EDUARDO ACEVEDO DIAZ
Era
después del desastre del Catalán, más de setenta años hace.
Un
tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día.
La
marcha había sido dura, sin descanso.
Por
las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores, y se hundían
y dilataban alternativamente sus ijares como si fuera poco todo el aire para
calmar el ansia de los pulmones.
Algunos
de estos generosos brutos presentaban heridas anchas en los cuellos y pechos,
que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable.
En
los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos y pantanos,
estancado en la sangre.
Parecían
jamelgos de lidia, embestidos y maltratados por los toros. Dos o tres cargaban
con un hombre a grupas, además los jinetes, enseñando en los cuartos uno que
otro surco rojizo, especie de líneas trazadas por un látigo de acero, que eran
huellas recientes de las balas recibidas en la fuga.
Otros
tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e íbanse quedando a
retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la espuela.
Viendo
esto el Sargento Sanabria gritó con voz pujante:
-
Alto!
El
destacamento se paró.
Se
componía de quince hombres y dos mujeres; hombres fornidos, cabelludos,
taciturnos y bravíos; mujeres – dragones de vincha, sable corvo y pie desnudo.
Dos
grandes mastines con las colas borrosas y las lenguas colgantes, hipaban bajo
el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y siniestro
del fondo de donde venían, cual si sintiesen todavía el calor de la pólvora y
el clamoreo de guerra.
Allí
cerca, al frente, percibíase una “tapera” entre las sombras. Dos paredes de
barro batido sobre “tacuaras” horizontales, agujereados y en parte derruidas;
las testeras, como el techo, habían desaparecido.
Por
lo demás, varios montones de escombros sobre los cuales crecían viciosas las
hierbas; y a los costados, formando un cuadro incompleto, zanjas semi –
cegadas, de cuyo fondo surgían saúcos y cicutas en flexibles bastones ornados de
racimos negros y flores blancas.
- A
formar en la tapera – dijo el sargento con ademán de imperio -. Los caballos de
retaguardia con las mujeres, a que pellizquen…Cabo Mauricio! Haga echar cinco
tiradores vientre a tierra, atrás del cicutal… Los otros adentro de la tapera,
a cargar tercerolas y trabucos. Pie a tierra de dragones, y listo. Canejo!
La
voz del sargento resonaba bronca y enérgica en la soledad del sitio.
Ninguno
replicó.
Todos
traspusieron la zanja y desmontaron, reuniéndose poco a poco.
Las órdenes
se cumplieron. Los caballos fueron maneados detrás de una de las paredes de
lodo seco, y junto a ellos se echaron los mastines resollantes. Los tiradores
se arrojaron al suelo a espaldas de la hondonada cubierta de malezas, mordiendo
el cartucho; el resto de la extraña tropa distribuyese en el interior de las
ruinas que ofrecían buen número de troneras por donde asestar las armas de
fuego; y las mujeres, en vez de hacer compañía a las transidas cabalgaduras,
pusiéronse a desatar los sacos de munición o pañuelos llenos de cartuchos
deshechos, que los dragones llevaban atados a la cintura en defecto de cananas.
Empezaban
afanosamente a rehacerlos, en cuclillas, apoyadas en las piernas de los
hombres, cuando caía ya la noche.
-
Nadie pite – dijo el sargento -. Carguen con poco ruido de baqueta y reserven
los naranjeros hasta que yo ordene… Cabo Mauricio! Vea que esos mandrias no se
duerman si no quieren que les chamusquee las cerdas… Mucho ojo y la oreja
parada!
-
Descuide, sargento – contestó el cabo con gran ronquera -; no hace falta la
advertencia, que aquí hay más corazón que garganta de sapo.
Transcurrieron
breves instantes de silencio.
Uno
de los dragones, que tenía el oído en el suelo, levantó la cabeza y murmuró
bajo:
- Se
me hace tropel… Ha de ser caballería que avanza.
Un
rumor sordo de muchos cascos sobre la alfombra de hierbas cortas, empezaba en
realidad a percibirse distintamente.
-
Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen los portugos. Va el pellejo, barajo!.
Y es preciso ganar tiempo a que resuellen los macarrones. Ciriaca, te queda
caña en la mimosa?
