MARIANO MORENO

 

SOBRE LAS MIRAS DEL CONGRESO QUE ACABA DE CONVOCARSE, Y CONSTITUCIÓN DEL ESTADO

 

 

      Los progresos de nuestra expedición auxiliadora apresuran el feliz momento

      de la reunión de los diputados que deben reglar el estado político de

      estas provincias. Esta asamblea respetable, formada por votos de todos los

      pueblos, concentra desde ahora todas sus esperanzas, y los ilustres

      ciudadanos que han de formarla, son responsables a un empeño sagrado, que

      debe producir la felicidad o la ruina de estas inmensas regiones. Las

      naciones cultas de Europa esperan con ansia el resultado de tan memorable

      congreso; y una censura rígida, imparcial e inteligente analizará sus

      medidas y providencias. Elogios brillantes de filósofos ilustres, que

      pesan más en una alma noble que la corona real en la cabeza de un

      ambicioso, anunciarán al mundo la firmeza, la integridad, el amor a la

      patria, y demás virtudes que hayan inspirado los principios de una

      constitución feliz y duradera. El desprecio de los sabios, y el odio de

      los pueblos precipitarán en la ignominia y en un oprobio eterno a los que

      malogrando momentos, que no se repiten en muchos siglos, burlasen las

      esperanzas de sus conciudadanos, y diesen principio a la cadena de males

      que nos afligirían perpetuamente, si una constitución bien calculada no

      asegurase la felicidad de nuestro futuro destino. Tan delicado ministerio

      debe inspirar un terror religioso a los que se han encargado de su

      desempeño; muchos siglos de males y desgracias son el terrible resultado

      de una constitución errada; y raras veces quedan impunes la inercia o

      ambición de los que forjaron el infortunio de los pueblos.

 

      No por esto deben acobardarse los ínclitos varones encargados de tan

      sublime empresa. La acreditada sabiduría de unos, la experiencia de otros,

      las puras intenciones de todos, fundan una justa esperanza de que la

      prosperidad nacional será el fruto precioso de sus fatigas y tareas. Pocas

      veces ha presentado el mundo un teatro igual al nuestro, para formar una

      constitución que haga felices a los pueblos. Si nos remontamos al origen

      de las sociedades, descubriremos que muy pocas han reconocido el orden

      progresivo de su formación, reducido hoy día a principios teóricos, que

      casi nunca se ven ejecutados. La usurpación de un caudillo, la adquisición

      de un conquistador, la accesión o herencia de una provincia, han formado

      esos grandes imperios, en quienes nunca obró el pacto social, y en que la

      fuerza y la dominación han subrogado esas convenciones, de que deben los

      pueblos derivar su nacimiento y constitución. Nuestras provincias se

      hallan en un caso muy distinto. Sin los riesgos de aquel momento peligroso

      en que la necesidad obligó a los hombres errantes a reunirse en

      sociedades, formamos poblaciones regulares y civilizadas; la suavidad de

      nuestras costumbres anuncia la docilidad con que recibiremos la

      constitución que publiquen nuestros representantes; libres de enemigos

      exteriores, sofocada por la energía de la Junta la semilla de las

      disensiones interiores, nada hay que pueda perturbar la libertad y sosiego

      de los electores; regenerado el orden público hasta donde alcanzan las

      facultades de un gobierno provisorio, ha desaparecido de entre nosotros el

      estímulo principal con que agitadas las pasiones producen mil desastres al

      tiempo de constituirse los pueblos; la América presenta un terreno limpio

      y bien preparado, donde producirá frutos prodigiosos la sana doctrina que

      siembren diestramente sus legisladores; y no ofreció Esparta una

      disposición tan favorable, mientras ausente Licurgo buscaba en las

      austeras leyes de Creta y en las sabias instituciones del Egipto, los

      principios de la legislación sublime, que debía formar la felicidad de su

      patria. Animo, pues, respetables individuos de nuestro Congreso; dedicad

      vuestras meditaciones al conocimiento de nuestras necesidades; medid por

      ellas la importancia de nuestras relaciones; comparad los vicios de

      nuestras instituciones con la sabiduría de aquellos reglamentos que

      formaron la gloria y esplendor de los antiguos pueblos de la Grecia; que

      ninguna dificultad sea capaz de contener la marcha majestuosa del honroso

      empeño que se os ha encomendado; recordad la máxima memorable de Foción,

      que enseñaba a los atenienses pidiesen milagros a los dioses, con lo que

      se pondrían en estado de obrarlos ellos mismos; animaos del mismo

      entusiasmo que guiaba los pasos de Licurgo, cuando la sacerdotisa de

      Delfos le predijo que su república sería la mejor del universo; y trabajad

      con el consuelo de que las bendiciones sinceras de mil generaciones

      honrarán vuestra memoria, mientras mil pueblos esclavos maldicen en

      secreto la existencia de los tiranos ante quienes doblan la rodilla.

 

      Es justo que los pueblos esperen todo bueno de sus dignos representantes;

      pero también es conveniente que aprendan por sí mismos lo que es debido a

      sus intereses y derechos. Felizmente, se observa en nuestras gentes, que

      sacudido el antiguo adormecimiento, manifiestan un espíritu noble,

      dispuesto para grandes cosas y capaz de cualesquier sacrificios que

      conduzcan a la consolidación del bien general. Todos discurren ya sobre la

      felicidad pública, todos experimentan cierto presentimiento de que van a

      alcanzarla prontamente; todos juran allanar con su sangre los embarazos

      que se opongan a su consecución; pero quizá no todos conocen en qué

      consiste esa felicidad general a que consagran sus votos y sacrificios; y

      desviados por preocupaciones funestas de los verdaderos principios a que

      está vinculada la prosperidad de los estados, corren el riesgo de muchos

      pueblos a quienes una cadena de la más pesada esclavitud sorprendió en

      medio del placer con que celebraban el triunfo de su naciente libertad.

 

      Algunos, transportados de alegría por ver la administración pública en

      manos de patriotas, que en el antiguo sistema (así lo asegura el virrey de

      Lima en su proclama) habrían vegetado en la obscuridad y abatimiento,

      cifran la felicidad general a la circunstancia de que los hijos del país

      obtengan los empleos, de que eran antes excluidos generalmente; y todos

      sus deseos quedan satisfechos cuando consideran que sus hijos optarán

      algún día las plazas de primer rango. El principio de estas ideas es

      laudable; pero ellas son muy mezquinas, y el estrecho círculo que las

      contiene podría alguna vez ser tan peligroso al bien público como el mismo

      sistema de opresión a que se oponen. El país no sería menos infeliz, por

      ser hijos suyos los que lo gobernasen mal; y aunque debe ser máxima

      fundamental de toda nación no fiar el mando sino a los que por razón de su

      origen unen el interés a la obligación de un buen desempeño, es necesario

      recordar que Siracusa bendijo las virtudes y beneficencias del extranjero

      Gelón, al paso que vertía imprecaciones contra las crueldades y tiranía

      del patricio Dionisio.

 

      Otros agradecidos a las tareas y buenas intenciones del presente gobierno,

      lo fijan por último término de sus esperanzas y deseos. En nombrándoseles

      la Junta, cierran los ojos de su razón, y no admiten más impresiones que

      las del respeto con que la antigua Grecia miraba en sus principios al

      Areópago. Nada es más lisonjero a los individuos que gobiernan, nada puede

      estimularles tanto a todo género de sacrificios y fatigas, como el verse

      premiados con la confianza y estimación de sus conciudadanos; y si es

      lícito al hombre afianzarse a sí mismo, protestamos ante el mundo entero

      que ni los peligros, ni la prosperidad, ni las innumerables vicisitudes a

      que vivimos expuestos, serán capaces de desviarnos de los principios de

      equidad y justicia que hemos adoptado por regla de nuestra conducta: el

      bien general será siempre el único objeto de nuestros desvelos, y la

      opinión pública el órgano por donde conozcamos el mérito de nuestros

      procedimientos. Sin embargo, el pueblo no debe contentarse con que sus

      jefes obren bien; él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal, que sus

      pasiones tengan un dique más firme que el de su propia virtud; y que

      delineado el camino de sus operaciones por reglas que no esté en sus manos

      trastornar, se derive la bondad del gobierno, no de las personas que lo

      ejercen, sino de una constitución firme, que obligue a los sucesores a ser

      igualmente buenos que los primeros, sin que en ningún caso deje a éstos la

      libertad de hacerse malos impunemente. Sila, Mario, Octavio, Antonio,

      tuvieron grandes talentos y muchas virtudes; sin embargo, sus pretensiones

      y querellas despedazaron la patria, que habría recibido de ellos

      importantes servicios si no se hubiesen relajado en su tiempo las leyes y

      costumbres que formaron a Camilo y a Régulo.

