RAÚL WALEIS
(Luis Vicente Varela)
Fantasía
A mi maestro
el Dr. Mauricio González Gatán
Al Dr. José
M. Ramos Mejía
autor de Las
neurosis de los Grandes Hombres
R.W.
Mayo 1880
El Doctor Whüntz
El Doctor Karl Whüntz tenía cuarenta y cinco años, y hacía ya veinte que
se consagraba al estudio de un problema insoluble.
Más despreocupado, o más sabio, que los hombres de su época, no practicaba
la astrología ni la alquimia. Aretino y el milanés Cardano, se proponían
explicar la vida y la muerte por medio de la influencia de los astros, de
los elementos sobre el hombre. El Dr. Whüntz se propuso encontrar, en el
estudio de los centros nerviosos, cuáles fuesen las reglas que rigen y
presiden los movimientos humanos.
El no quería, cual Agripa, descubrir "cómo se manifiestan en nosotros los
decretos de las estrellas". Buscaba saber "cómo se manifiestan en el
hombre los decretos de los nervios".
Despreciando las ciencias ocultas , se sentía envuelto en las tinieblas de
la psicología; y para escapar a sus dudas, se lanzaba en la ruta más
luminosa de ciertos estudios, que bien pudieran tomarse como los orígenes
de la moderna ciencia fisiológica.
Quería encontrar las relaciones de sentimiento y de acción que producen
las ideas y los movimientos; y su vida se consumía estudiando la médula
espinal y el encéfalo, que él ya consideraba entonces como el centro de
todas las manifestaciones nerviosas.
No estaba conforme con las teorías de algunos de sus colegas en la ciencia
médica, que admitían los movimientos reflejos, como simples convulsiones
puramente espasmódicas, posteriores a la muerte del organismo, e
independientes de la vida general.
Más de una vez, cuando trabajaba sobre el cuerpo de una rana, al ver que
ésta se defendía del escalpelo, muchas horas después de decapitada, solía
exclamar:
-¡Ah! ¡Ah! ¡Los movimientos reflejos! Qué misterio impenetrable envuelve
este secreto de la vida orgánica. Si la decapitación produce la muerte
instantánea ¿por qué la rana decapitada conserva todavía movimientos
conscientes? ¿Por qué se defiende de mi escalpelo? ¿por qué siente cuando
la toco?... Dicen los sabios que son espasmos nerviosos. Luego hay en el
organismo animal una doble vida. La vida de la circulación, que se acaba
cuando ésta se interrumpe por la hemorragia sanguínea que la decapitación
produce. La vida de los nervios, que continúa después de la muerte , y
que se traduce en estos espasmos nerviosos.
El Doctor Whüntz había hecho estudios y experimentos sobre todos los
animales. Había mantenido una langosta decapitada, haciéndola moverse
durante tres días. Había encontrado, a favor de una lente poderosa, las
que hoy se llaman células de pestañas vibrátiles, en el pulmón de una
rana, diez horas después de muerta. Había arrancado el corazón de un gato,
para impedir la circulación de la sangre, y, sin embargo, había conseguido
que sus miembros se agitaran, al ponerlos en contado con un pedazo de
sucino frotado.
En aquella época aún no se tenían nociones de la electricidad; pero el
doctor Whüntz ya se preocupaba de la atracción misteriosa que ejercía el
sucino frotado sobre ciertos cuerpos.
Como único resultado de sus investigaciones, había arribado a esta
conclusión desesperante: la ciencia ignora todavía cuál es el papel que
los nervios desempeñan en los movimientos conscientes. Los nervios, que no
obedecen a la voluntad, son agentes de acciones independientes a los que
llamamos la conciencia.
-Un hombre loco, es irresponsable -decía el Doctor Whüntz, en sus
exaltados monólogos-. Su locura es la manifestación de una enfermedad que
nosotros declaramos existente. Para comprobar que la enfermedad es
efectiva, citamos su delirio. Lo que los hombres sensatos llamamos el
sentido común, ha huido de su cerebro. Todo cuanto hable, es ajeno a la
razón... Pero, en cambio, ¡el loco no duerme!... ¿Quién nos asegura que
ese insomnio constante, que nosotros le atribuimos, no es un perpetuo
sueño de su alma o de su sistema nervioso? ¿No podría ser su delirio sólo
la fantasía del ensueño? Y, si así no fuese, decide, vosotros sabios de la
tierra, ¿qué diferencia hay entre el loco que delira, al parecer
despierto, y vosotros, que creáis las más insensatas quimeras cuando
soñáis dormidos?
Estas cuestiones de los fenómenos del alma o de los nervios , absorbían al
Doctor Whüntz.
-Si tenemos un alma -se decía-, ¿por qué huye de nosotros cuando la
buscamos, a pesar de la llevamos encerrada dentro de nosotros mismos? Si
no la tenemos ¿qué duda es ésta que asalta a toda la humanidad, y que la
obliga a buscar esa alma?
Y, cuando dando otro giro a sus estudios, y empeñándose en ser
materialista, se detenía en frente de sus propios pensamientos, que le
asustaban, se preguntaba asombrado:
-Pero, ¿si no existe un alma, por qué mis ideas no son las mismas de los
demás hombres? La red de nervios es igual a la de cualquier otro ser
humano; mi sistema circulatorio y mi sistema nerviosos es idéntico al del
resto de la humanidad; un solo molde ha servido para fundir a todos los
hombres ¿por qué, pues, los nervios de Copérnico producen la revelación de
que el mundo es esférico, esféricos los planetas, y circulares sus
movimientos; y los de Arquímedes descubren la palanca y la fuerza motriz
del vapor, en tanto que los de Nerón no inventan sino el incendio de Roma
y la profanación de Agripina?
Cansado de buscar la solución en los estudios que hacía sobre los
irracionales de todas las especies, pensó que la ley ignorada que rige la
diferencia sustancial entre el hombre y el bruto, podría darle la solución
a su problema terrible.
Y, desde entonces, el Doctor Whüntz se preocupó sólo de estudiar al
hombre; pero al hombre aislado, independiente de la familia y de la
humanidad; al hombre como creación primitiva, o como resultado de
transformaciones sucesivas.
Se propuso descubrir el secreto que preside a todas las acciones.
-Se habla de la voluntad -decía-, y, sin embargo, ella no existe sino
relativamente. La teoría del libre albedrío es falsa. Es verdad que yo
muevo mi brazo, que inclino o levanto mi cabeza, y tengo la facultad de
locomoción. Pero, basta que en una noche de orgía me exceda en la cena, y
la indigestión se produzca, para que la fiebre me invada, mi razón se
turbe, mis fuerzas se apaguen, y, a pesar de mi voluntad , no pueda
materialmente moverme. ¿Dónde está, pues, esa potencia de la voluntad, si
un insignificante detalle, un leve tropiezo, detiene por completo su
imperio? ¿Por qué la voluntad no impera sobre el estómago, sobre los
intestinos, sobre el corazón, en fin? ¿Por qué no hace que el cerebro
olvide, cuando el recuerdo es un pesar?... ¿Cuándo son mis actos fruto de
la voluntad y cuándo son fruto del fatalismo que me domina?...
Y el Doctor Whüntz, anonadado bajo el peso de sus propias reflexiones,
pensaba de nuevo en los nervios, concluyendo por convencerse de que los
agentes exteriores, que influían sobre ellos, producían todos los
fenómenos fisiológicos que él se proponía explicar.
-Busquemos las evoluciones de la voluntad en las manifestaciones de los
actos humanos -se dijo un día-. Estudiando a los criminales podré apreciar
el grado de voluntad que ha presidido sus movimientos. Entonces sabré lo
que hay de fatal, de nervioso , en esos actos, y lo que hay de voluntario,
de consciente. Sobre esa base edificaré mi templo a la ciencia.
El Doctor Whüntz viajó a Europa. Visitó todas las cárceles, haciéndose
mostrar los más famosos criminales. Examinó sus cráneos, procurando
descubrir sus tendencias por las depresiones o protuberancias de la
cabeza. Muy pronto se convenció de que lo que entonces no se conocía con
el nombre de frenología , y que él presentía como base de una ciencia
nueva, no era una regla invariable. La masa encefálica, centro de los
nervios, no respondía a las protuberancias o depresiones de la capa
exterior del cráneo.
Luego quiso estudiar en el cadáver de los criminales, y volvió a Flandes,
su país nativo y amado.
Su alta reputación le abrió todas las puertas. El gobierno ordenó que
todos los cadáveres de ajusticiados fueran entregados al Doctor Whüntz.
Desde ese día, el sabio profesor se encerró en su anfiteatro, confiando en
no salir de allí, sino para entregar al mundo la solución del gran
problema.
