LUCIO V. MANSILLA
Libro II
Causeries del jueves -
En las pirámides de Egipto
Catherine Necrassoff
Bis
Raimundo
El año de 730 días
La emboscada
La mina
¡Esa cabeza toba!
La lanza de Juan Pablo López
Juan Peretti
Donde se cuenta lo que no se sabrá
Cazuela
Frente a las murallas de Montevideo
Los cuatro gatos de mi padre
La cascada de Amambay
Cómo se formaban los caudillos
Nuestros grandes
conversadores
Gato por liebre
El sigú
Dos cadenas de piedra caliza, eternamente peladas, que al sur
casi se
tocan, hasta formar una garganta de granito, especie de
Niágara, por
donde, rugiendo con furia, salta el Nilo en el valle; que al
norte se
ensanchan y desaparecen, en una llanura cenagosa, que se
extiende hasta
las costas del Mediterráneo; más de doscientas leguas de
largo casi
encerradas dentro de límites sempiternamente caldeados por un
sol rojizo,
límites que ora se acercan, ora se retiran, que en invierno
son la imagen
de la desolación y de la muerte, y en verano, un panorama
riente de
abundancia y de vida, encierran la histórica tierra de
Egipto, cuna
prístina de la humanidad para algunos, incuestionablemente,
emporio de
extraordinaria civilización en épocas que se pierden en la
noche de los
tiempos.
El Nilo, cuyos orígenes están en el cielo, porque las nubes,
preñadas de
aguas, recogidas en muchos mares, caminando al Ecuador
africano, se
deshacen allí en lluvia, durante varios meses, realiza todos
los años un
milagro estupendo en esa vasta región; sube poco a poco,
crece
gradualmente, se hincha, revienta, se desborda, y baña todas
las comarcas
circunvecinas, hasta el pie de las montañas, por Oriente y
Occidente; la
llanura vuélvese un lago en el que innumerables aldeas,
construidas sobre
terraplenes artificiales, flotan al parecer, como islotes,
desparramados
en fantástico archipiélago; y esta inundación providencial,
es ahora, como
en los tiempos antiguos, saludada con himnos de religiosa gratitud,
en
medio del regocijo de las familias que, llenas de júbilo,
recorren en
festivas barcas, de pintadas velas, de feria en feria, el
alegre país,
triste, desolado, el día anterior.
De las corridas de toros, de las regatas, de las luchas
cuerpo a cuerpo y
otros juegos atléticos de otras edades, casi nada ha quedado.
La moderna
civilización todo lo altera, tarnsformándolo todo. Apenas
subsisten los
prestidigitadores tradicionales, los arpistas ciegos y los
ministriles del
Africa Central, aunque no con los caracteres típicos de
antaño.
Pero, ahora como entonces, la entrada del invierno es el
momento en que el
dueño de casa lleva regalos para los chiquilines, que alegran
el hogar,
amuletos, o aros para
las orejas, o collares de cuentas de porcelana, de
plata o de oro, para las concubinas, o para la mujer. Pero,
ahora como
entonces, abundan en los puestos la carne de vaca y de
venado, los patos,
los gansos, el pescado, los dátiles, las tortas de maíz de
Guinea, el
puerro, los pepinos, las cebollas, los ajos, todas las
especias, en fin,
que les dan a los "bazares" ese olor peculiar, que
no se olvida jamás,
cuando una vez se ha olido, porque es un olor sui generis ...
Y ¿con qué
olor inolvidable lo compararé, que no sea el del café
torrado...?
Pues por allá también he andado yo. He sido, como ustedes
saben, uno de
los argentinos más glotones en materia de viajes: he estado en
cuatro de
las cinco partes del mundo; he cruzado, sin el más mínimo
accidente,
catorce veces la línea equinoccial, y he visto entre ciudades
y aldeas,
más de dos mil, dándome hasta el placer de comprar, en un
mercado de carne
humana, una mujer,
para decirle después de ser mi cosa propia, con
sorpresa de todos los circunstantes, excepto mi compañero de
viaje James
Foster Rodgers, que pagó la mitad del precio: "Eres
libre, puedes hacer de
tu cuerpo lo que quieras." Y ¿ saben ustedes lo que esa
costilla nuestra
hizo? Se vendió a sí misma; porque, según el truchimán nos
explicó,
prefería ser esclava algún tiempo, y no libre, sin tener que
comer, porque
para hacerlo, tendría que traficar con su cuerpo, y era,
según ella lo
afirmaba, si no pura, honesta.
Este punto es muy intrincado; las mujeres que son el mayor
embolismo de
todo lo creado, se encargarán de desenmarañarlo.
Yo prosigo.
James Foster Rodgers era un yankee número uno, con el que nos
conocimos en
Calcuta, visitando juntos el interior de la India, Benarés,
Lahore, Delhí,
hasta encaramarnos en los picos más accesibles del Himalaya.
Durante algún tiempo, después que nos separamos, estuvimos en
correspondencia. Hace muchísimos años que nada sé de él:
supongo que habrá
reventado, pasando a mejor o peor vida, porque en 1850 tenía
ya veinte
años más que yo, mala salud, el fetiquismo de los ojos negros
y de los
pies chicos, y yo no
soy un nene. Catorce meses vivimos como hermanos, y
sólo dos veces tuvimos desazones.
Primero, en Roma.
En Londres, después.
Lo contaré.
En Roma visitábamos San Pedro, esa maravilla de la audacia y
del arte
arquitectónicos.
Entramos, y yo, como que era lo que mi madre me había hecho,
es decir,
católico, me saqué el sombrero con veneración.
Foster Rodgers se lo dejó encasquetado.
Se lo observé, y su contestación fue: It is not my religion .
Me mordí los labios, esperando que algún sacristán viniera a
intimarle a
aquel impío, que, en la casa de Dios, se debe ser respetuoso,
por más
extraño que a su culto sea el visitante.
Pero nada; son en Roma, a este respecto, de una benevolencia
inaudita con
los extranjeros.
Estuvimos torcidos algunos días. Pero la amistad es un
colirio admirable,
colirio que todo lo cura; teníamos que componernos y nos
compusimos.
Es, sin embargo, curioso observar cómo después de una gresca,
aun entre
los que se quieren bien, queda en el alma humana un sedimento
acre, que no
tarda en fermentar. Observadlo bien, y veréis que las
represalias
inofensivas se imponen con irresistible tenacidad...
Continúo.
En Londres, visitando San Pablo, yo hice como Foster Rodgers
en Roma.
Visto ello por mi yankee , como yo a él, en San Pedro, me
insinuó:
-Take off your hat .
Yo contesté, dándole el vuelto:
-No es mi religión.
Foster Rodgers se mordió los labios a su vez.
Pero aquí no sucedió como en Roma, porque un sacristán
protestante, "muy
liberal", vino a intimarme que me quitara el sombrero,
intimación que no
acepté; que fue repetida tres veces, hasta amenazarme con
llamar al
policeman , lo cual, perfectamente entendido por mí, me
sugirió este
expediente de triunfador: giré sobre los talones, me salí del
templo, con
mi sombrero puesto, y lo esperé a Foster Rogers en el atrio,
hasta que se
cansó de estar adentro con su San Pablo protestante, y
salió...
Adelante.
No voy a describir ciudades, ni usos, ni costumbres, ni
monumentos, ni a
juzgar instituciones, y mucho menos a referir aventuras. Dejo
esto último
para mis Memorias , si es que algún día me resuelvo a
publicarlas, lo que
es probable. Si lo hago, allí se verán y se sabrán cosas
raras. Entre
ellas, ésta: cómo es que siendo uno joven, puede viajar algún
tiempo sin
saber por qué mano anónima le son saldadas sus cuentas de
hotel, si en
ello se entromete una inglesa millonaria, extravagante...
Ya estoy viendo la sonrisa de incredulidad del que estas
letras lee, y
entonces repito: que es cierto lo dicho, y que no eran sólo
mis cuentas,
las que se pagaban, sino las de mi compañero.
Hoy por hoy, sólo me propongo una cosa: contar algo que no
creo se haya
repetido, que no me parece posible que se repita; porque en
esto, como en
un orden de ideas más elevado, no es filosófico -como dice
Edgar Poe-
basar en lo que ha sido, una visión de lo que debe ser.
Pero ustedes, que me han oído hablar de que compré una mujer,
han de tener
curiosidad, estoy seguro de ello, de saber qué es un mercado
de mujeres.
Voy a describirlo, pues, en cuatro plumadas.
Imaginaos un edificio cuadrangular, con corredores
interiores, rodeando un
patio así como los nuestros, de estilo arábigo -nuestras
antiguas casas se
parecen a las de Sevilla- y en el medio, una fuente. A un
lado, mujeres
negras desnudas, abisinias y nubianas, por lo común,
completamente
desnudas; el cuerpo untado con aceite de coco, frotado, hasta
darle el
pulimento y la
brillantez del jacarandá; el motoso cabello dividido en
infinidad de crenchas trenzadas, que le dan a la cabeza la
forma de un
erizo encrespado; sueltas todas ellas sin poderse mover más
allá de su
recinto.
A otro lado, mujeres blancas, entre ellas algunas georgianas
y
circasianas, nada limpias, también desnudas, completamente
desnudas; pero,
con esta diferencia, que aquí no están todas sueltas, estando
algunas
aherrojadas, porque, siendo feas o contrahechas o viejas o
flacas (los
musulmanes prefieren las gordas, ¡qué gusto!) maltratan como
bestias
feroces a las otras, diciéndoles el instinto que difícilmente
saldrán del
mercado, o que, si salen, no serán seguramente ni para
embellecer el
harén, ni para aumentar el número de las concubinas, sino
para desempeñar
sucios y nauseabundos oficios, de bestias de carga, en las
casas de los
judíos.
Imaginaos todavía dos retretes destinados a las obscenas
inspecciones
esotéricas, con unas como arpías en la puerta, con unos como
engendros de
Mammón, en forma de mercaderes, y una multitud de
postulantes, viejos
generalmente, todos ellos cuchicheando, mientras en esos
retretes se
resuelve el problema más irritante para el pudor... imaginaos
todo esto,
repito, y tendréis un cuadro aproximado de esa abominación,
dentro de
cuyos dinteles mi compañero de viaje y yo, gastando ochenta
libras
esterlinas, pudimos decirle a un ser humano, cuya condición
era peor que
la de un perro sarnoso: "¡Eres libre!" haciendo
ella después de su capa un
sayo, determinación que dejo a la fantasía de cada cual
apreciar, si fue
prudente, o no ...
Estamos casi al pie de las Pirámides, o mejor dicho, vamos
llegando a
ellas: estamos en El Cairo, en el Hôtel de Russie . Los
borricos están
listos, cada dragomán tiene el suyo; subimos, somos buenos
jinetes,
queremos hacerlos caminar, no se mueven. Es inútil
castigarlos, no se
moverán, hasta que no sientan la baqueta mágica del dragomán
en cierta
parte. Se las introducen. Se las sacan. Se repite la
operación
acompasadamente. Los borricos se mueven entonces, como si
tuvieran una
hélice. Queremos detenerlos, ¡tiempo perdido!, no sienten los
tirones del
freno, que no es más que un aparato para las riendas, y
éstas, un medio de
sostenerse mejor. No se detendrán, hasta que el dragomán no
los deje como
clavados en el camino. Esta educación no permite que el
viajero canse los
burros, los que, como fácilmente se concibe, no caminan a
voluntad del que
los monta, sino a voluntad del que los alquila, el cual los
hace
descansar, cuando a él le place.
Caminemos...
Ahí están a la vista...; de lejos, y a medida que uno se
acerca a ellas,
poco efecto producen. Un kilómetro más, por el tórrido
arenal, siempre
fija la vista en el mismo punto, y el fantasma va tomando
gradualmente
proporciones colosales. Una vez en su base, el viajero se
siente como
aplastado por la mole, y si se compara y se mide con ella, el
anonadamiento es completo. Es la sensación de la montaña para
el hombre de
la llanura; la de la llanura, para el hombre de la montaña;
la de los
altos mares, para los que no vieron sino la orilla del
arroyuelo; de la
inmensidad, de lo finito, comparado con lo infinito. La
reacción no viene
sino poco a poco. Pero producida la reacción física, nuevas
emociones se
apoderan del alma del viajero, que puede asociar ideas,
recuerdos, ligar
el pasado con el presente, contemplar, en síntesis elocuente
para el
espíritu, millones de esclavos, afanados como hormigas
industriosas, en
darle cima a una obra estupenda, que, en nuestros días, no
sirve sino para
recreación y estudio, dando la medida de lo que fueron
aquellos faraones,
que, al morir, parecían decirle al mundo: "te desafiamos
a que destruyas
nuestras tumbas antes que te acabes"; porque, en efecto,
tales monumentos,
por su masa y su antigüedad, "más parecen pertenecer al
Universo que al
Egipto en particular..."
La famosa Esfinge muestra ya su cara etíope, cortada en la
roca,
prolongándose por la espalda en la dirección del centro de la
segunda
pirámide, y al verla, se siente y se concibe fácilmente que
sólo a tamaño
monstruo podía confiarse la guarda de las misteriosas
catacumbas, donde
yacen sepultados los
reyes de tanta grandeza pasada.
El paisaje tiene un aspecto indescriptible; el sol caliente
vibra sus
rayos a plomo sobre la arena movediza; la reverberación de la
luz es
ideal, hay algo de caótico y de momento final en aquel
horizonte rojizo,
como una puesta de sol argentino en día canicular; la Fata
morgana ostenta
en lontananza y en el cielo todos los caprichos de su
maravillosa virtud;
la imaginación los trastrueca, los embellece, los completa,
si posible es,
y los ojos del cuerpo ven, a las inglesas tourists ,
poniéndose calzones
de hombre, que las abultan por delante y por detrás, como si
estuvieran
doblemente in the family way , prepararse para la ascensión.
Ya subiremos...
Las Pirámides, como ustedes saben, quedan yendo del Cairo
sobre la margen
occidental del Nilo. Son sesenta y siete, aunque es más
propio decir que
han sido, porque de algunas de ellas, de las más pequeñas, no
quedan sino
vestigios.
Por más que no sea una novedad, permítanme ustedes decirles
que los
anticuarios se han puesto al fin de acuerdo sobre que, tanto
unas como
otras, siendo varias sus dimensiones, estaban destinadas a
los diversos
miembros de la familia real. En dos palabras: eran las tumbas
de los
faraones.
Las que visitamos ahora, son el grupo de las de Ghizeh, y la
más alta de
todas, esa a donde vamos a subir, ustedes acompañándome a mí
mentalmente,
yo acompañado de mis recuerdos juveniles, es la de Cheops.
Recuerdos juveniles, he dicho. Qué lindas palabras ¿no es
verdad? Sí;
cuando podemos asociarlas sin remordimiento, o apartar la
memoria de lo
que hemos sufrido, "por la invariable variedad y la
monotonía del eterno
cambio".
"Cheops", leo en mi libro de viaje en la fecha
marzo 14 de 1851, tiene
cuatro faces y cada una de ellas mide en su base, en cifras
redondas,
doscientos cuarenta metros; la altura vertical es de ciento
cincuenta
metros y de ciento ochenta y tres, sobre la inclinación de
51º 50' que
tienen los lados, lo cual permite que, fácilmente, nos demos
cuenta de la
prodigiosa masa resultante de tamañas dimensiones, multiplicadas
las unas
por las otras.
Y, para no vestirme, en esta parte, con las plumas del grajo,
no siendo,
como no soy, anticuario, aunque ya frise en lo antiguo, me
referiré, para
algo de lo que sigue, a la obra del coronel Vyse intitulada
The Pyramides
of Ghizeh (3 vol. de texto y 3 vol. de atlas; Londres,
1839-1842).
Simple eco de la tradición, Heródoto refiere que Cheops
empleó treinta añ
os en construir la gran pirámide, y avalúa en trescientos
setenta mil, el
nú mero de obreros que trabajaban a la vez, siendo
reemplazados cada tres
meses.
Ahora bien, suponiendo que esos obreros sólo comieran
cebollas y
legumbres, resulta que su alimentación debió costar cinco
millones de
francos.
Pero como ni en Egipto mismo se vive sólo de cebollas y de
legumbres,
sobre todo cuando se arrastran piedras como las de las
Pirámides, se puede
juzgar, por este solo artículo, lo que ha debido ser el
conjunto de los
demás. Porque a esos
gastos hay que añadir el salario de los obreros, por
mínimo que fuera, y la mano de obra, aunque costara casi
nada; así como es
menester tener en cuenta el valor de los materiales
empleados: calcáreo,
granito, mármol, pórfido y otros que se traían del alto
Egipto, por el
Nilo, de una distancia de más de ochenta miriámetros.
Todas las Pirámides presentan sus lienzos muy exactamente
orientados hacia
los cuatro puntos cardinales; la mayor parte están
construidas con piedra,
algunas con ladrillo negro, proveniente del Nilo; pero todas,
una vez
terminadas, eran revestidas de piedras lisas y pulidas, y la
de Cheops se
supone que estaba revestida de mármol. Los siglos lo han
hecho
desaparecer.
Tengo barruntos de que todo esto, no lo entretiene mucho, que
digamos, al
lector.
Me apresuro entonces a decir cómo están construidas las
Pirámides.
Ayudadme.
Ved con los ojos de la imaginación una base o asiento
cuadrangular, como
si dijéramos un perímetro mayor que el de la plaza 11 de
Setiembre (o sean
57.600 metros cuadrados, de un metro de espesor, poco más o
menos; llegad
hasta metro y medio). Ved, sobre esa base o asiento, otra
casi del mismo
espesor, pero que sea menos ancha, para emplear términos
vulgares, y
tendréis un escalón. Continuad el procedimiento, hasta
elevaros ciento
cincuenta metros, por la superposición de bases o asientos
que se van
achicando a medida que la pirámide va creciendo, y llegaréis
hasta
encontraros en la cúspide o plataforma de Cheops, adonde en
breve
estaremos todos juntos.
Y para que esta sucinta descripción quede completa, ved
todavía una
sucesión de planos inclinados inmensos, por donde son
empujados hacia
arriba enormes monolitos, muchos de los cuales no tienen
menos de
veintidós pies de largo, siete de ancho y nueve de espesor,
que fue toda
la mecánica que se debió emplear, y como yo, exclamaréis:
¡cuántos
sudores! ¡cuánta miseria! ¡cuántos esfuerzos!
¡Ah, sin las agonías del pasado, no tendríamos la prosperidad
del
presente! Habrá siempre señores y esclavos, pobres y ricos,
quien sufra y
quien goce. Somos impotentes para hacer exclusivamente lo
bueno. Toda
conquista ha de ser una catástrofe. "La genre humain,
n'est pas placé
entre le bien et le mal, mais entre le mal et le pire."
Decía que las inglesas tourists , hechas el diablo con sus
polleras
metidas dentro de masculinos pantalones, se aprestaban a
subir, Foster
Rodgers y yo nos preparábamos ídem, ídem, para la ascensión.
Aquellos escalones, o no los habéis visto, eran unos señores
escalones.
Pues es nada, un
escalón de sesenta centímetros, y algunos tienen un metro
cincuenta.
Los mirábamos, mirábamos la cima, y si no nos decíamos como
la zorra
"están verdes", pensábamos que aquello tenía
bemoles. A ver, nos decíamos
con Foster Rodgers,
cómo suben las inglesas primero.
-No, subamos nosotros antes, y les veremos las caras de
arriba para abajo,
que siempre es mejor ver lo de adelante que lo de atrás,
aunque estas
inglesas (y nos reíamos que daba gusto) lo mismo son por
delante que por
detrás, con sus bultos a vanguardia y retaguardia. -Bueno -me
dijo Foster
Rodgers-, let us go !
Y, haciéndole una seña a los beduinos, que ya habían
intentado apoderarse
de nuestras respectivas humanidades, nos entregamos
completamente a ellos.
La disposición era ésta: tres beduinos por barba; el uno nos
tenía por la
mano derecha; el otro por la izquierda; nosotros teníamos las
narices
frente al plano inclinado de la pirámide; el tercero estaba
detrás...
De repente oímos un ¡alahá! archigutural y junto con él
sentimos dos
tirones en ambos brazos, y un empellón en la "parte
posterior de atrás"
-como decía un ayudante de mi padre, muy bárbaro- y nos hicieron
subir un
escalón, como si fuéramos bultos. Y los ¡alahá! se repetían,
y el subir
como bultos continuaba, y sudábamos la gota gorda, y ya no
teníamos
articulación en su lugar, así nos parecía. Los mirábamos a
los beduinos
con caras que decían ¡por caridad! nada; ¡alahá! viene,
¡alahá! va; Foster
Rodgers y yo rodábamos como masas informes, impelidas por una
fuerza
brutal, hasta que la divina Providencia, si es que ella se
mete en estas
cosas, apiadándose de nosotros nos hizo descansar en un
escalón, en el que
había un socavón, que los beduinos decían tenía virtudes
singulares,
resultando que la única virtud real que le descubrimos, fue
que nos
pidieron boxees (debe leerse boc-shichs) vulgo, "por la
buena mano, para
la copa."
¡Y eran doscientos tres los escalones, y estábamos apenas a
medio camino!
Descansamos; y antes que se enfriara la traspiración y sin
decir oste ni
moste, nos agarraron de nuevo nuestros ágiles coadjutores, y
a la voz de
¡alahá! otra vez, nos dieron otro empellón y otro, y otro, y
los
empellones se repetían, y detrás de nosotros, resonaba el
¡alahá! de los
otros que nos pisaban los talones, por decirlo así,
pretendiendo llegar
primero a la enhiesta cumbre, que en todo se mezcla la
emulación,
tratándose particularmente de fatiga o de destreza. ¡Pero
qué! les
llevábamos la delantera y éramos varones en realidad, y ya
nos habíamos
entusiasmado, y ya también gritábamos nosotros ¡alahá! para
darnos unos
bríos que no teníamos, pues íbamos más muertos que vivos.
Finalmente, llegamos maltrechos... estábamos arriba, en la
plataforma, que
es una piedrita en la que caben, de pie, ochenta personas,
por lo menos.
Allí nos encontramos con veinte y tres prójimos, rodeados de
setenta y
seis demonios que se habían quedado en el último escalón.
Foster Rodgers oyó hablar en inglés. Vio en el acto que no
era inglés de
ingleses, sino de
yankees, e incontinenti se puso en contacto con ellos, y
presentándome como a un americano del sur, como quien dice a
un colega,
prorrumpimos con ímpetu ¡hurra! y sacándonos los sombreros y
agitándolos
hasta arrojarlos al viento, creyendo que llegarían a la base
de la
pirámide, mientras que ahí cerca no más se quedaron, todos a
una, gritamos
con orgullo, ni más ni menos que si hubiéramos hecho la
conquista de otro
Mundo: All Americans! ¡Americanos todos! Longlife to
America! ¡Viva
América! y nos dábamos las manos con efusión, y el ¡viva
América! atronaba
los aires. Y como si estuviéramos en un balcón, mirábamos a
las inglesas,
con su barriga por partida doble, pujando por llegar, llenas
de
curiosidad, porque no entendían jota de aquellos gritos
desaforados de
¡viva América!...
Entre nosotros los americanos -los veinticinco-, ¡oh
sorpresa, y oh
contrariedad!, descubrimos un musulmán.
¿Qué hacía allí aquel intruso? ¿En virtud de qué derecho
estaba con
nosotros?
Foster Rodgers y yo nos dijimos:
Pero este beduino, ¿por qué ha subido a la plataforma? ¿por
qué no se ha
quedado con los otros? creyendo que era uno de tantos, de
esos que nos
habían hecho rodar hasta arriba.
Indagamos, y resultó que era un yankee disfrazado de
musulmán; un yankee
que se había hecho mahometano, engañapichanga, para de esa
manera poder
acaparar antigüedades con más facilidad. La extracción estaba
prohibida.
Tenía así como unos cuarenta años, era retacón, panzudo,
rubio, pecoso y
doctor en medicina. Se llamaba Abbot, y él fue, querido
Cárcano, el que me
dio el facsímile del grueso sello, que le he regalado a usted
-sello
simbólico que, en forma de anillo, de oro finísimo, encontró
en el dedo de
una momia, que había sido uno de los faraones.
El tal musulmán intérlope llevaba una vida curiosa: habíase
hecho querer,
la medicina lo ayudaba; vivía como Salomón, en medio de un
ajuar de
mujeres de todos pelos, sin tener precisamente harén.
Negociaba en ese
momento con el Cónsul norteamericano la venta de su
colección, formada a
costa de inmensos sacrificios, y no esperaba para hacerle un
corte de
manga a Mahoma, sino que estuviera concluido el negocio con
su cónsul, el
que, a la sazón, se encontraba entre el grupo de los
veinticinco.
Otros viajeros habrán visto más maravillas que yo; pero apuesto
que a
ninguno le ha pasado en las Pirámides de Egipto lo que a mí:
encontrarse
en la cúspide de la de Cheops, en un momento dado, con
veinticuatro
conciudadanos, por decirlo así.
Descendamos: llegan las inglesas jadeantes, sudadas, con sus
barrigas
descompuestas, pero festivas, y tenemos que recoger nuestros
sombreros que
la brisa arrastra de escalón en escalón sin conseguir
llevarlos hasta el
suelo, ¡tanta es la altura del monumento e inclinado el
plano!
Y qué diré en conclusión, como quien le pone marco al cuadro.
¿Diré como Napoleón, lectoras y lectores que habéis subido
conmigo hasta
arriba:
De lo alto de esas pirámides, cuarenta siglos nos contemplan?
¿O como el veterano, al oír aquella figura de retórica, a su
cabo:
-¿Y a dónde están los cuarenta siglos, que yo no los veo?
A lo que el cabo contestó:
-¡Imbécil! el general los ve con su anteojo.
¡Oh! aquel General para el cual, según Emerson, todo
obstáculo parecía
desaparecer en presencia de sus recursos, que dijo: no habrá
Alpes, y no
los hubo, y que según Kleber, era grande como el mundo, podía
ver, con o
sin anteojo, esos cuarenta siglos... ustedes y yo -permítanme
la
confianza- ¡quién sabe si los columbramos siquiera!
Ver bien el pasado, ligarlo sabiamente con el presente, hasta
tener la
intuición del porvenir, cuando apenas alcanzamos a divisar la
punta de
nuestras narices, ¡no es para todos!
Por lo que a mí respecta, me declaro opa en esta parte;
confieso que las
Pirámides nada me dijeron, cuando las vi por primera vez.
Sólo mirándolas retrospectivamente, algo me revelaron
después.
¿Qué sabía yo entonces del sistema curvilíneo del cono, que
en la antigua
simbología era un emblema del fallum y de la generación, y un
endulzamiento del sistema piramidal, más vetusto e igualmente
expresivo
del teocosmos?
Menos que ustedes, ahora.
¡Era yo tan ignorante!
Pero en el camino se hacen bueyes, y ahora... los hago a
ustedes jueces
del vigor con que arrastro mi carreta.
¡Respetables padres de familia!, permitidme daros un consejo:
no mandéis
vuestros hijos a viajar, sino cuando estén enfermos, que es
también cuando
el médico, no sabiendo qué recetar, aconseja generalmente
"cambio de
aire". Mandadlos recién cuando estén preparados para
poder ver los
cuarenta siglos esos de las pirámides de Egipto sin ayuda de
vecino, sin
anteojo, con sus propios ojos.
La mejor nodriza es la patria. Sólo ella nos da la estructura
y el aliento
necesario para aspirar con anchos pulmones el aire ambiente.
Sólo así
podemos llegar algún día a ser hombres representativos de la
tierra;
mientras que, por más que parezca paradójico, los que se
desenvuelven en
el extranjero apenas realizan un tipo híbrido. Llegarán a ser
originales,
puede ser; populares, jamás.
Dante, el peregrino poeta teólogo no por eso reñido con las
mujeres, dice
que no hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz en la
miseria.
Creo, efectivamente, que debe ser una broma muy pesada
acordarse uno de
sus riquezas, cuando está fundido , o pensar en las caricias
de la que en
un tiempo decía "te adoro", cuando claramente se ve
que está adorando a
otro, cosa que, por otra parte, es muy frecuente, a estar a
lo que las
crónicas cotidianas refieren.
Musset, que no entendía jota de Teología, pero que era
catedrático en
materia de amoríos y de amor, ¡así lo puso la suerte!, y si
no, ¿por qué
exclamaba un día fatigué, brisé, vaincu par l'ennui? -dice,
dirigiéndose a
su divino antecesor, lo diremos en nuestra lengua para que
todos lo
entendamos mejor:
"¿Eres tú, alma inmortalmente triste, la que lo ha
dicho?
-¡No! por esta llama purísima, cuyo resplandor me ilumina...
no, no."
¡Un recuerdo feliz es quizá, aquí, sobre la tierra, más
verdad que la
felicidad!
El "quizá" - peut-être - prueba que el discípulo no
estaba muy seguro de
lo que decía. Pero, sea de ello lo que fuere, lo que yo de mí
sé decir es
que, unas veces me parece que Dante tiene razón, otras que la
tiene
Musset, aunque me quedo con la opinión del sabio de los
sabios, el cual
decía, en medio de sus trescientas mujeres y setecientas
concubinas: "que
el más feliz de todos es aquel que no ha nacido".
Me quedo, en tesis general, bien entendido; pues, en el caso
presente,
tratándose de Catherine Necrassoff, siento que: "Un
souvenir heureux est
peut-être sur terre plus vrai que le bonheur."
¿Por qué?
¡Ah! no se trata ahora de mis confidencias. Vamos nada más
que a conversar
de un viaje de pocas horas en ferrocarril, y de "lengua
rusa", en la que,
supongo, son ustedes tan versados como yo, y eso que yo he
estado en Rusia
y ustedes, no, me parece.
Lo que es usted, mi querido Tagle, sólo ha estado en
Catamarca; esa
especie de Polonia argentina, según algunos de los
detractores de la
tierra, y a no ser su instinto de conservación, su valor y
las uñas de un
buen pingo, no se escapa usted del banquillo, que allí le
habían
preparado.
¡Cómo me enterneció usted el otro día, cuando me refirió
aquella aventura!
¡Ah! mientras usted hablaba, yo pensaba que si se "lo
fuman", no lo
tendríamos de presidente de la Cámara... y, posiblemente, en
cuarto grado,
de Presidente de la República.
¡Dios nos libre!... no de usted, sino de las catástrofes que
tendríamos
que presenciar, para que eso sucediera; a no ser que, todos
los otros, se
fueran a la Exposición de París, o a cualquier otra parte.
Eran las once de la noche: la estación del ferrocarril de
Roma estaba
llena de pasajeros; listo, para salir de un momento a otro,
el tren de
Nápoles. El pistón silbaba ya; todo el mundo buscaba un
compartimiento
donde subir y acomodarse; yo, con mi hija María Luisa,
¡pobrecita!,
íbamos, veníamos, no encontrábamos puesto en ningún coche;
los que ya
estaban acomodados nos miraban con esas caras poco
hospitalarias que
parecen decir: si ustedes suben, vamos a ir todos mal,
busquen en otra
parte, y buscábamos, y en todas partes la gente se hacía más
ancha. Pero
los conductores gritaban pronti! el silbato se hacía oír cada
vez con más
fuerza, y...
Nos metimos, quisieron o no, en un coche con una porción de
valijas,
canastas y envoltorios, y, movimiento acá, movimiento allá,
nos
incrustamos en ángulos opuestos, no poco contrariados de la
distancia que
nos separaba; quedando mi hijita al lado de una vieja, y yo,
al lado de
una joven, que no necesité inspeccionar muy detenidamente
para ver que era
en extremo interesante.
Meno male , como dicen en Italia, pensé para mis adentros, y
nos miramos
con María Luisa, como diciéndonos: ¡y qué se ha de hacer!
El tren partió. El compartimiento iba lleno, todos incómodos;
pero las
nalgas tienen una adaptación admirable. Cuando se viaja no
hay contacto,
por más que uno se toque, y al rato, todos estábamos a gusto,
al menos yo
lo estaba, porque mi vecina, cuya cara, llena de seducción,
podía ver
perfectamente, sin mirarla, por el espejo de enfrente, que la
repercutía,
era toda una cumplida vecina, capaz de justificar la
respuesta de Chamfort
cuando pregunta:
"¿Qué es el amor?
"El cambio de dos fantasías y el contacto de dos
epidermis."
Con María Luisa hablábamos siempre en francés; el español, y,
según los
casos, el inglés, era nuestro recurso, para que no nos
entendieran. En el
ocurrente, apelamos al español, entre dientes, para lamentar
nuestra
situación, la distancia, en que la mala estrella de viajero
nos había
colocado.
Pero, como mi vecina nos hubiera oído hablar en francés al
entrar, la otra
lengua con tantas "jotas", llamóle la atención, e
hizo uno de esos
movimientos de curiosidad que le hacen a uno comprender que
no será mal
recibida una pregunta banal cualquiera, como quien dice, para
entrar en
materia; lo cual, observado por mí, me sugirió esta pregunta
de cajón:
- Vous allez à Naples, madame?
A la que ella contestó graciosamente: Oui, monsieur .
La corriente eléctrica estaba establecida. Terció María
Luisa, se mezcló
en la conversación "la vieja", que, como mi vecina,
hablaba
correctísimamente el francés, y viendo yo que, de los ocho
pasajeros,
cuatro podíamos ya considerarnos afines, traté de acomodar a
mi hijita, de
modo que quedara más cerca de mí; lo que se hizo mediante
pequeñas
perturbaciones de rodillas, muslos, etc., etc. Quedó, pues,
aquélla a mi
lado, y por combinación fortuita, mi vecina, que parecía hija
de la
susodicha vieja, como yo debía parecerle a ella padre de
María Luisa.
No iba más que un hombre, exclusive yo, por supuesto, que no
tardó en
dormirse, lo mismo que las otras pasajeras, quedando sólo
despiertos los
cuatro protagonistas principales que, como antes he dicho,
hablaban
francés.
