GODOFREDO DAIREAUX
(SERIE I)
Al lector
I - Viento
norte
II - La
surestada
III - El
pampero
IV - El
fortín
V - Cercos
y caminos
VI - La
galera
VII -
Pesquisa
VII -
Campos anegadizos
IX -
Contrahierra
X - A pie
XI -
Marcas de fuego
XII - El
chiripá
XIII -
Eskualduna
XIV - El
recado
XV - Ha
sido indio...
XVI - Aves
negras
XVII -
Galope nocturno
XVIII -
Compadres
XIX -
Pampa virgen
XX - La
tapera
" ¿Porqué no es V. fotógrafo? "
preguntaban, en cada esquina, a los transeúntes, centenares de carteles.
"¿Porqué no es V. fotógrafo?" Y tanto me porfiaron que acabé por
preguntarme a mi mismo: "Es cierto, ¿Porqué no soy fotógrafo?" y,
apuntando con el aparato de mi memoria algunos de los tipos que había
encontrado en los paisajes pampeanos que habité o recorrí, empecé a sacar
vistas. Poco a poco, las placas que estaban en esa cámara obscura empezaron a
revelarse, con la acción de todo un baño de recuerdos en el cual las hice
pasar; las líneas principales no tardaron en aparecer, y, -con reforzar un
poco,- hasta los menores detalles pronto salieron en el negativo. Fijé las
imágenes con el mayor cuidado posible, para que su semejanza saltase a la
vista, y si el colorido que traté de darlas es deficiente, la culpa es de los
inventores que no han dado todavía con esa tecla.
En cambio, ha sucedido que, de vez en
cuando, contra mi voluntad algún rayo X indiscreto ha querido penetrar los
secretos íntimos de los personajes: ¿quién sabe, si con acierto?
No les he mezquinado a mis figuritas,
para darlas vida, las adiciones recomendadas de metales preciosos, los que pude
encontrar, un poco en la imaginación y mucho en el corazón; y si he fallado en
la empresa, es que mis útiles eran algo rudimentarios, lo que no tenía
compostura.
Para suplir sus deficiencias, es que
acudí al hábil lápiz de Fortuny, a pesar del peligro de que resulte su
colaboración, para mi inexperta pluma, más que ayuda, invencible competencia.
Lo que pinté, lector, pertenecerá pronto
al pasado, este pasado que tan ligero se nos va y desaparece de nuestra vista,
borrándose como en una neblina.
La mayor parte de mis recuerdos tienen ya
veinte años, y más. ¡Cuántos cambios desde entonces! Por esto mismo, me apuré
en juntarlos para poderlos comparar con el presente.
Si solo ha tomado este librito, seducido
por lo que le pareció contener de ameno, para pasar, entretenido, las largas
horas de un viaje, mire, leyéndolo, de cuando en cuando, por la ventanilla del
vagón, y verá que la Pampa, por monótona que parezca, no carece de atractivo.
Es como esas mujeres sin belleza, cuyo primer aspecto no parece poder inspirar
el amor, y que, suavemente, esclavizan hasta la muerte el corazón del cual han
logrado apoderarse.
Tiene ya en su pasado muchas cosas dignas
de ser recordadas, muy diferentes de las de su presente, y el telón
entreabierto de su porvenir, deja entrever horizontes tan extraordinarios que
se queda cualquiera, pensativo, sin quererlo.
Dicen muchos que la Pampa no es
pintoresca, y que por esto es que inspiró a tan pocos artistas.
No lo será seguramente, para el gaucho,
por la misma razón que los Alpes no lo son para el montañés suizo, ni los
Pirineos para el campesino que en ellos vive; el paisano es parte del paisaje,
y no lo ve, ni lo puede admirar. Hasta quizás sea, por un fenómeno singular de
refracción, más fácil penetrarse de la poesía de las comarcas extrañas que de
la del propio país natal.
Es que lo pintoresco reside más en los
ojos y en el alma del que mira que en los mismos espectáculos de la naturaleza,
y la majestuosa soledad de la Pampa es pintoresca, por más que digan, para el
que la quiere con ese fervor ciego, inquebrantable, que requiere la fealdad
para ser querida.
Hojee, lector, con indulgencia, estas
pocas páginas, que no son más, al fin, que un albumcito de vistas pampeanas,
cuyo mayor interés consiste en que representan tipos que se han modificado ya
mucho y sitios que se van, cada día, desfigurando más. Sin estar borrados o
cambiados, al punto de haber entrado ya en el crepúsculo del olvido, lo son,
así mismo, bastante para despertar esa curiosidad que uno siente para las cosas
entre las cuales le hubiera tocado vivir, con solo nacer algunos años antes.
No
critique el idioma en el cual están escritas no se olvide que el que las
escribió no tiene, ni puede, de ningún modo, tener pretensiones a hablar la
lengua castiza de la Academia Española. Se contenta con usar, como puede, el
idioma que ha aprendido por pura práctica, en el hospitalario suelo argentino,
y no sabe, ni quiere saber si ese hablar criollo merece o no el apego, tan
explicable, que unos le tienen, hasta llamarlo nacional, o los anatemas
exagerados con que lo rechazan algunos puristas que pontifican de académicos, y
parecen creer que sería deshonra para los argentinos el enriquecer al idioma
materno con algunos vocablos o modismos, tan graciosos y tan enérgicamente
expresivos que si volviese Cervantes, ligerito los cazaría de las alas, en beneficio
de sus personajes: pues él, como ninguno, ha sabido hacer cuajar cantidad de
palabras, que andaban flotando por allí, en el hablar corriente, preciosas
mariposas piadosamente conservadas, desde entonces, entre las hojas del
diccionario español.
Pero me callo, al acordarme del cuento del catalán que extrañaba
sobremanera que los franceses pudieran llamar a un sombrero: chapeau; pues,
seguramente, se hubiera indignado al ver que, atreviéndome a querer escribir en
su idioma, porfiase en deletrear mi apellido, Dai-re-a-ux, y en pronunciarlo
Deró.
Godofredo Daireaux.
- I -
El campo está seco: hace tiempo que no
llueve; los pastos se ponen tristes, y nada todavía anuncia la venida del
aguacero bienhechor. Días con viento liviano del Oeste, o completamente
serenos, van siguiéndose sin cesar. El estanciero se desespera.
Un día, por la mañana, al abrir la puerta
de su vivienda, oye rezongar al capataz; éste está retando a un peón y el peón
se va, contestando algo fuerte, hasta el palenque. Allí, saca a rebencazos un
caballo que se encabrita, corcovea, y se oye toda una explosión de golpes secos
en la grupa del animal y de pisotones y de patadas, hasta que el caballo,
cortando bozal y cabestro, dispara, ensillado.
Al ruido, asoma la cabeza a la ventana,
la señora del mayordomo. Fruncida la cara, tiene pegado en cada sien un
redondel de papa fresca, y un aire de terrible mal humor, lleva pintado en la
frente.
¡Viento Norte! ¡Amigo, con él, no hay
hombre bueno, ni mujer amable, ni caballo manso!
Con él, reina insufrible malestar,
indefinido, desconsolador, tanto para la gente como para los animales. El aire
es pesado, caluroso, seco; si sopla fuerte el viento, lo que muy a menudo le
sabe suceder, parece que le quema a uno el cutis y le va a prender fuego a la
barba.
La tierra, en torbellinos, le azota la
cara, y parece que todo se junta para hacer imposible la vida.
Y dura ese maldito viento Norte; dura
días y días. Las papitas en la sien han alternado con porotos alrededor de los
ojos; ha habido despedida de peones, poleas en la pulpería, nerviosidades de
todo género, y sopla siempre.
El único consuelo es que ha de sacar
agua. Pero ¿cuándo?
Después de muchos días, se forma, en fin,
tormenta al Sur. Se eleva despacio, majestuosa, obscura en el horizonte. Sigue
soplando el viento Norte, pero más suave, como si, poco a poco, se fuera
retirando, cansado o receloso.
Norte claro, Sur obscuro, aguacero
seguro. Ha dejado de soplar el viento; la Naturaleza parece presa de un solemne
estupor; los perros viejos, a ratos, se tiran al suelo y se revuelcan, patas
arriba: nubes de alguaciles dorados se asientan en todas partes...
Un trueno se ha dejado oír; y pronto caen
por fin las primeras gotas, anchas como patacones... que son.
¡Con qué gusto se respira el perfume de
la tierra mojada!
Es que con el aguacero vuelve la vida a
las plantas, la fuerza a los animales, la calma a los nervios, la salud a todos
los seres, la alegría a la campaña toda.
¡Caiga no más, agua! ¡Qué se desplomen
las nubes, y se llenen las lagunas!...
Pasó la tormenta, refrescó la atmósfera.
El cielo resplandece, las hojas de los álamos están como recién barnizadas; los
peones vuelven del trabajo, mojados y cantando; el capataz chancea con ellos,
los caballos relinchan alegres y, a la ventana, asoma la cabeza la señora del
mayordomo.
Risueña ella también, ahora, y de buen
humor, fresca, rosada, buena moza.
- II -
LA SURESTADA
Despacio pasan unas nubecitas blancas
hacia la Pampa. Vienen del mar y se van, se van tierra adentro. Poco a poco,
corren más ligeras, más grandes, más tupidas, más numerosas, innumerables
luego, y se juntan, tornándose de blancas, grises, amarillentas.
Primero, parecían volar alegres en el
cielo, como livianas palomas; ahora corren, ruedan muy cerca del suelo, negras,
profundas, amenazadoras, como si quisieran sumir la tierra en una obscuridad
color plomo.
No truena; un trueno haría menos triste
la tristeza ambiente.
El viento, -del río- débil, primero, poco
a poco se hace más fuerte. Arrea las nubes en inmensos rebaños, las acumula,
hace provisión de ellas; las amontona en masas profundas, desde el suelo casi,
hasta las alturas insondables. Durante dos, tres, cuatro días, no descansa en
ese trabajo.
Una humedad intensa lo penetra todo,
cosas y seres.
Bandadas de pájaros acuáticos, patos,
cuervos, gansos y cisnes, cruzan a cada rato con sus largos triángulos el
horizonte, todos en la misma dirección que el viento y las nubes, como si las
estuvieran contando, para calcular qué enorme cantidad de agua les va a
suministrar el cielo.
Empieza a llover. Llueve: llueve. Todo se
vuelve agua; no se ve más que agua, no se siente más que humedad. El viento
sigue trayendo nubes, para reemplazar a las que, sin interrupción, se van
vaciando, y llueve, llueve sin cesar.
Las lagunas se llenan, los arroyos salen
de sus cauces, desbordan en los cañadones; éstos se juntan uno con otro, se
extienden hasta el pie de las lomas.
A la oración, parece que el agua va a
cesar. Se siente como un descanso, como una vacilación. ¡Esperanza vana! El
mismo Sur-Este sopla, trae nubes nuevas y las empieza a volcar sobre la tierra
empapada.
Llueve sobre mojado. Sin cesar, más bien
despacio que fuerte, pero tupida, cae, cae la lluvia. Las horas pasan; llueve.
Amanece lloviendo; lloverá todo el día.
"Va pasando, parece, dice uno. -Los
ponchos," le contesta un paisano.
Las majadas, rodeadas, no comen;
chapalean en el barro, lamentables; remolinean balando tristemente, y así, días
y noches, hasta que el temporal se canse de soplar y el viento de traer nubes.
Los campos quedan inundados, los corrales
fangosos, los caminos deshechos, pantanosos, intransitables. Una melancolía
infinita domina la campaña, y cuando se pone el sol, gris y llorón todavía, el
triste concierto de las ranas, con sus dos únicas notas alternadas y cortadas,
a intervalos iguales, por el grito estridente del escuerzo, proporcionan una
música muy apropiada a las decoraciones.
- III -
Ha dejado de llover; pero todavía vuelan
hacia la Pampa nubes apuradas: creen sin duda que, sin su concurso, no podrán
acabar de desbordarse los arroyos, ni de llenarse los cañadones. Pena inútil;
está todo tan saturado de agua, que ya no quieren más, ni el aire, ni la
tierra.
Allá, en el más lejano horizonte, entre
el gris profundo del cielo cargado de nubarrones, se divisa como una pequeña
claridad. El aire refresca algo. Muy arriba de las nubes, cada vez menos
numerosas, que marchan al Oeste, vuelven a correr otras, hacia la inmensidad
del mar.
La claridad se agranda; de blanca que
era, se vuelve celeste, y se abre en el cielo como una puerta azulada. ¡Es la
puerta del pampero!...
Derrotado por su soplo victorioso, recula
en el espacio el ejército de las nubes. Despertó el rey de la llanuras, y lleno
de ira, barre como plumas, esas invasoras que han venido a llenar de agua su
imperio.
Más corre, más aumentan sus fuerzas.
Sopla con furor, deshace las nubes, las empuja, las destroza, las hace rodar
una encima de otra, mezclándolas todas y devolviéndolas en jirones al viejo
contrario de su madre la Pampa, el Atlántico.
"Toma, viejo, tus majadas; llevátelas,
mal vecino; cuéntalas y aparta, si puedes. Rabia, no más; hínchate."
En la pelea, zozobran algunos buques
incautos; ¡mejor! ¿A qué vienen estos a meterse?
Pero también, sin querer, el Pampero
voltea ranchos humildes a quienes hubiera debido tener lástima.
Ahora limpió el cielo; el Sol, su amigo,
le agradece el trabajo y resplandece en toda su gloria áurea.
¿Qué más? ¡A secar la tierra! ¡Y sopla,
sopla, arrolla las aguas de los cañadones y las hace correr más ligero, entre
las barrancas de los arroyos; y los sauces lo saludan al pasar, hasta besar la
corriente que huye; y gimen los álamos, cerrando sus filas para atajarle el
paso, murmurando contra las violencias de ese mal criado, que hace tiritar de
frío hasta las ovejas.
¡Ah! Pampero juguetón, ¿qué estás haciendo?
Tratando de quitarle el poncho al gaucho
que pasa. Se lo hincha de un soplo, asusta al mancarrón, y al fin, se lleva el
sombrero. Y el gaucho bonachón, como conocido viejo, murmura con enojo
sonriente: "¡Dejáte de... embromar, loco!"
- IV -
EL FORTÍN
1877. En la cima del médano, dominando la
laguna de agua dulce, donde, durante siglos y hasta ayer todavía, se daban cita
los indios, para repartir el botín de sus malones, un destacamento de soldados
de línea, armados de palas y picos, se apuran en cavar zanjas y en elevar una
fortificación de aspecto primitivo.