El Doctor Whüntz era viudo. Había hecho sus estudios en Alemania, y en esa
vida agitada del estudiante alemán, había ligado su existencia a su único
poema de amores.
Una noche salía de la clase. En la calle reñían. En medio del grupo, una
mujer lloraba. El tiró su espada, y tomó parte en la pelea.
Al acercarse, reconoció a la hermosa Ruth, hermana de uno de sus
condiscípulos más amados.
Jamás la había hablado. Joven y bella, llevaba impreso, en su semblante
angelical, el sello de la muerte.
Era una de esas suaves naturalezas del Norte. Tenía la apariencia helada
de las nieves del polo. Blanca, más rubia que las espigas de los campos de
Booz, con los ojos azules y vagos, como las últimas luces del crepúsculo.
Al verla, se diría que soñaba con el cielo, promesa de su fe cristiana.
En la lucha triunfaron. Cuando los audaces, que la detuvieron en la calle,
se vieron en derrota, Ruth volvió a Whüntz y le dijo:
-Joven caballero, habéis protegido la pureza de una criatura desconocida
para vos. Sois noble y sois bueno. Permitidme que os agradezca vuestra
abnegación.
La mano de la niña temblaba al oprimir agradecida la del estudiante. Los
ojos de Whüntz, investigadores como el espíritu de la ciencia, se
perdieron en los abismos celestes de aquella mirada de virgen.
Whüntz no quiso exponerla a nuevos temores. Pidió a su amigo el permiso de
acompañarle a escoltar a la joven, y, desde entonces, el misterioso
vínculo del amor, ligó aquellas dos almas en la vida y en la muerte.
Los estudios retuvieron al joven estudiante todavía algunos años en las
aulas.
La familia de Ruth era judía, y la paciencia no es una virtud en ese
pueblo obstinado, que todavía espera al Mesías de la promesa divina.
Poco antes de cumplir treinta años, Whüntz era el feliz esposo de la
tierna Ruth: un peligro le había ligada. La blanca guirnalda de azahares
que orlaba la frente de la hermana del estudiante alemán, no era menos
casta que las espigas, que sirvieron de corona nupcial, ante los siglos a
la bella bíblica hebrea.
De aquellos purísimos amores, nació Margarita, la amiga de su padre. Al
nacer, la niña arrebató al noble sabio su compañera casi divina.
Ruth había entregado a Whüntz, con su hija huérfana, una misión sublime.
Cuando a la niña falta en la cuna, con la dulce leche del seno, la
abnegación sin límites de la madre, el padre tiene en la tierra una tarea
verdaderamente cristiana: Sinete parvulos venire ad me .
¡Felices los hombres que pueden reemplazar a la madre de sus hijos
huérfanos!...
En la época en que hemos comenzado este relato, la casa de Whüntz era un
templo consagrado a la investigación científica. Jamás soledades más
encantadas dominaron el espíritu y los genios sollozantes de aquel hogar
destruido, ocultaron su llanto por la muerta querida, para sólo irradiar
su luz amante sobre la frente de la tierna niña.
Margarita tenía quince años. Educada al lado de su padre, y por su padre,
sus inclinaciones no tenían vínculos con la educación femenina de su
siglo.
El sabio profesor no reconocía una diferencia de inclinaciones y de
propósitos en los dos sexos. Estaba persuadido de que la mujer tenía más
exquisita sensibilidad nerviosa que el hombre; y su hija era para él, en
este sentido, un motivo de estudio. En cuanto a lo demás, pensaba que en
el organismo físico y moral, la mujer tenía los mismos elementos que el
hombre para brillar en todas las situaciones de la vida, y en todas las
manifestaciones de la inteligencia.
Cuando alguien se atrevía a tocarle este tema de conversación, él solía
exclamar:
-¡Eh! Dejad que los teóricos discutan todavía. Yo tengo mis convicciones
profundas. No hay más virtud en Sócrates que en Lucrecia romana. Catón no
es más puro que Safronia. La libertad debe menos a César que a Virginia.
Y, si avanzáis en los tiempos, Enrique VIII vale menos, como rey, que la
actual Isabel de Inglaterra.
Con estas ideas, Whüntz educó a su hija como un ser útil a la sociedad, no
sólo como elemento de la familia, sino también como un apóstol de la
ciencia que investiga y lucha por arrancar sus secretos a lo desconocido.
En todos sus experimentos, Margarita fue su inteligente compañero. Ella
sentía también la necesidad de profundizar la ciencia. Ella necesitaba
descubrir qué era aquello que dominaba su espíritu en la forma del
pensamiento y de la idea. Necesitaba saber si había algo más arriba que el
corazón; algo que no se multiplicaba ni se transformaba, como la materia,
y que, superior a cuanto la razón domina, esencia de vida, intangible,
incoloro, etéreo, se producía como la inspiración de un ser supremo,
infinito e inmortal: ¡DIOS!
Y seducida por las teorías sabias de su padre, dominó, al principio, y
luego olvidó por completo, sus temores y sus espantos nerviosos, enfrente
del cadáver, para preguntar al cráneo despedazado, y a la médula abierta
en sus capas membranosas y profundas, ¿qué secretos ocultaban ambos, que
así dominaban el organismo mortal?
El Doctor Whüntz había pasado diez años haciendo experimentos sobre el
cuerpo de los criminales ejecutados.
Absorto por los estudios y, dominado del sublime egoísmo del sabio, no
había querido asociar a sus investigaciones ningún hombre de ciencia.
Tenía la sagrada intuición del genio. Quería que la revelación descendiera
sólo sobre su espíritu, y que, al sorprenderle, le encontrara dueño
absoluto de sus secretos terribles.
Durante tan largo tiempo, el círculo de sus relaciones había ido
estrechándose. Llegó, por fin, un día en que sólo lo componían su propia
hija y la familia del verdugo de Flandes, su constante proveedor de
cadáveres.
Para Whüntz estos seres ¡también formaban parte del mundo! El desprecio,
con que la sociedad les perseguía, no había penetrado hasta el hogar del
sabio.
El sólo miraba en esas gentes, elementos útiles para sus trabajos
profundos. Hans, el viejo verdugo, le averiguaba los antecedentes del
ejecutado. Herman, su hijo, le ayudaba en las autopsias, y aún le
presentaba nuevas ideas a sus eternas investigaciones.
Cuando Whüntz comenzó sus estudios sobre los cadáveres de los criminales,
Margarita tenía sólo cinco años. Hermana, el hijo del ejecutor, tenía ya
diez.
El niño era inteligente. La ley flamenca, que había establecido una
familia maldita, en los descendientes de los verdugos, no tuvo el poder de
destruir el talento en el cerebro de sus miembros.
Hans, que sufría con la idea de ver a su hijo único convertido en verdugo,
como él, como su padre y como sus abuelos, pensó que aquella amistad
forzosa del sabio podría algún día ser útil al pobre niño.
Hans era muy rico. Los verdugos amansaban grandes fortunas con los
despojos de los ajusticiados.
pero la fortuna no basta para hacer la felicidad. ¿De qué os sirve el oro,
si al dar la mano del verdugo una moneda, la imaginación ve en ella una
mancha de sangre?
Hans, como sus genitores, había amontonado su tesoro. La costumbre, más
que la ambición o la avaricia, le había enriquecido. Pero Hans vivía en un
siglo positivista. Los rumores del mundo exterior llegaron hasta las
desiertas soledades del hogar del verdugo. Supo que las conciencias se
vendían, que las cruces ya no representaban el patíbulo del sacrificio
divino, sino que servían para condecorar la maldad hipócrita; comprendió
que el oro era el fausto y el poder de los tronos, y en las sublimes
ternuras de su amor de padre, pensó que era posible comprar con dinero, la
absolución del castigo que pesaba sobre el nombre y sobre la raza de su
hijo.
La sociedad, que destierra de su seno al verdugo, no conoce ni comprende
su obra.
Ha tenido la crueldad de crear en un hombre una máquina de hacer justicia;
y no ha pensado siquiera que las multitudes desprecian más al ejecutor que
a la víctima.
Ha querido aislarle, por medio del desprecio, y no ha comprendido que
encendía en el alma del verdugo, la pira de sentimientos que se apagan en
el bullicio del pueblo.
Reducido a las encerradas paredes de su hogar; alejado de cuanto vive y
palpita en el mundo exterior; obligado a la soledad y al aislamiento en
medio del tumulto que le circunda; sin amigos, sin amparo, sin odios ni
rencores siquiera, toda su existencia tiene que concentrarse y repartirse
entre los objetos y los seres que le rodean.
Los encantos del placer y de la belleza; el paisaje de la luz y de los
colores, las emociones del alma primitiva -el amor, el dolor, el
arrepentimiento mismo-, todo está encerrado para él dentro de las
insalvables paredes de aquel hogar perseguido.