La vieja, que para ser exacto y cortés he debido decir
"una mujer de
cierta edad", desde que apenas representaba cincuenta
años, cuando vio que
los otros dormían, me preguntó si yo era fumador.
- Altro que fumador era, y soy, soy una pipa, tan fumador
como don
Bartolo, a quien tanto se lo han fumado en los últimos
tiempos, que a cada
Santo le llega su día.
-Sí, señora -le contesté.
Y ella repuso entonces: -¿Usted permite?
Ya lo creo que permitía.
Un momento después, los dos fumábamos cigarros puros.
Mi vecina, notando en mi cara cierta sorpresa, se apresuró a
explicarme
que la fumadora era rusa, que en Rusia se fumaba muchísimo, y
de ahí, a
quedar enterado de que era su madre, no hubo más que un corto
intervalo.
Naturalmente, siendo de noche, no teníamos el paisaje entre
los recursos
consabidos de conversación, y ésta tenía que hacerse
personal, lo que es
siempre agradable, sobre todo entre los sexos contrarios.
Yo sabía ya que mi vecina y su madre eran rusas; pero mi
vecina no sabía
positivamente ni que María Luisa era mi hija, ni cuál era
nuestra
nacionalidad.
Mi francés mediocre para gente rusa, cultísima, como eran
ellas, la
confundía, siendo correctísimo el de María Luisa, que, por
decoro, no
quise dejar pasar más tiempo sin hacer constar que era sangre
de mi propia
sangre.
-Entonces -díjome mi vecina-: Ustedes no son franceses,
aunque
mademoiselle lo parezca.
-No, señora.
-¿Y qué son ustedes?
-Adivine usted -y hablábamos en italiano y en inglés y en
español y en
portugués, con María Luisa, y le decíamos a mi vecina,
preguntándoselo en
francés:
-Y bien, ¿qué seremos, madame? -y digo madame , porque estaba
impuesto de
que era viuda, lo que era una doble complicación, ¿o no es
sumamente
complicado ser bella y viuda?
Mi vecina no caía en cuenta.
Pero no había por qué abusar del incógnito, y, al fin, dije
que éramos
americanos, de descendencia española, y, ligándose la
conversación,
llegamos a lo de siempre, a la hermosura de las lenguas,
pidiendo cada
cual para la suya.
-Usted no pronunciaría fácilmente una frase española -le
dije.
-¡Ah! se ve bien que usted no conoce el ruso; para una lengua
rusa no hay
ningún escollo de pronunciación. Tenemos treinta y seis
letras. Dígame
usted lo que quiera, y yo se lo voy a repetir como un loro...
inteligente.
Me acordé en ese momento de la que podemos llamar célebre
composición
hecha por Arriaza, a fin de hacerlo sudar al embajador
francés, que tuvo
que leerla en la tertulia de uno de los infantes de la casa
Real, y la
dije:
-A ver si será usted capaz de repetir, a medida que yo los
vaya diciendo,
unos versos de lo más español que hay, porque tienen hasta
dejo árabe.
-Estoy segura de
repetirlos, puede usted empezar. Pero, aunque los repita
como loro, desearía que usted me los dijera primero, enteros.
Yo repetiré
después, conforme vaya usted diciendo.
-Perfectamente. Va usted a perder.
-Voy a ganar; le repito que no hay dificultades de
pronunciación para una
lengua rusa, que tenemos treinta y seis letras en el
alfabeto, dos ees por
ejemplo, una que se denomina e y otra, acentuada, que se
denomina
oborotnaië , y una colección de íes , y otra de
particularidades, que ya
le explicaré, salga triunfante o no. Primero, quiero
derrotarlo. ¿A ver
sus versos? Esos versos tan difíciles...
Le expliqué el origen de lo que le iba a decir, la miré, me
miró, y
agregando
"empezaremos por el título de la composición, que es ya una
dificultad", exclamé:
-"¡Julepe entre un gitano y un jaque!"
Se sonrió, y no había yo concluido de decir, cuando ella
repetía la frase
con un acento tan puro, como el de un aragonés.
Me dejó asombrado, por no decir leso. Estaba archiderrotado.
Corrido, quise ser agresivo y le dije: -Efectivamente, se
necesita hablar
una lengua tan áspera y tan dura como el ruso, para poder
pronunciar, como
usted lo ha hecho, el español, y supongo que no me ha
engañado usted
cuando me ha dicho que no lo conocía.
-¿Una lengua tan áspera y tan dura como el ruso?
-Sí, señora.
-¿Y por qué un hombre de talento, al parecer, como usted,
repite una
vulgaridad?
-¿Una vulgaridad, señora?
-Sí, pues, así como suena. ¿No sabe usted que el ruso es una
lengua tan
dulce como el italiano mismo?
Me sonreí... y le argüí que había estado en Rusia, en San Petersburgo,
en
Moscú, en Finlandia, y que no traía de allí, aparte de otras
reminiscencias agradables, sino la resonancia de koff ... con
que terminan
las palabras más usuales.
-¡Oh, qué desencanto tan grande me causa usted! -repuso
ella-, ¿pero
cuántas horas ha estado usted en Rusia? No, usted no ha
estado nunca allí,
es imposible...
-¿Quiere usted que le diga -le contesté-, cómo es San
Petersburgo, cómo
son sus calles, sus tiendas, sus monumentos, sus paseos; que
le describa
una puesta de sol, desde ese paseo ideal que se llama la
Pointe ; que le
explique cómo es que en todas partes hay cuero de Rusia,
menos en San
Petersburgo?
-¡Oh! usted habrá leído todo eso en alguna Guía y se lo sabe
de memoria;
si hubiera estado en Rusia, no diría que el ruso es áspero y
duro. Después
que usted me haya recitado sus versos, yo le recitaré, para
probárselo,
otros de nuestro popular Kurochkin, improvisados ad hoc .
-No, me doy por
vencido, quiero oír ese ruso tan sonoro, tan suave, tan
dulce, como el italiano...
-Usted habla irónicamente. Voy, sin embargo, a complacerlo;
pero a
condición de que, cuando yo haya concluido, usted me dirá
todos esos
versos tan llenos de jotas.
-Son muy largos.
-No importa.
-Bueno, empiece usted.
Mi vecina se preparó, volviéndose galanamente hacia mí: movió
sus negros
ojos, velándolos con unas pestañas admirables, hasta casi
cerrarlos,
compuso la voz, diole a su rostro esa expresión peculiar que
pone en
armonía el temperamento con las circunstancias, que
embellece, como diría
Flaubert, secreto envidiable, que sólo poseen las mujeres:
miró... vio...
recordó ... y ya había
articulado las primeras palabras: O son-na-more
..., divni-son ... cuando el tren se detuvo, gritando los
conductores:
- Capua! dieci minuti!
Cuando yo hice mi primer viaje a la India, a más de la
guitarra...
¿La guitarra?
Sí, han leído ustedes perfectamente.
Y, ¿por qué no he de haber sido yo guitarrista también?
Un día de estos, he de contar las penas del purgatorio que
pasé con el
método de Aguado.
Y lo he de contar con sus ribetes científicos, trayendo a
colación la
Frenología, en la que soy algo ducho. Baste por el momento
decir que a mi
madre se le había metido la cosa en la cabeza, y que no ha
sido señora
fácil de disuadir, tratándose de la educación de sus hijos.
Con que he sido algo, más difícil que guitarrista, ¡cocinero!
Hablo
formalmente. Créanme, pues, cuando digo que en la cocina no
soy un simple
chef, un cordon bleu cualquiera, sino un verdadero artista.
¡Qué digo! Un
poeta. Improviso, invento y me salen unos platos... de
chuparse los dedos.
...La cuisine est un temple
dont les fourneaux sont l'autel.
Si ustedes me vieran con la sartén por el mango,
alguna vez, se
convencerían de lo que voy diciendo, si dudan...
Pero es que, desgraciadamente, he errado mi vocación. Hace
treinta años
que en vez de conchabarme con Sempé, cometí la calaverada de
enrolarme en
el ejército de línea.
Vivimos en unos tiempos experimentales, en los que es
necesario presentar
documentos auténticos de todo, cuando algo se afirma, ¿no es
así?
Perfecto: yo puedo citar como testigo ocular de lo que acabo
de afirmar a
mi antiguo jefe y amigo, el general don Emilio Mitre,
cocinero también.
Pero... no cocinero como yo. El pertenece, en esta materia, a
una escuela
mixta, y yo, ni en filosofía acepto las doctrinas eclécticas
de Victor
Cousin.
¡Ah! si así como soy cocinero fuera repostero, y todavía
estuviera a
tiempo de volver sobre mis pasos, que nunca es tarde cuando
la dicha es
buena. Pero es que, desgraciadamente, también he tenido poca
afición a los
pasteles. Lo asado, eso es lo que a mí me gusta, sobre todo.
A eso me
inclino por naturaleza; y queda una vez más probado, con mi
ejemplo, que
así como el poeta nace y el orador se hace
On devient pâtissier
mais en naît rôtisseur.
Aquí, en mi tierra, pues, podrán, de consiguiente,
llamarme como quieran;
no me llamarán nunca, como a Martínez de la Rosa, poeta de
otro género, en
Españ a, Paquita la pastelera .
Ahora, repito para proseguir que, a más de la guitarra,
llevaba algunos
libros "para leer". Este "para leer"
parece una redundancia, y en efecto
lo es. La albarda me será, sin embargo, perdonada por la
crítica fina, si
se tiene presente que tener libros es una cosa, y leerlos,
otra.
Entre esos libros, figuraba Corina o la Italia . Todos
ustedes lo conocen.
Si no lo conocen, se lo recomiendo. Vale más que muchos de
los modernos
que gozan de gran fama, no teniendo, para mí, más que un
defecto: ser
escrito por una mujer "filósofo" espiritualista.
¿Qué quieren ustedes? yo
no soy amigo, ni partidario, ni admirador, por regla general,
de las
mujeres escritores. En una palabra, no me gustan les
bas-bleus , con
polisón, porque suelen ser demasiado polissonnes .
El hecho es que, en ese libro, precisamente en los momentos
en que más me
aburría, porque el barco que me llevaba era muy pequeño, y no
tenía ni con
quién conversar, siendo yo el único pasajero, leí estas
palabras:
"Viajar es, por más que digan, uno de los más tristes
placeres de la
vida..."
A pesar de la concordancia que había entre el desahogo de
madame de Staël
y mi situación, no entendí entonces. Recién caí en cuenta
algún tiempo
después, cuando comencé a encontrarme solo, aislado, en medio
de caras
humanas sin relación con mi pasado ni con mi porvenir, en esa
soledad, en
ese aislamiento, sin reposo y sin dignidad; porque -como dice
la misma
célebre escritora- ese anhelo, esa prisa, por llegar allí
donde nadie os
espera, esa agitación
que no tiene más causa que la curiosidad, os
inspiran poca estimación por vosotros mismos, hasta el
momento en que los
nuevos objetos se tornan un poco antiguos y crean a vuestro
alrededor
algunos dulces vínculos de sentimiento y habitud.
Yo había preguntado: Vous allez à Naples, madame? La
respuesta había sido:
Oui, monsieur . Lo desconocido, lo indiferente, hasta lo
molesto,
cumpliéndose, en pocas horas, la ley de las afinidades
electivas, y no
sabiendo qué sucedería una vez que hubiéramos llegado a
Nápoles, me hacían
desear que el viaje se prolongara; que en vez de llegar
cuanto antes,
tardáramos lo más posible; de modo que, aquel Capua! dieci
minuti! resonó
en mis oídos como una bendición del cielo.
Capua , pensaba yo, si pudiera quedarme aquí, tanto como los
tagineses y
en el estado de ellos...
¡Cuán lejos estaba del chasco que el hado fatal de los
viajeros sin suerte
me reservaba!
María Luisa y yo íbamos cerca de la portezuela. Bajamos,
primero ella y
yo. Y fácilmente se comprenderá lo que pasó en seguida. Me
quedé al pie
del estribo, para darle la mano a la madre de Catherine
Necrasoff y a
ésta, que, calculaba, irían a tomar algo en el buffet . Pero,
¡cuál no
sería mi sorpresa al ver que madre e hija empuñaban sus
maletas
portátiles, signo inequívoco de que no seguían el viaje!
-¿Cómo? ¿y qué? ¿ustedes se quedan aquí? -le dije a mi rusa,
este mi es un
modo de hablar.
- Oui, monsieur .
-Pero ¿no me dijo usted, señora, que iban a Nápoles?
-Sí, y a Nápoles vamos; pero preferimos dormir aquí, visitar
mañana
temprano el anfiteatro y otras curiosidades, seguir en
carruaje
descubierto por un espléndido camino, hasta Caserta (son sólo
tres cuartos
de hora), y de allí irnos a Nápoles, en cualquier tren (los
hay a cada
momento) y así nos ahorramos la molestia de llegar al
amanecer.
¿Qué contestar a esto? ¿Con qué derecho podía yo oponerme a
semejante
combinación?
- Ah! madame -exclamé- c'est
bien vrai: voyager est, quoi qu'on en puisse
dire, un des plus tristes plaisirs de la vie...
-¿Por qué?
-¿Y usted me lo pregunta?
Catherine Necrassoff comprendió, y repuso: On peut se revoir...
María Luisa, que tenía la imaginación de un tourist , y que
ya se había
entusiasmado con la idea de visitar cuanto antes la
celebérrima ciudad
fundada por los etruscos, me propuso que nos quedáramos allí.
Pero ¿cómo
aceptar? Ni era lícito, ni semejante empressement era
decoroso, y me
habría perjudicado, por más que los negros ojos de Catherine
Necrassoff
fueran fascinadores. Me negué, y dirigiéndome a ésta le dije:
-¿Así es que no repetirá usted los versos de Arriaza?
-¿Y por qué no? Si no son muy largos, tenemos tiempo. Vamos
al buffet .
Acepté, entramos, nos sentamos; yo decía y ella repetía frase
por frase:
Dijo un jaque de jerez,
con su faja y traje majo:
yo al más guapo el juego atajo,
que soy jaque de ajedrez.
Un gitano, que el jaez
aflojaba a un jaco cojo,
sacando, ciego de enojo,
de esquilar la tijereta,
dijo al jaque: "Por la jeta
te la encajo, si te cojo."
"Nadie me moja la oreja",
dice el jaque, y arrempuja;
el gitano también puja,
y uno aguija, y otro ceja.
En jarana tan pareja,
el jaco cojo se encaja,
y tales coces baraja,
que, al empuje del zancajo,
hizo entrar, sin gran trabajo,
al gitano y jaque en caja.
Con la última "jota" que simultáneamente salió de
mi boca y de los labios
de aquella mujer, que, por lo mismo que se quedaba, me
parecía más
encantadora, los conductores gritaron: pronti!
No había qué hacer: era forzoso partir.
-Adieu, mesdames!
-Au revoir, monsieur; au plaisir de vous revoir,
mademoiselle.
Hotel de Roma , dije
yo, poniendo una de esas caras que todo el mundo
pone, en las mismas circunstancias; y estaba tan alelado, que
me imaginé
que me contestarían: "Y nosotras también."
¡Qué! me contestaron esto: "Nosotras no sabemos todavía
adónde iremos."
La traducción libre de semejante réplica no podía ser sino la
siguiente:
"Tal día hará un año que tuve el gusto de encontrarme
con usted."
Yo estaba batido en todos los terrenos. Catherine Necrassoff
pronunciaba
el español como yo, le era indiferente seguir el viaje
conmigo, y yo ni
sabía si aquel O-son-na-more-divni-son , que ella había
articulado, cuando
los conductores gritaron: Capua! dieci minuti! , era ruso o
algún dialecto
italiano, una broma,
si se habían burlado de mí o no.
Todo mohíno y cabizbajo entré con mi hijita en nuestro
compartimiento.
Confieso que me pareció sombrío, desierto...
Partimos, y como mi hija tenía talento y se podía conversar
con ella, nos
pusimos, haciendo ella causa común conmigo, a comentar la
aventura.
-Papá -me decía ella-: ¿y si fueran españolas? Y se acordaba
de un chasco
que nosotros les habíamos dado a una señora y a un caballero
españoles,
chasco, cuya razón de ser fue todo lo contrario del caso
presente:
sustraernos de toda conexión con personas que no conocíamos.
María Luisa me decía: Sin embargo, esa señora habla tan bien
el francés,
que no me parece española... aunque he conocido madrileñas
que lo hablaban
maravillosamente. Pero el indicante del cigarro, que fumaba
la vieja, nos
hizo convenir, por no sé qué aberración, en que serían
habaneras, como si
en La Habana fumaran todas las señoras; y habaneras son, y no
hay más que
hablar, era nuestra última palabra, en el momento en que los
conductores
gritaban: Napoli!
Estábamos, efectivamente, en la más bella ciudad del mundo,
para mí. La
prefiero a Constantinopla, a Río, a Lisboa.
En Nápoles hay todo: la luz, el color, lo que han hecho la
naturaleza y la
mano del hombre. Un bullicio simpático, un pueblo que ríe, a
todas horas.
En Nápoles no hay noche.
Desde la vasta calle de Toledo, hasta la Chiaja, y desde las
más estrechas
hasta Santa Lucía, cuando medio Nápoles duerme, la otra mitad
toca la
guitarra y la bandolina, cantando canciones amorosas y
alegres barcarolas,
iluminada siempre por los ígneos resplandores del Vesubio.
Tomamos una calesa descubierta, y nos fuimos al Hotel de Roma
, albergue
delicioso, en una pequeña punta de tierra que entra en el
mar.
Pasaron tres días. En todos los paseos y excursiones,
esperábamos
descubrir a las habaneras. ¡Vana esperanza! Decididamente,
nos decíamos,
la señ ora doña Catherine Necrassoff ha de ser doña Juana o
doña Petrona
del Río o Mansilla mismo. Y llegamos hasta admitir la
posibilidad de que
fueran parientes nuestros, remotos.
Al cuarto día,
saliendo del hotel para ir a tomar el vapor que va a la
Grotta azzurra , el portero me entregó una carta que acababa
de recibir
para mí.
Rompo la nema, abro, leo. ¡María Luisa! exclamo, no son
habaneras, son
rusas legítimas; y le paso la misiva, que descorría el velo
del
misterio...
María Luisa, saltando sobre las puntas de sus piececitos,
batiendo las
manos, reflejando el centelleo de sus ojos toda la alegría
infantil que le
causaba el descubrimiento, exclamó:
-Yo también sé ya ruso,
O-son-na-mo-re ,
Divni-son ...
¡O sueño sobre el mar,
divino sueño!
Y en seguida me dijo:
-Por supuesto que esta noche iremos a visitar a esas señoras,
papá.
-Y... ¿cómo no?
Volvimos de nuestra excursión, comimos, nos emperifollamos,
tomamos un
calesín, le dimos la dirección, y pocos minutos después
estábamos en el
Grand Hotel -edificio grandioso de estilo suizo, aislado, en
un paraje
pintoresco sobre el borde del mar-. Bajamos, entramos en el
vestíbulo, sin
decirle una palabra al portero, nos pusimos a buscar en el
tablero de
indicaciones la tarjeta consabida.
- C'est drôle -dijo María Luisa- ça n'y est pas .
-Portero -dije yo a mi vez-: ¿madame Necrassoff?
El portero contestó sencillamente: partiti!
María Luisa y yo nos miramos, y ambos a una nos dijimos: ¡es
una
mistificación!
María Luisa me dijo con su carita llena de malicia inocente:
¡Se han
burlado de ti, papá!
-Y de ti, mi hijita, ¿o todavía saltarás de gusto, diciendo:
"O-son-na-more-divni-son... ya sé ruso...?"
No nos quedaba más que una sola cosa que hacer: dar un paseo
por la
ribera, tratar de olvidar lo inolvidable, irnos al teatro y
dormir en
seguida lo mejor posible, guardándonos bien de pensar que del
ruso
sabíamos otra cosa que no fueran apellidos acabados en off
...
Eso hicimos.
Al volver al hotel, hallé una carta que decía así:
"Caballero: un despacho urgente nos obliga a mamá y a mí
a regresar a
Roma. Pero estaremos de vuelta dentro de ocho días, y
entonces espero que
tendremos el gusto de ver a su interesante hija y a usted en
el Grand
Hotel . Catherine Necrassoff ."
Todo lo dicho es verdad, mi querido Tagle, tan verdad
como que tengo, para
no ser exagerado, menos gusto en verlo a usted de Senador que
usted mismo.
Y... honni soit qui mal y pense .
Mi querido Lucio:
He leído su folletín. Usted abusa de su increíble
facilidad de
narrar y de la originalidad atractiva con que lo hace.
Así le cuenta
a su auditorio todo lo que le da la gana, dándole el
carácter de
verdad que tendría, si se refiriera a hechos reales.
Los
preliminares a la introducción de Catalina o Carolina
Necrassoff son
deliciosos: uno ve las escenas descritas, pero no hay
ni ha habido
nunca tal Catalina Necrassoff. Suyo afmo. E. Wilde.
Sucede con la reputación intelectual de un hombre casi
exactamente lo
mismo que con su reputación moral.
Es sabido que, cuando
la fama es buena, el hombre es inferior a su
reputación, y que, cuando la reputación es mala, el hombre es
mejor que su
fama.
Yo, al menos, tengo ese convencimiento, fundado en la
experiencia de la
vida. Ella, que ha sido mi gran libro, me ha enseñado: que no
somos ni tan
malos, ni tan perversos como se cree, ni tan angelicales,
como algunos
hipócritas lo sostienen, no por los otros, sino en beneficio
de sí mismos.
Pero, aquí no se trata de moral, ni siquiera de crédito
literario, en el
sentido académico; es decir, de si yo escribo bien o mal, con
galanura o
sin sombra de gracia. Se trata sencillamente de si soy o no
(que es lo que
de mí se dice) un escritor de imaginación.
No soy sordo ni ciego, de modo que he podido oír y ver: ver
lo que se ha
escrito, oír lo que se ha dicho, y, he oído y he visto, por
ejemplo,
cuando escribí mi libro sobre los Indios ranqueles , que un
noventa y
nueve por ciento de los lectores creían que la Excursión no
había tenido
lugar, siendo todo ello obra de mi fecunda imaginación.
No puedo decir que llegué a dudar de los hechos, a punto de
tener que
palparme, como el personaje de la comedia, que, antes de
contestarse a sí
mismo "yo, soy yo", se toca por todas partes el
cuerpo, tanteando su
periferia, por los cuatro costados.
Confieso, sin embargo, que cuando Mantegazza, el célebre
Mantegazza, no un
bachicha cualquiera llamado así, escribió su Dio Ignoto , en el que yo
figuro (con permiso mío, porque Mantegazza me lo pidió) como
un personaje
fantástico, llegué a preguntarme si no habría sido mejor que,
en vez de un
libro real, hubiera fabricado uno completamente de pura
invención.
¡Quién sabe si ese procedimiento no habría hecho que se
creyera en la
realidad de lo que el libro contiene! Gato por liebre suele
ser mejor.
¡Es tan frecuente confundir al padre con el hijo, al autor
con el actor! A
Larra lo creían Fígaro ; a Cervantes, Don Quijote ; y la
mujer de uno de
los hombres de más chiste de este siglo, le decía en plena
mesa con toda
ingenuidad al autor del Nuevo Robinson :
-¡Ah, señor!; ¡y cómo sufriría usted en aquella isla
desierta, entre puros
monos! ¡Y qué peligros no correría usted en medio de tantas
bestias
feroces!
A la inversa me sucedía a mí, después de dar a luz mi
susodicho libro,
pues no pocos lectores llegaron a preguntarme como quien
desea recibir una
confidencia:
-Decime, che , Lucio, ¿realmente has estado vos entre los
indios?
La aberración, que unas veces se traduce en credulidad y
otras en
incredulidad, es un fenómeno del alma, que envuelve todo un
problema de
psicología social. La regla es ésta: ser escépticos cuando se
trata de
efectos producidos por gente que hemos conocido, cuyas
aptitudes no
sospechábamos, porque nos hemos tratado con ellas de tú y
vos; y tener las
fauces de un hipopótamo para tragarse los bocados más
descomunales, cuando
se trata de lo desconocido.
Así, oyendo un día decir que Fulano, nuestro condiscípulo,
nos ha sacado
la oreja, en cualquier cosa, nuestra primera impresión es una
mezcla de
desdén y de envidia, y atribuimos el éxito colosal a la
fortuna, en vez de
imputarlo principalmente a la capacidad.
Oímos decir: Juan Pérez es banquero. ¿Cuál Juan Pérez ?,
preguntamos.
¡Pero hombre! nos dicen: ¿no te acuerdas? Aquel tan zonzo,
que estaba en
la clase de Gramática que todos los días se quedaba en
penitencia, en
cruz, con orejas de burro. ¡No, hombre, no puede ser! ¡Es
imposible! No
obstante, es así. Pero es que, el que ha aprendido mucha
Gramática y no ha
conseguido hacerse rico, no se conforma con eso, no lo
entiende, y,
mientras tanto, hay que creer o reventar:
Juan Pérez es banquero. No sabe Gramática Castellana a
derechas, pero sabe
Gramática Parda.
Otro día nos dicen: el hombre más rico de Buenos Aires es
Leonardo
Pereira. No hemos sido condiscípulo suyo; pero tiene para
nosotros ese
extraño prestigio de lo desconocido, y admitimos en este caso,
sin
repugnancia, lo que no nos entraba en el de Juan Pérez .
Y hay algo más curioso todavía, y es que, si estamos apurados
y ocurrimos
al senor Pereira, es probable que éste nos reciba como a un
antiguo
conocido, y que Juan Pérez , el de las orejas de burro, nos
mire de arriba
abajo, con una de esas caras en las que un observador agudo
puede leer que
Juan Pérez no habla sinceramente cuando dice:
"Efectivamente, creo que lo
he visto a usted alguna vez." Guardaos de insistir en
que os debe conocer
Juan Pérez. Es mejor que piense que no os acordáis, de que lo
visteis
muchas veces en penitencia, con orejas de burro.
Fingid, fingid siempre en estos casos; y la comedia puede ser
que haga que
Juan Pérez proceda como Pereira. De lo contrario, saldréis de
su bufete,
como entrasteis, apurados, murmurando interiormente: estos
advenedizos son
todos iguales, reflexión que debisteis hacer antes de entrar,
no al salir.
Bueno, un hombre podrá defenderse, como Horacio Cocles, solo
contra un
ejército, en la cabeza de un puente; pero no se defenderá
victoriosamente
contra su reputación. Será vencido, por más que grite: ¡digo
la verdad!
Ergo: entre luchar para caer, y seguir así como vamos, opto
por lo ú
ltimo, y les declaro a ustedes, para hacerles el gusto, que
soy un
escritor de imaginación.
Lo raro, lo sorprendente, lo cuasi extraordinario es esto:
que sea,
precisamente, uno de mis médicos -y no digo mi médico, porque
yo tengo
todos los médicos posibles, desde que creo en todas las
drogas
imaginables- quien, pensando y diagnosticando como todo el
mundo, haya
encontrado, al hacer su análisis craneoscópico, que tengo muy
desarrollada
la protuberancia de la "idealidad"...
¡Wilde! ¡el doctor Wilde! ¡el doctor Wilde! ¡mi amigo Wilde! un hombre sin
pizca de imaginación, que me debe conocer a fondo, fallando
ex cathedra ,
también, que padezco de eso ... ¡de imaginación!
¡Eh, con tal de que no llegue a ser un licenciado Vidriera!
Como lo acaban ustedes de ver, Wilde no ha creído en lo que
llamaremos la
aventura con Catherine Necrassoff. Ahí
está su carta, como texto o
epígrafe. Y sólo diré en mi descargo, esperando ser creído,
que Tagle no
me hará la injusticia de suponer que yo me haya permitido
engañarlo,
sirviéndole gato por liebre, lengua de vaca por lengua rusa,
cuando mi
objeto fue dedicarle un verdadero manjar, algo como un
esterlete del
Volga, en escabeche, pescado en mis apuntes de viaje.
Este Wilde me pone en un verdadero aprieto, con su
incredulidad. ¡Hombre
incorregible! Pues es nada, obligarme a decirle al lector lo
que he creído
que debía silenciar, por no exponerme a correr el riesgo de
caer en la
monotonía, en esa monotonía que da sueño, que hace dormir, o
que fastidia,
hasta hacernos estrujar el diario y arrojarlo con rabia, exclamando:
¡qué
tonto!
No hay más, tengo que sacrificarme. Mejor dicho, tengo que
presentarme
como una víctima más del pirronismo literario de Wilde, por
no decir de su
saña; porque, la verdad es que se necesita tener mal corazón,
para
chulearme como él lo ha hecho, tirarme de la lengua, ponerme
la pluma en
la mano y forzarme a proseguir quand même . ¡Ah!, los tales
médicos,
cuando se hacen estadistas, no tienen entrañas.
Lector paciente o amable, permitidme deciros ante todo, por
vía de
observación: que, en general, es muy difícil explicarle al
que no la sabe,
la pronunciación de una lengua; que la tarea se hace casi
imposible,
cuando se trata de dos lenguas, que tienen tan poca analogía
entre sí,
derivando de troncos distintos, como sucede con el ruso y el
español, e
imposible del todo, si el que debe explicar sólo sabe la
lengua (que es el
caso mío) de aquel a quien se dirige (que es el caso de
ustedes, los que
me leen).
De modo que tengo que insistir en que Catherine Necrassoff ha
existido, y
que apelar a sus pruebas y procedimientos, para medio hacerme
entender.
¡Malhaya el tal Wilde!
¡Con razón sus opositores dicen que es una calamidad!
Al diablo no se le ocurre desmentirme, y desmentirme, con la
circunstancia
agravante de que he de ser yo mismo el que lo tenga que hacer
saber.
¿O no está claro que la carta del texto, tan repulida, está
cantando que
ha sido escrita para que pueda ver la luz pública sin rubor?
Cuanto más me empeño en ser breve y conciso, tanto más
elástica se me
vuelve la frase; por manera, que si aquí no le doy un corte,
la
introducción resultará más larga que la exposición, y ¡adiós!
reglas de
Retórica, y ¡adiós! Estética.
Alors , para que el potpourri sea completo, me echo en brazos
de Luis V.
Varela, que es el ingenio argentino más capaz de creer,
siendo, como es,
un cerebro tan poderoso; quizá y sin quizá, el doctor en
jurisprudencia
más instruido en literatura que tenemos, y a él le digo,
encargándolo de
que lo convenza a Wilde, con quien yo no puedo, que Catherine
Necrassoff
era hermana del conocido prosador y poeta de ese apellido.
Volvamos, pues, por un momento, y antes de proseguir, a las
dificultades
enormes con que tiene que tropezar todo aquel que quiere dar
una idea
fonética de la exacta pronunciación de una lengua cualquiera,
al que no la
ha oído hablar jamás. Y dejemos a un lado, lo que complicaría
doblemente
mi empeño, las modalidades gramaticales de esa lengua, sea
sabia o no.
Por ejemplo, ustedes no han oído nunca hablar la lengua de
los esquimales.
Yo puedo, sin embargo, iniciarlos en ella, escribiéndoles
tres renglones.
Helos aquí:
"Illaming nin, akhing nun,
arkridjigiliork Iutik
arkridjigilinurublutig ork."
Puedo asegurarles, asimismo, que la traducción de dichas
palabras es ésta:
"De la orilla opuesta de este lado, hacia (es decir:
habiendo partido del
otro lado del mar) los dos vinieron a cazar ortegas (ave
americana). Y se
arrebataron de las manos, unos a otros, esas ortegas,
pues."
¿A qué recursos apelaría yo para decirles a ustedes cómo se
pronuncia por
un esquimal, cómo suena, saliendo de su boca, la penúltima
palabra
trascrita, la cual consta de la friolera de veintidós letras?
Tendría, en primer lugar, suponiendo que lo pudiera hacer,
que explicar
cómo se pronuncia cada letra del alfabeto esquimal; y, en
seguida, que
explicar todavía cómo se combinan sus sonidos, al
articularlos, para
formar palabras y, una vez hecho, me parece que estaríamos
tan adelantados
como al empezar.
Eso fue precisamente lo que a Catherine Necrassoff le sucedió
conmigo.
Ella empezó por decirme: el alfabeto ruso tiene treinta y
seis letras, y
me las pintó primero con sus caracteres moscovitas, y después
me las
figuró con signos latinos.
El ruso, añadió, no tiene, como el francés, letras mudas; la
misma letra
s'kratkosou , que podría pasar por muda, es un sonido
aspirado o una
aspiración, y sólo se emplea en la terminación de algunas
palabras,
después de una vocal.
Tenemos vocales y semivocales, pero no tenemos diptongos, y
las vocales
son suaves o duras, y están sujetas a las leyes de la
permutación y del
acorde , que es una de las particularidades de la lengua
rusa, que admite
la intercalación de la o y de la e , antes de las consonantes
líquidas ;
porque las consonantes son de tres clases: líquidas , duras y
aspiradas ,
y se dividen en labiales, guturales, dentales, paladiales,
linguales y
nasales, las cuales, a su vez, son silbantes y chitantes .
Cuando Catherine Necrassoff llegó a estas silbantes y
chitantes yo le
dije, cerrando mi libro de memoria, en el que tomaba notas:
-Señora, me parece, como dicen los franceses, que usted
emplea inú
tilmente su griego y su latín y que, de esta lección, no se
me quedará en
la cabeza más que una cosa: que el ruso no es lo que yo
pensaba, una
lengua "áspera y dura". Ruégole, pues, que sigamos
otro procedimiento, si
es posible.
-¿Cuál?
-¿No podría usted escribirme con caracteres itálicos
exclusivamente en
ruso, los versos de Kurochkin, y en italiano como suenan?
-¿Y cómo no? Precisamente de la comparación de los dos
textos, con
caracteres iguales, resultará probado lo que le he dicho a
usted, lo que
nuestro gran poeta probó antes que yo, improvisando también,
en viaje, en
ferrocarril, y arguyéndole a un italiano, que habló de la
aspereza y
dureza del ruso, como usted, que esta lengua es tan suave y
tan sonora,
como el italiano mismo.
