LUCIO VICTORIO MANSILLA
LARGO es el período de la historia
argentina que testimonia Lucio Victorio Mansilla, no sólo en aquellos hechos en
que él mismo intervino o fue testigo comprometido, sino también en aquellos
cuyo conocimiento minucioso inquirió entre sus allegados, ante todo en su
padre, el General Lucio Mansilla, guerrero de la independencia y hombre
importante de la era rivadaviana. Las puntuales referencias de los escritos de
Mansilla van comentando su existencia y el contorno del mundo inmediato, a la
vez que los acontecimientos de un pasado cuyos últimos reflejos advertía en
seres cercanos. Es tan estricta la constancia de estos datos, que el más justo
y detallado de sus biógrafos -Enrique Popolizio- ha podido coordinar las
referencias personales, dando un aire de cordial intimidad a la biografía de
Mansilla, y asombrándose de que un hecho señalado por un contemporáneo no
aparezca confirmado por aquel evocador preciso
Desde los últimos años del gobierno de
Rozas, su tío materno, Mansilla -nacido en 1831- pudo observar el desarrollo
social y político de la Argentina, hasta los primeros lustros del siglo, atento
desde París a las noticias patrias, y deseando regresar, aunque fuera
temporariamente, y ya con la nostalgia parisina, a su Buenos Aires. Vio de
cerca a Rozas y a los hombres de su gobierno, como a la corte de Manuelita en
Palermo; advirtió, veladamente, los conflictos políticos creados por la
dictadura y vislumbró algunas de sus persecuciones. No fue sorprendido por
Caseros y la caída del Gobernador de Buenos Aires; testificó los conflictos
civiles que iban demorando la constitución definitiva y vivió en la Capital de
la Confederación. Estuvo cerca de varios presidentes argentinos, desde Santiago
Derqui y Bartolomé Mitre hasta José Figueroa Alcorta; de algunos fue amigo,
habiendo conocido también a sus padres y a los otros parientes con esa
prolijidad genealógica de las viejas familias patricias. El general Mitre, Sarmiento,
Nicolás Avellaneda, el general Julio A. Roca, Miguel Juárez Celman, Carlos
Pellegrini, Luis Sáenz Peña, José Evaristo Uriburu, Manuel Quintana, actuaron
ante su observación prolija, siempre a la espera de que estos hombres llegados
a la presidencia -en particular Sarmiento, de cuya candidatura se sentía
iniciador- se acordasen de reconocer sus méritos. Actuó en la guerra del
Paraguay y supo comentarla con puntualidad no siempre agradable para sus jefes
Fue cronista un tanto asombrado de los cambios que desvirtuaban ciertas
tradiciones morales, sintió algún recelo ante el crecido número de inmigrantes,
que cambiaban las estructuras sociales, produciendo una clase trabajadora y de
activas ambiciones, que destruía las antiguas categorías, formadas ya, en la
colonia. Aunque ferviente propagandista del Progreso -así con relevante
mayúscula- se asombró del desproporcionado crecimiento comercial y de la
excesiva reverencia a los éxitos económicos, que terminaron dominando la
evolución argentina, hasta las crisis que se exasperan en el 90 Las
revoluciones políticas -entre 1880 y 1905- lo inquietaron como ecos de antiguas
disensiones civiles, que siempre condenó; también hacia el 90 tuvo la sorpresa
de actuar en un gobierno cuya unificación personalista fue asimilado, por
algunos críticos, al de su tío, reprobado por Mansilla quien sabía (lo afirma
ya en 1870) que "el pasado no prueba nada. Puede servir de ejemplo, de
enseñanza no".
Lucio Victorio Mansilla había nacido en
Buenos Aires el 23 de diciembre de 1831, hijo mayor del matrimonio del general
Lucio Mansilla con Agustina Ortiz de Rozas, él de cuarenta y un años, ella de
quince. Con bastante regularidad lo seguiría el nacimiento de los otros
hermanos: Eduarda -la predilecta, que llegó a ser Señora de García, y novelista
bastante popular a comienzo del Siglo- Lucio Norberto, Agustina (muerta de
meses) y Carlos. Lucio Victorio, nervioso e impresionable, se formó en un hogar
que revela singulares manías, pero donde la enseñanza se convierte en preocupación
regular. El niño asistió a tempranas clases de francés; además de la enseñanza,
no constante, en algunos colegios distinguidos, aprendió bastante en la
familia, bajo la férula materna; en el famoso colegio de M. Clarmont, estudió
gramática y latín con Juan Francisco Seguí; no fue un discípulo adelantado ni
un escritor precoz. El empleo comercial en la casa de su primo Adolfo Mansilla
habría de completar su educación. Muy joven, una romántica aventura amorosa le
impone el destierro familiar de Buenos Aires; conoce entonces el rincón de
López, residencia de su tío Gervasio Ortiz de Rozas, y el saladero paterno,
entre Ramallo y San Nicolás; en las soledades del campo lee curiosa y
desordenadamente.
En 1849 sale por primera vez al
extranjero; inicio de una serie de recorridos que luego tomarían una sola meta,
Europa, y en Europa, Francia, mejor dicho París. El primer viaje -por motivos
de negocios- lo llevaría a Calcuta; de poco le sirvieron los proyectos
comerciales, más atento a las curiosidades de las tierras nuevas y a las
demostraciones jactanciosas de su lujo de americano pudiente. De ahí la tarea
más interesante de este viaje: en 1850 comenzó a redactar su Diario -casi toda
su literatura tiene este peculiar carácter-, extraviado años más tarde, en Paraná,
con los consiguientes dolores de cabeza a causa de juicios íntimos sobre
sucesos y personas. Suez, El Cairo, París y Londres completaron el itinerario
de esta excursión, de la cual regresó a fines del 51. Al año siguiente, caída
de Rozas, y otro viaje, a Europa, esta vez en compañía de su padre, casi
huyendo de la nueva situación política. Regresó a fines de año.
En setiembre del 53, casamiento con su
prima Catalina Ortiz de Rozas y Almada, él de veintiún años y ella de
diecinueve; matrimonio juvenil que nunca congenió plenamente: concluídos los
primeros apasionamientos, comenzó una larga historia de incomprensiones, que
terminarían en separación total, mucho antes de la muerte de Catalina. En 1854,
en julio, les nace el primer varón, Andrés Pío. Los cuatro hijos nacidos de
este matrimonio morirían antes que el padre.
En 1856 ocurre un sonado escándalo en el
Teatro Argentino: Mansilla insultó públicamente al poeta y político José
Mármol, acusándolo de haber desacreditado a su madre en capítulos de Amalia, la
novela publicada en Montevideo cinco años antes. Fue una forma audaz de
presentarse en una sociedad nueva, soberbia la arrogancia del joven Mansilla,
quien -condenando a Rozas y a su gobierno- no dejaba de rehabilitar la dignidad
de sus padres; consiguió, hecho muy estimable en la época, que la opinión
pública -alentada por los periódicos- se pusiera a su favor; sin embargo, no
pudo evitarse el destierro de tres años, pena que cumpliría en la Capital de la
Confederación, Paraná, dedicado al periodismo, e interviniendo a poco en la
política. Antes de diputado, fue redactor de "El Nacional Argentino",
y conoció de cerca a muchos de los actores principales de la ciudad: Urquiza,
Derqui, Frías, Del Carril, Fraguciro, Guido, Rawson y otros, a quienes evocaría
luego con singular lucidez.
En 1859 retorna a Buenos Aires -el
escenario de sus actos-; después de Cepeda, dirige un periódico significativo
de las nuevas aspiraciones de concordia: "La Paz". Al año siguiente,
actúa en la Convención Nacional, en Santa Fe, como Secretario; en 1861
interviene en la batalla de Pavón, con el grado de Capitán de guerra, que
inicia su carrera activa de militar. Después de la lucha, destacado en Rojas,
se dedica a trabajos de táctica militar, que muestran su capacidad de
entusiasmo frente a las tareas más distintas.
En 1864 inaugura y cierra sus
presentaciones de dramaturgo, la única forma literaria que le reportó ganancias
económicas y rápido renombre: Atar Gull o Una venganza africana, inspirada en
un relato de Eugenio Sue, señala su tributo a los temas y realizaciones
románticas; la comedia Una tía, al costumbrismo. La reconocida nombradía social
lo incluyó naturalmente entre los fundadores del Círculo Literario, junto a
Valentín Alsina, José Manuel Estrada, Nicolás Avellaneda, Carlos Guido y Spano,
Eduardo Wilde, Estanislao del Campo, Pastor S. Obligado, Dardo Rocha, Luis
Sáenz Peña y otros, hombres de diversas tendencias políticas y culturales,
allegados por las preocupaciones intelectuales del momento.