Pero Hans había reaccionado. La raza maldita buscaba su redención, y el
pobre descendiente de los verdugos de Flandes, pedía a la civilización de
su siglo que absolviese, en la cabeza de su hijo, toda la tradición de sus
genitores.
-Yo no he cometido crimen alguno -decía-. No aborrezco a la sociedad, que
me desprecia sólo porque soy el ejecutor de sus sentencias; por el
contrario, aun le tengo compasión por sus propios errores para conmigo.
Los tesoros de amor que he descubierto dentro de mi alma, los ha
rechazado; y obligado a amar por una ley divina, toda mi ternura la he
depositado en mi hijo. Su infeliz madre me lo entregó al morir,
encargándome que velase por su porvenir. Una sentencia le destina a ser
verdugo, como su padre. Yo necesito vencer la fuerza de esa sentencia.
Todos mis tesoros los daría por conseguirlo. Y si al fin mi amor de padre
triunfa, mi vida de ignominia quedaría borrada, por sólo una lágrima de mi
hijo purificado.
¡Cosa singular! El verdugo despreciado amaba a su hijo, con ternuras que
nunca sintieron los corazones de los reyes.
¡Y la sociedad huía el contacto del hijo del verdugo y aclamaba el paso
del príncipe heredero...!
Un día, algún tiempo después que el doctor Whüntz se ocupaba de sus
investigaciones, Hans llegó a casa del sabio.
Era la hora del crepúsculo en un día de otoño. Las luces confundidas se
reflejaban en aquel espíritu, preparado a todas las grandes
manifestaciones nerviosas.
Como el arpa eólica vibra siempre armónica al más leve roce de la brisa,
el alma de Hans sentía vibrar sus sentimientos a la más suave emoción.
La luz, la sombra, la palabra, la música, todo se reflejaba en su espíritu
atribulado.
Aquel crepúsculo tranquilo, en que los últimos arreboles del sol poniente
se mezclaba con las trémulas irradiaciones de la primera estrella; la
armonía lejana de los ruidos informes del día que pasa y de la noche que
llega; la ciudad que comenzaba a encender sus mil luces, y las sombras de
la campaña que él cruzaba envuelta de tinieblas -todo, todo, tenía una
repercusión misteriosa en aquella alma selecta.
Y luego, pensaba en el abrigo casto que la familia presta al esposo amado;
en el lujo del sarao, las manifestaciones multiplicadas de la sociedad que
se estremece a las palpitaciones de la alegría sin remordimientos.
Y el anciano verdugo lloraba, recordando que él no había saboreado esos
goces, y se estremecía de terror al pensar que su hijo ¡nunca podría
ambicionarlos...!
Cuando llegó a casa del doctor Whüntz, el sabio paseaba en sus jardines,
llevando a su bella niña del brazo.
Gozaba del espléndido espectáculo de la naturaleza que comenzaba a
dormirse, y entretejía sus primeros ensueños de fantasías con sus últimas
sonrisas de realidades vivas. Los ángeles invisibles, que tienen por
misión pintar las flores de la noche, arreglaban recién sus paletas, en
tanto que los jazmines y las rosas, preparaban sus corolas entreabiertas,
para recibir el presente de colores y de perfumes que Dios les envía.
El Doctor Whüntz recibió a Hans con cariñosa afección. El sabio comprendía
que aquel hombre era inocente de las ejecuciones sangrientas que formaban
su misión en la tierra.
-Maestro -le dijo al recibirle-, ¿habéis averiguado algo?
-Sí, Doctor. El reo que debe ser ajusticiado mañana es un sueco. Su crimen
es odioso y vulgar. El robo ha sido su móvil. Mañana os traerán su
cadáver, y mi hijo os dará todos los antecedentes que hemos recogido a su
respecto.
-Sabéis, maestro Hans, que vuestro hijo es muy inteligente. ¡Si le vierais
en el anfiteatro cuando hacemos la autopsia!
-Señor, es precisamente de él de quien quiero hablaros.
Hans lloró. Hablaba con Whüntz lleno de sublime indignación contra la
sociedad; manifestaba sus nobles ambiciones para Herman; y ofreciéndole
toda su fortuna, pidió al doctor que se encargase de la educación del
niño, a fin de poderle sustraer a la ley odiosa que le había condenado
desde antes de nacer.
-Amigo mío, yo no quiero vuestra fortuna; pero yo tengo también una hija
única, para la que deseo destinos inmortales. Yo os juro sobre su cabeza
de ángel, que haré de vuestro hijo un sabio tan grande, que Flandes tenga
vergüenza de llamarle para que le sirva en el oficio de verdugo.
Desde ese día Herman fue mirado como el discípulo amado del Dr. Whüntz. Se
instaló en su casa, vivió con él en familia, y fue perdiendo la memoria de
los instrumentos y las máquinas de tormento y de muerte, a fuerza de
estudiar en los cráneos y los esqueletos que formaban la colección del
erudito maestro.
El doctor Whüntz cumplió su promesa en los límites de lo posible. Herman
fue médico; tal vez un médico distinguido, especialista en afecciones
nerviosas.
Sin embargo no llegó nunca a ser un sabio, capaz de eclipsar con su nombre
la gloria del profesor.
Durante los largos años de sus estudios, Hans había ocultado
cuidadosamente los propósitos que alimentaba respecto del porvenir de su
hijo.
Cuando alguna vez, la autoridad, que cría tener derechos sobre el niño,
preguntó por él, Hans había contestado que, estando delicado de salud, le
había enviado a Amsterdam, donde vivía la familia de la madre, que era la
del verdugo del pueblo.
Una noche se ejecutaron en Flandes dos criminales. Uno, joven, lleno de
pasiones y de promesas para la vida. El otro anciano, decrépito, casi
exhausto de elementos de existencia.
Habían cometido un delito odioso. El proceso los presentaba como
contumaces y reincidentes.
En momentos en que aparecieron ante la multitud, ávidamente apiñada en la
plaza, el más joven se arrodilló, y, en voz alta, sonora y llena de
fortaleza, exclamó:
-Pueblo que me escucháis, soy creyente. he cometido grandes crímenes, pero
la bondad infinita ha descendido sobre mi alma. Estoy de todo arrepentido;
y mi arrepentimiento es tanto más sincero cuanto que lo hago público, y
sin esperanzas de prolongar mi vida en este valle de lágrimas. Vosotros,
los que os sentís arrastrados por la pasión, tomad ejemplo de mi muerte,
y, en vuestras oraciones, ¡rogad por mí!
El otro, el anciano, fue insensato y terrible hasta muriendo. Su cuerpo se
agitaba en horribles convulsiones, y las imprecaciones más soeces contra
el cielo y la tierra brotaban de sus labios.
Resistió cuanto ofrecimiento piadoso se le hizo, y cuando el verdugo tuvo
que cumplir su terrible misión, fue menester que sus ayudantes le
sujetasen por la fuerza.
En cambio, el joven, se sometía sumiso a cuanto se le decía. La
resignación y el arrepentimiento dominaban su espíritu, y en todos sus
actos mostraba que el remordimiento, imponiéndose como señor de una
actualidad terrible, le daba a la vez la conciencia de sí mismo y de la
situación.
Al día siguiente ambos cadáveres estaban sobre la mesa del anfiteatro del
Dr. Whüntz.
El y Herman los despedazaban, con esa sacrílega avidez que producen las
investigaciones científicas.
¡Oh! el doctor y su discípulo se empeñaban en descifrar un misterio
imposible, y no se apercibían siquiera del misterio que sus propios actos
producían.
Los seres humanos, durante la existencia, se tratan, se estiman, se
comunican y hasta se maltratan los unos con los otros.
Cuando la muerte apaga la vida, la materia inerte inspira al espíritu
cierta reacción inexplicable.
El cadáver adquiere prerrogativas que no tuvo el hombre vivo. Al cruzar
delante del féretro que guarda a un hombre, la humanidad se descubre, la
mujer se postra, y la plegaria o la lágrima se rinden como un tributo al
muerto desconocido.
¿Qué fuerza misteriosa, es ésta, que así domina a la vida al colocarla en
frente de la muerte?
Sólo la ciencia es profana, pero su profanación misma es relativa.
Abre el cráneo para buscar en los senos del cerebro las huellas de un
pensamiento, o las lesiones dejadas por la acción de un mal; pero cuando
su curiosidad científica está satisfecha, o cuando la duda ha amontonado
aún más sombras sobre su alma, el sabio mismo recoge los miembros
mutilados que sirvieron para su estudio, y les consagra un pedazo de
tierra bendecida para que reposen o se transformen eternamente...
Esa reacción del espíritu, levanta la creencia cristiana, e infunde
aliento para caminar en la ruta sin faros de la inmortalidad ¡anhelada o
presentida!...