Al día siguiente recibí esta misiva:
" Caballero:
Al remitiros esa pequeña improvisación de nuestro periodista
Kurotchkin,
tengo el placer de daros con ella una prueba incontestable de
la armonía
de nuestra lengua, rogándoos, al mismo tiempo, aceptéis la
seguridad de
perfecta estimación que os profesa
Catherine Necrassoff. "
Grand Hotel.
En ruso
O son na more,
divni son!
Odessa mai ou Kosta
ya piu o col mi pase on
Ne sto, a tristo tostow
y pian-ge, piange, piang-ge
on
capite vino Kosta
o, son na more,
divni son!
Da verno ge on ne sprosta.
En italiano
O son amore
divni son
o, deesa, mai u Costa
ya piú o col mi pace on
nesto a tristo tostou.
Y piange, piange, piange on
capite vino costa,
o son amore
divni son
d'aver-nage on ne spro-sta.
El concepto ruso, expresado en nuestro idioma, quiere
decir esto:
¡Oh, sueño sobre el mar,
divino sueño!
(En) Odessa, (en el mes de) mayo
en casa de Costa (restaurante)
bebo, y él todavía más,
no cien, sino trescientos toasts ...
Y él es quien está borracho (bis).
Y bien, ¿qué dirá Wilde a esto, querido Luis? ¿Se atreverá
todavía a
decir, insistiendo, que yo soy un escritor de imaginación?
Capaz es de
ello, porque ¿qué audacias de concepto son inaccesibles para
él?
Es imposible tener contacto espiritual con una mujer llena de
seducciones
físicas y morales, y
no tratar, para entenderla mejor, de aprender su
lengua.
Estaba escrito que yo había de estudiar un poco la lengua de
Catherine
Necrassoff, y aquí tienes la prueba de ello en este verso de
Puchkin:
Lubïézni drug oi zoráiech ia
lublú durachistsía es sdrusíami
tí rosgadal davno menía
y potamu pust mezdu nami
ost anusía sü stíji.
Traducción:
"Querido mío: Ya sabes tú que a mí me gusta divertirme
con los amigos; tú
me has adivinado, y por eso te pido que estos versos queden
entre
nosotros."
Así se expresaba Puchkin, contándole, en un poema, a un
amigo, lo que le
había pasado la primer noche de boda...
Yo, que no me casé con Catherine Necrassoff -ya conté que se
me perdió en
Nápoles- concluyo, diciendo que en viaje es más fácil se voir
que se
revoir .
Y con esto, lectoras y lectores, au revoir . Ustedes no me
creerían, si,
con visos de mentira, les contara alguna otra verdad sobre
Catherine
Necrassoff, porque ustedes mismos, de antemano, ya han
decidido, con el
conforme de Wilde, que yo soy un escritor de imaginación.
Tú, Luis amigo, que vives entre empolvados mamotretos, tú,
sí, me
creerías, si te contara ahora, cómo fue que, antes de venirme
definitivamente a América, volví a comer, en París, en casa
de Catherine
Necrassoff esterlete fresco del Volga, con salsa de caviar .
C'est très-bon .
Será para cuando podamos departir de silla a silla.
Omega .
Aux vertus qu'on exige dans les domestiques, votre
Excellence
connait-elle beaucoup
de maîtres qui fussent dignes d'être valets?
Beaumarchais.
Era cuando la guerra del Paraguay.
Ya habían tenido lugar los grandes hechos de armas más
notables hasta
entonces: la grande y famosa batalla del 24 de mayo, y el
sangriento y
glorioso asalto de Curupaití.
Habíamos, por fin, salido de aquel eterno campamento de
Tuyutí, en el que
murieron o derramaron su sangre tantos bravos, y en el que
todos nos
aburrimos mortalmente. El hombre de guerra no es completo, si
no es
paciente. ¿Qué se ha hecho entonces la medalla que se les
debe a los que,
a pesar de todo, no reventaron allí de hastío como una bomba?
Estábamos en Tuyucué, frente a los formidables espaldones
protectores,
tras de los cuales comía a manteles opíparamente López,
mientras sus
soldados, convertidos en cartílagos ambulantes, perecían de
inanición,
moviéndolos esa fuerza casi sobrenatural, que se llama: el
terror.
A nosotros nos diezmaba un cólera fulminante.
El espectáculo de la devastación era atroz. Algunos se
enloquecieron.
Yo estaba, con mi batallón, campado en una balsa cenagosa,
formada por las
aguas de un estero pestilencial. Mis soldados, sus mujeres, y
hasta los
perros se morían, que era un dolor, sin que hubiera auxilios
ni ciencia
bastante eficaces, para salvar a los atacados, en la medida
siquiera de
nuestra natural conmiseración.
El cuerpo médico se multiplicaba con patriótica abnegación.
Los sanos
cumplían con su deber.
El flagelo podía más que todos, y que todo, y hasta quebraba
la energía de
los que tantas veces despreciaron la metralla mortífera.
El cabo Romero, su mujer y su perro, murieron casi al mismo
tiempo,
salvándose un hijito que tenían, llamado Raimundo.
Yo adopté, por decirlo así, al huérfano y se lo mandé a mi
mujer.
Era una hipoteca.
Pero, ¿y la caridad?
Mi mujer tuvo lástima de aquel desvalido, que apenas hablaba;
le tomó
cariño desde que lo vio, y comenzó, como hacen siempre
nuestras señoras en
estos casos, por educarlo mal.
Cuando yo vine a Buenos Aires, le dije: "Este muchacho,
metido entre
polleras siempre, se perderá.
¡Quién no se pierde entre polleras!
Los años corrieron.
Yo estaba en Córdoba, de Intendente Militar; Raimundo era un
personaje en
la casa: se tuteaba con mis hijos y daba, él solo, más
trabajo que todos
ellos juntos.
Mi mujer le tiraba de las orejas, no tanto como lo merecía, y
se
desahogaba, tildándolo de "pícaro, desagradecido".
Raimundo se reía. Y como había aprendido a leer y escribir y
no tenía pelo
de tonto, comprendía perfectamente que necesitaba algo más
que manos
femeniles; y ni hacía propósitos de enmienda, ni se
enmendaba.
Mi mujer me dijo un día: "Yo ya no puedo con Raimundo,
Lucio."
¡Pse! Me encogí de hombros, como contestándole: "recoges
el fruto de tu
educación".
Poco después me fui a la Rioja, a no recuerdo qué trapisonda
electoral.
Torné, naturalmente, porque en la Rioja nadie se queda, y eso
que la moza
más linda que yo he visto ha sido una riojana, y mi mujer
volvió a las
andadas, quejándose de Raimundo; y a tal extremo me obsedió
que un día lo
mandé preso, constitucionalmente, con ciertas instrucciones
reservadas.
Me vine a Buenos Aires.
Mujer e hijos me escribieron -¡lo querían tanto a Raimundo!-
pidiéndome
que lo pusiera en libertad.
No contesté.
Regresé a Córdoba. Me sitiaron los empeños. No cedí. Mi
máxima es que se
debe ser lento en castigar, y castigar en regla, cuando se
resuelve el
castigo. Fui inflexible. Quería que Raimundo purgara bien sus
pecadillos.
No se hablaba, pues, de él, comprendiendo que todo era
inútil, que yo me
había reservado la medida del tiempo que debía durar la
punición.
Una noche, trabajando en mi escritorio, tuve necesidad de
compulsar el Don
Quijote .
Me levanto, voy derecho al armario, donde estaba... donde
debía estar.
¡No había más que el vacío! Reniego en mis adentros,
maldiciendo a los que
no saben poner los libros en su sitio, busco, rebusco. ¡Vana
pesquisa! ¡El
andante caballero no se encontraba en mi biblioteca!
Se hacía tarde, la familia no volvía del teatro, me recogí.
Al día siguiente, averiguo. Alma viviente había visto al
"caballero de la
triste figura",
ni noticias de él tenían.
Me deshice en improperios anónimos. Nadie chistó:
Un poco más tarde, sentí en la casa cierto movimiento
inusitado.
Entraban y salían más oficiales y soldados que de costumbre.
No hay nada tan tonto como un dueño de casa, en estas
ocasiones.
No caía en cuenta.
Pasaron algunas horas. Yo trabajaba. Una sirvienta entró y me
dijo,
poniéndome en las manos el Don Quijote : "Dice la señora
que había estado
en su armario."
Ya se imaginarán ustedes todo lo que le mandé decir a mi
mujer, sin
decírselo a la sirvienta.
Dejo lo que hacía, y teniendo lo que había necesitado la
noche anterior a
la mano, vuelvo a ello. Abro, hojeo, y me vienen a las
narices unos
efluvios de humo de tabaco negro, frío, el olor más
nauseabundo, hasta
para un fumador.
-¿Qué es esto? -me dije interiormente, llevando las manos a
la cabeza.
Salgo, voy a las piezas de mi mujer; ella y mis hijas se
ocupaban en
zurcir medias. ¡Qué excelente ocupación!
Interpelo a la madre. Niega con ese aplomo con que sólo saben
negar las
mujeres.
Pero las niñas se turban.
¡Qué bella cosa la niñez!
Yo no puedo decirles a ustedes todo lo que me imaginé.
¿Me lo creeréis? Fue la primera vez que, como marido,
comprendí aquello
de:
Si son celos un furor,
una ciega destemplanza,
que sólo quiere venganza,
estrago, muerte y horror,
y que no teme a los cielos
y que a los cielos se alzara,
si allí su venganza hallara,
dices bien: ¡yo tengo celos!
Mi mujer tuvo que capitular, que confesar toda la verdad...
Raimundo era... lector, y ella le suministraba libros, para
amenizarle las
soledades de la prisión.
Don Quijote estaba, pues, saturado de Raimundo, que era un
insigne pitador
de mis cigarros y de cuanto pucho le caía en las manos.
De la cólera a la risa no hay más que un paso, para ciertas
naturalezas,
para las naturalezas débiles, como la mía.
Ya se colige entonces lo que pasó: Raimundo fue puesto en
libertad, y
salió de su encierro, más gordo y más blanco de lo que
entrara y con esa
cara de pascuas de los sinvergüenzas incorregibles, y él no
se había
corregido, no obstante lo severo de la reclusión; pues nadie,
sin orden
expresa mía, podía hablarlo.
De ahí las maniobras, a que antes me he referido, el
movimiento inusitado
de mi casa, el entrar y salir de oficiales y soldados, para
obtener la
devolución del "famoso manchego", sin que yo me
apercibiera, como no me
apercibí; porque un jefe es algo parecido a un marido: lo más
fácil de
engañar, siempre que se trata de ahorrarle un disgusto .
Y disgusto se suponía que debía causarme, que no se
cumplieran
estrictamente mis órdenes respecto de Raimundo, como en
efecto no se
habían cumplido.
Confieso que me lo sospechaba y que, en el fondo, me bastaba
salvar las
apariencias de haber sido enérgico en aplicar la mano.
Raimundo volvió a la casa paterna, diremos así, con el doble
prestigio de
la ausencia y de sus desgracias, y a todos los tenía
embaucados,
contándoles sus penas y la dura vida del cuartel.
Una mañana, en tanto almorzábamos, mejor dicho, después de la
lectura -era
la costumbre- de cierto trozo selecto en prosa o verso que
mis hijas me
leían a mí, o yo a ellas, María Luisa me dijo (¡ah!, cuánta
pena me causa
sólo recordarla):
-Papá, ¿sabes que tengo una cosa muy graciosa que contarte?
-¿Qué cosa, mi hijita?
-Una conversación que le he oído a Raimundo en la cocina (mi
cocina era
una especie de refectorio, que hacía la desesperación de mi
mujer), pero
una conversación divina.
-¿A ver, hijita?
-Raimundo presidía la mesa, todos lo escuchaban con profunda
atención y él
les decía, dirigiéndose alternativamente a los hombres y a
las mujeres,
tratándolos de che, vos, tú: "Yo había creído que el
Coronel (yo era
entonces Coronel, lo fui diez y seis años, por haber sido
autor y fautor
de la candidatura Sarmiento), era un hombre muy sabio porque
tiene muchos
libros (y el muy bellaco se sonreía con ironía); pero, ¡qué!,
pura farsa,
amigo. Una porción de veces, cuando he estado sirviendo la
mesa, me ha
avergonzado delante de las visitas, diciéndome: ¿cuándo
aprenderás a
hablar como la gente? ¿A quién le has oído decir vide , en la
casa? Se
dice vi , animal..." ¡Animal yo, bum! Otras veces se ha
enojado, porque he
dicho miajas , y me ha dicho: "¡Son migajas,
bruto!"; mientras tanto en el
Don Quijote , que he leído perfectamente cuando estaba en la
cárcel
(cárcel le llamaba al cuartel con toda intención), está
escrito vide y
miajas , y no como él dice.
Y agregaba: "Si es tan guapo así en la guerra como dicen."
-Aquí llegaba él -prosiguió María Luisa-, cuando se apercibió
de que yo
escuchaba, y poniéndose de pie, dio la señal de alarma, y
todos se
levantaron, y yo tuve que retirarme para no interrumpirlos.
-¡Qué pícaro! -exclamé-. ¡Cómo me habría gustado que hubieras
oído lo que
opinaba de mi valor!...
Era inútil interrogarlo sobre su introspección en mi alma de
soldado.
Si lo hubiera llamado, me habría contestado engañándome, lo
mismo que
ustedes ahora: que soy todo un hombre.
Por la sencillísima razón de que a un militar puede
importársele poco no
ser purista ni estilista como Cervantes.
¡Pero no ser bravo como el Cid...! ésa es harina de otro
costal. Por otra
parte, todos perseguimos la sombra de algo, que no alcanzamos
jamás: pasar
por lo que no somos.
¿Qué dicen ustedes?
Yo, lo que siento es que la buena educación que Raimundo
recibió, los
viajes que conmigo hizo y las lenguas extranjeras que
aprendió, no le
hayan servido sino para que se olvidara de que: la gratitud
es un deber...
y un placer.
Raimundo era mulato ...
(Sic).
Me parece, no recuerdo bien, que es Emerson quien ha dicho
que "el hielo
contiene mucho estudio o mucha civilización".
Veamos:
Concepto, original.
Forma, elíptica.
No hay duda, ahora estoy casi seguro, ha de ser suya la
frase.
Lo que es mía,
protesto que no lo es.
¿Estáis familiarizados con Emerson? Quizá no. Es poco
conocido.
Pues bien, ahí tenéis una muestra de su estilo parabólico.
Pero, ¿qué significa, en el fondo, esa especie de lasciate
ogni speranza ,
lanzada al rostro de la mitad del género humano?
Discurramos un momento, antes de pasar adelante, lector
paciente.
Así es casi siempre el autor de los Representantes de la
Humanidad
(Representative Men) . Todos sus pensamientos están repletos
de ideas,
preñ ados, por decirlo así, de manera que antes de
discutirlos hay que
partearlos .
Yo doy a luz, o saco en limpio esto: que el frío, incitando a
concentrarse
en el hogar, predispone a la lectura, y que como leer es
estudiar, y
estudiar es ilustrarse, e ilustrarse es civilizarse, allí
donde cae nieve
debe haber más gérmenes latentes de progreso, que allí donde
el centígrado
sube hasta 40 grados y aun más, y cuyos gérmenes, una vez
cultivados, han
de convertirse forzosamente en elementos eficaces de
civilización, es
decir, en riqueza, fuerza y poder.
Emerson, era o es yankee -no sé si ha muerto ya-, de modo que
ça va sans
dire pertenece en cuerpo y alma a la escuela extravagante y
fatalista de
los que creen en la predestinación de las razas. Hors de l'É glise
point
de salut , dice la intolerancia religiosa. Excepto las
razas del Norte,
dicen estos fanáticos de otro género, no hay grandes destinos
reservados a
los hijos de Sem, de Cam y de Jafet.
Según ellos, ¡ están frescos los latinos! Mas este fresco no
hace bajar el
termómetro, siquiera un grado bajo cero; y sólo implica que
todos los
estantes y habitantes de las zonas calientes o templadas,
comparando su
talla con la estatura de los que moran en más frígidas
regiones y fijando
la vista en el porvenir, deben exclamar en coro: Défense á
Dieu de faire
miracle en ce lieu . ¡Guárdese Dios de hacer milagros aquí!
No digo que sería ocioso dilucidar la materia en esta
ocasión; traer a
tela de juicio las opiniones más autorizadas; colocar cara a
cara, frente
a frente, a los que sostienen el pro y el contra de tan trascendental
cuestión; repasar la historia desde los tiempos de Genghis
Khan , el
formidable -devastador de cien reinos, de la Gran China y del
Tangut,
donde, según el historiador Howorth, perecieron solamente, bajo el
filo de su espada, la friolera de 18.740 seres humanos, hasta
los tiempos
de Atahualpa y Moctezuma; y examinar, por fin, si Pizarro y
Cortés fueron
más crueles con los indios de América y menos rapaces que
Lord Clive y
Warren Hasting con los parias y los nabab de Bengala y del
Indostán.
Pero ¿adónde iríamos a parar?
No soy sectario de Emerson, en la parte que ahora nos ocupa,
al menos. Al
contrario. Y, con tanta más razón rechazo sus orgullosas
pretensiones y
las de sus antecesores y sucesores, cuanto que, precisamente,
me propongo
demostrar con breves y perfunctorias observaciones, las
ventajas inmensas
de nacer y vivir en las zonas tropicales.
Suplico no se crea que considerándome vecino del Paraguay,
quiero pagarle
así su amable y cordial hospitalidad. No, señor. No es
menester adular a
un pueblo para estar bien con él. Basta respetar sus leyes,
sus usos y
costumbres, teniendo presente la máxima de Alcibíades:
"adonde fueres, haz
lo que vieres".
Admitamos, sin embargo, por el momento, que sea cierto que el
frío
contiene más civilización que el calor.
Yo voy a probar algo más consolador. ¡Qué digo!, algo más
precioso para la
humanidad. Voy a probar por A más B que en los climas
calientes se vive
más que en los climas helados. Los que amen la dulce
existencia decidirán
y optarán entre lo tórrido y lo frígido.
Veamos; y si no consigo dejar convencido al bondadoso lector,
caigan todas
las culpas y anatemas sobre el doctor Gamba y sobre el señor
Gómez de
Terán, a cuyo conjunto pedido cedo, escribiendo estas
páginas,
humorísticas o serias, según el gusto de cada cual, y el lado
por donde se
las mire.
¿O conocen ustedes algo más grave que SER?
Por mi parte, pienso como un gran escritor: que si, para un
hombre de
temple, es harto fácil morir, en tesis general, es mucho más
difícil
vivir. Pocas réplicas conozco tan profundas como la de Sieyès
a Napoleón,
cuando preguntándole éste con ironía: ¿Y vos qué hacías en
tiempo del
Terror? ¡VIVIR! -le contestó aquél-. En efecto, dificilillo
era salvar el
pescuezo en aquellos días nefastos de sangriento desenfreno.
Por supuesto, que no voy a recurrir a los censos ni a las
tablas de
longevidad; ni al testimonio irrecusable de los Reverendos
Padres de la
Compañía de Jesús, sobre lo mucho que dura la vida en estos
mundos
calientes de Dios. Tengo otros medios perentorios de
probanza, que cada
hijo de vecino o prójimo puede comprobar fácilmente.
Discurramos, y quiero ver quién me desmiente.
El extranjero que llega al Paraguay, en cualquiera de las
cuatro
estaciones del año, repite siempre lo mismo: qué lindo país,
qué sano;
pero ¡caramba, qué caliente! ¡Eh, señor, no todas han de ser
flores! El
sistema de las compensaciones consiste y se basa en eso.
Empieza -me refiero al extranjero que viene de climas más
fríos- por
querer hacer como en otra parte: quiere comer y dormir,
trabajar, visitar
y gozar, como en toda tierra de garbanzos. Lucha un poco
contra los
elementos y las costumbres, hasta que nemine discrepante , acaba
por darse
por vencido, reconociendo que la experiencia es madre de la
ciencia, y que
por haber desconocido esta verdad ha estado conspirando
contra su
bienestar físico y moral.
La siesta , cuya etimología no conozco -es decir, la
costumbre de
dormir durante las horas del calor, o después de comer- es el
primer
tropiezo que hallan en el Paraguay los que están
acostumbrados a dormir de
noche y a vivir un cierto número de horas de día; puesto que,
es cuenta
clara y fácil la que se hace, cuando queriendo sumar los años
vividos,
durante un lapso de tiempo cualquiera, se destaran de la
existencia los
dormidos.
Computaremos ahora:
De 4 a 5 de la mañana, nadie duerme profundamente aquí. El
que no está de
pie, está despierto.
A las 6, hay plena actividad.
De las 8 a las 10, se hacen visitas.
Los muy ocupados trabajan hasta las 12, a veces hasta la 1.
La regla general es almorzar de 11 a 12; cuando más tarde a
la 1.
De las 12 a la 1, empieza la siesta.
Es una noche artificial, llena de inocentes sensualidades -me
comprendéis-, que comienza profiriendo el labio trepidante de
la mitad de
nuestro ser -me refiero a los que tienen la dicha de poseer
una mitad- con
el afable acento de Longfellow:
"O stay!... and rest.
Thy weary head upon this
brest!"
"¡Oh, quédate!... y reposa
tu fatigada frente en este pecho."
Noche, que dura para los más sibaritas hasta las 4, y que
termina -me lo
imagino- para los que no la han pasado en la soledad como yo,
dejando un
beso reservado en el fondo de la copa para beberlo a sorbos
deliciosos
durante las horas de la noche verdadera.
La Aduana se ha vuelto a abrir.
Hay dos horas de un poco de calor.
A las 5, refresca.
Son, hasta las 7, dos horas deliciosas.
De 8 a 9, se vuelve a hacer visitas, las mismas si se quiere;
se trabaja
en el bufete o en el escritorio. Se lee, se estudia, se reza,
se medita,
se hacen, en fin, todas las cosas agradables o necesarias,
que la ley de
cada existencia aconseja o permite.
A las 12 de la noche se duerme, porque el pueblo paraguayo,
siendo sobrio
y frugal, no necesita recogerse antes, por razones de
digestión; a lo que
se agrega, que viviendo alegre y contento, a pesar de sus
desdichas
pasadas, canta y baila mucho, pero mucho y con muchísima
gracia, con tanta
gracia que, lo digo redondamente, aunque provoque el enojo de
todas las
bailarinas ausentes: no he visto en ninguna parte del mundo
bailar con
igual donaire, así las danzas nacionales, como la cuadrilla,
la polka, el
vals. Y téngase en
cuenta que no me refiero a la gente fina únicamente.
No. La mujer del pueblo baila quizá con mayor encanto para el
extranjero.
No hay ninguno que asista impasible a un baile de
quiguaberás.
Este vocablo, compuesto, significa peineta de oro, o que
brilla, y como
este adorno es aquí nacional, bailes de quiguaberás se llaman
por
antonomasia los bailes públicos, a que sólo concurre la
plebe, campeando
el zapato y la bota con taquitos, al lado del pie desnudo, el
vestido con
cola al lado del tipoi , las modas de abajo , es decir de
Buenos Aires, al
lado de la sencillez que nada disimula de los encantos
naturales.
Por manera que tenemos el día dividido en dos, y una noche
sideral más
corta que en otras partes.
Si se compara, se suma, se resta, prescindiendo de las
ventajas anexas a
este género de vida, higiénico, voluptuoso, abundante en
suavísimas
fruiciones (nada he dicho de los baños, ni de las lujuriantes
galas de la
naturaleza), se saca este cuociente: que al cabo del año se
vive más,
porque se duerme menos.
En donde hace frío el trabajo empieza más tarde, los negocios
empiezan más
tarde; se come y se bebe más y hasta más tarde. Se acuestan
más temprano,
y la cama no rechaza como aquí a la madrugada. ¡Miren ustedes
qué ventaja
esta última!, siendo las sábanas, como es sabido, tapaderas
de tantas
debilidades y extravíos ¡A qué hablar del sol -espléndido
siempre en los
trópicos- mientras que en los pueblos del norte se presenta
generalmente
embozado como un conspirador!
Por consiguiente: el hielo contendrá toda la civilización que
Emerson
quiera...; pero el calor contiene más vida.
Lo uno puede ser una paradoja. Que el calórico es la causa
eficiente de
cuanto esté bajo las estrellas, inclusive las mismas
estrellas, eso no se
puede discutir; es evidente como un axioma.
Suprimid el sol, y volveremos instantáneamente al CAOS.
Suprimid los hielos del polo norte, cuando más, tendremos
unas cuantas
inundaciones y unos cuantos millones de anglosajones
ahogados... habría
motivo para lamentar sensibles pérdidas; nunca, razón
bastante para que
pereciéramos, desesperados de pena.
Señores y Señoras:
¡Estoy por la siesta!
Dis-moi, soldat; dis-moi, t'en souviens-tu?
Las líneas atrincheradas de los paraguayos quedaban muy cerca
de donde yo
estaba campado con mi batallón, haciendo un servicio de
avanzada
permanente.
Aquí, a la inversa de lo que sucedía en Tuyutí, el 12 de
línea cubría y
vigilaba el flanco izquierdo del ejército.
Nos faltaba solamente la guerrilla franca de Ayala, tan
experto para
batirse en orden abierto, como sereno cuando se trata de
hacer "pata
ancha" en orden cerrado.
En vez de ella -¡cuánto la echábamos de menos!, aunque no nos
permitiera
dormir sino con un ojo-, teníamos un estero estrecho, pero
profundo y
traidor, lleno de plantas acuáticas enmarañadas, que hacían
difícil y
peligrosa su vigilancia, siendo, como eran, un escondite
seguro.
El estero ese,
arrancaba de la derecha del enemigo, la envolvía,
serpenteaba, y luego corría hacia el fondo, o sea la
retaguardia, siempre
por nuestra izquierda.
Cuando llovía mucho, se desbordaba; pero, generalmente, tenía
aproches
accesibles, formados por una lonja de tierra sólida, paralela
a su curso,
que la tropa llamaba el "albardón".
De aquel lado, del lado de Tuyutí, el servicio de vigilancia
era diurno.
En la noche, las grandes guardias se retiraban; así es que,
todas las
mañanas había guerrillas, tan fuertes a veces que eran
verdaderos
combates.
Nosotros -brasileros y argentinos- teníamos que triunfar, y
triunfábamos
siempre.
Verdad es que el enemigo no comprometía nunca muchas fuerzas.
En dos palabras, todos los días, al rayar la aurora, había
que disputar
palmo a palmo el terreno abandonado la víspera al ponerse el
sol.
Ya se sabía que, al amanecer, tenía que haber tiros por la
izquierda. Se
había hecho una costumbre pelear por allí.
Esos buenos días, a balazos, era la briosa caballería
argentina o
riograndense la que se los daba al enemigo.
Este, hambriento, salía casi todas las noches de sus líneas,
para merodear
por el terreno ocupado durante el día por nosotros,
limpiándolo de cuanto
desperdicio dejaban nuestros soldados, a punto que ni los
huesos pelados
despreciaban. ¡Cómo estarían de famélicos, cuando hasta
nuestras heces
podían servirles de alimento!
A veces, pilchaban alguna pava, olla, o asador que adrede
dejaban nuestros
soldados, calculando que, si al día siguiente habían de
almorzar allí, no
valía la pena llevarse todos aquellos trebejos a sus reales.
Mi vigilancia, como se concibe, tenía que ser grande durante
la noche.
Colocaba, pues, a lo largo del estero, en el albardón, en
cuanto no se
veía luz, un cordón de centinelas, distantes unos de otros lo
bastante
para que se oyeran sus señas: las palmaditas de ordenanza.
Así se deslizaban los días, sin que pudiera decirse ni que
eran iguales ni
que se parecían.
Las inquietudes eran en el centro, en el flanco derecho del
ejército y por
Tuyutí, todo ello debido a la topografía de las posiciones
respectivas.
No quiere esto decir que nosotros durmiéramos sobre un lecho
de rosas.
Peligro grande no había, pero estábamos muy cerca y la
imaginación nos
trabajaba, haciéndonos pensar en una sorpresa posible.
Por la noche, se sentían en el estero extraños ruidos.
Algunos veían
fantasmas.
Cada centinela contaba al día siguiente, en el fogón, lo que
había visto y
oído, y lo que no había visto ni oído.
Los ejércitos están
llenos de leyendas, y es por eso que una de las cosas
más difíciles de escribir es la historia de una guerra. A
corta distancia,
como dice el General Thoumas, las diferentes relaciones de un
mismo hecho,
referido por varios testigos oculares, son casi siempre
contradictorias.
El soldado A había visto un tigre, entre las malezas del
estero; el
soldado B un lampalagua ; éste una víbora de cascabel; aquél,
un lobo; el
otro, un carpincho, varios, una porción de cabezas humanas
flotando sobre
las aguas. Eran las almas de algunos paraguayos ahogados en
el misterioso
estero... decían...
Yo recorría todas las noches, personalmente y solo, mi cordón
de
centinelas, montando un petiso en pelos.
Una de esas noches, recuerdo que hacía mucho frío y que el
cielo estaba
encapotado, tomé una botella de caña y me fui a hacer lo de
costumbre.
Siendo reconocido, pasé sin dificultad por delante del primer
centinela,
callado, y así sucesivamente llegué hasta el último. Hablé
con él de
broma, era mi estilo; le di a beber un buen trago, volví
sobre mis pasos,
hice lo mismo con el otro centinela, y seguí taloneando duro
al petiso,
que era muy lerdo, pues no llevaba látigo, ni espada, arma
alguna (!).
En la guerra acaba uno por familiarizarse con todo, hasta con
el peligro.
Es un juego como cualquier otro. El valor mismo suele ser,
más que real,
teatral.
Cuando me hallaba a la mitad del intervalo entre un centinela
y otro, de
repente y simultáneamente, oí un tiro de fusil y un grito:
¡los
paraguayos!
La oscuridad era casi completa; se había levantado una niebla
espesa.
Tiro acá, tiro allá -¡los paraguayos!-, nada más se oyó, y
todo pasó como
un relámpago...
Un momento después, un grupo de centinelas rodeaba mi petiso,
y como todo
había quedado en profundo silencio, no se me ocurría qué
podía haber sido
aquello.
Hablo con los centinelas, mientras me apresuraba a hacer con
un haz de
pasto seco, teniendo fósforos en el bolsillo, una antorcha
para iluminar
un poco el horizonte y, antes de que estuviera hecha, llega
otro centinela
que me saca de dudas.
Los paraguayos habían venido por el estero, con el agua hasta
las narices,
como anfibios; se habían quedado quietos aguaitando , frente
a uno de mis
hombres, y, saliendo de improviso, un instante después de
haber pasado yo
de regreso, por delante de él, de haberle hablado y dado de
beber, se lo
habían materialmente robado, huyendo a la otra banda del
estero, donde,
sin más que pasar, estaban salvos.
Era un soldado catamarqueño, llamado Ahumada.
Volví al campamento, en el que se había producido una pequeña
alarma;
pero, un momento después, habiendo relevado a los centinelas,
sin más
novedad, todo el mundo roncaba.
¿O se imaginan ustedes que en los ejércitos, frente al
enemigo, porque se
está cerca de él, se acuesta uno con el Jesús en la boca, y
no es posible
pegar los ojos?
No; se duerme perfectamente, mejor que en blanda cama. Los
lechos duros
tienen esa virtud. Por otra parte, el soldado duerme a
caballo, y hasta
caminando, llueva o no. El sueño es, sin duda, despótico;
pero es más
eficaz que gritarle a un soldado que duerme después de sus
fatigas: ¡eh,
levántese pronto que ahí está el enemigo!; decirle: ¡eh, levántese
pronto,
amigo, que lo llama el mayor!
El temor de la muerte puede menos que la disciplina. Así, los
ejércitos
disciplinados se baten siempre bien. Por eso, ya lo he dicho
en otra
parte: el valor colectivo es la disciplina.
Al día siguiente, en los fogones, no se hablaba sino del
pobre
catamarqueño, robado por los paraguayos y de mi escapada; y
los soldados
que decían haber visto algunas veces, sin ser creídos,
cabezas humanas
flotando en el estero, murmuraban: "Y mientras tanto se
reían de nosotros.
No eran malas almas las que por ahí andaban. ¡Pobre! ño
fulano. Mirá, che,
si se lo llevan al comandante ¡qué barullo!"
Racedo era mi mayor, y yo tenía plena confianza en él. Ya
revelaba
entonces las dos cualidades de hombre de guerra que lo
distinguen: una
intrepidez serena y un ojo seguro sobre el terreno -es decir,
una especie
de doble vista para calcular, en presencia de lo que está
pasando, lo que
debe suceder.
A más de la confianza que me inspiraban esas dos cualidades,
nuestras
relaciones privadas eran cordiales: podía, pues, sin
inconveniente alguno,
manifestarle lo que me contrariaba la pérdida de aquel
centinela, así
arrebatado, y el deseo
que tenía de que los paraguayos cayeran, a su vez,
en una trampa mía.
Hablé con él, y concertamos la revancha .
¿Quién lo había observado? No lo sabré decir ahora. Hay en
toda asociación
humana, en un cuerpo militar sobre todo, un ojo anónimo a
cuya perspicacia
nada escapa. Pero el hecho es que un día se dijo: los
paraguayos vienen a
pilchar siempre que la luna nueva los favorece. Así era en
efecto. Racedo
lo sabía.
Le ordené que pasara a la otra banda del estero y que
inspeccionara bien
el terreno.
Así lo hizo.
Eligió un descampado circular, en cuyo centro había un árbol
corpulento,
de copa muy esparcida. De aquel anfiteatro, flanqueada de arbustos
de todo
género, partía una senda, que se ensanchaba a medida que iba
al enemigo,
formando la figura de un ángulo agudo o de triángulo, cuya
base estuviera
en las fortificaciones paraguayas.
Al pie de ese árbol resolví que se colocara una mina.
Racedo la colocó ingeniosamente, yendo con él Mauricio Mayer.
Un hilo la ponía en comunicación con un cuarto de carne, que
pendía al
parecer de una rama. En la noche, la ilusión tenía que ser
completa. El
cuarto de carne
parecería enganchado en una horqueta...