-
Está a mitad – respondió la aludida, que era una criolla maciza vestida a lo
hombre, con las greñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un chambergo
incoloro de barboquejo de lonja sobada -. Mirá, güeno es darle un trago a los
hombres…
-
Dales chinaza a los de avanzada, sin pijotearles.
Ciriaca
se encaminó a saltos, evitando las “rosetas”, agachose y fue pasando el
“chifle” de boca en boca.
Mientras
esto hacía, el dragón de un flanco le acariciaba las piernas y el otro le hacía
cosquillas en el seno, cuando ya no era que le pellizcaba alguna forma más
mórbida diciendo: “luna llena!”.
- Te
ha de alumbrar muerto, zafao! – contesta ella riendo al uno, y al otro: - Largá
lo ajeno, indino!; y al de más allá: - a ver si aflojás el chisme, mamón!
Y
repetía cachetes.
-
Poca vara alta quiero yo! – gritó el sargento con acento estentóreo -. Estamos
para clavar el pico, y andan a los requiebros, golosos. Apartate Ciriaca, que
aurita nomás chiflan las redondas!
En
ese momento acrecentose el rumor sordo, y sonó una descarga entre voceríos
salvajes.
El
pelotón contestó con brío.
La
tapera quedó envuelta en una densa humareda sembrada de tacos ardiendo;
atmósfera que se disipó bien pronto,
para volverse a formar entre nuevos fogonazos y broncos clamoreos.
2
En
los intervalos de las descargas, oíase el furioso ladrido de los mastines
haciendo coro a los ternos y crudos juramentos.
Un
semicírculo de fogonazos indicaba bien a las claras que el enemigo había avanzado
en forma de medialuna para dominar la tapera con su fuego graneado.
En
medio de aquél tiroteo, Ciriaca se lanzó fuera con un atado de cartuchos, en
busca de Mauricio.
Cruzó
el corto espacio que separaba a éste de la tapera, en cuatro manos, entre silbidos
siniestros.
Los
tiradores se revolvían en los pastos como culebras, en constante ejercicio de
baquetas.
Uno
estaba inmóvil, boca abajo.
La
china le tiró de la melena, y notola inundada de un líquido caliente.
-
Mirá! – exclamó. – Le he dado en el testuz.
- Ya
no traga saliva. – añadió el cabo. – Trujiste pólvora?
-
Aquí hay, y balas que hacer tragar a los portugos. Lástima que estea oscuro…
Cómo tiran esos mandrias!
Mauricio
descargó su carabina.
Mientras
extraía otro cartucho del casquillo, dijo, mordiéndolo:
-
Antes que este, ya quisieran ellos otro calor. Ah, si te agarran, Ciriaca! A la
fija que castigan como a Fermina.
-
Que vengan por carne! – barboteó la china.
Y
esto diciendo, echó mano a la tercerola del muerto, que se puso a baquetear con
gran destreza.
-
Fuego! – rugía la voz del sargento -. Al que afloje lo degüello con el mellao.
3
Las
balas que penetraban en la tapera, habían dado ya en tierra con tres hombres.
Algunas, perforando el débil muro de lodo hirieron y derribaron varios de los
transidos matalones.
La
segunda de las criollas, compañera de Sanabria, de nombre Catalina, cuando más
recio era el fuego que salía del interior por las troneras improvisadas,
escurriose a manera de tigra por el cicutal, empuñando la carabina de uno de
los muertos.
Era
Cata – como la llamaban – una mujer fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy
negros velados por espesas pestañas, labios hinchados y rojos, abundosa
cabellera, cuerpo en vigor extraordinario, entraña dura y acción sobria y
rápida. Vestía blusa y chiripá y llevaba el sabe a la bandolera.
La
noche estaba muy oscura, llena de nubes tempestuosas; pero los ojos culebrones
de las alturas o grandes “refucilos” en lenguaje campesino, alcanzaban a
iluminar el radio que el fuego de las descargas dejaba en las tinieblas.
Al
fulgor del relampagueo, Cata pudo observar que la tropa enemiga había echado
pie a tierra y que los soldados hacían sus disparos de “mampuesta” sobre el
lomo de los caballos, no dejando más blanco que sus cabezas.
Algunos
cuerpos yacían tendidos aquí y allá. Un caballo moribundo con los cascos para
arriba se agitaba en convulsiones sobre su jinete muerto.
De
vez en cuando una trompa de órdenes lanzaba sones precipitados de atención y
toques de guerrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que ocupara su
jefe.
