad física y mental. Es tan fácil

      -dice Maudsley-, reconocerlos entre los demás hombres, como lo es

      distinguir en una majada de carneros blancos uno de cabeza negra. En

      aquellos cuyos caracteres físicos están en armonía con sus caracteres

      morales, un aspecto especial, "un aire común de familia los denuncia desde

      lejos". Bruce Thompson asegura que casi todos son escrofulosos,

      raquíticos, de cabeza angulosa y mal conformados, muchos de ellos están

      desprovistos de energía vital "y a menudo son epilépticos". Si estos

      caracteres materiales no se observan en Rosas, es porque, como hemos dicho

      antes, toda la fuerza patológica que en aquéllos se encuentra diseminada

      en la parte física y moral, en él parecía fuertemente concentrada en su

      cerebro únicamente.

      Para Rosas el crimen era una especie de emuntorio, algo como una válvula

      que daba escape a las fuerzas patológicas que lo dominaban; hubiérase

      manifestado el delirio, la epilepsia, la córea o cualquiera otra afección

      nerviosa, si no hubiese cometido el crimen que aliviaba su cerebro de un

      peso enorme, como sucede en muchos de ellos, que por la circunstancia de

      ser criminales es que no se vuelven locos, según lo observa el autor ya

      citado.

      Todos los síntomas, que revela en el curso de su vida, concuerdan

      perfectamente con el cuadro que los autores describen de la locura moral.

      En ciertos momentos, los extraños deseos que tanto lo conmovían

      presentaban una forma extravagante pero típica y feroz. Había, a veces,

      algo como un delirio moral inclasificable, diabólico, como cuando mandaba

      degollar a los prisioneros indefensos al compás de una "media caña" o de

      un "cielito federal"; cuando paseaba por las calles de la ciudad las

      cabezas humanas en carros, cuyos conductores anunciaban con gritos

      destemplados la venta de duraznos, y finalmente cuando hacía colocar a uno

      de sus bufones debajo del lecho donde estaba el cadáver de su mujer, con

      orden de imprimirle movimientos que persuadieran al sacerdote que todavía

      le animaba un soplo de vida, para administrarle los últimos auxilios. El

      éxito de estas bromas brutales, que después han sido clasificadas de

      "diabluras", lo hacían perecer de risa.

      Los deseos homicidas, dominando despóticamente su cabeza, lo impulsaban al

      crimen bajo formas diversas y asesinaba sin distinción de sexos ni de

      edades, porque sentía indudablemente una satisfacción intensa. Todos estos

      pensamientos de muerte se habían fijado en su espíritu de una manera

      indeleble: casi, puede decirse, se habían formado con su cerebro y lo

      absorbían por completo. Por eso vivió constantemente tramando el asesinato

      y buscando en las sombras de su alma tiberiana las inspiraciones del

      crimen para inventar el tormento del "serrucho", el degüello a "cuchillo

      mellado", la muerte angustiosa a son de músicas diabólicas o de tambores

      destemplados. Vivió bajo la impresión maligna de estas tentaciones

      homicidas, arrastrado por las actividades anómalas de su cerebro, dominado

      por ese estado enfermizo, extraordinario, en que se mantuvo tantos años

      volteando cabezas y haciendo abofetear mujeres. Cuando éstos que podemos

      llamar los paroxismos de su lúgubre insanía tenían lugar, cuarenta,

      cincuenta, cien o más individuos eran apuñalados en barrios centrales de

      la ciudad, se azotaban las damas en sus propios hogares, se profanaban los

      templos y se afrentaban las jóvenes con aquellos moños colorados de tan

      horrible recuerdo. La exaltación extrema en que vivía perpetuamente el

      cerebro se manifiesta en estas escenas inolvidables para el que haya

      vivido en aquellas épocas de horrores y bajo la presión de su mano

      crispada.

      No hay duda, pues, que estas efervescencias malignas responden a estados

      patológicos perfectamente caracterizados, y estudiando su temperamento y

      su historia clínica puede descubrirse al virus vesánico manifestándose en

      otra época bajo la forma probable de una "epilepsia larvada". Rosas tenía,

      sin duda alguna, un temperamento nervioso y sufría fuertes ataques

      neuropáticos en los cuales saltaba a caballo y echaba a correr por el

      campo, lanzando gritos descompasados y agitando sus brazos hasta que caía

      extenuado y transpirando a mares [54.] . Otras veces se entregaba a

      arranques de furor súbito, que nada justificaban, y los peones de su

      estancia y los objetos que encontraba a su alcance pagaban su tributo

      cayendo bajo los golpes de sus puños formidables. Todos ellos terminaban,

      como los que refiere el Sr. Sarmiento, por "un sudor profuso y abundante,

      acompasado de una extenuación más o menos prolongada".

      Estos accesos tienen un carácter epiléptico evidente y son uno de los

      tantos matices bajo los cuales se presenta esta enfermedad. Bajo el punto

      de vista somático la epilepsia reconoce tres órdenes de fenómenos: el

      "vértigo", el acceso "incompleto" o pequeño mal y el "ataque convulsivo" o

      gran mal. El individuo afectado de vértigo goza de todas las apariencias

      de la salud, se ocupa de su trabajo o conversa tranquilamente, cuando de

      repente palidece, se detiene, interrumpe la frase y con los ojos

      desmesuradamente abiertos y fijos, permanece casi inmóvil, durante cuatro,

      ocho, diez o más segundos o minutos; concluido el acceso lanza un profundo

      suspiro, y reanuda la conversación interrumpida, sin sospechar que ha

      estado enfermo. Esta es una de las maneras de manifestarse que tiene el

      vértigo. El acceso incompleto o pequeño mal es una manifestación

      epiléptica intermediaria entre el vértigo y el ataque convulsivo; está

      caracterizado por movimientos convulsivos parciales o mejor dicho por

      contracciones involuntarias de ciertos músculos de la cara o de los

      miembros. El gran mal es la epilepsia propiamente dicha, caracterizada por

      la caída, el grito inicial, la pérdida del conocimiento y las concesiones

      crónicas y tónicas de los músculos [55.] .

      Los "ataques nerviosos" de Rosas, de los cuales hablan algunos

      historiadores contemporáneos, corresponden, en mi concepto, a una de las

      dos primeras categorías, y están entre el vértigo y el acceso incompleto:

      desecho completamente la idea del "gran mal", por la falta de los síntomas

      que lo caracterizan. A pesar de la duración efímera y de su casi

      instantaneidad, el vértigo conduce, con igual rapidez que el acceso

      incompleto y el ataque convulsivo, a las manifestaciones psíquicas

      anormales, a las impulsiones peligrosas y a la verificación de todos esos

      actos insólitos y reprensibles que cometía Rosas tan frecuentemente.

      Después de un solo accidente o de una serie de ellos, el vertiginoso puede

      bruscamente recorrer todos los tonos de la gama delirante, desde la

      irascibilidad caprichosa o la excitación turbulenta, hasta la incoherencia

      y el furor [56.] . Las extravagancias a que se entregan, y que constituyen

      los distintos modos de manifestarse el vértigo, son a menudo apreciadas en

      su justo valor por el criterio vulgar, que las atribuye a la corrupción de

      costumbres o a las conveniencias de hacerse pasar por locos.

      Una mujer distribuye monedas de oro a los transeúntes; concluidas éstas,

      principia con sus guantes, su pañuelo, su libro de misa, su sombrilla, y

      por fin termina regalando su sombrero. La gente la cree ebria, pero así

      que ha pasado el vértigo vuélvele el conocimiento y tomando un carruaje se

      retira avergonzada a su casa. Un sabio naturalista, sentado en su mesa de

      trabajo, se interrumpe tres o cuatro veces en un corto espacio de tiempo,

      para ir a deshacer su cama y luego volverla a hacer. Un excelente obrero

      "vertiginoso" entra en un café lleno de gente, se pone a silbar una

      canción y después de haberse desnudado comienza a cepillar su camisa.

      Todos estos episodios, y muchos más, porque el catálogo de las

      extravagancias de los epilépticos de esta categoría es interminable, son

      casos que consigna Legrand du Salle, en su excelente monografía. Esto,

      aparte de las impulsiones suicidas y homicidas que forman muchas veces sus

      principales tendencias.

      Las extravagancias que encontramos en la vida de Rosas, y que han sido

      clasificadas de "pillerías", por la psicología poco científica de sus

      contemporáneos, revelan la acción del virus epiléptico y nos ayudan a

      hacer un diagnóstico retrospectivo. Con el vértigo epiléptico -dice

      Legrand du Salle- se puede construir toda la enfermedad y explicar

      entonces cómo el mismo hombre puede ser conducido casi periódicamente a

      las mismas singularidades intelectuales, a las mismas impulsiones

      peligrosas, a los mismos actos anómalos. Con este criterio podemos

      explicarnos ciertas "singularidades intelectuales" tan propias de Rosas y

      tan visibles en muchos de sus actos pú blicos; en su prensa y por la

      publicación de ciertos "documentos epilépticos" y aún en sus actos

      privados más pueriles. Singularidades que revestían, no sólo la forma

      extravagante característica, sino también su periodicidad: claro es que no

      nos referimos a aquellas que en realidad sólo revelan su astucia

      proverbial y que no pasan de nimiedades sin trascendencia para el

      diagnóstico.

      Examinemos algunas de ellas y veremos la verdad de esta afirmación.

      Rosas hizo que todos los individuos del "Batallón Libre de Buenos Aires",

      compuesto de negros y mulatos, y que formaba parte de su ejército en la

      Campaña de Córdoba en 1830, perdieran sus nombres, sustituidos por otros

      que su cerebro inventaba. Al efecto, dio orden de que a cada soldado se le

      afeitara el parietal derecho y luego se procediera a la ceremonia de la

      aspersión. Una parte del batallón sufrió este vejamen, la otra escapó

      porque él mismo lo mandó suspender. Esto, como se ve, es enfermizo y todas

      las circunstancias que acompañ aron al acto revelan elocuentemente su

      carácter. Mandó suspender la ceremonia, sin duda cuando el vértigo había

      pasado.

      Un día, encontrábase en su residencia de Palermo, cuando una Comisión de

      la Sociedad de Beneficencia llegó a felicitarlo, por no recuerdo qué

      triunfo obtenido sobre los "salvajes unitarios". Matronas de lo más

      distinguido, muchas de ellas ancianas, componían aquella memorable

      embajada. Entran a la sala y allí Rosas las recibe afectuosamente,

      haciendo a cada una los cumplimientos de forma y mostrando, como nunca, la

      más fina y galante solicitud. Se conversa largamente sobre los trabajos de

      la Sociedad, encareciendo el Tirano los beneficios que reporta el pueblo

      con tan santa institución y concluye asegurándoles su firme y decidido

      concurso. Agotado el tema, sobrevino un largo intervalo de silencio.

      Rosas, con la vista baja, parecía meditar, pero repentinamente se pone de

      pie y dirigiéndose a las damas les dice con voz imperiosa: -Vamos,

      señoras, vamos, que ya están prontos los caballos, e iremos a dar un

      paseo. Las señoras, sorprendidas, le siguen automáticamente al través de

      una serie de cuartos y de patios. Llegan al último y allí recoge varias

      escobas, monta en una de ellas, hace que las señoras monten en las otras,

      y tomando la delantera, parte imitando el galope, caracoleando y

      escarceando como si realmente fuera a caballo. Aquellas pobres mujeres le

      seguían, unas con más bríos que otras, según los años y el grado de sus

      fuerzas, galopando detrás de aquel gran insensato que manejaba la escoba

      para un lado y otro, y que le pegaba en la cabeza cual si fuera

      efectivamente un animal duro de boca.

      El día que la Cámara de Buenos Aires le nombró Gobernador de la Provincia,

      todas las corporaciones marcharon al palacio de gobierno a ofrecerle sus

      cumplimientos. Las guardias de honor se multiplicaron y no hubo individuo

      -dice un historiador contemporáneo- que no le ofreciera la suya. A cada

      una de estas felicitaciones, él dirigía modestamente sus agradecimientos,

      encareciendo la necesidad de que todos los ciudadanos patriotas

      coadyuvaran a sus esfuerzos para la realización de la nacionalidad

      argentina. Hablábales de sus grandes proyectos políticos, cuya ejecución,

      decía, debían dar por resultado la unión de todos los argentinos, bajo el

      paternal sistema de la federación de los pueblos. Hasta aquí todo iba

      bien, pero más adelante principiaron los discursos contra los salvajes

      unitarios y contra la idea de dar una constitución a la Provincia, contra

      los enemigos de la Santa Federación, contra "los que vestían frac y tenían

      el cuello de la camisa limpia". Por fin, aquel cuadro grotesco terminó

      obligando a todos los concurrentes "que llevaban su cara a la unitaria",

      es decir, sin bigote, a que se lo pintaran con un corcho quemado, que él

      mismo ofrecía con este objeto.

      He aquí toda una serie de desórdenes y de actos anómalos que traicionan la

      enfermedad, pero cuya significación real, es, según asegura Legrand du

      Saulle, ignorada todavía de muchos médicos. Estos desórdenes y estos actos

      pertenecen a los epilépticos (Legrand du Saulle); lo que hay, es, que el

      médico a menudo no comprende su importancia. Todas estas extravagancias y

      particularidades curiosas del carácter de Rosas, corresponden, aceptando

      el neologismo de Maudsley, a una mentalidad desordenada y tienen todo el

      carácter de la epilepsia. No debemos olvidar tampoco que, si en el Tirano,

      la enfermedad ha pasado inapercibida, aun para su misma familia, es

      porque, según lo afirman Legrand du Saulle, Jaccoud, Krafft-Ebing, y

      Maudsley, su existencia puede escapar aun al ojo del médico mismo; esto es

      lo que sucede en muchas ocasiones, sobre todo cuando la atención del

      observador se concentra en otros rasgos más llamativos (Maudsley).

      Las ideas que Lépar y Cuenca, que fueron los únicos médicos de Rosas,

      debían tener sobre las neurosis y particularmente sobre estas variedades

      caprichosas de la epilepsia que son, puede decirse, una conquista de la

      clínica moderna, debieron ser muy limitadas, como es consiguiente

      suponerlo. Ellos han debido conocer únicamente el "gran mal" por el

      ruidoso cuadro de síntomas con que se presenta, por el grito, la caída, y

      esas horribles convulsiones que hasta en el ánimo del médico más

      acostumbrado producen un pavor inexplicable. El pequeño mal o accesos

      incompletos, y sobre todo los vértigos con sus maneras multiformes de

      presentarse, seguramente no los conocieron.

      Lépar sabía, no hay duda, que su encumbrado cliente había tenido "ataques

      nerviosos" que no asimiló nunca a la epilepsia y que atribuía a "excesos

      de vida" y a las incomodidades que le proporcionaban una enfermedad

      crónica de sus órganos urinarios. Estos dos apreciables profesores, tan

      poco curiosos, no han dejado, que nosotros sepamos, indicación o papel

      alguno relativo a las dolencias de Rosas, a su carácter, a sus hábitos, y

      sí sólo referencias escasas en las familias que formaban su clientela

      aristocrática. No han podido estar tan adelantados, y esto es natural,

      como para conocer la importancia de estas revelaciones y sobre todo para

      saber que los accesos de vértigos epilépticos son algunas veces tan pocos

      acentuados que se les toma por un simple desvanecimiento. Es notorio -dice

      Mausdley- que las personas afectadas de este mal y que van a consultar a

      un médico, se quejan únicamente de una incomodidad que a menudo atribuyen

      al estómago o al hígado, y sólo a fuerza de preguntas y a veces por

      casualidad, se alcanza a descubrir la verdadera naturaleza de la

      enfermedad. Otra circunstancia que explica por qué puede el vértigo pasar

      desapercibido, es que los accesos se producen a veces durante la noche, en

      el sueño y aun sin que el paciente mismo lo sospeche [57.] . Delasiauve y

      otros autores que han escrito sobre esta neurosis, refieren casos en que

      sólo la casualidad ha podido descubrirla.

      Ahora bien, ¿el estado de perturbación sensitiva de Rosas era un producto

      de la epilepsia, o esta última fue completamente independiente de su

      locura moral? Nada prueba que en su edad viril haya padecido de epilepsia,

      pues los datos que hemos podido obtener sólo se refieren a su

      adolescencia. Evidentemente, la neurosis se ha manifestado durante aquella

      época, bajo esta forma vaga e intermediaria entre el vértigo y el "pequeño

      mal", especie de pródromo de esa locura moral que luego se muestra

      enardecida y maligna en el resto de su vida.

      Entonces sucedió lo que ya ha observado la ciencia: los fenómenos

      epileptiformes fueron substituidos por la locura afectiva. Falret habla de

      un individuo en quien la enfermedad parecía haber terminado hacía veinte

      años, y que fue repentinamente atacado de una invencible inclinación al

      homicidio. Maudsley cita el caso de un hombre de sesenta y dos años que en

      su juventud había sufrido accesos epilépticos y que, después de curar,

      quedó sujeto a ataques periódicos de exaltaciones que se traducían siempre

      por inclinaciones violentas al homicidio. Delasiauve refiere la historia

      de un joven perteneciente a una de las principales familias de Francia,

      primorosamente educado y con una inteligencia nada común, que fue

      condenado a prisión por robos repetidos; después de permanecer allí mucho

      tiempo fue conducido a Bicêtre, porque se adquirió la prueba evidente que

      los síntomas de locura moral manifestados eran el producto de una

      epilepsia que había cesado y que luego volvió a manifestarse. Esquirol, en

      su "Tratado de Enfermedades Mentales", consigna la curiosa observación de

      un paisano nacido en Krumbach, de veintiséis años y que a los ocho había

      principiado a sufrir ataques epilépticos; a los diez el carácter de éstos

      cambió completamente; en vez del acceso convulsivo, este hombre se

      encontraba desde entonces atacado de una inclinación irresistible al

      asesinato. Legrand du Saulle cuenta de un sujeto de treinta añ os de edad,

      que fue condenado a muerte por graves "vías de hecho" contra su superior,

      y que estaba poseído de esta inextinguible sed de destrucción: no había

      tenido nunca verdaderos ataques.

      Estos casos, en que una neurosis convulsiva cesa para ser reemplazada por

      trastornos de otro orden en que las manifestaciones físicas desaparecen

      dando lugar a perturbaciones morales e intelectuales, pueden explicarse

      por un mecanismo análogo al que produce esas emigraciones terribles en las

      enfermedades de otro orden, que abandonan un órgano y huyen a otro

      produciendo trastornos durables o fugaces según la importancia del aparato

      en que van a situarse. Cuando la erupción escarlatinosa o sarampionosa

      desaparece por cualquier causa del tegumento cutáneo, va a refugiarse en

      el cerebro, los pulmones o el riñón, trastornando completamente sus

      funciones. El aparato nervioso no escapa tampoco a esta ley patológica.

      Así, sucede que cuando una "córea", que es una "locura de los músculos", o

      una epilepsia convulsiva desaparecen, reemplázalas en muchas ocasiones una

      perturbación más o menos profunda de los órganos de la inteligencia y

      vienen a manifestarse bajo la forma de convulsiones, no de los músculos,

      sino del espíritu, como lo observa muy bien Maudsley. De aquí proviene,

      agrega este autor, que en ciertos casos la perturbación pasa rápidamente

      de los centros de una categoría a los de otra, cesando los síntomas

      primitivos para ser reemplazados por síntomas de otro orden. Siguiendo

      esta ley desaparece una violenta neuralgia para ser reemplazada por un

      fuerte ataque de locura de cualquier forma: aquí se ha producido una

      verdadera emigración de las condiciones mórbidas que pervertían las

      funciones de los centros sensoriales, hacia los centros intelectuales y

      efectivos. El transporte -dice Maudsley a quien estamos copiando- se hace

      de los centros del movimiento a los centros del espíritu o bien,

      inversamente, la aparición de las convulsiones puede determinar la

      conclusión de un ataque de locura. Esto prueba que la especie de

      alteración mórbida, condición física de la alteración funcional en los

      centros nerviosos motores y sensoriales, es parecida a la que engendra

      estos trastornos.

      La idea de una perturbación, determinada por el mismo mecanismo, no puede

      ser más evidente en Rosas. Al cesar sus ataques nerviosos o sus vértigos,

      la locura moral enardecióse, o mejor dicho estalló, por una repercusión

      violenta sobre sus órganos sensitivos. Y esto es tanto más evidente, por

      cuanto esas repercusiones son más frecuentes cuando se presentan más leves

      en apariencia los síntomas epilépticos. La "locura moral", sea por

      repercusión o idiopática, está ahí manifestándose en todos los actos de su

      tumultuoso existencia.

      Desde sus primeros años, todo ha sido en él extraño y desordenado. Ha

      vivido en una eterna penumbra, sembrando el desorden y la anarquía allí

      donde sentaba su mano. "En lucha abierta con su familia y con la sociedad

      entera -dice Falret, describiendo un caso de locura moral- ha levantado

      por todas partes el odio y la repulsión más profunda. Lleno de

      insubordinación ha huido del lado de su familia o de sus tutores para

      llevar una vida vagabunda e irregular, escapando por milagro a la acción

      de la justicia y haciendo gala de la más feroz insensibilidad".

      Si se casó, fue para hacer más visible la aridez estupenda de su alma,

      convirtiendo en objeto de burlas soeces hasta el cadáver de su propia

      mujer.

      No hay nada en su larga vida que marque el rastro de un sentimiento

      elevado, el destello de una afección siquiera rudimentaria, de esas que

      han brillado aunque momentáneamente hasta en el alma bravía de Cómodo y de

      Facundo.

      ¿En qué momento de su vida se vislumbra un rayo que ilumine esa tiniebla

      eterna, un relámpago de sus afecciones paternales, de su amor filial o

      fraternal?

      ¿Cuándo ha cesado su egoísmo epiléptico de animar la fibra flácida e

      inerte de su corazón?

 

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

      Estudiando sin prevención alguna el organismo cerebral de este hombre, la

      idea de una "locura moral" no puede repugnar al espíritu.

      Bajo el amparo de su mano, dice Rivera Indarte, se ha arrancado la piel de

      los cadáveres insepultos y se han hecho maneas y bozales para su uso; se

      ha "comido la carne humana" y se ha castigado con la muerte al que se

      atrevía a echar un puñado de tierra sobre un cadáver abandonado [58.] .

      En Córdoba hizo degollar trescientos soldados prisioneros.

      En el cuartel de Cuitiño se fusilaba por pelotones, y arrebatado por sus

      deseos hizo traer de Bahía Blanca cuatrocientos indios que fueron, unos

      fusilados, otros degollados a "serrucho". Algunos de ellos, vivos aún

      -dice un historiador de la época- se alzaban en los carros que los

      conducían al cementerio y otros al borde de la zanja que se abrió cerca de

      la Recoleta, para enterrarlos. Allí todavía los oficiales y comisarios de

      Policía, los edecanes de Rosas, se disputaban "el placer" de acabarlos de

      matar, ¡festejando con risotadas las convulsiones que aquellos

      desgraciados hacían en su horrible agonía!

      Tenía días terribles, épocas como el "año cuarenta", en que las matanzas

      eran diarias y acompañadas de circunstancias terribles.

      Sin causas aparentes, sin cambios políticos, sin batallas perdidas ni

      conspiraciones descubiertas, de una manera insólita, como era natural que

      sucediera, puesto que esas impulsiones nacían espontáneamente en su

      cerebro, estallaban sus brutales accesos y la cuchilla y el serrucho

      comenzaban a jugar. Tenía períodos de exacerbación y de calma, horas de

      fiebre maligna en que su cabeza, agitada por esas fuerzas anómalas de que

      habla el venerable Falret, se sentía fuertemente convulsionada

      arrastrándolo al asesinato aleve, con un encarnizamiento tranquilo, con

      esa frialdad desesperante tan característica.

      No era la cólera la que provocaba estos impulsos lamentables.

      ¿Qué odio podía inspirarle una mujer, un niño inocente, un anciano

      decrépito?

      ¿Qué cólera podía engendrar en su alma la presencia de su hija, de su

      noble madre o de sus hermanos?

      Martirizaba por exigencias orgánicas, solicitado por impulsiones ocultas y

      poderosas a que obedecía sin repugnancia y hasta con placer.

      Ordinariamente mataba sin que ningún síntoma objetivo hiciera presentir

      esos vértigos de lascivia homicida a que iba a entregarse: hay individuos

      en quienes el paroxismo es precedido de signos que indican una excitación

      general cuando el "aura" homicida comienza su ascensión; se quejan de

      cólicos, de ardores en las vísceras, de cefalalgia e insomnio; la cara

      está pálida o roja, el color de la piel es oscuro, el pulso lleno y duro,

      y el cuerpo entra en un estado de temblor convulsivo. Pero Rosas estaba

      libre de este sentimiento tan angustioso, porque es más frecuente

      observarlo en las manías impulsivas que en la "locura moral". Mostrábase

      sereno, sin pesares, sin remordimientos, contemplando a sangre fría las

      víctimas próximas a expiar sus delitos imaginarios, y hasta expresando

      cierta íntima satisfacción. Aquella respuesta que dio a un alto

      funcionario suyo, cuando vino a interceder por un preso, sintetiza toda su

      insensibilidad: cuando pongo preso a un hombre -dijo- es para mortificarlo

      ¡y no para que viva de regalos! [59.] .

      Rosas -dice Rivera Indarte- amargó los últimos días de la vida de su padre

      y puede decirse que le asesinó, insultándole en su lecho de muerte [60.] .

 

      "En mil ochocientos treinta y ocho -agrega el autor citado- expiró su

      inquieta mujer. En sus últimos momentos se vio rodeada, no de profesores

      que aliviaran los dolores de su cuerpo, ni de la amistad, ni de la

      religión, sino de una profunda y desesperante soledad, interrumpida por

      las risas y las obscenidades de los bufones del Tirano. Ellos le aplicaban

      algunas medicinas y muchas veces desgarraba los oídos de la pobre enferma

      la voz satírica de su marido que gritaba a alguno de los locos: -"¡Ea!,

      acuéstate con Encarnación, si ella quiere, y consuélala un poco". La

      infeliz se sintió morir y pidió un sacerdote para confesarse. Rosas se lo

      negó, pretextando que su mujer sabía muchas cosas de la Federación y que

      podía revelárselas al fraile. Cuando le avisaron que había expirado, mandó

      venir un clérigo para que le pusiera la "extrema-unción", y para que

      creyera que el óleo santo se derramaba sobre un moribundo y no sobre un

      cadáver, uno de los locos, puesto debajo de la cama en que estaba el

      cadáver, le hacía hacer movimientos, pero con tal torpeza, que el

      sacerdote, después de haber fingido que nada comprendía, salió espantado

      de aquella caverna de impiedad y reveló la escena infernal en que había

      sido involuntario actor, a un eclesiástico venerable, de cuyos labios

      tenemos esta relación" [61.] . Al día siguiente de su muerte se encerró en

      su cuarto con Viguá y Eusebio, y lloraba a gritos la muerte de su

      Encarnación. En algunos momentos daba tregua a su dolor, pegaba una

      bofetada a uno de aquéllos y con voz doliente preguntábales: -¿Dónde está

      la heroína? -Está sentada a la diestra de Dios Padre Todopoderoso

      -respondía Viguá, y volvían a llorar.

      Esta mezcla horrible de la burla y la ferocidad más inaudita, son rasgos

      frecuentes de su vida. Todo lo grotesco halagaba aquella naturaleza

      lapidada con los estigmas de una inferioridad moral deplorable.

      Bruce-Thompson, que por su posición de médico de las prisiones de Escocia,

      ha podido estudiar cientos de criminales famosos, no ha observado que

      prosperara entre ellos el sentimiento de lo bello. Ese signo de

      degeneración que palpita en todas las cosas de Rosas, en todas sus obras,

      viene casi siempre acompañado de este estado de insensibilidad moral

      predominante que acusaba.

      Esas figuras siniestramente alegres que cruzan en el escenario de su

      tiranía, tienen también su parte en este proceso médico. Los perfiles

      grotescos de sus bufones, los férreos contornos de sus fisonomías

      deformes, agregados a todos esos rasgos conocidos ya, dan la evidencia del

      diagnóstico. Eusebio, Viguá y toda esa cohorte de imbéciles que abofeteaba

      en sus horas de recreo, y "cuyos intestinos hacía insuflar por medio de

      fuelles" para montarlos con espuelas; esos dementes incurables como el

      "Loco de la Federación", a quien hacía arrancar los pelos del periné [ sic

      ] por medio de pinzas, dejan vislumbrar todas las asperezas que tenía

      aquel espíritu en completo desequilibrio. El rol importante que

      desempeñaron en su vida todos estos desgraciados es bien conocido. Eusebio

      asistía de noche a los cuarteles, hacía que le formaran la guardia y, al

      pasar por debajo del Cabildo, el centinela gritaba echando el arma al

      hombro: -Cabo de guardia, el Sr. Gobernador; y la tropa batía marcha y

      presentaba sus armas.

      Lo que comúnmente se llama "las diabluras de Rosas" son todas aquellas

      extravagancias feroces que han quedado grabadas con caracteres indelebles

      en la imaginación de todo un pueblo. Mandar a Eusebio que se calzara un

      par de botas llenas de brasas de fuego, obligar a latigazos al imbécil

      Viguá a comerse media docena de sandías, divertirse en darle de puñetazos

      en la boca y en el vientre en el juego brutal de "la inflada", y hacerlo

      sentar sin calzones sobre un hormiguero hasta que hubiera devorado dos

      fuentes de dulce; tal era el repertorio de sus bromas.

      Rosas está pintado en todas ellas. Gira en una órbita en donde la

      naturaleza humana camina sin el apoyo de la razón, que en el orden moral

      es el equilibrio de las facultades, según decía Augusto Comte. No vivía en

      esa zona misteriosa de que habla Maudsley y en uno de cuyos bordes se ve a

      la perversidad predominando sobre la locura, mientras que en el opuesto la

      perversidad es menor y la locura domina. Rosas estaba francamente afectado

      de una "locura moral" en toda su horrible plenitud. Principió a

      manifestarse en su juventud, y después públicamente, haciendo pintar

      bigotes con corcho quemado a sus generales, proscribiendo el frac y

      cortando por sus propias manos los faldones que llevaba el Sr. Gómez de

      Castro en un baile público, en la casa de Gobierno, "presentándose en

      mangas de camisa y en calzoncillos en momentos solemnes y notables" [62.]

      , y organizando bandas de hombres feroces que tenían la misión de tusar

      las barbas de los "salvajes unitarios" y pegar moños con brea en las

      cabezas de sus mujeres. Rosas hacía bailar a su hija y a sus generales con

      negras y mulatas en la Alameda y en las plazuelas de las iglesias, y

      representaba con sus bufones "farsas indecentes y obscenas" parodiando las

      cosas más serias, sin miramiento alguno por las personas que tenía cerca

      [63.] .

      Esas tendencias obscenas que manifestaba son propias y casi patognomónicas

      de estados cerebrales especiales, análogos al suyo. Lasègue ha referido un

      número considerable de ejemplos. Individuos, muchos de ellos que, a pesar

      de su posición y de las consecuencias que necesariamente producían

      semejantes atentados, se entregaban con verdadero placer a estos manejos,

      reducidos, bueno es decirlo, a la exhibición pasiva de sus órganos

      genitales. Otros que, como Rosas, no hacían otra cosa que salirse en

      camisa y calzoncillos a la sala, al patio o a la plaza misma, "siempre que

      hubiera espectadores" [64.] . Legrand du Saulle, en su libro sobre los

      epilépticos, refiere también casos idénticos y no menos curiosos. Este

      "exhibicionismo" de Rosas es un dato más que se agrega al proceso.

      Las extravagancias, como aquella de obligar a todo un pueblo a que

      vistiera chaleco colorado, a que pintara las puertas y el frente de sus

      casas del mismo color, a que llevara bigote como signo de exterminio,

      quedan todas muy atrás de ese cúmulo de escenas sangrientas que

      constituían el alimento diario de sus sentidos.

      Hizo meter vivo en un tonel lleno de alquitrán, para luego prenderle

      fuego, al español Rodríguez de Eguilaz.

      Era frecuente en aquel tiempo encontrar las cabezas humanas en los puestos

      de los mercados, colgadas y adornadas de perejil y de cintas azules.

      A los ancianos y venerables sacerdotes Cabrera, Frías y Villafañe los hizo

      fusilar en su residencia de Santos Lugares, pero antes quiso apurar "el

      placer" y les mandó cortar del cuero cabelludo toda la parte de la corona,

      luego les hizo sacar la piel de las manos y en seguida los mandó al

      banquillo.

      Los prisioneros de guerra que no eran fusilados o degollados "a serrucho"

      o a "cuchillo mellado", se les hacía llevar una existencia atroz, viviendo

      entre los animales y podredumbre y obligándolos, entre otras cosas, a

      trabajar arrancando troncos de duraznos con las uñas [65.] .

      Rosas -dice el Sr. Lamas, a quien copiamos textualmente- tenía sus goces

      en la agonía lenta y prolongada de esos míseros prisioneros, que en cada

      ruido que percibían creían distinguir el paso y la voz del que iba a

      degollarlos, que bebían lentamente la muerte, que presenciaban transidos

      de horror el degüello del amigo o del hermano y que creían sentir a cada

      momento el frío del cuchillo al introducirse en su carne.

      La ejecución a degüello, que era una institución suya, producía una agonía

      dolorosísima y era ejecutada lentamente y con cuchillo de poco corte,

      buscando el martirio prolongado y cruel. Los degollados no recibían jamás

      los consuelos con que la religión prepara a los hombres para el trance

      supremo, y Rosas, que ha mostrado una fecundidad diabólica para inventar

      el tormento, hacía acompañar las ejecuciones con una música pavorosa, con

      canciones de una alegría extraña y satánica, y las víctimas lanzaban sus

      últimos suspiros en medio de sus horribles acordes.

      Las orejas del coronel Borda, que cayó prisionero de uno de sus tenientes,

      las tenía "saladas" en una bandeja de plata y colocadas sobre el piano de

      su sala para mostrarlas a sus tertulianos [66.] .

      Camila O'Gorman, joven de 20 años, perteneciente a una de las principales

      familias, que había cometido el delito de enamorarse de un clérigo, fue

      traída de un pueblecito de Corrientes, en donde estaba escondida, y

      fusilada en las prisiones de Santos Lugares. Camila estaba embarazada y

      Rosas hizo bautizar al niño, introduciendo el agua bendita por la boca de

      la madre. ¡A esta horrible burla la llamó el bautismo federal!

      No había nunca en las modalidades de su espíritu atrabiliario esos

      términos indecisos, esas zonas intermedias e indefinidas que parecen

      acusar una lucha de sentimientos opuestos. Las manifestaciones de su

      carácter eran siempre fuertemente acentuadas y vivaces como los síntomas

      de una enfermedad aguda, franca y rápida en su marcha.

      Rosas no sintió nunca el temor, que es el sentimiento más cercano al miedo

      sin ser el mismo, sino el terror.

      En circunstancias difíciles no tuvo jamás un destello de virilidad sino

      que se mostró anonadado, deprimido por el más innoble pavor, por la más

      degradante cobardía. Tuvo miedo, pero ese miedo depresivo y enfermizo que

      invade a los alucinados, cuando por delante de sus ojos absortos cruzan

      esas sombras silenciosas y amenazadoras, esos enormes fantasmas que

      crispan sus nervios, cuando sienten la frialdad de la cuchilla imaginaria

      que se introduce en su carne determinando los accesos.

      Bajo la influencia de causas relativamente insignificantes, caía en estos

      paroxismos de terror, que respondían evidentemente a estados particulares

      de su cerebro. En 1828, después de la jornada de Navarro, en que el

      gobernador Dorrego fue vencido, huyó solo, en "alas del miedo", a

      refugiarse a Santa Fe; llegó allí "asustado y tembloroso", y a pesar de

      los esfuerzos de López, no pudo volver la tranquilidad a su espíritu

      profundamente conturbado. Era tal su depresión moral que solicitó y rogó

      al general Lavalle le otorgase garantías y un pasaporte para irse a

      Estados Unidos [67.] . Si entonces Lavalle se presenta a las puertas de

      Santa Fe, Rosas hubiera caído en un acceso, producido por una fuerte

      emoción moral.

      En 1833 se repitió la misma escena. Fue invadido súbitamente por un terror

      inexplicable, a pesar de encontrarse al frente de un poderoso ejército.

      Entonces escribió a sus amigos, "aterrorizado, lloroso y suplicante", para

      que le permitieran salir del país abandonándolo todo. En 1839, cuando

      estalló la célebre revolución del Sud, repitióse de nuevo afectando una

      forma horrible y desapareciendo después para dar lugar a un verdadero

      acceso de furor en el que pretendió manchar la reputación intachable de su

      propia madre con una calumnia atroz [68.] .

      En estos hechos, dice Griesinger, hablando de la influencia de las

      emociones fuertes, entrevemos ya una predisposición moral seria a la

      enajenación mental, en esta impresionabilidad, en esta tendencia a las

      oscilaciones perpetuas del espíritu que hacen que todas las impresiones

      morales susciten juicios confusos. La pupila del ojo del espíritu, dice

      este sabio autor, se estrecha entonces y el único objeto por que se deja

      atravesar, es ese dolor moral que se apodera fuertemente de la conciencia.

      En razón de esta concentración misma, agrega el profesor de Zurich, todas

      las percepciones son tristes y penosas; hábil para proporcionarse

      tormentos y solamente ocupado en su dolor, el enfermo se hace extraño a la

      mayor parte de las cosas que habitualmente le interesan, dando origen a

      esa sombría desconfianza que engendra el terror de los alucinados.

      Estas bruscas transformaciones que se operaban en su espíritu a favor de

      la más leve impresión dolorosa, estos cambios violentos e insólitos, eran

      todos hijos de su estado neuropático.

      Mil otros detalles e incidentes de su vida, que no necesitamos para

      complementar este cuadro clínico, pintan gráficamente esta organización

      perturbada desde su infancia y cuyas peripecias inolvidables formarían por

      sí solas un libro sin término.

      Si Rosas no ha sufrido la neurosis que le atribuimos, particularmente en

      aquellos períodos de su vida, la naturaleza humana es incomprensible.

 

 

IV. CAUSAS DE LA NEUROSIS DE ROSAS

 

      Múltiples y variadas son las causas de esta enfermedad oscura que consiste

      en la abolición más o menos completa de la personalidad humana, en sus

      manifestaciones morales e intelectuales.

      Su génesis lo han buscado los patologistas de todos los tiempos, en el

      agregado físico, en la fuerza que preside a sus movimientos y a sus

      manifestaciones variadas. El corazón, el cerebro, el hígado, el estómago y

      los intestinos, lo mismo que los órganos de la respiración, todos los que

      forman la máquina animal, pueden tener su parte en esta desventura que

      sepulta la razón en las regiones oscuras de un ensueño eterno. La mayoría

      de ciertos estados anómalos del organismo, que perturban más o menos

      levemente su marcha regular, deprimiendo o exaltando el funcionamiento de

      un órgano importante; la clorosis, que azota al sexo femenino,

      trastornando la vida del cuerpo y del espíritu con la muerte misteriosa

      del glóbulo sanguíneo; la tisis pulmonar, las fiebres intermitentes, y

      hasta la época apacible de la lactancia materna, todas son causas o

      estados propicios para su invasión, sin que la herencia, o cualquiera de

      esas grandes fuerzas, tenga necesidad de intervenir.

      Obran además en el orden físico, y como causas locales, todas las que

      influyen directamente sobre el encéfalo, principal motor de la vida, o que

      lo hagan a distancia y simpáticamente; como causas generales, la anemia,

      el onanismo y las pérdidas seminales, la diátesis neuroartrítica, la

      fiebre tifoidea; como causas fisiológicas, la menstruación, el embarazo,

      el parto; y como causas específicas, las intoxicaciones por medio del

      mercurio, del plomo, de la belladona, el opio o el haschisch. En el orden

      moral, y como ocasionales, las emociones fuertes, el desborde de las

      pasiones, los disgustos, la imitación; como predisponentes generales la

      civilización, las ideas religiosas, los acontecimientos políticos; y como

      individuales, la "herencia", el sexo, la edad, lo mismo que el clima, el

      estado civil de las personas, la profesión y por fin la educación. Que

      estas influencias etiológicas -dice el autor de quien tomamos estos

      párrafos- obren aisladamente, es muy raro; lo más a menudo se asocian

      entre sí causas predisponentes y causas ocasionales, causas morales, y

      causas físicas, y su unión no hace sino aumentar la intensidad de su

      acción [69.] .

      Una de las que obran con mayor fuerza en la etiología de la locura, y la

      que más ha fijado la atención de los sabios, es sin duda la herencia,

      fenómeno misterioso que hace la desesperación de los médicos y en virtud

      del cual el niñ o nace con el carácter, con las inclinaciones, con las

      disposiciones patológicas, con las calidades corporales, con las

      preocupaciones del espíritu del padre, del abuelo o de cualquiera de sus

      ascendientes directos o colaterales.

      Hace años un hombre ilustre en los anales de la medicina, el profesor

      Virchow, emitió la opinión atrevida, aunque poco explicativa, de que el

      cuerpo del padre y de la madre comunicaban a la sustancia del germen y, en

      consecuencia, a los seres que de ellos provenían, cierto movimiento

      material de una naturaleza indeterminada y que cesaba únicamente con la

      muerte. Más tarde, Haeckel, el apreciable autor de la "Morfología general

      de los organismos", se pronunció también por esta opinión, sosteniendo

      para explicar los fenómenos infinitamente variados y complejos de la

      herencia, que la evolución completa del individuo es un encadenamiento

      continuo de movimientos moleculares del plasma activo que, gracias a su

      tenuidad infinita, se encuentra en el óvulo y en el espermatozoide, con

      una estructura molecular y atómica especifica.

      Pero estas explicaciones, tan complicadas y tan poco satisfactorias, han

      dejado la cuestión casi en el mismo terreno, envuelta en los mismos

      misterios y oscuridades de antes.

      Sin embargo, las observaciones reunidas hasta nuestros días, parecen

      autorizarnos, dice Buchner, para afirmar que las disposiciones del

      espíritu, tendencias, etc., etc., adquiridas o nativas, se heredan con

      mayor facilidad que las disposiciones corporales. Los caracteres de la

      voluntad y del sentimiento, la memoria, la imaginación, la inteligencia,

      suelen pasar todos, de padres a hijos, de la misma manera que se trasmiten

      las facultades sensoriales, las particularidades de la visión, el

      estrabismo, la miopía o la presbicia, las perfecciones e imperfecciones

      más singulares del tacto, las debilidades e hiperestesias del oído, las

      anomalías todas del olfato y del gusto.

      La influencia preponderante de la herencia en la producción de las

      perturbaciones mentales es un hecho comprobado por los trabajos

      estadísticos de los alienistas modernos. Y es tal su importancia, dice

      Legrand du Saulle, que cada vez que por la marcha del estudio hemos

      llegado a la etiología de una de estas perturbaciones, la herencia se ha

      presentado en primera línea. Sucede a menudo que las causas ocasionales de

      estas afecciones son ligeras; y cuando circunstancias, insignificantes en

      apariencia, determinan en ciertos sujetos la explosión de perturbaciones

      cerebrales graves y a veces incurables, es menester ir a buscar allí la

      razón de esta desproporción aparente "entre la pequeñez de la causa y la

      magnitud del efecto" [70.] .

      En la mayoría de los casos -continúa el autor citado-, la transmisión

      hereditaria no se hace de una manera similar, sino que es esencialmente

      polimorfa y la regla general es que las afecciones de este género se

      transformen al trasmitirlas. Un padre o una madre epiléptico, excéntrico o

      extravagante, puede engendrar hijos alienados, idiotas, perseguidos o

      criminales; y un loco, a su vez, puede engendrarlos epilépticos, pobres de

      espíritu, alcoholistas, etc. Para comprender bien estas transmisiones

      polimorfas es preciso considerar a las afecciones mentales y a las grandes

      neurosis como variedades de una misma especie. Las grandes neurosis y las

      diversas formas de enajenación son estados mórbidos entre los cuales

      existen lazos íntimos de parentesco; sus productos patológicos tienen

      entre sí relaciones directas, es decir, que lo que generalmente se llama

      extravagancia, estado nervioso, rareza de carácter, debilidad de espíritu

      o locura, tienen relaciones estrechas y no son sino variedades de un mismo

      tipo [71.] .

      Esto era lo que evidentemente sucedía en Rosas, cuyo estado anómalo

      parecía, con ciertas transformaciones, heredado por línea materna, que es

      lo que más frecuentemente se observa siempre que en los ascendientes se

      haga notar cualquiera de esas perturbaciones, ya leves, ya graves; siempre

      que, según el respetable autor del "Delirio de las persecuciones", sean

      aquellos neurópatas, personas extravagantes, originales, exaltadas,

      violentas, apasionadas, histéricas, epilépticas, suicidas, alcoholistas o

      locos verdaderos. Insisto en esto porque he vislumbrado en el carácter de

      la madre de Rosas manifestaciones claras de un estado nervioso acentuado,

      de un histerismo evidente. Esta señora, matrona respetable por muchos

      conceptos, era persona de un temperamento eminentemente nervioso y

      exaltado, hasta donde puede permitirlo la sensibilidad exquisita de su

      sexo; una organización dotada de una actividad excesiva y casi febril, con

      una movilidad de espíritu francamente neuropática. Caminaba

      precipitadamente, hablaba con una ligereza nerviosa, accionaba con

      virilidad y, en los movimientos de sus miembros, en la vivacidad de su

      rostro, en su andar firme y resuelto, y hasta en los destellos de sus ojos

      brillantes y convulsivos, podía descubrirse una naturaleza llena de vida y

      azotada por esas efervescencias indomables que agitan tanto la

      sensibilidad femenil.

      Tras estas confusas manifestaciones se abre paso ese estado vaporoso del

      histerismo, en que la retina se siente herida con fuerza por el rayo de

      luz más pálido, en que, por la exageración insólita de su potencia

      emocional, siente la mujer esos espasmos dolorosos y se estremece hasta su

      última fibra al menor ruido, con el más leve movimiento de un objeto.

      Modalidad singular de su espíritu, que deja entrever ciertas alteraciones

      fugaces de la personalidad moral propias de la histeria, delineada con

      fuerte colorido en su organización arrebatada por un nerviosismo extremo.

      Por ese influjo particular y en virtud de las exaltaciones de la

      afectividad, vivía aguijoneada por las exigencias de este estimulo

      sensitivo, tras el cual el ojo menos experimentado descubriría el estado

      de excitación enfermiza de que hablan los autores. Encontrábase poseída de

      un deseo extraño de ocuparse de muchos asuntos a la vez, de emprenderlo

      todo sin concluir nada, de una actividad incesante, de una especie de

      movimiento continuo, análogo a "ese vaivén agitado que se apodera de la

      aguja de un péndulo cuando ha desaparecido el disco que regula su marcha".

 

      Una anécdota que me ha sido referida por una persona ligada a su familia,

      y de cuya veracidad no puedo dudar, dará una idea de su carácter

      excitable, violento y varonil. Un día se presenta en su casa un Comisario

      de Policía con el objeto de expropiar los caballos de su carruaje para no

      recuerdo qué fin. La señora lo recibe y, al significarle aquél el objeto

      de su visita, monta en cólera negándose redondamente a hacerle la entrega.

      El Comisario insiste, y como intentara emplear la fuerza, la señora corre

      a una de las habitaciones inmediatas, toma un par de pistolas, dirígese a

      la caballeriza y las descarga sobre los caballos. Aquel de los dos que

      quedó agonizante, fue ultimado por su propia mano.

      Otro episodio me es conocido, tomado de las tradiciones orales de la

      época. Una tarde, compra en una tienda algunos objetos, que dejó apartados

      para llevarlos cuando regresara a su casa. Momentos después vuelve por

      ellos y se impone con sorpresa que el tendero los ha vendido. -Los he

      vendido -le dice éste-, viendo que Vd. no volvía. -Soy sorda -le responde

      la señora, colocando en el oído la mano derecha a guisa de pabellón-,

      tenga Vd. la bondad de acercarse más. El tendero acerca su cabeza, y antes

      que hubiera articulado la palabra, una feroz bofetada le hacía purgar su

      insolencia.

      Las expresiones súbitas de la cólera, la sobreexcitación constante en que

      vivía, agregadas a estos rasgos de su carácter extravagante, nos ha

      llamado la atención, llevándonos a buscar en la "herencia", transformada

      indudablemente, una de las causas que han influido con más o menos vigor

      en la producción de este dislocamiento de las facultades morales que

      encontramos en Rosas.

      ¿Estas explosiones de la sensibilidad no serían ese matiz intermediario

      entre la salud y la enfermedad que Lorry llamaba la caquexia nerviosa y

      Pomme la fiebre nerviosa? ¿No sería la neuropatía proteiforme de Cerice,

      el estado nervioso de Sandras o la neurospasmia de Brachet?

      Indudablemente había mucho de enfermizo en esas actividades extrañas,

      puesto que, según Legrand du Saulle, este estado no es otra cosa que la

      exageración patológica del temperamento nervioso. Algo más en mi concepto;

      estaba allí visible el histerismo con sus manifestaciones caprichosas, mú

      ltiples y variadas. Esta señora era indudablemente extravagante y

      exaltada, y esto se ha reproducido -dice el eminente autor del "Facundo"-

      en D. Juan Manuel y dos de sus hermanos. Tenía un carácter duro y tétrico,

      y se hacía servir el mate de rodillas con las negritas esclavas que

      criaba. Estos datos [72.] me los ha corroborado el Dr. D. Vicente F.

      López, cuya madre, aunque en grado lejano, es pariente de aquella señora.

      A la par de su dureza extraordinaria de carácter, tenía, sin embargo, y en

      un estado de exaltación propio de su temperamento, sentimientos

      completamente opuestos, porque era caritativa, solícita con los pobres a

      los que repartía dinero y ropas, y para quienes fue, según se refiere, una

      verdadera providencia. Frecuentemente (y consigno este dato como un

      complemento al diagnóstico), veíasele atada la cabeza con un ancho pañuelo

      de seda porque padecía de fuertes y repetidas cefalalgias.

      Bien, pues, este carácter neuropático, es el germen de entidades mórbidas

      más graves, "que la herencia hace estallar" y evolucionar de cierta manera

      propicia a la enfermedad, más aún, "cuando el germen es fecundado en la

      descendencia por elementos morbosos nuevos". (Legrand du Saulle).

      Siempre que encontréis en una familia uno de estos miembros gangrenados

      -dice Moreau de Tours-, una de estas naturalezas extraordinariamente

      viciadas, de estos seres que hacen desde sus primeros años la

      desesperación y muy a menudo la deshonra de sus desgraciados padres, cuya

      honorabilidad y costumbres ejemplares parece que debieran preservarlos de

      esta calamidad, estad seguros "que encontraréis un vicio neuropático

      oculto en alguna parte del árbol genealógico". Encontraréis, agrega, una

      de estas afecciones nerviosas tan comunes como la locura, la histeria, las

      enfermedades convulsivas, bajo cualquiera forma, grave o ligera, las

      lesiones de los centros nerviosos, de la médula espinal, etc.

      Hay entre estos productos patológicos relaciones directas que la herencia

      combina y transforma de manera que pueden pasar por una serie compleja de

      metamorfosis, y no es extraño, como antes he dicho apoyándome en la

      palabra respetable de todos estos grandes maestros, que de personas

      extravagantes, exaltadas, etc., etc., nazca un criminal, un paralítico,

      etc., siendo precisamente más frecuente por línea materna esta terrible

      transmisión. La madre trasmite a veces simplemente esta tendencia

      enfermiza, este modo de ser del organismo que lo pone en mejores

      condiciones para recibir las impresiones mórbidas y para reaccionar en

      favor de ellas, de ese modo particular que llamamos predisposición; otras

      trasmiten directamente su enfermedad, transformándola. (Legrand du

      Saulle).

      El rol importante, que desempeña la madre en la transmisión de los

      fenómenos patológicos hereditarios, está hoy completamente averiguado y no

      necesitamos insistir sobre él. Recordemos de una manera general, dice

      Moreau de Tours, que como toda causa, todo agente físico o moral, tiene el

      poder de sobrexcitar y de perturbar sobrexcitando la fuerza vital o

      dinámica de los centros nerviosos en los padres, puede desarrollar en los

      hijos desórdenes análogos "más o menos intensos".

      Ahora bien, estudiando los rasgos que marcan los autores como signos de

      estas transmisiones en el orden afectivo y en el orden moral, y

      comparándolos con los que en este sentido revelaba en su carácter Don Juan

      Manuel, no dejará de sorprender la curiosa semejanza que muestran entre

      sí, a tal punto, que al describirlos, parece que Legrand du Saulle hubiera

      adivinado los duros contornos de su lúgubre silueta.

      Las profundas perturbaciones morales que agitaban el cerebro de este

      hombre son precisamente las que la mayoría de los hereditarios llevan

      palpitantes en su carácter. Casi todos ellos tienen las facultades

      efectivas profundamente alteradas.

      Son, como Rosas, malos hijos, malos esposos, padres indiferentes, fríos,

      insensibles a todos los dolores de la tierra, a todo lo que no les toca

      directamente; presuntuosos, aunque afectan mucha modestia, rasgo que era

      proverbial en el "hombre de Palermo" y que ha dado origen a tradiciones

      curiosas. Déspotas violentos, dice Legrand du Saulle, no sufren nunca

      contradicción alguna, envidian los honores y desean la riqueza de todos.

      Son burlones, amigos de chanzas brutales, y les gusta incomodar a sus más

      fieles amigos y servidores con bromas cruentas: incapaces de sentimientos

      elevados, no conocen la caridad, el patriotismo y el honor. Toda la moral

      se resume para ellos en el interés particular; la hipocresía y el engaño

      les parecen muy naturales, desde el momento que pueden sacar provecho.

      Cínicos y disipados (como Rosas), sistemáticamente hostiles a toda acción

      moralizadora, insensibles a los goces del hogar, inaccesibles a las

      dulzuras de la afección, hacen siempre la desgracia de su familia y son a

      menudo su deshonra [73.] .

      Hay un gran número de casos, agrega ese autor, en los cuales estas

      perturbaciones de las facultades son poco aparentes, sea porque en

      realidad están poco desarrolladas, sea porque en cierto modo las ocultan

      síntomas más graves y de otro orden. Pero se ven otros, agrega, en quienes

      las perturbaciones afectivas predominan de una manera completa,

      perturbaciones caracterizadas por ciertos estados de exaltación enfermiza

      y por la perversión de la sensibilidad moral.

      Esos actos de verdadera locura moral que conocemos en la vida de Rosas,

      aquellas "infladas" al loco Eusebio, aquellos juegos del "peludón", todas

      esas bromas infernales de que eran teatro Palermo y la Casa de Gobierno,

      son extravagancias a que frecuentemente se entregan los hereditarios,

      quienes, segú n el autor mencionado, se manifiestan sin motivo alguno

      inmorales y peligrosos, como si se sintieran arrastrados por una necesidad

      ligada a su organización anómala: "ninguna concepción delirante provoca

      estos actos, ninguna incoherencia en el discurso las explica" [74.] . Su

      naturaleza, dice el mismo autor, es extremadamente variable, unas veces

      son puerilidades insignificantes, absurdos, extravagancias; otras, actos

      peligrosos, obscenos, violentos o criminales.

      Hasta en la forma de su cabeza había condiciones orgánicas que favorecían

      la producción de su imbecilidad moral. Su cráneo, aunque no era

      visiblemente muy defectuoso y asimétrico, no parecía tampoco

      artísticamente conformado. La abundancia exuberante de su cabello encubría

      a la mirada poco curiosa de sus cortesanos las señales inequívocas del

      desigual desarrollo de su cerebro.

      Gratiolet ha descubierto que, en las razas menos perfectibles, las suturas

      anteriores del cráneo se cierran antes que las posteriores, es decir, que

      el crecimiento de los lóbulos anteriores del cerebro se detiene antes que

      el de los posteriores. En las razas superiores, por el contrario, la

      osificación de las suturas principia por las occipitales y cuando éstas

      están ya definitivamente cerradas, y terminando el crecimiento de los

      lóbulos posteriores, las frontales, todavía abiertas, permiten al cerebro

      desarrollar sus lóbulos anteriores que están en relación con las

      facultades más elevadas del entendimiento. Era ya, dice Broca, una noción

      vulgar en la ciencia que el desarrollo de la frente estaba en relación con

      el de las más altas facultades del espíritu, cuando Camper imaginó

      determinar esta relación por la medida del ángulo facial. Su

      procedimiento, aunque exento de un rigor absoluto, ha revelado sin embargo

      las desigualdades intelectuales de las distintas razas humanas. Las menos

      perfectibles son las que tienen un ángulo facial más agudo y en las que,

      en consecuencia, se encuentran menos desarrollados los lóbulos frontales

      del cerebro. Para determinar el desarrollo relativo de la parte anterior y

      posterior del cerebro, Parchappe ha imaginado un procedimiento que, aunque

      no es aplicable al estudio comparativo de las razas, puede sin embargo

      aplicarse al de los individuos de una misma raza.

      De estos estudios resulta que, en los hombres mentalmente superiores, la

      región anterior del cerebro está mucho más desarrollada que en los hombres

      vulgares, y la parte posterior, por el contrario, es mucho más pequeña, no

      sólo de una manera relativa, sino también absoluta. (Broca).

      Y bien, estudiemos el cráneo de Rosas, la configuración exterior de su

      cabeza, y veremos cómo las pasiones ciegas, los instintos del bruto, el

      "alma occipital" en una palabra, están desarrolladas de una manera

      exuberante, con gran detrimento de los lóbulos anteriores.

      He examinado ochenta y tantos retratos suyos, pertenecientes a la hermosa

      colección del doctor Lamas; muchísimos de perfil, debidos al pincel de

      Morel, de Carrandi, y "tomados del natural"; entre ellos, el que paseaban

      en el carro y colocaban en los altares, que es de mano maestra

      indudablemente. El ángulo facial es tan agudo que basta un examen

      superficial para comprenderlo. La frente, poco espaciosa, es deprimida,

      estrecha y cerrada, signo incontestable de inferioridad mental. La frente

      vertical, elevada, con las bosas frontales prominentes, se ve en ciertos

      hombres de genio; los microcéfalos y los idiotas poseen una frente

      fugitiva, las bosas frontales deprimidas y muy bajas. Frente ancha, llena,

      inclinada muy ligeramente hacia atrás, describiendo una curva amplia a

      nivel de las eminencias frontales y dirigiéndose de allí rápidamente hacía

      atrás, son, dice Topinard, los caracteres del tipo europeo bien

      constituido.

      Este aplastamiento de la parte anterior del cráneo, sujetando en su

      natural desarrollo a los lóbulos correspondientes que hace a los hombres

      más dueños de sí y desarrollan las más nobles facultades del espíritu,

      determina, como es consiguiente, una prominencia notable de la parte

      posterior. Esta era visible en la cabeza de Rosas y favorecía, o mejor

      dicho, indicaba un desenvolvimiento grande de todas las facultades más

      inferiores, sobre todo de esa "ferocidad occipital", como llama Gosse a

      ese signo tan característico de los hombres de un nivel moral muy bajo.

      Mirada su cabeza de frente, el ojo menos perspicaz descubre al instante la

      estrechez y poca extensión del frontal: angosto, corto y revelando toda la

      inferioridad de su alma. Los arcos superciliares prominentes, espesos y

      proyectándose atrevidamente hacia afuera, la órbita, profunda, ancha,

      elevada a expensas de las hendiduras frontales y reduciendo los lóbulos

      anteriores, las cejas abundantes, el párpado de aspecto edematoso, signo

      para mí de inferioridad, y la mirada encapotada, siniestra, que brotaba de

      unos ojos celestes bellísimos: tal era el conjunto de su fisonomía.

      Además de todos aquellos signos orgánicos de degeneración, es probable que

      el traumatismo del cráneo tuviera también su parte en la producción de su

      estado mental. En su juventud, y en uno de los juegos brutales a que se

      entregaba, recibió de un potro una patada en la frente misma y sobre la

      eminencia derecha del frontal; el golpe lo dejó por mucho tiempo privado

      del sentido. En ese punto tenía una depresión más o menos visible que se

      extendía desde la eminencia derecha oblicuamente de afuera adentro y de

      arriba abajo, y llegaba hasta la glabela en donde era más profunda [75.] .

 

      Los efectos del traumatismo craniano en la etiología de la enajenación, ya

      como causa determinante, ya como ocasional, son conocidos por todos los

      autores modernos. Las heridas de cabeza, dice Griesinger, tienen una

      influencia considerable sobre el desarrollo de la locura, sea que

      produzcan simplemente una conmoción del cerebro o que se acompañen de

      fractura del cráneo. En algunos casos, continúa, se forman pequeños focos

      purulentos de marcha crónica que permanecen largo tiempo sin producir

      accidentes, o bien son pequeños quistes apopletiformes, o una inflamación

      de la duramadre; otras veces se forman a consecuencia de las heridas, una

      exóstosis, un tumor o una caries de los huesos del cráneo que trae una

      hiperemia más o menos extendida, o la exudación de falsas membranas en las

      meninges. En otros no se observa nada de esto, la fuerte conmoción que ha

      sufrido el cerebro basta, sin necesidad de otras lesiones anatómicas, para

      determinar en este órgano una susceptibilidad mórbida tal que, bajo la

      influencia de causas ligeras, y al fin de algunos años, vemos aparecer la

      locura.