Es una especie de gran plataforma
cuadrada, rodeada de paredes de adobe y de zanjas anchas y hondas, atravesadas
por un puentecito de tablas que comunica con el interior por una sola puertita
angosta; en una de las esquinas, se eleva una torrecilla de tierra, de donde el
centinela inmóvil recorre sin cesar el horizonte, con la mirada penetrante del
gaucho, capaz de distinguir el color de un caballo, a una distancia en que el
recién venido no alcanza a conocer un caballo de una vaca.
En uno de los costados del fortín, estira
el pescuezo un cañón de bronce, con las armas británicas grabadas, la divisa:
"Ultima ratio regum", y la fecha: 1805, glorioso trofeo de la
Reconquista, hoy terror de los indios.
Cerca de las zanjas, bajo la protección
de las troneras de adobe, a un paso del puentecito, una docena de tolditos de
junco y cuatro carretas de bueyes, todo ocupado por mujeres y niños, familias
de los milicos, atareadas en cebar mate y en preparar la cena, listas para
correr, al primer grito del centinela, a encerrarse en el fortín. Más allá, el
corral de la caballada y todo alrededor, la Pampa inmensa, silenciosa, cubierta
de los penachos plateados de la cortadera, de entre los cuales, a cada rato,
puede asomar el salvaje, lanza en ristre, echando sus alaridos.
***
1882. Un gran montón de arena, unas
zanjas medio borradas, pero que todavía se conoce que han sido anchas y hondas;
los restos de lo que fue la torrecita de césped, de donde se divisaba a lo
lejos en la planicie, y al pie de ella, sin cureña, medio enterrado, el cañón
viejo de bronce.
En todas partes, el silencio, la soledad,
el desierto. Por el camino chileno que allí desenvuelve uno de sus mil rodeos,
nadie pasa. La barbarie vencida lanzó el último grito y desapareció; la
civilización triunfante retiró sus armas inútiles, pero no ha venido todavía a
ocupar con sus rebaños el territorio conquistado...
***
1897. Quince años han pasado.
El cañón ha sido llevado a una estancia
vecina, para servir de palenque.
El camino chileno, con sus numerosas
sendas paralelas, se ha vuelto camino real, ancho y derecho, encerrado entre
dos alambrados interminables.
Grandes rebaños de ovejas, millares de
vacas pastan, en la mayor seguridad, entre los grandes penachos de la
cortadera, cada año más rala; desparraman cada día un puñado más del montón de
arena que fue el fortín, tapando con ella, cada vez más, las zanjas que lo
protegieron.
Y van desapareciendo los últimos rastros
de este efímero abrigo de la bandera argentina, y con ellos hasta el recuerdo
de los obscuros y pobres milicos que han pasado allí tantos días de penuria,
tantas noches de sobresaltos, que han rechazado tantos ataques y librado tantos
combates.
Bajo el montón de arena, en las zanjas
borradas, también algunos de ellos quedan, durmiendo el eterno sueño.
- V -
El sol había desaparecido desde media
hora, y el balido de las ovejas, que regresaban al corral, repiqueteaba,
melancólico, la campestre oración. La noche se acercaba.
Dos carros pesadamente cargados, atados
con diez caballos cada uno, seguían despacio su camino, a lo largo de un alambrado
recién concluido. Las tranqueras obligatorias estaban todas cerradas con llave,
y los carreros, colocados en la cima de su carga, iban renegando contra el
dueño de ese campo, que encerraba una estación sin dejar paso.
Entre dos latigazos a los mancarrones,
cansados de tanto andar en camino nuevo, sin huellas, se oían caer, como las
perlas deshiladas de un collar roto, imprecaciones dirigidas al estanciero, al
gobierno, a la misma madre del gobierno, y a Dios, y al diablo, que bien se los
podía llevar a todos, hasta que se detuvo el carro que iba primero, y,
bajándose, dijo el carrero a su acompañante: -"¡A qué lo corto!
¡-No seas bárbaro! dijo el otro: mira que
son delicados.
-¿Qué importa? ¿Por qué no dejan
tranqueras abiertas? Bájate y ayuda."
El otro se bajó: al fin era peón, y debía
obedecer. La noche, casi cerrada, favorecía el trabajo; sacando la filosa y
ancha cuchilla, pegó con el gavilán de ella unos golpes fuertes y secos en los
alambres bien tirantes, contrita un palo, y los dejó cortados en un momento.
-"¿Y si vienen? dijo el peón.
-Será según y conforme, contestó el
tropero. Si vienen a las buenas, conversaremos; y si a las malas, no soy
manco."
Y arreglando a un lado todo el tiro de
alambrado que yacía en el suelo, hicieron entrar despacio los dos carros en el
campo, enderezando luego a la estación.
En el silencio ya completo de la noche
serena, sonaban los ejes de los carros, haciendo ladrar, a lo lejos la perrada
de los puestos. Habían hecho cerca de una legua, cuando sintieron en la
obscuridad, el tropel de un galope que les venía por detrás, y el grito:
"¡Párense!" pronunciado con fuerte acento extranjero.
Siguieron un rato caminando sin
contestar, hasta que alcanzándolos, el jinete cruzó por delante de los
caballos, que dieron, asustados, media vuelta, y les volvió a intimar la orden
de pararse, sacando de la cintura un revólver, que relució.
Pocas palabras se cambiaron,
amenazadoras, insultantes; se deslizó del carro el tropero, echando
sigilosamente la mano a la cintura, y antes que el jinete hubiera podido ni
sospechar su intención, le hundió en el vientre la cuchilla.
El mayordomo, que él era, sobresaltado
por la terrible conmoción del golpe feroz que le quitaba la vida, dejó escapar
un tiro de revólver, y, llevado algún trecho por el caballo espantado, cayó
exánime, al poco rato, entre las pajas.
El matador, sin perder un minuto, desató
un ladero, le acomodó el recado y saltó encima: "¡A volar que hay
chinches! Anda, vos, le dijo al peón, a la estancia y explica la cosa, que el
gringo me ha buscado y que lo maté."
Drama repentino, como tantos hay en la
Pampa, porque es difícil llevar armas siempre, sin tener, de vez en cuando,
ganas de usarlas, bastando cualquier pretexto para enlutar una familia y hacer
de un trabajador honrado, un criminal vagabundo.
¡Cuántas desgracias iguales ha causado el
abuso de los cercos y la escasez de los caminos!
El transeúnte, cerca ya del objeto de su
larga iornada, se pone nervioso, entra en ira, al ver que, por conveniencia
propia, el dueño o el administrador de un campo grande cierra el paso, y le
prohíbe sin razón, esa cosa tan sencilla de poder pasar por el camino,
desobedeciendo a la ley y obligando al viajero a vueltas enormes, a cruzadas de
campo matadoras, con vehículos.
Por otra parte, es el sentido de la
propiedad exagerado por el celo del guardián fiel, pero vulgar y engreído, para
quien esa violación de la propiedad de su patrón es como un atentado a su
propia dignidad, y llegan las cosas impensadamente a los extremos más
lamentables.
¡Cuántas leyes se han hecho sobre la
materia, la última mejorando siempre la anterior, entrando en más detalles y
acercándose a la perfección! Pero la aplicación es lo que falla. Amistades o
relaciones de familia, influencias políticas, el respeto instintivo de las
autoridades para la fortuna, el orgullo del potentado territorial, cierran las
tranqueras, cortan los caminos, entorpecen la circulación en las arterias del
país, creando conflictos.
Los estancieros abren tranqueras, como lo
exigen la ley, pero cierran las puertas con candado. Dejan, como está mandado,
si esto les conviene más, un camino abierto en toda la línea de su campo, entre
dos alambrados. ¿Quién, entonces, se podría quejar, después de tan gran
sacrificio? Pero el camino es intransitable.
¡Pobres viajeros, desgraciados carreros,
infortunados troperos! Sí: hay camino, camino recto y sin vueltas. Aquí,
atraviesa una laguna; el piso es bueno, ¡paciencia! Allá, es un pantano, de
barro blanco, pegajoso, donde quedan encajados los carros, teniendo, para
salir, que ser descargados. ¡Trabajo enorme! Y el camino queda deshecho por los
pozos que se han tenido que cavar para despejar las ruedas.
Salidos de la laguna, salvado el pantano,
se da con un gran médano de arena, imposible de franquear con rodados, que
corta todo el camino con sus murallas casi a pique. Mejor sería que no hubiese
camino y pudiera el viajero desviarse a un lado, trazando, como se hacia antes,
huellas tortuosas que, sin ser caminos, facilitaban, por lo menos, el tránsito;
mejor aún, que las municipalidades, cumpliendo y haciendo cumplir la ley,
cuidasen que estos caminos alambrados fueran mantenidos en buen estado, a mitad
de gastos, por ellas y los vecinos.
Prefieren todos dejar que hagan el
trabajo los camineros habituales de la Pampa.
¿No ven, acercándose despacio, esas seis,
ocho, diez moles inmensas, en larga fila de dos kilómetros? Cada una es un
carro, de estilo moderno, largo de diez metros, colocado en dos ruedas de dos
metros y medio de diámetro, con llanta de veinte centímetros de ancho. Encima,
cincuenta lienzos de lana, bien atados, bien estivados con un total de tres a
cuatro mil kilos, forman una montaña movediza, sobre la cual se sienta el
carrero, con el látigo en mano.
Por delante y a los lados caminan, a
veces al tranco, a veces al trotecito, según la firmeza del piso, diez o doce
caballos de baja estatura, al parecer de poca fuerza; uno en las varas,
conservará el equilibrio del monumento; otro, en las cadenas, de guía, de
baqueano, de piloto, inteligente, vivo, fuerte, evitará los pozos y las
vizcacheras; enderezará, viboreando, en los pasos difíciles, por el lugar
angosto donde no hay encajadura; es el alma del atalaje. Los otros, atados en
balancines o con recados de cincha, tiran como pueden y cuando pueden, sin
apuro, sin mayor esfuerzo, sólo cuando hay que arrancar y poner en movimiento
la mole.
Cañadones interminables, arroyos barrancosos,
pantanos y pajonales, todo, poco a poco, va quedando atrás, vencido por la
paciencia, el coraje, la resistencia casi increíble del mancarrón argentino.
Y los caminos se van abriendo, formando,
componiendo solos, pero de singular modo. La tierra que cada tropa de carros,
al pasar, levanta, se la lleva el viento a las orillas del camino. Éste no se
aboveda; se cava.
A cada aguacero, corre el agua por el
camino como por un río, llevándose la tierra para los bajos, de modo que al
cabo de algunos años se tiene, más bien que un camino, una especie de canal
terrestre, que no ha costado nada y que, mal que mal, siempre vale algo para el
tránsito, hasta que vengan los rieles a cortarlo en trozos inútiles,
devolviéndolo al pastoreo o al arado.
- VI -
"¡Ya viene, ya viene!" y la
bandada de chicuelos haraposos, descalzos, sucios y mal peinados, se vuelve
gritando y corriendo de la orilla del camino hasta el rancho. Sale una mujer
gorda, vestida de percal nuevo que huele a cola y suena como pergamino, a cada
paso que da. Las manos llenas de bultitos envueltos en pañuelos de algodón azul
a cuadros, se aproxima al camino real y con un gesto entre majestuoso y
enojado, les dice a los niños que siguen gritando como teros: ¡"Pero,
callensen, muchachos!"
Efectivamente, se divisa a lo lejos un
bulto grande de aspecto algo extraordinario, que se aproxima rápidamente, entre
una espesa nube de polvo; y cuando viene llegando, media docena de perros echan
a correr por delante de los caballos y por detrás de la máquina, ladrando como
desesperados, y desafiando los latigazos, que de lo alto, les dirige el
mayoral. Se paró la galera, a la señal que hizo la señora gorda, y los seis
caballos jadeantes, entre una verdadera neblina de vapores, respiran; más bien
dicho, soplan como fuelles.
¡Qué oficio, señor, el de caballo de
galera! No hay duda que deben ser las almas de los hombres que, en vida
anterior, maltrataron animales, los que están sufriendo ahora semejante
suplicio.
Pero, ¿y el oficio de viajero en galera,
no será peor?
Puede ser.
El mayoral ha bajado rápidamente y,
abriendo la portezuela del coche, hace subir la señora.
Grito contenido de horror, entre los
siete pasajeros que ya están encerrados en el instrumento de tortura.
La "Protegida del Desierto",
-así se nombra, y así lo tiene pintado en el exterior de su caja amarilla,-
tiene la pretensión de dar sitio en sus bancos implacables, a ocho personas,
sin contar las que en racimos apiñados o colgantes, se colocan entre los
baúles, valijas, bolsas y demás objetos que pueden cargarse en su techo de
zinc.
Hay que resignarse: mal que mal, entre
pisotones y apretones, risas y bromas campestres, fuertemente condimentadas,
acaba por colocarse la señora gorda del rancho. ¡Pobre percal!
Y ya sonó el látigo, y los lastimosos y
lastimados mancarrones han vuelto a partir a todo galope. Faltaba legua y
media, la mitad de la posta. ¡Valor y coraje! Y si les viniera a faltar, aquí
está el terrible, el incansable látigo. "Tiene buen látigo," elogio
supremo de las aptitudes especiales del mayoral de galera.
En el interior del coche, con los
socotrocos del camino, se va emparejando la carga, entrándose los ángulos en
las redondeces, con las tremendas y continuas sacudidas de los elásticos, y
poco a poco, la conversación se hace general.
Difícil es que entre ocho personas de la
campaña, no haya por lo menos dos que se conozcan, y cuatro que conozcan a
algunas de las que conocen las primeras; de modo que pocos intrusos quedan, en
esa efímera familia, formada por una comunidad íntima de padecimientos, y
después de media hora de viaje, todos son como hermanos, o por lo menos,
primos.
Al llegar a la posta, todos se bajan a
desentumecer las piernas, ayudando al mayoral y al postillón a agarrar otros
seis mancarrones flacos, para reemplazar a los anteriores que, en libertad ya,
y agraciados cada uno con un cuerazo en la grupa o un puntapié en la panza, se
revuelcan en el camino, antes de ir a buscar por allá una mantención raquítica,
en perfecto desacuerdo con el esfuerzo matador que acaban de hacer.
No hay mal que no se acabe; pero hay
males que duran mucho, y, entre ellos, ninguno como un viaje nocturno en
galera.