La guerra de la Triple Alianza contra el
Paraguay lo lleva al frente, como Sargento mayor, bajo las órdenes del general
Emilio Mitre. El militar y el periodista coincidieron entonces: sus
colaboraciones en "La Tribuna", con los seudónimos de Falstaff,
Torulourou y Orión (éste compartido con Héctor Varela), le crearon no pocos
inconvenientes. En el mundo de sus sentimientos, comparte un amor fraternal con
Dominguito, el hijo adoptivo de Sarmiento; se ganó así la amistad del ilustre
sanjuanino, conmovido por este mentor y testigo de las últimas jornadas del
querido joven. En 1868, antes de concluida la guerra, se lo destina al mando
del sector sudeste de la línea de fronteras Córdoba-San Luis-Mendoza, con
asiento en Río Cuarto, circunstancia que motiva la más personal de sus obras
-Una excursión a los indios ranqueles-, publicada dos años después. Fueron
meses de intenso trabajo, documentado en las colaboraciones para "La
Tribuna" y en las cartas que recibían constantemente los amigos. Llega, en
el 70, a ser Coronel efectivo. A fines de este año regresa a Buenos Aires.
Había llegado en vísperas de la sorpresiva epidemia de fiebre amarilla, en la
cual perdería a su hijo Andrés, de diecisiete años; actúa valientemente en la
Comisión popular y sabe ocultar sus quebrantos personales a favor de sus
actividades públicas (en aquellos meses moría también su padre).
Siguieron años de periodista y de
político -esta actividad lo llevó al interior y al extranjero-, a la vez que de
militar, preocupado por las ordenanzas del ejército y los estudios de táctica.
Intentó también empresas comerciales en el Paraguay, en explotación de
quiméricas minas de oro. En 1878 se lo nombra Gobernador del Chaco; un año
después viaja a Europa, donde ya se encontraba su familia. Tiene entonces uno
de los encuentros que más influyeron sobre su pensamiento americano, el del
desterrado Alberdi, a quien entusiasmó para que regresara a la Argentina.
De vuelta en Buenos Aires (el viaje fue
hecho junto con el desengañado tucumano), conflictos del momento -un duelo, con
la muerte del rival- traban sus pretensiones políticas. En 1881 retorna a
Europa, como agente militar y en estudio de las posibilidades inmigratorias,
regresando a mediados del año siguiente, para volver de inmediato a Europa, con
varias misiones gubernamentales. El flamante General de brigada (el
nombramiento es de 1883) regresa al país en los comienzos del 84. Al año
siguiente vuelve a ser diputado, por el Partido Autonomista. Dos años más
tarde, regresó de Europa su hermana Eduarda, reiniciándose una relación de
mutuas comprensiones, que señalan la necesidad de cordial comunicación que
centra los actos de la vida del General. Sus Causeries del jueves, que fueron
apareciendo en el "Sud América", ilustran ampliamente esta capacidad
espiritual, de tan singular importancia en la expresión argentina.
La revolución radical del 90 lo sorprende
junto a Juárez Celman, confirmando una valiente fidelidad humana y política,
otro rasgo concordante de su vida moral.
Vendrán años difíciles: este pródigo
despilfarrador conoce períodos cercanos a la pobreza; tales quiebras
intensifican su capacidad de trabajo, sobre todo en el periodismo: las
constantes colaboraciones en "La Tribuna" y en la "Revista
Económica del Río de la Plata" lo prueban. Se le acumulan las muertes de
seres queridos: la de su hija Esperanza, que le dejaría la única nieta, Rosa
Perkins; la de la hermana predilecta. Los cargos públicos -siempre limitados
para sus ambiciones- no equilibraban las bancarrotas personales y económicas.
Vocal del Consejo Supremo de Guerra y Marina, es enviado a Europa para estudiar
la organización política de algunos países. Desde entonces, prefiere las
prolongadas estadías en París, donde ingresa a los círculos más cerradamente aristocráticos,
entre ellos el del Conde Robert de Montesquieu Fezensac.
A finales del 95 muere su mujer, con
quien se había visto poco en los últimos años; esta noticia le llega en Europa.
Mansilla comenzaba a sentir ya los síntomas de la edad: el artritismo le
provocaba dolorosos trastornos. Siguen las desgracias familiares: en la segunda
mitad de 1898 muere su madre, con quien se le habían revelado tantas
manifiestas afinidades.
Un año después, y en Londres, vuelve a
casarse, con una argentina, Mónica Torromé, viuda de Huergo. Es nombrado en la
legación argentina en Berlín, que comprendía además la representación
diplomática en Austria y en Rusia. Alternaba sus funciones con una vida social
muy intensa -como siempre-, en la que alcanza los intervalos necesarios a su
nueva curiosidad libresca, en la que abundan las relecturas de historiadores y
filósofos del pensamiento universal, a la vez que de ensayistas y narradores
contemporáneos. Convertido en respetable autoridad para los nuevos escritores
argentinos, debe leer mucho de lo que le llega periódicamente de Buenos Aires.
En 1902 renuncia a sus cargos diplomáticos radicándose definitivamente en
París. Regresa por brevísimas temporadas a Buenos Aires; seguía colaborando en
algunas publicaciones porteñas, en particular "El Diario" de Láinez,
donde aparecieron sus notas con el título de "Diario de un
expatriado". Sus colaboraciones llegaron hasta 1911.
Molesto por sus dolencias físicas y
desazonado por la impuesta inmovilidad, pasa los últimos años parisinos. Allí
murió, el 8 de octubre de 1913.
Una de las vidas más características de
la época: inquieta e inestable, como si ninguna de sus ocupaciones llenase
totalmente el ímpetu de su vocación. Aunque cumplió eficazmente con sus
distintas acciones -militares, políticas, periodísticas y diplomáticas-, parece
como que ninguna de ellas respondiese con plenitud a su aspiración definitiva,
en sus fervientes deseos de estar siempre ocupado. Vive una desazón muy
temprana, acentuada con la madurez y hecha casi patológica en la ancianidad,
sin que alcance a revelarse en sus referencias autobiográficas. Es indudable
que Mansilla se reconoció, desde joven, representante típico de las tradiciones
argentinas y con las aptitudes que debían utilizar los nuevos tiempos, y que se
sintió duramente postergado por aquellos que fueron sus amigos, inclusive por
quienes le debieron tempranas pruebas de solidaridad; pero, su innegable
capacidad de trabajo iba unida a una anárquica disposición de individualismo irreprimible,
que lo hacía colaborador limitado para cualquier jefe estricto. Las muchas
razones que él busca y rebusca para explicar su preterición en acciones de la
época pueden aceptarse sobre tal base ya que en el fondo de todas sus
protestas, más o menos directas, hay una falla profunda, una contradicción de
conciencia, que trató de eludir El niño dolorosamente sensible y asustado, el
adolescente enamoradizo y caprichoso, el joven arrogante y espectacular, el
hombre activo y apasionado, el anciano insatisfecho e inquieto -que tales
pueden ser las cifras cronológicas de su desarrollo espiritual- no ocultan esa
primera contradicción, ese desacuerdo consigo mismo y con los seres más
cercanos, que se iría acentuando con la edad.
Si el mismo Mansilla insistió en
considerarse personaje esencial (o interesadamente desplazado) de la política
contemporánea, a veces acomodada a las proporciones de su actuación, nadie dudó
que poseía modalidades que lo hacían realmente apto en el nuevo momento social.
La plasticidad de su temperamento -desde los campamentos militares y las
tolderías ranqueles hasta los más alquitarados círculos del gran mundo europeo-
ilustra, si es que cabe un distingo, la faz externa de su temperamento, apoyado
en tales jactancias. Su fracaso matrimonial, agravado por las pérdidas
sucesivas de los seres más queridos, recibidas con inusitada serenidad (que a
algunos pareció frívola), y su recobramiento ante las quiebras de fortuna,
fueron mostrando los sostenes más íntimos de su espíritu, los que él mismo
evitaba comentar con la curiosa agudeza en que sitúa a otros hombres. En esta
conducta era fiel a sí mismo y a una aceptada tradición de la literatura
americana, siempre parca en manifestaciones individuales, en lo que éstas
comunican de rasgos íntimos.
Si Mansilla hubiera tenido que elegir
entre sus diversas actividades -atento al tono funcional de la época- quizá se
habría quedado con la política, que exaltaba su plasticidad y libraba las
jactancias directivas de su carácter. Le hubiese resultado difícil la vida
militar; aunque afanoso de las reglamentaciones militares y de los estudios
tácticos, se sentía incómodo bajo el mando y la disciplina que se iban haciendo
cada vez más rigurosos En cuanto al periodismo, lo sintió primero como actividad
al servicio del político y del militar, incapaz de colmarlo plenamente; más
tarde, por este camino irá tomando conciencia de su creación literaria. Casi
toda su obra nació como colaboración periodística y, en este servicio acentuó
su notable desprecio del escritor profesional; se expresaba como forma amplia y
libre de comunicación; el gran conversador supo adecuarse al monólogo
periodístico, que le permitía la emisión abundante de las ideas, ampliando
anecdóticamente sus impresiones, documentos de la riqueza de experiencias. El
periodismo fue la forma de actualizar sus opiniones, concitador de
aquiescencias e inclusive de actos. En cualquiera de sus actividades, las
fallas derivan de su incapacidad de disciplina, individual no doblegado por los
choques y contrastes, hasta hacerse momentáneamente irritante.