El menor tirón para descolgarlo, era la muerte de los
paraguayos que se
agruparan alrededor del árbol.
La tropa, mandada por Racedo, a quien como mayor no debía
privarle de los
honores de la empresa, pasaba en silencio a cierta hora de la
noche, sin
hacer más ruido que el inevitable para vadear el estero.
Iban sólo con capote, cada vez una compañía, y no llevaban
cartuchos.
¡A la bayoneta! debía ser el golpe, una vez que estallara la
mina...
Ningún paraguayo podía escapar, si entraba en el círculo
fatal.
Mis soldados, no, nuestros soldados, estaban apostados en
cuclillas entre
las malezas, empuñando sus fusiles. Racedo y los oficiales,
sus espadas.
No se oía más que el canto de las aves agoreras, el susurro
de la brisa y
el zumbido de los insectos rastreros y voladores.
Los emboscados, silenciosos, alzaban la vista al cielo, como
interrogando
sus misterios; las bayonetas y las espadas brillaban tanto
como las
estrellas. Cada cual apretaba nerviosamente sus armas, y se
decía en su
interior, conteniendo la respiración al más leve ruido: ¡ya
vienen!
¡Qué momentos aquéllos!
Un popolo sorge a nazione, ordina lo stato e,
come parte di questo integrante, instituice l'esercito.
Rien n'est aussi trompeur que la mine.
Ustedes, caballeros, los que no conocen a los militares sino
de vista o de
lejos, en una palabra, los que no los conocen (¿o conocer de
vista o de
lejos es conocer?), ignoran que un soldado es un homo duplex
, que bajo
esta máscara, que imprime arrugas prematuras y estos galones,
esta casaca,
que obliga a caminar de un modo, al parecer altanero, modo
que llega a ser
como una segunda naturaleza, se oculta tanta sensibilidad,
tanta ternura,
tanta bonhomía y tanto sentimiento estético, que hay como
para dar y
prestar a esa falange presuntuosa, que todo lo juzga por las
exterioridades, ¡que en su vida, sabrá lo que es una
idealidad!
Yo he visto en los campamentos, en las marchas, en las
batallas, escenas
de amor, rasgos de ternura, actos generosos, como no los he
visto en los
salones, en el hogar, en la sociedad.
La vida pública, la vida doméstica, la vida íntima, de la
gran familia
militar, cuando se vive en ella honradamente, aspirando,
realiza en la
práctica la poesía del deber.
Los ejércitos reflejan, así, toda la civilización y toda la
cultura del
pueblo que los organiza. Tienen su fisonomía y su alma. Son
más o menos
disciplinados, más o menos instruidos o técnicos, más o menos
morales.
Pero siempre son una escuela en la que el hombre aprende a
respetar las
virtudes fuertes, la integridad y el desinterés, la hidalguía
y el
valor... la abnegación.
Más aun, los ejércitos son una especie de asociación de
socorro mutuo, en
la que "lo tuyo y lo mío" se confunden, en la que
el altruismo es la
regla, el egoísmo la excepción.
Porque, para decirlo todo de una vez,
...La milicia no es más que una
religión de hombres armados.
Y, ¡oh poder de la disciplina!, dentro de esa religión, el
hombre es
alternativamente hermano, hijo y padre, según los progresos
de la carrera,
y la aspiración de ascender no despierta en el alma del soldado
sino
nobles estímulos, siendo excepcionales las envidias ruines.
Ved cuánta belleza moral hay en esto. La orden del día os
declara, después
de la batalla "héroe", y os asciende, y el que ayer
os mandaba tiene que
obedeceros y os obedece y os respeta; nada se altera.
Naturalmente, como en todo lo que es humano, hay en la
familia militar
pequeñeces y miserias, desalientos y tristezas, y la
injusticia suele
conmoverla hasta la indignación. El eslabón parece expuesto a
romperse.
Pero, ¡qué!, el deber, ese vínculo misterioso, cuya liga es
la disciplina,
lo mantendrá intacto. "Marchad" os dirá el que no
ha reconocido vuestros
méritos, "obedeced" y marcharéis y obedeceréis, y
marchando y
obedeciendo...,
buscando la muerte, hallaréis la inmortalidad en la
memoria de vuestros conciudadanos.
En la gran epopeya de la humanidad, los primeros han sido
siempre
soldados. ¡Cómo no amar y admirar entonces al ejército! ¡Cómo
no
interesarse en su suerte! ¡Cómo no anhelar que su condición
mejore cada
día, y que si el país camina... él progrese también!
¿No es él, el que permanentemente tiene empuñada la bandera
de la patria?
¡Qué feliz es uno, cuando se encuentra bajo las banderas! Los
mejores días
de mi vida los he pasado en el campamento. Soy un pecador
empedernido.
Allí vivía como un santo... allí comprendí al pueblo-rey, esa
gloria que
tanto amaban los romanos, esa causa de su grandeza temporal,
ese vicio
que, como dice San Agustín, domina vicios mayores.
En la época a que me refiero, Racedo era mi subalterno, y
esto -si lo
queréis entender bien- será preciso que os toméis la molestia
de echar una
mirada retrospectiva
hacia la última Causerie que os dirigí, denominándola
La emboscada .
Racedo dormía, yo velaba. Era necesario que él descansara,
porque a cierta
hora, yo vendría del cuartel general, donde pasaba largas
horas
hablando... de todo, y
dirigiéndome a su hamaca, le diría en voz baja,
moviéndolo cariñosamente, para que no se despertara
sobresaltado:
-¡Racedo, ya es hora!
Racedo tenía entonces el sueño liviano; como que no era
ministro, aunque
lo hubiera soñado. Pero era un sonámbulo inconsciente, porque
aunque
estuviera de pie, no estaba despierto del todo. Yo lo sabía;
así es que lo
manipulaba bien, antes de decirle lo que había que hacer.
Aquí me acuerdo de algo muy cómico que pasó un domingo, no
estando el
oficial de servicio familiarizado con los fenómenos del sueño
del Mayor .
Era la diana. Le piden órdenes. Hacía un frío del diablo. Las
da. Un
momento después, dando diente con diente, va a presidir la
lista, y viendo
blanquear la tropa, entre las sombras del crepúsculo
pregunta:
-¿Qué es eso medio blanco que se ve?
-Son las compañías.
-¡Cómo las compañías!
-Sí, señor.
-Pero y, ¡qué!, ¿están con uniforme de verano?
-Sí, señor.
-Pero, ¿quién ha ordenado eso? -repone con fastidio.
-Usted, señor.
-¡Yo!
-Sí, señor.
-Pero, ¿cuándo... ?
-Hace un momento; cuando le pedí a usted órdenes, señor.
Racedo comprendió, y repuso:
-Bueno, señor oficial; otra vez, cuando usted me pida
órdenes, me las
pedirá tres veces, y no cumplirá sino la última.
La mina estaba preparada, como ya lo expliqué. Pero los
paraguayos no
venían. ¿Vendrían?
¡Cómo saberlo! El que espera, desespera, y
desesperábamos; pero era necesario pasar todas las noches de
aquel lado
del estero, y Racedo pasaba con el agua a la cintura.
Antes tenía que llegar yo, y llegaba.
-¡Racedo!
-¡Eh!
-¡Ya!
-¡Eh, eh!
-Ya es hora... son las doce. -Y lo movía y lo removía.
Y él ya estaba de pie y me miraba.
-¿Está despierto?
-¡Eh!
-¿Si está despierto, le pregunto?
¿Fruncía el ceño, como cuando se expresa que se ha entendido?
No lo sé
todavía, porque no lo veía bien en la oscuridad. Pero tenía
mi indicante,
y era que se ciñera la espada y que dejara de dar vueltas
maquinalmente.
Entonces le repetía:
-Le pregunto si está despierto.
-¿Cómo no? ¡Sí, ahora sí!
-Bueno; como siempre, ¿no? Son las 12.
El iba a las cuadras y daba sus órdenes, turnándose las
compañías.
Reinaba un profundo silencio. No se oían, de intervalo en
intervalo, más
que las palmaditas de los centinelas, y uno que otro rumor
lejano. No se
veía más que tal cual fogón, medio tapado, de los cuerpos de
guardia
avanzados, tanto en nuestro campo como en el del enemigo.
Todo el mundo
dormía.
Aquellos bultos grises desfilaron.
-¡Que les vaya bien! Mucho silencio -les dije; y me quedé en
expectativa
lleno de emoción.
Pasaron sigilosamente.
Estaban del otro lado. Sentía que apartaban las malezas, y
con el
pensamiento los vi llegar a instalarse alrededor de la mina.
Imaginaos un círculo y un punto en el centro. El círculo es
la tropa, el
punto es la mina.
Todavía tenéis que imaginaros algo más: dos radios que se
abren a medida
que se prolongan, en dirección al enemigo. Es el camino, y no
otro, por
donde han de venir los paraguayos.
Nadie habla. Todos sienten. Todos se dicen: "ahí
vienen". La sangre
redobla su circulación, el corazón late con más fuerza.
La luna comienza a dejar ver su disco de plata, y un fulgor
tenue ilumina
el cuadro.
Los paraguayos vienen en efecto. Es un pelotón. Conforme
avanzan, entrando
en la senda, para merodear, el pelotón se organiza y afecta
por grados la
forma de un triángulo, de un embudo, de una cuna, como
queráis, cuyo
vértice es la mina, o sea el centro del círculo.
Un perro los acompaña, haciendo con el olfato la descubierta;
de cuando en
cuando se detiene, y los paraguayos también. Husmea, poniendo
el rabo
derecho. Sigue. Los paraguayos siguen. Llega y se detiene una
vez más,
sorprendido. Un soldado nuestro está ahí, a la entrada del
círculo.
-¡Pichicho, pichicho! -le dice.
El perro mueve el rabo, y se lanza a todo correr sobre el
cuarto de carne,
que pende del hilo que debe hacer reventar la mina.
Momento solemne.
El fusil estalla.
La mina, humedecida por los días que hacía que estaba cargada,
se chinga .
Un tiro.
Una de tiros del demonio, que se cruzan, saliendo de todos
los puntos del
círculo. Racedo se salva milagrosamente. Los paraguayos no
entran en el
círculo, huyen. No hay más que un muerto y una lección.
El muerto es el perro.
La lección: que en la guerra, las órdenes deben repetirse
siempre, y
asegurarse de que no fallarán por esas desinteligencias, que
suelen ser
efecto del convencimiento que se tiene de que se ha hecho lo
prevenido.
Lo prevenido era, en este caso, que no se pasaría el estero
con
municiones; que todo había de ser al arma blanca. Pero la
tropa, aunque no
llevaba municiones, tenía los fusiles cargados; y cuando se
oyó el
estallido del fusil de la mina, sin que nadie mandara
"fuego", todo el
mundo hizo fuego; y todo el mundo corrió el mismo peligro,
por la
formación en que se encontraban, y todos salieron, por
fortuna, ilesos;
pero con este convencimiento: que una emboscada y una mina no
se deben
eternizar. Acaban por ser una corvea .
Las emboscadas y las minas no son buenas, sino cuando no se
repiten.
Porque, como dice Cervantes. "Nunca segundas partes
fueron buenas."
A lo que hay que agregar que, si bien es cierto lo que dice
el proverbio
que "lo que no sucede en un año sucede en una
hora", no lo es menos que no
se puede estar emboscado un año entero, esperando que
reviente una mina.
El enemigo no es un amante imprudente que llega en la hora y
en el momento
preciso coûte qui coûte ..., haya o no moros en la costa, un
perro que dé
la alarma.
Llega cuando no se le espera, y cuando se le espera no llega;
de modo que
en la psicología de la guerra y de los combates, hay lo que
yo llamo la
intuición del momento. Es un don cerebral. No se adquiere. Se
nace con él.
La experiencia lo desarrolla. Y el que lo posee es, desde
temprano,
columbrado por la doble vista de la multitud armada, señalado
por ella, y
llega a ser Marcelo, aunque como éste, después de haber
vencido a Aníbal,
caiga y muera en una emboscada.
¡Esa cabeza toba!
His spirits were agitated into a state of
fermentation that
produced a species of
resolution akin to
that which is
inspired by brandy or
other strong liquor...
Un mal lápiz, unas cuantas hojas sucias de arrugado
papel, pobre y endeble
techo, escasa y opaca luz -he ahí mi ajuar hoy día 24 de
noviembre de
1878, a la hora de ponerse el sol, al pie del cerro de
Maracayú.
Llueve a cántaros...
Recién me apeo del caballo. Estoy embarrado hasta los ojos, mojado
hasta
los huesos, picado por toda clase de bichos; chorreo sangre y
sudor; tengo
la fiebre del trabajo: es una intoxicación como la del coñac,
que hace
fermentar el espíritu, centuplicando la fuerza humana, como
si se le
inyectara vapor, por medio de un aparato a lo Ericson.
Acabo de atravesar el bosque... oscuro ya, siendo aún de día;
y van
cincuenta y cinco veces que hago la misma, mismísíma
jornada... jornada
estéril hasta ahora... pero, no importa, ¡adelante!,
¡adelante! CHI DURA
VINCE!
Dos horas he puesto en redactar y corregir mentalmente lo que
se va
leyendo. Tengo, como Juan Jacobo Rousseau, esta facultad: una
memoria
singular que retiene por su orden, casi palabra por palabra,
mis
meditaciones. Escritas éstas, llévaselas el viento del
olvido, a tal
extremo que suelo no reconocerme, cuando me encuentro conmigo
mismo por
ahí, sin el sello de mi nombre y apellido.
No hay, pues, no puede haber, mucha diferencia entre la letra
del
pensamiento fugaz, fantástico, embrollado, si se quiere, y la
letra de la
escritura.
Pensamiento fugaz, fantástico, embrollado, he dicho. Sí, pero
pensamiento
lógico, encadenado. Al menos, los signos representativos de
las frases
murmuradas, resonando a veces en la espesura, como ecos
prístinos de la
creación, se agrupan en este instante sin la menor
dificultad, formando
conceptos inteligibles, siquiera parezcan incongruentes,
extravagantes o
dislocados. Suponiendo por lo demás que el desorden no sea
aparente sino
real, importa poco. Converso, no pretendo enseñar. No
diserto, hago
confidencias en alta voz, sin cortapisas, ni reticencias
mentales,
teniendo por
interlocutor a todo el que me quiera leer; y estoy persuadido
de que los que sean ingenuos, repetirán conmigo, conviniendo
en ello,
estas palabras de Chateaubriand: "Es muy justo que el
mundo de las
quimeras, cuando nos trasladamos a él, nos indemnice de los
disgustos del
mundo real."
¡Qué instantaneidad la del cerebro! ¡Cómo transmite sus
vibraciones a la
mano! ¡Cómo se mueven los dedos! ¡Y cómo, sin deliberación,
ni pausa, se
suceden millares de combinaciones elocuentes, sin más auxilio
que unos
cuantos signos mudos, enfilados como ejércitos de patas de
moscas,
formados en columnas cerradas! ¡Qué admirables mecanismos los
que así dan
forma gráfica, expresión y color al pensamiento humano!
¡Todos los fluidos
imponderables, el galvanismo, la electricidad, el magnetismo,
no valen un
nervio infantil operando sobre la blanca página, que recibe y
transmite
las primeras sensaciones del corazón en la hora inefable de
las tiernas
revelaciones!
¡Esa cabeza toba!
¿Por qué me subyuga con su ojo melancólico, semicerrado?
Nuestras impresiones son relativas al tiempo y al espacio;
dependen de las
disposiciones fisiológicas y psicológicas en que nos
hallamos. Alma y
cuerpo, todo se resiente del medio en que se está. Las ideas
son
generatrices. Persistiendo fuertemente un pensamiento, pueden
producirse
hechos adventicios. Lo preternatural puede ser una evocación.
La intuición
y el milagro... quién sabe... ¡cómo sondar esos abismos!
Yo he visto un fantasma blanco, alto, colosal, informe;
quería y no podía
ahuyentar la pesadilla; y un instante después, saliendo de la
selva al
llano, lo he medido con los ojos, lo he tocado con las manos,
hollando el
casco de mi caballo su ancho asiento de pedernal. Era el
mojón de límites
de cal y canto, en forma de obelisco cuadrangular, plantado
sobre la
desierta meseta de Maracayú , con estas inscripciones, que
miran a los
cuatro rumbos cardinales:
Imperio do Brazil - República del Paraguay.
¡Esa cabeza toba!
Lo repito: ¿por qué la veo ahora, si no está aquí? Ya
estoy... por
asociación de ideas.
En efecto, acabo de contemplar la choza miserable de un
tembecuá (labio
agujereado), y pensando en estos indios pusilánimes y
degenerados, he
recordado una frase de Luis Jorge Fontana, el joven
naturalista argentino.
¿Una frase?... no... una carta he debido decir. La tengo en
copia aquí;
escribo sobre ella cruzando sus renglones.
Es inevitable que haya confusión en todo esto; algo como
saltos
gimnásticos del pensamiento. Si así no fuera, no estaría redactando
sobre
la mesa de mis piernas cruzadas, acosado por los insectos que
zumban y
pululan, lo que hace pocos momentos acabo de escribir en las
tabletas de
la imaginación.
Pondré, pues, aquí la carta, suprimiendo ciertas referencias
y elogios a
mi persona, dictados por la amistad:
"Villa Occidental, Setiembre 30 de 1878.
Distinguido Coronel y amigo: ayer supe que usted se encuentra
en esa
ciudad del Paraguay... y por esto quiero premiarlo a mi modo,
enviándole
un pequeño trabajo que una vez más le signifique mi aprecio y
admiración.
El dibujo adjunto representa la cabeza muerta de un guerrero
de la Nación
Toba, copiada del natural, momentos antes de ser ella
separada del tronco
que la sustentara, cuando aún palpitaba la carne y resonaba
en mi oído la
voz valiente y sonora que, dominando entre el estruendo de
las armas y el
ardor de la pelea, retemplaba el espíritu de los indios.
Olvidaba decirle
que el cráneo desecado
por mí, de la cabeza a que me refiero, figuró en la
última Exposición de la Sociedad Científica, y que hoy se
encuentra en el
Museo Antropológico de mi amigo Francisco de Paula
Moreno."
¡Esa cabeza toba!
Me hace el efecto del filo de un cuchillo mirado fijamente en
la
oscuridad, me hipnotiza .
Pero no la veo muerta. Luis Jorge Fontana debió bosquejarla
cuando los
espíritus vitales palpitaban aún en sus mejillas cobrizas; y
en ese
instante, a no dudarlo, estaba inspirado. Hay en ella una
expresión
varonil y salvaje, que no es la del vivo, que no es la del
muerto tampoco;
algo vaporoso, aéreo, sutil, como el primer aliento del ser o
el último
imperceptible espasmo de la agonía: algo como esa atmósfera
invisible que
circunda el rostro, animando el mármol de la estatua del
Gladiador
muriendo . Parece que se defiende todavía, arañando,
mordiendo, hasta
escupiendo; y que no acabará de exhalar el postrer suspiro
sino después de
haber herido mortalmente, una vez más, a su victorioso
contendor.
A mí se me figura verla alzando el macizo y pesado pom
(clava), después de
haber lanzado la última de sus flechas agudas y roto el arco
de duro
guayacán , esgrimiéndolo, según su costumbre, a guisa de
lanza corta; y
agitarse como un azogado, para escapar a las balas, lanzando
con
estentórea voz el formidable grito de guerra ¡Hajaaá!
¡Hajaaá! , que hace
retemblar la tierra
hasta estremecer el tronco añoso de los más soberbios
pobladores de la selva secular, como no de otro modo se
estremecían las
cavernas del Morven, retumbando en sus anfractuosidades
oscuras el eco
potente de Osián, hijo de Fingal.
¡Esa cabeza toba!
Cuán diferente es de la cabeza de un tembecuá ; y cómo se
comprende
mirándola, estudiándola, y comparándola, que los valientes
conquistadores
no pudieran jamás sojuzgar nación tan aguerrida.
¡Esa cabeza toba!
Hoy día el dibujo existe en poder del Presidente Avellaneda,
regalado por
mí. Pronto podréis verla en la portada del libro de Luis
Jorge Fontana,
sobre la botánica, la zoología, la etnología y la geografía
del Gran
Chaco, que va a publicarse, lo espero, bajo el patrocinio del
Estado,
pagando así el Gobierno justo tributo a la modestia y al
mérito,
estimulando (¡ya era tiempo!) a los Zeballos, a los Lista, y
a tantos
otros espíritus privilegiados, tan precoces como constantes y
observadores.
¡Esa cabeza toba!
Debéis verla. Si es la cabeza de un muerto, digo que hay en
la muerte,
como en la vida, algo que relampaguea.
Francisco de Paula Moreno, el intrépido explorador de las
ignotas tierras
australes, conserva el cráneo, ya lo sabéis. Hay en él quizá
una
revelación antropológica que descubrir. Algo que haga dar un
paso osado
más a una ciencia en pañales, destinada a cambiar en días no
lejanos los
destinos de la humanidad: LA FRENOLOGÍA.
Esta ciencia se enseña ya en Estados Unidos hasta en las
escuelas
primarias. Aquel pueblo iniciador, en esto también pretende
adelantarse a
las soluciones.
¿Os reís?
Pues yo os digo, en verdad, que la frenología puede enseñaros
y serviros
más que un curso completo de filosofía.
Lector amigo:
Ya conocéis mi manía, y mi defecto. Lo confieso. No soy
impersonal cuando
escribo. No he aprendido mi ciencia en los libros. He leído
en el mundo,
meditando sobre las páginas instructivas de una vida
borrascosa, llena de
vicisitudes, bebiendo a veces consuelo en las tristezas del
alma y en las
amarguras del pensamiento.
Contaré, pues, una anécdota para concluir.
Erase un joven de diecinueve años.
Había entonces en Londres un frenólogo célebre, llamado
Donovan.
El niño puso su cráneo bajo la inspección de los dedos del
sabio, y éste
habló así :
"No puede llamarse seguro ( safe ) el tipo de esta
cabeza, por faltarle
secretividad y cautela, esto es, discreción y circunspección,
al paso que
están en condiciones muy activas las facultades productivas
de la afición
a las mujeres y a la buena mesa.
"Es malo ser tan abierto, franco y cándido como esta
cabeza; pues para
hacer con seguridad el viaje de la vida se necesita alguna
astucia,
reserva, rebozo. El que abra a todo el mundo el depósito de
su corazón, se
verá pronto despojado de su contenido, con grave daño de sí
mismo.
"Es natural, franco, ingenuo, inartificioso, valiente.
Aficionado a los
placeres, amistoso, generoso, confiado e inclinadísimo a
obrar según los
demás: comerá con los gastrónomos, beberá con los bebedores,
fumará con
los fumadores, besará con los besucadores y así ( and so on
).
"Si bien valeroso y confiado, es, no obstante, poco dado
a la esperanza,
y abandonará por imposible lo que vea que no puede ejecutar
en el
acto."
Y seguía con las cualidades intelectuales -que clasificaba de
claras,
rápidas y prácticas-, agregando que carecían de profundidad y
solidez ,
dando consejos útiles para producir con ayuda del tiempo y de
la voluntad
las modificaciones necesarias para hacer el viaje de la vida
menos penoso.
Desde aquel entonces -han pasado veintisiete años-, el joven
ese ha tenido
muchas ocasiones de volver sobre sus pasos, recordando en el
momento
oportuno el análisis craneoscópico de Donovan.
Inclinado a la confidencia, cien veces ha retrocedido,
diciendo en su
interior: "Es malo ser tan abierto, franco y cándido
como esta cabeza."
Desalentado ante los
reveses, ha perseverado en sus empresas, murmurando:
"Si bien valeroso y confiado, es, no obstante, poco dado
a la esperanza y
abandonará por imposible lo que vea que no puede ejecutar en
el acto."
Lo que ha sucedido con el sujeto intelectual no me cumple
decíroslo aquí.
Lo dirá la posteridad algún día, y si calla, lo que es más
que probable,
será cuando ya habréis aprendido, en cabeza propia, que es lo
mejor, y
poco se habrá perdido.
Tengo íntima amistad
con el joven (pretérito perfecto) de quien os he
hablado. Algo más, me precio de ejercer, en sus buenos
momentos, una gran
influencia sobre él; y he de conseguir que, después de
muerto, me preste
su cráneo, para que figure al lado del de esa cabeza toba ,
sirviendo así
algún día de algo. Querido Moreno: usted nos dirá entonces si
valió la
pena el gasto de la libra esterlina que se hizo pagar
Donovan.
Aquí llegaba de mi redacción mental, al apearme del caballo,
y aquí
concluyo. Sería en vano que pretendiera continuar, ni más
redacté, ni más
se me ocurre.
¡Una idea!
¡Esa cabeza toba!
Estoy seguro de que tiene pronunciados, en proporciones
diformes, el valor
y la combatividad.
La veremos, la interrogaremos, y no nos engañará.
Yo vi en el Museo Británico, un día, un busto cuyas facciones
me helaron.
Miro el número en mi catálogo, ¿quién pensáis que era?
¡CARACALLA!
Otra vez, estando con Adolfo Alsina parados en la puerta de
la Legislatura
de Buenos Aires, pasó un hombre por la opuesta acera, que le
saludó.
-¿Tú tienes amistad con ese hombre? -le dije.
-No -me contestó-, le conozco de vista.
-Pues procura no pasar más allá.
-¿Por qué?
-Porque es el prototipo del hipócrita, descrito y pintado por
Lavater.
-Eres un raro, Victorio (así me llamaba él).
-Será...
Algún tiempo después, recordando este incidente, me dijo:
-Victorio: ¿sabes que el individuo aquél era un famoso
bribón?
¡Despreciad, pues, a los hombres observadores, que leen en
los huesos y en
la semejanza que tenemos con los animales!
¡Esa cabeza toba!
Lo repito: en ella
deben estar bien acentuados los caracteres típicos del
hombre americano prehistórico.
¡Qué bello modelo para un estudio!
Difficile est propia communia dire.
Horat.
Es difícil expresar en términos escogidos las cosas
comunes.
Este don Juan Pablo López era, como ustedes saben, hermano de
don
Estanislao López, el caudillo patriarcal de Santa Fe; y lo
más parecido a
él que tenía era el apellido.
Rozas, que poseía un talento gauchesco para poner
sobrenombres, le puso el
pelafustán , y los unitarios le llamaban mascarilla , por ser
picado de
viruelas.
El primero no lo quería, porque era su enemigo, razón de
antipatía que me
parece óptima.
Entre los segundos, no tenía crédito, porque, con todas su
camándulas de
caudillo, se dejó derrotar lastimosamente en Malabrigo .
De ahí la severidad con que el General Paz lo trata en sus
Memorias .
Verdad que son pocos los que se le han escapado al adusto
vencedor de
Quiroga.
Pero aquí no vamos a hacer historia, ni cosa que se le
parezca, sino a
contar un cuento al caso; aunque un cuento, siendo verdad,
puede contener
más enseñanza que todo un volumen repleto de consideraciones
trascendentales sobre el pasado.
Por lo demás, no pretendo sustraerme a la regla general de La
Bruyère, el
cual afirma que contar siempre es una de las señales de la
mediocridad de
espíritu.
Don Juan Pablo López, entre sus muchos defectos, tenía una
virtud: el
valor.
Físicamente, era un hombre enjuto, acartonado, movedizo,
ágil, jinete como
hay muchos en nuestro país. No está demás, sin embargo,
agregar, que su
talla era la mediana, que tenía la frente lisa, chata la
mollera,
deprimidas las sienes, lacio el cabello, y poco abundante,
como la barba,
que, por otra parte, no usaba. Sus ojos eran grandes y
negros, como los
del pato silvestre, su tez trigueña, su nariz regular, un
tantico
respingada, sus labios sensuales y, en efecto, el hombre era
aficionado...
a bailar... y bailarín.
Hablaba por los codos,
y en lo que más creía era en su lanza.
Era tan hablador, que un día se me quejaba de su ministro
general, doctor
don Juan Francisco Seguí, hablador sempiterno también, pero
de otro
coturno intelectual, y me decía, quebrándose como un compadre
: "Amigo, ¿y
cómo quiere que se gobierne, si el ministro se lo habla todo
y no me deja
hacer baza a mí?"
Matemático: dos cuerpos electrizados en el mismo sentido se
repelen.
Tenía, pues, que haber una emulación profunda, entre el
Gobernador y el
Ministro, y la había.
Y ¿por qué no lo cambiaba? -dirán ustedes.
¡Ah!, ésa es harina de otro costal; tendríamos que entrar a
espulgar
misterios domésticos constitucionales de la época a que me
refiero.
Don Juan Pablo no solamente era muy conversador, sino que
tenía su
fraseología y terminología peculiares, características.
Una vez, por ejemplo, refiriéndose al General Urquiza, y
queriendo
significarme que él no era menos que otro, me decía esto:
"Porque amigo,
ni naides es menos nadas, ni nadas es menos naides."
Don Juan Pablo gobernaba constitucionalmente, hasta donde era
posible, con
un ministro que no lo dejaba hablar, su provincia natal.
Sus intenciones eran buenas. Pero como de buenas intenciones
está
empedrado el infierno, el resultado es que su gobierno era
infernal, no
porque se persiguiera y se matara, no porque se despilfarrara
(Santa Fe
era muy pobre
entonces), sino porque no se hacía nada.
Y ¿cómo se había de hacer, si el ministro se lo hablaba todo?
Don Juan Pablo dormía, pues, la histórica siesta santafecina;
se bañaba
por la tarde, en el Riacho, o se hacía sacar la caspa brava,
con una
china, en el patio del cuartel, sentado en una silla, sin
ofender la
moral, con un traje parecido a aquel con que:
...Andaba allá por los oteros
floridos del Edén o por los llanos,
sin arcabuz ni paje
el padre universal de los humanos.
Yo era periodista entonces. Apurado por el hambre, me había
refugiado en
ese oficio, que es un medio de vivir, que no siempre da de
vivir. Pero el
público es tan indulgente y tan generoso, que me leía lo
bastante para
costear el pan de cada día.
Su gusto no estaba formado aún, y la cosa se comprende así,
por aquello de
que "a falta de pan, buenas son tortas".
Naturalmente, siendo yo periodista, debía tener mis
tocamientos con el
Gobierno, o con la oposición.
¿Oposición...?
Este engranaje, suplementario, en el juego de las
instituciones libres, no
se conocía aún por allá, por la sencillísima razón, aparte de
otras, de
que no había más aspirantes al Gobierno que los que lo
tenían.
¿O son ustedes tan cándidos que se imaginan que la oposición
-sepa o no a
derechas lo que es un gobierno- estriba en otra cosa, en los
pueblos
libres, más o menos bien gobernados?
Porque, al fin y al cabo, ¿qué oposición ha de haber donde
nadie puede ni
hablar, sin exponerse a que le den una paliza?
Echense ustedes a nadar, y pregunten qué oposición había en
el Paraguay,
en tiempo de Francia o de López, o si quieren ustedes una
cosa más casera,
en tiempo de "mi tío" don Juan Manuel.
La opinión había puesto los pies en polvorosa, y estaba en
Montevideo o en
Chile, y era altro que oposición.
Y, sin embargo, vean ustedes: mi situación personal, no
habiendo
oposición, era sumamente difícil.
Primero, porque no tenía a quién contestarle; segundo, porque
a fuerza de
ponderar lo que no se hacía, mi fósforo cerebral se agotaba;
y tercero,
porque el único conflicto de opiniones que existía, era entre
el ministro
y el gobernador, y mi malhadada suerte me había colocado
entre ambos
portentos rivales de locuacidad.
Señores, ustedes no tienen idea de la gimnasia que yo me veía
obligado a
hacer. ¡Daba lástima!
Si elogiaba al gobernador, el ministro no firmaba las
planillas de la
imprenta oficial. Y, como ustedes saben, "por dinero
baila el perro, y por
pan si se lo dan", y yo tenía mucha hambre a la sazón.
Y, si elogiaba al ministro, el gobernador se me retobaba, y
presentarle
las planillas con la firma del ministro era como que le
dijeran, en sus
barbas, que don Justo valía más que él.
Don Justo era Urquiza, al que le tenía una envidia bárbara.
Mi desarrollo intelectual ha sido más precoz que mi
desarrollo moral, de
modo que he escrito muchas cosas sin saber nada.
Probablemente, como ustedes.
¡Ah!, pero un hombre que no ha comido es capaz de resolver el
problema de
la cuadratura del círculo, y yo había resuelto el mío,
escribiendo unos
artículos pirotécnicos, bilaterales , en los que lo ponía a
don Juan
Pablo, como hombre de acción, por los cielos de la gloria, y
al ministro,
por ahí, como hombre de pensamiento: (hay que decir que era
una gran
ilustración sin equilibrio).
"Con el heroico -rezaban las coplas- Brigadier General
don Juan Pablo
López, vencedor en cien batallas (menos Malabrigo) y el ilustrado
Ministro
General, los destinos de Santa Fe están asegurados",
etcétera.
Me adoraban, y aunque yo comprendía que cada uno tiraba para
su lado, y
que ese columpio podía fallarme, no había remedio; tenía que
seguir
haciendo mis piruetas en él.
¡Ah, señores periodistas, si pudierais no escribir de hambre,
si pudierais
hacer el arte por el arte, qué buenos diarios no tendríamos,
y qué
baratos!
Ya he dicho que Santa Fe dormía.
Una mañana se despertó con esta noticia: "El congreso
del Paraná había
votado una ley de indemnidad en favor del Libertador de
Caseros."
Don Juan Pablo, que tenía a su vez cuentas que arreglar con
su provincia,
se dijo: "Yo también quiero una ley como esa: ni naides
es menos nadas, ni
nadas es menos naides."
Se puso en campaña.
Nos puso a todos en movimiento.
En el salón de la casa de gobierno, en un rincón, había un
emblema de los
tiempos: su lanza descomunal de palo del Chaco, con
reluciente moharra
musulmana.
Fue, la tomó, la blandió, y pensó que bien valía su lanza la
lanza del
general Urquiza... un mundo de cosas... "Esta vez me
dejará hablar el
ministro."