Asimismo, al llegar a su destino, molido,
deshecho, rendido, el viajero debe pagar a su verdugo el precio del suplicio,
despedirse de sus compañeros como de viejos amigos que no volverá quizás, a
ver, felicitándose del gusto que ha tenido en pasar con ellos tan agradables
ratos; y si no ha perdido el tren, si la galera no ha volcado, rompiéndole
algún hueso; si no ha quedado toda la noche empantanada en un bañado, debe, de
yapa, dar las gracias a Dios que lo ha salvado de mil peligros.
- VII -
PESQUISA
-"¡Patrón! En ninguna parte se puede
encontrar la colorada, y el ternero ha vuelto solo, como de lo de don Ignacio;
para mí, han aprovechado la siesta y nos han pegado malón.
-¡Oh! ¿Habrán sido capaces? Sería como un
asesinato. Que carneen una vaca cualquiera, un novillo, se comprende; ¡pero
elegir una lechera, y esa, sobre todo, que demasiado saben ellos cómo la
queremos aquí, tan mansa, tan buena! Y a más, sería sólo para hacer daño, pues
era flaca la vaca.
-Cierto, señor. Pero así es esa gente.
-¡Caramba!... ¿Y qué les hago?
-Patrón, la comisión está en Los
Galpones. ¿Por qué no lo ve al oficial? Quizás podrían hacer algo.
-¿Está? ¡Lindo, entonces! Hágame ensillar
el zaino."
Y media hora después, don Luis Casalla
llegaba a la estancia de Los Galpones, donde encontró una comisión que hacía su
recorrida mensual en los establecimientos del partido. Cuando llegó, el
oficial, vestido de particular, tomaba el último mate de manos del sargento,
esperando que el ayudante acabara de ensillarle el caballo.
El estanciero no era para el oficial un
desconocido; éste siempre había sido muy bien recibido en el establecimiento,
en sus recorridas, y nunca había faltado en la estancia algún mancarrón ajeno
para sus milicos, cuando llegaban con los caballos cansados. Don Luis le contó
el caso.
Era algo tarde ya, y el oficial le
manifestó que, a pesar de su buena voluntad, no podía ir allá derecho.
-"Pero no importa, le dijo. Vuelva
usted a su casa para no darles sospechas, y, a la madrugadita, nos viene a
buscar a La Barrancosa, donde haremos noche. El puesto queda cerca y los
agarramos sin perros."
Así fue; y aunque las noches, en esta
estación, sean cortas, don Luis Casalla se apeaba en el palenque de La
Barrancosa, antes que los gallos hubieran acabado de modular la primera copla
del estridente cántico, con el cual suelen despertar al sol.
En su parecer era, con todo, mucho, el
tiempo perdido, y mucho más le hubiera gustado poder, el día anterior, aunque
hubiera sido de noche, caer como bomba sobre la cueva de esos malhechores,
encerrarlos en su madriguera, machos, hembras y cría, y buscar en los
alrededores los rastros del delito... del crimen, pensaba él, pues el amor que
todos en su casa, -mujer, niños y servidores,- profesaban a esa lechera, casi
la elevaban al rango de miembro de la familia.
Casi iba, sin quererlo, hasta juntar en
su mente las ideas de madriguera, de bichos dañinos y de incendio; pero más que
todo, renegaba, entre sí, con el maldito: "¡Mañana!" Al cual, sin
embargo, se sabía demasiado atener, él también, cuando se trataba de intereses
ajenos.
La comisión se alistó, y, poco después,
salían los cuatro, dirigiéndose al galopito hacia un rancho bajo, que en la luz
tenue de la madrugada, casi no se podía distinguir entre los juncales.
Cuando todavía estaban a unas diez
cuadras del puesto, oyeron el ruido de un carro que se alejaba ligero,
chapaleando sus caballos entre los charcos de agua que todavía quedaban, restos
de la última creciente, en las partes más bajas de las cañadas, y al cabo de un
rato, vieron destacarse en una loma alta, ya alumbrada por los primeros rayos
del sol naciente, la silueta de un hombre alto, parado en el carro, acompañando
con el cuerpo las sacudidas del vehículo, como acompañan los marineros,
afirmados en sus fuertes y flexibles piernas, el continuo vaivén del navío.
-"¡Diablos! dijo el oficial. ¿Quién
será éste?
-Es Valentín, el panadero de San Antonio,
contestó don Luis.
-Malo, ¡con estos panaderos y mercachifles!
Son para nosotros, como los teros para el cazador, y como compran los cueros
robados, tienen que ayudar a tapar los robos.
Y dándose vuelta, le dijo al sargento:
-Mira, Zamudio: pégale una al picaso, a
ver si alcanzas el carro; lo revisas, y si tiene algún cuero, te lo traes a lo
de Ignacio, con carrero y todo.
-Está medio lerdo el picaso";
contestó Zamudio. Y fuera que el picaso no hubiera comido bien en La
Barrancosa, fuera que las ganas con que andaba el sargento no tuvieran
espuelas, lo cierto es que el carro había tenido tiempo de llegar a la casa de
negocio y de ser desensillado, antes que Zamudio, llenando, con todo, su
cometido, lo revisase en el patio, por mera forma, después de tomar la mañana,
amablemente ofrecida por el pulpero.
Mientras tanto, el oficial, tomando la
delantera, se presentaba en el rancho, la diestra arrogantemente asentada en el
cabo plateado del rebenque, y, después de un "Ave María" medio seco,
se apeaba con don Luis y el milico, entre media docena de perros que los
miraban de rabo de ojo, erizando el pelo y enseñando colmillos amenazadores, a
pesar de los gritos de: "¡Fuera, fuera!", que les dirigían todos los
miembros de la familia, mujeres viejas y jóvenes, muchachos y niños, y de los
rebencazos que hacía el ademán de sacudirles el respetable y patriarcal jefe de
toda esa chusma.
"-¿Don Ignacio Ramírez? Preguntó el
oficial.
-Para servir a Vd., contestó el viejo con
una mirada tan inocente, un semblante tan humilde, una voz tan suave, que le
hubieran podido dar con toda confianza y antes de oírlo más, o la santa
comunión por impecable, o cien palos por cachafaz.
-Ábrame ese cuarto, dijo el oficial.
-Pase Vd. adelante, señor. Y Vd., don
Luis, ¿qué hace?, -y don Ignacio abrió la puerta, detrás de la cual colgaba un
cuarto de carne de vaca.
-¿De dónde sacó esa carne?
-Una de mis vaquitas, señor, que he
carneado hace unos días. Somos tanta familia; los capones no hacen cuenta.
-Esta es carne de ayer, dijo el oficial.
¿Dónde está el cuero?
-Ya lo vendí, señor. Somos pobres, y no
podemos esperar que suban los precios.
-¿Y la cabeza, dónde está?
-Por allá, señor; se tiró. ¿Quién
sabe?... ¡Con esos muchachos! ¡Manuelito! ¡Felipe! ¿Dónde está la cabeza de la
vaca que carneamos el otro día?"
Los muchachos se acercaron. Descalzos,
vestidos con una camisita toda rota y unos pantalones cortos, atados por un
solo tirador y dos botones, la melena enredada como berenjenal; fijaron en el
padre la mirada, a la vez atrevida y humilde, muy serios, mientras el oficial
repetía la pregunta con una pequeña variación.
"-¿Dónde está la cabeza de la
lechera que mataron ayer?"
El viejo no enmendó la pregunta para no
turbar en la memoria de los muchachos la lección de antemano dictada, y el
mayorcito de ellos contestó: -"Felipe me tiró con ella, y yo entonces la
tiré en el jahuel.
-¡Caramba! Dijo el padre; y agregó, ya
seguro del éxito final: -Miren, señores: yo creo que están sospechando de mí,
algo; hacen mal, no soy ningún ladrón. La casa está a su disposición y la
pueden registrar."
-Y, levantando los colchones de un catre,
abriendo un baúl viejo, colocado en un rincón, hizo con énfasis todos los
ademanes de exagerada franqueza del hombre que sabe que ya no le pueden pillar.
Al rato, viendo inútil la pesquisa, se
retiraron el oficial, don Luis y el soldado, cuando justamente volvía Zamudio,
con el ojo chispeante, el buche lleno, y bien lastrado con una tajada de un
suculento queso de chancho. Declaró al superior que no había visto nada
sospechoso; y don Luis, -agradeciendo, pidiendo disculpa, y rabiando,- se fue
para su casa.
Con todo, Ignacio Ramírez pensó que el
susto había sido grande, que, sin Valentín, quedaban mal, y que con don Luis,
era mejor no meterse.
- VII -
"Mire, don Tomás, van ocho años que
he poblado aquí, y le puedo asegurar que sólo dos o tres crecientes muy
pequeñas y pasajeras he visto, que no han causado ningún daño, porque, como se
ve, hay lomas bastantes para, en un caso, salvar las haciendas, no digo de todo
el campo, sino también las de todos los vecinos.
-¡But!, dijo el inglés; ¿si el arroyo se
desborda?
-¿No le digo que, cuando esto sucede,
sólo alcanza a llenar las lagunitas y cañadas que están a lo largo de él, donde
Vd. ve juncos, y nada más? Aquí, donde estamos, nunca llega."
El inglés tenía sus dudas, pues en muchas
partes del campo que visitaba, con intención de arrendarlo, veía retazos
cubiertos con duraznillo y otras plantas que indican con claridad terrenos
anegadizos. Es cierto que eran retazos pequeños, en proporción; a más, en toda
la llanura en que galopaban y que se extendía entre la costa del arroyuelo y la
larga y alta loma que hacía resplandecer en el horizonte sus faldas de color
verde obscuro, un pasto tupido, alto, delgado, algo duro, pero entreverado con
otros más tiernos, y muy florido, ondeaba como trigal, bajo el soplo suave del
vientito otoñal.
Siguieron su carrera, silenciosos, durante
un rato largo, surcando con el pie de sus cabalgaduras ese mar de pasto, hasta
que se pararon de repente al ver disparar por delante de ellos, como gamas, y
sin que se quedase atrás un solo animal, una majada de ovejas gordas y en
magnífico estado.
-"¿Qué le parece, don Tomás? ¿Serán
campos lindos o no, los en que se crían así los animales?"
El inglés no contestó; miraba las ovejas
que ya iban retozando lejos; sus ojos se habían alegrado; no quedaban en ellos
rastro de duda: la convicción había entrado en su alma y, satisfecho con su
inspección, aseguró el campo.
De las lomas altas, trebolares y cardales
sin mezcla, que ocupaba en distrito muy cercano a la ciudad, trajo con la ayuda
de sus hijos, mocitos ya, las seis mil ovejas de muy linda clase, en las
cuales, después de veinte años de América, algunos de penoso trabajo, había
podido concentrar lo más claro de sus ahorros, y que ya no cabían en el
campito, superior pero estrecho, que ocupaba, y por el cual empezábase a exigir
arrendamiento subido.
Por delante habían ido las yeguas, los
caballos y trescientas vacas, con otra gente que debía, al llegar, edificar de
prisa un rancho para que la familia, que venía en el carro, acompañando las
ovejas, encontrase siquiera, al llegar, un lecho para dormir.
Después de largos días de marcha
paciente, llegaron al arroyo, cuyas aguas se deslizaban alegremente, entre las
pequeñas barrancas, ancho de seis metros, hondo de uno. Sus riberas verdes y
pastosas alegraban la vista, y las ovejas saboreaban las mil flores de estos
pastos nuevos para ellas. Y don Tomás dijo a su mujer, muy ocupada en espumar
el último puchero ambulante de la larga jornada:
-"La primera mudanza que hagamos
será a campo propio. Puede ser que tengamos que ir lejos, pero será la última,
pues aunque tenga, para comprar un retazo de campo, que vender la mitad de las
ovejas, o más, así lo haré, porque esas mudanzas son fastidiosas. Aquí nos ha
de ir bien: el campo es un poco bajo, pero son buenos pastos. ¡Unos cuantos
años buenos, y abur!"
Y después de almorzar, pasaron el arroyo
las seis mil ovejas, en un vado de poca hondura, tomando posesión de sus nuevos
dominios.
Era en Marzo; placentera estación. Se
hizo rápidamente la instalación; los corrales, rancho, galpón, cocina, en
quince días estaban parados; las ovejas, repartidas sólo en dos trozos
provisoriamente, alegres y gordas, gozaban de la vida y empezaban a parir.
Una noche llegó un resero, conocido viejo
de don Tomás, que quiso comprarle a buen precio todo lo que, de sus majadas,
conviniese arrear para grasería.
Echó don Tomás el grito al cielo:
"¡Vender ovejas! ¡Ahora! ¡Cuando
están ya por parir! ¡No me tente! -Mire, don Tomás, la plata no necesita pasto;
el invierno ya se viene; ¿Quién sabe como le irá aquí con tanta hacienda?
Alivie sus majadas y llénese los bolsillos."
Don Tomás no quiso saber nada. ¡Mire,
quién! ¡Hacer mermar la parición! Ni aunque le pagasen, -como casi era el
caso,- el cordero a nacer con la oveja gorda.
Un día, llovió mucho; duró toda la noche
y el día siguiente. El arroyo, ancho de veinte metros, hondo de tres, corría
con mucha fuerza, cubría sus barranquitas, llenando las lagunitas y las cañadas
a lo largo de él, donde se velan juncos. Los retazos donde había duraznillos
estaban todos tapados por una capa de agua de algunos centímetros. Esto no
hubiera sido nada y era previsto; pero entre el pasto tupido, se sentía, al
pisar, que la tierra quedaba empapada. No era agua; no era barro; sólo, se
conocía que el suelo ya no podía tragar más.
Las ovejas perdían rápidamente su aspecto
hermoso de hacienda gorda y sana; ningún resero ya las hubiera pensado en
arrear.
Sin que nadie lo pidiere, vino más
lluvia. Principió el mes de Abril con un temporal deshecho que duró tres días,
cayendo el agua, ora despacio, ora a chorros, como si no fuese a tener tiempo
de volcarse toda sobre la tierra ahogada; y cuando cesó el temporal y que el
pampero sopló, limpiando el cielo, pero impotente para secar todo, el sol
radiante de otoño alumbró un espectáculo tan majestuosamente triste que parecía
que sus rayos alegres hubieran debido, por decencia, caer en él, enlutados.
Del arroyuelo a la loma, no se veía más,
a fuera del agua, sino los ranchos y los corrales de don Tomás. Era como un
islote, sin pasto, en el cual quedaban, pisando en barro espeso, alrededor de
tres mil ovejas, comiéndose la lana unas a otras, casi flacas, ya, tristes, a
pena con fuerza para balar, esperando la muerte, sin recurso.