Aunque Mansilla condenara la voluntad
unívoca de Rozas y los límites de su dictadura, en el fondo lo atraía la fuerza
dominante del dictador (rechazada por lo que manifestaba de
"barbarie"), representante de una fuerza americana, cuyas atracciones
se atenuaban en las temporadas europeas: Mansilla reconocía en Europa una
armonía entre la historia y el presente, entre las relaciones sociales y el
individuo, que no podía advertir en América. Distancia insalvable que lo
preocupaba una y otra vez, precisamente por las relaciones que advertía entre
lo anárquico argentino y ciertas predilecciones de su temperamento. Fue un
hombre que comprendía los desbordes de sus pasiones y que sabía contenerse,
tanto como lo frenaron quienes lo conocieron con certeza, ante todo Sarmiento;
la proliferación de anécdotas ilustrativas -con el típico carácter de la época,
que por una palabra o un gesto buscaban definir a un individuo y a sus
circunstancias- coinciden en ilustrar tales desacuerdos.
Una vez desengañado de la política (o de
los políticos) y concluida su carrera militar, se afanó en las posibilidades
del escritor, sobre la voluntad cotidiana de quien va anotando lo mucho que ha
vivido, lo que le han contado y lo que ha vislumbrado, hasta convertirse en el
más pródigo de un grupo de hombres ampliamente testimoniantes, el de los
escritores liberales del 80, por ser este decenio el de su madurez
individualidad que lo sitúa, distinguiéndolo, junto a Lucio V. López, Miguel
Cané, Eduardo Wilde, Bartolomé Mitre y Vedia, José S. Álvarez, Eugenio
Cambaceres, Julián Martel; hombres tan ocupados y tan desengañados como él;
sagaces y a la vez limitados; definitivamente argentinos -de una Argentina
raigalmente porteña.
A LOS escritores argentinos les ha sido
difícil situarse en una tradición que sostuviera las constancias nacionales,
sin desentenderse del universalismo que justifica en última instancia las
creaciones del espíritu. En los primeros años de vida independiente, la fuerte
pasión de patria sostuvo la obra literaria al servicio de intereses
extrapersonales; tanto Mariano Moreno y Bernardo de Monteagudo como Juan Cruz
Varela y Vicente López y Planes impusieron una amplia aceptación de formas de
pensamiento y de expresión, útiles a la comunicación admonitoria de una
literatura propagandista de las renovaciones y de compromisos ineludibles.
Con la aparición del romanticismo, esta
actitud se complicó. Ya no resultaba posible una literatura colmada en los
valores patricios del mensaje; fue necesaria la discriminación de los valores
gentilicios y de los personales, que confluyen en las sugerentes teorías del
iniciador: Echeverría puso lo más afinado de su inteligencia en los
diagnósticos culturales, apoyados en la filosofía romántica de la historia, que
permitía reconocer la diversidad sugerente de América en temas y en
expresiones, confirmando una mayoría de edad. Se defiende así la libertad de
una estética no reverente de modelos, sino libre en las preeminencias de lugar
y de tiempo; literatura que a fuerza de ahondar en América concluiría por
definir la aparición de un estilo del espíritu, síntesis de los hechos externos
que lo manifiestan. De esta manera se postuló una previa superación de los
costumbrismos temáticos y de las afectaciones de regionalismo verbal. Por otra
parte, Echeverría no negaba la espléndida herencia de la literatura y el idioma
español, sino que buscaba en tal honrosa comunidad la discriminación de los
matices americanos
Los prolongados años de la dictadura de
Rozas produjeron una quiebra peculiar en el pensamiento argentino: las obras
válidas en una historia de la cultura en América son pensadas, redactadas y
publicadas en el extranjero. El grupo de los proscriptos -en la insustituible
designación de Ricardo Rojas- asegura y amplía los predicados del Dogma
socialista, dando las necesarias perspectivas a la ambición nacional de
Echeverría. Fuera de la Argentina -en forzado destierro-, un grupo de jóvenes
ansiosos se dedicó al afanoso concierto de sus reflexiones personales como
manera de arraigo en el país que les había sido arrebatado. Se vivió un primer
momento de sorpresa; la oposición posterior desmesuró los datos personales y
los que podrían aprenderse en tradición de escasos valores, para predicar un
pensamiento activo sobre los hechos contemporáneos, explicándolos como forma
actual de ciertas constancias hispánicas reencarnadas en América. Si el
gobierno de Rozas y la proliferación provinciana de los caudillos fueron
juzgados como forma insostenible de barbarie, era necesario que el concepto
negativo de la historia colonial se proyectase en una herencia que destruyera
de continuo el sentido de las aspiraciones constitucionales. Este origen
nocivo, este invencible lastre demoníaco, fue sumado a la extensión
incomprensible de la tierra, circundando las fundaciones civilizadoras con la
doble esterilidad de las leguas incultivadas y la ruda formación del habitante
crecido en sus circunstancias, el gaucho, hecho signo de barbarie. El gaucho
-invariante social más que resultado étnico- tenía sus mejores representantes
en aquellos que aprendían a imponerse y dominar en las artes comunicativas y
alucinatorias del hombre de la ciudad, que daba nuevas armas a su sustancia bárbara.
Esta condición jánica de la historia y de los caudillos inspira los más
exaltados análisis y las más esforzadas condenas.
No puede culparse exclusivamente al
destierro de las incomprensiones de Sarmiento, o de Alberdi: hubo una distancia
absoluta entre su pasión civilizadora y el país que los acosó, ciñéndolos en la
dureza de la lucha por el espíritu. Para subsistir entre las contradicciones
del exilio, crearon su mensaje, actualizando estímulos del pensamiento europeo
contemporáneo, dando una nueva dimensión a los intereses de la filosofía de la
historia y a algunas posibilidades exhortativas románticas. Sarmiento es el
ejemplo más personal de esa individualización de teorías y de observaciones
reales, en ensañado combate, de resultados políticos condenables, frente a la
pasión de sus esforzadas destrucciones. La capacidad activa de su pensamiento
se asfixia en los intereses metódicos de sus últimas teorías americanistas, ya
pasadas las agonías del destierro y el activismo de las luchas gubernamentales.
Frente a tales disposiciones, Alberdi se afanó en la postulación madura de una
teoría constitucional, que se propone para combatir los mismos seres -o su
evolución larval- que motivan la inquina de Sarmiento; su persistente
desconformismo lo obligó a convertirse en perpetuo desterrado, hombre que
eligió el ostracismo para continuar su lección de crítica infatigable. Ambos
sellan definitivamente la época de los proscriptos y encauzan las perspectivas
del desarrollo inmediato posterior, aunque aparezcan nuevos motivos y nuevos
métodos. Bartolomé Mitre y Juan María Gutiérrez definen la superación de las
luchas apasionadas hacia la creación de una nueva madurez histórica, sobre
temas personalizados en la calidad americana de sus protagonistas, no en el
afán ilustrante de sus evocadores. Alrededor de algunos hombres fundamentales
se armonizan los temas nacionales, en rastreo de los inicios argentinos y en
asegurada perduración de sus constantes éticas, necesarias en la aparente
pacificación de los espíritus.
Alrededor del pensamiento de estos cuatro
escritores -Sarmiento y Alberdi, Mitre y Gutiérrez-, se modelaron las
interpretaciones nacionales del siglo XIX; son, en mayor o en menor grado, los
herederos del interés nacional de Echeverría; por sus medios aportaron
aclaraciones fundamentales y distintas al mismo objeto, la definición del país.
Los desacuerdos individuales se anulan ante el esfuerzo de sus ambiciosas
construcciones, escasamente superadas en el desarrollo posterior del
pensamiento sobre la realidad argentina. La altura de sus miras impidió los
tropiezos con ciertas limitaciones interpretativas de la época, encuadrada
todavía en América por las líneas primeras del programa romántico; el afán
personalista, provoca los desajustes teóricos, aunque algunas razones
esenciales de equilibrio -evidentes en Alberdi y en Mitre-, afirmen sus
conclusiones, aproximándolas por una parte a modalidades del iluminismo,
adelantándolas por otra a concepciones espiritualistas de la historia,
afianzadas en el Siglo XX
No resultó fácil incorporarse a la vida
literaria luego de una promoción de creadores comprometidamente diferenciados
en la misma preocupación nacional. Las diferencias de valores entre una época
que se daba como concluida y los nuevos años, se reconocen en todas las
actividades, desde la política hasta la vida hogareña, que sufren una violenta
distorsión de súbito crecimiento, ya que este progreso -para emplear una
palabra cara a los nuevos decenios- no implicaba un paralelismo de valores espirituales.