      Indudablemente esto último es lo que ha sucedido en Rosas, porque nada nos

      autoriza para creer en la existencia de tumores de cualquier género ni

      menos de meningitis o encefalitis crónica, pues a haber existido estas

      últimas hubiéranse manifestado durante la vida síntomas graves que no le

      conocemos. De 500 locos observados por Schlager, había 49 cuyas

      perturbaciones mentales, graves en algunos y leves en otros, eran

      producidas por la conmoción del cerebro; en 21 casos el traumatismo había

      sido seguido inmediatamente de pérdida completa del conocimiento, en 16 de

      simple confusión de ideas; en 19 la locura desarrollóse en el primer año

      del accidente, en 4 a los 10 años, pero siempre se inicia antes. Casi

      todos estos enfermos tenían después una gran tendencia a las congestiones

      de la cabeza, bajo la influencia del menor exceso en la bebida, de una

      emoción moral, etc., etc. [76.] . A esta tendencia a las congestiones en

      un temperamento sanguíneo, como el de D. Juan Manuel, y a la irritabilidad

      de su cerebro, despertado por el traumatismo, deben agregarse las causas

      que ya estudiamos como factores de mucha importancia en la etiología de su

      estado moral.

      Pero hay todavía otra causa no menos importante, cual es su enfermedad de

      los órganos urinarios, bien caracterizada en mi concepto, por ciertas

      particularidades sintomáticas que la revelan. No es dudoso que Rosas haya

      sufrido una enfermedad a la vejiga y afirmamos esto en virtud de datos

      suministrados por personas de su relación y aun por miembros de su

      familia. Algunas veces quejábase de dolores vagos en las regiones renal e

      hipogástrica y echaba frecuentemente arenilla al orinar. Estas arenillas

      renales son la forma común de la litiasis, dice Jaccoud, y la mayor parte

      de los cálculos vesicales son piedras renales que han descendido a la

      vejiga y engrosado en ella por la adición de nuevos depósitos.

      El Sr. Ezcurra me ha referido que Rosas, a consecuencia de un fuerte golpe

      que recibió corriendo una carrera en Londres, cayó enfermo y que

      inmediatamente después arrojó una orina fuertemente sanguinolenta y

      cargada en abundancia de gruesas arenillas. Después de este accidente no

      volvió a sentir la menor incomodidad, restableciéndose al parecer

      completamente. En otras ocasiones este restablecimiento puede explicarse

      por la calidad del cálculo que, siendo úrico, desciende a la vejiga y

      escapa por la orina sin la intervención del arte. En estos casos, dice

      Thompson, el enfermo debe ponerse sobre aviso, pues un accidente semejante

      revela en él una gran predisposición a la formación de una piedra cuya

      evolución debe impedirse. La orina de sangre o hematuria se produce en

      todos aquellos individuos precisamente después de algún movimiento brusco,

      violento, como la caída que experimentó D. Juan Manuel y la que tal vez

      produjo el rompimiento de algún cálculo en formación.

      Pero, si ese no fue un cálculo de buenas dimensiones, vivió ciertamente

      aquejado por lo que los autores franceses llaman la "gravelle". Esta

      enfermedad consiste en la formación de pequeños cuerpos granulosos, de

      diámetro variable aunque generalmente pequeños. Los síntomas son variados

      y todos se refieren naturalmente al aparato genitourinario. El que más

      molesta es el dolor renal que puede ser pasajero y accidental, aunque

      algunas veces se hace vivo e insoportable, y constituye en otros síntomas

      no menos molestos ese cuadro terrible que conocemos con el nombre de

      cólico nefrítico.

      Si Rosas ha sido víctima de esta diátesis, nada de extraño tendría que el

      cólico nefrítico hubiera más de una vez amargado los días de su vida. Este

      episodio patológico es, con razón, el terror de los enfermos, y las

      convulsiones profundas que en esos momentos supremos experimenta el

      organismo, explican hasta cierto punto las perturbaciones morales que

      acarrean sus repeticiones frecuentes. Se anuncia a veces por pródromos que

      el enfermo habituado aprecia, poseído de una agitación dolorosa. Otras

      sobreviene con una instantaneidad insólita y brutal, sin que nada haga

      presentir su aparición; la víctima, dice Jaccoud, siente un dolor renal

      que va aumentando hasta que adquiere una intensidad insoportable; sudores

      profusos bañan su rostro y en los rasgos de su fisonomía descompuesta

      expresa los sufrimientos horribles por que atraviesa todo su cuerpo. Los

      padecimientos intensos del parto, los dolores gravativos de la peritonitis

      aguda y de la estrangulación intestinal, no son para algunos autores,

      Durand Fardel entre otros, comparables con los que experimenta el paciente

      en estos paroxismos terribles. En lo más agudo del acceso, el enfermo se

      agita y se queja de la angustia que lo tortura, el semblante palidece, el

      pulso se hace pequeño y las extremidades se ponen heladas; la secreción

      urinaria disminuye, y en medio de los esfuerzos vesicales más dolorosos,

      arroja en corta cantidad, o a gotas, una orina ya clara y limpia, ya

      turbia, mucosa y sanguinolenta, según provenga del lado sano o del lado

      enfermo. El acceso dura algunas horas y concluye repentinamente arrojando,

      aunque no siempre, el cuerpo del delito [77.] . Su modo de aparición es

      irregular. Puede producirse uno solo y no volver jamás, otras veces sucede

      que se renuevan todos los años, otras cada dos años; en un año suelen

      verificarse muchos y aún repetirse en un solo mes. Que Rosas ha padecido

      de "gravelle" no cabe duda, puesto que, para la mayoría de los autores,

      basta para hacer el diagnóstico la presencia de esas arenillas que

      arrojaba en la orina.

      Y véase aquí, como decíamos antes, otro elemento etiológico importante

      agregándose a ese cúmulo de causas de tan diverso género, físicas y

      morales, predisponentes y ocasionales, hereditarias y adquiridas, obrando,

      ora en conjunto, ora aisladamente, sobre su espíritu predispuesto desde la

      cuna.

      Enardecida su enfermedad moral por los sacudimientos irresistibles que

      producen en todo el organismo los cólicos nefríticos, tendría que sentirse

      dominado por todas sus inclinaciones perversas, por ideas negras, por

      deseos inmorales; la rabia, el odio, el amor pervertido y extravagante

      estallando sórdidamente en sus entrañas, pondrían en mayor efervescencia

      aquel cerebro congénitamente enfermo.

      La influencia que las enfermedades genitourinarias tienen sobre el

      carácter del individuo es evidente. He querido mostrar por un ejemplo

      célebre -dice Augusto Mercié-, qué influencia puede tener sobre la vida de

      un hombre y aun sobre la marcha de la humanidad, una alteración de estos

      órganos, tan pequeñ a como "para pasar desapercibida a los ojos de médicos

      instruidos" y que la han tocado con sus propios dedos. Juan J. Rousseau

      fue durante toda su vida atormentado por una enfermedad de este género

      cuya causa ha permanecido inexplicable aun después de la abertura de su

      cadáver. Más adelante, hablando de estas mismas influencias, agrega: los

      infelices que están afectados de esta enfermedad y que no pueden curar,

      sea por su propia incuria, sea por insuficiencia del tratamiento que se

      les aplica, viven condenados a una existencia penosa cuando la afección es

      leve, y a un fin próximo y doloroso, cuando es grave. Alejados de la

      sociedad por mil inconvenientes, por las exigencias secretas de su

      enfermedad todo les es indiferente. Difícil me sería decir, agrega Mercié,

      cuántos célibes no engendra y cuántas horribles confidencias se me han

      hecho en mi práctica, cuántos infelices atormentados en la soledad por

      continuas aprehensiones y disgustados de sí mismos han concluido por odiar

      la vida y suicidarse. En general, podemos decir que las afecciones de las

      vías urinarias son causas poco conocidas de frecuentes suicidios. Y no es

      esto todo: cuántas veces no hemos visto la más bella facultad del hombre,

      perturbarse por desórdenes sobrevenidos en aquellos órganos y provocados

      por el dolor, la rabia y la desesperación. Diversas formas de monomanía,

      de hipocondría y de manía han sido la consecuencia de estas afecciones

      frecuentes [78.] .

      La espermatorrea engendra como secuela obligada la tristeza, la

      hipocondría y hasta el suicidio.

      En los individuos que padecen alguna enfermedad crónica de la vejiga, el

      carácter sufre profundas modificaciones.

      Podríamos aducir mayores argumentos en prueba de esta influencia, pero con

      lo expuesto queda, en nuestro concepto, suficientemente probada la que

      pudo tener sobre el carácter de Rosas.

      Se ve, pues, el número y la magnitud de las causas que han influido para

      producir su neurosis. Todas ellas se han combinado, reforzándose las unas

      a las otras y aumentando considerablemente su potencia mórbida.

      Primeramente se descubre la herencia, causa por sí sola suficiente para

      engendrar estas perturbaciones incurables; la herencia materna, sobre

      todo, que es aún más terrible y frecuente que la paterna. La madre de

      Rosas era una mujer histérica y con todos los atributos de un temperamento

      nervioso marcadísimo. Estas neuropatías que se observan en los padres

      (particularmente en la madre) son en los hijos el germen de trastornos más

      graves que la herencia transforma y acentú a. En seguida viene el

      traumatismo del cráneo, otro elemento poderoso que, aun cuando obra

      generalmente con lentitud, produciendo trastornos en la nutrición íntima

      del encéfalo, no por esto es menos temible en sus efectos. Después, la

      conformación misma de su cráneo, revelándose en los caracteres anatómicos

      que dejamos marcados en otro lugar; y finalmente la enfermedad crónica de

      sus órganos urinarios, fuente inagotable de trastornos morales, en todos

      los temperamentos.

      Tenemos, pues, en conclusión, que cuatro de las causas más formidables

      para la producción de esas perturbaciones cerebrales, han obrado en Rosas

      de una manera completa y duradera.

      Lo que vemos no es sino la consecuencia forzosa de su influencia, el

      cumplimiento estricto de una ley a la cual no puede sustraerse ningún

      organismo humano.

 

 

 

V. ESTADO MENTAL DEL PUEBLO DE BUENOS AIRES BAJO LA TIRANÍA DE ROSAS

 

      Parece que los pueblos, como los individuos, pueden, bajo la acción de

      ciertas causas, sufrir estas perturbaciones del espíritu, que aunque

      temporarias, ofuscan la razón y adormecen el sentimiento hasta la oclusión

      completa.

      Los ejemplos de casos análogos abundan en la historia de la humanidad.

      La encarnación del "espíritu de las tinieblas" en el organismo humano

      producía, según el misticismo intolerante de la época, aquellas

      alucinaciones que, bajo el nombre de "demonofobia" o "demonomanía",

      arrasaban en la Edad Media conventos y poblaciones enteras.

      La razón humana, adormecida por supersticiones increíbles, sufría a menudo

      esos dislocamientos epidémicos que en las márgenes del Rhin y en los

      Países Bajos, dieron origen al "Mal de los ardientes" o "Mal de San Juan".

 

      La exaltación perniciosa del fanatismo engendraba en la Moravia y en la

      Lorena, en la Hungría y en Siberia, la extraña manía del Vampirismo, bajo

      cuya influencia un sinnúmero de visionarios sentíanse atormentados por los

      muertos que abandonaban sus tumbas para beberles la sangre.

      Los Convulsionarios de San Medardo, empeñados en permanecer en cruz por

      largas horas, colgándose de los pies, arrastrándose sobre el pecho y

      dándose fuertes golpes en el vientre; la Coreomanía que principió en

      Francia y recorrió casi toda la Europa; el Tarantulismo que arrasaba la

      Calabria; el baile de San Vito en Alemania, y en Holanda el baile de San

      Juan, son ejemplos palpitantes de estas terribles epidemias de neurosismo

      bajo cuyo imperio también vivió Buenos Aires en ciertas épocas de la

      tiranía.

      No hace mucho vivían todavía los famosos estigmatizados del Tirol, el

      estático de Kelderen, la paciente de Capreana, que poblaciones enteras

      iban a adorar personalmente. Monstrelet refiere detalladamente la epidemia

      demonolátrica que, en 1459, se apoderó de una parte de los habitantes de

      Arras y que como siempre terminó por repetidos autos de fe.

      La mayor parte de todos estos trastornos fueron verdaderas epidemias

      histéricas que atacaban a los habitantes en grupos considerables y les

      hacían experimentar un sinnúmero de falsas sensaciones, de alucinaciones

      del oído, del tacto y de la vista, agitándolos en transportes nerviosos

      que eran exagerados por las ceremonias violentas, las abjuraciones, la

      afluencia de curiosos y el frenesí de los exorcistas [79.] .

      Estas epidemias se curaban sin tratamiento, que tal es uno de sus

      caracteres más resaltantes, y tenían intervalos de calma, de depresión

      consecutiva a la excesiva tensión nerviosa; hoy parecen haber disminuido

      mucho y solo se han manifestado, dice Maxime du Camp, de tiempo en tiempo,

      y con una cierta periodicidad. Sus formas varían desde la más feroz hasta

      el simple absurdo, e indican una enfermedad más o menos fugaz del órgano

      del entendimiento. Los actos de la Comuna construyen verdaderos accesos de

      piromanía epidémica y furiosa (Laborde-Despine), así como los excesos de

      la Mazorca y del pueblo que la acompañaba tenían todo el tinte sombrío de

      una monomanía homicida furiosa. Esto se veía en una parte de la población,

      mientras que en la otra persistió por mucho tiempo un estado de depresión

      moral, neuropático y epidémico también.

      Debido a causas morales, dice Despine, a sus efectos contagiosos y a

      causas físicas debilitantes, pueden desarrollarse todas estas epidemias

      histero-morales, convulsivas, etc. Lo que las determina es la excitación

      cerebral producida por causas múltiples, la exaltación moral, la

      perversión de los sentimientos que concluye por presentar todos los

      caracteres de la locura. La creencia invencible, agrega Despine, en la

      realidad y bondad de sus inspiraciones irracionales, que resulta del

      enceguecimiento moral en que se encuentran todos esos apasionados, prueba

      que son realmente locos respectos a sus actos [80.] .

      Bien se podría, hasta 1851, caracterizar dos períodos perfectamente

      delimitados en la historia de nuestro país. El primero, de excitación, que

      principia con la Revolución de Mayo y en el cual el pueblo despertaba de

      ese síncope de tres siglos que le había producido el embrutecimiento

      colonial, para moverse en todo sentido y con la actividad febril que

      determinaba en sus centros ese estímulo peligroso que produce una

      resurrección política inesperada. No nos es posible, por ahora, llevar la

      observación hasta aquella época, pero no hay duda de que encontraríamos

      más de un cerebro en efervescencia patológica entre aquellas turbas

      indomables porque, es indudable, como lo afirma Foville (hijo), que los

      grandes acontecimientos políticos, como el que sufrió Francia a fines del

      último siglo, y como la revolución de nuestra Independencia, tienen una

      influencia notable en la producción de las perturbaciones cerebrales [81.]

      .

      Un segundo período, que contrasta vivamente con aquél, y que envuelve y

      concluye la tiranía; período de depresión mental, en el que se vislumbra

      un modo de ser análogo a la demencia. ¡A tal punto se encontraban

      abolidas, o por lo menos suspendidas, todas las facultades afectivas!

      Aquella insensibilidad moral con tintes tan profundos de un egoísmo frío y

      desesperante, la extraña indiferencia que se apoderaba de todos, ese

      desligamiento de la existencia común, en que los hombres viven, como dice

      Taine, como el buzo en su campana, atravesando la vida como éste los

      niveles del mar; aquella supresión de la actividad del espíritu,

      acompañada de la inmovilidad eterna de las esfinges, imprimía en su

      fisonomía todos los caracteres del estupor profundo de la demencia, toda

      la serenidad granítica del idiotismo, que anula para siempre la vida del

      cerebro. Tenían la obediencia automática que imprime la fuerza oculta de

      la costumbre, movían los brazos, articulaban la palabra, sin tener

      conciencia del fenómeno.

      Al lado de las turbas desenfrenadas, que seguían a la Mazorca, estaba esa

      otra parte de la población hundida en este estupor extremo. Subyugada por

      el régimen enervante de Rosas, y dominada por el miedo y la desconfianza,

      había perdido sus hábitos varoniles y debilitado todas sus fuerzas: una

      decadencia intelectual extremada vino a agravar este estado de

      embotamiento en que se encontró en presencia de los homicidas de la

      Mazorca.

      La familia -dice un escritor contemporáneo- ya no prestaba desahogo al

      pecho oprimido, a la pena que despedaza el alma; había perdido su vínculo

      más precioso, cual era la confianza ilimitada, que le embellece y

      consolida; la negra suspicacia, la traidora hipocresía, la habían

      sustituido, y la mujer, deidad del hogar destinada a ejercer en él una

      utilísima misión social, perdió su libertad, su inmunidad y su prestigio,

      en aquellos días horribles [82.] .

      No podía ir mas allá esta exaltación enfermiza por parte de Rosas y de la

      Mazorca, y de depresión moral por parte de una masa considerable del

      pueblo.

      Se pintaban de colorado todas las puertas de la ciudad, porque era el

      color predilecto de Rosas, y el símbolo de su sistema; se llevaban

      chalecos colorados, divisas coloradas, y las señoras ostentaban enormes

      moños colorados también, por satisfacer las exigencias de los "poseídos".

      Si a un pulpero se le ocurría colocar en su azotea una banderilla, su

      vecino lo imitaba, temiendo que fuera una orden de Rosas; el de más allá

      hacía lo mismo, el otro le seguía y así se iba de casa en casa y de barrio

      en barrio, colocando banderas, hasta que aparecía la mitad de la ciudad

      empavesada.

      Estas escenas muestran hasta dónde puede enfermarse un pueblo bajo la

      acción de ciertas causas positivas, dando lugar a perturbaciones,

      asimilables a una verdadera demonomanía.

      Esta adoración a la persona de Rosas era, en algunos, hija de un estado

      cerebral patológico producido por el terror, pero en otros parecía

      engendrado por la exaltación, también patológica, de un sentimiento de

      admiración profundo, mezclado a ese pavor supremo que inspiraba el diablo

      y sus atroces castigos a los demonomaníacos del siglo XV. En ambos, pues,

      el elemento enfermedad desempeñaba un rol importante y decisivo.

      Los poseídos de la Edad Media adoraban al Diablo por temor a sus

      maleficios y viéndose, según ellos, abandonados por Dios; aquellos nuevos

      demonólatras adoraban la imagen de Rosas por temor a la "verga", al

      "serrucho" y a los azotes. Exaltados por la convicción de que pertenecían

      al Demonio, los poseídos de que habla Despine, se acusaban de haberlo

      elegido como Divinidad, de negar la existencia de Dios, de profanar las

      hostias consagradas y de inmolar un sinnúmero de niños con el objeto de

      ofrecerlos en sacrificio; algunos, agrega, tenían tan desarreglada su

      imaginación, que decían encontrar su mayor placer en cohabitar con el

      diablo, en blasfemar, en tener en sus manos sapos, culebras, serpientes

      venenosas y en acariciarlas tiernamente. Los poseídos de la época de

      Rosas, "que le hacían novenas" y que le decretaron tan estúpidos honores,

      vivían bajo la influencia del terror que impresionaba sus cerebros con

      mayor o menor fuerza según el grado de educación y de resistencia moral.

      La Inquisición, que en la Edad Media estaba en todo su esplendor,

      favorecía la rápida propagación de aquellas epidemias, del mismo modo que

      el terror que logró infundir el sistema de Rosas determinó la aparición de

      este estado de perversión moral que sufrió Buenos Aires, tan parecido, en

      ciertas manifestaciones a la "demonolatría".

      Hay afinidades notables entre el "poseído", que encontraba un placer

      inefable en el éxtasis de admiración en que caía delante del "espíritu del

      mal", y el mazorquero que exclamaba, ebrio de rabia: "es justo adorar a

      Dios, pero más justo es adorar al Restaurador de las Leyes"; entre

      aquellas extravagantes peregrinaciones de los demonólatras a ciertos

      lugares donde se verificaba la adoración y la función "del retrato de

      Rosas", cuyo carro arrastraban, en lugar de bestias, hombres vestidos de

      generales, matronas distinguidas, esposas de los altos funcionarios de

      Buenos Aires [83.] .

      En estas inolvidables peregrinaciones palpita un estado mental

      completamente anómalo y el relato de aquellas fiestas bochornosas llena el

      alma de un pavor inexplicable. Era necesario haber perdido completamente

      el sentido y la razón moral en esa noche de eternos infortunios, para

      descender tan abajo en el nivel humano.

      La "Gaceta Mercantil", en su número de 19 de Septiembre de 1839, refiere

      así una de esas fiestas: "A las diez de la mañana del 29, el Juez de Paz y

      vecinos se dirigieron con un elevado carro triunfal a casa del "Héroe" a

      sacar su retrato y el de su esclarecida esposa. Al recibir el retrato, el

      Juez de Paz pronunció en la puerta de calle de nuestro Ilustre

      Restaurador, la alocución que va señalada con el número 1. En el centro de

      las tropas de caballería e infantería que escoltaban los retratos,

      conducía Don L. B. un rico estandarte de seda punzó alegóricamente bordado

      en oro, costeado para este acto por el mismo ciudadano. El retrato fue

      recibido en el atrio de la Catedral por el señ or Cura y otros

      eclesiásticos y colocado dentro del templo al lado del Evangelio. El

      templo estaba espléndidamente adornado; la majestad con que brillaba,

      persuadía que era el tabernáculo del "Santo de los Santos". La misa fue

      oficiada a grande orquesta y la augusta solemnidad del acto no dejaba nada

      que desear. Nuestro Ilustrísimo señor Obispo Diocesano, Dr. D. Mariano

      Medrano, asistió de medio pontifical y celebró nuestro digno Provisor,

      canónigo don Miguel García. El señor Cura de la Catedral, D. Felipe

      Elortondo y Palacios, desempeñó con la maestría que lo tiene acreditado,

      la difícil tarea de hacer la apología del Arcángel San Miguel, mezclando

      oportunamente elocuentes trozos alusivos a la función cívica en honor del

      Héroe y en apología de la causa Federal. Fue en seguida presentado el

      nuevo estandarte ante las aras y recibió la bendición episcopal."

      Con motivo de haber retirado Rosas su renuncia del mando de la Provincia,

      hubo una manifestación popular con el objeto de felicitarlo. El Jefe de

      Policía, en una nota publicada en la "Gaceta Mercantil", refiere, de la

      manera siguiente, esta otra fiesta: "Ningún quehacer dieron a la Policía

      los millares de concurrentes a la quinta de V. E., a excepción que cuando

      V. E. honró a sus conciudadanos con su presencia, aquellos inmensos grupos

      se movían gozosos y entusiastas, hacia donde V. E. se dirigía, con el

      objeto de vitorearlo, 'de verlo, y muchos aún de tocarlo'; así es que V.

      E. sabe cuántas felicitaciones recibió, cuánta infinidad de personas 'le

      tomaron la mano y se la besaron'. Era tal el entusiasmo, Excelentísimo

      señor, que las personas, 'no sentían los golpes y los encontrones que se

      daban', por abrirse paso y poder oír, ver y aun tocar a V. E. Este

      entusiasmo patriótico, 'esa pasión hasta el delirio', que animaba a aquel

      inmenso pueblo, así grandes como pequeños y de todos sexos y edades, por

      la ilustre persona de V. E., ocasionaron algunos leves daños en los

      jardines, porque, tanto el que firma como sus demás empleados, estaban

      extasiados a la par de los demás".

      Todo esto era el producto de un estado excepcional del cerebro

      convulsionado por causas de tan distinto género.

      El terror en las clases superiores y ese brusco cambio de nivel que

      experimentaron las clases bajas, elevadas rápidamente por el sistema de

      Rosas a una altura y prepotencia inusitada, tuvieron también su parte en

      la patogenia de tales trastornos. Un estupor próximo a la demencia

      crónica, una "pantofobia" depresiva y humillante, fue, durante mucho

      tiempo, la situación de una parte considerable de Buenos Aires.

      La otra sufrió perturbaciones de un carácter mucho más terrible, porque

      estaba poseída de una exaltación homicida, llevada hasta sus últimos

      límites.

      Si se tiene presente, dice Griesinger, que las emociones violentas dan por

      resultado ordinario un trastorno en la regularidad de la circulación, de

      la digestión y de la hematosis, se comprenderá entonces cuán fácilmente

      puede perturbarse el cerebro. A menudo la enfermedad cerebral que reconoce

      este origen, no se declara sino después de muchas oscilaciones. Vese

      primero sobrevenir una demacración y enflaquecimiento considerables, la

      digestión se hace mal, las funciones del intestino se debilitan y el

      enfermo pierde el sueñ o; las palpitaciones y la tos aparecen, preséntanse

      sobre diversos puntos del cuerpo anomalías de la sensibilidad,

      congestiones a la cabeza, y entonces las ideas tristes, la hipocondría y

      la depresión moral sobrevienen.

      Un fenómeno, que ha de haber sido frecuente durante la época del terror

      (1840 y 42) y que tiene una influencia especial en el desarrollo de las

      perturbaciones de esta naturaleza, es el insomnio prolongado, a menudo

      producido por esas emociones depresivas que tanto sobrexcitan,

      trastornando profundamente la nutrición del cerebro. Las perturbaciones

      provocadas por el terror presentan ordinariamente este carácter de

      melancolía con estupor, que parece observarse en la población pacífica y

      que se comprende perfectamente, dado el estímulo peligroso que llevarían

      al cerebro aquellos horribles martirios que les imponía Rosas.

      No hay más que buscar en las familias, las personas que perdieron el

      juicio, entre las cuales hay muchas que aún no lo han recuperado. Sería

      esto un elemento precioso para demostrar la tensión nerviosa en que se

      vivía y el nú mero de perturbaciones morales e intelectuales que se

      produjeron. Citaré algunos ejemplos:

      En la familia de D. ..., hay tres o cuatro varones que perdieron la razón

      a consecuencia de los tormentos que sufrieron después de la batalla del

      Quebracho.

      La familia de M. ..., tiene dos de sus miembros, un varón (que murió en la

      fiebre amarilla) y una mujer, que enloquecieron el día que entró la

      Mazorca a su casa.

      En la familia de O. ..., he visto uno que se volvió loco el año 40,

      después de un susto que experimentó.

      La señora de P. ..., y dos de sus hijas, fueron igualmente afectadas el añ

      o 42, a consecuencia de haber sido atentadas por la Mazorca, a la salida

      de un templo.

      El Sr. L. ..., director de Correos durante la administración de Rosas,

      murió en medio de una lipemanía profunda, ocasionada por los vejámenes que

      recibió de Maza.

      En el Hospital de Hombres, muchos de los locos que he visto, han perdido

      el juicio en aquella época. En el hospicio de San Buenaventura, según me

      lo refirió el Dr. Uriarte, había también algunos, entre otros el Escribano

      E. ..., cuya locura fue producida por iguales causas que las anteriores.

      Bien se ve por estos pocos datos cuál sería la situación moral de este

      pueblo, y cómo por ellos es posible explicarse las distintas faces

      patológicas por que ha atravesado en aquella época.

      La generalización de todos estos estados frenopáticos epidémicos,

      verifícase, o porque un número dado de causas obra sobre toda la

      comunidad, o por medio de ese agente invisible que los alienistas han

      llamado "contagio nervioso" y que trasmite, de individuo a individuo,

      todas esas múltiples faces por que atraviesa el cerebro, todos esos modos

      de ser de la sensibilidad, tan caprichosos y a veces tan incomprensibles.

      Aquí obraban ambos agentes a la vez, por lo que respecta al contagio,

      parece que, producida en un individuo la manifestación de un sentimiento

      cualquiera, él despierta en las naturalezas análogas la explosión de un

      sentimiento idéntico.

      La generalización de la tristeza, de la alegría, la risa, el pavor, o

      cualquier otro estado, en un número de personas, es indudablemente

      producto de su influencia, y muchas veces se propaga con mayor fuerza y

      espontaneidad que una enfermedad infecciosa, por medio de ese otro

      contagio que, por oposición, llamamos "físico". El contagio moral es el

      que produce la fuga vergonzosa en una fila de valientes, el abatimiento en

      un corazón alegre, por el solo contacto con un alma deprimida; es ese lazo

      invisible que une dos caracteres, por la analogía de sus naturalezas

      sensitivas; que trasmite, con una velocidad increíble y con el silencio de

      las operaciones orgánicas, todas las faces, todos los estados, ya

      expansivos, ya depresivos, por que atraviesa el cerebro en las evoluciones

      maravillosas de su vida. El contagio nervioso hace que la satisfacción o

      la tristeza se difunda en todos los enfermos de una sala, de la misma

      manera que la erisipela u otra cualquiera enfermedad contagiosa, cuyo

      desarrollo más o menos rápido depende puramente de influencias

      nosocomiales.

      El contagio de los buenos y de los malos ejemplos, el contagio de las

      pasiones, es un hecho reconocido, tanto más fácilmente propagable cuanta

      mayor energía poseen los sentimientos manifestados. Para dar una idea

      clara de este fenómeno, dice Despine que, así como la resonancia de una

      cuerda hace vibrar la misma nota en todas las tablas de la armonía, de la

      misma manera las manifestaciones de un sentimiento, de una pasión, excitan

      los mismos elementos instintivos en todos los individuos susceptibles por

      su constitución moral de experimentar esta excitación. Esto último,

      agrega, explica porqué ciertos hombres no son susceptibles de experimentar

      el contagio de tal o cual sentimiento y porqué otros, por el contrario, lo

      sufren de una manera completa.

      En la Historia Argentina conocemos más de un ejemplo evidente de este

      género de contagio, en que uno o más hombres comunican a todo un pueblo la

      exaltación de sentimientos de que se hallan poseídos. Citaremos, entre

      otros, la reacción de Buenos Aires después de ese profundo pavor que

      produjo la entrada de los Ingleses en 1806, y debida a la acción viril del

      célebre Alzaga, por medio del contagio súbito del entusiasmo febril que lo

      dominaba.

      En la etiología de la anarquía Argentina, el "contagio mental" tiene una

      parte activísima, y sería curioso investigar cómo este agente de tan

      extraña naturaleza, aunque de tan positivos efectos, ha producido todas

      esas revoluciones sin bandera, todos esos movimientos de propósitos

      pueriles, contribuyendo de un modo poderosísimo a relajar los vínculos

      políticos y sociales durante el paroxismo del "año veinte".

      Cuando el ejemplo del mal toma proporciones formidables, reviste, según

      Despine, todo el carácter de una verdadera infección moral. Entonces el

      contagio va cundiendo de individuo a individuo, hasta infectar al pueblo

      entero, que, bajo la influencia coadyuvante de ciertas causas generales,

      manifiesta su estado anómalo por medio de síntomas que revelan una

      verdadera enfermedad cerebral epidémica, como la de Buenos Aires. Aquí la

      infección se producía de un modo tan positivo, como el cólera en la

      persona que ha tocado las ropas de un colérico o ha estado sometida a las

      emanaciones de sus cámaras. Un colérico, un febriciente o un varioloso,

      como la chispa humilde que va a incendiar una ciudad como Chicago, pueden

      con su sola presencia infectar una ciudad entera, del mismo modo que, ese

      otro agente incomprensible, contribuye a la par de otras causas, para

      producir estas epidemias morales tal vez más terribles todavía.

      Estos estados extraños que se manifiestan después tan generalizados son

      producidos por este contagio y por la acción persistente de causas

      físicas, debilitantes y deletéreas para el sistema nervioso. El grado de

      agudeza de semejantes neuropatías, dice el autor mencionado, está siempre

      en relación con la intensidad de estas causas, de manera que todas las

      circunstancias que conmueven vivamente la parte moral de un cierto número

      de personas que sobrexcitan sus sentimientos, que promueven la explosión

      de pasiones, estimulando, sea directamente y por sí mismas, sea

      indirectamente y por medio del contagio, sentimientos y pasiones

      parecidas, y por consecuencia delirios idénticos en un gran número de

      hombres, pueden engendrar perturbaciones cerebrales en toda una población,

      en "poblaciones enteras" [84.] .

      Cuando en las masas ignorantes se excitan vivamente ciertos sentimientos

      enérgicos, como el miedo, la codicia, el terror y el fanatismo, estas

      epidemias no tardan en aparecer, más aún cuando se les estimula

      sistemáticamente, como sucedía durante la administración de Rosas.

      En aquella época obraban sobre Buenos Aires un cúmulo de causas propicias

      para el desarrollo de una epidemia moral; causas todas que los autores

      marcan como de influencia más averiguada y positiva.

      Además de la tremenda corrupción política y social que había en todos los

      ramos de la administración, actuaba otro orden de causas físicas y morales

      determinando en unos un embotamiento de las facultades afectivas, a que ya

      hemos hecho alusión, y en otros una exaltación homicida extraordinaria y

      sin ejemplo. Una de las más frecuentes y activas era evidentemente el

      abuso del alcohol, porque la embriaguez, con todo su acompañamiento de

      escenas repugnantes, constituía el estado casi habitual de la clase baja.

      En la época moderna, la gravedad de las locuras morales guarda casi

      siempre una relación estrecha con la cantidad del alcohol consumido. Basta

      conocer la acción deletérea que este agente ejerce sobre el cerebro y por

      consecuencia sobre las facultades morales e intelectuales, para comprender

      cuán perjudicial es su abuso. La dipsomanía es la que ha reclutado más

      soldados a la Comuna de París, dice Despine. Y por lo que a nosotros toca,

      baste decir que en todos los festines federales la Mazorca bebía el vino,

      no ya en vasos ni en jarrones, sino en tinetas. Los licores alcohólicos

      corrían con profusión y el cuadro final de aquellas escenas de magna

      crápula era una borrachera general.

      El mismo Rosas, que habitualmente era sobrio, no pudo alguna vez resistir

      a sus tentaciones diabólicas. Una noche del mes de Junio de 1840, en que

      celebraban con gran bullicio la derrota de la Revolución del Sud en la

      batalla de Chascomús, Rosas, su compadre Burgos y todos los federales que

      lo seguían, estaban completamente ebrios. Dos días y dos noches duró el

      beberaje, y la ú ltima la empleó el "Gran Americano" en cantar y bailar

      con una negra vestida de bayeta punzó [85.] .

      La muerte del general Lavalle la hizo celebrar ordenando al Cura Gaete la

      gran borrachera que tuvo lugar en la Piedad en Octubre de 1841, y mandó a

      Cuitiñ o y a Salomón que en la plaza de la Concepción hicieran lo mismo.

      Todos, a cual más, bebían con delirante entusiasmo, dice un folleto que

      tengo a la vista, describiendo estas orgías, cuyas consecuencias hacían

      temblar a Buenos Aires.

      En todas ellas los que se manifestaban tibios, es decir, los que no bebían

      en abundancia, eran considerados sospechosos y debían ser tratados con

      rigor, según lo manifestaba Rosas en una circular pasada a los Jueces de

      Paz.

      El Dr. D. Manuel P. de Peralta, Catedrático de Clínica Médica de la

      Facultad de Buenos Aires, nos hacía notar en una de sus conferencias sobre

      las enfermedades del hígado, lo general que era en aquel tiempo el abuso

      de las bebidas alcohólicas, y afirmaba que, casi todas esas turbas que

      lanzaba Rosas a las calles, eran embravecidas por medio de libaciones

      abundantes de caña y de ginebra.

      Indudablemente, una de las causas más poderosas en la patogenia de estas

      exaltaciones enfermizas de la Mazorca, era este abuso inmoderado de las

      bebidas espirituosas.

      Además, y como causa y efecto al mismo tiempo, el desenfreno de las más

      brutales pasiones, los instintos feroces aguzados sistemáticamente,

      salvando todas las vallas y desbordándose de la manera repugnante que

      conocemos, iban propasándose por el contagio y arrastrando en su

      torbellino la totalidad de las masas.

      El terror que infundan las bandas de criminales enardecidos por la rabia y

      las excitaciones anómalas de su cerebro, la miseria que envanecía las

      cabezas adolescentes todavía, la sórdida desconfianza trabajando todos los

      corazones, el pudor ultrajado, la incertidumbre, el dolor extremo minaron

      seguramente aquellas cabezas produciendo las perturbaciones morales que se

      manifiestan por la exaltación en unos, por la depresión más profunda en

      otros.

      Rosas, que dominaba por el terror, sistemando la corrupción e

      introduciéndola dentro de las paredes domésticas, dice el Sr. Lamas, había

      degradado la familia, tiranizándola de un modo que no tiene ejemplo. La

      sirviente que delataba a sus patrones, obtenía la libertad si era esclava,

      y recompensas crecidas si era libre; y no sólo ellas, sino las mujeres de

      todas las condiciones, eran llamadas por el cebo de crecidas ganancias y

      por extravagantes e inmorales nociones del deber, a delatar al esposo, al

      padre, al amante. Publicaba los nombres de las personas que había

      envilecido y esta publicación tenía visiblemente dos objetos: primero,

      provocar nuevas delaciones por el ejemplo y el premio; segundo, aterrar

      con el hecho de tantos hombres y de tantas mujeres pervertidas, haciendo

      intensa y universal la desconfianza, e irrealizable todo concierto para

      escapar a su tiranía. La confianza era imposible y "esto explica mucho de

      los fenómenos curiosos que se observan en Buenos Aires" [86.] .

      Basta describir esas escenas inolvidables que tenían lugar en la "Sociedad

      Popular Restauradora" para comprender, primero, el estado de aquellos

      cerebros, víctimas de la más deplorable exaltación maníaca, y segundo, la

      influencia profundamente depresiva que ejercía sobre el resto de la

      población.

      Hasta la casa donde celebraba sus sesiones, pintada de colorado, vieja y

      carcomida, llenaba el alma de un terror inexplicable. Las ventanas

      resguardadas por gruesas rejas de hierro, el aspecto lóbrego de sus

      pasadizos alumbrados por una luz mortecina, el corte antiguo y

      extravagante de su arquitectura, sus patios, sus paredes llenas de

      letreros obscenos, todo contribuía a darle un aspecto tétrico y

      repugnante. Allí se reunían los asociados, gente la mayor parte reclutada

      en las clases más inferiores, aunque favorecidos algunas veces con la

      presencia de personas cultas y altamente colocadas; y bailando y bebiendo,

      formulaban los planes de asalto y de asesinato que debían perpetrar en las

      principales casas de la ciudad.

      Tiburcio Ochoteco, Julián Salomón, Pablo Alegre y Cuitiño [87.] , que eran

      los principales instigadores de la turba, sostenían siempre vivo el

      entusiasmo de aquella célebre Sociedad.

      Ella manejó alternativamente la daga, el "moño embreado" y la "verga" con

      que azotaban a ancianos y mujeres en el templo, en la plaza pública, al

      pie del altar o al borde de la tumba; el sitio, el sexo, la edad, eran

      para ellos indiferentes, porque sólo buscaban la sangre para satisfacer

      las exigencias de sus imperiosos deseos.

      Cuitiño y Troncoso costeaban el vino que se bebía en tinetas y que corría

      con profusión, hasta que la mitad de los asociados, frailes, mujeres,

      hombres de todas las clases, rodaban por el suelo, en medio de las

      carcajadas y de un ruido infernal, producido por los gritos y las

      maldiciones de los que quedaban en pie. Cuando la excitación alcohólica

      había preparado el ánimo y los pródromos del alcoholismo agudo

      principiaban a acentuarse, provocando esas alucinaciones penosas, en que

      el oído percibe mil injurias y provocaciones imaginarias, en que se ven

      fantasmas horribles, animales deformes, patíbulos, puñales ensangrentados,

      sus instintos estimulados por la impunidad y solicitados por las fuerzas

      extrañas que los poseían, entraban en efervescencia revistiendo el aspecto

      horrible de una monomanía homicida. Tambaleantes algunos, que después

      quedaban tirados en las calles, salían todos en confusión, armados de

      látigos y afilando con alegría sus enormes cuchillos.

      Para inspirar más terror, muchos de ellos pintábanse la cara de colorado;

      marchaban en pandilla, los unos emponchados y medio oculto el rostro tras

      el pañ uelo, casi desnudos y haraposos; sostenían, otros, sus cabellos que

      caían sobre la frente, por medio de enormes vinchas rojas con "¡mueras!"

      en letras negras, formando aureola a la imagen de Rosas.

      Algunos, a cara descubierta, iban delante golpeando las puertas con el

      cabo de sus puñales y rompiendo a ladrillazos los vidrios de las ventanas.

      Entraban a los templos y azotaban al sacerdote si era sospechado de

      enemigo oculto de la Federación, luego recorrían los altares y si alguna

      imagen tenía cara de "salvaje unitario", hacíanla descender a lazo, la

      azotaban, le ponían la divisa y se retiraban, festejando con risotadas y

      muecas sus hazañas tiberianas.

      Siempre buscaban al más inocente para darle de puñaladas, al más débil

      para estropearle a latigazos, al más anciano para blanco de sus burlas

      procaces.

      Repartíanse en grupos de cincuenta o cien, por distintos puntos de la

      ciudad, y allí donde hubiera una familia comprometida, entraban, y

      registraban hasta la última pieza, cometiendo toda clase de tropelías. Si

      alguna mujer había olvidado el "moño", se lo pegaban en la frente con

      brea, o era tomada por cuatro manos crispadas y vigorosas y, arrojándola

      al suelo, la desmayaban a rebencazos. Desgarraban los papeles que cubrían

      las paredes, los muebles, los cortinados que fueran celestes, destruían a

      sablazos los cuadros y las persianas, y llegaban hasta la cuna donde

      dormía algún niño, "para cerciorarse si tenía las condiciones necesarias

      para ser un completo federal".

      Luego, volvían a salir para continuar sus depredaciones y se veía a la

      gente aterrorizada disparando por las calles, y "el ruido de las puertas

      que se cerraban iba repitiéndose de cuadra en cuadra y de manzana en

      manzana", tal era el horror que causaban aquellos hombres, impulsados por

      un soplo irresistible de locura.

      Vivían diseminados en todos los barrios, porque era por cientos que se

      contaban los afiliados a la Mazorca, y llenaban las tabernas y los cafés,

      se metían en los templos, frecuentaban los parajes públicos, y asaltaban y

      mataban en media calle. Habían declarado guerra a muerte a la gente culta

      e ilustrada, y jóvenes, viejos, comerciantes, eclesiásticos, abogados,

      literatos, pertenecientes todos a la primera clase de la sociedad -dice

      Rivera Indarte- arrastraban pesados grilletes en las horribles cloacas a

      que se les destinaba. Casi diariamente, uno o dos de ellos, eran llevados

      a la muerte y no pocas veces fusilados a algunos pasos del calabozo, sin

      que se les hubiera permitido arreglar sus negocios, dar sus últimas

      disposiciones, dejar una palabra a sus familias. Los cadáveres,

      arrastrados con escarnio hasta la puerta de la cárcel, se llevaban en un

      carro sucio y se arrojaban en una zanja del Cementerio. Los degollados en

      la campaña, se les desollaba, se les castraba, se hacían marcas de su piel

      y se les dejaba insepultos, pasto de las fieras y juguete de los vientos

      [88.].

      Bajo la presión abrumadora de esta situación, determinada por un estado de

      embotamiento sensitivo completo, vivió Buenos Aires durante mucho tiempo

      con cortos intervalos de tregua. Tanto él, como la exaltación homicida,

      que en ciertas ocasiones manifestóse con síntomas marcados de

      exacerbación, eran el producto del contagio moral, determinado en cerebros

      ya preparados un estado patológico que venían elaborando, de tiempo atrás,

      causas sumamente deletéreas del sistema nervioso. Estado mórbido y

      epidémico, pero pasajero y que responde a perturbaciones cerebrales

      puramente dinámicas y no a lesiones materiales profundas y más o menos

      apreciables, como erradamente podría creerse y como sucede en las otras

      formas de enajenación mental individuales y rara vez contagiosas.

      Estas epidemias, que tienen en sus manifestaciones diversas todos los

      caracteres de la enfermedad, responden únicamente a trastornos funcionales

      producidos por una multitud de causas, cuyos efectos están necesariamente

      en razón directa de su magnitud, del tiempo que han actuado, de la

      predisposición y de la inminencia mórbida en que se encuentra cada

      individuo.

      Al finalizar el año 41 manifiéstese una calma que indica la marcha

      regresiva de esta curiosa afección popular. Los ánimos, por razones que

      explicaremos, parecían tranquilizarse; la exaltación apasionada tendía a

      desaparecer, y aunque no de una manera completa, la calma se anunciaba por

      la disminución de los paroxismos. El año 40, y principios del 41, marcan

      la época de la algidez convulsiva, período durante el cual esos episodios

      terribles se suceden de una manera horrenda e increíble. Principiaban a

      insinuarse en el año 34 y siguen, en una progresión lentamente ascendente

      el 35, 36, 37 y 40, en que llegan al máximum, descendiendo entonces para

      volver a ascender en el 42, en el que se fusilan ochenta y tantos

      prisioneros de guerra en Santos Lugares y en que la Mazorca recorre en

      bandas, de día y de noche, las calles de la ciudad, degollando a todo el

      que encuentra en su camino. ¡Cuando ha degollado a cuarenta o cincuenta

      ciudadanos, arroja un cohete volador para anunciar a la Policía que salga

      en carros a recoger los cadáveres!

      Fue a fines del año 39 y principios del 40 que las cabezas humanas se

      exhibían en los mercados adornadas de perejil y de cintas celestes, y en

      que la Mazorca sustituía a la cuchilla "la sierra desafilada para degollar

      a las personas distinguidas".

      En todos los actos, colectivos e individuales, se hace visible la

      exaltación lamentable que los dominaba. En la prensa diaria, en los

      parlamentos, en los anuncios de teatro y hasta en el púlpito, se sentía la

      influencia deletérea de su estado neuropático.

      "Es muy cierto, decía un oficio del Juez de Paz de Monserrat, publicado en

      el número 2277 de la "Gaceta", es muy cierto que los "salvajes unitarios,

      bestias de carga, agobiados con el peso enorme de sus delitos, las

      asquerosas unitarias y sus inmundas crías, habrían muerto degolladas, pero

      el horrendo montón que formasen las ensangrentadas e inmundas osamentas de

      esta maldita e infernal raza, sólo podría manifestar al mundo una venganza

      justa; pero nunca, ¡el remedio a los males inauditos que nos ocasionara su

      perversidad asombrosa!"

      "¡Insensatos!" vociferaba el Cura Vicario de la Guardia del Salto, en un

      oficio publicado en el número 5308 de la "Gaceta", "¡los pueblos

      hidrópicos de cólera os buscarán por las calles, en vuestras casas, en la

      Iglesia, en los campos, y, segando vuestros cuellos, formarán con vuestra

      inmunda sangre un hondo río en donde se bañarán los patriotas para

      refrigerar su devorante ira!"

      "Esté bien convencido V. E. -escribía el Coronel Villamayor, en una nota

      inserta en la "Gaceta" del 21 de Julio de 1840-, que el Dios de los

      ejércitos protege la causa de la justicia, poniendo en descubierto los

      infames e infernales planes de los traidores sobornados por un vil

      interés, como sucede con "el traidor, sucio, inmundo y feroz" Manuel

      Vicente Maza y su hijo bastardo".

      Tras este lenguaje maníaco y procaz, claramente se vislumbran las

      anomalías de aquellos cerebros en perpetua erupción.

      Y no podía ser de otra manera, porque todo venía preparándose para

      producir esta generalización epidémica de la neurosis.

      Cada conmoción política o social, cada uno de esos crímenes ruidosos,

      hacen pagar su tributo fatal a la inteligencia humana, rompiendo las

      cuerdas de la sensibilidad e imprimiendo a ciertos organismos

      predispuestos, una sobreexcitación enfermiza o una depresión irremediable

      [89.] . No hay médico, en París por lo menos, dice Figuier, que no haya

      comprobado algún grave desorden de la inteligencia o de la sensibilidad,

      causado por la emoción profunda que el crimen de Pantin suscitó en todas

      las clases de la sociedad; las neurosis preexistentes se exacerbaron y las

      que estaban en germen estallaron. El horror producido por este crimen,

      repercutió de una manera rápida sobre las inteligencias excitadas, sobre

      las imaginaciones vivas, sobre la sensibilidad exaltada; tal cual sucedió

      con todos los crímenes verificados públicamente por la Mazorca y

      acompañados de las más horrorosas circunstancias.

      "El infrascripto tiene la grata satisfacción -se lee en un documento

      inserto en el número 5010 de la "Gaceta" y firmado por un Calisto Vera- de

      participar a V. E., agitado de las más grandes sensaciones, que el infame

      caudillo Mariano Vera, cuyo nombre pasará maldecido de generación en

      generación, quedó muerto en el campo de batalla, cubierto de lanzadas,

      igualmente que su escribiente José Pino. Felicito a V. E. y a toda esa

      benemérita provincia, igualmente a toda la Confederación Argentina, por

      tan insigne triunfo, en que hemos recogido los laureles de la victoria,

      tanto más frondosos cuanto que han sido ¡empapados en la sangre de un

      sacrílego unitario!" Ese Calisto Vera que firma el documento, "era hermano

      de padre y de madre" del muerto D. Mariano Vera [90.].

      Esto es horrible como un parricidio, y los parricidas son casi siempre

      locos; ejemplo: Vivado, Bousequi, Collas y Guignard, que son los más

      célebres que conozco. Una madre no mata a sus hijos sino bajo la presión

      horrible de una fuerte perturbación sensitiva. Un hombre, en su estado

      perfecto de salud mental, no hunde la lanza en el pecho de su propio

      hermano, experimentando como Vera una "gran satisfacción", sino después

      que el equilibrio de sus facultades morales se ha roto bajo la influencia

      de alguna causa patológica que lo abruma.

      Atribuir estos actos, simplemente al deseo de complacer a Rosas y no a una

      perturbación cerebral, es un error lamentable que la ciencia se apresura a

      corregir, es mostrar ignorancia de las leyes que rigen a la naturaleza del

      hombre; sólo estas eflorescencias enfermizas pueden atrofiar en el cerebro

      humano ciertos sentimientos que alumbran el alma eternamente y que sólo se

      apagan bajo la influencia maldita de una locura ingénita o adquirida.

      "Entre los prisioneros de la batalla, escribía un teniente de Rosas dando

      cuenta de la acción del Monte Grande, se halló al traidor salvaje

      unitario, Coronel Facundo Borda, que fue al momento ejecutado con otros

      traidores, cortadas y saladas sus orejas" [91.] . Las orejas de Borda

      fueron remitidas a Rosas y colocadas por él sobre una bandeja de plata,

      con el objeto de exhibirlas.

      "En fin, mi amigo, escribía Mariano Maza al gobernador de Catamarca, la

      fuerza de este salvaje unitario tenaz, pasaba de 600 hombres, y todos han

      concluido, pues así les prometí degollarlos".

      "Con la más grata satisfacción -decía Prudencio Rosas, en un documento con

      que acompañaba la cabeza del infortunado Castelli-, acompaño a V. E. la

      cabeza del traidor forajido, unitario, salvaje Pedro Castelli, general en

      jefe titulado, de los desnaturalizados sin patria, sin honor y sin leyes,

      para que V. E. la coloque en medio de la Plaza, a la expectación pública".

 

      Sería interminable la transcripción de estos documentos horribles. El

      teatro mismo se había convertido en escuela de degüello. El anuncio

      publicado en la "Gaceta" del 23 de Diciembre de 1841, dice lo siguiente:

      "Concluyendo el espectáculo con la muy admirable y nunca vista prueba: 'El

      duelo de un Federal con un salvaje unitario, en el que el primero

      degollará al segundo a la vista del público'. Este espectáculo fue

      concurridísimo y su producto puesto a disposición de Rosas" [92.] .

      Los hombres que vivían bajo esta pesada atmósfera de sangre, habían

      perdido, en virtud de causas puramente patológicas, hasta el último

      destello del sentido moral y, animados por una verdadera "necrofagia",

      iban hasta rastrear los cadáveres de sus enemigos, para desenterrarlos,

      cortarles la cabeza y escarnecerlos. Entonces se vio por primera vez "a

      todo un ejército" ocupado en buscar los huesos de un muerto, el cadáver

      del general Lavalle, para arrancarle la cabeza y remitírsela a Rosas,

      sediento de aquella noble sangre. Todas las autoridades -dice el Sr.

      Lamas- se ocupaban en abrir sepulcros, todos los Curas párrocos se

      apresuraban a certificar que no habían dado sepultura al ilustre difunto.

      "He mandado -decía Oribe- hacer activas pesquisas sobre el lugar donde

      está enterrado el cadáver, para que le corten la cabeza y me la traigan".

      Puestos los restos en tierra boliviana, Oribe reclamó la extradición, pero

      el general Urdimenea rechazó horrorizado tan atroz exigencia [93.] .

      Los enfermos, los heridos, lo mismo que los cirujanos y los clérigos que

      los ayudaban a bien morir, tenían todos que caer víctimas de aquella

      temible exaltación.

      El 29 de Diciembre de 1839, en los campos de Cagancha y en lo más recio de

      la pelea, se destacó una división de Rosas sobre las carretas en que

      estaba colocado el hospital, y allí fueron degollados enfermos, heridos,

      mujeres, niñ os y cirujanos; se rompieron los instrumentos quirúrgicos y

      se inutilizaron los vendajes y las medicinas [94.].

      De todas las causas físicas y morales que pueden perturbar la armonía de

      las fuerzas del cerebro, sea por fatigas funcionales exageradas, sea por

      la usura orgánica, ninguna ha faltado en este largo período de horrores

      inauditos, y la razón y el sentido común afirman -dice Voisin, hablando de

      la locura causada por la Comuna-, que una serie de acontecimientos

      semejantes puede conducir a un cerebro predispuesto, a la locura

      declarada. Y si se tiene en cuenta el número de individuos predispuestos

      por herencia, que existen en una población, y la predisposición indudable

      que la influencia de ciertas causas poderosísimas crea en otros, veremos

      cuán sencillo es explicarse todos estos trastornos epidémicos, bajo cuya

      influencia han vivido muchos pueblos en ciertos períodos de su vida. Para

      convencernos, no tenemos sino que recurrir al hermoso libro de Calmeil

      [95.] , en donde un sinnúmero de ejemplos muestran la extensión alarmante

      que han tomado algunas veces estos delirios simples o complicados.

      Ejemplos de ello son la curiosa "monomanía homicida y antropofágica" de

      los habitantes del país de Vaud, en que muchos de ellos fueron quemados

      vivos en Berna; el delirio de los sortilegios que reinó epidémicamente en

      Artois; la pretendida "antropofagia" de los habitantes de la Alta

      Alemania, en que cien mujeres se acusaban de haber cometido grandes

      asesinatos y de cohabitar con los demonios; la histero-demonopatía que se

      hizo epidémica en el condado de Hoorn, por los años 1551, en el monasterio

      de Brigitte, en el convento de Kingtorp, que estalló después en Howel y se

      propagó entre los judíos de Roma; y por fin las convulsiones histéricas y

      la ninfomanía contagiosa de Colonia.

      La generalización alarmante, que había tomado en Buenos Aires, llegó a

      contaminar a todos los gremios y a todas las clases, sin exceptuar al

      clero en quien se manifestó de un modo horrible. De esto último tenemos

      ejemplos repugnantes. El furor homicida se había apoderado de él también

      de una manera tan pavorosa que hacía tronar el púlpito con discursos que

      destilaban sangre. Un canónigo subía a la cátedra y hablaba de las "siete

      virtudes" que adornaban al Padre de Buenos Aires, como llamaba a Rosas, y

      después de perorar una o dos horas, empleando el lenguaje más procaz,

      concluía tomando en sus manos el retrato del Restaurador para colocarlo en

      el altar. El joven D. Avelino Viamont fue conducido prisionero a San

      Vicente; el cura le ofrece el perdón si revela un secreto que a Rosas le

      convenía averiguar, pero como él repusiera que prefería morir, el

      sacerdote llamó a los soldados y les dijo: "Fusilen a este salvaje, que no

      quiere morir como cristiano".

      Los sermones del padre Juan A. González, cura de San Nicolás de Bari,

      muestran el vértigo que se apoderaba de él en esos momentos de delirio: un

      día subió al púlpito y, arremangándose hasta el codo, dijo, mostrando unos

      brazos secos y convulsivos: "Estos brazos que veis se han de empapar hasta

      el codo, en la inmunda sangre de los asquerosos salvajes unitarios", y

      golpeaba con fuerza sobre la baranda, lanzando rugidos y maldiciones.

      El cura Gaete, de tan horrible recuerdo y que, en medio de su asquerosa

      embriaguez, brindaba por las tres santas, la "santa Federación, la santa

      verga y la santa cuchilla", hacía que las señoras que se confesaban con

      él, se persignaran diciendo: "Por la señal de la santa Federación".

      El cura Solís decía en una de aquellas bacanales que celebraba la Mazorca:

      "Señores, tenemos hoy ricas y abundantes sardinas" (aludiendo a los

      degüellos que se verificarían en ese día), "según me lo ha dicho el

      Presidente de serenos; cada uno afile su cuchillo, porque la jarana va a

      ser larga y divertida".

      En medio de esta vida de enervamiento moral y de decadencia, sensitiva, es

      claro que el resto de la población se encontraba imposibilitada para

      reaccionar contra estas turbas embravecidas. Este descenso brusco de la

      personalidad humana, esta oclusión horrible de la razón y del sentimiento,

      manifestándose bajo dos distintas faces (depresión en unos, exaltación en

      otros), es lo que constituye el rasgo principal de la epidemia.

      La influencia de una causa patológica, es pues, evidente.

      Esas fugaces épocas de calma, que solían sobrevenir, se presentan en casi

      todas las epidemias de este género y se explican perfectamente. Cuando la

      tiranía llegó a su lúgubre apogeo, la desconfianza mutua principió a

      separarlos y se aislaron; aislándose, se suspendía el contagio nervioso

      que era uno de los agentes más poderosos de su patogenia, y entonces la

      enfermedad manifestaba tendencias a desaparecer sin tratamiento alguno,

      que es lo que más habitualmente sucede. La sucesión de esos accesos

      terribles en que entraba la Mazorca en ciertas épocas, traía así que

      terminaba, una depresión completa, una sedación del sistema nervioso: era

      la calma que sobreviene a consecuencia de un gasto excesivo de fluido y

      una vez satisfechos los impulsos morbosos que dominan al cerebro. Después

      de un período de excitación muy grande, sucedió otro completamente

      contrario y caracterizado por una especie de laxitud saludable, de

      cansancio, de postración análoga a la que trae el acceso de histeria una

      vez que ha terminado. Esto es lo que sucede en la manía y en la mayor

      parte de las formas de locura con exaltación violenta.

      Finalmente, todas aquellas circunstancias que distraen mucho la

      imaginación de los habitantes, que solicitan con viveza la atención,

      adormeciendo momentáneamente las ideas delirantes, producen, sobre estas

      epidemias, efectos benéficos, calmando la excitación anterior, cuando no

      las hace desaparecer completamente. Es una especie de "derivación" moral

      de acción rápida y de un efecto maravilloso. Por esto creo, que los

      intervalos de calma que observamos en Buenos Aires, eran debidos a esta

      fuerte concentración del espíritu, producida por la presencia de un

      ejército enemigo, o por la derrota de alguno de los ejércitos de Rosas: la

      inminencia del peligro despertaría con viveza el instinto de la propia

      conservación, obrando como un poderoso sedante. En el último tercio del

      año 1840 -dice el Sr. Lamas en sus "Escritos políticos"-, estaba Rosas

      totalmente perdido. Le habían retirado sus poderes y se hallaban en armas

      contra él, la mayor parte de las provincias Argentinas; el general Lavalle

      se encontraba a las puertas de Buenos Aires, y el general Lamadrid venía

      con otro ejército de las provincias, a colocarse en línea de operaciones

      con el de Lavalle. El general Paz levantaba un nuevo ejército en

      Corrientes, y la Francia bloqueaba los puertos argentinos. Entonces Rosas

      se vio obligado a tratar, y después de ese tratado, fue que desplegó un

      rigor formidable.

      Todos esos acontecimientos fueron para Buenos Aires, lo que para ciertas

      poblaciones neurópatas de la Edad Media la aparición de la peste o la

      producción de cualquier otro incidente que absorbiera violentamente al

      espíritu: un fuerte "derivativo".

      Más adelante, la mayoría de las causas que producían la epidemia fueron, o

      disminuyendo su acción por una especie de tolerancia establecida en la

      población connaturalizada ya con sus efectos, o desapareciendo

      espontáneamente por una evolución natural y sin que nada conocido, a no

      ser los acontecimientos arriba mencionados, viniera a precipitar la

      crisis.

      Esta época de desolación fue, para Buenos Aires, el momento más crítico de

      su vida: fueron las convulsiones propias de una infancia difícil y

      enfermiza.

 

Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina / 1878-1882

 

 

SEGUNDA PARTE

 

            La melancolía del doctor Francia

 

            El alcoholismo del fraile Aldao

 

            El histerismo de Monteagudo

 

            El delirio de las persecuciones del almirante Brown

 

            Las pequeñas neurosis

 

 

I. LA MELANCOLÍA DEL DOCTOR FRANCIA

 

      La generalidad de los autores que han escrito sobre la dictadura de

      Francia hablan de las proverbiales singularidades de su carácter. Desde

      Rengger y Longchamp, que hicieron un libro reputadísimo, hasta las últimas

      biografías de los diccionarios europeos, todos están de acuerdo sobre este

      punto, para cuya confirmación basta, por otra parte, un conocimiento

      superficial de su vida. El mismo Moreau de Tours, cuyo chispeante libro

      hemos citado tantas veces en el curso de este trabajo, consagra con la

      autoridad irrefutable de su palabra, esa afirmación de los alienistas

      "dilettanti", digámoslo así: "Una enfermedad terrible, la locura, dice el

      autor citado, ha hecho muchas víctimas entre los suyos. A veces, en medio

      de accesos repetidos de hipocondría, su razón parecía turbarse, y se había

      notado que el viento del norte, siempre caliente y húmedo, cuya influencia

      es una causa activa del malestar para las personas nerviosas, agriaba su

      carácter hasta el más alto grado".