Las yeguas y las vacas andaban entre el agua, desparramadas, buscando y
encontrando todavía algo que pellizcar, y el resto de las ovejas habían
llegado, cuidadas por uno de los muchachos, hasta la loma, que hubiera sido la
salvación, sí, ocupada ya por majadas y hacienda de la vecindad, hubiese tenido
área y pasto suficientes para tantos animales.
De lo alto de la loma, perfilada en la
llanura como angosto y largo tajamar, se dominaba, en todo su espléndido
horror, la terrible inundación: techos de ranchos, islotes atestados de
animales, montes aislados por las aguas y reflejándose en ellas, como admirados
de encontrar a sus pies su imagen. Algunos animales desparramados por el agua,
buscaban que comer, también se veía uno que otro jinete, cruzando el cañadón
con precaución, al tranco y las piernas encogidas; o, si es muchacho, al
galope, y corriendo como entre aureola de agua y trueno de palmoteos,
salpicando con ruido infernal todo, alrededor suyo, y a sí mismo, y a los
perros que lo siguen, a veces nadando, a veces corriendo; y, a lo lejos, un
carro, cuyo lento rodar retumba, lo mismo que el chapaleo de sus caballos,
triste mil veces, en los mil ecos de sonoridad tan estrepitosa y, a la vez, tan
melancólica, de ese desierto de agua, hace levantar con algazara, inmensas
bandadas de pájaros acuáticos que saludan con gritos de alegría la conquista de
su nuevo imperio, y se mofan del hombre, intruso.
En Mayo, volvió a llover.
Para no perderlo todo, había dispuesto
don Tomás ir degollando y cuereando sus ovejas, amontonadas en sus corrales,
sin poder salir, y durante días y días, sonó el filo de las cuchillas sobre las
chairas, y siguió la obra.
Dos meses después de haber llegado a esos
pagos, con sus seis mil ovejas gordas, quedaba con cuatrocientas ovejas flacas,
salvadas, quien sabe como, en la loma alta, con ciento cincuenta vacas y
algunos caballos.
-"La mudanza está hecha, mujer; dijo
una noche. But, para tener campo propio, sólo en el cementerio."
...No es, este, cuento de ayer: era en
1877.
Han vuelto, varias veces, desde entonces,
a ser poblados con otras haciendas y con otra gente, los mismos campos; y con
más haciendas, y con más gente, después de cada creciente.
Las aguas se llevan las haciendas, la gente
queda arruinada; la voz pública reclama obras de desagüe del gobierno que sigue
cobrando, impasible, la contribución, calculada sobre el aumento paulatino del
valor de los campos, que consigo trae el progreso natural... ¡oh! ¡Cuánto!...
Del país; y la Tierra sigue dando vuelta.
- IX -
Hay gauchos, en esta tierra, a quienes
les gusta el trabajo fácil y liviano, la hierra de terneros, de convite y con
baile; mariquitas, para quienes los piropos con guitarra y las chanzas con
mujeres son las hazañas supremas.
Otros buscan, al contrario, los peligros
y la gloria; y si, para ganarse la vida, tienen, algunas veces, que bañar
ovejas, les gusta más, aún con menos paga, lucir el lazo en una buena
contrahierra de animales bravos, grandes y criollos, con astas que dan miedo y
torada bien arisca. ¿Será que tienen sangre sevillana en las venas, que no
pueden ver un toro sin tener ganas de lidiarlo, y, cuchillo en la mano, de
quitarle lo que le sobra, dejándolo novillo, y si no manso, descornado
siquiera?
Pialar terneros, voltearlos coleando, es
juguete, y la hierra, tantas veces celebrada, es fiesta, no es trabajo. Otra
cosa es la contrahierra de hacienda grande, al corte, con vacas rabiosas, toros
enojadizos y novillos brutos que no han entrado todavía a conocer gente.
En un brete pequeño, de palo a pique, se
encerró una punta de doscientos a trescientos animales. Comunica el brete con
un corral grande por una puertita angosta. En este corral, se ha empinado un
carro con las varas para arriba, y del eje cuelga un tercio vacío que contiene
las herramientas y demás cosas necesarias para la hierra; al lado del carro que
servirá de reparo y de fortaleza a los que trabajan de a pie y corren con la
marca, se ha prendido una gran fogata de leña y huesos, avivada de cuando en
cuando con sebo, para calentar las marcas.
Los peones han llegado con sus tropillas,
han ensillado buenos caballos, bien adiestrados para pechar, tirar y aflojar,
hacer pie o dejar correr, sentarse como mojón o disparar como flecha. Ha
circulado el mate, uno que otro churrasco ha mezclado su perfume de carne asada
con el olor de hueso quemado; ya están rojas las marcas, las del vendedor y las
del dueño.
"¡A caballo, muchachos!"
Entra en el brete un gaucho viejo, algo
solemne; desprende el lazo, lo acorta con un nudo corredizo, y haciendo correr
la argolla, prepara despacio la armada, siguiendo con la vista al animal a
quien le ha metido los puntos.
Se acerca al tranquito, al montón de
hacienda, revolviendo el lazo lentamente encima de su cabeza, y, al cabo de un
ratito, cae la armada, con artística suavidad, en la cabeza de una vaca grande
que, toda asustada, sacude las astas y se trepa sobre las compañeras, como si,
usándolas de escalera, quisiera saltar del otro lado de los palos. Con sus
movimientos y su disparada, se cerró la armada: queda presa; quiere seguir a
las demás, que huyen amontonadas: la detiene el lazo; agacha la cabeza y tira:
el caballo resiste, hace fuerza; la vaca clava las uñas; pero cedió de un pie,
siguió el otro, y ya a la fuerza tiene que seguir caminando, medio arrastrada
por el valiente animal. Pasa por la puertita el caballo; resistiendo, lo sigue
la vaca; al llegar a la puerta, mete el asta entre los palos y trata de resistir;
pena inútil, tiene que ceder; un jinete que siguió al primero en el brete, con
el lazo pronto, en caso de que el gaucho viejo hubiera errado el tiro, la
castiga por detrás para hacerla correr.
Una vez en el corral grande, el viejo
suelta todo el lazo; la vaca se cree libre y echa a correr; la sigue al tranco
el gaucho, para aminorar la fuerza del tirón; y cuando ella llega a la
extremidad del lazo, el caballo la detiene con el peso y la fuerza de todo su
cuerpo, plantado en el suelo, sin mover, como en cuatro estacas de acero.
¡Ah! ¡Criollo lindo! ¡Decile al hijo de
Ormonde que haga otro tanto!
Un momento de sorpresa, y otra vez, la
vaca va a emprender la carrera. No se le da tiempo: uno de los dos ayudantes
del gaucho viejo le deja caer encima del lomo la armada del lazo; el viejo le
hace una aflojadita insensible; la vaca, tirando de la cabeza, da un paso
atrás; pisó ya en el medio de la armada que, ligero, se cierra, atándole las
dos patas, y el jinete corre, estirándoselas para hacerle perder el equilibrio.
El otro ayudante se le atraviesa y con el caballo al galope, la voltea de una
pechada y salta por encima.
"¡Manea!" Gritan, y los peones
de a pie atan, juntas, las manos y las patas del animal vencido, que bufa,
haciendo con el soplo volar la arena.
"¡Va la marca!", y, protegidos
por los jinetes, corren los marcadores, con el hierro candente en la mano,
hacia los animales tendidos en el suelo.
Un peón, de a pie, estira la cola de la
vaca mientras la marcan; ¡marca y contramarca! Muge el animal, brama, y su
gemido sube con la nubecita de humo, hediondo a cuero y pelo quemado; ya cambió
de dueño.
La desmanean, se levanta enojada; pero la
detienen por la cola; la hacen mirar para el grupo de hacienda ya herrada, la
sueltan, y se va.
***
Los grupos de a tres van, uno por uno, en
busca de una nueva víctima. El corral grande, poco a poco, se llena de animales
herrados, y el trabajo se hace cada vez más peligroso para la gente de a pie.
Entre la bulla de los bramidos
incesantes, quejidos de los animales quemados, llamamientos de madres que
buscan a sus hijos, gritos de ira de los toros, que escarban, enojados, balidos
lamentables de los que se hacen novillos y de los terneros extraviados; en
medio del humo, de los torbellinos de tierra, levantados por las correrías de
los jinetes y el vaivén continuo de la hacienda encerrada, hay momentos
inevitables de confusión, en los cuales un descuido cualquiera puede ocasionar
graves accidentes.
Es un lazo que no encerró más que un aspa
del animal, y no lo detiene sino un corto momento, hasta que, al tirón, resbala
de la punta con fuerza la argolla, y se vuelve sobre el jinete como bala, con
peligro de herirlo en la cabeza, mientras el animal, suelto, si es de mal
genio, puede correr contra algunos de los de a pie; si se mixtura con los
animales ya herrados, hay que volverlo a enlazar y remover toda la hacienda,
pudiendo suceder que se corte algún animal enojado y se abalance sobre el
fogón, el carro, el montón de leña, pegando golpes, corneando, destrozando, y
sembrando el pánico entre la gente.
Risas y gritos, fugas y caídas,
provocaciones y burlas a la fiera enojada, que, al fin, dio con el tercio
vacío, y la emprende con él, en furor ciego.
De repente se estira un lazo a ras del
suelo, y voltea, patas arriba, a marcadores con sus marcas calientes y a
peatones con sus huascas. ¡Susto general! Dura poco; dispararon todos tan
ligero hacia el carro, que bien se conoce que han salido ilesos del trance.
"¡Mira qué chambón!
-Y van tres.
-Puede ser que para cocinero.
-Había sido vividor el viejo; no le van a
alcanzar las vaquillonas.
-No digas; no ves que ahora enlazó un
toro.
-¡Cierto! De año y medio.
-Y don Simón, al contrario, amigo; pura
novillada grande.
-De compadrito, para lucirse.
-Será porque le hace el ojo a la hija del
capataz, y a éste le gustan los guapos.
-Fortacho ese Pedro, para de a pie; ¡mira,
qué volteada! Como ternero para él, cualquier novillo, cuando lo colea."
Y entre dos mates, en un momento de
descanso, iba a seguir la crítica, cuando llegó al tranquito, completamente
mamado, un peón, a quién habían mandado a la esquina, en busca de un porrón de
ginebra. La ginebra la traía; con mirarlo, no cabía duda; pero había tirado el
porrón, por vacío.
Cosas del pasado, casi, ya, todo esto.
Hoy entra el toro, mocho de nacimiento y buey de carácter, en un zaguán de
palos, donde lo manosean, lo marcan, le hacen cualquier cosa, sin que se pueda
mover: el lazo pasa por poleas, y pronto reemplazarán el caballo por la
bicicleta.
El gaucho, de pantalón, toma té y fuma en
pito: la Pampa se puebla de montes y de ingleses. ¡La poesía se va!... Y vienen
los pesos.
- X -
¡Mes de Julio! Días cortos, noches
largas, fríos sin piedad, heladas feroces y seguidas, que queman el pasto,
hacen tiritar las ovejas, bajo su poncho de lana, y al gaucho, bajo su mantita
de algodón. Si el frío aloja un poco, llueve, y después del agua, vuelve el
Pampero, que con el cacheteo de sus alas mojadas en las lagunas, le hace
lonjitas a uno la cara.
-"¡Pues, amigo! ¡Quisiera yo poder
andar cruzando campo, aunque me hiele de filo, pero, estoy a pie!"
Grito de profunda desesperación, lamento
de inconsolable tristeza. Estar a pie: no tener un mancarrón que ensillar,
siquiera para ir a dar una vueltita a la pulpería, tomar una copa con los
compañeros, conversar un rato. ¡Nada! " Estoy a pie".
Los caballos, flacos, con el pelo
erizado, andan arrastrándose por allá cerca, buscando su miserable alimento en
la loma pelada, en el cañadón anegado. Se les cruzan las patas, las costillas
salientes parecen un colgadero donde se acaba de secar el cuero, el pescuezo,
estirado, delgado, soporta a duras penas el peso de la cabeza, triste calavera,
en la cual parece pronta a apagarse la poca luz que todavía vacila en los ojos
apañados.
Apenas sí queda, para que el muchacho
vaya a repuntar la majada, un pobre petizo viejo y bichoco que, desde muchos
años, vivía jubilado.
-"¿Y cómo es que está tan a pie, don
Serapio, con su buena tropilla?
-Hemos trabajado mucho, señor, este
invierno por las estancias, en arreos y contramarcas, y las heladas han venido
tan fuertes, tan seguidas, que los pobres mancarrones no se han podido reponer;
por esto estoy a pie."
¿Qué más recurso le queda al pobre
Serapio, encerrado en el rancho, con la Pampa por delante, que tomar mate sobre
mate, prender un cigarro del pucho que se acaba, rascar las cuerdas
destempladas de la guitarra, y conversar, a ratos, con la compañera?
No hay viento tan malo que no sople bien
para alguno; y la china, ella, no maldice tanto la flacura de los pingos, que
tiene sujeto a su lado, por una temporada, al compañero algo intermitente, con
quien va pasando la vida.
Cierto es que los caballos gordos ayudan
a vivir, a ganar en los trabajos de lazo algunos pesitos y hasta algunas
changas en los arreos; pero también ayudan a calaverear; a quedarse, las
semanas, Dios sabe por donde, dándose corte, tanto que de los pesitos, pocos
son los que, por casualidad, alcanzan a llegar al pobre hogar, donde tanta
falta hacen para costear los vicios.
¡Mi reino por un caballo! Exclamaba el
rey Ricardo. Recostado en la puerta del rancho, el mate en una mano, el cigarro
en la otra, don Serapio contempla, abatido, el campo amarillento, y de buenas
ganas, ya que no tiene reino, por un caballo daría el poncho o el sombrero...
¡Paciencia, hombre! Que ya viene la
primavera; y, con ella, la abundancia, la gordura, la fuerza, la vida activa.
¡No se desespere! Los caballos ya están más alegres; relinchan a la madrina; el
pelo se les va cayendo, y pronto vendrán a retozar, alegres y gordos, cerca del
palenque, como pidiendo que los ensillen y capaces, en un descuido, de
corcovear como potros.
No siempre por flacura del caballo, queda
tampoco uno a pie.
En el recado tendido, roncando entre las
pajas, está durmiendo la siesta, don Serapio. La tirada de la mañana ha sido
larga; va de chasque para el pueblito y descansa un rato, para dejar pasar la
fuerza del sol y llegar a la tarde, con otro galopito. El zebruno está de
cogote, y por tal que tome agua a su gusto, llegará fresco como una albaca. El
amo lo desensilló, lo ató, haciendo, con el cabestro y la punta de una mata de
paja, un nudo que ni el el mismo Mandiga podría deshacer, y, confiado, se
durmió.