Los hombres aparecidos hacia el 80, tanto en literatura como en política, son
hombres de transición, en el final riesgoso de un siglo, cuyo balance no
pudieron hacer libremente, y el advenimiento de otro, cuyas direcciones no
alcanzaron a vislumbrar con nitidez. La conciencia de la época anterior, en
cuanto implicaba la riesgosa condena de lo inmediato, el compromiso funcional
con el futuro, se fueron transformando con dificultades. Es notable la
persistencia de algunos ideales románticos en difícil conciliación con el
crecido auge del positivismo francés e inglés, adelantado en la educación; es
singular también el deseo -por momentos pueril- de distinguirse del pensamiento
anterior, en cuanto implicase grandilocuencia de los sentimientos nacionales y
desproporción profética de los juicios. Se reitera el interés fatigoso de
aparecer como hombres hondamente distintos a los de la difícil época rozista,
de vivir diferentemente y de expresarse sobre motivos y formas distintas.
Intereses que relacionan las creaciones de la época anterior con etapas ya
superadas de la vida argentina; de ahí los deslumbramientos europeos juveniles,
como algunas decepciones de la madurez, en desequilibrio que complican
instancias personales.
El período de la organización en la
América hispánica -que Pedro Henríquez Ureña extiende desde 1860 a 1890- se
presenta como un vencimiento de prolongadas anarquías, en cuya ardua superación
buscaron confirmarse los grandes fundadores de los nuevos lustros: en la
Argentina, la memoria de los años rozistas y el balance de la etapa inicial de
la era organizativa, con los últimos combates civiles, se escamotearon
generalmente en el juego de una prestidigitación nacional bien intencionada.
Sarmiento fue el propulsor de esta modalidad, que habría de multiplicarse en
algunos políticos jóvenes.
En la quiebra de los años rozistas se
habían olvidado los problemas estéticos, por los intereses de una literatura de
servicio, con las dramáticas modulaciones impuestas por las disidencias
civiles. Sarmiento, el escritor más genial de la época, aseguró su sensibilidad
excitable y apasionada sobre dobles reservas verbales: las de su rincón
provinciano -San Juan-, que lo resguardaba de los desvaídos aportes del
galicismo fácil, y la capacidad cordial de penetración en los estímulos
necesarios de sus muchas lecturas. Los escritores del 80 lo leyeron, aunque no
penetraron totalmente sus riesgos apasionados; sin negarle las altas
perspectivas de sus maneras comunicativas, por momentos familiares y por otras
levantadamente oratorias, les evocaba programas expresivos que ya creían
superados, precisamente porque desechaban el persistir oratorio de algunos
módulos, en el balance de caricaturas verbales. Poco se comprendió la
intensidad personal con que Sarmiento reselló los más distintos motivos de su
obra. Tampoco pudieron sentirse afines a la modalidad severa, por pasajes
fríamente insensibles, de Alberdi; respetaron al pensador tucumano, hecho
prototipo del hombre de teorías, opuesto al entusiasmo constante de Sarmiento,
pero lo vieron con una recortada perspectiva contemporánea, que nunca penetró
sus motivos esenciales. En Alberdi pudieron encontrar el desarrollo de ciertas
comprensiones históricas, gratas a la conducta política de los hombres nuevos.
Después de Caseros, algunos habían buscado en la línea de Rivadavia y sus
epígonos el afirmado sostén de una tradición liberal encarnada en un gobierno
ilustrado y progresista; otros, calando más hondo, volvieron sus intereses a
Echeverría y al más firme de sus discípulos, el único que ahondó
consecuentemente sus intuiciones: Alberdi. En su pensamiento comprendieron las
formas americanas del historicismo romántico, en rechazo de las desvaídas
ensoñaciones políticas de los rivadavianos típicos; Sarmiento -crítico agudo de
esta mentalidad, en Facundo, expresó luego ciertos desacuerdos de juicio,
motivados por sus personales apasionamientos, mientras Alberdi -historicista
mitigado de iluminismo según la fórmula de Coriolano Alberini- daba una base
histórica segura a los hombres alertas del 80
Quedaban otras lecciones: las del método,
aprendibles en Mitre y en Gutiérrez. El esforzado retiro del primero -en plena
madurez de caudillo político popular y respetadísimo- señala el rigor de una
nueva voluntad de estudio, la que aplicó a las letras y a la historia de la
educación porteña el antiguo compañero de Echeverría, Gutiérrez, el primer
crítico responsable de los contemporáneos americanos. El rigor de estos
estudiosos, retirados de las rencillas políticas menores, no podía ser atendido
por la proliferación de intereses de los hombres más nuevos
Los jóvenes integraban la renovada
conciencia de las familias patricias, acostumbradas a continuos servicios
nacionales: se sintieron responsables de tal herencia y quisieron adecuarla a
tiempos distintos, sin adquirir la constancia cotidiana que se extraña en sus
soluciones políticas. La proliferación de tareas públicas y privadas
-diputados, ministros, diplomáticos, abogados o médicos de amplia clientela, estancieros,
propietarios, directores de empresas financieras- acentuaron la plasticidad
funcional del argentino distinguido, a la vez que dispersaron las posibilidades
de madurez en una sola dirección. Fueron contertulios de clubes, visitantes de
redacciones periodísticas, conversadores incansables e ingeniosos, despiertos a
las novedades nacionales y extranjeras; se sabían escuchados con atención y
trataron de ser agudos, recayendo en una típica afectación de naturalidad,
frente a la afectación de grandeza que atribuían a los románticos,
reconociéndola también, en los ensayistas e historiadores católicos
contemporáneos.
Se habían formado en lecturas abundantes
pero poco profundas; leyeron lo que estaba entonces de moda en Europa,
especialmente en Francia, desde los poetas a los novelistas y ensayistas,
también a algunos teóricos del derecho y de la política. Leyendo lo publicado
en Francia, se acercaron a la producción total de la Europa del momento: de los
narradores realistas y naturalistas -Flaubert, Daudet, Maupassant, Zola-
pasaron a los rusos, sin olvidarse las abundantes novelas folletinescas de
aventuras; en la crítica y el ensayo, releyeron a Michelet y Taine, conocieron
decididamente a Rousseau, a Voltaire, a Anatole France; leyeron a Sainte-Beuve,
a Ruskin; en la poesía, como en el drama, continuaron el culto de los grandes
románticos, creyendo que los nuevos años no eran aptos para el cultivo de la
poesía, admirada en Lamartine, Musset, Hugo, Byron y Espronceda. Estas lecturas
los introducían en un mundo donde los valores religiosos habían desaparecido y
sólo se acataban algunas normas morales. El liberalismo mayoritario no dejaba
de coincidir -por ejemplo en Mansilla- con deísmos difusos o pueriles
espiritualismos, que no rehuyen las prácticas católicas. La historia fue
gustada en quienes intentan la psicología de los pueblos; la política en los
liberales franceses, ingleses y españoles, en particular aquellos que supieron
ser brillantes retóricos, aptos para la cosecha de citas. Fue fácil conciliar
este liberalismo con el realismo literario y el escepticismo científico, que
concluiría en las premisas positivistas de las nuevas corrientes mentales.
La encubierta herencia romántica se les
reconoce en las cargas de sentimentalismo -impresiones grabadas y conservadas
por los sentimientos-, adecuadas a un recato que suele mezclarse con rasgos
escépticos o irónicos. Los desacuerdos sociales -se sintieron hombres de
situación expectante, diferentes del vulgo y de los nuevos inmigrantes
enriquecidos- se manifiestan en incapacidad esencial para encontrar el gran
tema, el que definitivamente los situara en su vocación expresiva. Quizá -con
visión optimista- esta atención a las circunstancias y a las variantes de su
formación los impulsaron a una difusión menuda de los temas, al fragmentarismo
mental y verbal, sagazmente situado por Ricardo Rojas. Hasta el valiente grupo
de católicos, conservadores en principios literarios, sufre estas dispersiones
mentales, que impidieron la obra definitiva sostenida por sus hondas creencias
religiosas.
