LUCIO V. MANSILLA

 

ENTRE-NOS

Causeries del jueves

Libro I

 

 

 

      Indice

 

      Horfandad sin hache

      ¿Por qué...?

      Amespil

      Los siete platos de arroz con leche

      De cómo el hambre me hizo escritor

      Anacarsis Lanús

      El famoso fusilamiento del caballo

      Juan Patiño

      Tipos de otro tiempo

      La cabeza de Washington

      Notas del autor

 

 

 

 

 

HORFANDAD SIN HACHE

A mi amigo Eduardo Wilde

 

 

      Buenos Aires dormía, supongo que como ahora, aunque era una noche de

      octubre del año 1844. Quizá dormía más profundamente que ahora, o fingía

      dormir, como el niño que, a la intimación de duérmase Vd. , cierra los

      ojos, viendo que le apagan la luz y lo dejan a oscuras. No se oía, como

      ahora, en lontananza, el ruido sordo del coche que anda Dios sabe en qué.

      En aquel entonces, el silencio sepulcral de ciertas horas era sólo

      interrumpido por el canto destemplado de los serenos, los cuales repetían

      las horas y las medias al unísono del vetusto reloj del Cabildo, haciendo

      constar si llovía o no, si el tiempo estaba, o no, sereno, y otras

      circunstancias poco consoladoras, por cierto, que preferimos apartar de la

      memoria y que otros preferirán más que yo, por la misma razón que

      Cervantes no quería recordar el lugar de la Mancha donde había nacido su

      famoso hidalgo.

 

      Serían, así, como las tres de la mañana, cuando en una pieza, a la calle,

      del viejo Hotel del Globo, que estaba entonces no donde ahora se encuentra

      el nuevo, pero sí en la misma calle, entre Cangallo y Piedad, conversaban

      dos personas de aquesta manera, poco más o menos:

 

      -¿Qué diablos haces, Miguel?

 

      -Voy a salir.

 

      -Pero, hombre, ¿a esta hora?

 

      -Sí... no puedo dormir; necesito tranquilizar mi conciencia.

 

      -¡Oh!... déjate de pamplinas.

 

      -¡Ah, Santiago, tú crees que los hombres se deshonran, sólo porque matan o

      porque roban!

 

      -Y... ¿qué hay?

 

      -Más tarde lo sabrás; nada temas, voy a salir; espérame; nada me sucederá.

      -Y esto diciendo, nuestro hombre salió, dejando no poco perplejo a su

      compañero de hotel.

 

      ¿Y quiénes eran ellos? Antes de proseguir, aunque todo el mundo pueda

      llamarse Santiago y Miguel.

 

      Santiago era el padre de Santiaguito Arcos, el eximio pintor, que todos

      los argentinos de algún fuste que van a París no dejan de conocer;

      Santiago fue más tarde el amigo íntimo de Sarmiento, el que con él viajó

      por los Estados Unidos; en una palabra, el hombre más amable, más

      interesante, más alegre de la tierra (tanto que se casó dos veces) y del

      cual habría podido augurarse todo, menos su triste fin: murió suicidado en

      medio de un aparente ajuar de felicidad, arrojándose al Sena.

 

      Tenía un cáncer en la lengua y consumó el acto más difícil de explicar,

      porque ¿quién puede afirmar si es valor o cobardía, decirse uno y

      probarlo: "yo puedo poner fin a mi existencia física", y eliminarse, en

      efecto, de la estadística de los vivos para hacerse computar entre los

      muertos, dejándoles a los primeros, con un tristísimo recuerdo, la

      solución del eterno problema, to be or not to be ?

 

      Y Miguel, ¿quién era?... ¿Miguel? Este Miguel a secas, era nada menos que

      Miguel de los Santos Alvarez, el íntimo amigo de Espronceda, el autor de

      la Protección de un Sastre , y el cual cantaba, en sus primeras mocedades,

      dirigiéndose a María:

 

 

      "Bueno es el mundo, ¡bueno! ¡bueno! ¡bueno!

 

      Como de Dios, al fin, obra maestra,

 

      Por todas partes de delicias lleno,

 

      De que Dios ama al hombre hermosa muestra;

 

      Salga la voz alegre de mi seno

 

      A celebrar esta vivienda nuestra;

 

      ¡Paz a los hombres! ¡gloria en las alturas!

 

      ¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!"

 

 

      Ustedes no han de tener la memoria fresca ( ustedes , es el lector).

      Ustedes han de conocer más a Espronceda que a Miguel de los Santos

      Alvarez; y entonces es el caso de recordar que Espronceda, refiriéndose a

      él, cantaba a su vez lo que sigue, verdad indiscutible, según mi sentir:

 

 

      "Bueno es el mundo, ¡bueno! ¡bueno! ¡bueno!

 

      Ha cantado un poeta amigo mío,

 

      Mas es fuerza mirarlo así de lleno,

 

      El cielo, el campo, el mar, la gente, el río,

 

      Sin entrarse jamás en pormenores

 

      Ni detenerse a examinar despacio

 

      Qué espinas llevan las lozanas flores,

 

      Y el más blanco y diáfano topacio

 

      Y la perla más fina

 

      Manchas descubrirá si se examina."

 

 

      Ya saben ustedes que Miguel de los Santos Alvarez era éste, que no podía

      dormir, porque tenía un peso sobre la conciencia; que, como quien no dice

      nada, se aprestaba a salir a la calle, el 6 de octubre de 1844, nada menos

      que a eso de las tres de la mañana.

 

      Pero lo que no saben, y lo que probablemente sabrán de alguna otra charla,

      es el por qué estos dos personajes, Santiago y Miguel, encontrábanse en

      Buenos Aires, en una época en la que la gente, en vez de inmigrar,

      emigraba. Dejémoslo para otra oportunidad, y ocupémonos única y

      exclusivamente de Miguel de los Santos Alvarez, al cual pueden ustedes

      verlo ya, saliendo del hotel, a deshoras, al través de la luz de un

      reverbero de antaño, que es, como si dijéramos, el mínimum de luz en noche

      oscura.

 

      Imaginaos (yo era un niño, pero mi memoria es fuertemente retrospectiva)

      un hombre que ha entrado en la edad de los desengaños; es decir, uno de

      nosotros que, teniendo treinta, representa cuarenta, un hombre así de la

      estatura de Benjamín Posse, más derecho que éste, menos enjuto, pálido;

      con una cara tétrica, encerrada dentro de una barba entera, negra como

      azabache, con uno que otro pelo blanco; iluminado el rostro por dos ojos

      vivaces, que protestan contra las plateadas hebras; pelado a la

      mal-content , vistiendo un gabán abrochado por una serie de botones, que

      empiezan en el cuello y concluyen en el borde inferior, más abajo de la

      rodilla; que camina como cualquiera a quien no se le da un bledo la

      existencia; que no repara en nadie, ni le importa que reparen en él; que

      no mira hacia arriba, porque, probablemente, no piensa ni en las

      alternativas de la muerte, ni en alcanzar la nirvana ; que, sin encorvarse

      describe con el cuerpo y la mirada un ángulo agudo, cuya abertura es la

      tierra, que día más, día menos, sabe que se lo ha de tragar; que va solo,

      al parecer, pues lo acompañan sus pensamientos, esos constantes

      compañeros, de los que tenemos la desgracia o la fortuna de saber lo que

      es causalidad, imaginaos un hombre, en fin, de esos que, a pesar de su

      indiferencia ostensible por todo, no pueden pasar sin que se repare en

      ellos, diciéndose el que los ve: "¿quién será éste?" y tendréis, si no un

      retrato, una silueta.

 

      Caminaba... por las calles que conducen ahora y conducían entonces (que en

      esta parte Buenos Aires no se ha transformado) de donde dejo dicho a las

      cuatro Esquinas, de lo que actualmente se llama calle Alsina, esquina de

      Tacuarí. Allí hubo, en tiempo de los españoles, un presidio: llamábase,

      cuando mi abuela doña Agustina López de Osornio lo compró, presidio viejo

      , y allí ella edificó (¿y por qué ella y no él , mi abuelo? ¡Oh! éstas son

      confidencias para otra ocasión) una casa en la que, primero, vivió mi

      padre soltero; después, cuando se casó, donde hemos nacido todos los que

      somos sus hijos y donde vive mi excelente madre aún.

 

      Respecto de esa casa, o sea el presidio viejo , había, cuando yo me

      criaba, una porción de leyendas extraordinarias. Al menos, para que nos

      durmiéramos, unos negros, que habían sido esclavos, nos decían que se

      oían, a ciertas horas de la noche, ruidos de cadenas, ayes de moribundos,

      ¡qué sé yo! ... Pero esto, hay también que dejarlo para otra vez.

 

      Mi madre, como acabo de decir, vivía allí en 1844. La casa entonces era

      baja; ahora es de dos pisos. La casa primitiva tenía ventanas a las calles

      de Tacuarí y Alsina, antes Potosí. En una de las piezas que tenía ventanas

      a la calle de Tacuarí, recibía sin ceremonia; y la noche a que me refiero

      había estado de visita Miguel de los Santos Alvarez, al que, por lo largo

      de sus visitas, llamábanlo los sirvientes (me acuerdo como si fuera ahora)

      el señor Calientabancos . Supongo que Miguel de los Santos Alvarez

      visitaba mucho a mi madre por las únicas dos razones en virtud de las

      cuales los hombres visitan mucho a las mujeres: era bella, tenía espíritu,

      y por añadidura, era hermana de Rozas, como dijéramos: "era princesa de

      sangre".

 

      El hecho es que, a la sazón, el álbum estaba muy en boga, y que todo

      visitante tenía que pagar su tributo, una vez al menos, escribiendo algo

      en él. Mi madre tenía el suyo. Ahora es mío. Aquí está. Lo tengo sobre mi

      mesa. Lo estoy mirando. Contiene muchos versos, muy malos, la mayor parte;

      casi todos de personajes que usaban chaleco colorado y divisa ídem, que

      gritaban: "Viva Rozas", etc., etc., y que después, cuando yo los oía

      expresarse de otra manera, me parecían otros señores .

 

      En ese álbum, el día 6 de octubre, la noche, mejor dicho, Miguel de los

      Santos Alvarez improvisó o escribió, que tanto vale, estas estrofas:

 

 

      ¡Pobres niños!

 

      ¡No llores, niño inocente,

 

      porque el tapiz de tu lecho,

 

      con mil harapos deshecho

 

      no conserve tu calor;

 

      no llores, no, si una madre

 

      tienes, que en su seno amigo,

 

      ofreciéndote un abrigo,

 

      te acaricia con amor!

 

 

      Eres más feliz que el huérfano

 

      que duerme en cama suntuosa,

 

      sin que sus labios de rosa

 

      cierre el beso maternal;

 

      que mientras él se desvela

 

      sin que le aduerma un cariño

 

      tú le encuentras, pobre niño,

 

      y hallas alivio a tu mal.

 

 

      ¡El, no, y es un inocente

 

      como tú, y es tan hermoso

 

      y es, como tú, candoroso,

 

      los dos vivís una edad;

 

      y los dos lloráis, tú, pobre,

 

      lloras temblando de frío!

 

      ¡Y el otro llora... ¡hijo mío!

 

      sin saberlo, su ORFANDAD!

 

 

      ¡Ah, no lloréis, mis queridos!

 

      que hay para los dos un cielo,

 

      para los dos un consuelo,

 

      un manto para los dos;

 

      hay una virgen que vela

 

      por los niños desgraciados,

 

      y deja a los fortunados

 

      para que los vele Dios! [2]

 

 

            Miguel de los Santos Alvarez.

      Buenos Aires, octubre 6 de 1844.

 

 

 

      Naturalmente, todos los circunstantes -mi madre tenía su salón-debieron

      encontrar estos versos, como los encontrarán ustedes, bonitos y delicados,

      y Miguel de los Santos Alvarez debió retirarse satisfecho del aplauso, que

      es tras de lo cual anda todo el mundo, desde el que gana batallas campales

      hasta el que gana batallas en la Bolsa, o hace libros como Chateaubriand,

      o pronuncia discursos como Berryer, o produce cualquier efecto , aunque

      más no sea que hacer retroceder la bola de billar.

 

      Pero está de Dios que, después de producido el efecto, y cuando nos

      reconcentramos dentro de nosotros mismos, nos preguntemos: ¿y cómo ha

      andado todo eso? ¿no he dejado nada que desear? ¿he tomado al público de

      sorpresa?... ¿qué se debe imputar a la realidad, a lo artificial?...

      ¿quién ha estado más tonto, el público o yo? en fin... todo lo que ustedes

      saben.

 

      El hecho es que Miguel de los Santos Alvarez revolvía todas estas cosas en

      su cabeza, y que, mirando dentro de su esfera cóncava, pensó que, en medio

      de su triunfo, había cometido un zambardo , y que la obsesión era tan

      fuerte que, o reventaba, o se iba a desfacer el entuerto, si entuerto

      había, porque de ello no tenía completa seguridad, sino la duda.

 

      ¡Dudar! ¿Conocen Vds. algo más punzante que esto? La duda, filosóficamente

      hablando, es para mí, de todos los suplicios intelectuales, el más atroz.

      ¿Qué es, en efecto, dudar? Estar sin saber qué hacer. Pero estar sin saber

      qué hacer, es estar suspendido entre la vida y la muerte. Será cuestión de

      temperamento; pero yo declaro que un hombre que duda es como un viajero

      sin rumbo. Será una insolencia el negar; pero es una solución. Y, por más

      que digan, la verdad está en los extremos, y ellos tienen de consolador

      que son decisivos. Los términos medios son, en todo, como las cataplasmas

      en la medicina.

 

      Miguel de los Santos Alvarez se preguntaba en su insomnio: ¿he escrito

      orfandad con hache o sin hache ? El hombre persigue siempre la verdad, sea

      dicho en honor de la especie humana. Miguel de los Santos Alvarez salió,

      pues, del hotel, en persecución de ese ideal: ver y creer, decía Santo

      Tomás, y aunque su colega le decía: "Ni aún viendo creas, Tomás", lo que

      bajo ciertos aspectos era mucho más caritativo, Miguel de los Santos

      Alvarez necesitaba ver para creer.

 

      Y nuestro hombre caminaba por esas calles sombrías, tan atroces entonces

      (todo es relativo) como los caminos de Buenos Aires a Flores y de Buenos

      Aires a Belgrano, ahora... sin curarse de si había mazorca o no (los que

      escriben mas horca con ache , escriben mal: esto se explicará alguna vez

      por mí mismo, y con permiso de Sarmiento, que es el hombre que escribe con

      peor ortografía en todo el país).

 

      Caminaba, decíamos, hasta que llegó a la primera ventana de la calle de

      Tacuarí, yendo por la acera que mira al este, antes de llegar a la

      entonces calle de Potosí. Llegó, golpeó estrepitosamente, como se golpea a

      una ventana, en altas horas de la noche. Otra ventana más adelante, daba

      sobre un aposento en donde han sido dados a luz todos los que llevamos mi

      apellido. Mi padre dormía patriarcalmente, en la misma cama, con mi madre.

      Estos hábitos han sido alterados -tan tonta es la humanidad- desde que

      Balzac escribió su sucio libro sobre la Fisiología del matrimonio .

 

      Al oír el sacudimiento de la ventana, despertóse sobrecogido, pensando

      (era en 1844) en lo que podía suceder.

 

      -¿Qué hay? ¿Quién es?

 

      -Yo soy.

 

      No hay nada más estúpido ni más humano.

 

      -¡Ah! -dijo mi padre entre sí- es la voz de Alvarez- y saltó de la cama,

      llevando la mano al pescuezo... en tanto que mi madre se incorporaba,

      presa de la más inexplicable inquietud.

 

      -¿Quién es?

 

      -Yo soy.

 

      (Lo curioso es que uno pregunta quién es , teniendo la conciencia del que

      es .)

 

      -Abra Vd. Abra Vd.

 

      Y mi padre abrió.

 

      -¡General!

 

      -¡Alvarez!

 

      -General, ¿me hace Vd. el gusto de darme el álbum de Agustinita, pluma,

      tinta y luz?

 

      Mi padre hizo una gesticulación de esas que no pueden explicarse

      escribiendo: sale de la boca un hem , el labio inferior se arremanga, los

      ojos brillan, y la cara toma esta expresión: ¡mire Vd. qué ganas de...

      embromar!

 

      Mi padre, ante todo, fue a tranquilizar a su mujer, y díjole:

 

      -Agustinita, no te alarmes.

 

      Y dicho esto, fizo lo siguiente: volvió a la ventana, y le suministró a

      Miguel de los Santos Alvarez los adminículos que reclamaba.

 

      Miguel de los Santos Alvarez tomó el álbum (el mismo, mismísimo que yo

      tengo aquí con su autógrafo) hojeólo nerviosamente, dio con la página que

      buscaba en el acto (el sentimiento de la topografía literaria es un

      instinto) y con la pluma que entonces se usaba, que era de ganso (abunda,

      todavía) borró la palabra HORFANDAD y escribió debajo orfandad (sin hache

      ) exclamando interiormente, como Choquet, en una hora solemne de su vida:

 

      "He visto a Julio Núñez de guerrero, ahora ya puedo morir."

 

      Mi padre volvió al tálamo conyugal...

 

      Miguel de los Santos Alvarez giró sobre sus talones, y se encaminó a la

      calle del 25 de Mayo.

 

      Los serenos cantaban las "Cuatro y media han dado y... tronando!"

 

      -"¡Viva la Confederación!"

 

      -¡Mueran los salvajes unitarios! "¡Vivid, Representación!"

 

      Cuando Miguel de los Santos Alvarez entró en el hotel, Santiago dormía ese

      sueño apacible del hombre irresponsable, que todo columbra menos su

      destino final.

 

      Yo era un chiquilín; aquellos tiempos me parecían óptimos... habían sido

      abominables. Pero no puedo improvisarme un odio teórico contra lo que no

      me hizo sufrir. Y... ¿qué más queréis que os diga? Os diré que una falta

      de ortografía puede perjudicar tanto la reputación de un hombre de letras,

      como un voto equivocado dado en la Cámara o en el Senado Nacional; pero

      que el honor no es una fruslería que se salva, levantándose a las tres de

      la mañana para enmendar una falta, que puede ser o no ser, sino una virtud

      constante en todos los terrenos del pensamiento y de la acción.

 

      Ahora, os quedará esta curiosidad, amables lectores: qué fue de Miguel de

      los Santos Alvarez, el cual corrigió mis primeros versos A un féretro , me

      acuerdo: (¡qué musa tan sombría!) versos que no llegaron jamás a

      publicarse, como los del literato de Larra, y que es quizá, y sin quizá,

      el rasgo de mejor sentido de toda mi vida.

 

 

 

      Mi querido Wilde:

 

 

 

      Me pidió Vd. que le refiriera el cuento que había contado en casa de

      nuestro noble amigo el Señor Presidente de la República, doctor don Miguel

      Juárez Celman.

 

      Le contesté a Vd.: estoy harto de hablar.

 

      Se lo diré a Vd. por escrito.

 

      ¡Eh! bien. Ahí lo tiene usted.

 

      ¿Quiere cerciorarse de la verdad?

 

      Venga y verá borrado en el autógrafo mismo HORFANDAD, y sustituido el

      vocablo con su homónimo sin hache .

 

      Y... ¿qué ha sido de Manuel de los Santos Alvarez?

 

      Era indolente: llegó a ser Ministro de España, en México.

 

      Entiendo que es ahora Senador.

 

      Todo el mundo puede ser Senador, habiendo sido Gobernador.

 

      Es más difícil ser Ministro de Estado.

 

      Lo felicito.

 

      Salud y alegría.

 

      Chi dura vince.

 

      Y como decía Miguel de los Santos Alvarez:

 

 

                ¡Paz a los hombres! ¡Gloria en las alturas!

 

                ¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!

 

 

      O, como dice La Bruyère: Une des marques de la médiocrité d'esprit est de

      toujours conter.

 

 

 

¿POR QUÉ...?

Al Excmo. Señor doctor don Carlos Pellegrini

 

      Aquí, y en todas partes, lo mismo en los tiempos antiguos que en los

      modernos, el público ha sido, es, y será muy curioso. Su curiosidad es

      sólo comparable a su credulidad; de manera que el número de impresiones

      que necesita engullir debe computarse, en gran parte, por la suma de

      mentiras que tiene que digerir. ¡Y qué difícil digestión! Se digiere un

      pâté de foie gras trufado, rancio o mal hecho, en más o menos tiempo, con

      más o menos dificultad, con o sin auxilio médico. Uno mismo puede

      administrarse una buena dosis de magnesia fluida o calcinada. Y en un

      santiamén quédase el estómago listo para volver a empezar, como si

      dijéramos, en hoja, a la manera de esas calderas abolladas que,

      frecuentemente, necesitan del tachero ; y los refractarios contumaces,

      insistiendo en que es cierto lo que decía Hahnemann: on ne meurt que de

      bêtise .

 

      ¡Pero cuánto tiempo, cuántas circunstancias, lecturas diversas,

      deposiciones de testigos oculares, que suelen ser terribles, no se

      requieren para que caigamos en cuenta, o de que nos hemos estado chupando

      el dedo, como vulgarmente se dice, o, alzando la prima de la retórica, en

      el más craso error!

 

      Ponga cada cual la mano sobre su conciencia, sea franco, y contéstese a sí

      mismo. Lo que yo sé decir es que un florilegio , selecto y escogido, de

      algunos de nuestros hombres eminentes, contando sus atracones, por olvido

      de que la gula es pecado, o lo que tanto vale respecto del alma, que las

      sospechas, los juicios temerarios y la falta de indulgencia perjudican

      enormemente a la conciencia, sería un librito mucho más útil e instructivo

      que las obscenas Confesiones de Juan Jacobo Rousseau.

 

      Me parece que estamos de acuerdo. Si no lo estamos, porque el lector es

      aún muy joven, lo estaremos más tarde, cuando, en vez de mirar la vida de

      abajo para arriba, la contemple desde la cúspide de la montaña, como yo

      -como yo, que no obstante todo lo que sé, porque a fuerza de ver mucho

      todo lo he abreviado, todavía soy un nene para ciertas cosas.

 

      No es que me falte malicia, creo que me sobra, por mi desgracia. Es que mi

      conformación cerebral es así. Estoy seguro de que si Pirovano hiciera mi

      análisis craneoscópico encontraría que, aunque tenga deprimida la

      circunspección, tengo algo desarrollada la idealidad.

 

      Se dice que el hombre es doble.

 

      Yo sostengo que es múltiple.

 

      Y si no, ¿por qué nos gobiernan tanto los más mínimos accidentes y las

      circunstancias?

 

      Se explica entonces perfectamente, al menos se explica para mí, la

      invencible afición que tiene Monsieur Tout-le-monde , como decían en

      tiempo de Voltaire, esa hambre canina, esa sed de perro, por las

      anécdotas, las crónicas escandalosas, los apuntes en vida, para servir a

      la historia de nuestro tiempo, las memorias de ultratumba , todo aquello,

      en fin, que hace ver o que permite escudriñar el corazón humano, en sus

      más recónditos misterios, ni más ni menos que como se ve el dorado

      pececillo encerrado dentro de transparente redoma. Y es curioso que los

      hombres de pluma no exploten un poco más este recurso hoy día (como dicen

      en América, no en España, donde tampoco dicen desde ya , sino desde luego

      ). Será por exceso de reserva o de buena fe. Imaginemos la avidez con que

      sería acogida esta noticia: "Nuestro ex-lord mayor, Torcuato de Alvear,

      comenzará en breves días a publicar sus Memorias ; Sarmiento, sus

      Confesiones ; Vicente Fidel López, sus Confidencias , y, por añadidura,

      don Bartolomé Mitre, sus Aventuras ". Esto, paralelamente con este otro

      aviso: "Ensayo histórico sobre la Guerra del Paraguay, por vuestro muy

      atento y seguro servidor." No me cabe la menor duda de que la afluencia de

      suscritores para lo primero sería infinitamente mayor, que para lo

      segundo. Y, si se pretende que la causa estaría en las diferencias entre

      los primeros y el último, dad vuelta por pasiva a lo que digo por activa,

      y el argumento queda en pie: me leerían más a mi, que a todos ellos.

 

      Esta filosofía, que yo profeso sobre el éxito del escándalo y sobre las

      creederas del lector, no se ha apoderado de mí, de improviso, así como

      suele dominarnos una teoría nueva, expuesta con talento, aunque sea falsa,

      por un espíritu atrevido. No; creo ante todo en la experiencia, y la

      objeción de que ella haya podido aprovecharme poco, no es un argumento.

      Porque, si bien la experiencia es madre de la ciencia, hay que tener en

      vista que el hombre es un animal persistente, gobernado por su

      temperamento, que es su organismo, su ser, en permanente palinginesia.

 

      Que la multitud sea crédula hasta la insensatez, es una tesis que se puede

      sostener y probar por los milagros, aunque a mí no sean ellos los que me

      lo han demostrado.

 

      Oíd cómo fue que yo adquirí la evidencia moral, no de lo que dice

      Maquiavelo, que chi voglia ingannare, trovera sempre chi si lascia

      ingannare , sino el convencimiento de que, queriendo desengañar, solemos

      producir efectos contrarios; de donde deduzco la sabiduría del proverbio

      árabe: que el silencio es oro, y la palabra, plata .

 

      No citaré ni la fecha precisamente, ni el diario, ni las circunstancias

      del momento, ni los infinitamente pequeños, el aire ambiente de la hora

      psicológica.

 

      No me gusta remover pequeñeces y miserias. La vida es agria de suyo para

      que la estemos amargando diariamente con las reminiscencias de lo que nos

      pudo mortificar. Por eso no hay nada más dulce que el dulce olvido . ¡Ay!

      a veces se me figura que el colmo de la felicidad consistiría en no tener

      memoria.

 

      Tengo testigos abonados del caso a que me voy a referir, caso que fue para

      mí una revelación, como se habrá colegido ya, y ya esto es algo en unos

      tiempos como los que alcanzamos.

 

      ¡Qué extraña cosa es la reputación! Yo pensaba que el no haber hecho,

      intencional y directamente, daño a alma viviente, era una fuerza. No

      contaba con la malhadada doctrina del pecado original, ni había tomado muy

      a lo serio, que digamos, aquello de que la calumnia es un vientecillo, y

      me parecía que para su murmullo no había desmentido más concluyente que el

      de la ironía. ¡Ilusión!

 

      El caso es que yo era coronel entonces, que hacía poco tiempo que El

      Mosquito me había hecho fusilar un caballo con todas las formalidades de

      ordenanza (ya nos divertiremos otra vez con este episodio, que es lo mejor

      quizá de mi vida, relatado, bien entendido, tal como el hecho pasó), y que

      caminaba por la calle de la Florida, con toda la solemnidad y contento del

      que va revestido de sus insignias militares, cuando a la altura de la

      joyería, que está pasando la cigarrería "Tú y Yo" , un vigilante quitóme

      la vereda, con brusquedad, intencionalmente o no. (Me inclino a lo último,

      porque el agente de fuerza pública era un infeliz, descendiente de Don

      Pelayo, me parece). Soy eléctrico en la acción; tomélo del cuello y lo

      puse de un empujón en medio de la calle. Tan violenta admonición hízole

      echar mano al machete. Yo iba desarmado. No llevaba más que un latiguito

      de damisela, por coquetería marcial. Pensar que no había más que dos cosas

      que hacer, atacar o huir, fue todo uno. Embestí, y lo hice con tal acierto

      que, antes que el plebeyo instrumento estuviera fuera de la vaina, el

      insolente que osara faltarle al respeto a mis galones, había recibido en

      ambos ojos, algo como una rociada de vitriolo, que lo dejó ciego, mirando

      en torno aturdido, sin ver jota, en tanto que yo proseguía mi camino, como

      si nada hubiera pasado, y discurriendo que, como la lección había sido

      elocuente, allí terminaría el incidente.

 

      ¡Qué! por la mañana del nuevo día, tomo un diario, y hete aquí que la

      verídica hoja refería el episodio in extenso , con pelos y señales: yo

      había herido malamente, nada menos que con arma contundente, a un

      vigilante.

 

      ¡Ah! exclamé para mis adentros; ¡sea todo por el amor de Dios! y salí en

      dirección a la imprenta de El Nacional , cuyo director era, a la sazón,

      Eduardo Dimet.

 

      Entro, saludo, me acomodo, escribo y pásole las carillas que, como buen

      Director de diario, acepta graciosamente a título de espontáneo tributo.

 

      Dimet tiene la prudencia del elefante; es un hombre tranquilo y entendido.

      Tomó los originales, y con aire aparente de darlos a la estampa, sin

      verlos, púsose a examinarlos. Llegaba yo a la puerta de calle, resonando

      aún esta frase mía "ahora vuelvo a corregir", cuando me alcanzaron estos

      ecos melifluos: "Coronel, una palabra."

 

      Contramarché, insinuóme Dimet con ese movimiento de la mano que parece

      atraer porque describe como un gancho con los dedos, que entráramos en un

      retrete, conocido de todos los que frecuentan aquel templo de la

      publicidad, más o menos impostora, y mirándome, con una de las caras más

      tiernas que jamás haya visto, díjome:

 

      -Coronel, ¿quiere Vd. hacerme el gusto de no publicar esto?

 

      -¡No publicarlo! -Mi primera impresión fue la de todo autor...-: ¡Pero si

      debe estar perfecto!

 

      -Sí, no publicarlo.

 

      -Pero, ¿y por qué?

 

      -¡Coronel... porque van a creer que es verdad!

 

      Gran altercado, observaciones van, observaciones vienen. Dimet implora,

      por fin, en nombre de estas tres razones irresistibles: el cariño, la

      amistad, la sinceridad.

 

      ¡Ah, no sé si fue por vanidad de plumista o por qué! pocas veces en mi

      vida he experimentado una contrariedad mayor: me di por vencido, cedí.

 

      Pero... ¿qué era aquello? ¿qué monstruosidad era esa?

 

      Yo decía, mutatis mutandi : "Acabo de leer, en tal diario, la crónica de

      un hecho en el que, por las señas, uno de los actores soy yo. Está más o

      menos congruentemente condimentada. Falta, sin embargo, algo en extremo

      interesante. Es esto: que después de darle el latigazo ut supra al

      vigilante, que yacía en tierra, por haberse resbalado, saqué del bolsillo

      un estuche de navajas de barba, que acababa de comprar en la tienda de

      Manigot, con una de las cuales le corté las dos orejas al pobre diablo de

      prójimo, yéndome incontinenti al Café de París, donde las hice cocinar,

      saltadas au vin de Champagne , comiéndomelas después, con delicia, como si

      fuera un antropófago de los más golosos, todo ello en medio de la más

      horripilante sorpresa de los concurrentes, a los cuales Sempé, que, como

      buen francés, de nada se escandaliza, habíales dicho por lo bajo: ¿saben

      Vds. lo que está comiendo el coronel Mansilla?:

 

      '¡Orejas de vigilante!' "

 

      Pues esta última parte era la que Dimet temía que, publicada bajo mi

      firma, como ahora, fuera tragada por el lector, dejándole el mismo

      convencimiento que deja en la cabeza menos apta para recibir verdades, la

      enunciación de un axioma, como por ejemplo, que dos cosas iguales a una

      tercera, son iguales entre sí.

 

      Cuando yo estaba en mi casa, en esa hora de las reflexiones, pasando

      revista de lo bueno y de lo malo que había hecho durante el día, me dije,

      con cierto despecho, quizá por haberse chingado la lucubración: "Dimet

      tiene, me parece, carradas de razones, él es director de diario, y debe

      conocer al público mejor que yo..." Y me dormí filosofando sobre el daño

      que debe hacernos en la vida la tentación de ser espirituales, y sobre las

      preocupaciones, al través de cuyo prisma falaz juzgamos, por regla

      general, las acciones humanas.

 

 

 

      Querido doctor Pellegrini:

 

 

 

      Desea usted saber por qué hice yo mi primer viaje, asunto baladí, convengo

      en ello, en tan temprana edad, cuando viajar era un acontecimiento que

      llenaba de zozobra a la familia y al barrio, no habiendo entonces, como no

      había, vapores rápidos como ahora, sino buques de vela, que empleaban cien

      días, y a veces, muchos más, en hacer, no digo la travesía que yo hice de

      Buenos Aires a la India, sino a Europa.

 

      Mas esto va largo; se lo diré a Vd. el jueves que viene. Pero desde ahora

      le anticipo que mi viaje no tuvo lugar por las causas que el público de

      entonces le atribuyó, sino por motivos de otra trascendencia para mi

      destino. Porque yo también puedo decir, como cierto autor, que mi

      historia, debiendo comenzar por el hecho más remoto que a mi memoria se

      presenta, comienza a la edad de 17 años; desde que en esa época, si es

      verdad que vivere cogitare est, yo no vivía aún, vegetaba.

 

      Ahora, si mi buen padre, tan generoso y desprendido, que no me puso tasa

      en los gastos, hizo bien o mal, dada mi tradición, en sacarme del terruño,

      eso se deducirá de lo que ya tengo esbozado, y que compactaré, dándole

      todo el movimiento y colorido de un libro confidencial, si algún día, más

      o menos cercano, me resuelvo a decirle a la escena en que Vd. y yo nos

      desenvolvemos, con suerte varia: "Ya, para mí, es suficiente; adiós,

      diviértanse ustedes."

      La introducción ha sido muy larga. Y si es cierto que dice el crítico

      francés que tous les genres sont bons, hors le genre ennuyeux , es

      necesario que me apresure, que entre de rondón en la segunda parte,

      trasportándolo de improviso al lector, casi a orillas del Arroyo de

      Ramallo, arroyo que desemboca en el caudaloso río Paraná, como una legua

      más abajo de la ciudad de San Nicolás.

 

      Allá, por aquellas barrancas escarpadas, desde donde la vista se extasía

      en un panorama riente, de luz, de perenne vegetación, de agua que murmura

      sin cesar, vivificando la quietud de la naturaleza infinidad de aves

      canoras, he pasado yo, en estado de perfecta inconsciencia, algunos de los

      mejores años de mi vida. Primero, siendo chiquillo; después, habiendo

      entrado en la pubertad; finalmente, cuando ya era hombrecito.

 

      De las dos primeras épocas, no tengo para qué hablar. No estoy escribiendo

      la historia de mi vida, ni pintando un estado social, ni haciendo

      filosofía política: estoy refiriendo por qué fue que yo salí tan niño de

      este país a viajar; y sólo incidentalmente, desde que por qué implica

      causa, razón o motivo, tendré que detenerme en ciertas escabrosas

      reflexiones.

 

      Ante todo, y como quien tiene que pasar por sobre ascuas, me apresuraré a

      decir que yo estaba en Ramallo o San Nicolás de los Arroyos, que para el

      caso tanto vale lo uno como lo otro, después de haber estado en el Rincón

      de López, estancia de mi tío y padrino, Gervasio Rozas. ¿Haciendo qué?

      Purgando pecadillos de cuenta, para mi edad: mi primer amor platónico, del

      que resultó un rapto con todo el cortejo de aparentes verdades con que la

      opinión pública se encarga siempre de exornar ciertos episodios ruidosos.

 

      Mi tío y padrino era gran domador de muchachos contumaces, y aquella

      Estancia , que queda sobre el río Salado, casi al llegar a su

      desembocadura, albergó en sus soledades no pocos (diablos) desterrados,

      que llegaron después a ser honra y prez de la patria, como don Bartolomé

      Mitre, por ejemplo.

 

      Mi padrino era, lo mismo que todos los Rozas, viniéndoles este atavismo de

      la rama López de Osornio Aguirre y Anchorena, que es la de mi abuela, un

      poco maniático. Dábale en verano por resistir al sol, y en invierno, por

      resistir al frío; y me acuerdo, como si fuese ahora, tan fuerte era en mí

      el deseo de tener alguna libertad, de verme solo, dueño y señor de mis

      acciones, que hice todo lo posible para ganarle el lado de las casas , a

      fin de que no me llevara consigo a la "Loma de Góngora" , otra estancia

      que tenía más al Sud.

 

      Ved aquí lo que mi naciente ingenio me sugirió: en invierno, andaba en

      cuerpo, tiritando. Mi padrino decía: ¡qué muchacho guapo para el frío! En

      verano, andaba sin sombrero. Mi padrino decía: ¡qué muchacho fuerte para

      el sol! Se enamoró de mí, se fue a la Loma de Góngora, me dejó solo, y una

      vez que solo me vi, me mandé mudar , me fui a Dolores y a Chascomús. Pero

      aquí, en este último villorrio, no contaba con la huéspeda, con otro tío,

      Prudencio Rozas, padre de Catalina, mi mujer después, a la que allí recién

      conocía (¡luego dirán que todo no se encadena bajo las estrellas!), y el

      cual apenas me vio, sólo pensó en aventarme, teniendo que volverme todo

      cariacontecido y naturalmente sin chistar a aquel sombrío Rincón de López

      .

 

      Era imposible que no se supieran las andanzas en que yo andaba, y como el

      que tiene las hechas tiene las sospechas, mi reputación era pésima. Nunca

      he sido de los que ignoran lo que de ellos se dice. Resolvióse, pues,

      mandarme a donde estaba mi padre, con el que no nos conocíamos muy bien,

      en razón de que él vivía, generalmente, lejos de su hogar.

 

      Yo he sido educado por mi madre. A ella le debo no sólo la primera cultura

      de mi espíritu, sino esos primeros saludables ejemplos de nobleza que

      preparan el alma para después. Y otras cosas espirituales de las que uno

      se emancipa, o no, tarde o temprano; pero que no por eso dejan de ser un

      motivo más de gratitud, respecto de aquellos que nos han consagrado todos

      sus afectos y cuidados, dándonos todo cuanto tenían y podían tener.

 

      Mi madre ha sido una mujer de raro mérito. Aunque joven, bella, mimada,

      solicitada a cada momento por su posición social, ella no descuidaba el

      más mínimo de sus deberes maternales y de señora de casa. En todo estaba.

      Zurcía, cosía, leía, rezaba (y nos hacía rezar unos rosarios

      interminables), oía misa, recibía visitas, salía, paseaba, bailaba, ¡qué

      se yo! Ella lo vigilaba todo, desde la cocina, que era lo más limpio de la

      casa, hasta la sala. Ella era como nuestra sombra de día, de noche, cuando

      estábamos despiertos o fingíamos dormir (¡nos acostaban tan temprano, por

      disciplina!). Ella, en fin, cuando yo no me había portado bien en el

      colegio (era casi siempre) encargábase de hacerme cumplir las penitencias,

      ahí sentado, sin comer ni dormir, a la cabecera de su cama. Ella dormía,

      yo escribía. En frente de mí quedaba un Gobelin, representando un Cristo,

      cuya tétrica faz no debía inspirar tanta lástima como la mía cuando mamita

      (así la he llamado antes y así la llamo aún), me decía: "Y no te has de

      mover hasta que no hayas copiado los mil versos que el maestro te ha

      ordenado". ¡Ah, cómo he temido y amado yo a mi madre!