      Francia, pues, por consagración universal, pertenecía, como dice Paul de

      Saint-Victor, hablando de Nerón, al alienismo histórico, una ciencia a

      crearse, y en cuyos cuadros figuraría la mayor parte de los malos Césares

      [96.] . No sé si me equivoco, pero creo que ninguno es más digno que él de

      que esta moderna tendencia de los estudios morales, que algún día formará

      una rama importante de la psicología positiva, le consagre su atención,

      tratando de investigar cuáles fueron las secretas influencias que

      produjeron su enorme desequilibrio moral.

      Francia (o França, como él pretendía, buscando en la adulteración de su

      apellido una prueba de su supuesto origen francés), era hijo de un

      brasilero que había venido al Paraguay llamado por el gobernador Jaime

      Sanjust, cuando la corte de Madrid quiso hacer competencia a Portugal,

      introduciendo en su colonia la fabricación del tabaco negro [97.] . García

      França era un mameluco, paulista de origen oscuro y de conducta equívoca,

      mitad aventurero y vagabundo, que sentó sus reales en la Asunción con la

      esperanza fundadísima de levantar con el contrabando del tabaco una

      fortuna fácil. Allí contrajo matrimonio con una criolla de buena clase y

      de nombre muy conocido [98.] ; de la cual, algunos años después de nacer

      nuestro héroe (1757), se separó, regresando de nuevo al Brasil, a

      continuar su ágil y holgada vida de aventurero, ya que las pingües

      fortunas que había soñado sólo alcanzaron para comprar una casa en la

      ciudad y una chacra que fue más tarde el refugio melancólico y el único

      patrimonio de su primogénito. Pocos años después regresó de nuevo al

      Paraguay, en donde murió a una edad avanzada. Ni había estado en Francia

      jamás, ni su tipo menudo y restringido, ni su color aceitunado y bilioso,

      revelaba que por sus venas corriera una sola gota de sangre francesa,

      según en sus delirios de grandezas napoleónicas se lo imaginaba su hijo.

      Cuando el niño se hizo hombre, lo tomó bajo su paternal protección un

      comerciante español llamado Martín Aramburu [99.] y, gracias a sus

      infinitas bondades y a las repetidas dádivas de que fue objeto por mucho

      tiempo, pudo ingresar a la Universidad de Córdoba, donde, según sus

      propias palabras, lo empujaban a estudiar la carrera eclesiástica.

      No conocemos los primeros años de su adolescencia, que se pierden en la

      oscuridad de su origen mismo, y que probablemente se deslizaron en la

      inalterable quietud de su aldea, en la eterna soñadora molicie de esos

      climas cálidos, que dan mayor sensibilidad a los sentidos, despiertan la

      fantasía con su exuberante lujuria, y hacen germinar con precipitación

      peligrosa la semilla que en las naturalezas predispuestas produce la

      enajenación. No es extraño que este niño, vagabundo y desamparado por su

      propio padre, en la edad en que el cerebro se deja modelar dócilmente por

      las mil influencias que lo acechan, haya principiado entonces a sentir los

      primeros síntomas de su enfermedad; todos esos temores inciertos y oscuros

      que asaltan la imaginación precipitándola en el tedio insoportable, en los

      vagos y tristes anhelos con que se inicia la pálida "madre de las

      sombras". Lo único que recuerdan los contemporáneos, y que la tradición ha

      trasmitido con cierta repugnancia supersticiosa, es que aquel bruto, ya

      medio envenenado por sus propios vicios morales, tuvo a la edad de veinte

      años un fuerte altercado con su padre, en el cual reveló toda la fría y

      enorme ferocidad de su carácter simio y bestial. Tomáronse ambos en

      palabras, y como su padre le increpara acremente ciertos procederes poco

      limpios, Francia levantó su mano y lo abofeteó despiadadamente; lo

      abofeteó sin que mediaran ímpetus y exaltaciones justificables; fríamente

      impulsado por esa maligna obsesión que mueve la mano de un parricida.

      En este incidente hay todavía algo más cruel para la especie humana.

      Muchos años después, moribundo el pobre viejo, lo mandó llamar con el

      deseo vehemente de reconciliarse. Desea salvar su alma -le decían,

      tentando la única grieta por donde parecía entrar luz a aquella naturaleza

      proterva-, ciertos escrúpulos implacables lo empujan a solicitar esta

      entrevista suprema. "Y a mí qué me importa de ese viejo: que se lleve el

      diablo su alma!"- fue toda su contestación. "The old man died almost

      raving and calling for his son José Gaspar" dice Robertson refiriendo este

      episodio que hace temblar la pluma [100.] .

      Cuando fue a Córdoba tendría veinticinco años próximamente, y no llevaba

      otro caudal de ilustración que el que había podido recoger en aquellos

      colegios cuyos maestros, según el juicioso autor del "Ensayo de la

      historia civil del Paraguay", difundían la corrupción de ideas que les era

      familiar. Enredado entre los lazos de Aristóteles y las trabas pegajosas

      de la escolástica colonial, entre las cuales el alma grande de Maziel

      sufrió crueles angustias, según se ha dicho, terminó sus estudios y se

      graduó en la Facultad de teología. Sólo conocía el derecho por los

      preceptos del Decálogo, la teología de Goti y la filosofía de Dupasquier;

      libros en boga entre las eruditas falanges del Claustro Universitario, y

      en cuyas páginas, escritas con ese estilo inflexible con que Berigard de

      Piza escribió su "Liber trium verborum", habían causas suficientes para

      enloquecer al cerebro más bien templado.

      Si es cierto, como lo es, que la educación intelectual defectuosa,

      agregada a causas de otro orden más poderoso, encierra gérmenes infinitos

      de perturbaciones mentales, la que recibió Francia en el Paraguay, y

      particularmente en Córdoba, debió influir en el desarrollo ulterior de sus

      extraordinarias anomalías.

      Cuatro años de Teología revelada deben ser, para el espíritu, algo como la

      gravitación de un tumor semejante a una montaña; y si a esto se agrega la

      masticación casi diaria de las "Eneadas" de Plotino y del "Proslogium"

      hiperemiante de San Anselmo; si se agrega el extravío que causaría en

      aquellas pobres cabezas la idea de que terminado ese suplicio irían a

      "refrescar" la inteligencia adormecida por el estilo tenebroso de sus

      textos herméticos, en la deglución obligada de alguna rapsodia filosófica

      llena de congestiones cerebrales, se tendrá una idea vaga de lo que era en

      aquel tiempo y la influencia que podría tener aquella educación lóbrega y

      estéril como sus claustros. Eran larvas de locuras incurables, algo como

      cuerpos extraños angulosos y ásperos que se echaban dentro del cráneo

      indefenso de estos pobres filósofos, y que les estaban pinchando,

      oprimiendo, irritando el cerebro, si cerebro les quedaba después de cuatro

      mortales años de abstinencias y flagelaciones intelectuales inicuas. La

      "gótica pagoda" de Monserrat, que agobiaba el espíritu con el peso de su

      beca encarnada, era la que con éxito no menos maravilloso formaba las más

      firmes columnas de aquel oscurantismo exótico, que el clima y la localidad

      misma, con el horizonte sobre los ojos, hacía más pesado. Porque Córdoba,

      por su situación extraña, recibe "la luz" más tarde que las otras ciudades

      colocadas sobre los valles y las altiplanicies.

      Monserrat era un recurso, porque en sus rígidos encierros y en su

      disciplina presidiaria, en la áspera misantropía de los maestros y en

      aquellas lecturas místicas verificadas por sus discípulos escuálidos y

      huraños en medio de un silencio profundo y desolado, fue donde

      pretendieron encontrar el "gran magisterio" que les permitiera hacer las

      transmutaciones tan deseadas por una política que gobernaba con la sombra

      y el fuego, y educaba con el silencio y la penitencia. No había otro

      recurso: o permanecer oscuro en la aldea dejando que la inteligencia se

      atrofiara en su inercia soñolienta, o caer en las aguas de aquel lago

      turbio en donde circulaban revueltas las añejas ideas de Aristóteles con

      los bárbaros comentos de los árabes [101.].

      Para aquellos venerables astrólogos de las letras, la lógica era el arte

      del sofisma, y la física convertida en el "estudio infructuoso de

      accidentes y cualidades ocultas, que nada tenían que ver con el

      conocimiento de los fenómenos naturales" más bien que una ciencia exacta,

      era la continuación estéril de los ensueños inocentes de Arnaldo de

      Vilanova. La teología, envuelta también en las redes de la escolástica

      "corría cenagosa, apartada de sus fuentes puras, por el campo de las

      sutilezas y de las disputas frívolas a que daba lugar el espíritu de

      facción, introducido en las escuelas monásticas que declinaban ya" [102.]

      . Después de todo esto y de haber torturado su inteligencia con la

      absorción lenta de la "Pars prima", de la "Prima secondae" y de la "Tertia

      pars", quedaban como sumidos en el estado intelectual deplorable en que

      quedan los fueguinos, embrutecidos por la repetición de sus orgías

      estomacales, esperando que la ansiada digestión levantara el peso que

      gravitaba sobre sus cráneos inermes.

      Una vez terminados sus estudios, o se envolvían en el ancho sayal

      continuando la vida áspera del monasterio o salían al mundo, como Francia,

      inválidos del cerebro, cuando no palpitaba en su corazón el "empuje

      innovador" del Deán Funes, el temple de Baltazar Maciel o la ambición

      saludable, el vigor de espíritu de los que lograron eliminar el veneno que

      se bebía allí hasta en el aire de sus claustros lóbregos y desamparados.

      Tenía, pues, que ser necesariamente nociva esa vida de eterna masturbación

      intelectual, aquel constante vagar del entendimiento oprimido por el

      grillete que lo amarraba al nebuloso sistema del Peripato o al viejo

      pergamino apolillado y venerado en los éxtasis excesivos en que caían

      aquellos "hermigios" coloniales; aquella densa tiniebla que envolvía las

      cabezas, y que nacida de adentro de los cráneos angustiados de Salamanca,

      fue, sin un relámpago de luz, difundiéndose por toda la América, donde

      sólo era permitido el comercio embrutecedor de los autores que, según la

      jerga peculiar de sus prosélitos, "simbolizaban con las verdades

      reveladas".

      El clero -decía el inolvidable Dr. Gutiérrez- mantenía una red tendida por

      toda la superficie del mundo católico y sus hilos se estremecían a la

      aparición de un talento precoz, apoderándose inmediatamente de él. Pero

      Francia, aunque tenía talento, era demasiado huraño y misántropo para que

      pudiera sostener con la augusta resignación necesaria el peso de una

      tonsura muda y estéril como su alma. Así es que huyó cuando pudo del

      colegio de Monserrat, a donde había ido desterrado, para ingresar a la

      Universidad a terminar sus estudios.

      La vida sombría y monacal de Córdoba, su educación primera y una indudable

      predisposición nativa, habían ya desarrollado, aunque en tonos vagos, la

      melancolía que después lo hizo célebre. El joven teólogo vivía extraño a

      todo y a todos, sustraído por completo al contacto diario de los

      compañeros y de los amigos cuyas francas y cordiales afecciones no

      necesitaban su corazón áspero y ya medio tibio. Un escaño casi perdido en

      la penumbra, y en cuyo duro respaldo grabó su nombre, le servía de

      asiento, o mejor dicho, de refugio, porque allí se ocultaba a las miradas

      curiosas de sus compañeros que principiaban a preocuparse y a sentirse

      impresionados por su carácter tan torvo y anguloso.

      A medida que su concentración melancólica aumentaba, iba perdiendo su

      rostro aquella vivacidad ingenua que en la plenitud de la vida palpita en

      los rostros de los jóvenes, y su cuerpo, espigado y flexible como un

      junco, esas posiciones francas y amplias, signos habituales de un

      bienestar inconmovible y de una confianza sincera y despreocupada. Iba

      gradualmente dibujándose en toda su persona la marcha paulatina que seguía

      la enfermedad. El hábito de estar en acecho habíale hecho adquirir a sus

      ojos la movilidad nerviosa y medio convulsiva, tan peculiar de los

      melancólicos y de los felinos, cuyas oscilaciones furtivas de cabeza,

      moviéndose siempre temerosa y desconfiada, le daban con ellos cierta

      analogía.

      Además de estos rasgos corporales, que son diré así, la firma visible que

      escribe en la frente la dolencia íntima, sus padecimientos habían

      adquirido ya en este tiempo ciertos signos característicos. Su estado

      habitual de sombría tristeza, de fría repulsión, mezclado a un sentimiento

      de disgusto por todas las cosas humanas, se acentuaba profundamente en los

      prolongados encierros a que se condenaba él mismo en las celdas mal

      aireadas de Monserrat. La opresión incómoda que trae este malestar, la

      sensación tan característica de un peso enorme que gravita sobre el pecho,

      sólo se aliviaba, y aun a veces desaparecía, en sus largos paseos por la

      ciudad. Y esto que tanto llamaba la atención de la persona que con cierto

      supersticioso asombro me comunicaba el fenómeno, se explicaba fácilmente

      recordando la curiosa observación de Gratiolet: el tedio y el aburrimiento

      vienen con mayor facilidad en los lugares en donde el aire no se renueva,

      que en las montañas o en las orillas del mar, allí donde circula

      profusamente y en grandes masas. De aquí la necesidad imperiosa de tomar

      aire, que sentía después de algunos días de reclusión mortal y de

      aburrimiento enfermizo, y que "lo obligaba a estirar su largo pescuezo de

      espectro", como dice Poe. El tedio en un cerebro enfermo es, como alguien

      lo ha establecido ya, un principio de congestión pasiva y de asfixia, y

      así se concibe que todas las causas que puedan directa o simpáticamente

      disminuir los movimientos respiratorios, un canto lento y monótono por

      ejemplo, lo soliciten irremisiblemente [103.] .

      Todas esas peculiaridades extrañas con que se dio a conocer entonces, y

      que son expresiones legítimas de una misantropía que puede y debe

      considerarse sólo como el período prodrómico de su grave enfermedad

      posterior, le valieron de parte de sus compañeros el apodo apropiadísimo

      de el "gato negro". Y debieron ser agudas las uñas de aquel teólogo

      felino, porque en una contienda de colegio hirió gravemente a uno de sus

      condiscípulos con un cortaplumas cuyo filo había preparado de antemano,

      rumiando a cuenta, digámoslo así, la íntima satisfacción que

      experimentaría al ver saltar la sangre de su inofensivo compañ ero.

      Estos procedimientos ejecutivos eran usuales en aquel ya funestísimo

      hombre, educado como el fraile Aldao y otros neurópatas, bajo la férula

      teologal de la famosa Universidad y destinado como él, por no sé qué

      singular coincidencia, a vestir hábitos de mansedumbre.

      Con motivo de una penitencia impuesta por uno de sus profesores, y que en

      su humor agrio y destemplado consideró sumamente ofensiva, concibió una

      venganza, cuya ejecución, meditada y saboreada con perfidia bizantina,

      refleja de una manera perfecta toda la doblez de su carácter atrabiliario

      y peligrosísimo. Para el mejor éxito de la empresa empezó por simular un

      noble olvido, un sincero y cariñoso apego al profesor cuya confianza ganó

      de un modo admirablemente ruin y calculado; y después de examinar,

      comentar y madurar durante dos largos años todos sus planes, eligió aquel

      que le pareció más seguro. El dormitorio del profesor estaba debajo del

      suyo, y como había estudiado con la minuciosidad que requería el caso la

      ubicación de la cama y de todos los muebles de la víctima, fijó en el piso

      de su cuarto el punto preciso que correspondía a la cabecera. En los ratos

      en que el pobre clérigo salía a sus ocupaciones habituales, Francia

      trabajaba pacientemente, sacando ladrillo por ladrillo hasta que el

      agujero le permitiera ampliamente la introducción de la mano. Hecho esto,

      se procuró un fusil, probó su exactitud haciendo tiros en una supuesta

      cacería, y una noche que supuso al catedrático sumido en las beatitudes

      voluptuosas de su profundo sueño, metió el arma por el agujero y la

      descargó con rabia sobre su cráneo. El golpe, sin embargo, a pesar de

      tanta precaución, se había frustrado. Para felicidad suya la inocente

      víctima no se encontraba en la cama. Esta circunstancia produjo en Francia

      el primer acceso de esa amarga odiosidad que toda su vida profesó a los

      clérigos.

      ¿No se ve en estas minuciosidades pavorosas, toda la aridez melancólica y

      tranquilamente bravía de su alma?

      Otro episodio del mismo género: Un compañero de cuarto vio sobre la cama

      de Francia tres o cuatro duraznos y se los comió dejando los carozos sobre

      su mesa de noche. Cuando aquél entró, guardólos sin decir una palabra y

      todo pasó sin más ruido. Pasaron los días, las semanas y pasaron también

      los meses, cuando en una tarde, al cerrar la puerta de la letrina, sintió

      el muchacho que de afuera se la empujaban violentamente y que se

      presentaba Francia agitado, con una pistola en la mano: "Cómete estos tres

      carozos, o te mato aquí mismo" y le presentaba tres carozos puntiagudos y

      llenos de escabrosidades. El pobre colegial trepida. Francia levanta el

      arma a la altura de la cara y cierra un ojo apuntando. La víctima estira

      la mano resignada porque el "gato negro" es insensible a las súplicas, y

      aquellos ojos magnéticos producían vértigos, mil terrores supersticiosos,

      y se echa el carozo a la boca... lo detiene en el borde de las fauces, lo

      pasea sobre la lengua haciendo tiempo y valor, lo pega contra el carrillo,

      lo vuelve a asomar a las fauces sin atreverse a tragarlo... - ¡Trágalo! le

      dice Francia, y como empujado por la palabra misma, el carozo se desliza

      por la garganta escribiendo en aquella pobre fisonomía todos los dolores y

      las opresiones indescriptibles que causa su bárbara peregrinación hasta el

      estómago.

      -Este otro...

      -Pero... aúlla el infeliz echando fuera de sus órbitas unos ojos

      extraviados, y se lo traga también, no sin que el "gato negro" le revisara

      la boca para cerciorarse que realmente se los había comido.

 

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

      La mayor parte de estos individuos formados en los claustros de la célebre

      Universidad, se resienten visiblemente de su educación viciosa, y hasta

      podría decirse deletérea. Su influjo ha sido un famosísimo incubador de

      todos los vicios incurables que constituyen el fondo turbio en estas

      naturalezas anómalas y mal dispuestas desde la cuna, como Francia y sus

      congéneres. Muchos de ellos llevan en su carácter, cuando menos, la doblez

      de los procedimientos jesuíticos, la desolada frialdad de sus cálculos, la

      mansa y falaz hipocresía de sus maneras; un corazón lleno de las

      circunvoluciones y de las encrucijadas oscuras de sus claustros; y hasta

      la pesadez ciclópea de sus muros se refleja viva y elocuente en el estilo

      de muchas de las reputaciones literarias que nos ha legado la colonia.

      Cada uno experimentó esta influencia a su manera y con arreglo a las

      condiciones y tendencias virtuales que sus respectivos organismos trajeron

      al nacer, y que ella desarrolló con la exuberancia que la época le

      permitía. Y al ver las grietas, que han conservado toda su vida ciertos

      caracteres, parece que hubiera elegido con maléfica complacencia a

      aquellos cerebros llenos de mayor plasticidad, para adormecer en unos, y

      atrofiar en otros, todas las tendencias bondadosas, favoreciendo el

      desarrollo de las máculas incurables y orgánicas que dieron por resultado

      estas naturalezas equivocas que harto conocemos.

      Estúdiense sus más célebres discípulos, y se verá con qué viveza reflejan

      muchos de ellos, aun en los actos mas pueriles de la vida, la influencia

      decisiva de aquella educación singularísima. El arte silencioso y paciente

      con que el Dr. Tagle urdía y llevaba a cabo la intriga más atrevida, su

      gesto fijo e inalterable como sus ideas, impasible como su corazón y como

      sus escrúpulos [104.] mostraban la firmeza con que había influido,

      fomentando ese sombrío y taciturno disimulo que tenía Francia en tal alto

      grado. El tartufismo medio soñ oliento y sibarítico de Bustos; la astucia

      felina de Ibarra; las tendencias mefistofélicas y el espíritu opaco y frío

      de Vélez Sársfield, ¿no eran su expresión más elocuente?

      Si no fuera científicamente cierto el influjo peligroso de este género de

      educación, sería casualidad singular, que la mayor parte de los hombres

      formados en las aulas inolvidables de Monserrat y de Loreto, hubieran

      sacado una contextura moral equívoca, cuyas anomalías eran tan acentuadas

      que se abrían paso al través de ciertas calidades lapidarias y de los

      escasos haces de luz que los salvaron de un olvido infalible, utilizando

      oportunamente el carácter y la inteligencia de muchos de ellos.

      El mismo Funes, a pesar de su notoria reputación y de sus inclinaciones

      liberales, era un hijo rollizo del colegio de Monserrat, cuyo sistema de

      severísima disciplina, llevada hasta sus últimos y más brutales extremos,

      produce el decaimiento moral que traba, cuando no impide, el desarrollo de

      los sentimientos efectivos sobre los cuales se apoyan los instintos más

      generosos. Parecía un hombre de carácter débil "para afrontar

      responsabilidades directas y para mantenerse en sí mismo frente a las

      exigencias del poder o de los hombres influyentes del partido dominante:

      sus maneras eran tan obsequiosas que a veces comprometían lo que se debe a

      la propia dignidad"; pues parecía casi siempre predispuesto a pedir

      permiso para tener o expresar un parecer, "sobre todo si había conflicto o

      choque de pasiones y de intereses políticos. Por esto se le tachaba de

      tener un carácter doble y de ser inclinado a la hipocresía y al

      servilismo" [105.]. Lafinur, otro de los educandos célebres de la

      Universidad, tenía todas las rarezas y extravagancias, cuyas afinidades

      nada equívocas con la enajenación mental, daban a su carácter cierto tinte

      profundo de hipocondría; y por lo que toca a Monteagudo [106.] , ese

      histérico megalómano lleno de sombrías petulancias y de vicios enormes de

      organización moral, fermentados al calor del claustro, él como pocos

      comprueba la verdad de este aserto.

      Insisto sobre este factor que constituye, como dice Parrot, una fuente

      etiológica deplorablemente fecunda, porque en este caso lo creo de

      particular importancia; pues si bien la educación moral e intelectual que

      "ayuda" a formar el carácter, no cambia el sello típico que constituye la

      propia e inalterable idiosincrasia del sujeto, en cambio, cuando actúa

      sobre un organismo limpio de predisposiciones, puede preservarlo de los

      desvíos anormales resultantes de las aberraciones de su sensibilidad

      elemental. Cuando hay vicios ingénitos, los fomenta y ayuda mucho a su

      desarrollo. Es un riesgo fecundo que empuja, fuera de la tierra morosa,

      esa vegetación abundante que después se hace lasciva y trepadora. El

      interés, la cultura muy trabajada del corazón, u otra causa cualquiera,

      podrán tal vez modificar (pero modificar simplemente), las manifestaciones

      del carácter, pero su tipo fundamental no se pierde jamás al través de las

      más grandes vicisitudes de la vida; "genio y figura, hasta la sepultura",

      es un adagio vulgar, pero profundamente cierto y filosófico.

      Una educación viciosa, como se daba en aquel tiempo en Córdoba, con todos

      los peligros que surgen de la lucha del carácter contra las imposiciones

      de sistemas atrabiliarios, que oponían a la movilidad natural de la

      inteligencia una coerción antipática, era propia para enardecer la

      irritabilidad enfermiza nativa, más que para sujetarla dentro de sus

      límites saludables. Su régimen interno, la disciplina conventual y

      depresiva de sus colegios [107.] , su manera de enseñar, sus libros, sus

      maestros, y hasta el régimen y los hábitos mismos de aquella ciudad, más

      colonial y retardataria que ninguna, echaban al espíritu en esas

      propensiones hipocondríacas que desvían los sentimientos y que dan a la

      inteligencia una dirección errónea.

      Es necesario leer la descripción atorrante, aunque poco vivaz, que nos ha

      hecho el Deán Funes, del sistema seguido en el famoso Colegio de Monserrat

      y en la Universidad, para comprender cuán grande debió ser su influencia

      sobre el físico mismo, no ya sobre el espíritu, que tenía tósigo

      suficiente con las lecturas reglamentarias. La comida, las flagelaciones

      mortíferas a que sujetaban sus cuerpos enjutos por la abstinencia, el

      inmenso trabajo mental improductivo, y una vida sedentaria y soñolienta a

      fuerza de ser debilitante, perturbaba profundamente aquellas pobres

      cabezas que esterilizaron sus fuerzas y empobrecieron una sangre destinada

      a vivificar sus elementos nerviosos. Porque fue precisamente por ahí, por

      la sangre, por el aparato circulatorio, que la célebre "pagoda" llevó al

      espíritu una parte de su influjo, complementado después por otros medios

      eficacísimos. Por la sangre que hace vivir a la célula nerviosa, que es la

      que domina y reglamenta las diversas formas de su actividad; y no hay

      sangre ni organismo, por bien templado que se halle, que resista un par de

      años a las torturas físicas y morales a que vivían sujetos los que, como

      Francia, ingresaban allí a estudiar para clérigos.

      Me imagino la impresión desagradable que producirían aquellos claustros,

      en donde desfilaban a la media luz de un crepúsculo artificial, todas esas

      sombras humanas, entregadas a sus meditaciones excesivas, transidas por la

      anemia, pálidas, secas y como identificadas con el pergamino de sus

      infolios; con la sangre hecha agua, la esclerótica azulada y el cerebro

      gimiendo bajo el peso de su mendicidad circulatoria.

      Cuando el torrente sanguíneo ha sido lanzado en los haces nerviosos con

      una impetuosidad insólita -dice Luys- o cuando se establece, de una manera

      persistente bajo la forma de irrigación continua, el movimiento vital se

      desarrolla en la célula, que poco a poco se eleva a una faz de eretismo

      incoercible; entonces este mismo movimiento fluxionario, según que se

      localice en tal o cual departamento cortical, o que se circunscriba a tal

      o cual o grupo de células aisladas, determina, aquí fenómenos de

      emotividad incesante, allí asociaciones de ideas, excitación de la memoria

      y de la imaginación, más allá exaltación de las fuerzas motrices,

      turbulencia, locuacidad incoercible; fenómenos variados y movibles que a

      pesar de su diversidad entran en acción bajo el influjo de una causa

      única: la aceleración de las corrientes sanguíneas en los haces de las

      células nerviosas [108.] . Así se explica probablemente la turbulenta

      iniciativa de Ramírez; la movilidad incansable y el espíritu travieso de

      Dorrego; los arranques petulantes de Alvear y el brío fosforescente y

      movible de aquellos "chisperos" inolvidables que capitaneaba Beruti en los

      arcos de la Recova. Bajo la influencia de una alimentación sana y

      abundante, de un aire puro y convenientemente oxigenado, y de una

      existencia libre, fácil y estimulante, su sangre enriquecida y saludable

      corría sin obstáculo irritando la célula y produciendo en cada uno las

      manifestaciones siempre bulliciosas de su idiosincrasia moral.

      Cuando, al contrario, la circulación se hace lánguida y la sangre se

      empobrece bajo el influjo de un ascetismo inconveniente, de una

      alimentación precaria o del recargo indigesto de la inteligencia

      verificado en la melancólica soledad de un claustro oscuro y asediado por

      las mil preocupaciones de una sociedad sin horizontes, fenómenos inversos

      se manifiestan; es la vida -agrega Luys- que retrocede de todas partes

      degradando la actividad nerviosa, que cae debilitada por debajo del

      promedio fisiológico. Son los fenómenos de depresión, de lipemanía y de

      lasitud que aparecen y que se presentan bajo el aspecto de diversas y

      variadas modalidades, según que el proceso anémico se haga sentir en tal o

      cual parte del sistema, y según que un número más o menos considerable de

      células hayan caído en la faz de torpeza incurable [109.] .

      Así también podría explicarse el lánguido y embrutecedor abandono de

      Bustos "ejemplo irreconciliable con la marcha progresiva del país",

      especie de topo cretinizado por el Colegio de Monserrat y sin más calidad

      intelectual que la astucia agudísima del lobo; así la misantropía huraña

      de Lafinur; la morosidad sensitiva del Dr. Tagle, su fisonomía nebulosa y

      fría, aquel color lipemaníaco tan desagradable y las aptitudes medio

      linfáticas de su cuerpo pequeño y bilioso; así, por fin, la dura oscuridad

      del espíritu de Francia, sus angulosidades y precipicios donde no brilló

      jamás el más pálido destello de un sentimiento humano. Nada hay que

      produzca más decrepitud nutritiva, que haga más lenta la irrigación

      sanguínea del encéfalo y aun del resto del organismo, que esa vida

      sedentaria y pasiva del claustro, donde todo es pálido y languideciente,

      lento, inmóvil, desprovisto de esos húmedos resplandores de la vida que

      abrillantan la pupila y coloran la carne de los jóvenes con sus

      trasparencias celestes.

      Pongamos en condiciones semejantes a un organismo dispuesto al raquitismo

      mental por vicios hereditarios, y pronto veremos con qué maligna lozanía

      se desarrolla; tal cual sucedió en Francia, sobre quien se hicieron sentir

      de una manera funesta y decisiva.

      Con lo expuesto tenemos, pues, un elemento poderoso para el diagnóstico de

      su neurosis; elemento que si bien no lo creo único, influyó, sin embargo,

      como se ha visto, de una manera poderosa.

      Hay algo más, que es necesario apuntar. El joven teólogo, a pesar de su

      concentración bravía, amaba a las mujeres tanto cuanto odiaba a los

      hombres. Las calles apartadas de la ciudad fueron más de una vez testigos

      mudos de escenas ruidosas en las cuales salió siempre apaleado por algún

      galán de baja estofa. Su mala suerte y sus inclinaciones naturales lo

      habían obligado a rozarse con gente de la clase ínfima, porque era donde

      encontraba más fácilmente satisfacción plena de sus pasiones de sátiro

      hidrópico, y porque siempre que solicitaba los favores de alguna dama de

      posición más alta que la suya, recibía en contestación un desaire, le

      daban con la puerta en las narices, o le acomodaban, por la mano anónima

      de los sirvientes, una paliza llena de cruentos recuerdos.

      Uno de los protagonistas en estos dramas amorosos, que derramaban tanta

      amargura en su alma, pagó sus agresiones, "diez años después", gimiendo en

      una de las mazmorras de la Asunción, en donde fue enterrado por Francia,

      cuyas espaldas conservaban todavía vivaz el escozor humillante de la

      ofensa.

      Otro vivió cautivo en un sótano, hambriento y martirizado como sólo él

      sabía hacerlo, durante dieciocho años, al fin de los cuales fue enviado al

      patíbulo, a donde tuvo que arrastrarse materialmente, porque las piernas,

      entumecidas por la inacción del presidio, lo habían paralizado. Pero éste

      tenía cuentas muy largas que arreglar con él. No sólo había rechazado con

      indignación ciertas pretensiones matrimoniales ambiciosas de Francia, sino

      que al rechazarlas ¡le había llamado "mulato"! Y el "mulato" estuvo

      durante nueve años sonando en su oído con la intensa continuidad de una

      alucinación orgánica hasta que llegó el momento de saciarla, secando los

      labios venerables que la habían pronunciado. El no vengaba ninguna injuria

      inmediatamente, porque era cobarde, pero su recuerdo le acariciaba la

      memoria con cierta fruición diabólica, manteniéndosele vivaz hasta el día

      de la venganza.

      He dicho que "amaba" a las mujeres, y he dicho mal, como se comprenderá

      fácilmente. Sólo buscaba la hembra, cualquiera que fuese su clase y su

      color; la carne abundante y de fácil adquisición, como medio de satisfacer

      pronto las exigencias apremiantes de sus instintos puramente bestiales. La

      médula, con su automatismo irreflexivo y prepotente, absorbía al corazón

      demasiado frío para ser fecundo y sensible.

      Las reuniones de la clase baja, en donde los "niños decentes" gozan del

      prestigio de su clase y de ciertas prerrogativas inalienables, lo

      seducían, y por esto eran el teatro diario de sus hazañas, el refugio

      supremo en donde iba a consolar su amor propio íntimamente herido por las

      repulsas de las clases aristocráticas. Y aun allí mismo, para colmo de sus

      desdichas, no privaba como correspondía a su "alcurnia" y a su ambición

      hinchada y petulante. Sea que su generosidad fuera un poco equívoca y su

      tipo demasiado repugnante, o que su fama de poco escrupuloso hubiera

      llegado hasta ellos, lo cierto es que no siempre sus tentativas eran

      coronadas de un éxito feliz. Sin embargo él se mantuvo rodando entre esa

      gente, hasta que una aventura, en que como de costumbre salió machucado,

      le obligó a huir para siempre de todo contacto humano, envolviéndose

      definitivamente en las sombras de su propio espíritu.

      Se comprende que esta repulsión instintiva, que inspiraba a todos, hiriera

      profundamente su inconmensurable orgullo, haciéndolo más retraído aún, y

      diera pábulo a sus propensiones melancólicas.

      Cuando ya la ciudad mística comenzó a ahogarlo con su fastidiosa monotonía

      y el vacío se hizo a su derredor, pensó en su viaje como en un remedio a

      sus dolorosas ansiedades. Se había apoderado de él esa suprema inquietud

      que sucede a los grandes dolores y que nos impulsa a movernos de un lado a

      otro. El valle pequeño y profundo lo echaba en la angustia constrictiva

      que oprime el pecho como si gravitara sobre él una montaña.

      Así fue que, sin despedirse de nadie, marchóse un día a su tierra, sin más

      penates que una capa, una "Historia Universal" y la dispepsia con que

      anunciaba su entrada la "gota" punzante que tanto acrecentó después su

      neurosis.

 

 

II. DESARROLLO DE SU ENFERMEDAD

 

      Cuando Francia regresó al Paraguay, tendría de treinta y cinco a cuarenta

      años próximamente, y una reputación de probidad intachable para los que no

      conocían los detalles de su vida universitaria. Era, decían, el defensor

      más celoso de la justicia, el protector del débil, el padrino de todos los

      pobres contra las rapiñas de los ricos, y en el desempeño de sus modestas

      funciones de cabildante y más tarde de Alcalde, mostróse de un carácter

      independiente, firme e inexorable en defensa de su país, y contra las

      pretensiones ambiciosas de la metrópoli [110.] .

      Así era efectivamente: un esfuerzo poderoso de voluntad, y el cambio

      siempre benéfico de clima, habían contenido en los límites de su hogar

      doméstico los accesos hasta entonces poco ruidosos de su enfermedad. Un

      disimulo jesuítico, consumado con la supina habilidad con que ciertos

      alienados ocultan sus impulsiones inequívocas, le habían dado

      temporalmente el gobierno interno, logrando restablecer el orden en sus

      facultades cerebrales anarquizadas por su propios vicios.

      Pero más adelante la marea comenzó de nuevo su ascensión laboriosa; la

      "tolerancia" hizo ineficaz la acción del cambio de lugar, y entonces, bajo

      el influjo de causas pueriles y por lo general ignoradas en estos casos,

      volvió a desquiciarse su cabeza, arrojando al espíritu en las convulsiones

      de la enfermedad.

      Al principio, ciertas extravagancias extrañas que embargaban su

      inteligencia inspirándole determinaciones insólitas y envolviéndolo en las

      lasitudes femeniles que aniquilan a los hipocondríacos, hicieron entrever

      a ciertas personas sus dolores secretos; pero luego la intervención

      necesaria del médico y de algunos amigos curiosos e indiscretos acabaron

      de divulgarlos en toda la ciudad. El "histérico", como le llamaba el vulgo

      a sus males, comenzaba a golpear con más frecuencia en su cráneo

      suscitando presentimientos penosísimos de una muerte próxima; las ideas de

      suicidio, los terrores inciertos que le mordían el corazón y lo arrojaban

      en esa fantasmagoría interna y convulsiva que fatiga el espíritu de los

      alucinados con las luces siniestras y variadísimas de su caleidoscopio. Se

      sentía morir y llamaba a gritos un médico español, D. Juan Lorenzo Gauna,

      por cuya ciencia tenía entonces un profundo respeto, para que le quitara

      de encima -decía- el peso de aquella angustia que le arrebataba el sueño y

      le desfiguraba el rostro de una manera repugnante [111.] .

      El Dr. Gauna, que sin duda era un taumaturgo que allanaba fácilmente las

      dificultades de cualquier tratamiento, tenía una teología peculiar para el

      pronóstico de estos "histéricos", que según él, dependían de influencias

      astrológicas más que de causas morales incurables. Un poco de agua en las

      sienes y la estimulación del olfato por medio de sustancias aromáticas

      bastaban para calmar el acceso, que por otra parte tenía su ciclo conocido

      y terminaba cuando debía. El doctor Zavala, que también acompañaba a

      Francia en estos trances amargos, hacía jugar sus recursos apostólicos

      concretándose a perorarle, tratando de convencer al doliente que moriría

      cuando Dios quisiera y no cuando él pensaba; que orara con fervor, ¡que

      hiciera "ejercicios"! y que saliera del país, como si al dar este consejo

      sincero presintiera cuál iba a ser el porvenir de aquel "histérico" que

      evolucionaba con tanta mansedumbre y en cuyas manos no se descubría

      todavía una sola pinta de sangre.

      Para que nada faltara en el cuadro abundante de los síntomas, tenía

      Francia un tipo marcadísimo de neurópata.

      Era de estatura mediana; más bien bajo que alto; delgado y bien

      conformado, aunque con una espalda ligeramente gibosa y prolongada;

      circunstancia que haciendo más grande el volumen de su cuerpo establecía

      cierto contraste ridículo con sus piernas enjutas y deplorablemente

      delgadas. Un pie árabe, como el de Monteagudo, el pie delicado de la gente

      de buen origen, completaba el conjunto de los miembros abdominales. Tenía

      una cabeza vulgar, en realidad, pero así mismo reveladora, porque se

      expandía atrevidamente hacia atrás por la acentuación marcadísima de la

      dolicocefalia occipital. La frente era alta, aunque corta y ligeramente

      oprimida, con las eminencias frontales sumamente pronunciadas y con un

      surco vertical profundo que la dividía, como si debajo de la piel

      estuviera todavía palpitante la sutura metópica. Era una frente muda y

      estéril, porque, en verdad, es rara y confusa una frente con mil surcos y

      protuberancias vacías, que escapan a la más atrevida y paciente

      interpretación frenológica.

      Su piel era cobriza, oscura y llena de bilis; en sus ojos, ocultos tras un

      párpado plegado y laxo, estaba como reconcentrado toda la vivacidad felina

      de su fisonomía, llena de una perspicacia traidora y pavorosa. Cuando

      algún pensamiento siniestro le hincaba el cerebro, los ojos se clavaban

      oblicuamente y las cejas se hinchaban encrespadas con altanería, echando

      sobre ellos una sombra intensa y recogiendo la frente que se plegaba en

      surcos hondos y oscuros, como si toda la vida se concentrara sobre ella en

      ese supremo momento. Se movían pausada y trabajosamente, como gobernados

      de adentro por un sentimiento profundo de desconfianza; la mirada curiosa

      y centelleante, iluminada por una intención agresiva y sagaz, se fijaba

      con sumo imperio en el rostro de sus interlocutores, que debían mirarle de

      frente y sin pestañear siquiera. Una nariz delgada y filosa como la hoja

      de un cuchillo, larga, aguda, con esos dos tubérculos de la base que,

      según el patriarca de la inocente "Fisiognomía", son señales evidentes de

      firmeza y contumacia. Todas las carnes de la cara, arrastradas por un

      movimiento pasivo, parecían abandonadas a su propio peso; y los carrillos

      pendientes, secos y medio momificados, tiraban hacia abajo el párpado,

      dejando en lo alto la pupila medio velada y confusa. La boca era, como

      ningún rasgo, el más elocuente, el más típico de su nacionalidad; porque

      los paraguayos, sobre todo los que nacen cruzados por sangre guaranítica,

      tienen este aparato peculiarísimo y sumamente característico. Era una boca

      ancha, de labios delgados y verticales casi, movibles, flácidos y

      juguetones: el labio inferior entrante, ligeramente invertido hacia afuera

      y cubierto por el superior, tenía hacia la comisura derecha un ligero

      encogimiento despreciativo. Era la boca de los desdentados, con ese

      visible ortognatismo de los viejos, a quienes la falta de los dientes la

      empuja hacia adentro. Holbein ha pintado, en la cara del Judas que

      inmortalizó su pincel, ciertos rasgos que aunque parecen exclusivos del

      avaro bestial, corresponden, sin embargo, a muchas de estas naturalezas

      malignas y hondamente degeneradas.

      Su palabra era lenta, oscura y embarazada: le gustaba, como al viejo

      Tiberio, emplear ciertos arcaísmos favoritos y expresiones poco usuales;

      y, cuando hablaba, acompañaba su palabra con aquellas gesticulaciones

      pesadas y desagradables con que el hermano de Druso parecía estimular su

      pensamiento perezoso.

      Aquellos pómulos prominentes y agudos, aquella piel enjuta y deslustrada,

      aquellas manos heladas y convulsas, con sus dedos largos y de pulpa

      achatada como los de los tuberculosos, complementaban de una manera

      acabada y admirable la "facies" típica y elocuente del melancólico

      hereditario.

      Habitualmente vestía un pantalón ajustado color almendra y unas polainas

      de casimir muy altas y elegantes; frac azul oscuro con dos galones en la

      bocamanga, grandes botones amarillos y dos estrellas en cada faldón;

      chaleco blanco y un corbatín de dimensiones considerables.

      Este era el traje que usaba en los primeros años de su dictadura, pues muy

      pronto, y bajo el influjo de causas conocidas, cambió no sólo de manera de

      vestir, sino también de hábitos, transformándose totalmente en un hombre

      sobrio y de costumbres templadísimas. La desconfianza lo apuraba y era

      menester huir el contacto peligroso de las mujeres que habían constituido

      antes el deleite supremo de su vida. Además, ese ardor inmoderado que

      hacía insaciables sus apetitos genésicos, no fue sino un pródromo que

      terminó con la aparición franca de la enfermedad que anunciaba.

      Jamás le sorprendían en la cama los primeros rayos de sol y, al

      levantarse, se hacía traer con un negrito esclavo, una estufilla, una olla

      y una pava con agua para cebarse con sus propias manos el mate

      interminable con que se desayunaba. Entonces tenían lugar aquellos largos

      paseos en el peristilo interior de su palacio, fumando un cigarro, que

      también armaba él mismo y que hacía encender con el negro, urgido por esa

      desconfianza enfermiza que iba por horas invadiendo su espíritu, que le

      imponía la frugalidad extremada de su comida, y que lo obligaba a

      verificar la elección de lo que habían de cocinarle.

      Cuando regresaba del mercado, la mujer que le servía de cocinera, de ama

      de llaves y aun de confidente íntima, dejaba la canasta a la puerta de su

      gabinete y, sólo después de haber hecho un minucioso examen de todo su

      contenido, separaba aquello que más apetecía y mandaba arrojar a su perro

      y a los cuervos el resto. Hecho todo esto, entraba el barbero: un mulato

      ebrio consuetudinario, sucio y de costumbres crapulosas, que después

      ascendió a espía de confianza. Si el dictador estaba de buen humor, lo que

      era raro, conversaba largamente, valiéndose de él para averiguar lo que

      hacían y pensaban ciertos personajes que al principio de su gobierno le

      despertaban amargas sospechas. En seguida recibía a los oficiales y al

      resto de sus empleados, que venían a pedirle órdenes con una humildad y

      con un servilismo asiáticos; revisaba los papeles que le traía el "fiel de

      fecho", "siesteaba" y leía hasta la hora de montar a caballo. En aquella

      época eran todavía frecuentes sus paseos, rodeado de escoltas, precedido

      de numerosos batidores y armado de un largo sable y de un par de pistolas

      de bolsillo.

      Su templanza era notoria y la castidad bravía en que entraba, por razones

      fácilmente explicables, levantaron su buen nombre a una gran altura. Pero

      lo que el pueblo atribuía a un esfuerzo potente de voluntad, no era sino

      la expresión genuina de su enfermedad misma. Cuando estos "genesíacos" por

      impulsos patológicos, llegan a este término doloroso en el cual ciertas

      partes de la esfera emotiva del sensorium, como dice Luys, quedan como

      privadas del pábulo de la vida, el elemento nervioso que producía antes

      esas exaltaciones ruidosas, comienza a anestesiarse, sobreviniendo la fría

      indiferencia que los hace insensibles al estímulo del medio habitual.

      Concluyen para ellos todas las curiosidades ingenuas del corazón, como

      también todas estas delicadezas de orden moral, que antes estimulaban el

      cerebro procurándoles emociones incesantemente renovadas. A medida que la

      enfermedad avanza, la esfera de esas emociones se va restringiendo hasta

      que, como dice un eminente alienista, quedan condenados a vivir tan solo

      por una porción limitada del sentimiento que aún resiste a la torpeza

      general.

      Esto sucedía a Francia.

      Hasta allí su ascetismo melancólico revestía tan solo el carácter

      inofensivo de una simple hipocondría; tenía accesos repetidos de un spleen

      convulsivo y amargo, en que sin duda y, como suele suceder en estos casos,

      oiría las mil voces destempladas que lanzan injurias y amenazan con la

      muerte; o bien los ruidos confusos de campanas lejanas, de tambores y

      silbidos agudos; la visión de espectros de figuras cadavéricas, de bóvedas

      subterráneas, de cráteres que se abren a sus pies y que tan dolorosamente

      crispan los nervios de los melancólicos [112.] . Pero estos accesos,

      aunque transitoriamente, cesaban bien pronto, dejando largos intervalos de

      salud casi completa, durante los cuales se entregaba a sus habituales

      ocupaciones: daba audiencia a todo el que quería verlo, paseaba

      diariamente visitando los cuarteles, las obras públicas, las guardias

      lejanas y, lo que es más aún, se permitía con algunos camaradas de escuela

      indigentes, ciertos impulsos de rara generosidad; especie de

      estremecimientos humanos que todavía se abrían paso a través de ese

      escepticismo frío y sarcástico que lo suspendía oscilando entre Tiberio y

      Calígula. Fue por esta época que, habiendo sabido que el hijo de una

      honorable casa cordobesa, en donde había sido tratado con suma

      benevolencia, se encontraba en la Asunción, desamparado y pobrísimo, lo

      hizo llamar para obsequiarlo y nombrarlo Secretario suyo [113.] .

      Esos escasísimos paréntesis de normalidad cesaron a su vez para siempre y

      dejaron en su lugar la amarga acritud, las angustias súbitas y violentas

      que inspiraban sus frecuentes atentados; la incurable y profunda

      exaltación melancólica que hace odiosa y despreciable la existencia y que

      arroja al carácter en las fascinaciones ineludibles de la muerte

      voluntaria, del incendio y del homicidio cruel y fríamente calculado, como

      vamos a verlo. Porque esta percepción penosa del mundo exterior, que

      arrastra necesariamente a la soledad y que es al principio pasiva e

      inocente, se hace más tarde activa y peligrosa, y obliga al paciente a

      destruir, a matar con una impasibilidad glacial [114.] .

      Así fue que poco tiempo después no reconoció más amigos ni parientes,

      reconcentrando en sus odios, exclusivamente, las pocas fuerzas que tenía,

      distraídas, diremos así, en uno que otro débil sentimiento bondadoso,

      amamantado por mera especulación tal vez, más que por naturales impulsos.

      Después de haber abofeteado a su padre, nada le quedaba que hacer para

      revelar su naturaleza melancólica, sino era complementar la

      sintomatología, negándose a reconciliarse con él en circunstancias que el

      pobre mameluco moría, indigente y abandonado, llamando a su hijo para

      perdonarlo [115.] .

      Tenía a su lado a un sobrino, que aunque ligado a él por vínculos de

      sangre, era un joven lleno de buenas cualidades y que en uno de sus buenos

      momentos lo había hecho su amanuense o su ayuda de cámara; sobrevino una

      de tantas crisis, o por razones fútiles lo mandó fusilar en la plaza

      pública y en su presencia, como acostumbraba verificar más tarde las

      ejecuciones. Una hermana suya, mujer medio atrabiliaria e histérica, que

      había recibido como él el germen de una enfermedad mental que después hizo

      explosión, única persona por quien había mostrado algún apego durable y

      que vivía en su quinta, fue también abandonada, expulsada de su lado de

      una manera ruidosa e infamante. A otros dos sobrinos los cargó de cadenas

      y fueron sumidos por tiempo indeterminado en las cárceles de estado. Todo

      esto paulatinamente, a medida que aquella savia prodigiosa, que da a la

      Melancolía la abundante variabilidad de sus cuadros oscuros, iba

      ascendiendo con su precipitación habitual.

      Bajo el punto de vista físico, no era sólo la coloración amarillenta

      difusa de su rostro, la sombría inquietud de su mirada, sino también las

      habituales calenturas de cabeza, el enfriamiento intensísimo de las

      extremidades inferiores, la perezosa lentitud de su circulación y esta

      susceptibilidad extremada de la sensibilidad que al menor contacto

      producía una sobrexcitación extraordinaria.

      El apetito se conservaba bien; pero comía poco y hasta se privaba de

      ciertas cosas para no exponerse a los supuestos envenenamientos. Poco o

      mucho que comiera, siempre se ponía, después, más sombrío que nunca. La

      "dispepsia", que hace tan sumamente laboriosa la digestión, daba pábulo a

      sus crisis, despertando multitud de sensaciones penosísimas, originando el

      meteorismo y las flatulencias que ponen el vientre tenso como un tambor,

      que producen la angustia y provocan los accesos de sofocación, los fuertes

      latidos del corazón, las punzantes y embrutecedoras congestiones del

      cerebro [116.] .

      Si conocierais de lo que es capaz un pedazo de alimento que se digiere mal

      y que va trabajosamente abriéndose paso al través del intestino, por

      cuatro o seis largas horas, comprenderíais cómo era posible que una mala

      digestión alterara el ánimo de aquel melancólico destructor, hasta el

      punto de mandar traer su propia hermana para fusilarla [117.].

      A este respecto conozco cosas curiosísimas y que pueden darnos la clave de

      las exacerbaciones que sufría Francia después de comer; exacerbaciones

      que, bueno es decirlo, no eran de ninguna manera atribuibles a excesos

      alcohólicos sino a repercusiones del aparato digestivo sobre los centros

      encefálicos.

      Hay enfermos que inmediatamente después de sus comidas y al levantarse de

      la mesa se tambalean como embriagados; otros experimentan un sentimiento

      de vaguedad, de vacuidad en la cabeza; o bien les parece que sus sienes

      son comprimidas con violencia por un círculo de hierro. Una penosísima

      sensación de frío glacial, una bruma densa que cruza los ojos deformando

      los objetos, les confunde y atormenta la inteligencia de una manera tenaz

      y violenta. Durante la evolución de estos síntomas diversos, el dispéptico

      puede todavía experimentar una sensación de ansiedad intensa en la región

      cardiaca, sensación que a veces se acompaña de irradiaciones dolorosas que

      embargan todos los sentidos. Un grado más, y las lipotimias y los

      desfallecimientos le hacen perder totalmente la cabeza; siente algo que lo

      estrangula, que lo sofoca, que le detiene el corazón produciendo las

      constricciones agudas a que se han atribuido ciertas variedades de la

      angina de pecho.

      Y esto no es todo: hay dispepsias con repercusiones neuropáticas tan

      acentuadas del lado de la sensibilidad, que hasta presentan anestesias

      extensas en diversas partes del cuerpo; anestesias que ocupan ya un punto,

      ya otro de la piel, las manos, los brazos y sobre todo la cara interna de

      los antebrazos. Tan grande es la parálisis de la sensibilidad que se les

      puede pellizcar, pinchar fuertemente con una aguja hasta atravesarles el

      tegumento en todo su espesor, sin que muestren sufrimiento de ello.

      Véase, pues, hasta dónde lleva su influencia perturbadora el aparato

      digestivo.

      Así se comprenden fácilmente las súbitas impulsiones pasionales, las

      determinaciones inmotivadas y rápidas que solían empujarlo en las horas

      incómodas de sus digestiones siempre lentas y laboriosas. Verdad es que

      estos influjos nocivos se hacían sentir sobre un cerebro presa ya de la

      Melancolía; que estos síntomas, más que causas, eran epifenómenos de la

      misma enfermedad mental, puesto que es difícil (no digo imposible) que en

      una persona sin una fuerte predisposición anterior, actúen, con el vigor

      suficiente para producir por sí solos una enfermedad mental. Francia era

      melancólico hacía ya mucho tiempo, y su dispepsia, fenómeno también

      inherente a la gota que lo aquejaba, no hacía sino enardecer los síntomas

      de su psicopatía [118.] .

      Cuando terminaba la comida, o mejor dicho, la cena, porque conservó

      siempre entre sus hábitos la proverbial "merienda" de los tiempos

      coloniales, comenzaba la noche; esa noche tristísima sepulcral de una

      ciudad que gime bajo el peso de la tiranía de un melancólico, que es la

      peor de las tiranías. El silencio más absoluto se producía en todos los

      barrios y con él empezaban a levantarse en el cerebro, como fuegos fatuos,

      todo ese cúmulo de agitaciones que daban pábulo a sus insomnios. Si se

      movía la llama de la vela, agitada por el aire, parecíale que alguien la

      había soplado suave y diabólicamente para dejarlo a oscuras... y dejar a

      oscuras a un perseguido, a la hora en que comienzan a filtrarse al través

      de las paredes y de las puertas los grupos grotescos de sus fantasmas, es

      lo más grave, lo más cruel que pueda acontecerle. Si chiflaba el pestillo

      de la puerta o crujía el mueble que se despereza hinchando sus miembros

      entumecidos, le parecía que alguien le había hablado, que lo llamaban, que

      lo chistaban o que se movían detrás de él cautelosamente.

      Eran síntomas evidentes de ese "delirio de las persecuciones" un tanto

      vago que padece este género de melancólicos, que lo asaltaban a esa hora,

      llenándole de temores y de angustias que nada justificaba. El mismo

      cerraba las puertas, revisaba con sumo cuidado sus habitaciones y hasta

      sus muebles. Poníase a escuchar ruidos que la soledad y el silencio de la

      noche hacían pavorosos; aplicaba su oído al ojo de la llave, revisaba bajo

      su cama, detrás de las ropas contenidas en su armario y después se

      acostaba para pasar el insomnio que la edad y su pantofobia depresiva y

      punzante le producían, con algunas intermitencias consoladoras, sin

      embargo.

      Por último, ciertos ímpetus de perseguido peligroso no tardaron en

      presentarse, y lo hicieron tan temible que ya no era posible ni mirarlo

      siquiera. No sabiendo una pobre mujer cómo acercársele, se trepó hasta la

      ventana de su cuarto, y no sólo fue encerrada en una prisión por este

      "acto tan sospechoso", sino que se buscó a su marido, completamente

      ignorante de lo que había pasado, pero "probablemente complicado también

      en el infame complot", y se le encerró con ella por tiempo indeterminado.

      Para evitar la repetición de un acto tan ultrajante para su propia

      dignidad y que sobre todo "parecía encerrar intenciones tan maléficas como

      misteriosas", ordenó que, en adelante, a toda persona que se le viera

      "mirar al palacio", fuera allí mismo fusilada:

      -Toma, le dijo al centinela; ésta es una bala para el primer tiro, y ésta

      -dándole otra- es para el segundo, por si yerras el primero; pero si

      yerras el segundo, puedes estar seguro que no te he de errar a ti el

      tercero [119.] .

      Conocida esta orden, la más triste soledad reinaba alrededor del palacio.

      Sin embargo, quince días después, un indio Payaguá "miró", al pasar, las

      ventanas sagradas, y el centinela le descerrajó un tiro, errándole

      felizmente. El dictador, asustado, salió a la puerta y dio contraorden,

      "diciendo que él jamás había ordenado semejante cosa", circunstancia que

      indicaba en su memoria una falla que fue para él uno de los más crueles

      síntomas de decrepitud. Tanto más cruel, cuanto que antes su cerebro

      conservaba las impresiones y los recuerdos con cierta satisfactoria y

      pasmosa facilidad: el vigor de su memoria había tenido fama entre los

      condiscípulos, a punto de ser citado como un prodigio. Era, según se

      afirma, uno de los ejemplares más correctos de esos "memoriones" de

      colegio que absorben como la esponja y que tragan sin rumiar, todo lo que

      se presenta a sus sentidos. La atrofia de esta facultad, que a pesar de su

      vigor no le absorbía sin embargo el resto de sus fuerzas cerebrales, fue

      una de las lesiones que más influyeron en su decaimiento mental ulterior,

      echándolo en las mil contradicciones sangrientas que son conocidas.

      Ya en los primeros meses del año 28 había comenzado a disminuir sus

      salidas. Poco después se encerraba en sus piezas semanas enteras y no lo

      veían - o mejor dicho, sólo le oían, porque sin dejarse ver daba sus

      órdenes por una rendija de la puerta- sino el médico Estigarribia, Patiño

      algunas veces y la vieja que le llevaba la comida.

      Por esa época fue que su áspera melancolía llegó a su colmo.

      Cuenta el mismo Estigarribia que en algunas ocasiones se le oía hablar

      solo, pasearse trémulo, agitado, y gritar como si hablara delante de

      alguien a quien insultara: "¡A la horca! ¡al patíbulo! ¡al calabozo!,

      ¡miserable!". Un día que esta agitación llegó a su más alto grado, se le

      vio salir a los corredores y, sin duda en un acceso de delirio

      alucinatorio, gritar desaforadamente e insultar con palabras soeces al

      Sumo Pontífice [120.] , por quien decía tener el más profundo desprecio.

      Fue entonces que las ejecuciones, las prisiones y los tormentos aplicados

      en la célebre "Cámara de la Verdad" tomaron todo su carácter feroz. La

      tortura fue aplicada con un lujo de detalles diabólicos; las delaciones se

      multiplicaron y los fusilamientos, inútiles, pero necesarios para la

      satisfacción exigente de sus caprichos, se hicieron diarios y acompañados

      de circunstancias lamentables.

      La "Cámara del tormento", la más satánica y maligna invención de su

      ingenio, no cesaba de trabajar: aquellas torturaciones metódicas, que

      aplicaban a la inocencia sus dos lobos favoritos, abrían una válvula

      saludable a su saña. Como las noches de insomnio se habían hecho

      frecuentes, había que proporcionarse alguna distracción "melancólica",

      cualquier "suave" derivativo que amortiguara la explosiva espontaneidad de

      esa ideación morbosa que lo molestaba tanto, y que es tan activa y

      atropellada en las cabezas que no tienen el supremo consuelo de la tregua

      orgánica que proporciona el sueño.

      Era la Cámara una institución triste, tan bárbara como eficaz para la

      consecución de sus crueles propósitos; destinada a arrancar, por medio de

      mil procedimientos dolorosísimos, revelaciones de imaginarias

      conspiraciones y asesinatos. Se puede creer, y con mucho fundamento a mi

      juicio, que en sus sueñ os o tal vez por efecto de alucinaciones

      perfectamente concebibles en este caso, el Dictador adquiría las sospechas

      y aún la certidumbre de los hechos que lo inducían a aplicar el tormento a

      determinadas personas, con tanta crueldad como notoria injusticia. Esto es

      posible, pues, según lo afirman algunos alienistas, puede suceder en

      individuos amenazados de enajenación mental y en los que Lasègue, con su

      acostumbrada exactitud de clasificación, ha llamado "cerebrales". Son

      personas dispuestas a los trastornos mentales por vicios hereditarios o

      adquiridos en algún accidente traumático lejano, que tienen un tinte

      especial en sus crisis, incompletas, irregulares y medio frustradas, pero

      no por eso menos evidentes.

      El curioso fenómeno a que me refiero lo designan con el nombre de "sueños

      mórbidos", porque el estado equivoco de las facultades intelectuales hace

      que los incidentes infinitos del ensueño se tomen como cosas reales, dando

      este resultado que tiene mucho de ridículo, si no fuera algunas veces

      terrible. Así se ve que se resientan de una injuria recibida en el sueño y

      obren en consecuencia; que manden cobrar dinero prestado y se enfurezcan

      cuando les niegan el préstamo; y que vivan por largo tiempo profundamente

      disgustados con individuos a quienes "los han visto" cometer acciones

      indecorosas que todo el mundo ignora. Falta en ellos el control de la

      razón, que atestigua la falsedad de la afirmación patológica.

      Es verosímil que Francia tuviera estos sueños mórbidos, dada su enfermedad

      mental, y que en muchas ocasiones fueran sometidas a los más crueles

      tormentos personas completamente inofensivas, pobres cuitados que huirían

      hasta de pensar mal del Dictador. Los sueños de los "cerebrales" son

      terribles cuando se producen en una organización tan profundamente

      melancólica como la suya, porque son un incentivo lúgubre y poderosísimo

      que revuelve el cieno, dando un extraordinario poder de infección a todo

      ese "parasitismo" moral que está como soñoliento e inactivo en el fondo

      oscuro donde germina. Cuando la enfermedad está ya declarada no son sino

      un resorte sensible que determina con toda seguridad la explosión de las

      crisis.

      Durante los fuertes calores de Diciembre y Enero del año 28, no pasaba una

      noche sin que se aplicara el suplicio en el "cuarto del tormento" [121.] .