Se insinuó...
El ministro comprendió que la situación era grave, y lo dejó
hablar al
gobernador.
Más vale maña que fuerza.
El ministro quería ser gobernador; don Juan Pablo tenía otro
candidato.
Resolvió, pues, explotar la situación. Accedió y redactó el
mensaje,
acompañando el proyecto de ley.
Don Juan Pablo se enterneció, y por primera vez encontró que
la palabra de
su ministro no era molesta.
Yo eché mi párrafo en un articulazo... que por poco no me besa
don Juan
Pablo.
Santa Fe estaba agitado.
¿De qué otra cosa se había de hablar, desde que se trataba de
una ley,
declarándolo impecable al señor gobernador?
Los chasques iban y venían, con oficios dirigidos a los comendantes
militares de los departamentos. La partida de plaza sobaba
caballos, como
si hubiera una invasión de indios.
¡Estaban tan cerca las fronteras también!
Ahora, todo eso, desierto entonces, se llama el País del
trigo . Tendremos
que esperar algunos siglos para ver las ruinas de la
civilización actual,
y bárbaros de otra catadura, venidos quién sabe de dónde,
habitando
aquellas ricas comarcas devastadas de nuevo.
Santa Fe era de don Juan Pablo, y don Juan Pablo tenía que
ser de Santa
Fe, tanto más, cuanto que su apellido era una tradición.
Usanzas viejas. Luis XIV decía: "el Estado soy yo".
Y la Francia mi rey
(mon roi) , como implicando con el posesivo que todo quedaba
en casa.
¿Cómo permanecer indiferentes?
Yo mismo, a fuerza de zurcir mis artículos, me había
electrizado, y
despedía unas chispas de entusiasmo, que ni Camilo Desmoulins
escribiendo
en plena Revolución.
¡Pobre Camilo! como dice Sainte-Beuve; él decía: "Tengo
una buena
almohada, sobre la que puedo dormir tranquilo, en mis doce
volúmenes sobre
las revoluciones de Francia y de Brabante." Yo decía lo
mismo, mis
artículos me parecían impagables -un escudo- ¡había en ellos
tanta buena
fe de circunstancia!
¡Qué buena fe tan común!
¡Oh, mundo de las quimeras!
¡Oh, terrible realidad!
A Camilo lo guillotinaron, y a mí me desterraron al poco
tiempo, después
de tanto dévouement ... por la pitanza, dirán ustedes.
Pas du tout!
Vean ustedes, me había remontado tanto -todo es cuestión de
medio
ambiente- que creo que habría pagado porque me dejaran
escribir. Ya tenía
ínfulas de escritor, y creía que con mi pluma podía conmover
la República
entera.
Pero tomemos el hilo interrumpido de lo que llamaremos la
narración.
Los padres de la patria estaban reunidos en la Legislatura.
Se esperaba un
debate tremendo. Algo se debía esperar de una Legislatura. El
gobernador y
sus adeptos esperábamos en la casa de gobierno. Los emisarios
iban,
venían. "Todavía no hay número, decían. Ya hay número.
(¿Por qué no había
teléfono entonces?) Ya entran. Están leyendo el acta de la
sesión del año
pasado. (La Legislatura hacía unas huelgas...)
Ahora nomás habla el ministro.
Y don Juan Pablo se olvidaba de sus quejas y me decía:
"¡Veremos cuando
hable el ministro!"
-Ahí está hablando el ministro -viene uno y me dice.
Don Juan Pablo aplaude, yo aplaudo, todo el mundo aplaude, y
zapatea...
Llega un sargento de Policía, se tira del caballo, y
arrastrando la
charrasca, grita: "Dice el ministro que ya viene."
-¿Nada más? -nos dijimos todos.
¿Habrán rechazado la ley?
Tiene tanta ingenuidad el elemento oficial, que, a veces,
llega a dudar
hasta de su propia fuerza, computando mal los votos.
El ministro llegó.
Se detuvo en la puerta, se encumbró, y era alto, miró en
torno suyo, le
clavó su mirada de fuego al gobernador, y tomando una
apostura
ciceroniana, exclamó con voz de trueno:
-¡Victoria!
Nos quedamos aterrados. ¡Victoria! repercutían las macizas
bóvedas del
tiempo colonial... victoria... victoria... toria... ia...
aaa...
Don Juan Pablo se levantó, abandonando la silla de vaqueta de
estructura
conventual en que esperaba presa de indescriptible emoción,
corrió como un
galgo al rincón donde
yacía su lanza, la empuñó, la hizo vibrar, giró en
círculos concéntricos, vertiginosos, sobre las puntas de los
pies, y
quedándose en la actitud grotesca en que un artista manco
habría modelado
a un héroe legendario de comedia, exclamó tonante:
-¡Ahora, veremos qué dice Urquiza!
¡Don Justo, hablaba tan mal del pobre...!
Por fortuna mi noble amigo el gobernador Gálvez habla poco, y
no tiene
lanza en la casa de gobierno.
Tiene, en cambio, tintero y pluma, y una oposición excelente,
cuyas
tendencias no discuto; pero cuya existencia y realidad
prueban, según mis
teorías, que en la tierra de don Estanislao López se gobierna
ahora un
poco mejor que cuando yo no encontraba vocablos bastante
expresivos o
rimbombantes, en el diccionario, para ponderar las
excelencias del
esclarecido y archiconstitucional gobierno del Excelentísimo
señor
brigadier general don Juan Pablo López, que en paz descanse...
No tenía mal corazón.
No es de un pariente de Sixto V de quien se trata.
Pero, como el hombre de las muletas, el de ahora no parecía
lo que era.
¿Será una propiedad de los Peretti parecer lo que no son?
Estábamos en Tuyucué; el cólera había pasado, nuestras filas
habían
quedado diezmadas, y no vivíamos sino pensando en
"recibir altas."
Un día me destinaron un pelotón de enganchados. Venían del
otro
hemisferio. Componíase, en su mayor parte, de franceses e
italianos.
Los hice formar en ala y empecé el interrogatorio consabido.
¿Cómo se
llama usted? ¿Ha sido usted soldado? ¿Cuántos años tiene? ¿De
dónde es? Y
otra infinidad de preguntas. Tengo algo desarrollada la
individualidad, y
he sido siempre un poco prolijo, al hacer estas
averiguaciones.
Los enganchados contestaban fácilmente, porque, siendo
interrogados en su
propia lengua, se encontraban, hasta cierto punto, a gusto
con el que
desde luego comprendían que iba a ser su jefe.
Por mi parte, debo decir que estando todos ellos en no muy
floreciente
estado de salud, a causa del largo viaje y otras yerbas, me
inspiraban
algo más que simpatía, verdadera conmiseración. ¡Estaban tan
flacos y tan
demacrados casi todos! ¡Y tan sucios! Y la nostalgia misma se
trasparentaba visiblemente en la languidez de la mirada,
hasta de los que
parecían algo robustos y varoniles.
Entre los más escuálidos y decaídos había uno que más que
estructura de
soldado la tenía de tísico, siendo visiblemente un candidato
próximo para
el otro mundo.
Era de baja estatura. En su tierra debía haberse librado del
servicio
militar, por ese semifavor de la Naturaleza.
Lo miré de arriba abajo, y con esa experiencia que da la
práctica, lo
medí, y vi que no solamente no tenía la talla de ordenanza en
Europa, que
la medida de la circunferencia del pecho no alcanzaba a la
mitad de su
altura, diciéndome interiormente: ¿para qué sirve esto ?
-¿Juan Peretti, dice usted que se llama?
-Sí, señor.
-¿Y dice usted no ha sido soldado?
-No, señor.
¡Hum! Una boca más, un enfermo más, un desertor más...
-Bien -ordené- vean si este hombre sirve para algo, así que
se cure.
-Porque el infeliz venía, por añadidura, con una disentería
atroz.
Pocos días fueron necesarios para averiguar y saber que Juan
Peretti no
servía, y apenas, sino para barrer la cuadra de su compañía.
El estaba, sin embargo, contento de su suerte. Así parecía al
menos, desde
que todas las madrugadas, cuando el batallón se movía, para
hacer su
servicio de avanzada,
se quedaba solo con los enfermos imposibilitados, y
no se iba, no se desertaba.
Lo inexplicable no se explica y cuando se explica sólo se
explica a
medias; así es que no puedo explicarme por qué razón Juan Peretti
era la
primer cosa que yo veía, siempre, indefectiblemente, al
volver de las
avanzadas a mi campo.
¿Sería quizá porque él, viendo que el batallón regresaba, se
apresuraba a
fingir que barría, con una escoba de biznaga, la cuadra cuya
limpieza le
estaba encomendada?
¿O sería porque, por más jefes y oficiales que viera pasar,
nada hacía que
se molestara, saliendo de su andar taciturno y cabizbajo,
lento como el de
un condenado al patíbulo, que se siente helado hasta la
médula de los
huesos?
Lo repito, Juan Peretti llamaba mi atención, y yo no sabía el
porqué.
El corso e ricorso de aquellas horas era inalterable: todos
los días,
tiros por la derecha, tiros por la izquierda, tiros por el
frente, bombas
de los paraguayos, a las que ya nadie les hacía caso y, de
cuando en
cuando, un estampido sordo y un estremecimiento ciclópeo de
la tierra...
un torpedo del enemigo, que había reventado en las aguas del
río Paraguay,
intentando hacer volar un encorazado brasilero.
Esa era nuestra existencia y, en medio de todo, era una
existencia feliz,
porque no teníamos más que una visión: la de la patria.
Pero, por lo mismo que a la patria servíamos, debíamos
cuidarnos un poco,
para servirla algo mejor; de modo que una vez de regreso de
las avanzadas
y así que se mandaba romper filas , todo el mundo se iba a
sus algodones,
aunque estos algodones no lo fueran sino en el nombre. Pero
"a buena gana
no hay pan duro", y aquellas camas rígidas nos parecían
muelles, lo mismo
que la galleta empedernida nos parecía pan de privilegio.
Una mañana yo estaba ya pensando en las delicias de la vida
militar, pues
acababa de acostarme para descansar, cuando sentí un tiro de
fusil... y
acto continuo un murmullo de voces que no pude discernir.
Puse un momento el oído, esperé un instante impaciente de
curiosidad,
grité:
-¡Oficial de guardia!, ¡oficial de guardia!
Este venía ya a darme cuenta de lo sucedido.
Señor, me dijo, Juan Peretti lo ha muerto al cabo Paredes.
-¿Cómo? ¿Juan Peretti?, ¡el tísico!
-Sí, señor.
-¡Oh! salga usted de acá. Vaya y averigüe bien, señor
oficial.
-Mi comandante, le aseguro a usted que es exacto lo que digo.
-Y... ¿por qué?
-Eso, no se sabe todavía.
-Bueno: que lo pongan incomunicado inmediatamente; que
levanten una
sumaria información, y vuelva usted, cuanto antes, a decirme
qué es lo que
ha habido.
Juan Peretti, pensaba quizá en la patria ausente, cuando el
batallón
volvía a sus reales: su cabo le increpó que no había barrido
bien la
cuadra, y tomando del suelo una varita de biznaga, con la
que, dándole a
un niño no se le habría hecho llorar, le aplicó un varillazo
en la cabeza,
diciéndole:
-¡Eh!, ¡so perezoso!, ¡barra bien, limpie bien esa cuadra,
puerco!
Juan Peretti obedeció, volvió a empuñar la escoba, y se puso
a barrer con
su calma imperturbable, habitual...
Un momento después, el cabo tomó su fusil, lo examinó, se
aseguró de que
estaba cargado, y en vez de ponerlo en la funda, lo colocó a
la derecha de
su cama, al mismo tiempo que se agazapaba para entrar en la
carpa.
Juan Peretti, mientras el cabo entraba, dándole naturalmente
la espalda,
sacaba el fusil, lo amartillaba, se lo aplicaba en los
riñones, y lo
dejaba tendido sin que dijera siquiera: ¡ay!
Y hecho, volvía a colocarlo en su sitio, y tornaba a pasearse
por la
cuadra con su nunca desmentida actitud de indiferencia, por
la vida o por
la muerte.
Contemporáneamente con este suceso había tenido lugar otro.
Entre varios destinados que condujo de Salta al ejército del
Paraguay el
capitán Usandivaras, actualmente coronel, iba una especie de
mulato,
tambor muy diestro, que fue a parar a mi batallón. Un chino ,
mejor dicho,
cuadrado, macizo como un roble.
Sus notas eran pésimas; ¿qué digo?, eran atroces: era nada
menos que un
parricida.
Yo lo miraba con horror, pero como la naturaleza humana es
tan extraña, su
habilidad con los palillos en la mano me reconciliaba hasta
cierto punto
con él.
Se desertó. Lo tomé. Nada dije. Volvió a desertarse. Volví a
tomarlo. La
deserción nos gangrenaba, y me callé otra vez.
-Mas ésta -le dije-, si te vuelves a desertar y te vuelvo a
tomar, no te
escaparás de cuatro tiros.
El chino se desertó, a pesar de todo, y con circunstancias
agravantes:
porque lo hizo con una mujer (¡y qué había de faltar una
mujer!) y robando
una porción de cosas.
Lo apañé, y di cuenta.
Las dos causas se instruían al mismo tiempo.
La de Peretti por homicidio alevoso; la del tambor por triple
deserción.
El General en jefe del Ejército era humano; pero esta vez yo
estaba seguro
de que su clemencia no se ejercitaría.
Mi estado psicológico era éste: el chino me hacía el efecto
de un
monstruo, que era un deber eliminar de entre la familia
humana.
Peretti me producía otro efecto. Yo me decía: Este ser, que
no ha sido
soldado en su país, que se ha enganchado, quién sabe si él
mismo sabe para
qué, que no ha prestado el más mínimo servicio, que no ha
hecho sino comer
y dormir. ¡Dios sabe qué habrá sido allá en su tierra! Un
hombre en estas
condiciones, que mata sólo porque le pegan, no se venga
movido
exclusivamente por un sentimiento de dignidad personal. No,
éste mata
porque es asesino.
Y me engolfaba en los problemas más intrincados de la
psicología y de la
antropología; y como no pertenezco a la escuela que pretende
que el crimen
es un atavismo, es decir, la resurrección accidental de una
tendencia
habitual en nuestros antepasados, sino una tendencia
fenomenal de nuestra
naturaleza, concluía: a este reptil lo mejor es que lo maten
también.
De modo que nada hacía, ejercitando esa influencia, que se
comprende, para
que la justicia militar saliera de su cauce ordinario: ni el
chino ni
Peretti me conmovían; el parricidio, el homicidio, y la
deserción, por más
humano que fuera, y creo que lo soy como el más pintado, me
hacían desear,
lo confieso, que aquellos dos abortos pagaran el tributo a la
fatalidad de
su abominable destino.
La causa se elevó a plenario, el consejo fue ordenado, se
reunió, vio,
falló y su sentencia fue confirmada.
El momento terrible llegó.
Un santo varón, el abate Crozes, dice, con esa elocuencia
sencilla que
hiere las fibras más refractarias a toda sensación de piedad:
"¡Ah! ustedes no saben lo que es asistir a la muerte
aplicada tan
fríamente. Aquí no estamos en el campo de batalla, donde en
plena luz y en
medio del ruido y de la exaltación general, viene la muerte
acompañada de
la gloria. Allí, el mismo capellán puede permanecer
insensible a la
muerte, porque él también experimenta el ardor de los
sentimientos
patrióticos y porque él también comparte los peligros y el
desprecio de la
muerte... Pero aquí... todo es una carnicería."
-¡Ah! yo puedo, parafraseando al capellán de la Grande
Roquette , decir
que no hay nada más triste que pasar uno por las armas a sus
propios
soldados, siquiera sean delincuentes de delitos atroces, como
lo eran el
chino y Juan Peretti.
¿A quién culpar?
Yo lo había querido.
¿No era yo mismo el que había denunciado el crimen?
La ley militar es inexorable; ella me ordenó presidir la
ejecución y tuve
que mandar el cuadro.
¡Qué escena aquélla!
¡Estábamos tan cerca de las trincheras enemigas! A la simple
vista se veía
lo que en uno y otro campo pasaba.
Yo conocía perfectamente, y ellos a su vez me conocían a mí,
a los
oficiales paraguayos con quienes diariamente nos
tiroteábamos. A mis demás
compañeros de armas les sucedía lo mismo.
Los reos recibieron los auxilios espirituales, ese postrer
consuelo de los
condenados a la última pena.
El capellán del ejército, sin faltar a sus deberes sagrados,
me comunicó
el estado de las víctimas.
¡Inescrutables secretos del alma humana! ¡El que había muerto
a su padre
no podía consigo mismo, temblaba como un azogado; Peretti
estaba como
cuando con la escoba
de biznaga barría la cuadra de su compañía!
El tambor destemplado sonaba, los reos caminaban y
visiblemente se notaba
que el parricida lo hacía con los pies de plomo, como
esperando suplicios
que nunca se acabarían en una vida ulterior, y el otro, como
cualquier
perverso que se ha vengado.
No describiré con minuciosos detalles los inauditos
incidentes que se
siguieron.
Baste decir que el parricida, de todos modos defendió su
vida, por decirlo
así, ni quería hincarse, ni que le vendaran los ojos: todos
eran
expedientes para aplazar el momento final; engañándose a sí
mismo, y que
Peretti estaba impertérrito.
El parricida murió cobardemente; Juan Peretti murió como un
hombre, sin
pestañear.
Si antes de aquellos luctuosos hechos hubieran sido puestos
en expectación
pública los dos criminales para juzgarlos por las
exterioridades, todo el
mundo lo habría dicho: el chino morirá bien, y Juan Peretti,
no.
Las apariencias engañan.
No hay que juzgar a los hombres por su volumen ni por su
talla: cuerpos
colosales, que venden salud, suelen ocultar almas chiquitas;
cuerpos
pequeños, enfermizos, corazones varoniles.
O nuit douloureuse! ô toi tardive aurore,
Viens-tu? vas-tu venir? es-tu bien loin, encore?
Chénier Si ustedes se han embarcado alguna vez,
para irse a
cualquier parte, que no sea el interior de los
ríos, para el
otro hemisferio, por ejemplo, una vez en alta
mar, fuera del
elemento en que nacieron, crecieron y se
desenvolvieron,
habrán
experimentado diversas impresiones: primero, tristeza;
conformidad, después; y a poco andar, cierto
equilibrio moral
que les habrá hecho exclamar: ¡cómo es posible
que tantas
pequeñeces, que tantas espinitas me mortificaran
tanto!, y
viéndose pequeñísimos en medio de la inmensidad,
se habrán,
sin embargo, sentido, a pesar de la estrechez del
barco, más
hombres, más libres.
Si no han
cruzado los mares, siendo hijos del llano, y han
trepado la montaña, divisando desde la altura las
habitaciones
de los hombres, habrán sentido que, a medida que
se sube a las
regiones etéreas el alma se despoja, como dice
Lavater, de sus
pasiones terrestres, recobrando una parte de su
inmutable
pureza y, como a bordo, también se habrán
encontrado ínfimos
en tamaño, comparándose con las masas colosales;
pero más
hombres, más libres igualmente, no obstante
hallarse fuera del
elemento nativo.
El que no haya interrumpido el curso normal de su
existencia,
el que no
se haya encontrado nunca solo, completamente solo,
abandonado a sus propias fuerzas, sin más
recursos que su
energía, su voluntad y sus puños, podrá creerme,
no me
comprenderá.
Yo
quisiera, sin embargo, ser creído y comprendido, tanto más
cuanto que no se trata aquí de nada heroico, sino
de un
movimiento genial, de una manifestación varonil
de la
individualidad humana, de un rasgo de
independencia personal,
del que es susceptible cualquiera que tenga
horror al
despotismo... de un cochero, verbigracia, que
ande sumamente
despacio, porque en vez de alquilarlo por viaje,
se comete la
chambonada de alquilarlo por hora.
Había dormido en Uspallata, donde me sirvieron
unas truchas
fritas excelentes, como las de Suiza, que ustedes
no tardarán
en probar,
así que esté concluido el Trasandino.
¡Qué soberbio valle!
Es un vasto anfiteatro rodeado de montañas
elevadísimas, tan
antiguas como el mundo. Nieves eternas cubren sus
picos
nacarados,
matizándolos de diversos colores, según la posición
del sol, las afecciones atmosféricas, o los
fenómenos
meteorológicos de la estación.
No había luz todavía, cuando el arriero,
empleando un tono que
era todo lo contrario del que había empleado en
Mendoza, al
contratarlo, y durante el camino, hasta allí, me
despertó de
improviso, golpeando las manos y gritándome:
-¡Levántese!, que ya están prontas las mulas.
Dormíamos vestidos.
Me levanté; pero con cierta espina, de la que no
podía darme
cuenta cabal, inclinándome a atribuir a mala
crianza lo que no
había sido más que efecto de cálculos de
"compadre", en el muy
redomado del guaso.
-Vamos, Bustos -le grité, a mi vez, a un negrillo
de San
Nicolás de los Arroyos, mi asistente (yo era
entonces
capitán), renegrido como el ébano, con unos ojos
brillantes
como azabache, que fue en Chile, poco después,
objeto de
intensa curiosidad (en Chile son rarísimos los
negros), pues
más de una vez recibí billetes que decían así:
"Señor: ¿Sería usted tan amable que nos
hiciera el favor de
prestarnos su negro, un momento, nada más que
para verlo?"
"Perdone usted la libertad."
Y allá iba Bustos, ni más ni menos que si fuera
una jirafa, o
un orangután, para estar más cerca de la teoría
darwiniana, y
tras de Bustos, yo, como era muy natural, sin que
tuviera, la
más de las veces, ocasión de arrepentirme de
haberlo
facilitado; porque las chilenas son cariñosas y
hospitalarias
con el extranjero, y lindas, y blancas, pálidas,
de ojos
negros, de cabello abundante, lo más apetitosas.
Y como se han
mezclado poco, conservan allá, más que acá, la
pureza del tipo
español, que es delicioso.
Byron dice "...he who has not seen it will be much
to pity."
Pero, ¿adónde iríamos a parar, si continuáramos
pulsando esta
cuerda?
Nos pusimos en marcha.
El arriero, con dos peones y las cargas, iban
adelante, como a
trescientos metros, por la tortuosa senda cavada por el
tráfago en las rocas.
Yo con Bustos, nos habíamos ceñido completamente
a las
instrucciones que todo arriero le da,
indefectiblemente, al
cliente que desde luego comprende que no entiende
de mulas. Se
reducen a muy poca cosa, y pueden resumiese así:
"No se empeñe
en manejar la mula, señor, suéltele la rienda
nomás, ella sabe
mucho." Y en efecto -brutal la comparación- es
como la mujer:
hay que seguirla, que dejarla hacer su gusto,
abandonándola a
su propia cautela, aunque sin perderla
completamente de
vista... por aquello de:
Es de vidrio la mujer,
pero no se ha de probar
si se puede o no quebrar,
porque todo podría ser...
La marcha era asaz ágil y agradable. El camino
serpenteaba
subiendo y bajando, y a trechos nos perdíamos de
vista.
La mañana estaba lindísima. La temperatura era
primaveral. Un
airecillo sutil, oxigenado, penetrando por todos
mis poros, me
tonificaba, dándome bríos para una buena jornada.
Había olvidado completamente la brusca prevención
del arriero,
y la ambulación, a costillas ajenas, me permitía
abandonarme a
todas las
contemplaciones y rêveries del espectáculo: iba
contento.
Conocía el mar, había visto sus aguas en calma o
erizadas;
tranquilas como un sueño de la infancia, agitadas
como la
conciencia
del criminal.
Y había vagado por la pampa abierta, con mis
pensamientos y
mis ensueños... como peregrino nunca fatigado de
los grandes
espectáculos de la Naturaleza.
Miraba
aquellas masas gigantescas, de increíble magnificencia,
escalonadas unas sobre otras, pensaba y
comparaba; no veía
sino lo infinito experimentando todas las
fruiciones inefables
de la soledad, y oyendo, de vez en cuando, rugir
el torrente,
me daban escalofríos, apretaba nerviosamente las
piernas sobre
los flancos de la rebelde mula, y a medida que me
engolfaba en
las breñas escarpadas, veía bien que aquel no era
mi elemento,
que yo era hombre de la llanura; pero sentía
disiparse mi
dolor... reemplazándolo en mi alma las rientes
emociones de un
plácido fantaseo.
De
repente, el arriero y las cargas se detuvieron.
Van a acomodar algún aparejo... se me ocurrió.
Llego, el arriero había descargado todo y se
disponía a campar
allí.
Mi sorpresa fue grande. Lo inesperado rige las
cosas humanas.
Todo se prevé, menos lo imprevisto. En mis
cálculos no había
entrado que el arriero se permitiera hacer alto
donde le diera
la gana, sin mi consentimiento. Me expliqué
entonces la
aspereza de aquella frase: "Levántese, que
ya están prontas
las mulas", que cambiaba los papeles del
patrón y del peón.
Lo miré de hito en hito, sostuvo mi mirada, y
antes de
interrogarlo comprendí, sin necesidad de oír su
contestación,
que habría un conflicto.
-¿Y por qué ha desensillado?
-Porque aquí hemos de parar.
-Pero ¿por
qué no me ha dicho nada?
-Porque yo soy el que gobierna las bestia.
-Aquí no hay más bestia que usted. Prontito
vuelva a ensillar
y sigamos, que es muy temprano todavía.
-Usted no
entiende de mulas (ni de mujeres, pensé, porque,
como a ustedes, ya una me había engañado
feamente).
Me asaltó una sospecha.
Este animal comprende que estoy fuera de mi
elemento; me
quiere dominar o explotar.
La guerra es una ciencia matemática en ciertos
casos,
psicológica en otros, y tiene sus preceptos
elementales, que
todo buen general sabe combinar. Uno de ellos es
que, en
igualdad de condiciones, no se debe vacilar,
siendo tres
contra dos.
¡Qué diablos! me dije sin embargo... veinte y
ocho años, tres
galones, sano, fuerte, espada al cinto y mi
negro; aunque
ellos sean tres... ¡adelante!
Me tiré de la mula, le quité el sable a Bustos,
se lo brindé
al guaso... y las palabrotas repercutieron por la
montaña.
Pero tenía
frente a mí a todo un hombre, flemático, avezado a
las aventuras, acostumbrado a hacer su regalada
gana, por lo
que se veía, y fue en vano.
No era él un andante caballero como yo, inclinado
a resolver
todas sus querellas en combate singular.
-Ni peleo, ni ensillo, ni ensillamos -porque
hablando, miraba
a sus dos peones... -; máteme si quiere, o váyase
solo -y
recalcó el
solo , sonriéndose sardónicamente... fue toda su
contestación a mi reto quijotesco.
¿Qué hacer?
Seguí la senda, con mi negro a retaguardia, sin
más que lo
encapillado, algunas golosinas, en las alforjas
de Bustos, y
dos chifles con agua y coñac.
Poco a poco me fui dando cuenta de la situación.
El
aislamiento y la ignorancia del camino
aumentaban, por grados,
mi
inquietud, y a medida que ésta crecía, como era
consiguiente, la soledad me parecía mayor; el
silencio
aumentaba, y había momentos en que no percibía
los mil ruidos
siniestros de la montaña, y en que ésta parecía
desplomarse
sobre mí, faltándome el oxígeno... ¿ y qué será?
pensaba,
cuando llegue la noche y me acerque a las
estrechas laderas ,
que, ya en Mendoza, le pintan a uno como sitios
vertiginosos.
Con el negro, era inútil conversar. El no
entendía sino de
seguir a su capitán, y puesto que yo había hecho
lo que se ha
visto, eso debía ser lo mejor. Por otra parte, si
el valor es
el pudor viril, yo tenía que ocultarle a mi
asistente mi miedo
-porque miedo, y no otra cosa, era lo que
experimentaba-, so
pena de desprestigiarme para toda la siega, ante
sus ojos,
quedando
como un mandria.
Abrigaba una esperanza: alcanzar a otros
viajeros, o cruzarme
con ellos.
No estaba escrito que sucedería.
Luz, había mucha todavía; pero mi temor era que
llegara la
noche con sus fantasmas.
Las horas pasaban, haciéndome el efecto de unas
horas
cortísimas.
La ilusión del tiempo es un fenómeno muy
profundo, dice el
sabio...
Como en el desierto de Arabia, la cordillera
tiene sus oasis
-agua, pasto, leña, abrigo-. Llegué a uno de
ellos, y allí
resolví dar un poco de descanso a las mulas, preparándome
para
seguir la marcha en la noche, que todo auguraba
sería propicia
para el viajero sin brújula.
Las mulas comieron y bebieron bien, mi negro
durmió, yo
descansé; me saturé con un poco de alcohol, y a
fuerza de
pensar que lo que no tiene remedio remediado
está, me fui
equilibrando poco a poco.
Las montañas me parecían en su sitio, veía los
avestruces y
los
guanacos por las alturas inconmensurables, las águilas y
los cóndores cernirse por las nubes, oía el
susurro de la
Naturaleza en su quietud, no me faltaba el
oxígeno ya: era yo
mismo.
Y debía
serlo, sin duda, porque de vez en cuando murmuraba en
mi interior unas frases contra el arriero, en las
que había
muchas pes y muchas jotas .
El sol se puso completamente para mí, pero las
crestas de las
montañas, iluminadas por sus últimos
resplandores, me decían:
"todavía habrá luz largo rato".
Había entrado en un desfiladero, sombrío como un
túnel. No se
veía más
que un pedazo del cielo. Bajé, subí, entré en una
quebrada. El crepúsculo tocaba a su fin. Las
tinieblas me
envolvieron. Miré al cielo, vi todavía algunas
estrellas
titilando, como mi corazón, que con las sombras
comenzó de
nuevo a flaquear. Y nada veía, sino a cortísima
distancia. Las
mulas relinchaban, de cuando en cuando. Caminaban
más
voluntariamente, excitadas por un vientecillo
fresco. Las
nubes, como una cortina movediza, ocultaban y
descubrían el
firmamento. La luna se anunció. La vi con una
emoción de
enamorado, que divisa en lontananza la silueta
vaporosa de la
mujer
querida. El cielo se encapotó. Ni luna ni estrellas. La
oscuridad. El caos... La mula se detuvo,
tremando, la espoleé,
la castigué. ¡Inútil! De aquí no pasaré, me decía
con su
resistencia invencible.
Nos apeamos con Bustos. Encendimos fuego con
fósforos.
Examinamos el terreno. El camino se bifurcaba en
dos sendas:
una descendía, la otra trepaba. Reflexioné.
Monté, dirigí la
mula por la senda que trepaba. No obedeció.
"Hazla caminar, le
dije a Bustos, empujándola." El animal
cedió. Entré en la
senda. La mula de Bustos siguió. Subíamos,
siempre subíamos. A
la
izquierda se veía el vacío opresor. A la derecha, rocas,
como cortadas a pico, que me aplastaban. Me
parecía soñar...
"I had a'dream which was not all a dream."
"Étaient-ce des rochers? Étaieñt-ce
des fantômes?"
Lo confieso, iba medroso. La misma mula parecía
aterrada a
veces. Las nubes se disiparon. La luna iluminó el
cuadro. Me
hallaba en una ladera. Caminaba por una cornisa,
que apenas
tendría una vara y media de ancho, y aquel vacío
de la
izquierda, era el abismo. No podía retroceder.
Seguí. La luna
quedó tras de una montaña. Yo, en la penumbra. Di
vuelta,
siguiendo
la senda. Un golpe de viento, frío como la nieve,
casi me derribó. Era un ventisquero, y la ladera
ahí concluía,
cortándose la montaña en dos. La luna volvió a
permitirme ver
la situación en que me encontraba: era una ladera
abandonada,
un precipicio... Tuvimos que bajarnos por las
ancas, hacer
retroceder a los animales, tirándolos de la cola,
suavemente.
Obedecían con un instinto que yo no tuve, cuando
mi mula se
resistía a seguir por la senda que trepaba.
Llegamos al punto de partida, y una vez allí,
descendía
siempre por la senda de la izquierda, hasta caer
a la orilla
de un río
que corría con furia, arrastrando piedras de todos
tamaños. Y el fragor era tan grande, que no se
oían las
pisadas de los animales por la ganga empedernida;
y la escena,
indescriptible.
Acá la escasa luz de la pálida luna y de las
estrellas
vacilantes; allá, en el fondo de la quebrada, el
relámpago y
el trueno serpenteando, rugiendo como en la hora
del juicio
final...
Seguí... No podía pensar en detenerme, el peligro era
visible, inminente. El río crecía, subía como una
marea
invasora. La senda se perdía, el agua la cubría
ya. Los
momentos eran solemnes. La tempestad arreciaba.
Me helaba. El
ciclón se acercaba. La catástrofe parecía
inevitable. Por
fortuna, la senda tomó de improviso otra
dirección, haciendo
interminables zigzags, por un plano que
gradualmente se
inclinaba tanto y tanto, que las mulas apenas
podían
repecharlo; se resbalaban, sacando chispas; se
caían,
aplastándose. Pero a medida que avanzábamos,
entre la vida y
la muerte,
la borrasca y el torrente se iban por otros rumbos,
y los tenues resplandores de la luz estelar y de
la luna,
velados por nubes, como de tul, iluminaban el
descenso
abrupto, a un pequeño valle, en el que me pareció
distinguir
fuego, encendido por la mano del hombre.
Las mulas relincharon, se sacudieron, apuraron el
paso y no me
dejaron duda de que allí había gente.
-Bustos,
¿no es fuego aquello?
-Sí, mi capitán.
Castigué la mula, la que obedeció por primera vez
desde que
había equivocado las sendas.
Era ya casi la madrugada; el alba se anunciaba en
la enhiesta
cumbre de las más altas montañas. Yo veía todo
con la
imaginación. Mezclaba el amarillo con el azul, y
veía verde.
Veía lo que después vería que había en realidad:
otro oasis,
agua, pasto, leña, abrigo.