 

      Hay muchos que fijando sus miras en la justa emancipación de la América, a

      que conduce la inevitable pérdida de España, no aspiran a otro bien que a

      ver rotos los vínculos de una dependencia colonial, y creen completa

      nuestra felicidad, desde que elevados estos países a la dignidad de

      estados, salgan de la degradante condición de un fundo usufructuario, a

      quien se pretende sacar toda la substancia sin interés alguno en su

      beneficio y fomento. Es muy glorioso a los habitantes de la América verse

      inscriptos en el rango de las naciones, y que no se describan sus

      posesiones como factorías de los españoles europeos; pero quizá no se

      presenta situación más crítica para los pueblos, que el momento de su

      emancipación; todas las pasiones conspiran enfurecidas a sofocar en su

      cuna una obra a que sólo las virtudes pueden dar consistencia; y en una

      carrera enteramente, nueva cada paso es un precipicio para hombres que en

      trescientos años no han disfrutado otro bien que la quieta molicie de una

      esclavitud, que aunque pesada, había extinguido hasta el deseo de romper

      sus cadenas.

 

      Resueltos a la magnánima empresa, que hemos empezado, nada debe retraernos

      de su continuación: nuestra divisa debe ser la de un acérrimo republicano

      que decía: malo periculosam libertatem quam servitium quietum ; pero no

      reposemos sobre la seguridad de unos principios que son muy débiles si no

      se fomentan con energía; consideremos que los pueblos, así como los

      hombres, desde que pierden la sombra de un curador poderoso que los

      manejaba, recuperan ciertamente una alta dignidad, pero rodeada de

      peligros que aumentan la propia inexperiencia: temblemos con la memoria de

      aquellos pueblos que por el mal uso de su naciente libertad, no merecieron

      conservarla muchos instantes; y sin equivocar las ocasiones de la nuestra

      con los medios legítimos de sostenerla, no busquemos la felicidad general

      sino por aquellos caminos que la naturaleza misma ha prefijado y cuyo

      desvío ha causado siempre los males y ruina de las naciones que los

      desconocieron.

 

      ¿Por qué medios conseguirá el Congreso la felicidad que nos hemos

      propuesto en su convocación? La sublime ciencia que trata del bien de las

      naciones, nos pinta feliz un estado que por su constitución y poder es

      respetable a sus vecinos; donde rigen leyes calculadas sobre los

      principios físicos y morales que deben influir en establecimiento, y en

      que la pureza de la administración interior asegura la observancia de las

      leyes, no sólo por el respeto que se les debe, sino también por el

      equilibrio de los poderes encargados de su ejecución. Esta es la suma de

      cuantas reglas consagra la política a la felicidad de los estados; pero

      ella más bien presenta el resultado de las útiles tareas a que nuestro

      congreso se prepara, que un camino claro y sencillo por donde pueda

      conducirse.

 

      Seremos respetables a las naciones extranjeras, no por riquezas, que

      excitarían su codicia; no por la opulencia del territorio, que provocaría

      su ambición; no por el número de tropas, que en muchos años no podrán

      igualar las de la Europa; lo seremos solamente cuando renazcan entre

      nosotros las virtudes de un pueblo sobrio y laborioso; cuando el amor a la

      patria sea una virtud común, y eleve nuestras almas a ese grado de energía

      que atropella las dificultades y desprecia los peligros. La prosperidad de

      Esparta enseña al mundo que un pequeño estado puede ser formidable por sus

      virtudes; y ese pueblo reducido a un estrecho recinto del Peloponeso fue

      el terror de la Grecia, y formará la admiración de todos los siglos. ¿Pero

      cuáles son las virtudes que deberán preferir nuestros legisladores? ¿Por

      qué medios dispondrán los pueblos a mirar con el más grande interés, lo

      que siempre han mirado con indiferencia? ¿Quién nos inspirará ese espíritu

      público, que no conocieron nuestros padres? ¿Cómo se hará amar el trabajo

      y la fatiga, a los que nos hemos criado en la molicie? ¿Quién dará a

      nuestras almas la energía y firmeza necesarias para que el amor de la

      patria, que felizmente ha empezado a rayar entre nosotros, no sea una

      exhalación pasajera, incapaz de dejar huellas duraderas y profundas, o

      como esas plantas que, por la poca preparación del terreno, mueren a los

      pocos instantes de haber nacido?

 

      Nuestros representantes van a tratar sobre la suerte de unos pueblos que

      desean ser felices, pero que no podrán serlo, hasta que un código de leyes

      sabias establezca la honestidad de las costumbres, la seguridad de las

      personas, la conservación de sus derechos, los deberes del magistrado, las

      obligaciones del súbdito, y los límites de la obediencia.

 

      ¿Podrá llamarse nuestro código el de esas leyes de Indias dictadas para

      neófitos, y en que se vende por favor de la piedad lo que sin ofensa de la

      naturaleza no puede negarse a ningún hombre? Un sistema de comercio

      fundado sobre la ruinosa base del monopolio, y en que la franqueza del

      giro y la comunicación de las naciones se reputa un crimen que debe

      pagarse con la vida: títulos enteros sobre precedencias, ceremonias, y

      autorización de los jueces; pero en que ni se encuentra el orden de los

      juicios reducido a las reglas invariables que deben fijar su forma, ni se

      explican aquellos primeros principios de razón, que son la base eterna de

      todo el derecho, y de que deben fluir las leyes por sí mismas, sin otras

      variaciones que las que las circunstancias físicas y morales de cada país

      han hecho necesarias: un espíritu afectado de protección y piedad hacia

      los indios, explicado por reglamentos, que sólo sirven para descubrir las

      crueles vejaciones que padecían, no menos que la hipocresía e impotencia

      de los remedios que han dejado continuar los mismos males, a cuya reforma

      se dirigían; que los indios no sean compelidos a servicios personales, que

      no sean castigados al capricho de sus encomenderos, que no sean cargados

      sobre las espaldas; a este tenor son las solemnes declaratorias, que de

      cédulas particulares pasaron a código de leyes, porque se reunieron en

      cuatro volúmenes; y he aquí los decantados privilegios de los indios, que

      con declararlos hombres, habrían gozado más extensamente, y cuyo despojo

      no pudo ser reparado sino por actos que necesitaron vestir los soberanos

      respetos de la ley, para atacar de palabra la esclavitud, que dejaban

      subsistente en la realidad. Guárdese esta colección de preceptos para

      monumento de nuestra degradación, pero guardémonos de llamarlo en adelante

      nuestro código; y no caigamos en el error de creer que esos cuatro tomos

      contienen una constitución; sus reglas han sido tan buenas para conducir a

      los agentes de la Metrópoli en la economía lucrativa de las factorías de

      América, como inútiles para regir un estado que, como parte integrante de

      la monarquía, tiene respecto de sí mismo iguales derechos que los primeros

      pueblos de España.

 

      No tenemos una constitución, y sin ella es quimérica la felicidad que se

      nos prometa. ¿Pero tocará al Congreso su formación? ¿La América podrá

      establecer una constitución firme, digna de ser reconocida, por las demás

      naciones, mientras viva el señor Don Fernando VII, a quien reconoce por

      monarca? Si sostenemos este derecho, ¿podrá una parte de la América por

      medio de sus legítimos representantes, establecer el sistema legal de que

      carece y que necesita con tanta urgencia; o deberá esperar una nueva

      asamblea, en que toda la América se dé leyes a sí misma, o convenga en

      aquella división de territorios, que la naturaleza misma ha preparado? Si

      nuestra asamblea se considera autorizada para reglar la constitución de

      las provincias que representa, ¿será tiempo oportuno de realizarla, apenas

      se congregue? ¿Comprometerá esta obra los deberes de nuestro vasallaje? ¿O

      la circunstancia de hallarse el Rey cautivo armará a los pueblos de un

      poder legítimo para suplir una constitución, que él mismo no podría

      negarles? No nos haría felices la sabiduría de nuestras leyes, si una

      administración corrompida las expusiese a ser violadas impunemente. Las

      leyes de Roma, que observadas fielmente hicieron temblar al mundo entero,

      fueron después holladas por hombres ambiciosos, que corrompiendo la

      administración interior, debilitaron el estado, y al fin dieron en tierra

      con el opulento imperio, que las virtudes de sus mayores habían formado.

      No es tan difícil establecer una ley buena, como asegurar su observancia:

      las manos de los hombres todo lo corrompen; y el mismo crédito de un buen

      gobierno ha puesto muchas veces el primer escalón a la tiranía, que lo ha

      destruido. Pereció Esparta , dice Juan Jacobo Rousseau, ¿qué estado podrá

      lisonjearse de que su constitución sea duradera? Nada es más difícil que

      fijar los principios de una administración interior, libre de corromperse;

      y ésta es cabalmente la primera obra a que debe convertir sus tareas

      nuestro congreso; sin embargo, la suerte de los estados tiene principios

      ciertos, y la historia de los pueblos antiguos presenta lecciones seguras

      a los que desean el acierto. Las mismas leyes, las mismas costumbres, las

      mismas virtudes, los mismos vicios, han producido siempre los mismos

      efectos; consultemos, pues, por qué instituciones adquirieron algunos

      pueblos un grado de prosperidad que el transcurso de muchos siglos no ha

      podido borrar de la memoria de los hombres; examinemos aquellos abusos con

      que la corrupción de las costumbres desmoronó imperios poderosos que

      parecían indestructibles; y el fruto de nuestras observaciones será

      conocer los escollos, y encontrar delineado el camino, que conduce a la

      felicidad de estas provincias.