Sobre todos los desacuerdos, los hombres
de ambas actitudes -católicos y liberales- pueden igualarse en la definición
con que Mansilla sintetizó su trayectoria: "Mi vida ha sido un pobre
melodrama con aires de gran espectáculo, en el que he hecho alternativamente el
papel de héroe, de enamorado y de padre noble; pero jamás el de criado"
El prestigio literario de Mansilla ha
sido unido injustamente a una sola obra, Una excursión a los indios ranqueles,
la más característica, aunque no represente todas las posibilidades de su ágil
talento. Escribió mucho, demasiado, y publicó todo lo que fue escribiendo;
fuera de lo recogido en numerosos volúmenes, ha quedado abundante material
disperso en periódicos de la época; sería inútil la revisión en busca de estos
materiales: lo que él mismo seleccionó y publicó representa holgadamente las
posibilidades de su literatura. Dejando de lado los tratados militares, la obra
más representativa puede encontrarse en los siguientes títulos: De Adén a Suez
Recuerdos de Egipto Una excursión a los indios ranqueles Entre-Nos. Causeries
del jueves (cinco volúmenes, entre 1889-90), Retratos y recuerdos todos ellos
publicados en Buenos Aires; Garnier Editores, de París, editaron los otros volúmenes
representativos: Estudios morales o Diario de mi vida, con prólogo de Maurice
Barrés Rozas Mis memorias Entre los ensayos políticos podrían recordarse dos
publicados también en París: En vísperas y Un país sin ciudadanos Rojas ha
destacado cómo estas publicaciones comentan el desarrollo cronológico de la
existencia de Mansilla: Mis memorias corresponden a la infancia y la
adolescencia; De Adén a Suez y Recuerdos de Egipto, sintetizan andanzas
juveniles: Retratos y recuerdos, los años pasados en la Capital de la
Confederación y en Santa Fe, durante el obligatorio destierro; Una excursión a
los indios ranqueles contiene valiosas referencias de los años maduros; los
tomos de las Causeries acumulan anécdotas de toda su existencia, mientras
Estudios morales compendian opiniones más o menos filosóficas, más o menos
ingeniosas, variando las impresiones de su juicio. En última instancia, los
diversos volúmenes explicitan una autobiografía, en la cual se entrecruzan
visiones peculiares de hombres y sucesos de la época, a la vez que los juicios
de que era capaz el impresionismo mental de Mansilla. Cuadro animado, que no se
colma en lo exterior, sino que penetra modalidades y caracteres, con
sensibilidad extrema, casi femenina
El mundo cultural y político de Mansilla
se inscribe holgadamente dentro de las líneas contemporáneas; interesa, no
obstante, el ángulo particular con que supo situarse, reelaborando estímulos
comunes y ciertas predilecciones de la moda. Una de las Causeries indica sus
obras literarias predilectas, los autores que lo habían acompañado y consolado:
la Biblia, Homero, Esquilo, Virgilio, Tácito, Imitación de Cristo, Shakespeare,
Don Quijote, Rabelais, Montaigne, Molière, Racine, Pascal, la Ética de Spinoza,
los cuentos de Voltaire, poesías de Lamartine, poesías de Hugo, el teatro de
Musset, Michelet y Renan. La elección de autores clásicos responde a ese nivel
de compromiso -entre enciclopédico y escolar-, a que se prestan tales
elecciones; interesa más la selección moderna, o contemporánea, porque ilustra
las dualidades del espíritu de Mansilla: por una parte la atracción romántica
que se deleita en la lectura de los poetas sentimentalmente más representativos
y del teatro más finamente melancólico; junto a tal elección, el escepticismo y
la ironía que se detiene en Voltaire y en Renan; en cuanto a Michelet, se lo
recuerda con el respeto que provocaron en su época las monumentales
construcciones del historiador francés, equilibrio de erudición y de
sensibilidad apreciativa. No asombra que en tal lista aparezca, y un poco por
compromiso, un solo autor español, Cervantes; es indudable que los argentinos
de la época fueron lectores de lo francés y que en la cultura de Francia -tan
abierta a diversos rumbos- se abrieron las posibles perspectivas de
pensamiento. El mismo Mansilla, que se emociona cordialmente recordando a
Shakespeare, dedica simples valoraciones circunstanciales a las letras
españolas y a las americanas Sus distingos lo aproximan a Cané y a Wilde, sin
olvidar las posibles coincidencias con el pensamiento estético de Echeverría,
conocido en su totalidad gracias a los desvelos de Juan María Gutiérrez.
El escritor del 80 sólo puede
comprenderse en la significación nacional de sus balances personalizados; Una
excursión a los indios ranqueles y Rozas le proporcionaron amplia oportunidad
para confirmar sus opiniones al respecto: el primero, porque la
"aventura" entre los indios le permitió conocer, en diarios
contactos, una forma de "barbarie", que compara con el concepto ya
tradicional impuesto por el análisis recortado de Fecundo, y con las formas de
lo que consideraba la civilización europea en América, la vida porteña; acumula
detalles en exaltación, por momentos irónica, de su tesis, que iguala la
especie humana en todos los sitios, sobre las funestas desfiguraciones
impuestas por los malos gobiernos, pero no cae en las desproporciones de la
caricatura política ni en el moralismo sermoneador del siglo; el "Ensayo
histórico-psicológico" de Rozas le sirvió para actualizar sus juicios
sobre la historia americana, propuesta en paralelismo incitante entre la
política y las individualidades psicológicas; sobrino del dictador, conocido en
su propia familia -el padre de tradición rivadaviana, la madre hermana
preferida de Rozas- las contradicciones de la sociedad contemporánea, y
comprendió -por referencias, por conocimiento directo y por reflexión personal-
las conclusiones humanas y políticas de la tiranía, condenada con exagerada
prosopopeya, al mismo tiempo sobre la jactancia de quien se sentía doblemente
apto para dar un juicio valedero sobre el hombre Rozas y sobre su época,
ocultando atávicos motivos de semejanza mental, acaso los mismos que se
encresparon agónicamente en Sarmiento.
Una creencia constante fundamenta sus
análisis políticos: "Creo en la unidad de la especie humana y en la
influencia de los malos gobiernos. La política cría y modifica insensiblemente
las costumbres, es un resorte poderoso de las acciones de los hombres, prepara
y consuma las grandes revoluciones que levantan el edificio con cimientos
perdurables o lo minan por su base. Las fuerzas morales dominan constantemente
las físicas y dan la explicación y la clave de los fenómenos sociales" La
optimista valoración del hombre se sostiene en las posibilidades educativas, en
cuanto éstas mejoran la sociedad -hecho particularmente sensible al pensamiento
americano-; coincidencia con los postulados de la educación común, propuestos
por Echeverría y desarrollados confiadamente por Sarmiento y Alberdi, como por
las fundaciones de las primeras décadas constitucionales. El hecho se define
desde la situación de atraso del país al ocurrir la revolución de 1810:
"No era bárbaro, aunque no hubiera cultura, pudiendo compararlo a una
inmensa crisálida expuesta a reventar, si anticipando su despertar de larva se
incurría en el error teórico de creer que hay formas de gobierno y planes
orgánicos definitivos, sin reflexionar que el paso violento de lo concreto a lo
abstracto fue siempre causa eficiente de resistencias, de luchas y de
revoluciones" La interpretación raigal de las anarquías implica la condena
de los sueños constitucionales que los hombres del 80 adscribieron a la
política unitaria; lo brusco de los cambios nacionales determinaría la
desproporción que motivó los riesgos políticos conocidos por Mansilla, desde
Rozas hasta comienzos de siglo.
De ahí el pesimismo con respecto a un
pueblo sin educación, fácil a todas las alucinaciones, sin la conciencia
reclamada por la nueva política. Largas páginas del libro de 1870
particularizan las explicaciones de tales conceptos:
"Yo creo en la Constitución y en las
leyes; y un viejo muy lleno de experiencia que me suele dar consejos, me dice:
Todos gobiernan lo mismo, no es Rozas el que no puede.
Yo creo en el pueblo, y si mañana lo
convocan a elecciones, resulta que no hay quien sufrague.
Yo creo en el libre albedrío, y todos los
días veo gentes que se dejan llevar de las narices por otros; y mi noción de la
responsabilidad humana se conmueve hasta en sus más sólidos fundamentos"
Mansilla, puede autodefinirse
irónicamente -"yo creo en una porción de cosas muy buenas, muy morales y
muy útiles", desengañado de la capacidad de inmediata redención con la
cual contaron los proyectos sociales de los proscriptos. Los hombres del 39 no
despreciaban al pueblo al condenarlo como "bárbaro": postulaban las
modificaciones esenciales de dicha barbarie, por definitiva confianza en la
educación; los críticos del 80, cuarenta años más tarde, podían desilusionarse
por el escamoteo cotidiano de las mejores empresas, ya disparado el país en una
bancarrota moral que concluiría en desastre político, implicando el previo
desprecio de los valores tradicionales en cultura y en civilidad. Muchas
anécdotas e historias diversas -desde las tolderías a los parlamentos europeos-
pormenorizan una concepción, que las observaciones reafirmarían en el avance
del tiempo:
"Ése es nuestro país.
Como todo pueblo que se organiza, él
presenta cuadros los más opuestos.
Grandes y populosas ciudades como Buenos
Aires, con todos los placeres y halagos de la civilización, teatros, jardines,
paseos, palacios, templos, escuelas, museos, vías férreas, una agitación
vertiginosa -en medio de unas calles estrechas, fangosas, sucias, fétidas, que
no permiten ver el horizonte, ni el cielo limpio y puro, sembrado de estrellas
relucientes, en las que yo me ahogo, echando de menos mi caballo.