 

      Esa peregrinación al cuartel general de Ramallo, donde mi padre tenía sus

      reales, no me hacía mucha gracia, que digamos. Cuatro días a caballo duró

      la travesía, siendo mi juvenil persona custodiada por varios soldados y un

      oficial, llamado Cardoso, el cual no me hablaba; pero eso sí cantaba

      incensantemente unas coplas lo más monótonas, cuyo retintín todavía tengo

      en el oído: "A la risa y al baile, muchachas, sin decir agua va , viene

      amor" ¡Y cómo me fastidiaban esas coplas! Ese viene amor , se me figuraba

      un epigrama.

 

      Aquí viene bien un: "¡Pobre Teresa! al recordarte siento..."

 

      Yo creía que mi padre iba a recibirme con dos piedras en la mano. Al

      contrario, recibióme con el mayor afecto, abrazóme, besóme, interrogóme,

      echóme un discurso que más me pareció sermón, y... hasta me hizo confesar

      varias veces con el cura párroco de San Nicolás, un venerable sacerdote, a

      lo que entiendo, que se llamaba don Juan Pérez. Será temerario el juicio,

      pero he tenido siempre para mí que algo de mi confesión debió decirle don

      Juan a mi padre, porque la conducta ulterior de éste parecía decirme:

      "Como ya estás completamente arrepentido de todas las diabluras que has

      hecho, puedo, sin temor, depositar en ti mi confianza, habilitarte para

      que trabajes y te hagas hombre de provecho."

 

      El hecho es que, de la noche a la mañana, yo me encontré convertido en

      saladerista, habiéndome mi padre habilitado con un saladero que tenía

      entre Ramallo y San Nicolás, y con el dinero necesario para mover aquella

      industria. Por supuesto que, así como recuerdo perfectamente bien todo lo

      que voy diciendo, así también recuerdo que el tal negocio, ni me

      interesaba, ni me entretenía, y que todo mi empeño consistía en que mi

      padre no me sorprendiera haciendo otras cosas, sino ocupado de la faena en

      las horas en que él por allí aparecía.

 

      Entre esas otras cosas, había una particularmente que yo trataba de

      ocultarle mucho a mi padre. Era inocente en sí misma. Pero como él nunca

      me hablaba de ella, un cierto instinto me decía que debía ocultársela.

      ¿Qué era esa cosa? Una inclinación invencible por la lectura.

 

      Los libros, en esa época, eran muy raros, y si he de decir con entera

      sinceridad, la impresión que me producía la vista de una que otra

      empolvada biblioteca, que por esta noble ciudad solía verse al través de

      las rejas de las ventanas, tendré que confesar que era una sensación de

      temor. Parecíame como columbrar entre las brumas de mi inteligencia en

      ciernes un noli me tangere en el frontispicio de todas ellas, inclusive en

      la muy poco surtida que mi padre tenía. Allí estaban pêle-mêle , las

      Oraciones de Cicerón , las Ordenanzas de Colón, los Viajes de Anacarsis ,

      el Discurso sobre la Historia Universal , el Derecho de gentes de Vattel

      (éste lo conservo yo todavía, todo apolillado), la Nueva Heloísa y el

      Contrato Social , estos dos últimos en francés, lengua que yo conocía ya,

      un poco menos mal que ahora. También, en ese armario, por no decir

      biblioteca, había cartas de personajes, los más antitéticos, como ser: don

      Bernardino Rivadavia, don Domingo de Oro, don Carlos M. de Alvear, don

      Juan Lavalle, don Manuel Dorrego, don Justo José de Urquiza y otros.

 

      Yo, sin que mi padre lo sospechara, me llevaba al saladero cuantos libros

      y cartas de esos podía, y me daba mis panzadas de lectura -como si

      cometiera algún pecado. Mi padre no me hablaba sino del negocio y tenía

      ciertos aforismos como éste: "En este país, todo hombre previsor debe

      tener panadería u horno de ladrillos".

 

      Y me hacía unas largas disertaciones sobre los placeres de la pesca a la

      que era muy aficionado; y me llevaba a pescar con él, haciéndome pasar

      unas horas de fastidio indecible. ¡Pobre viejo!, era un gran pescador.

 

      Pretendía conocer todos los peces por el modo como picaban la carnada, y,

      sin embargo, hizo un día fiasco, ante mis propios ojos porque, creyendo

      que había pescado un manguruyú , lo que el anzuelo había agarrado era un

      cuero de vaca, podrido. La explosión de mi risa fue castigada con un

      pescozón que, por poco, no me echa en el remanso; para que se vea que ni

      los padres resisten el ridículo en presencia de los hijos.

 

      De la política, de la política de entonces, nunca me decía una palabra. Y

      como yo era muy federal, muy rozista, algo me faltaba. ¡Y ya lo creo que

      era yo muy federal! Mi tío era para mí un semidiós, el hombre más bueno

      del mundo. Yo retozaba en su casa, como no podía hacerlo en la mía, con

      una cáfila de primos. Entrábamos, ad libitum en sus piezas, sin que él nos

      hiciera más observación que ésta... "¡Bueno, bueno! pero no me toquen los

      papeles... ¿eh?" Y al retirarnos, a toda la sarta de sobrinos les daba lo

      siguiente, el sábado a la tarde, indefectiblemente: una docena de divisas

      coloradas, nuevitas, que nos hacían el efecto de la muleta al toro. Un

      peso fuerte, en plata blanca, que nosotros después cambiábamos en moneda

      corriente, discutiendo el precio con nuestros respectivos tatitas, y un

      retrato litografiado de Quiroga, diciéndonos siempre estas mismas,

      mismísimas palabras (y repitiéndoselas a cada uno): "Tome, sobrino, ese

      retrato de un amigo, que los salvajes dicen que yo mandé matar". Esta

      palabra salvaje, no crean ustedes que inspiraba entonces un sentimiento de

      horror; pues yo me acuerdo que, cuando estaba en la escuela de don Juan

      Peña, no se la aplicaban los muchachos unos a otros para asustarse, sino

      como afrenta. Ayer todavía nos acordamos de esto con José Ignacio

      Garmendia.

 

      Los que no han alcanzado aquellos tiempos no pueden hacerse una idea de lo

      que era la atmósfera que en ellos se respiraba. Entonces no había

      discusión, no había crítica, no había juicio. Todo era colorado, en

      realidad o aparentemente, y colorado quería decir federación; y todo esto

      era para mí un amasijo indiscernible, mezclado con la memoria de Dorrego,

      fusilado por Lavalle, con la noción de Independencia, de Patria, de

      Libertad. Yo, más tarde, comparando los hombres de antaño con los de

      ogaño, viendo que no eran mejores intrínsecamente los unos que los otros

      he comprendido lo que era la Santa Inquisición y cómo Torquemada pudo ser

      un hombre virtuoso.

 

      ¿O son mejores los Anchorena, los Guerrico, los Paz, los Arana, los

      Insiarte, los Vela, los Lahitte, los Torres, los Unzué, los Roca, los

      Baudrix, los Terrero, los Peña, los Pereira, los Garrigós, los... sería

      cosa de nunca acabar, de ahora, que sus antepasados?

 

      Sólo allá, como entre sueños, hago memoria de algunas conversaciones, como

      crítica, que me parecía sorprender, oyéndolo cuchichear a mi padre con

      algunos de sus amigos íntimos, aquí en Buenos Aires, con el doctor Maza y

      el general Guido que eran sus tertulianos de malilla; y allá en San

      Nicolás de los Arroyos, con un personaje que tenía, para mí, la estructura

      de un filósofo, de aspecto respetabilísimo, don José Francisco Benítez,

      padre de este joven Mariano, que ahora figura, y en la Villa de Luján, en

      donde solíamos pernoctar, con el señor don Francisco Javier Muñiz, miembro

      correspondiente de la Academia Española, cuya instrucción mi padre

      ponderaba mucho; porque siempre, después de una conversación con él,

      cuando se quedaba solo con mi madre, decíale éste a aquélla: "¡Qué lástima

      que este hombre esté soterrado aquí!".

 

      Que yo era muy federal y muy rozista, he dicho. Agregaré que los unitarios

      no me parecían mala gente; porque no creía que eran gente. Y de los

      extranjeros, que ahora hacemos tanto por atraer, y que son gente como

      nosotros los criollos ¿qué les diré a ustedes?

 

      ¿Qué había de pensar, qué había de creer, qué había de comprender, qué

      había de sentir el que registrando a hurtadillas los papeles de su padre

      hallaba documentos como el que sigue (que se lo regalo a usted, doctor

      Pellegrini, como un autógrafo precioso)?

 

 

 

      Habla el futuro Libertador:

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina! [3]

 

 

 

      ¡Mueran los salvajes unitarios!

 

 

 

      Señor general D. Lucio Mansilla.

 

 

 

            Cuartel General en Concordia, 1º de Enero de 1846.

 

 

      ¡Mi apreciado y antiguo amigo! Sin embargo que no he recibido respuesta á

      la última carta que le dirijí, pero como hace tiempo que está interrumpida

      nuestra correspondencia, y yo con los amigos que aprecio como Vd. no

      guardo reglas de etiqueta, es que le dirijo esta, saludándolo y

      dirijiéndole mis más íntimas y afectuosas felicitaciones por el combate

      glorioso que con valor heróico supo Vd. sostener contra las fuerzas

      anglo-francesas en la vuelta de Obligado, enseñando a esa canalla europea

      de cuanto son capaces los americanos.

 

      Mucho deseo se haya Vd. restablecido completamente de la honrosa herida

      que recibió.

 

      Hace ocho días me hallo de regreso del Estado Oriental y dentro de una

      hora marcho para Corrientes con un ejército de bravos, que muy pronto

      concluirá con el salvaje manco Paz y con las esperanzas que en este

      traidor tienen los ambiciosos extranjeros.

 

      Para acelerar las primeras operaciones y ocurrir con prontitud donde

      convenga, he resuelto adelantarme con la vanguardia, haciendo liga con lo

      demás del ejército el señor General Garzón.

 

      Deseo que Vd. lo pase bien y que se persuada que ahora y siempre soy y

      seré su amigo y S. S. q. b. s. m.

 

            Justo J. de Urquiza.

 

 

      Se dirá que éste era un hombre de un temple excepcional, pero ¿acaso los

      sacerdotes no empleaban, más o menos, las mismas fórmulas en la intimidad?

 

 

      Véase cómo empieza esta carta del venerable cura párroco del Salto,

      excelente sujeto.

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los salvajes unitarios!

 

 

 

      Señor General D. Lucio Mansilla, Comandante en Gefe del Departamento del

      Norte.

 

 

 

            Julio, 23 de Noviembre de 1845.

      Respetado Señor:

 

      El denuedo con que V. S. ha recibido a los pérfidos extranjeros, dignos

      aliados de los inícuos salvajes unitarios, me ha llenado de satisfacción y

      de grandes esperanzas a los pueblos.

 

      Saben ya que con jóvenes apenas iniciados en el arte de los combates se ha

      hecho probar hasta dónde llega el valor Argentino y que lo que faltó a la

      experiencia lo suplió la dirección.

 

      Dijeron algunos que V. S. había sido herido y si le ha cabido esa

      desgraciada gloria, me alegraré que ya se halle restablecido.

 

      Reciba V. S. los respetos con que lo saluda S. S. y confederado capellán

      Q. B. S. M.

 

            Carlos Torres.

 

 

      ¿No basta la mansedumbre evangélica?

 

      Véase esta obra de uno de los hombres más mansos que esta sociedad haya

      conocido; de don Francisco Saguí, tío carnal del doctor Miguel Esteves

      Saguí, cuyos bienes éste heredó.

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los salvajes unitarios!

 

 

 

            Buenos Aires, Diciembre 8 de 1845.

 

 

      Señor General don Lucio Mansilla.

 

      Mi querido hermano y señor:

 

      Si el 20 de Noviembre de 1845 no ha sido coronado por un esbelto triunfo:

      no ha sido, no, por culpa de la mano que regía el combate más glorioso que

      jamás vieron las aguas del Paraná: en cambio bien y justamente puede Vd.

      enorgullecerse con la exacta idea, de que su energía y pericia ha

      frustrado planes indignos pregonados bajo el emblema de la humanidad; y ha

      aturdido a los mismos enemigos.

 

      Bien puede y debe levantarse en la vuelta de Obligado un Padrón que

      manifieste perpetuamente que "El tan ponderado poder de la soberbia Albión

      y del atrevido Galo encalló allí."

 

      Por lo demás, después de la manifestación del excelentísimo gobierno hecha

      de la manera mas exacta: ¿qué podría decirle yo, que no fuese débil y

      desmayado?

 

      ¿Cómo sigue V. de su herida? ¿cómo de su pleito interno? Desgraciadamente

      el mío, que me ha tenido en cama desde el 1º hasta hoy, ha sido la causa

      de no felicitarlo tan pronto como hubiera querido; y con todo, esta

      tardanza me proporciona un otro motivo para hacerlo de nuevo con motivo de

      que Andrea me refirió anoche al retirarme en coche porque ha estado como

      yo, y a un mismo tiempo enfermo en cama con mi apreciadísimo Luchito, con

      sorpresa, y contento después, de Agustinita, que había hecho una escapada,

      para dar una vista a su casa; al saber por él, del arrojo de 32 varas de

      solitaria, quedando después como nunca de ágil y alegre: saliendo V. por

      consiguiente en esta ocasión mal calculador [4] . No sé si lo seré yo

      mejor al decirle una palabra de nuestra respetable madre. Esta señora para

      mí tirará... hasta quince días más.

 

      A Dios hermano y Sr. lo abraza a Vd. su hermano.

 

            Francisco Saguí.

      P.D. -Andrea me encarga presente a V. a su nombre iguales felicitaciones,

      no haciéndolo ella por sí, por sus extraordinarias actuales atenciones y

      sus incomodidades de salud.

 

 

 

      Esa, como esta otra, escrita por un santo varón, mi tío D. Tristán N.

      Baldez, tiene lemas de muerte, no sólo adentro, sino como preludio en el

      sobrescrito.

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los salvajes unitarios!

 

 

 

            La Cabaña, Diciembre 4 de 1845.

 

 

      Mi estimado amigo y compadre:

 

      Después de una alarma general en toda la familia, procedente de la herida

      recibida en el honorable combate dirigido por V. contra los piratas

      ingleses y franceses, tuvimos la gran satisfacción de saber que la herida

      no era peligrosa, y que ya se hallaba en aptitud de seguir sus acertadas

      combinaciones en honor del Pabellón argentino, que tan gloriosamente ha

      sostenido.

 

      Intimamente felicito a V., pues habiendo escapado a ese volcán de fuego

      enemigo, les ha hecho conocer cuánto valen los americanos en defensa de su

      libertad.

 

      Del mismo modo, acepte las felicitaciones de su hermana y su madre y de

      sus sobrinos, quienes unidos a mis votos deseamos concluya felizmente tan

      honrosa empresa.

 

      El cielo acceda a los deseos de su herm. y comp. afmo.

 

            Tristán N. Baldez.

 

 

      El formulario de los amigos políticos o personales, el de los cuñados, y

      hasta el de los yernos, aunque éstos fueran extranjeros, era el mismo. He

      aquí la prueba, y esta carta era escrita nada menos que por un ciudadano

      de la gran república modelo de Estados Unidos:

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los salvages unitarios!

 

 

 

            Buenos Aires, Diciembre 4 de 1845.

      Mi querido padre:

 

      Con un placer que no puedo explicar, y al mismo tiempo con orgullo, he

      sabido de la gloriosa defensa que ha hecho V. contra la Inglaterra y la

      Francia; he sentido bastante el no saber que estaba V. herido, pero al

      momento supe que no era de peligro y una enfermedad de mi padre me detiene

      acá por ahora, fue atacado por una apoplejía y ha quedado inútil una

      pierna y un brazo.

 

      Estando en la estancia supimos que había habido una acción y que V. había

      llegado a la ciudad, herido; por ese motivo le escribí a Emilia del modo

      que le escribí. Vine yo a la ciudad y encontré que no era cierto, ya sabe

      ella, porque mandé una carta antes de ayer con la Gaceta. Todos, en la

      estancia, quedaron buenos. En el campo y en la ciudad no se conversa más

      que de la resistencia que ha hecho V. No saben cómo ponderar su valor y

      talento militar, entre todos, los mismos ingleses que conozco que son

      enemigos del Gobierno se unen con los otros en elogiarlo.

 

      Mi querido padre, sé que sus atenciones son muchas; no puedo escribir cosa

      que no sabrá por otra mano en mejor lenguaje, y así no seré muy largo.

 

      Al señor Garmendia muchas expresiones, y felicitaciones por su honorable

      herida, a Samuel y Pepita, memorias de todos los conocidos, recuerdos de

      mi parte.

 

      Si V. tiene un momento desocupado, y puede mandarme una carta para el

      señor Juez de Paz de San Vicente, pues el que estaba ha salido,

      recomendándome y avisándole que el almacén es de V., me hará un gran

      favor.

 

      Deseando verlo a V. después de lo que ha sucedido, más que nunca queda su

      afmo. hijo y amigo.

 

            Ricardo Sutton (hijo).

      P.D. -D. Guillermo e Isabelita Livingston mandan a V. muchas expresiones y

      están muy contentos con que V. ha salido tan bien de sus peligros.

 

 

 

      Así escribían los no letrados. Los leguleyos como D. Miguel Otero,

      escribían como se va a ver, permitiéndose no poner nada adentro pero en

      cambio ponían esto afuera, en el sobre:

 

 

 

      ¡Viva la Confederacion Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los conquistadores anglo-franceses y sus infames colaboradores!

 

 

 

      Señor General D. Lucio Mansilla.

 

      D. M. 0.

 

 

 

            San Nicolás

 

 

            Buenos Aires, Noviembre 3 de 1845.

 

 

      Señor General D. Lucio Mansilla.

 

            San Nicolás

 

 

      Mi estimado amigo:

 

      En la muy apreciable fecha 12 del presente me recomienda Vd. que no los

      olvide en mis oraciones, como cristiano. Estas (a pesar de mi constante

      devoción), han sido frecuentemente interrumpidas por la ansiedad de saber

      la suerte que les cabria en la inicua irritante agresión anglo-francesa.

 

      Al fin he sabido con inefable placer que salió Vd. con vida a la cabeza de

      esa división, que ha sostenido, con heroicidad ejemplar, un horrible y

      desigual combate con los invasores, cuya fuerza era excesivamente superior

      en todos respectos. Sabíamos que eran argentinos los que defendían su

      tierra, y confiábamos en que, a pesar de la superioridad enemiga,

      llenarían su deber; pero el hecho ha sobrepasado las esperanzas de todos,

      dando a la patria un día de gloria inmortal.

 

      Los enemigos se han batido con tenacidad (nada admirable) por la confianza

      y seguridad que les daba el mayor número y disciplina de sus tropas

      veteranas, el mayor número y calibre de sus cañones, y sobre todo, por la

      certidumbre de no poder ser abordados en sus buques.

 

      Vds. han resistido y peleado a pecho descubierto; con tropas de sólo

      paisanos, con pleno conocimiento de aquellas ventajas, hasta concluir las

      municiones, dando al mundo un testimonio incontestable de que los

      Argentinos prefieren la muerte al yugo de los conquistadores. Este es un

      valor sublime, e inmensamente superior al de los anglo-franceses.

 

      Con toda la emoción de mi corazón, me congratulo en felicitar a Vd. y a

      esa división, por tanto valor, tanto heroísmo y tanta gloria.

 

      De Vd. siempre afmo. amigo.

 

            Miguel Otero.

 

 

      Y los eruditos, los sabios, los jurisconsultos, algunos de cuyos sabios

      habían estudiado en Europa, bajo los auspicios de Rivadavia, siendo

      discípulos de Dupuytrén, ¿qué jerga empleaban?

 

      Ahí van, por su orden, varias misivas interesantes:

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los salvajes unitarios!

 

 

 

            Buenos Aires, Diciembre 6 de 1845.

 

 

      Señor General don Lucio Mansilla.

 

      Salud, y un millón de abrazos y felicitaciones reciba Vd. de mi parte, mi

      querido general, hermano y amigo. Salud también mil veces en su nombre a

      ese puñado de héroes, hermanos, y compatriotas nuestros que sosteniendo

      sobre sus hombros, y amurallando con sus pechos el Paladión de la Libertad

      y de la Independencia Americana, en las Baterías del Paraná, han quemado

      como perfume de los hombres libres en las sagradas Aras de la Patria,

      hasta el último grano de pólvora, con que han arrojado la muerte, y el

      oprobio sobre esos soberbios Estranjeros, miserables esclavos de dos

      poderes Europeos, Liberticidas del Mundo, en Mar y tierra. La patria de

      los Argentinos, la Madre de esos hijos, que en la memorable acción, y

      desigual combate del 20 de Noviembre, se han cubierto de inmarcesible

      gloria, que han inmortalizado sus nombres, y han enaltecido hasta los

      cielos el carácter y el valor argentino, les tiene ya un lugar eminente y

      bien merecido, en el templo de la inmortalidad, puesto a su frente al

      bravo General Mansilla, que a su cabeza recogió en ese día todos sus

      peligros y todas sus glorias, para ofrecerlas a la Patria y para

      presentárselas al primero de sus hijos, al genio de la Paz y de la Guerra,

      al Ilustre porteño, el Exmo. Sr. D. Juan Manuel de Rosas, cuyo nombre

      repetido mil veces en todos los puntos, y en todos los instantes del

      combate, recordaría a nuestros compatriotas ese valor, esa firmeza y

      patriotismo de la fuerza extraña a los cuales, la solidez de su genio no

      se deslumbró jamás.

 

      Feliz V. mi apreciado General que después de ese día, en que una muerte

      tan honorable pudo poner fin a una carrera de importantes servicios a

      nuestra patria, y abrirle el principio de un renombre inmortal para V. y

      para sus hijos volvió a levantarse, de entre los golpes de mil muertos,

      arrojados por esos Salvajes Estranjeros, a empuñar otra vez el pabellón

      Argentino, a armar de nuevo su diestra para sostenerlo invencible, y a

      rendirle aún nuevos servicios.

 

      Yo tan lleno de entusiasmo, como de admiración por tanto honor, y tanta

      gloria, que le ha dispensado la suerte, y que la justicia hará resonar en

      ambos mundos, vuelvo otra vez a felicitarlo, con toda la efusión de los

      sentimientos de mi patriotismo y de mi amistad, como el mas justo homenaje

      de un hombre libre, que tiene el mayor placer en ser su compatriota,

      hermano y amigo que lo aprecia y B. S. M.

 

            Miguel Rivera.

 

 

      Después de un discípulo de Dupuytrén, oigamos a un honrado cuanto sabio

      abogado:

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los Salvajes Unitarios!

 

 

 

      Sr. General D. Lúcio Mansilla.

 

 

 

            Córdoba, 2 de Diciembre de 1845.

 

 

      Mi querido amigo y compatriota:

 

      Las glorias del soldado no están vinculadas al éxito de los combates.

      Nadie se acuerda de la victoria de Gelois en los campos de Sicilia, sino

      para lamentar la muerte de ochenta mil cartagineses. Pero el curso de los

      siglos no ha podido gastar la memoria de los Lacedemonios que perecieron

      en las Termópilas, defendiendo los fueros de su Patria. No hay quien no

      grite, lleno de entusiasmo, al contemplar este cuadro: "Honor a los

      vencidos." ¡Tan justo es el homenaje que se rinde al patriotismo y a los

      hechos heroicos!

 

      ¿Qué importa, mi querido amigo, que la fortuna no haya favorecido muestras

      armas en la Vuelta de Obligado ? El enemigo ha obtenido una victoria, que

      no puede cantar, porque ni sabe cuales puedan ser sus frutos, ni tiene de

      que gozarse en haberse abierto paso bajo una fuerza superior a la

      resistencia que se le oponía. Pero el ilustre General Mansilla, el viejo

      soldado de la Independencia, el vencedor en el Ombú, y los denodados

      Argentinos que sirvieron a sus órdenes, han agregado nuevos timbres a los

      que recomendaban sus nombres, peleando con denuedo hasta quemar el último

      cartucho. Bravo! mi querido General. Mil veces, bravo! Desde aquí, canto

      sus glorias, las glorias de las Defensas de la Independencia.

 

      Tal vez la Divina Providencia ha dispuesto el efímero triunfo del 29 de

      Noviembre para exaltar el orgullo anglo-francés, y hacerle más sensible la

      lección que le espera.

 

      Hagamos, mi querido amigo, en la parte que a cada uno corresponde, por ver

      cumplido aquel anuncio. Cien victorias en que perezca hasta el último

      argentino, necesitan nuestros enemigos para decirse vencedores. Nosotros

      no necesitamos sino una para enseñarles a respetar nuestros fueros,

      nuestra independencia. -Marchemos a buscarla.

 

      Adiós, mi buen amigo. Reciba V. un abrazo y las felicitaciones de su amigo

      y compatriota.

 

            Eduardo Lahitte.

 

 

      El mismo don Francisco Javier Muñiz no podía sustraerse a la fatídica

      imprecación. He aquí la prueba:

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los salvajes unitarios!

 

            Villa de Luján, Diciembre 1° de 1845.

 

 

      Señor General D. Lucio Mansilla.

 

      Mi General:

 

      Permita V. que le felicite, con la emoción mas profunda, por la vigorosa y

      memorable defensa que ha dirigido V. contra las fuerzas navales

      anglo-francesas. Este brillante hecho de armas, al paso que acredita la

      resolución heroica de los denodados defensores del honor e independencia

      de la República, es un nuevo timbre glorioso al valor personal y a la

      inteligencia de uno de nuestros más intrépidos y distinguidos veteranos.

 

      Repito, señor General, mis cordiales congratulaciones, después que por el

      esfuerzo y bizarría con que sostuvo V. aquel sangriento combate, por

      haberse preservado, en su confusión, de la muerte, que aunque gloriosa y

      buscada tantas veces por un soldado de cuarenta años de esclarecidos

      servicios, fuera irreparable y la más sensible pérdida para todos sus

      compatriotas y amigos.

 

      Besa, señor General, respetuosamente sus manos.

 

            Francisco Javier Muñiz.

 

 

      De todas partes soplaba el mismo viento: de Buenos Aires, de Córdoba, de

      Concordia, del Paraná (tengo cartas del abuelo de mi amigo Antonio F.

      Crespo), de los Santos Lugares (suprimo las de Antonio Reyes y ¡singular

      anomalía! es una de las menos exaltadas).

 

      Todo el mundo, hasta los más inofensivos personajes de adorno, véase cómo

      se expresaban:

 

 

 

      ¡Viva la Confederación Argentina!

 

 

 

      ¡Mueran los Salvajes Unitarios!

 

 

 

            Buenos Aires, 28 de Noviembre de 1845.

      Señor General D. Lúcio Mansilla.

 

      Mi antiguo amigo:

 

      Después de haber leído el parte de la memorable acción del 20 del presente

      y después de haber sabido el heroísmo con el cual se han distinguido

      todos, ¿qué elogio ni qué expresión puede haber bastante para manifestar

      el contento, el asombro y la gratitud al General que mandó tan grandiosa

      empresa?...

 

      Puede ser, mi amado amigo, que algunos que no te conocían, como yo,

      esperasen, más o menos, alguna otra ocurrencia de tu valor, de tu

      patriotismo federal y de tu constancia; pero yo que he gozado de tu

      amistad desde la Escuela, que te conozco tanto , que sé hasta dónde llega

      y hasta dónde te interesa el buen nombre de nuestro amado General en jefe,

      el Exmo. Sr. Gobernador D. Juan M. de Rosas, nada, absolutamente nada, me

      ha sorprendido, porque todo lo creí tal cual ha sucedido. El único temor

      que constantemente me acompañaba era tu vida; pero gracias a la

      Providencia la salvaste y con ella tu honor y fama. Sé que nuestro amado

      General Rosas está muy contento y muy satisfecho: esto es todo lo que

      puede desear un jefe.

 

      Mi mujer, mi hija Enriqueta, mi hijo Adolfo y Marenco te felicitan y se

      felicitan.

 

      Agustinita está buena, linda como siempre -tus hijitos guapos; pero

      desgraciadamente parece inevitable la pérdida de tu querida madre la

      señora Da. Agustina -sigue mala y los facultativos no tienen ningún género

      de esperanza: la catástrofe es indudable, para lo que debes estar

      preparado.

 

      Adiós, General, y muy amigo mío: quiera la suerte que nos veamos cuanto

      antes para darte un fuerte abrazo.

 

 

 

            Victoriano Aguilar.

      P.D. Nuestra linda y muy amada Manuelita está ya muy aliviada de su último

      ataque a la cara: se acuerda mucho de ti y te hace millones de elogios.

 

 

 

      Esa era la leche que yo mamaba, el ambiente que me envolvía, el aire que

      me saturaba. Mi padre debía creerme, como era natural, un muchacho con las

      mejores inclinaciones federales. Pero está de Dios que el hombre ha de

      aprender en cabeza propia y que la emancipación del espíritu se ha de

      hacer, quand même . La lectura de la correspondencia mixta de mi padre me

      confundía, y había algo como un embolismo en mi cabeza, a fuerza de oírlo

      hablar con tanto entusiasmo de Rivadavia, de Oro, de Agüero. Y, por

      añadidura, Rivera Indarte habíale cantado versos entusiastas a mi madre

      -en libro, dedicado a ella, que corre impreso [5] .

 

      Mi vida se deslizaba entre las anomalías, las incoherencias e

      incongruencias apuntadas, trabajando, al parecer, porque vivía en el

      saladero. Pero la verdad es que mi cerebro se iba calcinando, a fuerza de

      rellenarlo con las Oraciones de Cicerón, con las páginas tan ardientes de

      la Nueva Heloisa , y por el empeño de querer entender, no tanto el Derecho

      de gentes, sino el Contrato social .

 

      Mi padre -que después he caído en cuenta de que estaba más enamorado de mi

      madre que del sistema de su cuñado-, venía habitualmente al saladero, a

      eso del mediodía, y yo le esperaba en el puesto de honor, en donde se

      desnucaban las reses. Aquí, entre nosotros, esta industria nacional ¿no

      habrá contribuido un poco a familiarizarnos con el derramamiento de

      sangre, lo mismo que el circo romano y las corridas de toros han

      contribuido a endurecer ciertos sentimientos de humanidad?

 

      Como el saladero me tenía, sin que yo lo tuviera, sucedió que una bella

      mañana no lo sentí entrar al autor de mis días, sino cuando, tal cuan

      grande y hermoso era, estuvo delante de mi cama, sobre la que yo yacía,

      echado boca abajo, leyendo con inmenso, febril afán...

 

      Salté, como movido por un resorte, crucé los brazos y pedí la bendición

      habitual, que me fue otorgada, en esta dulce forma, haciendo el signo de

      la cruz con la diestra: "Dios te haga bueno, hijo".

 

      Yo me sonreí, como pidiendo excusas, de no estar en mi puesto. Mi padre

      echó una mirada al libro, y con una expresión inefable, díjome: "¿Qué

      estás leyendo?"

 

      -Un libro en francés.

 

      Este en francés , dentro de mis abismos psicológicos, implicaba, "si es en

      francés, aunque sea suyo el libro, usted no ha de saber de lo que trata".

 

      Mi padre, que era un rayo de vivacidad, que sabía las cosas más

      extraordinarias por adivinación -así debieron ser los primeros sabios-,

      arguyóme, por no decir, repuso, con cierto tinte de tierno enfado:

 

      -No te pregunto en qué lengua está, sino de qué asunto tan interesante

      trata que te hace olvidar el cumplimiento de tus deberes.

 

      Me sentí nada más que humillado por lo último; leía pero no digería, y

      contesté:

 

      -El Contrato social de Rousseau.

 

      Mi padre frunció sus tan pobladas cejas, y refunfuñando un heen ... echó a

      andar, diciendo:

 

      -Vamos, vamos a ver la faena.

 

      El fin, como dicen los folletinistas, para el próximo jueves, doctor

      Pellegrini, y entonces veremos si tengo un poco de eso en que Joubert dice

      que consiste el estilo, que es en darle cuerpo y configuración al

      pensamiento, por la frase.

      la memoria es independiente de la conciencia, en su elaboración no entra

      ningún elemento psíquico. Así, cuando un estado nuevo se implanta en el

      organismo, se conserva y se reproduce. Sucede con la memoria, como hecho

      biológico, lo que con algunos fenómenos inorgánicos.

 

      Las vibraciones luminosas pueden ser encerradas en una hoja de papel y

      persistir en estado de vibraciones silenciosas. Hay sustancias que las

      revelan, por decirlo así; todo tiene su reactivo. No hay misterios sino

      para la ignorancia. Colocad una llave sobre una hoja de papel blanco,

      ponedlos al sol, un rato, guardad ese papel en un cajón oscuro, al cabo de

      algunos años, la imagen espectral de la llave estará todavía ahí visible.

      Los problemas de la vida y de la muerte son infinitos. Pero la observación

      y la ciencia penetran todas las oscuridades. El microcosmos es como la

      gran antorcha del macrocosmos.

 

      La percepción de un objeto coloreado (subrayo, de miedo de los aristarcos

      intransigentes), suele ser seguida frecuentemente de una sensación

      consecutiva: el objeto continúa siendo visto con los mismos contornos;

      pero con el color complementario del color real. Lo mismo puede suceder

      con la imagen, con el recuerdo. Ella deja, aunque con menos intensidad,

      una imagen consecutiva.

 

      Cerremos los ojos (no a todo...) tengamos una imagen cualquiera simpática

      o antipática, de un color vivísimo, fija largo rato, en la imaginación.

      Abrámoslos de repente, fijémoslos en una superficie blanca ( tersa )

      durante un brevísimo instante, veremos en ella la imagen contemplada por

      la imaginación, con el color complementario.

 

      Yo, desde mi cama, recostado sobre los almohadones que uso para no

      fatigarme, mientras leo, y evitar que por la demasiada horizontalidad,

      afluya mucha sangre a la cabeza, veo, no siempre que quiero, pero con

      mucha frecuencia, en la pared que me queda en frente, las cosas más

      agradables. Y un amigo, a quien le he dado esta receta, porque es un poco

      petardista, me ha confesado que casi todas las noches ve patentemente una

      vidriera de cambista.

 

      Wundt observa que el hecho a que me refiero prueba que la operación

      nerviosa es la misma en la percepción y en el recuerdo.

 

      Como se ve, científica y pintorescamente hablando, la memoria de las cosas

      pasadas no es más que una visión espectral en el tiempo y en el espacio.

 

      Mi padre me había sorprendido. Ahí quedábamos. El podía tener ya la clave,

      aunque no hubiera leído a Leibniz, el cual dice que "el alma humana es un

      autómata espiritual", de la inevitable evolución que haría el niño, a

      medida que se fuera desenvolviendo. Porque el buen viejo, si bien no

      hablaba la lengua que explica cómo es que los fenómenos del alma están

      sujetos a un determinismo tan riguroso, aunque completamente interno, como

      los fenómenos del cuerpo, sabía por adivinación o por intuición, de lo que

      ahora se llama fisiología psicológica, esto, que es igual: que todo se

      liga adentro, como afuera; que ciertos alimentos dan cierto vigor; que

      ciertas lecturas producen ciertas enfermedades o curaciones.

 

      Recuerdo que alguna vez le decía a mi primo Sabino O'Donell, médico

      erudito, padre del actual comandante Carlos O'Donell, discurriendo sobre

      el sistema de Gall, que entonces metía mucho ruido: "Yo he considerado

      siempre la cabeza humana, como un armario lleno de cajones y cajoncitos,

      cuya llave maestra es el sentido común." No sabía mi padre, como se ve, lo

      que era una célula nerviosa, si ésta puede conservar muchas modificaciones

      diferentes o si, una vez modificada, queda polarizada para siempre. Pero

      si le hubieran dicho que, según los cálculos modernos, el número de

      células cerebrales (sus cajoncitos) es de 600 millones (y algunos

      pretenden más), él, mi padre, se hubiera declarado partidario de los que

      aceptan la hipótesis de una impresión única. ¡Qué diablo de viejo tan

      talentudo , como dicen nuestros paisanos! Un día lo llevé a Wilde a comer

      a su casa, le tiramos la lengua y nos hizo una disertación -lo diré sin

      ribetes científicos, para que me entiendan todos los que saben leer-,

      sobre la cabeza, como centro nervioso; el brazo, como hilo conductor; la

      mano, como manipulador magnético o eléctrico y la escritura en sus

      infinitas combinaciones de letras y signos producidos instantáneamente sin

      reflexión, es decir automáticamente, que le dejó a Wilde con la boca

      abierta. Y esto no deja de ser una hazaña, porque Wilde es uno de los

      hombres que abren menos la boca en esta tierra, donde, por otro lado, son

      pocos los que andan papando moscas.

 

      Yo no olvido, pues, ni puedo olvidar aquella sensación de sorpresa, ni el

      recuerdo persistente que ella me ha dejado. Miro mi estrecho dormitorio,

      un rancho de paja en aquel entonces; cierro los ojos, los abro de

      improviso y la escena se anima, destacándose en el cuadro la cara angulosa

      de mi padre, cuyos ojos eran vivaces como el carbunclo, haciendo con los

      labios esa gesticulación tan característica, que, acompañada de un

      movimiento automático de la cabeza, de arriba a bajo, dice con la

      elocuencia muda de una sorpresa que no se puede ocultar: ¡Ah! ¿con que

      ésas teníamos?

 

      Que mi padre se había sorprendido de pillarme leyendo nada menos que el

      Contrato social , no me cabía duda. Pero la impresión molesta que me

      pareció descubrir en él, ¿de dónde provenía? ¿De que descubrió, contra

      toda su previsión, que yo era gran lector, y a hurtadillas, o de que lo

      que leía era determinado libro? Eso yo no lo discerní en aquel instante,

      ni mucho después, como más adelante se verá. Lo que en mí persistía era

      simplemente esto: "Caramba, he hecho mal en tomar del armario de tatita un

      libro, sin pedírselo." Y ¿qué diría si supiera que le robo hasta sus

      cartas? Porque tomarle los libros no me parecía robo, y lo otro, sí; sobre

      todo, después que esa palabra interior, que nunca nos engaña, porque es la

      voz de la conciencia, me decía: "Has hecho mal." Y tanto peor, cuanto que

      por leer al señor don Juan Jacobo, que no pocas cabezas ha puesto al

      revés, prescindía del cumplimiento de mis deberes, apartándome del puesto

      de honor , que era donde se desnucaban las reses, como ya lo dije, y

      olvidando las letanías sobre hornos de ladrillo, panadería, y conveniencia

      de ser esencialmente un hombre de trabajo en este país, que era la

      sempiterna tesis del viejo, con sus correlativas reflexiones sobre las

      ventajas y utilidad de la pesca, hasta el día en que, como dicen, por el

      interior, le salió jaca o cuero el manguruyú, que creía haber agarrado con

      su formidable anzuelo.