Una
de esas veces, la corneta resonó muy próxima.
A
Cata le pareció por el eco que el resuello de la trompa no era mucho, y que
tenía miedo. Un relámpago vivísimo bañó en ese instante el matorral y la loma,
y permitiole ver a pocos metros al jefe del destacamento portugués que dirigía
en persona un despliegue sobre el flanco, montado en un caballo tordillo.
Cata,
que estaba encogida entre los saúcos, lo reconoció al momento.
Era
el mismo, el Capitán Heitor, con su morrión de penacho azul, su casaquilla de
alamares, botas largas de cuero de toro, cartera negra y pistoleras de piel de
gato.
Alto,
membrudo, con el sable corvo en la diestra, sobresalía con exceso de la
montura, y hacía caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando con los
encuentros a los solados para hacerlos entrar en fila.
Parecía
iracundo, hostigaba con el sable y prorrumpía en denuestos.
Sus
hombres, sin largar los cabestros y sufriendo los arranques y sacudidas de los
reyunos alborotados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra otros
escudándose en las cabalgaduras.
Chispeaba
el pedernal en las cazoletas en toda la línea, y no pocas balas caían sin
fuerza a corta distancia, junto con el taco ardiendo.
Una
de ellas dio en la cabeza de Cata, sin herida, pero derribándola de costado. En
esa posición, sin lanzar un grito, empezó a arrastrarse en medio de las malezas
hacia lo intrincado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor.
Una
hondonada cubierta de breñas favorecía sus movimientos.
En
su avance felino, Cata llegó a colocarse a retaguardia de la tropa, casi encima
de su jefe.
Oía
distintamente las voces de mando, los lamentos de los heridos, y las frases
coléricas de los soldados, proferidas ante una resistencia inesperada, tan
firme como briosa.
Veía
ella en el fondo de las tinieblas la mancha más oscura aún formaba la tapera,
de la que surgían chisporroteos continuos y lúgubres silbidos que se
prolongaban en el espacio, pasando con el plomo mortífero por encima del
matorral; a la vez que percibía a su alcance la masa de asaltantes al
resplandor de sus propios fogonazos, moviéndose en orden, avanzando o
retrocediendo, según las voces imperativas.
4
De
la tapera seguían saliendo chorros de fuego, entre una humareda espesa que
impregna el aire de fuerte olor a pólvora.
En
el drama del combate nocturno, con sus episodios y detalles heroicos, como en
las tragedias antiguas, había un coro extraño, lleno de ecos profundos, de esos
que solo parten de la entraña herida. Al unísono de los estampidos oíanse
gritos de muerte, alaridos de hombre y de mujer unidos por la misma cólera,
sordas ronqueras de caballos espantados, furioso ladrar de perros; y cuando la
radiación eléctrica esparcía su intensa claridad sobre el cuadro, tiñiéndolo de
un vivo color amarillento, mostraba el ojo del atacante, en medio de nutrido
boscaje, dos picachos negros de los que brotaba el plomo, y deformes bultos que
se agitaban sin cesar como en una lucha cuerpo a cuerpo. Los relámpagos sin
serie de retumbos, a manera de gigantescas cabelleras de fuego desplegando sus
hebras en el espacio lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas
bocanadas de las armas seguidas de recias detonaciones. El trueno no acompañaba
al coro, ni el rayo como ira del cielo la cólera de los hombres. En cambio,
algunas gruesas gotas de lluvia caliente golpeaban a intervalos en los rostros
sudorosos sin atenuar por eso la fiebre de la pelea.
El
continuo choque de proyectiles había concluido por desmoronar uno de los
tabiques de barro seco, ya débil y vacilante a causa de los ludimientos de
hombres y de bestias, abriendo ancha brecha por la que entraban las balas en
fuego oblicuo.
La
pequeña fuerza no tenía mas de seis soldados en condiciones de pelea. Los demás
habían caído uno en pos del otro, o rodado heridos en la zanja del fondo, sin
fuerzas ya para el manejo del arma.
Pocos
cartuchos quedaban en los saquillos.
El
Sargento Sanabria, empuñando un trabuco, mandó cesar el fuego, ordenando a sus
hombres que se echaran de vientre para aprovechar sus últimos tiros cuando el
enemigo avanzase.