 

      La alta temperatura de la estación y la marcha natural de su enfermedad lo

      habían puesto más huraño aún: los rasgos profundos de su fisonomía, más

      que nunca contraída y apretada, expresaban con suma viveza esa suprema

      ansiedad que lo arrastraba a sus trasportes maníacos. El labio inferior

      estaba ya pendiente, medio ingobernable y como fuliginoso; la mirada

      húmeda y con ciertas vaguedades indefinidas que le habían dado un aspecto

      aliénico tan característico, que el mismo Estigarribia, según lo expresó

      después, llegó a temer que el "Supremo" terminara sus días en un acceso de

      locura. Sus desordenados monólogos se habían hecho más frecuentes y en las

      rarísimas ocasiones que salía a los corredores se le veía accionar con

      violencia, paseándose con trabajo, levantando una voz agria y cascada,

      pararse súbitamente y con los ojos trémulos mirar afuera largo rato, como

      si observara en la vaguedad del espacio un objeto sólo para él visible.

      Sus ideas, fruto de lúgubres y continuas meditaciones, aunque más escasas

      por la degeneración que necesariamente experimentaría el cerebro en esa

      época de completa decadencia orgánica, eran más sombrías, más tristes, más

      extrañas aú n, si es posible. Así es que la creciente taciturnidad de su

      humor había introducido en los castigos ciertas modificaciones originales

      de acuerdo con sus extravagantes necesidades afectivas.

      Las ejecuciones ya no se verificaban lejos de él, sino en su misma

      presencia, a treinta varas de su puerta [122.] . El, con su propia mano,

      repartía a los pelotones los cartuchos y miraba desde su ventana la manera

      como ultimaban a bayonetazos a los reos que no habían podido morir a bala.

      Los cadáveres debían permanecer frente a las ventanas durante el día; y se

      le veía, con bastante frecuencia, asomarse y permanecer largas horas

      mirándolos fijamente, como para "saciar sus ojos en esa obra de muerte y

      proporcionar diabólica satisfacción a sus inclinaciones maléficas" [123.]

      .

      ¡Qué pavor no inspiraría aquella figurita enjuta, encorvada y temblorosa,

      asomándose a los balcones a ciertas horas de la noche, para darse el

      placer, placer de melancólico, de contemplar cadáveres abandonados allí

      con ese único propósito! Estos espectáculos eran sus platos favoritos,

      extrañamente estimulantes y adecuados de una manera admirable a la torpeza

      enfermiza de su paladar de viejo decrépito y de hipocondríaco homicida y

      empecinado.

      Cuando los accesos se repetían con cierto carácter de agudeza alarmante,

      se encerraba en su dormitorio por cuatro o seis días sin ocuparse de nada,

      o descargaba sus furores sobre las personas que lo rodeaban. Entonces los

      empleados civiles, los oficiales y soldados, todos eran igualmente

      maltratados por su mano y por su boca, tan soez como no es posible

      imaginarlo. Vomitaba injurias y amenazas contra supuestos enemigos y era

      en aquel momento cuando hacía ejecutar, con una saña inconcebible,

      sentencias y arrestos injustos, e imponía los más crueles y severos

      tormentos hasta el punto de mirar como una bagatela las condenaciones

      numerosísimas que le dictaba su mal humor [124.] .

      Para hacer aún más lúgubre su figura, resolvió que el tormento ¡sólo se

      aplicara de noche!

      Las puertas de la "Cámara de la Verdad", abiertas ex profeso, dejaban

      escapar mil quejidos lastimeros, gritos desfallecidos, imprecaciones de

      ira, si es que aún quedaba en el Paraguay alguna garganta con el vigor

      suficiente para lanzarlos. Bien sabían los que escuchaban, ateridos de

      miedo y transidos por un terror que ninguna pluma describirá jamás, que

      allí se purgaban los pensamientos heréticos y se satisfacían con lasciva

      las ansias sanguinolentas de aquel implacable dispéptico.

      En un cuarto del antiguo Colegio de Jesuitas había instalado la famosa

      institución. Un largo catre atravesado por un trozo de madera, sobre el

      cual descansaba el vientre, recibía a la víctima, que, echada boca abajo,

      era amarrada de pies y manos, las nalgas y las espaldas desnudas, el

      pescuezo agobiado por una enorme piedra y la cabeza colgando y envuelta en

      un poncho, que se transformaba en dogal cuando la garganta incomodaba con

      sus gemidos inoportunos. Ni un grito, ni un espasmo, "ni uno de esos

      movimientos de cólera que abrevian el suplicio o que lo levantan dándole

      el carácter de un combate. Despedaza simétricamente a su víctima; la

      divide y la subdivide infligiendo un dolor elegido a cada miembro, una

      convulsión especial a cada fibra".

      Al lado del catre dos colosales Guaycurúes, con unas manos chatas y

      espesas, manejaban como plumas unos látigos de "vergas de toro",

      previamente sobados, según un procedimiento propio, por medio del cual les

      restituían la flexibilidad que el uso y la sangre les hacían perder.

      Aquellas dos bestias, humanizadas por la estación bípeda, eran como dos

      ruedas locas que no cesaban de funcionar una vez puestas en movimiento,

      hasta que Patiño o Bejarano los sacaban a empujones del lado del catre.

      Patiño y Bejarano eran los jueces, y aunque compartían con los indios sus

      rudas funciones, lo hacían, naturalmente, con cierto arte maligno, porque

      apuraban el sufrimiento sin producir aquellas muertes inoportunas que

      arrebataban a los verdugos la mitad de su jornal de aguardiente y privaban

      al Dictador de su parte de gemidos y lamentos. Para inventar suplicios

      atroces, tenían -como dice Paul de Saint-Victor-, la "fantasía perversa de

      esos tiranos italianos a quienes bien se les podía llamar los artistas de

      la tortura".

      En el cuarto inmediato estaba Francia devorando los instantes en anchos

      paseos, cuando los engorrosos procedimientos para asegurar al reo

      retardaban las ejecuciones apetecidas [125.] . Allí escuchaba él los ayes

      que le acariciaban el oído, produciéndole aquel rictus de tetánico

      agonizante, tan peculiar de su fisonomía bañada en esos instantes por la

      satisfacción de una venganza cumplida usurariamente. La víctima sudaba

      sangre por las espaldas y las nalgas ulceradas, y cuando el dolor

      horrible, intensísimo, le producía el síncope, Patiño pasaba al cuarto

      inmediato a dar cuenta al Dictador que resolvía lo que debía hacerse: si

      continuar el castigo hasta que muriera, o si cesaba la tortura, vista su

      completa inutilidad.

      Otro síntoma, que molestaba enormemente su susceptibilidad rabiosa y que

      ayuda eficazmente al diagnóstico, eran sus "insomnios tenaces" [126.] .

      Perturbando las condiciones físicas de la circulación e inervación, y

      produciendo un estado permanente de hiperemia en el cerebro, se habían

      deteriorado de una manera profunda sus funciones nutritivas. Dos, tres y

      aun ocho días pasaba durmiendo una hora, y cuando por un esfuerzo supremo

      conseguía conciliar el sueño, se veía atormentado por ensueños y

      pesadillas penosas que le hacían aborrecer la cama y daban a sus empujes

      melancólicos un tinte aún más oscuro que de ordinario. Y cuentan los que

      sobrevivieron, que una noche de insomnio costaba más al Paraguay que

      veinte conspiraciones; porque sus vigilias forzadas, determinando las

      tenaces congestiones que son sus consecuencias indispensables, fomentaban

      la recrudescencia de sus crisis.

      Así vivió durante muchísimos años, hasta que síntomas evidentes de

      "parálisis" le anunciaron el decaimiento completo en que había caído su

      cuerpo. En estas alternativas de carácter y de humor fantástico,

      aguijoneado por las punzantes sospechas que le inspiraba su incurable

      neurosis, y en el ejercicio constante, inflexible, de un despotismo

      melancólico, Francia llegó a los noventa años.

      No se alarmaron los signos de su enfermedad final, y a pesar del

      debilitamiento progresivo de sus fuerzas y aún de sus facultades

      intelectuales, laceradas por hondas grietas, siguió gobernando

      imperturbable, rígido como en los primeros años de su dictadura. A medida

      que su mal aumentaba, sus órdenes se hacían más caprichosas, más violentas

      y extravagantes. Ultimamente su memoria funcionaba apenas; su palabra se

      hacía cada vez más difícil y torpe y medio balbuciente, como que un lento

      derrame iba paulatinamente comprimiendo la superficie del cerebro:

      "l'intelligence atrophiée s'affaiblit et expire par degrés, la bête survit

      seule".

      Por fin, el veinte de Septiembre de 1840 hizo bruscamente irrupción una

      "apoplejía", matándole en pocas horas: la Melancolía se había convertido

      en demencia, término habitual de esta forma. Moría según la predicción que

      Swift había hecho para sí: "comme un rat empoisonné dans son trou".

      Sólo Estigarribia, su médico, y "Sultán" su amigo interesado, rodearon su

      cama en ese momento supremo.

      Estigarribia rezaba con el fervor y la sinceridad que le eran peculiares;

      "Sultán" roía un hueso con la más profunda indiferencia.

 

 

III. SUS ÍNTIMOS Y SUS CÓMPLICES

 

      A pesar del aislamiento claustral en que vivía aquel gran misántropo, le

      rodeaban cierto número de favoritos, que constituían, diré así, su Corte.

      Pero era una Corte peculiarísima, única en su género, y que colma la

      medida de las singularidades humanas.

      Tenía sus chambelanes oficiosos como la corte célebre de Tourney, su

      médico, sus letrados, sus pajes, y lo que es aún más raro dentro de la

      probidad genésica proverbial que tanto contribuyó a exaltar su cerebro,

      sus damas; unas gorgonas trigueñas y verdosas que sólo en las polleras

      revelaban su sexo y que prolongaron los años de su larga vida por la

      atrofia de sus funciones genésicas.

      La Corte era reducida, pero selecta en cuanto a la especialidad de sus

      ejemplares, reclutados en la clase más ínfima de su pueblo.

      Era una nobleza como la de los príncipes de Napoleón I, a quién él trataba

      de imitar por medio de un sombrero de lastimosas dimensiones; una nobleza

      de origen completamente sucio y plebeyo, que completa de una manera

      notable la tétrica sintomatología de su neurosis.

      Dragoneaba de Comandante de la Guardia encargada de cuidar la sagrada

      persona, un capitán de milicias, que, queriendo explicar a sus

      subordinados lo que era la libertad y no encontrando en su cabeza una

      definición satisfactoria, concluyó por decirles que "era la fe, la

      esperanza, la caridad y el dinero".

      Tenía su cardenal en el Provisor o Vicario General que gobernaba la

      diócesis y por conducto del cual prohibió las procesiones y el culto

      nocturno, temeroso de que dieran lugar a reuniones sospechosas. Sus pajes,

      en dos negrillos mal entrazados y medio raquíticos, con los huesos

      contrahechos por alguna diátesis hereditaria, a quienes hacía azotar

      diariamente con uno de los altos signatarios de la Corte. Su médico, o

      mejor dicho, su nigromántico, dada la talla pequeña y el aspecto

      misterioso y cabalístico del inolvidable Estigarribia, cuyas manos, como

      manojos de zarzaparrilla, eran las únicas que tenían la piadosa misión de

      preparar la pócima de "duraznillo", con que el Dictador se purgaba

      semanalmente.

      Había un heraldo en calzoncillos y camiseta colorada; singular heraldo,

      por cierto, cuyas funciones múltiples de verdugo y barbero desempeñaba un

      chino de proporciones monumentales, llamado Bejarano; hombre de maneras

      brutales, de larga barba, cabeza pequeña con las líneas y las estrecheces

      de un cretinismo acentuadísimo y una mano de canalla, ancha, espesa y de

      agilidad sorprendente para manejar la "verga" que hacía hablar a los

      delincuentes en aquella triste "Cámara de la Tortura". Bejarano gozaba en

      alto grado ante el Dictador esa privanza depresiva y humillante que tenían

      con él todos sus coadjutores. Era una especialidad para los azotes y se

      preciaba de poseer como ninguno el arte dificilísimo de azotar a la

      víctima produciéndole enormes sufrimientos sin que perdiera el sentido.

      Cuando, excepcionalmente, alguna sensibilidad demasiado reaccionaria caía

      bajo sus manos y el paciente se desmayaba, Bejarano tomaba con rabia el

      hisopo empapado en "salmuera y orines", y con ojo de chacal vengativo se

      lo pasaba groseramente por la llaga sangrienta que le había abierto su

      poca maestría. En una palabra: era una mezcla maligna de Guaycurú y de

      gitano, con rasgos pronunciados de ese atavismo simio, que se revelaba en

      su ardor inmoderado por los placeres sexuales.

      Estigarribia era el más alto "privado" de Francia. Cierto secreto y

      misterioso respeto hacía que el Dictador lo mirara con una benevolencia

      artificial, hija del miedo que naturalmente le inspiraba la idea de que

      aquel hombre tenía su vida entre las manos. Aquel pobre taumaturgo, que ni

      leer bien sabía, era el más bello ejemplar de la ciencia médica de la

      colonia; un dignísimo hijo intelectual del "físico" Comellas; un jirón de

      la posteridad pavorosa del bachiller Bazán, aquel encarnizado protomédico

      que no dejó vivo ni uno siquiera de los alcaldes y regidores santiaguinos

      que cayeron en sus manos mortíferas.

      Estigarribia era un hombre íntegro y de una bondad moral a prueba de todas

      las tentaciones. Su alma sin doblez, y casi diría candoroso, no sintió

      jamás la fascinación del asesinato impune que podía haberlo llevado

      fácilmente a librarse de Francia por medio de una pócima cualquiera. Tenía

      un aspecto grave, reposado, casi venerable: unas patillitas cortas y

      fáciles salpicadas abundantemente de canas y una de esas fisonomías

      transparentes al través de las cuales se descubre sin gran trabajo hasta

      el último repliegue del espíritu. Hablaba poco, como convenía a su regio

      "cliente", y a pesar de que cultivaba cordiales relaciones con el pueblo,

      no se le conocían amistades estrechas con nadie.

      Era un hombre, o mejor dicho, una miniatura de hombre, pequeño, enjuto y

      reducido, aunque muy proporcionado: tenía un cuerpecito de niño raquítico,

      con prominencias y gibosidades en la espalda, y un cuello corto y flaco

      terminado en un cráneo voluminoso para tan precaria estatura; pero un

      cráneo inteligente, con frente amplia y con mucha luz en los surcos y en

      los rasgos, que eran hondos y sinceros como que reflejaban con toda la

      ingenuidad de la línea la superficie mansa y tranquila de un corazón

      irreprochable. Debió ser un espíritu de una viveza nada común por el

      movimiento que revelaba su fisonomía. Pero de una viveza pasiva, poco

      bulliciosa y sin el carácter fosforescente y movible con que se revela en

      los nativos esta especie de "temperamento intelectual" que tanto se

      confunde con la inteligencia verdadera. Tenía ojos claros, sumamente

      claros, y metidos como dos anteojos en unos rodetes formados por la piel

      lisa de la frente y por el párpado inferior abultado y oscuro. Una boca

      grande, un cabello poco abundante, suave y con pretensiones de ensortijado

      y dos orejas largas, anchas, que parecían robadas a algún gigante

      mitológico, completaban el rostro del inolvidable y benemérito D. Vicente,

      el más conspicuo "consular" de la Corte de Francia.

      Cuando salía a sus quehaceres profesionales, montaba en un peticito

      lobuno; y con los pies fuera de los estribos y las piernas pendientes y

      agitadas por el movimiento que le oprimía el trotecito revoltoso del

      petizo, recorría todos los cuarteles haciendo precipitadamente sus visitas

      y retirándose otra vez a esperar las órdenes del Supremo. No había, por

      supuesto, tocadita del pulso, ni siquiera por fórmula, y la auscultación

      no se sospechaba; ni aún la prehistórica observación de la lengua, sin la

      cual no hay para el vulgo medicina posible. Había instinto: la

      clarividencia sintomatológica que ilumina el raro buen sentido del

      curanderismo y que se adquiere a los treinta o cuarenta años de una

      práctica diaria y constante. D. Vicente curaba -esto es indudable- y

      curaba, allí, con más éxito que cualquier médico ilustrado, porque a su

      tino nativo reunía el conocimiento profundo, aunque empírico, de las

      enfermedades propias del clima y de las yerbas medicinales abundantísimas

      con que la naturaleza ha enriquecido aquel suelo.

      Vivía en su botica completamente sustraído a todo contacto vulgar. Y sólo,

      cuando ciertas mortificantes dolencias atacaban al Dictador, se le veía

      salir rápido como una ardilla y entrar al palacio, metiéndose hasta el

      dormitorio mismo del César, no sin grande y profunda admiración de parte

      del pueblo, para quien aquel privilegio inaudito tenía algo de

      sobrenatural.

      Las lavativas variadas y múltiples, los sudores profusos producidos por la

      aglomeración asfixiante de enormes pilas de cobijas y la sangría repetida

      "jusque ad animi deliquium" como decía el divino Celso, constituían el

      fundamento invariable de su terapéutica casi milagrosa. Aquel hombre hacía

      prodigios con esos tres únicos recursos, y según la tradición de su

      pueblo, tal vez un poco benévola, el tristel, sobre todo, operaba entre

      sus manos las maravillas del unto mágico de Paracelso. Pensaba como

      Voltaire, a quien, inútil parece decirlo, no conoció, que las personas

      "colédoco corriente y entrañas aterciopeladas", son dulces, afables,

      graciosas, mucho más complacientes y desenvueltas que el pobre constipado,

      eterna víctima de su propia inercia intestinal.

      Francia padecía habitualmente de una constipación tenaz; constipación que

      tenía para él la doble molestia de repercutir fuertemente sobre sus

      facultades cerebrales y de alejarlo de Napoleón I, que gracias a una

      tisana célebre de Corvisart, y por una erupción crónica del cuello, tenía

      que conservar siempre flojo su vientre.

      Largas y profundas meditaciones costaba a Estigarribia esta irregularidad

      intestinal. Había ensayado todo su arsenal terapéutico sin encontrar la

      "tisana imperial" que lo librara de las exigencias apremiantes de su

      impaciente amigo. Y como él sabía la recíproca influencia que tienen las

      afecciones morales y las constipaciones del vientre, se quemaba el cráneo

      buscando la solución del problema supremo, sin salir de su singular

      farmacopea. Aquella mortificación, tan degradante para Francia, exigía un

      pronto remedio. La frecuencia con que se presentaba este tétrico malestar,

      que tanto prolongaba sus ansias melancólicas, lo hacía por momentos más

      exigente con su médico, que en cierta ocasión hubo de ser expulsado "por

      ignorante y bribonazo".

      Esto último aconteció sin duda, porque Francia, a pesar del temor

      supersticioso que le tenía, se había permitido, un día de "crisis",

      sondear los alcances del médico, convenciéndose, muy a pesar suyo, que

      toda su ciencia no alcanzaría jamás a proporcionarle el íntimo placer de

      parecerse a Napoleón I, ya que no en la cabeza, por lo menos en el

      sombrero y en la envidiable regularidad de su intestino. Y es probable que

      esta última circunstancia, tanto como las molestias de la enfermedad,

      influyera para exigir con tanto apremio su tratamiento definitivo.

      Francia tenía la ambiciosa pretensión, hija de ese vago delirio de las

      grandezas que se descubre en muchos de sus actos, de parecerse a ese

      grande hombre en su figura y aun en su genio maravilloso. Tenía en el

      gabinete una caricatura de Nuremberg representando a su héroe, y a la que

      tomó de buena fe como un excelente retrato, hasta que el suizo Rengger le

      explicó la inscripción alemana que tenía debajo. La idea de completar el

      traje de corte con un enorme y ridículo elástico cruzado, le provino de

      este dibujo en el cual se había pretendido ridiculizar a Bonaparte

      exagerando las dimensiones de su sombrero [127.].

      Al lado de Estigarribia, y como persona conspicua también, estaba el "fiel

      de fecho", especie de vampiro capaz de sorber la sangre de su propia

      madre, y que tenía como Bejarano funciones múltiples de delator, de juez,

      de secretario y espía. Este personaje peculiarísimo a quien Francia

      llamaba su "Sancho Panza", y que por la universalidad de sus aptitudes

      desempeñaba también el rol de bufón, ocupaba en el palacio un lugar

      preferente después del médico. Hacía las veces de secretario cuando no se

      trabajaba en la "Cámara de la Verdad" o cuando los ratos fugaces de buen

      humor del Supremo no le llamaban a desempeñar sus funciones estúpidas de

      juglar. Recibía los informes, las solicitudes y todos los papeles que

      venían "dirigidos al gobierno", teniendo especial cuidado, según orden

      recibida, de rechazar con una amenaza todo documento que no trajera el

      consabido "S. E. el Excmo. Dictador Supremo del Paraguay".

      Con otra circunstancia más y por cierto curiosa: que el peticionario no

      debía poner la fecha sino dejar al Dictador que la pusiera con su propia

      mano. Cuando el "fiel de fecho" escribía el dictado de S. E., debía

      hacerlo sin mirarle a la cara, sin hacer preguntas impertinentes y "con

      los pies desnudos", pues según las extravagantes concepciones de aquel

      singular fisiólogo, el calor de los botines acumulaba en los pies la

      sangre que para funcionar regularmente necesitaba la cabeza.

      Patiño (así se llamaba este cortesano original), aunque con menos

      angulosidad, tenía la misma estructura moral de Bejarano. Era, según creo,

      un criollo de origen español, pero sin la mezcla nociva del toba, que daba

      al "heraldo" su ferocidad nativa y ese refinamiento característico que

      manifestaba en la aplicación artística del tormento. Patiño tenía una alma

      negra y con las dobleces necesarias para llegar hasta Bejarano, pero

      pasiva, morosa y sin la inventiva maligna de aquél. Era feroz por contagio

      más que por organización. Poseía las aptitudes de un lego inquisidor

      embrutecido en el ejercicio diario del tormento, pero no la espontaneidad

      dispuesta y fecunda del "mazorquero" refinado, que inventaba para toda

      víctima y para cada caso particular una tortura especial. Era malvado, más

      que por inclinaciones enfermizas, de puro bruto e ignorante, parecía una

      reproducción humilde y un tanto degradada de Facundo, en quien no había

      enfermedad sino el salvajismo impulsivo y la áspera rusticidad del hombre

      primitivo. Seguramente que de su cerebro perezoso no hubiera brotado jamás

      el "degüello a serrucho" o las mutilaciones lentas por el cuchillo

      mellado, que, trasplantadas al Paraguay, hubieran hecho las delicias de

      Bejarano.

      Todo el aspecto físico de la persona, y hasta la misma inercia de su

      fisonomía, ponían de manifiesto su estructura interna. Era de cortas

      proporciones, regordetón y vasto de espaldas como convenía al homólogo de

      Sancho. Un cuello espeso y corto, de esos cuellos característicos que

      viven solicitando apoplejías; y unas piernas cortas y abiertas por la

      acumulación exorbitante del tejido adiposo. Unas piernas columnarias,

      enormes y de una agilidad tan dudosa que el mismo Francia se servía de

      ellas para establecer un término de comparación: "para darles a estos

      pueblos, decía, las libertades que ellos quieren, es necesario andar con

      las piernas de Patiño".

      En su cara redonda e imberbe, con los enanchamientos laterales propios de

      las personas glotonas, manifestaba dos rasgos profundamente expresivos y

      que se abrían paso al través de la grasa que la hacía informe: el arco

      superciliar grueso y redondo como la piel de un paquidermo, formando esa

      cubierta espesa detrás de la cual se esconde, para mirar a mansalva, el

      ojo de los pícaros; y una pupila pequeña pero con una fosforescencia

      inquieta y sumamente elocuente. El "fiel de fecho" tenía entrada a toda

      hora en el palacio y en todos sus departamentos, menos al dormitorio del

      Dictador, donde sólo la modesta, aunque ancha planta de Estigarribia,

      podía pisar.

      El gabinete era la sala destinada a la recepción de los grandes

      "dignatarios". Allí concurrían Patiño y Bejarano asiduamente, y de cuando

      en cuando, el comandante de la "Guardia Imperial" a recibir las órdenes

      supremas. Allí también era donde el entusiasmo y la supersticiosa

      veneración que profesaban al amo tomaba su altísimo vuelo. En presencia de

      aquellos viejos volú menes de Voltaire, de Raynal y del abate Rollin

      dotados, por el solo hecho de ser libros, de un prestigio sibilino, su

      fama de sabio crecía y se hinchaba en la imaginación de esos pobres

      patanes. El globo celeste en que el Dictador estudiaba, y en cuya

      contemplación respetuosa se pasaban las horas enteras mirando como dos

      autómatas aquellas extravagantes "figuritas", los había persuadido que

      Francia conocía por el estudio de las constelaciones los más recónditos

      designios del corazón humano. Y si no era así ¿qué significaban aquellos

      globos misteriosos, aquellas observaciones estelares a altas horas de la

      noche, aquellos éxtasis astronómicos en que los sorprendía la aurora

      mirando "pá arriba", según la observación de uno de sus chambelanes? Los

      escasos instrumentos de matemáticas, las cartas geográficas y un antiguo

      cuadro de osteología en que los esqueletos parecían próximos a

      desprenderse de la pared, completaban esta idea de la suprema omnipotencia

      del Dictador.

      Para la época y para el país en que vivió, podía considerársele a Francia

      como un hombre de vastísima ilustración. Poseía bien el francés, tenía

      nociones generales y bastante adelantadas de agricultura, geografía,

      botánica y ú ltimamente cuando por su evolución natural la enfermedad tomó

      vuelo, aumentando su intolerable desconfianza, aprendió inglés, solo, y

      con una paciencia de benedictino. Y lo aprendió para poder leer los

      pasaportes que venían escritos en ese idioma; con la única ayuda de una

      vieja gramática que poseía en su biblioteca.

      Toda su corte se componía de ejemplares como Bejarano y Estigarribia.

      Había tenido el cuidado de arrojar de su lado todo lo que tenía de

      honorable y de sano la Asunción. Sus comandantes y sus jueces, los

      celadores y los alcaldes, eran de la hez del bajo pueblo. Los empleos de

      jueces y de sus asesores estaban desempeñados por personas igualmente

      ignorantes y rústicas, que no tenían otro código que el más o menos buen

      sentido con que los había dotado la naturaleza [128.] . Bajo el antiguo

      régimen eran nombrados de entre los grandes propietarios y negociantes

      ricos, interesados en dejarse dirigir por gentes instruidas, pero Francia

      invirtió este orden porque tenía horror a la gente decente, a quien

      trataba con el duro rigorismo de un sistemático atrabiliario.

      Para la práctica de su extraña penalidad, tenía en toda esta gente fieles

      ejecutores que se disputaban el honor de cumplir con exceso sus órdenes.

      Según la naturaleza del delito, y a menudo según el humor en que se

      encontraba, resolvía inmediatamente sin haber oído ni aun visto al

      acusado. Los crímenes de estado, el contrabando, los robos en los caminos

      y finalmente las tentativas de evasión eran juzgados directamente por él y

      entrañaban de ordinario la pena de muerte, que era ejecutada sin dilación.

      En la categoría de los crímenes de estado, comprendía "toda acción, toda

      palabra, que según su humor sombrío y caprichoso, encerrara alguna ofensa

      a su autoridad. Y esto no sólo en su propia persona, sino también en la de

      sus empleados y allegados; de manera que la gente decente, para no ser

      tratada como traidora a la patria, debía sufrir sin exhalar una queja las

      mil vejaciones de todos los instrumentos más serviles y subalternos del

      despotismo de aquel hombre" [129.] .

      Sus secuaces mismos no escapaban a sus excesos cuando los vapores de su

      melancolía, llena de impulsos y de impaciencias, le embargaban los

      sentidos. La más leve falta, la más vaga sospecha de una tentativa sobre

      su persona, lo arrojaban en mil ansias y transportes peligrosísimos. Así,

      una mujer del pueblo que, no sabiendo cómo hablarle se había aproximado a

      la ventana de su gabinete, fue enviada al calabozo en castigo de tan

      inaudito atrevimiento. Y fue tal la impresión que causó esto sobre su

      ánimo desconfiado que, la supuesta falta de respeto, lo obligó a

      encerrarse por muchos días, dando origen a aquella singular orden a que me

      he referido en el capítulo anterior. La orden corrió de boca en boca por

      todo el pueblo, y desde entonces los transeúntes pasaban con la vista fija

      en el suelo sin atreverse a mirar el palacio.

      Cuando sintió que su pie pisaba sobre terreno firme, inconmovible, y vio

      que le obedecían sin restricciones, y que sus más pueriles caprichos eran

      órdenes supremas para todos, su espíritu enfermo, traqueado y privado de

      la derivación provechosa que le proporcionaban sus múltiples ocupaciones,

      se hizo más atrabiliario aún, más inaccesible que antes. La desconfianza

      llegó a tal punto que no sólo estudiaba las cuentas de la administración,

      sino que examinaba con escrupuloso cuidado hasta los más insignificantes

      asuntos domésticos. La comida, el pan, los cigarros que fumaba eran objeto

      de constantes sospechas habiéndose impuesto, en consecuencia, una

      frugalidad penosa que a menudo lo privaba de ciertos placeres a que era

      sumamente afecto.

      Tenía a su lado, y con ciertas prerrogativas, una vieja esclava que le

      arreglaba su cama, limpiaba su ropa y corría con todo el movimiento de la

      casa. Era una vieja harpía que participaba en algo de la reclusión

      conventual y de las extravagancias de su amo. No se asomaba jamás a la

      calle ni la veía nadie, temerosa de que la hicieran partícipe del odio que

      le profesaban a él.

      Cuando las medicaciones inocentes de Estigarribia no daban el resultado

      apetecido, parece que la vieja Hécate recurría a sus untos mágicos y

      aplicaba con éxito ciertas fricciones anodinas en las piernas gotosas y

      doloridas "del Gobierno". Esta mujer y el viejo herbolario eran los únicos

      que gozaban de aquel singular privilegio. A la sirviente las unturas y las

      pomadas, a Estigarribia la terapeútica interna que requiere algo más que

      buena voluntad y manos suaves y avezadas. Francia tenía por esa vieja

      cierta benevolencia que se atribuía a su gran influjo en "la corte"; así

      es que a menudo se veía asediada con solicitudes y empeños, que se

      guardaba bien de hacer, temiendo sus iras olímpicas y peligrosas.

      Sobre la larga mesa en que el Supremo, provisto de la tiza y de un par de

      tijeras, demostraba a sus sastres la cantidad de paño que le robaban

      [130.] , la vieja confidente iba colocando todos los objetos que enviaban

      al palacio: grillos, cerraduras, calzones, kepíes, muestras de comestibles

      de los almacenes del Estado, etc. Esto, y la autorización para emitir

      juicios más o menos aceptables sobre las costuras de la ropa que se cosía

      para el ejército, eran las dos únicas funciones públicas que desempeñaba.

      A sus órdenes, aunque gozando de cierta bulliciosa independencia que

      después le costó la vida, estaba el negro "Pilar", personaje popular y

      fatídico por las estrechas vinculaciones que tenía con Francia.

      Pilar desempeñaba el papel de "valet de chambre", y diríase mejor, de

      sombra del Dictador, porque era inseparable de su persona. Era un negrito

      como de diecisiete años que se ocupaba en corretear por las calles de la

      Asunción espiando y robando impunemente en las tiendas y casas de familia,

      donde forzosamente tenía que ser bien recibido. Aquel hombre atrabiliario

      se hacía contar por él historias picantes en las cuales figuraban como

      protagonistas personas conocidas del pueblo, a quienes ridiculizaba con un

      sarcasmo grosero. El negro le llevaba noticias y detalles satisfactorios

      sobre la vida de las familias espiadas por el gobierno; lo sentaba a su

      mesa y compartía con él su comida, más por experimentar "in anima vili"

      ciertos platos sospechosos, que como prueba de aprecio y de confianza. En

      los escasos días de buen humor, el viejo César pasaba sus largos ratos de

      solaz oyendo sus bufonadas y despachando con extraña benevolencia las

      solicitudes y empeños que introducían por sus manos algunos litigantes

      desesperados que explotaban la codicia del negro. En sus largas

      conversaciones Pilar se permitía licencias cuya tolerancia nadie se

      explicaba. Sólo la naturaleza caprichosa del Dictador y su buena

      disposición de ánimo, en algunos días de lasitud cerebral, podían explicar

      los graves abusos que cometía, condimentando con palabrotas y obscenidades

      sus pláticas estrafalarias.

      Pero un día las licencias de Pilar llegaron, sin duda, a un grado

      disgustante. El viento del Norte, seco y molesto, sopló recio y los

      nervios del Sátrapa octogenario, crispándose más que otros días,

      levantaron la marea y produjeron más negra y más destructora que nunca su

      tenaz melancolía. Se le vio salir a la puerta llamando a grandes voces al

      oficial de sus guardias y darle orden de que sacara al negro y lo fusilara

      inmediatamente "por ratero". El oficial tomó de un brazo al pobre muchacho

      que abría desmesuradamente sus grandes ojos, presa de un terror profundo,

      y que, en las ansias de la muerte próxima, luchaba por desasirse dando

      gritos terribles y difundiendo la alarma por todo el pueblo.

      La muchedumbre, llamada por sus ayes, se agrupaba silenciosa alrededor del

      patíbulo improvisado. Iban abriéndose las puertas unas tras otra y por

      rendijitas estrechas comenzaban a asomarse los vecinos asustados y

      temblorosos. Los más atrevidos salían a la vereda, pero nada más que a la

      vereda, los temerarios se acercaban a veinte pasos y se interrogaban

      furtivamente con la vista, porque, en circunstancias tales, la lengua se

      escondía en la garganta y cortaba todas sus peligrosas comunicaciones con

      el cerebro. El reo es atado a un poste y en presencia del Dictador mismo

      se le pegan los cuatro tiros que, según la costumbre establecida, él con

      su propia mano había repartido.

      En casos como éste, hasta el mismo Estigarribia sentía sobre su pecho

      ciertos escozores proféticos que lo hacían cada vez más reservado y parco

      con "el Gobierno". El ejemplo era edificante y encerraba una enseñanza

      provechosa aun para "los amigos" favoritos. La vida estaba vinculada a los

      caprichos del barómetro y, cuando el viento cauteloso del Norte comenzaba

      con su suave perfidia a acariciar la frente del viejo, la aguja tomaba una

      inclinación fatídica y se sentía cierto olor a sangre, desagradable y

      picante.

      Francia contempló por un momento el cadáver de su paje y se retiró

      tranquilamente a sus piezas interiores seguido de "Sultán", cuyas caricias

      hoscas, pero discretas, reemplazaron desde entonces a las del pobre Pilar.

 

      Sultán, creo necesario decirlo ya que lo introducimos en la escena, era

      todo un personaje; un oasis de ternura en medio de aquella inclemente

      esterilidad. Por los estrechos lazos que él y Pilar tenían con el amo,

      participaban del odio y del respeto artificial que el pueblo le profesaba.

 

      Cuando Sultán, con su acostumbrada indolencia, se echaba largo a largo en

      la vereda, los transeúntes bajaban respetuosamente para no molestarlo. Y

      como tenía el derecho inalienable de transitar libremente por todas las

      calles, de comer como Pilar en el plato del Gobierno y aún, según se

      afirmaba entonces, de compartir la cama del amo como los "Turcos viejos"

      de Stambul, todos le tributaban los honores y las consideraciones que el

      musulmán indigente a los canes hambrientos que en Constantinopla dividen

      con ellos el odio y la antipatía a los infieles.

      Pero Sultán solía abusar de sus prerrogativas humanas. Con sus roncos y

      monótonos ladridos concitaba la desobediencia de los otros perros, cuyas

      bulliciosas reuniones nocturnas mortificaban el oído nervioso del amo,

      dando pábulo a sus largos insomnios. Mordía el hocico a los caballos, e

      iba a lamer la sangre de los ajusticiados si los fusilamientos se

      verificaban frente a los balcones del Gobierno [131.] . En las tardes de

      paseo, cuando Francia salía a caballo, Sultán y Pilar iban delante

      desempeñando tan bien su papel de batidores, que antes de descubrir la

      figura ridículamente enhiesta y rígida del amo, todo el mundo se retiraba

      cerrando las puertas y ventanas con el profundo terror que inspiraba su

      presencia. El negro corría delante y Sultán detrás ladrándole y buscándole

      las pantorrillas. Los granaderos con sus sables al hombro y gritando el

      "chaque caray" fatídico, y ese ruidito especial tan conocido que hacía la

      silla del Dictador y que en el profundo silencio de las calles percibían

      claramente los que espiaban detrás de las ventanas [132.] , formaba un

      cuadro grotesco, pero al mismo tiempo triste e imponente, para todos los

      que sentían pasar por delante de su puerta aquella procesión lúgubre y

      temible.

      Fue en uno de esos paseos, frecuentes al principio de su gobierno, que una

      de esas cuadrillas de perros errantes tuvo la audacia de ladrar a su

      caballo, tentando una batida a su perro. Este incidente sin importancia

      dio origen a que se repitiera con mayor encarnizamiento una escena

      grotesca pero de consecuencias dolorosas para la población. Vivamente

      impresionado con esa falta inaudita de respeto, y sospechando una

      intención velada de parte de sus enemigos, aquel espíritu puerilmente

      atrabiliario ordenó a sus granaderos y a algunos miembros de la "Corte"

      que recorrieran las calles de la ciudad y armados de picas y de sables

      mataran todos los perros que hallaran a su paso.

      Para comprender con qué escrupulosidad temible sería cumplida esta

      disposición extravagante, es necesario tener presente que no había en

      Francia la amarga ironía, la intención traviesa que inspiraba a Rosas

      ciertas medidas de este género. Con la misma majestad teatral con que leía

      las cartas de la reina de Inglaterra o mandaba fusilar a un ciudadano,

      disponía que se mataran los perros u ordenaba a Patiño que se sacara los

      botines para la mejor repartición de su sangre. No cabían en su espíritu,

      terriblemente ampuloso y egotista, esas truhanerías sangrientas y

      sutilísimas que brotaban como chispas en el espíritu vivaz de D. Juan

      Manuel.

      Encabezados por los más "altos dignatarios" de aquel imperio rabelesiano,

      salieron los grupos a cumplir la suprema resolución. La alarma cundió por

      todo el pueblo al apercibir los pelotones sucesivos que venían en son de

      guerra. La lucha se armó entre los soldados y los primeros perros que

      encontraron, dando lugar a las escenas que son de suponerse; los gritos de

      la tropa atrajeron los perros de las casas inmediatas que brotaban de

      todas partes como por obra de encantamiento y que aullaban y bramaban

      juntos produciendo una algazara horrible. Los soldados los perseguían

      descargando hachazos y palos con un encarnizamiento de batalla indecisa.

      Los escasos transeúntes corrían a su vez, alarmados, sin saber si eran

      ellos o los perros que debían morir, y empujados por esta terrible duda se

      metían en sus casas o en la del vecino, y cerraban sus puertas,

      produciendo como era consiguiente la más angustiosa confusión en las

      familias, bastante acongojadas ya. Pero los soldados, enardecidos por la

      natural resistencia, la lucha y la ensordecedora gritería de las víctimas,

      empujaban las puertas, las volteaban si ofrecían resistencia y entraban

      hasta las piezas interiores [133.] , matando perros y volteando muebles,

      mujeres, criaturas, viejos y todo lo que se les ponía por delante, a fin

      de que la orden se cumpliera con la exquisita exactitud de detalles que

      tanto complacía a S. E. Una vez terminado el combate, la tropa se retiró

      triunfante dejando el campo sembrado con los cadáveres mutilados de los

      pobres perros. Pasóse el parte correspondiente, con el consabido al

      "Excmo. Señor Dictador Supremo de la Repú blica del Paraguay, etc.", y

      restablecida la tranquilidad todo volvió a su antiguo quicio ¡con la misma

      sangrienta monotonía de antes!

      Los comandantes de campaña, que se complacían en imitar en sus vejaciones

      y extravagancias al jefe del Estado, declararon igual guerra a los perros,

      haciendo perecer en pocas horas un número considerable de ellos.

      En esto de imitaciones, lo mismo "los íntimos" que los comandantes y hasta

      el más humilde alcalde, llevaban lejos su ridículo entusiasmo. Cuenta

      Rengger que algunos de ellos, habiendo visto que el Dictador usaba por la

      mañ ana "una robe de chambre", se habían hecho hacer un traje análogo,

      pero a guisa de uniforme ordinario y sin abandonarlo jamás, aun para

      montar a caballo, se paseaban llenos de orgullo pero descalzos, y sin

      calzoncillos muchas veces.

      En la casa de los antiguos gobernadores, que era uno de los edificios más

      grandes de la ciudad, construido por los jesuitas poco tiempo antes de su

      expulsión, era donde el viejo déspota tenía su residencia oficial rodeado

      de esta Corte singular: el "fiel de fecho" memorable, su extraño heraldo,

      su médico herbolario, sus verdugos, el perro y otros dos amigos que

      compartían con este último los afectos del gobierno. Eran éstos dos

      cuervos [134.] , que vivieron humillados y oscurecidos en la inacción a

      que los había destinado la rapacidad sanguinaria de Patiño y Bejarano.

      Sólo se ocupaban en picar el lomo de los caballos de los granaderos y en

      comerse la carne podrida que éstos tiraban. Cuando la abstinencia se

      prolongaba demasiado, sus ojos relampagueaban y las alas se movían con esa

      agitación convulsiva con que se mueven en presencia de la presa codiciada:

      tomaban olor a sangre y aleteaban hincados por el hambre y por las

      promesas no cumplidas, de un eterno banquete de ojos y de carne humana.

      Sin embargo, nunca pudieron sorprenderlos devorando el ojo de algú n

      muerto; bien es verdad que aunque lo hubieran intentado sólo habrían

      hallado la órbita vaciada por la mano de alguno de los Guaycurús que

      custodiaban la "Cámara de la Tortura". Esos eran sus dos más formidable

      rivales.

      A pesar de todas estas amistades aparentes, Francia era suficientemente

      suspicaz, y demasiado cruel y severo, para conceder por completo su cariño

      a nadie: a no ser al perro y a los cuervos, por quienes tenía verdadera

      predilección, más por misantropía que por amor a los animales.

 

 

IV. EL ALCOHOLISMO DEL FRAILE ALDAO

 

      Susana Brunet, de cincuenta años de edad, era, según el testimonio de

      todos sus allegados, una mujer inclinada al abuso de las bebidas

      alcohólicas. Su cara vultuosa, su nariz espesa y rubicunda, y sus manos

      temblorosas y como movidas por la "parálisis agitante", demostraban

      superabundantemente sus inclinaciones maléficas. A consecuencia de una

      discusión con su vecina, y en venganza de algunas palabras un poco vivas

      que le había dirigido, incendióle la casa, y más tarde, por otro atentado

      análogo, fue condenada sin apelación a un asilo de locos peligrosos.

      Brouchard, otro ebrio consuetudinario, compareció ante el tribunal

      correccional de París acusado de robos, de rebelión contra los agentes de

      la autoridad, de ultrajes infinitos al pudor y de tentativas inmotivadas

      de homicidio aleve; fue condenado a tres meses de prisión y a veinte

      francos de multa. Pero un alienista sagaz, después de haber leído las

      minuciosidades reveladoras del proceso, y en presencia de ciertos

      documentos que él contenía, hubiera diagnosticado un principio de locura.

      Ciertas concepciones ambiciosas, y sobre todo la incoherencia, esa

      incoherencia característica, no podían conciliarse con una locura

      simulada.

      Brouchard era loco, como Susana Brunet; ambos tenían esa locura que al

      principio se presenta vaga, difusa e indeterminada, pero que marcha

      después a trancos seguros hacia su término de excitación maníaca

      irremediable y de irresponsabilidad absoluta.

      Es la eterna historia del alcoholismo crónico: incendios, asesinatos,

      delirios ambiciosos, ultrajes públicos al pudor con las minuciosidades

      repugnantes del exhibicionismo más indecente, cleptomanía y todo cuanto

      puede producir la inteligencia desequilibrada. En el fondo de una botella

      caben todos los delitos y todas las maldades imaginables: el alcohol

      estimula, el alcohol fecunda y despierta todo ese cúmulo de sentimientos

      bulliciosos que el hombre hereda del bruto, y que la conciencia en el

      estado de salud enfrena con su equilibrio potente.

      Hay una fuerza secreta que tiene todo el vigor de la ciega fatalidad del

      instinto y que arrastra a beber con la voracidad insaciable de un deseo

      enfermizo; en ciertos alcoholistas recalcitrantes ella constituye una

      morbosidad singularísima llamada "dipsomanía", especie de impulsión

      irresistible, de la categoría de la antropofagia y de la cleptomanía.

      Aparece como una forma particular de las degeneraciones congénitas, o

      simplemente como una inclinación por los licores alcohólicos, puramente

      sintomático y que se observa al principio de algunas enfermedades

      mentales.

      La primera de estas formas era la que arrojaba al Fraile Aldao en sus

      repetidas borracheras, y la segunda es a menudo el largo y oscuro introito

      de la "parálisis general". En este último caso el alcoholismo sólo es un

      síntoma, pero un síntoma grave que acelera singularmente la marcha de los

      accidentes, y que, a la larga, se suma a las causas. Como análoga a esta

      impulsión, y ejemplo del poder fascinador que todas ellas ejercen en el

      ánimo, recordaré aquella curiosísima perversión que arrastraba al

      irreprochable Bertrand a comer la carne humana y a profanar los sepulcros.

 

      El sargento Bertrand, cuya conducta era por otra parte perfectamente

      ajustada a la disciplina, se iba de noche a los cementerios de París y de

      sus alrededores, desenterraba los muertos, los mutilaba a su gusto,

      favorecido por la oscuridad, y se entregaba a innobles actos de lujuria.

      Bertrand había sido en su infancia sombrío, taciturno y tenía un tío loco:

      circunstancia esta última que abogaba en favor del origen mórbido de sus

      brutales apetitos. Habiendo asistido un día al entierro de un conocido

      suyo, fue atacado súbita y violentamente por el deseo de desenterrar el

      cadáver y devorarlo; este fue el primero de sus accesos, los cuales se

      repitieron después cada quince días y se anunciaban por una cefalalgia

      intensa, un malestar indefinible y un impulso maligno durante el cual, y a

      pesar de los culatazos y de las estocadas que le aplicaban los que

      espiaban sus pasos, escalaba los muros y desenterraba los cadáveres, sin

      sentir la menor repugnancia, ciego y fascinado por el empuje [135.] . Con

      esta intensidad tempestuosa arrastra y fascina la dipsomanía.

      Los estragos irreparables que hace el alcoholismo en algunos países

      tienen, por lo menos en parte, su filiación patológica, en estos casos

      frecuentes y por lo general poco conocidos de dipsomanía. Se comprenderá

      fácilmente esto, si se tiene presente la frecuencia alarmante de la

      parálisis general que, como se sabe, comienza en muchas ocasiones

      ocultándose, diremos así, bajo esta forma insidiosa. La "parálisis

      general" y el "alcoholismo" son dos plagas sociales de consideración,

      porque se ayudan mutuamente y se vinculan de una manera más íntima, más

      estrecha de lo que habitualmente se cree. Cada una de ellas,

      alternativamente, es causa y efecto a la vez: el alcoholismo es, en

      muchísimas ocasiones, una de las causas de la parálisis, y ésta lo es en

      otras del alcoholismo que la sobrepasa en su creciente intensidad, que

      suministra el mayor número de víctimas y de año en año se va difundiendo

      por todo el mundo con la actividad propia de las grandes plagas.

      De 2.809 locos enviados a la enfermería de la Prefectura del Sena en 1876,

      de los cuales 1.677 eran hombres y 1.132 mujeres, el alcoholismo existía

      en 776, es decir, en casi el tercio. Un informe de Mr. Ouslow revela, por

      lo que toca a Inglaterra y al país de Gales, lo frecuente que es allí la

      "borrachera del domingo". En una población de 22.721.266 de habitantes, ha

      habido, según dice, desde el 29 de Septiembre de 1876 a Septiembre de

      1879, 47.401 prisiones por alcoholismo; es decir, la enorme suma de 15.800

      cada año. En Liverpool ascendieron a 4.721, sobre 497.405 habitantes, y en

      Manchester, que cuenta 351.189 almas, hubo 3.282. En Londres, Birmingham y

      sobre todo en Sheffield, en donde las condenaciones ascendieron a 175

      "simplemente", sobre una población de 239.946, es rara la "borrachera del

      domingo" [136.] .

      París suministra esta estadística: sobre un total de 2.582 individuos

      detenidos por locos en su domicilio, en la vía pública o condenados en el

      departamento del Sena en 1879, había 573 hombres y 157 mujeres afectadas

      de delirio alcohólico franco: cifra enorme que manifiesta hasta dónde

      puede influir el alcoholismo en la producción de la locura (Garnier).

      Y no es reciente esta alarmante propagación. Lo que, la estadística enseñ

      a hoy con colores tan tétricos, ha sido un mal de todas las épocas; un mal

      que por distintas causas ha permanecido velado, y como escondido bajo

      otros aspectos, hasta que trabajos magistrales como la célebre memoria de

      Magnus Huss, lo pusieron de manifiesto, revelando al mundo el secreto de

      esta difusión creciente de la locura alcohólica que hace centenares de

      víctimas en ciertas poblaciones del Norte.

      Dadas sus múltiples maneras de manifestarse y sus variados efectos, muchos

      acontecimientos sociales, ciertas conmociones políticas de carácter

      aliénico, como los excesos de la Comuna y el fanatismo convulsivo de los

      poseídos de Bordy, podrían encontrar tal vez, y encuentran según algunos,

      una explicación plausible en sus efectos difusos. No tengo duda alguna de

      que muchas de las tumultuosas peregrinaciones de la Mazorca, tenían su

      origen en esas libaciones abundantísimas por medio de las cuales el

      "bondadoso" Salomón fabricaba el entusiasmo federal de sus amigos. Los

      grandes banquetes federales dados para celebrar a su modo las fiestas

      patrias, los triunfos de los ejércitos de Rosas, los natalicios de los

      miembros conspicuos de su familia, y aún la prisión y el fusilamiento de

      algún "salvaje" recalcitrante, eran celebrados de esta manera singular.

      Las pipetas del licor venenoso, que llevaban Alegre y Ochoteco, se

      apuraban pronto; y cuando ya la voz de alguno enronquecía, cuando la

      palabra se arrastraba balbuciente y se secaba la garganta, bajo el influjo

      irresistible de aquel tósigo que dejaba apenas entreabierta la pupila, el

      federal inofensivo, ¡cuántas veces víctima de su propio entusiasmo!, había

      completado su transformación psicológica en el mazorquero intransigente,

      brutal, pero irreprochable en el concepto de Rosas. La famosa ginebra que

      repartía Parra, y que dejaba en las fauces empedradas de sus asociados una

      estela de inflamaciones mortíferas, era el indispensable estímulo de todas

      sus comilonas. De otra manera muchas de las explosiones del "furor

      popular", que tan eficazmente coadyuvaban a la política casera de D. Juan

      Manuel, no se hubieran producido con la oportunidad que él deseaba. Este

      uso del alcohol, como agente político, explica la enorme entrada que, en

      algunos años, hubo de él en Buenos Aires; y a tal punto están ligados

      estos hechos, que tal vez los registros de la Aduana hubieran sido el

      mejor barómetro para predecir muchas de estas tempestades. Comprendo que

      el punto necesita estudio y aclaraciones que aún no he podido hacer, pero

      lo cierto es que, en el primer semestre del año 39, se consumieron cerca

      de mil pipas de aguardiente [137.] ; 2.246 pipas de vino de distintas

      clases, probablemente de la más ínfima, que es la menos cara y la que

      produce con facilidad asombrosa el entusiasmo que se apetecía; 3.836

      frasqueras de ginebra, 262 pipas, 2.182 damajuanas y 32 arrobas de la

      misma bebida; además de 246 barriles de coñac y 5 barriles de Oporto que

      figuran en el registro, sin contar, por supuesto, el inmenso contrabando

      que entonces suministraba a bajos precios y en grandes cantidades todo

      género de bebidas.

      Sólo en estas épocas singulares, determinados hombres han sentido, y lo

      que es peor, nos han hecho sentir, los efectos difusibles del alcoholismo.

 

      Se dice, no sé con qué fundamento, que Quiroga acostumbraba enardecer sus

      turbas con grandes beberajes; que el Dictador Francia hacía uso frecuente

      de la caña [138.] ; que Artigas solía embriagarse, y que la acción

      mortífera del alcoholismo ha despertado más de una vez en D. Juan Manuel

      los impulsos sanguinolentos de su locura moral. Después de la sublevación

      de San Juan, el precioso Regimiento Nº 1 de los Andes pereció en los

      delirios que la ebriedad y la licencia promovían entre aquellos sargentos

      y soldados abandonados a sí mismos y dueños del poder [139.]. Blasito y

      Ortoguez, los dos más feroces satélites de Artigas, vivían ebrios y

      oprimidos por el "delirium tremens"; y Monterroso, el famoso secretario

      del "Protector de los pueblos libres", se embriagaba también

      frecuentemente, buscando en la caña de las pulperías la luz con que

      iluminaba las largas disertaciones literarias de su cancillería.

      Pero de todos estos amantes reales o ficticios (y digo ficticios porque no

      es posible dar entero crédito a la tradición complaciente y partidista,

      muchas veces), ninguno como el Fraile Aldao, tipo acabado del alcohólatra

      irreprochable y contumaz. En pocas personas se ve, como en él, esa

      inclinación fatídica que he mencionado bajo el nombre de "dipsomanía",

      cuyas fascinaciones impulsivas constituyen por sí solas una morbosidad

      incurable. ¿Cómo se presentaban y cuáles fueron sus efectos? Es lo que

      vamos a ver.

      Como siempre sucede en estos casos, manifestábanse al principio bajo la

      forma aguda, probablemente con su procedimiento habitual de accesos

      repetidos cada mes o cada quince días; iniciándose con su período de suma

      tristeza, con la cefalalgia intensa y la ansiedad precordial angustiosa

      que siempre precede al deseo de beber, tan irresistible, tan pujante, tan

      bárbaro como no puede imaginarse antes de haberlo presenciado alguna vez.

      Sentía venir aquellas invitaciones fascinadoras y, sin deplorar los

      excesos a que lo llevaban después, bebía hasta que la exaltación maníaca

      lo precipitaba en un delirio furioso, o hasta que el sueño pesado y

      letárgico en que termina el cuadro, lo hundía en un estado de muerte

      aparente.

      Nada detiene a estos poseídos cuando sienten desatarse bajo su cráneo

      aquellas furias ingobernables; por eso no me asombra la vehemencia

      rabiosa, insaciable, con que el Fraile Aldao buscaba la bebida. Cuando se

      concluye el dinero venden sus muebles, sus vestidos, los de su mujer y de

      sus hijos para satisfacer sus deseos. Los que conservan aún cierto recato

      y temen entregarse pú blicamente a sus impulsiones, saben disimular con

      admirable tino, recurriendo a mil subterfugios extravagantes; se encierran

      -dice Marcé-, se aíslan por completo del mundo y, cuando no pueden

      procurarse el aguardiente, beben el agua de colonia o cualquiera otra

      mezcla alcohólica que encuentran a mano [140.] . Hasta se ha visto

      individuos que bebían el alcohol de las preparaciones anatómicas. En el

      intervalo del acceso, ciertos dipsómanos pueden beber abundantemente sin

      que se produzca la crisis del delirio característico, mientras que, cuando

      el momento de su aparición fatal se acerca, les basta una cantidad mínima

      de bebida para trastornar todo su equilibrio mental; prueba evidente de

      que el acceso dipsomaníaco reposa sobre una perturbación general de la

      inervación, que nos obliga a mirar a los desgraciados que la padecen, no

      como culpables, sino como enfermos [141.] .

      Cuando la enfermedad se hace crónica, viven como vivía el Fraile en los

      períodos finales de su enfermedad, en esa intoxicación permanente que

      postra para siempre la inteligencia; que hace imposible todo esfuerzo de

      voluntad, "toda lucha entre la razón y los detestables impulsos que la

      absorben, hasta que una demencia incurable o una 'parálisis general' viene

      a apagar su triste existencia".

      Aldao tenía, en la etiología de todos sus males, el agudo aguijón de dos

      enfermedades que sostenían el exagerado estímulo de su cabeza. De ellas,

      la una era física y horriblemente dolorosa, la otra moral y tan terrible

      como la anterior: el cáncer que roía de una manera rápida y tenaz su

      rostro repugnante, y ese cúmulo de agitaciones, que alguien ha llamado

      remordimientos, y que en estrecho consorcio con sus impulsos dipsomaníacos

      lo arrastraban a beber con tanta ansiedad. Sucedía con este alcoholista

      legendario, lo que con todos los ejemplares de su género: por razones de

      organización o por disposiciones hereditarias, se entregaba a estos

      excesos, no porque buscara el placer que procura la satisfacción de una

      necesidad sentida, sino obedeciendo a ese secreto y vigoroso empuje que,

      así como lleva a otros a comer la carne humana, a desenterrar los muertos

      o a cohabitar con los animales, a ellos los obliga a beber, a beber

      siempre y de una manera casi automática. Y tan bebía sin placer que, en

      sus copiosas libaciones finales, se confundían en una mezcla insoportable

      los buenos y los malos licores; el vino de Mendoza, la ginebra y las

      bebidas más repugnantes: la miel de caña, la sidra y hasta el aguardiente

      de quemar mismo, que constituye, como se sabe, el último y supremo recurso

      de los ebrios consuetudinarios.

      Aldao era hijo de un honrado vecino de Mendoza; y desde su niñez

      manifestaba, como Rosas, la extraña organización moral que después le

      conocimos. Como la suave disciplina del hogar no fuera bastante para

      contener la turbulenta indocilidad que mostraba, "sus padres lo dedicaron

      a la carrera del sacerdocio, creyendo que los deberes de tan augusta

      misión reformarían aquellas malas inclinaciones; pero su noviciado fue

      como su infancia; una serie no interrumpida de inmoralidades" [142.] .

      Esta impetuosidad de carácter, exuberancia enfermiza de un temperamento

      que durante las primeras épocas de la vida se desbordaba en excesos de

      todo género, respondía a esa sobreactividad orgánica patológica que en

      muchos individuos constituye el síntoma precoz de una neuropatía. Dice

      Cardan que en la juventud de muchos hombres, célebres por sus crímenes, se

      ve esta extraordinaria actividad del dinamismo nervioso, esta suprema

      necesidad de ocupar en la práctica de los vicios una actividad que más

      tarde emplean en el ejercicio de grandes empresas o de grandes crímenes.

      En su vida pública el Fraile Aldao dio prueba de ello, haciéndose notar

      por sus desórdenes inauditos, por sus graves delincuencias y por las

      manifestaciones ruidosas de un carácter que había estado comprimido

      momentáneamente por los hábitos de mansedumbre que vestía.

      Cuando la excitación general de la época de nuestra independencia,

      difundiéndose hasta en los templos mismos, llegó a tocarle, aquella "maza

      de tormenta" principió su larga y dolorosa convulsión; y, abandonando el

      claustro a que había sido arrastrado contra la corriente de sus

      inclinaciones, se entregó a todo género de extravagancias, poseído de una

      exaltación visiblemente mórbida. Principia manifestándose en la pequeña

      epopeya de Guardia Vieja, episodio poco conocido, pero que él ha iluminado

      con la luz de su heroísmo insólito. Toda esa fuerza acumulada sobre su

      espíritu, oprimida por aquella honda tonsura que gravitaba como una

      montaña de infamia sobre su cráneo, y que había ido creciendo

      paulatinamente, fomentada por las monotonías mortales del convento,

      estalló allí con un vigor explosivo y sonoro. Parecía, más bien que un

      "guerrero implacable arrastrado por el enardecimiento del combate", un

      maníaco epiléptico que va huyendo de ese enjambre de visiones

      sanguinolentas que lo persigue durante el "aura".

      En medio de la pelea "y en lo más reñido de la refriega, veíase una figura

      extraña, vestida de blanco, semejante a un fantasma, descargando sablazos

      en todas direcciones, con el encarnizamiento de un guerrero implacable.

      Era el Capellán segundo del ejército, que arrastrado por el movimiento de

      las tropas, exaltado por el fuego del combate, había obedecido al fatídico

      grito de: '¡a la carga!', precursor de matanzas y exterminios. Al regresar

      la vanguardia victoriosa al campamento fortificado que ocupaba el General

      Las Heras con el resto de su división, las chorreras de sangre que cubrían

      el escapulario del Capellán, revelaron a los ojos del jefe, que menos se

      había ocupado en auxiliar moribundos, que en aumentar el número de los

      muertos" [143.] .

      En estos arranques súbitos ya se presentía el hombre que iba a obrar toda

      su vida bajo la tiranía de estos impulsos ineludibles, que tienen toda la

      bárbara instantaneidad del ictus, la brusquedad súbita de un golpe de

      sangre, y que arrebatan con fuerzas sobrehumanas a los caracteres más

      pasivos e inconmovibles. Así es que, en él, las primeras fascinaciones del

      alcoholismo, dando a esos impulsos un nuevo giro, enardeciéndolos con sus

      profundas perturbaciones, fecundando toda esa vegetación rastrera y

      venenosa que hasta entonces había germinado secretamente en su alma, no

      hicieron sino acentuar más su carácter mórbido, imprimiendo a todos sus

      actos aquel sello tan peculiar que pone la enajenación mental en la

      fisionomía intelectual de sus víctimas. Si bien es cierto que el

      alcoholismo era lo que dominaba la sintomatología de sus trastornos

      ayudando a establecer un diagnóstico claro y definitivo, él no era, sin

      embargo, sino la consecuencia de un estado anterior orgánico; el producto

      de una cierta predisposición ingénita que principió a manifestarse en

      todos aquellos actos irregulares de la primera época de su vida. Por esto

      las propensiones a la bebida no vinieron paulatinamente, como sucede en

      otros individuos que beben por hábito más que por enfermedad. Nacieron por

      impulsos sucesivos, regulares, con un carácter morboso definitivo; por

      empujes repentinos análogos a esos bruscos ataques de monomanía homicida

      que crispan el brazo del que mata fríamente a su padre.