 

      Por lo que pueda valerle a algún aficionado (no sé si usted lo es, doctor

      Pellegrini) diré, antes de proseguir, lo que mi padre sostenía sobre esta

      rama del sport : "El hombre que pesca, medita, se concentra, conversa

      consigo mismo, y como la familia de los peces es numerosa y variada, tiene

      mucho que aprender, observando sus costumbres, su ingenio, para comerse la

      carnada y no tragar el anzuelo; por otra parte, agregaba, la vista del

      agua, de la vegetación, todo lo que constituye el paisaje que

      necesariamente rodea al pescador, lleva a su espíritu cierta amenidad. He

      observado mucho a los pescadores, decía, no hay pescador mal sujeto. Y

      luego, el pescado es un gran alimento: contiene mucho fósforo; se digiere

      con facilidad, es el gran problema de la higiene. Buena digestión, hijo

      mío, y tendrás buena salud y buen humor.

 

      " Así hablaba él. Nada tengo que observar a lo de la salud. Respecto del

      humor, yo tengo otra máxima; forma parte de la colección, tercera serie de

      Pensamientos , que uno de estos días publicaré: "El secreto del humor está

      en el libro de caja."

 

      Naturalmente, yo tengo que pensar a la inversa de como pensaba mi padre:

      está escrito, porque, como dice Goethe, el tiempo marcha y arrastra los

      sentimientos, las opiniones, las preocupaciones y los gustos. Si la

      juventud de un hijo se desliza en la misma época de la revolución, se

      puede estar seguro que no tendrá nada de común con su padre. Si el padre

      viviese en una época en que fuera agradable apropiarse alguna cosa,

      asegurarse su propiedad, redondearla, reducirla y disfrutarla en el

      retiro, lejos del mundo, el hijo no dejaría seguramente, de extenderse,

      comunicarse, esparcirse y abrir lo que su padre hubiere cerrado.

 

      Salimos... yo detrás de mi padre, cabizbajo, rehuyendo su mirada; llegamos

      a los galpones (esta palabra no está en el diccionario de la Academia) la

      faena estaba en su apogeo; no se veían sino cuchillas relucientes,

      miembros mutilados, manos empapadas en sangre; ¿qué digo?, hombres

      empapados en sangre hasta las narices; no se oía, por decirlo así, como

      nota dominante, sino el quejido lastimero de las reses, pidiendo piedad en

      el brete, y yo mismo, ahí, en él, me entretenía inocentemente en

      desnucarlas, imitando la destreza salvaje de aquellos carniceros tan

      americanos, que, en mi imaginación de niño, tomaban las proporciones de

      algo extraordinario, más varonil que el resto de los simples mortales.

      Había entre ellos un vasco, enorme tagarote, que era también diestrísimo

      desollador, y el cual, cuando mi débil mano no podía, él la ayudaba a

      introducir la mortífera daga en la nuca. ¡Y cuántas veces, porque el golpe

      era mal asestado y el pobre animal resistía a la muerte, no oí gritar,

      repitiéndolo: ¡tomá, salvaje! Seguramente, que en los saladeros de los

      unitarios, decían: ¡tomá, mazorquero! ¡Qué horror!

 

      ¡Qué curiosos somos los padres, y cómo nos volvemos puras contradicciones,

      cuando se trata de nuestros hijos!

 

      De lo que voy diciendo, se deduce que mi padre no quería, cuando yo tenía

      diez y siete años, hacer de mí, sino un hombre trabajador, y otras yerbas

      quizá. Y sin embargo, procedió al revés.

 

      Voy a poner de relieve la contradicción.

 

      El general don Carlos María de Alvear vivía en la calle de la Florida,

      frente a donde actualmente vive el señor don Adolfo Carranza; la casa está

      intacta. Resiste, como ciertas piedras que hay en determinadas veredas,

      que uno sabe de antemano que si llueve y las pisa, va a ser salpicado.

      Felizmente, uno se sabe tan bien de memoria la topografía de esta tan

      ponderada ciudad, que, hasta dormido, puede caminar al tanteo. Mi padre

      era su amigo, uno de esos amigos, como hay muchos. Solía hablar mal de él.

      Pero no permitía que otros lo hicieran. A propósito de esto, he de

      dedicarle a Torcuato una Causerie . Bueno, mi padre estaba de visita, en

      casa de su amigo, y yo con él. Entre paréntesis diré que misia Carmen

      Quintanilla, la esposa del general, señora llena de gracia y de cultura,

      me quería muchísimo, porque diz que me parecía como una gota de agua a

      otra gota, a uno de sus hijos, el cual murió trágicamente en el río

      Potomac.

 

      En el primer patio de la casa había una alberca, y en ella el único

      instrumento de floricultura, conocido entonces, un cuchillo mangorrero .

      Misia Carmen y mi madre, el señor don Carlos y mi padre, eran amantes de

      las flores, lo que no sé si probará algo, aunque me inclino a creer, que

      es sintomático de cierta delicadeza en los sentimientos.

 

      Estábamos en verano. Ellos conversaban (probablemente críticaban el

      gobierno, cosa muy frecuente, aunque se le sirva y se aproveche de él).

      Yo, que me debía aburrir mucho, no habiendo otro muchacho, había tomado el

      cuchillito y escarbaba. El señor don Carlos viome y díjome: ¡Cuidado,

      hijito, no te vayas a lastimar!

 

      Mi padre, que hablaba enfáticamente, como todos los que habían servido con

      San Martín, arguyó: "Déjelo usted; en esta tierra, mi amigo, el que quiera

      ser algo, debe saber manejar bien eso."

 

      El hecho es que mi padre me tenía de saladerista; pero el hecho es también

      que cuando vio que, en vez de saladero, eran otras las cosas que me

      preocupaban, o parecían preocuparme, frunció el entrecejo, como diciendo:

      esto va mal , y he aquí, patente, la contradicción; exactamente, lo mismo

      que yo, que quería que mi hijo fuera fraile, y lo tengo viajando, y el

      muchacho apenas cuenta diez y seis años, y es dueño y señor de sus

      acciones, y se porta muy bien, y ya volvió de un viaje, y ya regresó,

      después de haberle hecho una visita a su madre. ¡Fraile! entonces Mansilla

      va a estar en el Congreso, en contra del matrimonio civil -dirán José

      Manuel y Goyena-. ¡Ah!... eso, lo veremos, ésa es harina de otro costal.

      En primer lugar, el muchacho no quiere ser fraile. Quiere ser militar, y

      eso, sí, no será con mi consentimiento; pero fraile, entonces, ¿por qué?

      No tengo por qué no decirlo: yo soy en estas cosas algo más que sincero,

      muy franco. ¿Qué es el amor? "Es el egoísmo de dos." Yo amo más a mi hijo

      que él a mí. De lo contrario, romperíase la cadena de la solidaridad

      humana: "Un padre es para cien hijos; cien hijos no son para un padre." Yo

      desearía que mi hijo fuera padre , van a saber ustedes por qué. El

      sacerdocio es un apostolado, en cualquiera religión. No mata, consuela,

      ayuda, salva. (No me pregunten ustedes en lo que yo creo: filosofar no es

      creer.) En el sacerdocio hay para todo: hay para la virtud y la

      imbecilidad; para la virtud y el talento, digámoslo, hay hasta para el

      vicio, porque todas las iglesias tienen que ser indulgentes, desde que eso

      es lo que predican. Yo prefiero la católica a todas las otras; aunque deba

      decir, en conciencia, que soy muchísimo menos católico que el Papa; y

      querría, por lo que fácilmente se colige, no sabiendo si mi hijo, aunque

      es un muchacho de juicio, será un hombre de talento, que se refugiara allí

      donde a nadie se le pide carta de ciudadanía, allí donde los horizontes

      son tan vastos que se puede llegar hasta el papado; que es, como si

      dijéramos, el imperio sobre millones de conciencias. Esto de ser fraile es

      una pichincha . Porque en una familia, donde hay un clérigo, todo es para

      él, empezando porque, como no tiene familia propia, lo consideran solo,

      siendo así que su familia es su grey, y acabando porque hasta las mejores

      empanadas son para él. "No, dice la madre, no, dice la hermana: eso, que

      se lo manden al cura." ¡Ah, si mi hijo quisiera ser fraile, qué buena

      opinión tendría yo de él! Y prescindamos de que "si hay buenos

      matrimonios, no los he conocido deliciosos". Luego, esto de ser sacerdote,

      cuando se tiene un apellido, que es un antecedente, ya es un comienzo de

      prestigio social; porque si Vds. se fijan bien, con todos sus aires

      democráticos, la Iglesia es eminentemente aristocrática. Mas me estoy

      metiendo en unos berenjenales, de los que soy capaz de salir airoso (¿no

      lo creen ustedes?); pero que no hacen a mi propósito directo, y entonces

      escápome por la tangente, y vuelvo a tomar el hilo de mi interrumpida

      narración.

 

      Estamos en el saladero: allí se mata, se desuella, se desposta (este verbo

      despostar no es español, es un americanismo, y el diccionario de la

      Academia haría bien en incorporárselo; puesto que, según ella misma, posta

      , significa tajada o pedazo de carne, pescado u otra cosa), muévense las

      carretillas, los hombres van y vienen, se levantan las pilas de carne

      salada, van las partes crasas a la fábrica, donde se extrae la gordura,

      todo es movimiento, vida, animación, nadie piensa en el Restaurador de las

      Leyes ni en la Federación, porque eso bueno tiene el trabajo, así es que

      yo pienso para mis adentros y para mis afueras, desde que lo digo, que los

      que se ocupan de política, esencialmente, son los grandes perezosos del

      país. De ahí que la gente más politicona del mundo sean los jujeños.

      Prueba al canto: es la provincia, donde, sin que nosotros lo sepamos, los

      de acá, ha habido más mutaciones del gobierno, y más sangrientas

      revoluciones. ¿O se imaginan ustedes que los jujeños, porque son

      semi-cuicos , son incapaces de ferocidad? ¡Jujuy! El día en que lleguemos

      a Jujuy en ferrocarril, en un tren rápido, como se va de París a Berlín,

      veremos la cosa más extraordinaria del mundo: la región más bella de toda

      la República, en manos de los hombres más chiquirrititos. Jujuy es todo, y

      los jujeños son nada.

 

      Decíale a usted, doctor Pellegrini, en mi última Causerie: la fin au

      prochain numéro . Mas así como el hombre no alcanza a levantarse un palmo

      de la tierra, así tampoco alcanza a ver más allá de sus narices. Los dos

      nos hemos equivocado. Es una página de Historia Universal . Yo, porque he

      creído; usted, porque ha esperado.

 

      Con que así será hasta la vista, y para entonces espero poder decirle a

      usted por qué fue que hice yo mi primer viaje en una época en la que

      embarcarse era un acontecimiento. Supongo que usted me está leyendo. En

      este caso cuadra el dicho aquel (desde que habiendo empezado tengo que

      concluir):

 

      Una visita es siempre un placer.

 

      ¿Cómo así?

 

      Claro; si no lo es cuando llega, lo es cuando se va.

 

      Mi padre se quedó en el saladero, ese día, menos tiempo que el de

      costumbre. Yo, mortificado por mis remordimientos, que eran punzantes,

      porque a cada momento se me figuraba que podía decirme: "¿Con que no sólo

      me tomas los libros sin mi permiso, sino que también me robas mis

      cartas?", andaba sin sombra. No hallaba sitio que me pareciera bastante

      apartado para esquivarme; de modo que no respiré con expansión,

      quitándoseme un enorme peso de encima, hasta que no oí decir: "Ahí se va

      el general", sintiendo el ruido de la pesada galera, tirada a la cincha,

      en que "mi viejo" tornaba a sus reales.

 

      Estaba en el brete, miré, seguí mirando, y no volví a ser yo mismo, sino

      cuando perdióse en lontananza, envuelto en una nube de polvo, el rojo

      vehículo; pues, como antes he dicho, todo era colorado, o parecía serlo,

      en aquella época, desde que hasta los sentimientos y las opiniones podían

      disfrazarse poniéndose chaleco y divisa colorados.

 

      ¡Qué terrible torcedor es la conciencia! Lo que yo deseaba más, a ciertas

      horas, era verlo llegar a mi padre; se iba, y su partida era un alivio.

      Con razón la justicia criminal, entre sus medios de prueba, tiene el

      careo: mientras mi padre andaba por ahí, yo debía tener la cara de un

      culpable, indudablemente. Y, sin embargo, él nada me había dicho. Era yo

      el que había leído, en su rostro, iluminado por la inquietud, algo como

      este reproche afectuoso: "¿Es posible, hijo mío, que cuando yo te induzco

      en un sentido, tú te eches por otros senderos?"

 

      Pero todo aquello fermentaba en mi cabeza confusamente; no tenía la

      percepción clara, íntima, instantánea de ninguna verdad, tal como se tiene

      cuando un objeto material está a la vista, o cuando el pensamiento

      abstracto, como un montón de ideas revueltas, toma, a fuerza de mirar uno

      dentro de su esfera cóncava, forma concreta, aunque después se disipe como

      una nebulosa y desaparezcan hasta sus contornos, no dejando sino una

      impresión mortificante o beatífica, según el orden de ideas, bajo cuya

      influencia hayamos estado, antes de recobrar lo que llamaremos el

      equilibrio moral. Yo entiendo por equilibrio moral la conciencia del yo ,

      que nos dice, sin sofisma: has hecho bien, o has hecho mal.

 

      Salí del brete, y me fui a mi rancho . El Contrato Social estaba abierto,

      tal cual yo lo había dejado.

 

      Me tendí sobre la cama; no tenía sueño, pero quería dormir y apretaba los

      ojos para hipnotizarme y sustraerme al recuerdo de lo que había pasado.

 

      Los débiles son así; buscan en la oscuridad el alivio de males imaginarios

      o reales.

 

      El hombre, en su primera infancia, se oculta del fantasma, que él mismo ha

      evocado, tapándose con las cobijas hasta las narices.

 

      ¡Cobardes! Aún después, cuando la adversidad nos descarga alguno de sus

      golpes, en vez de buscar la luz, nos encerramos, perdemos el apetito, el

      insomnio nos domina, y le pedimos al sueño, imagen fugaz de la muerte, el

      consuelo que debiéramos buscar, olvidando que vivir y luchar es un deber.

      Pues por más que se diga, que el suicidio es un acto de valor, yo sostengo

      que no hay tal valor en rebelarse contra las leyes de la Naturaleza; y es

      ley de la Naturaleza nacer, crecer y perecer, independientemente de

      nuestra voluntad.

 

      Este problema es, sin embargo, muy complicado. Ya lo inicié en la Causerie

      sobre Horfandad con hache . Es algo más que cuestión de minimum o de

      maximum , en la suma de los estados conscientes e inconscientes, teniendo

      en cuenta el modo de ser de cada cual y las circunstancias externas. O

      cuando dejamos correr las cosas, ¿no hacemos también acto de voluntad?

      Cuando vacilamos, cuando no sabemos si queremos o no queremos, cuando hay

      deliberación sin que haya elección, ¿hay o no volición? Aquí se presenta

      una dificultad: la persona, el yo , que es causa y efecto, a la vez.

 

      En otros términos, el carácter , cuyo estudio, cuya ciencia, mejor dicho,

      lo que Stuart Mill llamaba, hace 40 años, Ethología , están todavía en los

      limbos intelectuales, esperando el agudo revelador de sus misteriosos

      secretos.

 

      Yo sé bien que la irresolución no es muchas veces más que el resultado de

      una gran riqueza en las ideas, la necesidad de comparar, de razonar, de

      calcular; todo lo cual constituye un estado cerebral sumamente complejo,

      en el que las tendencias hacia el acto se traban las unas a las otras.

      Alguna vez se ha querido reducir la voluntad a la simple resolución, lo

      que es como afirmar teóricamente que una cosa será hecha, atenerse a una

      abstracción. Pero no se debe olvidar que querer es obrar , que la volición

      es un pasaje al acto. Elegir no es más que un momento fugaz, en el

      processus de la voluntad.

 

      Me dormí, y no me desperté, hasta que no vinieron a decirme: "Suena la

      campana." Era la campana que tocaban en el campamento, que quedaba de

      allí, como doce cuadras, media hora antes de comer, y cuyo tañido se oía

      perfectamente en el saladero.

 

      Mi caballo estaba siempre listo y, cinco minutos después, a media rienda,

      yo llegaba, encontrándolo a mi padre paseándose, indefectiblemente, balero

      en mano. El y yo éramos muy fuertes en ese juego. Yo no he conocido más

      rival que Juan Cruz Varela. Hacíamos una partida o más, hasta que un

      pardo, Castro, asistente de confianza, venía y le decía: "Señor, ya está

      la sopa en la mesa."

 

      En la tarde a que me refiero, llegué al campamento y me encontré con que

      mi padre no hacía lo de costumbre. Su casa era un vasto rancho , rodeado

      de amplios corredores, y estaba situada en una punta del río Paraná, en un

      sitio pintoresco, delicioso; la barranca era escarpada, había gradas

      talladas en la tosca para bajar hasta la orilla del río, y allí, al lado

      de una gruta natural, asientos cómodos para el "sacrificio de la pesca".

 

      Mi padre no se paseaba ni tenía el balero en la mano. Era un hombre

      grande, más alto que yo, varonil por dentro y por fuera. Yacía

      meditabundo, como el genio de la reflexión: no me sintió llegar; no volvió

      en sí, o mejor dicho, no abandonó los pensamientos que seguramente le

      obsediaban, sino cuando yo le dije: "Buenas tardes, tatita." Volvióse y,

      contestándome "Buenas tardes, hijo", se puso en movimiento, recorriendo de

      arriba abajo el largo corredor. Yo le seguía dándole siempre la derecha.

      Estaba visiblemente agitado. Yo veía, no entendía; recibía una impresión

      que no me decía cosa alguna. ¿Y el balero? No me atreví a preguntar por

      él. Caminábamos, en silencio, esperando, momento por momento, algo. Llegó

      Castro, y dijo: "Está la sopa en la mesa, señor". "Está bien" -contestó mi

      padre- "ya voy". Pero no se detuvo , siguió andando. De repente, detúvose.

      Miróme de hito en hito, desde la cabeza hasta los pies. Clavó en mí su

      mirada de fuego. Tenía unos ojos que veían todo lo de adentro. Me

      registró, por decirlo así. Me midió como con compás. En una palabra, hizo

      mi triangulación completa. Me puso la diestra sobre el hombro izquierdo

      suavemente. Parecióme, como si me echaran encima todo el peso que le

      echaron al padre de las Atlántidas. Figuróseme que ya me iba a decir:

      "¡Miserable! con que hasta mis cartas me robas!" ¡Ah! juzgad de mi

      sorpresa, del bienestar inefable que se esparció por todo mi ser, cuando,

      en vez de eso, me dijo, con esa voz gruesa de los militares de la escuela

      de San Martín: "Por supuesto que tú piensas continuar viviendo en este

      país..." Lo miré con unos ojos en los que él debió, sin duda, leer la

      verdad de mi impresión: "Tatita, ¿y acaso eso depende de mí?" Lo miré nada

      más, no articulé palabra, ni qué palabras había de articular si no

      entendía. Y así nos quedamos momentáneamente, hasta que él continuó:

      "Vamos a comer". ¡Ay! aquel vamos a comer me hizo el efecto inexplicable

      de un "sea todo por el amor de Dios..."

 

      Mi padre era muy fastuoso, tenía más desarrollada que la adquisitividad,

      no obstante que era hombre de orden y que vivía haciendo columnas cerradas

      de números, la predisposición frenológica opuesta. Era rumboso en todas

      sus cosas. Me acuerdo que, cuando se decía que iba a ser padrino, todos

      los muchachos se afilaban para la gran marchanta que habría, y que él

      arrojaba macuquinos a rodo, y que el "¡viva el padrino!" resonaba en todos

      los ámbitos, como un aplauso al vencedor en los juegos olímpicos, y que,

      aún después que estábamos ya de vuelta en casa, la turba multa se agitaba

      invadiendo el zaguán, siendo necesario disiparla, algunas veces, con

      amonestaciones de vías de hecho.

 

      ¡Eh! los muchachos dirían para su coleto: por un gustazo, un trancazo.

 

      La mesa de mi padre no era servida por ningún artista culinario; pero se

      comían en ella cosas criollas muy buenas, aunque protesten los sibaritas

      refinados, aficionados a la haute cuisine , cuyo representante clásico es

      Brillat Savarin, el cual, como ustedes saben, sostiene entre sus diversos

      aforismos que la invención de un plato nuevo contribuye más a la felicidad

      del género humano que el descubrimiento de una estrella; que los animales

      se hartan, que el hombre come, que sólo el hombre espiritual sabe comer,

      exclamando, no como el refrán español, que dice Dime con quien andas y te

      diré quién eres , sino Dime lo que comes, te diré quién eres .

 

      ¿O no son cosas buenas la carne gorda, bien asada, la carbonada, locro,

      los porotos (¿y qué me dicen ustedes de las lentejas que es la sustancia

      vegetal más alimenticia?), los garbanzos, el dulce de leche, inventado en

      América por los jesuitas, los pastelitos fritos de hojaldre, de carne o

      con azúcar, y la carne con cuero, de origen árabe, que Alejandro Dumas

      aprendió a preparar en Argelia, y de cuya habilidad se enorgullecía más

      que de haber sido y ser el primer novelista francés, sea dicho sin

      menoscabar en lo más mínimo el renombre del mismo Balzac?

 

      Porque aquí, entre nos, todos los otros no son más que imitadores o copias

      de esos dos grandes maestros. Y nótese bien que digo francés, porque

      hablando de novelistas modernos hay dos nombres que se imponen: Thackeray

      y el inimitable Dickens, el gran campeón de la igualdad de las clases

      sociales, el enemigo infatigable de todos los abusos; el cual ha

      denunciado la justicia inglesa, como demasiado complicada, demasiado

      lenta, demasiado cara, sin que se reunieran los jueces ni los escribanos

      ni los procuradores, a título de su hombría de bien, para reclamar contra

      ello; sin duda porque no existía, entonces, un Concejo Deliberante, como

      el de puacá , el cual no permite que, ni salvando la honorabilidad de las

      personas, se pueda hablar del desprestigio en que haya caído una

      corporación. ¡Dios sabe por qué!

 

      Y no sólo se servían cosas muy buenas, en la susodicha mesa, sino que era

      muy alegre; porque mi padre comía rodeado de sus oficiales, estando éstos

      siempre a gusto delante de él, por la libertad de conversación fácil que

      les dejaba, compatible con el decoro social y los respetos mutuos que los

      hombres se deben, sea cual sea su jerarquía respectiva. La demasiada

      familiaridad es causa de menosprecio.

 

      Alegre, he dicho. Ese día el continente sombrío de mi padre produjo en

      todos una impresión parecida al efecto que nos hace, después de una larga

      noche de invierno, el aspecto de un cielo encapotado, cuando previo largo

      parlamento con la pereza, decidiéndonos al fin a dejar la cama, saltamos,

      y corriendo a la ventana, abrimos los postigos para ver la luz, y, en vez

      de sol, sólo vemos nieblas.

 

      Mi padre estuvo callado, nadie habló.

 

      Yo me volví al saladero, rumiando: ¿por qué me habrá preguntado mi padre

      "si pienso continuar viviendo en este país"? Ahora mismo, al través del

      tiempo y del espacio, cierro los ojos y los labios, evoco aquel recuerdo,

      y me parece que todavía vibra en mi oído esa frase, como si el retrato de

      mi padre, que tengo enfrente, la articulara.

 

      Doctor Pellegrini: he querido concluir, y lo he querido, como Alfieri

      quería las cosas: vole e fortemente vole , era su consejo, siempre, cuando

      algo desees conseguir. ¡Ah! no siempre querer es poder .

 

      Pero decididamente, concluiré el jueves, y seguiré con los Siete platos de

      arroz con leche , cuento que le tengo ofrecido a Benjamín Posse.

 

      Si el día antes, así que se fue mi padre, yo me fui a mi rancho, me tiré

      en la cama y me dormí fácilmente, a pesar de mis remordimientos, no

      sucedió lo mismo en la noche que llamaremos la del interrogatorio.

 

      Aquel dicho de mi padre: "Por supuesto, que tú piensas continuar viviendo

      en este país", habíame impresionado profundamente. Y como yo lo quería

      mucho, porque era en extremo simpático, noble, generoso y alegre, cuanto

      imponente; y, como todo amor sincero, sobre ser íntimo, es intuitivo, yo

      tenía, necesariamente debía tener, por poco que entendiera, el

      presentimiento de que algo grave pasaba.

 

      Un signo visible, inequívoco, indiscutible me lo patentizaba: el viejo,

      siempre decidor, ameno, estaba triste: esta palabra expresa todo.

 

      No tenían para mí otro significado su silencio, durante la comida, y antes

      de ella, la falta del balero; sus paseos agitados por el corredor, su

      incomprensible interpelación.

 

      Porque no puedo dejar de repetirlo: percibía, no entendía. ¿Cómo me

      acuerdo de estas cosas?

 

      He ahí una pregunta que el que haya leído desde el principio, se habrá

      hecho probablemente.

 

      La memoria, como ya lo dije, es un hecho biológico de los más complejos e

      interesantes. Cualquiera que sea el número de las células cerebrales (se

      cuentan por millones), destinadas a recibir, como en depósito, nuestras

      impresiones, sería un error creer, que, una vez allí, quedan sepultadas

      per in aeternum como un secreto en una tumba, si esas impresiones las

      hemos recibido en un estado de inconsciencia.

 

      La memoria no es, en efecto, más que un conjunto de asociaciones dinámicas

      estables, que dormitan, susceptibles de despertarse prontamente a la menor

      evocación.

 

      Por consiguiente, para que haya reminiscencia es necesario que haya habido

      impresión cerebral consciente o inconsciente.

 

      Yo he mirado, no he visto, solemos decir. No hay recuerdo posible. Para

      que lo haya, es necesario haber visto y mirado.

 

      Estos fenómenos de la memoria preocupan mucho actualmente a los fisiólogos

      y psicólogos. Sus estudios, empezando por Herbert Spencer y sus

      congéneres, me permitirían detenerme y hacer una digresión entretenida

      sobre las ingeniosas hipótesis de los unos, y las observaciones de los

      otros. Mas yo no tengo que ocuparme ahora del génesis de mis recuerdos.

      Baste decir, que cuando me acuerdo de mi padre, recuerdo mil incidentes

      que con él se relacionan, que mi memoria se ilumina, que veo claro en el

      pasado, como si penetrara con una antorcha en una catacumba, cuyas figuras

      simbólicas tuviera que descifrar.

 

      Me pasa con esto lo que con algunas de las lenguas que aquí no hablo, sino

      por excepción, que medio hablo o que hablo mal, cuando piso el suelo donde

      ellas se hablan: todo el ambiente es sugestivo y hablo como un papagayo,

      pero hablo.

 

      La acción de revivir una lengua, por decirlo así, olvidada completamente,

      es un fenómeno curioso. El caso referido por Hamilton o Carpenter, no me

      acuerdo cuál de los dos, de un leñatero que había vivido algunos años en

      Polonia, durante su juventud, que pasó después treinta años en su casa en

      un distrito alemán, cuyos hijos nunca jamás le oyeron hablar una palabra

      en polaco y que, bajo la influencia de un anestésico, que duró cerca de

      dos horas, habló, rezó y cantó en polaco, yo lo he comprobado en mí mismo,

      bajo la influencia del cloroformo, en Rojas, siendo capitán del 2 de

      línea.

 

      Me dolía una muela, el médico de la división era Caupolicán Molina, médico

      de poca ciencia, pero de gran talento: tenía eso que sus afines llaman ojo

      médico y curaba, ¿cómo? no sé; pero casi siempre curaba. ¡Pobre amigo

      querido! ¡Murió prematuramente, durante la gran epidemia de fiebre

      amarilla, cumpliendo con su deber, devorado por el flagelo!

 

      -Vengo -le dije un día-, a que me saques esta muela.

 

      -Bueno, siéntate -repuso.

 

      -¡Ah! no, quiero que me des cloroformo (no se aplicaba mucho).

 

      -¿Cloroformo?

 

      -¡Sí!

 

      -No... no te doy cloroformo.

 

      Yo soy lo mismo que Julio César, en esta parte; flojo, como el tabaco

      holandés, para los dolores físicos, aunque al mismo tiempo sea capaz de

      soportarlos por energía moral; y sostengo que, cuanto más civilizado es el

      hombre, tanto más mimosa es su piel.

 

      -Pues si no me das cloroformo, haré fuerzas y se me pasará el dolor.

 

      -Eres un loco, no te curarás.

 

      -Pero hombre, ¿qué te cuesta?

 

      Mandó llamar un ayudante, me cloroformizó, me sacó otra muela por

      equivocación, cosa de risa para contarla en otro lugar; y mientras estuve

      cloroformizado no hablé sino en inglés, lengua que hacía muchos años no

      hablaba.

 

      Este caso, por no decir otra cosa, debe recordarlo el general don Emilio

      Mitre, de quien yo era secretario, con el cual nos reímos mucho de nuestra

      aventura; y digo nuestra, porque él, Caupolicán, y yo éramos amigos, y una

      muela mía sana, sacada en vez de otra cariada, era asunto que nos

      interesaba a los tres.

 

      Lo particular es que, como todos los que tienen dentadura, he tenido que

      volver a las andadas, sobre el capítulo muelas, y que cada vez que me he

      vuelto a sacar alguna otra, siempre he tomado cloroformo, y que siempre,

      al empezar la operación, le he dicho al dentista: voy a delirar, pero lo

      haré en inglés, y que siempre en inglés he delirado.

 

 

 

      Ese "por supuesto, que tú piensas seguir viviendo en este país" trotaba en

      mi imaginación ¿qué digo?, estaba fijo en ella como un mane, thecel,

      phares escrito con letras diamantinas. Y me decía: ¿por qué me habrá dicho

      tatita eso? El Contrato social no me había dejado, no podía haberme dejado

      ninguna impresión perturbadora. Yo leía como solemos leer, por curiosidad,

      en una edad prematura, ciertos libros: un tratado de numismática,

      verbigracia, así es que no había asociación posible de ideas. Pero estaba

      agitado, dormí muy mal.

 

      El sueño, que es tan gran beneficio -que me desmientan los dormilones;

      ¡ah!, no es una palabra vana la del sabio que dijo: el cielo permite que

      el malo duerma-, el sueño, repito, me equilibró a pesar de todo, pero nada

      me dijo.

 

      Tomé el rábano por las hojas: me acordé de que mi padre me había

      sorprendido en mi rancho leyendo, y al rayar la aurora sólo pensé en que

      era saladerista y en que debía, por aquello de Zapatero, a tus zapatos ,

      estar donde se desnucaba y se descuartizaba.

 

      Mi padre vino como de costumbre, nos saludamos. Yo lo miré con esa cara

      que dice: ya usted ve cómo me porto; pero sin descubrir en la suya ninguna

      señal de complacencia, sino todo lo contrario.

 

      Así como en él, a no dudarlo, persistía la impresión de haberme

      sorprendido leyendo el malhadado libro, en mí debía persistir esta otra:

      "¡Caramba, y qué mal hice ayer en dejarme sorprender por tatita: todavía

      le dura el enojo!" ¡Qué deliciosa cosa es la ignorancia! Con razón cierto

      escritor ha exclamado: "¡Cuán peligrosas son las bellas artes, y las

      bellas letras ídem!"

 

      No tanto como las mujeres bellas ¿convendrá usted conmigo, doctor

      Pellegrini, y el lector también?

 

      Pero sigamos.

 

      Naturalmente, el enojo de un padre dura menos que el de un hijo, y, aparte

      de que el mío no estaba enojado sino preocupado, aquellos celajes

      paternales debían pasar por todas las transiciones del claroscuro del que

      se está mirando en su propio espejo. Aquel aire, que a mí me parecía

      adusto, tenía pues, que experimentar las influencias de mi actividad,

      tendiente en todo, dentro del teatro en que nos hallábamos, a hacer ver,

      yendo y viniendo, desnucando novillos, vacas y toros, y hasta de cuando en

      cuando dando una cuchillada, que echaba a perder el cuero al desollar la

      res, que yo era todo un señor saladerista.

 

      Y seguramente que él pensaba en todo menos en mi destreza para desnucar y

      desollar. Pero viendo mis aptitudes de hombre de acción, y de muchacho de

      porvenir, tenía que experimentar una inexplicable satisfacción,

      impresiones contradictorias, dudas, ¡qué sé yo!... y su gesto que

      suavizarse, desarrugándose el ceño. Ni él, ni yo estábamos, sin embargo,

      en la situación de la verdad. Yo lo creía a él contento, olvidado

      completamente del día anterior, y él me creía a mí espontáneamente en todo

      aquello, mientras tanto, que no estaba en ello sino en cuanto mi solicitud

      filial me hacía representar un papel, para enmendar los renglones tuertos

      de una plana mal hecha, el día anterior.

 

      Esa tarde, así que yo oí el tañido de la campana del cuartel general,

      salté en mi caballo, que ya estaba listo, y en un verbo estuve en el

      campamento.

 

      ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando volví a hallarlo a mi padre sin el

      balero, concentrado, pensativo como el día antes!

 

      Renovóse la escena.

 

      Yo no pude resistir, me sentí movido por un resorte extraño y me atreví,

      cuando después de cartabonearme me volvió a decir: "Por supuesto, que tú

      piensas continuar viviendo en este país" a decirle a mi vez: "Tatita, ayer

      me ha preguntado usted lo mismo y yo no entiendo."

 

      Entonces él, irguiéndose, dominándome doblemente, porque era mucho más

      alto que yo; pero tomándose tiempo, como quien medita, reflexiona y

      rebusca una frase que exprese todo un concepto, yendo hasta el fin del

      corredor, volviendo sobre sus pasos, y yo al lado de él, anhelante, las

      idas y venidas sucediéndose, hasta que Castro se presentó y dijo: "La sopa

      está en la mesa", contestó:

 

      -Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de Rozas, no lee el

      Contrato social , si se ha de quedar en este país; o se va de él, si

      quiere leerlo con provecho.

 

      Por quien soy, que no entendí todavía; era yo tan niño, tan federal y tan

      rozista, que ¡qué había de entender! Sería exactamente lo mismo que si

      ahora nos hablaran de cosas en que no pensamos; de volver al gobierno de

      los caudillos, que era régimen de los gobiernos patriarcales, salvo error

      u omisión.

 

      Lo cierto es que después de estas escenas, todo el mundo dijo en Buenos

      Aires que a mí me mandaban a viajar, porque yo era un muchacho con muy

      malas inclinaciones, refiriéndose a ciertas aventuras. La verdad es que,

      si mi padre me embarcó en un buque de vela -¿y en qué otra cosa me había

      de embarcar?; ¿acaso había entonces vapores?-, en un buque que salía para

      la India, cuya tripulación no constaba sino de doce marineros, un capitán

      y el sobrecargo, buque que se llamaba la barca Huma [6] , fue única y

      exclusivamente por las causas que dejo relatadas.

 

      Doctor Pellegrini, me preguntó usted en el Politeama, estando en el palco

      del señor Presidente de la República y a propósito de un coche que

      atropelló a un sacristán:

 

      "Por qué había yo hecho tan joven mi primer viaje", ni más ni menos que a

      los diez y siete años. Ahí tiene V. por qué .

 

      ¡Qué suerte que no me preguntara usted el porqué de otras cosas!

 

      Me habría usted puesto en aprietos.

 

      Concluyo, pues, exclamando, no como el poeta:

 

 

      "y si lector dijerdes ser comento,

 

      como me lo contaron te lo cuento."

 

 

      sino:

 

      Así como yo digo fue.

 

      Y, con mis más respetuoso salém-aleck , ¡que Dios lo tenga en su santa

      guarda y que no tenga usted nunca jamás que mandar sus hijos a viajar tan

      jovencitos como yo!

 

      (Será prueba evidente de que "vamos bien por España" y, con este título,

      contaré otro cuento, dedicado a cierto tipo antipático, sea dicho entre

      paréntesis, a pesar de su enorme talento, tipo que no olvida ni aprende.)

 

      Más todavía: que no tenga usted la fatalidad de tener como yo, hijos

      enclenques, fatalidad que arguye contra los matrimonios entre primos

      hermanos, y que prueba que hizo bien en venir a esta tierra su distinguido

      padre, el ingeniero Pellegrini, al cual le debemos tener un vicepresidente

      de la República de la talla suya; lo que puede ser una desgracia o una

      fortuna, según las simpatías o antipatías de que sea usted objeto.

 

      Doctor Pellegrini, tenemos que morirnos para saber lo que de nosotros

      piensa la opinión nacional, casi he dicho... la hipocresía.

 

      A tout seigneur, tout honneur.

 

 

 

AMESPIL

Al señor don Florencio Madero

 

            "El hombre no es un ángel ni un demonio."

 

 

      Estábamos en el campamento de Ensenaditas , cuando la guerra del Paraguay.

 

 

      Mientras nos preparábamos para los combates con el enemigo, librábamos

      batallas diarias con las sabandijas, sobre todo, con las moscas. Eran

      tantas, que no oscurecían el sol, como las flechas de Jerjes, pero nos

      enloquecían.

 

      Para comer, sin comerlas en considerable cantidad, teníamos que valernos

      de diversas estratagemas. Una de ellas consistía en ponernos en cuclillas,

      en levantar el poncho por la boca, de modo que formara con la cabeza,

      cayendo a los lados hasta el suelo, una especie de paraguas, -de

      para-moscas - y hecho así el vacío y la oscuridad, sirviendo de resquicio,

      para que entrara un poco de luz, la abertura de esta tan útil prenda

      americana (que no es más que la manta andaluza, que se toma por dos

      puntas, revista y corregida), estaba semi-resuelto el problema de comer

      medio-viendo, al lado del fogón, lo que con la mayor precipitación posible

      nos pasaban por debajo los solícitos asistentes.

 

      Todo lo cual no impedía, por muchas que fueran las precauciones, que

      tragáramos lo que queríamos y lo que no queríamos.

 

      Un día, me destinaron un pelotón de enganchados. Yo era mayor del 12 de

      línea, y jefe interino de él, pues la brigada que formábamos con el 9, la

      mandaba el comandante Ayala. Se hizo lo de costumbre: se le averiguó la

      vida y milagros a cada individuo, lo mejor que se pudo, porque eran

      extranjeros que hablaban todas las lenguas; y algunos, ninguna.

 

      Entre ellos sobresalía por su tamaño y su volumen, sus manos deformes y

      sus pieses (como decía el coronel Baigorria, aquél que vino a Pavón con

      los indios de Coliqueo) uno que habíamos canjeado, con el regimiento de

      artillería, por un francés.

 

      Este infeliz, era de esos que no hablaban ninguna lengua. Hablaba un

      dialecto, y más tarde supimos que era bávaro .

 

      ¡Y qué bávaro! Era tan grande que no había vestuario que le cuadrara: de

      zapatos no hay que hablar; se le hicieron unos tamangos de cuero de

      carnero; porque tenía los susodichos pisantes estropeadísimos, tanto como

      las manos, a punto que, dando a entender por señas que sabía manejar el

      fusil, no podía empuñarlo.

 

      Mientras este como-hombre se curaba y se le hacía un uniforme, la tropa,

      con su ojo múltiple de observador, ignorante pero perspicaz, íbale

      descubriendo sus propensiones y sus habilidades. Consistían éstas en dos:

      Amespil comía por tres y bailaba tirolesas.

 

      La tropa lo vestía de mujer. Amespil silbaba un aire y mientras le daban

      galleta, él bailaba, haciendo piruetas como un elefante, con crinolina, y

      todos nos divertíamos.