 

      Que el ciudadano obedezca respetuosamente a los magistrados; que el

      magistrado obedezca ciegamente a las leyes ; éste es el último punto de

      perfección de una legislación sabia; ésta es la suma de todos los

      reglamentos consagrados a mantener la pureza de la administración; ésta es

      la gran verdad que descubrió Minos en sus meditaciones, y que encontró

      como único remedio, para reformar los licenciosos desórdenes que agobiaban

      a Creta.

 

      ¿Pero cuál será el resorte poderoso que contenga las pasiones del

      magistrado, y reprima la inclinación natural del mando hacia la

      usurpación? ¿De qué modo se establecerá la obediencia del pueblo sin los

      riesgos de caer en el abatimiento, o se promoverá su libertad sin los

      peligrosos escollos de una desenfrenada licencia?

 

      Licurgo fue el primero que, trabajando sobre las meditaciones de Minos,

      encontró en la división de los poderes el único freno para contener al

      magistrado en sus deberes. El choque de autoridades independientes debía

      producir un equilibrio en sus esfuerzos, y pugnando las pasiones de un

      usurpador, con el amor propio de otro, que veía desaparecer su rango con

      la usurpación, la ley era el único árbitro de sus querellas, y sus mismos

      vicios eran un garante tan firme de su observancia como lo habrían sido

      sus virtudes. Desde entonces ha convencido la experiencia, que las formas

      absolutas incluyen defectos gravísimos, que no pueden repararse sino por

      la mezcla y combinación de todas ellas; y la Inglaterra, esa gran nación,

      modelo único que presentan los tiempos modernos a los pueblos que desean

      ser libres, habría visto desaparecer la libertad, que le costó tantos

      arroyos de sangre, si el equilibrio de los poderes no hubiese contenido a

      los reyes, sin dejar lugar a la licencia de los pueblos.

 

      Equilíbrense los poderes, y se mantendrá la pureza de la administración:

      ¿pero cuál será el eje de este equilibrio? ¿Cuáles las barreras de la

      horrorosa anarquía a que conduce el contraste violento de dos autoridades

      que se empeñan en su recíproco exterminio? ¿Quién de nosotros ha sondeado

      bastantemente el corazón humano para manejar con destreza las pasiones,

      ponerlas en guerra unas con otras, paralizar su acción, y dejar el campo

      abierto para que las virtudes operen libremente?

 

      He aquí un cúmulo de cuestiones espinosas, que es necesario resolver; y en

      que el acierto producirá tantos bienes, cuantos desastres serán

      consiguientes a los errores de la resolución. Para analizarlas

      prolijamente, sería preciso escribir un cuerpo de política que abrazase

      todos los ramos de esta inmensa y delicada ciencia. Semejante obra requiere

      otros tiempos y otros talentos; y estoy muy distante de incurrir en la

      ridícula manía de dirigir consejos a mis conciudadanos. Mi buena intención

      debe escudarme contra los que acusen mi osadía; y mis discursos no llevan

      otro fin que excitar los de aquellos que poseen grandes conocimientos y a

      quienes su propia moderación reduce a un silencio que en las presentes

      circunstancias pudiera sernos pernicioso. Yo hablaré sobre todos los

      puntos que he propuesto, no guardaré orden alguno en la colocación, para

      evitar la presunción que alguno fundaría en el método, de que pretendía

      una obra sistemática; preferiré en cada Gaceta la cuestión que

      primeramente se presente a mi memoria, y creeré completo el fruto de mi

      trabajo, cuando con ocasión de mis indicaciones hayan discurrido los

      patriotas sobre todas ellas, y en los conflictos de una convulsión

      imprevista, se recuerden con serenidad los remedios que meditaron

      tranquilamente en el sosiego del gabinete o en la pacífica discusión de

      una tertulia.

 

      La disolución de la Junta central (que si no fue legítima en su origen,

      revistió al fin el carácter de soberana, por el posterior consentimiento

      que prestó la América, aunque sin libertad ni examen) restituyó a los

      pueblos la plenitud de los poderes, que nadie sino ellos mismos pedían

      ejercer, desde el cautiverio del Rey dejó acéfalo el Reino, y sueltos los

      vínculos que lo constituían centro y cabeza del cuerpo social. En esta

      dispersión no sólo cada pueblo reasumió la autoridad que de consuno habían

      conferido al monarca, sino que cada hombre debió considerarse en el estado

      anterior al pacto social de que derivan las obligaciones que ligan al rey

      con sus vasallos. No pretendo con esto reducir los individuos de la

      Monarquía a la vida errante que precedió la formación de las sociedades.

      Los vínculos que unen el pueblo al rey, son distintos de los que unen a

      los hombres entre sí mismos: un pueblo es pueblo, antes de darse a un rey;

      y de aquí es que aunque las relaciones sociales entre los pueblos y el Rey

      quedasen disueltas o suspensas por el cautiverio de nuestro monarca, los

      vínculos que unen a un hombre con otro en sociedad quedaron subsistentes,

      porque no dependen de los primeros; y los pueblos no debieron tratar de

      formarse pueblos, pues ya lo eran, sino de elegir una cabeza que los

      rigiese, o regirse a sí mismos, según las diversas formas con que puede

      constituirse íntegramente el cuerpo moral. Mi proposición se reduce a que

      cada individuo debió tener en la constitución del nuevo poder supremo

      igual parte a la que el derecho presume en la constitución primitiva del

      que había desaparecido.

 

      El despotismo de muchos siglos tenía sofocados estos principios, y no se

      hallaban los pueblos de España en estado de conocerlos; así se vio que en

      el nacimiento de la revolución no obraron otros agentes que la inminencia

      del peligro y el odio a una dominación extranjera. Sin embargo, apenas

      pasó la confusión de los primeros momentos, los hombres sabios salieron de

      la obscuridad en que los tiranos los tenían sepultados, enseñaron a sus

      conciudadanos los derechos que habían empezado a defender por instinto; y

      las juntas provinciales se afirmaron por la ratihabición de todos los

      pueblos de su respectiva dependencia. Cada provincia se concentró en sí

      misma, y no aspirando a dar a su soberanía mayores términos de los que el

      tiempo y la naturaleza habían dejado a las relaciones interiores de los

      comprovincianos, resultaron tantas representaciones supremas e

      independientes, cuantas juntas provinciales se habían erigido. Ninguna de

      ellas solicitó dominar a las otras; ninguna creyó menguada su

      representación por no haber concurrido el consentimiento de las demás; y

      todas pudieron haber continuado legítimamente, sin unirse entre sí mismas.

      Es verdad que al poco tiempo resultó la Junta Central como representativa

      de todas, pero prescindiendo de las graves dudas que ofrece la legitimidad

      de su instalación, ella fue obra del unánime consentimiento de las demás

      juntas; alguna de ellas continuó sin tacha de crimen en su primitiva

      independencia; y las que se asociaron, cedieron a la necesidad de

      concentrar sus fuerzas, para resistir un enemigo poderoso que instaba con

      urgencia; sin embargo, la necesidad no es una obligación, y sin los

      peligros de la vecindad del enemigo, pudieron las juntas sustituir por sí

      mismas, en sus respectivas provincias, la representación soberana, que con

      la ausencia del Rey había desaparecido del Reino.

 

      Asustado el despotismo con la liberalidad y justicia de los primeros

      movimientos de España, empezó a sembrar espesas sombras por medio de sus

      agentes; y la oculta oposición a los imprescriptibles derechos que los

      pueblos empezaban a ejercer, empeñó a los hombres patriotas a trabajar en

      su demostración y defensa. Un abogado dio a luz en Cádiz una juiciosa

      manifestación de los derechos del hombre, y los habitantes de España

      quedaron absortos, al ver en letra de molde la doctrina nueva para ellos,

      de que los hombres tenían derechos. Un sabio de Valencia describió con

      energía los principios de justicia que afirmaban la instalación de las

      juntas; la de Sevilla publicó repetidos manifiestos de su legitimidad; y

      si exceptuamos a Galicia, que solamente habló para amenazar a la América

      con 15.000 hombres, por todos los pueblos de España pulularon escritos

      llenos de ideas liberales, y en que se sostenían los derechos primitivos

      de los pueblos, que por siglos enteros habían sido olvidados y

      desconocidos.