      Comenzaban cruzando por su cabeza como relámpagos; le abrasaban el cráneo

      y desaparecían dejando una impresión penosísima. Entonces, con qué

      vehemencia horrible deseaba la bebida para saciar aquella sed; aquella sed

      imaginaria y sin embargo tan cruel que le echaba como un lazo corredizo a

      la garganta y que invertía completamente su ser, concentrándolo todo en

      esta necesidad suprema, ú nica, irresistible que fascina al dipsomaníaco:

      la necesidad de beber, de beber siempre, de beber abundantemente hasta que

      la plétora, la imbibición repugnante que lo hace retrogradar a empujones

      hasta el bruto, lo hunde en un sueño apoplético o lo arrastra en un

      vértigo de sangre y de depredaciones inauditas. Al principio pedía alcohol

      simplemente, cualquiera que fuera su forma y sus cualidades, pero después

      bebía hasta el aguardiente de los reverberos, el agua de colonia, el

      vinagre y ¡hasta la tinta se hubiera bebido con íntima fruición, aquella

      bestia loca de una sed alcohólica sin tregua!

      Conforme fueron acentuándose estos impulsos, sus costumbres se hicieron

      crapulosas y sórdidas, su lenguaje grosero acompañado de maneras violentas

      y bestiales.

      A la menor excitación sobrevenía un delirio agudo y furioso, en cuya

      patogenia, bueno es decirlo, no tenía influencia "actual" la ingestión de

      bebidas. Era ese delirio periódico que viene en los alcoholistas

      consuetudinarios bajo la influencia de causas pueriles y que otras veces

      se presenta espontáneamente, tal vez por la probable acumulación de

      intoxicaciones análogas a aquéllas cuya concentración en el bulbo produce,

      según las modernas teorías, las crisis epilépticas.

      No era ya la dipsomanía simplemente, sino la enajenación mental declarada,

      producto de la acción lenta y continuada del alcohol sobre la

      inteligencia: locura confusa por la presencia de formas y delirios de

      distinto género, que es precisamente el carácter de las que tienen un

      origen alcohólico; mezcla desagradable de muchas y de distintas

      modalidades que se combinan confusamente dando por resultado un cuadro

      abundante y raro. Tal fue el estado extraordinario en que vivió el Fraile

      Aldao por mucho tiempo, hasta que el cáncer acabó con él.

      Lo único que predominaba por su vigor y por su persistencia tenaz (y esto

      solamente al principio), eran los impulsos homicidas que le obligaban a

      entregarse a actos inauditos de violencia. Caía en un estado de suprema

      emoción, con su sensibilidad suficientemente embotada para ver sin

      inmutarse alrededor suyo la desolación y la sangre que su propia mano

      producía.

      Un día, no recuerdo precisamente en qué año, uno de los pequeños ejércitos

      que combatían contra sus hordas, estipula un armisticio en el Pilar.

 

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

      Eran las tres y media de la tarde. "Ajustado el convenio, las tropas

      habían hecho pabellones; los oficiales andaban en grupos, felicitándose de

      un desenlace tan fácil. D. Francisco Aldao se presenta en el campo

      enemigo; bienvenidas cordialmente amistosas lo saludan; entáblase una

      conversación animada; las chanzas y las pullas van y vienen entre hombres

      que en otro tiempo han sido amigos. Un momento después un emisario del

      Fraile se presenta intimando rendición, so pena de ser pasados a cuchillo;

      mil gritos de indignación partieron de todas partes: Francisco fue el

      blanco de los reproches más amargos".

      "-Señores -decía con dignidad y confianza-, no hay nada: ¡es Félix que ya

      ha comido! -dando a estas palabras, que repitió varias veces, un énfasis

      particular, y a un ayudante la orden de avisar a Félix que él estaba allí;

      que el mismo amago de su parte era una violación del tratado. La alarma

      corrió por todo el campo a la voz de ¡traición! ¡traición! de los

      soldados: los oficiales llamaban en vano a la formación, cuando seis balas

      de cañón arrojadas al grupo donde estaba Francisco, avisaron al campo que

      las hostilidades estaban rotas, sin saberse porqué. Si los cañonazos

      demoran un solo minuto más D. José Aldao entra también al campo, pues lo

      sorprendieron en la puerta, de donde se volvió exclamando: "¡Este es

      Félix! ¡ya está borracho!" En efecto, borracho estaba, como era su

      costumbre por las tardes; tres o cuatro días antes, había sido preciso

      cargarlo en un catre para salvarlo de las guerrillas enemigas que se

      aproximaban.

      "La confusión se introdujo en el campamento y la aproximación de los

      auxiliares de D. Féliz y los Azules de San Juan completaron la derrota. Un

      momento después penetraba el Fraile en el campo a tan poco costo tomado:

      sobre un cañón estaba un cadáver envuelto en una frazada; un pensamiento

      vago, un recuerdo confuso del mensaje de su hermano, le hacen mandar que

      le destapen la cara. "¿Quién es éste?" -pregunta a los que le rodean.- Los

      vapores del vino ofuscaban su vista a punto de no conocer al hermano que

      tan brutalmente había sacrificado. Sus ayudantes tratan de alejarle de

      aquel triste espectáculo antes que reconozca el cadáver. "¿Quién es éste?"

      repite con tono decisivo. Entonces sabe que es Francisco. Al oír el nombre

      de su hermano, se endereza, la niebla de sus ojos se disipa, sacude la

      cabeza como si despertara de un sueño, y arrebata al más cercano la lanza.

      ¡Ay de los vencidos! La carnicería comienza; grita con ronca voz a sus

      soldados: "¡maten! ¡maten!", mientras que él mata sin piedad prisioneros

      indefensos" [144.] .

 

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

      "Manda a sus soldados que maten a sablazos a los oficiales prisioneros,

      entre los que se encontraba un joven distinguido por su valor llamado

      Joaquín Villanueva. Este "recibe un hachazo por atrás, que le hace caer la

      parte superior del cráneo sobre la cara; se la levanta y echa a correr en

      aquel círculo fatal limitado por la muerte, "el fraile" lo pasa con la

      lanza que entra en el cuerpo hasta la mano, y no pudiendo retirarla otra

      vez, la hace pasar toda y la toma por el otro lado: la carnicería se hace

      general, y los jóvenes oficiales mutilados, llenos de heridas, sin dedos,

      sin manos, sin brazos, prolongan su agonía tratando de escapar a una

      muerte inevitable [145.].

 

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

      "Las partidas se vienen a la ciudad, y cada tiro que interrumpe el

      silencio de la noche anuncia un asesinato o una puerta cuya cerradura

      hacen saltar. El día siguiente sobrevino y el saqueo no había cesado. El

      sol apareció para contar los cadáveres que habían quedado en un campo sin

      combate, e iluminar los estragos hechos por el pillaje" [146.] .

      .................................................................................

 

      Luego a los oficiales que van viniendo los hace reunir en un cuadro y los

      va matando uno por uno, animado de esa extraordinaria frialdad que

      caracterizaba todos sus ímpetus homicidas.

      Así era aquel pobre Fraile, alcoholizado hasta la médula de los huesos,

      cuando el delirio se apoderaba de su cerebro; incansable, lascivo para la

      sangre, mataba con su propia lanza hasta que las alucinaciones de la noche

      le sorprendían terminando aquellos cuadros de horrible destrucción.

      Escenas análogas se repitieron con frecuencia hasta que los profundos

      trastornos materiales que trae el alcoholismo transformaron completamente

      la índole de sus accesos. Mientras el delirio con sus impulsiones

      peculiares se producía, las matanzas eran inevitables. Sus instintos

      comprimidos se desencadenaban con una viva expansión hasta que la sociedad

      o el cansancio fatigaban la mano, o las perturbaciones intelectuales

      desaparecían. Entonces, pero nunca antes de tres o cuatro días,

      principiaba el Fraile a darse cuenta de su estado, sin embargo de que

      conservaba todavía esa indecisión de espíritu que nunca abandona al

      alcoholista. Durante el día se manifestaba silencioso, huraño y

      reconcentrado; se entregaba con cierta reserva a sus juegos habituales,

      pero sin hablar mucho ni salir de su casa.

      Cuando la tarde se aproximaba, perdía su aplomo, porque la noche llegaba

      poblada de mil visiones horribles y extravagantes. Terrores vagos, que se

      aumentaban a medida que la luz del día se alejaba, principiaban a agitarlo

      hasta el punto de hacerle mirar con verdadero horror la maldita hora de

      acostarse. Las alucinaciones dolorosas volvían a tomar su imperio y de

      nuevo comenzaba a sentir las mil impresiones repugnantes que producen

      sobre la piel de los alcoholistas en delirio todos esos extraños animales

      que la arañan y la acarician alternativamente, con caricias y arañazos que

      no son de este mundo, según sus propias expresiones; los hilos de hierro

      los rodean y los queman, los pinchan, los encierran como en una cárcel de

      fuego, y los oprimen de una manera tan cruel, produciendo la viva ansiedad

      que sumía al Fraile en sus extraordinarios extravíos.

      ¡Ay de los vencidos y de sus prisioneros! ¡Ay de sus mujeres y de sus

      amigos, porque entonces el Fraile era capaz de matar a sus propios hijos

      sin repugnancia alguna!

      .................................................................................

 

      "Vivos están muchos que le oyeron dar órdenes de asesinato, detallando a

      sus sicarios todas las circunstancias que debieron acompañar la muerte: a

      sablazos, en el lugar tal, a las once de la noche, cortarles las piernas y

      brazos; a otros sacarles la lengua; a uno, en fin, castrarlo. Una madre

      pudo reconocer a su hijo por un escapulario del Carmen obra de sus manos.

      El Dr. Salinas fue descubierto por la lavandera, que le conocía una

      camiseta listada." [147.] .

 

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

      "Su hermano José, más humano, más moderado, también trabajó para apaciguar

      esta sed de sangre que se había apoderado del Fraile; pero la fatal tarde

      venía y con ella la embriaguez, que aconsejaba crímenes que no habían sido

      premeditados." [148.] .

      De ahí en adelante la enfermedad cambia de aspecto; la suprema exaltación

      del principio va progresiva y precipitadamente disminuyendo hasta producir

      un estado opuesto; un decaimiento lamentable sucede a la agitación,

      término fatal y necesario del alcoholismo crónico. Desde entonces "vivió

      lleno de alarmas; y aquellos escozores internos, aquel horror de sí mismo"

      que eran el producto de la lenta intoxicación, y que iniciaban la segunda

      faz de su enfermedad, comenzaron a repetirse cada vez con mayor frecuencia

      hasta tomar el aspecto alucinatorio que le es peculiar.

      Un destello de su primitiva virilidad brillaba apenas. El más esforzado

      guerrero, el más valiente de los paladines de su época transformase de la

      noche a la mañana en un cobarde pueril, agobiado por todos los achaques de

      una decrepitud precoz.

      Es que esta enfermedad temible impone, a la larga o a la corta, según el

      grado de resistencia individual, un debilitamiento, o mejor dicho, una

      atrofia profunda de las facultades morales y físicas. No hay órgano ni

      tejido, por grande que sea su insignificancia fisiológica, que escape a su

      influencia. La mayor parte del líquido, cuando se lleva directamente al

      estómago, es arrastrado por la circulación y va a ejercer su influencia

      sobre todo el organismo, y con preferencia sobre el cerebro, el hígado,

      los pulmones y los riñones.

      Bueno es tener presente su marcha desastrosa, al través de todos los

      tejidos de la economía, para comprender bien cómo se operan en el corazón

      humano estas incomprensibles e inauditas transformaciones que con tanta

      viveza se manifiestan en el Fraile y que sólo el alcoholismo explica.

      Puesto en contacto con la sustancia cerebral por medio de los pequeños

      vasos sanguíneos, el alcohol exalta las funciones de este órgano, y esta

      exaltación, que está en relación con la cantidad de alcohol absorbido, se

      traduce primeramente por una alegría inusitada, a la cual sucede una

      insoportable locuacidad con marcada tendencia a rodar en el mismo círculo

      de ideas; después, la marcha se hace menos segura, cesando la alegría para

      dar lugar a un cierto grado de irritabilidad. De aquí en adelante las

      escenas que se suceden cambian de aspecto. Ya no es la excitación

      únicamente, es una perversión de ideas, un verdadero delirio más o menos

      agresivo, más o menos violento, que termina unas veces en un balbuceo

      incoherente, en un estado de agitación extrema otras, o en una crisis de

      furor ciego durante el cual el hombre es capaz de cometer todos los

      crímenes imaginables, hasta que cae fatigado, deprimido por el exceso

      mismo de la excitación [149.] .

      Cuando semejantes excesos se repiten con cortos intervalos tienen por

      consecuencia inevitable un acceso de alcoholismo agudo (delirium tremens),

      delirio especial de los bebedores que por sí sólo puede determinar la

      muerte. Pero cuando la acción del alcohol, aun sin pasar la ligera

      excitación del principio, se repite todos los días, a la simple conmoción

      del tejido nervioso que produjo esta excitación, suceden poco a poco

      lesiones materiales; después viene la congestión difusa más o menos

      generalizada, más o menos persistente del cerebro hasta el

      reblandecimiento final. Entonces ya no es una efervescencia alegre, sino

      accesos de furor en los cuales se revelan estos desórdenes y a los que se

      agregan los dolores de cabeza persistentes, los vértigos, las

      alucinaciones y un debilitamiento gradual de las facultades morales e

      intelectuales; la pereza del espíritu, la pérdida de la memoria y el

      embarazo de la palabra [150.] .

      Obrando sobre el hígado, lo congestiona y determina una inflamación que

      concluye en la supuración del órgano o en una degeneración grasosa o

      fibrosa del tejido normal. Sobre el corazón produce enfermedades rápidas,

      violentas, lo mismo que sobre los riñones que por su función eliminadora

      sufren la acción irritante, continua del veneno; trae fluxiones crónicas

      al pecho, produce la gota, la piedra y la tuberculosis pulmonar;

      predispone al cólera, a la fiebre tifoidea, a la disentería y a la

      viruela. En una palabra, es tan grande la miseria de aquel organismo en

      completa decadencia, que no hay enfermedad que no haga en él, más que en

      cualquier otro, estragos horribles.

      En este breve resumen está la historia entera del alcoholismo, y en él la

      base orgánica propicia para aquella úlcera cancerosa que devoraba la cara

      del Fraile, cuyo estado de saturación alcohólica hacía ineficaz y difícil

      todo tratamiento. Porque debe tenerse presente, que las lesiones

      combatibles en el hombre sobrio y sano, se hacen, en el ebrio

      consuetudinario, el punto de partida de accidentes terribles [151.] .

      Insignificante al principio, aquella pequeña ulceración del labio hubiera

      marchado menos de prisa, pero el mal estado anterior de todos los órganos,

      cuyo funcionamiento armónico exige la buena nutrición, agravó

      terriblemente su marcha. La defensa contra las pérdidas, ocasionadas por

      ella, exigía una sangre pura y el concurso regular de todas esas fuerzas

      que sostienen la vida; pero su sangre miserable había hecho difícil la

      resistencia al terrible mal.

      Ya tenía todos los signos de la degradación física: sólo faltaba el ú

      ltimo eslabón de esta gruesa cadena que termina fatalmente en la muerte;

      faltaban las perversiones finales de la sensibilidad moral que pronto

      vinieron y que transforman completamente el carácter del alcoholista,

      haciéndolo impaciente, agresivo, inquieto y arrojándolo en una ansiedad

      dolorosa. A la acción incitante del líquido se agregaron las alarmas que

      son su consecuencia y que constituyen uno de sus más constantes signos. A

      los continuos temores, que lo asaltaban, siguió el cansancio del insomnio.

      Cuando dormía solo conciliaba un sueño difícil, penosísimo, incompleto;

      casi siempre perturbado por ensueños y visiones horribles en que caía en

      precipicios o veía cosas extrañas, muertos, fantasmas, monstruos más o

      menos horrorosos.

      La fisionomía había perdido ya la expresión de la vida, por la palidez

      lívida profunda y la alteración de sus rasgos humanos. La úlcera por un

      lado, arrebatándole la mitad del rostro, y por el otro ese sello de

      suprema angustia, engendrada por la perversión respiratoria que oprime el

      tórax hasta producir un verdadero estado de asfixia, le daban el aspecto

      desagradable de un aparecido. Era tan grande, tan profunda la depresión de

      sus facultades físicas y morales, que se había hecho pusilánime, cobarde,

      inepto e indefenso en presencia de las emociones más insignificantes. Los

      terrores y las aprehensiones, que experimentaba, le habían despertado

      cierta disposición moral propicia al desarrollo de las otras

      manifestaciones mórbidas complementarias: el delirio de las persecuciones,

      las ideas de suicidio y los múltiples actos de extravagancias peligrosas

      que ponen la última mano al cuadro de los síntomas. A medida que la

      enfermedad tomaba su carácter crónico, iba apareciendo y acentuándose más

      aquel caimiento bochornoso que lo había transformado de una manera tan

      radical. La pérdida de ciertas calidades apreciables que antes lo hacían

      menos odioso, y con las cuales supo inspirar afecciones durables y

      desinteresadas, era ya un largo tranco hacia esa incurable estupidez en

      que por fin quedan hundidas estos desgraciados. El alcoholismo había

      envenenado, mejor dicho, ahogado en grasa hasta el valor legendario de

      aquel brazo de bronce que manejaba en Guardia Vieja la lanza implacable de

      los Granaderos a caballo. Era un desdichado que inspiraba lástima y

      repugnancia al último recluta; y la desaparición de sus condiciones de

      hombre, no ya de héroe, se hicieron tan visibles después de la batalla de

      Laguna Larga, que llegó a excitar "el desprecio de sus guardianes por sus

      terrores pánicos, sus alarmas sin motivos".

      Después de la derrota, su cuerpo obeso y deforme no le había permitido

      huir; y, alcanzado por un soldado, fue hecho prisionero y conducido a la

      cárcel de Córdoba. Allí fue donde la pantofobia enfermiza llegó a su grado

      de suprema amplitud, y "cada uno que se le acercaba pedía con inquietud

      noticias de los rumores que sobre su muerte próxima corrían; los más

      insignificantes movimientos de la cárcel los interpretaba siniestramente;

      en fin, el sueño había huido de sus párpados y el día lo sorprendía

      expiando a los centinelas. Algunos sacerdotes emprendieron la obra de

      reconciliarlo con la iglesia; y, sea refugio sugerido por el miedo, sea

      verdadero arrepentimiento, abrazó con ansia el partido que se le ofrecía;

      tomó el escapulario de la orden Dominica, y emprendió con empeño la tarea

      molesta de estudiar el latín que había olvidado. Un día que recibía

      lecciones de D. José Santos Ortiz, dirigió una mirada a un centinela

      colocado enfrente de la puerta: los soldados sabían los temores que

      sufría, y el centinela tuvo la malicia de pasarse la mano por el cuello

      indicando decapitación: el fraile convertido arroja el breviario, se

      levanta precipitadamente, y exclama temblando: "¡Me fusilan, me fusilan!"

      [152.] .

      Toda la precoz decrepitud del último período del alcoholismo está pintado

      en este cuadro con tanta verdad como admirable colorido. Para que nada

      faltara a aquel pobre espíritu atribulado, la actividad extraordinaria,

      que el alcohol imprimía al cerebro envenenado, le hacía perder el sueño y

      apurar los horrores y los amargos tormentos de una existencia moral y

      físicamente gangrenada. Sentía desprendérsele la vida en los pedazos de

      carne de su cara, sin la promesa, siquiera lejana, de una tregua; porque

      el cáncer, el enemigo implacable que tanto desprecia la experiencia

      secular de la medicina, no concede jamás ni la esperanza de esa vislumbre

      celeste entre la cual viene envuelta, como una hada, amorosa, la muerte

      consoladora que pone término breve a tanto martirio.

      Desde entonces vivió en una vigilia constante, porque el sueño, si alguna

      vez lo conciliaba, era, como he dicho antes, agitado por visiones

      pavorosas; ¡lleno de cuadros siniestros y de escenas de sangre que le

      despertaban embargado por un terror insoportable!

      Qué impresión extraña producían aquellos ojos, habitualmente soñolientos,

      cuando brillaban con esa súbita fosforescencia que ilumina la pupila

      anchamente dilatada del alcoholista delirante, rodando en el fondo de una

      órbita honda y oscura como una fosa de pobre. El lado sano de la cara,

      congestionado y en partes lívido, presentaba el aspecto más repugnante que

      pueda imaginarse; y para colmo de desdichas, su lengua seca y dura, medio

      humedecida, sin embargo, por el icor canceroso, se pegaba al paladar

      cuando quería articular una palabra o un grito de rabia. La úlcera le

      había comido el carrillo, la oreja y parte de la nariz, y ya tendía la

      garra hacia el ojo derecho, que pronto quedaría fundido. Estaba siempre

      atrozmente dolorida, circunstancia que contribuía a deprimirlo, inflamada

      y cubierta de esos detritus putrefactos que nadan sobre el pus

      nauseabundo. No era un hombre ya, era la sombra confusa de un montón de

      ruinas humanas.

      Cuando el General Paz cayó prisionero -dice el señor Sarmiento- el

      ejército sin jefe resolvió retirarse a Tucumán y se mandó sacar a los

      prisioneros de la ciudad. "Un escuadrón de coraceros había formado al

      efecto en la plaza de armas de Córdoba enfrente a las prisiones de estado.

      De sus picos superiores se escapaban llantos lastimeros, que turbaban el

      silencio solemne de la noche, y sollozos de hombre, capaces de enternecer

      a los rudos veteranos cuyos oídos estaban lastimando. El prisionero de la

      Laguna Larga, 'el soldado de la independencia, estaba de rodillas,

      gimiendo, entregado a un innoble pavor', creyendo que aquellos aprestos

      nocturnos eran ¡indicios de su cercana muerte! El oficial que lo vino a

      buscar lo encontró con una hostia que había consagrado y que sostenía con

      ambas manos como una égida y un baluarte contra sus pretendidos verdugos"

      [153.].

      El pobre Fraile expiraba en los últimos espasmos de su horrible

      derrumbamiento moral, en las lasitudes finales de esa depresión inaudita

      que el alcohol únicamente es capaz de producir, y que el Sr. Sarmiento ha

      descrito con aquel maravilloso colorido cuyo secreto sólo el admirable

      Trousseau poseía entre los médicos modernos. A medida que se van leyendo

      las vivísimas descripciones que nos hace el autor del "Facundo", el

      diagnóstico se va imponiendo y no es posible abandonar el libro, sin el

      convencimiento profundo de que el Fraile Aldao era el más acabado ejemplo

      de la "locura alcohólica". Hemos transcrito íntegros los párrafos

      inimitables de ese singularísimo publicista, cuya contextura cerebral no

      tiene rival en ambas Américas, porque las seducciones mágicas de su pluma

      nerviosa y exuberante, y de esa paleta fecunda, que Goya mismo envidiaría

      para la pintura de sus cuadros más conmovedores, ponen de bulto, digámoslo

      así, mejor que nada y que nadie, la idea que he venido persiguiendo en

      este estudio médico.

      Aldao llegaba, pues, al último tramo de su vida, precipitado por la rápida

      y triste vejez que trae el alcohol cuando se filtra, como sucedía en él,

      hasta los huesos. La bestial obesidad en que se hallaba y que imprimía a

      sus movimientos una lentitud y dificultad suma, le había hecho perder

      hasta las formas humanas, inmovilizándolo en la cama o sobre la manta de

      su mesa de juego, desde donde contemplaba, rodeado de sus mujeres

      impúdicas y de sus favoritos avergonzados, "las rencillas bochornosas de

      su serrallo, sus ultrajes y sus chismes". La cara estúpida, si cara le

      quedaba aún, manifestaba todavía y a pesar de todo, la impresión dolorosa

      que le producían los dos únicos aguijones que aún estimulaban su cerebro

      oprimido: los dolores del cáncer y los temores del delirio de las

      persecuciones. Sospechaba de sus médicos, de sus oficiales y de sus amigos

      más fieles, porque solían alejarse, no tanto de sus brutalidades, a las

      que el hábito los había acostumbrado, cuanto del olor nauseabundo,

      agresivo, de aquella amplia superficie supurante, cuyas emanaciones

      hediondas llenaban el ambiente de toda la casa.

      El terror pavoroso, a que he hecho alusión en otra parte, se había

      apoderado de su ánimo con una acentuación mayor, con un tinte más sombrío

      aún que al principio de su delirio. No eran ya las figuras de esos

      extraños animales que pueblan el delirio cambiante y característico del

      alcoholismo, sino la vaga y dolorosa apariencia de espectros que se

      levantan delante de su cama iluminados con esa luz difusa y medio azulada

      que circunda las imágenes movibles de la alucinación. Era una serie de

      recuerdos dolorosos materializados en las figuras trémulas y

      sanguinolentas de un padre ultrajado, de un hermano sacrificado o de una

      madre a quien había hundido en la miseria, y cuya mano fría, y como

      momificada por la humedad de la tumba, le toca el hombro con la presión

      formidable de una montaña. "Despair therefore and die!", como decía a

      Ricardo III el enjambre de sus terribles fantasmas.

      Otras veces era el sonido de armas, el ruido crispador que harían los

      muertos estirando sus miembros entumecidos por la inmovilidad del eterno

      sueño; el brillo de hojas de cuchillo con reflejos de incendios; la

      aparición casi tangible de cabezas lívidas y extravagantes, cabezas

      enemigas que se asomaban sobre él, por las grietas de las paredes, por

      detrás de los cuadros, por debajo de los muebles; que saltaban por el

      suelo separadas de sus cuerpos, y sin embargo animadas de sonrisas

      diabólicas y haciendo rechinar los dientes con ruidos de otra vida.

      Horrores de toda especie, ¡pobre bestia!, se acumulaban sobre su cabeza

      secándole la sangre en las venas. Había una doble excitación del oído y de

      la vista. Oía palabras desconocidas en su vocabulario reducido; palabras

      insultantes, palabras como apóstrofes hirientes y enérgicos, injurias,

      gritos, gemidos, risotadas juntas y confundidas en una mezcla rarísima, ¡y

      nadie las oía sin embargo! Qué cruel indiferencia la de aquellos imbéciles

      que seguían jugando sobre la mesa, durmiendo los insomnios de las

      vergonzosas veladas, o conversando en voz baja, cuchicheando como para no

      asustar al sueño que ya se había despedido para siempre de aquel pobre

      cerebro. Ninguno se movía para castigar aquellas visiones de bocas

      temerarias, que vomitaban impasibles tantos insultos, y que seguían

      vociferando hasta que las explosiones violentas de su cólera súbita lo

      ponían de pie echándolo en su rápida e incoercible excitación...

      Las incitaciones, todavía un poco vivas, irradiadas de las vías genitales

      "desarrollaban concepciones igualmente delirantes, impulsiones emotivas de

      una naturaleza particular"; y era de ver aquella negra ruina que apenas

      podía sostenerse sobre el suelo, aquella sombra sangrienta y supurante,

      sin ojo y sin carrillo, tambaleándose como un viejo Sardanápalo tras los

      placeres alucinatorios de sus eternas vigilias, persiguiendo sus

      concubinas, que huían impunemente de sus caricias, empujadas por el

      ambiente fétido que lo circundaba.

      Bajo el influjo de esta suprema y postrera enajenación, una noche "se

      levanta de la cama y se presenta repentinamente ante sus veladores,

      despavorido, trasportado, con un par de pistolas en la mano. La sorpresa,

      el terror, se apoderan de éstos; huyen espantados y siguen luchando en

      medio de la oscuridad de la noche; se dispersan por los campos, y aún

      algunos pasan el río de Luján, ¡hasta que los gritos de los que en su

      busca habían salido los reúne despavoridos aún, desgarrados sus vestidos

      por las espinas, jadeando, temblando de frío y de miedo!" [154.] .

      Bien pronto, y ya era tiempo, comenzó a sentir los horrores terminales de

      su larga agonía, hasta que por fin "entre los más agudos dolores se rompe

      una arteria y un río inextinguible de sangre cubre su cara y su cuerpo

      todo hasta que expira el 18 de Enero. ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! He aquí

      la única reparación que la Providencia ha dado a esos malaventurados

      pueblos, cuya sangre derramó tan sin medida; morir derramando su propia

      sangre, solo, sin testigos, pues que había hecho colocar un centinela en

      la puerta [155.] ."

 

 

V. EL HISTERISMO DE MONTEAGUDO

 

      Las necesidades nutritivas, las necesidades sensitivas, las necesidades

      morales e intelectuales constituyen los tres móviles ineludibles a que

      obedece la naturaleza del hombre. Estas tres fases de la evolución humana

      marcan en la vida de su "género" los tres tramos que ha tenido que

      ascender para ocupar entre los "primates" el lugar preeminente que le

      asigna la ciencia.

      El hombre de la edad de piedra, el troglodita prehistórico de las

      cavernas, acaso representado en la actualidad por el Fueguino y el

      Australiano, ocupan el primer tramo.

      El hambre, pero un hambre feroz y degradante, absorbe todas sus fuerzas y

      su vida se desliza como la de la bestia, en medio de las más horrorosas

      orgías estomacales, en que la madre y el padre, arrebatados por las

      promesas voluptuosas de la embriaguez digestiva, se disputan los cadáveres

      de sus propios hijos. "Había comido hasta la saciedad -dice Lyon,

      describiendo el almuerzo polífago de un Esquimal- y a cada instante se

      dormía con la cara roja y encendida y la boca entreabierta. A su lado

      estaba Armaloua, su mujer, que cuidaba a su esposo y le introducía en la

      boca, cuando le era posible, un grueso y asqueroso pedazo de carne medio

      cocido, ayudándolo con fuertes empujones" [156.]. He aquí todo entero el

      hombre primitivo. Un tramo más arriba, pero nada más que un tramo, están

      el Chacho, Ortoguez y el famoso Artigas, que hubieran asombrado con su

      ferocidad al hombre brutal de las cavernas.

      La "faz sensitiva" es la segunda etapa, y la "moral" la tercera, en donde

      el hombre, ya libre o por lo menos más independiente de las necesidades

      brutales de la nutrición, da un paso más "hacia esa progresiva

      exteriorización del individuo en la cual germinan libremente en su

      espíritu las pasiones sociales y los sentimientos morales" que lo elevan a

      su nivel humano.

      El estómago es un tirano implacable: cuando manda, absorbe todas las

      nobles funciones del individuo, estorbando el libre desarrollo de ciertas

      facultades cerebrales de cuyo concurso necesita para llegar hasta el

      período sensitivo; período en el cual el juego de sus sentidos especiales

      le procura un placer vivísimo, "tanto como para sacrificar la satisfacción

      futura de sus apetitos puramente nutritivos, al deseo ardiente de

      procurarse un goce sensitivo" [157.]. Entonces es que el cerebro adquiere

      mayor viveza; sus órganos tienden a completar su evolución; la vida se

      hace activa y floreciente y las ideas y los sentimientos, aunque

      embrionarios y pueriles todavía, murmuran sin embargo su protesta contra

      los predominios bestiales.

      Después, un magnífico y supremo esfuerzo le da la posesión completa de la

      vida moral e intelectual: el cerebro ha terminado su gestación laboriosa y

      recién entonces el inmediato precursor humano se convierte en el hombre

      radiante de las edades modernas.

      El hombre sensitivo es el hombre nervioso; el hombre henchido de

      emotividad que, a la más ligera insinuación del mundo exterior, responde

      con un estallido. Es el ejemplar humano menos subjetivo, si se quiere,

      pero más sensible, porque basta que la impresión, por decirlo así, roce

      los sentidos, para que se produzca la descarga, y las emociones nazcan en

      tumulto con una fecundidad lujuriosa y primitiva.

      La organización exquisita de sus sentidos, dotados de una susceptibilidad

      ingénita y convulsiva, conspira eficazmente a la formación de su ser,

      destinado al placer y al sufrimiento eternos. El sonido más leve toma en

      su oído una amplitud enfermiza, y el rayo de luz más tenue hiere con

      fuerza aquella retina henchida, repercutiendo en su cerebro con el vigor

      expansivo del trueno. Es el receptáculo de todos los dolores y de todos

      los placeres; pero de los placeres y de los dolores intensos Y brutales

      que sacuden y que crispan la fibra con una intensidad voltaica. Allí

      parece ausente la vida intelectual, reconcentrada para dar lugar a esa

      vegetación sensitiva insólita y abundante que lo domina todo; que absorbe

      toda la vida del cerebro con su flujo y reflujo vagabundo y constante; que

      deslumbra la inteligencia con sus luces siniestras y sus tonos calientes;

      que tiene cimas y bajíos como el océano, resplandores y oscuridades como

      el abismo, espejismos falaces como el desierto; que hace a los mártires y

      los héroes, a los gibosos de la naturaleza humana y a los titanes, a los

      más famosos malvados y a los más grandes caracteres, y se llama Cromwell,

      Guzmán el Bueno, Felipe II, Monteagudo o Juana de Arco según que, las

      aptitudes morales que encierra virtualmente en su principio el cerebro

      humano, sean buenas o malas.

      Toda esa riqueza desordenada de la vida, en ciertas regiones de la zona

      tropical en donde el régimen de los grandes ríos, los fenómenos

      meteorológicos, las convulsiones geológicas, tienen, como dice Buckle, una

      amplitud pavorosa, es la nota culminante en estas naturalezas en las

      cuales muy a menudo las "piritas" de oro vienen, como vamos a verlo,

      mezcladas con grandes corrientes de cieno. La lucha es en ellos perpetua y

      la tregua sólo viene con el supremo descanso: la pasión manda y el

      carácter se modela mansamente bajo su influjo con una fijeza tenaz e

      inquebrantable.

      He aquí, pues, el campo fecundo para todo género de trastornos nerviosos.

      Y Monteagudo era precisamente el hombre sensitivo por excelencia: la

      organización más dominada por esa sensibilidad abundante que se diseña con

      tan vivos colores en estas idiosincrasias meridionales; el histérico

      -diremos la palabra- más consumado que encierran las páginas de nuestra

      corta historia.

      Todos los actos de su existencia en eterna tribulación, todas las

      ondulaciones de su carácter cambiante y caprichoso, todos los misterios de

      su vida, las sombras y claridades de su ser medio confuso, tienen su

      filiación patológica obligada en las interminables sinuosidades de aquella

      enfermedad que ha sido por mucho tiempo considerada como patrimonio

      exclusivo del sexo femenino, pero que también ataca al hombre bajo las

      mismas formas y con sus estragos irreparables, si bien no de una manera

      tan frecuente y bulliciosa [158.]. Con sus accesos de furor y de delirio,

      con sus perversiones profundas de las facultades afectivas que suelen ser

      su signo dominante; con sus simulaciones instintivas y sus deseos

      violentos, sus alternativas de suprema exaltación y de abatimiento

      profundo, constituye una de las enfermedades más curiosas y al mismo

      tiempo más terrible e indomable de la Nosografía Médica.

      La histeria es la enfermedad de las naturalezas ricas y nerviosas; el

      patrimonio de todos esos organismos en quienes rebosa un exceso de

      sensibilidad moral enfermiza y que en él se revelaba en los más pueriles

      actos de su vida llena de circunvalaciones.

      Lo puede todo este Proteo alternativamente bullicioso y terrible cuando se

      encierra bajo un cerebro ingénitamente predispuesto por motivos de raza y

      de clima; cuando un sol tropical y una vegetación llena de lujuria, que

      habla tanto a los sentidos con sus invitaciones eróticas y sus ensueños

      lascivos, modela el carácter, derramando profusamente los gérmenes siempre

      fecundos de aquella enfermedad.

      Los hombres sensitivos tienen en su seno la larva de la histeria: por eso

      son nerviosos y movibles; fáciles de conmoverse por los motivos más

      fútiles, por esto también son inaccesibles, caprichosos y obstinados.

      Tienen, como tenía Monteagudo, los sentidos dotados de una sensibilidad

      extremada, y la luz un poco fuerte, el sonido más leve, las variaciones

      atmosféricas apenas perceptibles para otros temperamentos, los afectan con

      viveza, conmoviendo vigorosamente sus nervios siempre rígidos y tensos

      como las cuerdas de un arpa.

      El sueño nunca es en ellos profundo; es a menudo difícil, ligero,

      incompleto y turbado por ensueños dolorosos, por esos ensueños y bruscos

      sobresaltos que habían marcado la fisonomía de Monteagudo. Habitualmente

      melancólicos y sombríos, tienen sus alternativas de alegrías pasajeras y

      extremadas, bruscamente interrumpidas por ese cúmulo de pensamientos

      lúgubres que acaban por levantar en su espíritu las ideas de suicidio, los

      transportes irresistibles, los llantos inmotivados y las dolorosas

      palpitaciones, producidas por el malestar infinito que pone en vibración

      hasta la última fibra de su cuerpo. Cuando la enfermedad se acentúa entran

      en una agitación convulsiva, que sin revestir los caracteres alarmantes

      del furor, se manifiesta por una necesidad imperiosa, incesante de

      movimiento, de febril actividad.

      Después que ha pasado la ansiedad respiratoria y el paroxismo de

      agitaciones, con su habitual acompañamiento de episodios convulsivos

      completos, sobreviene la calma; pero una calma peligrosa, porque su

      impresionabilidad cálida y movible se encuentra exagerada, sus

      sufrimientos son mayores, y ese síntoma temible, que no es raro y que

      conocemos bajo el nombre de delirio erótico, hace su entrada en la escena

      produciendo sus irreparables desastres.

      Esta es la forma general de los grandes ataques que se reproducen a

      intervalos más o menos largos, separados por una calma completa.

      La segunda forma tiene un principio rápido; los accidentes se manifiestan

      pronto con toda su intensidad y se suceden a cortos intervalos; la tercera

      se inicia bajo un aspecto de agudeza completa, con fiebre y delirio como

      la meningitis [159.]; la cuarta comienza por lo general de una manera

      lenta y gradual con remisiones más o menos largas y duración variable.

      He aquí las cuatro formas del histerismo vulgar.

      Hay una quinta y esa es por fin la del histerismo de Monteagudo: la más

      temible por su insidia y su curabilidad difícil. Aquella que se presenta

      con fenómenos relativamente ligeros y que permanece toda la vida en un

      nivel casi invariable, circunscritos sus trastornos a las facultades

      morales; con reacciones psíquicas extremas, exageraciones ruidosas,

      extraordinarias y hasta repugnantes, y con las deplorables extravagancias

      efectivas que constituyen la característica de la forma. Basta el simple

      examen de su temperamento, el análisis superficial de sus actos más

      pueriles, las formas de su cuerpo, la impresión de su fisonomía bañada de

      esta suprema elocuencia que dan las pasiones palpitando en cada rasgo,

      para hacer recaer sobre él este diagnóstico, que se impone al espíritu con

      tanta firmeza.

      Monteagudo tenía todas las debilidades que encierra la fisiología del

      histerismo. Los sobresaltos y los caprichos increíbles de su sensibilidad

      petulante y pervertida han dado origen a todos estos actos irreflexivos y

      extravagantes que, con las apariencias vehementes de una intención

      culpable, eran, sin embargo, el fruto de una perversión instintiva de las

      facultades morales. Su imaginación fácil y abundante, movible, vivaz, como

      la chispa eléctrica; sus abatimientos femeniles y sus reacciones

      convulsivas tan características, fueron el producto del nerviosismo

      extremo en que vivía su cerebro, lleno de fantasmas grandiosos y temibles,

      esclavo de sus propias insurrecciones e incapaz de las altas concepciones

      que le han atribuido como hombre de estado, pues son éstas el patrimonio

      exclusivo de las cabezas equilibradas por el supremo y saludable reposo de

      una razón irreprochable y no de una histeria contumaz bravía.

      Sus ojos negros y centelleantes, aquellos ojos histéricos, sombríos y a la

      vez llenos de luz, en donde estaban como vaciadas todas sus agitaciones

      secretas, revelaban en el brillo de su mirada especialísima y aguda, la

      emoción incesante en que lo mantenían sus pasiones precoces y casi siempre

      imprudentes; aquel gesto dramático y pedantesco con que hablaba a las

      multitudes nerviosas de la revolución, su vanidad teatral, su pueril

      engreimiento, resumen en dos o tres rasgos capitales toda la

      sintomatología de su neurosis.

      Había, pues, predisposición indudable para este género de enfermedades, no

      sólo en su temperamento, que es una circunstancia fundamental, sino

      también en el clima en que se había desarrollado; en los incidentes

      lamentables de su juventud trabajada por ideas grandiosas pero

      irrealizables, por aspiraciones ambiciosas y que golpeaban tenazmente su

      cráneo, pero que la organización social del coloniaje había puesto una

      valla que él se apuraba por salvar, con un encarnizamiento tanto más

      enardecido cuanto mayores eran los inconvenientes con que luchaba.

      En la etiología del histerismo, la posición social no tiene, como podría

      creerse, influencia alguna puesto que, según Briquet, ataca a los pobres

      como a los ricos. Sobreviene, cualquiera que sea aquélla, cuando a una

      predisposición nativa o adquirida, fomentada o no por los efectos de una

      educación imperfecta, se agregan, como sucedía en Monteagudo, las

      contrariedades innumerables de una vida llena de ensueños imposibles y de

      todos estos sacudimientos efectivos intensos, que vinculan la voluntad a

      las excitaciones sensibles exclusivamente, despertando una oportunidad

      mórbida peligrosa. (Jaccoud).

      La pubertad y la juventud, con su sistema nervioso impresionable, sus

      afecciones morales vivísimas y la abundante multiplicidad de fuertes

      emociones, constituyen las épocas más propicias para su desarrollo. Su

      manera pródiga de solicitar los placeres sensuales, cuyas estimulaciones

      concentran la actividad nerviosa en las bajas esferas de la animalidad

      "favoreciendo el debilitamiento de la voluntad y de las facultades

      cerebrales superiores; la educación enervadora que excita prematuramente

      el corazón a expensas de la inteligencia; el fanatismo religioso y

      político que exalta y conmueve tan profundamente la razón; y, por fin, las

      preocupaciones fuertemente estimulantes que en ciertas épocas apasionan al

      espíritu, dando al sistema nervioso general una susceptibilidad excesiva,

      acaban por producir este estado mórbido tan tenaz y por lo general

      incurable" [160.].

      Determinan también este resultado, distinto en sus multiformes maneras de

      presentarse, pero idéntico en su fondo, siempre invariable, todas las

      pasiones que dominaban el alma angulosa de Monteagudo: los celos con sus

      peligrosas impulsiones, la envidia, las decepciones amorosas, los reveses

      de fortuna, la ambición política y el odio, este odio voraz como la saña

      de un roedor, cuyos arranques sombríos se revelaban con tanta elocuencia

      en su frase amarga y en su letra convulsiva.

      Monteagudo es el más acabado ejemplar masculino de este nerviosismo

      femenil que constituye la enfermedad del siglo, y que es el padecimiento

      ineludible de las naturalezas enjutas y nerviosas; de las mujeres bellas y

      quiméricas que envejecen en el ascetismo de un celibato obligado y

      soñador; de los hombres de letras absortos en el trabajo y la meditación,

      abrumadora de todos los días. Es la enfermedad de los ambiciosos -dice

      Bouchut en un libro palpitante y fantástico que ha escrito sobre la

      materia- la enfermedad de los que pierden la fortuna en su carrera

      precipitada e imprudente, es en fin "una de las formas de la fiebre de los

      espíritus modernos arrastrados por la sed del lucro y el deseo de los

      placeres".

      Monteagudo era vano, pueril y satisfecho hasta la impertinencia, primer

      detalle, que aunque vagamente, permite vislumbrar los contornos

      indeterminados de su histerismo medio deforme. Creíase un hombre

      irresistible por las seducciones fantásticas que suponía en sus contornos,

      delicadamente modelados y llenos de blandas ondulaciones; por sus modos

      cortesanos y hasta cierto punto amanerados, y por sus gracias magnificadas

      en los excesos de su imaginación impúdica y ambiciosa.

      En Lima y en Buenos Aires durante las grandes funciones de iglesia de los

      "días patrios", esperaba que las naves de los templos estuvieran cuajadas

      de esas hermosas mujeres que masturbaban su imaginación, para entrar

      pavoneándose, acariciado por las nubes de incienso que, mezcladas al olor

      de las mil flores que perfumaban el ambiente, y al efluvio de aquellos

      senos trémulos que tanto prometían a su tenebrosa impureza, estimulaban

      sus sentidos conmoviendo con caricias lascivas hasta la más humilde fibra

      de su carne. Entraba siempre solo, como para llamar sobre sí,

      exclusivamente, todas las miradas de las mujeres en cuyos corazones

      cálidos creía tener un influjo formidable. Caminaba con paso teatral,

      lento, mesurado, como para que el análisis de su cuerpo y de sus ropas

      irreprochables se hiciera completo, y el ojo ávido de sus supuestas

      admiradoras se satisficiera hasta el colmo en aquellas exposiciones y en

      aquellos paseos de sátiro ebrio.

      Entonces era cuando su ingenio, aguzado por las insurrecciones de su

      vanidad, desplegaba todos los recursos de la estrategia, en la confección

      de esos peinados enormes, en que el cabello rebelde y rígido de su raza,

      resistiendo heroicamente las simulaciones que pretendía imponerle,

      producía en su cerebro fuertes estallidos de cólera.

      Las largas horas, que consagraba a su cuerpo, eran horas de concentración

      y de recogimiento; y digo de recogimiento, porque este hombre

      extraordinario tenía por su persona una especie de culto incomprensible,

      una adoración infinita que expandía y desplegaba sus alas delante de un

      espejo falaz, que recogía diariamente las irrupciones de su vanidad

      inconcebible. Su alma torva y oprimida hallaba en las expansiones secretas

      de sus éxtasis histéricos, en aquellos descensos de su carácter

      empequeñecido por los arrobamientos de su infinito egoísmo, una derivación

      saludable; y cuando el ojo delirante se fijaba con cierta inefable

      fruición en la imagen querida que reproducía el espejo, su alma se bañaba

      en un vértigo profundo y la negra oscuridad de sus sombras desaparecía

      como por encanto.

      Era necesario no olvidar el más ínfimo detalle; cuidar que los pliegues

      abundantes de aquella pechera, que ostentaba tantos voladitos como cabezas

      de españoles había hecho rodar por el suelo de América, tuvieran la

      simetría y el gusto que exigía la elegancia de la época; que la hebilla

      del zapato, que oprimía su pie enjuto y árabe, estuviera tan limpia y tan

      brillante como una hoja toledana; la media, blanca como un capullo de

      algodón, y las uñas, que encerraban para él tantos encantos, de una

      limpieza y de un brillo irreprochable: tal debía ser la delicadeza y

      exquisita finura de su corte, siempre en forma de estricta parábola, la

      limpidez inmaculada de la superficie y la rectitud de su engarce.

      Había en todo esto una mezcla confusa de explosiones histéricas y de algo

      que recuerda ese "delirio de las grandezas", tan especial, con que se

      inicia la "parálisis general"; del delirio ambicioso que calienta la

      imaginación de estos temperamentos, cuya nota dominante es la vanidad casi

      patológica que engendraba en el cerebro de Rivadavia tantas visiones

      magníficas, que producía sus maneras ampulosas y arcaicas, el tono

      sibilino de su voz, su frase soñadora y gongórica, y el ceño de Prometeo

      iracundo con que revelaba el ambicioso concepto que tenía de su persona.

      Esos rasgos tan marcados, que traen al espíritu el recuerdo confuso del

      delirio aludido, son uno de los caracteres que más revelan a estos

      neurópatas de neurosis indeterminada, y en cuya fisiología cerebral no se

      encuentran síntomas suficientemente marcados para asignarles un

      diagnóstico preciso. Manifiestan, es verdad, signos de una perturbación

      ingénita indudable, pero no presentan el grupo de síntomas con la

      acentuación requerida para clasificarlos en una forma dada, precisa, como

      la "melancolía" o la "manía", el "delirio de las persecuciones", o "la

      locura paralítica" por ejemplo. Por esto se agrupan bajo la denominación

      vaga, pero que indica sin embargo una perturbación evidente, de

      "nervosismo", "estado histérico", "emotividad exagerada", etc.

      La estimulación espasmódica en que viven enardece en algunos

      "predispuestos" el sentimiento de la propia estima, el cual, solicitado,

      fecundado por la conciencia de ciertas facultades superiores, crece,

      aumenta, se hincha, afectando algunas veces las proporciones fantásticas

      de una pseudo-megalomanía. Es este un rasgo que merece notarse, porque es

      frecuente en las naturalezas privilegiadas pero histéricas, como

      Monteagudo.

      La locura paralítica, que más fácilmente aparece en hombres de excesivo

      temperamento nervioso, estalla en los que encuentra predispuestos por

      herencia o por cualquier otra causa; los tonos suaves y apagados de este

      pseudo-delirio se observan de preferencia en los que no tienen la

      predisposición necesaria. En virtud de esa divinización peligrosa que las

      escuelas dualistas han hecho del hombre, y de un cúmulo de causas

      complejas, estas formas de delirios megalomaníacos se han hecho la

      enfermedad del siglo XIX, así como la "licantropía" y la "demonolatría"

      eran la forma predilecta de los siglos pasados. La manera vertiginosa como

      se vive ahora y como se vivía durante la revolución nos parece que es

      causa suficiente para desarrollar de un modo formidable las

      susceptibilidades del cerebro, dando lugar al cúmulo de estados

      psicopáticos que, desde las simples vaguedades de un histerismo apenas

      delineado hasta la formidable "parálisis general", todos entran en el

      círculo amplio de la patología.

      De los que viven en eterna oscilación en ese mundo de la política, más aún

      en tiempos de bruscas transiciones, como fue la época de la Independencia,

      raro es el que no se siente influido por esta cepa temible que llevan

      muchos en la cabeza; y raro es también el que no tiene allí el óvulo

      fecundado, casi ya el embrión, de este delirio ambicioso que se disimula,

      se oculta o estalla según la fuerza de resistencia y la oportunidad

      mórbida de cada individuo. Lo que bien puede llamarse la

      pseudo-megalomanía, o mejor dicho, la megalomanía "fisiológica" de algunos

      caracteres es hija de cierta predisposición individual y del estímulo

      constante en que vive la cabeza, dando por resultado la exageración tenaz

      de este sentimiento de la propia personalidad, que es en definitiva quien

      la produce.

      Nadie presentaba con tintes más acentuados estas fisionomías

      características que reflejan con tanta elocuencia las preocupaciones

      orgullosas, los sentimientos exclusivos y ampulosos que dominan al

      individuo, como Rivadavia: admirable cabeza en perpetuos y grandiosos

      ensueños de grandeza; girando alrededor de un ideal lleno de luz y con la

      creencia, firme en su cerebro, de que era el único llamado a cumplir no sé

      qué alta misión política y social que le daba ese porte especialísimo que

      todos le conocieron. "Tenía el énfasis de la tempestad y de los

      erizamientos del león", como dice Paul de Saint Victor hablando de

      Esquilo. Aquella cabeza erguida, colocada con tanta seguridad sobre sus

      anchos hombros; su palabra breve, imperiosa, campanuda, brotando

      trabajosamente de su cerebro, empapado en el dogmatismo desdeñoso de su

      escuela; aquel andar mesurado y teatral; la pompa y la ceremoniosa

      escrupulosidad, con que rodeaba los más pueriles actos de su vida y la

      manera ampulosa de escribir, revelan toda la fascinación que ejercía sobre

      su carácter el mundo de ideas de grandeza y de cándidas quimeras en que

      vivió todo su vida.

      En su figura arrogante y de una belleza estatuaria manifestaba Monteagudo

      casi todas las líneas de su carácter histérico. Llevaba -dice el Dr.

      López- "el gesto severo y preocupado: la cabeza con una leve inclinación

      sobre el pecho, pero la espalda y los hombros muy derechos. Su tez era

      morena y un tanto biliosa: el cabello renegrido, ondulado y enjopado con

      esmero: la frente espaciosa y delicadamente abovedada, pero sin

      protuberancias que llamasen la atención o que le diesen formas salientes;

      los ojos muy negros y grandes, pero como velados por la concentración

      natural del carácter, y muy poco curiosos. El óvalo de la cara, agudo: la

      barba, pronunciada: el labio grueso y muy rosado: la boca bien cerrada, y

      las mejillas sanas y llenas, pero nada de globuloso y de carnudo. Era casi

      alto: de formas espigadas pero robustas; espalda ancha y fácil: mano

      preciosa, la pierna larga y admirablemente torneada, el pie correcto y

      árabe. El sabía bien que era hermoso; y tenía grande orgullo en ello como

      en sus talentos, así es que no sólo vestía siempre con sumo esmero, sino

      con lujo" [161.].

      Tenía el labio sensual ligeramente sonrosado, pero habitualmente seco; una

      boca admirablemente cortada y entreabierta algunas veces con cierta

      femenil coquetería, como para dejar ver dos hileras de dientes blancos

      pequeños y hermosísimos. Los ojos eran vivos y animados por una luz que

      tenía mucho de siniestra; la mirada apasionada y vehemente, y la pupila

      ampliamente abierta brillaba animada por la fosforescencia felina de un

      iris limpio y aterciopelado.

      En presencia de una mujer, temblaba toda su carne, como sorprendida por

      una suave descarga eléctrica; y su sensibilidad exquisita sufría una

      especie de "acomodación", como si la preparara para recibir el choque de

      la emoción voluptuosa, que iba por grados iluminando su fisonomía, y que

      tanto hacía brillar sus ojos húmedos e inquietos. Entonces brotaban de sus

      labios las expresiones más apasionadas; su palabra se hacía flexible,

      fácil y untuosa, y a medida que cierto fluido misterioso empezaba a correr

      por sus nervios, acariciando los sentidos y agitando su pecho, entraban en

      erección las facultades animales; su feroz lubricidad despertaba a "la

      bestia" adormecida, poniendo en juego todo el entrañamiento irresistible

      que la exaltación del sentido genésico excita en los individuos de su

      temperamento bravío.

      Todo lo que pudiera adular sus sentidos, manteniendo la estimulación que

      necesitaba para vivir en constante flujo y reflujo sensitivo aquella

      naturaleza moral con tantos y tan visibles rasgos de inferioridad, tenían

      para él un halago supremo e irresistible. El lujo en sus trajes, sus baños

      en aguas olorosas, la abundancia y delicadeza de su mesa, como el cuidado

      femenil de su persona, siempre perfumada y llena de preciosas joyas,

      hacían del Auditor de Guerra un sibarita odioso, absorbido por el

      sentimiento exclusivo de los placeres sensoriales.

      En sus relaciones familiares, era insoportable como todos los histéricos;

      antipático e inaccesible a esa franca intimidad, al trato fácil y ameno

      por el que San Martín "tenía tan cordial predilección".

      Diré más: no le faltaban sino las convulsiones, el llanto y las risas

      inusitadas, el acceso franco e intenso de enajenación mental, para acabar

      de caracterizar su neurosis tan abiertamente histérica. Hasta descollaba

      en la intriga tenebrosa como la histérica más consumada; tenía el don de

      la embrolla tramada y llevada a cabo como solo ellas saben hacerlo; y,

      para que nada faltara, hasta el erotismo frecuente en la enfermedad, se

      revelaba en él con vivísimos colores.

      Era -dice el ilustre autor de la "Revolución Argentina"- "un alma soberbia

      y opaca al mismo tiempo; formada no sólo en las doctrinas de los Montañ

      eses de la Revolución Francesa, sino con la manía peculiar (y por cierto

      fundadísima), de que se parecía a Saint Just. Este terrible joven de la

      Convención francesa de 1793 era el modelo del joven Monteagudo en todo: en

      estilo y en doctrina; sin que esto impidiera que, cuando cambió de

      demócrata demoledor a monarquista intransigente, conservara la misma

      tiesura de ideas y fuese un Demaitre. El trato de Monteagudo, a causa de

      sus indisputables talentos, era incómodo, porque en cada palabra y "en

      cada ademán transpiraba la alta idea que tenía de sí mismo, y hacía"

      sentir la superioridad de sus conocimientos y de sus trabajos.

      "Monteagudo, cuyos amplios propósitos todos comprendían y acataban, "era

      malo, dañino y nada escrupuloso" en los medios con que los servía, o en la

      política que aconsejaba. No era cobarde en su puesto; pero su "imaginación

      sombría y al mismo tiempo artera, era asustadiza y prevenida" en el

      terreno de la política y contra los enemigos de sus planes y de sus

      propósitos. "La exageración de las resoluciones, y el extremo de las

      responsabilidades del poder, no le asustaban, sino que tentaban su alma

      con esa vaga inclinación" que todos los hombres sienten en las grandes

      alturas por echarse al abismo. Para él era gusto innato obrar "con un

      rigor inexorable" al servicio de una causa puesta en peligro, y no buscaba

      en ello otra satisfacción propia que la de servir en ese sentido como mero

      agente, los intereses de un personaje poderoso, a quien él tuviese por

      instrumento predestinado de los propósitos que llenaban su alma. Ese era

      su genio y "era su necesidad moral". Así es que al obrar bajo el influjo

      de "esa fatalidad maligna, obedecía a su naturaleza", sin preocupaciones

      ningunas de egoísmo personal, y siempre teniendo en vista, a su modo,

      grandes propósitos políticos" [162.] .

      He aquí desarrollada en pocas palabras, y de una manera admirable, toda la

      fisiología cerebral del célebre Auditor de Guerra.

      Ya veremos en el curso del capítulo siguiente los tres principales rasgos

      que acaban de caracterizar su histerismo.

 

 

VI. LA CONDUCTA INSTABLE DE MONTEAGUDO

 

      Tres rasgos fundamentales y característicos dominan la vida de Monteagudo.

 

      a. La movilidad excesiva de ideas.

      b. La volubilidad de sus sentimientos y afecciones.

      c. La extremada excitabilidad genésica.

      Ellos manifiestan clara y distintamente la índole de su organización

      cerebral: está vaciada allí toda la psicología extraviada y anómala del

      famoso "carnicero de la Revolución".

      Su habilidad suma para la intriga oscura y diabólica; la extravagancia de

      ciertas insólitas inclinaciones y algún otro rasgo de su vida íntima, son

      detalles secundarios que complementan, sin embargo, el cuadro de la

      sintomatología variadísima que tiene esta afección. Tenía la plasticidad

      cerebral de la histérica legendaria, que cambia su carácter y la índole de

      sus concepciones psíquicas, con la misma facilidad con que transforma sus

      transportes amorosos en impulsiones del odio y del encono más formidables.

 

      En este histerismo de larga evolución, las manifestaciones de la

      inteligencia tienen cierta aparente solidez, porque la neurosis se

      desarrolla por épocas de una duración relativamente larga: el enfermo

      cambia de "un año para otro"; en cambio, en las histerias agudas y

      ruidosísimas que estallan en la juventud y en la menopausia, los cambios

      son bruscos y se suceden en un corto espacio de tiempo: de un día para

      otro, y aun en pocas horas, a tal punto es cambiante y movible esta

      tensión nerviosa tan maligna. Las personas que la padecen pasan con

      excesiva facilidad de la más profunda tristeza a la alegría más amplia y

      contagiosa, de la desesperación a la esperanza, del odio reconcentrado y

      amargo, al amor más concentrado y ardiente. Así es que sus inspiraciones

      se resienten de la tensión excesiva en que viven esos espíritus

      fantásticos y arteros como el de un niño voluntarioso; por eso nacen vivas

      sus impulsiones exaltadas, expansivas como gases comprimidos, prolongando

      su dominio mientras dura la impresión interna que las ha producido.

      Por cierto que no hay nada más insoportable ni más peligroso que una de

      estas personas afectadas del "morbus estrangulatorius", como le llamaban

      pintorescamente los antiguos. Dígalo el mismo Monteagudo, si no.

      Una mujer histérica, la Grasser (y vaya este caso como ejemplo palpitante

      de lo que puede la histeria), ha sabido engañar durante diez años a los

      magistrados más experimentados; inducir en error a un gran número de

      médicos; mistificar sin cesar a la autoridad, dando lugar a las aventuras

      más inesperadas. Pasaba alternativamente de la cárcel correccional al

      hospital de locos, del hospital de locos a la prisión y de ésta a la casa

      de fuerza. Su vida no ha sido sino un largo encadenamiento de peripecias

      extraordinarias, de simulaciones tan variadas como hábiles. Según las

      necesidades de la causa, se manifestaba tranquila o furiosa, loca, muda,

      alucinada, poseída del diablo, débil de espíritu o reumática, mentirosa,

      falso testigo o ladrona, dando prueba de la energía más rara, del descaro

      más grande, y de la inteligencia más vivaz [163.] . Ese es, pues, el

      histerismo típico, acabado; desesperando al ojo más avezado con sus

      peculiaridades curiosas; extraviando al juicio más recto con esas

      apariencias falaces de salud intelectual; confundiendo, embrollando,

      oscureciendo el diagnóstico, con la enorme e infinitamente variada

      multiplicidad de sus expresiones en perpetua transformación.

      Los otros matices, formados por una degradación insensible del color

      primitivo, participan con más o menos intensidad de la influencia de la

      cepa originaria, y desde la forma exuberante y, hasta diríamos, lujuriosa,

      que tiene su expresión acabada en la Grasser, hasta esas otras maneras

      indecisas que se observan en las jóvenes en cierta edad temprana de la

      vida, todas revisten en medio de su disparidad aparente cierta unidad que

      las vincula a un género nosográfico indestructible. Ese neurosismo, que es

      una zona intermedia entre el gran estado histérico y los vapores apenas

      perceptibles de las jóvenes, es el mal de Monteagudo, manifestándose con

      su característica infaltable: la incesante movilidad intelectual y moral,

      sin las terminaciones delirantes y sin ninguno de los síntomas somáticos

      de la histeria vulgar.