 

      Amespil sanó, quedando sano, como sabemos decir los del oficio, de lomo y

      patas -y ¡oh sorpresa!, siempre lo imprevisto decidiendo de la suerte de

      los mortales!- resultó que manejaba el fusil admirablemente, y que

      marchaba como un prusiano.

 

      Consecuencias: que se le hizo servir de figurín y que, vista su voracidad

      de insaciable buitre, se ordenó darle ración doble.

 

      Este pobre Amespil, no obstante su inocencia, porque era un alma de Dios,

      fue víctima, ¡vean ustedes lo que es el mundo!, de sospechas y acusaciones

      contra su pudor, de las que era culpable únicamente un soldado sanjuanino,

      que tenía por apodo Culito , muy ladrón entre paréntesis. Y no se salvó de

      un castigo severo, sino porque yo tuve una inspiración salomónica para

      descubrir al culpable. Más me valiera no haberla tenido, porque de ahí

      tomó asidero la calumnia para inventar la leyenda de que yo había hecho

      comer a un hombre por las moscas. Mas ese cuento no es para este lugar, y

      lo contaré, Florencio, como pendant de éste que me has pedido, otra

      mañana, que tenga tiempo y humor para ocuparme de lo que, por serme

      personalísimo, haya podido hacerme sufrir.

 

      ¡Eh!, la gloria tiene sus espinas, y por ella estábamos, más de cuatro,

      haciendo la guerra del Paraguay.

 

      La vida de Amespil se deslizaba plácida y tranquila entre el manejo de

      armas, su doble ración y las tirolesas pagadas por tutti quanti . Y no hay

      que hablar de las privaciones, de las molestias y peligros comunes; porque

      ése era el pan cuotidiano de aquella gran guerra.

 

      Cambiábamos de campamento, librábamos combates y batallas, la guerra no

      concluía. Nos habíamos acostumbrado tanto a aquel juego, que había

      momentos en los cuales nos habría dado rabia, si nos hubieran dicho: "Esto

      concluye mañana."

 

      Talleyrand decía: tout arrive . Habíamos triunfado siempre. Ergo, alguna

      vez nos habían de derrotar.

 

      Llegó, pues, el asalto de Curupaití.

 

      Esa mañana se triplicó la ración de la tropa; porque creíamos dormir del

      otro lado de las trincheras.

 

      Amespil no recibió ración ninguna. ¿Por qué? Porque no hubo tiempo de

      pasar revista de armas. El era muy puerco y, para obligarle a cuidar un

      poco su fusil, sólo se le racionaba después de aquella formalidad.

 

      Amespil, naturalmente, debía estar dado a todos los diablos, viendo aquel

      despilfarro inusitado, y que a él no le llegaba su San Martín [7] .

 

      Marchamos.

 

      Yo estaba con mi batallón, oculto en un pliegue del terreno, oyendo, a pie

      firme, los cañonazos, los fusilazos, sintiendo el ruido diabólico de aquel

      infierno de fuego. Esperábamos, por momentos, con impaciencia

      imponderable, la orden de avanzar.

 

      Los paraguayos no nos habían visto. Nos descubrieron y, poco a poco,

      empezaron a acariciarnos algunas balas rasas de cañón.

 

      Estas caricias tienen muchos inconvenientes, sobre todo cuando se está a

      pie firme; porque como ha dicho don Alonso de Ercilla:

 

 

      "El miedo es natural en el prudente

 

      Y el saberlo vencer es ser valiente."

 

 

      Mi tropa estaba en columna por mitades, con el arma en descanso. Como

      algunas balas pasaron casi rasando las bayonetas -esto es eléctrico-, la

      columna hizo un movimiento de vaivén, como el de las olas. Yo, más que

      dando una voz de mando, era el único que estaba a caballo, dije: "¡Firmes,

      muchachos!"

 

      Y esto diciendo, y para distraer un poco la atención de los que ya sentían

      quemar las papas, me puse a recorrer las mitades, pasando por los

      intervalos dirigiéndoles dicharachos amenos a ciertos soldados de

      prestigio.

 

      A Amespil tocóle su turno: estaba en la primera hilera de la fila, con la

      cara muy lánguida. Le agarré la pera, que la tenía larga, se la tiré y le

      hice abrir aquellas dos mandíbulas de mastodonte, hasta verle el galillo.

      El rugió juntamente con un "¿Cómo te va, Amespil?" mío.

 

      Y cuando le solté, pegóse en la panza con la mano izquierda, y mirándome

      con ojos furibundos, me dijo en su media lengua:

 

      -¡Mayor! ¡malo! ¡galleta! ¡nada! ¡Ajo! ¡Hum!

 

      Me parece, no me acuerdo bien, que el hoy comandante Villarruel, edecán

      del Presidente de la República, mandaba esa compañía. El me explicó aquel

      rugido, y yo entonces, pasando a otra cosa, repuse -Amespil entendía:

 

      -Luego, te darán treinta y seis galletas...

 

 

 

      Yo estaba herido en una carpa del hospital de sangre, de tierra, después

      de haber estado en el fluvial donde -suprimo detalles- me examinó

      Caupolicán Molina, y el cual, no hallando allí sanguijuelas, me dijo:

 

      -Hágase llevar cuanto antes al campamento, y que le pongan dos docenas de

      sanguijuelas.

 

      Me las habían aplicado, estaba boca arriba, todo ensangrentado, pues los

      animalillos picaban que daba gusto. Reinaba a mi alrededor ese rumor

      solemne de la derrota; oíanse los ayes de los heridos que amputaban, los

      quejidos de los que llegaban conducidos en camillas o arrastrándose, las

      pisadas de los dispersos que caían buscando sus banderas. Por la puerta de

      la carpa (era la hora del crepúsculo) veía desfilar los hombres como

      fantasmas.

 

      De repente, vi alzarse uno inmenso, todo embarrado, con el fusil a la

      espalda, pendiendo de él un enorme atado. Me pareció Amespil, que yo creía

      había muerto.

 

      -¡Amespil! -grité.

 

      El se volvió, como si hubiera oído salir un eco debajo de tierra.

 

      -¡Amespil! ¡Amespil! -repetí.

 

      Y él, atraído por mi voz, vino, llegó, y dejando caer el atado que sonó,

      diciendo claramente: "estas son galletas" -metió la cabeza dentro de la

      carpa, y mirándome todo azorado, y arrasándosele los ojos en lágrimas, me

      dijo en su jerga:

 

      -¡Mi mayor, vivo, viviendo! ¡Amespil, Amespil! -y se pegaba con la mano

      derecha en el pecho-. Mucho, mucho te quiero. ¡No enojado, no enojado! -y

      dándole al atado con una pata para hacerlo sonar, agregó, centelleándole

      las pupilas, y vagando por todo su rostro una sonrisa glotona.

 

      -¡Mucho galleta!

 

      Amespil volvía rezagado; pero no había perdido su tiempo en el camino;

      había hecho lo más soldadescamente humano: desvalijar muertos.

 

      Me hizo llorar, y en mi interior, me dije: "El hombre no es un ángel ni un

      demonio." ¡Ah!, pero es un animal, que tiene insondables abismos de

      ternura.

 

 

 

      Más tarde, en una hora triste, no estando yo en el batallón -todo es

      fenomenal bajo las estrellas-, Amespil desertó.

 

 

 

LOS SIETE PLATOS DE ARROZ CON LECHE

Al señor don Benjamín Posse

 

 

            "Tout histories doit être menteur de bonne foi."

 

 

      Desde que empecé a filosofar, o a preocuparme un poco del porqué y del

      cómo de las cosas, empezó a llamarme la atención que historia , es decir,

      que la palabra subrayada, tuviera no sólo muchas definiciones hechas por

      los sabios, sino también opuestos significados.

 

      Cicerón decía: que era el testigo de los tiempos, el mensajero de la

      antigüedad; Fontenelle, fábulas convenidas; y Bacon, relato de hechos

      dados por ciertos.

 

      Hay, como se ve, para todos los gustos, inclinaciones y criterios,

      tratándose de lo que se llama historia en sentido elevado; y de ahí viene,

      sin duda, que historia implique también su poquillo de mentira, como

      cuando exclamamos: eso no es más que una historia; o: no señor, está usted

      equivocado, ahora le voy a contar la historia de ese negocio, de la

      glorificación del personaje A o B.

 

      Puede ser que sea cierto que la historia de un hombre no es muchas veces

      más que la de las injusticias de algunos, aunque hay ejemplos modernísimos

      en la historia, y bien podría probarse con una apoteosis [8] , que la

      historia de alguien es la de sus contradicciones e incoherencias, la de

      sus ingratitudes e injusticias contra todos, por más que en su vida haya

      ciertos rayos de luz que iluminen el cuadro de alguna buena manía

      trascendental.

 

      De modo que, allá va eso, Posse amigo, a manera de zarandajas históricas,

      sintiendo que la pluma deficiente, no pueda, como pincel de artista manco,

      vivificar el cuadro, puesto que, no viéndonos las caras, en este momento,

      faltan la voz, el gesto y la acción, eso que el orador antiguo llamaba

      quasi sermo corporis .

 

      Nada más que como un muchacho que tiene ojos para ver, pues no asociaba

      todavía ideas, había yo recorrido ya el Asia, el Africa y la Europa,

      cuando estando en Londres, donde me aburría enormemente, por haber pasado

      antes por París, que es la gran golosina de los viajeros jóvenes y viejos,

      recibí la noticia, muy atrasada, como que entonces no había telégrafo y

      eran raros los vapores, de que Urquiza se había sublevado contra Rozas.

 

      Yo no pensaba entonces sino en gastarle a mi padre su dinero, lo mejor

      posible; y de buena fe creía, como a él mismo se lo observé en cierta

      ocasión, que era económico porque todo, todo lo apuntaba, habiendo

      heredado de mis queridísimos progenitores el atavismo de ciertas prolijas

      minuciosidades. Cuando me veía muy embarazado para justificar las entradas

      con las salidas, hacía como el estudiante de marras, que, teniendo

      doscientos francos de pensión y necesitando especificar cómo los había

      gastado, salía del paso anotando: cinco francos a la planchadora, noventa

      de pensión, cinco para textos, diez de velas y noventa de allumettes

      chimiques .

 

      Esa noticia me hizo el mismo efecto... ¿qué voy a decir? Si no hay

      comparación adecuada posible, porque para mí Urquiza y Rozas, Rozas y

      Urquiza eran cosas tan parecidas como un huevo a otro huevo. Bueno; diré

      que me hizo el mismo efecto que le haría a Miguel Angel, el hijo del

      doctor Juárez Celman, si mañana le llegara a Londres la estupenda,

      inverosímil nueva de que en Córdoba había estallado una revolución,

      encabezada por su tío Marcos.

 

      No pensé sino en volver a los patrios lares. De la política se me daba un

      ardite, no entendía jota de ella. Pero un instinto me decía que mi familia

      -esto era entonces todo para mí- corría peligro, y me vine sin permiso,

      cayendo aquí como una bomba en el paterno hogar.

 

      Esto era hacia fines del mes de diciembre de 1851.

 

      De allá a acá, Buenos Aires se ha transformado extraordinariamente: el

      cambio es completo en lo material, en lo físico, en lo moral, en lo

      intelectual.

 

      No me voy a detener en esto sino un instante; lo dejo para cuando le

      llegue el turno a Legarreta, a quien le tengo ofrecida una Causerie , que

      tendrá por título: "Tipos de otro tiempo".

 

      Pero, para que se tenga una idea de nuestra transformación, diré que

      cuando me desembarcaron -pasando por esta serie de operaciones (el cambio

      en esto no es muy grande) la ballenera, el carro, la subida a babucha-,

      los pocos curiosos que estaban en la playa me miraron y me siguieron, como

      si hubieran desembarcado un animal raro. Verdad, que el público es así: el

      mismo sentimiento de curiosidad que lo lleva a ver un elefante, lo hace

      apresurarse a oír al orador tal o a ver el entierro cual. No hay, pues,

      que juzgar los sentimientos populares íntimos por la aglomeración de la

      multitud.

 

      Yo no traía, sin embargo, nada de extraordinario, a no ser que lo fuera el

      venir vestido a la francesa, a la última moda, a la parisiense, con un

      airecito muy chic , que después dejé, por razones que se contarán en su

      día -con sombrero de copa alta puntiagudo, con levita muy larga y pantalón

      muy estrecho, que era el entonces en boga, tanto que recuerdo que en un

      vaudeville se decía por uno de los interlocutores, hablando éste con su

      sastre: "Faites-moi un pantalon très collant, mais très-collant; je vous

      préviens que si je y entre, je ne vous le prendrai pas..."

 

      Los curiosos me escoltaron hasta mi casa donde recién supieron que yo

      había vuelto cuando entraba en ella; pues como mi resolución de venirme

      fue instantáneamente puesta en práctica, no tuve miedo de anticiparles a

      mis padres la sorpresa que les preparaba.

 

      El gusto que ellos tuvieron al verme fue inmenso. Me abrazaron, me

      besaron, me miraron, me palparon, casi me comieron; y criados de ambos

      sexos salieron en todas direcciones para anunciarles a los parientes y a

      los íntimos que el niño Lucio había llegado, y cosa que ahora no se hace,

      porque se cree menos que entonces en la Divina Providencia, se mandó decir

      una misa en la iglesia de San Juan, que era la que quedaba, y queda, cerca

      de la casa solariega.

 

      Los momentos eran de agitación. Aníbal estaba ad-portas, o lo que tanto

      vale, según el lenguaje de la época, el "loco, traidor, salvaje unitario,

      Urquiza", avanzaba victorioso; mas eso no impidió que hubiera gran

      regocijo, siendo yo objeto de las más finas demostraciones, no tardando en

      llegar las fuentes de dulces, cremas y pasteles con el mensaje criollo tan

      consabido: "Que cómo está su merced; que se alegra mucho de la llegada del

      niño, y que aquí le manda esto por ser hecho por ella."

 

      En medio de aquel regocijo, yo era el más feliz de todos; porque si es

      cierto que los más felices son los que se van, cierto debe ser también que

      el más dichoso de todos es el que vuelve.

 

      Y se comprende que, dados los antecedentes de mi prosapia y de mi

      filiación, yo no había de tardar mucho en preguntar: "¿Y cómo está mi tío?

      ¿y cómo está Manuelita?", y que la contestación había de ser como fue:

      "Muy buenos, mañana irás a saludarlos."

 

      Yo no veía la hora de ir a Palermo; y me devoraba la misma impaciencia que

      tenía por ver las pirámides de Egipto, cuando estaba en El Cairo, o San

      Pedro en Roma, cuando estaba en la Ciudad Eterna.

 

      Pero era necesario darse un poco de reposo; luego, una madre que recupera

      a su hijo no se desprende tan fácilmente de él, sobre todo una madre como

      la mía, que, por la intensidad de sus afectos, que por su educación, y

      tantas otras circunstancias, era moralmente imposible que viera claro en

      la situación, no obstante los sermones de mi padre, a cuya perspicacia no

      podía escaparse que estábamos en vísperas de una catástrofe.

 

      Descansé, pues, y al día siguiente por la tarde monté a caballo y me fui a

      Palermo a pedirle a mi tío la bendición.

 

      No sé si padezco en esto la misma aberración del que, al comparar la

      iglesia de su aldea con la basílica monumental de la diócesis

      metropolitana, encuentra que las diferencias de tamaño, de elegancia y

      esplendor, no son tan considerables como él se imaginaba. Pero el hecho es

      que el Palermo de entonces me parecía a mí más bello, bajo ciertos

      aspectos, que el Palermo de ahora. A no dudarlo, el suelo del Palermo de

      entonces era mejor que el suelo del Palermo de ahora, como el Palermo de

      entonces incuestionablemente tenía un aspecto más agreste, más de bosque

      de Boulogne que el de ahora, y en el que la simetría, hasta para pasearse,

      comienza a ser de una monotonía insoportable.

 

      Llegué... serían como las cinco de la tarde, hacía calor, no había nadie

      en las casas; en esas casas que todavía persisten, como tantas otras

      antiguallas, en mantenerse sobre sus cimientos, ahogándose dentro de sus

      muros los pobres alumnos del Colegio Militar. (Al Diablo no se le ocurre,

      pero se le ocurrió a Sarmiento, poner un Colegio de esa clase en un

      parque) [9] . La niña (era su nombre popular), me dijo alguien, porque yo

      pregunté por Manuelita, está en la quinta.

 

      Dejé mi caballo en el palenque y me fui a buscar a Manuelita, a la que no

      tardé en hallar. Estaba rodeada de un gran séquito, en lo que se llamaba

      el jardín de las magnolias, que era un bosquecillo delicioso de esta

      planta perenne, los unos de pie, los otros sentados sobre la verde

      alfombra de césped perfectamente cuidado; pero ella tenía a su lado,

      provocando las envidias federales, y haciendo con su gracia característica

      todo amelcochado el papel de cavaliere servente , al sabio jurisconsulto

      don Dalmacio Vélez Sarsfield...

 

            II    

 

      Palermo no era un foco social inmundo, como los enemigos de Rozas lo han

      pretendido, por más que éste y sus bufones se sirvieran, de cuando en

      cuando, de frases naturalistas, chocantes, de mal género, pues Rozas no

      era un temperamento libidinoso, sino un neurótico obsceno, que Esquirol

      mismo se habría hallado embarazado, si hubiera tenido que clasificarlo,

      para determinar sus afecciones mentales de origen esencialmente cerebral.

 

      Manuelita, su hija, era casta y buena, y lo mejor de Buenos Aires la

      rodeaba, por adhesión o por miedo, por lo que se quiera, inclusive el

      doctor Vélez Sarsfield, que ya hemos visto rendido a sus pies, vuelto de

      la emigración, como tantos otros, que o desesperaban, o estaban cansados

      de la lucha contra aquel poder personal irresponsable, que todo lo

      avasallaba.

 

      No tengo por qué callarlo y no lo callaré; el gobierno de Rozas fue

      estéril, y no puedo ser partidario suyo, como es uno partidario

      teóricamente, en presencia de personajes históricos, que pueden llamarse

      Sila o Augusto.

 

      El gobierno no sirve más que para tres cosas; no se ha descubierto hasta

      ahora que sirva para más.

 

      Sirve para hacer la felicidad de una familia, la de un partido o la de la

      patria. Rozas no hizo nada de esto. Y no sólo no lo hizo, sino que se dejó

      derrocar por uno de sus tenientes, que le arrebató una gloria fácil, que

      él habría podido alcanzar constituyendo el país, sin el auxilio del

      extranjero, haciendo posible quizá que se olvidaran sus torpezas y la

      realización de la única idea trascendental, que a mi juicio vagaba en su

      cabeza: reconstruir el virreinato, ensanchando los límites materiales de

      la República actual.

 

 

 

      Llegar, verme Manuelita, y abrazarme, fue todo uno; los circunstantes me

      miraban como un contrabando.

 

      Mi facha debía discrepar considerablemente, con mi traje a la francesa, en

      medio de aquel cortejo de federales de buena y mala ley, como el doctor

      Vélez Sarsfield. Porque yo, con mi pseuda corteza europea, no obstante ser

      verano, me había abrochado hasta arriba la levita, para que no se me viera

      el chaleco colorado, el cual me hacía representar, a mis propios ojos, el

      papel de un lacayo del faubourg Saint-Germain, por cuyos salones había

      pasado, siendo en ellos presentado cuasi, cuasi, como un principito de

      sangre real.

 

      Me acuerdo que fue el capitán Le Page [10] el que en ellos me introdujo,

      presentándome en casa de la elegante marquesa de La Grange, con cuyo

      nombre he dicho todo.

 

      Aquí viene, como pedrada en ojo de boticario, contar algo; lo contaré.

 

      La marquesa, que era charmante y que, indudablemente, me halló apetitoso,

      pues yo era a los diez y ocho años mucho más bonito que mi noble amigo

      Miguel Cuyar, ahora, invitóme a comer y organizó una fiesta para

      exhibirme, ni más ni menos que si yo hubiera sido un indio, o el hijo de

      algún nabab, según más tarde lo colegí, porque terminada la comida hubo

      recepción, y yo oía, después de las presentaciones de estilo, que les

      belles dames decían: "Comme il doit être beau avec ses plumes."

 

      Naturalmente, yo, al oír aquel beau , me pavoneaba, je posais , expresión

      que no se traduce bien; pero al mismo tiempo decía en mi interior: ¡Qué

      bárbaros son estos franceses!

 

 

 

      Volvimos del jardín de las magnolias a los salones de Palermo. Manuelita

      recibía donde ahora está el gabinete de física del Colegio Militar. Una

      vez allí le repetí que quería ver a mi tío: ella salió, volvió y me dijo:

      Ahora te recibirá. Se fueron a comer. Yo no quise aceptar un asiento en la

      mesa, porque en mi casa me esperaban y porque no contaba con que aquel

      ahora sería como el vuelva usted mañana de Larra, o como el mañana de

      nuestras oficinas públicas (que no en balde tenemos sangre española en las

      venas), un mañana , que casi nunca llega o que, cuando llega, ya es tarde,

      u otro le ha soplado a uno la dama.

 

      Yo esperaba y esperaba... las horas pasaban y pasaban... no sé si me

      atreví a interrogar, pero es indudable que alguna vez debí mirarla a

      Manuelita como diciéndole: ...¿Y?

 

      Y que Manuelita debió mirarme, como contestándome: Ten paciencia, ya sabes

      lo que es tatita.

 

      Allá, como a eso de las once de la noche, Manuelita, que era movediza y

      afabilísima, salió y volvió reiteradamente, y con una de esas caras tan

      expresivas en las que se lee un "por fin", me dijo: "Dice tatita que

      entres" -y sirviéndome de hilo conductor, me condujo, como Ariadna, de

      estancia en estancia, haciendo zigszags, a una pieza en la que me dejó,

      agregando: "Voy a decirle a tatita..."

 

      Si mi memoria no me es infiel, la pieza esa quedaba en el ángulo del

      edificio que mira al naciente: era cuadrilonga, no tenía alfombra sino

      baldosas relucientes; en una esquina, había una cama de pino colorado con

      colcha de damasco colorada también, a la cabecera una mesita de noche,

      colorada; a los pies una silla colorada igualmente; y casi en el medio de

      una habitación una mesa pequeña de caoba, con carpeta, de paño de grana,

      entre dos sillas de esterilla coloradas, mirándose, y sobre ella dos

      candeleros de plata bruñidos con dos bujías de esperma, adornadas con

      arandelas rosadas de papel picado.

 

      No había más, estando las puertas y ventanas, que eran de caoba,

      desguarnecidas de todo cortinaje.

 

      Yo me quedé de pie, conteniendo la respiración, como quien espera el santo

      advenimiento; porque aquella personalidad terrible producía todas las

      emociones del cariño y del temor. Moverme, habría sido hacer ruido, y

      cuando se está en el santuario, todo ruido es como una profanación, y

      aquella mansión era, en aquel entonces, para mí algo más que el santuario.

      Cada cual debe encontrar dentro de sí mismo, al leerme, la medida de mis

      impresiones, en medio de esa desnudez severa, casi sombría, iluminada

      apenas por las llamas de las dos bujías transparentes, que ni siquiera se

      atrevían a titilar.

 

 

 

      Reinaba un silencio profundo, en mi imaginación al menos; los segundos me

      parecían minutos, horas los minutos.

 

      Mi tío apareció: era un hombre alto, rubio, blanco, semipálido,

      combinacion de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoleónico, de gran

      talla; de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol

      fría, lo mismo que sus concepciones; de cejas no muy guarnecidas, poco

      arqueadas, de movilidad difícil; de mirada fuerte, templada por el azul de

      una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas

      escondidas en concavidades insondables; de nariz grande, afilada y

      correcta, tirando más al griego que al romano; de labios delgados casi

      cerrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus

      resoluciones; sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el

      juego de sus músculos era perceptible. Sería cruel, no parecía disimulada

      aquella cara, tal como a mí se me presentó, tal como ahora la veo, al

      través de mis reminiscencias infantiles. Era incuestionablemente una

      mistificación, en la que Lavater, con toda su agudeza de observador, no

      habría acertado a perfilar la silueta siniestra en su evolución

      transformista de fanático implacable lleno de ternezas.

 

      Agregad a esto una apostura fácil, recto el busto, abiertas las espaldas,

      sin esfuerzo estudiado, una cierta corpulencia del que toma su embonpoint

      , o sea su estructura definitiva, un traje que consistía en un chaquetón

      de paño azul, en un chaleco colorado, en unos pantalones azules también;

      añadid unos cuellos altos, puntiagudos, nítidos, y unas manos perfectas

      como forma, y todo limpio hasta la pulcritud, y todavía sentid y ved,

      entre una sonrisa que no llega a ser tierna, siendo afectuosa, un timbre

      de voz simpático hasta la seducción y tendréis la vera efigies del hombre

      que más poder ha tenido en América y cuyo estudio psicológico in extenso

      sólo podré hacer yo; porque soy sólo yo el único que ha buscado en

      antecedentes, que otros no pueden conseguir, la explicación de una

      naturaleza tan extraordinaria como ésta.

 

      Y digo extraordinaria, porque solamente siéndolo se explica su dominación,

      sin mengua para este pueblo argentino, que alternativamente le apoyó y le

      abandonó, hasta dar en tierra con él, protestando contra sus desafueros,

      que eran un anacronismo en presencia de los ideales que tuvieron en vista

      nuestros antepasados al romper las cadenas de la madre patria, de esa

      España que no fue, sin embargo, madre desnaturalizada, pues nos dio todo

      cuanto podía darnos, después de los gobiernos de los Felipe II.

 

 

 

      Así que mi tío entró, yo hice lo que habría hecho en mi primera edad;

      crucé los brazos y le dije, empleando la fórmula patriarcal, la misma,

      mismísima que empleaba con mi padre, hasta que pasó a mejor vida:

 

      -¡La bendición, mi tío!

 

      Y él me contestó:

 

      -¡Dios lo haga bueno, sobrino! -sentándose incontinenti en la cama, que

      antes he dicho había en la estancia, cuya cama (la estoy viendo), siendo

      muy alta, no permitía que sus pies tocaran en el suelo, e insinuándome que

      me sentara en la silla, que estaba al lado.

 

      Nos sentamos... hubo un momento de pausa, él la interrumpió diciéndome:

 

      -Sobrino, estoy muy contento de usted...

 

      Es de advertir que era buen signo que Rozas tratara de usted; porque

      cuando de tú trataba, quería decir que no estaba contento de su

      interlocutor, o que por alguna circunstancia del momento fingía no

      estarlo.

 

      Yo me encogí de hombros, como todo aquel que no entiende el porqué de un

      contentamiento.

 

      -Sí, pues -agregó-: estoy muy contesto de usted -y esto lo decía

      balanceando las piernas, que no alcanzaban al suelo, ya lo dije- porque me

      han dicho -y yo había llegado recién el día antes, ¡qué buena no sería su

      policía!- que usted no ha vuelto agringado .

 

      Este agringado no tenía la significación vulgar; significaba otra cosa:

      que yo no había vuelto y era la verdad, preguntando como tantos tontos que

      van a Europa baúles y vuelven petacas: ¿y comment se llaman éste chose

      bianqui que ponen las galin?, por no decir huevos, o, esta cosa que se

      ponen en las manos?, por no decir guantes.

 

      Yo había vuelto vestido a la francesa, eso sí, pero potro americano hasta

      la médula de los huesos todavía, y echando unos ternos, que era cosa de

      taparse las orejas: el traje había cambiado, me vestía como un europeo;

      pero era tan criollo como el Chacho, el cual, estando emigrado en Chile

      (en Chile que no es Europa, a Dios gracias) y preguntándole cómo le iba,

      contestó: -¿Y cómo quiere que me vaya: en Chile y a pie? cuando hay énque

      (pongan el acento en la primera e), no hay cónque (pongan el acento en la

      o), y cuando hay cónque no hay énque .

 

      Posse amigo: acabaremos (¡y qué difícil es acabar!), si Dios nos da vida y

      salud, en el próximo número, y en él sabrá usted, qué fueron al fin y al

      cabo los siete platos de arroz con leche.

 

            III

 

      Yo estaba ufano: no había vuelto agringado. Era la opinión de mi tío.

 

      -¿Y cuánto tiempo has estado ausente? -agregó él.

 

      Lo sabía perfectamente. Había estado resentido, no es la palabra,

      "enojado"; porque diz que me habían mandado a viajar sin consultarlo.

      Comedia.

 

      Cuando mi padre resolvió que me fuera a leer a otra parte el Contrato

      Social [11] veinte días seguidos estuve yendo a Palermo, sin conseguir

      verlo a mi ilustre tío.

 

      Manuelita me decía, con su sonrisa siempre cariñosa: Dice tatita que

      mañana te recibirá.

 

      El barco que salía para Calcuta estaba pronto. Sólo me esperaba a mí. Hubo

      que empezar a pagarle estadías. Al fin, mi padre se amostazó y dijo: -Si

      esta tarde no consigues despedirte de tu tío, mañana te irás de todos

      modos; ya esto no se puede aguantar.

 

      ¡Eh!, esa tarde sucedió lo de las anteriores, mi tío no me recibió. Y, al

      día siguiente, yo estaba singlando con rumbo a los hiperbóreos mares.

 

      Sí, el hombre se había enojado; porque, algunos días después, con motivo

      de un empeño o consulta que tuvo que hacerle mi madre, él le arguyó: -Y yo

      ¿qué tengo que hacer con eso? ¿para qué me meten a mí en sus cosas? ¿no lo

      han mandado al muchacho a viajar, sin decirme nada?

 

      A lo cual mi madre observó: ¡Pero, tatita (era la hermana menor, y lo

      trataba así), si ha venido veinte días seguidos a pedirte la bendición y

      no lo has recibido! -replicando él-: Hubiera venido veintiuno.

 

      Lo repito: él sabía perfectamente que iban a hacer dos años que yo me

      había marchado, porque su memoria era excelente. Pero entre sus muchas

      manías tenía la de hacerse el zonzo y la de querer hacer zonzos a los

      demás.

 

      El miedo, la adulación, la ignorancia, el cansancio, la costumbre, todo

      conspiraba en favor suyo, y él, en contra de sí mismo.

 

      No se acabarían de contar las infinitas anécdotas de este complicado

      personaje, señor de vidas, famas y haciendas, que hasta en el destierro

      hizo alarde de sus excentricidades. Yo tengo una inmensa colección de

      ellas. Baste por hoy la que estoy contando.

 

      Interrogado, como dejo dicho, contesté: -Van a hacer dos años, mi tío.

 

      Me miró y me dijo: -¿Has visto mi Mensaje?

 

      ¿"Su Mensaje" -dije yo para mis adentros-. "¿Y qué será esto? No puedo

      decir que no, ni puedo decir que sí, ni puedo decir, no sé qué es..." y me

      quedé suspenso.

 

      El, entonces, sin esperar mi respuesta, agregó: Baldomero García, Eduardo

      Lahitte y Lorenzo Torres, dicen que ellos lo han hecho. Es una botaratada.

      Porque así, dándoles los datos, como yo se los he dado a ellos, cualquiera

      hace un Mensaje. Está muy bueno, ha durado varios días la lectura en la

      Sala. ¡Qué!, ¿no te han hablado en tu casa de eso?

 

      Cuando yo oí lectura, empecé a colegir, y como, desde niño, he preferido

      la verdad a la mentira (ahora mismo no miento, sino cuando la verdad puede

      hacerme pasar por cínico), repuse instantáneamente:

 

      -¡Pero, mi tío, si recién he llegado ayer!

 

      -¡Ah! es cierto; pues no has leído una cosa muy interesante; ahora vas a

      ver -y esto diciendo se levantó, salió, y me dejó solo.

 

      Yo me quedé clavado en la silla, y así como quien medio entiende (¡vivía

      un mundo de pensamientos tan raros!) vislumbré que aquello sería algo como

      el discurso de la reina Victoria al Parlamento, ¿pues qué otra explicación

      podría encontrarle a aquel "ahora vas a ver"?

 

      Volvió el hombre que, en vísperas de jugar su poderío, así perdía su

      tiempo con un muchacho insustancial, trayendo en la mano un mamotreto

      enorme.

 

      Acomodó simétricamente los candeleros, me insinuó que me sentara en una de

      las dos sillas que se miraban, se colocó delante de una de ellas de pie y

      empezó a leer desde la carátula que rezaba así:

 

      -"¡Viva la Confederación Argentina!"

 

      -"¡Mueran los Salvajes Unitarios!"

 

      -"¡Muera el loco traidor, Salvaje Unitario Urquiza!"

 

      Y siguió hasta el fin de la página, leyendo hasta la fecha 1851,

      pronunciando la ce , la zeta , la ve y la be , todas las letras, con la

      afectación de un purista.

 

      Y continuó así, deteniéndose, de vez en cuando, para ponerme en aprietos

      gramaticales, con preguntas como ésta, que yo satisfacía bastante bien,

      porque eso sí he sido regularmente humanista, desde chiquito, debido a

      cierto hablista, don Juan Sierra, hombre excelente del que conservo

      afectuoso recuerdo:

 

      -Y aquí ¿por qué habré puesto punto y coma, o dos puntos, o punto final?

 

      Por ese tenor iban las preguntas, cuando, interrumpiendo la lectura,

      preguntóme:

 

      -¿Tienes hambre?

 

      Ya lo creo que había de tener; eran las doce de la noche, y había rehusado

      un asiento en la mesa, al lado del doctor Vélez Sarsfield, porque en casa

      me esperaban...

 

      -Sí -contesté resueltamente.

 

      -Pues voy a hacer que te traigan un platito de arroz con leche.

 

      El arroz con leche era famoso en Palermo y aunque no lo hubiera sido, mi

      apetito lo era; de modo que empecé a sentir esa sensación de agua en la

      boca, ante el prospecto que se me presentaba, de un platito que debía ser

      un platazo, según el estilo criollo y de la casa. Mi tío fue a la puerta

      de la pieza contigua, la abrió y dijo:

 

      -Que le traigan a Lucio un platito de arroz con leche.

 

      La lectura siguió.

 

      Un momento después, Manuelita misma se presentó con un enorme plato sopero

      de arroz con leche, me lo puso por delante y se fue.

 

      Me lo comí de un sorbo.

 

      Me sirvieron otro, con preguntas y respuestas por el estilo de las

      apuntadas, y otro, y otro, hasta que yo dije: Ya, para mí, es suficiente.

 

      Me había hinchado; ya tenía la consabida cavidad solevantada y tirante

      como el parche de una caja de guerra templada; pero no hubo más; siguieron

      los platos; yo comía maquinalmente, obedecía a una fuerza superior a mi

      voluntad...

 

      La lectura continuaba.

 

      Si se busca el Mensaje ese, por algún lector incrédulo o curioso, se

      hallará en él un período, que comienza de esta manera: "El Brasil, en tan

      punzante situación." Aquí fui interrogado, preguntándoseme: ¿Y por qué

      habré puesto punzante?" Como el poeta pensé que en mi vida me he visto en

      tal aprieto. Me expliqué. No aceptaron mi explicación. Y con una retórica

      gauchesca, mi tío me rectificó, demostrándome cómo el Brasil lo había

      estado picaneando, hasta que él había perdido la paciencia, rehusándose a

      firmar un tratado que había hecho el general Guido... Ya yo tenía la

      cabeza como un bombo, y lo otro tan duro, que no sé cómo aguantaba.

 

      El, satisfecho de mi embarazo, que lo era por activa y por pasiva, y

      poniéndome el mamotreto en las manos, me dijo, despidiéndome:

 

      -Bueno, sobrino, vaya no más, y acabe de leer eso en su casa -agregando en

      voz más alta-: Manuelita, Lucio se va.

 

      Manuelita se presentó, me miró con una cara que decía afectuosamente "Dios

      nos dé paciencia", y me acompañó hasta el corredor, que quedaba del lado

      del palenque, donde estaba mi caballo.

 

      Eran las tres de la mañana.

 

      En mi casa estaban inquietos, me habían mandado a buscar con un ordenanza.

 

 

      Llegué sin saber cómo no reventé en el camino.

 

      Mis padres no se habían recogido.

 

      Mi madre me reprochó mi tardanza, con ternura.

 

      Me excusé diciendo que había estado ocupado con mi tío.

 

      Mi padre, que, mientras yo hablaba con mi madre, se paseaba meditabundo,

      viendo el mamotreto que tenía debajo del brazo, me dijo:

 

      -¿Qué libro es ése?

 

      -Es el Mensaje que me ha estado leyendo mi tío...

 

      -¿Leyéndotelo...? -Y esto diciendo se encaró con mi madre y prorrumpió con

      visible desesperación-: "No te digo que está loco tu hermano.

 

      Mi madre se echó a llorar.

 

 

 

      Pocos días después, muy pocos días, el edificio de la tiranía se había

      desplomado; el 3 de febrero por la tarde yo oía en la plaza de la Victoria

      gritar furiosos "Muera Rozas" a algunos de los mismos conspicuos señores,

      que, pocas horas antes, había visto en Palermo, reunidos a los pies de la

      niña.

 

      Confieso que todavía no entendía una palabra de lo que pasaba, y que los

      gritones, más que el efecto de libertados, me hacían el de locos.

 

 

 

      Y eso que ya me había reído a carcajadas, leyendo a Jerôme Paturot , en

      busca de la mejor de las Repúblicas, en el que hay una escena por el

      estilo de la que presencié azorado el 3 de febrero, en la plaza de la

      Victoria, para que una vez más se persuadan los que viven sólo en el

      presente, que "del dicho al hecho hay un gran trecho".

 

 

 

      Pocos días después, mi padre, Sarmiento y yo -el Sarmiento cuya

      glorificación acabamos de presenciar-, navegábamos en el vapor inglés

      Menay hacia Río Janeiro. Yo no hablé, durante la travesía, con el que

      después fue mi candidato, a pesar de las obsesiones exigentes de mi padre,

      hasta que no estuvimos en tierra brasilera, donde nos explicamos. Y es a

      este incidente al que él se refiere en sus Boletines del Ejército Grande .

 

 

      Creo que para mi padre fue una suerte que yo le acompañara en aquel viaje,

      porque Sarmiento le iba haciendo perder la cabeza. El que hace un cesto

      hace un ciento. Quería inducirlo a que se fuera con él a Chile, para

      volver contra Urquiza, del cual iba huyendo; porque sus primeros actos en

      Buenos Aires le parecían precursores de que el país estaba expuesto a

      volver a las andadas. Lo explotaba, hablándole constantemente del señor

      don Domingo de Oro -su pasión-, y como era débil de carácter, a no ser yo,

      lo arrastra.

 

      El Dictador se había refugiado en un buque de guerra inglés, llamado por

      singular coincidencia El Conflicto (The Conflict) , y tardó mucho más que

      nosotros, con quienes iba también mi caro Máximo Terrero, en llegar a

      Europa.

 

 

 

      Mi padre se quedó en Lisboa y me mandó a París, donde yo era ya buzo y

      ducho, a prepararle un apartamiento, que tardé muchísimo en prepararle,

      por razones que ya se imaginará el penetrante lector; pero que al fin le

      preparé.