Lo que no veía fue lo que vi, así que llegué al
fuego, que
ardía a la entrada de una caverna: un anciano que
lo atizaba y
una mujer joven, que dormitaba a su lado,
esperando que
calentaran el agua.
Era bastante donosa; tomamos mate juntos, y
llegamos juntos
también a Chile; el viejo había sido soldado de
San Martín y
lo había
conocido a mi padre en el sitio de Talcahuano; era
muy devoto, creía en todos los milagros de -cuya novena
me pidió-, y se había casado en terceras nupcias.
Contra veneno - triaca,
agua fresca - cuando hay sed,
para las sardinas - vino,
para el hombre - la mujer.
El café
Llegar al Paraguay y venirme la inspiración -léase la comezón
de escribir-
es todo uno.
Consistirá en las enormes dosis de café que bebo.
Como el detalle puede ser una receta útil, seré prolijo sobre
el
particular.
Es sabido que Voltaire era un gran tomador de este
específico. Yo he
visto, en el castillo de Ferney, la silla poltrona en que él
escribía,
apoyando los pies en el marco de madera de una chimenea
patriarcal. Estaba
éste gastado por el roce continuo de los talones, y aquella
ídem por el
asiento constante de la taza sobre un aparato movible, que,
colocado a la
diestra del célebre escritor, hacía oficios de mesa, cuyo
aparato era
parte integrante de la poltrona mencionada.
Esto aseguraba el guía , con toda seriedad y aire de profunda
convicción,
mostrando dos grandes muescas en el nogal del marco y una
cavidad circular
en la caoba del aparato.
Estas afirmaciones no se ponen en duda. Sucede con ellas lo
que con las
balas francesas, inglesas o prusianas auténticas, por
supuesto, que le
venden al viajero en el campo de Waterloo, hechas la víspera
en Bruselas;
o con las esfinges en miniatura descubiertas al pie de las
Pirámides, que
son barro amoldado la noche antes en El Cairo por el
industrioso cicerone
.
Hay que creer en lo antiguo, o que reventar.
La credulidad tiene, en estos casos y en otros, grandes
ventajas sobre el
escepticismo. Es un modo fácil, cómodo y barato de hacerse de
un museo de
antigüedades.
Conozco en Buenos Aires algunas galerías de pintura, de
aficionados, que
podrían venderse en un millón, si hubiera más gusto por las
bellas artes,
que no tienen otro origen, no obstante el correspondiente
lote de
certificados fehacientes que el propietario guarda en sus
gavetas,
empaquetados como un tesoro, para honra y gloria de su
prosapia.
Así va el mundo, y así son las aberraciones del derecho de
propiedad. El
que posee no es sólo
beato por el hecho; lo es, para mayor abundamiento,
por una infinidad de inefables ilusiones.
He hablado de Voltaire y del café, y quería decir, aunque
esté de más, que
entre aquél y yo hay varias diferencias sustanciales.
Primero, él era Voltaire, y yo soy un prójimo cualquiera.
Segundo, él tomaba el café siempre caliente, como que
escribía en climas
fríos, y en taza y con azúcar, y única y exclusivamente para
reparar sus
potencias cerebrales; y yo lo tomo por causas muy diversas y
en formas muy
distintas.
Lo tomo, porque me gusta, y amargo, y para tonificar el
estómago de mi
bestia, un tanto estragado por el excesivo fumar y otras
yerbas, y en taza
y en vaso y en mate, sustituyendo la yerba, frío y caliente,
como candial
con yema de huevo batida, como cae, y en toda clase de
posiciones y
situaciones, y sobre todo, lo tomo para ayudar la digestión y
como
antídoto contra la siesta.
Las ventajas
fisiológicas y psicológicas de este plan, método o sistema,
son infinitas.
Veamos las principales.
Una erupción cutánea permanente en el pecho y en la espalda,
de aquí la
necesidad de bañarme todos los días: primera sensualidad.
Dígase cuanto se
quiera, los sectarios de Epicuro son menos de lo que se niega
y muchos más
de lo que uno mismo cree. Esta filosofía persistirá con sus
modificaciones
idealistas, mientras la naturaleza humana no cambie.
Un sueño inquieto y liviano , como suelen decir -yo siento el
vuelo de una
mosca-. No haya miedo de que me maten dormido. Diríase una
fruición
epiléptica intermitente, llena de larvas, de visiones, de
evocaciones, de
transformaciones de crisálidas, como si por cada poro de la
periferia
penetrara y desfilara hasta el núcleo encefálico una región
fantástica de
genios microscópicos, en una palabra, una intoxicación febril
a lo Edgardo
Poe, salvo que yo no puedo ni oler el alcohol, que me permite
ver dormido,
lo que es una compensación, todo cuanto el realismo prosaico
de la vida ha
rotulado ya con su fatal etiqueta, lasciate ogni speranza :
batallas
ganadas, montañas de oro, piedras preciosas acumuladas...
Durante la vigilia, en toda zona y estación una traspiración
suave, más o
menos copiosa, lo que me obliga a usar camiseta y faja de
franela y dos
pares de medias, lo mismo bajo cero grados del termómetro que
cuando pasa
de 40, que es otra compensación, apelo a los higienistas; y
de yapa una
especie de hormigueo espiritual, que no puedo explicar bien
sino diciendo
que a veces se me figura que dentro de mi cabeza hubiera como
una bola de
fuego, girando perennemente sobre sí misma, sin nunca jamás
enfriarse,
antes por el contrario, siendo, con la edad y los desengaños,
cada vez más
vivaces las luces artificiales producidas por su sempiterno
revolver; y
finalmente, y como consecuencia, sin duda, de estas
deliciosas
anormalidades, un don casi preternatural de ubicuidad, que es
mi orgullo;
pues no es un misterio en mi tierra natal lo mucho que ya he
viajado,
tanto que si el título fuera apetecible y lícito gestionar
honores, yo
reclamaría para mí el de Judío errante , con mejor derecho
que el de
General.
A todas las susodichas excelencias del café, agréguese la
sospecha fundada
de que es un excitante intelectual (lo recomiendo a los
diaristas
desprovistos de asuntos), y dígaseme ahora si ha valido o no
la pena de
rendirle a Cazuela el homenaje de tan largo exordio.
La naranja
La asociación de las ideas suele provenir de una ebullición inconsciente
de antítesis.
Explícome así cómo es que teniendo otro plan y propósito
preconcebidos,
cuando escribí el rubro Cazuela , haya llegado maquinalmente
a este
segundo parágrafo y que todavía me vea forzado a aplazar lo principal
para
un tercero, debiendo ocuparme en éste, so pena de no ser
lógico, de una
fruta antípoda, en sus efectos, del café, pues nadie me
negará que si éste
calienta, la naranja refresca.
Si la expresión lírica no me traicionara siempre que la llamo
en mi
auxilio, aquí escribiría unas coplas que probarían, como el
epígrafe, que
si el vino es bueno contra las sardinas, la naranja es
superior contra el
café.
Diré solamente, por lo que a los empíricos interese, que el
café es
astringente y la naranja purgante. Hablo en nombre de mi
experiencia
personal, y sin que se me dé un ardite de lo que puedan decir
los sabios
por estudio y por carrera, vulgo médicos.
Sabrán ustedes que los millones de naranjas que se consumen
en el Río de
la Plata, no digo cada año, cada mes, son oriundas en su
mayor parte del
Paraguay.
Y como aquí no se cultiva el café -siendo su gran productor
el Brasil-,
bien puede decirse, haciendo una metáfora macarrónica, que
mientras el
Brasil nos aprieta, el Paraguay nos alivia, o que mientras el
uno nos
calienta, el otro nos refresca.
Estas naranjas, con raras excepciones, se acopian y se cargan
pocas leguas
abajo de la Asunción, en un sitio llamado Villeta. Era una
aldea
floreciente en otro tiempo.
Pero, como dijo el poeta argentino, "vino la guerra, y
su saña no ha
dejado nada en pie".
En la estación propicia, los vapores de la carrera entre
Buenos Aires y la
Asunción, zarpan de aquí
generalmente un par de horas antes de
ponerse el sol.
Al anochecer, ya están atracados a la barranca de Villeta,
mejor dicho, al
muelle primitivo, que no es más que una larga planchada,
colocada sobre
gruesas estacas de palo fuerte, sujetas y trabadas con toda
seguridad, por
medio de un cordaje natural -el ysypó -, que es una
enredadera utilísima
para estos fines. Los indios del Chaco se sirven de ella para
construir
sus chozas y angadas . Resiste a la humedad y a todas las
intemperies.
Diríase un alambre vegetal, que se elige a voluntad, según el
grosor que
se necesita.
Este muelle varía de longitud, según las crecientes del río o
las lluvias.
Pero regularmente tiene doce varas. El ancho no pasa de dos
pies. Los
tablones no están juntos; de modo que, sumando la abertura,
puede
entenderse una vara. Nada más.
Cuando el vapor llega todo está listo: las pirámides de
relucientes
naranjas y los cargadores. La operación se hace
preferentemente de noche,
por la fresca; benéfica para la remoción de la fruta,
reparadora para la
fatiga humana.
Las naranjas han empezado a llegar, desde el día antes, de
puntos
distintos y distantes, en carretas, a lomo de mula, a
caballo, conducidas
sobre la cabeza.
Las pirámides varían de tamaño y de forma. El dueño las cuida
y el
especulador que las ha comprado, siempre un empresario rico
de la
Asunción, recién las recibe a bordo. Aquí se ha improvisado
de antemano,
sobre la cubierta, un verdadero corral. Hay vapores que
cargan medio
millón en cinco horas. Surcando con esas trojas el río Paraná
parecen todo
menos buques.
El acarreo comienza, llevando cada cual cuenta y razón de lo
que le
pertenece. Este, de lo que vende. Aquél, de lo que compra. El
comisario
del buque, de lo que recibe, para el consignatario de abajo .
Jamás hay disputas. Todo se hace alegremente y cantando. El
paraguayo no
está triste, cuando trabaja, sino por dentro. Agréguese que
aquí no tienen
nada que hacer los hombres. Los cargadores son mujeres y no
hay discusión
sobre esto: la musa de
Eva es más retozona que la de Adán. Prueba de ello
lo que en esta coyuntura se oye hablado y cantado. Los que
entienden
guaraní son los que más saborean la malicia del sexo. Es
aquélla una
lengua llena de doble sentido, como toda lengua elíptica.
Visten estas mujeres un tipoy o camisa blanca corta, ceñida a
la cintura.
Hay mucho que sospechar y que ver al través de aquellos
pliegues sin
almidón...
Cada mujer lleva un farol en la mano derecha y en la cabeza
una tipa
cónica de tres cuartas de boca, con capacidad para cien
naranjas, que
suele sujetar, en casos críticos, con la izquierda.
Vienen cargadas, derechas como un huso, arrojan su tanda
sobre la
cubierta, cantan su punto, y se vuelven por el estrecho y
movedizo puente,
cruzándose unas con otras, sin tocarse ni tropezar,
pellizcándose al
pasar, dirigiéndose agudezas, cantando, riendo, sin dar nunca
muestra de
fatiga, y suelen ser cincuenta, cien, doscientas, conforme la
fruta
acopiada y Cazuela está ahí acurrucado sobre la orilla de la
barranca
-porque él es el empresario de esta faena-, siguiendo con
ojos llenos de
lubricidad el vaivén de aquella comparsa infatigable y
voluptuosa, esclava
de la pobreza, y cuyos trajes talares flotando al viento
reflejan en las
mansas aguas del puerto lo que por otra parte no se preocupan
mucho de
ocultar.
¡Oh! si Cazuela estuviera solo. Pero su cancerbero no lo
pierde de vista,
y aunque mujer es varonil.
Cazuela es casado y... por la iglesia.
Divorciado
La multitud tiene el instinto de los apodos.
Mirando a este hombre no se imagina uno que su nombre
patronímico pueda
ser otro que Cazuela. Su cara se parece a ese tiesto
culinario como un
huevo a otro huevo. La costumbre hace ley. Cazuela ha
aceptado la de su
destino. ¿Qué le importa a él cómo le pusieron en la pila de
Génova, ni
cómo se llamaban sus padres, si tal como aquí lo apellidan y
conocen es
popular y querido?
Cazuela es bueno, trabajador, generoso, hospitalario, honrado
y ha ganado,
sudando la gota gorda, con qué vivir. Pero no hay felicidad
completa, y
Cazuela tiene penas y anda cabizbajo y triste.
La mujer lo ha abandonado y le ha puesto pleito. Cuestión de
celos mutuos,
dicen. Cazuela reflexiona... La mujer le ha salvado la vida
varias veces.
Es una amazona sargento 1º, sin duda, del tiempo de López,
capaz, según
las mentas, de gobernar con firmeza una ginecocracia
turbulenta; y sin
embargo, Cazuela, que es tímido, le ha puesto las manos, sin
que ella
intentara rebelarse por esto. Prueba evidente de que Juan
Jacobo tenía
razón al decir: "en lo que tienen de común son iguales,
en lo que tienen
de diferente no son comparables".
Villeta está de duelo. Hay vírgenes con velas -promesas-
rogando a Dios y
a los santos, que vuelva la oveja descarriada a su redil.
Cazuela le teme al pleito; "se gastan tantos
sellos" -decía, el otro día.
Luego está tan acostumbrado a ELLA, que más le perdonaría.
¡Oh, admirable
poder de la costumbre!
Todo es hábito.
"Para el hombre, la mujer."
Y aquí acabo; ¡no hay más café!..., exclamado para consuelo
de Cazuela:
T'is better to have loved and lost,
Than never to have loved at
all.
People will not look forward
to posterity who
never looks
backward to their
ancestors.
La patrie est une
association,
sur le même sol, des
vivants avec les morts et ceux qui naîtront.
Las mediocridades son discutibles, y discutidas.
Los grandes hombres son calumniados.
Los contemporáneos los persiguen, y la envidia es el metro
elástico con
que la pasión los mide.
Pero mueren, y la justicia reivindica sus derechos para
restablecer la
verdad.
La historia no es muchas veces más que el mea culpa de la
posteridad en
nombre de los que yacen olvidados.
El General don Carlos María de Alvear fue un paladín.
Tenía todo lo que hace fácil, en un sentido, difícil en otro,
la áspera
senda del porvenir: la cuna, la belleza, la elocuencia, el
valor.
Su cabeza era una fragua; su corazón, una tempestad.
En cualquier tiempo en que hubiera nacido se habría impuesto
por el
talento, habría sido caudillo, general y triunfador; y, sin
estar
desterrado, habría muerto, como un ateniense en el destierro.
Es uno de los hombres de quien he oído hablar peor; pero yo
no juzgo por
lo que oigo.
La pasión poco me sugestiona, por comunicativa que sea.
Tengo para lo humano, como para las parábolas, mis reglas
propias de
interpretación.
No conozco grandes hombres sin vicios, excepto rarísimas
excepciones.
Los pequeños no tienen sino defectos.
Y empleo las palabras grandes hombres a la manera de Emerson,
como
sinónimo de hombres representativos.
Alvear está en ese caso.
El fue, en un momento dado, y en grado heroico y eminente, de
su tiempo.
¿Y quién fue de su tiempo, sin pagarle tributo?
No voy, sin embargo, a demostrarlo, haciendo una biografía
paralela.
Converso íntimamente con el lector; no dicto un curso de
historia en la
cátedra.
Converso, lo repito, sin sujeción a reglas académicas, como
sí estuviera
en un club social, departiendo y divagando en torno de unos
cuantos
elegidos, de esos que entienden, para no aburrirme más de lo
que me
aburro.
Porque han de saber ustedes que yo me aburro enormemente.
Estoy convencido de que es una enfermedad orgánica, que no se
cura con
nada. Se sale con ella del vientre que nos dio el ser. No hay
viajes ni
aventuras, ni empresas, ni ocupaciones, que eviten que, a
cierta altura de
la vida, el aburrimiento se presente, y les diga a ciertos
temperamentos:
aquí estoy, harás cuanto quieras, todo será en vano, te
dominaré.
Hecha esta confidencia, y no para que ustedes se enternezcan,
o se
interesen en mí -yo sé que ustedes no padecen de
conmiseración, cuando lo
creen a un hombre feliz, y a mí me creen- vamos al cuento.
Alvear estaba
frente a las murallas de Montevideo. El año no lo recuerdo,
ni me tomaré
la molestia de levantarme para buscarlo en la Historia
Argentina , que
estoy mirando desde mi asiento, en ese armario. Pienso, como
Voltaire, que
poco importa la fecha precisa, con tal de que el hecho haya
tenido lugar.
El sitio se prolongaba.
Los necios, los que se imaginan que todo es soplar y hacer
botellas, la
gárrula caterva, que gana millones y batallas en sueño,
quedándose
dormidos como piedra cuando hay que levantarse temprano para
hacer algo
bueno, los envidiosos, sobre todo, ocupábanse mucho del joven
general.
Todas eran críticas... censuras... calumniosas
imputaciones...
Buenos Aires estaba impaciente o cansado.
Buenos Aires era, más que ahora, todo el país.
Y, cuando Buenos Aires está impaciente o cansado, es como
París: injusto o
severo.
La Atenas del Sur, la llamaron en la hora prístina de su
emancipación
colonial.
Quizá lo sea.
Prefiero que sea Atenas, no Cartago.
Será corrompida, su fe no será púnica.
Ustedes piensan como yo, ¿no es así?
Vamos adelante, sin más digresiones.
Alvear estaba en todos los labios.
No había entonces lo que ahora: vapores y telégrafos.
Todo se movía con pies
de plomo, excepto el cerebro de nuestros abuelos.
Las comunicaciones eran lentas, como la vida perdurable.
Una noticia maléfica era como una puñalada que deja la daga
traidora en el
pecho, hasta que venga un alma caritativa a arrancarla.
Había que esperar y esperar la contradicción.
Y como no existía prensa -este vehículo de lo bueno y de lo
malo, que es
acción y reacción, mentira y verdad, sombra y luz- para saber
era
necesario inquirir, mezclarse clandestinamente en los
corrillos...
Los diarios de entonces eran los chismosos ambulantes, que
frecuentaban el
café de Marcos y la calle de las Torres.
Ellos hacían y deshacían reputaciones, siendo los emisarios,
los
porte-voix , sugestionados astutamente por los conjurados que
no salían de
los conciliábulos sombríos. ¡Misántropos de la envidia! Desde
allí
gobernaban sin responsabilidad ni más ley que sus pasiones.
No faltaba el patriotismo; pero todo era embrionario.
No existía el acuerdo; la revolución atravesaba el momento de
las
incoherencias fatales.
Alvear sintió el puñal de la maledicencia, y se dijo: esto es
atroz.
Llamó a un oficial. No era de su confianza, es decir, sabía
que no lo
quería. Era lo que necesitaba: un enemigo.
Le dio unos pliegos.
-Vaya usted y entréguelos -le dijo- y si no lo despachan,
dentro de los
ocho días, vuelva usted con contestación o sin ella.
Eran para el gobierno.
Nada más le dijo.
Le dio seis onzas de oro, mucho dinero entonces.
El oficial partió, vino y entregó los pliegos.
-Está bien -se le dijo-, retírese usted.
Ni más, ni menos.
Nada, ni una palabra le preguntaron sobre el ejército, sobre
el sitio,
sobre el general.
Era un plan, una conjuración.
¡Que Alvear se desenvolviera, como Dios o el otro lo
quisieran!
Si no vencía, se perdía; era el ostracismo político.
Si vencía, los mismos conspiradores lo llevarían al
Capitolio.
¡La eterna página de la miseria humana!
El oficial, que no quería a su general, pensó: nada me
preguntan de él: ya
sé lo que hay.
¡Seis onzas de oro y capitán!... porque lo era.
Pudo andar por todas partes, ver, oír y divertirse.
Todos los días esperaba que fueran de la Inspección a
decirle: "Que se
presente usted a recibir órdenes."
Vana expectativa.
Concluido el ciclo de los ocho días, el oficial se dijo:
"regresaré", y
regresó.
Estaba violento.
Habría deseado no regresar.
Llegó, se presentó; Alvear le hizo entrar.
-Y... ¿entregó usted los pliegos?
-Sí, mi general.
-¿Y qué me trae usted?
-Nada, señor.
-¿Cómo?
-Nada, señor.
-¿No fue usted a pedir órdenes?
-Mi general, el pasaporte decía: "pasa en comisión,
debiendo regresar a
los ochos días"; me presenté, entregué, tomaron nota en
la Inspección y,
después de hacerme esperar media hora, me dijeron: está bien,
puede usted
regresar". "¿Cuándo?" "Cuando usted
quiera; está usted despachado..."
Alvear se mordió los labios. Una nube de tristeza, con tintes
de cólera,
envolvió su fisonomía vivaz, y aquellos ojos negros, llenos
de fuego,
brillaron con un fulgor terrible.
Estaba sentado delante de una mesita de escribir, con su aire
formal,
habitual para los que no eran de su séquito íntimo, el
oficial de pie
cuadrado marcialmente delante de él, cuadrado como se
cuadraban entonces
los oficiales en presencia de sus superiores.
¡Y qué! ¿ahora no se cuadran así?
¡Oh! ahora, con honrosas excepciones, los oficiales cuando se
cuadran y
saludan, lo hacen como por compromiso, o por favor, de mala
gana,
zurdamente. Diríase que tienen vergüenza de sus propios
galones, y horror
a la jerarquía.
Por regla general, no conocen sino a sus superiores
inmediatos.
La democracia mal entendida, penetrando en el ejército, nos
ha traído eso.
Yo mismo he pagado mi tributo alguna vez a la mala educación
militar.
En Turín, un oficial italiano me hizo ver todo el tamaño de
mi error.
Mas aquello no es para acá...
-Está bien, señor oficial -dijo Alvear-. Retírese usted. El
oficial hizo
la venia, giró y salió.
Cuando había traspuesto el dintel de la puerta, Alvear hizo
rechinar los
dientes y le llamó.
El oficial volvió sobre sus pasos, y cuadrándose de nuevo,
preguntó:
-¿Mi general?
Alvear, le dijo entonces:
-Capitán, siéntese usted un poco.
El oficial se sentó.
Ni el uno ni el otro podían estar a gusto; porque, como ya lo
he dicho, no
se tenían buena voluntad.
Alvear era un gentleman , lleno de seducciones y, cuando
quería, podía,
violentándose, representar por añadidura, el papel que le
cuadraba, como
consumado actor.
Reflexionó un momento, y por fin le dijo al oficial:
-Y ¿cómo le ha ido a usted por Buenos Aires, mi amigo?
-Bien, señor.
-¿Ha paseado usted mucho? ¿Se ha divertido?
-Un poco, señor.
-¿Y qué dicen por allá?
-Nada, señor.
-Pero, hombre, ¡qué! ¿no ha hablado usted con nadie?
-Muy poco, señor.
-¡Qué!, ¿no ha estado usted en el café de Marcos? ¡Qué!, ¿no
ha andado
usted por la calle de Las Torres ?
-Sí, señor, he andado algunas veces.
-Entonces, algo ha de haber usted oído del ejército, del
sitio, de mí.
Hable usted, amigo, con franqueza. Yo soy un hombre de mundo,
y deseo
saber lo que se dice, porque ha de saber usted que cuando lo
mandé en
comisión, con esos pliegos, tuve también en vista, que me
trajera usted
algunas lenguas... aquí estamos en la luna...
-Señor, no he oído nada, es la verdad.
-¿Absolutamente nada?
-Absolutamente nada, señor.
El oficial mentía: había oído hablar pestes de su general, y
tantas, que,
a pesar de no quererlo, subiendo de castaño oscuro las
imputaciones y las
calumnias, había hecho cuestión de conciencia defenderlo y lo
había
defendido, pasando por alvearista, lo que no era.
-¿Así es -repuso Alvear- que usted no ha oído hablar bien ni
mal de mí, en
Buenos Aires? ¡Qué! ¿nadie se ocupa de mí, allí?
-Nadie, señor, nadie.
Alvear, entonces, frunciendo el ceño, e indicándole la puerta
con el
índice, le dijo con imperio:
-¡Está bien, retírese usted, señor oficial!
Y cuando éste se retiraba, dio un puñetazo sobre la mesita,
haciendo
saltar tintero y tinta y cuanto en ella había.
El oficial no pudo evitarlo y dio vuelta.
Alvear se pegaba en ese momento con las dos manos en la
cabeza y
exclamaba:
-¡Estoy perdido!, en Buenos Aires, nadie se ocupa de mí, ni
para
calumniarme...
El oficial apuró el paso y salió ...
Pero Alvear se equivocaba. En Buenos Aires, todo el mundo,
como ya lo he
dicho, se ocupaba de él; si no se hubieran ocupado, Alvear no
habría sido
el General que mandó y ganó la batalla de Ituzaingó.
A veces, las mismas resistencias son fuerzas dinámicas.
Hay también una mecánica moral.
Es la ley de las compensaciones.
¡Ah, ser a la vez un grande hombre y un hombre, qué prodigio!
Acabo de leer que San Agustín lo realizó.
Pero San Agustín fue ese prodigio, porque fue un santo, y
Alvear sólo fue
un soldado glorioso.
Si l'homme est une personne et dérive de ce fait des
droits et des
devoirs, l'éléphant
est également, dans une certaine mesure, une
personne, le chien en est une autre et le renard
aussi, chacun à sa
manière. Quant au fameux abîme qui sépare dit-on
l'homme des autres
espèces, il est plus aisé de le proclamer que d'en
mesurer
l'étendue.
El perro y el gato no saben leer ni escribir, al menos como
nosotros. Si
de otra manera lo hacen, la noticia no ha llegado a mis
oídos, todavía.
No discutiré la tan debatida cuestión del sentimiento del yo
o de la
personalidad, en los animales que no son de nuestra especie.
No sé si el
perro dice como Descartes: pienso, luego existo . Ignoro la
extensión
precisa de su facultad de análisis metafísico, que no me parece
inferior a
la de algunos prójimos de ustedes y míos.
Pero es indudable que dichos mamíferos digitigrados tienen,
como nosotros,
órganos que les sirven para recoger los sonidos y llevarlos
al oído.
El perro y el gato oyen, pues, perfectamente.
Cuando yo le digo a mi perro: "¿Júpiter?", éste se
mueve, me mira y viene
hacia mí, lo mismo que Sebastián, cuando lo llamo.
Sebastián es mi lacayito predilecto, un dije de inteligencia
y de dulzura,
de honradez y de lealtad: todo un caballerito.
Ya están ustedes enterados de que tengo perro.
Les diré entonces, antes de proseguir, que no tengo gato, y
que no lo
tengo, porque Júpiter detesta los gatos, los cuales sirven,
según el
Diccionario de la
Academia Española, para perseguir en las casas a los
ratones y otros "animalillos" (¿cuáles serán?).
El horror que les tiene es tan grande, que, hace algunos
meses, vean
ustedes lo que pasó:
Yo monto a caballo casi todas las mañanas muy temprano.
Júpiter lo sabe. Me acompaña. A cierta hora sale al balcón y
mira
impaciente en la dirección, por donde deben venir el Gaucho y
el Cuervo ,
que son los fletes que montamos, yo y Sebastián.
Si tardan, se impacienta lo mismo que yo. Y hay un momento en
el que no
necesito asomarme a ver si vienen los caballos, porque
Júpiter me dice,
con una expresión de su cola, que no se puede equivocar con
otra, aunque
no sea hablada:
"Señor ahí llegan ya los caballos, póngase el sombrero,
los guantes, tome
el látigo."
Por supuesto que Júpiter no hace nada de esto cuando no me ve
en traje de
montar.
El día a que me refiero, yo estaba impaciente, la mañana era
espléndida,
los caballos tardaban.
Voy al balcón, y miro, Júpiter miraba también y temblaba.
Está impaciente
como yo, me dije. Pero temblaba tanto, que no pude menos que
llamarlo a
Sebastián, y preguntarle: ¿Qué tiene este perro?, ¿qué?,
¿estará enfermo?
Días antes se me había muerto el pobre Crac y como buen padre
de familia
me sentí alarmado. Crac era un terrier que daba envidia. Por
cierto que mi
sobrina Consuelo lloró no poco cuando me lo apropié; y que
tengo
remordimientos de ello. ¡Quién sabe si dejándolo vivir entre
polleras no
habría sido más feliz! En mi casa no hay más que hombres,
hallándose toda
mi familia en Europa.
-No -me contestó Sebastián, que todo lo sabe, con su carita
llena de
vivacidad-; es que en aquel balcón de enfrente está un gato.
Claro es que Júpiter temblaba de rabia, viendo tan cerca a su
rival, y que
rumiaba: "¡Ah, si pudiera saltar!"
Repito que no tengo gato; pero supongo que ustedes, los que
lo tienen, se
hacen entender de él, lo mismo que yo de Júpiter cuando lo
llaman por
alguno de los nombres consagrados en la familia gatuna,
Zapirón o Misifú.
Prosigamos.
Se quieren como el perro y el gato, dice el refrán.
¿Y de dónde vendrá esta antipatía de raza?
Las opiniones están muy divididas. Voltaire mismo se pierde
en conjeturas,
sin dar en la tecla.
Teniendo el perro y el gato orejas, se me ocurre a mí, que
debe provenir
de un sentimiento de envidia, por lo mucho bueno que del
perro y del gato
se ha dicho y se ha escrito alternativamente, desde la más
remota
antigüedad.
El gato era venerado en Egipto, como un dios. Lo adoraban
bajo su forma
natural, o bajo la de un hombre con cabeza de gato, y ha
tenido infinidad
de panegiristas y hasta sus historiógrafos.
Tasso mismo, en su pobreza, le dedicó a su gata un soneto,
pidiéndole que
en la noche le prestara la luz de sus ojos, ya que no tenía
vela con que
alumbrarse.
Ma petite chatte es, en francés, una expresión de ternura.
Shakespeare le
saca el cuerpo a uno de ellos, escapándose por la tangente en
la Noche de
Reyes, o como gustéis .
En Inglaterra, país de gatos y de perros, en Londres sobre
todo, las
opiniones están muy divididas en cuanto a las ideas gatunas y
perrunas ; y
en este momento mismo, la Sociedad de Antivivisección, unida
a la Sociedad
Protectora de los animales, propone una ley en favor de los
gatos; he aquí
por qué, en ninguna ciudad del mundo hay tantos gatos como en
Londres;
cada casa posee uno por lo menos y como hay una época en la
que infinidad
de personas salen de la Capital para pasar algún tiempo en el
campo, se
cierran las casas y los gatos quedan afuera. Ahora bien ¿cómo
viven estos
animales? ¿ Acaso no sufren hambre o sed? Eso es lo que
preocupa
enormemente a las susodichas sociedades, las cuales buscan un
remedio
legal para una situación que consideran deplorable. Veremos
qué expediente
se inventa, por la caridad gatuna, para obligar a los cinco
millones de
habitantes de Londres a no abandonar los gatos cuando el
Támesis amanece
todos los días con boyas horripilantes, colocadas por la mano
proterva del
infanticidio.
En cuanto al perro, aunque "perro" sea entre los
musulmanes un
calificativo de desprecio, lo mismo que en Inglaterra French
dog ,
"perro", un hombre mañoso, y una mujer mala
"perra", también, desde la más
remota antigüedad, el hombre lo ha puesto por los cuernos de
la luna,
ponderando su patriotismo; pues es conocida la historia del
perro del
padre de Pericles, el
cual viendo que su amo se iba para la batalla de
Salamina, sin él, se echó al agua y lo alcanzó a nado.
Yo tengo, sin embargo, mi pequeño resentimiento con los
perros.
En primer lugar, les he tenido mucho miedo desde chico.
Lo digo sin jactancia. Un perro, en una puerta de calle, es
para mí más
estorbo que un hombre.
Y ya que hablamos confidencialmente, les diré a ustedes que
es cierto lo
que cuento en mi Excursión a los indios ranqueles , que un
perro me
desarmó una vez, quitándome la escopeta...
En segundo lugar, los perros han desacreditado un poco a
Buenos Aires, sí,
señores. Yo tengo aquí, en mi biblioteca, un libro muy serio,
en el cual
se dice textualmente ¡lo que van ustedes a leer!
"Il y a une cinquantaine d'années les Chiens errants
devinrent si nombreux
et commirent de tels ravages aux environs de Buenos-Ayres,
qu'on dut faire
sortir pour les combattre un régiment de la garnison, auquel
resta le
sobriquet, de mata-perros (tueurs de chiens) ."
Pero ustedes dirán: y ¿cómo es eso, que teniendo usted su
resentimiento
con los perros, tiene perro?
¿Qué contradicción es ésa?
Contesto que el hombre es contradictorio, y que la
explicación del
fenómeno es muy humana: he encontrado un perro que domino,
que despotizo,
que creo que me tiene miedo -todavía no me ha mostrado los
dientes- y el
hombre, y especialmente la mujer, ama todo aquello que en sus
manos es
como blanda cera.
Así es, que si el perro dominara al gato o el gato al perro,
ustedes, los
verían vivir contentos y en santa paz.
Desgraciadamente ni el uno, ni el otro, se dominan, teniendo
ambos, al
parecer, la conciencia de su autonomía individual. Y el
hombre ha
profundizado el abismo entre ellos a fuerza de encomiar sus
méritos
respectivos.
Bien mirada la cosa, sería de desear que en este sentido se
produjera una
reacción, a fin de que el perro y el gato pudieran llevarse
mejor de lo
que suelen llevarse entre sí el hombre y el hombre.
La razón sería ésta: el perro es americano, criollo, y el
gato es
inmigrante .
El filósofo militar, Ulloa, cuenta que los perros españoles
reconocían a
los hombres de raza india, persiguiéndolos y destrozándolos;
y que los
perros peruanos hacían lo mismo con los españoles.
"El gato ordinario", el felis catus de Linneo, es
originario de los
bosques del antiguo Continente, como ustedes saben.
Pues si hacemos tanto por la inmigración, ¿no es natural que
tratemos de
acomodarnos lo mejor posible con ella?
¡Ah, si no fuera este Júpiter , cuya idiosincrasia parece ser
invencible,
yo tendría gato también y lo tendría en memoria de mi padre,
gata no, eso
no... pas de petite chatte ...