El doctor Whüntz ya no quería examinar por sí más cerebros. Dejaba a
Herman esa tarea, que él consideraba peligrosa.
En sus largos años de observación y de estudio, había creído un día
sorprender el origen de las ideas. El no conocía la existencia de los
cientos de millones de células nerviosas que habitan los hemisferios
corticales; pero sospechaba que las ideas nacían de la irritación de la
sustancia gris, que producía el fenómeno de la reflexión por el reflejo de
una parte del cerebro sobre otra.
Preocupado al extremo de querer atribuirlo toda a la materia, creía que la
idea era sólo el resultado de un movimiento orgánico del encéfalo;
movimiento que podía acelerar o detener por medio del alcohol, del opio o
de la belladona, según las proporciones en que se administrara.
Había llegado hasta adquirir la certeza de la verdad de su doctrina,
experimentándola en muchos seres humanos; pero, un día que se encontraba
en su anfiteatro examinando un cráneo abierto, se horrorizó de su propia
doctrina y renegó de ella.
-Yo he creído -decía anonadado por el desencanto -, que la idea era sólo
una función orgánica del cerebro, debida a la irritación e las capas
superficiales; de los hemisferios. La conciencia, el espíritu, no
desempeñaban papel alguno en aquel gran proceso del pensamiento. Se piensa
y se forman ideas sin el concurso de la voluntad, me había dicho. Pero hoy
me encuentro detenido ante mis propias observaciones. Si es verdad que
basta producir la irritación de los centros nerviosos del cerebro, para
que la idea se forme , sin el concurso de la conciencia, este cráneo,
separado del cuerpo a que ha pertenecido, podría pensar. Por medio de las
inyecciones sanguíneas, yo he conseguido las funciones musculares de los
órganos de la cara en la cabeza de un decapitado; por medio de
irritaciones proporcionadas de la sustancia gris del cerebro, yo debería
conseguir también que el muerto tuviese ideas, como una manifestación
puramente orgánica de la materia irritada.
El doctor Whüntz había tratado de hacer práctica la observación; pero los
muertos no se prestaban como los vivos a satisfacer sus vehementes anhelos
científicos.
Unas veces creía que el cráneo del cadáver pensaba , pero que no podía
manifestar la idea.
-Si es mecánica, material, la formación del pensamiento, ¿por qué no ha de
hacerse la evolución que produce la idea en el encéfalo de un muerto, que
conserva todavía, sin descomponerse, sus elementos orgánicos
constitutivos?
Pero luego se detenía de nuevo pensando que su doctrina le llevaba al
absurdo de hacer que los muertos tuvieran ideas; y concluía por abismarse
ante el fenómeno de la memoria, asombrándose de no encontrar en la masa
encefálica ni un archivo donde se hubiesen conservado los recuerdos, ni
una huella dejaba allí por las ideas que lo habían calentado durante la
vida general.
Desde ese día, no quiso ya estudiar las evoluciones que producen el
pensamiento humano, y se dedicó a encontrar las que producen la emoción.
En esa tarea estaban la noche que recordamos.
-¿Y bien, Herman? -preguntó el doctor Whüntz, viendo que su discípulo,
había levantado la calota del cráneo del más joven de los criminales.
Herman permaneció un momento contemplando la masa encefálica; luego se
acercó al cráneo, abierto también, del otro ajusticiado, y tomando una
cabeza en cada mano, se las mostró al profesor diciéndoles:
-Mirad, doctor... Son iguales. El mismo aspecto presentan las meníngeas;
las mismas inyecciones sanguíneas en las pequeñas arterias y arteriolas;
los mismos caracteres...
-¡Abrid! Abrid uno de los lóbulos -dijo el Dr. Whüntz interrumpiéndole.
-Veamos la sustancia gris, y si allí no encontramos nada, vamos a examinar
la médula espinal.
Aquellos dos hombres parecían enfurecidos en su porfiada lucha con el
misterio. Como chacales hambrientos, como carniceros en el matadero
despedazaron ambos cuerpos. Uno abría la caja torácica del anciano,
mientras el otro disecaba la espina dorsal para procurar llegar a la
médula.
Y el misterio burlaba siempre su anhelo. Un momento creían que el triunfo
pertenecía a la ciencia, porque descubrían alguna mancha, algún pequeño
tumor oculto en las vísceras, algo anormal, en fin; pero muy luego la
ciencia misma desvanecía la ilusión del miraje, explicando la causa de
aquel fenómeno que ellos habían creído poder atribuir a la emoción, o a
otra función de los nervios, y que sólo era el resultado de una causa
orgánica, anterior o posterior a la muerte.
La derrota no les humillaba. Llegó la noche y ellos todavía estaban
ensañados sobre aquellos restos de cadáveres humanos.
Las sombras comenzaron a invadir el anfiteatro, y fue menester encender
luces.
¿Qué importaba a los sabios la oscuridad de la noche? ¿No tenían acaso
ellos, dentro de la mente, una luz más viva, más intensa, más duradera que
la que iba a alumbrarles?
La esperanza les alimentaba, y las irradiaciones que ella derramaba en
derredor de Whüntz y Herman, disipaban todas las sombras de la naturaleza.
¡Ah! ¡la sombra horrible, la negra noche de la duda científica! ésa, no
alcanzaban a desterrarla las bujías.
Toda su horrorosa tarea fue inútil. Los muertos se negaron a dar a los
vivos la luz que buscaban para alumbrar sus conciencias.
Cuando, rendido por el desaliento y la fatiga, el doctor Whüntz se arrojó
sobre un sillón, su tierna hija se acercó a él, temblando de emoción.
-¿Y bien, padre? -le dijo.
-¡Ah!, nada... había esperado durante diez años un día como este. Quería
dos condenados, ejecutados el mismo día. Quería dos hombres de distintas
edades. Quería que muriesen el uno resignado y el otro presa de una
violenta excitación ¡Y bien! La Providencia me ha hecho sufrir
pacientemente durante tan largo tiempo, y el día en que me presenta el
espectáculo anhelado, es para mostrarme con mayor elocuencia la ignorancia
en que vivo.
Herman se ocupaba en reunir aquellos restos mutilados, confundiendo en un
mismo grupo despojos de ambos cuerpos. No hablaba; pero su entrecejo había
formado esa arruga peculiar del hombre que medita.
El doctor Whüntz parecía que esperase que su discípulo hablara
espontáneamente. Herman temía turbar las reflexiones del sabio, si se
atrevía a enunciar sus propios pensamientos.
Uno era joven, casi un niño. Otro era un viejo, casi un cadáver. Uno muere
lleno de enojo. El otro humilde. Y, sin embargo, no hemos hallado, en sus
cuerpos, huella alguna que precise la diferencia de la emoción del uno y
del otro. En el cadáver se señalan ambas con los mismos signos. Es
mentira. Los nervios no reflejan la emoción.
-Doctor, perdonadme -se atrevió a decir Herman-. Si no hemos encontrado
diferencia alguna en las alteraciones del sistema nervioso de uno y de
otro, quizá es porque ambos han sentido emociones análogas antes de morir,
igualmente intensas, pero que sólo se han manifestado diferentes en su
forma exterior.
-No os entiendo, Herman. Ved la expresión del rostro de este viejo.
Conserva todavía su actitud irritada, impávida, atrevida, y la contracción
muscular de su fisonomía, basta para mostrarnos la última actitud de su
espíritu. En tanto mirad la cara de este joven. Hay casi la contracción de
una sonrisa llena de esperanzas en su semblante apacible. Vamos a buscar
en los centros nerviosos las causas, las huellas de uno y otra situación
moral, y, a pesar de su contradicción perfecta, hallamos que uno y otro
encéfalo conservan las mismas señales anteriores y posteriores a la
muerte.
Pero, Doctor, podríamos atribuirlas a una causa perfectamente aceptable.
La emoción que produjo en uno el descreimiento y la ira ha sido tan
intensa como la que produjo en el otro el arrepentimiento, y como los
nervios han sido el vehículo de ambas emociones, es natural que la huella
dejada en ellos sea igual. Los nervios obran como elementos puramente
pasivos, sin darse cuenta del resultado de sus manifestaciones. Pienso que
el anciano y el joven han sentido vehemencia, el uno su ira, el otro su
arrepentimiento, e hiriendo ambos con igual intensidad su sistema
nervioso, las huellas dejadas por ambas emociones tienen que ser
idénticas. La falta de remordimientos del anciano, es sólo un exceso de
tristeza y de desesperanza, que se traducen en ira y ferocidad. El
arrepentimiento del joven, es un triunfo de íntima ternura sobre el alma
culpable, aun no desesperada, y que se traduce en lágrimas y mansedumbre.
Pero ambos han sentido con igual vehemencia, y sus cadáveres no pueden
decir otra cosa que lo que nos han dicho: una excitación nerviosa ha
precedido a la muerte.