 

 

 

      Viniendo de Lisboa a Francia, mi buen viejo quiso visitar a Manuelita y

      nos fuimos a Southampton.

 

      Allí estaban alojados, en la misma casa, una modesta quintita de los

      alrededores: Rozas, Manuelita, Juan Rozas mi primo, Mercedes Fuentes su

      mujer, Juan Manuel mi sobrino, Máximo Terrero, y un negrito, al cual ya mi

      tío le decía, por ironía, Mister . Por supuesto que, si el cambio de

      hemisferio y de situación era como una transición entre el día y la noche,

      otra cosa eran los sentimientos y las manías. Mi tío conservaba su chaleco

      colorado y Manuelita su moño . Mi padre, que era muy amigo de Manuelita,

      que la quería en extremo, como la quiero yo, por sus virtudes, le observó

      que aquel parche colorado no estaba bien. Pero ella, cuyo amor filial no

      tenía límites, contestóle: que no se lo sacaría hasta que no se lo

      mandaran.

 

      Un día, almorzábamos todos juntos: mi tío era sobrio, concluyó primero que

      los demás y se levantó, yéndose. Manuelita, ganosa de echar un párrafo con

      mi padre, me dijo: "Acabá ligero, hijito, y andá, entretenelo a tatita."

      Yo me apuré, concluí, salí, y me fui en busca de mi tío que estaba sentado

      en el sofá de una salita, con vista al jardín, y me arrellené en una

      poltrona. Mi tío y yo permanecimos un instante en silencio. Yo lo miraba

      de rabo de ojo. Creía que él no me veía. ¡Me había estado viendo!

      Confusamente, porque yo no tenía entonces sino como intuiciones de

      reflexión, los pensamientos que me dominaban en aquel momento, al

      contemplar el coloso derribado, podrían sintetizarse exclamando ahora: sic

      transit gloria mundi. (Así transa don Raimundo , como decía el otro.)

 

      De repente miróme mi tío y me dijo:

 

      -¿En qué piensa, sobrino?

 

      -En nada, señor.

 

      -No, no es cierto, estaba pensado en algo.

 

      -¡No señor; si no pensaba en nada!

 

      -Bueno, si no pensaba en nada cuando le hablé, ahora está pensando, ya.

 

      -¡Si no pensaba en nada, mi tío!

 

      -Si adivino, ¿me va a decir la verdad?

 

      Me fascinaba esa mirada, que leía en el fondo de mi conciencia, y

      maquinalmente, porque habría querido seguir negando, contesté " sí ".

 

      -Bueno -repuso él-, ¿a que estaba pensando en aquellos platitos de arroz

      con leche, que le hice comer en Palermo, pocos días antes de que el "loco"

      (el loco era Urquiza) llegara a Buenos Aires?

 

      Y no me dio tiempo para contestarle, porque prosiguió: -¿A que cuando

      llegó a su casa, a deshoras, su padre (e hizo con el pulgar y la mano

      cerrada una indicación hacia el comedor) le dijo a Agustinita: ¿No te digo

      que tu hermano está loco...?

 

      No pude negar, queriendo; estaba bajo la influencia del magnetismo de la

      verdad y contesté sonriéndome:

 

      -Es cierto.

 

      Mi tío se echó a reír burlescamente.

 

      Aquella visión clara, aquel conocimiento perfecto de las personas y de las

      cosas, es una de las impresiones más trascendentales de mi vida; y debo

      confesarlo aquí, no teniendo estas páginas más que un objeto: iluminar,

      con un rayo de luz más, la figura de un hombre tan amado como execrado:

      sin esa impresión yo no habría conocido, como creo conocerla, la

      misteriosa y extraña personalidad de Rozas.

 

 

 

      Mi querido Posse: siento mucho que, padeciendo usted de dispepsia, no

      pueda comerse, como yo, de una sentada, siete platos de arroz con leche.

 

      Y para concluir, y antes de decirle, como Cicerón a sus amigos, Jubeo te

      bene valere , le daré una receta para su enfermedad: ejercicio, gimnasia,

      viajes que no fatiguen, poco vino, mucha sal, no aumenta ésta la sed, y en

      último caso, ningún vino, y poco de aquello...

 

      Hay dos falsificaciones que hacen mucho daño: la de la mujer y la del

      vino.

 

      Desgraciadamente, cuando caemos ya en cuenta, es demasiado tarde.

 

      Traduzco, pues, a Cicerón y suponiendo que ha caído en cuenta "le ordeno

      que goce de buena salud".

 

      Postdata: Dice X. que este cuento, narrado por mí, tiene mucha más

      animación y movimiento, y que yo, como Carlos Dickens, debiera dar

      conferencias para referir mis aventuras. Estoy listo, a pesar de la rabia

      que esto pueda darle a mi querido X, siempre que las conferencias sean

      patrocinadas por las Damas de Misericordia ...

 

      Necesito indulgencias... literarias.

 

 

 

DE CÓMO EL HAMBRE ME HIZO ESCRITOR

Al señor don Mariano de Vedia

 

            Si vous voulez bien parler et bien écrire, n'écoutez et ne lisez que

            des choses bien dites et bien écrites. Buffon

 

      Salí de la cárcel... así como suena, de la cárcel; no han leído ustedes

      mal; puedo declararlo bien alto y en puridad; tanto más, cuanto que,

      siendo honrosos los motivos, como los míos lo fueron, hace más bien que

      mal saber prácticamente qué diferencia hay entre la crujía y la celda y,

      como Gil Blas, dueño de mi persona, y de algunos buenos pesos, me fui al

      Paraná.

 

      Digo mal, no me fui precisamente como Gil Blas, porque éste le había

      hurtado algunos ducados a su tío, y la mosca que yo llevaba habíamela dado

      mi queridísimo tío y padrino, Gervasio Rozas.

 

      Pero llevaba cierto bagaje de malicia del mundo, que le hacía equilibrio a

      mi buena fe genial.

 

      Yo me decía, estando en el calabozo: "Cuando me pongan en libertad

      -padecía por haber defendido a mis padres-, haré tal o cual cosa..."

 

      La prisión me había hecho mucho bien. ¡Cuán instructivas son las

      tinieblas!

 

      El hombre propone, Dios, o el Otro dispone.

 

      No hay quien no tenga su ananké , prescindiendo de la lucha entre el bien

      y el mal, que será eterna, como aquellos dos genios de lo bueno y de lo

      malo: Dios, o el Otro .

 

      Me pusieron en libertad, si en libertad puede decirse ser desterrado, y

      todos aquellos castillos en el aire, hechos a la sombra y en las sombras,

      se desplomaron, zapados por lo inesperado de mi nueva situación.

 

      Aquella transición fue como pasar de lo quimérico a lo real; tiene uno que

      volver a hacer relación consigo mismo, que preguntarse: ¿quién soy? ¿qué

      quiero? ¿adónde voy? -y no andarse con sofismas e imposturas.

 

      Cuando me pregunté ¿quién soy? , la voz interior me dijo: "un federal de

      familia". Y no digo de raza, porque mi padre fue unitario, en cierto

      sentido.

 

      Cuando me pregunté lo otro, el eco arguyó elocuentemente: "Vas donde

      debes, tendrás lo que quieres."

 

      Efectivamente, en el Paraná gobernaba el espíritu de la Federación .

 

      Buenos Aires estaba, por eso, segregado.

 

      Explico mi fenómeno, no discuto ni provoco discusión.

 

      Llegué al Paraná: llevaba la bolsa repleta, e hice como la cigarra.

 

      Tuve amigos en el acto.

 

      Se acabó el dinero; los amigos desaparecieron, como las moscas cuando se

      acaba la miel.

 

      El mundo es así: no hay que creerlo tan malo por eso; es mejor imputar

      esos chascos a la insigne pavada de la imprevisión, que es la más

      imperdonable de todas las pavadas.

 

      Mi insolvencia de dinero era mayor que la insolvencia capilar de Roca o la

      mía propia, que por ahí vamos ahora. Tout passe avec le temps , y el pelo,

      con las ilusiones.

 

      Me quedaban cinco pesos bolivianos, y como dicen en Italia, la ben

      fattezza de mi persona, o la estampa , como dicen en Andalucía. ¡Y qué

      capital suele ser!

 

      En Santa Fe se aprestaban para una fiesta; querían, bajo los auspicios del

      pobre viejo don Esteban Rams y Rubert (él construyó la casa donde está el

      Club del Plata), hacer navegable el río Salado, e inauguraban su

      navegación.

 

      Todo el mundo estaba loco en Santa Fe: todos eran argonautas: era el

      descubrimiento del vellocino de oro .

 

      Cinco pesos bolivianos, lo repito, me quedaban; ¡nada más!

 

      Pues a Santa Fe, me dije, ya que aquí no me dan nada los federales; y me

      largué al puerto, haciendo cuentas así: dos reales de pasaje, con el

      Monito . Era éste un botero muy acreditado, el que llevaba la

      correspondencia, algo como un correo de gabinete, mulatillo de color pero

      blanco como la nieve en sus acciones.

 

      Doce reales de hotel, en tres días... (si no me quedo), me sobra, tengo

      hasta para las allumettes chimiques del estudiante... adelante.

 

      Me embarqué, íbamos como en tramway, decentemente, confortablemente, todos

      mezclados, tocándonos lo suficiente.

 

      Llegué.

 

      Al desembarcar, un federal me reconoció -ya era tiempo-, y me llevó a su

      casa; era un excelente sujeto, listo, perspicaz, bien colocado, con su

      platita, con familia interesante y lindas hijas.

 

      Los dioses se ponían de mi lado. -Llega usted, me dijeron, en el mejor

      momento: ¡qué gusto para nosotros!

 

      "Mañana estamos de fiesta, de gran fiesta"; y me explicaron y me

      demostraron la navegación del Salado, que no había quién no conociera al

      dedillo, lo mismo que en los placeres no hay quien no sepa lavar un poco

      de arena, para extraer un grano de oro.

 

      La hospitalidad me había puesto en caja. Yo no era otro, pero me sentía

      otro. ¡Vean ustedes lo que es no estar solo; y después predican tanto

      contra las sociedades de socorros mutuos, como la Bolsa! Dormí bien. ¡Oh,

      sed siempre hospitalarios, hasta con los que os lleven sus primeras

      elucubraciones! Pensad cuántos no serán los ingenios que se esterilizan

      por no tener dónde ubicar.

 

      Al día siguiente, a las 10 de la mañana, estábamos a bordo de un

      vaporcito, empavesado, que era una tortuga, que no pudo con la corriente,

      contra la que podían las canoas criollas, y no se navegó el Salado; pero

      se navegaría...

 

      ¡Ay del que se hubiera atrevido a negarlo! Sería como negar ahora, por

      ejemplo... a ver algo en lo que todos estemos de acuerdo, para no chocar a

      nadie. Ya lo tengo... que hace más frío en invierno que en verano.

 

      La flor y la nata de ambos sexos santafecinos estaba allí. Yo me mantenía

      un tanto apartado, dándome aires: tenía toda la barba, larga la rizada

      melena, y usaba un gran chambergo con el ala levantada, a guisa de don

      Félix de Montemar.

 

      Mi apostura, mi continente, mi esplendor juvenil, llamaron la atención de

      don Juan Pablo López (a) Mascarilla (el pelafustán , según otros),

      gobernador constitucional, en ese momento, y dirigiéndose a mi huésped, le

      dijo:

 

      -¿Quién es aquel profeta?

 

      Romántico, o poeta, o estrafalario, o algo por el estilo, algo de eso, o

      todo eso, quiso implicar y no otra cosa. Tenía quizás el término, no le

      venía a las mientes. Veía una figura discordante, en medio de aquel cuadro

      uniforme, de tipos habituales -la incongruencia le chocaba, sin

      fastidiarlo- y expresaba su impresión, vaga, confusa, insaisissable ,

      inagarrable , como caía, tomándola por los cabellos, y la sintetizaba,

      calificándome de profeta.

 

      ¡Oh! esta afasia de la mente, que para expresar una idea toma una palabra,

      que no suele tener con ella ninguna relación, no es sólo una enfermedad de

      la ignorancia supina. ¡Cuántos que tienen cierta instrucción no emplean

      términos que, para entenderlos, hay que interpretarlos al revés!

 

      Era este caudillo un curioso personaje: hablaba con mucha locuacidad,

      amontonaba abarrisco palabras y palabras, con sentido para él, pero que el

      interlocutor tenía que escarmenar para sacar de ellas algo en limpio.

 

      Fuimos amigazos después.

 

      Un día, queriendo significarme que él no era menos que Urquiza -su émulo,

      menos que otro, me dijo:

 

      -Porque, amigo, ni naides es menos nadas , ni nadas es menos naides .

 

      ¡Qué tiempos aquéllos!

 

      Los santafecinos no vieron lo que esperaban, ni los santiagueños tampoco:

      decididamente no era navegable el Salado, o los ingenieros sublunares no

      daban en bola. Había que recurrir a esos de que nos hablan algunos

      astrónomos, los cuales pretenden que en el planeta Marte se han abierto

      canales y operado transformaciones, que de seguro no sospecha aquí

      Pirovano, con todo su elenco selecto del Departamento de Ingenieros.

 

      Pero, ¿qué importaba que las cosas no hubieran andado, como se deseaba?

      ¡Qué sería de la humanidad sin la esperanza!

 

      Era necesario contar, difundir, divulgar lo hecho, lo intentado y lo

      tentado; sobre todo, describir la fiesta.

 

      Resolví acostarme, después de haber pasado un día agradabilísimo, para los

      dos que lleva todo hombre dentro de sí mismo, porque observé y comí .

 

      Me despedí de mis huéspedes, me fui a mi cuarto, y cuando había empezado a

      despojarme, llamaron a la puerta, preguntando si se podía entrar.

 

      -¿Cómo no? -repuse.

 

      Era el dueño de casa.

 

      -Amigo, vengo a ver si le falta algo.

 

      -¡Nada, estoy perfectamente, gracias!

 

      Me miró, como quien no se atreve a atreverse, y atreviéndose, por fin, me

      dijo:

 

      -Tengo que pedirle a usted un servicio.

 

      -Con mucho gusto -le contesté; pero estando a un millón de leguas de

      sospechar que yo pudiera hacer otra cosa, que no fuera casarme otra vez

      (lo había hecho pocos meses antes), con alguna de sus hijas. Yo era muy

      pánfilo a los veintitrés años, a pesar de mis largos viajes, de mis

      variadas lecturas, y de las picardías que había hecho y visto hacer. Fue

      más lento mi desarrollo moral, que mi desarrollo intelectual.

 

      -Pues bien, necesito que usted me escriba la descripción de la navegación

      del Salado, para mandarla a publicar en el diario de Paraná.

 

      -¿Yooo?

 

      -Sí, pues; pero sin firmar: yo la mandaré como cosa mía

 

      -¡Si yo no sé escribir, señor!

 

      -¡Cómo, usted no sabe escribir y ha estado en Calcuta! ¡Y habla una

      porción de lenguas! ¡No me diga, amigo!

 

      -Le aseguro que no sé, que no he escrito en mi vida, sino cartas a mamita

      y a tatita, y hecho una que otra traducción del francés.

 

      -¡Ah! ve usted. ¿Y eso no es escribir?

 

      No hubo que hacer: yo tenía que saber escribir. Aquel hombre lo quería; me

      había dado hospitalidad.

 

      -Bueno -le dije-, haré lo que pueda.

 

      Brilló un rayo de felicidad en sus ojos.

 

      -Voy a traerle todo.

 

      Se fue y volvió trayéndolo; nos despedimos.

 

      Me puse a llorar en seco.

 

      Me sentía desgraciado. ¿En castigo de qué pecado había ido yo a Santa Fe?

      Era toda mi inspiración sobre la navegación del Salado.

 

      Mis cinco bolivianos no habían mermado, sino de dos reales, ¡importe del

      pasaje pagado al Monito . Pero ¿qué era eso, en presencia de la fatalidad,

      que me sorprendía "hiriéndome como el rayo al desprevenido labrador?"

 

      ¿Qué pararrayos oponerle a mi malhadada suerte?

 

      Me senté, me puse a coordinar esas como ideas, que no son tales, sino

      nebulosos informes del pensamiento.

 

      Poco a poco, algo fue trazando la torpe mano; borraba más de lo que

      quedaba legible. Tenía que describir lo que no había visto: la navegación

      de lo innavegable, de lo que era peor, lo que había visto, lo innavegable

      de la navegación, y sólo me asaltaban en tropel recuerdos de la China y de

      la India, de la Arabia Pétrea y del Egipto, de Delhi, del Cairo y de

      Constantinopla; no veía sino desierto en todo, pero desierto sin

      fantásticas Fata Morganas siquiera, y todo al revés, dado vuelta.

 

      Era un pêle-mêle de impresiones en fermentación.

 

      ¡Qué noche aquélla!

 

      Como quien espanta moscas, que perturban, las fui desechando,

      desenmarañando, y pude, al fin, sentirme algo dueño de mí mismo, y

      haciendo pasar lo que quería del cerebro a la punta de los dedos, escribir

      una quisicosa, que tomó forma y extensión.

 

      Fue un triunfo de la necesidad y del deber, sobre la ineptitud y

      inconsciencia. Yo no sabía escribir, pero podía escribir. ¡Ah! eso sí, no

      escribiría más. No había nacido para tales aprietos y conflictos.

 

      Al día siguiente, mi huésped llevóme el mate a la cama, en persona, y con

      la voz más seductora me preguntó "si ya estaba eso", echando al mismo

      tiempo una mirada furtiva a la picota de mi sacrificio intelectual, donde

      yacía desparramada, en carillas ilegibles para otro que no fuera yo, mi

      hazaña cerebral de héroe por fuerza.

 

      -A ver -dijo con impaciencia.

 

      Me puse a leer, con no poca dificultad, pues yo mismo no me entendía.

 

      -Bien, muy bien, perfectamente -decía a cada momento, exclamando una vez

      que hube concluido-: ¡Ah, mi amigo, qué servicio me ha hecho usted!

 

      Yo estaba atónito.

 

      Positivamente, como Mr. Jourdain, había escrito prosa sin quererlo.

 

      -Ahora -me dijo- me lo va usted a dictar.

 

      Pusimos manos a la obra, y a las dos horas estaba todo concluido, con una

      atroz ortografía.

 

      Pero yo me decía, como el cordobés del cuento, al que le observaron que el

      gallináceo que llevaba lo pringaba: "¡Para lo que es mía la pava... !"

 

      Mi huésped se fue.

 

      -Almorzamos después y el día se pasó sin ninguno de esos incidentes que se

      graban per in æternum en la memoria de un joven.

 

      Pero mis cinco bolivianos disminuían...

 

      Y vosotros, sólo comprenderíais mi situación, los que os hayáis hallado,

      habiendo nacido en la opulencia, reducidos a tan mínima expresión

      monetaria.

 

      Pensé en regresar; en el hotel del Paraná tenía crédito; escribiría además

      a Buenos Aires.

 

      Estaba escrito que me había de quedar allí.

 

      ¿Qué había pasado?

 

      Mi huésped había leído en pleno cenáculo oficial, como suya, mi

      descripción; no le habían creído, lo habían apurado, había tenido que

      declarar el autor.

 

      Entonces, el ministro de Mascarilla , que le debía su educación a mi

      padre, que no se me había hecho presente, mirándome de arriba abajo, casi

      con desdén, exclamó: Discípulo mío en la escuela de Clarmont, latinista,

      gran talento, se llevaban todos los premios, entre él y Benjamín Victorica

      (falso, falsísimo por lo que a mí respecta).

 

      Y al día siguiente se me presentó, para hacerme sus excusas, que yo

      acepté, encantado, pues sólo más tarde caí en cuenta.

 

      Mi magnífica descripción había marchado para el Paraná. Allí se publicaría

      en el Diario Oficial . En Santa Fe, no había diario; así habló él,

      continuando:

 

      -¿Y, qué piensa usted hacer? -Ya lo sabía por mi huésped, con el que yo

      había tenido mis desahogos.

 

      Le tracé mi plan, lo reprobó y me dijo:

 

      -No, usted no se va de acá. Yo voy a darle imprenta, papel, operarios, y

      un sueldo, y usted nos hará un diario para sostener al Gobierno.

 

      -¿Yo? -Aquello era una conjuración.

 

      -Sí, usted.

 

      -Yo no soy escritor.

 

      -¡Que no es usted escritor; y escribe usted descripciones espléndidas,

      sublimes, admirables!

 

      -¡Señor!

 

      -Nada, nada; usted se queda, reflexione. Es su porvenir.

 

      Y se marchó, dejándome absorto.

 

      Caí en una especie de abatimiento soporífero. -¡Yo, escribir para el

      público! -me decía-. ¡Yo, periodista! ¡Yo!

 

      Me paseaba agitado por el cuarto: iba, venía; en una de esas, me detuve,

      me miré al espejo turbio, que era todo el ajuar de tocador que allí había,

      y mi cara me pareció grotesca.

 

      Había metido involuntariamente las manos en las faltriqueras, sentí que

      mis cinco bolivianos se habían reducido casi a cero, y aquella sensación

      dolorosa (¿o no es dolorosa?) decidió de mi destino futuro, porque me

      incitó a pensar, y del pensamiento a la acción no hay más que un paso.

 

      Hice cuentas: me salían bien; ¡era la oferta tan clara!

 

      Pero los que no me salían bien eran los cálculos sobre el tiempo que

      tendría que invertir en escribir mis artículos. Aquellas columnas macizas

      me horripilaban de antemano. ¿Sobre qué escribiría? El público, sobre

      todo, me aterraba: tenía el más profundo respeto por él. Ignoraba entonces

      que, a veces, lo mismo lee al derecho que al revés.

 

      Presa de esas emociones, que otro nombre no tienen, era yo, cuando se me

      presentó mi huésped, y abrazándome me felicitó: el ministro había dado por

      hecho que yo me quedaba a redactar un periódico.

 

      Al día siguiente, tuvimos una segunda conferencia con él, y me decidí,

      urgido por la necesidad, ¿qué digo?, por el hambre.

 

      Una vez solo, cara a cara con mis compromisos, me sentí desalentado y

      estuve por escribir una carta diciendo: "Huyo, no puedo" -y por fugar. Me

      hacía a mí mismo el efecto de un delincuente ¿O la audacia no es un delito

      algunas veces? ¿Por qué había entonces en el templo de Busiris, esta

      inscripción: "Audacia", "Audacia" -y en el segundo pórtico interior-: "No

      mucha audacia."?

 

      El Chaco salió ¡Qué extravagante título! Y sin embargo fue una intuición.

 

      "El Chaco santafecino" es hoy día, sin la navegación del Salado, lo que yo

      profetizaba.

 

      Don Juan Pablo López, ¿no había preguntado al verme: ¿Quién es aquel

      profeta?

 

      ¡Y después dirán que no es uno profeta en su tierra!

 

      Mi colega y mi amigo en la Cámara de Diputados, el doctor Basualdo,

      compartió conmigo las primeras tareas de la imprenta. Era un chiquilín;

      pero debe acordarse de Juan Burki, el editor responsable, pro forma, un

      pobre colono sin trabajo, que andaba casi con la pata en el suelo. La

      primera vez que le pagaron, lo primero que hizo fue comprarse unas botas

      en la zapatería de enfrente, botas que fueron su martirio físico y moral.

      Primero, por lo que le hacían doler; después, porque nadie reparaba en

      ellas, exprofeso, tanto que a las pocas horas de haberlas inaugurado, no

      pudo resistir, y reuniendo a los tipógrafos y señalándoselas les observó,

      en su media lengua: "Ese botas, lindo."

 

      Los tipógrafos soltaron una carcajada homérica, y le enseñaron, colgadas

      en una aldaba, sus alpargatas sucias y rotosas de la víspera, como

      diciéndole: "Te conocemos; la mona, aunque se vista de seda, mona se

      queda."

 

      ¿A qué contar mis primeras angustias, mis partos para producir? Harían

      llorar y estoy harto de tristezas.

 

      Pero no omitiré aquí que era yo tan pobre entonces, que no tenía más cama

      que las resmas de papel: es un buen lecho de algodón.

 

 

 

      Querido Vedia:

 

      Me decía usted ayer:

 

      "¿Qué es lo que hace usted, general, para escribir como habla?

 

      "Mientras me da la respuesta a esa pregunta y mientras me refiere, cual me

      lo tiene prometido, cómo el hambre le hizo escritor, veamos qué otra

      dificultad se presenta para el éxito de la conversación escrita."

 

      Contesto: Me ha parecido más natural, más propio, más concienzudo, pagar

      la deuda que voluntariamente contraje, contándole primero cómo fue que el

      hambre me hizo escritor .

 

      Ya está pagada. La otra, que usted me imputa con su gentil curiosidad,

      también la acepto, la reconozco, mas será para después. Necesito tomarme

      para ello algún tiempo moral, siendo el asunto o tema algo más subjetivo

      que éste.

 

      Hoy por hoy, concluyo, sosteniendo que sólo los que han sido pobres

      merecen ser ricos. De ahí mi poca admiración por los grandes herederos,

      que no tienen más título que sus millones; mi estimación, mi aprecio, mi

      respeto, por todo hombre que se hace a sí mismo .

 

 

ANACARSIS LANÚS

A sus Hijos La religion de l'homme n'est, souvent, que son amour et

sa reconnaissance. Massillon.

 

      Hace muchos años, recién se había fundado la institución de crédito que la

      República debe a uno de sus más nobles hijos.

 

      Me refiero al señor don Francisco Balbín, cuya efigie, en mármol

      imperecedero, debiera estar en el frontispicio de todo Banco Hipotecario,

      para recordarles a los presentes, tan olvidadizos como los venideros, que

      es a él a quien Buenos Aires debe, en gran parte, sus progresos

      materiales.

 

      Aprovecho de paso esta coyuntura luctuosa, desgraciadamente, para rendir

      homenaje a la memoria de tan ilustre ciudadano.

 

      Era en julio de 186... la noche estaba fría. El que transitara a esa hora,

      que eran las nueve, podía sentir que los viandantes apuraban el paso, que

      tiritaban, que se envolvían lo mejor posible en sus abrigos, y que

      esquivaban el rostro, poniéndolo, como dicen los marinos, a sotavento,

      para resguardarse de un vientecillo húmedo que soplaba del sur, buscando

      casi todos, los que iban de este a oeste, o viceversa, las aceras que

      miran al norte.

 

      La luz del gas era escasa; las tiendas y almacenes comenzaban a cerrarse;

      el barrio, de suyo sombrío.

 

      Una mujer esbelta, tapada a la española, dejando ver solamente dos ojos

      negros, relucientes como azabaches, cruzó, apurando el paso, de la vereda

      del norte a la del sur, casi en la esquina de Potosí, entonces -Alsina,

      ahora-, y Tacuarí, tomó el paredón de la iglesia de San Juan y,

      deslizándose como una sombra, siguió su camino, siendo difícil seguirla,

      sin comprometerse o comprometerla.

 

      La negra figura iba oprimiendo su corazón, para respirar con más

      facilidad, no porque fuera enferma, no porque la agitaran malos

      pensamientos, sino porque hacía un esfuerzo sobre sí misma, movida por la

      dura ley de la necesidad.

 

      Los que con ella se cruzaban, la miraban: un instinto les decía: dejadla

      seguir, y la dejaban proseguir tranquilamente su camino, presa de su

      emoción.

 

      Al llegar a las cuatro esquinas del mercado viejo , dobló a la izquierda,

      tomando al norte; se detuvo, vaciló entre seguir por la vereda que mira al

      naciente o atravesar; se orientó, le pareció observar que nadie la veía,

      se decidió, atravesó y entró en una joyería, que estaba ya por cerrar.

 

      Un hombre, que salía del club del Progreso, la vio; creyendo reconocerla,

      se detuvo maquinalmente, movido por lo feo de la noche y, más que por

      curiosidad, por un sentimiento de interés, e involuntariamente, observó,

      diciéndose a sí mismo:

 

      -Es fulana. ¿A estas horas? ¿Por acá? ¿A pie? ¿Tan tapada? ¿Qué habrá?

 

      La mujer no hizo más que descubrirse y decirle al joyero:

 

      -¿Me conoce usted?

 

      El joyero la miró con cierta sorpresa, por no decir estupefacción, y con

      uno de esos sí, señora , que implícitamente dicen: ¿Y quién no la conoce a

      usted? , ofrecióle que se sentara.

 

      La desconocida se sentó, respiró con expansión, como quien llega al límite

      de la jornada, balbuceó algunas palabras entrecortadas, rogóle al joyero

      que cerrara y, una vez que éste lo hizo, díjole, sacando del bolsillo del

      vestido un estuche de terciopelo encarnado:

 

      -¿Quiere usted hacerme el favor de tasarme este brazalete?

 

      El joyero lo examinó prolijamente, hizo como una cuenta mental, y contestó

      en conciencia:

 

      -Vale veinte mil pesos.

 

      -¿Por lo menos?

 

      -Por lo menos, señora.

 

      -¿Me quiere usted dar cinco mil por un mes, quedándose con la prenda en

      garantía?

 

      -Con mucho gusto, señora; por el tiempo que usted quiera.

 

      La desconocida tomó el dinero, se envolvió en su chalón, se miró al espejo

      para asegurarse de que estaba perfectamente tapada y repitió una vez más:

      " ¡Gracias! ¡gracias! , volveré antes de un mes."

 

      Salió precipitadamente, hesitó un momento, para resolverse a volver sobre

      sus pasos por la calle de Potosí, o por la de la Victoria.

 

      El hombre, que estaba enfrente, no se había movido: ella le vio, no le

      reconoció, pero temió que la hubieran reconocido y el solo temor y la idea

      de las sospechas que hubiera podido suscitar le hicieron subir al rostro

      un calor rojizo . Estuvo por atravesar y decirle a ese hombre: " Soy yo ,

      no ando en nada malo", pero las mujeres no tienen ese valor, y sólo pensó

      en recatarse y en marchar febrilmente, creyendo que porque caminaba a

      prisa, todo lo ocultaba.

 

      El hombre la siguió de lejos, ella no dio vuelta una sola vez, no pensaba

      sino en llegar.

 

      Llegó; la puerta de su casa estaba abierta; el zaguán, iluminado. Entró,

      había visitas, todos hombres. La esperaban; antes de salir, había dejado

      sus órdenes. Se transfiguró, volviendo a ser ella misma, y nadie sospechó

      ni pudo sospechar todas las angustias por que acababa de pasar.

 

      Esa mujer había nacido en la opulencia, y en ella había pasado los mejores

      años de su vida. Era bella como Niobe, joven aún; los tiempos habían

      cambiado. Su posición era otra; su prestigio no había pasado. La hermosura

      tiene eso, y, si a la hermosura se agrega el espíritu, la gracia, la

      cultura; ¡qué fascinación para los hombres! Todos son esclavos.

 

      Los tiempos habían cambiado, he dicho, y al boato habíale sucedido la

      escasez; pero la sociedad tiene sus leyes y había que salvar las

      apariencias. El rico se encontraba en dificultades.

 

      El hombre que había seguido a la mujer, cuando la vio entrar en su propia

      casa, en la casa solariega -que había llegado a ser suya por herencia-, no

      pudo dudar: era ella.

 

      ¿Y en qué había andado esta señora?

 

      El la quería, con ese afecto desinteresado, generoso, noble, que es el

      bello ideal del amor.

 

      Imaginaos la noche que pasaría, siendo como era un alma delicada. ¡Qué

      aguijón el de la curiosidad!

 

      Al día siguiente, una vez en la calle, no tuvo más que un solo pensamiento

      fijo, salir de dudas.

 

      Se fue a la joyería, entró, y con la seguridad de Arquímedes, díjole al

      joyero, que le conocía perfectamente, porque... ¿quién no le conocía

      entonces?...

 

      -Anoche ha estado aquí, a tales horas, tal persona; ha entrado en los

      momentos en que usted cerraba su puerta. Usted la ha cerrado tras ella, y

      ella ha permanecido aquí diez minutos, por lo menos. Yo quiero que usted

      me diga qué hacía aquí, a esa hora, esa señora.

 

      -Ha venido a empeñar una alhaja.

 

      -¡Ella...!

 

      -Sí, señor.

 

      -¿Qué alhaja? ¡A ver!

 

      Y el joyero mostró el brazalete.

 

      -¿Y cuánto vale este brazalete?

 

      -Veinte mil pesos, por lo menos.

 

      -¿Y cuánto le ha dado usted a la señora, por él?

 

      -Cinco mil.

 

      -Bien, déme usted el brazalete, usted me conoce; aquí tiene usted sus

      cinco mil pesos.

 

      -Pero, señor... no es correcto.

 

      -Bueno, le daré a usted un recibo en el que conste que usted me entrega el

      brazalete, en depósito, durante un mes.

 

      El joyero cedió.

 

      El hombre tomó el brazalete, salió y se fue a la casa de la desconocida,

      en derechura. Llamó, se anunció, le hicieron entrar y fue recibido como se

      lo merecía.

 

      Hacía tiempo que él y ella no se veían. Se vieron, pues, con mutua

      satisfacción.

 

      Hablaron; ella de todo lo que quería, y él de lo que no quería, hasta que,

      por fin, de elipsis en elipsis, llegaron ambos a colocarse en la situación

      psicológica.

 

      -Señora -díjolo él-, tengo aquí una cosa para usted.

 

      -¿Para mí?

 

      -Sí, señora.

 

      Y esto diciendo sacó del bolsillo el mismo, mismísimo estuche encarnado

      que la dama había empeñado la noche antes, y cuya visión la puso más

      encarnada de lo que se pusiera cuando, al salir de la joyeria, pensó que

      pudiera sospecharse de los pasos nocturnos en que andaba.

 

      -¡Fulano, por Dios! ¿Qué es esto?

 

      -Señora... ¿y usted me lo pregunta a mí?

 

      -Y ¿por qué no?

 

      -¿Usted ignora que los que llevan mi apellido están eternamente

      vinculados, por la gratitud, a su marido? ¡Qué! ¿Usted no sabe, ¡como no

      lo ha de saber!, que, en tiempos difíciles, su marido le dio a nuestro

      padre casa de balde, para que viviera?

 

      -Pero... esas son cosas de mi marido... Yo ¿qué tengo que hacer con eso?

 

      -Señora, no discutamos. Aquí tiene usted su brazalete. Supongo que, entre

      un joyero y yo, usted me preferirá como acreedor; su marido está

      ausente... sus hijos no la pueden ayudar... los tiempos son duros para

      ustedes... y yo, pobre, cuando su marido era rico, soy millonario ahora.

 

      La mujer cedió.

 

      El hombre continuó:

 

      -Pero es que esto no me basta a mí: es que yo necesito exigirle a usted

      algo más.

 

      -¿Todavía?

 

      -Sí, señora: las deudas de la gratitud no se liquidan jamás cuando uno

      tiene el corazón bien puesto.

 

      La mujer se echó a llorar: su belleza debía ser ideal, en aquel momento,

      arrasada en lágrimas de agradecimiento.

 

      -¿Y qué más quiere usted?

 

      -Que usted me diga cuánto necesita mensualmente para vivir como debe usted

      vivir, y que me deje usted hacerle aquí una casa, en la que usted podrá

      vivir y tener además una renta. El Banco Hipotecario está ahí, y a estas

      operaciones se presta con gran facilidad.

 

      La mujer, dominada por aquella alma buena, cedió: en dos palabras más,

      todo quedó arreglado.

 

      El que este cuadro de nobleza y gratitud esboza, a grandes pinceladas, era

      soldado y hacía la guerra del Paraguay...

 

      Vino un día a Buenos Aires, y departiendo con su madre, díjole ésta:

 

      -¿Dime, hijo mío, eres amigo de fulano?

 

      -Sí, madre mía.

 

      -Bien... tengo un favor que pedirte.

 

      -¡Favor! ¿A mí? Usted sabe que sus deseos son órdenes.

 

      -Ya lo sé; sin embargo.

 

      -Diga usted, madre mía.

 

      -¿Sabes tú cómo es que yo tengo ahora casa y renta?

 

      El hijo se encogió de hombros; nunca había inquirido, aunque siempre se

      hubiera ofrecido, cómo su madre se desenvolvía en medio de tantas

      dificultades como habían agobiado a su familia, y repuso:

 

      -Mamita, francamente, no sé.

 

      Y la madre le explicó todo lo que había pasado, y después de habérselo

      explicado, le exigió que, si alguna vez, por disidencias políticas, se

      encontraba en bandos opuestos con el hombre de quien vengo hablando,

      tuviera presente todo lo que a él le debía.

 

      Corrió el tiempo, que con tanta velocidad corre. Yo fui un día a casa de

      ese hombre y le dije:

 

      -Necesito que me prestes tu firma para tomar veinte mil pesos.

 

      Es de advertir que, después de la notificación de mi madre, yo miraba a

      ese hombre con profunda veneración.

 

      -¿Cómo no? -me dijo-, con mucho gusto; pero me permitirás que te pregunte

      para qué necesitas esos veinte mil pesos.

 

      Confieso francamente que, pocas veces, en mi vida, me he visto más

      apurado; porque esos veinte mil pesos eran para trabajar electoralmente

      por un candidato que no era el de mi amigo. ¡Pero qué diablos! Si uno no

      es franco con sus amigos personales, ¿con quién lo ha de ser?

 

      Mi candidato era el doctor don Nicolás Avellaneda.

 

      Mi amigo me dijo:

 

      -¡Pero hombre, y que tan luego yo te dé mi firma para que vayas a trabajar

      contra mí, en la Rioja!

 

      -¡Eh! ya nos arreglaremos.

 

      -¡Hum! ¿Y qué arreglos caben entre tú y yo? [12]

 

      Discurrimos, y le dije:

 

      -Ustedes tienen malas tendencias. La revolución es un recurso extremo que

      no se justifica, sino por el éxito, y me parece que esta vez ustedes están

      mal inspirados. Perderán todas las posiciones que ocupan, y desaparecerán

      todos los equilibrios...

 

      Ese hombre acaba de morir. Escribo estas líneas bajo la impresión de la

      triste nueva: no pago con ellas sino un pequeño tributo a su memoria,

      presentando su ejemplo, como tipo envidiable, a los que hayan sentido

      alguna vez solicitado su corazón por los deberes de la gratitud, o a

      aquellos que sean refractarios a tan noble emulación.

 

      Ese hombre se llamara Anacarsis Lanús.

 

      La mujer que, en noche fría y oscura, vagaba por las calles de Buenos

      Aires, para empeñar sus joyas, se llama Agustina Rozas.

 

      Esa mujer es mi madre, y estoy seguro que cuando lea ella estas líneas

      reconocerá que yo soy hijo genuino de sus entrañas, y que del modo más

      digno, hago honor a la memoria de uno de los hombres más buenos que ella

      ha querido, y que a ella la han querido.

 

      No sé si sobre la tumba de los muertos hay otro modo de recogerse en esta

      hora tristísima de la consumación final.

 

      Yo sólo sé decir que me desprendo de toda preocupación social y de

      orgullo, para declarar aquí bien alto: que no hay sobre la tierra hombres

      mejores que el que ya no existe, que Anacarsis Lanús.

