GODOFREDO DAIREAUX
TIPOS Y PAISAJES CRIOLLOS.
(SERIE II)
I - El
Mayordomo
II -
Humaredas
III - A lo
que te criaste
IV - Ronda
V -
Protección eficaz
VI - Ropa
de abrigo
VII - La
señalada
VIII -
Elección pacífica
IX -
Conversación
X - Disparadas
XI -
Caballo criollo
XII -
Idilios agrestes
XIII -
Hospitalidad
XIV -
Estación nueva
XV -
Bosquejo cordobés
XVI -
Recuento
XVII -
Curanderos y médicas
XVIII - El
crédito
XIX -
Dicha breve
XX - El
médano
La había anunciado, es cierto, pero sólo
para complacer al editor, convencido que con la primera tendría de sobra y
hasta se haría el desentendido, sí, por casualidad, le viniese yo a hablar de
la publicación de la segunda. Así mismo, sucede que me habla ahora de formal
compromiso con el público, y me asegura que lo voy a hacer quedar mal con
muchos compradores de la primera serie, si no le entrego la segunda, porque
todos se la piden, y que la fue prometiendo. No debe ser del todo mentira, pues
mentir en ese caso, no le haría tanta cuenta como callarse, y no puedo dejar de
sentirme algo hinchado por tanto honor, pero de veras extraño que pueda ser
cierto. ¿Será posible que haya tantas personas que consientan en sacar del
bolsillo para gastarlo en un pobre librito, el peso con que hubieran podido
comprar tabaco, o una entrada en algún teatrito por secciones, o un quinto de
la chica; y que pierdan una hora en leer lo que contiene, que son todas cosas
conocidas, cuando les es tan corto el tiempo para ganarse el puchero cuotidiano
o aumentar la cuenta en el banco?
En fin, ya que la quieren, ahí va la
segunda serie. Anuncio la tercera, también a pedido del editor: pero no
entiendo. Ha de haber hecho alguna apuesta misteriosa.
G. D.
- I -
EL MAYORDOMO
Está vendida la estancia. Han venido a
recibirse de ella dos hermanos, rubios, jóvenes, con muchas pecas en la cara,
polainas en las piernas y gorrita de paño a cuadros en la cabeza.
Ellos son, al mismo tiempo, los dueños y
administradores. Hablan español con mucho acento inglés, pero se hacen entender
bien, y por lo demás, hablan poco.
Al mayordomo viejo, un criollo nacido en
ese mismo campo, cuando los indios todavía pegaban a menudo sus matones, y que
ha plantado por su mano los sauces más viejos que dan a la casa su sombra, le
han declarado que no necesitan sus servicios, y que, ya que se han contado las
haciendas, e inventariado el material, se puede él retirar con la familia
cuando guste.
No le han negado, hasta le han ofrecido
algunos días para buscar su comodidad, y el viejo les ha dado las gracias.
Bien sabía él, hacía tiempo, que la
estancia estaba vendida; que el patrón viejo había muerto, que estaba medio
embarullada la testamentaria y que los hijos no habían podido guardar esta
propiedad. Pero, mientras iban desarrollándose con lentitud los mil trámites de
ley, allá, en la ciudad, él seguía cuidando los intereses como siempre lo había
hecho.
Un sueldito, una habitación pequeña, sus
modestos gastos de vida pagados; si necesitaba cien pesos, jamás se los negaba
el patrón, sobre todo que las cuentas nunca se arreglaban del todo. ¡Había
tanta confianza entre el patrón y él! Él le decía "patrón", porque al
fin la estancia era de él, pero habían sido más bien compañeros siempre.
¡Cuántas veces habían ido juntos, cuando
muchachos, a los apartes, a las hierras, a los bailes! Juntos, habían disparado
de los indios, en pelo, de noche, cruzando en sus parejeros, como relámpagos,
cañadones y lomas, huncales y bizcacherales. Habían vuelto juntos a campear las
haciendas desparramadas y a fortificar el rancho.
En aquel tiempo, no había más mesa que el
fogón, con el asador parado, y cada cual con el cuchillo sacaba tajada.
Hombre de poca instrucción, sin más
ambición que la de dejar al patrón contento, había vivido allí su vida, sin
pensar en el porvenir. ¿Y para que?, el patrón no lo había de dejar en la
calle, ¿no es cierto? ¿Entonces?
Y había formado familia, y sus hijos,
mozos ya, lo ayudaban en sus trabajos, sin pedir más, como en herencia propia.
Poco a poco, el campo había tomado valor;
lo habían cercado; los animales criollos habían desaparecido, algunos años
después de los indios. El ferrocarril acercó la estancia a la ciudad, y a cada
rato, ahora, el patrón mandaba carneros finos o algún toro que era una flor.
Y el rancho de antaño se había cambiado
por un palacete, donde venía a pasar, el patrón una temporada en la primavera;
otra en la Semana Santa, a cazar; y los muchachos a domar petizos, y los
mayores a cansar la caballada.
Días felices aquellos, cuyo recuerdo se
iba perdiendo ya, envuelto en las neblinas del tiempo que corre.
¡Y siempre tan bueno con él, el patrón
viejo! Cierto es que cada uno de ellos ahora comía en su casa; pero él tenía un
comedor lindo, con su buen aparador y sillas de esterilla. Hasta lujo le habían
dado.
¿Y ahora?
Ahora ¿qué le hemos de hacer? Pasaron los
tiempos aquellos. Murió el patrón viejo y se vendió la estancia...
-"¿Pero, con qué queda Vd.?
-Con unos caballitos, señor, de mi marca,
y unas vaquitas, hijas de las que siempre sabía regalar a mi señora el patrón
viejo, cuando me nacía un hijo. Varias veces, habló de darme en propiedad unas
cien cuadras de campo; pero pasó el tiempo; y después no se habrá
acordado..."
A los dos días, ensilló y puso en las
varas de un carrito prestado el overo negro, caballo de confianza, viejo
compañero de muchos años y, muy capaz de comprender todo lo serio de su misión;
el picazo en la cadena y el petizo zaino de ladero. En el carro se cargaron dos
cajas grandes de madera, unas bolsas de ropa, varios cachivaches y tres sillas,
y subió la señora del mayordomo con sus dos hijas solteras.
El hijo mayor manejaba los caballos, y
después de dejar a la familia en una casa amiga donde la esperaban, volvería a
buscar los trastes.
Él, de saco negro, de bombacha y bota,
con el chambergo en la cabellera larga y canosa, rebenque en mano, con su
crédito ensillado, esperaba para despedirse, que saliera el carro.
Salieron, al fin. Un apretón de mano al
inglés que allí estaba (el otro había salido a revisar su campo), y despacio,
al tranquito, se alejó.
Dicen que al pasar el palenque, dejó
correr por su mejilla tostada una lágrima.
- II -
HUMAREDAS
El sol apenas entreabre con sus dedos de
oro la cortina rosada de los vapores matutinos, cuando ya por el agujero
abierto en el techo de paja del rancho, una columnita de humo azul desenrosca
lentamente sus graciosas espirales.
El criollo es madrugador. Le gusta,
cuando nada se mueve todavía en el campo adormecido, saltar de la cama, sacudir
el sueño y prender fuego para el mate. La cama es dura, poco confortable, y se
la puede abandonar sin mucho sentimiento; el toilet es corto, sin complicaciones,
y, si no hay peine en la casa, con pasarse los dedos en la melena, está todo
del otro lado.
Un poco de sebo en una tira de percal,
unas ramitas de cicuta, tres o cuatro pedacitos de leña de oveja bien seca, y
con un solo fósforo, si está todo artísticamente dispuesto, ya se tienen
prendidos el fuego y el cigarro. El agua pronto canta en la paba, el mate bien
rascado se llena de yerba nueva; está todo listo para gozar de la vida.
Y el hombre, sentado en una cabeza de
potro, se entrega con beatitud a la contemplación de los humos que lo rodean.
El humo del fogoncito se levanta
suavemente y no demora en la pieza, pues la atmósfera está serena, sin vientos,
sin mucha humedad, y la llama brilla, viva, alegre.
Un sorbo del mate, una bocanada del
cigarro; el mate es sabroso: un cimarrón rico, bien cargado, mate de egoísta,
para chupárselo solito, sin visitas, y mientras está durmiendo la familia. El
cigarro muy bien lo acompaña, y su humo perfumado contribuye a que casi no se
interrumpan los sueños de la noche empezados en la cama, dejando flotar las
ideas en una somnolencia medio consciente.
"La majada está bien; no está muy
gorda, pero muy pareja; el campo se ha compuesto algo, y en buen tiempo, pues
ya viene la parición, que va a ser magnífica. Los precios de la lana, dicen
todos que van a subir, y como el oro ha bajado, el dueño del campo tendrá que
bajar el arrendamiento.
La familia está bien de salud; el último
chiquilín bien parece algo indispuesto, pero no debe ser nada y mañana estará
del todo bien. Al fin, al pulpero no se le debe gran cosa; con la esquila se le
alcanzará a pagar; y, en un caso, hay novillitos que bien han de agradar a
algún resero. El año no se presenta tan mal."
Y mientras así sueña, vacía y vuelve a
llenar el mate, prendiendo de cada pucho un nuevo cigarro.
El sol salió ya, pero de mal humor, y
empezó a soplar un vientito feo, del norte, húmedo, y el humo, de azul se ha
vuelto gris, de transparente, opaco; en vez de levantarse y de salir por el
agujero, se hace nube ahora en la pieza, enceguece al hombre, lo hace llorar,
lo hace toser. El mate ya no tiene sabor y el humo del cigarro mezclado con el
de la leña de oveja toma un gusto horrible que quita las ganas de fumar.
Todavía sueña el hombre; pero en
semejante atmósfera, los sueños se vuelven pesadillas.
"Quien sabe, el año, como nos saldrá
al fin. Estos novillitos, parece que no quieren echar cuerpo, como si
estuvieran entecados. Y el pulpero, seguro se me va a enojar; porque de pagarlo
con la lana, ni pensarlo por bien que se venda. No sé, ese muchacho, lo que
tendrá, ¿no me saldrá con alguna enfermedad grave?
Y este arrendamiento bárbaro que estoy
pagando aquí por cuatro ovejas. ¡Cuándo lo van a bajar!, ¡si más tienen, más
quieren!
La parición se anuncia bien; pero
después, vendrá la lombriz a comérsela.
Hablan mucho de suba en la lana, pero
hasta hoy ofrecen cinco pesos, como el año pasado. La majada está así no más;
no sé cuando tendré siquiera un animal gordo para vender."
El humo se ha hecho más espeso; ha
invadido la pieza casi hasta el suelo; el aire es irrespirable.
El hombre deja el mate y el cigarro; se
levanta, sale y va a su trabajo; el sol está alto ya, y, una vez más, se puede
constatar que no por madrugar mucho, se amanece más temprano.
- III -
"¡Sí, señor!, ahí mismo, donde
estamos, en este puesto, ha sido la primera estancia, la fundadora.
Cuando llegué, el setenta y dos, con el
primer arreo que eran dos mil vacas criollazas, elegí ese sitio por la
proximidad de la laguna y lo alto de la loma. Hicimos primero una cueva y la
tapamos como pudimos con paja, hasta que llegaron las ovejas, tres mil, si me
acuerdo bien; venía con ellas una carreta de bueyes, llena de maderas,
herramientas y provisiones, y nos apuramos en edificar un buen rancho, bien
rodeado de zanjas hondas y anchas, de que todavía se ven rastros y que hacían
de él un fortín.
Es que entonces no era por aquí como hoy
y que, más a menudo que el silbato de la locomotora, se oía el tropel de los
indios..."
Habría seguido don Narciso con su tema
favorito, interesante, por lo demás, -si no hubiera venido el capataz a avisar
que la majada del cuadro número 6 estaba encerrada; y nos fuimos todos al
corral, a seguir presenciando el recuento anual que siempre venía a hacer don
Narciso, durante la semana santa, acompañado de convidados que aprovechaban los
lindos días de la estación otoñal, para tomar aire de campo y cazar martinetas.
Y
mientras se contaban, después de haber contado ya muchas otras, las cuarenta y
pico de veces cien ovejas que desfilaban interminablemente por el angosto
portillo, aspirábamos con ganas el olorcillo a asado que se nos venía desde el
rancho, esperando con cierta impaciencia el momento de irnos a sentar a tomar
mate, bajo los sauces.
La señora del puestero, acurrucada
delante del fuego, había tendido ya el asado, apagando con el soplo las
llamitas que de las brasas volvían a saltar golosas, para lamer la carne
chisporroteante, cada vez que se desprendía alguna gotita de grasa. Soplaba,
echando atrás la cabeza, cerrando los ojos llorosos, y tratando, por un
conjunto de horribles muecas que le retorcían la cara, de esquivar el contacto
del humo espeso que la envolvía.
Roció con salmuera el medio capón bien
dorado, y sacando el asador del fuego, lo vino a plantar a la sombra. Colocó en
la cima un trapo, servilleta común para todos los convidados, y en un cajón
vacío puso tres platos enlozados y tres tenedores de hierro para los delicados,
con un jarro de lata y un balde de agua recién sacada del pozo. Algunas de esas
galletas, de cuya calidad se juzga por la cantidad de pedacitos en que se
deshacen al golpearlas en la mesa, completaban los aprestos.
Y los cuchillos y los dedos empezaron a
sacar tajadas jugosas y suculentas del asado caliente, que chorreaba grasa; y
estos hombres, acostumbrados a todos los refinamientos materiales de la vida en
la ciudad, mordían, medio agachados, para no ensuciar sus elegantes trajes de
campo, un pedazo de carne hirviendo, agarrado con los dedos, cortando el bocado
con habilidad criolla, de un tajo dado de abajo arriba.
¡Oh! todos, perfectamente lo sabían
hacer, criollos y acriollados, no habiendo entre ellos ninguno capaz de tratar
de cortar de arriba abajo, como estos recién llegados, que nunca han aprendido
a comer con los dedos y tienen miedo de cortarse la punta de la nariz.