      Bastarían estos dos únicos datos: movilidad patológica de ideas y

      volubilidad de sentimientos, agregados a la exageración de su sentido

      genital, para revelarlo completamente. Sus cambios, tan bruscos como

      extravagantes y radicales, no eran productos de influencias que venían de

      afuera, no eran la obra del medio social en que vivía; ni se producían

      tampoco bajo la presión vehemente de algún carácter altanero y superior al

      suyo que lo dominara; ni menos por el influjo de conveniencias de partido

      o de miras especulativas; era su neurosismo que operaba incesantemente su

      evolución y que con arreglo a su genio propio se manifestaba así.

      Monteagudo era variable en sus sentimientos y en sus ideas porque era

      histérico; fue eternamente niño, niño enfermizo y terrible, artero y

      voluntarioso, como todos los neurópatas de su clase.

      ¡Qué no ha sido en su vida! ¡Ha recorrido toda la gama de los colores y de

      las afecciones políticas, como si buscara un ideal quimérico que no pudo

      encontrar jamás¡ ¡Qué hombre tan incomprensible!, ¡qué carácter tan

      confuso!, para los que no tienen la clave del enigma. Ha estado en cortos

      y diversos períodos apasionado, pero apasionado con la pasión vehemente y

      tenaz de su histeria, de todas las formas de gobierno y de todos los

      hombres superiores de su tiempo. Ha creído amar y ha odiado con toda la

      exuberancia propia de su temperamento; ha sufrido todos los dolorosos

      desfallecimientos, las deplorables humillaciones a que lo arrastraba su

      manera de ser enfermiza y atrabiliaria; y esos momentos de arrogante

      soberbia, aquellas reacciones supremas que dan a su individualidad moral

      cierto temple falacioso, más bien que reacciones, parecían accesos

      convulsivos, seguidos con frecuencia de un temible colapso.

      Las primeras palabras que brotaron de sus labios fueron de encomio y de

      amor hacia la persona del Rey.

      Fue monarquista y aristócrata: "el Rey asegurado en su trono -decía en su

      disertación inaugural- reina pacíficamente y rodeado del resplandor que

      recibe de la misma Divinidad, alumbra y anima su vasto reino!! Ninguna

      idea de sedición llega a agitar el corazón de sus vasallos; todos le miran

      como a imagen de Dios en la misma divinidad, alumbra y anima su vasto

      reino dominante de la sociedad civil". Este transporte de admiración tan

      extremoso hubiera parecido exagerado aún en boca del mismo oidor Uzzos y

      Mozi, a quien iba dirigido: aquel extravagante modelo de sumisión colonial

      revelaba una especie de éxtasis, dejando entrever las líneas medio

      confusas de ese estado histérico en que la voluntad se atrofia

      transitoriamente, dando al cuerpo la docilidad extraña que caracteriza su

      automatismo. Había en estos conceptos extravagantes una pasión admirativa,

      un exceso de sumisión aun para la época misma en que se producían.

      Chuquisaca con su atmósfera servilmente aristocrática no produjo, sin

      embargo, en los cerebros de los otros precursores de la Revolución,

      semejantes explosiones. Esto sea dicho de paso, para los que ven en ese

      rasgo una influencia del medio y de la época.

      Pero esta faz monárquica duró poco, como tenía que suceder. Monteagudo se

      hizo en la Paz, y en Chuquisaca mismo, revolucionario ingobernable,

      llegando "bruscamente" la exaltación de sus ideas hasta el más alto grado

      de furor demagógico. Y es menester fijar la atención en este cambio de

      ideas, cuya brusquedad insólita tiene todo el valor característico de un

      síntoma patognomónico.

      En 1810, y a propósito de la ejecución del Mariscal Nieto, presidente de

      Charcas, y de Sanz, gobernador e intendente de Potosí y Córdoba, que

      habían querido oponerse al movimiento revolucionario levantando al alto

      Perú, escribía en su "Mártir o Libre", arrebatado por un entusiasmo

      enfurecido, estas palabras que manifiestan todo el fervor que hervía en su

      cráneo: "Yo los he visto expiar sus crímenes y me he acercado con placer a

      los patíbulos para observar los efectos de la ira de la patria y

      bendecirla por su triunfo!" "Por encima de sus cadáveres pasaron nuestras

      legiones; y, con la palma en una mano y el fusil en la otra, corrieron a

      buscar la victoria en las orillas del Titicaca; y reunidos el 25 de Mayo

      de 1811 sobre las magníficas ruinas de Tiaguanaco ensayaron su coraje,

      jurando en presencia de los pabellones de la patria empaparlos en la

      sangre del pérfido Goyeneche"... "Yo no temo hablar en este lenguaje

      -decía después, desde la tribuna de la Sociedad Patriótica- aunque se

      irriten las furias del averno".

      Todavía va más allá. Después del imponente desastre del Huaqui, en que el

      ejército independiente quedó completamente aniquilado, su furor

      democrático llegó a su mayor crisis y las páginas de la "Gaceta de Buenos

      Aires", que entonces redactaba asociado al Dr. Paso, muestran cuál era el

      fervoroso entusiasmo con que se había asimilado todas las teorías

      revolucionarias de la época, ampliadas después y con mayor delirio en sus

      célebres y turbulentos discursos.

      Compárense estos últimos escritos suyos con la oración inaugural a que

      hemos hecho alusión más arriba, y se verá la inestabilidad mental propia

      de la histeria, abriéndose paso al través de todas estas manifestaciones

      aparentemente triviales. Verdad es que entonces estaba en la época de la

      vida más propicia para el desarrollo de los trastornos neurósicos, a que

      responden estos cambios infinitos. Contaba 25 años y un temperamento

      nervioso-bilioso en la plenitud de su vigor; un cerebro exuberante y roído

      por las mil amarguras que le acarreaban su cuna humilde y sus incurables

      dobleces de carácter; tenía todas las aspiraciones, todas las exigencias,

      todas las petulancias y caprichos de la edad; y finalmente, se agitaba en

      medio de una sociedad dolorida por las alternativas de una pubertad

      difícil, sufriendo el contacto diario, el choque ineludible, pegajoso, de

      otros temperamentos análogos.

      Todo esto, que puede decirse encierra una parte importante de la

      semiología de sus males, basta, en mi concepto, para explicar el

      desarrollo de una enfermedad que en muchas ocasiones no tiene etiología

      conocida.

      Pronto se secaron en sus labios "los arrogantes apóstrofes al despotismo"

      y dejó de preferir como Lépido "la procelosa libertad a una esclavitud

      tranquila", palabras que le servían de epígrafe en su célebre oración de

      la Sociedad Patriótica. Entonces clamó por la dictadura personal, como el

      único gobierno posible para regir estos países, y él, el demócrata

      demagogo, sostuvo, con su pluma y con su influjo, el cesarismo de Alvear e

      hizo en sus escritos la apología de las tiranías [164.] . A pesar de esto,

      en 1813 sus artículos publicados en la "Gaceta" revelaban sus

      inclinaciones al gobierno presidencial, a imitación del de los Estados

      Unidos, y, para que su extraña versatilidad de ideas fuera más

      groseramente visible, al final del "mismo escrito" se manifestaba

      ¡partidario del gobierno unitario! [165.] .

      En 1815 la forma de gobierno que absorbía su entusiasmo no era ya ninguna

      de las citadas: "la excelencia de la forma mixta del gobierno inglés le

      parecía más adaptable para los pueblos libres [166.] . En Chile volvió a

      sentir vacilar sus ideas el antiguo demócrata: el agua helada de los

      torrentes andinos, en que se bañaba con frecuencia, no había logrado

      modificar la excitabilidad de aquel cerebro movedizo. En el "Censor de la

      Revolución", que tiene "un gran significado en la historia de la evolución

      de sus ideas políticas", apagó definitivamente hasta el último destello de

      su amor a Rousseau y a los otros escritores de este género [167.] . En su

      concepto, no estábamos en condiciones de constituirnos con arreglo a las

      instituciones inglesas o norteamericanas, "no podíamos aspirar a ser tan

      libres como los que nacieron en esa isla clásica que ha presentado el gran

      modelo de los gobiernos constitucionales, o como los republicanos de la

      América septentrional, que educados en la escuela de la libertad, osaron

      hacer el experimento de una forma de gobierno, cuya excelencia aún no

      puede probarse satisfactoriamente por la duración de 44 años" [168.] .

      No se detuvieron aquí sus enormes e inconcebibles cambios. En el Perú se

      hizo partidario del gobierno monárquico, con cuyo propósito, afirma uno de

      sus biógrafos, tomó a su cargo el "Pacificador del Perú"; y por fin en

      1825 tornóse admirador entusiasta y partidario de la forma republicana de

      gobierno, que en otro tiempo tanto había odiado. A tal punto llegaba la

      inconsistencia de opiniones en aquella cabeza, que muchísimo bueno pudo

      producir a no haber sufrido con tanta fuerza la instabilidad mental del

      histerismo.

      No hubo en su cerebro anómalo ningún sentimiento, ninguna idea que echara

      raíces profundas. Todo: ideas y afecciones, brotaban con una vivacidad

      extraordinaria e inusitada, pero eran fugaces y transitorias; pasaban

      rozando la superficie de aquella inteligencia que las recibía sin

      fijarlas. Conservaba momentáneamente las impresiones, pero la sensación

      cerebral correlativa se borraba sin dejar en la célula el recuerdo estable

      e incorporado a la personalidad. Se borraban, para dar lugar a otras

      impresiones y a otras ideas de distinta índole, antagónicas, confusas,

      extravagantes e igualmente fugaces y transitorias. Era, como he dicho

      antes, un caleidoscopio manejado por la mano nerviosa de un niño.

      Alternativamente, fue colaborador y amigo entusiasta de Alvear, para

      después constituirse en su enemigo más cruel; instrumento dócil y

      admirador caluroso de San Martín, a quien intrigaba más tarde inspirándole

      los amargos reproches que estampaba en su célebre carta a Pueyrredón

      [169.] ; "amigo", según él mismo se decía, de José Miguel Carrera [170.]

      para ser muy pronto su enemigo y el verdugo implacable de sus dos

      hermanos, a quienes asesinó con la saña de un felino hambriento. Y

      finalmente: olvidó para siempre a su patria, que tanto decía haber amado,

      pidiendo en cambio de "importantes servicios" la ciudadanía chilena [171.]

      .

      ¿Quién no ve en estos cambios radicales, en estos espasmos e

      incertidumbres, las expresiones características de su histerismo?

      Tal fue la manera de ser de su inteligencia; tal es la de la histeria no

      convulsiva, cuyos accidentes son de orden intelectual y moral.

      Extrañas palpitaciones las de aquel espíritu en perpetuo clamoreo. Amaba,

      o mejor dicho, admiraba, porque probablemente no amó jamás y, porque los

      sentimientos que con más intensidad se manifestaban en él, eran el odio y

      la admiración; el odio temible, corrosivo, mortal; y la admiración

      humilde, servil, depresiva, que hace descender el nivel humano muy por

      debajo del de su ascendiente simio. Amaba hoy con el servilismo y la

      tensión admirativa de que sólo él era capaz, para aborrecer mañana con

      aquella cólera suprema que estalla en todas sus venganzas.

      Todas sus disposiciones morales son otros tantos signos tópicos de su

      afección nerviosa. Tenía hasta esa locuacidad extrema que suele alternar

      en las histéricas con momentos de profunda melancolía, de llantos sin

      motivo, de gemidos y de lamentaciones tristísimas; y, de acuerdo con esta

      tendencia a las bruscas transiciones, siguió en sus afectos la misma

      "gama" caprichosa que en sus opiniones políticas. En medio de esta

      movilidad sorprendente, sólo conservó íntegro, inalterable hasta la tumba,

      el odio tenaz a los españoles que fue el móvil de muchas de sus violentas

      determinaciones, y tal vez la única causa que lo arrojó en brazos de la

      Revolución. Su mismo amor a la Independencia, que si hubiera participado

      de la intensidad de sus odios habría salvado su nombre de las lapidaciones

      que lo cubren, sufrió un eclipse completo como el resto de sus

      sentimientos. Monteagudo fue apóstata: se sintió un instante embargado de

      la horrible depresión moral que echaba a su espíritu en las corrientes

      peligrosísimas de la enfermedad, e intentó pactar con la Inglaterra "la

      venta" de las provincias platinas [172.] .

      Cuando descendía en la intensidad de sus afectos, lo hacía siempre como un

      verdadero histérico, sin gradaciones ni penumbras. Toda la vigorosa

      altanería que con tanta impertinencia mostraba en sus épocas de bonanza,

      tornábase en hondo y lamentable abatimiento apenas la fortuna dejaba de

      sonreírle. Su ánimo decaía bruscamente, con la intensidad propia de su

      intemperancia sensitiva; la postración era infinita y la irresistible

      fogosidad, que alumbraba su espíritu en las noches amargas de Lima, se

      apagaba con la misma facilidad con que volvía a brillar después. Y cuando

      la mano pesada de "Don José" se levantaba crispada y formidable sobre su

      cabeza, la altivez aquella tornábase en humildad, y Monteagudo

      desaparecía, dominado, absorbido por el irresistible magnetismo de aquella

      personalidad que lo podía todo con el influjo de su cesarismo

      "sui-generis".

      Entonces rogaba en un tono y con una bajeza que espantan, implorando la

      caridad en largas y deplorables lamentaciones; pedía "tan solo un sueldo"

      que le permitiera vivir con decencia, la Secretaría de una misión en

      Europa, la protección de los grandes a quienes preguntaba, imprimiendo a

      su voz las inflexiones del lamento, "si sería posible que lo abandonaran a

      sus enemigos, cuando podía servir y salvar de tanto escollo". "Haga Vd.

      este favor a un patriota" -escribía a O'Higgins- rebuscando la frase más

      melosa y más humilde; besando la planta, arrastrando la barriga por el

      suelo: "haga Vd. este servicio a un patriota y a un amigo suyo que sólo

      siente no haber dado pruebas de ello" [173.] .

      Cuando escribía esta carta, llena de tanta amargura, sus desfallecimientos

      habían llegado a su colmo: la soledad desesperante de su destierro

      contribuía eficazmente para hacerlos más bruscos y temibles, bailando su

      espíritu en una desesperación abrumadora...

      ¡Y cuán frecuentes son en las personas histéricas estos rápidos descensos

      del nivel moral! Con cuánta facilidad desaparecen sus extraños frenesíes,

      transformándose súbitamente en una especie de decrepitud transitoria, de

      lasitud silenciosa y oscura. Empiezan, como Monteagudo, a girar en la

      altura infinita en que él se columpiaba manifestando sin vigor de

      bronce... y giran y giran descendiendo rápidamente, así que, aquel ardor

      enfermizo que vigoriza y templa momentáneamente la fibra se consume en su

      propia lumbre y por su propio exceso. Caen como heridos en el corazón, en

      el "nudo vital" del bulbo y descienden bruscamente "como cuerpo muerto

      cae".

      Como subía y descendía Monteagudo, se sube y se desciende en la histeria:

      ese es uno de sus caracteres más conocidos. La energía indomable de aquel

      hombre era un fuego de artificio, o mejor dicho, las convulsiones de su

      histerismo. El Monteagudo de Lima, el Monteagudo de los procesos de San

      Luis, era el hombre ficticio, el hombre patológico obrando de acuerdo con

      el genio de su propia enfermedad y obedeciendo a la impulsión maligna que

      nacía en su cerebro contundido por tanto estímulo. Por eso su imaginación

      era "sombría y al mismo tiempo artera, asustadiza y prevenida"; por esto

      era que la "exageración de las resoluciones y el extremo de las

      responsabilidades del poder no le asustaban, sino 'que tentaban su alma',

      con esa vaga inclinación que todos los hombres sienten, en las grandes

      alturas, por echarse al abismo" [174.] .

      He ahí, pues, evidente, otro de los signos dominantes de esta neurosis: la

      perversión de las facultades afectivas y de la sensibilidad, que

      Monteagudo demostraba en todos sus actos, es semejante a la que lleva a

      las histéricas a cometer hechos reprensibles y hasta criminales.

      El tercer rasgo característico de su fisonomía moral, y que complementa

      definitivamente el cuadro de su estado enfermizo, eran sus disposiciones

      eróticas, sus hábitos viciosos y el ardor excesivo de su sensualismo

      intemperante y sediento. Esta exacerbación singular de los apetitos

      genésicos, compatible con la salud cuando no llega a los extremos de la

      ninfomanía o de la satiriasis, constituye uno de los signos, sino

      constante, por lo menos esencial e importante de la influencia que la

      histeria ejerce sobre los que la padecen [175.] .

      Se afirma que para Monteagudo "el amor carecía de los supremos encantos"

      que tiene para todos los hombres moralmente bien constituidos; que buscaba

      la carne únicamente, la forma tentadora y sensual de la "zamba",

      naturalmente dócil y complaciente; la plegaria abrasadora de esas pupilas

      negras que miraban trémulas y como atraídas por la órbita oscura en donde

      se movían sus dos ojos malvados; las promesas de todos esos labios

      preñados de brutal erotismo, hú medos y temblorosos, que imploran el

      placer con el grito agudo y desesperante de los sentidos irritados por un

      largo contacto; el gemido convulsivo, el estallido del nervio, sacudido

      por las sensaciones tremendas de los placeres supremos. No era la "dulce e

      íntima fruición del alma enamorada" la que lo apegaba tanto a las mujeres,

      sino el apetito brutal, el contacto practicado de una manera abusiva, la

      sensación irresistible que lleva al extremo doloroso de los placeres

      solitarios, últimos vestigios e implacables testimonios de un libertinaje

      mórbido [176.] .

      "La vanidad y el orgullo, la seducción y el adulterio -dice uno de sus

      biógrafos-, esos eran algunos de los rasgos culminantes que caracterizaban

      en él la más noble función de la humanidad". Monteagudo era lascivo por su

      temperamento y por su enfermedad; y esta aberración de los sentimientos

      genésicos, asimilable a su neurosis y perfectamente compatible con una

      alta inteligencia, constituye por lo general uno de los caracteres más

      acentuados del neurosismo histérico. Puede ser la única, o la más vigorosa

      y elocuente manifestación de la histeria libidinosa, que en tales casos

      oprime y atrofia en el hombre, y hasta en la mujer más púdica, el

      sentimiento siempre altivo de su propia honra.

      Las grandes saturnales histéricas, que refiere Moreau de Tours en su

      reciente libro sobre las aberraciones del sentido genésico, tienen sus

      héroes y sus frecuentadores asiduos en todos estos productos enfermizos de

      las sociedades refinadas y decadentes; en aquellos libertinos, por

      neurosismo ingénito o adquirido, que atraviesan la vida, como Monteagudo,

      con el apetito casi siempre insaciable de los placeres.

      Es que estos placeres hablan, o más bien dicho, exigen al organismo con el

      imperio de las necesidades nutritivas conjuntas: no solicitan como el

      sueño y la suave postración del cansancio, exigen como el hambre, piden

      como la sed, y como el ansia de aire, que es la suprema e ineludible

      necesidad de la vida.

      El erotismo de Monteagudo tiene algo como una filiación bochornosa en las

      páginas más brillantes de la historia. Reproducía o evocaba el de otros

      grandes hombres, cuya enorme vitalidad se desbordaba en estas exaltaciones

      crueles. Julio César "omnium virorum mulierem et omnium mulierum virum"

      como le llamaba Curion, apuraba con una manera insaciable todo el placer

      que la corrupción romana ponía en sus manos. Tiberio, otro enfermo, con el

      sentido genital pervertido "desde la cuna", y que ha hecho ruborizar a la

      historia con su erotismo, era libidinoso hasta en los crueles suplicios

      que inventaba [177.] .

      Calígula invitaba a la luna a participar de su lecho y mantenía infame

      comercio con Lépido y algunos otros jóvenes extranjeros puestos en sus

      manos como rehenes:... "un día se oyeron en el palacio los gritos de

      Cátulo, joven de familia consular, cuyo temperamento no era

      suficientemente vigoroso para aguantar las violencias estúpidas de

      Calígula"... Claudio, a pesar de sus temblorosas rodillas y de su

      constitución precaria, lo mismo que Galba, Nerón, Tito y Heliogábalo,

      vivieron encenagados en el más horrendo libertinaje.

      Sixto IV pertenecía a una familia de sodomitas que hacía de la

      prostitución un ramo de industria. Sobre León X hace recaer Jovius la

      misma acusación. Enrique III repartía su vida, como dice Moreau, entre la

      prostitución y la devoción; y las caricias indiscretas que prodigaba a sus

      famosos "Mignons" le atrajeron el odio de las damas de la corte. El

      incesto para el duque de Orleans no era sino una "diablura", como lo

      atestiguan sus tentativas infames de corrupción dirigidas contra la

      princesa de Lamballe y contra su propia hija la abadesa de Chelles. Y,

      para terminar esta desagradable y corta enumeración, citaremos a Luis XV

      "dont la vie ne fut q'une perpétuelle débauche", y para quien era

      indiferente todo lo que no se presentaba con la promesa de un placer; Luis

      Felipe de Orleans, cuya vida fue una mezcla de infamias y de grandes

      cosas; Federico el Grande; y finalmente el conde de Charolais, de lúgubre

      memoria, cuyo horrible cinismo e inaudita ferocidad ha descrito el autor

      citado [178.] .

      Estos erotómanos de la larga familia de los Monteagudo y los Bolívar (que

      también pagaba ampliamente su tributo a Príapo), tienen, por temperamento

      como Bolívar, o por enfermedad y por temperamento como Monteagudo,

      concentrada toda su vida sobre este sentido que se sobrepone a los otros,

      vinculando a su servicio las más nobles facultades del hombre. No hay nada

      bueno posible en el mundo cuando circula, con tanta abundancia por los

      nervios de un hombre, ese apetito que se difunde estremeciendo la fibra y

      reanimando las fuerzas; que va creciendo, aumentando, hinchándose como la

      mar picada, hasta afectar en los individuos predispuestos, sobre todo, las

      proporciones enormes y repugnantes de un erotismo irresistible...

      El uso habitual de ciertas sustancias que estimulan el sistema nervioso,

      el clima cálido que crea el coadyuvante de un temperamento ardiente y

      bullicioso, y que levanta los apetitos venéreos hasta la categoría de

      necesidades irresistibles, habían contribuido a desarrollar en aquel

      grande adorador del Aretino esta exaltación tan característica del sentido

      de la generación. No le era posible resistir al empuje, visiblemente

      enfermizo, que lo arrastraba hacia los placeres sensuales desordenados,

      como si llevara hecho carne en su cerebro todo el cínico desbordamiento

      que reinó epidémicamente en la Roma de Calígula y de Popea. Por eso

      buscaba, casi siempre, a todas esas mujeres en quienes un pudor moribundo

      dejaba ancho campo a la satisfacción de sus propósitos lascivos, y

      complacía su erotismo hidrópico en la lectura licenciosa del "divino azote

      de los príncipes".

      He ahí la consagración más tenaz de su vida. Ella sí, no cambió nunca; por

      lo mismo que era orgánica y enfermiza, fue en la vida su sola pasión

      variable, su inclinación constante, lo único que en su ser moral se

      mantuvo inalterable en medio de su extravagante variabilidad.

      Si Monteagudo hubiera gozado alguna vez de las dulzuras de una existencia

      reposada, hasta habría tentado reproducir, por exceso de sensualismo,

      aquella extraña fantasía que creó el lúgubre Hawthorne en la "Niña

      envenenada". No habría vivido aspirando los efluvios envenenados de las

      plantas de Rapacini, sino cultivando con amor las diversas especies de

      Orchis, que por la disposición de sus tubérculos eran considerados por los

      antiguos como poseedores de grandes propiedades afrodisíacas; porque en

      medio de su excesiva lujuria, era artista consumado y su genesismo [ sic ]

      abundante necesitaba echar mano de todos los recursos del arte, recorrer

      todos los tonos del placer, asociando al sentido genésico el concurso

      eficaz de los otros. Por eso le gustaba la música y el baile, pero a

      condición de que encerrara alguna promesa voluptuosa...

      En un jardín sombrío, medio perdido en el repliegue de algún valle

      tucumano, y bajo la temperatura mansa y amorosa de una eterna primavera,

      vivir secretamente y como abstraído en su ascetismo [ sic ] sensual,

      cultivando las plantas cuyos jugos dan fuerza a filtros eficaces. Y

      acariciado por las alas calientes de la cantárida aclimatada en aquel aire

      tibio y saturado de supuestas emanaciones estimulantes, restaurar sus

      fuerzas consumidas en el cansancio de alguna noche tiberiana.

      A ese respecto, Monteagudo tenía un conocimiento abundante de las leyendas

      fálicas y de toda esta botánica erótica que ha producido la materia médica

      popular. Conocía las propiedades venéreas atribuidas al "cedrón", su

      planta predilecta; al "nardo" que deja, al ser estrujado entre las manos,

      ese ligero olor seminal que estimula voluptuosamente el olfato de las

      mujeres; de la "mandrágora", de la "valeriana" y la "concordia", de la

      "yerba conyugal" y de la famosa "orchis odoratíssima" con su poder de

      excitar la sensualidad.

      Todo, como vemos, era la consecuencia obligada de su afección y de una

      predisposición orgánica marcada, que constituye lo que Tardieu ha llamado

      el temperamento genital, y que, a menudo, coincide con un conjunto de

      caracteres físicos particulares que existían en él: "predominio del

      sistema nervioso, mú sculos esbozados con delicadeza, desarrollo mediocre

      del tejido adiposo, cabellos negros y abundantes, una fisonomía expresiva

      y movible, boca grande, labios gruesos y de un rojo vivo" [179.]. Lo que

      sucede en las mujeres histéricas respecto a sus disposiciones eróticas se

      ve igualmente en los hombres cuyos deseos violentos suelen presentarse de

      una manera no menos horrible y repugnante.

      Concluyamos tocando ligeramente lo que puede muy bien llamarse la

      terapéutica de su enfermedad. Es decir, los remedios que instintiva o

      intencionalmente se aplicaba como tratamiento.

      Cuando acompañaban a Bolívar, los oficiales lo veían dirigirse "a los

      fríos torrentes de la Cordillera donde, sentado sobre unos peñascos, se

      dejaba bañar por aquellos raudales helados". La intensísima impresión de

      frío era el alivio de sus tormentos cerebrales, tal vez ilusorio y aun

      peligroso, por la acción estimulante del agua a tan baja temperatura. El

      agua fría no es un sedativo "directo", sino más bien un excitante,

      cualquiera que sea el procedimiento aplicado: cubiertas mojadas,

      inmersiones, etc., etc. [180.].

      Es indudable que la hidroterapia produce resultados satisfactorios en los

      estados de neurosismo, histeria, etc.; y, como dice Bloch, si se quiere

      conocer bien la acción general del agua fría, es en estas afecciones que

      debe estudiarse. Pero el examen de las diversas faces por las cuales pasa

      un neurópata, exclusivamente sometido a un tratamiento de esta naturaleza,

      demuestra que el agua fría no es en realidad sino un agente excitante

      (Bloch). Prueba de ello son los casos de urticaria y forúnculos que se

      manifiestan, después de un tiempo variable, en los sujetos sometidos a

      estos tratamientos; los síntomas de erotismo nervioso que aparecen bajo la

      influencia fuertemente perturbadora del agua fría, y la manera penosa y

      poco agradable con que se hace sentir la primera impresión, durante la

      cual la respiración se pone irregular y de inspiraciones cortas, profundas

      y como espasmódicas [181.].

      Siendo así que el agua fría, lejos de ser un sedante inmediato, es más

      bien un estimulante, y que a pesar de su pasión por los baños helados,

      Monteagudo no se bañaba con la regularidad, la frecuencia y los requisitos

      de un tratamiento médico, sino con intermitencias peligrosas y a distintas

      temperaturas, es claro que este tratamiento, lejos de aliviarlo, lo

      enardecía aú n más, estimulando, más bien que amortiguando, aquel erotismo

      cerebral que dominaba todo su ser.

      Es indiscutible que la hidroterapia obra ventajosamente sobre estas

      neurosis; pero obra a la larga, porque en las formas de neurosismo en las

      cuales las perturbaciones son activas y casi continuas, como sucedía en

      Monteagudo, no es sino después de un largo y regular tratamiento que se

      obtiene resultado, pues las alteraciones de la inervación, en razón del

      hábito mórbido contraído, tienen sin cesar una tendencia marcadísima a

      renacer. Por lo tanto, la aplicación irracional que él hacía de la

      hidroterapia, lejos de producir una sedación provechosa, enardecía su

      nerviosismo, exageraba su impresionalidad moral, sus disposiciones

      psíquicas esencialmente ligadas a las perturbaciones nerviosas producidas

      por el agua fría.

      Otro agente perturbador de su inervación, y de que abusaba

      inmoderadamente, era el café, la "bebida de los capones", como lo llamaba

      Linneo.

      Monteagudo era frugal, pero toda la vitalidad de las pasiones nutritivas

      ausentes se había concentrado en su amor a las mujeres y al café. La

      noche, en que terminó el célebre proceso de los Carreras, la pasó en vela

      agitado por sus sordas convulsiones y bebiendo, una tras otra, grandes

      tazas de café bien negro.

      ¿Buscaría, en estas libaciones repetidas, únicamente la satisfacción de

      ese amor al café tan general en todos los pueblos? ¿O sería una secreta

      imposición de su naturaleza que buscaba por este medio apaciguar sus

      enardecimientos genitales? Esto último es verosímil; probablemente sus

      nervios, cansados de tantos y tan repetidos sacudimientos, clamaban,

      aguijoneados por el instinto, un sedante que consolara aquellos órganos

      fatigados por la usura.

      El uso del café modera ligeramente la excitación genésica. No hay, según

      ha dicho Trousseau, exagerando demasiado sus virtudes dudosas,

      anafrodisíaco capaz de reducir a una impotencia más absoluta; su acción es

      insignificante, a pesar de esa afirmación categórica: "en una imaginación

      preocupada puede, como los amuletos, producir la impotencia, pero esto es

      en realidad lo único serio", a pesar de las opiniones de Hecquet, Simón

      Pauli, etc., etc., y de la boga que tiene en Oriente.

 

 

VII. EL DELIRIO DE LAS PERSECUCIONES DEL ALMIRANTE BROWN

 

      Peores que la realidad misma, son las ficciones desoladas que nacen

      espontáneamente en el espíritu siempre agitado de los hipondríacos. La

      evidencia de una enfermedad grave no conturba tanto el espíritu de un

      hombre de regular integridad intelectual, como los ensueños y las

      persecuciones tenaces de una de esas frenopatías silenciosas que van

      royendo el cerebro hasta conmoverlo profundamente.

      La hipocondría es la imagen más pintoresca del sufrimiento continuo.

      En la "hipocondría corporal" [182.] el paciente manifiesta sus dolores en

      todas las inquietudes inmotivadas relativas a la salud del cuerpo; en sus

      llantos continuos, en sus fastidiosas dolencias sin fijación precisa. Sus

      indeterminados temores y aquella enorme depresión física y moral son los

      que dan al melancólico el tinte de profunda tristeza que baña su fisonomía

      apagada y sombría.

      La "hipocondría mental" [183.] , por sus colores más íntimos, tiene otra

      facies; es la expresión de una sensación más abstracta y más esencialmente

      melancólica; es un matiz frenopático menos preciso, si se quiere, pero que

      ofrece faces mucho más variadas y curiosas. Estas son, por lo general, las

      dos formas frecuentes.

      El aspecto de un hipocondríaco produce un sentimiento de profunda

      angustia; como que es un espíritu oprimido por las incómodas y temibles

      inquietudes de mil presentimientos, que lo persiguen. Es un enfermo que

      invita a sufrir con él, que impone sus infinitos dolores y que lleva el

      contagio en sus lágrimas y en sus ojos hundidos y opacos; en sus

      lamentaciones agudas, en sus concepciones extravagantes y hasta en el

      tinte amarillento y ligeramente azulado tan característico. La melancolía

      es una enfermedad que marcha por accesos; algunas veces por paroxismos

      intensos, otras, por exacerbaciones progresivas y molestísimas; la cruel

      ansiedad que suele mezclarse a su profundo abatimiento, da a aquellos

      rostros desfigurados, con la pupila dilatada y la palidez reveladora, el

      aspecto angustioso de una persona que se va ahogando lentamente en medio

      de una atmósfera enrarecida y mefítica.

      Cuando se empieza a perder el sueño, las ideas tristes que forman su nota

      fundamental, comienzan a revolotear alrededor del cerebro fatigado por el

      insomnio; la cara se arruga, se pone volteriana y llena de sombras, y el

      cuerpo se encorva bajo el peso de aquella pesadumbre imaginaria. Después

      se oyen sollozos furtivos y como comprimidos todavía por el influjo

      mortecino de una razón trémula y asustadiza; luego se presenta el llanto y

      los suspiros, que alivian tanto el corazón y los pulmones lasos y

      oprimidos por el enervamiento de la enfermedad, y poco tiempo después, la

      melancolía, con sus estremecimientos sensitivos y sus lampos de lucidez

      transitorios, acaba de verificar su posesión completa y maligna.

      Desde este momento comienzan a presentarse, vestidos ya con su carácter

      francamente patológico, los temores vulgares de una grave enfermedad cuyos

      síntomas sólo él descubre. Las dudas más amargas le asaltan sobre la

      integridad de sus órganos; oye las palpitaciones de su corazón enfermo,

      las oye clara, distintamente, por supuesto, o siente las punzadas

      violentas de la gastralgia que anuncia el hambriento cáncer devorando su

      pobre estómago; o la sangre se agolpa a su cerebro produciendo los

      síntomas congestivos precursores de una hemorragia fulminante.

      Otras veces son preguntas, como éstas, que se clavan como puñales sobre el

      cerebro: ¿Por qué está torpe la pierna? ¿Por qué tiembla la mano y el

      movimiento es difícil en cualquier músculo del cuerpo? Y surge el temor de

      que la médula ha sido invadida por un proceso terrible que en pocos días

      lo va a dejar paralítico, inmóvil, petrificado como una esfinge,

      tembloroso y balbuciente como un "azogado".

      De aquí provienen todos estos regímenes estrafalarios con sus dietas

      severas y sus frecuentes visitas a los establecimientos de aguas

      minerales; las lavativas abundantes, los purgantes repetidos y el examen

      diario de la orina y de las materias fecales, donde el ojo delirante del

      hipocondríaco descubre tantos y tan terribles síntomas. "Otros, se creen

      tísicos y beben tisanas; se aplican vejigatorias, examinan con lentes sus

      esputos y van a pasar el invierno a Niza. Otros hay que se pretenden

      diabéticos y llevan a los farmacéuticos sus orinas para someterlas a un

      prolijo examen, se sujetan a un régimen particular y tienen cuidado de

      pesarse cada quince días; otros sospechan una infección luética e

      interrogan, muchas veces por día, el estado de humedad de la uretra; y en

      fin otros, que temiendo morir súbitamente, toman precauciones infinitas

      para alejar toda clase de emociones y no salen jamás sin llevar un

      detallado papel dando su filiación y estableciendo su identidad" [184.] .

      Pero hasta aquí, si bien el hipocondríaco costea, diremos así, la órbita

      de una verdadera enajenación, no está aún dentro de ella, sin embargo.

      Necesita un pequeño impulso, necesita que algún factor circunstancial,

      activando el vértigo de sus células predispuestas, lo eche dentro; que la

      razón se adormezca o se atrofie con esta constante proliferación de falsas

      concepciones que van como la bacteria de la pústula maligna,

      reproduciéndose, en su medio adecuado, con una ligereza prodigiosa. Cuando

      comienzan a dar las sensaciones múltiples que experimenta, una apariencia

      improbable, una explicación sobrenatural; cuando sobre las cosas usuales

      de la vida no razona ya con la rectitud de juicio ordinario; cuando se

      supone perseguido por olores malsanos y pestíferos y cae en ese tedio de

      la vida profunda, que lleva al suicidio y se cree realmente perdido,

      arruinado, deshonrado, [185.] , entonces está ya rodando sobre la rápida

      pendiente de una enajenación declarada.

      Esta explosión de las "persecuciones" es una forma frecuente del delirio

      hipocondríaco. Cuenta Legrand, en la obra citada, que Morel había conocido

      un melancólico que desempeñaba funciones importantes en la magistratura, y

      cuyo primer cuidado al levantarse de la cama, era examinar sus orinas y

      analizar al microscopio sus deyecciones; después de estas primeras

      investigaciones, procedía al examen de los alimentos que le llevaban, para

      cerciorarse que no contenían ninguna sustancia deletérea. Antes de salir

      para su oficina, recorría la ciudad en distintas direcciones a fin de

      extraviar a sus supuestos enemigos. Pronunciaba palabras cabalísticas,

      escupía para no absorber los miasmas funestos que le enviaban, hacía

      gestos extravagantes y caminaba mirando con desconfianza a todo el que

      pasaba a su lado. Y sin embargo, conversando con él, nadie hubiera dicho

      que aquel hombre era un enfermo; que al entrar a su casa se entregaba

      completamente a sus raras "manías"; que sólo comía los alimentos que él

      mismo compraba aquí y allí para evitar los infames "complots"; que se

      levantaba a media noche para hacerse largas abluciones; y que, en fin, se

      entregaba a actos completamente irregulares.

      Cuando a las preocupaciones nosomaníacas se agrega el decaimiento

      melancólico, las ideas de persecución, los temores de envenenamiento que

      agregados a las alucinaciones auditivas caracterizan tanto esta forma:

      cuando sobrevienen los pensamientos de suicidio y los proyectos de

      venganza, todo se hace posible y entonces la hiponcondría afecta un

      aspecto temible con la agregación grave y franca del delirio de las

      persecuciones [186.] .

      Entre esta clase de enfermos puede citarse al General Brown.

      Pero no eran los temores nosomaníacos lo que más llamaba la atención en

      él. La hipocondría corporal, con sus aprensiones de enfermedades

      imaginarias, pasaron bien pronto para dar lugar a este delirio tenaz que

      fue su característica principal. Es cierto que empezó por creerse enfermo

      del estómago y del hígado, suponiendo que una lesión grave del aparato

      digestivo le iba a cortar la vida, pero muy luego vino el temor de las

      persecuciones, que estalló en su cabeza con una amplitud y una insistencia

      perfectamente incurables.

      Si bien Brown no tenía el carácter tímido y pusilánime que predispone a

      esta variedad tan frecuente de aberración mental, manifestaba, en cambio,

      toda la desconfianza enfermiza que da a los actos y a la fisonomía del

      perseguido un tinte especialísimo de sombría impaciencia. Sus

      perturbaciones, al principio vagas e indeterminadas, fueron tomando con la

      edad y ese trabajo mental profundo, que se conserva durante cierto tiempo

      velado por la impenetrabilidad calculada, propia de la enfermedad, una

      acentuación progresivamente maligna, hasta que en los últimos años de su

      vida, que fue el período agudo de la neurosis, completaron su desarrollo

      definitivo, haciendo su estado moral cruel, y en ciertos momentos

      desesperante. El "viejo Bruno", como le llamaba Rosas, se veía inerme y

      postrado delante de esa turba infinita de envenenadores "en grado

      superlativo" que forjaba su mente dolorida y abrumada por el inmenso peso

      de una melancolía incurable.

      Es necesario conocer el estado moral deplorable, la vida mísera de "un

      perseguido" para comprender hasta dónde llegaban sus amargos sufrimientos.

      Sea que haya en ellos una exageración inconsciente, "sea que los fenómenos

      percibidos tengan en realidad una agudeza extra fisiológica", el hecho es

      que los más pequeños incidentes adquieren inmediatamente la significación

      más desfavorable. Para ellos todo ha cambiado a su rededor. Ya no se le

      prodigan las mismas caricias y los mismos cuidados; sus quejas las reciben

      con un rostro frío e indiferente, les sorprenden sus más secretos

      pensamientos, se les quiere hacer hablar contra su voluntad, se les

      domina, se les ultraja. No exhalan ninguna queja precisa, no articulan

      ningún reproche positivo, no formulan ninguna acusación apreciable, pero

      se declaran atormentados de mil maneras diferentes: unas veces sienten

      impresiones anómalas muy dolorosas y deploran amargamente los

      procedimientos infames y pérfidos que se despliegan en contra suya, las

      celadas que se tienden a su buena fe, las torturas morales con que los

      asedian sin cesar [187.] .

      A medida que estas torturas aumentan; que los manejos subterráneos, los

      maleficios formidables y ocultos que el perseguido clasifica con epítetos

      extravagantes, aumentan y se multiplican; que siente las descargas

      violentas que le aplican sus enemigos; que percibe el veneno en el

      alimento, en el agua que bebe, en el aire que respira; cuando ve que le

      imantan sus cabellos, sus ojos, sus dientes; al notar que su lengua se

      petrifica y se seca obedeciendo a mandatos diabólicos, y ahogando el

      lamento de angustia que es el supremo recurso del que se siente asediado

      por los íncubos del delirio; cuando, en fin, se le hace respirar vapores

      malsanos, se le contamina su ropa, se le inyectan gases mefíticos por la

      cerradura de su puerta y se le echa vitriolo en su vino, y azufre en su

      café, y opio en sus alimentos, y arsénico en su pan... ¡oh! entonces el

      terror intenso, irresistible, la negra y cruel "pantofobia" se apodera de

      su cabeza, y el delirio franco e incesante se organiza, tomando un cuerpo

      tangible casi, como dice el autor de la "Folie héréditaire".

      Entonces el perseguido oye clara y distintamente las voces que le

      denunciaban los manejos, el número y la clase de los enemigos; voces

      agrias y destempladas que gritan a sus oídos palabras soeces que lo llenan

      de injurias, que le cantan mil himnos de infamia y lo llaman por nombres

      denigrantes. Las circunstancias más pueriles -dice Legrand du Saulle- las

      interpreta siempre en el sentido de sus ideas delirantes; la risa de un

      transeúnte le cubre de ridículo, el mugido del viento lo amenaza, el

      tañido de la campana lo injuria; las palabras proferidas a distancia abren

      a su imaginación asustada todo un horizonte de maquinaciones y de

      complots. El canto de los pájaros le avisa que van a penetrar en su casa

      por medio de llaves falsas, y el ruido del martillo le sugiere que se está

      ya clavando su ataúd; y como si no pudiera, algunas veces, concentrar en

      sí mismo las impresiones melancólicas que lo asedian, sobre todo en los

      primeros tiempos de su enfermedad mental, se confiesa sin reserva al

      primer venido, se descubre sin temor, y cuenta sus tristezas, sus

      tormentos y sus males [188.] .

      En ese cuadro lleno de luz está pintado con algunas ligeras variantes todo

      el estado mental del ilustre "melancólico" que nos ocupa.

      La concepción delirante que con mayor tenacidad le asediaba, y que por

      cierto es la más cruel de las que se apoderan de los "perseguidos", era el

      temor a los envenenamientos.

      Por eso vivía constantemente preocupado, tratando de descubrir a sus

      enemigos, averiguando, inquiriendo, estudiando las maneras tenebrosas de

      que se valían para envenenarle; cuál sería el plato que podría comer sin

      peligro, el agua que podría beber, el aire respirable y depurado de todos

      esos gases asfixiantes que le enviaban "los ingleses" sobre todo, sus más

      incansables envenenadores según él mismo decía.

      Como el más tímido de los perseguidos, que nunca habita dos noches bajo el

      mismo techo, que no come dos veces en el mismo plato, que cambia de

      nombre, que se disfraza y huye atolondrado, Brown jamás comía "su comida",

      sino que, a la hora en que lo verificaba la tripulación, pedía a alguno de

      los "mochaches" un plato de carne y una copa exigua de vino como único

      alimento.

      La cocina fue, por muy repetidas ocasiones, objeto de sus más estrictos

      cuidados, haciendo vigilar y comentando los menores actos del cocinero

      que, como se sabe, desempeña en las preocupaciones del perseguido un papel

      muy importante. Es, para éste, un personaje siniestro, de cabeza oscura,

      de mirada diabólica y llena de duplicidades mortíferas; un árbitro

      satánico de la vida del amo, que en un rato de mal humor se echa en brazos

      de los "envenenadores" y se la arrebata con una narigada de "estricnina" o

      de "ácido prúsico", vertido misteriosamente en la sopa o en el postre

      favorito.

      Para evitar que de acuerdo con él se introdujeran los conspiradores por el

      caño o por los intersticios del buque, echándole los tósigos consabidos,

      tomó el más original de los temperamentos, nombrando "encargado de la

      cocina" a un oficial de graduación llamado Almanza. Llamóle un día a popa,

      en donde se andaba paseando, y después de saludarlo afectuosamente y de

      examinarlo de arriba abajo, le dijo con un aire misterioso y asustado:

      -Vd. tiene que prestarme un servicio muy grande. Vd. sabe que a bordo hay

      un sinnúmero de "invenenadores" que quieren envenenarme la comida, el agua

      y hasta el aire, y el día menos pensado tendremos una horrible mortandad.

      Es necesario que Vd., como oficial de honor, y en quien yo deposito mi

      confianza, se haga cargo de la cocina de la tripulación, y observe los

      menores movimientos del cocinero y de sus ayudantes.

      Y al decir esto, Brown se acercaba al oído de Almanza expresando en su

      fisonomía transformada todo el terror agudo que lo dominaba.

      El oficial obedeció aunque de mala gana pero, poco después, y como era de

      esperarse, la desconfianza de Brown tocóle también a él: la comisión que

      le había confiado el Almirante le hizo perder la consideración y el

      respeto de sus subordinados y, un día que entraba a la cocina, un marinero

      portugués llamado Gandulla, le asestó cuatro puñaladas dejándolo muerto en

      el mismo sitio [189.] .

      Este breve episodio es el resumen más característico de sus innumerables

      incongruencias, y revela por sí solo la forma de su enajenación. Las

      "manías" de que hablaban tanto sus oficiales, las locuras del "viejo

      Bruno" como les llamaba D. Juan Manuel, y esa "nostalgia terrestre" a que

      se refiere el Dr. D. Vicente F. López, no eran otra cosa que las

      explosiones de su delirio, expresadas con tanta elocuencia en estas mil

      extravagancias a que se entregaba en la inquietud; extravagancias que

      después fueron exteriorizadas por la irresistible impulsión que obliga al

      perseguido a hacer a todo el mundo partícipe de sus temores.

      Cuando estaba en tierra, vivía lejos de la ciudad, lejos de todo contacto

      humano; en una casa solitaria, sombría, medio oculta entre inmensos

      pajonales y en el centro del bañado que se extiende hacia las bocas del

      Riachuelo. Era la casa de un misántropo, rabioso e impaciente, sobre cuya

      puerta, y en presencia de aquellos paredones lóbregos y especialísimos, de

      aquellas sombras que la envolvían como un sudario, un médico hubiera leído

      este triste letrero: "Aquí vive un hipocondríaco perseguido". En ese

      bañado húmedo y desamparado estaba oculto su único retiro.

      Sus formas mismas contribuían a darle un aspecto particular y desolado:

      "era -dice el Dr. López- un cuadrilátero estrecho y elevado de tres pisos,

      agujereado en algunos puntos con ventanillas corredizas, a la inglesa, y

      con pilastras superiores que le daban los aires de un torreón lóbrego con

      almenas. Allí era donde el bravo marino se envolvía a devorar las horas

      insoportables del ocio: la inacción y el fastidio levantaban en su alma

      los vapores sombríos de la hipocondría. "Se tomaba entonces por un ser

      predestinado a la desgracia y a la nulidad: un delirio doloroso se

      apoderaba de sus ideas y le inspiraban ciertas manías de suicidio" que no

      tenían otra causa que el peso de una vida abandonada a los monólogos de la

      soledad, con un carácter ardiente "nacido para el movimiento pero soñador

      y silencioso en la inacción". Esas mismas emanaciones fosforescentes y

      vagas, que enfermaban su alma, eran quizás el germen verdadero de sus

      grandes cualidades; puesto que cuando la actividad y la guerra venían a

      sacudir y a despertar sus nobles instintos, esas sombras se convertían en

      ráfagas de luz; y no bien oía que la patria necesitaba de su espada,

      cuando los delirios desaparecían como por encanto" [190.] .

      Pero, aquel fluido maligno que crispaba sus nervios, oprimiendo su

      cerebro, volvía a producirse aumentando, creciendo hasta que, su exceso,

      que necesitaba una válvula de escape, reproducía con más bullicio y, a

      veces, con mayores consecuencias, las dolorosas escenas que llevaba al

      espíritu sagacísimo de Rosas el convencimiento de que el "viejo Bruno" era

      simplemente un loco, que profesaba una especie de culto enfermizo a la

      fidelidad jurada.

      Así pensaba él y poco le importaban las persecuciones extravagantes de que

      hacía víctima a sus oficiales: quería sus servicios y le dejaba en cambio

      que buscara a los envenenadores de la manera que más le conviniera.

      ................................................................................

 

      Tomáronse un día en pelea dos marineros ingleses, uno de los cuales cayó

      muerto a consecuencia de un grueso aneurisma de la aorta torácica.

      Inmediatamente después de recibir la noticia, levántase el General

      precipitadamente, como herido por una sospecha terrible, y después de

      llamar a gritos al Dr. Soriano, su médico y amigo, le dijo:

      -¡Es el veneno, Doctor! ¡Es el veneno! -y el pobre viejo abría

      desmesuradamente sus ojos llenos de luz- es el veneno que está trabajando

      aquí a bordo; yo desde ayer lo siento, a mí también me lo han dado [191.]

      . "Mira, Dr. Soriana", Vd. no sabe lo que pasa a bordo; los marineros son

      muy astutos, algunos de ellos están "confabuladas" con los

      "invenenadores"; fingen una pelea, se "agaran" como lo han hecho ahora con

      falsos pretextos, para ocultar el veneno que ya tienen adentro. ¡Oh,

      miserables!

      Y Brown cerraba convulsivamente los puños y se paseaba lleno de agitación,

      mirando con esa ira expansiva y extremosa de los maníacos, a todos los que

      tenía a su derredor.

      Cuando el Almirante llegaba sobre cubierta con la gorra ladeada, la

      oficialidad bien sabía que ese día no contaba con su cabeza. Aquella

      puerilidad elocuente marcaba la presencia de un acceso; y entonces las

      persecuciones eran doblemente encarnizadas; no entraba nadie a bordo, que

      no fuera, de su parte, objeto de detenidas pesquisas, de preguntas

      ridículas, de miradas e indagaciones llenas de la más profunda

      desconfianza.

      Las mujeres de los soldados tenían permiso para ir a bordo ciertos días.

      Una de ellas llegó casualmente al "Belgrano" en momentos en que la gorra

      del General marcaba con más insistencia que nunca una crisis negra

      fuertísima. Traía en la mano algo que, por los cuidados que le dispensaba,

      llegó a despertar sus más vivas sospechas; chocóle, sobre todo, la

      desfachatez y la provocadora confianza tan propia de la guaranga

      prostituta, con que se presentó aquella mujer, que buscaba en la amistad

      de los marineros los medios de ganarse la vida.

      Apenas había dado algunos pasos sobre cubierta, cuando Brown se acercó a

      ella precipitadamente y arrojándole una mirada llena de ira:

      -Vd. es una pícara -le dijo.- Vd. viene a bordo "sin tener a nadie de

      quien condolerse en sus trabajos y penurias". ¡Como si el buque fuera una

      casa de prostitución! ¡Ah, miserable!...

      Y empujándola con torpeza la mandó poner en la "barra" de los pies, con

      centinela de vista, prohibición absoluta de hablar con nadie y supresión

      de toda clase de alimento. A las cuarenta y ocho horas hizo sacarla sobre

      cubierta, y después de haber formado toda la tripulación le dirigió estas

      palabras, agitando en sus manos el atadito que traía el maleficio y que

      solo contenía tortas inocentes, caramelos, cigarros y un frasco muy largo

      de agua de colonia: provisiones indispensables para toda mujer de medio

      pelo que va de paseo a cualquier parte.

      -Esta mujer venía a bordo, sin conocer ni querer a nadie. Venía con todo

      esto que está envenenado -y mostraba a la tripulación los cigarros y las

      tortas pegadas dentro del pañuelo. -Ved cómo los envenenadores de tierra

      se valen de los hombres y de las mujeres para asesinarme.

      Hecho esto, mandóla a tierra, entregando el pañuelito al que llevaba el

      bote, con grandes recomendaciones de que no fuera a comer nada de lo que

      había adentro, porque caería inmediatamente muerto. En seguida escribió

      una nota al Capitán del Puerto: nota curiosísima que debe conservarse en

      los archivos de aquella oficina, ordenándole que en lo sucesivo tomara una

      lista de las mujeres que iban a bordo, especificando el nombre y la clase

      de la persona que deseaban ver. Que debía tener mucho cuidado con los

      envenenadores, como la mujer aludida, cuyos cigarros y caramelos venían

      llenos de venenos, según lo había declarado el mismo doctor Sheridam

      [192.] .

      La leche, la grasa, la fariña y sobre todo el café, con el cual, según

      decía, los ingleses lo habían querido envenenar en las Antillas, eran

      objeto de un escrupuloso y detenido examen. Y, como sospechaba hasta del

      vino que traían especialmente para él, se servía con su propia mano la

      ración de un marinero. Rechazaba todo alimento que le ofrecieran con

      insistencia, porque ¡quién sabe qué ingredientes sospechosos le habría

      puesto el cocinero! Cuando tomaba el vino o el agua hacía que primero lo

      probara un soldado o su abanderado Roberts, en quien al parecer depositaba

      una amplia confianza. Los sufrimientos del estómago, un ligero cólico, la

      náusea o un dolor cualquiera en la región de los órganos digestivos,

      despertaba en su espíritu grandes sospechas de envenenamiento; se creía ya

      víctima de los fuertes efectos de algún tósigo imponderable, de las

      maniobras atentatorias de sus enemigos, que recurrían a mil subterfugios

      ocultos porque no podían envenenarlo en la comida.

      Cuando esas crueles sospechas nacen con tal persistencia, la vida del

      "perseguido" se hace angustiosa y difícil. Se disfrazan de todas maneras

      para escapar a las supuestas asechanzas y recurren, como Brown, a los

      expedientes más ingeniosos para procurarse un alimento sano; y, esto

      último, con tanto más ingenio y mayor apuro, cuanto que algunas veces el

      hambre y la sed apremian su estómago desesperado. Esta alimentación

      incompleta altera profundamente la nutrición, cuyo estado precario se

      revela en el aspecto lánguido y deprimido de la fisonomía, en el tinte

      cetrino y verdoso de la cara, en la pobreza de sus carnes flácidas y

      movibles. La nutrición languidece a consecuencia de la enfermedad del

      centro inervador, y esta depresión profunda repercute a su vez sobre el

      cerebro, cuyo estado se agrava más y más, estableciendo el círculo mórbido

      que sólo rompe la muerte y muy rara vez la curación completa.

      Si el perseguido por estos pavorosos temores es un hombre ilustrado, tanto

      peor, porque compra y devora, en sus largas veladas, obras de química,

      tratados de toxicología, cuyas lecturas, puede decirse con propiedad,

      envenenan la inteligencia predispuesta, completando el trabajo de la

      enfermedad. El estudio de los tósigos los cautiva y "toda su atención se

      dirige a averiguar los medios rápidos de neutralizar una sustancia nociva;

      si es extraño a las cosas de la ciencia, lleva sus alimentos o sus

      deyecciones a un boticario para que le diga cuál es el veneno que se

      encuentra allí; y asediado por los cuidados que le preocupan, termina por

      ceder su lugar a los envenenadores, abandonando ansioso su país, su hogar,

      y su familia, viviendo aquí y allí, y entregándose a esa vida cosmopolita

      y agitada que terminará un día u otro por un crimen o por un suicidio".

      Es infinito el número de anécdotas curiosísimas a que ha dado lugar Brown

      con sus persecuciones imaginarias. En los últimos años de su vida se había

      hecho intransigente, intratable, hasta para el mismo Rosas. La edad

      avanzada, disgustos profundos y secretos -porque a nadie revelaba sus

      pesares-, habían dado a su neurosis esa amplitud dolorosa que encierra al

      perseguido en el ancho círculo de sus amargas ansiedades.

      El número de envenenadores crecía con una rapidez pasmosa, y no contentos

      ya con envenenarle la comida, ideaban los tormentos que él revelaba en los

      llantos de sus lamentaciones nocturnas, tan frecuentes y tan llenas de la

      más honda melancolía. -¡Por Dios, no me atormenten! ¿Por qué me quieren

      envenenar? - decía encerrado en su camarote e interrumpiendo el silencio

      de aquellas noches de a bordo tan tristes y lóbregas... -Si quieren

      matarme, peléenme, mas no así, ¡cobardes, traidores, miserables y veinte

      veces asesinos!

      El pobre viejo se levantaba con precipitación, el oído atento, la mirada

      vagabunda y extraviada. Y enardecido por las alucinaciones auditivas

      comenzaba a pasearse, arrastrando trabajosamente la pierna y amenazando

      con sus puños a aquellos seres extraños e invisibles, que le hablaban en

      su propio idioma y que sin embargo no podía ver. Pero él los había sentido

      muchas veces acercarse hasta tocarle sus blancos cabellos, profiriendo a

      su oído amenazas de muerte. En tierra, habían venido al pie de sus

      balcones a ultrajarle impunemente y esparcir en la huerta, en las mismas

      ventanas del aposento, el veneno con que pretendían ultimarlo. Le han

      hablado al oído, ¡oh, de eso estaba seguro, cruel realidad de la

      alucinación! le han golpeado a su puerta, se han trepado por la escalera

      con tumultos de gente descalza, introduciéndole por el ojo de la llave mil

      gritos mezclados con silbidos y murmullos extravagantes.

      En la noche callada, cuando vanamente se recogía para conciliar el sueño,

      ha sentido de nuevo aquellas voces terribles que le hablaban por el caño

      de la chimenea, por la grieta de la vieja puerta rajada, por el

      respiradero del techo, por la boca de un frasco, dentro de las hojas de un

      libro; o que le amenazaban en la pieza inmediata llenándole de

      improperios; "¡Vendido! ¡renegado!", le decían, y en vez de una blasfemia,

      sonaba una carcajada estruendosa, pero lejana y medio difusa: "¡Tú no eres

      irlandés, estás impenitente, envenenado hasta los huesos! ¡Miserable,

      míranos a la cara, allá vamos, prepara tu alma, ¡oye! ¿sientes? ¡mira al

      infierno!". Y con todo el terror de un niño desvelado cuando siente que le

      tiran de las cobijitas en medio de la oscuridad de la noche, se levantaba

      de su cama tembloroso, prendía la vela para verlos, buscaba debajo de su

      lecho, dentro del armario, detrás de las sillas, pero todo en vano. En

      vano, es claro, porque el perseguido "no ve" a sus perseguidores.

      Después tornaba por un momento a la tranquilidad deseada, hasta que las

      voces volvían a hacerse oír con doble intensidad, en el chisporroteo de la

      vela que se quema indiferente y soñoliento, o en el ruido del viento que

      se cuela por la rendija de la vidriera, y que en las noches de invierno

      ventoso simula tan bien el quejido y los tonos, ya fuertes, ya suaves, de

      la voz humana que ríe, insulta y a veces se lamenta en un prolongado

      quejido que termina en una nota apagada y profundamente melancólica, como

      si la voz quejumbrosa de un niño herido se lamentara por el ojo de la

      llave. Y crece y crece siempre con una lentitud perezosa, hasta que, como

      empujado de atrás por una ráfaga ambiciosa, estalla en rugidos agudos y

      vuelve en seguida a perderse en imperceptibles rumores. Unas veces parece

      el "¡hurrah!" prolongado de un escuadrón que carga espada en mano, y

      después, repentinamente, se transforma en el canto de guerra de un

      ejército de insectos... Echad sobre el oído de un alucinado una corriente

      de este viento que grita y que habla "como un cristiano", y veréis aquel

      cerebro lleno de tan tristes fantasmagorías agitarse ansiosamente.

      En algunos alucinados la enfermedad no adopta la misma marcha, sino que

      oyen primeramente el ruido dulce y armonioso de una pequeña fuente,

      después el murmullo de una agua que gorjea y muge, más tarde cadencias

      musicales, el silbato de una locomotora, voces confusas, palabras necias,

      agrias, injuriosas y, finalmente, ultrajantes. Así va subiendo el tono del

      insulto y de la burla, hasta que la audición mórbida se hace intolerable,

      el delirio se organiza y el perseguido pierde completamente la razón

      [193.].

      El día y la noche las producen igualmente, pero la noche, con su silencio

      y misteriosa quietud, presta más ancho campo a estas persecuciones

      anómalas, fecundadas por el insomnio y la soledad en que arroja al

      perseguido su triste y dolorosa misantropía.

      De día, las ocupaciones apremiantes del oficio servían a Brown como una

      derivación saludable, disminuyendo el eretismo habitual de su cerebro;

      pero de día, sus impulsos perseguidores (porque el perseguido se hace al

      fin perseguidor), entraban en ebullición, produciendo todos estos

      episodios curiosos que entonces autorizaban el diagnóstico popular. Era a

      la luz del día cuando se entregaba a sus pesquisas extravagantes, dando

      caza a sus enemigos y frustrando las conspiraciones tenebrosas que se

      fraguaban a su alrededor.

      Días antes de darse a la vela para Montevideo, y en una bellísima mañana

      del mes de Octubre de 1840, un marinero portugués limpiaba tranquilamente

      un bagre amarrado a la jarcia de trinquete. Como era de costumbre, el

      General había madrugado mucho esperando sorprender, como siempre, a alguno

      de sus asesinos en momentos de confeccionar el tósigo consabido. No bien

      había trepado sobre cubierta, cuando vio a proa, y no sin experimentar ese

      temblor convulsivo que sacudía sus carnes en situaciones análogas, al

      marinero que descamaba entusiasmado su fácil presa.