 

 

EL FAMOSO FUSILAMIENTO DEL CABALLO

Al caricaturista Stein

La verité est tout ce que l'on parvient á faire croire.

 

 

      La máxima con que empiezo, envuelve un concepto que, antes de ver la luz

      pública en esa forma, ya había sido expresado en otra, por una de las

      cabezas más fuertes que registran los anales políticos y literarios de la

      humanidad, por Maquiavello, el cual dice en El Príncipe : "chi voglia

      ingannare troverá sempre chi si lascia ingannare."

 

      Sea de esto lo que fuere, la afirmación del moralista y del historiador,

      implica incuestionablemente: que el hombre es un animal crédulo y

      creyente.

 

      Ahora; por qué es que con más facilidad se inclina a creer en lo malo que

      en lo bueno, eso ya es un poco más complicado, más metafísico, más

      abstruso. Dilucidarlo, me obligaría a desvirtuar el carácter de estas

      charlas. Pretendo que se deduzca de ellas alguna moraleja, y no hacer

      filosofía trascendental. Conversando sobre todo con Stein, no es de las

      causas y efectos de las cosas naturales de lo que me debo ocupar, sino de

      su constante influencia social y política, en este pequeño mundo

      argentino, de largos años atrás.

 

      En medio de todo, este diablo de Stein es también un creyente. La prueba

      está en que se ha casado dos veces, según entiendo. Y este argumento

      demuestra, hasta la última evidencia, o que Stein tiene mucha suerte, o

      que en fuerza de su credulidad persigue, con contumacia ejemplar o como

      relapso incorregible, la dulce quimera de la felicidad conyugal.

 

      Bueno; lo he dicho, y lo sostengo: Stein ha hecho más bien que mal, con su

      lápiz y su buril. Porque de todas las desgracias que los hombres públicos

      les pueden acontecer, la peor es: que nadie caiga en cuenta de ellos.

 

      Lo insignificante, no ocupa ni preocupa. Y bien considerado todo, como la

      reacción es igual a la acción, tarde o temprano llega el momento de hacer

      que las cosas queden en su lugar, trasparentándolas o evidenciándolas. No

      hay nada más cierto que aquello de que: "No hay deuda que no se pague, ni

      plazo que no se cumpla."

 

      ¡Ah, si pudiéramos esperar, si comprendiéramos que la vida sólo es corta,

      porque disipamos el tiempo!

 

      Stein, creyendo demoler, ha cimentado muchas reputaciones -ya he dicho que

      es crédulo. Entre esas reputaciones, cuéntase en primera línea la mía,

      tipo al que él es en extremo aficionado, según lo comprueba el hecho de

      que, muerto Sarmiento, su efigie ha desaparecido del tercer puesto que

      ocupaba en el membrete del Mosquíto , para colocarme a mí dentro de la

      letra inicial.

 

      Tengo, entonces, sentadas estas premisas, alguna esperanza de que mis

      hijos asistan sorprendidos a mis funerales, llorando de gusto, al ver que

      yo había sido mejor que mi fama.

 

      Es sabido que, entre Arredondo y yo, tomándolo de sorpresa al buen pueblo

      argentino, lo hicimos Presidente de la República a Sarmiento; y es

      igualmente sabido que Sarmiento no ha muerto, ni para Arredondo ni para

      mí, en olor de santidad, lo que quiere decir y arguye, que será bueno que

      la juventud acepte el talento más o menos mecánico de escribir, con

      beneficio de inventario, porque, por regla general, detrás de un libro hay

      todo menos un carácter, tomando esta palabra en el sentido ético y

      estético en que la emplea Smiles.

 

      Sarmiento no existe; pertenece a la historia. Juzgarlo es nuestro derecho.

      De lo contrario, tendríamos esto: que bastaría morirse, para que, en

      nombre de la caridad cristiana, que es mejor ejercitar con los vivos,

      resultara que todos los muertos son impecables y que se van derechito al

      cielo, en donde seguramente no penetrará Stein; porque allí, si suele

      haber lugar para el viudo de una mujer, no hay sitio, según el cuento tan

      conocido, para el que ha tenido dos, dos propias, legítimas, bien

      entendido, pues, dentro de nuestra actual civilización y de nuestras

      mentiras convencionales, tout tant que nous sommes , con rarísimas

      excepciones el hombre no es monógamo, sino todo lo contrario. ¡Y después

      les exigimos fidelidad a las pobres mujeres, haciendo del matrimonio un

      contrato leonino!

 

      ¡Cáspita, y qué introducción! [13]

 

      Vamos al grano entonces.

 

      Sarmiento subió a la Presidencia en octubre de 1868. El primer chasco que

      a Arredondo y a mí nos dio fue la organización de su ministerio. Sarmiento

      era siempre lo inesperado, y, sí no, ahí está su apoteosis, que es como se

      ha llamado la fiesta de su entierro. No digo fiesta, empleando la palabra

      en mala parte; lo digo, porque los entierros son, entre nosotros, al revés

      de lo que en otras partes pasa, más que un acto de recogimiento, un acto

      de vanidad.

 

      Por mi parte, desde ahora, les encargo a mis ejecutores testamentarios que

      me entierren de cualquier modo, que me echen a la fosa común, ¡qué

      diablos!, allí estaré quizás en mejor compañía.

 

      ¡Hay tanta gente, y entre ellos, usted Stein, que me ha hecho pasar por

      loco!... Luego, estando en la fosa común, estaré en el sitio que me

      corresponde, desde que no faltan políticos que pretendan que un noventa y

      nueve por ciento de los humanos son dementes.

 

      Y esto me trae a la memoria una anécdota que, por lo que tenga de

      instructiva, aquí consignaré, para que de ella saque mi hijo León, el

      único hijo que tengo, y los que con alguna atención inteligente me lean,

      la moral instructiva que de ello se desprende.

 

      Cuéntase que el célebre naturalista Humboldt pidióle un día al doctor

      Blanch, director de una casa de alienados, que le hiciera comer con un

      loco; y que el distinguido facultativo, apresurándose a complacerlo, fijó

      incontinenti el día y la hora.

 

      Si miento, no miento por boca de ganso, miento por boca de Julio Simón, al

      cual conocí en Versalles, Rue Berthier, número 33, bis, donde vivía a la

      sazón y actualmente vive, el muy querido amigo de mi padre, Mr. Lefebvre

      de Bécour, esposo de mi tía -le llamo tía, por cariño- Nieves, la hermana

      de la que fue mujer del muy noble padre de mi queridísimo amigo, Carlos

      Guido y Spano. Por más señas, al lado vivía también Jules Fabre, apartado

      de la sociedad, ocultando en el retiro las tristezas de su alma.

 

      Cuando llegó Humboldt a casa del doctor Blanch, ya estaba éste en la mesa

      con dos convidados. Hizo sus excusas, por llegar tarde y ocupó su asiento.

      Siguió hablando el que hablaba, habiéndose interrumpido apenas para

      hacerle una reverencia al recién llegado.

 

      Era un personaje de exterioridades excéntricas, movedizo, locuaz, una

      devanadera de palabras: sostenía, con pasmosa verbosidad, paradojas

      extraordinarias. Nadie chistaba; sólo, de vez en cuando, hacíale una que

      otra finísima observación el comensal que el doctor Blanch tenía a su

      derecha, el cual estaba vestido correctamente, siendo su aspecto muy

      grave. Llamóle tanto la atención a Humboldt, que, al salir de la comida,

      se dirigió al dueño de casa en estos términos:

 

      -Mi amigo, su loco me ha divertido mucho, aunque él se lo haya hablado

      todo. Pero debe haberlo fastidiado bastante a ese otro señor tan formal

      que tenía usted a su lado.

 

      El doctor Blanch se sonrió maliciosamente y repuso:

 

      -Es que ese otro señor tan formal es precisamente el loco, con quien usted

      quería comer.

 

      -¡Ah! ¡ah! -prosiguió medio estupefacto Humboldt-. ¿Y el otro, entonces?

 

      -¿El otro, el que le ha parecido a usted un verdadero loco?

 

      -Sí, sí.

 

      -¡Oh, ése es nada menos que el gran novelista Honoré de Balzac!

 

 

 

      ¡Eh! así es con mucha frecuencia el mundo: los locos suelen pasar por

      cuerdos; más aún, suelen, según la posición en que se encuentran, hacer

      pasar por locos a los cuerdos.

 

      Nada de esto lo digo, Stein, por usted. Tiene usted entre sus desgracias

      la que ya dejo apuntada. Ella basta y sobra, para que siempre y en todo

      caso, tenga usted el derecho de exigir un poco de indulgencia, cuando se

      trate de juzgarlo.

 

      Por otra parte, el juicio de los hombres suele ser tan extravagante, que

      yo me acuerdo de la opinión que tenía José María Moreno, el malogrado

      jurisconsulto, de nuestro célebre Presidente Sarmiento.

 

      Cuando Arredondo y yo supimos que el ministerio que Sarmiento se proponía

      nombrar, era el que anunciaban los diarios, la noticia nos hizo el efecto

      de un desastre. Pero Sarmiento ya estaba hecho Presidente, y no había más

      que aguantar.

 

      Ahí, donde está ahora el hotel de Reina, vivía el doctor Luis Vélez. En el

      salón a la calle, que queda a la izquierda, teníamos una especie de club

      político. Allí discutíamos todo, y discutimos naturalmente la anunciada

      composición del ministerio.

 

      Arredondo había sido llamado por Sarmiento. Tres veces lo llamó. Pero

      Arredondo no fue. Al fin, Sarmiento fue a la casa de Arredondo, que era en

      la de su suegro el doctor Almeida.

 

      Discutieron, no se entendieron, y Arredondo pensando que era mejor algo

      que nada, por aquello de "del lobo un pelo" se conformó con el ministerio

      de la guerra, no para él, sino para el candidato que indicaría. Yo estaba

      fuera de toda discusión; primero, porque eso era propio de Sarmiento, y

      segundo, porque, según él decía, yo era muy enemigo de los brasileros.

      Otra invención platónica.

 

      Nos fijamos en Carlos Keen. Yo recibí encargo de Arredondo de verlo, y

      están vivas las personas que, junto conmigo, pasaron la noche en casa de

      aquel inolvidable amigo, ayudándome a reducirlo; esas personas son: Dardo

      Rocha, Carlos D'Amico, Eulogio Enciso y otro que no puedo recordar. Me

      parece que era Luis María Campos, que había venido del Paraguay, en

      comisión: no lo afirmo.

 

      Carlos se negó tenazmente; descubría anomalías que lo aterraban, en el

      carácter del Presidente, y no quería exponerse a sus asperezas y a hacer

      un ministerio de la Guerra estéril, si tenía la paciencia de quedarse en

      él.

 

      Arredondo, aceptando mi indicación, me encargó que lo viera a José María

      Moreno, que había sido sargento mayor de artillería, subsecretario del

      ministerio de guerra y marina, que era hombre de tanto reposo como saber,

      y que, a estos dones naturales ya adquiridos, reunía la circunstancia de

      ser muy considerado en el ejército.

 

      José María vino a mi casa, calle Santiago del Estero, respondiendo

      gentilmente a la cita apurada que le diera.

 

      Cumpliendo con el encargo de Arredondo, le expuse francamente el estado de

      las cosas, la situación en que nos hallábamos -sin mencionarle para nada

      la negativa de Carlos Keen-, las esperanzas, en fin, que en él fundábamos,

      teniendo en cuenta que la guerra del Paraguay duraba y los visibles

      ribetes dictatoriales, que era la hilacha que empezó a mostrar, en cuanto

      llegó, el Presidente electo, envolviendo todos sus aforismos y

      americanismos yankees de triunfador constitucional, en las películas de la

      fraseología leguleya que le era peculiar.

 

      Enterado José María del porqué lo había molestado, dándole una cita en mi

      casa, o sea de la embajada que me había sido confiada, me miró con cierta

      sorpresa, se revolvió en la silla, como buscando una frase meliflua que

      antes de decir no permita que se sospeche que va a ser articulado, y se

      deshizo en consideraciones sobre las circunstancias, terminando por

      excusarse de no poder aceptar el honor que se le ofrecía, pero sin darme

      una razón concreta.

 

      Díjele yo entonces, para estrecharlo:

 

      -¿Y por qué nos abandona usted, José María?

 

      Tenía éste una cara angulosa, de toscas facciones en extremo expresívas:

      la frente espaciosa, como marcando matemáticamente la medida de lo mucho

      que podía abarcar y contener su cerebro; grandes, brillantes y saltados

      los ojos; abultada y prominente la nariz; gruesos los labios y

      entreabiertos, lo bastante para descubrir dos líneas de dientes macizos,

      casi caballares, que caracterizaban singularmente su fisonomía, dándole en

      estado de reposo un aire marcado de sinceridad, y cuyos labios, cuando se

      movían, solicitados por alguna idea retozona, hablaban sin decir nada.

 

      José María los movió, los arremangó, los compuso y los descompuso, y por

      último, dándole a toda su persona el aire de gravedad, que la equilibraba,

      volvió a mirarme y sonriéndose, a pesar suyo, me contestó con su

      inolvidable voz de bajo profundo, ronco.

 

      -Porque Sarmiento es loco.

 

      Los términos se vencieron: Sarmiento nombró el Ministro de Guerra que

      otros le indicaron y, como al fin y al cabo no se trataba de una calamidad

      pública irremediable, Arredendo y yo partimos pocos días después para las

      fronteras del Interior, que estaban todavía donde las habían dejado los

      españoles.

 

      Allí mismo las dejó Sarmiento, excepto algo que se hizo en la Provincia de

      Buenos Aires y en el Interior, por Arredondo y por mí.

 

      Pero hizo guerras cruentas, largas y costosas en Entre Ríos para vengar a

      Urquiza, del que iba huyendo en el vapor Menay después del 3 de febrero,

      según se ha visto, en una Causerie mía anterior, comprobando lo que,

      llegado a Montevideo, les declaró a sus amigos, o miente Alberdi en el

      tomo IV, página 33, cuando afirma: "El General persiste en ser quien es, y

      nadie en la tierra lo hará variar de su modo de ser."

 

      ¡Ironías de la historia! como la caricatura de Stein mismo, a propósito

      del desaguisado de Sarmiento conmigo, cuya caricatura tenía esta leyenda:

      "la máquina mata al inventor".

 

 

 

            II

 

 

 

 

      Hay una raza felina de gente, que, como dice Octavio Feuillet, es mucho

      menos crédula de lo que afecta serlo.

 

      No es aborigen de determinada latitud; nació con la humanidad; su cuna

      está desparramada por toda la redondez de la tierra; y su pasto principal

      es la envidia.

 

      Pero como es imposible ser envidioso, y no ser mentiroso, la tal raza es,

      en otro sentido, si se quiere, una mezcla antipática de lo más feo que

      conozco en la sociedad, la hipocresía, amasada con la impostura; lo que,

      fermentado, produce los Basilios .

 

      Me estoy ocupando de mí mismo.

 

      Puedo entonces, imitando a De Maistre, cuando resuelve consagrarle un

      capítulo entero a su perrita Rosina, amable animal, que amaba con

      verdadero afecto, y habiendo sido touriste como él, exigir que no se me

      reproche el ser prolijo en los detalles: es la manera de los viajeros.

 

      Y esto dicho, y habiendo interrumpido el capítulo anterior, en el momento

      mismo en que Sarmiento subía a la Presidencia, propalando ya, como para

      desobligar su conciencia, que no le debía ese triunfo ni al esfuerzo de

      Arredondo ni al mío, ni al de nadie, sino a la virtud electoral de su

      libro sobre la Vida de Lincoln , veamos un poco lo que eran, en aquel

      entonces, las fronteras del Interior de la República, a donde los dos

      referidos autores y fautores, por mal de sus pecados, se dirigían para

      ocupar sus respectivas posiciones.

 

      Nos transformamos tan rápidamente, es tan violenta la marcha que llevamos,

      la sucesión de los hechos y acaecimientos de toda especie es tan

      vertiginosa, y tan febril es el apuro de todos por llegar, que fácilmente

      olvidamos hasta lo de ayer: el éxito, la gloria de hoy, no sirven para

      mañana.

 

      El pasado era una cristalización, el presente es una explosión. No puede

      decirse de nosotros lo que decía Victor Hugo de la Rusia, que era el

      pasado de pie, obstinándose en vivir en consorcio con el presente.

      Nosotros somos el presente, caminando con paso de gigante, hacia el

      porvenir, sin mirar atrás, ni reparar lo que pisamos o destrozamos,

      impelidos por el poderoso resorte del progreso.

 

      ¿Qué poeta cantaría ahora:

 

 

      Y el tiempo, al parecer, pasa dormido,

 

      sin señales de alivio ni mudanza?

 

 

      Cuando Sarmiento subió a la Presidencia, para bajar dejando al país poco

      más o menos como estaba, no obstante el peso de las muchas o pocas ideas

      conglomeradas que tuviera su espíritu original, con cinco mil entrerrianos

      menos y deudas en que no soñó, la primer cosa que buscábamos en los

      diarios, así como ahora buscamos los telegramas del Exterior y del

      Interior, era la noticia que contenía este título obligado:

 

      "¡Invasión de indios!"

 

      Efectivamente, los indios amenazaban por todas partes, por todas partes

      invadían, por todas partes sembraban la desesperación y la muerte, y en

      todas partes los pacíficos moradores se acostaban y se levantaban pensando

      en la pesadilla secular.

 

      Había indios hasta en el camino del Rosario a Córdoba. Y estos indios eran

      de dos clases: una mayoría inmensa, era Pampa o del Chaco, los otros,

      otros forajidos, producto de la barbarie y de la guerra civil, que con

      ellos fraternizaban.

 

      Cuando yo llegué a la villa del Río Cuarto, una verdadera ciudad ahora,

      con casi todas las comodidades de la moderna civilización, la plaza estaba

      atrincherada en sus cuatro bocacalles; era el reducto o refugio en donde

      todo el mundo buscaba su salvación así que como una chispa eléctrica

      corría la noticia de que los indios habían invadido. Y como las dos cosas

      que más se aman son la vida y la propiedad, y como los indios eran esas

      dos cosas precisamente las que más amenazaban, no había en la aldea quien

      de ellos no se ocupara. Y lo que era mas triste aún, para que se vea cuán

      funesta es la anarquia, no faltaba quien tuviera afinidades con los

      bárbaros, llegando la audacia hasta el colmo de jactarse de ello. Así

      solía oírse decir: a don Fulano no le han de hacer nada los indios, porque

      es amigo de Fulano, de Zutano, de Mengano, o de Beltrano, que está con

      ellos, o porque con ellos está su hermano o su primo.

 

      Fue mi primer preocupación darme cuenta de lo que tenía entre manos, ver

      con mis propios ojos si había los medios de defensa, que mi antecesor

      aseguraba existían, y procurar infundir cierta confianza a los habitantes

      de aquella frontera. Desplegué alguna actividad. Era joven, tenía bríos y

      estaba bien secundado por una falange de jefes y oficiales que, como yo,

      habían servido en la frontera de Buenos Aires, con excelentes modelos,

      como mi maestro el general Emilio Mitre, hecho la guerra en diversas

      ocasiones, y la gran guerra del Paraguay, sobre todo. Todo esto era algo

      para que se me respetara y nos respetaran. Pero no bastaba para tener

      prestigio; y ni mi estilo y ni el estilo del núcleo en que yo me apoyaba

      era el que por el que entonces gustaba. El gaucho, aunque viera que yo no

      era maturrango, me veía en silla inglesa o mejicana, como lo veía a

      Racedo, a Ruiz Moreno, a Maldonado, a Molina, a Villegas, a Lagos, a

      Godoy, a Villar, a Mayer, a Viñales, y a tantos otros que eran muy

      subalternos, como Amaya, O'Donnell, etc., o que han muerto va, dejando

      gran vacío en el ejército, y encarnándolos a todos ellos en mí, decía en

      las pulperías, medio chupado, porque no llevaba el lazo a los tientos, ni

      el sable entre las caronas (lo que por otra parte tiene su oportunidad):

      "¿Y éste es el que nos va a gobernar ahora?"

 

      Yo le contestaba en mi interior; y le contestaba sin ningún sentimiento de

      acritud, porque encontraba muy explicable que, lo que yo representaba

      física y moralmente, exterior e interiormente, no le cuadrara: "Ya verán

      quién es Callejas." Y procedía con suma cautela; el terreno en que pisaba

      no era firme.

 

      Me faltaba todavía mucho que averiguar, mucho que hacer ver, mucho que ver

      yo mismo, para poder decir: conozco bien la topografía del terreno, los

      elementos de que puedo disponer, la gente con que tengo que habérmelas; en

      dos palabras, estoy enterado y orientado, no me empamparé , si sobreviene

      alguna dificultad.

 

      Una mañana fue a visitarme un vecino, y como la cosa más natural del

      mundo, me dijo, delante del comandante Hilario Lagos, que la plaza estaba

      llena de indios...

 

      Ya se imaginarán ustedes el efecto que la noticia me hizo, aunque no se

      tratara de una invasión, sino de una comisión, que era como los señores

      del desierto llamban a sus embajadas.

 

      Me dio vergüenza y cólera; pero era necesario disimular, y disimulé,

      siguiendo el consejo de Maquiavelo.

 

      ¡Cuándo, cómo y por dónde habían venido, hasta llegar a la misma plaza

      principal (y no había otra) sin que yo lo supiera!

 

      Era menester averiguarlo instantáneamente.

 

      No tardé en saberlo.

 

      Suprimo detalles; todos pueden reducirse a esta fórmula: las malas

      prácticas fronterizas permitían que los indios, verdadero enemigo al

      frente, cruzaran la línea de fortines tranquilamente, siempre que no

      vinieran en son de guerra y que llegaran a las poblaciones, sin decir agua

      va, cuando se les antojaba y primero que el parte de los comandantes de

      los fortines, si es que llegaba. Porque dichos comandantes solían

      discurrir de aquesta graciosa manera: "Como van de paz (era el modo de

      decir), ¿para que voy a cansar caballos de balde?" Y esas malas prácticas

      hacían también que las poblaciones los acogieran como a verdaderos nuncios

      de paz y que antes que, no digo las autoridades civiles, sino las

      militares, supieran que había llegado una comisión, ya estuvieran hechos,

      entre indios y cristianos, infinidad de cambalaches, dando ellos sus

      plumas de avestruz por aguardiente, o pañuelos pintados de algodón, o

      caballos con marca de estancieros de la provincia de Buenos Aires, o de

      Mendoza... por cualquier porquería, o lo que era más irritante aún,

      vendiendo a una cautiva orejana o con marca conocida, era cuestión de edad

      y de la provincia en que había sido tomada, por un poncho de paño, o por

      un par de botas, es decir, por mucho menos precio de lo que yo había visto

      vender, no digo circasianas, negras, en los mercados de carne humana,

      autorizados por la ley abominable de la esclavitud, del Cairo, de

      Constantinopla, de Río de Janeiro.

 

      ¡Y el país, ya estaba constituido, figurando entre las naciones de la

      tierra, que proclamaban a todos los vientos que en su seno no hay

      esclavos, que todo contrato de compra y venta de personas es un crimen!

 

      ¡Tenemos tantas de éstas todavía...!

 

      Si un pobre paisano se emborrachaba y gritaba: ¡Viva Rozas! ¡Viva

      Arredondo! ¡Viva el diablo! y no andaba bien con el comandante de la

      partida, lo enderezaban, a cintarazos, a la policía, lo destinaban a un

      cuerpo de línea, por más jueces federales que ya hubiera. Pero si se

      emborrachaba un indio, con los mejores modos posibles y tratándolo de

      hermano, lo conducían a buenas a que durmiera la tranca, entre su

      colección de mujeres, chinas y cristianas, es decir, blancas, o de

      cualquier otro color, todo ello de miedo de las consecuencias.

 

      Y los indios ensoberbecidos, y usando del derecho salvaje de aquella

      vergonzosa extraterritorialidad, que era el usus vivendi , podían apalear,

      herir, matar a sus propias mujeres o concubinas (pueden tener las dos

      cosas), sin que les parara perjuicio, arrancando, cuando más, esta crítica

      a la humanidad escarnecida: ¡qué bárbaros son estos indios!

 

      El origen de mis relaciones con la china, mi comadre Carmen, del afecto

      que ella me consagró y del bien que me hizo, mientras estuve entre los

      indios ranqueles, página que no figura en el libro en que cuento las

      aventuras de aquella calaverada militar, viene, precisamente, de que yo

      protesté contra semejante usanza musulmana.

 

      El caso fue así:

 

      Yo recibía visitas matutinas, de chinas; so pretexto de saludarme, iban a

      hacerse regalar cualquier cosa. Los indios hacían después, por activa, lo

      que habían hecho las indias por pasiva. La tienda en que se compraban los

      regalos, era la más acreditada del Río Cuarto; casualmente, la del señor

      don Ambrosio Olmos, que llegó después a ser un gobernador excelentísimo de

      Córdoba, sujeto, por otra parte, digno de sus millones; porque los ha

      acumulado apretándose la barriga, como pocos, y el cual puede ser

      presentado como ejemplo de lo que valen estos dos coeficientes: el trabajo

      y la economía.

 

      Una mañana vinieron las susodichas chinas a mi casa, y al ver que una de

      ellas, bastante donosa, la Carmen, tenía la cara toda estropeada,

      preguntéle:

 

      -¿Y qué es eso?

 

      -Puitrén, pegando -me contestó.

 

      -¿Vos engañando con cristiano?

 

      -No, Puitrén, achumao -borracho quiere decir en lengua araucana.

 

      Aunque yo piense que no suele estar de más pegarle a las mujeres, siempre

      que con las manos, o con cosa contundente, no se les pegue, me sulfuré de

      cólera y mandé que me lo trajeran incontinenti al indio.

 

      Vino éste.

 

      -¿Vos pegando mujer?

 

      El indio se sonrió y contestóme:

 

      -Sí.

 

      -Bueno, vos no pegando más mujer.

 

      El indio volvió a sonreírse, como diciendo "¡Si será zonzo este

      cristiano!" -y repuso:

 

      -Mujer mía...

 

      -Mujer tuya, allá en tus tierras; acá, no pudiendo pegar mujer. Yo pegando

      vos -y lo amenacé con los puños- si vos pegando mujer.

 

      -Mujer mía, mía, mía, yo comprando padre...

 

      -Allá...; acá, tierra de cristianos, no pudiendo pegar mujer.

 

      Es de advertir que la china estaba encinta, y que tenía una barriga

      piramidal.

 

      El indio volvió a sonreírse y agregó:

 

      -Yo pegando nomás.

 

      -¡Hi... de... una... gran... pe...! ¡Si vos volviendo pegar mujer, yo

      matando vos, pícaro!

 

      El indio se puso serio.

 

      Y entonces yo, dirigiéndome a la china Carmen le dije, conociendo hasta

      donde la mujer oculta las flaquezas de su marido, y éste las liviandades

      de su mujer, lo que prueba que el uno vale la otra:

 

      -Si marido pegando y vos callando, no contando a mí... y yo sabiendo,

      castigando marido y no dejando vos volver toldos...

 

      La china me miró con una de esas caras que sólo ponen las mujeres, para

      los que las amparan, lo miró también al indio, como diciéndole: "¿Has

      entendido?", y el indio me miró a mí, como diciéndome: "¿Y quién le ha

      dado a usted ese derecho de meterse en las cosas, entre mi mujer y yo?"

 

 

 

      En el Médecin malgré lui , Martina no discurre, ¡qué curioso!, como la

      china Carmen discurría, pues lo increpa a Roberto diciéndole:

 

      -Voyez un peu cet impertinent, qui veut empêcher les maris de battre leurs

      femmes!

 

      Pero, Sganarelle discurre como Puitrén, diciendo:

 

      -Je la veux battre, si je le veux; et ne la veux pas battre si je ne le

      veux pas.

 

      Decididamente, en las fronteras del matrimonio hay indios.

 

 

 

            III

 

 

 

 

      Ustedes habrán leído, probablemente, una página muy animada y humorística

      de Octavio Feuillet y, si la han leído, la recordarán, sin duda; porque

      eso es lo que siempre pasa, con ciertas lecturas, no las olvidamos nunca;

      se clavan ahí en la memoria, como el recuerdo de la mujer que nos hizo la

      primer caricia, siendo cosa averiguada que a la mujer no le sucede lo que

      al hombre: ella, olvida con facilidad, y si no olvida, se hace la que no

      se acuerda.

 

      En esa página hay este diálogo:

 

      -Acabo de llegar de París, y yo se lo digo a usted: Alejandro Dumas, no ha

      exisistido jamás. Es Charpentier el que lo ha inventado.

 

      -¿Cómo decís? ¿Charpentier?

 

      -Sí, pues; Charpentier, el editor.

 

      -¡Pero si Charpentier no ha editado, hasta ahora, una línea de Alejandro

      Dumas!

 

      -¡Bah!, ¡bah!, es una especulación de librería.

 

      -Le repito a usted que acabo de llegar de París, que usted se chupa el

      dedo, que no hay tal Alejandro Dumas.

 

      El mundo, la vida, la sociedad, son los dominios de la inventiva, de la

      impostura, o de la eterna pavada... como ustedes quieran.

 

      Esto último, se me ocurre con motivo de un aristarco, que ha necesitado

      nada menos que tres años para descubrir que una frase mía es... ajena.

 

      No me envanezco de ello, porque, al fin y al cabo, no he descubierto ni un

      nuevo gas para reemplazar al sol, ni la cuadratura del círculo. Pero

      supongamos que la frase no fuera mía, que de buena o de mala fe, yo me la

      hubiera apropiado.

 

      Anda muy atrasado de noticias el crítico ese, cuando ignora que, en

      literatura, ha pasado en autoridad de cosa juzgada, siendo regla práctica,

      que un hombre que ha hecho sus pruebas, como escritor original, o como

      orador, tiene el derecho de pillar, a discreción, las obras de otros [14]

      .

 

      Un pensamiento, dice el sabio, pertenece al que ha podido concebirlo, y al

      que sabe colocarlo bien, en su lugar. El empleo de las ideas prestadas, lo

      denota al principio una cierta desmaña ; pero, así que hemos aprendido a

      servirnos de ellas, adiestrándonos, se hacen nuestras.

 

      Toda originalidad es, pues, relativa.

 

      Todo pensador es, pues, retrospectivo.

 

      De seis mil cuarenta y tres versos de Shakespeare, mil setecientos setenta

      y uno son de la mano de un escritor anterior a Shakespeare, dos mil

      trescientos setenta y tres son de sus antecesores, y mil ochocientos

      noventa y nueve, suyos propios.

 

      Yo puedo, dice un gran escudriñador, señalar sus versos y reconocerlos por

      la cadencia.

 

      Mirabeau plagiaba todas las buenas ideas y todas las palabras felices que

      se expresaban en Francia.

 

      Dumont refiere que, estando en una tribuna de la Asamblea Nacional, se le

      ocurrió, al oír un discurso de Mirabeau, una peroración, que escribió

      inmediatamente con lápiz, y se la comunicó a su vecino lord Elgin.

 

      Lord Elgin la aprobó, y a la noche Dumont se la mostró a Mirabeau.

      Mirabeau la leyó, la halló admirable, y le declaró que, al día siguiente,

      la intercalaría en uno de sus discursos.

 

      -Es imposible -le dijo Dumont-; desgraciadamente se la he mostrado a lord

      Elgin.

 

      -Aunque se la haya usted mostrado a lord Elgin y a cincuenta personas más

      -replicó Mirabeau-, no por eso dejaré yo de pronunciarla mañana.

 

      Y así lo hizo en efecto, con gran éxito.

 

      Porque, como observa muy bien mi maestro -o mi filósofo favorito-,

      Mirabeau sentía, tal era el vigor de su personalidad, que todo lo que su

      presencia inspiraba, le pertenecía, como si él mismo lo hubiera dicho, y

      que le daba un valor adoptándolo.

 

      Que haya alguna vez podido escribir Zola "ilustres desconocidos", ¿qué se

      me da a mí? La cuestión, en todo caso, sería saber si él tuvo la

      inspiración de exclamar en un momento dado, y en una asamblea de partido,

      a propósito de trapisondas electorales, y dándole notoriedad a quien no la

      tenía: "Pero si es un ilustre desconocido, no contestaré."

 

      Lo mismo que a Stein tiene que importársele un bledo quién fue el primero

      que habló del famoso fusilamiento del caballo. El fue el que la escena

      pintó, dándole todo el carácter que su buril y su lápiz saben imprimir a

      las novedades, con que alimenta, hace tantísimos años, la voracidad de sus

      insaciables suscriptores, y la leyenda es entonces suya, como son de

      Shakespeare los versos ajenos, pescados en el medio ambiente en que vivía;

      como es de Mirabeau la peroración de Dumont, como es de Zeballos el

      notabilísimo discurso de los otros días, aplaudido espontáneamente por los

      que como él pensaban y admirado interior y silenciosamente por los que

      como él no pensaban; aunque unos y otros pudieran decir o pensar (suele

      ser el último recurso de la mediocridad y de la envidia): eso es sacado de

      los libros.

 

      Y, como por más que Zola la haya escrito, si es que la escribió, desde que

      yo la apliqué en una asamblea parlamentaria, es mía, y no de él, la frase

      que ahora se me disputa.

 

      Con que así, lector paciente, por no decir amigo, vamos, no exclamando

      como el poeta:

 

 

      Y el alma que no sé yo do se esconde;

 

      vamos andando sin saber adónde.

 

 

      sino a la cuestión; es decir, prosigamos el relato, interrumpido cuando el

      indio sostenía que era su derecho darle de palos a la mujer, derecho que

      el francés de Molière reivindicaba para sí (después dirán que no son muy

      bárbaros estos franceses), y que Martina encontraba legítimo, pues

      exclamaba: "Voyez un peu cet impertinent, qui veut empêcher les maris de

      battre leurs femmes!"

 

      Pero que la china Carmen, mi comadre, hallaba muy discutible, a juzgar por

      los ojos con que me miraba, cuando yo le decía a Puitrén, su posesor (se

      recordará que me dijo es mía, yo se la he comprado al padre): -¡Cuidado

      con pegar mujer, si vos pegando ella, yo pegando vos!

 

      Los indios habían llegado hasta la plaza de Río Cuarto, como quien llega,

      entra y se instala en su propia heredad, siendo objeto de visibles

      manifestaciones de contento de todos los estantes y habitantes del lugar.

      Venían de paz, venían a tratar. Estas voces, esparcidas por sus heraldos,

      que eran los cómplices a que ya me he referido, ejercían siempre una

      influencia mágica en el vecindario fronterizo. La guerra era una

      tradición; que concluyera de algún modo, un ideal. Porque concluyendo,

      aunque no se acabaran los indios, todos esperaban que la vida y la

      propiedad dejarían de estar a la merced de aquellos bárbaros, que no sólo

      merodeaban entre Córdoba y el Rosario, sino entre Río Cuarto y Achiras;

      entre Achiras y San José del Morro, entre San José del Morro y San Luis, y

      entre San Luis y Mendoza.

 

      El arco de círculo que, empezando en la embocadura del Río Negro, pasaba

      por la Villa de Mercedes, después de haber delineado las fronteras de

      Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y San Luis, para terminar en Mendoza,

      marcaba las funestas etapas que parecían decirle a la civilización ansiosa

      de proyectarse al sur: ¡de aquí no pasarás!

 

      La índole de estas conversaciones me prohíbe explayarme en cierto orden de

      reflexiones. Diré entonces lo estrictamente necesario, dentro de mi

      propósito, y a él hace que conste que Arredondo se había establecido

      estratégicamente, en la Villa de Mercedes, donde tenía su cuartel general;

      y yo, el mío, en el Río Cuarto con la consigna de prepararme para

      adelantar la frontera, al Río Quinto, sacándola de donde la habían dejado

      los españoles, como ya lo dije; todo lo cual se hizo con éxito completo,

      en el momento oportuno.

 

      Tales eran los auspicios, bajo los cuales yo me encontraba, cuando, como

      se anuncia un hecho ordinario en la vida social, vinieron a decirme en mi

      propia casa: "Ahí están los indios", no tardando en llegar otro comedido

      interesado, que iba a hacerme saber: que con los indios había venido

      también (esto era sensacional) un parejero, flete de superior calidad, que

      mis inesperados huéspedes habían adquirido par droit de conquête , en una

      de sus últimas invasiones.

 

      El tal pingo llamaba más la atención que algunos cautivos y cautivas,

      infelices, que traían aquellos caballeros.

 

      Visita tras visita llegaba a mi casa, y todas ellas repetían lo mismo:

      "¿Sabe señor que ahí está el picaso? "

 

      Por fin llegó su legítimo dueño, e interrogado por mí, después de escuchar

      la historia de las hazañas de su caballo, me dijo: que estaba atado a la

      estaca, en el sitio del único boticario que el Río Cuarto tenía el honor

      de contar entonces entre sus galenos no patentados, boticario que era por

      añadidura francés.

 

      Era éste un hombre inofensivo como sus drogas. Tengo para mí que no vendía

      sino aqua fontis , crémor y magnesia, con diferentes denominaciones (la

      más inocente de las supercherías farmacéuticas), y por eso, sin duda, era

      mejor entonces que ahora la salud pública allí.

 

      A más de ser inofensivo, era federal mazorquero; pero platónico, porque

      era incapaz de matar una mosca. Item más: era imperialista, imperando a la

      sazón en Francia Napoleón III. Ainda mais : se decía compadre de Mariano

      Rozas, y por esta quíntuple razón, ser boticarío, mazorquero, francés,

      imperialista y compadre de su compadre, era un personaje de tantas

      ínfulas, que, cuando pasamos con el general don Emilio Mitre por el Río

      Cuarto, yendo para Mendoza, muchos años atrás, era él el único vecino que

      hacía alarde de no saludarlo (estaba siempre en la esquina de la tienda de

      Fidel Argüelles, con otros), nada más que porque el tal general

      representaba cinco particularidades diametralmente opuestas a las que

      constituían las peculiaridades de su curiosa entidad.

 

      El sitio ese, quedaba en la plaza y hacía cruz con el cuartel, donde se

      hallaba acantonado el batallón 12 de línea, ahora 10, siendo su mayor y

      jefe interino, el actual Ministro de Guerra y Marina, y quedaba al lado de

      la botica.

 

      El boticario, fiel a su tradición, y dominado por su neurosis, no me había

      pagado el tributo palaciego de otros vecinos, de modo que yo, tenía por él

      (así es nuestra naturaleza) una mezcla de consideración y de rabia.

 

      La ocasión la pintan calva, me dije, y ahora verás, francés, quién soy yo,

      y me pagarás aquellas faltas de respeto (la aldea no es como la gran

      ciudad) de cuando íbamos a Mendoza, con don Emilio.

 

      Lo mandé llamar, en la forma menos imperativa: "Vaya usted, le dije al

      oficial mensajero, y dígale al señor Tal, que tenga la bondad de venir a

      hablar un momento conmigo."

 

      El oficial salió, volvió y me dijo: "Dice que ahora viene."