 

      Fue una ventaja para la América, que la necesidad hubiese hecho adoptar en

      España aquellos principios; pues al paso que empezaron a familiarizarse

      entre nosotros, presentaron un contraste, capaz por sí solo de sacar a los

      americanos del letargo en que yacían tantos años. Mientras se trataba de

      las provincias de España, los pueblos podían todo, los hombres tenían

      derechos, y los jefes eran impunemente despedazados, si afectaban

      desconocerlos. Un tributo forzado a la decencia hizo decir que los pueblos

      de América eran iguales a los de España; sin embargo, apenas aquéllos

      quisieron pruebas reales de la igualdad que se les ofrecía, apenas

      quisieron ejecutar los principios por donde los pueblos de España se

      conducían, el cadalso y todo género de persecuciones se empeñaron en

      sofocar la injusta pretensión de los rebeldes, y los mismos magistrados

      que habían aplaudido los derechos de los pueblos, cuando necesitaban de la

      aprobación de alguna junta de España para la continuación de sus empleos,

      proscriben y persiguen a los que reclaman después en América esos mismos

      principios. ¿Qué magistrado hay en América que no haya tocado las palmas

      en celebridad de las juntas de Cataluña o Sevilla? ¿Y quién de ellos no

      vierte imprecaciones contra la de Buenos Aires, sin otro motivo que ser

      americanos los que la forman? Conducta es ésta más humillante para

      nosotros, que la misma esclavitud en que hemos vivido; valiera más

      dejarnos vegetar en nuestra antigua obscuridad y abatimiento , que

      despertarnos con el insoportable insulto de ofrecernos un don que nos es

      debido, y cuya reclamación ha de ser después castigada con los últimos

      suplicios. Americanos: si restan aún en vuestras almas semillas de honor y

      de virtud, temblad en vista de la dura condición que os espera; y jurad a

      los cielos morir como varones esforzados, antes que vivir una vida infeliz

      y deshonrada, para perderla al fin, con afrenta, después de haber servido

      de juguete y burla a la soberbia de nuestros enemigos.

 

      La naturaleza se resiente con tamaña injusticia, y exaltada mi imaginación

      con el recuerdo de una injuria que tanto nos degrada, me desvío del camino

      que llevaba en mi discurso. He creído que el primer paso para entrar a las

      cuestiones, que anteriormente he propuesto, debe ser analizar el objeto de

      la convocación del Congreso; pues discurriendo entonces por los medios

      oportunos de conseguirlo, se descubren por sí mismas las facultades con

      que se le debe considerar, y las tareas a que principalmente debe

      dedicarse. Como las necesidades de los pueblos y los derechos que han

      reasumido por el estado político del Reino, son la verdadera medida de lo

      que deben y pueden sus representantes, creí oportuno recordar la conducta

      de los pueblos de España en igual situación a la nuestra. Sus pasos no

      serán la única guía de los nuestros, pues en lo que no fueron rectos,

      recurriremos a aquellos principios eternos de razón y justicia, origen

      puro y primitivo de todo derecho; sin embargo, en todo lo que obraron con

      acierto, creo una ventaja preferir su ejemplo a la sencilla proposición de

      un publicista, porque a la fuerza del convencimiento se agregará la

      confusión de nuestros contrarios, cuando se consideren empeñados en

      nuestro exterminio, sin otro delito que pretender lo mismo que los pueblos

      de España obraron legítimamente.

 

      Por un concepto vulgar, pero generalmente recibido, la convocación del

      Congreso no tuvo otro fin que reunir los votos de los pueblos, para elegir

      un gobierno superior de estas provincias que subrogase el del virrey y

      demás autoridades que habían caducado. Buenos Aires no debió erigir por sí

      sola una autoridad extensiva a pueblos que no habían concurrido con su

      sufragio a su instalación. El inminente peligro de la demora, y la

      urgencia con que la naturaleza excita a los hombres a ejecutar, cada uno

      por su parte, lo que debe ser obra simultánea de todos, legitimaron la

      formación de un gobierno que ejerciese los derechos que improvisamente

      habían devuelto al pueblo, y que era preciso depositar prontamente, para

      precaver los horrores de la confusión y la anarquía; pero este pueblo,

      siempre grande, siempre generoso, siempre justo en sus resoluciones, no

      quiso usurpar a la más pequeña aldea la parte que debía tener en la

      erección del nuevo gobierno; no se prevalió del ascendiente que las

      relaciones de la capital proporcionan sobre las provincia; y estableciendo

      la Junta, le impuso la calidad de provisoria, limitando su duración hasta

      la celebración del congreso, y encomendando a éste la instalación de un

      gobierno firme, para que fuese obra de todos, lo que tocaba a todos

      igualmente.

 

      Ha sido éste un acto de justicia, de que las capitales de España no nos

      dieron ejemplo, y que los pueblos de aquellas provincias mirarán con

      envidia. En ningún punto de la Península concurrieron los provincianos a

      la erección de las juntas que después obedecieron. Sevilla erigió la suya,

      y la primera noticia que las Andalucías tuvieron de su celebración fue el

      reconocimiento que se les exigió sin examen, y que todos prestaron

      ciegamente. Unos muchachos gritaron junta en la Coruña, la grita creció

      por momentos, y el gobernador, intimidado por la efervescencia de la

      plebe, que progresivamente se aumentaba, adhirió a lo que se pedía, y he

      aquí una junta suprema que ejerció su imperio sobre un millón de

      habitantes, que no conocían los vocales, que no habían prestado su

      sufragio para la elección, y que al fin conocieron a su costa el engaño

      con que depositaron en ellos su confianza. Un tumulto produjo la junta de

      Valencia, y ella continúa gobernando hasta ahora todo el reino, sin que

      jamás tributase dependencia a la central, y sin que haya buscado otros

      títulos para la soberanía que ejerce, que el nombramiento de la capital de

      cien pueblos, que no tuvieron parte en su formación. Estaba reservado a la

      gran capital de Buenos Aires dar una lección de justicia, que no alcanzó

      la Península en los momentos de sus mayores glorias, y este ejemplo de

      moderación, al paso que confunde a nuestros enemigos, debe inspirar a los

      pueblos hermanos la más profunda confianza en esta ciudad, que miró

      siempre con horror la conducta de esas capitales hipócritas, que

      declararon guerra a los tiranos, para ocupar la tiranía que debía quedar

      vacante con su exterminio.

 

      Pero si el congreso se redujese al único empeño de elegir personas que

      subrogasen el gobierno antiguo, habría puesto un término muy estrecho a

      las esperanzas que justamente se han formado de su convocación. La

      ratihabición de la Junta Provisional pudo conseguirse por el

      consentimiento tácito de las provincias, que le sucediese, y también por

      actos positivos con que cada pueblo pudo manifestar su voluntad, sin las

      dificultades consiguientes al nombramiento y remisión de sus diputados. La

      reunión de éstos concentra una representación legítima de todos los

      pueblos, constituye un órgano seguro de su voluntad, sus decisiones, en

      cuanto no desmientan la intención de sus representados, llevan el sello

      sagrado de la verdadera soberanía de estas regiones. Así, pues, revestida

      esta respetable asamblea de un poder a todas luces soberano, dejaría

      defectuosa su obra si se redujese a elegir gobernantes, sin fijarles la

      constitución y forma de su gobierno.

 

      La absoluta ignorancia del derecho público en que hemos vivido, ha hecho

      nacer ideas equívocas acerca de los sublimes principios del gobierno, y

      graduando las cosas por su brillo, se ha creído generalmente el soberano

      de una nación, al que la gobernaba a su arbitrio. Yo me lisonjeo que

      dentro de poco tiempo serán familiares a todos los paisanos ciertos

      conocimientos que la tiranía había desterrado; entretanto debo reglar por

      ellos mis exposiciones, y decir francamente que la verdadera soberanía de

      un pueblo nunca ha consistido sino en la voluntad general del mismo; que

      siendo la soberanía indivisible, e inalienable, nunca ha podido ser

      propiedad de un hombre solo; y que mientras los gobernados no revistan el

      carácter de un grupo de esclavos, o de una majada de carneros, los

      gobernantes no pueden revestir otro que el de ejecutores y ministros de

      las leyes, que la voluntad general ha establecido.

 

      De aquí es que, siempre que los pueblos han logrado manifestar su voluntad

      general, han quedado en suspenso todos los poderes que antes los regían, y

      siendo todos los hombres de una sociedad, partes de esa voluntad, han

      quedado envueltos en ella misma y empeñados a la observancia de lo que

      ella dispuso, por la confianza que inspira haber concurrido cada uno a la

      disposición, y por el deber que impone a cada uno lo que resolvieron todos

      unánimemente. Cuando Luis XVI reunió en Versalles la asamblea nacional, no

      fue con el objeto de establecer la sólida felicidad del reino, sino para

      que la nación buscase por sí misma los remedios que los ministros no

      podían encontrar para llenar el crecido déficit de aquel erario; sin

      embargo, apenas se vieron juntos los representantes, aunque perseguidos

      por los déspotas, que siempre escuchan con susto la voz de los pueblos,

      dieron principio a sus augustas funciones con el juramento sagrado de no

      separarse jamás, mientras la constitución del reino y la regeneración del

      orden público, no quedasen completamente establecidas y afirmadas. El día

      20 de junio de 1789 fue el más glorioso para la Francia, y habría sido el

      principio de la felicidad de toda la Europa, si un hombre ambicioso,

      agitado de tan vehementes pasiones, como dotado de talentos

      extraordinarios, no hubiese hecho servir al engrandecimiento de sus

      hermanos la sangre de un millón de hombres derramada por el bien de su

      patria.