-"¡Alcanzá el trapo, ché!",
dijo don Narciso, y limpiándose con él la boca y los dedos llenos de grasa
antes de pasarlo a otro:
-"¡Qué asado rico! amigo; no hay tu
tía: esto vale un Perú; déjeme con su Esportman y su Rotisería y sus platos
estrambóticos. Un asado a lo que te criaste, así, al asador, no hay para mí
festín igual en el mundo."
Y tomando en el balde agua con el jarro,
don Narciso se tragó como medio litro y pasó el jarro a su vecino, agregando
con la misma convicción con que puede decir: "¡Qué rico vino!"
Rotschild, al probar su chateau Laffite:
-"¡Qué linda agua la de este
pozo!"
Ahora, con la digestión principiante, don
Narciso queda pensativo, acordándose de sus años de mocedad, cuando con el lazo
en el anca del caballo, las boleadoras en la cintura, el sombrero de alas
anchas levantado por delante, a lo gaucho, o por detrás, a lo compadrito, de
fular punzó de la India en el cuello, con el cigarro negro entre los bigotes
nacientes, de chiripá, muchas veces, o de bombacha y de poncho pampa, iba
recorriendo los campos, aún casi desiertos y sin valor, arreando hacienda,
formando tropas, apartando en los rodeos animales extraviados o campeando lejos
los porfiados que siempre querían volver a la querencia.
¿Lo a que te criaste? pero, si casi ha
sido la miseria; por lo menos ha sido vida dura, vida de trabajo y de peligros,
vida de penurias, de comer cualquier cosa a cualquier hora, de pasar
intemperies, cocido por el sol o pasado de frío, y de dormir al raso, empapado
por el agua, en el recado hediendo a sudor.
¿Lo a lo que te criaste? pero, si ha sido
a sufrirlo todo y a saberlo pasar sin nada, cuando no había nada; y sin
embargo, a estos tiempos que no volverán, de orgullosa y querida miseria,
dedica don Narciso, sin decir nada, su más profundo sentimiento y su más tierno
recuerdo.
Este dicho: "A lo que te criaste", no le sugiere a él ninguna
idea de desprecio para las costumbres añejas: ¡oh! no, y daría por ellas, -si
volviera también la juventud,- y su palacete en la ciudad, de piso tan pulido
que no se atreve a tirar en él el pucho de los cigarros habanos que ahora fuma;
y la salivadera dorada, alrededor de la cual escupe con tanta prolijidad, para
hacerle el gusto a su señora; y su cocinero extranjero que no quiere oír hablar
de puchero a la criolla, ni ha visto nunca un asador; y la levita de última
moda, con la cual, por cierto, no alcanza a tener la elegancia que le daba su
traje criollo; y el lustroso sombrero de copa alta con que ha creído deber
coronar su cabeza melenuda, en señal de su alta posición; y hasta los sueltos de
la vida social que anuncian al mundo atento los menores acontecimientos de su
vida privada...
La digestión va en buen camino, y don
Narciso, con una sonrisa:
-"¿Qué tal? don Juan Antonio; ¿no va
a la Exposición de París?
Y don Juan Antonio, el pulpero, que ha
venido de visita, contesta:
-"¡Qué París, ni que exposición! ¡si
voy a Europa, voy a mi tierra, cerca de Vigo, en la costa, a comer sardinas
frescas, con aceite, y estos chorizos, amigo, que hacen allá, tan sabrosos, con
tanto ajo!"
Y casi levanta los ojos al cielo,
conmovido, -el corazón está cerca del estómago,- acordándose, él también, de
"a lo que se crió", y de su tierra lejana.
- IV -
El otoño, en la Pampa, es divino. El
pintor encuentra cierta dificultad para traducir con el pincel lo que ven sus
ojos. El cielo es demasiado azul, la tierra es demasiado verde, el sol
demasiado dorado; el horizonte no se confunde con el cielo, sino que están
netamente cortados uno de otro, aunque se toquen.
Para facilitar al artista la tarea
elijámosle un paraje algo quebrado, como los hay; con unos médanos lejanos,
tres o cuatro montes desparramados en la llanura, de estos montes que parecen
indicar grandes estancias; que al caer el sol, parecen enormes, dan casi la
idea de selvas impenetrables, y que, cuando uno cerca de ellos llega, se
reducen, modestos, a diez sauces alrededor de un rancho, y a una cuadra cercada
de álamos.
Pongámosle también un alambrado, con
postes algo torcidos; una lagunita, redonda, clara, reluciente como un
espejo... ¿Qué más?... Este cielo, señor, con todo, parece mancha.
Para pintar el cielo argentino, con
verdad, y sin que se ría la gente, no basta el talento, se necesita genio.
Y para que a nuestro pintor no le salga
mamarracho el cuadro, lo alcanzaremos cuarta, permitiéndole aprovechar esta
columna liviana de humo, de una quemazón muy lejana que, ligeramente, encapota
de gris un rincón del cielo.
Ahora que dejó este de ser demasiado
azul, coloquemos en la llanura, para que deje de ser demasiado verde, una punta
de vacas, coloradas y rosillas, como buenas mestizas que son, que pacen,
desparramadas, o duermen echadas, o toman agua.
Un caballo ensillado, soñoliento,
inmóvil, parece cuidarlas, solo; pero, no; pues del cabestro que cuelga lo
sujeta un hombre, perezosamente echado de barriga, perdido entre el trébol
florido.
No duerme. No puede dormir; está de
ronda.
Lo ha conchabado por día un resero para
que le tenga a pastoreo esta puntita que ya compró, hasta que traiga otra que
salió a buscar. Si cumple bien, fácil es que lo lleve con la tropa, y la
perspectiva de este viaje, productivo a la vez que agradable, le tiene los ojos
abiertos y la imaginación agitada.
De cuando en cuando, salta en el pingo,
da una vuelta despacio, repuntando las vacas, y se vuelve a estirar en el
suelo, de espaldas, esta vez, con el cigarro prendido.
¿En qué podrá pensar, solo, todo el
día?-¿Pensará?-¿Os oirá?
Mouches
qui murmurez d'ineffables paroles
A
l'oreille du pâtre assoupi dans les fleurs...?
¡Ay! las moscas son mosquitos y las espanta.
Pero es joven, lleno de salud y de fuerza, y despierto, sueña en todo lo que
puede tener atractivo para su alma simple de buen gauchito.
Sueña con cierta chinita, con la cual
está medio apalabrado, desde la otra tarde, que entre dos retortijones a una
camisa que estaba lavando en la batea, ella le dijo con una sonrisa:
"Pregúntelo a mamita."
No preguntó él nada a mamita; y queda
pensando que muy bien podría la moza contestarle ella misma. Y piensa también
que si va con la tropa, ganará bastantes pesos para traerle de regalo un lindo
pañuelo de seda, lo que, muchas veces ablanda los corazones y vence las
resistencias.
Pero también se acuerda que si se va con
la tropa, deja el campo libre a don Antonio Moreta, que anda dándole vueltas a
la chica. Y este pensamiento amargo le hace fruncir las cejas, y bajo su tez
morena, asoma la sangre roja.
-"¡Bah! dice, casi en voz alta; ¿qué
va a hacer ese chueco?"
Con todo, queda con la pesadilla.
Pero, pronto, le pasa por la cabeza el
recuerdo del parejero alazán que dejó en el rancho, al cuidado de su hermano
menor.
Y una inquietud arrea la otra.
-"¡Quién sabe si el muchacho no va a
querer compadrear con él y me lo manca?"
Y del parejero, fácilmente pasa a pensar
en un gaucho medio loco, Silverio Montana, que lo quiere correr seis cuadras y
a quien se la va a ganar robada. Se ríe, solo; y brillan sus ojos al acordarse
de un tirador todo lleno de adornos de plata, que justamente Silverio empeñó en
la pulpería y dejó fundir, que el pulpero le ofreció, mitad al contado y mitad
fiado, y que es muy capaz de comprar con la misma platita que le va a ganar en
las carreras.
Y, alegre con la idea, salta a caballo,
da su repunte, y vuelve a sentarse en el suelo, y deja seguir bailando en su
cabeza el amor, la pasión a las carreras, la coquetería, los celos, el deseo de
viajar, el temor de irse. Pasan despacio las horas... Y, durante todo el día,
ha gozado el intenso goce de vivir, bañado en luz caliente, en aire puro,
hombre feliz en alegre paisaje.
- V -
PROTECCIÓN EFICAZ
El día que su patrón, hombre influyente
en la política local, procurador y agente judicial, amigo del juez de paz y
quien sabe qué en la guardia nacional, le aseguró que sería muy fácil hacerlo
conseguir en arrendamiento un buen lote de campo de estancia, de los del
gobierno, con derecho a compra, don Manuel Fernández pensó haber realizado el
sueño dorado de su vida, larga ya, de empeñosos esfuerzos, y de trabajo rudo y
asiduo.
Honrado y robusto hijo de Galicia, venido
al país cuando apenas tenía veinte años, de ninguna instrucción y de poca
viveza natural, pero lleno de buena voluntad, se había internado en la campaña,
fijándose en el Azul, pueblo fronterizo, entonces, pero importante ya, y lleno
de recursos y de porvenir.
A su humilde suerte había ligado la
suerte más humilde todavía de una china de por allá, y formado una familia algo
numerosa a la cual había conseguido inculcar el amor al trabajo.
No vaciló en aceptar la oferta del que
consideraba como su desinteresado protector y que, en su ignorancia, creía ser
a la vez que un verdadero hombre de estado, un gran doctor, un distinguido
militar, y un hombre de bien.
Puso su firma, -lo que, para él, era el
más penoso de los trabajos,- al pie de un documento que debía, según le dijo el
otro, asegurar, para más tarde, la propiedad, y se fue con su mujer y sus
hijos, a establecerse en tres leguas de campo, algo lejanas, poblándolas a
fuerza de años, de privaciones y de trabajo, con bastante hacienda, que sus
hijos lo ayudaban a cuidar, haciéndose hombres y diestros en todas las faenas
de la ganadería criolla.
El anhelo del padre, el pensamiento de
todos sus momentos, la única ambición de su vida, la que sola lo impulsaba a
seguir con tesón su constante trabajo, y a sostener con su voluntad la de sus
hijos, a soportar valientemente cualquier privación y a permitir que la
soportasen los suyos, era la compra definitiva de ese pedazo de suelo.
¿Y qué más podría ser?
Sólo la posesión del suelo poblado por él
y los suyos podría asegurar el porvenir de la familia; las haciendas peligran,
mueren, dejan la ruina, muchas veces, al que no posee la tierra y tiene que
pagar el pasto, que le coman sus animales con provecho para él, o que sólo lo
abonen con sus huesos para el propietario.
Llegó, a los diez años, el momento
deseado y, con vender una parte de su hacienda, se puso en condiciones de
adquirir del gobierno, en propiedad definitiva, el campo que ocupaba, compra a
la cual la ley de entonces le daba derecho como primer poblador y arrendatario
que siempre había cumplido religiosamente con su obligación.
Fue entonces que supo que, si bien la
propiedad estaba segura, lo era no para él, sino para el que aparecía como
verdadero poblador; para su generoso patrón, de quien había reconocido
formalmente los derechos, aunque sin saberlo, por el documento firmado.
La tierra había tornado, mientras tanto,
mucho valor, el tren se venía acercando al Azul; empezaba la especulación.
Gracias al certificado de población real otorgada por el Juez de Paz, el hábil
protector pudo sacar con la mayor facilidad las escrituras en regla.
Fernández, todavía conservó la esperanza
que, vendiendo casi toda la hacienda, podría quizás comprar el campo a su feliz
dueño. Pronto vio que ni con todo lo que tenía, alcanzaría a pagar el precio
que este pedía. Y se contentó con seguir trabajando, pagando desde entonces un
arrendamiento matador por lo que siempre había considerado como recompensa
merecida de su trabajo, sin que nadie lo hubiese desengañado.
Pero la desesperación había entrado con
ese golpe, en su alma sencilla.
El subterfugio inicuo le quitaba a
traición la posesión real de esa tierra fecundada por sus rebaños, regada, cada
día, con su propio sudor y el de sus hijos, y le indignaba ver que todavía se
le pretendía exigir agradecimiento por haberle facilitado la ocupación de ese
campo durante tantos años, a precio tan reducido; como si fuera servicio el
dejarle creer a uno que el niño que cría es suyo, y arrancárselo, una vez que
el cariño, con que nos domina lo que nos ha costado penas y trabajo, se ha
vuelto incurable.
Para él, este suelo era realmente la
patria de adopción que lo consolaba de haber dejado para siempre la tierra
natal; arraigado ya de veras, pensaba pasar tranquilo ahí los últimos días de
su vida, y dejar a sus hijos, criados en ella, hechos hombres en la ruda tarea
de amoldarla por su trabajo a su nueva misión de nodriza, esa tierra querida.
No supo resistir y murió, inconsolable;
con razón, pues la misma borrasca que lo volteó, pronto hizo zozobrar con toda
su tripulación tan gentil y guapa, en los escollos de la dejadez y del vicio,
la pobre navecilla familiar que tan bien creía haber dirigido...
Los arrendamientos subidos devoraron la
hacienda, comercialmente mal manejada por manos inexpertas, y esa Justicia, legal
y malvada, que rige a los pobres, acabó su destrucción.
Pocos años después, se cambiaba esa
conversación, en una pulpería establecida en el mismo campo:
-"¿Quién es ese gaucho que toma
tanta caña?
-Es Romualdo Fernández, el hijo mayor de
este gallego viejo, del Azul...
-¡Ah! sí, me acuerdo. Pobre, ¡que
lástima! Un muchacho a quien conocí tan trabajado, y tan bueno.
-Así es; amigo.
-¿Y la Madre? ¿qué se hizo?
-Anda por allí, de cocinera en el
Azul."