 

      En efecto, un rato después, anunciáronme al compadre de Mariano Rozas, que

      se había echado encima todas las pilchas más modernas que tenía: era un

      hombre alto, rubio, de aspecto agradable, de modales fáciles; tenía unos

      brazos como aspas de molino, cerrada la barba, largo el cabello, y

      hubiérale parecido feroz a todo aquel que no estuviera acostumbrado a ver,

      en los ojos, al cabrío emisario de lo que se mueve. Así endomingado ,

      aunque fuera día de trabajo, como se me presentó estaba exteriormente

      charmant .

 

      Nos saludamos en criollo, si el pronombre nos cabe cuando se trata de un

      interlocutor que, no obstante su mazorquerismo , no había conseguido

      perder el acento gabacho; il grasseyait atrozmente.

 

      Ustedes saben que grasseyer es un defecto parisiense, y que el marsellés

      es el modelo del grasseyer . Ergo no me detendré en mayores explicaciones,

      y hoy por hoy, aquí haré punto redondo, aunque bien pudiera demostrar,

      antes de concluir, que el amor influye mucho, muchísimo, en el modo de

      pronunciar en Francia bien la r .

 

 

 

      Post-Data.

 

 

 

      Mariquita:

 

      Tenga usted paciencia, y así que salga de algunos compromisos anteriores,

      le contaré a usted la historia que le ofrecí en la mesa de Luis, cuya

      historieta tiene por objeto probar hasta la última evidencia que mi perro

      Júpiter es mucho más inteligente que yo. Y una vez probada la cosa,

      quedará archiprobado el dicho tan conocido de "Plus je connais les hommes,

      plus j'aime les chiens".

 

            L. V. M.

      Idem.

 

 

 

      Carlotita T...

 

      ¡No se alarme usted! Mi alusión a Carlota Corday no pudo ser un

      pronóstico; me referí a la que, en religión literaria, se llama Jeanne

      Thilda.

 

            L. V. M.

 

 

            IV

 

 

 

 

      Generalmente, entre jueves y jueves, entre Causerie y Causerie , suelo

      recibir billetes firmados o anónimos. Los unos son dulces; agrios los

      otros, como los días de la existencia.

 

      Algunas veces me dicen: "...me ha enternecido usted y hecho reír a la vez:

      ¡qué gracia y qué vida respira esa página íntima! ¡Bravo! De usted puede

      decirse que brilla en todas las luces, como los diamantes finos de la

      India. Mis cumplimientos..."

 

      Otras: "Está bien imaginado; pero no le creo a usted. Me parece que Rozas

      pudo ser realmente así, como usted lo pinta; en cuanto a eso de los siete

      platos de arroz con leche, no creo jota. Ma se non é vero é ben trovato."

 

      Otras, como ayer... "Charlatán, y ¿cómo demostrarías que el amor influye

      en el modo de pronunciar en Francia la r ?"

 

      ¡Sea todo por el amor de Dios!

 

      Tendré, mi querido Stein, que tantalizarlo a usted más todavía, aplazando

      y aplazando la hora sangrienta de la ejecución del malhadado bucéfalo.

 

      "¡Charlatán!" El billete es anónimo, pero esa inscripción debe ser

      femenil.

 

      -Señora, contéstole entonces: Está visto que la mujer no escama y que

      mientras no se transforme, ha de continuar siendo la Eva peligrosa de la

      curiosidad. Y que, aun corriendo el riesgo de pecar [15] hemos de tener

      que satisfacerla.

 

      Allá va, pues, por cuenta del bello sexo, salvo error u omisión, una

      digresión más, otro pecado literario, antes de volver a tomar el hilo de

      la narración, interrumpida en el momento en que el boticario y yo nos

      saludábamos.

 

      Prevengo que no quedarán bien enterados, los que no hayan leído el

      capítulo anterior.

 

      Habla por mí el más delicioso de los escritores, Ernesto Legouvé, y por

      boca suya, desmiento (con el debido respeto) a la velada dama que ha

      creído reducirme al silencio, fulminándome con su mensaje de arriba:

      "¡charlatán!"

 

      "... Era joven, ya tenía talento y perseguía, al mismo tiempo, dos

      empresas, desigualmente caras para él, pero igualmente difíciles:

      trabajaba a la vez por conquistar la r , la erre rodante , y la mano de

      una joven de la que estaba locamente apasionado. Seis meses de esfuerzos

      no le habían bastado para conseguir, ni lo uno ni lo otro. La r se

      obstinaba en quedarse en la garganta, y la señorita, en no ser señora. Por

      fin, un día, o más bien una noche, después de una hora de súplicas, de

      protestas, de ternura... toca el corazón rebelde... la señorita dice: ¡sí!

      Ebrio de gozo baja la escalera de cuatro en cuatro escalones, y al pasar

      por la portería del conserje, le lanza un sonoro y triunfante (tengo que

      decirle en francés)

 

      -Cordon, s'il vous plait [16] .

 

      ¡Oh! ¡sorpresa!...

 

      ¡La r de cordon ha sonado vibrante y pura, como una r italiana!..."

 

      ¡Italiana!, dice Legouvé, porque no conocía nuestra bella lengua

      castellana.

 

      ¡Qué italiana, ni qué botijas! No hay lengua humana que articule la r como

      un español o como un americano del sur. Y agreguemos, en honor de nuestra

      lengua nacional, que no hay garguero en el mundo que pronuncie, como

      nosotros, la jota (excepto los árabes). De donde se deduce, que en materia

      de jotas, podemos dar tres y raya al más pintado.

 

      "...El temor lo domina... ¿Es quizá una feliz casualidad?" -prosigue.

 

      Vuelve a empezar; ¡idéntico éxito! ¡Ya no puede dudar! La r rodante le

      pertenece. Y ¿a quién la debe? A la que adora. Es la embriaguez de la

      pasión feliz, la que ha hecho aquel milagro. Y hete aquí que se vuelve a

      su casa, repitiendo durante todo el camino, porque temía perder su

      conquista:

 

      - Cordon , s'il vous plait!

 

      De repente, ¡nuevo incidente! Al dar vuelta a una calle, sale de entre sus

      pies, sale de una cloaca, una enorme rata. ¡Una rata! Todavía una r .

 

      La une a la otra, las mezcla y las articula juntas.

 

      -¡Una rata ¡cordón! ¡cordón! ¡Una grran rrrata! ¡Corrrdón! ¡Una grrran

      rrrata!

 

      ¡Y las r ruedan, y la calle retumba! ¡Y él entra en su casa triunfante!

      Había vencido a los rebeldes. ¡Era amado y vibraba!

 

      Intitulemos este capítulo, concluyo con Legouvé: "De la influencia del

      amor sobre la articulación..."

 

      Ahora, a mi turno; y bien, amable desconocida, ¿insitirá usted en tildarme

      de charlatán? Quíteme usted ese tizne, y cargue con la responsabilidad de

      que yo, a fuer de galante siempre con los que no llevan pantalones, haya

      abandonado a nuestro boticario, con menoscabo de la brevedad y concisión,

      que es, según algunos, el mérito principal de los que comercian con las

      bellas letras, mérito, por otra parte, muy discutible; porque al fin y al

      cabo, y esto sí que viene al pelo, como pedrada en ojo de boticario, ¿a

      qué habría quedado reducida esta Causerie , si ya lo hubiéramos fusilado

      al pobre caballo de Stein?

 

      Nos saludamos, he dicho más arriba, y la escena se verá gráficamente, si,

      en vez de emplear el método expositivo, recurro al dialogado.

 

      -Adelante, caballero.

 

      El boticario me hizo una cortesía, de esas en que las manos casi hacen los

      oficios de una escoba. Pero su aire era triunfante; porque la montaña iba

      hacia él, desde que era yo el que lo había mandado llamar.

 

      Y vean ustedes: la casualidad, que es la que gobierna los acontecimientos

      humanos, se puso de mi parte, porque mi plan, si plan tenía, no entrañaba

      nada de trascendental.

 

      -¡Grgaaacias!

 

      Entramos en un cuarto, como sala; de ahí pasamos a otro, como escritorio

      -mi casa no tenía mucho de confortable, que digamos-. En éste, había una

      como chimenea de cal y canto, y en el marco algunos libros, circunstancia

      que anoto de antemano, porque entre esos libros se encontraban varios

      códigos, y entre ellos el código Napoleón; pues yo me ocupaba en mis ocios

      de un estudio de legislación militar comparada.

 

      -¡Siéntese usted, caballero!

 

      -¡Grgaaaacias!

 

      Nos sentamos.

 

      -Señor X. de X., lo he mandado molestar a usted para pedirle un pequeño

      servicio.

 

      El boticario irradió de sus ojos una fosforescencia que iluminó la escena,

      como cuando la luz eléctrica, en el teatro, envuelve la pintada faz de la

      primera bailarina, al hacer una pirueta final, en medio de la falange

      coreográfica.

 

      -Mucho honorg parrga mí.

 

      -Me han dicho que tiene usted en su sitio el picaso .

 

      Era inútil decir qué picaso.

 

      Era tan grande su fama en aquellas comarcas, que sería lo mismo que si

      ahora yo me detuviera a explicar quiénes eran Rozas, Urquiza, Mitre,

      Sarmiento, Avellaneda, Roca, Juárez.

 

      Uno explica quién es el señor Pérez o el señor Martínez -porque todo el

      mundo puede llamarse Pérez o Martínez.

 

      Para el sport gauchesco, el picaso era todo un señor caballo.

 

      ¡Pues no faltaría más sino que ahora se perdiera el tiempo en decir

      quiénes son los favoritos del Jockey Club, o del Hipódromo Nacional!

 

      -Sí, señorrg. (Suprimamos, para la facilidad de la lectura, el

      grasseyement ).

 

      -Bien: yo deseo que usted me haga el gusto de entregarme ese caballo.

 

      -Me lo ha mandado de regalo mi compadre.

 

      -¡Su compadre!

 

      -Sí señor; mi compadre, el señor general don Mariano Rozas.

 

      -¡Hum! sin embargo... ese caballo es del señor don Fulano : tiene su marca

      líquida.

 

      -Pero ahora es mío.

 

      -¡Ahhh!!! ¿Esas tenemos, eh? ¿Es de usted lo que ha sido robado en la

      última invasión?

 

      -Le he dicho a usted, señor, que me lo ha mandado de regalo mi compadre el

      señor general don Mariano Rozas.

 

      Lo había oído perfectamente bien, y aquella segunda irónica notificación,

      entrañando, como entrañaba, una profunda subversión de todas las nociones,

      que yo tenía el deber de hacer prevalecer, me hizo tan desagradable

      efecto, que parecióme estar oliendo un cuerno quemado.

 

      -Caballero -le dije-: ¿por quién me toma usted?

 

      -¡Señor!

 

      -Vea, dejémonos de bromas, ¡eh!

 

      Y esto diciendo, proseguí:

 

      - Vous êtes français, monsieur?

 

      - Oui, monsieur -repuso el boticario con entereza.

 

      Yo vi que me las había con un maniático, y entonces levantándome de

      improviso, y cerrando con pasadores las dos puertas que comunicaban con el

      exterior, tomé el código Napoleón, y tirándoselo continué:

 

      -Cherchez, monsieur, ce que c'est: droit de propriété, en France.

 

      El francés me miró con una cara en la que visiblemente se leía esto: "Este

      hombre es un cafre."

 

      -¡Suyo! -proseguí-, pretende usted un caballo que ha sido robado, y que yo

      quiero devolver a su dueño, para que aquí se comprenda, que no deben venir

      los indios a insultarnos, trayendo de regalo o para vender y cambalachear,

      cautivos y cautivas, niños y niñas, ¡cosa alguna!

 

      El boticario no perdió su continente, y con sus r , que se quedaban en la

      garganta, me exasperaba. Mas era necesario ser prudente todavía, y me

      contuve, y comprendiendo todo lo que tiene de persuasivo hablarle a un

      hombre en su propio idioma, le repetí en francés, dando vuelta a la frase,

      como para metérsela mejor, lo que acababa de decirle, en mi lengua

      maternal.

 

      Mi boticario se sintió un poco desarzonado.

 

      ¡Diablo! -me parecía a mí leer en su interior: "Este animal no es como los

      otros que antes hemos tenido aquí."

 

      Pero era un empecinado, y aquel parentesco espiritual con el indio lo

      tenía trastornado. Hubiérase dicho que ser compadre de Mariano Rozas, era

      para él un amuleto, un pararrayos contra todo desastre de invasión, y le

      dio bríos para redargüir:

 

      -El picaso es mío.

 

      ¿Para cuándo son tus rayos, Júpiter? -exclamé in pectore .

 

      El boticario estaba clavado en su silla: recorrí febrilmente de arriba

      abajo la pieza, a grandes pasos, rumiando lo que haría, y por último,

      deteniéndome frente a él, le dije:

 

      -Me entrega usted el picaso: ¿sí, o no?

 

      -Mi compadre...

 

      -¡Qué compadre, ni qué...!

 

      Y aquí hubo una repercusión de jotas... como una jota aragonesa, cantada

      en un aquelarre de borrachos.

 

      - Vous ne voulez pas comprendre, monsieur? Eh bien! vous allez comprendre

      bientôt.

 

      El francés, ya fuese porque estaba encastillado en su inusitado derecho de

      propiedad, ya porque la vibración de las jotas no lo impresionara, no se

      inmutó; yo fui entonces a la puerta que comunicaba con la como sala, bajé

      el pasador, frenético, la entreabrí, y por la rendija, llamé; vino un

      oficial, le hablé al oído, y partió, resonando estas últimas palabras:

      "Inmediatamente, y ande y venga usted pronto"; y esto diciendo, volví a

      clausurar la puerta, y tornando a pasearme repetía y repetía:

 

      -Vous ne voulez pas comprendre, monsieur? Eh bien! vous allez comprendre

      bientôt.

 

      Yo debía estar, con permiso de ustedes, hermoso como Júpiter Tonante, en

      aquel momento solemne de la reivindicación del derecho de propiedad. Me

      imaginaba anonadarlo al boticario. ¡Pero qué! El compadre de Mariano Rozas

      debía haber pasado por algunas pellejerías mayores, porque, haciendo de

      tripas corazón, encontró todavía alientos para decirme:

 

      -Le escribiré a mi compadre.

 

      ¡Cómo puede este deficiente instrumento de la palabra humana expresar el

      coraje que nos trunca en ciertas situaciones, solicitándonos a las vías de

      hecho, cuando se han agotado todos los medios racionales del

      convencimiento! Me declaro impotente, y sólo diré que mi cólera no era

      amarilla ni negra, era multicolor, y que sólo se me ocurría una cosa:

      estrangularlo al boticario.

 

      Hablaba en voz alta, iba, venía, mi propia frase me sobrexcitaba; sentía

      toda la embriaguez y el calor de la retórica de cuartel; felizmente el

      boticario estaba mudo, casi atónito. Como el caminante que ve venir la

      tempestad, y que presiente que no podrá llegar a la etapa de salvamento,

      parecía resignado al fin, y encomendar su alma a Dios... Tocaba yo, ya,

      ya, los últimos límites de la palabra para entrar en los de la acción,

      afortunadamente, cuando llamaron a la puerta, que ¡de no llamar, creo que

      me lo como crudo y no le dejo duda al descendiente de Faramundo de que hay

      antropófagos en América!

 

      Corrí, abrí, interrogué con la mirada, y el oficial que momentos antes

      había salido con mis instrucciones perentorias, me contestó, con una

      sonrisa grave:

 

      -¡Está cumplida la orden, señor!

 

      Ustedes no pueden formarse una idea de la fruición proconsular que yo

      experimenté: Sila, decretando las proscripciones en masa; Carlos IX

      ordenando la matanza sin cuartel de los hugonotes; el otro escribiendo

      ferozmente, desde Sevilla, a su Real Majestad: "seguimos fusilando

      liberales, en el mayor orden", me parecieron pigmeos, comparados con mi

      prepotencia, frente a frente del boticario.

 

      Y ahora, dirigiéndome a él, le dije: -Salga usted y vaya y escríbale a su

      compadre, el general don Mariano Rozas, lo que se le antoje.

 

      -Grragcias -articuló el boticario y salió, entre varias jotas

      archiguturales, como gato por tirante; que es como decía Eulogio Blanco,

      otro federal, otro mazorquero platónico, que se enorgullecía de que no

      hubieran quedado más que dos representantes del pasado: él, como federal

      neto, y Mariano Varela, como salvaje unitario.

 

      ¡Pobre don Eulogio! ¡cuán buenos recuerdos ha dejado!

 

      Mazorquero, como el boticario, era un alma de Dios, y un creyente.

      Imaginaos que, una vez después de haber estado en el circo de una compañía

      ecuestre, pasmado de la habilidad de los caballos, le decía a mi madre:

 

      -No, misia Agustina; a mí no me la friegan éstos; éstos no son caballos,

      éstos son ingleses disfrazados de caballos.

 

      ¡Ah!, todo se disfraza en este mundo, en esta comedia de la vida, en la

      que las mejores acciones, muchas veces, dan por resultado el famoso

      fusilamiento de un caballo.

 

 

 

            V

 

 

 

 

      ¿A ver si podemos estar de acuerdo, no siendo ésta cuestión política? Todo

      lector es impaciente: los unos leen los diarios aprisa, casi a vuelo de

      pájaro; los otros se tragan los libros sin masticarlos, como ciertos

      concurrentes, próximos a la orquesta, se comen , con los gemelos, las

      piernas de las bailarinas. ¡Así son después las indigestiones! Unos y

      otros no hacen sino atascarse, hasta se puede leer y "engañarse". Ambos

      alcanzan lo mismo: excitar su imaginación. A los unos, es tiempo perdido

      decirles: "Todo eso que miráis con avidez es artificial y artificioso." A

      los otros, es inútil explicarles que para hacer las cosas bien, es preciso

      hacerlas poco a poco, despacio. Por eso, ese que los franceses llamaban el

      gran rey, le decía a su lacayo: "Vísteme despacio, que estoy de prisa."

 

      Me dicen ustedes, y me lo escriben: "Están muy buenas las Causeries

      (¡Gracias!) Pero ya lo ven, el mismo autor del fusilamiento del caballo,

      me urge y me pone otra vez en caricatura, presentándome la mortífera

      espingarda, para que acabe cuanto antes, como si el derramamiento de

      sangre fuese un espectáculo ameno, del que no debiéramos apartar la vista

      con horror.

 

      ¡Que acabe!

 

      Y ¿cómo se acaba?

 

      No se puede entrar en materia de improviso, ni se debe acabar sin ton ni

      son. ¿Acaso es esto como contar una docena, o sacar en limpio, por los

      nudillos de la mano, los meses impares del año?

 

      Ustedes mismos, seamos francos, los que me están leyendo con interés o con

      curiosidad, buscándole tres pies al gato cuando tiene cuatro, pelillos a

      la frase, alguna quisicosa que censurarle a la dicción y que nada

      encuentran, por más que busquen y rebusquen, aunque no queden del todo

      satisfechos -yo los conozco bien, también soy público y lector-, serían

      los primeros en decir: "es una pavada el cuento", o "cuando creíamos que

      iba a continuar, resulta que concluye".

 

      Sí, pues: ustedes buscan la sensación en todo; pero la quieren al galope,

      instantánea, al vapor, a la electricidad, á la minute , aunque les sirvan,

      como en las fondas, plato recalentado. Desean y no hay más. ¡Eh!... como

      dicen los franceses, Messieurs, Mesdames et la compagnie : esto no es

      sacarse una muela, de cualquier modo, como caiga, con tal de que pase

      cuanto antes el mal trago y el dolor.

 

      ¡Qué curiosos y qué egoístas son ustedes! Y egoístas, en dos sentidos:

      quieren gozar y divertirse, y que los hagan gozar y los diviertan, sin

      sujeción a ninguna regla estética. Hablan constantemente de la belleza y

      se olvidan de que no hay que apurar los sucesos, ni que apurarlo al autor,

      o no lo comprenden.

 

      ¿Escribir no es un arte y un juego? Déjenme entonces entretenerme y

      triunfar de ustedes. De esa manera, los dos tendremos la parte que nos

      corresponde, y ambos nos divertiremos, tanto más cuanto que todo esto es

      gratis et amore . Soy desinteresado. ¿Amaría entonces tanto lo bello?

 

      Sólo así concibo yo que el arte, ese lujo de la imaginación, acabe por ser

      una necesidad para todos, una especie de pan cotidiano.

 

      Sí, señores y señoras: tengan ustedes un poco de paciencia, lean quand

      même ; y déjenme continuar, según mi método, por aquello de "cada

      maestrito tiene su librito".

 

      Sí, una vez más, señores y señoras: dejad que cada bestia viva de su

      naturaleza. Conocéis, sin duda, el ejemplo, citado por Spencer, de ratas

      que roen lo que no puede alimentarlas, para ocupar la actividad de su

      sistema dentario. He pasado algunos años emboscado en la prensa militante,

      chapaleando sin hacer gran daño a las personas, eso sí, os lo digo en

      verdad, bajo mi palabra, que no es poco; aunque si habéis leído a

      Chamfort, y lo recordáis, podéis argüirme que él dice: "Los que no dan más

      que su palabra como garantía de una aserción que recibe su fuerza de sus

      pruebas, se parecen a aquel hombre que decía: Tengo el honor de aseguraros

      que la Tierra gira alrededor del Sol."

 

      Iba a decir otra vez "Señores y señoras"; pero me acuerdo que en

      Inglaterra dicen: "Ladies and Gentlemen", y digo: "Señoras y señores", por

      última vez, lo cual me parece mucho más poltico; ¿vais comprendiendo ahora

      que mis órganos literarios, así en reposo, ese chapaleo infecto, no es

      literatura; será cuando más, "vil prosa", tenéis que compararlos a la tan

      empleada figura de una pila cargada de electricidad, que pide descargarse

      por la acción?

 

      Ya lo veis, os hago confidencias, cuando es una historia lo que os debo.

      ¿Todavía me haréis un cargo, porque tardamos en llegar a la meta? Es

      posible. ¿Quizá no veis que el artista tiene su instinto de producción;

      que sólo sabe a derechas lo que ha querido, recién cuando ha concluido y

      escrito finis ? Schiller le dice en una de sus cartas confidenciales a

      Goethe: En mí el sentimiento empieza por no tener un objeto determinado y

      preciso; primero, desde luego, mi alma se llena de una especie de

      disposición musical; la idea no viene sino después. Fijaos, agrego yo, en

      que el arte no tiene, como el cálculo, un objeto perfectamente

      determinado. Podemos resolver de memoria un problema complicado, si

      tenemos la facultad innata de esos niños fenomenales, matemáticos de

      nacimiento; pero ¿quién ha escrito mentalmente un cuento siquiera?

 

      El artista crea, pero saber no es crear. Bueno, as you like it , como

      gustéis: el hecho es que, por más que he querido, no he podido deciros,

      que después de aquella orden terrible, dada por la rendija de la puerta,

      que lo dejó al boticario patitieso, pasé una noche atroz. La sola

      remembranza de mis tormentos me estremece ahora.

 

      Oídme: no voy a haceros llorar -tenéis por otra parte, duro como risco el

      corazón-, y os lo confieso, no me gustan las lágrimas sino en un caso. ¡He

      visto derramar tantas, hasta por necedades!

 

      ¡Ah, vosotras, eternas tentadoras, no conocéis ciertas tempestades: el

      suplicio de un alma que no tiene la justificación de haber sido seducida,

      dominada, arrastrada por una Elena, por una Cleopatra, por una Fredegunda!

      Nada de eso había en el Río Cuarto. La más bella señora de allí se llamaba

      Digna , y ¿quién podía hacer otra cosa que no fuera prosternarse ante su

      dignidad? ¿Qué instinto feroz me impelía entonces? ¿Era yo un neurótico de

      raza? ¡Qué noche aquélla!

 

      El cielo me parecía envuelto en un sudario sanguinolento. ¡Sí... había

      corrido sangre...! Era todo lo que sabía. Mis órdenes habían sido

      cumplidas. ¿Quién se habría atrevido a desobedecerlas?

 

      Como Macbeth, me decía, pensando en el instrumento que habrían empleado:

      "¿Es un cuchillo lo que veo delante de mí, brindándome el cabo? ¡Ven, que

      te agarre! No te tengo, y sin embargo, te veo. ¿No eres, visión fatal,

      sensible al tacto, como a la vista? ¿no eres más que un cuchillo

      imaginario, falsa creación, emananada de un cerebro calenturiento? Te veo

      no obstante, tan palpable en apariencia, como el que saco en este

      momento..."

 

      Y tomando yo mi puñal y viéndolo ahí, todavía, al impertérrito boticario,

      me decía: ¿Por qué la víctima ha de ser el otro , el inocente picaso? ¿Qué

      es la justicia de los hombres? ¿Qué tiempos son éstos? ¿Será verdad que es

      verdad que

 

 

      Cuando oscuras andaban las naciones

 

      colgaban a las cruces los ladrones.

 

      Y en este tiempo que llaman de la luces

 

      del pecho del ladrón penden las cruces?

 

 

      Y luego, en medio del delirio, sentía resonar el eco del sofisma la

      propriété c'est le vol . Y me decía: y si la propiedad es el robo, y si el

      que roba a un ladrón tiene cien años de perdón, ¿qué culpa tiene el señor

      general don Mariano Rozas, de haber robado el picaso del señor don X. X.?

      Y, continuando el orden de mis febriles impresiones, llegaba a esa

      conclusión dubitativa: ¿No habría sido mejor robarle el picaso al

      boticario, que sacrificarlo? Y traslaticiamente me decía: ¡asesino!

      ¡asesino! Me tuve horror y me quedé... profundamente dormido.

 

      Al día siguiente, a medida que me iban llegando lenguas, iba recobrando

      poco a poco el sentimiento de mi inocencia y de mi propia dignidad, y

      paulatinamente, iba viendo, con inefable satisfacción, que no estaban mis

      manos empapadas en sangre, sino limpias, como una patena, como toda mi

      vida las había tenido. Yo era, pocos instantes después, otro hombre: todo

      se había hecho sin formalidades de ordenanza, como en nuestros saladeros

      donde diariamente matan potros a millares, para sacarles la gordura y

      hacer grasa; y en tal emergencia ni Racedo, jefe del 12 de línea, ni

      Mauricio Mayer, de servicio ese día, ni ninguno de mis subalternos, tenían

      por qué estremecerse de su responsabilidad ante los coetáneos y ante la

      posteridad, pudiendo exclamar tranquilamente:

 

 

      Que haya un cadáver más,

 

      ¿qué importa al mundo?

 

 

      Estaba tranquilo. Podía pasar mi nombre a la historia sin mácula, por

      aquel rasgo genial que fue mi salvación y la del boticario. Porque, ¿qué

      habría sido de mí, sin aquella feliz inspiración, que me iluminó como un

      relámpago que en negra noche tempestuosa aclara la senda del solitario

      caminante extraviado en las sinuosidades de la montaña?

 

      El boticario estaría en el otro mundo; y yo en la lista de los caudillejos

      brutales, en cuyas manos todo poder es una amenaza y un peligro.

 

      Me faltaba, sin embargo, averiguar si con todas mis letras, no se me

      habían quemado los libros, saliéndoseme el tiro por la culata; así es que,

      si por una parte estaba tranquilo, por otra estaba impaciente. Me

      encontraba en el caso en que se habrán encontrado ustedes tantas veces,

      cuando esperan con la seguridad de que vendrán: la impaciencia los hace

      esperar dos veces, y el más mínimo incidente les parece que alarga el

      tiempo y que retarda la llegada de la cosa o del objeto apetecido.

 

      ¿Qué efecto había producido el sacrificio del picaso ; qué decía el

      boticario que se escapó de mis garras arañando; qué decían los indios, que

      presenciaron la inmolación? Los indios, que lo consideraban cosa propia,

      en virtud del aforismo comunista que me había tenido perplejo. ¿Qué

      pensaban los compadritos, los gauchos, y sus afines, disfrazados de gente

      civilizada, porque en vez de chiripá usaban pantalones?

 

      He ahí el problema que yo tenía que resolver, averiguando cuál era la

      opinión de la aldea, para decirme a mí mismo, después de haberla pulsado

      bien, sin atenuaciones, sin falacias, sin imposturas que transigieran con

      la conciencia: has hecho bien.

 

      El boticario se había encerrado en un mutismo absoluto; los indios estaban

      taciturnos; el picaso no podía hablar, había pasado a mejor vida; los

      vecinos más decentes y sesudos se expresaban con suma discreción, poco

      podía deducirse de sus juicios; nadie se había puesto luto; el entierro se

      había hecho sin ceremonia, arrastrándolo a lazo, campo afuera, al que ya

      no existía sino en la memoria de los carreristas; había que consultar la

      opinión pública en las pulperías; allí, y sólo allí, podía hallarse el

      criterio filosófico del ruidoso acontecimiento, oyendo cómo discurrían los

      mesmos que poco tiempo antes exclamaban en sus expansiones alcohólicas:

      "¿Y es éste el que ahora nos va a gobernar?"

 

      Desparramé mis emisarios; fueron y oyeron: los gauchos no estaban

      consternados, pero estaban profundamente impresionados; la muerte del

      picaso había embrollado un poco más todas sus nociones embrionarias sobre

      el artículo de la Constitución Nacional, que prohibía, hasta que se

      reformó, las ejecuciones a lanza y cuchillo, poniendo en su lugar: "Quedan

      abolidas para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie

      de tormento y los azotes."

 

      Y no decían ya: "¿Y es éste el que ahora nos va a gobernar?" decían: "Pues

      amigo, si el mozo éste ha sido capaz de mandar matar el picaso, vamos a

      tener que andar derechos."

 

 

 

      Mi prestigio estaba asegurado, y con mi prestigio el del cuadro brillante

      de jefes y oficiales que me rodeaban. Ni ellos ni yo éramos capaces de

      sacrificar un boticario. Los tiempos habían cambiado, había que

      acostumbrarse a un espectáculo distinto del que antes tenía por

      inspiración la barbarie.

 

      Había que renunciar a toda esperanza de que volviera a ser legítimo,

      regalar o cambalachear a vista y paciencia de su propio dueño, propia

      madre o padre, de sus propios deudos, el caballo robado, la cautiva

      arrebatada, días, meses, años antes, dejando el hogar desolado, arrasado,

      incendiado. Todos estaban notificados: ¡guay de nosotros! No mataríamos

      hombres; pero mataríamos como lección tremenda y ejemplar... pingos...

      aunque fueran parejeros.

 

      La leyenda se encargaría de desfigurar los hechos, sus causas eficientes y

      trascendentales: toda la historia de la humanidad está sujeta a peripecias

      por el estilo; y en los tiempos modernos, lo que no inventa y comenta el

      diario, este artista consumado en novedades, lo puede la caricatura, que

      es la leyenda gráfica, que, entrando por los ojos, deja recuerdos más

      vivaces.

 

 

 

            Moralidad

 

 

      La noticia de la muerte del picaso llegó a Buenos Aires; aquí la

      exornaron; mi amigo Stein, por hacerme popular, la compuso, la arregló, la

      ilustró... y tuvo lugar el hecho de un caballo fusilado, con todas las

      formalidades jurídicomilitares -proceso, bando y ejecución- en pleno día,

      en la plaza pública del Río Cuarto: y falló esta vez el dicho del Gran

      Federico, me parece: Celui qui entend le récit d'un FAIT, en sait plus que

      celui qui l'a vu.

 

 

 

            Epílogo

 

 

      Pero a pesar de todo, paciente lector, y esperando haber satisfecho

      cumplidamente vuestra curiosidad, convengo en que, cuando el río suena,

      agua o piedra lleva. Fijaos, sin embargo, en la diferencia; porque quizá

      hayáis oído decir que hay ríos secos, sin agua, por los que corren

      piedras: podéis dirigiros, si mayores informes necesitáis, sobre el

      particular, a cualquier riojano o catamarqueño, los cuales cambiarían, no

      me cabe duda, todos sus ríos secos, por un arroyuelo de agua limpia y

      pura; porque las piedras son al agua lo que la mentira es a la verdad,

      estériles, aunque hagan daño momentáneamente a aquel a quien le son

      arrojadas. Veritas prevalevit .

 

 

 

            Fin

 

 

      ¿Y el caballo?

 

      Requiescat in pace.

 

      O si os cuadra mejor, podéis verlo renaciendo de sus cenizas, fusilándome

      él a mí en la última caricatura de Stein, que Dios guarde.

 

 

 

JUAN PATIÑO

Al señor doctor don Felipe Yofre

 

 

      Juan Patiño era cordobés, y negro, negro retinto, descendiente en línea

      recta de africanos. Por toda la estructura de su cara, debía venir de la

      tribu que los traficantes de carne humana, cuando existía la trata,

      llamaban nación benguela.

 

      Su estatura era la mediana, su mota tupida, sus ojos redondos, algo

      saltones y mansos, su nariz respingada; tenía los pómulos saltados, signo

      infalible de coraje; los labios poco abultados, y se movía con una

      indiferencia, que rayaba casi en el abandono de su persona, como

      diciéndole a la tierra: "¡Psé! ¿y a mí qué se me da? Puedes tragarme

      cuando quieras."

 

      La primera vez que lo vi fue en el fuerte Las Tunas , recorriendo la

      frontera con el general don Emilio Mitre, cuyo nombre traigo siempre a

      colación, con explicable complacencia, porque ha sido mi jefe y mi

      particular amigo; todavía lo es, a pesar de tantas tempestades, como las

      que hemos corrido, bifurcándonos sólo las disidencias políticas. ¡Bien

      haya la brújula del afecto, imantada por la estimación!

 

      Ayala, comandante entonces, general ahora, mandaba aquel destacamento; y

      la razón por que allí conocí, al pasar, a un simple soldado, es muy

      sencilla, para que se vea que, hasta el vicio, puede ser causa de

      notoriedad: ese soldado llamaba la atención por ser un insigne borracho.

 

      Juan Patiño pasaba, en efecto, lo mejor de sus días en las viñas del

      Señor.

 

      He dicho más arriba que la primera vez que lo vi fue en Las Tunas , y no

      lo he dicho por decirlo, sino exprofeso, porque no lo conocí , y bien,

      sino después.

 

      Ese después , fue cuando sobre la base del piquete que mandaba Ayala, se

      organizó el batallón 12 de línea.

 

      Era esto, al estallar la célebre guerra del Paraguay.

 

      Juan Patiño, siendo yo mayor -el mayor es el argos y el cuco del cuerpo,

      no podía escapar al escrutinio de mi observación.

 

      Manejaba perfectamente el fusil, marchaba bien, era muy listo como

      guerrillero, y no tenía de las tres pestes o vicios del soldado: las

      mujeres, el juego y la embriaguez, sino el último; de modo que Juan Patiño

      debía ser un hombre mediocremente feliz, quizá feliz del todo.

 

      Las mujeres no lo engañarían, estando exento, por consiguiente, del atroz

      tormento de los celos, de esa pasión que suele hacernos feroces hasta la

      estupidez; y no jugando, estaba a cubierto de caer en las bajezas del

      deshonor.

 

      Pero de lo que no estaba a cubierto era de que lo metieran un día sí y

      otro no, por lo menos, en la tipa , o en chirona , que es como en España

      dicen.

 

      Juan Patiño era incapaz de pensar en desertarse; pero (ha de haber muchos

      peros en la vida de este, para mí, inolvidable negro), cuando no estaba

      preso lo andaban buscando; porque el parte respecto de él era siempre,

      infaliblemente, éste, a la hora de lista: Falta Juan Patiño...

 

      Marchamos a los campos del Paraguay, y Juan Patiño, que no era capaz de

      enmendarse, llegó a hacerse molesto, por lo relapso en emborracharse: era

      un mal ejemplo, había que corregirlo.

 

      Agoté todos los medios coercitivos, y otros... ¡inútil...! Juan Patiño

      estaba saturado hasta la médula de los huesos, el solo olor del

      aguardiente lo embriagaba.

 

      Lo peor de todo, y éste no es más que un modo de hablar, es que su alma no

      podía abrigar resentimiento, y que después de un castigo duro, cuando nos

      veíamos, él me miraba con una carita picaresca y risueña en la que yo leía

      perceptiblemente esto:

 

      -Mi mayor, castígueme no más... pero de la chupa no me ha de curar.

 

      Yo me decía: matarlo no puedo, a este negro; pero ¿si lo hiciera matar

      gloriosamente?...

 

      Y digo matar, en vez de asustar, porque asustarlo era imposible...

 

      Puede ser que le tuviera miedo a las ánimas; de la muerte... se reía.

 

      Un día, se me ocurrió una cosa, y esta cosa se repitió y se repitió.

 

      Después que se retiraron las guardias avanzadas, que cesó el tiroteo de

      las descubiertas, que nuestra línea quedó en silencio, y como el pobre

      negro habiendo faltado a la lista tenía que ser castigado, le hice dar

      diez paquetes, y una vez amunicionado, lo llamé y le dije:

 

      -Vaya usted a tirotear a los paraguayos, ¿me entiende?

 

      -Sí, mi mayor...

 

      Marchó, avanzó, armó una cinguizarra de tiros, quemó todos sus cartuchos,

      revolviendo el avispero hasta ser atacado por qué sé yo cuántos

      paraguayos; pero salió ileso.

 

      Y, lo más lindo de todo, es que, cuando regresó al reducto, estaba ya in

      trinquis .

 

      ¿Cómo? He ahí el problema. El hallaba aguardiente hasta debajo de tierra.

 

      Era una diversión que tenía bemoles; pero Juan Patiño no estuvo nunca,

      jamás, enfermo, ni nunca, jamás, fue herido, ni siquiera murió en el

      asalto de Curupaytí; tenía siete vidas como el gato. Era invulnerable.

 

 

 

      Juan Patiño fue dado de baja, habiendo cumplido su empeño, pero yo no sé

      por qué incongruencia o nigromancia, como decía el viejo general Paunero,

      siempre remanecía por donde yo andaba...

 

      Avellaneda me había mandado a Córdoba de Intendente Militar, y allí

      enarbolé bandera de enganche.

 

      Yo vivía en la calle de San Jerónimo. Una mañana, oigo una disputa en la

      puerta, con mis asistentes.

 

      -Y... ¿por qué no hei de dentrar? -decía-. Si, hei de dentrar.

 

      -No, no ha de entrar nada. Váyase, amigo...

 

      -No me de dir nada.

 

      Aquí reconocí, desde mi escritorio, la voz vinosa de Juan Patiño. Y cómo

      no gritar:

 

      -¡Déjenlo entrar!

 

 

 

      Ustedes se imaginarán, sin duda, que exagero.

 

      ¡Pues soy pálido, me falta elocuencia para contar las aventuras de este

      bípedo extraordinario! Su vida militar son puros milagros.

 

      Lean ustedes:

 

      Una noche: era en el campamento de Tuyutí, teniendo yo una pierna de

      carnero, no muy flaca, se me ocurrió invitar a cenar a algunos camaradas,

      entre ellos, al malogrado Maximio Alcorta, a José Ignacio Garmendia, a

      Eduardo Dimet y otros...

 

      Nos sentamos a la mesa, y apenas en facha, revienta un cohete a la

      Congrève, que nos mandaban los paraguayos, y otro, y otro.

 

      Gran desparramo; los convidados se dispersan entre mis voces de: ¡A

      formar! ¡A formar! ¡Pronto, muchachos!