 

      Aun los que confunden la soberanía con la persona del monarca deben

      convencerse que la reunión de los pueblos no puede tener el pequeño objeto

      de nombrar gobernantes, sin el establecimiento de una constitución, por

      donde se rijan. Recordemos que la ausencia del Rey y la desaparición del

      poder supremo, que ejercía sus veces, fueron la ocasión próxima de la

      convocación de nuestro congreso; que el estado no puede subsistir sin una

      representación igual a la que perdimos en la Junta Central; que no

      pudiendo establecerse esta representación sino por la transmisión de

      poderes que hagan los electores, queda confirmado el concepto de suprema

      potestad que atribuyo a nuestra asamblea, porque sin tenerla no podría

      conferirla a otro alguno; y que debiendo considerarse el poder supremo que

      resulte de la elección no un representante del Rey, que no lo nombró, sino

      un representante de los pueblos, que por falta de su monarca lo han

      colocado en el lugar que aquél ocupaba por derivación de los mismos

      pueblos, debe recibir de los representantes que lo eligen la norma de su

      conducta, y respetar en la nueva constitución que se le prefije, el

      verdadero pacto social, en que únicamente puede estribar la duración de

      los poderes que se le confían.

 

      Separado Fernando VII de su reino e imposibilitado de ejercer el supremo

      imperio que es inherente a la corona; disuelta la Junta Central, a quien

      el reino había constituido para llenar la falta de su monarca; suspenso el

      reconocimiento del Consejo de Regencia por no haber manifestado títulos

      legítimos de su inauguración, ¿quién es el supremo jefe de estas

      provincias, el que vela sobre los demás, el que concentra las relaciones

      fundamentales del pacto social, y el que ejecuta los altos derechos de la

      soberanía del pueblo? El Congreso debe nombrarlo. Si la elección recayese

      en el Consejo de Regencia, entraría éste al pleno goce de las facultades

      que la Junta Central ha ejercido; si recae en alguna persona de la real

      familia, sería un verdadero regente del Reino; si se prefiere el ejemplo

      que la España misma nos ha dado, no queriendo regentes, sino una

      asociación de hombres patriotas con la denominación de Junta Central, ella

      será el supremo jefe de estas povincias y ejercerá sobre ellas, durante la

      ausencia del Rey, los derechos de sus personas con las extensiones o

      limitaciones que los pueblos le prefijen en su institución. La autoridad

      del monarca retrovertió a los pueblos por el cautiverio del Rey; pueden,

      pues, aquéllos modificarla o sujetarla a la forma que más les agrade, en

      el acto de encomendarla a un nuevo representante: éste no tiene derecho

      alguno porque hasta ahora no se ha celebrado con él ningún pacto social;

      el acto de establecerlo, es el de fijarle las condiciones que convengan al

      instituyente, y esta obra es la que se llama constitución del estado.

 

      Más adelante explicaré cómo puede realizarse esta constitución, sin

      comprometer nuestro vasallaje al señor don Fernando; por ahora recomiendo

      el consejo de un español sabio y patriota, que los americanos no debieran

      perder de vista un solo momento. El doctor don Gaspar de Jovellanos es

      quien habla y es ésta la segunda vez que publicó tan importante

      advertencia. " La Nación , dice hablando de España, después de la muerte

      de Carlos II, no conociendo entonces sus derechos imprescriptibles, ni aun

      sus deberes, se dividió en bandos y facciones; y nuestros abuelos,

      olvidados de su libertad, o de lo que se debían a sí mismos, más celosos

      todavía de tener un rey, que a su antojo y anchura, los mandara que no un

      gobierno o monarquía temperada, bajo la cual pudiesen ser libres, ricos y

      poderosos, y cuando sólo debieran pelear para asegurar sus derechos y

      hacerse así más respetables, se degollaron los unos a los otros sobre si

      la casa de Borbón de Francia, o la de Austria en Alemania, habían de

      ocupar el trono español ".

 

      Yo desearía que todos los días repitiésemos esa lección sublime, para que

      con el escarmiento de nuestros padres, no nos alucinemos con el brillo de

      nombrar un gobierno supremo, dejando en su arbitrio hacernos tan infelices

      como lo éramos antes. Si el Congreso reconoce la Regencia de Cádiz, si

      nombra un regente de la familia real, si erige (como lo hizo España) una

      junta de varones buenos y patriotas, cualquiera de estas formas que

      adopte, concentrará en el electo todo el poder supremo que conviene al que

      ejerce las veces del Rey ausente; pero no derivándose sus poderes sino del

      pueblo mismo, no puede extenderlos a mayores términos que los que el

      pueblo le ha prefijado. De suerte que el nuevo depositario del poder

      supremo se ve precisado a la necesaria alternativa de desconfiar de la

      legitimidad de sus títulos, o sujetarse a la puntual observancia de las

      condiciones con que se le expidieron.

 

      Al derecho que tienen los pueblos para fijar constitución, en el feliz

      momento de explicar su voluntad general, se agrega la necesidad más

      apurada. El depositario del poder supremo de estas provincias, ¿dónde

      buscará la regla de sus operaciones? Las leyes de Indias no se hicieron

      para un estado, y nosotros ya lo formamos: el poder supremo que se erija,

      debe tratar con las potencias, y los pueblos de Indias cometían un crimen,

      si antes lo ejecutaban; en una palabra, el que subrogue por elección del

      Congreso la persona del Rey, que está impedido de regirnos, no tiene

      reglas por donde conducirse, y es preciso prefijárselas; debe obrar

      nuestra felicidad, y es necesario designarle los caminos; no debe ser un

      déspota, y solamente una constitución bien reglada evitará que lo sea.

      Sentemos, pues, como base de las posteriores proposiciones, que el

      congreso ha sido convocado para erigir una autoridad suprema, que supla la

      falta del señor don Fernando VII y para arreglar una constitución, que

      saque a los pueblos de la infelicidad en que gimen.

 

      No tienen los pueblos mayor enemigo de su libertad, que las preocupaciones

      adquiridas en la esclavitud. Arrastrados de la casi irresistible fuerza de

      la costumbre, tiemblan de lo que no se asemeja a sus antiguos usos; y en

      lo que vieron hacer a sus padres, buscan la única regla de lo que deben

      obrar ellos mismos. Si algún genio felizmente atrevido ataca sus errores,

      y le dibuja el lisonjero cuadro de los derechos, que no conocen, aprecian

      sus discursos por la agradable impresión que causan naturalmente, pero

      recelan en ellos un funesto presente, rodeado de inminentes peligros en

      cada paso que desvía de la antigua rutina. Jamás hubo una sola

      preocupación popular, que no costase muchos mártires para desvanecerla, y

      el fruto más frecuente de los que se proponen desengañar a los pueblos, es

      la gratitud y ternura de los hijos de aquellos que los sacrificaron. Los

      ciudadanos de Atenas decretaron estatuas a Phoción, después de haberle

      asesinado; hoy se nombra con veneración a Galileo en los lugares que lo

      vieron encadenar tranquilamente; y nosotros mismos habríamos hecho guardia

      a los presos del Perú, cuyos injustos padecimientos llorarían nuestros

      hijos, si una feliz revolución no hubiese disuelto los eslabones de la

      gran cadena que el déspota concentraba en su persona.

 

      Entre cuantas precauciones han afligido y deshonrado la humanidad, son sin

      duda alguna las más terribles, las que la adulación y vil lisonja han

      hecho nacer en orden a las personas de los reyes. Convertidos en eslabones

      de dependencia los empleos y bienes, cuya distribución pende de sus manos;

      comprados con los tesoros del estado los elogios de infames panegiristas,

      llega a erigirse su voluntad en única regla de las acciones; y

      trastornadas todas las ideas, se vincula la del honor a la exacta

      conformidad del vasallo con los más injustos caprichos de su monarca. El

      interés individual armó tantos defensores de sus violencias, cuantos son

      los partícipes de su dominación; y la costumbre de ver siempre castigado

      al que incurre en su enojo, y superior a los demás, al que consigue

      agradarlo, produce insensiblemente la funesta preocupación de temblar a la

      voz del rey en los mismos casos en que él debiera estremecerse a la

      presencia de los pueblos.

 

      Cuanto puede impresionar al espíritu humano ha servido para connaturalizar

      a los hombres en tan humillantes errores. La religión misma ha sido

      profanada muchas veces por ministros ambiciosos y venales, y la cátedra

      del Espíritu Santo ha sido prostituida con lecciones que confirmaban la

      ceguedad de los pueblos, y la impunidad de los tiranos. ¡Cuántas veces

      hemos visto pervertir el sentido de aquel sagrado texto: dad al César lo

      que es del César! El precepto es terminante, de no dar al César sino lo

      que es del César; sin embargo, los falsos doctores, empeñados en hacer a

      Dios autor y cómplice del despotismo, han querido hacer dar al César la

      libertad que no es suya, sino de la naturaleza; le han tributado el

      derecho de opresión, negando a los pueblos el de su propia defensa; e

      imputando a su autoridad un origen divino, para que nadie se atreviese a

      escudriñar los principios de su constitución, han querido que los caminos

      de los reyes no sean investigables a los que deben transitarlos.