De repente, lo despierta sobresaltado, un
bufido; el caballo, asustado, -por algún zorro o algún gato montés,- tira del
cabestro, las orejas paradas, pegando brincos por todos lados, hasta que de un
tirón enérgico, corta la paja y dispara. Casi, casi lo cazó de la puntita de la
huasca, con la puntita de los dedos, el pobre paisano, pero, en realidad no
alcanzó más que un porrazo..., en la puntita de la nariz.
¿Y ahora?
Después de un desahogo enérgico,
dedicado, al parecer, por las palabras entrecortadas que silbaban como avispas,
a la propia madre del interesado, porque así lo quiere la costumbre y por haber
tenido un hijo tan chambón, al mancarrón trompeta ya la paja podrida, armó un
cigarro, lo prendió, volvió a ponerse las botas, se sacudió el chiripá y empezó
a mirar el horizonte.
El sol muy alto, todavía; serían las dos:
un rancho, como a una legua de distancia; allá lejos, el caballo, yéndose
todavía, pero ya al trotecito, para la querencia.
Después de un momento de rápida
reflexión, don Serapio dobló con cuidado el recado, y alzándolo, se lo echó al
hombro, pues en esta tremenda situación del hombre a pie en la Pampa, no sólo
tiene que hacer uso de sus piernas, inhábiles para caminar, sino que lo tiene
que hacer, en el piso desparejo y resbaladizo, llevándose la pesada carga que
representa la montura.
Llevó, sudando y penando, el recado hasta
unas pajas altas y tupidas, de penacho blanco, fáciles de conocer; allí lo
depositó y se fue hasta el rancho, llevando solo las boleadoras en la cintura,
la rienda y el rebenque. Tuvo la suerte de que le pudieron prestar un caballo
bueno, ensillado, y se fue a campear al fugitivo.
Arrepentido, probablemente, quizás
hambriento, el mancarrón, antes de seguir más adelante, se había entreverado
con una manada; su amo lo encontró comiendo con toda tranquilidad, y lo pudo
agarrar sin mayor trabajo.
Mucho cansancio, con todo, mucha demora,
trabajo ingrato.
Pero no es esto nada; estar a pie en
campo poblado. Allá, en la Pampa desierta, cubierta de brusquillas y de
arbustos, sin horizonte, sin población, sin agua, sin recurso de ninguna clase,
puede suceder también que, por una manea floja, por un cabestro cortado o un
bozal roto, quede a pie el viajero.
Y en la desesperación de sentirse solo,
en medio de la llanura sin eco, sin que ningún auxilio le pueda llegar más que
por un milagro, ¿qué más le queda que hacer, sino volverse a tirar en el
recado, y esperar el milagro... o la muerte?
"Son mis pies", dice el gaucho,
al hablar de sus caballos. Y así mismo, los cuida tan mal, muchas veces, que
cuando se queda a pie, bien lo tiene merecido.
Para no quedarse a pie de vez en cuando,
para no tener que renegar con la suerte, encerrado contra su voluntad, en casa,
sin poder salir; para no pasar rabietas en un pantano, con la volanta encajada,
cortando tiros, quebrando la lanza, perdiendo la huasca del látigo, tirando el
pito, el sombrero, la paciencia, sin poder arrancar, lo mejor, no hay duda, es
dar de comer a los caballos, remedio sin rival, que, recién hace poco, se va
vulgarizando en la Pampa... y también, tomar el tren; pero con él, no se puede
enlazar novillos.
A pesar de lo cual, don Serapio, sentado
en la orilla del terraplén, con el cabestro del mancarrón recuperado en la
mano, no pudo menos que exclamar entusiasmado, al ver pasar la locomotora, y
como celebrando la abolición del Purgatorio:
"¡Con ese pingo, amigo! ¿Quién se
queda a pie?"
- XI -
MARCAS DE FUEGO
Desde pocos momentos, un forastero, al
parecer español, y, -por el traje, -seguramente pueblero, había atado al
palenque su caballo, antes de entrar en la pulpería.
Sin que lo pudiera, notar, por lo velado
de las alusiones cambiadas, sin mirarlo siquiera, alrededor de él, entre varios
gauchos, vecinos del pago, ocupados, cuando había entrado, unos a tomar la
copa, otros a comprar algunos artículos para su consumo, era él, y más que él
todavía, el caballo que traía, objeto de todas las conversaciones.
-"¿Cuánto pagará don Ambrosio por
las albricias?
-¿Quién se lo habrá prestado?
-¿Tendrá certificado?
-Recado pesado va a ser, para llevárselo
al hombro.
-Puede ser que se lo venda.
-Voy a que ya lo compró una vez.
-¿Si tendrá toda la tropilla?"
Y mientras el forastero, que era un
acopiador de frutos, pasaba al interior del almacén, a ver los cueros que el
pulpero tenía para vender, los tertulianos se acercaron al palenque y
constataron, sin que la menor duda fuera posible, que el caballo era bien uno
de la tropilla, de moros que, hacía más de un año, le habían robado, una noche,
a don Ambrosio Cascallares, capataz de un establecimiento vecino.
Uno de ellos montó a caballo y lo fue a
avisar, mientras los demás volvían al mostrador, a matar el tiempo, hasta que
empezase la función.
Media hora había pasado; salió de adentro
el acopiador, despidiéndose del pulpero, y se preparaba a asegurar la cincha
del caballo, cuando se apeó don Ambrosio.
-"Buenas tardes, señor, le dijo al
español: ¿me permite una palabra?"
Y, habiéndose apartado algunos pasos, don
Ambrosio le enseñó el boleto que lo acreditaba como dueño de la marca del
caballo en el cual había venido, preguntándole al mismo tiempo cómo lo tenía, y
si poseía algún certificado de que se pudiera valer, para probar que lo había
comprado, y a quién.
No estaban tan lejos de la pulpería, que
los parroquianos no pudiesen seguir con atención toda la escena, que parecía
interesarlos sobremanera.
El forastero quedaba muy cortado;
testimonio de propiedad del caballo, no tenía ninguno; se lo habían prestado en
el pueblo; un amigo, decía, empleado en la policía. Don Ambrosio, por su parte,
exigía la entrega del animal, su propiedad, como constaba del boleto de marca.
En semejante trance, acudieron al
pulpero, quien, sabiendo perfectamente que el caballo era de su cliente don Ambrosio,
no lo podía negar, a pesar de que, por otro lado, poco le gustaba ver a un
acopiador, a quien recién conocía, pero que parecía liberal para comprar
frutos, condenado por su declaración, a sufrir la vergüenza de ser dejado a
pie, en condiciones tan deplorables.
Se recurrió al alcalde, quien se
pronunció por la restitución inmediata del caballo a su legítimo dueño, en
cumplimiento de la ley: y se preparaba el acopiador a desensillar, cuando su
paisano, el pulpero, habilidoso, como dice Martín Fierro, le aconsejó de
comprar el animal a don Ambrosio.
Así se hizo. Don Ambrosio se lo dió por
un precio acomodado, como que eran pesos que le caían del cielo, sin contar que
también quedaba con la esperanza de encontrar a los demás caballos que, juntos
con aquél, le habían robado. Y se fue el español, mejor sentado en la montura,
como que ya el caballo era de él, y no ajeno, -como, muy bien, antes, lo había
sabido...
"Esta es mi marca". Cuando
cualquier paisano, que tenga por todo haber una tropillita de mancarrones,
pronuncia estas palabras, al pintar penosamente, en el suelo, con la punta del
cuchillo, un dibujo complicado, lo hace con la misma solemnidad que si se
tratara de la marca de Anchorena.
Es que el poseer, por estos mundos de
Dios, con derecho de vida o muerte en ellos, cinco seres vivientes, marcados de
un modo indeleble que afirma esta posesión, da al hombre más pobre el mismo
orgullo, que al más rico, la posesión de cien mil.
Encierra la propiedad de una marca, para
el hombre de campo, una idea de dominación, igual a la que puede inspirar la
posesión de la misma tierra a su propietario, si no mayor, pues la tierra es
una cosa inerte, mientras el animal siente la dominación del amo.
No cabe duda que más era la orgullosa
codicia del conquistador, que el apetito vil del lucro, la que hacia levantar
antes del alba, al estanciero de antaño, para recoger, en la mayor extensión
posible de campo, las haciendas alzadas, y chantar su marca a todo lo que caía.
¡Y qué marcas, señor! Esas sí que
cantaban de lejos: "¡Esta hacienda es de Fulano!" Casi tapaban todo
el costillar o el cuarto, como para no dejar lugar a contramarca. Y si por
herencia, reparto entre socios o venta, venía algún rodeo a cambiar de manos
dos o tres veces, los pobres animales parecían verdaderos archivos de marcas,
con toda la superficie del cuero quemada, requemada y vuelta a quemar. Por
cierto que ya no se podía cortar en ellos esas primorosas cinchas anchas y sin
defecto, gloria del jinete argentino.
Hoy, las marcas se han achicado; ocupan
poco lugar y se colocan en partes donde, aunque el animal llegue a sufrir, por
casualidad, una regular cantidad de quemaduras, no dañan el cuero. A más, van
teniendo ciertas pretensiones artísticas, reemplazando por la forma de objetos
usuales o de animales, de iniciales enlazadas o de números, los dibujos de
fantasía de los antepasados.
¿Serán más difíciles de falsificar con
alambres u otros medios? ¿Quién sabe?
Lo cierto es que si, antes, precisaba el
hacendado un ojo perspicaz para conocer, en un rodeo, los animales de su marca,
hoy lo necesita, por lo menos, igual; pues esas marcas pequeñas, cuando el pelo
es de invierno, difícilmente se distinguen, en los apartes, y todavía queda por
encontrarse la marca ideal.
Pero la cuestión ha perdido mucho de su
importancia. La multiplicación de los alambrados que aseguran la propiedad; el
estado de mansedumbre relativa de las haciendas; la reducción paulatina de los
rodeos; su repartición en potreritos; el cambio radical, en fin, en el modo de
trabajar, todo nos aleja, cada día más rápidamente, de los tiempos felices en
que toda la ciencia del estanciero se reducía en madrugar mas que el vecino,
para marcar orejanos y soltarlos, sin ocuparse más de ellos.
¡Qué poco es un cuarto de siglo! Y, sin
embargo, no hace todavía veinte y cinco años que trescientas vacas, bien
aquerenciadas en un campo entonces fronterizo, y arreadas por los indios en un
malón con veinte mil más, de otras procedencias, volvieron, después de ser
batidos los indios, a su querencia, trayendo consigo cinco o seis mil
compañeras, a quienes, seguramente, habían ponderado las delicias de su campo.
Entre éstas, muchas venían orejanas, y el dueño de las trescientas, que ya se
había creído arruinado, se apresuró en ponerles su marca.
Esto se llamaba entonces: trabajar.
Eran los tiempos en que Catriel, arreando
los caballos de un cristiano, le decía, en forma de transacción, y después de
haber visto el boleto de la marca: "Marca tuya, caballo mío."
- XII -
EL CHIRIPÁ
Argentinos
no llevan calzones;
Pero
llevan su buen chiripá,
Con un
letrero que dice:
"
Libertad, libertad, libertad!"
Así cantaba, hace ya alrededor de treinta
años, un morenito que entonces tenía cinco o seis, repitiendo con graciosa
convicción ese ingenuo y patriótico canto, aprendido en la escuela.
Como es que me ha quedado en la memoria,
no sé; pero nunca he podido ver un chiripá, sin acordarme del morenito de ojos
relucientes y de su cancioncita.
Y realmente que es muy argentino el
chiripá, o más bien dicho era, pues ya va desapareciendo, dejando el lugar a la
bombacha y al vulgar pantalón de gambrona.
El chiripá, pintoresco atavío del gaucho;
de paño negro para el criollo acomodado, hacendado, que lo usa a ratos, por
costumbre vieja, y lo va dejando poco a poco; de tela liviana, de algodón,
vistosa, con rayas coloradas o verdes, azules y blancas, para los mortales
menos afortunados; de tela fuerte, azul obscuro con cruces blancas, pampa, para
algunos vascos rancios, que miran la moda con desprecio.
¿De dónde salió el chiripá? Autores
graves lo dan como indígena, significando la palabra "para cubrir", y
aseguran que apareció como a fines del siglo pasado.
No puede haber duda que sea indígena,
pues en ningún país europeo se ha usado jamás, desde los tiempos históricos,
semejante prenda, y aunque se hubiera usado en Europa, ningún sastre la hubiera
introducido, pues no se necesita arte ni tijeras para confeccionar esa
personificada negación de la sastrería.
¿Cómo nació? -Cuentan que así fue:
Los indios usaban poncho; a caballo, el
poncho les tapaba todo el cuerpo y parte de las piernas desnudas; a pie,
siempre estaban en cuclillas, y el poncho los tapaba enteritos.
La primera vez que un jefe indio tuvo que
acercarse a los cristianos, los vio tan vestidos, que al apearse, con solo el
poncho puesto, se avergonzó de su desnudez, y quitándoselo de las espaldas, se
lo ató en la cintura.
Cundió la moda, y de los indios pasó a
los cristianos.
"Si non e vero, e ben trovato",
como dirán los argentinos de la generación venidera.
Pero si siguen estos con la moda del
chiripá, le habrán cosido bolsillos, que siempre, hasta hoy, le han faltado.
- XIII -
No hay gente más pacífica que los vascos,
y no hay gente más conquistadora. Han venido por bandadas a la República
Argentina, sin más armas que sus brazos musculosos y sus anchas manos, y por
todas partes, se ven a ellos o sus descendientes, dueños de grandes campos, de
rebaños tan imposibles de contar como las estrellas del firmamento o los granos
de arena del mar; poseedores de capitales enormes que sirven de pedestal a un
inagotable crédito, jefes de casas de comercio sólidas.
Unos a otros se sostienen, grandes y
pequeños, encadenándose como las montañas aquellas de donde han venido, y
franquean las rocas abruptas de la vida, unidos entre sí, como hacen en los
peñascos, los arriesgados guías de su tierra, ligados de tal modo que, si uno
está por caer, todos los demás hacen fuerza para detenerlo en la pendiente del
precipicio y arrancarlo a la muerte, no cortando la soga salvadora sino en
casos extremos.