 

      En medio de aquel bello desorden, Maximio, Garmendia, Dimet y los otros,

      que, a deshoras y contra la consigna, estaban fuera de su campo, en las

      avanzadas, tomaban en tropel el portante, saltando como gamos el pequeño

      puente levadizo, diciéndome: ¡Hasta mañana, que le vaya bien!

 

      -Adiós, adiós -les contesté; y se hicieron humo.

 

      Cuando el batallón estuvo listo, y lo estuvo en un verbo, me acordé de la

      pierna de carnero, intacta en el momento de estallar los cohetes, y le

      dije a Carmen Bustamente, mi tamborcito de órdenes, herido a los doce

      años, sobre las trincheras de Curupaytí:

 

      -Andá, traéme la pierna de carnero que está en mi carpa.

 

      -Señor -me contestó-, si se la han mochado ; el capitán Garmendia la

      llevaba en la mano.

 

      -¡Ladrones! -exclamé, en mi hambruna burlada-. ¡Mañana me la pagarán!

 

      -¡Flanco derecho, hileras a la derecha, marchen!

 

      Salí a la sordina con el batallón...

 

      El cielo estaba encapotado. No había más luz que la de los fusilazos, sólo

      se oían tiros, la tierra temblaba.

 

      Una columna de caballería enemiga recorría el frente de nuestra línea a

      gran galope, terrible, como un azote...

 

      Todas mis centinelas avanzadas estaban en su puesto, de pie, vigilantes,

      menos Juan Patiño.

 

      "Prisionero" -pensé-: ésta, no estaba en sus libros, y me puse torvo y me

      entristecí.

 

      Cuando aclaró, mandé descubrir el frente.

 

      ¡Dos mil jinetes habían pasado por encima de un hombre! ¡El casco de

      ningún caballo lo había tocado!

 

      El dormía como una piedra.

 

      Al lado tenía el cuerpo del delito.

 

      Era una caramañola paraguaya, con restos de un aguardiente que no sabía al

      vitriolo líquido que bebían nuestros soldados, trofeo perdido por el

      enemigo probablemente, en su descubierta de la mañana; y el hombre... Juan

      Patiño.

 

      Garmendia está vivo y no rectificará, así como no tendrá la imprudencia de

      decir que no tuvo el mal corazón de robarme la pierna de carnero, ¿o no

      fue robo ese?

 

 

 

      Juan Patiño entró.

 

      Estaba, como de costumbre, alegre que daba gusto, y venía ¿a qué? A

      engancharse.

 

      Solté una carcajada.

 

      El también se rió.

 

      -Pero Juan -le dije-, si estás muy viejo, si ya no servís para nada,

      hombre -y esto diciendo, metí la mano en el bolsillo para untarle las

      suyas con algunos bolivianos.

 

      Se tambaleó, se enderezó, y cayéndosele la baba, me hizo la venia con toda

      marcialidad, como si estuviera fresco .

 

      No articuló una palabra... pero todo él decía: ¡con que no sirvo para

      nada!

 

      -Si me vas a dar mucho trabajo, Juan -le contesté.

 

      Me miró cariñosamente.

 

      Me di por vencido, y le dije: -Bueno, pero mirá que ya tenés canas, a ver

      si asentás el juicio.

 

      Le leí en los ojos que haría todo, menos renunciar al culto de Baco.

 

      Pero ya yo había dicho que sí.

 

      Por otra parte, hay borrachos de borrachos, y aquella orgía ambulante, no

      había hecho en su vida mal a nadie, por eso tenía, sin duda, una

      Providencia aparte.

 

      Otros, y blancos, con vicios menos visibles, son reptiles sociales

      venenosos.

 

      Hice llamar al comandante Olímpides Pereyra y le di mis órdenes. Fueron

      éstas:

 

      -Engánchelo usted a ese hombre; es buen soldado, dele su primer cuota, de

      a poco, todos los domingos, y puerta franca siempre...

 

      Juan Patiño vivía como había vivido: ebrio, siguiendo la falta [17] o

      preso; pero, cuando no estaba malo de la cabeza, era un modelo. Un día me

      dijeron: Juan Patiño ha desertado.

 

      -Imposible -contesté-; que lo busquen.

 

      Se mandaron comisiones.

 

      Pasando una de éstas por una chacra de maíz, oyeron voces, salían de las

      entrañas de la tierra; buscaron, hallaron...

 

      Juan Patiño se había caído en un pozo sin brocal, el agua le llegaba casi

      a la boca; pero le permitía vociferar: "¡Pozo de tal por cual, que no

      servís ni para que se ahoge un pobre negro calavera!"

 

      Lo sacaron hecho sopas, todo lastimado, el agua había hecho su efecto de

      reactivo, medio curándolo de las contusiones de la tranca.

 

 

 

      Yo dejé de ser Intendente Militar; se ordenó por el Ministerio de la

      Guerra que se remitieran a Buenos Aires todos los enganchados que, por

      diversas razones, habían ido quedando en Córdoba.

 

      No me acuerdo qué rumbo militar o político tomé.

 

      Lo cierto es que un bello día, entrando en la Casa Rosada, el centinela

      que se paseaba por la vereda se detuvo y, echando al hombro el arma que

      tenía a discreción, me saludó como sólo saben hacerlo los veteranos

      consumados.

 

      Era Juan Patiño.

 

      -¡Juan! -le dije-. ¿Vos, acá?

 

      Y él, guiñándome el ojo, repuso con malicia inocente, por más que estas

      dos palabras parezcan divorciadas: -¡Y de artillero!

 

      Aquella observación zumbona valía todo un informe técnico sobre el modo de

      reclutar y destinar nuestros soldados.

 

      Y, sin embargo, con esos elementos, y así, nuestro ejército ha hecho, y

      volverá a hacer proezas.

 

      ¡Lástima que se vayan acabando los negros!

 

      A ver, ¿cuántos blancos que no se han emborrachado jamás han tenido

      mejores sentimientos que Juan Patiño? ¿quién fue más subordinado que él?

      ¿quién pasó más pellejerías que él? ¿quién se hizo querer más que él?

      ¿quién, como él, en trúa , calamocano o no, fue más desprendido que él?

 

      ¿Qué se habrá hecho?

 

      Es pecado fomentar el vicio; pero si yo supiera dónde mi negro está, ya

      que de él me he acordado, le enviaría algunos pesos para que se los

      chupara.

 

      ¿Qué queréis? yo soy como me han hecho, y no es hora de enmendarme.

 

      Estoy seguro de que si Juan Patifío vive y ha dejado de beber, se ha de

      haber enamorado.

 

      Chassez le naturel il revient au galop: el amor es otro género de

      embriaguez; ambos hacen perder la cabeza... tanto vale mamarse con

      aguardiente como con caricias de mujer...huid de ellas; os hablo,

      mancebos, en nombre de mi observación personal.

 

      Pero qué... tiempo perdido; Shakespeare ha dicho: Man is like a cat that

      always makes a dirt in the same place; lo que traducido pulcramente quiere

      decir: que el hombre es persistente, en lo malo, como el gato.

 

      Buen provecho.

 

      ¿Y mi negro?

 

      ¡Ah, Juan! si no has dejado tu vicio, no lo cambies por el otro; reirás

      menos, llorarás más, y lo mismo tambalearás y caerás.

 

 

 

TIPOS DE OTRO TIEMPO

Al señor don Eduardo Legarreta

 

 

            S'il va par la ville, après avoir fait quelque chemin, il se croit

            égaré, il s'émeut, et il demande où il est à des passants, qui lui

            disent précisément, le nom de sa rue; il entre ensuite dans sa

            maison d'où il sort précipitamment, croyant qu'il s'est trompé.

                  La Bruyère.

 

      ¡Buenos Aires! como quien dice París en América, porque el viejo Buenos

      Aires se va, y éste, poco a poco, se nos va convirtiendo en un petit

      Paris!...

 

      ¡Buenos Aires!...

 

      ¿Qué saben ustedes de él ab ovo ?

 

      Me imagino que saben tanto como su seguro servidor; lo que les han

      enseñado en la escuela: el Catecismo de Historia Argentina , por Santiago

      Estrada, título que, por otra parte, yo no he digerido bien todavía, desde

      que "catecismo" es cosa que sirve para catequizar, y aunque por extensión,

      pueda decirse que es una exposición abreviada de cualquier ciencia o arte,

      en forma de preguntas y respuestas.

 

      El librejo no es malo, a falta de otro. Santiago lo escribió cuando era

      industrial en letras, ahora es millonario, viaja, y enseña que don Pedro

      de Mendoza, al volver de Italia a España, cargado de riquezas, supo que el

      Gobierno, privado de recursos, no podía costear una expedición al Río de

      la Plata. Pidióle entonces permiso al Emperador Carlos VI [18] para

      costearla y mandarla, y ambas cosas le fueron concedidas. Más de dos mil

      hombres, entre ellos varios caballeros, se presentaron a arrostrar los

      peligros consiguientes a este género de empresas. La armada, que se hizo a

      la vela en el puerto de Sanlúcar el 1° de setiembre de 1534, llevaba

      también varios sacerdotes, encargados de la conversión de los indios. Al

      comenzar el año siguiente entró la expedición de Mendoza en el Plata, y

      construyeron albergues en la margen derecha, dando a esta agrupación el

      nombre de Puerto de Santa María de Buenos Aires. Adjudícase este segundo

      nombre a la casualidad de haber exclamado, al acercarse, uno de los

      expedicionarios: "¡Qué buenos aires...!"

 

      Están ustedes enterados, y yo también ¿no es así?

 

      El catecismo no dice cómo se desenvolvió, durante tres siglos, Santa

      María.

 

      Para catequizar inmigrantes, bastaría y sobraría, sin duda, hacer saber

      que Buenos Aires es salubre... salvo peste, más o menos cruda, debida -lo

      contrario sería una anomalía, una incongruencia- a que el hombre no sabe

      aprovechar suficientemente los dones de la Naturaleza.

 

      Los testigos oculares, podemos, sin embargo, dar fe de algunos cambios

      extraordinarios, operados contra viento y marea: las guerras civiles, las

      tiranías, las revoluciones, y otras locuras de menor cuantía.

 

      Por ejemplo, yo, que ya le he sacado la oreja a medio siglo, he visto

      maravillas, por decirlo así: alzarse palacios, donde no ha mucho había

      lagunas cenagosas; pues, han de saber ustedes, que muchos años todavía

      después de la caída de Rozas, la calle de Maipú entre Viamonte y Paraguay,

      era un foco de barro permanente, en el que nunca faltaba su

      correspondiente caballo muerto, hinchado, amenazando levantar como una

      bomba, agusanado, exhalando una fetidez miasmática, que sólo estos "Buenos

      Aires" podían disipar.

 

      Las veredas eran de ladrillo, donde las había, sumamente estrechas y

      medían una altura considerable. No puedo compararlas sino con las

      empinadas laderas, talladas en la roca viva, de una cordillera de los

      Andes. Daba vértigos pasar por ellas cuando estaban resbaladizas por la

      humedad. Ahora, vale por allí setenta pesos y más, la vara cuadrada de

      tierra. Antes, los que la poseían, eran pobres que no tenían sobre qué

      caerse muertos, con esto está dicho todo; y el catecismo tiene razón,

      cuando a la pregunta de ¿por qué se llamó Buenos Aires esta bendita

      tierra?, se contenta con contestar: porque a uno de los expedicionarios se

      le salió la exclamación que sabemos; que si se le sale qué fresco hace ,

      bien hubiéramos podido llamarnos: estamos frescos.

 

      ¡Bendita tierra, una vez más! ¡y cómo se mueve! ¡Adónde iremos a parar el

      día en que el esfuerzo de nuestra edilidad haga tanto como la iniciativa

      particular!

 

 

 

      Pues por esa calle transitaban, un día radiante de luz, después de un

      aguacero de padre y muy señor mío, que había hecho del pantano un turbio

      canal sin salida, siguiendo rumbos opuestos, dos personajes, tan conocidos

      a la sazón aquí, como usted y yo ahora, mi distinguido Legarreta.

 

      Con esta diferencia: que ellos eran dos tipos , y nosotros no somos una

      originalidad. Agregaré que nosotros no somos, felizmente, rivales en

      cortesías, y que ellos lo eran en grado heroico y eminente; usted y yo

      podemos encontrarnos, como el otro día, siempre, sin riesgo, ¿qué digo?,

      seguros de que en ningún caso, ninguno de los dos ha de olvidar que lo

      cortés no quita lo valiente.

 

      Eran esos dos personajes, gente de alcurnia, fidalgo el uno, hijodalgo el

      otro, queridos y estimados ambos; siendo el hijodalgo don Miguel Riglos, y

      el fidalgo don José de Moura, cónsul general de Su Majestad el Emperador

      del Brasil.

 

      Rubio el uno, moreno el otro, los dos largos, flacos, correctamente

      vestidos siempre.

 

      La amabilidad de Moura era superlativa; la de don Miguel, proverbial, como

      lo eran sus distracciones.

 

      Una vez, siendo defensor de pobres y menores, fue Eduardo Guido a verlo,

      en nombre de su padre, el general, con un empeño.

 

      Lo anuncian... Don Miguel se olvida de que tiene la antesala llena de

      gente... sale en mangas de camisa, con la cara jabonada, toalla en la

      siniestra y navaja de barba en la diestra, se aturde, lo mira a Eduardo,

      mira a todos los que esperaban y, anheloso de despacharlo al hijo de su

      amigo, grita: "¡hablen todos a un tiempo!"

 

      Moura era por otro estilo: una vez le sumió la boya al padre de Juan

      Manuel Larrazábal, queriendo evitar que se sacara el sombrero para

      saludarlo, y lo dejó a la miseria...

 

      En suma: Riglos y Moura representaban genuinamente la cultura clásica de

      la época. Ambos eran de coturno épico, de modo que, no obstante su bondad

      genial y lo ameno de su trato, cuando se serenaban, amigos y conocidos les

      sacaban el cuerpo, huyendo del "pase usted", "no señor", "de ningún modo",

      de los apretones de manos, y de esa retahíla "¿y cómo está la señora?" y

      "¿cómo están las niñas y los niños?" Y hasta la suegra...

 

      Sólo ellos no se huían. ¿Huirse? ¡Qué! Todo lo contrario. Se buscaban con

      ahínco, y como eran altísimos, de lejos se divisaban, sobresaliendo sus

      cabezas, como mangrullos, por sobre las de los otros viandantes. Y

      divisarse y aprestarse para un combate singular sobre quién obligaría a

      quién, a tomar la vereda que no llevaba, todo era uno.

 

      Hélos ahí.

 

      Están en al acera que mira al naciente.

 

      Riglos viene del Retiro, Moura va; Riglos tiene la vereda, Moura no puede

      hacer sino resistirse a tomarla, si se empeñan en dársela; es táctico en

      estos trotes ¡cómo engañarse!

 

      El momento es delicado, porque la vereda es estrechísima; a la derecha

      tiene el abismo, el pantano... pero es fuerte de corazón, y, a la primera

      insinuación de Riglos de "pase usted", lo estrecha contra la pared. Riglos

      no puede ceder, quiere dar, tiene el derecho de dar lo que es suyo.

      Lucha... "no señor, no paso", "pase usted"... Primero muerto que

      deshonrado, y deshonra había en no obligarlo a Moura a pasar. Lo toma

      entonces con entrambas manos, lo empuja, lo hace describir un círculo de

      un radio más ancho que la vereda, y huye... Se vuelve a los pocos pasos y

      ¡oh sorpresa! Moura estaba en el pantano... y en peligro... se hundía, se

      asfixiaba en aquella laguna pontina de estos Buenos Aires.

 

      ¿Qué hacer? Allí no podía entrar vehículo alguno, ni cuadrúpedo, ni

      bípedo. Un náufrago cualquiera corre menos riesgo de muerte, del que

      corría el egregio representante consular de Su Majestad Imperial. Aquello

      era quizá el protoplasma de un casus belli. ¡Qué horror! ¡Oh

      desesperación! Riglos no alcanza, con su pulcra mano, la embadurnada de su

      noble rival. Gente, no pasaba; policía, no había; vecindario... dormía la

      siesta. Riglos, grita: ¡socorro! A sus voces, sale de un hueco una parda

      lavandera del barrio.

 

      -¡Una soga de pozo! -pide Riglos-. ¡Una soga...! A horse! my Kingdom for a

      horse!

 

      La parda va prontamente, viene, ¡alabado sea Dios! Moura ha agarrado la

      punta de la soga salvadera, y todo hecho la estampa de la herejía, ainda

      se deshace en cortesías, contestando: "no es nada", a los "perdone usted"

      de Riglos, que no atina; que, triunfante, se siente avergonzado; que

      quisiera reír de la facha de su contendor, y no puede. Se repone, al fin,

      y pidiéndole permiso a la parda lavandera para limpiarlo, averigua, al

      mismo tiempo, si no habría por allí alguien que quisiera ir hasta el

      Consulado Imperial en busca de ropa de repuesto.

 

      La situación estaba salvada; la misma parda iría, mientras el señor se

      lavaba en su batea con agua de pozo.

 

      Riglos escribe con lápiz en una hoja de papel que arranca de su cartera.

 

      La parda, parte... "pronto", le recomienda Riglos; pregunta por la señora,

      que nombra, dando las señas de la casa. "Y no digas nada de lo que ocurre,

      no sea que se alarmen; di que no sabes lo que hay, que eres mandada."

 

      El Consulado estaba lejos, en la calle de Belgrano, frente a la casa que

      ahora habita el señor don Antonino Cambaceres.

 

      Pero la parda anduvo ligero, y en una hora, fue y volvió.

 

      Moura estaba limpio; Riglos se había sacado la levita y el pantalón; Moura

      se los había puesto, aunque le estaban sumamente estrechos, y así, en

      camisa y calzoncillos el uno, y el otro sin camisa ni calzoncillos,

      esperaban... cuando la parda se presentó con un gran lío.

 

      Desenvuelven, abren... sacan... Moura desconoce su ropa, Riglos reconoce

      la suya. ¿Qué quidproquo es aquél?

 

      Interrogan a la parda: contesta ésta que ella ha ido donde la han mandado,

      que ha entregado la carta al lado de la Policía, a la señora doña Dolores,

      que así decía afuera el papel; que el mismo señor (y se dirigía a Riglos)

      debía recordar que, al salir, corrió tras ella, y le dijo: "pronto",

      recomendándole, después de darle las señas, que preguntara por la señora

      doña Dolorcitas.

 

      No había que replicar.

 

      Riglos, distraído, había hecho una de las suyas: escribió, mientras Moura

      se lavaba, y en vez de hacerlo a casa de éste, le puso sencillamente a su

      señora:

 

 

 

      Querida Dolorcitas: Mándame, ahora mismo, con la portadora, camisa,

      calzoncillos, medias, botines, un pantalón, un chaleco y mi levita azul,

      yo te diré luego para qué...

 

 

 

                  Tuyo,

 

            Riglos.

 

 

      En este conflicto inesperado estaban, después de tantas emociones, cuando

      el sol poniente vino a sacarlos de apuros. De noche todos los gatos son

      pardos, y antes que esperar nuevamente, era preferible salir de cualquier

      modo. Moura se metió, como pudo, dentro de la ropa de Riglos, y como el

      alumbrado público era nominal, así como ahora mismo, en algunos barrios,

      pudo llegar al Consulado, no sin tropezar; pero sí, sin ser visto.

 

      Una vez allí juró, sin rencor, que Riglos se la pagaría; le debía "una

      vereda"; el percance de la calle no era nada para un fidalgo como él.

 

      Riglos estaba notificado: jugaban limpio.

 

      Yo era muy joven, me fui a viajar, no sé lo que pasó; lo dicho fue lo que

      oí contar en mi casa: tal como lo oí se lo he contado a usted, amigo mío,

      cumpliendo mi promesa, por aquello de que no hay modo más seguro de tener

      uno crédito que pagar sus deudas.

 

      ¿Quiere usted, para que quedemos completamente a mano, que la "vereda que

      le debo" quede cancelada con esta charla insustancial?

 

      Tan gentil caballero como usted, tiene que decir que sí. ¡A mí sólo me

      resta desearle salud y alegría!, esperando que, esta vez, no habré

      olvidado el consejo del buen Franklin:

 

      "No dar por el pito, más de lo que el pito vale"; y que el lector no

      exclame al concluir, como el moralista: Aristote dit un jour à un tel

      causeur:"Ce qui m'étonne, c'est qu'on ait des oreilles pour t'entendre,

      quand on a des jambes pour t'échapper."

 

      Sería, en efecto, un chasco, que, pudiendo ustedes no leerme, hubieran

      caído en el garlito, picados por la curiosidad.

 

      Si Adán dispara en vez de escuchar a Eva, no viviríamos en pecado

      original.

 

      ¡Y la mujer no quiere convencerse todavía de que es causa de todos

      nuestros males! ¡Y nosotros somos tan incorregibles que seguimos a sus

      pies... descrismándonos por ella!

 

 

 

LA CABEZA DE WASHINGTON

 

 

      Apuntes de mi cartera de viaje

            Febrero 24 de 1881.

 

      Son las seis y media ante meridiano. Nuestros padres no hablaban así. De

      la mañana, decían.

 

      Estamos como a cuarenta millas de tierra.

 

      A proa, hacia el oeste, envueltos entre nubes, se divisan los picos de San

      Antonio.

 

      La mar está ligeramente agitada; las olas se suceden unas a otras, rizando

      su superficie.

 

      Los franceses tienen una expresión muy pintoresca, para expresar este

      estado. Mer moutonneuse -de moutonner , "frisar como la lana de camero"-,

      dicen ellos, y algunos autores peninsulares dicen ya, "aborregada".

 

      La Academia no aplica sin embargo todavía este vocablo "aborregado" sino

      al estado del cielo, cuando está cubierto de nubes blanquecinas y

      revueltas, a modo de vellones de lana.

 

      Ayer ha estado nublado.

 

      Hoy tendremos sol.

 

      Las brumas del horizonte se van despejando poco a poco.

 

      San Antonio se destaca en lontananza, cada vez más claro y visible, a

      medida que avanzamos al norte.

 

      Al este se dibujan ya seis picos.

 

      Es Santa Lucía, otra de las islas del grupo llamado de Cabo Verde, nombre

      tomado de la costa de Africa, donde está realmente dicho cabo, frente al

      cual se hallan situadas.

 

      Son las diez.

 

      Acabamos de almorzar.

 

      La cubierta se pone alegre.

 

      Se comprende: hay tierra a la vista y cerca.

 

      Este espectáculo disipa muchas inquietudes.

 

      A San Vicente lo tenemos a estribor.

 

      Aquí toman carbón todos los vapores que van al Plata y al Pacífico,

      excepto algunos franceses que lo toman en Dakar, y los que van a Australia

      y a las Indias.

 

      Es un verdadero emporio de hulla.

 

      Parece que haremos cuarentena.

 

      Llevamos patente medio sucia.

 

      Por miserable que sea la humanidad, en todas partes se cuida.

 

      Aquí no pueden serlo más, aunque hace algunos años que prosperan; desde

      que el gobierno portugués concedió a un solo individuo el monopolio de los

      depósitos de carbón, monopolio que acaba de cesar, estableciéndose la

      concurrencia.

 

      Afortunadamente hay poco, o nada, que ver en tierra.

 

      Algunos portugueses, unos cuantos italianos, españoles e ingleses.

 

      Los negros, mestizos, vienen al costado.

 

      Son ellos los que trabajan en los pontones y lanchas de carbón.

 

      Tomaremos trescientas toneladas poco más o menos, cuestión de breves

      horas, según la actividad con que ande la faena, y zarparemos sin loros ni

      canarios, sin sillas de paja, ni esteritas, ni flores artificiales de

      pluma, todo lo cual es industria nativa de Canarias o Madera.

 

      Son las diez y media y estamos ya casi entre San Antonio y San Vicente.

 

      La primera es más alta que la segunda.

 

      Los tintes de sus perspectivas son también más variados.

 

      San Vicente es en todo más pobre.

 

      En este momento la falda de San Antonio tiene colores atornasolados.

 

      Los de San Vicente son más oscuros.

 

      La una parece iluminada; la otra, hecha de carbón.

 

      ¡Cómo resalta el contraste, y tan próximas que están!

 

      San Antonio produce naranjas y cultiva la viña.

 

      En San Vicente, la lava de los volcanes extinguidos ha condenado el suelo

      a eterna desolación.

 

      Luego, no llueve; su vecino le roba las nubes, y el sol la abrasa.

 

      Y, sin embargo, por San Antonio nadie pasa, y en San Vicente toca todo el

      mundo.

 

      ¡Siempre la ley de las compensaciones, rigiendo nuestro planeta para

      consuelo de sus moradores!

 

      Diz que son aquí muy religiosos.

 

      Hay una iglesia.

 

      Ya la vi la vez pasada. Es una capilla.

 

      Me acuerdo que los negros se negaron a trabajar por todo el oro del

      Potosí, en día de difuntos.

 

      Lo habían hecho el de todos los santos.

 

      Tuvimos que sufrir una gran demora. ¡Envidiable beatitud!

 

      Ya estamos entre las dos islas; el grupo de las más hacia el oriente se

      pone en la misma línea al frente.

 

      San Antonio parece dividida en dos cadenas.

 

      San Vicente es un montón de cerros.

 

      En esta parte debió ser más turbulenta la acción ciclópea del cataclismo.

 

      Son las diez y tres cuartos.

 

      La mar se calma, el viento es menos fresco.

 

      Divisamos más allá de Santa Lucía, hacia el Africa, los picos de Togo, que

      rivalizan con los de San Antonio.

 

      Se alzan a siete mil cuatrocientos pies sobre el nivel del mar. Los de

      éste, a nueve mil.

 

      Apenas se distinguen. Están velados por nieblas.

 

      Son las once y media.

 

      Estamos engolfados entre las dos islas.

 

      La de la derecha ha desaparecido.

 

      Tenemos por la proa un cabo.

 

      Vamos muy cerca de la costa.

 

      Se ven perceptiblemente los objetos.

 

      Las olas se estrellan con furia imponente contra las rocas de color

      calcáreo y ferruginoso.

 

      Cayendo ahí, no se salvaría ningún náufrago.

 

      La montaña es escarpadísima.

 

      Nos hemos acercado a mil metros, cuando menos.

 

      Sopla apenas una brisa.

 

      Hay corrientes en contra.

 

      Navegamos, ganando poco trecho.

 

      La brisa sopla más fuerte.

 

      ¡Qué elemento tan variable!

 

      Hemos variado al N.N.E.

 

      El viento arrecia; el moutonnement crece. Pero no hay mar gruesa.

 

      Empieza a verse un promontorio.

 

      ¡Extraño capricho de la naturaleza!

 

      Tiene la base ancha y la punta retorcida, enroscada, en forma de...

      espiral.

 

      Los portugueses le llaman: la plasta del diablo.

 

      El nombre es gráfico, pinta perfectamente el objeto.

 

      Vienen ráfagas fuertísimas del norte.

 

      Pasan... Son las doce.

 

      Estamos frente a un valle de color polvo de ladrillo.

 

      Todos, sobre la borda, miran a la derecha.

 

      La tierra tiene su imán, cuando se está en el agua; y viceversa.

 

      Descúbrese una ensenada.

 

      Vuelven las ráfagas.

 

      Hay que "apretarse el gorro", o se lo lleva el viento.

 

      Pero es inútil pensar en huir.

 

      ¡Santa Tecla, qué percance para un criollo, hombre de lazo y alforjas,

      avezado sólo a los peligros de una costalada!

 

      La proa está ahora recta al norte.

 

      Ya se ve la bahía, llena de buques.

 

      Las faldas de las montañas son rojizas.

 

      En el fondo del cuadro hay una inmensa mancha amarillenta.

 

      El promontorio crece, destacándose solitario en toda su desnudez, azotado

      por las aguas.

 

      Diríase que huele.

 

      La naturaleza ha sido aquí tan realista como Victor Hugo, haciendo hablar

      a Cambronne.

 

      Se divisa el Patagonia , que debe seguir para el sur.

 

      El llevará nuestras cartas.

 

      Sopla mucho viento. Estamos entrando en la bahía.

 

      La mancha amarillenta queda ahora casi atrás.

 

      El panorama cambia, como si las montañas caminaran.

 

      Hay mar gruesa. Cuesta estar de pie.

 

      Algunos arbustos raquíticos coloran la playa.

 

      Estamos a la altura del cerro que oculta la cabeza de Washington.

 

      Pronto la descubriremos.

 

      Ya se ve la frente, la nariz...; un momento más y el colosal perfil estará

      del todo delineado.

 

      La altura del monumento es digna del grande hombre; el pedestal grave y

      sólido, como él.

 

      El labio superior aparece.

 

      Se redondea la barba.

 

      Descúbrese, por fin, la garganta.

 

      La similitud es perfecta. La cara está completamente diseñada.

 

      Dadme el martillo del supremo artífice para batir su obra estupenda y

      decirle satisfecho: parla!

 

      Para verla bien, es menester saber mirarla.

 

      No todos los que miran ven. La generalidad no sabe ver, ni oír.

 

      La disciplina de estos dos sentidos no se adquiere sin cierta dificultad.

 

      ¡Cuánto no suele costar entender una nota, comprender una pincelada!

 

      Pero me desvío.

 

      Vuelvo a la gran cabeza.

 

      Para verla bien, decía, para adquirir conciencia plena de que ahí está, se

      necesita inclinar el cuerpo a la derecha, agacharse hasta que los ojos,

      saliendo de la horizontal, queden uno arriba de otro.

 

      Silba un vapor que parte.

 

      El viento levanta nubes de arena en la costa que se encumbran hasta la

      cresta de las montañas... Va calmando. La mar se aquieta.

 

      Vamos a tomar puerto.

 

      Hay banderas de todas las naciones.

 

      Calma... nos balanceamos.

 

      Sale el Patagonia . No hemos llegado a tiempo.

 

      Se nos queda nuestra correspondencia.

 

      Estamos por anclar. Son las doce y media p. m. Otra vez vientos, y brisas,

      y polleras que vuelan y cabellos que flotan, y peinados que se deshacen,

      descubriendo frentes inverosímiles, desfiguradas.

 

      ¡Cuánto afán por taparlas!

 

      ¡Un tiro! ¡dos! Anclamos.

 

      Estamos entre el Savoie , que ha llegado del norte, rebosando de

      inmigrantes, y el Porteña , del sur.

 

      Las casas del puerto, vistas de esta distancia, por su forma y color,

      parecen juguetes de madera.

 

      Viene la visita. Atracan a la escalera, sujetándose con los bicheros.

 

      Les tiran los papeles, leen, hacen preguntas.

 

      No tenemos a bordo sino gentes rollizas.

 

      Es en vano. En Río había habido cinco casos. ¡Paciencia!

 

      El día se ha puesto hermosísimo, para consolarnos.

 

      El cielo azulado está limpio; la mar, color de esmeralda, tersa.

 

      Arriba y abajo hay una calma perfecta.

 

      Parece que no nos ponen en cuarentena.

 

      El comisario conversa con el galeno portugués de la Sanidad.

 

      Le da la lista.

 

      ¡Adiós ilusiones!

 

      Izan la bandera amarilla.

 

      Estaba escrito. ¡Se perdió de vista el Patagonia !

 

      Fare well!

 

      Reina mucha animación sobre cubierta.

 

      Nos preparamos para recibir carbón: suenan los guinches , las roldanas y

      las cadenas.

 

      El capitán ha recibido diarios de Inglaterra.

 

      Saldremos del limbo. ¡Qué cambio!

 

      Ayer la inmensidad, la insondable mar; hoy día, limitados por un círculo

      estrecho de montañas, al parecer sin salida.

 

      Viene la primera lancha de carbón, bufando el vapor, escapa por las

      válvulas.

 

      Es la una p. m.

 

      Tocan la campanilla para el lunch . Después de diez días de alta mar, nos

      habría gustado estirar las piernas en suelo firme.

 

      Los duelos con pan son menos. ¡Abajo pues! Y moderación en el tragar.

 

      Hoy es Plum Pudding day (jueves).

 

      Lo sirven infaliblemente de postre, a la comida.

 

      Se acabó el lunch...

 

      Arriba, otra vez.

 

      Estamos rodeados de negros, de botes llenos de ellos, mejor dicho.

 

      Son limosneros anfibios. Por un chelín, ¿qué digo?, por un cobre se lanzan

      al fondo.

 

      En un abrir y cerrar de ojos, van y vienen, con su hallazgo en la boca.

 

      Son tan infalibles como pedigüeños.

 

      El bello sexo -la frase está consagrada y hay que usarla- se divierte con

      el zambullir de los buzos.

 

      ¿Y el rubor?

 

      No brilla sino por su ausencia. ¡Es curioso! No puede quedarles duda que

      estos tagarotes mestizos son hombres, por más que parezcan monos.

 

      Darwin dice, sin embargo, que aquella emoción o fenómeno de nuestra

      circulación capilar, es "la más especial y la más humana de todas las

      expresiones", y agrega que las mujeres inglesas (las que llevamos lo son)

      se ruborizan hasta la parte superior del pecho, citando ainda mais el caso

      de una jovencita, que se ruborizó hasta el abdomen y las piernas.

 

      ¡Qué impertubabilidad!

 

      Y la raza ariana no es cuestionable.

 

      Las estoy mirando, como a un objeto digno de estudio.

 

      No entiendo.

 

      Sólo me explico que los negros no se ruboricen, viendo su desnudez.

 

      Primero, hay el inconveniente del color y de su descendencia maldita, como

      que son hijos de Cam.

 

      Segundo, están trabajando.

 

      Tercero, y finalmente, y para no quebrarme mucho la cabeza, serán judíos .

 

 

      En el libro de Jeremías se dice de ellos: "No han tenido ninguna vergüenza

      y no saben lo que es ruborizarse."

 

      Pero apartemos la vista.

 

      Me expongo a meterme en el laberinto de las teorías evolucionistas.

 

      Prefiero levantarme, tomar un chelín y lanzar también mi óbolo.

 

      ¡Ahí va!

 

      Cuatro se echan detrás de él.

 

      Ya está pescado.

 

      ¡Y cómo ríen los niños y las misses y mistresses!

 

      Mientras tanto, es seguro que si uno de nosotros se quedara en camisa,

      por accidente, todas ellas dispararían, huyendo de la horrible visión.

 

      ¡Incomprensible! Basta de esto; a otro capítulo.

 

      ¿Cuál será?

 

      No sé. Veamos The Times .

 

      ¡Imposible!

 

      Los negros zambullidores tienen la palabra.

 

      Cuento...

 

      Hay diez y seis personas del sexo femenino, entretenidas en verlos hacer

      piruetas, desnudos como nuestro primer padre Adán.

 

      Qué admiración, tan sospechosa, iba a decir, por la destreza.

 

      Honni soit qui mal y pense.

 

      Y ahí va una página, escrita, sentado, de pie, mirando a derecha e

      izquierda, arriba, abajo, moviéndome en todas direcciones, tambaleando

      unas veces, a plomo otras sobre los talones.

 

      He querido que pareciera conversada, recordando el precepto de Castiglione

      - scrivasi come si parla - y que mis impresiones palpitaran en ella con la

      misma intensidad y movilidad con que yo las he experimentado.

 

      ¿Lo habré conseguido?

 

 

NOTAS DEL AUTOR

 

      1. "El Río de la Plata", del día 6 de julio de 1889. (Año I, núm. 299.)

 

      2. El original auténtico con la corrección del caso, perfectamente

      legible, está en poder del señor doctor don Ramón J. Cárcamo, a quien se

      lo ha dado el autor de estas Causeries .

 

      3. En esta carta y en las siguientes, se respeta la ortografía con que

      aparecen escritas en el original.

 

      4. Este Luchito soy yo, que entre otras curiosidades tuve en mi vientre

      hasta setenta y dos (72) varas de tenia.

 

      5. Bajo el título de "La Brocamelia" ( Clerodendrón ) que en Botánica

      quiere decir "árbol del clero", porque los sacerdotes de la India la

      emplean en sus ceremonias.

 

      6. Nombre de un pajarito, en la India.

 

      7. En ese día se matan los chanchos en España.

 

      8. Alusión de circunstancias.

 

      9. "Al Diablo no se le ocurre" será el título de un futuro folletín sobre

      don Pedro de Angelis.

 

      10. Estuvo en el Río de la Plata, con una misión y me conoció en casa de

      mi madre, donde visitaba.

 

      11. Véase la Causerie , dedicada al señor don Carlos Pellegrini, bajo el

      título de ¿Por qué...?

 

      12. Entre ti y mí, debiera ser gramaticalmente hablando; pero...

 

      13. Bajo el título ¿Y cuándo se acaba la introducción? he de escribir una

      Causerie , en la que los protagonistas serán el doctor don Domingo de Oro

      y el señor don Facundo Zuviría,

 

      14. Comí el viernes de la semana pasada en casa de Luis Varela, y

      departiendo sobre estas Causeries con él, se expresó exactamente como yo

      acabo de hacerlo. Mi querido Luis, díjele entonces: les beaux esprits se

      rencontrent . Y no se diga que esto es confeccionado a posteriori ; como

      el billete de Rossina, mi página estaba ya escrita. Testigos: dos amigos

      de opuesta estructura, bajo ciertos aspectos, que ese mismo día, viernes,

      estuvieron a visitarme, los cuales me preguntaron, haciéndome los elogios

      de ordenanza, en cambio de mis cigarros y de mi excelente café: "¿Y cuándo

      fusilas al caballo? Estamos ansiosos de ver la ejecución." A lo cual yo

      contesté: "¡Oh!... eso va largo todavía. Y ¿cómo quieren ustedes, cuando

      estoy recibiendo billetes por el estilo?... Mas esto es para el jueves

      próximo." Hoy día, sólo he querido probar lo que de esta nota se

      desprende, habiéndole dicho a Luis, que la consignaría en el sitio en que

      está, y siendo los testigos Juan Vivot y Florencio Madero.

 

      15. Después de estar este capítulo en la imprenta, recibo una misiva en

      que me dicen: "Lucio, siempre creí que tenías mal corazón; ¿por qué

      mortificas tanto a ese pobre animal?, ¿cuándo dejas de hacerle penar?"

 

      16. Para penetrarse bien de esto, hay que tener presente que, entre

      nosotros, no existe, como en Francia y en España, el conserje ,

      propiamente hablando: apenas tenemos el portero, y ¡qué portero! Está en

      todas partes, menos en la puerta, cuando está en la casa, prefiriendo

      estar en la cocina, tomando mate, fumando o criticando a sus patrones; lo

      cual no deja de ser una ventaja porque sirve para ejercitar la tan

      necesaria virtud de la paciencia. En España y en Francia, el portero está

      siempre o en su loge o en su portería . Es imposible entrar ni salir sin

      que él quiera, o sobre todo sin que él vea. Es el centinela y el espía de

      la casa. Desde su covacha, abre y cierra, tirando y aflojando la cuerda

      que gobierna la entrada y la salida, levantando o bajando el pestillo de

      la puerta.

 

      17. En lenguaje militar argentino, seguir la falta, es continuar faltando

      a la lista.

 

      18. VI dice el texto; los tipógrafos se han equivocado; ya se sabe que fue

      Carlos V.