 

      Los efectos de esta horrenda conspiración han sido bien palpables en el

      último reinado. Los vicios más bajos, la corrupción más degradante, todo

      género de delitos eran la suerte de los que rodeaban al monarca, y lo

      gobernaban a su arbitrio. Un ministro corrompido, capaz de manchar él solo

      toda la tierra, llevaba las riendas del gobierno; enemigo de las virtudes

      y talentos cuya presencia debía serle insoportable, no miraba en las

      distinciones y empleos sino el premio de sus delitos, o la satisfacción de

      sus cómplices; la duración de su valimiento apuró la paciencia de todos

      los vasallos, no hubo uno solo que ignorase la depravación de la corte, o

      dejase de presentir la próxima ruina del Reino; pero como el Rey presidía

      a todos los crímenes, era necesario respetarlo; y aunque Godoy principió

      sus delitos por el deshonor de la misma familia real que lo abrigaba, la

      estatua ambulante de Carlos IV los hacía superiores al discernimiento de

      los pueblos; y un cadalso ignominioso habría sido el destino del atrevido

      que hubiese hablado de Carlos y sus ministros con menos respeto que de

      aquellos príncipes raros que formaron la felicidad de su pueblo y las

      delicias del género humano. Se presentaba en América un cochero, a quien

      tocó un empleo de primer rango; porque llegó a tiempo con el billete de

      una cortesana; mil ciudadanos habían fletado su calesa en los caminos,

      pero era necesario venerarlo, porque el Rey le había dado aquel empleo; y

      el día de San Carlos concurría al templo con los demás fieles, para

      justificar las preces dirigidas al Eterno por la salud y larga vida de tan

      benéfico monarca.

 

      Ha sido preciso indicar los funestos efectos de estas preocupaciones, para

      que oponiéndoles el juicio sereno de la razón, obre ésta libremente, y sin

      los prestigios que tantas veces la han alucinado.

 

      La cuestión que voy a tratar es, si el Congreso compromete los deberes de

      nuestro vasallaje entrando al arreglo de una constitución correspondiente

      a la dignidad y estado político de estas provincias. Lejos de nosotros los

      que en el nombre del Rey encontraban un fantasma terrible, ante quien los

      pueblos no formaban sino un grupo de tímidos esclavos. Nos gloriamos de

      tener un Rey cuyo cautiverio lloramos, por no estar a nuestros alcances

      remediarlo; pero nos gloriamos mucho más de formar una nación, sin la cual

      el Rey dejaría de serlo; y no creemos ofender a la persona de éste cuando

      tratamos de sostener los derechos legítimos de aquélla.

 

      Si el amor a nuestro Rey cautivo no produjese en los pueblos una visible

      propensión a inclinar la balanza en favor suyo, no faltarían principios

      sublimes en la política que autorizase al Congreso para una absoluta

      prescindencia de nuestro adorado Fernando. Las Américas no se ven unidas a

      los monarcas españoles por el pacto social, que únicamente puede sostener

      la legitimidad y decoro de una dominación. Los pueblos de España

      consérvense enhorabuena dependientes del Rey cautivo, esperando su

      libertad y regreso; ellos establecieron la Monarquía, y envuelto el

      príncipe actual en la línea, que por expreso pacto de la nación española

      debía reinar sobre ella, tiene derecho a reclamar la observancia del

      contrato social en el momento de quedar expedito para cumplir por sí mismo

      la parte que le compete. La América en ningún caso puede considerarse

      sujeta a aquella obligación; ella no ha concurrido a la celebración del

      pacto social de que derivan los monarcas españoles, los únicos títulos de

      la legitimidad de su imperio: la fuerza y la violencia son la única base

      de la conquista, que agregó estas regiones al trono español, conquista que

      en trescientos años no ha podido borrar de la memoria de los hombres las

      atrocidades y horrores con que fue ejecutada, y que no habiéndose

      ratificado jamás por el consentimiento libre y unánime de estos pueblos,

      no ha añadido en su abono título alguno al primitivo de la fuerza y

      violencia que la produjeron. Ahora, pues, la fuerza no induce derecho, ni

      puede nacer de ella una legítima obligación que nos impida resistirla,

      apenas podamos hacerlo impunemente; pues, como dice Juan Jacobo Rousseau,

      una vez que recupera el pueblo su libertad, por el mismo derecho que hubo

      para despojarle de ella, o tiene razón para recobrarla, o no la había para

      quitársela .

 

      Si se me opone la jura del Rey, diré que ésta es una de las preocupaciones

      vergonzosas que debemos combatir. ¿Podrá ningún hombre sensato persuadirse

      que la coronación de un príncipe en los términos que se ha publicado en

      América produzca en los pueblos una obligación social? Un bando del

      gobierno reunía en las plazas públicas a todos los empleados y principales

      vecinos; los primeros, como agentes del nuevo señor que debía continuarlos

      en sus empleos, los segundos por el incentivo de la curiosidad o por el

      temor de la multa con que sería castigada su falta; la muchedumbre

      concurría agitada del mismo espíritu que la conduce a todo bullicio; el

      Alférez Real subía a un tablado, juraba allí al nuevo monarca, y los

      muchachos gritaban: ¡viva el Rey! poniendo toda su intención en el de la

      moneda, que se les arrojaba con abundancia, para avivar la grita. Yo

      presencié la jura de Fernando VII, y en el atrio de Santo Domingo fue

      necesario que los bastones de los ayudantes provocasen en los muchachos la

      algazara, que las mismas monedas no excitaban. ¿Será éste un acto capaz de

      ligar a los pueblos con vínculos eternos?

 

      A más de esto, ¿quién autorizó al Alférez Real para otorgar un juramento

      que ligue a dos millones de habitantes? Para que la comunidad quede

      obligada a los actos de su representante, es necesario que éste haya sido

      elegido por todos, y con expresos poderes para lo que ejecuta; aun la

      pluralidad de los sufragios no puede arrastrar a la parte menor, mientras

      un pacto establecido por la unanimidad no legitime aquella condición.

      Supongamos que cien mil habitantes forman nuestra población, que todos

      convienen en una resolución, de que disiente uno solo; este individuo no

      puede ser obligado a lo que los demás establecieron, mientras no haya

      consentido en una convención anterior, de sujetarse a las disposiciones de

      la pluralidad. Así, pues, los agentes de la jura carecieron de poderes y

      representación legítima para sujetarnos a una convención en que nunca

      hemos consentido libremente, y en que ni aun se ha explorado nuestra

      voluntad.

 

      He indicado estos principios, porque ningún derecho debe ocultarse; sin

      embargo el extraordinario amor que todos profesamos a nuestro desgraciado

      monarca, suple cualquier defecto legal en los títulos de su inauguración.

      Supongamos en Fernando VII un príncipe en el pleno goce de sus derechos, y

      en nuestros pueblos una nación con derecho a todas sus prerrogativas

      imprescriptibles; demos a cada uno de estos dos extremos toda la

      representación, toda la dignidad que les corresponden, y mirando a un lado

      dos millones de hombres congregados en sociedad, y al otro un monarca

      elevado al trono por aquéllos, obligado a trabajar en su felicidad, e

      impedido de ejecutarlo, por haberlo reducido a cadenas un usurpador,

      preguntemos: ¿si la felicidad de la nación queda comprometida, porque

      trate de establecer una constitución, que no tiene, y que su Rey no puede

      darle?

 

      Esta pregunta debería dirigirse al mismo Fernando, y su respuesta

      desmentiría seguramente a esos falsos ministros, que toman la voz del Rey

      para robar a los pueblos unos derechos que no pueden enajenar. ¿Podrá

      Fernando dar constitución a sus pueblos desde el cautiverio en que gime?

      La España nos ha enseñado que no; y ha resistido la renuncia del Reino por

      la falta de libertad con que fue otorgada. ¿Pretendería el Rey que

      continuásemos en nuestra antigua constitución? Le responderíamos,

      justamente, que no conocemos ninguna, y que las leyes arbitrarias,

      dictadas por la codicia, para esclavos y colonos, no pueden reglar la

      suerte de unos hombres que desean ser libres, y a los cuales ninguna

      potestad de la tierra puede privar de aquel derecho. ¿Aspiraría el Rey a

      que viviésemos en la misma miseria que antes, y que continuásemos formando

      un grupo de hombres a quien un virrey puede decir impunemente que han sido

      destinados por la naturaleza para vegetar en la obscuridad y abatimiento ?

      El cuerpo de dos millones de hombres debería responderle: ¡Hombre

      imprudente! ¿Qué descubres en tu persona que te haga superior a las

      nuestras? ¿Cuál sería tu imperio, si no te lo hubiésemos dado nosotros?