Algo rudos en la forma, su rudeza no es
más, en general, que la del sentido común, ese mal criado, que no cree
necesario ponerse guantes para derribar de un puñetazo a la dialéctica más
argumentadora, a la más seductora diplomacia. Así mismo, siempre saben ceder en
tiempo, de sus pretensiones, para no entorpecer un negocio que no sea del todo
malo, sin demostrar ese empecinamiento infantil, peculiar de otras
nacionalidades, en no vender sino muy caro, o en no comprar, sino tirado.
Sencillos y bonachones, donde quiera que
sea, partirán con el huésped de un día, los recursos de su choza, como con su
más antiguo conocido, llevando algunas veces esa confianza hospitalaria hasta
introducir en la intimidad de su vida, por un momento, malhechores que la
aprovecharán para matarlos sin piedad y saquear lo que encuentren a mano.
El vasco, capaz de vencer a Rolando, si
le viene a hacer cosquillas, no es peleador por gusto, y, para probarlo, tomó
como aliada para sus avances en la Pampa, a la mansísima oveja. Allá, lejos, y
cada día más lejos; ayer, en los confines de la región ocupada por los indios;
hoy, en todos los campos más desiertos de la Pampa, el explorador que se
aventure en ellos, encontrará, cuando más se crea solo entre el cielo y la
tierra en que pisa, un rancho, un toldito, una cueva, y en ella un vasco, sólo,
con algunos perros, algunos caballos y su majada de ovejas.
No necesita sociedad, no necesita
conversación vive con sus animales, sostenido por la esperanza de hacerse con
ellos una situación, algún día, festejando la llanura, para sacar de ella con
que volver a sus montañas queridas.
¿De quién es el campo que ocupa? Poco le
importa saberlo; probablemente de nadie, y, si es de alguien, será de algún
pueblero, cuya cara se corre poco peligro de verla tan lejos. Sus ovejas se
extienden a sus anchas; viven bien, y sanas, porque nada ni nadie las estorba;
no conocen el corral barroso, inmundo, donde chapalean las majadas de adentro;
duermen donde les parece mejor, la panza llena, en el declive de alguna loma
arenosa en que no se detiene la humedad; para sus crías recién nacidas, tienen
el reparo de las pajas altas, que las protegen contra los vientos demasiado
crudos de la Pampa y contra esas heladas crueles que las estrellas relucientes,
en las noches serenas del invierno, parecen desparramar con su incesante
pestañeo, de la bóveda celeste sobre la tierra dormida.
Si llega a faltar el pasto, la mudanza es
poco costosa: las maletas se llenan con las pocas provisiones que necesitan
estos sufridos solitarios para condimentar la carne, que es su principal y casi
único alimento; y, despacito, dejándola pacer, sin que pueda ni sospechar que
la mudan de querencia, arrean por los campos la majada dócil.
Hay en la Pampa lejana, verdaderas
colonias de vascos, así desparramadas, valiente vanguardia de la civilización,
nobles sembradores de población y de progreso. Algunos de ellos andan, ahíncos
nómades, con toda su familia, teniendo por casa una carreta de bueyes, joya
carcomida del pasado. Llega el día que el eje renuncia, que los bujes ceden,
que revientan las pesadas ruedas; la familia se ha hecho numerosa; las ovejas
han aumentado; el arreo se ha vuelto pesado y parece advertencia del cielo, la
catástrofe.
Ha corrido justamente la voz que en
remate público, venderá el gobierno, al mejor postor, y pagaderos con
facilidades, esos mismos campos; y en los ranchos, en los toldos, en las
carretas, en las cuevas, se han reunido hombres de cara afeitada, con el pito
de barro en la boca, de alpargatas y de boina, como vascos que son, y también
de chiripá, como buenos gauchos que podrían ser; y se han oído conversaciones
animadas, en las cuales han resonado las A, como clarín, roncado las Un, como
tambor, en medio del gargareo de los erri, erre, erren, erra, arruá, y la
palabra pesos mil veces repetida.
Una comisión ha sido nombrada para ir a
la ciudad, viaje largo y penoso, y llevar allá la cantidad suficiente para
pagar la primera cuota anual de las compras que se puedan hacer.
Se ha fijado un precio máximum, como para
no correr el riesgo de quedar sin la tierra, precio calculado con el valor que,
para estos hombres conocedores de ella, realmente pueda tener; y los anchos
tiradores de cuero de carpincho han volcado con liberalidad su contenido en la
mano de los comisionados.
Esperanza vana, ilusión de infelices
trabajadores que nada saben de la vida de este mundo, y se figuran que tiene
que comer las castañas el que las saca del fuego.
En el remate, los han cuestionado
hábilmente amables desconocidos, a quienes, por supuesto, no han querido dar
sino datos vagos, en esa lengua peculiar de ellos, que simplifica las frases
hasta hacerlas todas de tres o cuatro palabras; pero bastaron estas
indicaciones, corroboradas por su misma presencia de interesados venidos de tan
lejos, y de allá mismo, para comprar, y los especuladores, los capitalistas,
los corredores en acecho siempre de lo que pueda oler a pichincha, hicieron
subir los precios de tal modo que las bases a ellos fijadas por los compañeros,
resultaron lastimosamente bajas.
Los pobres han vuelto allá, entre
rabiosos y tristes, a dar cuenta de su cometido, y pronto han venido los
agentes del gobierno vendedor a hacer entrega de las tierras a sus nuevos
dueños, volteando los ranchos, hundiendo los techos en las cuevas, y obligando
las carretas a moverse, con sus ruedas o sin ellas. Nuevamente se desparraman
los vascos, buscando campo más lejos, unos; quedándose otros en los mismos
parajes, pero ya teniendo que pagar arrendamiento, muchas veces a algún
tendero, peluquero o bolsista, que en su... perra vida, (como decían los
antiguos), ha visto el campo, y que seguramente, no se atrevería a costearse
allá.
Muchos siguen, viviendo así, aumentando
siempre el número de sus ovejas, llegando a formar establecimientos,
¡provisorios!, de veinte a treinta mil cabezas, resistiéndose a vender parte de
ellas para comprar campo y establecerse definitivamente.
Es que creen, aunque no lo digan, que el
día que compren tierra, será el del adiós eterno a las montañas nativas: en el
fondo del corazón ha quedado bien guardado el profundo amor, inconsciente
quizá, a los Pirineos, y esta nostalgia crónica, ese inquebrantable deseo de
volver a la patria, sirve de norte a todos los actos de su vida, hasta impedirles
comprender que, en esta tierra, la tierra es lo único que vale; y que ella vale
por sí, aumentando cada día ese valor, no en relación a lo que produce, sino a
lo que podrá producir, una vez poblada; y que el verdadero modo de adquirir
fortuna suficiente para volver a su país, independientes y ricos, no es de
criar muchas ovejas en tierra ajena, sino de tener mucha tierra propia, aunque
no queden ovejas para ponerle encima.
Los vascos que así han pensado, son los
que se han hecho ricos, y cuyos hijos, hoy, predominan en la sociedad, por sus
fortunas crecidas, o predominarán mañana.
Estos ya no son, por supuesto, ni se
acuerdan que sus padres hayan sido vascos de chiripá, de poncho pampa, de pito
delgado y de rebenque grueso, con la tabaquera de vejiga o de cuero peludo
arrollado, en la boina azul, guardando en los múltiples bolsillos, cerrados con
patacones, del tirador grasiento, los boletos de la marca y de las señales, la
papeleta de ciudadano español o francés, y los pesos, ganados a fuerza de sudor
y de callos en las manos.
Elegantes en sus trajes y buenos mozos,
han dejado también evolucionar, en el roce cuotidiano de las ciudades, ciertas
de las cualidades paternas y mellarse otras, de estas que no se pueden
conservar intactas sino con plena luz y aire puro, afinándose también a veces
la inteligencia nativa hasta puntear en viveza.
Con todo, gente guapa, buena, vivaracha,
y alegre; raza fuerte, atrevida y generosa; demasiado consciente, por lo demás,
de su propio valor, para que, cuando uno de ellos, llegado a gran fortuna,
honradamente conquistada, por su trabajo, pero sin haber querido dejar del todo
los atavíos y costumbres tradicionales, la boina y el pito, le dice:
"Mire, yo no soy más que un vasco bruto..." haya necesidad alguna de
creer que él mismo piensa lo que dice.
- XIV -
EL RECADO
Se acabó la esquila; las latas han sido
cambiadas por vales contra el pulpero; la cocinera, ya medio empaquetada con
pilchas compradas a unos turcos que, al olor de los pesos, han caído como
chimangos sobre una osamenta, está preparando el último almuerzo. Algunos
esquiladores andan por allí, recogiendo sus tropillas; otros se lavan en una
tina cerca del pozo, mientras que aquellos concluyen de perder a la taba el
producto de su penoso trabajo.
-"¡Te corro tres cuadras al gateado,
che! ¡Antonio!" Grita un gaucho a otro que se viene acercando despacio al
palenque, montado en pelo, en un vigoroso animal.
-"No sé correr", contesta
Antonio, algo serio. Y efectivamente, no sabe correr; no juega, no toma,
tampoco; es mozo trabajador y ordenado, que emplea en vestirse bien o en
comprar algún animal para su tropilla, o alguna pieza para el recado, la
platita que gana, fuera de lo que va para ayudar el gasto de la familia: su madre
y los hermanitos.
Se apeó, y empieza a ensillar. Con la
palma de la mano, limpia, acariciándolo, el lomo, sanito, del animal. Extiende
encima, bien doblada, una bolsa de lona que servirá de envoltorio al recado, en
caso de tener que viajar en galera o en ferrocarril, lo que, algunas veces, le
sucede, cuando trabaja en arreos, pues es muy buscado por los capataces, que
saben apreciar sus buenas condiciones.
Después una jerga, dura de sudor y de
pelo pegado; otra jerga, más nueva; una matra de lana gruesa, muy usada; otra
matra, de lana también, de fabricación santiagueña, fuerte, espesa. Encima,
echa un mandil afelpado, y sobre él, una carona de cuero estampado.
Acomoda con cuidado los bastos; desliza
en ellos la cincha ancha de cuero crudo, la encimera con los estribos de suela
y el lazo trenzado, que cae, adorno típico y original, en la grupa: las junta
con los correones. Cincha, tira con las manos y los dientes; el caballo
encerrado como en un corsé, bambolea, gruñe y se resigna.
Vienen ahora los aperos de lujo: un cuero de carnero, el cojinillo
chileno, un sobrepuesto grande de carpincho, y la sobrecincha de colores
vistosos de los días de fiesta; mañana pondrá el cinchón de dos vueltas, de los
días de trabajo.
Está ensillado el gateado. Lleva en el
lomo un peso de treinta kilos y lo mejor de la fortuna de su amo, pues el
recado bien completo, con las riendas trensadas y sus pasadores de plata, el
bozal primorosamente trabajado, no dejan de representar para el peón una buena
cantidad de días de trabajo.
Y atando del cabestro el caballo al
palenque, Antonio se fue a almorzar.
..."Se va un gateado
ensillado!" gritó de repente uno de los compañeros, con el involuntario y
secreto goce del que da a otro una noticia desagradable.
Se paró Antonio, y echando a la cintura
el cuchillo con que estaba comiendo, de un salto estuvo en el palenque.
-"Toma el mío", le dijo otro
esquilador; y ligero, saltó y echó a correr al galope, dando una vuelta bien
abierta, para no asustar al gateado que todavía no había tomado vuelo, ni
desparramado las pilchas, y cortándole pronto el paso, lo agarró, sin bajar,
del cabestro y lo trajo al tranco hasta el palenque.
Le había latido algo fuerte el corazón al
ver así expuestas a perderse por los suyos, los cañadones y otros escondrijos
desconocidos de la Pampa, las piezas del recado, fruto de sus ahorros, que
constituía para él no solo la montura, el instrumento de su trabajo, sino
también la mayor de las comodidades de su vida errante, la cama confortable
para pasar noches a la intemperie.
- XV -
HA SIDO INDIO...
Un magnífico sargento de artillería venía
en el tren: alto, fornido, fuerte, corpulento.
Las botas lustrosas, el sable brillante,
la cartuchera y sus correas limpitas, el uniforme bien cepillado, el kepí, con
su galón de oro, elegantemente colocado en la cabeza, todo hacia de él un
modelo de aseo y de corrección militar.
Llamaba la atención, no sólo su porte
marcial, sino también el aspecto serio de sus facciones, algo morenas, pero
bastante finas, a pesar de los pómulos un poco salientes, y en las cuales se
podía leer el orgullo de ser lo que era.
-"¡Lindo hombre!, dije a mi
compañero; ¡hermoso soldado!
-Ha sido indio...", me contestó.
Esta simple palabra, evocadora de toda una era pasada y casi
olvidada, de malones, de alaridos, de lanzazos, de peleas, de matanzas, de
glorias y de miserias, me hizo acordar que a muchos otros había conocido yo,
que también habían sido indios, y durante un rato, repasé en mi memoria a todos
ellos.
Después de la gran ráfaga que de 1875 a
1877, con Alsina primero y Roca después, acabó de barrer al salvaje de la
Pampa, millares de indios, de toda edad y de todo sexo, quedaron dispersos.
Unos, en tribus enteras, se sometieron,
siendo pasados por el hisopo y bautizados al por mayor; otros se resistieron,
bravos hasta la muerte y fueron pasados por las armas, peleando, quedando la
chusma en poder del vencedor.
A ciertas tribus, el gobierno regaló
tierras en propiedad, para que dejasen de ser los nómades de antes y empezaran
a civilizarse por el trabajo. Muchos indios adultos fueron incorporados al
ejército, a la escuadra, cambiando la lanza por el remington, el caballo por
las vergas del palo mayor.
Muchísimos niños indios, en fin, fueron
entregados a las familias que los pidieron, quedando en ellas como sirvientes.
Suertes diferentes han sacado estos, en la lotería del destino.
Una hija de cacique, adoptada por sus
amos, educada y dotada por ellos, admirablemente instruida, sedujo por su
gracia exótica a un gentil hombre de la alta sociedad europea, que la hizo
condesa; y algunos, allá, seguramente, en los salones aristocráticos, no
dejarán de cuchichear: "Ha sido india."
Otro conocí a quien nunca le pudieron
quitar la mala costumbre de robar a su amo, toda la plata que podía encontrar
en la casa. Tuvieron que renunciar a educarlo y lo devolvieron al ejército.
Indio había sido; indio había quedado.
Cierta tribu, colocada en tierras que le
ha dado el gobierno, cerca de un pueblo bastante adelantado de la provincia de
Buenos Aires, ha conservado muchas de sus antiguas costumbres: la carne de
yegua, por ejemplo, y particularmente de yegua ajena, es todavía, para muchos
de ellos, la comida de su predilección.