Los dos médicos siguieron por largas horas sus investigaciones
científicas, confundiendo con frecuencia la vieja creencia psicológica con
la naciente fisiología. El sombrío misterio les envolvía cada vez con
mayores nubes, a medida que más luz anhelaban encontrar.
Por fin la fatiga les rindió, y cada uno se retiró a su alojamiento,
llevando en sí mismo un centenar de problemas, que se habían propuesto
resolver a solas y en secreto.
Algunos meses más tarde, una nueva ejecución debía tener lugar. El Dr.
Whüntz paseaba sombrío sus habitaciones, esperando que llegase la carreta
que debía traerle el cadáver.
Herman y Margarita estaban con él, cambiando de cuando en cuando una
mirada, una sonrisa, una palabra.
había cumplido quince años. La más pálida de las bellezas del Norte,
competiría mal con su fresca hermosura.
Encerrada en la casa de su padre, rodeada de esqueletos, no tenía más
nociones del mundo femenino que las que sus propias inclinaciones de mujer
le daban.
Todo lo que era delicado y tierno comenzaba a herirla de manera singular.
La presencia de los cadáveres, que nunca la asustó cuando era niña, la
impresionaba ahora hasta hacerla brotar lágrimas.
-¡Son los nervios! -decía ella, cada vez que una emoción semejante la
sorprendía; y pensaba que con esa exclamación, digna del espíritu
preocupado de su padre, explicaba la situación de su propia alma.
Herman tenía ya más de veinte años. El niño que fue su compañero de
infancia y de hogar, se había hecho un hombre en tanto que ella se sentía
mujer.
Los cándidos juegos de la niñez se habían trocado ahora por los serios
ensayos de la ciencia; pero cuando Margarita miraba o sonreía a Herman,
ella se sonrojaba, sus ojos se humedecían con una lágrima que no salía de
la pupila, y los latidos de su corazón se hacían más violentos.
A veces, cuando la casualidad les dejaba solos, el uno frente al otro,
ella sentía temores desconocidos de cosas ignoradas, y él comprendía que
hay inclinaciones que cuestan mucho sacrificio vencer.
¿Se amaban? No se lo habían dicho nunca, y quizá jamás se detuvieron ellos
mismos a pensarlo; pero la verdad era que Margarita nunca sintió que sus
instintos de mujer la llamasen a buscar emociones fuera de la casa de su
padre, ni Herman encontró jamás triste ni solitaria su prisión al lado del
sabio.
La noche en que el doctor Whüntz, más preocupado que otras veces, esperaba
el nuevo ajusticiado, que iba a servir de pretexto a sus estudios, los
jóvenes parecían contagiados por las meditaciones del gran médico.
Ella labraba esos ricos encaje que han dado nombre a los tejidos de
Flandes. El leía o fingía leer.
-¿Creéis que seremos más felices esta noche Herman -preguntó el doctor
Whüntz, después de muchos paseos.
-Señor, no lo creo -contestó Herman, poniéndose de pie, y yendo junto a su
maestro.
-Tenéis poca fe, amigo mío. la ciencia ha de revelarnos el secreto de este
fluido que gobierna los nervios...
-Esa es mi duda, doctor. Nos empeñamos en encontrarlo en el cadáver, y no
nos apercibimos que los muertos no pueden ofrecernos las manifestaciones
de ese fluido , como vos lo llamáis.
-No soy yo. Es Paracelso; son los grandes sabios.
-Sí, señor, lo sé; pero me parece imposible que encontremos sus huellas en
el cadáver.
-¡Imposible! ¿Por qué?
-Porque los cadáveres no sienten, y el fluido magnético es el resultado de
la sensación. Buscad en la atmósfera la huella de la armonía que ha herido
las ondas del aire. Ha vibrado sobre ellas; les ha dado una nueva vida,
vaga, intangible, invisible, y luego se ha perdido al alejarse en las
corrientes etéreas. Buscad en los ojos del muerto la expresión de la
mirada, que dijo un día un Yo te amo , a la mujer querida; buscad, en fin,
en el rostro pálido del cadáver de una virgen, ese rubor purísimo que
encendió su rostro, como respuesta a la súplica del amante. Nada de eso
encontraréis en los muertos. Y, sin embargo, Doctor, las emociones del
sonido, como las del amor, como las del perfume, son fenómenos de los
nervios; pero esos fenómenos se producen sólo durante la vida, sin dejar
huella alguna en la muerte. Creo que perdéis vuestro tiempo procurando
interrogar a los cadáveres. Los muertos guardan bien sus secretos.
-¡Oh!, mejor que los vivos! -contestó el Dr. Whüntz, dando a su rostro una
expresión que Herman nunca había visto.
Mientras el hijo del verdugo hablaba, el sabio había fijado
alternativamente sus ojos en su hija y en Herman. Cuando éste habló de la
mirada que decía yo te amo , el Dr. Whüntz creyó verla en los ojos del
joven; y al buscar el efecto que había producido en Margarita, creyó
descubrir en ella el rubor vago y purísimo de una respuesta amorosa.
Por primera vez, en tan largo tiempo, el padre dominaba al hombre de
estudio. Iba a decir algo, que por la expresión solemne de su semblante,
debía ser muy grave, cuando un ruido exterior llamó su atención.
El viejo Hans entró en la sala, lleno de agitación y de horror.
A su aspecto una triple exclamación partió del alma de Herman, de
Margarita y de Whüntz.
Hans vestía el traje peculiar de los verdugos, en un día de ejecución, y,
a pesar de su color rojo, algunas manchas negruzcas salpicadas en él,
revelaban que la sangre le había teñido.
El doctor y su hija nunca le habían visto en traje semejante. Herman ya
había olvidado aquel oprobioso uniforme de su padre.
Un momento de ansiedad terrible dominó a todos los personajes de aquella
escena muda. Algo sombrío y grave debía haber precipitado al viejo Hans a
producirla.
Fue él quien rompió el silencio.
-¡Ah, doctor! ¡Salvad a mi hijo! -gritó el pobre anciano, y se arrojó
llorando a los pies del Dr. Whüntz.
El sabio se había acostumbrado a olvidar que aquel hombre era el verdugo
de Flandes. Nunca le había tratado como a tal, y su leal amistad, ofrecida
sin interés, sólo miró en él al padre de su noble discípulo. La presencia
de Hans en aquel traje le recordaba toda la verdad de la horrible
situación en que todos ellos se hallaban colocados.
Acababa de sospechar que Margarita y Herman se amaban. Quizá sonrió a la
idea de unir aquellos dos seres, entre los cuales había repartido su
ternura. Tal vez su egoísmo de sabio le mostró como propicia aquella
unión, que conservaba a su lado sus dos únicos ayudantes.
Pero Hans turbó su razón con su aparición inesperada y violenta.
¿Cómo pensar ya en Herman para esposo de su hija?
¡Era el hijo del verdugo, y la ley le destinaba el oficio de su padre!
Mil fantasmas cruzaron por su mente. Su cabeza estallaba bajo el peso de
tanta emoción y de tanto sufrimiento, y aquel hombre, que había pasado su
existencia, atribuyendo todo a la sola influencia de los nervios, por
primera vez los olvidó, para clamar:
-¡Oh!, el imperio de las preocupaciones sociales!
El doctor Whüntz había adivinado la terrible noticia que Hans venía a
comunicarles. Su alma la presentía y la esperaba.
En tanto que Margarita y Herman pugnaban porque el verdugo hablase, el
doctor le hacía señas para que callara. Luego le ayudó a alzarse del
suelo, y le dijo, tranquilamente:
-Maestro Hans, sentaos y reposad vuestra emoción. Vosotros, hijos míos,
dejadnos solos. Cuando seáis necesarios os llamaremos.
Los jóvenes se alejaron, no sin haber antes luchado tenazmente por asistir
a aquella terrible conferencia.
El doctor cerró la puerta. Volvió luego al lado del verdugo, y, procurando
dominar la emoción de su voz, le dijo:
-¡Hablad, Hans, amigo mío!
El anciano narró entonces los acontecimientos recientes que le condujeron
a casa del médico en aquel traje
Al cumplir su terrible misión, el hacha no había separado la cabeza del
tronco del condenado a muerte. Entre las horribles convulsiones de una
agonía lenta, había saltado al medio del cadalso. Los ayudantes del
verdugo pudieron contenerle. La muchedumbre se había exaltado, y pedía a
gritos la muerte de Hans, a quien llamaban "martirizador de hombres". La
autoridad había intervenido. El verdugo escapado de las manos del
populacho, había sido requerido para que presentase a su hijo, a quien
correspondía el puesto por la ley flamenca.
-Mi hijo no está en Flandes -había contestado.