      -Venga acá ese hombre -gritó con toda la fuerza de sus pulmones- venga

      para acá ese... ¿Cómo es su nombre?

      -Antonio, señor General.

      -¿Qué hacía Vd. con "esa pobre pescadita"?

      -Lo estaba limpiando para comerlo, señor.

      -No lo ha de comer a bordo de este buque -gritó Brown enfurecido-. Vd.

      está "invenenándolo", ¡miserable! "para lo hacerme comer". Vd. es el mayor

      envenenador que ha venido aquí, ¡y ahora "misma" lo voy a mandar fuera!

      ¡Ah! canalla, a la madrugada, a la madrugada, eh, cuando yo estoy

      "dormiendo"; ¿los pobres "pescaditas" también sirven para darme el veneno?

 

      Dicho esto ordenó al abanderado hiciera señas a la "25 de Mayo" para que

      mandara su bote; y mandó al guardián redujera en pedazos al pescado, lo

      pusiera en una caja de lata y, bien tapado, lo enviara a tierra para ser

      enterrado lejos de la ribera.

      -Porque este pescado -añadía paseándose a popa con cierta agitación

      supersticiosa- está "envenenado", y arrojándolo al agua contaminaría a los

      otros pescaditos que vendrían a caer en las "líneas" de los marineros.

      Cuando el bote de la "25 de Mayo" atracó al costado del "Belgrano", el

      General hizo descender al marinero y, entregándole al oficial una nota

      para el Comandante King, le dijo, dándole la caja:

      -Tenga cuidado "en no abre" la lata; en ella va el veneno con que este

      pícaro quería asesinarme.

      Después se supo que a este desgraciado le habían aplicado cincuenta azotes

      y enviado a tierra.

      Otras veces la víctima de estas persecuciones inmotivadas era un oficial

      de graduación, el médico o alguna otra persona altamente colocada a su

      lado y a quienes tomaba, cuando no era como asesinos, como cómplices o

      espías. Una tarde, por ejemplo, el oficial Alsogaray fue bruscamente

      detenido por él en momentos en que subía sobre cubierta:

      -Vd. está arrestado en su camarote hasta segunda orden -le dijo,

      arrojándole una mirada bañada de la más grande desconfianza. -Vd. es

      "envenenador de primer grado", continuó. Siempre han sido de inferior

      clase los que aquí querían matarme, pero ahora son los oficiales.

      Sorprendido el oficial por aquellas sospechas tan extravagantes, quiso

      replicar, pero Brown, levantando el brazo, le dijo con dignidad:

      -¡Ni una palabra!

      Durante tres días estuvo con centinela de vista, y no se le pasaba sino

      té, café y galleta. Algunos días después la escuadrilla de Montevideo

      salía del puerto, y como Brown se preparaba a batirla, mandó ponerlo en

      libertad, diciendo que "era preciso no privar al Sr. Alsogaray de cumplir

      con su deber". Cuando regresaron a Buenos Aires lo envió a tierra

      pretextando que no lo necesitaba; pero el gobierno -dice el manuscrito de

      donde tomamos la anécdota- volvió a mandarlo a bordo porque sabía que el

      General, en estos casos, procedía casi siempre bajo el influjo de sus

      "manías" [194.].

      Lo que no le conocemos a Brown, son todas esas frases y expresiones

      usuales de los perseguidos, pero es indudable que, como a todos ellos, "se

      le hacía hablar contra toda su voluntad, le dominaban la inteligencia, lo

      insultaban y amenazaban mentalmente, le adivinaban sus pensamientos,

      impidiéndole hacer tal o cual cosa porque había dejado de pertenecerse, y

      lo dirigían como querían y repetían sus palabras y hablaban por su propia

      boca".

      Todos estos enfermos se componen un vocabulario aparte, y crean una

      multitud de neologismos en relación con su educación, su medio social, sus

      concepciones delirantes y con la naturaleza y la calidad de las

      persecuciones de que se creen víctimas. En sus términos extravagantes y

      tan llenos de imágenes se encuentra muy fácilmente la prueba elocuente de

      todos los tormentos que los agitan, de los dolores que los afligen; y con

      verdadera sorpresa -dice Legrand- nos preguntamos algunas veces, cómo,

      enfermos completamente iletrados, pueden retener ciertas expresiones

      técnicas tomadas en su mayor parte a las ciencias físicas [195.].

      El vocabulario del Almirante era relativamente reducido, aunque muy

      elocuente y característico. Para él habían: "envenenadores de primero,

      segundo y tercer grado, y en grado superlativo", que era el ideal del

      envenenador consumado, especie de artista diabólico, con mil filtros a su

      disposición, y con un ingenio agudísimo para la difusión de los venenos.

      Esta era, como vamos a verlo, su manera habitual de clasificarlos, aun en

      los documentos oficiales, en sus cartas y extravagantes alocuciones a la

      tripulación.

      Encontrábase una mañana su secretario el Sr. Alsogaray asentando en el

      libro de la tripulación la filiación de cinco marineros que le habían

      enviado de tierra, cuando al llegar al quinto lo detuvo bruscamente,

      borrando con su índice el nombre de Jorge Foister, marinero inglés, sobre

      quien, según él, recaían horripilantes sospechas.

      -¡Oh! -dijo- éste lo conozco, lo conozco; ha sido peón mío y ya en otras

      ocasiones ha intentado envenenarme. Es un inglés, un inglés enviado... -Y

      Brown miró a su alrededor con desconfianza y como si temiera decir por

      quién era enviado.

      ¡Un inglés! Esto era muy grave para el Almirante. Traído a su presencia

      preguntóle si lo conocía; el marinero contestó que sí; "que estando un

      poco pesado de la bebida" se había enganchado. Hecho minuciosamente un

      detenido interrogatorio sobre sus "siniestros proyectos", mandólo con

      centinelas de vista al palo mayor, e hizo señales a la Capitanía para que

      enviaran la falúa, pues no consentía que sus botes fueran a tierra [196.].

      Después de redactar él mismo la curiosa nota que va a leerse, reunió a sus

      oficiales, y en su media lengua encantadora y graciosísima, les dijo estas

      textuales palabras, resumen pintoresco de su infortunio cerebral:

      -Este "pícara" inglés -y levantaba el índice a la altura de la oreja en

      actitud de cariñosa amenaza- quiso "invenenarme" en mi quinta, hacen como

      "cinca añas", para cuya operación había llevado una "botijoila" de

      "aciete" para echarla en mi comida, sin que el pobre "cocinera" de la casa

      se apercibiera. Felizmente el olor descubrió todo aquel infame y

      abominable crimen que, a no ser esta circunstancia, habría recaído sobre

      "las" inocentes.

      Terminada la alocución, hizo embarcar al marinero, entregando al oficial

      la nota que iba dirigida al Capitán del puerto, y concebida en estos

      términos: "Se destina de a bordo al envenenador Jorge Foister, en "grado

      secundario", pues su tentativa intencional no tuvo efecto por la

      intervención benéfica de la Divina Providencia. - Guillermo Brown "

      [197.].

      El episodio dio origen en tierra y aun en las regiones oficiales a grandes

      comentarios, y la nota -dice el manuscrito aludido- anduvo en el "Bajo" de

      mano en mano. El marinero, que según parece era una persona de buenos

      antecedentes, fue empleado en la Capitanía como patrón de la falúa, y

      cuando el Coronel Seguí en el año 42 pasó al Paraná con la escuadrilla, lo

      hizo oficial a bordo de la goleta "Libertad".

      Hay algo más que complementa la pintura de sus perversiones mentales;

      detalles característicos que llevan el rastro imborrable del delirio de

      las persecuciones: los largos monólogos, que sólo eran escuchados por el

      camarero de confianza; sus actitudes cautelosas y aquella reserva tenaz

      que daba al rostro la expresión profunda de dolor, mezclado a una

      desconfianza suprema y enfermiza.

      Tenía en su cara la movilidad nerviosa que pone en constante movimiento

      hasta la última fibra muscular, y produce los gestos extravagantes y

      ridículos que exteriorizan los sentimientos y las múltiples ideas, que

      germinan atropelladas en el cerebro de estos desgraciados. Cuando los

      temores de envenenamiento recrudecían y las manos invisibles le rozaban el

      cabello y le quitaban la fuerza a sus piernas y a sus brazos; le

      arrebataban el sueño y neutralizaban sus facultades; le envenenaban los

      alimentos y le quemaban el estómago, etc., cuando oía aquellas voces

      agrias e incómodas que tornaban a intimidarlo con sus eternas amenazas,

      empujándolo al suicidio: entonces su rostro se transformaba de una manera

      tan cruel como radical.

      ¡Y cómo se transformaba¡ Aquella fisonomía siempre iluminada y bondadosa,

      llena de suprema dulzura y de augusta resignación, perdía la suave

      ondulación de sus líneas y se hacía torva, adusta y hasta innoble.

      En sus súbitas y múltiples alteraciones todos conocían cuándo le asaltaban

      sus crisis; la visera de la gorra iba cambiando de lugar como empujada

      suavemente de adentro por un impulso secreto y misterioso; iba desde la

      frente recorriendo toda la cabeza hasta fijarse sobre el mismo occipital:

      la visión quedaba libre completamente, el horizonte limpio y él podía sin

      trabajo presenciar el desfile de sus perseguidores imaginarios.

      Las arrugas múltiples de su cara plegada y flácida se hacían más profundas

      y oscuras, las sombras negras; el ojo brillante y movible revolcándose en

      la profundidad de una órbita demasiado grande, se agitaba como delirando

      en su empeño vano de ver al que le hablaba al oído, le amenazaba por la

      rendija, se burlaba con palabras soeces por el ojo de la llave, o reía por

      el caño de la chimenea. Un temblor creciente y continuo se apoderaba de

      las manos, que nada tomaban sin romperlo; la marcha se ponía fácil por la

      estimulación inclemente del acceso; la visión torpe y confusa, el labio

      caído, y la lengua que le parecía más larga, agitada por movimientos

      rápidos de vaivén y en continuo contacto con los labios secos y como

      despellejados.

      Concluidos estos espasmos de su inteligencia, el rostro volvía de nuevo a

      adquirir su plácida jovialidad; el músculo, recuperando su tonicidad

      normal, restituía a la cara su expresión de salud y alegría; y de las

      sombras de aquellas noches transitorias, aunque frecuentemente repetidas,

      sólo quedaba la penumbra expresada en la arruga pálida y tenaz que deja la

      suprema agitación del delirio.

      La desconfianza inmensa que, como se ha visto, era el rasgo prominente de

      su estado, impulsábalo en muchas ocasiones a maltratar a sus más fieles

      servidores, con sospechas injuriosas de complicidad; lo llevaba más lejos

      todavía, obligándolo a matar con sus propias manos, las aves que debían

      servirse en la mesa, no sin un escrupuloso examen de sus vísceras

      inocentes. Así cuentan que hacía en aquellas célebres y misteriosas

      comidas con el Dr. Oggan en que ambos andaban correteando los pollos en su

      gallinero, y ambos desplumaban a la víctima y la cocinaban secretamente

      para desviar la acción oculta de los envenenadores.

      En el mecanismo doméstico del buque, no permitía la intervención de nadie

      en lo que a él le pertenecía. El mismo guardaba su vino y su tabaco, y se

      procuraba con su mano el agua para sus usos.

      Cuando se concluía la de aquel célebre botellón que nadie podía mirar con

      demasiada insistencia, so pena de despertar terribles sospechas, tomábalo

      en sus manos y se dirigía a popa munido de una cuerdita con la cual

      sungaba [ sic ] el sagrado adminículo. Esta delicadísima operación,

      naturalmente, no se hacía a vista y presencia de todo el mundo, porque

      tenía buen cuidado de retirar a toda la tripulación, ordenando al oficial

      de servicio que la vigilara colocado en el castillete de proa. Bastó que

      una vez un sargento se comidiera a llevarle la botella, para que lo

      mandara dar de baja. Y en otra ocasión, su camarero de confianza fue

      expulsado violentamente y amenazado con una bayoneta por haberse atrevido

      a tocarlo, con el pretexto de mudarle el agua y limpiarlo.

      La manera singular de vivir es otro signo elocuente que ayuda el

      diagnóstico. Ya hemos visto que vivía aislado, oculto a toda investigación

      humana y fortificado contra los curiosos o los impertinentes que trataban

      de verlo. Aquella casa lóbrega y oscura, envuelta en su atmósfera

      perpetuamente hú meda, influía visiblemente en la agravación de sus

      delirios: la soledad y la inacción vegetativa en que entraba cuando la

      patria no necesitaba de su brazo, daban inmenso pábulo a sus ideas de

      persecuciones.

      Nunca decía de quién las temía, pero profesaba un odio secreto a los

      ingleses, cuyas tentativas siniestras había sorprendido alguna vez. "No

      las temía del país ni de sus hijos, porque no sólo sabía cómo le amaban,

      sino que él mismo los amaba con una pasión profunda que podríamos llamar

      exaltado patriotismo. Sus desconfianzas tenían otro origen; pues no

      obstante que ha muerto bajo las mismas impresiones y sin revelar su

      secreto, es probable que esos delirios tuvieran su causa en el gobierno

      inglés; porque Brown era irlandés y católico; dos circunstancias que en

      aquel tiempo pueden explicar muy bien aquellas excentricidades del

      carácter que la tradición popular de su tierra y la educación, quizá,

      habían connaturalizado desgraciadamente en su alma desde niño" [198.].

      Son muchos los perseguidos que llevan su misantropía hasta este grado de

      aislamiento completo, y que, como Brown, no hablan jamás a nadie, ni salen

      sino rara vez de su casa, de su cuarto o de su reducto, inexpugnable como

      la solitaria casa en que vivió aislado 25 años un perseguido legendario de

      los alrededores de Troyes.

      A fin de escapar a toda mirada indiscreta, a todo contacto peligroso, a

      toda persecución atentatoria, se encierran voluntariamente, arrastrando

      una vida selvática y que por lo general termina por el suicidio. Un criado

      o algún miembro de la familia que inspire confianza, si es posible que

      alguno se la inspire a un perseguido, le alcanza por un agujero la comida,

      o bien se la procuran como pueden y viven un larguísimo tiempo de la

      manera más problemática. Más tarde la curiosidad de algún indiscreto o la

      autoridad misma, que a menudo interviene, entra en la casa y lo encuentra,

      o muerto naturalmente, colgado de un tirante, o degollado [199.] .

      Estos enfermos, que a los ojos de las gentes de mundo pasan simplemente

      por originales o extravagantes, son de ordinario "perseguidos" "que tienen

      todas las convicciones delirantes que caracterizan ese estado mental; a

      veces no sufren las alucinaciones del oído, y escapan a las torturas

      incesantes que ellas engendran"; pero otras, como sucedía en Brown, las

      alucinaciones existen de una manera tenaz, constante, a punto de hacer

      insoportable la vida arrastrada entre las espinas de un delirio

      inclemente.

      Y para comprender hasta dónde era visible su "delirio de las

      persecuciones", basta recordar aquel curiosísimo episodio que el Dr. López

      refiere en la Historia de la Revolución Argentina, a propósito de la

      misión que acerca de él llevaban Guido y Riera. "Es de presumir que cuando

      estos caballeros llegaron a la quinta -dice el Dr. López- Brown estuviera

      bajo el influjo de algún acceso [200.]; pues a pesar de que solo eran las

      diez de la mañ ana, todas las puertas, portones y ventanas estaban

      herméticamente cerradas, y la plaza en perfecto estado de sitio. En vano

      fue dar gritos y golpes: nadie respondió. El Sr. Riera dio vuelta, pasó

      una zanja y se aproximó al castillo para golpear una de sus puertas.

      Entonces "alguien, con una voz airada, respondió de atrás, que allí no se

      dejaba entrar a nadie y que se retiraran". Habiendo conocido por la voz y

      por la manera inexperta de hablar que era el mismo General que daba la

      orden, Riera le gritó: -General Brown, nos manda el gobierno porque la

      patria necesita de Vd. Soy Riera, con su amigo de Vd. el General Guido.

      Salga al balcón y nos conocerá. Brown no respondió, pero un momento

      después abría una ventana del piso superior para reconocer a los que le

      hablaban. Vio en efecto a Riera y a Guido, y bajó a abrirles. Nos contaba

      el General Guido en Montevideo, que al pasar por el zaguán no habían

      podido menos de fijarse en dos o tres macanas nudosas, una larga espada y

      algunas tercerolas agrupadas en algún rincón, con la mira de resistir a

      algunos de esos asaltos imaginarios con que soñaba sin cesar" [201.].

      Así, con estas intermitencias fugaces de una lucidez completa, cayendo y

      levantándose, vivió hasta los ochenta y tantos años aquel hombre

      benemérito, que "en medio de estas extravagancias dolorosas era a la vez

      un dechado de honradez, un corazón lleno de bravura y como un niño por la

      inocencia de sus procederes".

 

Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina / 1878-1882

 

 

VIII. CAUSAS DEL DELIRIO DE BROWN

 

      Veamos ahora si en los antecedentes del ilustre perseguido podemos

      rastrear el origen de su enfermedad.

      De las afecciones mentales de "tipo moderno", diremos así, el delirio de

      las persecuciones es una de las más frecuentes. De 4.200 enajenados -de

      toda edad, sexo y posición social- examinados en el Depósito Municipal de

      París por Legrand du Saulle, 700 eran "perseguidos", lo que según él da la

      proporción de uno sobre seis. De 96 de éstos, revisados por Laségue, 58

      eran hombres y 38 mujeres; y de 140 estudiados por Legrand, 81 eran

      hombres y 59 mujeres, lo que significa que la enfermedad, a pesar de ser

      muy frecuente en la mujer, lo es más en el hombre. Esto en cuanto a su

      frecuencia.

      En cuanto a la edad, parece que en la que se observa con mayor frecuencia,

      es en la de 31 a 45 años, época en que Brown debió sufrir sus mayores

      trastornos de fortuna y en que fue atacado por la fiebre amarilla, durante

      su larga y penosa peregrinación a bordo del "Hércules"; la época por

      excelencia de las grandes luchas de la vida, de las labores sostenidas, de

      las emociones más vivas, de las pasiones, de las ambiciones, de los

      desencantos amargos, como ha dicho muy bien Legrand du Saulle.

      Además de las influencias hereditarias que desempeñan un rol fundamental

      en la etiología de casi todas estas neurosis, también tienen una

      influencia positiva los disgustos prolongados, las luchas morales, los

      reveses de fortuna, la ausencia de trabajo, los celos, las prácticas

      religiosas exageradas, los remordimientos de conciencia, las "angustias

      producidas por un proceso, las prisiones prolongadas", la miseria, los

      insomnios rebeldes y por fin todas las enfermedades que debilitan

      profundamente la economía; causas todas que obran con lentitud y que no

      producen sus efectos sino despacio, preparando poco a poco la explosión de

      la enfermedad [202.] .

      Las pérdidas seminales, la sífilis, el onanismo y la permanencia en las

      grandes ciudades, son otras tantas causas análogas por el poder de su

      influjo. La primera de éstas, caracterizada por un estado mental en el que

      tanto predominan las dolencias físicas, irregulares y crónicas, los

      ensueños melancólicos y las tendencias al suicidio, nos es difícil por no

      decir imposible, encontrarla en los antecedentes individuales de Brown,

      cuyos primeros años están rodeados de una oscuridad impenetrable. Debemos

      eliminar por completo, vistos los antecedentes conocidos del individuo, la

      sífilis que suele ser, según algunos, una de las causas indirectas del

      delirio de las persecuciones, por la amarga y profunda impresión que

      produce en los espíritus débiles y frágiles, el terror y la humillación

      dolorosa, las angustias melancólicas y la depresión general de las

      facultades de la inteligencia herida por preocupaciones hipocondríacas

      incesantes. Para que ella tuviera una parte en la etiología, hubiera sido

      necesario encontrar el rastro indeleble que su paso deja siempre visible

      en esas maculaciones externas o internas que se encuentran

      indefectiblemente en el individuo que la ha padecido. No insistamos en esa

      causa, y digamos solo que se encuentra rara vez en la patogenia de este

      delirio.

      La permanencia en las grandes ciudades, que ha sido con razón mirada por

      Bergeret como una causa evidente, influye también, aunque de una manera

      indirecta y en un grado menor que las otras. Y no puede ser de otra

      manera, si se piensa que allí es en donde se encuentra más a menudo la

      miseria y las grandes privaciones, los dolores morales punzantes

      producidos por los desencantos, las competencias ardientes, las

      catástrofes industriales, los siniestros comerciales, las ambiciones

      insaciables, las emociones revolucionarias y toda esa miríada de causas

      susceptibles de predisponer al delirio de las persecuciones o de influir

      singularmente sobre su marcha y sobre sus manifestaciones diversas [203.]

      .

      Pero, de todas ellas, las que en concepto del médico de la Salpêtrière

      tienen influencia más formidable, tanto en la producción de ese delirio

      singular, como en cualquiera otra forma de enajenación, son las

      persecuciones infantiles, la educación viciosa, la herencia y los grandes

      sacudimientos morales.

      La educación de los niños, dirigida por maestros o padres bruscos,

      indiferentes, groseros o de corta inteligencia, tienen a este respecto un

      influjo funesto. El mismo resultado se obtiene -dice el autor citado-

      cuando el niño pierde en edad temprana la dirección de sus padres y se le

      educa en un medio que no es el de su familia, por personas que poco o nada

      se preocupan de él y que frecuentemente recurren al medio funestísimo de

      la intimidación. Un niñ o siempre mal tratado, castigado por todos esos

      actos pueriles cuya prohibición seria es siempre imposible a esta edad,

      acaba por creerse víctima de una vigilancia continua e injusta e

      interpreta viciosamente las severidades de que es objeto [204.] .

      En cuanto a la herencia, ya sabemos que es el factor más formidable en

      estas temibles enfermedades, cuyo pronóstico se agrava considerablemente

      con su sola presencia; sobre todo, si proviene por línea materna. Esquirol

      pensaba que la proporción de hereditarios era de un 45 por ciento;

      Parchappe de un 15 por ciento y Guislain de un 25. Respecto a los

      trastornos morales diremos que ellos siembran su semilla vivaz en el

      terreno exuberante que la herencia prepara; y a veces es tan activa y tan

      fecunda su influencia, que la tierra más ingrata le produce frutos

      abundantísimos.

      Hecha esta corta enumeración de las causas, veamos si es posible encontrar

      en los pocos datos que poseemos sobre la niñez y juventud de Brown, algo

      que ilumine la etiología de su neurosis.

      Su origen nos es casi completamente desconocido. Sabemos por un corto

      manuscrito inédito que nos ha suministrado un amigo [205.] , que su padre

      era un hombre humilde y que, ocupado en trabajos de campo durante largo

      tiempo, había conseguido levantar una modestísima fortuna. Pero las

      inquietudes por que atravesaba la Irlanda en aquella época y las

      persecuciones, que sin duda sufrió de parte de los ingleses, lo obligaron

      a emigrar a Norte América, con la esperanza de mejorar su situación

      precaria, llevando a su hijo Guillermo, de edad de nueve años.

      Al llegar a Filadelfia supo con gran disgusto que la persona que debía

      protegerlo había muerto de la fiebre amarilla, que hacía grandes estragos

      en aquella ciudad. Entonces presentóse con su hijo a la familia del

      finado, reclamando la protección ofrecida; pero como ésta los recibiera

      mal, negándoles toda clase de recursos, el padre de Guillermo cayó

      "enfermo de una profunda melancolía, muriendo al poco tiempo de la fiebre"

      [206.] .

      El hecho de haber sufrido una profunda melancolía, como lo revela el

      manuscrito, merece llamar la atención, porque, como afirma Kolke, aunque

      de manera un poco absoluta, siempre que hay desequilibrio o locura,

      cualquiera que sea su intensidad, llámese melancolía con o sin delirio, es

      porque hay predisposición; y si la hay es porque existen en el individuo

      vicios de organización mental, virtuales, que pueden no manifestarse

      durante la vida, pero que indefectiblemente se trasmiten a su posteridad.

      Es verosímil que haya existido en el padre de Brown esta predisposición

      transmisible, puesto que esas debilidades mentales ingénitas, son el

      patrimonio de poblaciones degeneradas por el "hambre" y "la miseria", que

      en ese sentido preparan pródigamente el terreno; siendo por otra parte

      indudable que estos dos agentes poderosos de la degeneración humana pueden

      causar grandes perturbaciones en el espíritu y desarrollar caracteres

      enfermizos, que se trasmiten de generación en generación hasta que su

      influencia prolongada produzca, como afirma Vogt, la desaparición

      paulatina de toda una población.

      Ahora bien, el Condado de Mayo, cuna y residencia de toda la familia de

      Brown, desde quién sabe cuántas generaciones atrás fue asolado por la

      miseria más espantosa con motivo de las guerras de 1649 y 1689 entre la

      Inglaterra y la Irlanda. Por esta causa muchísimos irlandeses de los

      Condados de Armagh y de Down, abandonaron sus hogares para refugiarse en

      una región montañosa que se extiende al este de la baronía de Flews hasta

      el mar. De allí todavía fueron empujados hasta los Condados de Leitrin, de

      Sligo y de Mayo, en donde sufrieron, durante largos años, los efectos

      desastrosos del hambre y de la ignorancia.

      Los descendientes de estos desterrados -dice la revista de la Universidad

      de Dublin- se distinguen fácilmente de sus hermanos del Condado de Meath y

      de los otros distritos, que no han estado colocados en las misma

      condiciones de degradación física. Su boca permanece siempre entreabierta,

      sus labios son gruesos y espesos, sus dientes prominentes, las encías

      abultadas, la mandíbula prognata y la nariz aplastada. En Sligo y en una

      "gran parte del Condado de Mayo", toda la organización física de esas

      poblaciones demuestra la influencia de dos siglos de degradación y de

      miseria, cuyos efectos aún se ven, no sólo en la alteración de los rasgos

      de su rostro, sino también en el esqueleto de su cuerpo y en el espíritu

      [207.] .

      ¿Qué extraño, pues, que los efectos de estas influencias deletéreas del

      sistema nervioso, trasmitidas y reforzadas por la herencia hubieran

      llegado hasta Brown mismo, cuyas anomalías mentales no es inverosímil que

      hayan tomado algo en esa fuente lejana, que no por ser lejana es menos

      positiva?

      Muerto su padre, el pobre niño quedó, a la edad de diez años, abandonado

      en un país extraño y hostil, sin más protección que sus propios y débiles

      brazos y con sus ropas sucias y raídas por único capital [208.] .

      Con su chaqueta en la mano y con sus botines hechos pedazos, andaba de un

      lado para otro, vagando por la ciudad de Filadelfia o paseándose a orillas

      del río Delaware, adonde su instinto y sus inclinaciones secretas lo

      llevaban.

      ¿Qué efecto produciría sobre un niño ya predispuesto este horrible

      abandono en medio de una gran ciudad, extraña y opuesta a sus hábitos,

      hostil a su carácter blando y con disposiciones melancólicas acentuadas?

      [209.] . ¿Con qué vigor no actuarían sobre su espíritu, lleno de la suave

      plasticidad de la infancia, todo el cúmulo de influencias nocivas que lo

      circundaban y que dan pábulo a ese metifismo [ sic ] moral inclemente que

      azota los cerebros frágiles en las grandes agrupaciones humanas?

      Lógico es suponer que su cabeza debió sentirse fuertemente contundida y,

      que el medio propicio, en que se encontró por algunos años, contribuiría a

      reavivar los gérmenes hereditarios que hasta entonces permanecieran como

      adormecidos. Porque si sobre el cerebro resistente de un adulto obran con

      tanta fuerza las causas que dejamos apuntadas al principio de este

      capítulo, parece natural pensar que sobre el de un niño débil y

      predispuesto habrían de gravitar con mayor éxito. Las privaciones de todo

      género, las desilusiones y los desencantos que aun en esta tierna edad

      suelen roer las cabezas infantiles, los dolores morales y las enfermedades

      del cuerpo, sin una palabra de consuelo y sin una mano desinteresada que

      las aliviara, trajeron, sobre la cabeza del joven, todo su abominable

      contingente de agitaciones incurables.

      Triste, extenuado por largas abstinencias, se paseaba a orillas del

      Delaware, cuando un capitán americano, encontrándole buena presencia y

      condoliéndose de sus lamentaciones, le propuso llevarle de grumete a bordo

      de su barco. Allí principió su carrera marítima, iniciada con un

      aprendizaje rudo y amargo, a consecuencia de su corta edad y del

      tratamiento inconsiderado a que lo sujetaba la tripulación. Así estuvo,

      navegando siempre en buques mercantes, hasta que durante la guerra entre

      Francia e Inglaterra fue ocupado en la conducción de prisioneros y

      apresado por el buque de guerra francés "Presidente", que lo condujo a

      Francia a pesar de los esfuerzos de una enorme fragata inglesa que los

      perseguía. Llegados allí, y después de haber depositado una cantidad de

      dinero, como garantía de su palabra, según la costumbre establecida

      entonces, fue encerrado junto con sus compañeros en la cárcel de Metz.

      Los incidentes de su permanencia allí y la ulterior fuga de Verdún, son

      completamente desconocidos y tienen algún interés histórico y médico.

      Revelan otra faz de su vida llena de peripecias y enriquecen la etiología

      de la enfermedad.

      La vida dentro de aquellos cuatro muros era insoportable, y sus días

      llenos de esperanzas pero de insoportables sufrimientos; doble sufrimiento

      porque el mar había empezado ya a ejercer sobre su espíritu la fascinación

      irresistible que después lo echó en su camino de luz y porque todos esos

      lú gubres presentimientos, que después se hicieron carne en su cerebro,

      empezaron a aguijonearlo produciéndole ciertas depresiones nostálgicas de

      carácter muy sospechoso. Concertó, pues, su fuga, logrando burlar la

      vigilancia de los centinelas, favorecido por la oscuridad de la noche y

      por un traje de oficial francés que se había procurado.

      Una vez fuera de la ciudad echó a correr de una manera desesperada, como

      si sintiera por detrás suyo los pasos precipitados de mil regimientos de

      esbirros que ya lo iban alcanzando. Al llegar a un molino que había a

      pocas millas, encontróse con un soldado que se paseaba debajo de los

      árboles y, que al ver su estado de cansancio y el terror que se dibujaba

      en su fisonomía, sospechó su procedencia y, ayudado del molinero,

      consiguieron tomarlo, después de una lucha de palos y mojicones en que

      Brown se defendió bizarra y desesperadamente.

      Nueva prisión y nuevos sufrimientos. Pero como consideraran poco segura la

      cárcel de Metz, fue conducido a Verdún y encerrado en un calabozo alto, al

      lado de un coronel inglés llamado Crutchley, a quien más tarde estuvo

      ligado por estrecha amistad. El capitán Brown, tal era entonces su

      graduación, comenzó de nuevo a meditar su fuga con un ardor y un

      entusiasmo que se parecía mucho a la desesperación; porque si cruel había

      sido la prisión de Metz, doblemente debió serlo la cárcel de Verdún, mucho

      más segura, más lóbrega y sombría aún, y como tal más propicia al

      desarrollo de nuevas perturbaciones.

      Urgido por todas esas aprehensiones melancólicas que asaltan a los

      prisioneros, comenzó a poner manos a la obra. Calentó en la estufa un

      largo fierro y poco a poco fue horadando la pared que daba al cuarto de su

      vecino hasta que pudo introducir la cabeza y comunicarse con él. Para que

      el guardián no pudiera descubrir sus trabajos, colgó del techo su "Union

      Jach", bandera inglesa que llevaba en todos sus trabajos y que ocultaba

      admirablemente el agujero. Los escombros los escondía en un baúl y con la

      chaqueta barría el piso para desterrar toda sospecha en el espíritu del

      carcelero, que entraba siempre a horas fijas. Así que éste corría la

      llave, la mesa se ponía sobre la cama, sobre la mesa la silla y el trabajo

      continuaba con un ardor y una prudencia inglesas.

      La noche en que el agujero del techo estuvo concluido, él y su vecino

      hicieron de su ropa de cama un largo cable y, usando de la escalera

      improvisada trepáronse ambos a la azotea; ataron el cable al parapeto, y

      cuando el centinela se ocultó detrás de la torre, principiaron a descender

      rápidamente, echando a correr hasta que, habiendo caído el coronel

      Crutchley postrado por el cansancio, fue necesario que Brown se lo echara

      al hombro y continuara caminando hasta que la noche les permitiera

      descansar. Cuando llegaron a Alemania, sanos y salvos, la Princesa Real de

      Inglaterra, casada con el Duque Wurtemburgo, los llenó de favores, los

      proveyó de dinero y de ropas, y los envió a Inglaterra, donde los dos

      amigos se separaron: Brown para entrar en la marina mercante, y Crutchley

      para ingresar nuevamente al ejército [210.] .

      En 1809 el Capitán Brown contrajo matrimonio, y después de tentar fortuna,

      con éxito nada feliz, embarcóse en Inglaterra a bordo del "Belmond",

      estableciéndose en Montevideo. Allí armó un buquecito que, debido a su

      estrella siempre nebulosa, fue condenado y vendido por las autoridades de

      Bahía, por no estar en orden sus papeles. De Bahía tuvo que regresar a

      Inglaterra, nuevamente como simple pasajero, oprimido por todas estas

      amarguras que ya comenzaban a modificar su carácter, labrando su ánimo de

      una manera profunda.

      Nueva tentativa, nuevo infortunio. De Inglaterra vuelve a hacerse a la

      vela a bordo del "Elisa", del cual era capitán y dueño en parte, y que al

      atravesar la barra de la Ensenada naufragó por un descuido del piloto.

      Felizmente una parte del cargamento pudo salvarse y con su producto hacer

      por tierra su viaje a Chile, llevando un convoy de mercaderías, que vendió

      en los pueblos del tránsito. De regreso compró otro buque llamado la

      "Industria", que fue uno de los primeros paquetes que cruzó el Río de la

      Plata; mandó traer su familia y edificó aquel castillo original y

      memorable, única habitación qué existía entonces en aquella planicie

      silenciosa, donde los vientos ásperos del río y el ruido melancólico de

      las olas eran los únicos ecos que podían hacer compañía a la vida de su

      hogar" [211.] .

      En su nueva carrera, después de haber tomado servicio en la República

      Argentina, hay algo más que aumenta el triste catálogo de sus penurias y

      amplía la etiología de aquel dolorosísimo delirio, casi siempre enardecido

      por el peso de la vida abandonada a los monólogos de la soledad, como ha

      dicho un ilustre historiador argentino.

      A más de sus graves dolores morales, suficientes por sí para perturbar la

      inteligencia más firme, hay en su vida ciertas dolencias físicas que, como

      su "afección al hígado" y la "fiebre amarilla" que padeció en las

      Antillas, cuando su célebre expedición a bordo del "Hércules", pueden

      influir poderosamente como causas accesorias. Esta última enfermedad, que

      él atribuía después a los venenos mortales que le habían hecho tomar en el

      café y que probablemente fue la causa de sus trastornos hepáticos, puede,

      por la profunda conmoción que produce en la economía o por cualquiera otra

      razón que nos escapa, influir en la patogenia de la enajenación mental;

      tal cual sucede con la "fiebre tifoidea" y "el cólera", cuyo influjo es

      hoy indudable [212.] .

      Todas estas afecciones físicas poseen tan marcada influencia sobre el

      espíritu, que han llegado a justificar plenamente las afirmaciones, hasta

      cierto punto atrevidas, de la escuela psiquiátrica alemana. Piensan sus

      principales partidarios, y en parte piensan bien, que las frenopatías no

      tienen otro origen que las afecciones viscerales: son irradiaciones

      mórbidas que se trasmiten de las vísceras al sistema cerebral. Nasse,

      Jacobi, Fremming y algunos otros han sostenido, con perseverancia de

      convencidos, la misma teoría, que tiene muchísimo de verdadero, puesto que

      es incontestable que la inteligencia sufre poderosamente la influencia de

      las vísceras. Los datos reunidos por varios alienistas presentan a las

      causas orgánicas con una cifra de ocho por ciento sobre las otras [213.] .

 

      Y por lo que se refiere al vientre, que es lo que en este caso nos

      importa, basta recordar la importancia capital que Schroeder Van der Kolk

      daba a las constipaciones provenientes de la constricción del colon

      transverso, particularmente en los melancólicos, en los cuales una de las

      principales indicaciones del tratamiento es la de suprimir este obstáculo

      a la libre circulación de las materias intestinales.

      Roel y Esquirol daban igual importancia a esta causa, y es sabido que en

      los individuos que tienen padecimientos crónicos en cualquiera de los

      órganos abdominales, se encuentran singulares anomalías de la sensibilidad

      moral y de la inteligencia. Hay hombres -dice Guislain- que habitualmente

      sufren de dispepsias, congestiones hepáticas, cardialgias o cualquiera

      otra dolencia que produzca ese malestar abdominal tan penoso, que de

      tiempo en tiempo se ponen tristes, irascibles, y cuyo carácter acaba por

      experimentar cambios fundamentales.

      Brown, que era de este número, sufría habitualmente fluxiones hepáticas de

      origen nervioso, cuyas repeticiones frecuentes acaban por determinar en el

      hígado esos trastornos crónicos que producen en las personas predispuestas

      al estado de hipocondría que después se hace permanente e insoportable. El

      tinte ligeramente amarillento que se notaba algunas veces en su rostro era

      producido por el paso de la materia colorante de la bilis a la sangre,

      revelando la congestión que se hacía en el hígado bajo la influencia de

      emociones morales vivas, de disgustos profundos.

      No insistiremos más en este género de causas y pasaremos a averiguar cuál

      fue el influjo que tuvieron los trastornos morales.

      Si hay en el mundo alguna existencia que haya sido azotada por las más

      grandes penurias, esa ha sido, como acabamos de verlo, la del General

      Brown.

      Desde su más temprana niñez (circunstancia sumamente agravante) ha venido

      apurando todos los enormes infortunios que encierra la vida: reveses de

      fortuna, miseria, disgustos prolongados, contrariedades inesperadas,

      temores durables, ansiedades y desconfianzas enconosas, persecuciones y

      crueles tormentos que han estado golpeando sobre su cráneo, desde que el

      niño abandonó su país natal para vivir angustiado en la gran ciudad, hasta

      que una vejez avanzada apagó con sus desfallecimientos ineludibles el

      último recuerdo de sus ansiedades hipocondríacas. En la gran mayoría de

      los casos de enajenación, puede comprobarse, ya como causas

      predisponentes, ya como determinantes, un estado de dolor moral vivo, una

      "espina" que está en el fondo de casi todas estas afecciones, provocando

      una irritación intensa y prolongada del cerebro. Por esto, la melancolía

      es el síntoma que a menudo señala el período prodrómico de las frenopatías

      en general [214.] .

      La impresión causada por la muerte de una persona querida, las emociones

      que producen las consecuencias de una especulación desgraciada, el

      disgusto vivísimo que provoca la mala conducta de un amigo, la conmoción

      que recibe un obrero sin trabajo, el terror que se apodera de una persona

      bajo el influjo de una revolución política, la depresión moral de un

      presidiario sin esperanza, de un prisionero mal tratado o de un hombre

      despechado, y finalmente, las mil circunstancias a que dan lugar esas

      interminables inquietudes bajo cuyo imperio el hombre puede enloquecer,

      pertenecen manifiestamente a un estado moral doloroso [215.] .

      Los disgustos forman casi siempre un grupo considerable en la etiología de

      la enajenación y, si tenemos presente, como lo observa Griesinger, que las

      emociones violentas dan por resultado ordinario una perturbación en el

      estado de la circulación y de todas las funciones de la vida vegetativa,

      se comprenderá fácilmente que estas emociones, prolongando su acción,

      perturben de una manera notable las funciones cerebrales, con tanto mayor

      vigor cuanto mayor sea el estado de predisposición del individuo [216.] .

      A menudo la explosión de la enfermedad no se declara sino después de

      oscilaciones más o menos prolongadas, como ha sucedido en Brown, cuyo

      estado mental anómalo ha ido desarrollándose con largas intermitencias

      hasta tomar su acentuación característica. No es raro -dice Griesinger-

      "que, a consecuencia de un accidente grave (la fiebre amarilla, por

      ejemplo), el individuo comience por sufrir un malestar prolongado que

      indica un sufrimiento oscuro y que después de un tiempo más o menos largo

      empiece a deteriorarse la constitución, dibujándose la anemia bajo cuya

      influencia se manifiesta la enajenación" [217.] .

      Este modo de acción es sobre todo evidente en los casos de dolor moral

      prolongado.

      La causa que determina una emoción depresiva ejerce, en la mayoría de los

      casos, una influencia determinada sobre el "sujeto" de las concepciones

      delirantes: "después de la pérdida de un pariente próximo, por ejemplo, el

      delirio rueda largo tiempo sobre ideas que se refieren a esta pérdida, y

      es a menudo difícil establecer un límite bien preciso entre el delirio y

      lo que es aú n el resultado fisiológico, pero exagerado, de la emoción que

      se ha experimentado; la locura puede ser entonces el resultado de la

      transformación inmediata de un estado fisiológico, la continuación

      patológica de la emoción" [218.] .

      Brown, que había sufrido en su niñez y por parte de los ingleses grandes

      persecuciones durante su permanencia en Irlanda y posteriormente en su

      épica peregrinación a bordo del "Hércules", apresado por buques ingleses y

      llevado a Inglaterra a sufrir los sinsabores de un proceso injusto, acabó

      por creerse realmente perseguido, envenenado, acechado constantemente por

      el gobierno británico, que fue después y en aquellos accesos secretos que

      tenían lugar entre las cuatro paredes de su castillo infranqueable, uno de

      sus más encarnizados fantasmas.

      Aquí el estado de emoción fisiológico, las persecuciones reales, obrando

      sobre un espíritu excitado por otras causas morales, acabó en su término

      patológico natural, determinando el "delirio de las persecuciones".

      Estos estados patológicos de la inteligencia (y en este caso es importante

      tener presente esta circunstancia), no impiden, algunas veces, el

      desempeño de las funciones ordinarias de la vida; y sucede a menudo que

      para establecer un diagnóstico es menester tocar ciertos resortes ocultos

      cuyo juego descubre, de una manera inesperada, las notas falsas del

      teclado intelectual, como dice Lasègue en su lenguaje pintoresco; es

      necesario tener oído fino, oído de artista, para descubrir la nota que

      disuena, la cuerda rota que chilla y que en muchas ocasiones pasa

      desapercibida para el oído profano.

      Esto explica por qué, aun cuando Brown padecía de un "delirio de las

      persecuciones", podía desempeñar con tanta cordura las distintas misiones

      que se le confiaban. Porque algunos enfermos tienen épocas largas en que

      se suspende su delirio, "especie de armisticios" más o menos extensos, a

      favor de los cuales, muchos "han podido emprender largos viajes, ingresar

      de nuevo en la sociedad, volver al seno de sus amigos y tomar otra vez la

      dirección de sus negocios". Pero importa no confundir -agrega Legrand du

      Saulle- la remisión, especie de cura provisoria con la intermisión,

      relámpago pasajero de razón. En la remisión verdadera y completa, con

      marcha retrógrada de las perturbaciones psíquicas -continúa el maestro- el

      enfermo reconoce su delirio, deplora los propósitos malsonantes que ha

      tenido respecto a su familia, lamenta sus actos inconsiderados y se

      muestra sinceramente arrepentido. En la simple intermisión, al contrario,

      niega su locura, escribe carta tras carta a la autoridad, protesta de la

      integridad de sus facultades intelectuales y denuncia al médico que le ha

      tributado sus cuidados [219.] .

      Al principio de sus delirios, tenía Brown remisiones verdaderas que le

      permitían entregarse completamente a sus quehaceres y aun desempeñar

      ocupaciones difíciles; remisiones que después perdieron su carácter de

      tales, para afectar el aspecto brumoso de una intermisión clara y llena de

      todos aquellos sombríos terrores que sostenían con tanta tenacidad sus

      eternas agitaciones.

      Algunas veces, sin embargo, bastaba la fuerte derivación moral que trae la

      presencia de un peligro cualquiera, en los que Brown se mostraba

      bellísimo, las emociones del combate o las exigencias apremiantes de un

      cargo elevado, para que el equilibrio de su cerebro se restableciera

      temporalmente. Pero luego, la triste monotonía de su infortunio, trayendo

      de nuevo la repetición del acceso, creó ese hábito mórbido que la

      enfermedad radica perdurablemente en un órgano, ahuyentando aquellos

      saludables relámpagos que iluminaban tanto sus ojos singulares.

      La montaña iba apretando al átomo, porque las reacciones se hacían cada

      día más difíciles, y el pobre viejo sublime se batía desesperadamente en

      sus ú ltimos atrincheramientos. Ultimamente, cuando todavía estaba a

      bordo, no quería ni bajar a tierra, ni aun desoyendo las instancias de D.

      Juan Manuel; tenía miedo hasta del agua que en sus vaivenes continuos, en

      su flujo y reflujo monótono, en sus suaves ondulaciones de nubes, escribía

      caracteres extraños y le echaba sobre el oído el plomo derretido de mil

      discursos extravagantes. Porque el agua habla, el agua grita, el agua ríe

      y llora y balbucea cosas extraordinarias para el oído delirante del

      perseguido; como ríe y llora y balbucea la puerta que cruje, el viento que

      sopla, la campana que vibra y se lamenta herida por su larga lengua de

      fierro.

      En lo sucesivo la luz de cada día fue alumbrando una nueva arruga de su

      espíritu: la desconfianza y la taciturnidad de su carácter tomaban

      proporciones desconsoladoras. La vejez, mejor dicho, la senectud, con sus

      estados mixtos infaltables, embarazando la palabra y robando al espíritu

      su iniciativa y su calor saludable, hizo lo demás, dejándole en cambio esa

      fría indiferencia que relaja el corazón del solitario octogenario y que lo

      desliga del mundo envolviéndolo en una especie de sudario anticipado.

      Entonces sí que fue dolorosa la vida, como si todas las amarguras de la

      tierra gravitaran con su fría inclemencia sobre la cabeza de esta pobre

      sombra que se agitaba, sin embargo, apurando los últimos destellos de la

      vida. Entonces las alucinaciones lo asediaron con más ímpetu, revoloteando

      como bandadas de cuervos hambrientos alrededor de su cerebro postrado e

      indefenso. Nunca se sintió tan embargado por tantos y tan misteriosos

      terrores. El olfato pervertido percibía mil olores extraños; el oído,

      ¡siempre el oído!, amenazas, murmullos, gritos, risas, silbidos y todo lo

      que la audición mórbida es capaz de producir. Concepciones delirantes de

      cierto género especialísimo despertaron la idea del suicidio, que es la

      idea consoladora, la idea favorita de estos estados de extrema locura.

      El viejo perseguido, que aún amaba la vida, más que nunca iluminada por la

      luz de su aureola simpática, trató sin embargo de abandonarla, seducido

      por la suprema fascinación de la muerte voluntaria que se adhiere al

      corazón humano como si tuviera la garra del vampiro o la ventosa del

      pulpo. La soledad y el silencio de aquella casa medio perdida entre los

      pajonales de la ribera, el aislamiento en que pasaba sus horas,

      despertaron, como era consiguiente, esta idea lógica de sustraerse para

      siempre a las conspiraciones de que era víctima; y embargado, asediado,

      perseguido por ella, tomó la determinación de arrojarse de la azotea,

      fracturándose una pierna.

      Cuando esta extrema impulsión nace en la cabeza del perseguido, no es "el

      criminal que se hace justicia, es el perseguido que se sustrae a sus

      enemigos, es el melancólico que ha querido poner término a sus torturas

      morales. Aquí la muerte voluntaria no tiene la instantaneidad de un acto

      impulsivo, sino que es el último término de un estado patológico que ha

      llegado a su paroxismo final".

      El General Brown padeció, pues, de "delirio de las persecuciones", fue un

      perseguido según la expresión condensada de los alienistas franceses. Este

      diagnóstico, que sugiere la observación de los actos de su vida privada,

      está confirmado por la existencia de toda esa serie importantísima de

      causas que acabamos de estudiar; causas que reunidas o aisladas bastan por

      sí para determinarlo con tanto mayor vigor cuanto mayor sea la

      predisposición del individuo: a) Predisposición hereditaria; b) trastornos

      morales intensos; c) afección hepática; d) educación imperfecta; e)

      sufrimientos físicos y morales durante la niñez. Todo se encuentra en la

      vida agitada del General Brown.

 

 

Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina / 1878-1882

 

 

IX. Las pequeñas neurosis

 

      En nuestras ocupaciones diarias nos codeamos a cada momento con estas

      modestas dolencias que viven ocultas por un velo de irreprochable salud

      intelectual. Es menester insistir mucho, explorar, palpar con cierta

      prudente habilidad, para dar con ese "puntum coecum" que se esconde entre

      la luz.

      Muchas veces vivimos una vida entera con un individuo, admirando el

      vigoroso equilibrio de su cerebro, hasta que un día, el más inesperado por

      cierto, ponemos la mano sobre la nota falsa que lanza el chillido

      característico, revelando la abolladura.

      ¡Qué encuentro inesperado! Era una persona sensata, con una sensatez

      cervantesca e inconmovible; un hombre culto, un espíritu selecto, un

      corazón lleno de luz, pero dentro de un cuerpo deformado por una fealdad

      imponente; un hombre que se creía irresistible con las mujeres y que con

      cierta exaltación nerviosa semejante a una crisis, cuenta mil quinientas

      conquistas imposibles; asola los hogares, y deshonra batallones de

      maridos... imaginarios.

      Fijaos con qué insistencia le miran los ojos movibles e inquietos de la

      mujer de X, qué suaves emociones despierta en su corazón la ligera nube de

      pú rpura que colora las mejillas de N..., cuando él, el Atila,

      traidoramente oculto dentro del modesto aspecto de un hombre de bien, se

      pone en su presencia arrojando sus mágicos e imponderables fluidos. La

      mujer de C. (pues son siempre las pobres mujeres casadas el objeto de sus

      ilusiones) lo provoca de una manera mortificante; la de L... lo pone en

      ridículo con sus públicas manifestaciones; y la de... (cualquier letra del

      abecedario, porque tienen para cada letra una mujer que los adore), se ha

      metido en su casa ¡comprometiéndole de una manera inaudita! Esta es la

      eterna historia de esos "hambrientos" que no tienen pan siquiera, y se

      contentan con mover las mandíbulas, rumiando el aire con cierta

      satisfacción pretenciosa, para engañar al pobre estómago oprimido por una

      dieta interminable y desolada.

      Por lo demás, aquel hombre defiende sus pleitos con un talento admirable,

      o cura sus enfermos, o da sus batallas, o mide sus tierras, según sea:

      médico, militar o ingeniero; pronuncia bellísimos discursos, asiste a las

      reuniones de notables en los acuerdos oficiales; si es médico, sobre todo,

      hace curas maravillosas y goza de una de esas reputaciones irreprochables

      detrás de las cuales todas estas pequeñas grietas se ocultan a la mirada

      prudente del vulgo idólatra y meticuloso. Esa es la más frecuente, la más

      común de las "pequeñas neurosis", y para que nada falte a su carácter

      francamente neuropático, toma un aspecto epidémico cuando algún

      acontecimiento conyugal escandaloso conmueve la sociedad. Tentad entonces

      por medio de suaves presiones, con esa falaciosa hipocresía con que el

      médico arranca al enfermo un antecedente que oculta, y veréis más de una

      cabeza, en todo otro sentido fisiológica, presentar el flanco enfermo con

      cierto petulante y protectora complacencia.

      ¡Cuántas infinitas y variadas son las facetas de este diamante henchido de

      luz que llamamos el cerebro humano! Hay un hombre, bueno, modesto, con una

      sencillez bucólica de inteligencia y de costumbres: ha vivido sesenta años

      en un roce diario con el mundo, sin que nadie haya descubierto detrás de

      su cráneo la más pequeña irregularidad intelectual. Le conocéis hace

      treinta y no habéis hecho otra cosa que admirar la rectitud de su juicio,

      inflexible como la hoja de un puñal antiguo. Igual caso al anterior, pero

      de fisionomía distinta, como vamos a verlo.

      Habláis un día con él de muchas cosas e incidentalmente de la pintura, por

      ejemplo... y veis que, al invocar sus maravillas, sus ojos se iluminan con

      una fosforescencia extraordinaria, dejando errar por sus labios una

      sonrisa reveladora. Es que debajo de esa mansa y simpática apariencia hay

      un pintor desconocido, humilde, que vive ignorado, pero que cree sentir en

      su cabeza el empuje creador, la suprema vivacidad del divino cerebro de

      Miguel Angel: cree tener un pedazo de la pulpa encefálica del Veronese

      injertado sobre su pobre corteza cerebral. Pinta en el último cuarto de su

      casa; las paredes están tapizadas de lienzos lamentables y de todas

      dimensiones; y las horas de ocio, largas y plácidas, las pasa hundido en

      una especie de contemplación erótica admirando su propio genio. Guarda con

      religioso respeto sus cuadros deplorables y los cuida más que a su dinero

      y que a la niña de sus ojos.

      Conversáis con él, de cambios, de bancos, de derecho público, y lo

      encontráis admirable: posee varios idiomas, tiene nociones generales de

      todo, aptitudes para el comercio, disposiciones para las letras, para las

      ciencias; en suma, es un espíritu selecto, diáfano, recto, inatacable bajo

      todo otro punto de vista. Pero al hablar de pintura, habéis apretado el

      botón misterioso que pone en agitación incesante el grupito de células

      productoras de su pequeña y desconocida neurosis. El hombre ha mostrado el

      flanco y le veis ridículo, pequeño, lamentablemente necio, porque no hay

      en la epidermis terrestre un artista que valga un comino a su lado.

      Esa es la "neurosis de las aptitudes negativas", que hace teólogos

      profundos a los ingenieros, médicos discretísimos a los abogados o a los

      militares, y jurisconsultos a los pintores y a los poetas. He conocido un

      viejo comerciante a quien un par de pillos le sacaban fuertes cantidades

      de dinero en calidad de préstamo, a muy "largos plazos", con solo

      encomiarle sus inmensos conocimientos en mecánica. Y este hombre, sin

      embargo, era un modelo de sensatez y de buen sentido.

      Lamartine pretendía ser un arquitecto consumado y mostraba en un rincón de

      su quinta un arco de triunfo ridículo y zurdo; y se ha dicho de Thiers que

      su "pequeña neurosis" consistía en creerse un militar brillantísimo.

      Tienen todos ellos un resorte escondido que juega espontáneamente o

      provocado por incitaciones inesperadas, que determinan ese brusco espasmo,

      la pequeña dolencia, sosteniendo el constante funcionamiento de una célula

      que produce la idea fija, imborrable y pertinaz.

      Es como una espina, como un cuerpo extraño, que irrita, que inflama un

      pedazo del tejido nervioso, alimentando este eretismo mental incoercible,

      pero felizmente parcial. Que tiraniza la voluntad imponiéndole con su

      despotismo inapelable el pensamiento o el grupo de pensamientos

      extravagantes que produce y reproduce, que vuelve a producir a la menor

      incitación y vuelve a reproducir, siempre el mismo y con una monotonía

      melancólica y sostenida.

      Diríamos que es un pedazo pequeño y perfectamente circunscrito del

      cerebro, que en medio de la completa integridad del resto, vive enfermo,

      valetudinario, como enloquecido por ráfagas extrañas; amamantando,

      produciendo, cobijando todo pensamiento extravagante que huye del resto de

      la inteligencia. Una Calabria cerebral -permítaseme la comparación- en

      donde toma fuerza y se oculta todo el bandolerío intelectual que viviría

      exótico en cualquiera otra parte del encéfalo.

      Repentinamente un individuo (y esta es otra familia del género) se

      encuentra privado de su libertad moral, diremos así, haciendo uso del

      arcaísmo científico consagrado. Algo extraño lo arrastra a cometer en

      plena conciencia una extravagancia dolorosísima. Una idea se impone al

      espíritu y lo obliga, a pesar suyo, a verificar un acto intelectual,

      extraño, insólito.

      No se trata aquí, como observa Ball, de esas ideas fijas que se apoderan

      del espíritu de un alienado para ejercer sobre él una incesante opresión:

      se trata de un estado algo parecido a un vago delirio consciente que el

      individuo es el primero en deplorar, sin embargo que no le es posible

      sustraerse a su inmensa tiranía.

      Es un género menos común que el anterior, pero más sensible a los ojos de

      todos, porque es bullicioso y porque estalla sin tener presente el

      momento, ni el lugar, obedeciendo al secreto impulso que viene de adentro,

      y que aniquila la voluntad de una manera absoluta.

      El profesor Ball ha conocido a una joven de dieciocho años, que era un

      curioso ejemplo de este género neurosis. Era una niña de temperamento

      nervioso, de una imaginación exaltada y que había sido educada en el

      convento, en los principios y teorías de una piedad exageradísima.

      Nada en su conducta trascendía el menor desequilibrio intelectual, hasta

      la época en que se manifestó por primera vez la función menstrual. Poco

      tiempo después de su aparición, que se hizo no sin algunas dificultades,

      se apoderó de ella una exaltación mística considerable, que no sólo le

      inspiraba deseos de hacerse religiosa, sino que la arrastraba a hacer

      manifestaciones extrañas, por no decir inconvenientes. A cada instante y

      sin ningún motivo plausible se echaba de rodillas, hacía el signo de la

      cruz y exclamaba: "Jesús, María y José". Todo se limitaba a esto. Pero

      esas eyaculaciones piadosas -dice Ball- se producían en un salón, sobre

      una plaza pública o en un vagón de ferrocarril, llevando sobre su

      reputación graves reproches. Y, sin embargo, no existía en ella el más

      mínimo rastro apreciable de delirio; sufría sus impresiones mórbidas a la

      aproximación de sus períodos y se explicaba con una claridad admirable lo

      absurdo de su conducta.

      Otro ejemplo curiosísimo. Un joven inteligente, trabajador, perfectamente

      dotado y libre de antecedentes neuropáticos por parte de su familia,

      aunque se entregaba con frecuencia a prácticas solitarias, seguía con un

      éxito admirable sus estudios en un liceo de provincia. Tenía diecisiete

      años, cuando un día, habiendo oído jaranear a sus camaradas sobre la

      fatalidad misteriosa del "trece", cruzó por su espíritu una idea absurda,

      inexplicable para él mismo y para cualquiera: "si el número trece" -se

      dijo- "es fatal, sería una cosa deplorable, incomprensible que Dios fuera

      trece". Sin dar el menor valor a esta idea delirante, no pudo, sin

      embargo, dejar de pensar en ella sin cesar. A cada momento verificaba

      mentalmente un acto que consistía en decirse a sí mismo: "Dios trece",

      dando a esta fórmula extraña y absurda una especie de valor cabalístico,

      con atributo y virtudes preservadoras.

      Por la puerilidad de su extravagante concepción -dice Ball- se le podía

      haber comparado a esos faquires musulmanes que pasan su vida entera

      pronunciando en alta voz el nombre de Dios. "Yo sé perfectamente -decía-

      que es absurdo creerse obligado a repetir mentalmente esta fórmula"...

      Pero a pesar de esto, el acto intelectual se repetía cada segundo; y bien

      pronto creyó deber aplicar los mismos principios, a la eternidad, al

      infinito, a las grandes concepciones del espíritu humano, de tal manera,

      que su tiempo se lo pasaba repitiendo en su mente esta especie de conjuro

      estrafalario: "Dios trece, la eternidad trece, el infinito trece".

      Al fin, perturbado por la repetición incesante de ese acto mental, el

      joven se encontró en la imposibilidad de seguir sus estudios, viéndose

      obligado a encerrarse en su casa y a reclamar los auxilios del médico.

      Aquella fórmula ineludible se repetía sin descanso, sonaba en su cráneo

      con una continuidad y una constancia verdaderamente enloquecedora; y como

      el progreso de su pequeña neurosis acabó por desvirtuar todos su

      esfuerzos, pronto vio su vida mental entera consagrada a repetir a cada

      instante su pensamiento favorito. Salvo la tristeza profunda en que se

      encuentra sumido, el desgraciado neurópata no presenta "ninguna otra"

      perturbación intelectual [220.] .

      A pesar de la puerilidad relativa que caracteriza esta forma, ella

      constituye algunas veces un verdadero peligro para la inteligencia, porque

      la monotonía perseverante, la desoladora continuidad de sus importunidades

      traba las operaciones del espíritu de una manera que puede ser fatal.

      El hombre más razonable, si se observara cuidadosamente -dice Esquirol-

      percibiría algunas veces en su cabeza las imágenes y las ideas más

      extravagantes, asociadas de la manera más rara. Vería surgir pensamientos

      y sentimientos que se levantan repentinamente, se imponen a la

      inteligencia, aterrorizando la conciencia, para pasar después como un

      fuego fatuo siniestro.

      Sin embargo, en ciertas ocasiones, no pasan así no más: la impresión queda

      como la "mancha" de luz que deja en la retina la estimulación de sus

      fibras. Es una especie de fosfeno doloroso que oprime al espíritu y que,

      si se levanta sobre un cerebro predispuesto por un vicio de organización,

      conturba para siempre su dinamismo exquisito. Cuando ese pensamiento

      maldito no encuentra en el cerebro el amor que lo fecunda y lo centuplica,

      pasa, diremos así, rozando el ala por la superficie y dejando sólo el

      recuerdo lúgubre de su amenaza. Y he dicho "el ala", porque efectivamente,

      esas ideas extrañas, son como aves de mal agüero, como bandadas de cuervos

      que se alzan chillando sobre la más implacable conciencia, sin saber dónde

      han nacido, qué hacen allí, cómo han entrado bajo la bóveda de su cráneo.