Poco les gusta el trabajo, y, bajo este
concepto, pocos progresos puede la agricultura esperar de ellos. Hay, asimismo,
unas pocas excepciones que prueban la facultad de asimilación que posee esa
gente, cuando está bien dirigida, y existen allí familias seguramente tan
civilizadas como muchas de las que nos llegan de ciertas partes de Europa.
De éstas salen una cantidad de jóvenes
colocados como empleados en las diversas reparticiones administrativas locales,
donde llenan sus puestos con la misma competencia y la misma honradez, matizada
de lucrativa viveza, que cualquier cristiano de origen. Y también se ocupan de
política, enrolados todos en un mismo partido, al éxito del cual contribuirán
irresistiblemente, peleadores como son, por atavismo, mientras las elecciones
se hagan a tiros y tajos.
También entre ellos, hay algunos que han
nacido, viven y vivirán indios, sin compostura: sanguinarios, traidores,
ladrones, viciosos, incapaces de cualquier trabajo y que sólo respetan la
fuerza bruta. Estos, poco a poco, van desapareciendo, por la ley natural de la
lucha por la vida; ebrios, se matan unos a otros con la mayor desenvoltura, y
los reglamentos de la esgrima tienen poco valor para estos salvajes. He visto a
uno degollar, sin la menor vacilación, a un pobre santiagueño que, peleando y
reculando, había caído de repente en una barrica vacía enterrada a ras del
suelo, detrás de él.
Otros hay que no conocen del idioma
nacional más que una palabra: "¡Caña!"
Todos están, en terreno indiviso, con los
mismos derechos, los que viven de robo, como los que se dedican a cultivar la
tierra y a criar hacienda; para el progreso de las localidades donde se
encuentran, sería mejor repartirles la tierra, dando a cada individuo o familia
su título de propiedad, pues así pronto venderían su lote los haraganes a los
que trabajan; yéndose del pago, a vagar a otra parte y a desaparecer, elemento
indigno de ser otra cosa que indio.
También podrían algunos encontrar su
colocación en la brillante escolta presidencial, de coraceros armados a lanza,
elegidos entre puros indios, como una evocación de la conquista del desierto
por él mismo que la hizo, espiritual fantasía cesariana, que vino, como en la
Roma imperial, a formar con los restos de las tribus sometidas, la guardia
pretoriana de su mismo vencedor; consagración, a la vez, de la verdadera
nacionalidad del indio argentino, llamado al honor de cuidar de la persona del
primer magistrado de la República.
-"Patrón -me dijo una vez, en su
media lengua, una pobre india vieja- leer carta."
Leí la carta: estaba fechada en la cárcel
provincial, escrita con muy linda letra, muy buen estilo, de ortografía
correcta. Contaba el hijo a la madre, la desgracia que le había sucedido:
encargado de una estancia, había muerto a un capataz; en legítima defensa,
decía. Puede ser.
Al leer la carta, me parecía conocer la
letra: al llegar a la firma, me acordé haber conocido al escritor de
dependiente en una casa de negocio. Muchacho serio, instruido, había sido
educado en una excelente familia, habiendo hecho con ella un viaje a Europa,
donde había aprendido algo el francés.
Desde varios años, lo había perdido de
vista; me lo volvía a encontrar; y miraba con cierta melancolía a esa pobre
madre india, ansiosa de tener noticias del hijo, orgullo de su vida humilde, y
a quien iba a tener que dar la noticia de que el pobre, en un momento de
arrebato, se había acordado... de haber sido indio.
- XVI -
AVES NEGRAS
Los tiempos son duros, la plata escasa,
el trabajo honrado mal retribuido y la vida cara. En semejante situación, unos
trabajan con más ardor, otros viven de privaciones, todos se empeñan en salvar
el paso, a la espera de días mejores, de abundante cosecha y de comercio más
fácil.
Las aves negras, ellas, revolotean por
encima de las ruinas, buscando su presa, entre la multitud atareada, en lo más
gordo, lo más sano del cuerpo social.
Con gritos de cuervo, despedazan el
honor, los bienes de sus víctimas; las difaman, las calumnian; y si dan con
infelices incautos, los despojan en conciencia de todo lo que constituye la
vida: fama, fortuna, libertad.
¿Sus armas?... ¡La ley!
-¡Sí, la ley! La ley falseada, manoseada,
conculcada por sus maniobras infames, por sus mentiras atrevidas, por sus
acusaciones audaces que pueden obligar al juez más recto a poner a disposición
de estos forajidos y en contra del inocente, las armas sagradas que le han sido
confiadas para castigar al culpable y defender al débil.
Escarban en las deficencias de la ley
como en estiércol nutritivo, y las saben aprovechar con astucia.
En ciertas provincias, por ejemplo, les
bastará para armar su trampa, declarar bajo juramento, que la víctima elegida,
-un hombre honrado, de buena fama, de buena familia, de posición desahogada,
conquistada por su trabajo,- ha robado a su protegido, -un pobre desgraciado,-
afirman, -cuyo sudor vertido a torrentes,- claman, -le había permitido hacerse
de una puntita de animales.
La
víctima del ave negra es negociante; el acusador, o sea el protegido del
pájaro, es un infame borracho, que ha dado en pago al negociante sus animales,
que apenas valían la cuarta parte de lo que le debía. Una irregularidad
cualquiera en la transmisión de los animales, ahí está la base de la querella.
Una pirámide sobre la punta de un
alfiler: pero el ave negra es hombre muy vivo.
Compra testigos, -con promesas, que son
más baratas;- tiene sus espías que vigilan a la víctima y hacen correr sobre
ella, mientras se forma secretamente un sumario, los díceres más tremendos,
arruinándola moralmente, antes de asestarle el golpe final. Crean la atmósfera
deletérea que debe turbar la conciencia del juez y la opinión pública.
Y consiguen al fin, con sus solas
afirmaciones, -victoria bochornosa sobre la justicia,- una orden de prisión
contra este ladrón, acusado de haber despojado a un pobre trabajador; y lo
traen, sin que nunca haya sido siquiera interrogado por autoridad alguna,
preso, como criminal, bajo las miradas de las poblaciones, por donde pasa, con
su comitiva de policianos, infligiendo así a un inocente, un tormento moral
inmenso, un perjuicio incalculable a su crédito, a su reputación, y el buitre
asqueroso se encarniza en su víctima, renovando cada día sus tormentos.
Cubrirla de vergüenza no ha sido más que
el primer paso del proceso; es la baba, con la cual el reptil acomoda su presa,
para tragarla con más facilidad.
El hombre honrado, rico, acostumbrado a
vivir decentemente, está preso; encerrado en un calabozo, vive entre
criminales, entregado a la desesperación.
El ave negra le manda un emisario, quien,
hipócrita, le ofrece sus servicios para defenderlo, o más bien para arreglar el
asunto amigablemente, y dejarlo así pronto en libertad, mediante una buena suma
de dinero.
Raras veces resiste la víctima, y paga.
El ave negra remonta el vuelo con cantos
de victoria, y si, algunas veces, se oyen también gritos de pelea, son las aves
más pequeñas que reclaman su parte del botín.
Estos procuradores que, de las leyes, no
conocen más que el medio de darles vuelta, constituyen una verdadera y terrible
plaga para la campaña. Abundan en los pueblitos, y como los asuntos, en
realidad, serían pocos para hacer vivir toda la bandada, los hacen nacer de
cualquier incidente.
La táctica es ingenua: consiste en
incitar a un hombre que no tenga con que caerse muerto, a entablar una demanda
por cualquier pretexto, a uno que tenga bienes. Por un error en una cuenta; por
una palabra altisonante que se pueda reputar injuriosa, lanzada en un momento
de legítimo enojo; por una diferencia en la repartición de intereses; por una
exigencia absurda de retribución de algún trabajo; por cualquier cosa, se
empieza un pleito. Al que demanda, que es algún cachafaz atorrante, no le
cuesta nada, pues solo tendrá que dar un poder al atorrante cachafaz que es el
ave negra, y este mismo lo toma a su cargo. Y empiezan los procedimientos,
fastidiosos, costosos, enojosos, con embargos que paralizan al productor, las
citas a juicios verbales, a treinta leguas de distancia; los términos
perentorios para la prueba, que entorpecen todo trabajo, haciéndole perder al
demandado tiempo, plata y paciencia, hasta que se decida a transar para comprar
la paz.
El ave negra se traga la ostra, y el
cómplice lo queda mirando.
Para estos repugnantes insectos, nada
vale lo que una buena testamentaria; y puede dormir tranquilo su último sueño,
el difunto cuyos bienes caen a sus manos hábiles. No los dilapidarán sus hijos.
Es un fenómeno curioso lo poco que
producen y se reproducen las haciendas de ciertas testamentarias. Será que lo
sienten al finado.
Da vergüenza decirlo: hay en ciertos
pueblos importantes de la República, abogados recibidos, doctores en leyes, que
no vacilan en volverse aves negras. Gritan muy fuerte que defienden al pobre
contra el poderoso, al débil contra los abusos de la autoridad; y en los
primeros tiempos, algunos los creen y los felicitan... Dura poco la leyenda.
Pronto ven que, indigno del noble título
de abogado, el que se da por desinteresado defensor de los pobres, no es más
que un doctor en inmundicias, que envilece la Justicia, y se rodea de
malhechores para conquistar algunos pesos, primero, y formarse, después, un
núcleo de electores; pues anda pastoreando,... nada menos que alguna de las más
altas magistraturas provincianas.
A veces se hace el Quijote; cuando puede,
el tirano; no pasa de un ave de rapiña que, en vez de los cadúceos consulares
que ambiciona, logra a menudo los palos que merece.
- XVII -
GALOPE NOCTURNO
-"Señor, la galera salió esta
mañana, de madrugada, como siempre, el 30. Ahora, volverá a salir, el 6."
Me quedé aniquilado, con la noticia. El
fondero depositó mi valija en la mesa, mi recado en un rincón y se retiró,
disimulando discretamente la alegría que le causaba mi mala suerte.
¡Seis días de pueblito! Sin nada que
hacer, y con el desconsuelo de ver todos mis planes descompaginados.
¿Volver a la ciudad? ¿Buscar alguna
volanta? De antemano sabía que nunca encontraría cochero que tuviera los
caballos necesarios para hacer veinticinco leguas. Rabiando estaba, y casi a
punto, asimismo, de resignarme, a la fuerza, cuando cruzó por el patio un
conocido mío.
De raza pampa pura, pero criado y educado
por cristianos, había llegado a establecer una casa de negocio, en el extremo
límite de la civilización, en aquel tiempo; y prosperaba, vendiendo sus efectos
a los precios que quería, cambiándolos a los boleadores y matreros que poblaban
entonces estas soledades, por quillangos, plumas de avestruz y otros productos
del desierto.
Nos saludamos, y le conté el caso.
Servicial y generoso, sin vacilar un rato, se puso a mi disposición.
-"Me voy esta noche, dijo; lo llevo.
Tenemos, con mi peón, nueve caballos; nos sobran. La noche será hermosa,
templada, corta, con luna; ¿qué más quiere? Mañana los cazamos en cama a todos
los de su casa. -¿Cómo a pegar malón, no es cierto? le dije yo." Se sonrió:
-"Así es; así soy yo. Siempre ligero para andar. Vamos,
hombre, decídase. A las seis, salgo.
-Bueno, vamos, contesté, y gracias."
A las seis, nos pusimos en marcha. Como
era a fines de Diciembre, hacía todavía calor, a pesar de la hora avanzada,
pero un calor muy soportable, sin rayos abrasadores. Seguimos bastante ligero,
pero sin apurarnos demasiado, y como quien quiere conservar sus fuerzas, un
camino muy seco, bastante parejo, en el cual no nos podía dar ningún trabajo el
arreo, entre tres, de una tropillita bien entablada, como era la de mi amigo.
Ting, ting, ting, hacia por delante la
campanilla de la yegua madrina, trotando largo; y por detrás, cerquita de ella
y como rodeándola, los seis caballos sueltos, emparejando su paso con el suyo.
Ibamos alegremente, conversando de mil cosas, en ese estado de excitación
inconsciente e íntima satisfacción, que produce la ligera y acompasada sacudida
del galope del caballo.
A las ocho, se apagó del todo el sol, y
sin que se pusiera muy obscura la noche, poca claridad nos daban las estrellas,
al venir llegando, una tras de otra, a la gran tertulia que, cada noche, forman
allá arriba. Las habría convidado la luna; pero ésta todavía se estaba
vistiendo.
Aprovechamos su ausencia para entrar un
rato en una casa conocida, donde nos dieron de comer y donde descansamos una
hora, hasta que apareció la reina de la noche, esparciendo en la llanura y la
atmósfera, como una nube de polvos plateados.
Volvimos a ensillar, mudando caballos, y fresquitos
y reposados, con nuevo coraje, seguimos el viaje.
A las horas, y poco a poco, la
conversación se fue muriendo. Cada uno parecía recogerse en sus propios
pensamientos: pero creo que más bien era que ninguno ya los tenía. De cuando en
cuando, relucía un fósforo y prendíamos un cigarro.
Ting, ting, ting, hacía siempre la
campanilla, y resonaba el trote de los caballos sueltos y el galope de los tres
montados, y el camino iba deslizándose, unas veces seco y duro, otras veces
algo húmedo y blando, cortado por unas matas de paja que hacían saltar o
viborear los fletes; y sin conversar, sin pronunciar más que una que otra
palabra para excitar a los animales, galopeábamos como fantasmas en la noche.
Sé que hemos mudado caballos, dos os tres
veces; los hemos agarrado, hemos desensillado y vuelto a ensillar; sé que hemos
atravesado un arroyo muy encajonado y con poca agua; tengo un recuerdo vago que
tropezó muy fuerte mi caballo, y que mi compañero me felicitó por haberlo
sostenido. Acepté la felicitación, pero no la contesté, por poco merecida; si
no rodé, fue por efecto del sobresalto que sentí, al despertarme bruscamente,
cuando tropezó el mancarrón.
Y seguimos así, horas y más horas,
galopando dormidos, sin sentirlas correr; y me acuerdo, si, que cuando, con el
alba, aclaró el horizonte, sentí en todo el cuerpo un calofrío que me sacudió;
renací a la vida, abrí los ojos, volví a oír claramente delante mí: ting, ting,
ting, y me pude cerciorar que estaba a caballo, siguiendo la tropilla, lo mismo
que mis dos compañeros.