-
Ansí que se quemen ésos – añadió – monte a caballo el que pueda, y a rumbear
por el lao de la cuchilla… Pero antes, nadie se mueva si no quiere encontrarse
con la boca de mi trabuco… Y qué se ha hecho de las mujeres?. No veo a Cata…
-
Aquí hay una – contestó una voz enronquecida. – Tiene rompida la cabeza, y ya
se ha puesto medio dura…
- Ha
de ser Ciriaca.
-
Por lo montosa es la mesma, a la fija
-
Cállense! – dijo el sargento.
El
enemigo había apagado también sus fuegos, suponiendo una fuga, y avanzaba hacia
la “tapera”.
Sentíase
muy cercano ruido de caballos, choque de sables y crujidos de cazoletas.
- No
vienen de a pie – dijo Sanabria -. Menudeen bala!
Volvieron
a estallar las descargas.
Pero,
los que avanzaban eran muchos, y la resistencia no podía prolongarse.
Era
necesario morir o buscar la salvación en las sombras y en la fuga.
El
Sargento Sanabria descargó con bramido su trabuco.
Multitud
de balas silbaron al frente; las carabinas portuguesas asomaron casi encima de
la zanja sus bocas a manera de colosales trucos, y una humaza densa circundó la
“tapera” cubierta de tacos inflamados.
De
pronto, las descargas cesaron.
Al
recio tiroteo se siguió un movimiento confuso en la tropa asaltante, choques, voces,
tumultos, chasquidos de látigos en las tinieblas, cual si un pánico repentino
la hubiese acometido, y tras de esa confusión pavorosa algunos tiros de pistola
y frenéticas carreras, como de quienes se lanzan a escape acosados por el
vértigo.
Después
un silencio profundo…
Solo
el rumor cada vez más lejano de la fuga, se alcanzaba a percibir en aquellos
lugares desiertos, y minutos antes animados por el estruendo. Y hombres y
caballerías, parecían arrastrados por una tromba invisible que los estrujan con
cien rechinamientos entre sus poderosos anillos.
5
Asomaba
una aurora gris – cenicienta, pues el sol era importante para romper la densa
valla de nubes tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y
rodillas del matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se
detenía sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por
aquellos sitios desolados.
Jinetes
y cabalgaduras entre charcos de sangre, tercerolas, sables y morriones caídos
acá y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo
blando de la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos
revolviéndose en las hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la
voz: tal era el cuadro en el campo que ocupó el enemigo.
El Capitán
Heitor yacía boca abajo junto a un abrojal ramoso.
Una
bala certera disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del
asalto, produciendo el tiro la caída la confusión y la derrota de sus tropas,
que en la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.
Al
hundir aturdidos, presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus
grandes pistolas sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del
pecho.
De
ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra.
El
capitán aún se movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los
codos, para volver a quedarse rígido. La bala le había atravesado el cuello,
que tenía todo enrojecido y cubierto de cuajarones.
Revolcado
con las ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco
del ojo bravío y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre,
con un cuchillo de mango de asta en la diestra.
Hacia
el frente, veíanse la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado
por el peso de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se manearon los
caballos, un montón deforme en el que solo se descubrían cabezas, brazos y
piernas de hombres y matalotes en lúgubre entrevero.
El
llano estaba solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la
matanza, mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por
triscar los pastos a pesar del freno. Salíales junto a las coscojas un
borbollón de espuma sanguinolienta.
Al
otro flanco, se alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos
espinosos.
En
su orilla, como atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy
abiertas, ávidas de olfateo, media docena de perros cimarrones iban y venían
inquietos lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.
Catalina,
que había apurado el avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la
melena suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: reincorporose sobre sus
rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el
cuello del oficial portugués, apartando el líquido coagulado de los labios de
la herida.
Si
hubiese visto aquellos ojos negros, y fijos; aquella crinuda inclinada hacia
él, aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada
en cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado a hierro, el brioso
soldado hubiérase estremecido de pavura.
Al
sentir la presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió,
arrojando una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella,
muda e implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió con un gesto de
espantosa saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus
rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse convulsa.
- Al
ñudo ha de ser! – rugió el dragón – hembra con ira reconcentrada.
Tejidos
y venas abriéronse bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó
besando dos veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó en espeso chorro
toda la sangre entre ronquidos.
Esa
lluvia caliente y humeante bañó el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.