- VI -
ROPA DE ABRIGO
Tiritando de frío, saltó del mancarrón el
muchacho, con su botella en una mano y el pañuelo de algodón en la otra; pasó
la rienda por la punta del poste, y, sacando el miserable cuerito de carnero
que le servía de recado, entró con él en la pulpería, de miedo que se lo
robasen.
Tenía los pies desnudos; la cabeza
envuelta en un pañuelo descolorido, un sombrero todo deformado y agujereado, y
en las espaldas, un ponchito miserable; una camisita rota y sucia y un pantalón
corto completaban el ajuar, capaz de dar frío con su sola vista.
Colocó la botella en el mostrador, y
recostándose en él, llamó con fiereza: "¡Mozo!"
Y repasaba con la mirada los estantes
llenos de frazadas de algodón y de lana, de ponchos vistosos, de capas de paño
azul y negro, de bombachas, pantalones y sacos de todas calidades, tamaños y
colores.
¿Les tendría envidia a los que tenían
bastantes pesitos para vestirse de los pies a la cabeza con tanta cosa de lujo?
¿Soñaría él en tener, algún día, un sombrero nuevo, un par de botas, medias de
color, un chiripá grueso y un poncho de paño con forro de bayeta, elegante,
abrochado sobre un saco de rico casimir?
En los ojos, no se le veía pintada más
que indiferencia, al recorrer los estantes.
¿Para qué pensar en lo que no se puede
conseguir?
El mozo, mientras tanto, muy ocupado en
despachar copas de caña y de ginebra a media docena de reseros que acababan de
hacer irrupción en la pulpería, no se apuraba en venir a despacharlo.
"¡Mozo!" volvió a gritar más
fuerte el muchacho, golpeando en el mostrador con una pieza de dos centavos.
Se dieron vuelta para mirarlo los gauchos
y sonrieron.
Bien emponchados venían, como gente que
viaja, la cabeza envuelta en pañuelos, unos de seda, otros de algodón; algunos
con botas, los más con alpargatas, y zapateando de cuando en cuando, para
quitarse el frío.
Un vecino de por ahí, paisano viejo, los
acompañaba; llevaba, -recuerdo de algún viaje al pueblo, seguramente, o regalo
de su patrón,- un sobretodo, ropa muy extraña en aquellos parajes. Muy cansado,
el sobretodo, muy usado, con botones de diferentes parroquias; el género,
antiguamente negro, al parecer, había de haber sido, después, verdoso, para
lograr, al fin, su color actual: amarillento. En partes, llevaba remiendos de
otros géneros, de colores más o menos aproximados al primitivo. El viejo tenía
la cara risueña, y por la barba, muy blanca después de haber sido negra, en los
mismos años muy lejanos, que el sobretodo también era negro, probablemente, se
conocía que juntos habían envejecido y cambiado de color.
El muchacho era conocido suyo: lo saludó
afectuosamente, y como había convidado con la copa a todos los reseros, agregó:
-"Servite algo, muchacho!"
Este lo miró un rato, medio serio, y,
repasando otra vez con la vista los repletos estantes de la tienda, dijo:
-"¡Mozo!" a ver una tricota.
-Que tricota, ni que tricota, contestó
este: ¿tienes plata?
-¡Si me convidó el señor! y todos se
echaron a reír por la gracia del chicuelo.
¡Y qué bien le hubiera venido la dichosa
tricota para guarecer sus pobres huesitos de la mordedura del pampero!
Le despacharon algunos centavos de
aceite, media libra de yerba y media de azúcar: arregló todo en el pañuelo, se
lo ató en la cintura y volvió a saltar en el petizo, alegre y sin tiritar ya,
pues el sol de Agosto, ya de regular fuerza, había derretido la helada, y con
sus rayos le calentaba las espaldas, como la mejor ropa de abrigo.
- VII -
Hoy es fiesta en lo de don Juan Bautista
Etchautegui. Diez de Mayo, luna menguante, tiempo otoñal precioso, una mañana
fresca, sin viento; un sol que calienta sin quemar, y, tendida por todo el
campo, una alfombra de terciopelo verde, nuevita, flamante. Un día como mandado
hacer.
En la cocina se agitan doña Mariana y sus
hijas, preparando con huevos y harina, carne picada y pasas de uva, canela,
clavos de olor, sal, pimienta y azúcar, unos pasteles que seguramente dejarán
recuerdo a los convidados, sin contar otros manjares criollos, para acompañar
el cordero gordo al asador, con cuyo sacrificio se festejará la inscripción de
sus hermanos en el registro civil de la hacienda lanar.
Están de señalada. Don Pedro, un cordobés
que de todo entiende y sin cuyo consejo no hace nada el Vasco, vino a ver ayer
la majada; declaró que estos corderos ya eran gente y que siendo el tiempo lo
más favorable, había que aprovechar para la operación el menguante de la luna;
y, bien pronto supieron los vecinos que en esta casa hospitalaria habría
pasteles, cordero y vino para todos los conocidos que se presentasen a ayudar
en el trabajo.
Del corral grande han encerrado en el
trascorral la majada, por puntas, y de cada punta han sacado y apartado en chiquero
especial, de listones bien juntos, para evitar que se escapen, todos los
corderos, grandecitos ya, los más, de pocos días, algunos; y las madres,
inquietas, vuelven del campo de a una, de a dos, de a puntas, balando, llamando
entre los listones a los hijos que se lamentan en tono agudo, y se van otra vez
hasta la majada, buscando siempre y cambiando con las compañeras llantos
amargos.
Ocho a diez vecinos han aprovechado la
ocasión para venir a revisar la majada y apartar las ovejas de su propiedad que
bien pudieran estar en ella; pues siempre sucede que uno que otro animal se
corta, sin saber cómo, muchas veces, y se mixtura con la majada del vecino; y
como el campo que ocupan Juan Bautista y sus vecinos es todavía campo abierto,
sin alambrados, las mixturas parciales o generales son frecuentes. Entre las
ovejas de dos horquetas y muesca de adelante en la izquierda, señal de don Juan
Bautista, pasan en los chiqueros muchas otras de punta de lanza, de martillo,
rajada, patria, de agujero, de zarcillo y otras señales, en todas sus
combinaciones: y se cruzan, corriendo, de un lado para otro, bajo el ojo
experto de sus amos, que, con mano ágil y fuerte, las cazan de una pata y las
llevan caminando en las otras tres, hasta la puertita del brete, donde las
encierran.
A pesar de permitirlo el Código Rural de
1865, -monumento venerable de civilización primitiva, que hoy todavía rige,
aunque en estado avanzado de impotente senectud,- nuestros hombres ya no usan
sino las señales en las orejas, y han dejado por completo aquellas bárbaras de
botón en la nariz, en la quijada o en la frente, que afeaban tanto al animal,
después de haberlo hecho sufrir mucho.
Los vecinos han acabado de apartar sus
ovejas: empieza la señalada. Con el cuchillo en la mano, agachados, don Juan
Bautista, su hijo mayor, buen mozo de 18 años, y don Pedro, solos, para evitar
errores... involuntarios, apretando ligeramente en el suelo con un pie al
pequeño animal que, del chiquero, les han alcanzado, echan la señal en las orejas
con mano delicada, y buscando la coyuntura, cortan la cola, casi en la raíz,
para las hembras; sacando sólo la puntita de ella a los corderos que hacen
capones.
Tres tajos, una vuelta; otro tajo, un
balido ahogado, un chorrito colorado, y se van los pobres, desfilando hacia la
majada, uno tras otro, con un quejido de melancolía o de terror,
ensangrentados, lastimosos, tristes, avergonzados, menos unos pocos que, al
contrario, disparan como si los corriese Mandinga. Las colitas se van
amontonando, y cuando se vació el chiquero, se cruzan las apuestas sobre el
número probable de corderos señalados.
-"¡Vamos a ver, muchachos! voy a
setecientos cincuenta.
-¡Ochocientos! grita otro.
-¡Setecientos! amengua un tercero.
-¡Seis litros de vino seco!
-¡Pago! el que quedó más lejos,
pierde."
Y poniendo, en montoncitos de a diez, las
colas casi enteras de las hembras a un lado, y los rabitos de los machos a
otro, pronto cuenta don Juan Bautista y proclama: cuatrocientos siete capones y
cuatrocientas diez y ocho hembras; el total vino después, un poco más
trabajoso: ochocientos veinticinco señalados.
-"Paga el de los setecientos. Linda
señalada, amigo, en mil quinientas ovejas!"
Aumentó la majada; los corderos señalados
son de cuenta, y la esperanza parece realidad. Esta sonrisa de la Fortuna llena
de gozo el alma del pastor, y se va risueño; calculando lo que le darán de
lana, en la esquila próxima, estos corderos hechos ya borregos; y que al año,
quizá, muchas de las hembras parirán y que podrá formar, en otro año, una linda
tropita de capones.
Para mejorar la lana y agrandar el tipo,
comprará carneros puros. ¿Rambouillet o Lincoln? vacila: la lana fina es muy
buscada, pero la carne se vende muy bien para la exportación; y antes que en su
espíritu esté resuelto el problema, pasan, en visión rápida, el invierno con
sus heladas; la primavera con sus lluvias; el campo pelado por la seca o tapado
por la creciente; la sarna que come la lana; el hambre que come la gordura; los
soles del verano que queman el pasto; los temporales en plena esquila, que
dejan el tendal de ovejas peladas; la manquera que aniquila, y la lombriz que
mata.
¡Bah! ¡Atrás, pesadillas, y viva la
ilusión! Y contentos, todos, alegres, narigueando ya con apetito campestre el
perfume de la grasa derretida y de los pasteles calientes, se dirigen hacia la
cocina, donde doña Mariana y sus hijas se siguen agitando.
- VIII -
ELECCIÓN PACÍFICA
En lo más fuerte de la trilla, se había
embriagado el maquinista; pero don Pedro Guetestán no era de los que se ahogan
en una palangana.
Criador experto, comerciante hábil,
agricultor perspicaz, para fomentar el progreso del pueblito, se había
improvisado, con asentimiento tácito de la población y del gobierno provincial,
jefe de policía, juez de paz y comandante militar y poco le costó improvisarse
también maquinista. Y en medio de la densa nube de polvillo que lo enceguecía y
del ruido ensordecedor de la trilladora, dirigiendo y haciendo, manejando a sus
hombres y a su máquina, pensaba, más que en las pilas de trigo que iban
subiendo, en las elecciones, que tenía, el día siguiente, que organizar, como
juez, vigilar, como comisario, y ganar, como fiel amigo del que se trataba de
hacer elegir senador, a las barbas del Gobernador.
Eran las once y media, y acababa de
interrumpir el trabajo para el almuerzo de los peones, cuando lo vinieron a
avisar que en la fonda de Stirloni, del otro lado de la vía, había llegado de
la capital provincial toda una comitiva para presenciar las elecciones y que
querían verlo.
Inquieto, olfateando a contrarios, se fue
de un galopito, sin pasar siquiera por su casa a lavarse la cara, hasta la
fonda indicada.
Stirloni, atareado, andaba del mostrador
a la cocina, de la cocina al patio, con toda la apariencia de un hombre que
tiene la fortuna segura, pero que la tiene que merecer por su trabajo, y
glorioso, hinchado, todo colorado, le sopló al oído a don Pedro:
-"¡El sobrino del Gobernador!"
No preguntó más don Pedro; ya sabía a que
atenerse, pues era justamente el mismo sobrino este, el candidato de su tío
para el sillón vacante. Se hizo anunciar. En el patio estaban ocho hombres,
unos de saco, otros emponchados, muestras genuinas del público especial de
todas las elecciones de campaña.
El sobrino del Gobernador, hombre muy
fino y perfectamente educado, estaba en su pieza con un amigo. Hizo entrar al
visitante.
-"¿Don Pedro Guetestán? preguntó;
¿Juez de paz?
-Para servir a ustedes, contestó don
Pedro con tono bonachón. Dispensarán el traje; estoy de trilla, teniendo que
hacer de maquinista, y ni tuve tiempo de irme a mudar.
-No importa, señor, no importa. Me
presentaré: Enrique de la Pizarra, el señor Gobernador es mi tío; y permítame
usted presentarle a un amigo, don Eleuterio Martínez, secretario del Ministro
de Gobierno.
-Tanto gusto, señores, contestó don
Pedro. Dispongan ustedes de mí; estoy a su disposición: aunque, agregó, hoy
tengo mucho que hacer con esa trilla, y no la puedo dejar.
-Pero, ¿y las elecciones de mañana?
-No sé nada, señor; los conjueces me han
de mandar avisar cuando quieran organizar la mesa en el juzgado. Yo no tengo
más que hacer que entregarles los registros, y después de la elección,
remitirlos a los escrutadores que se deben juntar en la Carolina.
-¿Usted conoce a los conjueces?
-Poco, señor, de nombre no más.
-¿No es pariente suyo ese don Juan
Guetestán que figura en la lista? ¿Su señor padre, creo?
-No, señor; mi padre es extranjero. Mi
hermano era; pero murió.
-¡Ah! ¡cuánto siento! Pues mire; le voy a
ser franco. Tengo de mi tío orden terminante de ganar las elecciones o de
anularlas. Para ello, tenemos aquí algunos mausers y gente buena. Pero mejor es
que usted trate de evitar bochinches, y nos mande los conjueces para que nos
arreglemos.
-Señor, creo que todo andará como lo
desean; mañana veremos que clase de gente viene a votar. Lo que más quiero yo
también es que no se altere el orden, y pueden contar conmigo."
Se retiró don Pedro, y una guiñada de los
dos amigos significó claramente:
-"¡Un infeliz, hombre! Lo tenemos
seguro."