Fuera de aquí, campos desiertos, grandes
heredades, donde vegeta el proletario en la ignorancia y en la estupidez.
La iglesia, la escuela, ¿dónde están?
Aquí, el ruido del tráfago y la opulencia
que aturde.
Allá, el silencio de la pobreza y la
barbarie que estremece.
Aquí, todo aglomerado como un grupo de
moluscos, asqueroso, por el egoísmo.
Allí, todo disperso, sin cohesión, como
los peregrinos de la tierra de promisión, por el egoísmo también.
Tesis y antítesis de la vida de una
república.
Eso dicen que es gobernar y administrar.
¡Y para lucirse mejor, todos los días
clamando por gente, pidiendo inmigración!
Me hace el efecto de esos matrimonios
imprevisores, sin recursos, miserables, cuyo único consuelo es el de la palabra
del Verbo: creced y multiplicaos"
El juego hispánico de las simetrías demostrativas
-tan hondamente aplicadas por los románticos- sostendría el método por
excelencia de los diagnosticadores de la sociedad americana. Las conclusiones
escépticas de Mansilla pueden ampliarse con referencias más o menos
coincidentes de otros escritores contemporáneos, desde Cané a Wilde y Álvarez;
puntualización de variantes históricas que coincide con los balances
decepcionados de los narradores, desde Lucio V. López, en el "fanatismo
liberal" de su "Cuadro de costumbres bonaerenses" -La gran aldea
hasta el penetrante juicio final de Martel en el mundo convulsionado de La
Bolsa y los sombríos cuadros naturalistas de Cambaceres -Pot-pourri Música
sentimental Sin rumbo y En la sangre Mansilla compara las costumbres de los
indios y de los gauchos (salen siempre perdiendo éstos), para oponerlas al
mundo ciudadano argentino, desvirtuado por el personalísimo juego de las
anarquías, negadoras de los valores que no pertenecen a los componentes del
propio grupo; egoísmo primario que descubre en la raíz de sus diagnósticos.
De ahí el papel que Mansilla podía
representar en tal sociedad: olvidadas sus postergaciones militares y políticas
-atribuidas por el interesado a la incomprensión de sus superiores, imputables
por éstos a las insubordinaciones que lo singularizaban con jactancia- sería el
escritor interesado, el testigo consciente de los sucesos, juzgados entre
impresiones y constancias morales. No pudo ser poeta sentimental -manifestó su
ineptitud para versificar-, al estilo de sus escritores predilectos; escondió
entonces sus confesiones emotivas y se dedicó a expresarse críticamente, en
ensayos, sobre la valentía de su desinterés inmediato. A propósito de los
iniciales éxitos dramáticos, comenta: "Verdad que al escribir nunca pensé
en el lucro. Por si nadie lo dice, lo diré yo, que hay casos en los que uno
puede ser juez competente de sí mismo. Su vida y su estilo se parecen. Si en la
sociedad, procura día a día deshacerse de alguna cadena y recuperar su
libertad, no es para imponerse una coacción por el gusto de escribir. Trata
sólo de "agradarse", de apartar su espíritu de consideraciones
enojosas sobre pensamientos no menos desagradables... Nada está más lejos que
sus escritos de la servidumbre de un escritor de profesión"
Este hedonismo responsable -el escribir
por agrado, abundantemente, sin dilemas estilísticos, a la manera también de
Wilde, de Cané, de Cambaceres- se encuentra apoyado en dos facultades: la
acuidad visual y la riqueza actualizante de la memoria. En las evocaciones de
su infancia recuerda: "La naturaleza es pródiga. Si no me ha dado órganos
musicales sensibles, privándome así de un placer incomparable, y debe serlo,
porque en toda mitología hay un dios de la armonía, un Orfeo, en compensación
me ha dotado de un ojo estético, que fácilmente percibe las bellezas del
colorido y de la forma; de la forma particularmente, tanto que cuando he visto,
una sola vez me basta, "La Antíope" del Corregio o la "Venus de
Medici", es como si siempre y constantemente las tuviera a la vista".
Condición que esencializa la calidad de sus fieles memorias: "Todo, todo
lo veo a lo vivo -comenta de un episodio infantil-, sin que falte un detalle,
de relieve, parlante cuasi, como las figuras de una de esas telas pequeñas,
insuperables, de Teniers"
Estas disposiciones, educadas y afinadas, se exaltan en las
prolijas diferencias de los hombres evocados, más que en las visiones -casi
siempre tropezantes de retóricas comparaciones- de los paisajes sus Retratos y
recuerdos, o sea la galería de los hombres de la Confederación
(desgraciadamente incompleta, ya que nunca escribió la prometida segunda
serie), afina equilibradamente tales aptitudes; vemos a Guido, a Luque, a
Posse, a Del Carril, a Bedoya, a Derqui, a Seguí pero a la vez reconocemos que
Mansilla ha vivido entre ellos -de ahí algunas comprobaciones, características,
como anotar consecuentemente la forma de dar la mano de cada personaje que se
evoca-, actitud que se disculpa socarronamente: "Se han hecho cargos a los
biógrafos del insigne profesor Tyndall -sin que de ellos se escape el mismo
Herbert Spencer-, cargos que consisten en que, ocupándose del muerto, han
hablado demasiado de los vivos, de sí mismos. Pecar por ahí yo, sería agrandar
el marco del cuadro y empequeñecer al personaje, objeto de mi solicitud, cuando
es todo lo contrario, precisamente, lo que me propongo" Siempre el interés
de reconocimiento entre las figuras representativas de la época, par entre
pares.
Dentro de este estilo mental, debía
esperarse la igualación entre la pintura histórica y la literatura:
"Pintar bien es tan difícil como escribir bien; porque escribir es hablar
mentalmente, con exactitud; y pintar es reproducir la verdad histórica, real, o
el ideal histórico, sin anacronismos de mal gusto" En este modo de comprensión
temática se define el estilo de Mansilla, sostenido por la intención
moralizadora con que presenta los actos esenciales, a la vez que en el sentido
con que se prepara el material para los futuros historiadores, capaces de
realizar la obra metódica que él no alcanzaría: "A medida que los hombres
se van, hasta su filiación personal se desvanece, se borra"; de ahí que
"salvarlos del olvido, es un tributo que los que fueron actores o
espectadores deben a la generación de nuestros días". Función peculiarísima,
que sostiene la esperanza de Mansilla -acaso previendo que él será rescatado en
la composición esencial del cuadro de su época: "Ella completará, lo
espero, la obra del porvenir, escribiendo la historia filosófica o
documentada". Su concepto lo sitúa como inteligente recopilador de
materiales históricos, los íntimos, para los cuales se reconoce agudamente
dispuesto: "Los materiales de la historia íntima los constituye el detalle
mínimo, casi imperceptible, menudo hasta la insignificancia, si se quiere, pero
sugestivo -no siendo, lo que cuenta la leyenda, el relato discreto de lo que
es"
Las posibilidades de sugerencia de su
estilo responden a un nuevo concepto de la prosa, por el cual coincide con los
gustos mayoritarios de su época; ninguno de sus contemporáneos llevará más
adelante esa aspiración de una escritura culta, detalladamente inspirada en lo
conversacional, inaugurando un sentido peculiar del ensayo, imprescindible en
la limpieza de retóricas que prepara las disposiciones individuales de los
modernistas, aparecidos muy poco después, tanto en la prosa como en el verso.
En una de las Causeries confiesa las
maneras comunicativas de su literatura:
"Converso íntimamente con el lector;
no dicto un curso de historia en la cátedra.
Converso, lo repito, sin sujeción a
reglas académicas -como si estuviera en un club social, departiendo y divagando
en torno de unos cuantos elegidos, de esos que entienden-, para no aburrirme
más de lo que me aburro.
Porque han de saber ustedes que yo me
aburro enormemente"
La ironía del contexto apenas oculta la
característica insatisfacción que acució la vida de Mansilla, y naturalmente su
literatura, ya que en él se cumple plenamente la compenetración entre vida y
letras. El modo de su expresión fue un querer conservar las modalidades de una
forma de lengua oral, tal como se practicaba entre personas educadas e
inteligentes -hombres de club social-, atentas a las posibles sutilezas del
intercambio de impresiones y de juicios. En coincidencia con opiniones de otros
escritores del 80 se define una forma expresiva, novedosa en toda América; este
nivel sólo pudo alcanzarse dentro de la conciencia de un grupo escogido de la
sociedad porteña, pero respondía a modalidades latentes en el área idiomática
argentina.