Pero, ¿cómo?, mi casa sería entonces, ni más ni menos que la
república en
el año 20: anarquía, y guerra civil.
"¡Pobre tatita!" yo no sé cómo él hacía; el hecho
es que poseía un poder
de fascinación particular para todos los animales: dominaba
al perro, al
gato, al tigre, al león, al zorro y los hacía vivir juntos
hasta con
pájaros. Me acuerdo de
un cuervo, que lo seguía volando, cuando iba a
caballo o en carruaje. Y volaba leguas y leguas, y algunas
veces llegaba
primero que él a su destino. Pero, ¿cómo sabía el cuervo
dónde iba? Nunca
me reveló su secreto.
Mi padre tenía, no obstante todo lo dicho pro perros, una
marcada
predilección por los gatos.
Sin ser sabio, científicamente hablando, era un observador
profundo, como
Darwin, y me decía algunas veces, explicándome las costumbres
de los
animales:
"Mira, hijo, qué dignidad tiene el gato, y qué poca
vergüenza tiene el
perro. Luego, fíjate qué aseado es el gato y qué poco
obsceno. El perro es
como el hombre, sucio y calavera de día y de noche. El gato
no, es
calavera nocturno. Tiene sus amores, pero los oculta; no es
como el hombre
que se complace en comprometer, hasta en la calle, a la mujer
que le
presta sus favores... Si lo denuncian sus maullidos, cuando
anda por los
tejados, es porque sus
pasiones son fuertes y sus sacudimientos
epilépticos... tremendos, como que tiene siete vidas."
Los gatos no fueron ingratos con mi padre.
El viejo murió bajo tristísimos auspicios.
Buenos Aires se moría también, flagelado por la fiebre
amarilla, sus
calles eran, en aquella hora de luto, la imagen de las
silenciosas ruinas
de Pompeya.
Pocas familias no habían huido al campo.
El viejo estaba enfermo en su casa, yo en la mía. (Ni el uno
ni el otro de
fiebre amarilla.) Mas era necesario ocultarle mi estado y se
lo ocultaron.
Primero creyó, dudó después, se apensionó y murió en brazos
de Carlitos,
mi hermano -éste es su nombre popular. Y creo que en la
República no hay
más que un solo Carlitos como él.
El hijo cumplió con todos sus deberes. No había más que
hacer. Nuestro
padre acababa de pasar a mejor vida. Vino a mi casa, y me
dijo.
-Te traigo una noticia...
-¡Tatita ha muerto!...
-Sí...
Hice un esfuerzo, me tiré de la cama, y caímos el uno en
brazos del otro,
sollozando.
-Vamos -le dije.
Se opuso, mi estado era delicado, y me convenció de que no
debía salir.
Se marchó, dejándome solo...
Me vestí, salí, me fui a casa de mi padre.
Entro, subo..., era de noche; no había más luz en la casa que
la de los
cirios, que iluminaban la sala, en la que yacían sus
despojos.
En un rincón de esa sala, un amigo devoto velaba: era un
joven, que mi
padre quería en extremo, el doctor don Diego G. de la Fuente,
el mismo que
pronunció sobre su tumba una oración magistral. El cariño, el
respeto y la
soledad se la inspiraron, y la escribió sobre las rodillas,
ahí, en el
rincón ese, donde yo lo encontré, todo acongojado.
Ese afecto casi filial, que no arredran las enfermedades
pestilenciales y
esa concentración filosófica, en horas tan solemnes, son
necesarias para
hallar frases como
ésta y para decirlas como las dijo La Fuente con frente
iluminada por la elocuencia:
"Ha sido así preciso la acción destructora de ochenta
años, fatigas que no
tienen cuento: y aglomerarse luego dolores íntimos y
amarguras de toda
especie; y por último, ofrecérsele el cuadro más terrible que
haya
presentado jamás la ciudad que alegra el pampero, para
quebrantar del todo
su organización singularmente poderosa; así, señores, cae
también un día
el ombú gigante, que parecía eterno, desgajado a los embates
encontrados
del huracán, los hielos y la edad, y así también el cóndor
potente,
después de cernirse sobre el humo de los volcanes andinos, y
dominar
muchas veces, suspendido en las ondas más altas del viento,
las llanuras,
los bosques y los ríos de América, los más grandes del mundo,
rinde sus
alas al reposo, doblegado por las corrientes irresistibles
del tiempo."
Mi padre tenía, en aquel entonces, cuatro gatos blancos.
Los cuatro estaban agrupados alrededor del féretro, mustios,
taciturnos,
inconsolables, destacándose como campo de nieve sobre el
negro sudario...
maullaban en voz baja, quizá hablaban, sí, porque aquellos
maullidos eran
como acentos humanos comprimidos de inmenso dolor.
El cuadro era digno del insigne pincel del Correggio, ese
maestro del
claroscuro.
Me arrodillé y lloré.
Yo adopté a los cuatro desvalidos y los cuatro acabaron sus
días en mi
casa, mimados, considerados, respetados, porque mis hijos
sabían que eran
"los gatos de abuelito".
Lector que cruzáis el piélago tempestuoso, luchando por la
vida, y que
habéis hecho algún bien , yo os deseo que después de muerto,
tengáis
cuatro gatos, siquiera, que lloren sobre vuestra tumba
solitaria... en
días de egoísmo... de espanto.
¡Ah, cuándo dejarán el hombre y el hombre de vivir como el
perro y el
gato!
Recuerdo
Me ha oído usted referir algunas de mis últimas correrías por
los bosques
del Paraguay, en busca del vellocino de oro; es usted miembro
de la
Sociedad Geográfica Italiana , y quiere usted una descripción
escrita de
la cascada de Amambay, descubierta por mí el 5 de julio.
¡En qué momento formula usted su amable exigencia!
Precisamente cuando,
por razones que no son del caso, en vez de dar manifestaciones
de vida,
quisiera más bien exclamar, como Pope, sin rencor ni odio,
sin tristezas
ni amarguras:
Thus let me live unseen,
unknown,
thus unlamented let me die;
steal from the world, and
not a stone,
tell where I lie.
Pero la fraternal amistad que nos une tiene sus
títulos, títulos
indisputables, y sería rebelarme contra ellos no deferir
inmediatamente a
su pedido, por más que me halle en vísperas de viaje y
atareado con los
preparativos consiguientes.
¿Sabe usted lo que me pide?
Aparentemente, nada. En realidad, mucho.
La letra dice así:
"Querido Lucio:
No se marche usted, sin dejarme escrita una descripción de la
cascada de
Amambay.
Suyo. - Pablo ."
Es usted jurisconsulto y literato, y sabe mejor que yo lo que
significa el
espíritu de una frase y su interpretación.
Algo más: es usted filólogo, y sabe usted mejor que yo que
describir viene
de describere , y que esto vale tanto como decir: representar
por medio
del discurso.
Comprende usted, ahora, cómo es que puedo hallarme en un
aprieto, y puesto
en él nada menos que por usted.
Saldré, pues, airoso del lance, valiéndome de una
estratagema, es decir,
auxiliando el discurso con el lápiz . Confío en Dios que no
me sucederá lo
que al inglés, que por pintar una trucha pintó un paraguas.
En avant .
Hacía días que caminaba sin poder encontrarme con los indios
tembecuás ,
los cuales habitan, diseminados, la región boreal del viejo
Paraguay, que
se extiende a lo largo de las serranías de Amambay y Maracayú
y de las
márgenes del río Igatimí, tributario del Paraná.
Veía, sin embargo, el humo de sus tapuis (toldos o ranchos),
ocultos en
los montes y sentía su hostilidad; porque el campo ardía en
todas
direcciones, como inextinguibles hogueras calculadas para
detener mi
marcha inofensiva.
Por fin, el día 4 de julio, después de cruzar los rastros de
López en su
retirada, me encontré de manos a boca con ellos,
sorprendiéndolos en la
faena de cazar osos hormigueros, de cuya carne gustan mucho.
Eran unos veinte, entre hombres y mujeres, y en el acto
huyeron,
procurando ocultarse en la espesura; lo que en efecto
consiguieron,
excepto tres que se quedaron inmóviles, de pie, al lado de
unos enormes
tacurúes (hormigueros de forma piramidal).
Viendo esto, contuve un poco el aire de mi andar, como para
inspirarles
confianza.
Ellos, entonces, arrojaron sus arcos y sus flechas y alzaron
los brazos
como diciendo: estamos desarmados. Yo saludé con el sombrero,
como
diciendo: somos gente de paz; eché pie a tierra y corrí hacia
ellos,
siguiéndome los dos hombres que me acompañaban.
Nos abrazamos, ellos temblando, nosotros sonriendo.
Un momento después, llegó el resto de mi comitiva, que eran
dos jinetes,
dos pedestres y Maracayú; los primeros, conduciendo las
cargas de
provisiones; los segundos, arreando un buey de reserva.
Maracayú era mi
perro en las minas.
Ya éramos amigos. ¡Qué digo! Ya era yo patrón y ellos peones
, pues
acababa de conchabarlos, prometiéndoles que muy luego
carnearía el buey,
que sólo llevaba con el fin de obsequiarlos.
Pasó esto cerca de Zanja-moroti ( moroti quiere decir blanco
en guaraní),
o sean las nacientes del río Amambay, que no está al norte
del mojón de
límites, como dicen los mapas oficiales del Brasil, el de
Keith Johnston,
y otros, sino al sur, es decir, como a seis leguas de la
latitud 23º 12'.
Esa tarde llegué a la orilla de tres lagunas, y como a media
legua de la
ceja de un monte, que corre de norte a sur, girando de oeste
a este.
Hacía viento, oía un ruido sordo, sostenido, uniforme,
parecido al de una
gran quemazón lejana.
-¿Qué ruido es ése? -le pregunté a Ibáñez, mi baqueano.
-Es el viento -me contestó.
-No puede ser; observe usted; el viento viene del norte y el
ruido trae
otra dirección, viene del poniente.
-Es el campo que arde.
-No, Ibáñez, ¿no ve usted que el fuego se va para el sur y el
ruido viene
de arriba? (Allí, en el Paraguay, arriba , como en la
República Argentina,
significa al oeste.)
-Pregúntele al indio. (Los otros dos debían reunírseme con
sus familias,
al día siguiente.)
-¿Pae acbu papea? -dijo Ibáñez- (¿qué ruido es ése?).
-Eiyü -contestó el indio- (es el río).
Pero el indio no sabía más, y yo deduje, continuando el
interrogatorio con
Ibáñez, que debía haber por allí una gran caída de agua.
El viento había calmado, la quemazón se había alejado
considerablemente,
el ruido hería mis oídos con mayor fragor; no me quedaba
duda...
¡Cómo seguir adelante sin examinar aquellas soledades, cuando
una de las
grandes aspiraciones de mi vida tan variada, aspiración
nutrida desde la
infancia, era visitar el Salto de Guairá, hacia donde debía
haberme
dirigido, si no hubiese sido la mala fe de los indios, que un
mes antes
había conchabado para que me guiaran! ¡Ah!, yo no me moriré,
lo espero,
sin contemplar ese espectáculo imponente, descrito por la
pluma magistral
de Azara con estos tintes vivaces:
"Está en los 24º 4' 27" de latitud observada, y es
un espantoso
despeñadero de agua, digno de que lo describiesen Virgilio y
Homero.
"Se trata del río Paraná, que tiene allí mucho fondo y
4.900 varas de
Castilla de anchura medida: esto es, una legua, y que
seguramente contiene
más agua que muchos juntos de los mayores de Europa.
"La citada anchura se reduce repentinamente a un solo
portillo o canal de
setenta varas, por donde entran todas las aguas
precipitándose con furia
desesperada, como si quisiesen lo que sólo ellas podrían
intentar, con sus
enormes masas y velocidad; esto es, dislocar el centro de la
tierra y
ocasionar la mutación que observan los astrónomos en su eje.
"Pero no caen las aguas verticalmente como por un balcón
o ventana, sino
por un plano inclinado 50 grados al horizonte hasta completar
20 varas y
un palmo de altura perpendicular. Los vapores o rocío, que se
elevan del
choque de las aguas contra los muros de roca tajada y contra
algunos
peñascos que hay en la misma canal del precipicio, se ven, en
forma de
columna de muchas leguas, y mirados, estando dentro de ellos,
forman con
el sol muchos arcoiris vivísimos y trepidantes, al compás de
la tierra,
que se siente temblar bajo los pies. Los mismos vapores y
espumas
ocasionan una eterna y
copiosa lluvia en los contornos. El ruido se oye de
seis leguas y en las inmediaciones no se encuentra ningún
pájaro ni
cuadrúpedo."
Al día siguiente, me puse en marcha, a pie, guiado por el
ruido.
Eramos cinco con el indio.
Cuando llegamos a la orilla del monte, de que antes he
hablado, y en el
que debíamos abrir una picada (camino que se hace a fuerza de
machete), el
indio se detuvo.
-Dígale usted que siga -le dije a Ibáñez.
-Tereijho de ten-dondé -le dijo éste- (marche usted
adelante).
-Ché dahay chene ten-dondé -contestó el indio- (yo no marcho
adelante).
-¿Vaerehe pa? (¿por qué?).
-Aguüye pe-aübugúy (porque tengo miedo de ese ruido).
El terror de lo desconocido estaba pintado en el rostro del
bárbaro.
Y fue en vano insistir; tuve que colocar al indio entre dos
peones,
siguiendo Ibáñez y yo detrás, y que trabajar el doble.
El indio rumbeaba dentro del bosque, lo mismo que un gaucho
nuestro en la
abierta pampa; sin perder terreno, siempre derecho hacia el
objetivo, que
era el ruido, cuyo estrépito crecía a medida que avanzábamos.
El terreno es quebrado, cruzamos un arroyo barrancoso, caímos
a una
hondonada profunda, el ruido crecía por grados y parecía
envolvernos en
sus ondas estrepitosas.
De improviso el indio se detiene y exclama con eco de
sorpresa y
admiración:
-¡Iponaité! (qué lindo).
Yo avanzo, y, oh, momento que puedo llamar feliz, sabiendo
como sé ponerme
en contacto con la naturaleza, y no estar solo en el
desierto, cuando
contemplo sus grandezas: ¡allí estaba la gran cascada de
Amambay!
Si no acabara de transcribir una página de Azara, aquí la
describiría. He
querido recordar esa maravilla, ante la cual la famosa
catarata del
Niágara es un pigmeo, y me siento como anonadado al pensar
sólo en lo
estupendo que debe ser aquello.
Ahí está el grabado,
Pablo amigo, para suplir las deficiencias de mi
pluma, y voy a concluir.
Mide la cascada, próximamente, doscientos pies de ancho y cae
por sobre
catorce gradas, desde una altura de cien poco más o menos,
siendo
considerable el volumen de sus aguas, que se desploman en un
solo manto,
sin solución de continuidad. Corta el río en un codo formando
un ángulo
agudo que apenas tendrá 25º, y el observador no puede
contemplar todo su
perfil, sino colocándose o en el vértice, o en la proyección
de una de sus
líneas.
Algún otro día continuaremos este coloquio.
Hoy lo completo, por decirlo así, con los siguientes datos
que pueden
interesar a toda Sociedad Geográfica.
Predominan en esta región las tierras formadas en general de
fragmentos y
de piedras rodadas, cuarzosas, ligadas entre sí por un
cemento de arcilla
ferruginosa, muy arenoso, en los que se hallan
accidentalmente restos
de rocas primitivas, siendo también frecuente la presencia
del hierro en
masas compactas, en grandes láminas un poco contorneadas y en
escamas, o
lentejuelas brillantes, aglomeradas entre sí.
¿A qué hablar de oro?
Dejemos esto para cuando esté resuelto el problema comercial,
y a los que
dudan, sea cual sea el éxito mío, les recordaré la leyenda de
los frailes
del convento del Eufrates, los cuales, hace mil quinientos
años, caminan
para ver dónde nace el sol, protestando así contra Galileo,
contra la
ciencia y contra la religión, reconciliadas al fin.
Mientras tanto, le digo a usted adiós , y, hasta la vista, le
estrecha
afectuosamente la mano.
Post-Scriptum . Cuando escribí lo que se acaba de leer, no
faltaron las
ironías de la crítica escéptica. Callé. Un autor no puede
estar refutando
todos los días, ni persuadiendo a los que dudan. Pero aquí
cuadra sin
embargo decirles a ustedes ahora, siendo el mundo tan grande,
y para que
se vea que hay todavía mucho que descubrir, que la
Paleontología acaba de
hacer un descubrimiento, nada menos que en Francia, país
conocido y
reconocido, si es que los hay, hallando la gruta de las
Deux-Goules que se
encuentra en el cantón de Saint-Vallier-de-Thley, distrito de
Grasse
(Alpes Marítimos).
Dicha gruta está situada casi a la orilla de un bosquecillo,
atravesado
por el río de la Combe, poco antes de su confluencia con el
Siagne y a
corta distancia de un puente natural, muy conocido en el país
y al que le
dan el nombre de Pont-à-Dieu, o más bien Pont-na-Dieu. Esa
gruta,
descubierta últimamente por E. Rivière, nunca había sido
explorada por
nadie, y era desconocida absolutamente de todos, menos del
guardabosque
que ayudó a Rivière a reconocerla.
Entrase en ella por una doble abertura, abierta al nivel del
suelo, como
la boca de un pozo. Las dos aberturas están separadas, una de
otra, por un
trozo de roca, bastante voluminoso, debajo del cual se
encuentra un
vestíbulo, cuyo piso afecta la forma del lomo de un asno, y
donde no hay
nada que llame la atención. En ese vestíbulo se abren, una
enfrente de
otra, dos salas bastante grandes, oscuras en toda su
extensión, y a las
que se llega bajando una pendiente resbaladiza, sobre todo la
de la sala
de la izquierda.
Esta última no pudo ser explorada por estar llena de agua. En
cambio la de
la derecha fue reconocida fácilmente y su suelo estaba
todavía, en gran
parte, recubierto por una estalagmita bastante gruesa, al
paso que
numerosas estalactitas pendían de la bóveda, a lo largo de
las paredes.
Le livre de la Nature est le livre de la Fatalité.
Todos los historiadores argentinos dicen, poco más o menos,
cuando hablan
de Rozas, lo que el Catecismo de Historia Argentina , que
sirve de texto
en algunas escuelas: que ese célebre personaje descendía de
una familia
ilustre.
Y, en efecto, así era: mi abuela doña Agustina López de
Osornio, mujer
extraordinaria, bajo ciertos aspectos, tenía orgullo de su
prosapia.
-Soy Butibamba y
Butibarreno, solía decir, ponderando su alcurnia.
Desciendo de la casa de Austria y de los duques de Normandía.
Soy parienta
de María Santísima.
Poco le faltaba para decir como los de Asturias, célebres
Quirós:
Después de Dios
la casa de Quirós.
Mi abuelo, don León Ortiz de Rozas (y aquí conviene que
ustedes sepan que
Rozas se escribe con zeta y no con ese , porque viene de
rozar) era menos
pomposo que su consorte.
Ortiz, eran los suyos ab origene y el de Rozas les vino de
que Gonzalo de
Córdoba, con quien militaron, los ennobleció, haciéndolos
condes de
Poblaciones, precisamente en el momento en que uno de ellos,
fundador de
la casa, tronco de su árbol genealógico, rozaba el campo,
para sentar sus
reales.
Los Rozas, de Chile, entre los cuales se cuentan hombres
eminentes,
pertenecen a la misma genealogía y fueron, allá como acá,
influyentes en
las campañas del Sur, tanto que, a uno de ellos, llamábanle
"Padre de la
Patria", en tiempo de la Revolución.
Nobles o no, los padres de Rozas eran estancieros; así es que
esto basta y
sobra para explicar por qué causas el hijo mayor tomó el
campo, en un
ímpetu de independencia personal, disgustado por una punición
que le
habían aplicado, según él decía, con injusticia... dejando
"hasta la
ropa", pues quería buscarse la vida solo y probar que ya
era hombre y no
un niño, a quien se le pega, o se le encierra en un cuarto
oscuro.
Adónde fue, qué hizo, cómo se desenvolvió, de qué manera se
condujo, no
son pinceladas para este cuadro.
Estamos en la célebre estancia "Del Pino"; Rozas es
ya propietario, socio
de los Anchorena y de Terrero, y más de cuatro, que después
figurarán en
nuestra Historia, bajo aspectos odiosos o simpáticos, son,
peones suyos o
sus capataces.
Cuando el prolijo historiador quiera entretenerse en estas
minuciosidades,
entre los papeles de don Juan Manuel -que era como le
llamaban, en muchas
leguas a la redonda, por los pagos del Pino- hallará las
cuentas de los
salarios de esos peones y capataces, su filiación, nombre y
apellido. Todo
ello existe actualmente en poder de Máximo Terrero.
Estamos, repito, en la estancia "Del Pino"; mejor
dicho, están tomando el
fresco bajo el árbol que le da su nombre a la estancia , don
Juan Manuel y
su amigo el señor don Mariano Miró, el mismo que edificó el
gran palacio
de la plaza Lavalle, propiedad hoy día de la familia de
Dorrego.
De repente -cuento lo que me contó el señor Miró-, don Juan
Manuel
interrumpe el coloquio, tiende la vista hacia el horizonte,
la fija en una
nubecilla de polvo, se levanta, corre, va al palenque donde
estaba atado
de la rienda su caballo, prontamente lo desata, monta de un
salto, y
parte... diciéndole al señor Miró: Dispense, amigo, ya
vuelvo.
Al trote rumbea en dirección a los polvos, galopa; los polvos
parecen
moverse al unísono de los movimientos de don Juan Manuel.
Miró mira; nada ve.
Don Juan Manuel apura su flete , que es de superior calidad;
los polvos se
apuran también.
Don Juan Manuel vuela;
los polvos huyen, envolviendo a un jinete, que
arrastra algo.
Don Juan Manuel, con su ojo experto, ayudado por la malicia
gauchesca,
tuvo la visión de lo que era la nubecilla de polvo aquella,
que le había
hecho interrumpir la conversación: "un cuatrero",
se dijo y no titubeó.
Con efecto, un gaucho había pasado cerca de una majada, y sin
detenerse
había enlazado un capón, y lo arrastraba, robándolo.
El gaucho vio desprenderse un jinete de las casas. Lo
reconoció, se apuró.
"Don Juan Manuel -se dijo-: ¡Caray!"
De ahí la escena.
Don Juan Manuel castiga su caballo...
El gaucho entonces suelta el capón con lazo y todo,
comprendiendo que, a
pesar de la delantera que llevaba, no podía escaparse, por
bien montado
que fuera, si no largaba la presa.
Aquí ya están casi encima el uno del otro. El gaucho mira
para atrás, y
rebenquea su pingo, a medida que don Juan Manuel apura el suyo,
y corta el
campo, en diversas direcciones, con la esperanza de que se le
aplaste el
caballo a don Juan Manuel.
Entran ambos en un vizcacheral. Primero, el gaucho; después,
don Juan
Manuel; pero el obstáculo hace que don Juan Manuel pueda
acercársele al
gaucho.
Rueda éste; el caballo lo tapa.
Rueda don Juan Manuel; sale parado con la rienda en la mano
izquierda, y
con la derecha lo alcanza al gaucho, lo toma de una oreja, lo
levanta y le
dice:
-Vea, paisano, para ser buen cuatrero, es necesario ser buen
gaucho y
tener buen pingo...
Y, montando, hace que el gaucho monte en ancas de su caballo,
y se lo
lleva, dejándolo a pie, por decirlo así; porque la rodada
había sido tan
feroz, que el caballo del gaucho no se podía mover.
La fuerza respeta a la fuerza: el cuatrero estaba dominado y
no podía
ocurrírsele, en ancas del caballo de don Juan Manuel, sino
admirarlo, y de
la admiración al miedo no hay más que un paso.
Don Juan Manuel volvió a las casas con su gaucho, sin que
Miró, por más
que mirara, hubiera visto cosa alguna discernible.
-Apéese, amigo -le dijo al gaucho, y en seguida se apeó él,
llamando a un
negrito que tenía.
El negrito vino, le habló al oído, y dirigiéndose en seguida
al gaucho le
dijo:
-Vaya con ese hombre, amigo.
Luego volvió al señor Miró, y sin decir una palabra, respecto
de lo que
acababa de suceder, lo invitó a tornar el hilo de la
conversación
interrumpida, diciéndole:
-Bueno, usted decía...
Salieron al rato a dar una vuelta, por una especie de jardín,
y el señor
Miró vio un hombre en cuatro estacas.
Notado por don Juan Manuel, le dijo sonriéndose.
-Es el paisano ése...
Siguieron andando, conversando... La puesta del sol se
acercaba; el señor
Miró sintió unos como palos, aplicados en cosa blanda, algo
parecido al
ruido que produce un colchón enjuto sacudido por una varilla,
y miró en
esa dirección.
Don Juan Manuel le dijo, entonces, volviéndose a sonreír,
haciendo con la
mano derecha ese movimiento de un lado a otro con la palma
para arriba,
que no dejaba duda:
-Es al paisano ése...
Un momento después se presentó el negrito y, dirigiéndose a
su patrón, le
dijo:
-Ya está, mi amo.
-¿Cuántos?
-Cincuenta, señor.
-Bueno, amigo don Mariano, vamos a comer.
El sol se perdía en el
horizonte, iluminado por un resplandor rojizo, y
habría sido menester ser cuasi adivino para sospechar que
aquel hombre,
que se hacía justicia por su propia mano, sería en un
porvenir, no muy
lejano, señor de vidas, famas, y haciendas, y que en esa obra
de
predominio serían sus principales instrumentos algunos de los
mismos
azotados por él.
Don Juan Manuel le habló al oído otra vez al negrito, que
partió, y tras
de él, muy lentamente, haciendo algunos rodeos, ambos
huéspedes.
Llegan a las casas y entran en la pieza que servía de
comedor. Ya era
oscuro.
En el centro había una mesita con mantel limpio de lienzo y
tres
cubiertos, todo bien pulido.
El señor Miró pensó
¿quién será el otro?
No preguntó nada.
Se sentaron, y cuando don Juan Manuel empezaba a servir el
caldo de una
sopera de hoja de lata, le dijo al negrito que había vuelto
ya.
-Tráigalo, amigo.
Miró no entendió.
A los pocos instantes entraba, todo entumido, el gaucho de la
rodada.
-Siéntese, paisano -le dijo don Juan Manuel, endilgándole la
otra silla.
El gaucho hizo uno de esos movimientos que revelan cortedad;
pero don Juan
Manuel lo ayudó a salir del paso, repitiéndole:
-Siéntese nomás, paisano, siéntese y coma.
El gaucho obedeció y, entre bocado y bocado, hablaron así:
-¿Cómo se llama, amigo?
-Fulano de tal.
-Y ¿dígame, es casado o soltero? ¿o tiene hembra?
-No señor -dijo sonriéndose el guaso-, ¡si soy casado!
-Vea, hombre, y... ¿tiene muchos hijos?
-Cinco, señor.
-Y ¿qué tal moza es su mujer?
-A mí me parece muy regular, señor.
-¿Y usted es pobre?
-¡Eh!, señor, los pobres somos pobres siempre...
-Y ¿en qué trabaja?
-En lo que cae, señor.
-Pero también es cuatrero, ¿no?
El gaucho se puso todo colorado y contestó:
-¡Ah!, señor, cuando uno tiene mucha familia suele andar
medio apurado.
-Dígame, amigo, ¿no quiere que seamos compadres? ¿No está
preñada su
mujer?
El gaucho no contestó.
Don Juan Manuel prosiguió:
-Vea, paisano; yo quiero ser padrino del primer hijo suyo,
pero suyo, que
tenga su mujer, y le voy a dar unas vacas y unas ovejas, y
una manada y
una tropilla, y un lugar, por ahí, en mi campo, y usted va a
hacer un
rancho, y vamos a ser socios a medias. ¿Qué le parece?
-Como usted diga,
señor.
Y don Juan Manuel, dirigiéndose al señor Miró, le dijo:
-Bueno, amigo don Mariano, usted es testigo del trato, ¿eh?
Y luego, dirigiéndose al gaucho, agregó:
-Pero aquí hay que andar derecho, ¿no?
-Sí, señor.
La comida tocaba a su término. Don Juan Manuel, dirigiéndose
al negrito, y
mirándolo al gaucho, prosiguió:
-Vaya, amigo, descanse; que se acomode este hombre en la
barraca, y si
está muy lastimado que le pongan salmuera. Mañana hablaremos;
pero
tempranito, vaya y vea si campea ese matungo, para que no
pierda sus
pilchas... y degüéllelo... que eso no sirve sino para el
cuero, y
estaquéelo bien, así como estuvo usted por zonzo y mal gaucho.
Y el paisano salió.
Y don Mariano Miró, encontrando aquella escena del terruño,
propia de los
fueros de un señor feudal de horca y cuchilla, muy natural,
muy argentina,
muy americana, nada vio.
Si hubiera visto, cuando volvió a Buenos Aires, habría quizá
murmurado al
oído alguna confidencia, como una amonestación:
Hay actos que son un pródromo...
Y si, lector dijerdes ser comento,
como me lo contaron te lo cuento.
Un párrafo más, y concluyo.
El cuatrero fue compadre de don Juan Manuel, su socio, su
amigo, su
servidor devoto, un federal en regla.
Llegó a ser rico y jefe de graduación. Sus hijos y sus hijas
se casaron,
se mezclaron bien, se refinaron, se educaron, se
ilustraron... échense
ustedes por la pista...
Por ahí andan, y gozando de no poca consideración social.
"No hay mal que por bien no venga", y queda una vez
más probada la
eficacia de la frase bíblica:
"No le escasees
al muchacho los azotes, que la vara con que le dieres no
ha de matarlo."
Yo tengo para mí que al cuatrero lo que más bien le hizo, no
fue el
compadrazgo ni la habilitación, sino los cincuenta , pero
creo que, en
estos casos, es mejor
recurrir a la justicia... del alcalde...
¡Paz a los hombres! ¡Gloria en las alturas!
¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!
Ahora tenemos Constitución y leyes: nacer, vivir, crecer,
desenvolverse,
entrar, salir, "morirse" cuando a uno se le antoja,
son "derechos", que a
nadie se le pasa por la imaginación poner en duda; y espero
que no
tendremos, en ningún tiempo, que volver a recordar el dicho
de Voltaire:
un des plus grands malheurs des honnêtes gens, c'est qu'ils sont des
lâches.
¿O creen ustedes que en tiempo de Rozas no había también
mucha gente
honrada?
Tesis - En boca cerrada no entran moscas.
Antítesis - In boca chiusa non cade pera.
Hay reglas infalibles o casi infalibles, si les parece a
ustedes mejor,
para juzgar infinidad de cosas y resolver multitud de
problemas.
El mundo marcha y la ciencia progresa.
No hay reglas seguras, sin embargo, cuando se trata de juzgar
y apreciar
este ser tan complejo, tan complicado, tan ondulante -no
tanto como la
mujer- llamado hombre. Los que sobre él dan en bola sólo
aciertan por
chiripa.
Padecemos de "saber", como antes padecíamos de
"ignorancia", y son tantos
ya los sabios sobre todas las cosas habidas y por haber, que
los mismos
maestros que los enseñaron se suelen quedar atónitos, oyéndolos
discurrir.
La ciencia es la enfermedad del siglo, y hay que aceptarla
como una
purificación. Pero eso sí, elegid bien el crisol, no sea que
el personaje
de Shakespeare tuviera razón, hace ya tres siglos, cuando le
decía a su
librero: "Quiero que estén bien empastados y que hablen
de amor".
Algunos piensan que los que hablan poco, valen más que los
que hablan
mucho.
El silencio tiene sus apologistas, y la palabra también. En
todo es lo
mismo. Los polos del mundo moral son la contradicción.
Sería capítulo interminable, coleccionar, nada más que en
forma
aforística, lo que se ha escrito en pro y en contra de esta
máxima: el
silencio es oro; la palabra, plata.
Yo digo que todo depende del que habla y del que se calla, y
en tesis
general, lo único que afirmo es que el silencio es una
concentración y la
palabra una expansión.
Agregaré, nada más que en nombre de mi observación personal,
que los que
hablan tienen, por lo común, mejor carácter que los que
callan, aunque
suelan ser menos discretos.
Yo he conocido a muchos de nuestros grandes conversadores -de
otros he
oído hablar y, con raras excepciones, todos ellos tenían buen
carácter o
hacían lo posible por dulcificar lo hirsuto de su naturaleza.
Y para que nos entendamos, antes de continuar les diré a
ustedes que yo
empleo la palabra carácter , como la emplean los moralistas,
y no como la
define el Diccionario; porque este vademecum de la gente
necesitada, suele
dejarlo a uno más a oscuras cuando se le consulta que cuando
no se le
manosea.
Y hecha esta necesaria prevención, vamos adelante, sin más
requilorios.
He conocido a don Domingo de Oro y a don Facundo Zuviría, a
don Fenelón
Zuviría, y a don Juan Francisco Seguí, a don Manuel Lucero y
a don Miguel
Otero, a don Juan Cruz Ocampo y a don Elías Bedoya, a don
Pedro de Angelis
y a don Dalmacio Vélez Sarsfield, al general Guido y al
general Mansilla
(mi padre), a don Salvador M. del Carril y a don Eduardo
Lahitte, a don
Mariano Fragueiro y a don Juan M. Gutiérrez, a don Juan
Carlos Gómez y a
don Justiniano Posse, a don Nabor Córdoba y a don Daniel
Aráoz, a don
Domingo F. Sarmiento y a don Nicolás Avellaneda y a
muchísimos otros que
han dejado de existir, o que viven, como don Andrés Lamas y
don Nicanor
Alvarellos, don Carlos Guido y Spano y don Luis V. Varela,
don Eduardo
Wilde y don Aristóbulo del Valle, don José Posse y don José
Manuel
Estrada, don Federico de la Barra y don Nicolás Calvo, don
Pedro Goyena y
don Miguel Juárez Celman, todos ellos prototipos de
conversadores amenos,
o causeurs , de índole
diversa, más o menos agradables, más o menos
instruidos, más o menos monótonos, más o menos interesantes,
según la veta
o el viento reinante; ya anecdóticos o personales, ora
irónicos o
impersonales, ya decidores sin malicia, ya haciendo práctico
el proverbio:
"El que te canta la copla, ése te la sopla."