El día siguiente, por la mañana, reunidos
en la orilla opuesta del pueblito, cerca de trescientos gauchos esperaban las
órdenes de su verdadero caudillo, don Pedro Guetestán, y este le mandó decir al
sobrino del Gobernador que había mucha gente reunida, pero toda contraria, al
parecer; que la situación siendo muy peligrosa, le aconsejaba quedarse en la
fonda, y que sería de buena política mandase preparar un asado con cuero, allá
mismo, para entretener a la gente lejos del juzgado, si no había elección, e
impedir que hubiera desórdenes; que él iba, por la forma, a instalar la mesa,
como era su deber.
-"¡Que no haya elecciones! Más bien, si es así, dígale; exclamó don
Enrique, algo emocionado, al oír el mensaje ¡Que no haya elecciones!"
Y mandó preparar en la orilla del pueblo
cercano a la fonda, un asado con cuero, que Stirloni, por su orden, hizo
acompañar con dos cajones de cohetes y varias damajuanas de vino.
Empezó el regocijo popular; estallaron
los cohetes; el vino desapareció a los gritos de: "¡viva de la
Pizarra!" Y a las cuatro de la tarde, pudo don Enrique contemplar con
gozo, de la azotea de la fonda, de donde no había salido, los trescientos
gauchos que, de a grupitos, se habían venido pasando desde el otro lado de la
vía, reunidos alrededor de los restos de su asado con cuero, aclamándolo.
Saboreó la suave fruta de la popularidad y mandó a Stirloni que les llevase más
vino; Stirloni obedeció, restregándose las manos.
A las cuatro y cuarto, apareció don Pedro
en la azotea y, sencillamente, le anunció al sobrino del Gobernador que las
elecciones habían tenido lugar sin el menor incidente.
-"Cómo, ¿qué ha habido elección? y
¿dónde han votado? ¿Quién votó?
-Estos hombres, dijo don Pedro, señalando
con un gesto de la cabeza a sus gauchos; son electores.
Han votado en la mesa instalada en el
juzgado.
-¿Y a favor de quién?
-Debo decirle que creo que su candidato
era el señor Corfenú.
-¡Caiga el cielo! ¿y los registros?
-Los hago custodiar, señor, en el
juzgado."
Don Enrique se sintió fumado sin remedio;
de buenas ganas, hubiera hecho prender por su gente a ese hombre que, con aire
inocente, lo miraba como esperando órdenes: pero no se atrevió. Y cuenta la
historia que los registros, bien resguardados de las casualidades del viaje,
llegaron a la Carolina en perfecto estado, fueron discutidos y al fin
aceptados, pues eran un modelo de corrección y de limpieza, con listas
primorosas de nombres y apellidos, sin un borrón, demostrando una elección lo
más tranquila, sin disturbios, sin tiros, sin derrame de sangre, un ejemplo
para el país entero, pues nunca el Pueblo Libre había expresado su Soberana
Voluntad con tanta dignidad y tanta calma, apenas turbada por el entusiasmo
bien natural que le había causado su afición al asado con cuero, bien regado,
de arriba.
Dicen también que a Stirloni, la comitiva
le ha quedado debiendo, desde entonces, unos doscientos pesos; pero estos son
percances de la guerra.
- IX -
CONVERSACIÓN
"¿Qué tal, don Pascual, como le va?
-Bien, señor, gracias.
-¿Y la familia?
-Bien, gracias, señor, ¿la suya?
-Buena, don Pascual, gracias."
Don Pascual es un gaucho viejo, de estos
que quedan como para muestra de las generaciones pasadas, para enseñar a las
actuales de que hierro se forjaban aquellas. A los setenta y tantos años, anda
todavía buscándose la vida por esos mundos de Dios, vendiendo pan y tortas, con
su cascajo viejo tirado por tres mancarrones flacos, haciendo triquitrac, todo
el día, en las huellas de la Pampa.
Pero, ¿quién más flaco que él? Altísimo,
apenas doblado por los años, lleva en invierno como en verano, un inmenso
sombrero de paja cuyas alas anchas, por amplias que sean, no llegan a guarecer
del todo la prodigiosa nariz, toda picada de viruelas, precioso adorno de su
cara risueña.
Hombre pacífico, -por la vejez, será-
lleva asimismo en la cintura un larguísimo tacón que quizás tenga historia,
-pero seamos discretos- y lo hace parecer, cuando se tiene erguido, a un
insecto raro atravesado por un alfiler.
-"Y, ¿qué se dice de bueno, por
allá, don Pascual?
-Nada señor.
-¿Se venden muchas tortas?
-Pocas, señor.
-La gente tiene poca plata.
-Así es, si señor, la verdad.
-¡Qué seca! ¿Ha visto, don Pascual?
-¡La verdad!
-Si sigue así, seguro tenemos epidemia.
-¡Pues, no! la verdad.
-El año pasado, creciente.
-La verdad.
-Este año, seca; andamos bien.
-La verdad; sí señor. Fácil es.
-Y, ¿qué me dice de Domingo? ¿Será cierto
que le dieron puesto en lo de Unzué?
-La verdad, sí señor, así es.
-¡Tanto me alegro!
-Pues no; sí señor.
-¡Buen muchacho!
-Probable; la verdad; pues no, sí señor.
-¿Y como está allí? ¿a sueldo? ¿a
interés?
-Mensual, señor, como no; sí señor.
-¡Está bueno; don Pascual! ¡Ah! don
Pascual siempre firme en la cancha; ¡no hay como los viejos, amigo!
-La verdad, sí señor; pues no.
-¿Y para dónde va, ahora? ¿a lo de doña
Fortunata?
-La verdad.
-¿Su comadre, no?
-La verdad.
-¿Habrá como dos leguas?
-La verdad; sí señor.
-Pero el camino es bueno.
-Pues no; sí señor.
-Llegará antes de la noche.
-La verdad, así es.
-Bueno, don Pascual; mucho gusto en verlo
siempre guapo.
-Igualmente señor; la verdad.
-Recuerdos a todos allá.
-Serán apreciados; sí señor; la verdad,
pues no; la verdad.
- X -
DISPARADAS
El montaraz, acosado, puede, en los
recovecos de la selva, esconderse sin huir, lo mismo que el montañés, en los
escondrijos de la sierra; y, sin fugarse, pueden ambos apelar primero a su
conocimiento de la comarca y a su astucia natural, para engañar a los
rastreadores y burlar su perspicacidad.
La llanura, donde el ojo alcanza hasta el
horizonte, a todos vientos, y donde el menor rancho salta a la vista, no tiene
más misterio que la distancia; y el primer recurso del gaucho perseguido, el
único, es de disparar; disparar a todo correr, sin perder un segundo, sin
pararse jamás, en línea recta, como el viento, como el rayo. Y para esto,
cualquier petizo, sin espuelas y sin rebenque, se tiene que volver parejero.
-"¿Qué hay? ¿qué habrá?"
preguntó don Gerónimo, al oír un tropel que se acercaba, y, mirando al campo,
vio venir, a todo escape, al hijo de su viejo amigo don Servando. Venía en
pelo, con la cara descompuesta y los ojos agrandados por el susto. En una
vuelta rápida, llegó al palenque, se resbaló del caballo que ya venía cansado;
saltó, callado, en otro que el hijo mayor de don Gerónimo, en un abrir y cerrar
los ojos, había desatado del palenque y desensillado, y cuyo cabestro,
fraternalmente, le alcanzaba.
Y, ¡a volar!...
Un ratito después, aparecía, a su vez en
el recodo de la loma, un vigilante, anunciado desde lejos por un marcial ruido
de ferretería y por el pesado pataleo de su mancarrón aplastado.
El pobre había hecho lo posible para
cumplir con su deber. Cuando divisó a medio kilómetro al fugitivo, y vio que
había mudado caballo, vaciló un segundo, pegó un chirlo al flete, -nada más que
para que no hablara la gente, y pudiera atestiguar que ya no daba el caballo,-
y después de correr pesadamente unos cincuenta metros, se volvió al tranco
hasta el rancho, donde lo convidaron a bajarse y a descansar.
Ahí, entre dos mates, contó que Gabino se
había llevado una muchacha y que había orden de prisión contra él; que lo había
corrido más de veinte cuadras, y que ya lo iba a alcanzar, cuando mudó; que, en
conciencia, y aunque lo retasen, le gustaba más así, porque con Gabino eran
compañeros desde chicos y que le daba no sabía qué, el tener que prenderlo.
-"Por suerte, dijo, se le mancó el
caballo al oficial y me mandó solo. De no, ¿quién sabe? Y más, que por haberse
disparado, cuando le dio la voz de preso, seguro que le atraca una paliza
macuca. Porque es así ese bárbaro; preso que se le fuga, la tiene como
comprada... si lo vuelve a prender."
Puede dar la casualidad que, al cruzar un
fugitivo por delante de un rancho, no halle ningún caballo en que saltar; pero
si lo hay, parece difícil que se lo nieguen y más difícil, aún, si son dos, que
el segundo sea para el vigilante.
¿Porqué será? Instinto caritativo, temor
de hacerse de un enemigo, compasión para el fugitivo, o repulsión irreflexiva
en ayudar a la policía?
¿Quién sabe? Lo cierto es que llega el
hombre, pálido, sin habla, sin aliento, dejando ver en los ojos que imploran,
en el gesto apremiante, una suplicación tan intensa que casi exige: urge la
decisión; se aproxima el perseguidor, la ley armada, con su poderío y su
severidad; ¿entregarle a este desgraciado?
-"Sí, pues debe ser un criminal ya
que la justicia lo persigue; habrá robado, habrá asesinado; es un deber
entregarlo.
-¡Es cierto! susurra la razón; mire
que,... Bueno, amigo, tome, monte, apúrese, que ya vienen." En la
conciencia del ciudadano que así hizo, al seguir con la vista la disparada loca
del infeliz, y a falta de un gozo completo, quedan juntas una vaga esperanza
que lo alcanzarán y una media satisfacción de haberle facilitado la fuga.
No hay duda que también con esto duplica
la rabia del perseguidor. ¡Haber tenido la presa a tiro, segura, casi en la
mano, y verla hacerse humo! Se explica la paliza vengadora. El agente de
policía que asegura un preso, lo hace sin enojo; casi le tiene compasión al
pobre; pero si se le fuga, dejando burlados sus esfuerzos y su vigilancia, esto
ya es injuria personal y no habrá insultos bastante fuertes, ni castigos
bastante crueles para vengar la afrenta.
Ya no será bandido por haber cometido un
robo o hecho una muerte, sino porque disparó y casi desearía el policiano, al
volverlo a prender, que un amago de resistencia autorizase las peores
violencias.
El cazador se agacha medio compasivo, a
alzar la perdiz herida; pero si esta de la mano se le vuela, se endereza
furioso, y ¡pobre de ella, si los ojos fuesen tiros!
-"¿Te acordas, ché, Pedrito, cuando
el viejo Antonio disparó de la comisión que lo llevaba, por haber, sin
quererlo, prendido fuego al campo vecino?"
Cruzando cañadones y médanos, dejando
caer, cada cien metros, para correr más liviano y demorar la persecución, una
pilcha del recado, que los milicos se bajaban a levantar, llegó a la estancia
con el azulejo hecho sopa y siguió la disparada en el lobuno del capataz.
Pues, de no andar tan apurado, hubiera podido ver en la puerta de su
rancho, a doña Eufrasia, su mujer, conversando con el oficial, quién había ido
allá, no se sabe si en busca de datos para completar el parte, o de la mejor
prenda de don Antonio.
- XI -
CABALLO CRIOLLO
En tropel llegan al corral los caballos
de servicio, arreados a galopo por un muchacho; con un silbido prolongado en
una sola nota, los sujeta en su furia, para que entren más despacio, y no se
lleven el corral por delante. Así mismo, quieren todos entrar juntos, y crujen
los postes y los alambres, y algo también las costillas, al pasar por la
puerta.
Coces, mordiscones, patadas, manotones
llueven, y al verlo así por la primera vez, podría creer cualquiera que el
caballo criollo es un animal feroz; pero toda su maldad, -que es poca,- la
reserva para sus compañeros.
Entró en el corral un hombre, con un
bozal en la mano, y toda la caballada, como atemorizada, se da vuelta, se
amontona, atropellando, en un rincón, con mucho bullicio y mucha tierra
levantada, pero sin que ningún caballo se permita tener la más remota idea de
alzar el pie contra el amo.
El hombre sigue penetrando con la mayor
calma en el agitado montón de los animales, eligiendo con el ojo al que piensa
ensillar.
¿Tomará ese picaso, o el pangaré que está
a su lado? Malacaras y lobunos, tordillos, zainos, pampas y rosillos, moros,
cebrunos y bayos, ravicanos, colorados, alazanes y overos, se cruzan y se
remueven. Parece que el Creador, cuando permitió que el caballo se multiplicase
en la Pampa, no se dignó emplear para pintarlo, más que algunos colores pasados
de moda y mixturados al azar, raspaduras de su paleta.
Y las formas: también hay de todo; desde
el petizo, compañero fiel y manso juguete de los muchachos de la casa, hasta el
caballo esbelto y elegante que todavía hace pensar en sus remotos antepasados
andaluces.
A uno de los mejores, despacito, tieso,
se acercó el gaucho, a pasitos cortos, arrastrados casi, sin levantar el pie para
adelantar, con una mano atrás y en ella, el bozal escondido, mirando fijamente
al animal con ojo fascinador.
Y el caballo bien parece conocer en esa
mirada que a él lo buscan, pues trata de esconderse detrás de los compañeros.
Estos se van apartando, uno por uno, y disparan, y también quiere disparar él;
pero, por donde que enderece, siempre se encuentra con el gaucho por delante, y
con su ojo fijo, clavado en el suyo; da vuelta para correr al otro lado, y otra
vez están frente a frente; es un duelo sin armas, un debate mudo.
El animal ya quedó cortado del todo; el
último de sus compañeros pasó al otro lado del corral, y quedan solos en el
rincón, los dos contrarios, el hombre y el caballo. Este todavía se quiere
mover; busca por donde escapar, pero un movimiento rápido del gaucho lo sujeta;
un gesto lento, un silbidito, una mirada lo paralizan, hasta que por fin queda
inmóvil y permite que la mano del hombre, levantada despacito, se ponga
suavemente en su pescuezo, mientras que la otra pasa por debajo y le coloca el
bozal en la cabeza.