Entre las demás repúblicas de la América
española, la nuestra se caracteriza por una temprana y prolongada relajación
idiomática, en sus dos tradiciones, la escrita y la oral. El origen de este
hecho coincide con motivos históricos y con resultados de la colonización. Es
regular la menor cultura de casi todos los conquistadores y colonizadores que
llegaron al Río de la Plata; de ahí que no se encuentren en esta zona las
abundantes crónicas y relaciones que fueron puntualizando el desarrollo de
otras regiones coloniales. La desmesura de las distancias y las dificultades de
subsistencia impidieron la formación de esas cortes de América -entre las
cuales se adelantaron México y Lima-, que cultivaban las retóricas
metropolitanas en las formas más diversas del culteranismo, como también los
pulimentos de la conversación ingeniosa. La pobreza de herencias virreinales
(casi siempre interpretada negativamente por los historiadores de la lengua)
sostiene la inteligente independencia de los primeros escritores de la
revolución argentina, ocupados afanosamente en el acarreo de ideas, no en
primores idiomáticos. En algunas ciudades provincianas -particularmente las
mediterráneas, Córdoba, Santiago del Estero y San Juan- se conservó un prestigio
tradicional de conversadores cultos, entre arcaizantes y sentenciosos, no sin
sus puntas de ironía. Los teorizadores románticos olvidaron los valores que
podían desarrollarse en elaboración de tales variantes, excluidas del nivel
ruralista; fueron los hombres del 80 -ya entre el romanticismo y el realismo-
los primeros que se interesaron por las tradiciones orales cultas, y por
algunas formas rurales, como así también por las suburbanas -gracias al fresco
interés y el talento, recreativo de Fray Mocho. "La gran aldea" se
había convertido en una ciudad cosmopolita y refinada, al tanto de las modas
europeas y ávida de comentarios cotidianos sobre las posibles sorpresas
nacionales (casi todas políticas); se formó así una generación de grandes
conversadores, ingeniosos e irónicos, casi siempre benévolos en el tono
socarrón o jocoso del comentario. No era tarea fácil trasladar estas
posibilidades a la literatura, ignorando la posible inteligencia de los
lectores, a la vez que el previo consabimiento de ciertos gestos, de alguna
manía verbal, de pequeñísimos tics, interpretados sin equívocos en el grupo
original. Partían, en su primera intención, de la lengua de un grupo social: su
triunfo fue convertirla en modos expresivos que sobrepasan el círculo inicial y
conservan -hasta hoy- casi todos sus encantos.
Lo natural de este estilo no está hecho
de descuidos: tanto en Mansilla, como en Cané, como en Wilde, como en Mitre y
Vedia, se reconoce el esfuerzo previo, casi siempre sagazmente escamoteado:
apoyo en una práctica de muchos años de conversación, entre personas hábiles
para explicarse, para interrogar y para escuchar; aprendizaje que agilizó las
disposiciones mentales sirviéndose de todos los procedimientos. Mansilla no
sólo se adelanta en el uso de los extranjerismos necesarios o pintorescos, sino
que varía el movimiento, por pasajes enroscados, de la sintaxis, llena de
incisos y de paréntesis, hasta perder (en los momentos infelices) el hilo de la
frase Los cambios de direcciones expresivas, comunicativas y significativas se
desarrollan con plena libertad, en ágil escamoteo de artificios, que permite
olvidar la preocupación abusiva de naturalidad, dominante en muchos párrafos.
Un arte de alusiones -se toman de herencias culturales o de ambientes especiales-
corre el peligro de envejecer a medida que se pierden los valores de ese
contorno consabido del escritor y del lector. Los más característicos prosistas
argentinos aparecidos entre el 80 y los comienzos de nuestro siglo han escrito
páginas memorables que superan tales circunstancias: las mejores de Mansilla,
de Cané, de Wilde, de Cambaceres, de Mitre y Vedia, de Fray Mocho, de López,
inclusive las más características de Francisco Sicardi y de Roberto J. Payró,
en quienes ya se reconocen otros estímulos.
Cuando los críticos actuales se quejan del empobrecimiento de la prosa
argentina y la culpan a la atención servil de ciertos modelos literarios
(elegidos fuera del ámbito español), olvidan que la mejor prosa del siglo
pasado responde a condiciones distintas a las actuales: la de los proscriptos a
la intensidad apasionada de sus diagnósticos, la de los escritores del 80 al
sostenimiento -no importa lo momentáneo del estado- de la situación histórica,
que permitió una libertad esencial a los testigos de la época. Los prosistas
argentinos posteriores al modernismo han olvidado estas lecciones, en el
trabante interés de los estímulos literarios y de agonismos, pero se les debe
reconocer una búsqueda, todavía insatisfactoria, de instancias expresivas
distintas, en lo personalmente vocativo de su actividad de escritores. Son tres
distintas mayorías de edad de nuestras letras.
El estilo de Mansilla es un aguzado
intento de personalización no aprendido en modelos literarios, aunque
aprovechase las herencias románticas (con el pudor de quien siente superadas
tales retóricas), al igual que el realismo y el costumbrismo contemporáneo.
"Ya conocéis mi manía, y mi defecto. Lo confieso. No soy impersonal cuando
escribo. No he aprendido mi ciencia en los libros. He leído en el mundo,
meditando sobre las páginas instructivas de una vida borrascosa, llena de
vicisitudes, bebiendo a veces consuelo en las tristezas del alma y en las
amarguras del pensamiento" Este individualismo se le pone, de pronto, en
conflictos con el idioma, ya por la acumulación no siempre fácil de modos
argentinos (desdeñados por la autoridad académica española), ya por incapacidad
definitiva del mismo escritor. En todos los libros de Mansilla abundan datos
ilustrativos de estos conflictos, particularmente en páginas de Entre-Nos y en
Mis Memorias, como en las notas a pie de página.
La opinión de Mansilla sobre la Academia
se explica sinceramente; sus teorías son menos audaces que la propia práctica:
"No; cuando la Academia Española pone en su frontispicio "Limpia,
fija y da esplendor", lo que quiere decir es que, teniendo la mitad de un
Nuevo Mundo, como campo de acción, aspira a brillar, como faro del pensamiento
humano, en cuanto el lenguaje es expresión de ideas. Y aquí cuadra decirlo a ustedes
que es inútil, que teniendo nosotros sangre española y hablando lengua española
(más o menos bien) hemos de tener ideas españolas más o menos agallegadas; es
decir, que siempre hemos de ser más o menos intolerantes, hasta que no esté
terminada la evolución Distancia con respecto a la intransigencia obcecada de
Juan María Gutiérrez, hondo conocedor de las tradiciones peninsulares pero
disidente de las preeminencias académicas por sentido de política americana; es
un síntoma de los cambios mentales de los nuevos tiempos.
En crítica a una novela absurdamente
neologista, de un supuesto señor santafesino, Mansilla reconoce una tradición
valiosa de escritores americanos; no importa que él no siempre aprovechase
dichos modelos, interesa la conciencia estética de valores definidamente
nuestros, que apoyaban la creación selectiva de los neologismos: "¿Creen
ustedes que habrá Academia Española alguna que, en presencia de tanta
uniformidad, no incorpore al caudal de su Léxico, que quiere dar esplendor a la
lengua castellana, los términos de que se ha valido esa pléyade de escritores
distinguidos o eminentes?" Reconocimiento de que la Academia podía atender
a los testimonios americanos si éstos se sostenían en aciertos de calidad y en
la reiteración electiva Otro nivel de instancias en el idioma, que se adelanta
a las interpretaciones -más intuitivas- de los románticos.
Sobre tales teorías -fácilmente
ampliables en la coincidencia de juicios sobre escritores contemporáneos,
argentinos y extranjeros, como sobre algunos clásicos, de constante relectura-
es posible el estudio del estilo de Mansilla, es decir de la clara
manifestación de los movimientos de su pensar, ya que le place repetir con
Joubert que el estilo consiste "en darle cuerpo y configuración al
pensamiento, por la frase". Lo nuevo y distinto de la expresión de
Mansilla es la captación pintoresca, y a veces incisiva, de aspectos menudos de
la historia argentina, en rica sucesión demostrativa: voluntad de testimonio
que no se conforma con datos costumbristas sino que hace de la pintura de
costumbres el método recreador, jactancioso, o por lo menos con escasa
humildad, Mansilla se sitúa en el espacio de sus cuadros, convirtiéndose en
personaje constante de su literatura: yo curioso y descontentadizo, que va
dejando señales de su paso por diversos temas de intención nacional. Libre, y
por párrafos desbordada proliferación de impresiones, de ideas, de lecturas, de
lo que pudo asimilar su brillante temperamento: estas mismas peculiaridades
sostienen la calidad y los defectos de la prosa. En este aspecto, la andadura
despreocupada del párrafo -que se abre en amplios remansos o se quiebra
sorpresivamente-, distinta de lo que había sido aspiración de los románticos
argentinos (más rigurosos que los hombres del 80 en el equilibrio de la prosa),
tropieza a veces con sus propias cualidades, hechas retórica -muletillas- que
esfuerzan la afectada naturalidad. A este defecto deben sumarse las muchas
anfibologías de sintaxis, subsanables en una lectura cuidadosa, que fuera
reemplazando la abundancia de párrafos y de paréntesis, con una acomodación que
transforme la frase amplia en frase más breve, o apoye la dispersión sintáctica
en mayor seguridad de uso de las partículas subordinantes. Prosa impar de una
época de prosistas individualizados, que alcanzaron su libertad comunicativa
sin conflictos estilísticos profundos.