      Es cierto que en algunos se van para no volver, pero en otros vuelven con

      una persistencia primeramente incómoda, irritante después, y por fin

      dolorosísima, hasta que se posesionan por completo de toda la

      inteligencia. Cuando esto último sucede, la cabeza ha perdido el timón de

      su conciencia y comienza a girar, a girar siempre en el vértigo de esas

      alturas en que se pierde la noción de todas las cosas, y en que todo se ve

      como por "espejos mágicos", transformado, invertido, adulterado. Ese es el

      loco: así comienza el paroxismo temible de su drama eterno y sin sol.

      "Penumbrata est", es decir, eternamente en la penumbra, como decían los

      antiguos.

      Las ocupaciones intelectuales y las preocupaciones apremiantes de la vida

      ordinaria distraen de estas ideas fantásticas, disipan las sombras, cuando

      hay fuerzas suficientes para rechazarlas sin dejar que se implanten ni que

      se traduzcan en actos.

      Algunas veces son tan débiles, con relación a la energía cerebral de

      ciertas personas, que felizmente se borran, y cuando se repiten lo hacen

      con esa debilidad relativa, aunque persistente, que sólo es capaz de

      engendrar las pequeñas e inofensivas neurosis del primer tipo.

      Pero en el segundo tipo, la facultad productora de las ideas está como

      herida por ese estado valetudinario que engendraba en el espíritu del

      "divino" Augusto la constante obnubilación de sus sentimientos.

      La idea exótica nace súbitamente, se alza batiendo sus alas, y como no

      surgen más las ideas que pueden entrar en lucha con ella y rectificarla,

      se impone y lo absorbe todo, como si las tomara por sorpresa. Una idea

      súbita surge violenta en un espíritu mal dispuesto, aunque de

      irreprochable equilibrio; inmediatamente se traduce en acto y sigue

      obrando hasta que la reflexión, elemento poderoso de equilibrio mental, u

      otro grupo de ideas, la persigue y la rechaza hasta borrarla del todo.

      Las ideas y las sensaciones tienen una tendencia tanto más marcada a

      traducirse en acto, cuanto más imperfecta es la vida psíquica del hombre,

      cuanto menos vigorosa es la reflexión. Por esto el carácter reflejo de las

      sensaciones y sus tendencias a transformarse, "son más pronunciadas en los

      animales que en el hombre, en el niño que en el adulto; toda idea, toda

      imagen, toda percepción en los animales y en los niños tiende

      inmediatamente a traducirse en acto muscular" [221.] .

      Las ideas se transforman tanto más fácilmente en actos -dice el eminente

      Griesinger- cuanto más fuertes y persistentes son; felizmente la actividad

      intelectual cuida de que toda percepción no llegue a este grado de

      intensidad, y que en virtud de la ley de asociación de las ideas, en que

      las unas llaman a las otras, bien sean análogas, o contrarias, no se

      produzcan con tanta actividad trayendo un conflicto a la conciencia.

      Pero al principio de las enfermedades mentales, o en estos estado

      semi-patológicos, diré así -que constituyen el modo de ser habitual de

      todos esos intermediarios, cuyas anomalías cerebrales han descrito con

      tanto colorido los alienistas franceses- en los hereditarios y en estas

      pequeñas neurosis de que me ocupo, el cerebro se encuentra torpe,

      embotado, laso; la asociación de las ideas está como paralizada de una

      manera fugaz algunas veces, y de una manera permanente otras. El conjunto

      de pensamientos habituales no entra ya en acción o está debilitado; "el

      alma se encuentra vacía, dice Griesinger, y entonces la primera

      percepción, la primera idea que se presenta, se impone imperiosamente y no

      puede ser corregida, ni borrada, ni rechazada".

      Finalmente, todo pensamiento que surge de un modo accidental en el

      espíritu del hombre, que le es sugerido por alguna circunstancia fortuita,

      puede implantarse sobre un "terreno mórbido" y convertirse en una idea

      delirante, que en virtud de cierta fuerza de multiplicación del delirio,

      se transforma la oligomanía en polimanía, y finalmente pantomanía [222.] .

      He aquí casi toda la fisiología de las pequeñas neurosis.

      Es difícil que en las pequeñas dolencias, que he citado al comenzar este

      capítulo, se llegue a ese término deplorable.

      Todos esos estados intelectuales ambiguos, entre los cuales hay muchos que

      están muy lejos de ser francamente patológicos, se explican por este mismo

      procedimiento o por otro análogo. El predominio de una idea, la supremacía

      de un sentimiento que ha adquirido, ya sea por su vigor o porque dimane de

      un centro viciado, y que se impone a los demás, esa es, en resumen, la

      filiación más probable de estas "manchas" cerebrales que tantos ocultan

      tras una corteza de salud falaz e impenetrable.

      Todo el secreto está en espiar el momento, en descubrir el estimulante

      apropiado que pone en movimiento el grupo celular consabido. A veces él

      mismo, espontáneamente, entra en ebullición, como en los casos citados por

      Ball.

      El ruido de los truenos -por ejemplo- bastaba para despertar en dos de

      nuestros más reputadísimos valientes, ciertos estados de ánimos penosos,

      que constituían sus pequeñas neurosis. La Madrid y el general Alvarado,

      que se hubieran batido solos contra una legión de demonios, no podían oír

      tronar sin sentir sus carnes crispadas por el más incomprensible terror.

      Alvarado se envolvía en géneros de seda y hasta se echaba debajo de la

      cama para huir del rayo; y el general La Madrid caía de rodillas en un

      acceso de inconcebible pantofobia, acariciando el rosario y temblando como

      un azogado. Cuentan que le temblaban las mandíbulas hasta reproducir ese

      repiqueteo desagradable que en el chucho del miedo produce el choque de

      los dientes; que latía con impaciencia su corazón y que una palidez

      lívida, la palidez del miedo supersticioso, invadía sú bitamente su

      rostro.

      Este sacudimiento emotivo profundo se difundía tanto que iba repercutiendo

      por todo el organismo; y, como sucede en estos casos, despertando todas

      las reacciones simpáticas que son consecuencias y que constituyen uno de

      los fenómenos cerebrales más curiosos. Propagándose al sensorium, "ese

      vasto reservorio de todas las sensibilidades del organismo", va a

      repercutir unas veces sobre tal o cual centro de la vida orgánica, con el

      cual esté más íntimamente asociado, otras sobre tal o cual grupo muscular,

      determinando así estas asociaciones simpáticas de los músculos. Esas

      reacciones orgánicas inconscientes que expresan hacia afuera las

      diferentes tonalidades de las emociones y la manera especial con que el

      sensorium ha sido primitivamente conmovido [223.] .

      Así es como se explican los efectos súbitos y difusos del miedo, que

      tiene, como ninguna pasión, el poder de llevar su influjo sobre todos los

      aparatos de la vida.

      Cuando los grupos musculares de la cara son los solicitados, la fisionomía

      expresa en un lenguaje mudo las impresiones íntimas concentradas en el

      fuero interno; cuando es sobre la inervación visceral que se propaga el

      sacudimiento primitivo, es el corazón en que entra en una especie de

      convulsión, o son los intestinos y sus esfínteres los que más directamente

      reciben el influjo de ese miedo aniquilante, que habitualmente elige como

      manifestación suya exclusivamente esta deplorable característica

      intestinal [224.] .

      Estos estados del ánimo son incurables; tan ineludibles como el

      sacudimiento emotivo que los produce y que es un fenómeno instantáneo,

      brusco, orgánico en muchas personas que no se sustraen jamás a su influjo.

 

      Olavarría no entraba jamás a un cuarto oscuro, ni dormía sin luz; extraña

      aberración de un carácter varonil, que tenía la pasión del peligro y para

      quien el combate desigual, usurario, de uno contra veinte, ejercía una

      fascinación mágica e irresistible. Olavarría maniobraba con sus lanceros

      al frente de la metralla enemiga "como en un campo de parada"; pero sentía

      algo que le crispaba el cabello y que lo clavaba sobre el suelo, en

      presencia de ciertos peligros imaginarios, pueriles, ridículos, pero de un

      poder soberano para su cerebro lleno de candidez y de bondad. Sus soldados

      lo atribuían al terror supersticioso que le inspiraban "las ánimas". En

      realidad, esa era su pequeña neurosis.

      Cuentan que para el fraile Aldao era de muy mal augurio perder el rebenque

      antes de entrar a un combate: así es que lo cuidaba tanto como a su lanza.

 

      Quiroga no salía jamás de su casa el día trece, ni daba batalla, ni

      emprendía nada de fundamento.

      El poeta Lafinur, más famoso por sus extravagancias que por sus versos

      pálidos y exangües, era un hipocondríaco reputadísimo entre sus

      contemporáneos. Según se me ha referido, no podía subir a una torre (o

      atravesar una plaza probablemente), pasar un puente, mirar un espacio

      vacío cualquiera, sin sentir vértigos, sin "írsele la cabeza", como se

      dice vulgarmente. "Estas idas de cabeza", en presencia del espacio,

      constituyen el síntoma capital de una curiosa forma de nerviosismo

      recientemente estudiada, una manera de ser de la emotividad anormal de los

      hipocondríacos y de tantos otros "cerebrales".

      Es la "agorafobia" de los autores alemanes, el "terror de los espacios" de

      los franceses: una neurosis caracterizada por un terror extremo,

      experimentado súbitamente a la vista de un espacio de más o menos

      extensión y por la imposibilidad absoluta de atravesarlo solo. Disminuye

      cuando el paciente se apoya sobre un bastón o un paraguas, etc., o si le

      tiende la mano alguna otra persona. Era la enfermedad de Pascal, quien,

      paseándose un día en una carroza sobre el puente de Neully, vio que los

      caballos mordían el freno, que los dos primeros se precipitaban en el

      Sena, pero que en el instante de la caída y a consecuencia de su misma

      impulsión, rompíanse los tiros y el carruaje se detenía sobre el puente.

      Después de este incidente Pascal creía ver siempre a su izquierda un

      abismo que le impedía avanzar, a menos que le dieran la mano, o que se le

      colocara algún objeto en que pudiera apoyarse. El "agorafóbico" no da un

      paso ni atrás ni adelante, ni avanza, ni retrocede; todos sus miembros

      tiemblan, palidece, se alarma de más en más, se sostiene apenas sobre sus

      piernas oscilantes y queda parado inmóvil, convencido de que jamás podrá

      afrontar este vacío, este lugar desierto, este espacio que se presenta

      aterrante delante de sus ojos [225.] . "Imaginaos -agrega Legrand du

      Saulle- que miráis un abismo profundo que se abre súbitamente a vuestros

      pies, imaginaos estar suspendido sobre el cráter de un volcán en erupción,

      que atravesáis el Niágara sobre una cuerda rígida, que rodáis por un

      precipicio, en fin, y la impresión recibida no podrá ser más temible, más

      pavorosa que la provocada por el terror de los espacios".

      Una sensación análoga, de un origen igual probablemente, es la que

      experimentan las naturalezas nerviosas que sienten vértigos a una altura

      pequeñ a; que no pueden asomarse a un balcón, atravesar sobre una tabla,

      dormir a oscuras ni ver una gota de sangre, como les pasa a ciertas

      personas que, sin embargo, no son pusilánimes. El "terror de los espacios"

      es una variedad más temible de este mismo estado de eretismo medio

      histérico que producía las "pequeñas neurosis" de Alvarado, La Madrid,

      etc. Y es probable que los inconcebibles terrores que aquejaban con tanta

      imprudencia a estos arrogantes paladines, vinieran acompañados de esa

      enfermedad, comparada por Westphall al pavor que se produciría en un

      hombre al concentrarse súbitamente y sin saber nadar en medio de un mar

      inmenso.

      Otra pequeña neurosis, que por su olímpica magnitud aparente, sus

      proporciones ampulosas y sus grandes efectos, bien podría llamarse la gran

      neurosis de Rivadavia, era la exageración que tenía este ilustre estadista

      de la noción de su personalidad psíquica, que daba a sus actos y a sus

      maneras la magnificencia artificial de los megalómanos y que tal vez

      provenía de la exuberancia con que se hacía en su cerebro la irrigación

      sanguínea (?). Rivadavia era un tanto pletórico, de cuello apoplético, de

      vida sedentaria más bien, y de un apetito copioso. Comía mucho y bien, y

      como tenía ciertas tendencias congestivas que se revelaban en su rostro

      ancho y en sus ojos sanguinolentos, vivía con su cerebro habitualmente

      congestionado.

      Los lipemaníacos, cuyo sensorium, falto de estímulo sanguíneo normal, cae

      en un periodo de atonía, se sienten deprimidos, como humillados y

      atónitos. El maníaco, por el contrario, cuando el aflujo de sangre se hace

      en las redes de su corteza gris, con una viva energía, con una

      persistencia regular, que, sin afectar las proporciones depresivas de las

      congestiones pasivas, sostiene con cierta lozanía la vitalidad de la

      célula, se siente exaltado en su potencia física y mental, se siente

      engrandecido, magnificado, más fuerte, y más potente que nunca. Como la

      actividad vital desborda en ellos bajo todas las formas de expresión, la

      noción de su personalidad se amplifica, se agranda, se hincha al mismo

      tiempo [226.].

      Era pues, en Rivadavia, cuestión de mayor o menor aflujo de sangre sobre

      su cerebro naturalmente predispuesto por causas de un orden completamente

      desconocido. Con ciertos elementos adquiridos, y esta disposición a que

      aludimos, estaba constituida esa especie rara de delirio de las grandezas,

      incierto y oscilante, que imprimía, como creo haberlo dicho en otra parte,

      un sello imborrable a todos sus actos y que se mantuvo siempre dentro de

      los límites saludables de una noble y apasionadísima aspiración. Es

      suficiente que sobrevengan algunas modificaciones en la irrigación

      sanguínea de las redes del sensorio para que "las manifestaciones

      funcionales cambien de aspecto y pasen sucesivamente de la faz de

      depresión extrema a la faz extrema de las más franca excitación".

      Estas son las "pequeñas neurosis". Ahora completad el estudio en vos

      mismo, lector curioso, si acaso habéis sentido alguna vez rozar por

      vuestro cerebro algunas de esas mariposas negras del pensamiento.

 

 

APENDICE

FRANCIA

 

      Cuando principié a recoger datos sobre la vida del Doctor Francia, dirigí

      al Sr. D. Gregorio Machaín las siguientes preguntas que me fueron

      contestadas de la manera que va a verse.

      No quiero pasar la oportunidad de tributar a este dignísimo caballero todo

      el agradecimiento que debo a sus bondades.

      Muchísimos de los importantes datos sobre la vida del Dictador me los ha

      suministrado él, ilustrándolos con comentarios y ampliaciones que yo

      aprecio en su justísimo valor. El Sr. D. Gregorio pertenece a una de las

      familias más distinguidas y más antiguas de la colonia, y fue sobre ella,

      más que sobre ninguna otra, que la rabia biliosa del famoso hipocondríaco

      se ensañó durante veinte años, fusilando al padre después de haberlo

      tenido quince años sumido en una mazmorra, privándola de su fortuna y

      haciéndola pasar por mil martirios físicos y morales.

            * * *

 

 

      Contestación del Sr. Loizaga

      ¿Puede saberse si entre sus antecesores ha tenido locos, apopléjicos,

      borrachos, paralíticos?

      ¿De qué murieron sus padres? - No se recuerda .

      ¿Sus hermanos, ha sido alguno loco, ebrio, paralítico, etc.? - Los dos

      hermanos han sido locos .

      ¿Qué clase de gente eran sus padres? - Gente vulgar .

      Sus primeros años, dónde los pasó, y cuál era entonces su carácter. - No

      se recuerda .

      ¿De qué enfermedades padeció en esa edad? - Se ignora .

      ¿De qué enfermedad padeció después en su edad adulta y en su vejez. -

      Hipocondría o histérico .

      ¿Cuál era antes de ser dictador su ocupación habitual, sus relaciones, su

      modo de ser? - La abogacía, relaciones escasas, carácter raro, misántropo

      .

      ¿En qué ganaba su vida? - Defendiendo pleitos .

      ¿Tenía valor personal? - Cobarde .

      ¿En su juventud o su edad adulta se le conocieron algunos amores? - Se le

      han conocidos como tres hijos; amor, parece imposible.

      ¿Se le conocen grandes contrariedades en su vida? - No .

      ¿Qué edad tenía cuando murieron sus padres? - No se recuerda .

      ¿Tenía costumbre de medicinarse o purgarse? - Enemigo de toda medicina en

      su edad madura .

      ¿Era aficionado al juego, a la bebida, o se le conocía algún otro vicio? -

      Al juego, antes de ser dictador .

      ¿Qué manías, rarezas o extravagancias se le conocían en su juventud o en

      su vejez? - Hacer mal; misántropo .

      ¿Durante su dictadura o en alguna otra época se le conocieron algunos

      rasgos de loco? - No; quizá siempre lo fue .

      ¿Cuáles fueron sus ocupaciones durante su tiranía? - Tiranizar; como

      administrador, nada .

      ¿De qué enfermedad se dijo que había muerto? - Hidropesía .

      ¿Tenía un carácter variable, o era taciturno y sombrío? - Carácter

      desigual, lunático .

      ¿Qué preocupaciones y supersticiones tenía? - Ninguna; fanático

      anti-religioso .

      ¿Se le conoció en alguna época de su vida alguna amistad estrecha? -

      Ninguna; ni con sus hermanos .

      ¿Fue repentina su muerte? - No .

      ¿A qué edad volvió al Paraguay? (De sus estudios en Córdoba). - De treinta

      años aproximadamente .

            * * *

 

 

      Contestación del Sr. D. Gregorio Machaín

      A 1ª. y 2ª. No tenemos noticias.

      3ª. Dos hermanos han sido locos por temporadas.

      4ª. Mameluco Paulista fue al Paraguay contratado para la elaboración del

      tabaco negro, y se casó con una criolla de clase poco conocida,

      seguramente.

      5ª. Los pasó en la Asunción: ya joven fue a Córdoba a continuar sus

      estudios, protegido en un todo por el español D. Martín Aramburu, donde

      manifestó mal carácter, llegando a herir con un cortaplumas a un

      condiscípulo suyo.

      6ª. No se tienen noticias.

      7ª. Histérico o hipocondría: frecuentemente creía morirse, llamando a su

      lado al médico español D. Juan Lorenzo Gauna y al Canónigo Dr. Zavala:

      entonces debía ser aún creyente católico. Siendo ya dictador, no se le

      conoció enfermedad, metodizando su modo de ser en general.

      8ª. La de Abogado; aficionado al juego de naipes y al trato de gentes

      alegres; pocas relaciones con gentes de posición; raro, intolerante y

      despótico con sus clientes de toda clase.

      9ª. En su profesión de Abogado; por herencia tenía casa en la ciudad, y

      una quinta como a una legua fuera de ella.

      10ª. Manifestaba valor; mas generalmente se le ha tenido por cobarde.

      Molas, en su descripción histórica del Paraguay, dice: "Era atento,

      fraudulento, embustero, suspicaz, tímido , inaccesible, ladrón e impío"; y

      Molas debía conocerle. [227.].

      11ª. Hemos dicho que era aficionado al trato de gente alegre (mujeres de

      vida alegre); amor, amistad, créese que nunca tuvo. Riñó con el padre

      hasta levantarle la mano y rechazando toda reconciliación con él en los

      momentos ú ltimos de su vida; vivió siempre peleado con sus hermanos,

      fusiló a un sobrino, apresó a otro; tuvo "tres hijos", que reconoció a su

      modo, pero no les trató, sepultando a uno de ellos en un calabozo, sólo

      porque le pidió en su cumpleañ os, como gracia, el alivio o libertad del

      que fue su maestro y estaba en prisión, etc.

      12ª. No. No obstante, recordaremos que, en su edad adulta, fue tres veces

      maltratado a palos por rivalidad y pretensiones amorosas por un joven

      Arias, argentino, Vicente Cabaña, paraguayo, padre de familia y Manuel

      Pabor, íd., íd. Del primero se ha dicho que fue asesinado, siendo Francia

      dictador y atribuídosele a éste el asesinato; el segundo fue desterrado a

      una nueva población, cerca de las fronteras del Perú con toda su larga

      familia; y el tercero puesto en prisión, arrastrando cadenas y destinado a

      trabajos forzados. A más: habiendo solicitado casarse con una niña de

      familia distinguida, fue rechazado, lo que se ha dicho le contrarió

      bastante. La niña casó después, y Francia, manteniendo un odio tenaz

      durante su gobierno, se vengó de la familia de la niña y en su esposo con

      prisiones, fuertes multas, y fusilamiento de este último después de 14

      años de prisión cruel.

      13ª. No se recuerda. Tendría más de 40 años cuando murió el padre;

      respecto a la madre, no se hacen recuerdos.

      14ª. No se sabe; mal cuidaba su salud en un todo.

      15ª. Al juego bastante, antes de ser dictador.

      17ª. No. Mantenía arrebatos y visiones propias de su hipocondría y

      misantropía.

      18ª. Su gobierno: mas sin coacción alguna, y consultando su bienestar y

      sobre todo su conservación.

      19ª. Hidropesía: en pocos días de gravedad.

      20ª. Variable: irascible como agradable, según el estado atmosférico.

      21ª. Ninguna: ateo e ilustrado.

      22ª. Ninguna: vean contestación 11º.

      23ª. No: su gravedad conocida de pocos días.

      24ª. No se recuerda: tal vez de 30 años aproximativamente.

      Es conforme a recuerdos y noticias de tradición.

            * * *

 

 

      Al alcalde provincial del primer voto

      El Dr. D. José Gaspar Francia y Velasco, hijo legítimo del capitán

      miliciano de artillería, Dr. García Rodríguez y Francia y de Doña Josefa

      Velasco, finada, ante V. m. conforme a derecho comparezco y digo que a mis

      derechos conviene dar información plena de mi genealogía y conducta, y

      para ello suplico a la justificación de V. m. se sirva recibírmela con

      citación del Sr. Procurador Síndico General de ciudad, examinando bajo

      juramento los testigos que presentaré, al tenor de las preguntas

      siguientes:

      Primeramente, digan si conocen al dicho García Rodríguez de Francia, y si

      conocieron a Doña Josefa de Velasco, al Dr. Mateo Félix de Velasco y a

      Doña María Josefa de Yegros y Ledesma, y si son comprendidos en las

      generalidades de la ley?

      It. Digan si les consta que el expresado Dr. García Rodríguez Francia fue

      casado y velado según mandato de la Santa Madre Iglesia con dicha Doña

      Josefa de Velasco, y si de este matrimonio fui habido, y procreado

      legítimamente, y soy tenido, y reputado de público y notorio por tal hijo

      legítimo de ellos?

      It. Digan, si saben y les consta, que la dicha Doña Josefa de Velasco fue

      hija legítima de los expresados D. Mateo Félix de Velasco, y Doña María

      Josefa de Yegros, de público y notorio?

      It. Digan, si les consta, que la extirpe de los Yegros es una de las más

      nobles de esta provincia, de público y notorio?

      It. Digan, si les consta, que el referido D. García Rodríguez Francia,

      desde muchos años hasta la actualidad ha servido y está sirviendo en las

      milicias de esta provincia en el grado de capitán de artillería de ellas

      con desempeño de su empleo?

      It. Digan, si me conocen de trato y comunicación, y si les consta, que

      desde que vine a la Universidad de Córdoba he cargado hábitos talares,

      vistiendo discretamente, y si mi conducta moral ha sido irreprensible sin

      haber dado la más mínima mala nota de mi persona, antes sí mucho buen

      ejemplo con mi recogimiento y sujeción en casa, obediencia y veneración a

      mi padre?

      Y evacuada esta información se ha de servir la integridad de V. m. pasar

      vista de ella a dicho Sr. Procurador General, consecutivamente ponerla en

      mano del Ilustre Cabildo para que se sirva exponer en el asunto cuanto

      tuviere conveniente en obsequio de la verdad y de la justicia.

      Por tanto:

      A V. m. pido, y suplico, se sirva haberme por presentado y recibirme la

      ofrecida información, proveyendo en lo demás, según y como llevo pedido en

      justicia, y juro por Dios y una Cruz no proceder de malicia, sino porque

      así cumple a mis derechos, etc.

      Dr. José Gaspar Francia.

            * * *

 

      Asumpción, Marzo veinte y seis de mil setecientos ochenta y siete. Por

      representada. Recíbase a esta parte la información que ofrece, precediendo

      citación del Síndico Procurador General de ciudad.

      Francisco Olegario de la Illoxa.

      Ante mí-

      Manuel Benítez,

      Esc. Pco. de Gbo. y Cdo.

            * * *

 

      En veinte y siete del mismo, cité en su perzona a D. José Gonsalez Ríos,

      Síndico Procurador General para la información prevenida, y firmó, de que

      doy fe.

      Josef Gonsalez Ríos.

      Benítez.

            * * *

 

      En la ciudad de la Asumpción del Paraguay, en veinte días del mes de Julio

      de mil setecientos ochenta y siete años en consecuencia del auto que

      antecede, presentó la parte por testigo de su información a D. Martín de

      Azuaga, de quien por ante mí recibió juramento y lo hizo por Dios Nuestro

      Señ or, y una señal de Cruz encargo del cual prometió decir la verdad de

      lo que supiere y fuere preguntado: en cuya consecuencia se procedió a

      examinarlo por los puntos del interrogatorio y responde:

      A la primera que el declarante conoció a todos los contenidos en esta

      pregunta de trato y comunicación, e igualmente a D. García Rodríguez

      Francia, con quien no es comprendido en las generales de la ley.

      A la segunda, dijo que es público y notorio en esta ciudad, que la finada

      Doña Josefa Velasco fue casada legítimamente, según ritos de Nuestra Santa

      Madre Iglesia, con el contenido D. García Francia, de cuyo matrimonio fue

      habido y procreado el Dr. D. Gaspar Francia, lo cual es público y notorio

      en ésta, sin voz en contrario.

      A la tercera, dijo, que igualmente es constante en ésta, que la referida

      finada Doña Josefa de Velasco fue hija legítima de D. Mateo Félix de

      Velasco y Doña María Josefa Yegros, quienes fueron casados en ésta

      legítimamente, lo cual consta de positivo.

      A la cuarta, dijo, que el declarante ha tenido por nobles y de distinguida

      sangre a la extirpe de los Yegros y por tal ha sido conocido por todos

      generalmente, sin voz en contrario.

      A la quinta, dijo, que del mismo modo le consta de positivo que D. García

      Rodríguez Francia es y ha sido de muchos años a esta parte Capitán de

      artillería en ésta, sirviéndolo con exactitud y eficacia cual su conocida

      conducta y celo al real servicio.

      A la sexta y última, dijo, que además de que el declarante conoció al

      presentante anteriormente de pasar a la ciudad de Córdoba a seguir sus

      estudios y aún desde su niñez, en cuyo tiempo lo reconoció por la

      arreglada conducta sujeta en su natural, mucho más ahora que regresó de la

      Universidad, viviendo en casa de su padre, sujeto a sus órdenes y por

      consiguiente irreprensible su conducta, sin notársele el más mínimo

      defecto, antes sí por el contrario, adornado de virtudes que han sido

      dignas de las mayores atenciones: siendo igualmente cierto que se viste

      con hábitos talares, todo lo cual le consta que es positivo por haberlo

      presenciado y palpado por la continua frecuencia de la llegada a su casa.

      Igualmente lo dicho y declarado es la verdad en cargo del juramento, etc.,

      etc., etc.

      Francisco Olegario de la Illoxa.

      Martín de Azuaga.

      Ante mí-

      Manuel Benítez,

      Escribano de Gobierno.

            * * *

 

      En el mismo día presentó la parte por testigo de su información a D. Juan

      José Bazán de Predraza, que hizo las mismas declaraciones que el anterior

      testigo, agregando que conoció al Dr. D. José Gaspar Francia, que desde

      que vino de la Universidad de Córdoba ha cargado hábitos talares vistiendo

      discretamente y que su conducta moral ha sido y es irreprensible, dando

      mucho buen ejemplo con su recogimiento y sujeción en su casa, obediencia y

      veneración a sus padres: haciéndose admirable su prudencia en los pocos

      años que cuenta: y que a más de esto el declarante ha reconocido

      íntimamente en el dicho doctor una vasta ciencia en letras divinas y

      humanas y un genio apacible y amable y una grande aplicación a las letras.

 

      Ante mí-

      Manuel Benítez

            * * *

 

      En la misma fecha se presentaron D. Juan Bautista Goyxí, D. Juan Bautista

      Cañiza, D. Fernando Fernández de la Mora, D. Antonio M. Viana y D. Juan

      José Echeverría y declararon ser cierto lo dicho por los anteriores

      testigos.

      Ante mí-

      Manuel Benítez

            * * *

 

      Mediante a no presentar la parte más testigos, dáse por concluida la

      información pedida: corra traslado de ella al Síndico Procurador General

      para que exponga sobre ella lo que convenga a favor del público.

      Illoxa.

      Ante mí-

      Manuel Benítez

            * * *

 

      En el mismo día entregué en traslado estos autos al Síndico Procurador

      General con ocho fojas hábiles; de ello doy fe.-

      Benítez

            * * *

 

      Sr. Alcalde ordinario de 1º. voto.

      El Síndico Procurador de ciudad, visto la información procedente sobre la

      limpieza de sangre y buena conducta de el Dr. D. Josef Gaspar Francia,

      hijo legítimo del Capitán de Artillería D. García Rodríguez Francia y de

      Doña Josefa Belasco, besinos de esta Ciudad, dice que no encuentra cosa

      alguna que oponer contra ella y en su virtud se servirá la Integridad de

      Vm. aprobarla en Justicia que pido. -Assumpción y Agosto 4 de 1787.

      Josef Gonsalez de los Ríos.

            * * *

 

      Assumpción y Agosto ocho de mil setecientos ochenta y siete. Mediante aque

      la parte a espuesto berbalmente en este Juzgado no serle necesaria la

      remisión de este espediente al Ilustre Ayuntamiento: atenta la conformidad

      del Síndico Procurador General a la información vencida por el Dr. D.

      Josef Gaspar Francia.

      Apruébase en todas sus partes y para su mayor validación interpongo en

      ella mi autoridad y sindical decreto, y mando se le entregue originalmente

      a la parte como lo tiene pedido, dándose testimonio si lo pidiere y

      pagando las costas de los acordado

      Francisco Olegario de la Illoxa.

      Ante mí-

      Manuel Benítez.

            * * *

 

      Al Señor Intendente y Capitán General:

      El Dr. D. José Gaspar Francia, Clérigo de Menores Ordenes ante V. S. en la

      forma que hará lugar, parezco y digo: que por disposición de V. S. como

      Vize Real Patrono, del Ilustrísimo Señor Obispo, ocupé la Cátedra de

      Latinidad en los Estudios del Real Colegio de esta Ciudad, en cuio

      Ministerio serví por espacio siete meses poco más o menos sin interés

      alguno, como es constante, y por promover únicamente la enseñanza y

      adelantamiento de la juventud. Y siéndome conveniente tener un documento

      justificativo de este Mérito: Suplico al Celo de V. S. Se digne darme una

      Zertificación de todo lo referido, o de los que V. S. en el Assumpto

      tubiere por conveniente en Justicia. Por tanto, A. S. pido y suplico,

      etc., etc., etc.

      Dr. Josef Gaspar Francia.

            * * *

 

      D. Pedro Melo de Portugal, Coronel de Dragones de los Reales Ejércitos,

      Gobernador Intendente y Capitán General de esta Provincia.

      Certifico ser cierto que el suplicante ha servido en el Real Colegio de

      San Carlos de esta Ciudad de Catedrático de latinidad sin sueldo ni

      gratificación alguna en los términos y por los tiempos que se refiere en

      el anterior escrito, y a pedimento de la parte doy la presente firmado de

      mi mano sellado con el sello de mis armas y refrendada del infraescriptos

      Escribano y Notario Público en S. M. y Gobierno. En la Assumpción del

      Paraguay y a trece días del mes de Agosto de mil setecientos ochenta y

      siete.

      Pedro de Melo de Portugal.

      Ante mí-

      Manuel Bachicas.

            * * *

 

      El Dr. D. Antonio de la Peña, Dignidad de Arcediano de esta Santa Iglesia

      Catedral, y Cancelario Director de los Estudios de este Real Colegio de

      San Carlos.

      Certifico a todos los tribunales donde ésta fuere presentada, que por

      disposición del Vice Patrono Real de esta Provincia y del Ilustrísimo

      Señor Obispo estuvo el Dr. D. José Gaspar Francia el año próximo pasado

      enseñando latinidad en las aulas de dicho Colegio, cuyo ministerio, a más

      de servirlo sin concepto a donación alguna por espacio de siete meses,

      desempeñó cumplidamente y con adelantamiento de los respectivos

      estudiantes, así en su enseñanza como en su buen ejemplo. Y por ser así

      verdad, doy esta certificación a pedido de dicho Dr. en la Assumpción, a 2

      de Agosto de 1787.

      Dr. Antonio de la Peña.

 

 

GUILLERMO BROWN

 

      Costumbres usuales y hábitos del almirante Don Guillermo Brown.- Relatados

      por su camarero y más tarde su abanderado S. S. R. G. [Reproducción

      textual]

 

      Era el General Brown, un hombre sobrio, metódico en sus manjares, modesto

      en su traje usual, aseado y religioso ferviente en sus creencias

      católicas.

      Se levantaba de cama siempre antes de salir el sol: pues jamás durante el

      tiempo que con él serví, pude notar esta falta de costumbre.

      Su primer paso al levantarse, era dirigirse a su mesa privada, donde su

      despencero debía tener de pronto la tetera de té teñido el más fuerte

      posible: Pues para dos tazas, él ordenaba se le echara dos cucharadas de

      sopa: que más tarde él mismo las medía en una tapa de un tarro de lata

      para ser exacto en la cantidad y no dejar al despencero que aumentara o

      disminuyera la cantidad: y por igual medida de dos tazas y media de agua

      hirviente debía condensar el té: Si estaba en el puerto le agregaba al té

      al tomarlo dos cucharadas de sopa con leche, no dejándola jamás hervir. Y

      si estaba en viaje, lo tomaba solo, sin agregarle ningún espíritu, pues

      era enemigo de las bebidas espirituosas; en este orden tomaba su té

      diariamente tres veces al día: Al levantarse, a la una en punto del día, y

      a las siete de la tarde en verano o a las cinco en invierno, esto con toda

      exactitud en la hora.

      Mientras él tomaba el té, su despencero tenía que estar allí parado e

      inmediato hasta que él terminara; después le ordenaba se sirviera él del

      mismo té que quedaba en la tetera, agregándole nueva agua; y terminado

      mandaba lavar bien la tetera, no haciendo jamás uso del té usado, poniendo

      el General especial cuidado en que la tetera estuviera siempre bien limpia

      al ponerle el té.

      Terminado que fuese el tomar su té, subía en cubierta, y su despencero

      procedía a la limpieza de su cámara, pasando el cepillo a jabón y arena en

      el piso de tabla, sacudir su ropa y si el tiempo era bueno traer a

      cubierta su colchón y cobertores para ventilarlos, y de ser tiempo malo en

      la misma cámara en una cuerda tirante abriendo las claraboyas o

      portizuelas de popa para ventilación de su dormitorio.

      A las 8 en punto de todas las mañanas, fuese el tiempo cual se fuere (aún

      bajo de temporal), debía estar su almuerzo en la mesa, consistiendo en un

      bife a la inglesa algo crudón, con papas que él mismo las pelaba y en

      plato aparte su tarro de mostaza inglesa destirada con vinagre y una

      pequeña dosis de sal que él mismo preparaba todas las mañanas en la

      cantidad que usaba en el acto mismo de estar en la mesa: Si había huebos

      tomaba tres huevos pasados por agua, muy blandos, colocados en una huebera

      o en un vaso por lo general: tomaba al concluir su almuerzo unas tajadas

      de pan con manteca o de galleta, cerrando su almuerzo con un vaso de vino

      de oporto o madera; desviándose de las costumbres inglesas de tomar el té

      o café después del almuerzo.

      En viaje y fuera de puerto, su almuerzo sólo se diferenciaba en la carne

      fresca, o en los huevos si no los habían, superando estas faltas con tomar

      jamón, o tocino de holanda frito; en este caso agregaba a este manjar los

      encurtidos ingleses que bienen en tarros.

      A las doce, con la misma exactitud, debía estar la mesa puesta con la

      comida, que por lo general era frugal, pues el General a medio día era de

      bastante alimentación: la sopa de su predilección en el puerto cuando

      había carne fresca era de cebada inglesa de la más fina, lo que los

      ingleses llaman (pe-sup) y en biage con la carne salada que por lo general

      sólo se coce con el tocino inglés, la alberjilla holandesa: Que es una

      sopa sustanciosa y se amolda al buen gusto con el tocino.

      Los demás platos en carne fresca: el asado a la inglesa en un gran pedazo

      hecho al horno económico algo crudón hasta salir de su interior la sangre,

      con papas y bastante salsa sustraído de la misma carne; y en biage la

      suplantaba con un gran pedazo de carne salada de Holanda, con papas

      cocidas en el orden ya indicado, que debían venir a la mesa naturales con

      otros platos que es inoficioso detallar que lo que antecede lo refiero

      para demostrar que este hombre, a pesar de su larga residencia en este

      país, conserbava sus costumbres en alimentación y usos los de su primitiva

      patria; tomando siempre por postre el bodín cocido de harina con pasas de

      Corinto y sus ingredientes de composición de coñac, grasa de baca y una

      pequeña dosis de azúcar, que hecho en una masa flegible envuelta en una

      limpia toaya de algodón, que es preferible al hilo, se cose solo en una

      bacija hirviéndolo bastante hasta estar bien cocido, se ponía en la mesa

      caliente, el cual, con una salsa preparada para mezclarlo en la cantidad

      que comía compuesta de vino oporto o gerez, era su manjar agradable como

      postre, pues nunca hacía uso del dulce, pues sólo alternaba algunas veces

      con el queso inglés. Del sobrante del bodín, pues por lo general era de

      tres libras de peso, a la tarde él hacía su cena con tajadas delgadas del

      mismo bodín fritas en manteca inglesa de cuñete, las cuales bien tostadas

      las tomaba con el té, lo cual en regular cantidad hacía de esto el

      alimento de sena; no tomando otro alimento hasta la mañana siguiente: Pues

      durante la noche, en aquellas que el General tenía que estar de pie y

      atender a la navegación, tomaba una que otra vez una taza de café de

      cebada inglesa tostada, que suple e imita al café de Habana, o Brasil,

      siendo más saludable según él lo decía: Pues era enemigo del verdadero

      café (que decía: Los ingleses me quicieron enbenenar en las Antillas

      cuando me tomaron prisionero, con este líquido) del cual no daba a las

      tripulaciones ración de café, y si lo tomaban tenían que comprarlo, que a

      pesar de no gustarle que la gente lo tomara, no lo prohibía; mas siempre

      en sus habituales manías del veneno, decía que el café era un veneno.

      Esta regla en sus alimentos no la variaba, salvo en aquellas ocasiones que

      se trasbordaba de un buque a otro por las necesidades del mejor desempeño

      de las operaciones de guerra; mas como éstas eran rápidas y perentorias,

      pronto volbía a la Capitana, que era su buque predilecto el Belgrano (pues

      él decía mi Belgrano).

      En su última Campaña naval, fue este buque la Capitana, y solo en la suba

      del Paraná lo dejó por su mucho calado trasbordándose primero al bergantín

      Echagüe y más tarde a la nueve de Julio (Alias Palmar), en la cual mandó

      la acción de Costa Brava.

      Está dicho lo bastante con respeto a la sobriedad de su alimentación. Pues

      como está dicho, él no vevía vevidas espirituosas, mas que el vino muy

      regular y necesario en el acto de su manjar.

      Su modestia en traje y maneras eran singulares: De uniforme solo se le

      behía el día del combate, en cuyo acto se presentaba de toda gala,

      mostrando todas sus condecoraciones, su elástico y su invicta espada;

      terminada la acción, tornaba el General a su hábito usual, distinguiéndose

      solo en su gorra de galón a lo marino, la cual no abandonaba de su cabeza,

      aun bajo del agua y el temporal, cambiándola así cuando el agua ya la

      humedecido, a fin de conservar siempre su cabeza seca.

      Sus órdenes, como todas sus relaciones con sus subalternos, eran siempre

      afables: Revelando la modestia: Y sólo en los casos imperiosos del

      servicio era enérgico y terminante, revelando su autoridad.

      Religioso en sus creencias católicas, sin imponerlas a bordo a nadie; por

      cuanto cada uno las observaba según su conciencia. No se usaba como en

      otras armadas extranjeras en las cuales a los domingos tienen establecido

      horas de misa, según las religiones del Estado; Brown al domingo, dejaba

      que su tripulación lo observara como mejor fueran sus creencias

      religiosas; así era que en ese día la gente fondeaba en Puerto a tan solo

      se le obligaba a vestir de limpio, y a la Oficialidad con el mejor traje;

      al buque lo diferenciaba con cruzar sus bergas de juanete, enarbolar la

      mejor y más grande de la bandera como igualmente la corneta de su

      insignia: No permitiendo ningún trabajo a bordo eseptuando a aquellos que

      en orden a la seguridad suprema que se hacen necesarios a las naves que

      flotan sobre el agua.

      El General en estos días se le behía contraído en su Camarote o Cámara

      distraído en lecturas religiosas; y si subía en cubierta se paseaba al

      costado estibor solo, muy rara vez hablaba con nadie. A más de estos

      hábitos religiosos, sabido es que él hacía donación mensual de una parte

      de sus haberes a las Monjas Catalinas; a las cuales hacía esta donación en

      aras de sus creencias, teniendo especial empeño en que se les entregara,

      aunque sus sueldos no hubieran salido de Tesorería. Algunas veces el que

      relata estos apuntes le ha oído decir que aquellas mujeres confinadas en

      un Claustro eran más dignas de su aprecio que muchas de las que en las

      calles lucían su lujo.

      A más de esto tenía por costumbre al acostarse, fuese a la hora que fuese,

      se percignaba.

      Su dormir era aveces tranquilo, notándose algunas veces, y siempre como

      signo de su próxima manía, que algunas noches era muy soñador; al extremo

      de alarmar a su camarero: Una de estas noches el referido despencero se

      acercó en puntas de pies a la puerta de su Camarote a escuchar un monótono

      diálogo que decía medio dormido: Porqué, Dios mío, permitis que me

      envenenen.

      Su despencero creyéndolo despierto guardó sigilo, pero observó que al

      instante seguido calló y roncaba como totalmente dormido, y no se notó

      hasta la siguiente mañana ninguna alteración en el sueño. Al amanecer de

      esa noche, al aclarar, el General se levantó precipitadamente, no quiso

      tomar su té, y se espresó de esta manera: A bordo hay envenenadores: Yo

      los voy a castigar, esto diciendo, se paseaba en su Cámara; y en estos

      instantes, saliendo de su Camarote de la segunda Cámara el Oficial Alvaro

      Alzogaray, que hacía entonces de su Secretario, y fue entonces cuando lo

      mandó encerrar en su alcoba arrestado a pan y agua, como ya está referido

      por el mismo autor de estas líneas, y comprobado por cartas existentes del

      finado Coronel Toll a este respecto.

      Creo ser lo suficiente, y no abundar en este relato. Dejo al estudio de

      una autoridad más competente las observaciones filosóficas, que agregados

      estos relatos a los ya hechos sobre sus manías que tanto han dado que

      hablar al espíritu del alma de este hombre cuya vida en sus dos tercios

      consagró en Cuerpo y alma en servir a su patria adoptiva la " República

      Argenlina ".

      Los hijos de esta tierra sabrán algún día estimar los importantes hechos

      de ármas con que él contribuyó a afianzar la existencia de la Nación.

      Los filósofos se encargarán de la parte moral y espiritual de su alma: A

      mí solo me compete decir: Que lo consideré y le tributé respeto: 1º. por

      su valor e intrepidez; -2º. por cualidades en partes desarrolladas, y por

      mí reconocidas prácticamente como testigo ocular; -3º. por los

      sentimientos benévolos de humanidad: Por cuanto jamás ejerció actos de

      tiranía, aun con sus enemigos. Es el único tributo que a mí me compete

      rendir a su memoria: 1º. Por patriotismo Argentino, por sus relevantes

      servicios. -2º. Por ser un deber tributar respeto a los hombres a cuya

      alma se amoldaba la de Guillermo Brown.

      Buenos Aires, Abril 14 de 1881.

      S. J. R. Gonzálves.

 

 

NOTAS DEL AUTOR

 

      1. GARNIER: "Dictionnaire des sciences médicales".

      2. LUYS: "Le Cerveau".

      3. LUYS: "Le Cerveau".

      4. LUYS: Ob.cit., pág. 55.

      5. Véase: "Archivos" citados, 1869, pág. 671; y LUYS, ob. cit.

      6. POINCARE: "Leçons sur la physiología du système nerveux".

      7. MARCE: "Traité pratique des maladies mentales".

      8. LEGRAND DU SAULLE: "Folies héréditaires".

      9. Cit. por LEGRAND DU SAULLE.

      10. GRIESINGER: "Maladies mentales".

      11. MOREAU DE TOURS escribía esto en el año de 1859.

      12. MOREAU DE TOURS: "Psychologie morbide".

      13. GAUSSAIL: "De l´influence de l´hérédité sur la production de la

      surexcitation nerveuse".

      14. Ver GAUSSAIL, ob. cit.

      15. Véase MOREAU DE TOURS, ob. cit., pág. 198.

      16. LASEGUE: "Les exhibitionnistes". Gazette des Hopitaux, número 51, May

      1877, 50e année.

      17. J. M. GUARDIA: "La Médecine a travers les siécles".

      18. Véase GUARDIA: ob. cit.

      19. MOREAU DE TOURS: (Troisiéme partie: faits biographiques).

      20. ZIMMERMAN: "La experiencia", pág. 288.

      21. V. BIGOT: "Des périodes raisonnantes de l´aliénation mentale".

      22. LITTRE: "Auguste Comte et la Philosophie Positive".

      23. DIDEROT: "Diccionario Enciclopédico", art. "Teósofos".

      24. DARWIN: "Origine des Espèces".

      25. LOZANO: "Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y

      Tucumán".

      26. LOZANO: Tomo II, pág. 93.

      27. PRESC0TT: "Historia de la conquista del Perú".

      28. Ver: PRESCOTT, ob. cit.

      29. HERBERT SPENCER: "Principios de sociología".

      30. RIBOT: "La Herencia".

      31. SARMIENTO: "Civilización y Barbarie".

      32. JACOUD: "Traité de Pathologie Interne".

      33. ESQUIROL: "Tratado de Enfermedades Mentales".

      34. ESQUIROL: Id.

      35. GINE Y PARTAGAS: "Tratado de Frenopatología".

      36. LUNIER: "De l´influence des grandes commotions politiques et sociales,

      etc., etc."

      37. MITRE: "Historia de Belgrano", Tomo II.

      38. MITRE: "Idem".

      39. MITRE: Ob. cit.

      40. MITRE: Ob. cit.

      41. MITRE: "Historia de Belgrano", vol. II.

      42. SARMIENTO: "Civilización y Barbarie".

      43. SARMIENTO: "loc. cit."

      44. JACCOUD: "Traité de Pathologie Interne".

      45. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao"

      46. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores".

      47. Cuando digo espíritu, alma, etc., me refiero al conjunto de las

      funciones cerebrales.

      48. MAUDSLEY: "Fisiología y Patología del espíritu".

      49. MARC: "De la folie considérée dans ses rapports avec les questions

      médico-judiciaires".

      50. Cit. por MAUDSLEY.

      51. MAUDSLEY: "Le crime et la folie".

      52. Ver FALRET: "La folie raisonnante".

      53. MOREAU DE TOURS: "Psychologie Morbide".

      54. SARMIENTO: "Civilización y Barbarie".

      55. Ver LEGRAND DU SAULLE: "Etudes médico-legales sur les épileptiques".

      56. LEGRAND DU SAULLE: Ob. cit.

      57. TROUSSEAU: "Clínica Médica del Hôtel-Dieu".

      58. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores".

      59. "Diabluras de Rosas".

      60. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores".

      61. RIVERA INDARTE: Ob. cit.

      62. LAMAS: "Escritos políticos y literarios".

      63. LAMAS: Ob. cit.

      64. LASEGUE: en "Gazette des Hospitaux", núm. 51, mayo, 1877.

      65. VICTOR BARRANT: "Exposition des violences, outrages, etc., etcétera".

      66. "The Britannian" núm. 4, Junio 25 de 1842.

      67. LAMAS: "Agresiones de Rosas".

      68. Véase: RIVERA INDARTE, "Rosas y sus opositores".

      69. MARCE: "Traité pratique des maladies mentales".

      70. LEGRAND DU SAULLE: "Folie hereditaire".

      71. LEGRAND DU SAULLE: Loc. cit.

      72. SARMIENTO: "Civilización y Barbarie", pág. 179.

      73. LEGRAND DU SAULLE: "Folie hereditaire".

      74. LEGRAND DU SAULLE: Loc. cit.

      75. Esto me lo ha referido el señor don Juan I. Ezcurra y lo veo

      consignado en la obra de X. Marmier, titulada: "Léttres sur l'Amerique",

      tomo 2, pág. 301.

      76. SCHLAGER: "Sur les lésions de l´intelligence, consécutives a

      l´ébranlement du cerveau".

      77. JACCOUD: "Traité de pathologie interne".

      78. MERCIE: "Mémoire sur la maladie de J. J. Rousseau".

      79. MAXIME DU CAMP: "Paris etc." - "La Possession".

      80. DESPINE: "Psychologie Naturelle".

      81. FOVILLE.

      82. LAMAS: "Agresiones de Rosas".

      83. LAMAS: "Escritos políticos".

      84. DESPINE: "De la folie".

      85. FRANCISCO BARBARA: "Vida de Rosas".

      86. LAMAS: "Escritos políticos".

      87. Un amigo de cuya sinceridad no puedo dudar, me ha referido que Cuitiño

      era un hombre ejemplar antes de ingresar a la Mazorca. Fue agente de

      Policía en Buenos Aires por los años de 1833 a 34 (?), siendo Jefe

      Político el señor Somalo. Su moralidad y buenas costumbres, como empleado

      y como hombre, le granjearon el aprecio de sus superiores. Si como no dudo

      es cierto esto, la idea de su estado enfermizo producido por todo ese

      cúmulo de causas, que ya hemos estudiado, confirma mis aserciones. Más

      aún, sí se recuerda que Cuitiño sufrió una hemiplejia que lo tuvo postrado

      por mucho tiempo. Este último dato lo ha referido el doctor Langenheím.

      88. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores".

      89. SIMPLICE: en la "Union Medicale".

      90. LAMAS: "Agresiones de Rosas".

      91. LAMAS: "Agresiones de Rosas".

      92. LAMAS: "Escritos políticos".

      93. LAMAS: "Escritos políticos".

      94. LAMAS: "Escritos políticos".

      95. CALMEIL: "De la folie considérée sous les points de vue pathologique,

      judiciaire et historique".

      96. PAUL DE SAINT-VICTOR: "Hombres y Dioses".

      97. A. DUMARSAY: "Histoire Physique, etc. du Paraguay".

      98. Del documento que insertamos en el Apéndice resulta que la madre de

      Francia era de una de las principales familias del Paraguay. Pero, según

      informes que tengo de otra fuente, era una mujer vulgar y de origen

      completamente oscuro.

      99. Datos suministrados por el señor Machain.

      100. J. P. y V. P. ROBERTSON: "Cartas sobre el Paraguay", tomo II, pág.

      297.

      101. JUAN M. GUTIERREZ: "Vida del doctor don Juan B. Maziel".

      102. GUTIERREZ: Ob. cit.

      103. GRATIOLET: "La Fisionomía".

      104. VICENTE F. LOPEZ: "Historia da la Revolución Argentina".

      105. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      106. EL DOCTOR GUTIERREZ, en sus "Apuntes biográficos de escritores y

      oradores, etc.", dice que el célebre Auditor de Guerra hizo sus estudios

      en Córdoba, pasando después a Chuquisaca a completarlos.

      107. Véase en el "Ensayo" de FUNES, el régimen del Colegio Monserrat. Era

      bárbaro.

      108. LUYS: "Traité des Maladies mentales".

      109. LUYS: Obra citada.

      110. RENGGER Y LONGCHAMP: "Revolución del Paraguay".

      111. Apuntes suministrados por el señor Machain.

      112. GRIESINGER: "Maladies mentales".

      113. RENGGER Y LONGCHAMP: "Revolución del Paraguay".

      114. KRAFFT-EBBING: Obra citada.

      115. Datos suministrados por el señor Machain.

      116. DAGONET: "Traité des maladies mentales".

      117. Creo que es en el libro de RENGGER donde se dice que Francia intentó

      una vez fusilar a su hermana por el "delito" de haberse vuelto a juntar

      con su esposo.

      118. El señor Navarro, en el folleto que citamos en el capítulo anterior,

      afirma que Francia era gotoso; el señor Alvariños me aseguró que el año

      63, cuando estuvo en el Paraguay, don Vicente Etigarribia le había

      afirmado lo mismo. Creo también, aunque no tengo seguridad, que Molas y

      Robertson lo dicen. La gota es una de las diátesis, cuya influencia

      patogénica sobre la producción de la neurosis está fuera de toda duda

      (Grasset). Recuérdense, en comprobación de este aserto, los trabajos de

      Trousseau, Gueneau de Mussy, etc., etc. La jaqueca es una de sus

      manifestaciones frecuentes. El asma, según Jaccoud y otros autores, es uno

      de los estados patológicos cuya correlación con la gota es evidente. Los

      accesos epilépticos pueden igualmente depender de ella en muchas

      ocasiones. Van Swietten cita un caso en el cual los ataques epilépticos

      cesaron tan pronto como aparecieron los accesos de gota. Garret habla de

      muchos ejemplos del mismo género y Lynch da dos casos que que le parecen

      demostrativos a Jaccoud (Grasset). Sdiber, Klein y Musgrave refieren

      ejemplos de histeria en los cuales la neurosis desaparecía ante un ataque

      de gota. Stoll ha visto una córea gotosa, Sauvage y Ackerman un tétanos y

      varios autores alemanes y franceses han observado casos de locura

      producidos por esa diátesis.

      119. ROBERTSON: "Cartas sobre el Paraguay".

      120. MOLAS: "Descripción histórica de la antigua Provincia del Paraguay".

      121. "Clamor de un Paraguayo", atribuido a MOLAS.

      122. ROBERTSON: "Cartas sobre el Paraguay".

      123. ROBERTSON: Id.

      124. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada.

      125. "Clamor de un Paraguayo", atribuido a MOLAS.

      126. MOLAS: Provincia del Paraguay.

      127. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada.

      128. RENGGER y LONGCHAMP: "Revolución del Paraguay".

      129. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada.

      130. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada.

      131. "Veinte años en las cárceles del Paraguay", etc.

      132. El señor Peña (el ciudadano Paraguayo) decía que varias veces había

      intentado, ocultándose detrás de su ventana, ver al Dictador, pero que al

      sentir el ruido de la silla se había retirado poseído de un terror

      inmenso.

      133. RENGGER Y LONGCHAMP: Obra citada.

      134. "Veinte años en los calabozos del Paraguay".

      135. MARCE: "Traité des maladies mentales".

      136. Del "Diccionario" de GARNIER. - Años 1877 y 1880.

      137. Datos del Registro Oficial, año 1839.

      138. "Clamor de un Paraguayo", atribuido a MOLAS.

      139. V. F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina", tomo 3.0.

      140. Ver KRAFFT-EBING.

      141. KRAFFT-EBING: Obra citada.

      142. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      143. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      144. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      145. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      146. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      147. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      148. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      149. Toda esta sintomatología del alcoholismo, la copio de un "Avis sur

      les effets de l'alcohol" publicado en los "Comptes-rendus du Congrés

      Internacional pour l'étude des questions relatives a l'alcoholisme, 1878".

 

      150. Avis sur les dangers, etc. etc.

      151. Avis sur les dangers, etc. etc.

      152. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      153. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      154. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      155. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao".

      156. LYON: "Diario de viaje".

      157. Estas divisiones de las tres faces por que atraviesa el hombre

      pertenece a LETOURNEAU; las copio de su libro "Science et materialisme".

      158. Según la antigua teoría sólo las mujeres padecían de histerismo. Esta

      opinión, dice Grasset en su "Tratado de enfermedades nerviosas", debe hoy

      abandonarse completamente. Ch. Lespois, hace mucho ya, y sobre todo

      Briquet, han puesto fuera de duda esta importante cuestión, estableciendo

      que el hombre puede padecerla. Ansilloux ha publicado recientemente nuevas

      observaciones. Sin embargo la histeria es incuestionablemente muchísimo

      más frecuente en la mujer." GRASSET - "Traité pratique des Maladies

      Nerveuses", pág. 923.

      159. GRASSET: "Traité des maladies nerveuses".

      160. BOUCHUT: "Du nervosisme".

      161. V. F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      162. V. F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      163. Copiamos esta historia clínica de la obra de TARDIEU: "La Folie".

      164. PELLIZA: "Monteagudo", página 106, tomo 1º.

      165. FREJEIRO: "Monteagudo", página 399.

      166. FREJEIRO: "Monteagudo", página 133.

      167. FREJEIRO: "Monteagudo", página 252

      168. .MONTEAGUDO: Artículo publicado en Chile, en el "Censor de la

      Revolución".

      169. FREJEIRO: "Monteagudo", página 195.

      170. FREJEIRO: "Monteagudo", página 142.

      171. V. F. LOPEZ: "H. de la R. A." (R. del R. de la P.) tomo 8, página

      157.

      172. Véase "Historia de Belgrano", "Biografía de Monteagudo" por FREJEIRO

      y "Vida de Monteagudo" por PELLIZA.

      173. V. F. LOPEZ: "La Revolución Argentina" (R. del R. de la P.), pág.

      158, tomo 8.

      174. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      175. TARDIEU: "La Folie".

      176. MOREAU DE TOURS: "Aberrations du sens genesique".

      177. MOREAU DE TOURS: "Aberrations du sens génesique".

      178. Todos estos datos los tomo de la citada obra de MOREAU DE TOURS.

      179. TARDIEU: "La Folie".

      180. BLOCH: "L'eau froide".

      181. BLOCH: "L'eau froide" pág. 16.

      182. GUISLAIN: "Las frenopatías".

      183. GUISLAIN: Ob. cit.

      184. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio de las persecuciones".

      185. Ver LEGRAND DU SAULLE.

      186. LEGRAND DU SAULLE: "Les délires des persécutions".

      187. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio", etc.

      188. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio", etc.

      189. "Rasgos de la vida íntima del Almirante Brown" escritos por su

      camarero y abanderado Zerafín J. Gonzaves (a) Juan Roberts. (Existe en mi

      poder el manuscrito inédito).

      190. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      191. Brown atribuía sus dolores del hígado y las perturbaciones de su

      digestión al veneno que le administraban en sueños.

      192. "Rasgos de la vida íntima del Almirante Brown", etc., etc. A

      consecuencia de esta nota el Dr. Sheridam, que era entonces uno de los

      médicos de Brown, pidió su baja. La afirmación del Almirante era incierta,

      porque Sheridam no había hecho semejante análisis.

      193. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio de las persecuciones".

      194. Rasgos, etc., etc.

      195. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio", etc.

      196. "Se pasaba hasta un año sin que los botes de la escuadra fueran al

      puerto -dice el manuscrito que tenemos a la vista- temiendo que se los

      envenenaran".

      197. Manuscrito citado.

      198. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      199. LEGRAND DU SAULLE.

      200. Probablemente "no estaba bajo el influjo de algún acceso", decimos

      nosotros, cuando abrió la puerta a los emisarios del gobierno. El acceso a

      que se refiere este ilustre historiador había tenido lugar durante la

      noche y habría desaparecido con sus sombras.

      201. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      202. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada.

      203. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada.

      204. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada.

      205. El Sr. D. Carlos Casavalle ha tenido la generosidad, rara por cierto

      en los "papelistas", que también tienen su neurosis, de prestarnos un

      precioso manuscrito inédito, en el que se consignan datos completamente

      desconocidos sobre la niñez y juventud de Brown. Valiéndonos de ese

      documento hemos podido recoger algunos detalles curiosos sobre la vida del

      ilustre marino, anteriores a su venida a la República Argentina.

      206. Manuscrito citado.

      207. Véase CARLOS VOGT: "Leçons sur l'homme".

      208. Manuscrito citado.

      209. He visto en los Manicomios de Buenos Aires muchísimos irlandeses de

      ambos sexos atacados de enajenación mental; y todos afectados de

      melancolía en sus diversas formas; predominando más que otras la

      melancolía religiosa con tendencias al suicidio. Tengo en mis apuntes

      varios casos de suicidio, los cuales han sido evidentemente producidos por

      tendencias melancólicas irresistibles.

      210. Manuscritos citados.

      211. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revolución Argentina".

      212. Véase MARCE: "Traité des maladies mentales".

      213. GUISLAIN: "Frenopatías".

      214. GUISLAIN: Obra citada.

      215. Id. íd.

      216. GRIESINGER: "Tratado de enfermedades mentales".

      217. GRIESINCER: Id.

      218. GRIESINGER: Obra citada.

      219. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada.

      220. Esta curiosa historia la copio del artículo publicado por el profesor

      BALL en "El Encéfalo", año 1881.

      221. JACOBY: "La selection", etc.

      222. GRIESINGER: "Traité des maladies mentales".

      223. LUYS: "Traité dea maladies mentales".

      224. LUYS: "Traité des maladies mentales".

      225. "De la Kenophobie", etc., por GELINEAU.

      226. LUYS: "Traité des maladies mentales".

      227. Debió también decir rencoroso y vengativo.

 

 

FIN