Esto es parar a mano, cosa de caballo
civilizado y bien enseñado, que ya no precisa que cada día lo enlacen y lo
mortifiquen para agarrarlo. Su educación será completa cuando sepa comer maíz.
Elegante era en sus movimientos rápidos,
cuando quería escaparse; ahora está atado en el palenque, esperando la voluntad
del amo, y, cabizbajo, medio dormido, el ojo apagado, una pata doblada,
descansando el pie en la punta de la uña, parece merecer, como ninguno, el
título de mancarrón.
Sabe quedar así, resignado, horas
interminables, frente a la pulpería, donde su amo se entrega a su pasión
favorita de llenarse de caña, sin pensar en él, más que para asomarse de tarde
en tarde a la puerta y cerciorarse de que siempre están ahí sus pies,... los
buenos, pues los en que está parado empiezan a divagar.
Sin comer, sin tomar agua, sin hacer más
movimiento que el de cambiar de cuando en cuando la pata en que descansa,
enfrenado, ensillado con el pesado recado, bajo los rayos ardientes del sol,
las ráfagas de viento y de tierra o los torrentes de lluvia, ahí queda,
sufrido, paciente, triste.
Y cuando, bamboleando, salga por fin el
bruto que tiene en su poder al pobre animal, este, dócil y sin rencor, lo llevará
despacio, con precaución y sin tropezar, hasta el palenque del rancho, donde
puede ser que todavía tenga que esperar otras horas más, antes que lo
desensillen y le den las gracias con un lazazo en el lomo, autorizándolo a que
busque por allá con que no morirse de hambre y de sed.
Pero el mancarrón así tratado se volverá
pingo guapo, capaz de hacer veinte leguas en el día, por tal que lo cuiden un
poco; será el valiente corcel, que en los trabajos de corral y de rodeo,
elegante, ardiente, rápido, fuerte, audaz, capaz de voltear con el pecho un
toro pesado, de sujetar enlazado al animal más fuerte, lucirá de veras todas
las admirables calidades de su raza.
Tampoco teme las balas, y como todos los
caballos descendientes del árabe, es un gran caballo de guerra.
¡Pobre caballo criollo!, tan feo a veces,
y ¡tan bueno! Antes que te vayas desapareciendo, lo que será pronto, perdido,
disfrazado, ahogado en mil cruzas y mestizaciones con razas que quizá no te den
tantas calidades como las que te quiten, te he querido dedicar cuatro
renglones, en recuerdo de los goces que me diste, y en testimonio de mi
admiración.
De los que hubieran debido hacerlo,
ninguno ha querido tomarse el trabajo de devolverte las elegantes formas de tu
raza, que generaciones de amos ingratos te han dejado perder. Ponderan tu
resistencia, tu guapeza, lo sufrido que eres, tu valor y tu docilidad, las
virtudes, en una palabra, que no ha podido quitarte su desidia secular, pero no
han hecho nada para ayudarte a conservarlas incólumes.
Creyendo reparar sus faltas hacía ti, te
han cruzado con ingleses agalgados que te han quitado tu fuerza, sin darte su
ligereza; con alemanes enormes que te han vuelto lerdo; con percherones
opíparamente mantenidos que, de sufrido y sobrio, te han hecho delicado para el
comer, goloso y exigente; sin que ninguno hasta hoy, te haya hecho más bonito:
y pronto sólo quedará de ti el recuerdo de que si bien de poca alzada, por lo
menos eras de gran corazón.
- XII -
La
esquila estaba en su auge. Las guirnaldas verde claro, cada día más espesas, de
los sauces llenos ya de revoloteos y de gorjeos impacientes, acariciaban, al
menor soplo de la brisa, los techos de paja, mientras las hileras tupidas de
los álamos iban cerrando su discreta cortina verde-obscuro sobre los suaves
misterios de la naturaleza enamorada.
Los insectos, entre el pasto, los pájaros
en el monte, las mariposas en el prado, lo mismo que los bichos silvestres en
el campo y los animales domésticos en sus rodeos, se buscaban, se amaban, y
peleaban entre sí para obedecer a la ley bestial y divina de la reproducción.
¿Y porqué, entonces, no hubieran sentido
moverse en sus venas, más activa, su sangre juvenil, todos estos muchachos,
ocupados todo el día en hacer correr la tijera en el lomo de las ovejas? ¿Qué
había de extraño que en el tendal, donde trabajaban, mixturados, hombres y
mujeres, corriese, de vez en cuando, una mirada rápida, una guiñada de ardiente
deseo, seductora en su brutalidad? Y los ojos, grandes y negros como la noche,
porque no hubiese contestado, perversos, unos, humildes, otros, y agradecidos;
o con estas miradas de simulada indignación, severas, imponentes, que disfrazan
la picaresca sonrisa pronta a asomar y a comprometerlo todo.
Las viejas no dejan de vigilar a las
muchachas, para tratar de impedir lo que ellas mismas, ¡ay! no han sabido
siempre evitar. Rezongan, como si no se acordasen el tiempo en que cualquier
guitarra les hacía cosquillas, y como ya poco las sacan a bailar, quieren
hacerles creer a las chicas que todavía no les ha tocado el turno:
-"Pero si con dos plumas vuelan,
hoy, comadre; ¡si es un escándalo!" decía, entre dos tijerazos, misia
Crispina a doña Carmen; y esta, en vez de contestar, tuvo justamente que
enderezarse, para pegarle, un sopapo a Damiancito, hijo de la misma doña
Crispina, diciéndole:
-"Pero, no te pasés, mocoso; que sos
muy ternerito."
El ruido de las tijeras asorda las
palabras atrevidas, y las respuestas, irritadas o benévolas. Alrededor de la
piedra de afilar es donde se podrán soltar las declaraciones osadas y esperar,
refregando las hojas de acero en la piedra mojada, el asentimiento deseado a la
cita nocturna.
Escolástica no ha sabido resistir a los
avances de este loco de Cirilo y le prometió, imprudente, de estar bajo los
sauces, a mano derecha del galpón, a las nueve y media de la noche. Cirilo,
como dispuesto a dormir, después de la cena, tendió el recado en un lugar
apartado, para quedar libre de curiosidades peligrosas, y a la hora indicada, a
tientas, andaban ambos buscándose en las tinieblas, con los brazos extendidos y
las manos abiertas, hasta que se juntaron y empezaron a conversar.
-"No lo vaya a saber mamá, ni nadie,
dijo Escolástica, casi arrepentida ya de haber venido.
-¿Quién va a saber nada? contestó Cirilo;
y a más: ¿qué mal hacernos? Conversamos un rato, y, ¡a dormir!
Y así hubo de ser, seguramente; y nadie
hubiera sabido nada, tampoco, si algún fauno errante que, por casualidad,
arrastraba por allá, entre los árboles, el chiripá, no hubiera contado a sus
compañeros lo que en la obscuridad, decía que había visto. Mentiras, por
cierto; pero estos esquiladores son muy pillos, y, por la mañana, temprano, se
juntaron unos diez o doce, bajo los sauces, y alrededor de una mata de paja muy
pisoteada y quebrajeada, estaban todos, -¡las risas!- escarbando la tierra con
el pie, imitando los bufidos de los vacunos enojados o llorones, cuando se
juntan en el sitio donde se carneó una compañera.
-"¡Si serán zonzos!" dijo,
entre enojado y complacido, Cirilo a Escolástica, toda ruborizada y más
dispuesta ella, a llorar que a reírse...
-No llorés, Escolástica, que a otras les
pasa peor.
-"Mirá, Natalia; ¡pisá derecho, pisá
derecho! Ese mozo no me gusta", decía a su hija mayor doña Pepa; y
rascando con la bombilla el fondo del mate, como muy atenta a lo que estaba
haciendo, sin mirar a la muchacha, agregaba:
-"Es lindo hombre, no digo nada, y
bien parecido, pero no por eso te dejes engañar. No se ocupa más que en jugar,
no tiene nada propio; vive, como vago que es, en cualquier parte, de agregado;
sin contar que dicen que debe una muerte en el Tandil.
No me gusta ese mozo, y si viene cuando
no estoy, échamelo afuera."
Pero Natalia, toda empapada en
indulgencia para el mozo en cuestión, cuando se apeaba en el palenque sin decir
siquiera: "Ave María", no hubiera tenido valor para ordenarle que se
mandara mudar. Un día, se encontró sola en el rancho; -los hermanitos estaban
en el campo y la madre quién sabe dónde- No pudo más que dejarlo entrar y
sentarse, y le empezó a cebar mate.
-"Vamos a ver Natalia, dijo de
repente el gaucho; he espiado este momento que estás sola para decirte, por
última vez, que te quiero llevar conmigo.
-"¡Oh! ¡no sea loco!" le dijo
la china, gallarda moza de 18 años, con unos ojos, unos dientes y un pelo que
bastaban, a pesar de sus facciones algo toscas y de su tez muy morena, para
hacer de ella uno de estos lindos tipos de criolla que, con una sola generación
criada en la ciudad, engalanan a sus hijas con esa hermosura perfecta de la
mujer argentina.
-"Ya sabe que no soy de esas.
-Si no es a las buenas, será a las malas;
pero me lo juré.
-Aunque se lo haya jurado".
Y la muchacha, desengañada ya, pero
resuelta, pasó por detrás de una mesa para guarecerse. Los dos hermanos estaban
repuntando la majada; y, sola su alma, temblaba, con razón, pobre palomita en
las garras del halcón.
El gaucho se levantó y se dirigió hacia
ella. Hombre alto y delgado, de porte elegante, decentemente vestido a la
criolla, de facciones que hubieran sido lindas, si los ojos pequeños no
hubieran revelado la salvaje perversidad del alma y la pasión sin freno, la
persiguió alrededor de la mesa, hasta que salió ella, corriendo afuera y
gritando. La seguía de cerca: pronto la alcanzó, cuando llegó a la zanja, y
cazándola de la opulenta trenza, la volteó brutalmente.
Pero los niños llegaban, enancados ambos
en su petizo, y ya que no podía saciar su pasión, sacó el cuchillo y cortándole
la trenza, dejó a la niña tirada en el suelo, desmayada, y se fue a desatar con
toda tranquilidad el caballo, diciendo:
-"Siquiera me llevo lindo
recuerdo."
Menos cruel fue que aquel chino, que en
vez de la trenza, le cortó, por celos, -en una reunión, y antes que nadie se
hubiera podido interponer,- al desgraciado objeto de su pasión salvaje, una
oreja.
No son todos así, y no por haber
abandonado el hogar paterno, enancada con un bizarro criollo que una noche la
vino a llevar, deja de ser feliz una que otra buena moza a quien le toca la
suerte de llegar después de tener muchos hijos, a ser "la mujer por la
iglesia", del atrevido galán.
- XIII -
HOSPITALIDAD
Desde las cinco de la mañana que habíamos
salido, mi peón Pancho y yo, arreando la tropilla, sólo habíamos descansado
tres horas en la siesta, volviendo en seguida a pegarle fuerte y parejo; no que
nos corriese ninguna prisa, sino que, por la edad, ni uno ni otro habíamos
aprendido todavía a andar despacio con caballos buenos. Con todo, eran las
siete, de noche casi cerrada, y empezábamos a sentir la vehemente necesidad de
echar algo al buche; las ganas de descansar vendrían seguramente después.
Pero, ¿dónde? ¿cómo?
En estancias grandes, siempre dispuestas
a darse aires feudales, ni pensarlo; y la casa de negocio más cercana quedaba
muy lejos. Ir allá quebraba nuestra cortada de campo en línea recta hacia
nuestros pagos.
También era más fácil encontrar verdadera
hospitalidad en el simple rancho de algún hacendado pobre que en las mismas
casas de negocio, que siempre tienen el recelo de ser una presa tentadora para
los aventureros, y que por esto se contentan con edificar a cierta distancia de
la casa, y cerco afuera, una ramada sin puerta, donde el viajero nocturno
encuentra lo necesario para cebar mate, -si es que trae yerba,- y... el suelo,
para tender la cama.
Poblaciones, había pocas, en aquel
tiempo, por allá, y tan pobres, algunas, que más valía tender el recado entre
las pajas que pedir semejante hospitalidad.
Vimos, por fin, en medio de las sombras
ya espesas de la noche, una luz que pareció un sol a nuestros estómagos
hambrientos; pues no sólo brillaba en un ranchito que tenía que ser cocina, ya
que estaba al lado de otro edificio más grande, sino que, a veces luz de
candil, también resplandecía, por momentos, como fuego de asar carne.
Nos acercamos, y en medio del bullicio de
los perros, pedimos licencia para desensillar, al dueño del puesto, que acababa
de encerrar su majada.
Era uno de esos buenos criollos que, con
su pequeño haber y su familia numerosa, viven sin pensar demasiado en el día de
mañana, porque les parece bastante pensar en el de hoy, y en los cuales la cordialidad
lleva el lugar de la codicia ausente. Nos ofreció la casa y nos convidó a pasar
adelante.
Desensillamos, se mancó la yegua, y,
arreglada la tropilla, llevarnos a la cocina nuestros recados.
Allí nos encontramos con la patrona, que
con dos de sus hijas, estaba preparando la cena, y después de cambiar con ellas
los apretones de manos del protocolo campestre, empezamos a saborear el mate
amargo que nos alcanzaban las muchachas.
¡Cosa rica, un cimarrón, después de un
buen galope!
Libre ya de sus quehaceres, pronto se juntó con nosotros el dueño
del puesto, y quedamos charlando con él hasta que se sirvió la cena, a la cual
hicimos el debido honor, siguiendo nuestra conversación sobre los campos de
afuera, de donde veníamos y a donde nuestro huésped pensaba ir.