De todos los nombrados, el más extraordinario era don Manuel
Lucero,
rector que fue de la Universidad de Córdoba.
Si a ustedes no les molesta, yo les contaré un día de éstos,
prolijamente,
algo que a mí me pasó con él. Hoy por hoy, me limitaré a
decirles que era
un hombre amabilísimo, dulcísimo, instruidísimo, y que una
vez fue de
visita a mi casa, en Córdoba, a las diez de la mañana, que se
apoderó de
mi mujer propia -yo me le escapé-, y que no la abandonó,
conversándole
siempre en casa y en la calle, porque hasta salieron a pasear
juntos, sino
dando las cuatro de la mañana.
Yo volví, después de haber andado huyendo de don Manuel, al
hogar invadido
por la palabra incesante, y entré en él clandestinamente, a
medianoche,
encerrándome herméticamente, y me negué a prestarle mano
fuerte a mi
carísima esposa, la cual me enviaba emisario tras emisario, a
decirme:
¡que ella ya no podía quitárselo de encima a don Manuel...!
Vamos, pues, a los dos personajes o conversadores, a cuya
grata memoria
consagro estas líneas: son don Domingo de Oro y don Facundo
Zuviría,
salteño el uno, sanjuanino el otro, y a cual de ellos más
respetable y
respetado, siendo, no obstante, como eran, tesis y antítesis,
moral e
intelectualmente.
Don Facundo creía en José de Maistre, don Domingo, en Montaigne;
don
Facundo era personal y pontificaba al hablar; don Domingo era
impersonal y
sugestivo, cuando daba rienda suelta a su verbe amena.
De él podría decirse lo que nunca se dirá de Sarmiento el
crítico: que fue
siempre sincero y sustancial, que eliminaba el yo con cierta
coquetería
amable para su interlocutor, haciéndose así más encantador.
Hay algo de
esto en Pedro Goyena, así como en Juárez Celman, que tiene
otro estilo,
que podrá repetir la anécdota, pero que rara vez se repite a
sí mismo.
Don Facundo era doctrinario y se parecía físicamente a
Guizot, y vestía
con la rígida corrección de éste, y era alto y cartilaginoso,
como éste,
menos protestante. Don Domingo era escéptico, vestía
sencillamente, con
suma pulcritud, presumía con las manos, que tenía hermosas, y
se parecía a
Gladstone, siendo trigueño.
Debían, como se colige, estos dos hombres, que, por otra
parte, eran
amigos y se querían, vivir como el perro y el gato, en cuanto
entraran en
el dominio de las ideas y de las apreciaciones.
Los dos habían sido emigrados y, como la mayor parte de los
emigrados
célebres, habían ido a parar a... Bolivia, y de allí, adonde
el viento de
la fortuna los llevara. Pero en Bolivia fue donde don Facundo
y don
Domingo se conocieron y se trataron.
Los años corrieron, a Rozas se lo llevó la trampa, la
República medio se
organizó, creándose el gobierno del Paraná, y allí se dieron
cita, por
diversos motivos, gentes de todo pelaje, insignificantes los
unos,
importantes los otros.
Don Facundo llegó y se instaló en una casa particular,
amueblada. En
seguida llegó don Domingo y se fue al "Hotel de
París".
Cada cual iba por algo. Yo sé por qué. No hace al caso. Eran
honestos los
motivos, y esto basta.
Don Facundo había llegado primero.
Don Domingo se dice: iré a visitarlo a Zuviría, no quiero
hacer ceremonias
con él. Y va.
Llega; don Facundo tenía ya la palabra, no podía dejar de
tenerla, y una
rueda de visitas lo escuchaba, con extrema atención, aparente
o real.
Don Facundo y don Domingo no se veían hacía bastantes años.
Don Domingo entra, saluda; don Facundo no se interrumpe,
absorto en sí
mismo; empero, con un ademán, le insinúa que tome asiento en
la rueda, y
con el gesto le dice: escuchad...
Nadie se atreve a moverse ni a chistar... están como en misa.
Don Domingo se sienta... resignado de antemano.
Y, oyendo la caída incesante de aquella cascada de palabras,
apenas
turbadas por la sucesiva y silenciosa retirada de los
circunstantes,
tratando, cual más cual menos, de hacer el menor ruido
posible, se aguanta
cuatro mortales horas; por último, se retira también,
abrumado hasta por
el peso de su propio silencio.
Maquinalmente llega al hotel, entra en su cuarto, se saca el
sombrero,
coloca el bastón en un rincón, se quita la levita, y se
dispone a pedirle
al sueño reparador un poco de tranquilidad para sus nervios
alterados...
¡Imposible!
Se apresta de nuevo a salir, reflexiona. Cambia de ideas.
Vuelve a
reflexionar. Lucha. Sale por fin... meditando una venganza
ejemplar.
Se desliza como un fantasma por las mal alumbradas calles del
Paraná...
Tremendos pensamientos agitan su alma inofensiva. ¡Para
cuándo son tus
rayos, Júpiter! -murmura en su soliloquio...
Era invierno, y ya cerca de la una de la mañana.
Llega a las ventanas de don Facundo. Golpea con estrépito.
-¿Quién es? -gritan de la pieza contigua a la sala, que era
el aposento de
don Facundo.
-¡Yo soy!, ¡abra usted pronto!
Don Facundo reconoce la voz de don Domingo...
¡Oro! se dice, y como tenía mucha imaginación, asocia,
instantáneamente,
recuerdos y conjeturas, y como don Domingo no había sido
partidario de
Urquiza en las épocas bárbaras de Entre Ríos, sino todo lo
contrario,
piensa que su amigo corre algún riesgo, y se tira de la cama
y va a la
ventana y vuelve a preguntar: ¡qué hay!
-¡Pronto!, ¡pronto!, abra usted y...
Hablemos bajo, pues sumido en hondo
silencio, yace todo cual la muerte.
Y don Facundo va tiritando a la puerta de calle, y abre, todo
azorado, y
don Domingo entra...
-Acuéstese usted, amigo; no vaya usted a resfriarse -le
dice-;
conversaremos mucho mejor estando usted en la cama.
A don Facundo se le saltaban los ojos de las órbitas.
Se mete en la cama.
Don Domingo se sienta a la cabecera.
Don Facundo lo interroga con la mirada... su emoción es tan
grande, como
su curiosidad.
Don Domingo se acomoda en la silla, compone la voz, y empieza
así:
"Cuando Cristóbal Colón recorría, en el siglo XV, las
cortes europeas,
mendigando auxilios para demostrar que el planeta que
habitamos es
redondo, en forma de naranja, y que debía haber ignotas
tierras, un
vastísimo continente al occidente del Viejo Mundo, sin
aquellos nobles
monarcas españoles Fernando e Isabel, que venden, según
cuentan, hasta sus
joyas, quién sabe qué fuera de los destinos de América
ahora...
¡Qué epopeya tan grandiosa aquélla!
Para contarla, se necesita un bardo como Homero.
Hernán Cortés en México, Pizarro en el Perú, Valdivia en
Chile, son dignos
de otra Ilíada .
Y viniendo al Río de
la Plata, y a Solís y a Magallanes, que descubrió lo
que el otro no pudo descubrir, sin que el sic vos non vobis
se cumpliera,
como sucedió con el insigne genovés y Américo Vespucio, y a
Carlos V y a
Sebastián Gaboto, y don Pedro de Mendoza, y al cuarto
adelantado, don Juan
de Garay, cuya sangre derramada estérilmente perturba el
orden en todas
estas comarcas, hasta que llega a ellos, de Chuquisaca, el
Oidor y
Adelantado Vera y Aragón...
Y... echando una
mirada retrospectiva a las disputas y reyertas, a mano
armada, entre portugueses y españoles; y al Gobierno de
Carlos III, y a
los jesuitas y a su Gobierno teocrático en Misiones, y su
resistencia a
dicho monarca, y a la supresión de la famosa orden y a lo que
se llamó el
Virreinato del Río de la Plata, y a Zeballos, y a Vértiz, y a
Loreto, y a
Arredondo, y a Melo y Avilés, y a Sobremonte, y a la invasión
de los
ingleses, y a la defensa de Buenos Aires y a Liniers, y a
Cisneros, y por
fin, viendo brillar la aurora boreal de la Revolución de
Mayo..."
Aquí, don Domingo de Oro tuvo necesidad de tomar aliento, y
don Facundo
Zuviría, aprovechando la coyuntura y poniendo una cara angustiosa,
preguntó, después de dos horas de no interrumpido silencio,
sólo
comparables a un suplicio:
-¡Y cuándo se acaba la introducción!
-Y qué, ¿le parece a usted larga?
-¡Pero hombre, hace dos horas que habla usted, sin cesar! Me
tiene usted
agitadísimo, al pensar en los peligros que corre cerca de
"este hombre",
que tanto combatió usted.
-Pues, amigo, si a usted le parecen mucho dos horas de
conversación mía,
sobre cosas de otros, ¿qué efecto no me habrán producido a mí
las cuatro
horas de conversación de usted esta noche, sobre cosas
exclusivamente
suyas...?
-¿Y nada más que para eso ha venido usted?
Don Domingo le miró, como diciéndole:
-Y qué, ¿no cree usted que merece mis represalias, cuando
después de
tantos años de no vernos, no se interrumpe usted, siquiera
para darme la
mano y preguntarme cómo estoy, cómo me va...?
Don Facundo exclamó:
-¡Querido Oro, tiene usted razón, vengan aquí esos cinco, y
váyase usted
al diablo!
Cuando don Domingo de Oro volvía a su hotel, las calles del
Paraná estaban
mejor alumbradas que al salir. Era la hora del crepúsculo. Se
acostó, y
durmió el sueño del justo, mecido por el galli cantus .
Al día siguiente, Zuviría y Oro contaban, a carcajadas, la
noche toledana
que ambos habían pasado.
Todo hombre, siendo consumidor, debe ser productor.
Todos los que han viajado con algún provecho, habrán
observado un caso muy
curioso: la ignorancia de algunas personas, casi siempre
educadas o
altamente colocadas, respecto de las producciones, recursos,
curiosidades
y maravillas de su propio país.
No sé en qué categoría de los seres pensantes colocar ese
grupo de
originales. Si me viera forzado a ello -aprieto en que no
estoy-, no sé
cómo saldría del paso. Se me ocurre, sin embargo, que los
compararía a los
que pertenecen a la escuela que ve en el Estado el Deus ex
machina ,
encargado de proveer a todo, hasta de calor, en invierno, y
de frío, en
verano.
Yo he conocido, en Inglaterra, uno de estos tipos singulares.
Llamábase
Bordenave: era hijo de un emigrado del tiempo de la
Revolución francesa,
hombre de fortuna, que le dejó un buen patrimonio. Así pues,
Bordenave
vivía de su renta, cantando como la cigarra:
Sin hacer provisiones
allá para el invierno.
Alegre, contento, feliz; tenía muy buen estómago, nada se le
indigestaba;
sus intestinos funcionaban como un mecanismo automático de
acero. El veía
salir y ponerse el sol, cambiar las estaciones, desenvolverse
los
acontecimientos, aplicar el vapor, la electricidad, la
ciencia dominándolo
todo, abrirse e inaugurarse con atracción universal la
primera Exposición
de Londres, y todo esto no lo ocupaba ni lo preocupaba ni se
le daba de
ello un comino, y lo que es más todavía, ni siquiera
despertaba su
curiosidad. Bordenave no conocía ni la Exposición, ni el
tunnel del
Támesis, ni la Torre de Londres, ni el Museo Británico, ni
San Pablo, ni
la Casa de Moneda; nada, nada de esto.
Pero Bordenave tenía mucho chic ; llevaba siempre la mano en
el bolsillo,
haciendo sonar algunas libras esterlinas, se dandinaba por
Oxford Street ,
como un favorecido de la fortuna, contento de sí mismo, sin
pensar en
virtud de qué leyes recónditas, no haciendo él absolutamente
nada, su
renta crecía, porque subían los alquileres de las fincas que
le dejara su
buen padre, y eso sí, fallaría primero el sol en su carrera,
que Bordenave
en ir a hacer al Club su partida moderada de bésigue después
del teatro, y
de comerse una entrecôte , antes de retirarse a su
apartamiento de Brook
Square , solo siempre, porque era un hombre metódico con sus
matices de
misantropía.
Bordenave, ya que estamos, por decirlo así, en el vestíbulo
de su casa
-ustedes pueden leer si quieren en la
"introducción"-, no recibía damas ,
empleando este sustantivo en su más alta acepción, sino por
la mañana. Al
efecto -no le faltaba ingenio-, había pasado una circular al
demi-monde
que decía, más o menos así: "Vivo en garçon , almuerzo
de 12 y media a 1,
y enfrente de mi asiento, hay siempre otro desocupado, con
una libra
esterlina, una sola, debajo del plato."
La casa de Bordenave
era todos los días una romería, y su valet de chambre
despedía ces dames , con esta fórmula sacramental:
"Madame, la place est
occupée. "
¿A qué mayores comentarios?
Pero donde no cabe el comentario, cabe la reflexión, y así,
arrastrando la
frase, vamos llegando a donde quería. Lo diré de rondón -a
que en Buenos
Aires hay muchos Bordenaves.
Estos felices mortales habrán leído, ¿y cómo no?, no puede
haber fallado,
porque son lectores asiduos de diario, al menos de la
crónica, sobre todo
si es ésta escandalosa, habrán leído, repito, los otros días,
una
invitación referente al "Museo de Productos
Argentinos", y al llegar aquí
habrán saltado, como por sobre ascuas, el suelto, diciéndose
sólo al leer
el título horrible visu , y "¿a mí qué se me da de
semejante fiesta? Que
vayan otros a aburrirse allá".
¡Ah!, señores, así va el mundo, y en esta conquista de la
civilización y
del progreso, la obra y la gloria es anónima, y es de los
chicos; no es de
los grandes.
A estos Bordenaves les pasa con el arado -ellos no tienen más
idea que la
del arado viejo del tiempo de Faraón-, lo que a ciertos
militares con el
fusil de repetición: éste debe estar en los museos, como
curiosidad, y el
otro es el único bueno.
Confieso que, reflexionando sobre estos fenómenos sociales,
no son
argentinos sino mundiales, tengo envidia de esos
conservadores de antaño,
cuya renta aumenta, por su propia virtud, porque ellos ¿qué
saben de
ciertas fórmulas? Decidles, por ejemplo, que la Higiene es
parte principal
de la Economía política, porque nada es más caro que las
enfermedades,
excepto la muerte, y como ellos están sanos, gozando de la
mejor salud,
que para el lector deseo, ¿qué se les da de ciertos
problemas, ni qué se
les importa de ciertas preocupaciones?: el valor de la tierra
aumenta, los
alquileres suben, las vacas y las ovejas paren, los roben o
no sus
administradores, ellos tienen siempre lo suficiente.
Un día se escandalizarán, sin embargo, de que un tal o un
cual cuyo nombre
acabe en ini , en assa o en quist , sea potentado, y ellos
apenas
rentistas, y se lo achacarán todo a la suerte -y no es que no
la tengan-,
pero es que ignoran lo que son las leyes del trabajo y que
han padecido de
una especie de corea moral, que es esa enfermedad que
consiste en girar
alrededor de un mismo círculo; mientras tanto que, no siendo
tontos, otro
gallo les cantara si, haciendo un paréntesis a la enervante
monotonía de
sus ocupaciones predilectas, se tomaran la molestia de ir,
por de pronto,
a visitar el "Museo de Productos Argentinos", donde
está a la vista, y hay
cicerones inteligentísimos que lo explican, como Juan A.
Alsina, todo
cuanto produce y elabora e imita y copia ya, con asombro de
propios y
extraños, esta, en otro tiempo no muy lejano, tierra clásica
de la
haraganería y de los gobiernos personales, puede leerse
"caudillejos y
tiranos".
Las instituciones fundamentales y algunas leyes
reglamentarias, no siempre
bien calculadas -la libertad en suma- ¡viva la libertad!, que
hay que
defender hasta con perros, como a la república de San Marino,
es la que
nos ha dado eso.
¿Eso? ¿y qué es eso ?
¡Ah!, son infinidad de cosas, que los Bordenaves ignoran que
tenemos.
El catálogo con sus notas y explicaciones no cabe dentro de
todo este
número del Sud América , compaginado con letra microscópica.
Baste
decirles a ustedes que, desde las comarcas rayanas con
Bolivia y el
Brasil, hasta los últimos límites de la gran Provincia de
Buenos Aires, y
desde donde los Andes casi tocan al cielo hasta donde se
abrevan los
ganados, en las costas del Uruguay, tenemos todo, todo cuanto
las tres
zonas del mundo pueden producir, e industrias novísimas, e
inesperadas
confecciones, que rivalizan con las similares de otros países
y del otro
hemisferio.
¿Conque ustedes estaban creyendo que casi todas las frazadas
de pura lana
que les venden los franceses y los ingleses, en sus tiendas,
vienen de
Francia y de Inglaterra?
¡Inocentes Bordenaves!
Pues han de saber ustedes que las que vienen de Francia y de
Inglaterra,
tienen algodón, y que las únicas veras son las criollas.
El gato por liebre es el que nos mandan de allá.
El guiso de liebre que se sirve acá es de liebre y no liebre
como la que
Miguel de los Santos Alvarez y Santiago Arcos, le hicieron
comer al conde
Delurde, ministro plenipotenciario y enviado extraordinario
de S. M. Luis
Felipe, rey de los franceses, anécdota, cuento o causerie ,
que uno de
estos días leerán ustedes.
¿Conque ustedes estaban creyendo que muchos adornos de terra
cotta que les
venden como maravillas europeas, son hechos del otro lado del
charco ?
¡Inocentes Bordenaves!
Pues han de saber, ustedes, que la mayor parte son hechos en
Córdoba.
¡Tan luego en Córdoba! Esto es un colmo.
¿Conque ustedes estaban creyendo que todo el paño con que se
visten es
francés o alemán, que es el peor de los paños, así como el
mejor es el
catalán?
¡Inocentes Bordenaves!
Pues han de saber, ustedes, que es criollo, y fabricado por
un industrial
de apellido catalán.
¿Conque ustedes estaban creyendo que las conservas
alimenticias, con que
se chupan los dedos, son todas de extracción europea?
¡Inocentes Bordenaves!
Pues han de saber, ustedes, que son inofensivos batitús,
cazados por
europeos, confeccionados por europeos, en el camino de
Palermo, no más, y
vendidos por europeos, que se ríen de nosotros, pues, en sus
confidencias
íntimas, nos llaman "ces indiens" .
Los ingleses nos llaman "the natives" , los
naturales o aborígenes, por
otra parte, gentes muy estimables, como que, con el sudor de
nuestro
rostro, pagamos los dividendos que perciben en Europa los
Baring, los
Murriera, ed altri .
¿Conque ustedes estaban creyendo -y aquí voy a englobar, porque
si no, no
acabaría en una semana- que toda la cristalería, todos los
vinos, todas
las cervezas, todos los licores, todas las pastas, etc.,
etc., que les
venden las tiendas con letreros cubitales "A la ciudad
de Londres" (éste
es un ejemplo, no más)
vienen de por allá?
¡Inocentes Bordenaves!
Pues han de saber ustedes que muchísimo de eso es producido,
preparado y
confeccionado en Mendoza, en Santa Fe y en Buenos Aires.
Pero entonces, estamos en Jauja.
Zitto, zitto, piano, piano, non faciamo confusione.
Incuestionablemente, la Providencia nos ha dado mucho ; el
patriotismo nos
ha dado algo ; los gobiernos ilustrados, lo que ustedes
quieran , la
iniciativa individual, el esfuerzo colectivo, lo que se está
viendo.
Pero hay que pensar que en esta lucha individual por la
existencia, entre
hombres y pueblos; la conquista definitiva es del saber y de
la ciencia, y
que tenemos que ser previsores y que anticiparnos a las
dificultades, que
no tardarán en sobrevenir.
Me explicaré: el suelo es rico, el clima admirable, la gente
no es mala,
la selección se hace bastante bien; al menos yo veo por las
calles unas
mujeres mezcladas, como para hacerle perder la cabeza al
hombre más
cuerdo, morenas con ojos azules y cabellos de ébano, ¿han
visto ustedes
cosa más estupenda?
¡Ah!... sí... pero es que hay algo muy esencial sobre lo que
debo llamar
la atención de ustedes.
Leedme bien: si porque tenemos todo eso , que lo teníamos en
pródromo, en
germen, desde que los conquistadores llegando al Río de la
Plata
exclamaron: Monte vide eu , de donde se formó Montevideo, nos
enfatuamos y
nos creemos ya O terror do mundo en materia de producción y
de industria,
nos podemos dar un chasco soberano.
Puede pasarnos lo que a Bordenave, que un día no obstante su
self
government de conducta, jugó lo que tenía y lo que no tenía; es
decir, que
descontó el porvenir y que como no tenía potencia de
adquisitividad ni
preparación para el trabajo, siendo un caballero, liquidó
todas sus
deudas, pegándose un balazo.
Las naciones no se suicidan, pero se arruinan y quiebran,
como España que
dominó al mundo, y que, no obstante los esfuerzos de Carlos
III, cayó en
decadencia.
Quiere decir entonces que hay un punto capital descuidado,
que es
necesario atender. Me resumiré en dos palabras: la
instrucción profesional
. Formamos abogados, médicos, ingenieros, institutrices (y no
son tantos
los Bordenaves). Tenemos, pues, que formar gente que sepa,
sabiamente, la
relación que existe, hasta hacerla tocar con el dedo, entre la
riqueza del
suelo natural o adquirida y sus rendimientos: ése es el gran
problema
económico del porvenir, y cuando he dicho
"económico", he dicho todo;
porque así como Donoso Cortés decía, alguna vez, de su punto
de vista, y
de su punto de vista tenía razón: "Si todo se explica en
Dios y por Dios,
y la Teología es la ciencia de Dios, la Teología es la
ciencia de todo;
nosotros, hombres de esta estructura moderna, fermento del
americanismo ,
combinado con el europeísmo tenemos que convencernos, hoy
día, en que ya
nadie es señor de vidas, famas y haciendas, en esta tierra;
de que nacer,
vivir, crecer, enriquecerse y gravitar en los destinos de la
humanidad, no
es un problema de política pura, sino un problema de
"Economía política",
que es la ciencia de las ciencias; porque es la ciencia
cósmica , por
excelencia, o sea la ciencia del hombre en sus relaciones con
la
Naturaleza y con el Creador.
¿Adónde iría a parar, si siguiera desenvolviendo este tema?
Sean ustedes mismos jueces y convendrán conmigo en que, dada
la índole de
estas plumadas, lo que se impone es concluir.
Concluyo, pues.
En el mamotreto, que me dieron el otro día, ahí, en la calle
del Perú,
número 272, se lee:
PRIMER CATÁLOGO DEL MUSEO DE PRODUCTOS ARGENTINOS
*** PUBLICACIÓN OFICIAL ***
Comisión Directiva
Enrique Sundblad, Presidente.
José T. Herrera, Vice-Presidente * Juan A. Alsina,
Tesorero.
Vocales: Eduardo Olivera, Manuel Anasagasti,
Ricardo Newton, Gregorio Berdier.
No sé, lo digo con toda ingenuidad, por más que sea
legislador -cuando me
vienen a cobrar los impuestos, que yo mismo he votado, me
parecen muy
caros-; no sé, vuelvo a decir, quién tuvo la idea de este
Museo. Sea quien
sea, ha merecido bien de la patria y lo merece tanto más
cuanto que en
este pícaro mundo la cuestión no consiste en tener una idea -
todos
ustedes tienen ideas. La gran dificultad consiste en
realizarlas, y éstas
no se traducen nunca en hechos prácticos, sino cuando el
vehículo que se
elige, para hacerlas caminar, es el que cuadra.
Esta vez se ha resuelto la cuadratura, nombrando
acertadamente la Comisión
que dirige el Museo.
¡Honor a ellos!
Bordenave no milita entre sus filas, y yo, que, como aquel
malogrado
amigo, vivía en babia , tengo que hacerles a ustedes una
confidencia.
Mi manía son las confidencias, excepto cuando se trata de
mujeres. A este
respecto, salvo error u omisión, soy como una tumba, y estoy
seguro de
callar todo lo que se refiere a una dama, siquiera se trate
de las
infidelidades de su marido.
La confidencia es ésta. Se me figuró que era un deber ir al
Museo, y fui.
Los deberes son siempre difíciles de cumplir.
Cuando se retiraba el señor Presidente de la República, me
quise escurrir
, cuanto antes, como los que van a los funerales a última
hora. Pero me
apañó Juan A. Alsina, y ¿saben ustedes cuáles han sido las
consecuencias?
Que a él le debo que me hayan iniciado en lo que llamaremos
los misterios
de la grandeza futura de la patria.
Vayan ustedes al Museo: todos los empleados son
competentísimos y
amabilísimos, y si hay alguno que, después de una hora de
visitarlo, no
salga de allí convencido como San Pablo, de que es necesario
ser rico,
porque si riqueza no es felicidad, es un modo muy seguro de
entrar en la
senda apetecida -como yo mismo lo he dicho en unas Máximas
que ustedes no
han leído-, lo declaro un Bordenave, es decir, un candidato
para el
suicidio.
En la calle del Perú, número 272, reza la dirección.
¿Saben ustedes lo que es esto?
La antigua Legislatura de Buenos Aires.
Allí, ya no se leen los mensajes extravagantes del déspota,
cuya lectura
dura ocho días; no se pronuncian discursos patrióticos,
poniendo en sus
manos falibles la suma del poder público; no vibra la palabra
veraz, pero
irritante, como es siempre la verdad, de Vicente Fidel López;
no estalla
en imprecaciones irónicas la verbe del Talleyrand argentino,
en política,
don Dalmacio Vélez Sarsfield; no resuena la elocuencia
tribunicia de don
Bartolomé Mitre; Portela no hace oír su palabra austera; don
Valentín
Alsina, el orador circunspecto, no contrasta con la jocosidad
elocuente de
Sarmiento; ni Rawson ni Avellaneda, príncipes de la palabra,
nos encantan
con su dicción meliflua pero incisiva, las sombras de estos
prohombres
vagan, empero, todavía para el visitante, que sabe ver por
aquel recinto
estrecho para tanta humanidad, y... mucho de lo que ellos
soñaron y
vaticinaron está ahí hablando, como hablan de Grecia y de
Roma, un busto
de Pericles o una estatua de Cicerón, en una galería de
antigüedades del
Vaticano.
Yo no sé (sí sé, pero no quiero averiguarlo) cuáles fueron
los errores o
las concepciones de esos hombres eminentes; estoy no obstante
convencido
de esta verdad, y lo declaro, pese a quien pese, porque no
hay mal que por
bien no venga: que tiranos y libertadores, que hombres de
carácter o sin
carácter, en cuya mente hubo una chispa de genio, fueron
todos precursores
de este Museo.
Los únicos seres, a mi juicio, perjudiciales, que no han
tomado parte en
él, son los Bordenaves.
¡Pobre amigo!, me divertí mucho contigo; pero... ¡eras un
inútil! Ni
supiste agregar algo a la fortuna común, ni pensaste un
momento, en tu
vida, que la riqueza, según el aforismo del sabio, yace en
las
aplicaciones del espíritu a la naturaleza, y que el arte de
hacerse rico
consiste, no en las industrias, mucho menos en la economía,
sino en un
orden de ideas superiores, en el buen empleo del tiempo y en
andar siempre
por el recto camino.
Hay entre la Rioja y Chilecito una cadena de montañas que
corre de norte a
sur -o, lo que es lo mismo, un ramal de los Andes que divide
a los Llanos,
teatro de las proezas de Quiroga, del valle de Famatina.
Salvo los riojanos, son muy pocos los argentinos que conocen
este coloso.
Apelo al testimonio concienzudo de los que estas letras
vieren, y prosigo.
Viniendo de Chilecito para la Rioja, se cruza el valle hasta
entrar en una
larga quebrada, llena de precipicios, en cuyas laderas
vertiginosas la
mula tiembla y el jinete se estremece hasta la médula de los
huesos.
¡Qué extraña sensación, la del vértigo! ¡Qué fenómeno
fisiológico, tan
digno de ser estudiado! Vértigo experimentamos, mirando un
simple papel,
cubierto de rayas o de signos equidistantes; y vértigo
experimentamos
cuando, hallándonos a cierta altura, nos sentimos, en cierto
modo,
atraídos de arriba hacia abajo, dominándonos el temor de una
caída en el
espacio.
Sabemos que el peligro no existe, ya estemos en una
balaustrada, en un
balcón, en la cornisa o en la ladera de una montaña, y sin
embargo nada
podemos contra nuestra ansiedad.
El miedo se manifiesta, desde luego, por cierta opresión en
la garganta,
después la vista se nubla, hay como una retracción general en
todo el
cuerpo, sudores copiosos inundan la piel y puede sobrevenir
un síncope.
Y la sensación del borracho, que ve girar todo a su
alrededor, no es más
que otra forma del vértigo, alcohólico, y hasta la sensación
del
estudiante, que apurado por el examinador sobre una cuestión
que no
conoce, o que la conoce mal, se turba, se confunde y responde
a salga lo
que saliere, no es más que vértigo.
Esos son nuestros caminos por aquellas regiones, tan
pintorescas, tan
ricas, como desconocidas y olvidadas, por más que se ponderen
nuestros
adelantos y nuestra civilización.
La jornada puede hacerse andando con apuro, en un día; sin
apurar la
marcha se hace generalmente en dos.
Yo salí de Chilecito a mediodía, y como nadie me corría fui a
dormir en la
aguada, pozo del tigre . Hay allí abrigo contra los vientos,
siempre
fríos, pastos para las bestias y leña para el fogón del
caminante.
Pasaba esto el año 1877, allá por el mes de mayo y eran mis
compañeros de
viaje el señor don Timoteo Gordillo, mi ayudante y mis fieles
asistentes
Macario, Gómez y Rufino.
El pozo del tigre está
al pie del cerro, cuyo nombre me sirve de
encabezamiento al evocar estos recuerdos.
Antes de amanecer, las mulas estaban listas y, como habían
pastado bien,
abrevándose hasta la saciedad, parecían ganosas de aprovechar
la poética
luz crepuscular.
Me puse, pues, en camino, trepando las asperezas de la
cuesta, paso a
paso, por entre sombras fantásticas, y cuando amanecía
llegábamos ya a la
meseta, o plateau , del cerro.
No se llega impunemente a la cúspide de la montaña.
Habíamos subido y teníamos que descender -es el orden de las
cosas
humanas. ¡Ay!, de aquellos que se olvidan de que no hay
altura, por
encumbrada que sea, de la que no se deba caer con más o menos
ruido en una
hora fatal... ¡siendo la muerte el último término de todas
las grandezas!
¿Pero cómo descender en silencio, sin reflexionar, siquiera,
sin abismarse
un momento en la contemplación del pasado, o en el espectáculo
que nos
rodea en ese instante supremo y fugaz de la vida?
No es una pluma lo que yo quisiera tener ahora -una pluma
rebelde para
trasmitir mis impresiones de aquella mañana inolvidable-,
sino el pincel
de Miguel Angel. ¡Oh!, entonces sí, verías a lo vivo, d'après
nature , mi
querido Avellaneda, lo que me has pedido que te escriba.
Voy sin embargo a trazar las líneas, dejando el colorido en
la paleta de
tu rica y poderosa imaginación.
Teníamos por pedestal la cumbre más alta del cerro, y desde
allí como
Júpiter en el Olimpo, contemplábamos el panorama más
imponente que la
casualidad puede presentar. Esas escenas no se repiten. La
madre
naturaleza no se copia jamás. Ella es el artista de los
artistas, el más
hábil y fecundo de todos.
Al poniente, divisábamos el inmenso valle de Famatina, que se
extiende de
San Juan a Catamarca; al naciente, los llanos históricos, que
corren desde
San Luis hasta los confines de Córdoba por el norte, y ambas
llanuras
estaban cubiertas de densos vapores, semejando dos anchos
mares, que se
agitan y se encrespan poco a poco. El sol los iluminaba con
tintes
nacarados, a medida que se alzaba con su majestad triunfal; y
allá en el
fondo, por decirlo así, del cuadro, se empinaba hasta el
cielo el
inconmensurable cerro de Famatina, cubierto de nieves
eternas, que
reflejaban todos los colores del arco iris, en tanto que a
mis pies y en
el fondo del abismo, hacia la parte por donde debíamos
descender, rugía la
tempestad, serpenteando los relámpagos y estallando el trueno
con fragor.
Las nubes, condensadas sobre el valle y los llanos, se fueron
rarificando
gradualmente hasta que, por fin, nos hallamos envueltos en
finísima
lluvia.
Descendíamos...
No nos veíamos a corta distancia; llovía arriba y abajo .
Algunas horas después, aquello había pasado, como un sueño de
las mil y
una noches , y el
coloso quedaba a la espalda.
Al día siguiente, mi amigo Federico de Scherft, que me
esperaba en la
Rioja, con Mauricio Mayer, quiso ver nacer el sol desde el
Sigú.
Marchó... Mas ya lo he dicho: "la madre naturaleza no se
copia jamás".
Estuvo allí dos días y se volvió, habiendo visto solamente
las sombras del
panorama, tan pobremente pintado, aquí, por mí.
Llovió constantemente.
Ese es el destino: no siempre halla la fortuna el que la
busca.
Estoy en viaje para las tierras del porvenir , y esta última
reflexión
viene, como se dice vulgarmente, a pelo.
No hay que dejarse dominar, empero, por la derrota de otros
en la misma
empresa o tentativa.
El Sigú convida a los intrépidos viajeros...
Cada salida y puesta del sol allí es una novedad, solemne,
grandiosa.