Quedaba a penas legua y media para
llegar. Se divisaba el monte naciente de la estancia, y casi, casi, los cazamos
a todos en la cama.
Y mi amigo, el pampa, me dijo:
-"También habían sabido guapear, los
gr... extranjeros".
- XVIII -
COMPADRES
¡Dios bendice a las familias numerosas!
Es este un dicho que, si tiene poco de verdad, por lo menos sirve de excusa a
muchos padres imprudentes que se figuran, al parecer, que lo mismo es aumentar
su familia como aumentar su majada.
Don Anacleto fingía ser de esa opinión, y
cuando completó su docena de hijos, sabía decir a los que lo felicitaban, con
ciertas restricciones compasivas o burlonas, que todavía no le bastaban y que
más pares de brazos lo mandara Dios, más trabajo podría hacer.
Añadiremos que don Anacleto era un
insigne haragán que, en ningún tiempo, había hecho mucho trabajo, y que los
mayores de sus hijos, que recién empezaban a ser hombrecitos, parecían más
dispuestos a ayudarle en no hacer nada, que a cuidarle los intereses con mucho
empeño.
Así mismo siempre le servían de algo, y
si antes de tenerlos, trabajaba poco, casi podía ahora dejarlos del todo al
cuidado de la majada y mandarse mudar para la esquina, donde le gustaba mucho
pasar las horas, en las emociones siempre renovadas de un truco lleno de
peripecias.
Lo que no decía don Anacleto es que, para
ayudar a Dios a bendecir a su numerosa familia, sabía elegir con un tino
especial a los padrinos de sus hijos.
Cada hijo, cada padrino, y cada padrino es un compadre; y todos
saben que, en la campaña, un compadre que se respeta y toma a lo serio su
misión, es mucho más que un amigo, algo más que un hermano. El compadre, aunque
no entre para nada en la paternidad de la criatura que le atribuyen, a la
fuerza tiene que compartir algunas de sus cargas.
A don Anacleto, astuto y pobre como era,
no se le podían escapar las grandes ventajas que le podía atraer el tener para
compadres, gente de mayor fortuna que él, lo que no era muy difícil, por
cierto, y lo que supo conseguirá fuerza de hábiles zalamerías.
Tenía un compadre cuyas majadas, muy
refinadas, le servían de plantel, para sacar carneros.
-"¡No me lo cape! Amigo;" decía
él, en la señalada, ponderando algún cordero que le gustaba y que iban a
operar, y la respuesta natural era:
"¿Le gusta, don Anacleto?
-¡Cómo no, compadre!
- Bueno, tómelo para las ovejitas de mi
ahijado".
Esto de las ovejitas, no quedaba perdido,
-sino enterrado hasta que brotase,- el día del santo del niño o de su
cumpleaños. Y si el compadre no se acordaba, fácil era hacerse entender, con
decirle que el pobre carnerito, ahora que era grande, se aburría solo y que
sería bueno casarlo.
Otro tenía muy buenas yeguas ¿y cómo,
entonces, hubiera faltado a su ahijado un buen padrillito y un potrillo o una
potranca?
Al vasco tambero, padrino de la hija
mayor, siempre se le podía pedir algo; pues, era muy bueno, el hombre, muy
servicial, loco con la chica, y siempre dispuesto a prestar, a dar, a ofrecer
lo que le iban a pedir. No faltaba leche en casa de don Anacleto.
A otro, éste le hacía cortar la
alfalfita, porque tenía máquina y que no se la quería pedir prestada, pues no
la sabía manejar, y se la hubiera podido romper. Y éste le mandaba sus hijos,
para entrar el pasto o ayudarle a esquilar; aquel siempre tenía el colgadero
lleno de carne -¡qué casualidad!- Justamente cuando, por uno u otro motivo, don
Anacleto no había podido carnear.
No le faltaba un compadre a don Anacleto
en el juzgado, que siempre le podía servir mucho, en algún apuro, para evitar
de ser llevado en caso de revolución, o que le arreasen los caballos, o
cualquier otra cosa.
Hasta tenía D. Anacleto un compadre muy
aficionado al trago, en busca de quien iba, los días de farra, y sin el cual no
había fiesta posible; pues era hombre liberal y bastante bien de fortuna, que
poco miraba los pesos, una vez tomado, y que no hubiera permitido jamás que su
compadre Anacleto pagase un peso, estando él.
A otro, pulpero rico, lo tenía de
banquero; y era cosa de ver las cartas que le dirigía don Anacleto, tratándolo
cariñosamente de: "Mi querido compadre", cuando le escribía para
pedirle plata prestada, y contestando por un: "Muy señor mío", seco
como un Pampero, a los discretísimos reclamos del compadre, cuando éste
solicitaba alguna devolución a cuenta.
Y vivía muy bien, así, nuestro hombre,
feliz y satisfecho, cantando las glorias de Dios que bendice a las familias
numerosas. Pero le sucedió al pobre, que uno de sus hijos murió, criatura de
ocho meses. Lo lloró junto con el correspondiente compadre, tratando de hacerle
bien comprenderá éste, que, aunque se hubiera ido el ahijado, no soltaba él al
padrino.
Pero dió con una de estas naturalezas
difícilmente pechables, que no sirven para nada: y, como de las grandes
afecciones nacen los grandes odios, le crió al ingrato una rabia incurable,
persiguiéndolo con su desprecio en todas partes, hablando de él a todos sus demás
compadres, como de un hombre sin moralidad, incapaz de comprender lo sublime
del compadrazgo, indigno de ser nunca elegido para padrino de un niño de
familia decente.
Y estos anatemas hacían temblar a los
compadres fieles, manteniéndolos firmes en la senda del deber.
- XIX -
PAMPA VIRGEN
Interminable, el camino chileno hace
serpear por la llanura, su cinta ancha, de múltiples huellas paralelas,
buscando las lagunas de agua dulce, dando vueltas repentinas para evitar un
médano o buscar el vado de un arroyo, cambiando de dirección a cada rato, sin
más motivo aparente que la fantasía y el capricho de las tribus salvajes, que
han ahondado sus sendas con el casco silencioso de sus caballos, al venir a
comerciar con los cristianos o a invadir las estancias fronterizas.
Sin tratar de mejorarlo nunca, ni de
acortar sus enormes e inútiles vueltas, lo han aprovechado las expediciones
militares mandadas contra los indios. Han edificado los fortines en sus
orillas, y las tropas de carretas de los proveedores han hecho sonar en él sus
bujes, durante muchos años.
Por él han pasado, en tiempos remotos,
esas curiosas comitivas de la Audiencia real española que venía, de cuando en
cuando, desde el Perú, para hacer pesar en Buenos Aires naciente, su justicia
ambulante y cara.
Por él, han entrado las terribles
invasiones de los indios; por él han vuelto los malones, arreando las inmensas
tropas de hacienda robada, y las cristianas cautivas, arrebatadas a su mediana
civilización, para servir de esclavas a sus feroces raptores.
La Pampa se extiende, gris y monótona,
cubierta de pasto puna, de aspecto tan triste, con su color verdoso, sin más
señal de vida que las innumerables perdices que van, inquietas, siguiendo la
huella, durante algunos momentos, antes de cruzarla, para esconderse de nuevo
entre el pasto.
Ya deja el ojo de divisar los últimos
ranchos que todavía, de lejos en lejos, aparecían como los centinelas avanzados
de esta civilización precaria, que no conoce más lujo que un débil abrigo
contra la intemperie, ni más industria que la caza.
En la punta de un médano, se ve aparecer
un bulto. Es un jinete; por la luz medio apagada del sol otoñal, se destaca en
el cielo con líneas tan crudas, que parece una silueta de papel negro
recortado, pegada sobre otro papel azul.
Escudriña el horizonte; pronto nos ve, y
al conocer que venimos varios hombres y muchos caballos, se para un rato en la
cima del médano, como pequeña estatua en un gran pedestal, y luego desaparece.
Su gente está ahora sobre aviso.
Todo movimiento en la Pampa desierta es,
tanto para el hombre como para los animales, motivo de desconfianza. Al menor
ruido, el venado alza la cabeza, presta el oído, y corre algunos pasos para
despertar y tener alerta la tropilla que le sigue; el avestruz se endereza y
también echa a correr, inflando las alas; el padrillo relincha y junta sus
yeguas, y de uno a otro, cunde el pánico, como si donde mayor es la soledad,
mayores fueran los peligros.
Al anochecer, encontramos en un hueco,
una especie de cueva cavada en la tierra al pie de otro médano, techada con
paja. Algo retirados de ella, juntamos nuestras tropillas y mandamos a un
hombre a reconocer el sitio.
La guarida pertenece a un matrero
conocido, desertor, que debe varias muertes y se ha internado en la Pampa,
donde vive de boleadas, changueando de vaqueano, huyendo de la sociedad, que no
podría tener para él sino castigos.
Salió una mujer, conversó con nuestro
emisario y un muchacho trepó a caballo el médano, poniéndose atravesado e
inmóvil, como ya lo hablamos visto hacer por otro. Poco tiempo después, asomó
en otra cumbre un jinete, y sin cambiar más señales, se habían comprendido.
Pronto vimos llegar, uno tras otro,
varios jinetes, rodeados de numerosos galgos; de los tientos, colgaban los
despojos sanguinolentos de los avestruces boleados en el día; y jadeantes, los
perros dirigían al amo miradas de tímida impaciencia, al ver tirar en el suelo,
con los recados, los alones flacos, bien miserable ración para aplacar tanta
hambre.
-"¡Tata! ¡Un león!"
Ibamos bajando la falda interior de un
médano para dar agua a los caballos en el charco que encerraba, cuando el hijo
de nuestro vaqueano, a punto de entrar en un huncalito que ahí estaba, llamó
así a su padre. Se acercó el gaucho, miró el rastro que le indicaba el
muchacho, y antes que tuviera tiempo de decirle: "Esto no es león, es
tigre!" Su caballo recibía en el anca un terrible manotón que lo hizo
encabritar.
Todos nos apeamos y rodeamos, con armas
en la mano, el huncal y la lagunita. Solo volvió a montar a caballo el
vaqueano, después de haber atado sus galgos, por cuya vida tenía fundados
temores.
Pero la fiera parecía poco dispuesta a
salir del huncal, para afrontar nuestros tiros. Se adelantó algo en la orilla
el gaucho, y tiró un hueso, diciendo: "¡Ahí está!"
Un tiro con munición patera dirigido en
el mismo lugar hizo pegar un brinco al tigre, y en el acto recibió una bala de
revolver. Se decidió entonces a mostrarse.
Hinchado el lomo como gato enojado,
gruñendo, se dirigió lentamente, como fastidiado por una visita inoportuna que
le hubieran obligado a devolver, hacia el grupo de los tiradores. Parecía
vacilar y no saber a quien dirigir el primer saludo, cuando fijó la mirada en
el caballo del gaucho, y se quiso abalanzar. Un tiro de Winchester lo hizo
parar, y volvió al juncal como si no le gustase ya el juego.
Al rato, un galguito blanco se desató,
entró con todo coraje en el juncal, sin que lo pudiese detener el amo; ladró un
momento, pegó un gritó, como un ladrido ahogado, y no volvió más a salir.
El gaucho, viendo entonces que todos los
esfuerzos eran vanos para conseguir la presencia del animal, espoleó su caballo
tembloroso, entrando resueltamente lazo en mano, en el medio del huncal, y
pronto salió de él, arrastrando, enlazada de la boca, una magnífica tigra, a
quien una bala de Winchester, en la cabeza, quitó para siempre las ganas de
matar galgos.
Y seguimos así viaje, varios días, por
llanuras y médanos, comiendo puchero de perdices y perdices asadas, por no
encontrar otra cosa; y no hay goce mayor, a pesar de las privaciones, que pisar
tierra desconocida, desierta, destinada a ser poblada mañana, pero todavía con
todo su sabor de inviolada soledad.
Para facilitar la vuelta a algún punto
fijo, íbamos sembrando, de trecho en trecho, fósforos prendidos, y detrás de
nosotros, en la atmósfera tranquila, se levantaban grandes columnas de humo,
indicadoras del buen camino para volver.
Médanos áridos, apenas cubiertos de pasto
duro y ralo, de terreno rugoso, lleno de socotrocos; valles encantados,
rodeando de sus pastos florecidos alguna laguna celeste, llena de flamencos
rosados, y todo alrededor, sorprendidos en un sueño, de pronto sacudido por una
fuga de relámpagos, venados, avestruces, baguales y otros bichos de la Pampa.
De un charco, sacamos un pobre venado
empantanado, y lo depositamos salvo y sano en la orilla, dejándolo entregado a
las curiosas reflexiones que puede hacer un venado, en estas condiciones, sobre
la generosidad humana, de la cual había dudado con razón hasta entonces. ¡No te
fíes de ella, Damián y no te vayas a figurar que por haberle pasado semejante
cosa, por casualidad, la Pampa sea el Edén!
- XX -
LA TAPERA
En la verde loma, está el árbol
solitario, meneando suavemente sus ramas. Es un sauce llorón, viejo ya, cuya
cáscara está, en mil partes, roída por el diente destructor de las ovejas.
Las vacas vienen, perezosas, a refregarse
en su tronco, y lo hacen pulido, relumbroso. Tratan, estirando la punta roma
del hocico húmedo, de alcanzar con la lengua la extremidad de sus primeras
ramitas.
Nada lo protege ya contra sus ataques; el
tiempo ha borrado las zanjas; el pasto cubre, casi íntegro, el lugar que fue el
corral de las ovejas.
Parece llorar el árbol abandonado, la
ausencia de aquel que lo plantó. La sombra, inútil ya, no abrigará más a
aquella alegre bandada de niños, que venían a jugar a sus pies, y a quienes ha
visto crecer. Los pajaritos han dejado de hacer en él su nido; sólo, el
carancho ha elegido domicilio en sus ramas altas, y de su cumbre, acecha al
cordero dormido.
Tristemente, sopla el viento en su
cabellera, y de noche, el transeúnte oye gemir el árbol. Las caricias del sol
le son indiferentes, y luto es, para él hasta su traje primaveral.
¡Está solo!...
El humilde rancho ha desaparecido, con
sus perros bulliciosos y turbulentos, con el balido de sus ovejas. La familia
se fue a otros pagos, llevándose todo, su rebañito, su pobre equipaje y sus
esperanzas. No ha dejado más, alrededor del solitario, que un hornito en
ruinas, que ya no se verá coronado de alegre humareda,- y abrojos, y espinas,
inevitable vestigio del pasaje del hombre...
¡Cuántos
corazones humanos son una tapera!