Pero las sobremesas son cortas, en el
campo; los ojos que se han abierto temprano, temprano también se cierran, los
cuerpos que desde la madrugada, se han agitado sin cesar, en movimientos
violentos de todo género, apenas han tomado su frugal alimento, aspiran al
reposo.
Bien lo vio la buena señora y le dijo al
marido:
-"Bueno, Antonio; mira: este señor
querrá descansar. Dejáte de conversaciones y ayúdame a sacar el catre.
-¡Qué catre, señora, ni que catre! Puedo
dormir en mi recado. No se tome tanta molestia.
-Ninguna, señor. No somos muy ricos; Vd.
dispensará; tenemos pocas comodidades, pero siempre estará Vd. mejor que en el
suelo."
¿Quién no se hubiera dejado hacer? Un
catre no es, por cierto, cama de sibarita, pero me tendí voluptuosamente entro
las limpias sábanas de algodón, sin tener tiempo de fijarme que eran cortas y
que olían a jabón, pues el sueño que me acechaba, apenas hube descansado la
cabeza en la almohada, se apoderó de mí. No sé si el catre soñó, esa noche;
puede ser, pero yo, no.
Y el día siguiente, al amanecer, volvimos
a emprender la marcha, llevando de esa pobre morada el inolvidable y grato
recuerdo, lleno de tierno agradecimiento, que siempre deja al huésped que se
va, lo que, sin más obligación que el impulso de su buen corazón, ha hecho por
él, el huésped que se queda.
A éste, lo llena de íntimo gozo la
satisfacción de haber cumplido con su deber de sociabilidad; a ambos les queda
la firme y fundada convicción de que, cualquier día, y en cualquier
circunstancia que se vuelvan a encontrar, tendrán un amigo con quien contar. Y
esto basta para explicar por qué ha sido siempre sagrada la hospitalidad, desde
los tiempos más remotos.
Apenas habíamos hecho cinco cuadras,
cuando me dijo mi peón:
-"Patrón, he dejado la tabaquera en
la mesa del comedor; siga no más Vd. arreando, por favor, que ya vuelvo."
¡Mentira! -me acordé que durante la cena,
los ojos negros de la hija mayor de don Antonio habían cambiado tiros con los
ojos pardos del amigo Pancho; y pensé que lo que había dejado allá, no era la
tabaquera, sino, -colgado de alguna mirada,- un jironcito de su incauto
corazón.
Cuando volvió, le pregunté si había
encontrado lo perdido, y me contestó que no, pero que le habían prometido, si
lo encontraban, de guardárselo.
imagen
- XIV -
ESTACIÓN NUEVA
-"Tata, este señor que tiene tres
galones de oro, ¿es el dueño del tren?
-No, hijo, es el Jefe de la
Estación."
Quizás, esta contestación, hecha con la
intención de aminorar en el espíritu del muchacho, la opinión exagerada que por
lo reluciente de la gorra, se iba formando de la autoridad de aquel señor, no
hará más que aumentar su admiración por él.
¡Jefe de la Estación! nada menos; Jefe,
ya es algo; pero jefe de esta casa tan linda, tan elegante, tan bien edificada,
mucho mejor, por cierto, que la mejor estancia de estos pagos lejanos, apenas
poblados todavía! Y la importancia que así mismo se da, casi sin querer, este personaje
tan galoneado, no contribuye poco a infundir en los ánimos sencillos y algo
infantiles de los habitantes de la campaña, un respeto instintivo.
Es que se da vagamente cuenta la gente
que el Jefe de la estación tiene una autoridad bien definida, sus graves
responsabilidades, sus momentos de trabajo penoso, y que merece por esto el
respeto que le otorga. Tampoco ignora el vecindario que el Jefe de la estación
tiene sus medios de favorecer a sus amigos y de perjudicar a sus contrarios. No
será dueño de los vagones, pero lo mismo que en un momento, los consigue en
cantidad para el agente de carga don Fulano, lo mismo, don Zutano simple
estanciero, y don Mengano, agricultor, tendrán siempre que esperar unos cuantos
días para poder cargar la mitad de su lana o de su trigo: y ese poder oculto
obliga a los más resabiados a caminar derecho, y a pagar, calladitos, a don
Fulano, agente de cargas, una pequeña comisión.
A más, una estación nueva es, al poco
tiempo de ser librada al servicio público, el gran centro de reunión para toda
la gente que vive en su relativa vecindad. En los pueblitos de campaña, la hora
del tren es el gran momento del día, y si no cae muy temprano o muy tarde, si
no coincide con las horas del almuerzo o de la comida, el andén de la estación
viene a ser el paseo de moda, donde exhiben las bellezas locales, sus más
vistosos atavíos, sus más atrevidas elegancias, haciendo gala de arrogantes
posturas, al ostentar las últimas obras maestras de sus modistas ingenuas y
bien intencionadas.
En campo raso, en tierras lejanas, la
estación, perdida en la soledad de la llanura, forma pronto el núcleo de las
relaciones humanas. Muchas veces, en los primeros meses de su existencia, sólo
pasa por ella un tren de ida y un tren de vuelta, cada dos días, y esa misma
escasez de comunicaciones las hace más preciosas.
Mucho antes que llegue el tren, esperado
con ansiedad, sobre todo el que viene de adentro, se va juntando la gente en la
estación. Unos vienen a esperar a algún pasajero, otro a buscar cartas,
aquellos a recibir una carga. Los mayorales de las galeras que de la estación
salen a la llegada del tren, para internarse a grandes distancias, donde no
alcanzan todavía los rieles, andan atareados, juntando encomiendas traídas por
los trenes anteriores. Un mercachifle descarga de su jardinera, en medio de un
infernal cacareo, jaulas llenas de gallinas destinadas a la ciudad; los
pasajeros esperan que el Jefe se digne abrir su ventanilla, siempre colocada
por la sabiduría de los arquitectos especiales, en un zaguán abierto a las
corrientes de aire más matadoras, y donde parecen juntarse para pelear todos
los vientos de la Pampa.
Las conversaciones hacen pasar el tiempo
de la espera; noticias de todas partes y de todas clases se cambian entre los
presentes, y basta esta media hora para que cada uno se vaya después a su casa,
sabiendo que murió don Juan, que se casa la hija de don Antonio, Josefina, con
ese condenado haragán de Basilio, que la mujer de don Juan Bautista ha tenido
otro hijo; que las lanas están firmes y que los cueros suben; que el trigo vale
poca plata y que el maíz es invendible. También la política da lugar a unas
cuantas copias no del todo desprovistas de sabor, y se van formando las
opiniones sobre cuales son, de los vacunos o de los radicales, los que han
falsificado con más descaro las últimas elecciones.
La señal ha dejado caer su brazo; la
campana sonó; el tren no puede tardar. Allá, a lo lejos, siguiendo con la vista
la doble hilera de rieles que se van juntando en la lontananza, se divisa un
bultito, al parecer inmóvil, y que sin embargo se viene ligero. Pero por ligero
que venga, la llanura es tan llana, la línea tan recta, y se ve desde tan lejos
que parece que nunca llegará. Poco a poco, sin embargo, crece, aumenta; se
divisa el humo, se oye el silbido prolongado, se percibe el sordo rumor de la
máquina en marcha y del deslizamiento pesado de los vagones sobre el riel; y
pronto llega, y se para en medio de una nube espesa de polvo, haciendo temblar
los vidrios de la estación y llenando todo el andén de un movimiento
desordenado, de gritos, de llamadas, de carreras, de atropellos, al cargar y
descargar las encomiendas que se van y las que llegan, recados, baúles, catres,
atados de colchones, muebles primitivos, cajones de comestibles, herramientas
de trabajo, marcas de hierro para la hacienda. De los coches de pasajeros,
bajan uno que otro estanciero, una o dos familias, todos cubiertos de tierra,
una bandada de napolitanos que vienen mandados por la Inmigración y que quedan
azorados, con sus lingeras a los pies, y suspirando, desconsolados:
"¡América, América!"
Sonó la campana; y el guarda-tren gritó:
"¡Listóoo!" contestó el silbido de la locomotora; una pitada más, y,
refunfuñando, la máquina mueve sus ejes y toma su vuelo para más allá, dejando
en el silencio, en la soledad, por dos días eternos, la estación y su jefe, con
la sola sociedad de su peón y de su manipulador.
Pronto se extingue hasta el ruido del
tren; allá, a lo lejos, se va perdiendo en el horizonte el bultito envuelto en
su nube de tierra, y se vuelve a oír clarito el susurro trémulo, monótono,
incesante del viento que cuchichea, cambiando chismes con los hilos del
telégrafo.
Cinco minutos después que salió el tren,
cruza el paso a nivel una linda tropilla de buenos caballos, arreados por un
estanciero de afuera y su peón.
Ha salido de su estancia lejana, al
aclarar; pero son veinte leguas, era la primera vez que iba en busca de la
estación nueva, y hubo vacilaciones en el rumbo, hasta que por fin, vio colocar
en el horizonte, a tres leguas de distancia, como un meteoro enorme y raro, de
un rojo turbio, como el sol, al ponerse, en tiempo de seca: adivinó el techo de
tejas de la estación, agrandado y deformado por el espejismo.
Apuró sus caballos, todos buenos, sanos y
fuertes, pero algo pesados por la marcha y el calor, admirando desde lejos, la
importancia de los edificios hechos por la compañía: un castillo colosal, una
torre altísima, con un globo grande en la punta; otras torres más delgadas, y
blanqueando en una extensión considerable, muchos edificios de varias formas,
con techos altos unos, con techos bajos, otros.
A medida que se vino acercando, conoció
el viajero que el castillo colosal no era más que el depósito de agua; la torre
con globo, uno de estos molinos de viento que si bien tienen pintado en las
alas que el viento es barato, no dicen que las composturas son caras; que las
otras torres eran semáforos, y los demás edificios simplemente un galponcito,
un corral de embarque para la hacienda y unos cuantos vagones esperando carga.
...También vio salir el tren, cinco
minutos antes de llegar, a pesar de sus desesperados esfuerzos para alcanzarlo.
¡Paciencia! y tomarlas como Dios las
manda.
-"¿Cuándo saldrá tren ahora para
afuera? preguntó al jefe de la estación.
-Pasado mañana, a la misma hora.
-¡Caramba! he llegado con mucha
anticipación."
Se sonrió y se fijé a desensillar en un
boliche vecino, embrión recién brotado de la futura populosa ciudad que quizás,
algún día, rodee la estación solitaria de hoy.
- XV -
BOSQUEJO CORDOBÉS
En cada estación donde paraba el tren,
una banda de música mezclaba sus acordes al estrépito de las bombas, y un coro
de niños y niñas saludaba con cánticos a su ilustrísima señoría el obispo de
Córdoba, en gira episcopal.
Daba gusto ver el cariño verdaderamente
filial con que los moradores de cada pueblito o villa naciente venían,
unánimes, a recibir la bendición de su Pastor.
Él, de aspecto sencillo y bondadoso, con
una sonrisa de afectuosa y paternal satisfacción, distribuía su bendición a los
feligreses apiñados en rededor suyo, extendiendo la mano para que,
arrodillados, besaran el anillo los numerosos sacerdotes y seminaristas que lo
venían a saludar; y esta recepción tan despojada de solemnidad y de ceremonias
oficiales parecía todo un cuadro de la iglesia primitiva.
Estas manifestaciones, tan ingenuas y
expontáneas, ponen de relieve ciertas diferencias morales que, a pesar del
continuo roce favorecido por la multiplicación de los ferrocarriles, existen
todavía intactas entre las poblaciones de la provincia de Córdoba y las de las
provincias limítrofes.
Puede ser que el centro de la docta
ciudad se haya librado algo de estas costumbres añejas; pero no así los
suburbios, y menos los pueblos antiguos de la campaña.
En estos, las casas, de construcción
colonial y de paredes espesas, con sus seculares adornos sevillanos, discretas
y cerradas como conventos; las calles angostas, silenciosas, donde los escasos
transeúntes se sienten vigilados, espiados y sondeados por ojos escudriñadores
en acecho detrás de las celosías; las iglesias numerosas, cuya vitalidad
interior afirma a cada momento el bullicio de las campanas; la frecuente
aparición de algún monje o monja; la abundancia de clérigos, todo da la
impresión de que allí domina, impera, el espíritu sacerdotal.
A primera vista podría creer el forastero
que los habitantes observan una especie de vida monacal y tenerles lástima,
sino le fuera dado penetrar en algunas de estas casas, donde reina la calma
alegre de familias numerosas, en un cuadro de verduras y de flores encantador y
que desdice del todo la apariencia exterior, tan severa, de la morada.
En
realidad, si el espíritu sacerdotal ha impreso su sello peculiar a los seres y
a las cosas en toda la provincia de Córdoba, no es más que superficialmente.
El terreno era adecuado, la población
dispuesta a aceptar sin dificultad y a acatar dócilmente las órdenes de
cualquier poder y como no se necesitaba fuerza para imponerse, pues nadie se
resistía, ha habido atracción natural y consentimiento mutuo entre los afables
dominadores clericales y los mansos dominados voluntarios.
Pero sería de lamentar que cundiese en
toda la República el espíritu de esta población, por naturaleza humilde y
buena, que, gobernada por un poder de modales siempre suaves y de energía
puramente oculta, y dedicada solo a conservar y nunca a progresar, ha guardado
intactos sus inofensivos defectos nativos, adquiriendo pocas de las calidades
de viril arranque que necesita para adelantar, toda sociedad moderna.
Hasta en la buena clase media, el acento
característico, la pronunciación cantante y lenta, se va perdiendo muy
despacio, y queda como una queja lánguida contra los cansancios que trae
consigo la agitación inútil y fastidiosa de los tiempos actuales. El forastero
activo, emprendedor, que cae en una población cordobesa y se empieza a agitar
para hacer negocios, se expone a muchos comentarios más bien desfavorables, y
poco faltará para que lo consideren como plaga.