Soportola inmóvil, resollante, hoscosa, fiera: y al fin, cuando el fornido
cuerpo del capitán cesó de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las
uñas clavadas en la tierra, en tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con
la boca abierta y los ojos asaltados de las órbitas el ceño iracundo de la
última hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de arriba abajo con
expresión de asco, hasta hacer salpicar los coágulos lejos, y exclamó con
indecible rabia:
-
Que la lamban los perros!
Luego
se echó de bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.
Entonces,
los cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto
podían sus pescuezos de erizados pelos para aspirar mejor el fuerte vaho de los
declives.
6
Algunos
cuervos enormes, muy negros, de cabeza pelada y pico ganchudo, extendidas y
casi inmóviles las alas empezaban a poca altura sus giros en el espacio,
lanzando su graznido de ansia lúbrica como una nota funeral.
Cerca
de la zanja, veíase un perro cimarrón con el hocico y el pecho ensangrentados.
Tenía propiamente botas rojas, pues parecía haber hundido los remos delanteros
en el vientre de un cadáver.
Cata
alargó el brazo, y lo amenazó con el cuchillo.
El
perro gruñó, enseñó el colmillo, el pelaje se le erizó en el lomo y bajando la
cabeza preparose a acometer, viendo sin dudas cuán sin fuerzas se arrastraba su
enemigo.
-
Vení, canelón – gritó Cata colérica, como si llamara a un viejo amigo. – A él,
canelón!…
Y se
tendió, desfallecida…
Allí,
a poca distancia, entre un montón de cuerpos acribillados de heridas,
polvorientos, inmóviles con la profunda inquietud de la muerte, estaba echado
un mastín de piel leonada como haciendo guardia a su amo.
Un
proyectil le había atravesado las paletas en su parte superior, y parecía
postrado y dolorido.
Más
lo estaba su amo. Era éste el Sargento Sanabria, acostado de espaldas con los
brazos sobre el pecho, y en cuyas pupilas dilatadas vagaba todavía una lumbre
de vida.
Su
aspecto era terrible.
La
barba castaña recia y dura, que sus soldados comparaban con el borlón de un
toro, aparecía teñida de rojinegro.
Tenía
una mandíbula rota, y los dos fragmentos del hueso saltado hacia fuera entre
carnes trituradas.
En
el pecho, otra herida. Al pasarle el plomo el tronco, habíale destrozado una
vértebra dorsal.
Agonizaba
tieso, aquel organismo poderoso.
Al
grito de Cata, el mastín que junto a él estaba, pareció salir de su sopor,
fuese levantando trémulo, como entumecido, dio algunos pasos inseguros fuera
del cicutal, y asomó la cabeza…
El
cimarrón bajó la cola y se alejó relamiéndose los bigotes, a paso lento,
importándole más el festín que la lucha. Merodeador de las breñas, compañero
del cuervo, venía a hozar en las entrañas frescas, no a medirse en la pelea.
Volviose
a su sitio el mastín, y Cata llegó a cruzar la zanja y dominar el lúgubre
paisaje.
Detuvo
en Sanabria, tendido delante, sobre el lecho de cicutas, sus ojos negros,
febriles, relucientes con una expresión intensa de amor y de dolor.
Y
arrastrándose siempre llegóse a él, se acostó a su lado, tomó alientos,
volviose a incorporar con un quejido, lo besó ruidosamente, apartole las manos
del pecho, cubrió con las dos suyas la herida y quedose contemplándole con
fijeza, cual si observara como se le escapaba a él la vida y a ella también.
Nublábanse
las pupilas al sargento, y Cata sentía que dentro de ella aumentaba el estrago
en las entrañas.
Giró
en derredor la vista quebrada ya, casi exangüe, y pudo distinguir a pocos pasos
una cabeza desgreñada que tenía los sesos volcados sobre los párpados a manera
de horrible cabellera. El cuerpo estaba hundido entre las breñas.
-
Ah… Ciriaca! – exclamó con un hipo violento.
Enseguida
extendió los brazos y cayó a plomo sobre Sanabria.
El
cuerpo de éste se estremeció; y apagose de súbito el pálido brillo de sus ojos.
Quedaron
formando cruz acostados sobre la misma charca, que Canelón olfateaba de vez en
cuando entre hondos lamentos.
EL
PRESENTE LIBRO HA SIDO DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA VALERIA MOURELLE.