-Sí, sí, está en casa del doctor Whüntz -gritaron los ayudantes mismos del
verdugo, indignados de servir a un anciano que ya no servía para el oficio
.
Cuando Hans contaba todo esto, se apresuraba anhelante por abreviar la
narración, como si temiera que le faltara el tiempo para terminarla.
-¡Ah, salvadle, doctor! Salvadle -decía luego llorando. -Van a venir a
buscarle. Saben que está aquí, y os le arrancarán de las manos. ¡Tomad mi
oro, doctor! pero impedid que Herman se degrade. ¡Oh!, ¡pensad que esto es
horrible! Habéis hecho de él un sabio, un hombre útil a sus semejantes, y
quieren quitároslo para hacerle el destructor de sus hermanos.
El doctor Whüntz estaba sombrío y mudo. Apenas tenía voluntad y fuerza
para defender sus manos, que Hans empapaba con sus lágrimas, al besarlas
lleno de emoción y de ternura.
-¡Ah, doctor! ¡Si supierais!... Cuando yo le veía huérfano en la cuna, y
sonreía dormido soñando con los ángeles, confiaba en que con oro le haría
huir, huir lejos, muy lejos de Flandes. Después, cuando vos le recibisteis
en vuestra casa, tuve fe en vuestra influencia. He ocultado al mundo que
es un sabio, por temor de que la emulación le persiguiera. Nadie cree que
es vuestros compañeros de estudios, y apenas si piensan que es vuestro
siervo... Es verdad que la infamia trascendental pesa sobre su raza, ¡pero
le habéis emancipado!... ¡Salvadle, por Dios, salvadle!
El doctor Whüntz no hablaba. Meditaba. En sus ojos brillaba una luz
sublime y siniestra a la vez. Movía lentamente la cabeza, fijaba su mirada
en Hans, y luego la dirigía, con persistencia, a un pequeño armario,
llenos de frascos rotulados.
Por fin, se levantó lentamente, y, dirigiéndose a aquel armario, buscó
entre aquellos frascos uno pequeñísimo.
-¿Decís que nadie sabía que Herman estaba en mi casa como médico?
-preguntó.
-Nadie, absolutamente nadie, doctor.
-Y bien, entonces, procuraremos ayudarle. Que la ciencia sirva siquiera
para salvar a su apóstol. Volved a vuestra casa, maestro Hans. Decid que
vengan a buscar a vuestro hijo, pues que se ha negado a ir
voluntariamente.
-Pero no lo entregaréis...
-¡Oh! dejad obrar a Dios y... a la ciencia. No podrán llevarle. Yo os
respondo.
Hans quiso ver a su hijo antes de marchar, pero el Doctor Whüntz se opuso.
Necesitaba ganar tiempo.
-Hijos míos -decía el Dr. Whüntz, pocos momentos después a Margarita y
Herman, a quienes se había requerido en una de las habitaciones interiores
de la casa-; ¡hijos míos! necesito consultaros sobre un asunto muy grave y
que os interesa.
-¡Señor! -exclamó Herman, procurando leer el pensamiento del sabio
profesor.
-¡Hablad, padre! ¡Estoy anhelante! ¿Qué peligro corre Herman? ¿Por qué os
decía el señor Hans que le salvaseis?
-¿Peligro?... ¡Oh! no; no es un peligro lo que corre, es algo peor.
-¿Peor?
-¿Qué?
-¡Oh! sí, algo mucho pero que un peligro amenaza a nuestro pobre amigo,
hija mía.
-Por favor, decidme lo que sucede, Doctor. Me habéis impedido que vea a mi
padre; decís que estoy amenazado, y, perdonad si por primera vez en tan
largo tiempo, os recuerdo que ya no soy un niño, y tengo el derecho de
saber lo que me interesa.
El Doctor Whüntz miró satisfecho a Herman. Parece que hubiera querido
provocar aquella explosión de individualismo.
Margarita, con el alma impresa en una mirada llena de temores y de
esperanzas, vagaba sus ojos anhelantes del rostro de su padre al de
Herman.
El hijo del verdugo fijaba los suyos en actitud interrogante en los del
sabio.
-¡Y bien! tienes razón, joven, dijo, por fin, Whüntz, tuteando por primera
vez a su discípulo. El día en que tú reclamas tus derechos de hombre, es
el mismo en que yo empiezo para contigo mis derechos de padre. Hace diez
años estás a mi lado. Te he formado. Has crecido bajo mis alas, como el
polluelo extraviado o huérfano, que la borrasca lleva al nido de la torcaz
amante. Tengo, por lo menos, el derecho de pedirte que seas digno de mi
ejemplo.
-¿Y lo dudáis, señor?
-Calla y escucha. Hay algo fuera de la ciencia médica. Hay otro mundo más
allá de los umbrales de mi puerta; mundo que yo había olvidado, absorbido
por mis estudios, y que vosotros ignoráis encerrados en esta casa. Hemos
vivido tranquilos hasta ahora, confiados en las promesas que los
descubrimientos anhelados nos hacían. Hoy la tempestad sopla sobre
nuestras cabezas, y viento de muerte nos amenaza.
-¿Qué decís, padre?
-Ese mundo que tu ignoras, Herman, te reclama el pago de una deuda que tú
no contrajiste. Es la herencia que te legaron tus mayores, que hoy quiere
cerrarte las puertas del porvenir. Es la infamia trascendental que te
alcanza...
-Padre -gritó Margarita.
-¡Doctor! contened el labio. Vais a ofenderme, y no os he dado motivo.
Conocéis mi vida desde niño, y sabéis...
-No te acuso, Herman, ni te condeno. Quiero, por el contrario, salvarte.
Una sentencia inicua te hace esclavo. Interpretando mal los libros de la
ley mosaica, creen que es posible que los crímenes de los padres lleguen
hasta los hijos de la cuarta y quinta generación. Uno de tus mayores
cometió un delito. La pena puso en su mano el hacha del verdugo, y la ley
hizo que esa herencia de infamia fuese transmitiéndose de padres a hijos
hasta llegar a ti. Hoy te reclama la sociedad tu tributo de infamia, para
purgar el crimen ya olvidado de tus mayores.
-¿A mí? ¿Yo verdugo? ¿Qué decís...?
-Que tu padre está viejo. Hoy ha fallado el golpe de su hacha. El
populacho se ha indignado, y la autoridad quiere jubilarle, llamándote a
ti a ocupar su puesto.
-Pues yo no iré. jamás las muchedumbres me verán sobre el cadalso...
Doctor, estoy resuelto. Habéis dicho que hay otro mundo fuera de vuestra
casa, que yo no conozco y que me reclama. Yo no debo nada a ese mundo. Si
vienen a buscarme aquí, llevarán mi cadáver para saciar las bárbaras
aclamaciones de los espectadores de drama del patíbulo. Yo no iré.
-¿A pesar de todo?
-A pesar de todo, Doctor. Antes prefiero morir.
-¿Morir...? no; ¡morir, no! -gritó Margarita, arrojándose al cuello de
Herman, y doblando su cabeza llorosa sobre el pecho afligido del joven.
La niña "no sabía más que amar". Había crecido huérfana de madre y de
emociones, encerrada en el hogar del sabio. Su corazón sólo había
cultivado el cariño purísimo, que la ternura de su padre le inspiraba, y
el amor ideal que Herman sembró en su alma sin saberlo.
El pudor es un sentimiento innato. Sus manifestaciones exteriores son sólo
una convención social.
Había más pureza y más candor en aquel abrazo de Margarita, que en esas
mentidas defensas, que el salón y la sociedad imponen al sentimiento
femenino.
Las corrientes volcánicas que cruzan la tierra, permanecen largo tiempo
latentes. Un día estallan y la erupción es terrible. No hay fuerza capaz
de detenerlas. Todo lo avasallan y lo destruyen, pero en medio del estrago
horrendo, brilla en lo alto de la montaña encendida, la llama voraz de
aquel fuego espontáneo.
Así fue la pasión de Margarita por Herman. Se encendió al calor de la
intimidad y el aislamiento a que el destino les obligó. Creció con los
años, alimentada por la ternura que el joven le tributaba. Se aumentó
cuando la naturaleza la llamó al amor supremo, que multiplica las fuerzas
del sentimiento con el desarrollo de la vida, e hizo explosión el día en
que el temor de perder a Herman se opuso a su corriente plácida y
tranquila.
Nunca se dijeron que se amaban. Se sintieron amados, y cultivaron su
cariño inocente convencidos de que él no era un misterio.
Almas primitivas, alejadas del mundo corrompido, tenían toda la casta
pureza de la sabiduría. Obedecían a una ley divina. Amaron, como las
plantas brotan, porque había llegado el momento de sentir amores. No lo
dijeron al doctor Whüntz ni se lo comunicaron entre ellos, porque no
pensaron que ello era necesario.