Aunque el cordobés, a primera vista
parezca practicar la economía, no le faltan ganas de tirar la plata, y será, en
caso oportuno, tan gastador como cualquier otro; lo que lo detiene es que
siempre se acuerda que para lograr dinero es preciso trábajar, y el trábajo no
le gusta mucho.
Piensa filosóficamente que es mejor
restringir sus necesidades, que darse el trabajo de conseguir también lo
superfluo.
Prefiere el esfuerzo pasivo de la
economía que asegura el pan, al esfuerzo del trabajo creador, que hasta el pan
arriesga, el sueño de todo cordobés de situación media, es el empleo, el empleo
que da poco trabajo y conserva la olla parada: conseguirlo y guardarlo, pues un
cordobés destituido es un hombre muerto.
La mansedumbre en los modales, la
indulgencia para las faltas sin escándalo, una oficiosidad discreta y bastante
efectiva, una paciencia de gente sin apuro, una bondad que parece burlarse algo
de sí misma, como si hubiera perdido sus ilusiones sobre la gratitud humana, y
una extremada cortesía son las calidades cordobesas dominantes, todas de
esencia eclesiástica, y que merecen, por cierto, ser apreciadas, -pues hacen la
vida muy llevadera.
Todos tienden con empeño en no vejar a
nadie, ni a sus mismos contrarios, y, -otro rasgo eclesiástico,- cuando se haga
necesaria la querella, se apelará, no a las armas vulgares, sino a las de la
justicia, bajo la forma inquisitorial de la denunciación, peleando a
carcelazos.
Pero son excepciones en esta sociedad
sumamente amable y culta; suave, pero de perfume algo apagado, como la flor de
ciertos rosales desprovistos de espinas.
- XVI -
RECUENTO
La majada está en el corral: el mayordomo
debe venir a contarla, como lo hace mensualmente, para ver si faltan animales,
y por esto es que, a pesar de la hora algo avanzada, la puerta queda cerrada.
Algunas ovejas, cansadas de dormir y de
rumiar, se levantan, se estiran, se sacuden, dan despacio algunos pasos, se
rascan contra los lienzos, topan suavemente una con otra, para desentumecerse y
quitarse el frío.
En un rincón, se levantó un carnero;
después de sacudir el rocío, se aproxima despacio a las ovejas echadas y juiciosas.
Las olfatea al pasar; se para, entreabre la boca, alza el labio superior,
mostrando la encía y los dientes, aspira con fuerza el aire, gruñe, agacha la
cabeza y con la mano y el aspa, obliga a levantarse una borrega que le gustó.
Esta huye, pudorosa, dando vueltas, y el carnero, al seguirla, se encuentra
frente a frente con un competidor.
¡Cancha! que van a pelear. Las ovejas se
paran; unas miran, al parecer indiferentes; otras se retiran, como desdeñosas
de esas brutalidades. Y empieza el combate. Reculan despacio los carneros:
vuelven corriendo, y, con un tope tremendo, chocan las cabezas, y otra vez,
topan: y otra vez: y siguen los topes, hasta que las frentes coloreen. Los
otros carneros vienen a juzgar los golpes, y empiezan todos a topar entre sí,
armando un bochinche que, en la vida social ovina, seguramente merecerá el
título de sensacional.
Llegó el mayordomo. El puestero y los
peones saltan en el corral, y, después de abrir entre dos lienzos una puertita
angosta, van aproximando despacio a ella las ovejas, para que salgan de a una.
-"¿No le faltarán animales, hoy, don
Pedro?
-No, patrón, no. Anoche, al encerrar, vi
que estaban todos los animales conocidos: dos ovejas negras y un capón, dos
capones overos, una oveja con dumba y un capón con cencerro.
-En el último recuento eran 1233.
-¡Cabal!"
Recelosas de lo que quieren de ellas, las
ovejas avanzan lentamente hacia la puerta, no atinando a ver la apertura
pequeña que les han preparado; hasta que una oveja vieja, para la cual la vida
ya no tiene secretos, se para, mira el campo por la rendija, se acerca, se
vuelve a parar, estira el pescuezo, pasa despacio, haciéndose chica,
mezquinando las costillas, y, viéndose libre, se va adelante: y sigue la chorrera,
entre el mayordomo y el puestero, que cuentan ambos, con atención, los animales
a medida que van saliendo.
No se necesita ser un gran matemático
para contar ovejas, pero dudo que un gran matemático alcance, si lo hace por la
primera vez, y también por la segunda, a contar cien sin equivocarse.
Pasan a la vez animales chicos y grandes;
pisan de a uno, de a dos, de a cuatro; pasan atropellando unos, y corriendo,
parándose otros o caminando majestuosamente; se corta el desfile, vuelve a
correr; con la tierra en los ojos y el sol, también, si se ha colocado mal, el
novicio seguramente llegará a ciento quince o se quedará en setenta y tres,
cuando cualquier paisano le cantará cien y que será cierto.
"¡Cien!" dijeron juntos
nuestros hombres, y cortando la corriente con el pie levantado delante la
puertita, el mayordomo hizo en la cartera una rayita con el lápiz y el puestero
una tarja en el lienzo con el cuchillo.
Se echaron atrás las ovejas; pero un
borrego que iba a salir con la madre cuando lo hicieron parar, volvió hacia la
puertita, ya que quedó libre, y pegando un brinco fenomenal y un balido agudo,
salió disparando, seguido por otros, que atropellaron todos juntos, se
apretaron en la puerta angosta, cayeron, se levantaron y volvieron a correr
para juntarse con la majada, que, ya sujetada por un muchacho a caballo,
empezaba a comer.
Un capón grande, el del cencerro, como
que era de campanilla, se quiso lucir; tomó cancha, reculando, y como para
enseñar a las ovejas de qué era capaz, saltó por la puertita, viniendo a pegar
con la frente y con toda su fuerza en un alambre estirado en la punta de los
postes; dio vuelta entera, cayó patas arriba, y se quedó de lomo, azonzado, un
buen rato.
Las ovejas no se rieron; por lo menos,
nadie las oyó.
Entre los últimos animales, llegó un
carnero viejo, de aspas abiertas y largas, que de frente no alcanzaba a pasar;
tuvo que retroceder; pero volvió otra vez, con la serenidad que da la
experiencia; se arrodilló, y con paciencia, poniendo la cabeza sesgada, acabó
por franquear el obstáculo.
Y cuando hubo salido toda la majada, no
quedó más que una pobre oveja vieja, flaca, manca, a la cual, asimismo,
tuvieron que perseguir por todo el corral; que, al querer saltar por encima de
los lienzos, quebró un listón, para probar lo cierto del refrán: "Que la
oveja más ruin rompe el corral", y que, al fin, salió, tirada de espaldas
por encima de los lienzos, por un peón encolerizado.
Se contaron las tarjas, y con el pico
resultaron mil doscientas veinte y dos ovejas, lo que después de descontar los
cueros, permitió al mayordomo cerciorarse, con la debida satisfacción, de que,
según la costumbre inmutable en este puesto, como en todos los puestos de la
estancia y los demás de la República, faltaban de la cuenta, desde el último
recuento, algunas ovejas.
- XVII -
CURANDEROS Y MÉDICAS
En la galera de Nueve de Julio a Bolívar,
subió la pareja, y saludando apenas, se acomodó lo mejor posible en medio de
sus canastas y atados, mezquinando las palabras y los gestos con la majestuosa
reserva de pontífices en oración.
Él, grave, se sentó, en actitud
hierática, tieso, la cabeza descubierta, las manos extendidas sobre el chiripá,
las rodillas bien juntas, conservando inmóvil y vaga la mirada, como si su
pensamiento estuviese arrebatado en insondable inmensidad; mientras ella, con
una modestia matizada de algún orgullo, sentada casi frente de él, dejaba
traslucir en sus modales sumisos y afectos, la devoción ciega que profesaba a éste
su amo y señor, el famoso médico del agua fría.
Gaucho vividor, el Antonio Somoza aquel,
venido no se sabe bien de dónde, pero seguramente de lejos, conocedor que debía
ser del refrán que: "ninguno es profeta en su tierra", había
conseguido crearse una envidiable situación... medical, en el Sudoeste de la
provincia de Buenos Aires.
Su aspecto físico, compuesto con el mayor
cuidado, y con una ciencia teatral innata, era su primer elemento de éxito. La
melena abundante y rizada, primorosamente repartida en el medio, y que lo menos
posible cubría con el sombrero, venía a confundir sus rulos con los de la
barba, larga y tallada en punta, como la de Jesús Nazareno, siendo a la vez tan
suave y tan severa la mirada de sus grandes ojos, que era fácilmente explicable
la impresión que hacía sobre los paisanos ignorantes.
Muy lindo tipo de gaucho era, en verdad,
elegante y gallardo, ese Cristo de poncho y de chiripá, de botas finas y de
pañuelo punzó; y quizá más temible, con su medicina, que cualquier vástago de
Juan Moreira, con su cuchillo.
Su terapéutica, inocente en sí, y hasta
bienhechora, hasta cierto punto, en el principio, cuando sólo usaba el agua
fría en cantidad medida y prohibía el uso del alcohol, se había vuelto dañina
con el éxito y con el entusiasmo que había cundido entre la gente, al ver que
no mataba a todos sus clientes. Los que salvaban, cantaban gloria; la protesta
de los muertos metía poca bulla; y la fe en el agua fría fue tal, que las
copitas de agua acompañadas de palabras sagradas, rumeadas por el médico, se
volvieron jarros, y las unciones inocuas se volvieron baños, y los muertos
entonces fueron tantos que su protesta empezó a dejarse oír.
El desvalido, en la soledad, alejado de
todo recurso el hombre imposibilitado por una herida, paralizado por la
enfermedad, acude, en su necesidad de ser auxiliado, a quien puede, y el
curandero, macho o hembra, que, sin dárselo de inspirado o de sabio, se
contenta con rodear al doliente de cuidados y de atenciones, le presta
verdaderos servicios. Le levanta la moral, le infunde esperanza; ayuda la
naturaleza con sólo dejarla hacer.
Desgraciadamente, muchas veces, se acaba
por convencer a sí mismo de la eficacia de sus remedios y de lo santo de su
misión; y cree que si con lavar una herida con agua fría, la mejoró, con mayor
razón salvará a un febriciente, envolviéndolo en sábanas mojadas, y que si una
copa de agua no le hizo mal a un herido, un buen jarro sanará a la fuerza a mi
varioloso. Y así empezó a hacer el amigo Somoza, matando a troche y moche,
ayudado en la tarea, por la compañera, cuya especialidad era de acabar de una
vez con las mujeres paridas. ¡Y sólo Dios sabe cuantos humildes hogares ha
sumido esta en la desolación!
Y como, en el desierto, se crían los
bichos dañinos y que la obscuridad favorece la multiplicación de los microbios,
en la Pampa despoblada y privada todavía de los faroles de la ciencia,
cundieron y se multiplicaron durante un tiempo, los médicos y las médicas del
agua fría, de un modo devastador.
Curanderas ha habido siempre en la
campaña, y nunca dejará de haber; pues, por prolíficas, que sean las Facultades
de medicina de la capital y de las provincias, y aunque críen cada año una
numerosa familia de doctorcitos, es difícil hacer comprender a estos que sería
más provechoso para ellos y para la humanidad doliente, que fueran a establecer
sus penates en los pueblos nacientes de la campaña, donde, -tuertos,- serían
reyes, en vez de vegetar ignotos y pobres, entre la multitud de médicos ya
establecidos y conocidos que, en las ciudades, les hacen forzosamente estrecho
el camino del éxito.
Mientras no lo entiendan así los
discípulos recién destetados de Esculapio, tendrán que reinar las curanderas y
los curanderos en los pueblitos y en el campo. Es cierto que hay hombres
incrédulos que dicen en son de burla que las curanderas dejan morir y que los
doctores matan; pero son exageraciones.
No hay duda que obrando de complicidad el
boticario con el médico, los remedios, a fuer de más caros, pueden ser más
peligrosos que las prácticas sin artificio de la curandera, pero con todo, ya
que brotan tantos doctores en los almácigos, ¿por qué no buscarles tierra
fértil para transplantarlos?
Lo que si, recomendándoles de tener más
moderación en sus exigencias que aquel que, llamado por una modesta familia de
hacendados, para cuidar al padre, y habiendo encontrado a este ya despachado
por la muerte, quería cobrar una fortunita por la visita, disgustado como si le
hubieran sonsacado al cliente.
-"Doña Cándida, me duele la
garganta.
-No es nada, hijo, no es nada, y ya que
estoy en ayunas, te voy a hacer un remedio infalible."
Y haciéndolo levantar la manga de la
camisa al muchacho, la vieja lo apretó con fuerza el antebrazo, hasta dar con
una glándula que aseguró se formaba ahí, al empezar el dolor de garganta, y con
su saliva de médica en ayunas, fregó y refregó, hasta que el paciente quedó
convencido de que estaba sano.
Con esto no se mata a nadie; ni con otros
mil remedios iguales que constituyen el formulario habitual de las médicas
campestres. Un collar de piola, medido sobre el pescuezo del perro de la casa y
puesto en el cuello del niño enfermo de tos convulsa, fácil es que no lo cure,
pero tampoco le puede hacer mucho mal.
Ceniza del pelo del mismo animal rabioso
que ha hecho el daño, puesta en la mordedura, es remedio casi tan seguro como
la vacuna de Pasteur, y contra el dolor de muelas, se recomienda el uso de
escarbadientes hechos con huesos de zapo.
-¡Vaya con los remedios! -No se rían,
que, hay muchos así, tan eficaces unos como otros, si los aplican con la fe.
Pero si sus remedios son muchos y muy
variados, la diagnóstica de las curanderas es sumamente reducida, y la
enfermedad casi única de que se muere la gente en el campo, es el pasmo.
En las heridas, en las llagas, entra el
pasmo, en el menor descuido; pasmo de frío, en invierno, pasmo de sol, en
verano.