      ¿Acaso hemos depositado en ti nuestros poderes, para que los emplees en

      nuestra desgracia? Tenías obligación de formar tú mismo nuestra felicidad,

      éste es el precio a que únicamente pusimos la corona en tu cabeza; te la

      dejaste arrebatar por un acto de inexperiencia, capaz de hacer dudar si

      estabas excluido del número de aquellos hombres a quienes parece haber

      criado la naturaleza para dirigir a los otros; reducido a prisiones, e

      imposibilitado de desempeñar tus deberes, hemos tomado el ímprobo trabajo

      de ejecutar por nosotros mismos lo que debieran haber hecho los que se

      llamaron nuestros reyes; si te opones a nuestro bien, no mereces reinar

      sobre nosotros; y si quieres manifestarte acreedor a la elevada dignidad

      que te hemos conferido, debes congratularte de verte colocado a la cabeza

      de una nación libre, que en la firmeza de su arreglada constitución

      presenta una barrera a la corrupción de tus hijos, para que no se

      precipiten a los desórdenes, que con ruina tuya y del reino deshonraron el

      gobierno de tus padres.

 

      He aquí las justas reconvenciones que sufriría nuestro actual monarca, si

      resistiese la constitución que el congreso nacional debe establecer; ellas

      son derivadas de las obligaciones esenciales de la sociedad, nacidas

      inmediatamente del pacto social; y en justo honor de un príncipe, que en

      los pocos instantes que permaneció en el trono no descubrió otros deseos

      que los de la felicidad de su pueblo, debemos reconocer que lejos de

      agraviarse por la sabia y prudente constitución de nuestro congreso,

      recibirá el mayor placer por una obra que debe sacar a los pueblos del

      letargo en que yacían enervados, y darles un vigor y energía que quite a

      los extranjeros toda esperanza de repetir en América el degradante insulto

      que han sufrido en Europa nuestros hermanos, de verse arrebatar vilmente

      su independencia.

 

      Aunque estas reflexiones son muy sencillas, no faltarán muchos que se

      asusten con su lectura. La ignorancia en algunos, y el destructor espíritu

      de partido en los más, acusarán infidencia, traición, y como el más grave

      de todos los crímenes, que nuestros pueblos examinen los derechos del Rey,

      y que se propongan reducir su autoridad a límites que jamás pueda

      traspasar en nuestro daño; pero yo pregunto a estos fanáticos, ¿a qué fin

      se hallan convocadas en España unas Cortes que el Rey no puede presidir?

      ¿No se ha propuesto por único objeto de su convocación el arreglo del

      Reino, y la pronta formación de una constitución nueva, que tanto

      necesita? Y si la irresistible fuerza del conquistador hubiese dejado

      provincias que fuesen representadas en aquel congreso, ¿podría el Rey

      oponerse a sus resoluciones? Semejante duda sería un delito. El Rey a su

      regreso no podría resistir una constitución a que, aun estando al frente

      de las Cortes, debió siempre conformarse; los pueblos, origen único de los

      poderes de los reyes, pueden modificarlos, por la misma autoridad con que

      los establecieron al principio; esto es lo que inspira la naturaleza, lo

      que prescriben todos los derechos, lo que enseña la práctica de todas las

      naciones, lo que ha ejecutado antes la España misma, lo que se preparaba a

      realizar en los momentos de la agonía política que entorpeció sus medidas,

      y lo que deberemos hacer los pueblos de América, por el principio que

      tantas veces he repetido, de que nuestros derechos no son inferiores a los

      de ningún otro pueblo del mundo.

 

      Nuestras provincias carecen de constitución, y nuestro vasallaje no recibe

      ofensa alguna porque el Congreso trate de elevar los pueblos que

      representa, a aquel estado político que el Rey no podría negarles, si

      estuviese presente. Pero, ¿podrá una parte de la América, por medio de sus

      legítimos representantes, establecer el sistema legal, de que carece, y

      que necesita con tanta urgencia; o deberá esperar una nueva asamblea, en

      que toda la América se dé leyes a sí misma, o convenga en aquella división

      de territorio que la naturaleza misma ha preparado? Si consultamos los

      principios de la forma monárquica que nos rige, parece preferible una

      asamblea general, que, reuniendo la representación de todos los pueblos

      libres de la Monarquía, conserven el carácter de unidad, que por el

      cautiverio del Monarca se presenta disuelto. El gobierno supremo que

      estableciese aquel congreso, subrogaría la persona del príncipe en todos

      los estados que había regido antes de su cautiverio, y si algún día

      lograba la libertad por que suspiramos, una sencilla transmisión le

      restituiría el trono de sus mayores, con las variaciones y reformas que

      los pueblos hubiesen establecido para precaver los funestos resultados de

      un poder arbitrario.

 

      Este sería el arbitrio que habrían elegido gustosos todos los mandones,

      buscando en él no tanto la consolidación de un sistema, cual conviene a la

      América en estas circunstancias, cuanto un pretexto para continuar en las

      usurpaciones del mando al abrigo de las dificultades que debían oponerse a

      aquella medida. El doctor Cañete incitaba a los virreyes a esta

      conspiración, que debía perpetuarlos en el mando; y vimos que Cisneros, en

      su última proclama, adhiriendo a las ideas de su consultor, ofrece no

      tomar resolución alguna acerca del estado político de estas provincias,

      sin ponerse primeramente de acuerdo con los demás virreyes y autoridades

      constituidas de la América.

 

      No es del caso presente manifestar la ilegalidad y atentado de semejante

      sistema. Los virreyes y demás magistrados no pudieron cometer mayor

      crimen, que conspirar de común acuerdo a decidir por sí solos la suerte de

      estas vastas regiones; y aunque está bien manifiesto que no les animaba

      otro espíritu que el deseo de partirse la herencia de su señor, como los

      generales de Alejandro, la afectada conciliación de los virreinatos de

      América les habría proporcionado todo el tiempo necesario para adormecer

      los pueblos y ligarlos con cadenas, que no pudiesen romper en el momento

      de imponerles el nuevo yugo. ¿Quién aseguraría la buena fe de todos los

      virreyes, para concurrir sinceramente, al establecimiento de una

      representación soberana que supliese la falta del Rey en estas regiones?

      ¿Ni cómo podría presumirse en ellos semejante disposición, cuando la

      desmiente su conducta en orden a la instalación de nuestro gobierno? Es

      digno de observarse que entre los innumerables jefes que de común acuerdo

      han levantado el estandarte de la guerra civil para dar en tierra con la

      justa causa de la América, no hay uno solo que limite su oposición al

      modo, o a los vicios, que pudiera descubrir en nuestro sistema; todos lo

      atacan en la substancia, no quieren reconocer derechos algunos en la

      América, y su empeño a nada menos se dirige, que a reducirnos al mismo

      estado de esclavitud en que gemíamos bajo la poderosa influencia del ángel

      tutelar de la América.

 

      Semejante perfidia habría opuesto embarazos irresistibles a la formación

      de una asamblea general, que, representando la América entera, hubiese

      decidido su suerte. Los cabildos nunca podrían haber excitado la

      convocación, porque el destierro, y todo género de castigos, habría sido

      el fruto de sus reclamaciones; los pueblos, sin proporción para combinar

      un movimiento unánime, situados a una distancia que imposibilita su

      comunicación, sin relaciones algunas que liguen sus intereses y derechos,

      abatidos, ignorantes, y acostumbrados a ser vil juguete de los que los han

      gobernado, ¿cómo habrían podido compeler a la convocación de cortes a unos

      jefes que tenían interés individual en que no se celebrasen? ¿Quién

      conciliaría nuestros movimientos con los de México, cuando con aquel

      pueblo no tenemos más relaciones que con la Rusia o la Tartaria?

 

      Nuestros mismos tiranos nos han desviado del camino sencillo que afectaban

      querer ellos mismos; empeñados en separar a los pueblos de toda

      intervención sobre su suerte, los han precisado a buscar en sí mismos lo

      que tal vez habrían recibido de las manos que antes los habían encadenado;

      pero no por ser parciales los movimientos de los pueblos han sido menos

      legítimos que lo habría sido una conspiración general de común acuerdo de

      todos ellos. Cuando entro yo en una asociación, no comunico otros derechos

      que los que llevo por mí mismo; y Buenos Aires unida a Lima, en la

      instalación de su nuevo sistema, no habría adquirido diferentes títulos de

      los que han legitimado su obra por sí sola. La autoridad de los pueblos en

      la presente causa se deriva de la reasunción del pueblo supremo, que por

      el cautiverio del Rey ha retrovertido al origen de que el monarca lo

      derivaba, y el ejercicio de éste es susceptible de las nueva formas, que

      libremente quieran dársele.