¿No nacían en silencio las flores de su jardín, y sólo se hacían sentir
por su perfume y la luz de sus colores?
Ni era tampoco menester haberlo dicho. Aquel movimiento de ternura de
Margarita no sorprendió ni al sabio ni a Herman.
Uno, lleno de experiencia y de filosofía atribuyó aquel movimiento a un
espasmo nervioso. Era la emoción que ponía en juego los nervios excitados
de la mujer amante. El peligro que amenazaba al amado la servía de choque
magnético.
El otro, con menos experiencia, era más cándido. Se sabía amado: amaba...
he aquí todo.
Nunca hasta entonces Margarita le había hecho una manifestación semejante.
El la encontró, sin embargo, natural, y sólo pensó en tranquilizar a la
pobre niña.
-Sí, Margarita; por vos, por vuestro padre, por mí, vale más la muerte que
la infamia. Yo soy honrado, bueno, puro. ¡La sociedad cree que debe
hacerme responsable de delitos que no conozco siquiera! ¡Vos vivís para
esa sociedad! Pensad que el amor que os profeso..., que vos sabéis que os
profeso, no puedo ofrecéroslo. ¡Soy el hijo del verdugo!
-¡Y qué me importa! ¡Yo os amo por vos; os amo porque Dios ha querido que
os ame! Os amo porque mi padre, que os puso a mi lado, os ama y no me ha
prohibido que os quiera.
El Dr. Whüntz lloraba. Hacía muchos años, que el sabio investigador de los
centros nerviosos, no había sentido tan conmovidos los suyos. Tenía por su
hija esa ternura tranquila de las almas serenas. No había conocido jamás
las grandes pasiones, que producen el drama o la tragedia del hogar. Más
ocupado de sus libros y de su ciencia, que de su misión paternal, apenas
si se había apercibido de que su hija tenía un sexo diferente al de
Herman.
Sospechaba que se amaban, y lo consideró sencillamente natural. No
presintió los peligros que la situación de Herman podía crear para
Margarita, y el primer escollo puesto en la ruta de aquella existencia sin
luchas le sorprendía llorando.
-Tú puedes amar a Margarita, ¡Herman! -dijo el sabio entre sollozos. Eres
digno de ella, y...
-¡Pero mi padre!... -exclamó tímidamente el joven.
-¡No, yo amo a vuestro padre! El señor Hans es nuestro amigo -dijo
vivamente la niña.
Aquella escena era el epílogo de un largo poema de amores, no hablado pero
sentido.
Si el doctor Whüntz hubiese dejado a los jóvenes terminarlo, habrían
olvidado la situación peligrosa de Herman, para decirse las cosas sabidas
que tanto tiempo se habían callado, pero que sentían la necesidad de
contarse.
-¡Herman! -dijo por el fin el sabio, procurando dominar sus lágrimas y su
agitación. -Herman, tu posición, en este momento, es muy seria, y es
menester pensar en ella. Hace un momento te hubiera confiado mis temores y
mis esperanzas. Ahora sólo exijo tu sumisión y tu confianza.
-Contad con ellas; pero...
-Margarita te ama; tú la quieres; yo me he acostumbrado a miraros a ambos
como a mis hijos. Necesito de vosotros para seguir viviendo, y quiero
salvarte de la ignominia y de la muerte.
-¡Ah¡ ¡Sí, padre, salvadle!... ¿Verdad que le salvaréis? ¡Pensad, señor,
que yo le amo!
Herman tomó la mano de la niña, oprimiéndola fuertemente contra su
corazón. Su silencio estaba elocuente de ternura. Jamás un juramento más
puro unió dos almas. Jamás los nervios sintieron más profundamente la
influencia del fluido magnético.
-Doctor -dijo Herman. -Mis lágrimas son sólo de emoción, pero soy un
hombre capaz de todos los sacrificios. Me entrego a vuestra ciencia y a
vuestros consejos. Libradme de la ignominia o de la vida.
-Necesito tu obediencia pasiva. No me preguntes nada, y has cuanto te
ordene.
-Disponed de mí.
-¡Pues bien! No hay tiempo que perder. Ven conmigo.
Y el Doctor y Herman iban a salir de la habitación, cuando Margarita se
interpuso entre ellos gritando:
-¡No, no! ¡Si vais a huir llevadme!... Padre, ¡yo no podría vivir sin él!
-¡Niña! ¡Apártate! ¡Voy a salvarle para ti y para la ciencia!
Whüntz no hizo caso de su hija, que caía desplomada, y salió de la
habitación a reunirse con Herman que le esperaba fuera.
La apasionada flor de los trópicos se marchita y muere cuando le falta el
calor de la estufa.
Aquella suave flor del Norte languidecía al sentir alejarse su astro de
luz y de sus amores.
Cuando los soldados llegaron, el Dr. les esperaba tranquilamente en su
biblioteca. Un juez les acompañaba, y dejando las tropas a la puerta,
pidió hablar con el dueño de casa.
-Doctor -le dijo. -Sabéis que cumplo una triste misión. Vengo a buscar al
verdugo de Flandes. Dura lex, sed lex . Sé que le estimáis, pero vos no
podéis alzaros contra las leyes de Flandes sin cometer un delito.
-Y ¿quién os ha dicho que me subleve contra ellas? Buscáis al hijo de
Hans, y voy a presentároslo.
El Doctor Whüntz abrió la puerta de una sala inmediata, y el Juez vio a
Herman en un lecho, sujetado por fuertes cuerdas, que dos hombres trataban
de hacer aún más tensas.
-¡Ahí le tenéis! -dijo el sabio al magistrado. No soy yo quien os le
arrebata. Es Dios. Herman está loco.
El doctor no habría necesitado decirlo. Herman, desencajado, pálido,
ojeroso, luchaba desesperadamente por desasirse de las ligaduras que le
sujetaban. la más atroz de las locuras, producía en él horribles estragos.
No brotaba de sus labios una frase sensata, y sólo palabras incoherentes y
mal articuladas, iban a herir los oídos de los que le escuchaban.
El Juez no se sorprendió. Parecía que dudase de aquella locura repentina,
y cuando manifestó sus sospechas al doctor, éste sonrió, diciéndole:
-¡Ah! Si vosotros los que administráis la justicia penal, supieseis lo que
son los nervios, no cometeríais tantos errores. Esta locura es verdadera.
Es el resultado del choque que ha sufrido el sistema nervioso de este
joven, al recibir la noticia de que le llamaban para ser verdugo...
Cuando el Juez y los soldados se retiraron, Margarita se acercó llorosa a
su padre diciéndole:
-¡Volvedle la razón, padre! Si Herman continúa en ese estado, temo
volverme loca yo también.
-Ten calma, niña. Aún no es tiempo. El Juez ha salido de aquí convencido
de que se le engaña. Volverá con médicos que le examinen, y si antes que
ellos vengan, yo hiciese algo, todo habría sido inútil.
-¿Y no teméis...?
-¿Que descubran mi engaño?... No hay médico en el mundo capaz de hacerlo.
He necesitado veinte años de estudios constantes para arrancar a la
ciencia este secreto. Hoy puedo, por medio de una pócima, alterar el
sistema nervioso hasta producir la locura furiosa; o puedo deprimirlo
hasta producir la parálisis. Déjales que vengan. La ciencia burlará a la
ignorancia; y el pobre Herman, que tanto ha hecho por ella, se salvará
protegido por sus propias experiencias.
El doctor Whüntz no se había equivocado. El Juez volvió con los mejores
médicos del país, quienes por orden de la autoridad procedieron a examinar
a Herman.
Le sometieron a un tratamiento especial y a una observación constante. La
locura era evidente. Muchos días después, y tras de largas y repetidas
experiencias, lo declararon así los facultativos, a quienes su época
saludaba como grandes sabios, en tanto que la ciencia del Dr. Whüntz les
perseguía con sus secretas carcajadas.
El acontecimiento produjo gran emoción en Flandes. El fanatismo lo explotó
con pasión en favor del hijo del verdugo, y la leyenda atribuyó a la
Providencia su intervención divina, para derogar la bárbara ley humana.
Quizá esa idea, fomentada en las muchedumbres, habría bastado para
producir la reforma de la ley, que establecía la infamia trascendental
como pena; pero las impaciencias amantes de Margarita, impidieron la obra
lenta y segura de la opinión que pidiera justicia.
El amor puro es impaciente. El pudor no se defiende de los arrobamientos
sinceros del alma enamorada.
Margarita sabía que Herman estaba bajo la presión de un remedio; pero su
cariño anhelante no tenía fe ni aún en la ciencia de su padre amado.
¡Santo prestigio de la pasión casta! Crédula y sencilla para con el
amante, en sus temores, duda hasta de la Providencia misma.
La niña languidecía, a medida que el tiempo pasaba, y Herman no recobraba
la razón.