Un atracón de fruta no le da a uno
indigestión, sino pasmo; pasmo da la insolación, pasmo da mucha agua fría
después de un trabajo fuerte, y esto de romperse una pierna casi no sería nada,
si no fuera la amenaza que le entre pasmo.
Los curanderos son más escasos que las
curanderas, pero mucho más temibles. No se arredran por el peligro de matar al
prójimo y le pegan, no más, sin recelo. En los pueblitos, abundan, ocupando
todavía el lugar de los facultativos que vacilan en tomar el puesto. Están con
licencia, generalmente, para ejercer; andan de levita, pontifican, dictan
recetas complicadas, hablan de ciencia, y extienden certificados de defunción,
asegurando a veces en ellos, para que todos entiendan bien, que el motivo de la
muerte ha sido una "afección cardiaca del corazón."
Cosa más atroz, se atreven, en virtud de
autorización oficial, a hacer autopsias, en casos previstos por la ley; y es
preciso verlos, entonces, aprovechando la ocasión para asombrar al público con
su destreza; despedazando, al rayo del sol, en medio de una nube de moscas, en
presencia de todo el que quiera mirar, el cadáver de algún pobre suicida,
destrozándole las entrañas, aprendices carniceros, para probar lo que ya se
sabía, que el hombre ha muerto de un tiro de revólver en la cabeza.
A los desgraciados clientes de estos, se
les puede aplicar el dicho del paisano que, contando que sus caballos iban
muriéndose todos, de un mal desconocido y fulminante, agregaba:
-"¡Qué! señor; si mueren
amontonados, ¡como si se hubieran prestado el médico!"
- XVIII -
EL CRÉDITO
Al oír sonar el maíz en el morral, el
zaino levantó la cabeza, y, sin dejar de mascar la gramilla verde que estaba
saboreando cerca de la tranquera, echó una miradita hacia el pesebre. Paso a
paso, mordiendo el pasto corto, se venía acercando, sabiendo de antemano que no
lo iban a olvidar y que se aproximaba la hora.
-"Zaino, vení", dijo el
capataz; y el animal regalón echó a trotar, entró al corral y extendiendo el
pescuezo, buscó con el hocico la abertura del morral.
Algo petizón, con la cabeza un poco
fuerte, la oreja pequeña y bien formada, el ojo negro y vivo, la crin y la cola
negras, abundantes y gallardamente atadas, de pecho ancho y hondo, zaino
colorado de pelo, con la punta de las patas negra, por cierto no era, con todo,
ningún animal de valor, y no hubieran dado por él muchas libras esterlinas en
Londres.
Pero era el crédito del patrón. ¡El
crédito! es decir, el compañero fiel de las grandes fatigas; el único con el
cual se puede contar, cuando se ofrece un galope largo, de quince, veinte
leguas y más.
Para las diez primeras, no necesitaba
rebenque.
Impaciente en el palenque, algo ligero al
montar, un poco loco al salir, arisco los días de mucho viento, pronto
comprendía por la dirección dada por el jinete, por el peso del recado, por el
modo de andar, con poco, mucho o ningún apuro, si se trataba de un viaje largo
o corto, o de un paseo por el campo.
Y una vez convencido de que era cosa
seria, ya dejaba de compadrear, sosteniendo con una constancia sin igual un
paso parejo, tendido, capaz de tragarse leguas y leguas sin sentir, y sin
hacerlas sentir mucho más al amo, de que si las hubiera galopado en un sillón.
Y esto último es ya de alguna
importancia: no es el zaino el primer crédito que el patrón haya tenido; pasan
los años y con ellos la robusta juventud, la flexibilidad del cuerpo. Han
muerto ya dos o tres, altos, briosos, espantadizos, ligeros, locos, que han
durado pocos años cada uno, pues a fuerza de galopar, de correr carreras, de
pegar pechadas, de lucirse, por fin, y de darse corte, se han mancado,
deshecho, inutilizado.
Por allí andan otros, príncipes
destronados, buscando con los demás caballos del establecimiento su vida por el
campo, ensillados una que otra vez por algún peón para el servicio.
Al zaino lo cuidan más y no le piden
mucha elegancia; es un poco bajo, más fácil para montar. Aunque guste todavía
su porte marcial, la calidad que más aprecia en él su amo es: la resistencia.
-"¡Sabe ser guapo!" dice con
orgullo.
Pasarán algunos años más; el zaino andará
tirando agua en el jahuel, bichoco, flaco, con la cola en porra, y con abrojos
en la crin; haciéndose el sordo cuando oiga sonar el maíz en el morral, y el
ciego al ver otro caballo en el pesebre, bien cepillado y rasqueteado, lustroso
y demasiado gordo para ser guapo como ha sido él.
-"¡Nunca tropieza!" dice el amo
al ponderar su nuevo crédito. No le pido ya veinte leguas al día, y con tal que
al recorrer el campo, no lo pegue alguna rodada inesperada, le encuentra mucho
mérito.
También pasará este, y pasarán otros, y
vendrá el tiempo, para el amo, de declarar con melancolía: que su crédito tiene
"un tranco como hamaca."
- XIX -
DICHA BREVE
Todo en él era largo: la nariz, el
pescuezo, la cabeza, el cuerpo, las piernas y los brazos; hasta el nombre y el
apellido también eran regulares, pues se llamaba Saturnino Llaureguiberry; pero
como pertenecía a la variedad de los vascos flacos, lo conocían exclusivamente
por el nombre de Bacalao, y esto a tal punto que si a alguno se le hubiera
ocurrido llamarlo Llaureguiberry, es muy probable que no se hubiera acordado de
contestar.
En todo, era anguloso y huesoso, menos en
el genio; muy bonachón, capaz de soportar con alegre resignación los titeos más
porfiados y las bromas menos delicadas, y de reírse el primero de ellas, con
tantas más ganas cuanto menos las había entendido.
Ocupaba un puestito, donde cuidaba una
majada que le había dado a interés un compatriota suyo, y ahí, solo en su
rancho, sin más compañeros que sus perros y su inseparable pito de barro, de
caño largo y de hornillo chico, pasaba la vida sin sobresaltos, cocinando él
mismo su pucherito, cebando su mate, cuidando su ropa, no sintiendo,
probablemente, la necesidad, a los 45 años que por lo menos tenía, de formar
familia, ni de complicar su vida tranquila con elementos de afuera.
Los domingos, se empaquetaba; se ponía
boina nueva, bombachas y camisa limpias, reemplazaba las alpargatas habituales
por botas engrasadas, y completamente afeitado, como lo acostumbran los vascos,
iba a dar una vueltita a la pulpería, a charlar con los amigos, tomar unas
copas, y hacer ese intercambio de pensamientos elevados que distingue las
reuniones de campesinos. Por lo demás, hablaba el español como un vasco francés
que, probablemente, era, pues interrogado al respecto, había contestado:
"Uí musiú", todo lo que sabía del idioma de su patria legal.
Y después de este rato de inocente solaz,
transformación inconsciente de la misa dominical del villorrio nativo, se
volvía a sus ovejas, pastor fiel, asiduo, diligente, celoso; y si las dejaba a
veces, al cuidado de algún vecino, era para ir a ganar algunos pesos cavando un
jahuel o erigiendo artísticamente una parva de pasto.
Una tarde, al volver del campo y después
de haber encerrado la majada en el corral, encontró, sentada en una de las dos
cabezas de buey que formaban el juego de asientos del único cuarto del rancho,
cerca del fogón en el cual había dejado cantando sobre las brasas la paba para
el mate, una mujer joven, no mal parecida, vestida pobremente, pero ni más ni
menos que la generalidad de los habitantes del campo.
Bacalao no le preguntó de donde venía, ni
a donde iba, ni ella se lo dijo tampoco. El le dio las buenas noches, como si
todas las tardes, a la misma hora, después de haber desensillado, la hubiera
encontrado sentada en su cuarto; ella le pidió permiso para pasar la noche en
el rancho, a que accedió buenamente, como que, entre pobres, no hay mucho
cumplimiento.
No se excusó mayormente por la falta de
comodidades, pensando probablemente, -con razón,- que no había de haber dejado
ningún palacio para venirle de modo tan singular, a pedirle hospitalidad.
Y la mujer cebó mate, aprontó en la olla
la carne, el arroz, una tajada de zapallo y la sal, y echó leña al fogón.
Bien pensaba Bacalao, el día siguiente,
que al volver de repuntar la majada, no la encontraría más en la casa, y no
dejó de quedar algo sorprendido, pero de ningún modo disgustado, al verla parada
debajo de un sauce, delante de una batea y lavándole los trapos, lo mismo que
si hubiera sido la dueña de casa.
Pasaron así los meses; el rancho parecía
más alegre; algunas aves vagaban por el patio, la ropa lavada lo embanderaba,
los perros se habían hecho más sociables, y, al ver que en el rancho había
quién los atendiera, algunos transeúntes solían pararse en el palenque a pedir
un vaso de agua o alguna indicación.
Mejor que nunca, el vasco cuidaba sus
ovejas; tenía que suplir el gasto ahora mayor de la casa, y no perdía ocasión
de hacer algún trabajo suplementario para aliviar la situación.
Una noche, desató de prisa el mancarrón
atado a soga detrás del rancho, saltó en pelo y agarró a todo correr para la
casa de doña Simona. Una hora después, volvía con ella; en el cuarto se oían
lamentos: la matrona se apeó y entró en él majestuosamente, cerrando sobre sí
la puerta, y dejando a Bacalao soñar en el patio con los nuevos deberes que le
iban a corresponder. Medio azorado el pobre por tanta felicidad, no sabía muy
bien si debía renegar de su suerte o bendecir al cielo. De rato en rato, un
grito de dolor llegaba a su oído, y entonces dejaba de mandar al demonio a la
mujer esa, que se había metido en su vida sin ser llamada, y al hijo que
también iba a venir a duplicar el trastorno, para tenerle compasión a la pobre,
y enternecerse a la vez con la idea de su tardía e inesperada paternidad.
Doña Simona abrió por fin la puerta y le
anunció que era padre de un varón, agregando:
-"Es una monada, y se parece mucho a
usted", lo que, a pesar de su modestia nativa, no dejó de gustarle algo al
vasco; y orgulloso, ensilló para ir a visitar a su vecino y amigo don Pedro
Belloquy, ofrecerle ese nuevo servidor y pedirle de ser su compadre.
Cerca de tres años, vivieron así; él,
cuidando sus ovejas, con el chico, muchas veces, sentado por delante; ella,
cuidando la casa, cocinando, lavando, sin salir más que para visitar de cuando
en cuando a una vecina, cuyo rancho quedaba bastante cerca para ir de a pie.
Una tarde, salió Bacalao a repuntar la
majada. Cuando volvió, a las dos, no estaba la mujer; el chiquilín dormía.
Pensó que estaba en casa de la vecina y no hizo caso. Volvió al campo,
quedándose con la majada hasta encerrarla, y, al desensillar, encontró al
muchacho dormido en el suelo, con lágrimas a medio secar en las mejillas; lo
puso en la cuna que colgaba del techo; buscó, en el rancho y afuera, las
huellas de la desaparecida, y por ciertos indicios inequívocos, empezó a sospechar
que lo mismo que había venido, lo mismo se había ido.
Pasó la noche, pasaron los días, las
semanas y los meses; no supo, ni quiso saber nada de la desconocida que así
había cruzado su vida, más bien que brillante meteoro, caprichoso candil de luz
empañada; ni se informó siquiera de lo que hubiera sido fácil indagar,
conformándose con vivir como lo había hecho antes, pero no tan solo, ya que
tenía un compañerito; aceptando con su jovial indiferencia de siempre las
bromas sobre sus pasajeros amores, su paternidad y su viudez, cuidando como
madre cariñosa a la pobre criatura que la suerte burlona le había regalado.
Y no era risible, sino conmovedor, el
verá este hombre tan alto, doblado en forma de Z mayúscula hasta la altura del
chiquilín, para sonarle las narices.
- XX -
EL MÉDANO
Una línea suavemente quebrada azulea en
el horizonte, rompiendo la monotonía de la llanura sin fin, de la inmensa
pradera argentina.
¿Que serán? ¿montañas? -Montañas no son.
¿Colinas? -Tampoco; apenas pequeñas
ondulaciones como las que puede producir la respiración de un mar tranquilo.
No son más que montones de arena; olas
inmóviles y silenciosas que miran pasar con indiferencia al viajero, tendidas
en perezosa quietud. Son médanos, con sus laderas apenas cubiertas por algunas
matas ralas de un pasto duro, gris y seco; formados de arena sutil, estriada
por el viento en la superficie, de color amarillento y triste.
Unos, solitarios; otros, encadenados, de
cima redonda o puntiaguda; algunos, -como si quisieran dominar a los compañeros
echados en la planicie,- erguidos como centinelas, dragones o mudas esfinges
encargadas de cuidar tesoros imaginarios: todos de aspecto tan árido que
parecen la imagen de la Sed implacable y del Hambre sin recurso, estos dos
hijos del desierto.
Y sin embargo, envuelto en la densa nube
de tierra que levanta el incansable troteo de la tropilla, sediento, quemado
por los rayos oblicuos de un sol ardiente; fastidiado y dolorido por el largo
galope; sostenido en la cruzada, más que por la fuerza de su voluntad
adormecida, por la idea que, una vez en el camino, hay que llegar, el viajero,
de repente silba la madrina, arrolla los fletes, y los hace trepar al galope,
jadeantes, enterrados en la arena hasta la rodilla, resbalando y haciendo
fuerza, hasta la cumbre del médano, donde se paran, con relinches de alegría.
¿Quién hubiera creído?
-En el medio del médano, desolado,
estéril, árido, caliente como un horno, hay un hueco; y en el hueco, alfombrado
de un hermoso pasto fresco y tupido, verde como una esmeralda, brilla un
manantial de agua cristalina que refleja el azul del cielo.
Tal un alma generosa escondida, por tosco
semblante.