 

      Ya en otra Gaceta , discurriendo sobre la instalación de las juntas de

      España, manifesté que, disueltos los vínculos que ligaban los pueblos con

      el monarca, cada provincia era dueña de sí misma, por cuanto el pacto

      social no establecía relación entre ellas directamente, sino entre el Rey

      y los pueblos. Si consideramos el diverso origen de la asociación de los

      estados que formaban la monarquía española, no descubriremos un solo

      título por donde deban continuar unidos, faltando el Rey, que era el

      centro de su anterior unidad. Las leyes de Indias declararon que la

      América era una parte o accesión de la corona de Castilla, de la que jamás

      pudiera dividirse; yo no alcanzo los principios legítimos de esta

      decisión; pero la rendición de Castilla al yugo de un usurpador, dividió

      nuestras provincias de aquel reino; nuestros pueblos entraron felizmente

      al goce de unos derechos que desde la conquista habían estado sofocados;

      estos derechos se derivan esencialmente de la calidad de pueblos, y cada

      uno tiene los suyos, enteramente iguales y diferentes de los demás. No

      hay, pues, inconveniente en que reunidas aquellas provincias, a quienes la

      antigüedad de íntimas relaciones ha hecho inseparables, traten por sí

      solas de su constitución. Nada tendría de irregular, que todos los pueblos

      de América concurriesen a ejecutar de común acuerdo la grande obra que

      nuestras provincias meditan para sí mismas; pero esta concurrencia sería

      efecto de una convención, no un derecho a que precisamente deban

      sujetarse, y yo creo impolítico y pernicioso, propender a que semejante

      convención se realizase. ¿Quién podría concordar las voluntades de hombres

      que habitan un continente, donde se cuentan por miles de leguas las

      distancias? ¿Dónde se fijaría el gran congreso, y cómo proveería a las

      necesidades urgentes de pueblos de quienes no podría tener noticia, sino

      después de tres meses?

 

      Es una quimera pretender que todas las Américas españolas formen un solo

      estado. ¿Cómo podríamos entendernos con las Filipinas, de quienes apenas

      tenemos otras noticias que las que nos comunica una carta geográfica?

      ¿Cómo conciliaríamos nuestros intereses con los del Reino de México? Con

      nada menos se contentaría éste, que con tener estas provincias en clase de

      colonias; pero, ¿qué americano podrá hoy día reducirse a tan dura clase?

      ¿Ni quién querrá la dominación de unos hombres que compran con sus tesoros

      la condición de dominados de un soberano en esqueleto, desconocido de los

      pueblos, hasta que él mismo se les ha anunciado, y que no presenta otros

      títulos ni apoyo de su legitimidad que la fe ciega de los que le

      reconocen? Pueden, pues, las provincias obrar por sí solas su constitución

      y arreglo; deben hacerlo, porque la naturaleza misma les ha prefijado esta

      conducta, en las producciones y límites de sus respectivos territorios; y

      todo empeño que les desvíe de este camino es un lazo con que se pretende

      paralizar el entusiasmo de los pueblos, hasta lograr ocasión de darles un

      nuevo señor.

 

      Oigo hablar generalmente de un gobierno federativo, como el más

      conveniente a las circunstancias y estado de nuestras provincias, pero

      temo que se ignore el verdadero carácter de este gobierno, y que se pida

      sin discernimiento una cosa que se reputará inverificable después de

      conocida. No recurramos a los antiguos amphictiones de la Grecia, para

      buscar un verdadero modelo del gobierno federativo; aunque entre los

      mismos literatos ha reinado mucho tiempo la preocupación de encontrar en

      los amphictiones la dieta o estado general de los doce pueblos que

      concurrían a celebrarlos con su sufragio, las investigaciones literarias

      de un sabio francés, publicadas en París el año 1804, han demostrado que

      el objeto de los amphictiones era puramente religioso, y que sus

      resoluciones no dirigían tanto el estado político de los pueblos que lo

      formaban, cuanto el arreglo y culto sagrado del templo de Delfos.

 

      Los pueblos modernos son los únicos que nos han dado una exacta idea del

      gobierno federativo, y aun entre los salvajes de América se ha encontrado

      practicado en términos que nunca conocieron los griegos. Oigamos a Mr.

      Jefferson, que en las observaciones sobre la Virginia, nos describe todas

      las partes de semejante asociación: "Todos los pueblos del Norte de la

      América, dice este juicioso escritor, son cazadores, y su subsistencia no

      se saca sino de la caza, la pesca, las producciones que la tierra da por

      sí misma, el maíz que siembran y recogen las mujeres, y la cultura de

      algunas especies de patatas; pero ellos no tienen ni agricultura regular,

      ni ganados, ni animales domésticos de ninguna clase. Ellos, pues, no

      pueden tener sino aquel grado de sociabilidad y de organización de

      gobiernos compatibles con su sociedad; pero realmente lo tienen. Su

      gobierno es una suerte de confederación patriarcal. Cada villa o familia

      tiene un jefe distinguido con un título particular, y que comúnmente se

      llama sanchem . Las diversas villas o familias que componen una tribu,

      tienen cada una su jefe, y las diversas tribus forman una nación, que

      tiene también su jefe. Estos jefes son, generalmente, hombres avanzados en

      edad, y distinguidos por su prudencia y talento en los consejos. Los

      negocios que no conciernen sino a la villa o a la familia se deciden por

      el jefe y los principales de la villa y la familia; los que interesan a

      una familia entera, como la distribución de empleos militares, y las

      querellas entre las diferentes villas y familias, se deciden por asambleas

      o consejos formados de diferentes villas o aldeas; en fin, los que

      conciernen a toda la nación, como la guerra, la paz, las alianzas con las

      naciones vecinas, se determinan por un consejo nacional, compuesto de los

      jefes de las tribus, acompañados de los principales guerreros, y de un

      cierto número de jefes de villas, que van en clase de sus consejeros. Hay

      en cada villa una casa de consejo, donde se juntan el jefe y los

      principales, cuando lo pide la ocasión. Cada tribu tiene también un lugar

      en que los jefes de villas se reúnen para tratar sobre los negocios de la

      tribu; y en fin, en cada nación hay un punto de reunión, o consejo

      general, donde se juntan los jefes de diferentes naciones con los

      principales guerreros, para tratar los negocios generales de toda la

      nación. Cuando se propone una materia en el Consejo Nacional, el jefe de

      cada tribu consulta aparte con los consejeros que él ha traído, después de

      lo cual anuncia en el Consejo la opinión de su tribu, y como toda la

      influencia que las tribus tienen entre sí se reduce a la persuasión,

      procuran todas, por mutuas concesiones, obtener la unanimidad."

 

      He aquí un estado admirable, que reúne al gobierno patriarcal la forma de

      una rigurosa federación. Esta consiste esencialmente en la reunión de

      muchos pueblos o provincias independientes unas de otras; pero sujetas al

      mismo tiempo a una dieta o consejo general de todas ellas, que decide

      soberanamente sobre las materias de estado, que tocan al cuerpo de nación.

      Los cantones suizos fueron regidos felizmente bajo esta forma de gobierno,

      y era tanta la independencia de que gozaban entre sí, que unos se

      gobernaban aristocráticamente, otros democráticamente, pero todos sujetos

      a las alianzas, guerras, y demás convenciones, que la dieta general

      celebraba en representación del cuerpo helvético.

 

      El gran principio de esta clase de gobierno se halla en que los estados

      individuales, reteniendo la parte de soberanía que necesitan para sus

      negocios internos, ceden a una autoridad suprema y nacional la parte de

      soberanía que llamaremos eminente, para los negocios generales, en otros

      términos, para todos aquellos puntos en que deben obrar como nación. De

      que resulta, que si en actos particulares, y dentro de su territorio, un

      miembro de la federación obra independientemente como legislador de sí

      mismo, en los asuntos generales obedece en clase de súbdito a las leyes y

      decretos de la autoridad nacional que todos han formado. En esta forma de

      gobierno, por más que se haya dicho en contrario, debe reconocerse la gran

      ventaja del influjo de la opinión del contento general: se parece a las

      armonías de la naturaleza, que están compuestas de fuerzas y acciones

      diferentes, que todas concurren a un fin, para equilibrio y contrapeso, no

      para oposición; y desde que se practica felizmente aun por sociedades

      incultas no puede ser calificada de difícil. Sin embargo, ella parece

      suponer un pueblo vivamente celoso de su libertad, y en que el patriotismo

      inspire a las autoridades el respetarse mutuamente, para que por suma de

      todo se mantenga el orden interno, y sea efectivo el poder y dignidad de

      la nación. Puede, pues, haber confederación de naciones, como la de

      Alemania, y puede haber federación de sola una nación, compuesta de varios

      estados soberanos, como la de los Estados Unidos.

 

      Este sistema es el mejor quizá, que se ha discurrido entre los hombres,

      pero difícilmente podrá aplicarse a toda la América. ¿Dónde se formará esa

      gran dieta, ni cómo se recibirán instrucciones de pueblos tan distantes

      para las urgencias imprevistas del estado? Yo deseara que las provincias,

      reduciéndose a los límites que hasta ahora han tenido, formasen

      separadamente la constitución conveniente a la felicidad de cada una; que

      llevasen siempre presente la justa máxima de auxiliarse y socorrerse

      mutuamente; y que reservando para otro tiempo todo sistema federativo, que

      en las presentes circunstancias es inverificable, y podría ser perjudicial,

      tratasen solamente de una alianza estrecha, que sostuviese la fraternidad

      que debe reinar siempre, y que únicamente puede salvarnos de las pasiones

      interiores, que son enemigo más terrible para un estado que intenta

      constituirse, que los ejércitos de las potencias extranjeras que se le

      opongan.

 

 

FIN