Los médicos oficiales habían prohibido que persona de la casa del Doctor
Whüntz, penetrasen en la habitación del loco; y la pobre enamorada vivía
desterrada, sin luz y sin amores en sus días desolados.
Cuando la prohibición oficial cesó, y Margarita pudo volver al lado de su
amado, la desesperación más poderosa dominaba su espíritu.
Herman era presa de una furia terrible. Las ligaduras que le sujetaban al
lecho, habían penetrado en sus carnes, y su cuerpo sangraba.
Los ojos brillantes y hundidas, por las largas noches de insomnio,
parecían querer saltar de sus órbitas; y su rostro enflaquecido, pálido y
perfilado, había perdido la dulce expresión de melancólica contemplación
que le era peculiar.
El Doctor Whüntz tuvo miedo del efecto que aquel espectáculo producía
sobre los nervios de su hija; y, venciendo sus propósitos aconsejados por
la situación y las conveniencias, mandó que le dejaron solo con el loco.
Algunos horas más tarde Herman estaba calmado, y comenzaba a dormir. El
efecto de las pócimas del Doctor Whüntz había sido eficaz.
La química moderna no habría producido mayores resultados que la alquimia
del sabio del siglo XVI.
Cuando al día siguiente despertaba de nuevo a la vida de la razón
tranquila, su primera palabra consciente fue la aspiración más ardiente de
su alma.
-¡Margarita! -dijo, y abrió sus ojos plácidos y melancólicos, como otros
días felices, envolviendo, en la más tierna de las sonrisas, el nombre
idolatrado.
La alegría, que los acontecimientos felices producen, es irreflexiva. Los
hombres más sensatos cometen puerilidades propias de la infancia, bajo la
presión de esas grandes expansiones del alma.
El viejo Hans, desesperado por la posibilidad de que su hijo fuese
verdugo; anonadado, más tarde, por convencimiento de que estaba loco, no
pudo contener las sublimines alegrías de su alma, al verle de nuevo sano y
dichoso.
Sus enemigos le acechaban, sin embargo. Cuando en Flandes se supo que
Herman no estaba loco, los médicos, burlados por la ciencia de Whüntz,
fueron los más empeñados en perseguir a su joven protegido. El sabio hizo
inútiles esfuerzos para salvarle. En vano reveló los estudios de Herman, y
todas las esperanzas que, para la ciencia fisiológica, fundaba en él. La
ley que le condenaba a la infamia era implacable.
Entonces Whüntz pensó en la fuga. Sabía que Margarita no podría resistir a
la pérdida de Herman; y creyó que huyendo a un país extranjero,
escondiéndose en un rincón oculto de la Europa, podría aún hacer felices a
aquellos dos seres, que formaban su propia existencia.
Preparaban la huida, cuando una noche fueron sorprendidos por la
autoridad, que llegaba de nuevo en busca de Herman.
El Dr. Whüntz sintió que, por primera vez en su vida, la ira invadía su
alma. Conocía el carácter de Herman, y se resolvió a consumar un gran
sacrificio, meditado de tiempo atrás, como recurso extremo para salvar la
infamia al amado de su hija.
En tanto el juez y su séquito forzaban las puertas de su hogar, y hacían
la pesquisa en la casa, el Dr. Whüntz, Herman y Margarita se habían
encerrado en un pabellón, oculto en el fondo del jardín.
Solos allí, con Dios y su conciencia por testigos, esperaban el resultado
de la prueba terrible.
Cuando los agentes de la autoridad llegaron a aquel último asilo de la
desesperación y del amor, el Dr. Whüntz abrió violentamente la puerta.
Estaba pálido, sombrío. Sus manos y sus ropas teñidas de sangre,
arrancaron un grito de sorpresa del magistrado; pero ese grito se
convirtió en una terrible exclamación de horror, cuando el sabio médico
les dijo, con una sonrisa de doloroso desprecio:
-¿Habéis venido a buscar el verdugo de Flandes en mi casa? ¿Necesitáis un
brazo ejecutor de vuestras sentencias de muerte? ¡Ahí le tenéis, pues!
¡Tomadlo! ¡Llevadlo a los que os envían, y decidles que así contesta
Herman a la infamia que la ley le impone!
Y el Dr. Whüntz, al decir esto, arrojó a los pies del magistrado flamenco,
el brazo derecho de Herman, separado del tronco por una hábil y rapidísima
operación, en tanto que Herman se adelantaba, mostrando su cuerpo mutilado
y diciéndoles:
-La infamia trascendental no la impone la ley, sino los propios actos del
hombre. Yo me he librado de ella, y he reconquistado mi honor a costa de
mi sangre y de mi brazo , ¡como los inmortales guerreros de mi patria!
El Dr. Whüntz ha muerto hace ya más de trescientos años. En su lecho de
agonía la religión católica encendió la esperanza, como un fuego bendito
para su alma creyente.
El sabio llegaba al término de su jornada moral, sin haber podido
encontrar la solución del problema misterioso.
Había buscado, en vano, la explicación material de los fenómenos que
forman el conjunto de la existencia humana. Se había convencido de que,
los elementos físicos y químicos del organismo, no constituían la vida .
Ellos son condición , pero no causa de la existencia.
Su sucesor y heredero, Herman, continuó las investigaciones del ilustre
sabio; pero, a pesar de los esfuerzos de aquél y de los nobles propósitos
de éste, el misterio que envuelve todavía a los centros nerviosos del
organismo animal, es el mismo que los velaba hace tres siglos.
El barómetro, que mida el grado de voluntad de cada acción o de cada
pensamiento humano, aún no se ha descubierto.
Los locos siguen delirando despiertos, y los cuerdos continúan delirando
dormidos.
Las relaciones entre la idea y las evoluciones de la materia todavía no se
conocen: pero la misión del Doctor Whüntz no ha sido estéril en la tierra.
Por lo menos, ha conseguido destruir una ley de infamia. Ya no hay
verdugos hereditarios en la raza de Hans.
El último fue un hombre honrado y puro. El primero que le siguió en su
generación redimida -Herman-, fue un sabio ilustre. Sus descendientes son
hombres libres.
Los viajeros modernos visitan la Holanda, para estudiar en su propio
teatro la epopeya liberal de los Países Bajos, cruzan sin detenerse
delante del cementerio desconocido, donde reposan los restos de Whüntz, de
Hans y de los descendientes de Herman y Margarita.
Ningún monumento fastuoso guarda aquellas reliquias que la muerte ha
reunido en la tumba, como el amor les confundió en la vida.
No hay inscripciones que conmemoren su noble misión sobre el mundo, y sólo
la tradición conserva el nombre de los seculares moradores de aquel
modesto cenotafio. Las yerbas crecen entre las grietas de las lozas que le
cubren, y las margaritas blancas perfumadas la rodean, formando como
guirnaldas, que le coronan con melancólica poesía.
La injuria de los siglos todos lo ha destruido, menos la severa cruz de
piedra que, extendiendo con amor sus brazos, consagra y bendice el eterno
reposo.
Si alguna vez hubiese penetrado allí un espíritu selecto, soñador y
fantástico, de esos que, como Dickens, ven, en la noche de Navidad, la
ahumada campana del hogar, poblado de celestes visiones -él habría tratado
de descifrar los signos cabalísticos que, gravados apenas sobre la humilde
lápida, le sirve de epitafio.
Nadie sabe quien escribió allí aquella frase formada sin palabras; si bien
se comprende que ella concentra el sentimiento de una de esas almas que
pasas, impulsadas por una aspiración sublime al infinito...
Cuentan lo que guardan aquel sepulcro, que en los últimos años, un viajero
desconocido, llegó hasta él, en una tarde serena y melancólica de otoño.
De pie, descubierta la cabeza, silencioso y sombrío, contempló con
recogimiento aquel recinto solitario. De la torre altísima de la iglesia
inmediata, partió la voz argentina que recuerda a la cristiandad la hora
del Angelus . El forastero dobló en tierra la rodilla, oró fervoroso, y
después besó conmovido la cruz bendita.
Le vieron inclinarse sobre el mármol de la tumba; permanecer algunos
momentos en una labor misteriosa, y luego partir lentamente, volviendo
muchas veces la cabeza, para contemplar el sepulcro abandonado.
Cuando, al día siguiente, el primer rayo del sol brilló sobre la loza, una
inscripción podía verse en ella, hablando al espíritu del creyente, con la
muda elocuencia de todo lo que es vago, indefinido y sublime.
Era una frase musical de alguna balada de Chopin.
El viajero había querido consagrar, con aquel pensamiento indefinible, la
última expresión de la ciencia del Doctor Whüntz: ¡El alma es infinita,
como la armonía, y como ella se dilata y vibra, sin dejar huellas visibles
de su existencia!
FIN