El distingo de los orígenes de las
modalidades que confluyen en Mansilla destaca su continuidad en una evolución
(matizada como todos los desarrollos históricos), no siempre comprendida por
quienes han estudiado su obra: fue un hombre y un escritor de una época de
transición, aunque se empeñara en fijarse con cierta seguridad intemporal, a
veces inseguro del porvenir; comprensible en una tradición nacional de varios
decenios.
No debió todos sus estímulos a las
lecturas -amplias y desorganizadas-, ni éstas fueron excluyentemente
extranjeras; su capacidad de incorporación de formas distintas de la cultura
sella la diversidad de su inquieto temperamento. Dentro de sus limitaciones
logró expresar con franqueza una época de la vida argentina, no la más rica ni
la más profunda, pero sí la más amplia y sugerente en el acorde impar de sus
elementos
NO ABUNDAN en las letras de la América
española los escritores dedicados a la redacción de memorias o de diarios, como
tampoco se ha acostumbrado la publicación de colecciones de cartas, géneros tan
favorecidos en las letras francesas, inglesas y alemanas, como también en las
españolas, por lo menos en los últimos decenios. Parece que un característico
pudor acallase las confesiones y las redujese a recuerdos desvaídos e
insignificantes, acentuando el recato americano con respecto a las exposiciones
íntimas. Los más esforzados yoístas de América -desde Sarmiento a Montalvo y
Martí- han puesto su subjetivismo al servicio de las empresas sociales,
atenuando la definitiva mostración de su alma.
Razones familiares demoran la publicación
de las escasas autobiografías redactadas en la Argentina, o las desfiguran con
cortes que crean un malsano interés por lo escamoteado, casi siempre por
contener opiniones sobre la familia o sobre los amigos, sin llegar al desenfado
que se ha hecho característico en algunos maestros europeos del género. No se
ha publicado el Diario de Ángel de Estrada sino en mínimos fragmentos, que
permiten añorar el contenido completo, sin duda ilustrativo de la fineza humana
y de la aristocracia estética de este olvidado modernista; en la misma forma
fragmentaria se han conocido apuntes íntimos de Ricardo Güiraldes y ciertas
cartas, testimonios de una vigilancia creadora que unifica el juego de sus
contradicciones humanas, señalando dramáticamente el itinerario de su espíritu.
Ya en nuestros días, unas breves memorias
infantiles -Patria desconocida- de Fernández Moreno recuerdan señeramente las
calidades del hombre y del poeta, y los alquitarados recuerdos de Enrique
Larreta -Tiempos iluminados- señalan aspectos esenciales de su espíritu; las
anunciadas autobiografías de Juan Pablo Echagüe y de Ricardo Rojas, como el
diario de Eduardo Mallea, continúan inéditos, si es que se han redactado.
Entre los escritores del 80 abundan los
temas de la infancia y de la adolescencia. Estos consecuentes lectores de Dickens
recibieron sus recuerdos en páginas más o menos autobiográficas, o los
incluyeron en la trama de sus novelas, junto a las memorias de Mansilla, hay
que recordar al Eduardo Wilde de Aguas abajo, entretejida historia de la
infancia de Boris, interpretación literaria del propio Wilde en la nativa
Tupiza donde sus padres pasaron el destierro rozista; el inolvidable Juvenilia
de Cané, evoca una adolescencia de estudiantes del Colegio Nacional, llegando a
la juventud con la firme convicción de estar defendiendo ya su combativo
individualismo. En la novela debe recordarse a Tini de Wilde, historia de una
breve vida infantil concluida por la muerte, narración que hizo llorar a todo
Buenos Aires -según confirmaciones contemporáneas-, junto con el huérfano de
los primeros capítulos de La gran aldea de López y la niña de Sin rumbo de
Cambaceres destacan la comprensión aprendida en Dickens.
Estos evocadores -como el Albert Camus de
La peste coinciden en la rebelión ante el sufrimiento de un niño, como si en
éste se cobrase injustamente el precio de la indignidad de los adultos: pasajes
de Wilde y algunos capítulos de la novela de Cambaceres presentan temas y
juicios semejantes a los de la novela de Camus.
La actitud de Mansilla es distinta:
"Acordarse es revivir" señala en los comienzos de Mis Memorias;
recordar los años de la infancia, todavía como una resurrección en la vejez que
pesaba sobre su cuerpo. Dos motivos se le presentaron en contra de su proyecto:
las miserias humanas que había debido observar y la incredulidad de los
posibles lectores; a las primeras las aludirá discretamente; en cuanto a los
lectores, tratará de tranquilizarlos con los testimonios orales invocados.
Escribe, además, para que "no perezca la tradición nacional" frente a
las muchas transformaciones argentinas en lo exterior y en lo interno,
particularmente en la moral. En sus memorias está haciendo historia: "Con
razón se ha escrito que la historia comienza, como regla general, por la novela
y sigue con el ensayo"; entre novela y ensayo es su autobiografía
infantil, por lo menos en lo que alcanzó a redactar, señalando siempre una
constante de su conducta: "Libertad, espacio mío, no trazado por
otro...".
Según sus propias declaraciones se había
propuesto dividir las memorias en el contenido de tres volúmenes: uno, que
alcanzó a redactar (y cuya publicación cuidó), correspondiente a la infancia y
a la adolescencia -algo así como el prólogo no demasiado íntimo de su vida; el
segundo, con la narración de sucesos diversos, en varias épocas, cuya
publicación se haría en seguida de su muerte; el tercero, todavía más íntimo
-por lo menos así lo prevenía el interesado-, para publicarse si lo decidía el
legatario. No sabemos si alcanzó a escribir algo de sus impresiones más
comprometidas; de haberlo intentado, Mansilla era uno de los hombres de su
época más capacitados para la tarea; lo prueban los numerosos volúmenes que
publicó, adelantos o borradores parciales de esa autobiografía total que nunca
coordinó.
Del libro publicado en París, por
Garnier, en 1904, resume el párrafo final, fechado en dicha capital el 7 de
marzo del año de publicación: "He querido escribir la vida de un niño,
comentando lo indispensable, tratando de ser lo menos difuso posible al
perfilar situaciones de familia, sociales, personales, a fin de no fatigar la
atención del lector; esforzándome por último en vivificar el gran cuadro
pintoresco, animado, siempre interesante, del país que fue en otra edad, la
Patria amada, que me ha hecho lo que soy; todo lo cual debe servirme de índice
y guía, de canevás o triangulación para un trabajo futuro".
El mismo Mansilla define las perspectivas
de sus memorias; el lector contemporáneo, acostumbrado a la franqueza
psicológica de algunas memorias de la infancia, no pocas veces en el límite de
la impudicia, se sorprenderá de la forma en que lo más personalizado de
Mansilla se diluye en el cuadro de la época evocada. No escamotea los hechos
-ni los terrores infantiles ni la aventura amorosa de la adolescencia-, sino
que tales sucesos aparecen narrados sin penetrarse en sus justificaciones
emotivas. Ante todo, el narrador quiere presentar, animada y ricamente, el
cuadro de esos años, la colorida visión de los lugares y la infaltable
actividad de los adultos. Se reconoce el deseo de relacionar a aquellos seres,
ya desaparecidos, con los contemporáneos del evocador, sus descendientes, tan
ilustres o al menos tan honrados y capaces como sus padres: activismo
genealógico que tanto interés tiene en sus memorias.
Es la descripción de una familia
privilegiada de los años de Rozas, un poco al margen de los hechos políticos y
de los desmanes gubernamentales, aunque sin ignorarlos; en dos o tres pasajes
el evocador destruye la armonía sin sorpresas del conjunto para recordar impresiones
que ilustran los procedimientos mazorqueros; en tal sentido es significativo el
episodio de los niños -Eduarda y Lucio Victorio- que descubren unos
"salvajes unitarios" bárbaramente sacrificados.
Sin recargar el texto de comentarios
morales, sin derivarse en teorías psicológicas y demográficas, se implica
siempre el balance ético que valora lo tradicionalmente valioso de las familias
porteñas, en una de sus épocas más difíciles: de ahí el sentido patriótico de
la tarea, que completa las intenciones destacadas desde la redacción de Una
excursión a los indios ranqueles, en unidad de propósitos
Una prosa vivaz, muy pocas veces
desvaída, mantiene el interés del lector actual, que se va internando en la
vida familiar de los Mansilla, en las casas y costumbres de su manzana, en su
barrio, en la ciudad todavía externamente colonial; conoce así las costumbres
del patriciado argentino, la dignidad de algunos inmigrantes excelentes, el
respeto y la discreción con que se vivía en la verdadera "gran aldea"
(no la de López, ya abierta en rumbos cosmopolitas).