HONORATO DE BALZAC
LIRIO DEL VALLE
A MONSIEUR J. B. NACQUART,
de la Real Academia de
Medicina.
Mi querido doctor: Este libro es
una de las mejores piedras
del edi-
ficio literario que he
construido la-
boriosa y lentamente.
Al encabezarlo con su
nombre, lo
hago para dar un testimonio
de
gratitud al hombre que me
salvó de
la muerte, y para dar una
prueba
de cariño al amigo de
siempre.
BALZAC
No puedo dejar de
complacerte.
La mujer a la que amamos,
aunque ella no nos ame como nosotros a ella, tiene por privilegio el trastornar
nuestro juicio. Por no ver fruncirse su frente o porque desaparezca la más
mínima tristeza, somos capaces de derramar nuestra sangre y de ofrendarla
nuestro porvenir.
Si deseas conocer la
historia de mi vida, yo te la voy a relatar, aunque su relato me haya costado
el vencer no pocas repugnancias.
Dices que te llena de cólera
mi silencio; que mis desvaríos te causan recelo. ¡Natalia! Mi carácter contradictorio
debía bastarte para formar juicio, sin dirigirme preguntas mortificantes. ¿Hay
en tu vida algún secreto que para ser perdonado exija el conocimiento de los
míos?
Natalia, lo has adivinado;
por tanto, prefiero confesártelo todo.
En mi vida, tan pronto como
se le evoca, aparece un fantasma, y en lo profundo de mi alma existen dolorosos
recuerdos que suben a la superficie como las algas marinas que viven en el
fondo del Océano y son arrojadas a las playas por las tempestades.
En mi confesión tal vez
encuentres relámpagos que te hieran. No olvides que si la hago es por
obedecerte, y no castigues mi obediencia con tu cólera.
Dios quiera que mis confidencias aumenten tus
ternuras.
Hasta esta noche, Natalia.
Tuyo para siempre, Félix.
* * *
¿Qué poeta escribirá la más
conmovedora elegía? ¿Qué pintor podrá expresar los tormentos sufridos
silenciosamente por las almas cuyas
raíces no encuentran sino pedruscos, y cuyos primeros brotes son destruidos por
manos vengativas? ¿Qué poeta describirá el dolor de un niño que succiona en un
seno amargo y cuya sonrisa es borrada por una mirada cruel?
La ficción que este
representase sería la historia de mi juventud. Si yo era recién nacido, ¿cómo
podía herir ninguna vanidad? ¿Qué desgracia nutria el desvío de mi madre? ¿Era
yo acaso hijo de pecado?
Criado en el campo por una
nodriza, al regresar, a los tres años, a la casa paterna, era tan mal mirado
que excitaba la compasión. Recuerdo que a mis tres hermanos les agradaba
hacerme sufrir.
Existe en la infancia un
pacto por el cual los niños ocultan las travesuras de sus compañeros; pero ese
pacto a mí no me alcanzó nunca. Por el contrario, muchas veces fui castigado
por ajenas culpas.
El servilismo en germen les
aconsejó que contribuyeran a las persecuciones que hacia mí veían en mi madre.
Me hallaba huérfano de todo
afecto, y sin embargo mi temperamento era cariñoso. Los sufrimientos continuos
a muchos hombres los degradan, convirtiéndolos en esclavos; a mi, la injusticia prolongada me acostumbró a ejercitar
una fuerza moral y predispuso mi alma a la resistencia.
Esperaba siempre un nuevo
dolor, como los mártires esperan un nuevo golpe. Todo mi ser expresaba una
sombría resignación que ahuyentó de mí los dones y las gracias infantiles. Esta
actitud fue juzgada como síntoma de idiotez, lo que confirmaba los horrorosos
pronósticos de mi madre.
La injusticia, en vez de
rebajarme, me hizo altivo.
Abandonado por mi madre, no
por eso dejaba de ser objeto de su preocupación, pues solía hablar de mi
instrucción y mostraba deseos de ocuparse de ella. Me hacía sufrir el
pensamiento de que esto me obligaría a pasar muchos ratos a su lado.
Me consideraba dichoso
cuando me encontraba solo, jugando en el jardín, mirando al cielo o
contemplando los insectos.
La soledad debía conducirme
al ensueño.
Una noche, agazapado bajo
una higuera, miraba una estrella con esa curiosidad que suele dominar a los
niños, y a la que mi melancolía unía algo de sentimental inteligencia.
Mis hermanas se distraían
gritando, y sus gritos eran como una música que acompañara mi pensar. Cuando la
noche llegó cesó el ruido, y mi madre se dio cuenta de mi ausencia. El aya
Carolina trataba de disculparse diciendo que yo tenía horror a la casa; que yo
no era imbécil, sino hipócrita, y que en mí alentaba el deseo de fugarme,
porque no había un chico de peores inclinaciones.
Hizo como que me buscaba.
Llamó y le respondí. Se
acercó a la higuera, donde estaba segura de encontrarme; pero no miró.
Luego me preguntó:
—¿Qué hacía usted ahí?
—Estaba mirando una
estrella.
—Eso no es cierto—dijo mi
madre llegando—. Tú no sabes astronomía.
—Señora—dijo el aya—, lo que
ha hecho es abrir la llave del depósito. Todo el jardín está convertido en un
charco.
Eran mis hermanas las que
habían abierto el grifo. Me acusaron de haber sido yo, y, como negara, me
tildaron de embustero. Imaginaron un castigo horrible. El de reírse de mi amor
a las estrellas. Luego me prohibieron que bajara al jardín durante las noches.
No hay cosa que avive un
deseo como una prohibición injusta. La contemplación de la estrella me atrajo varios castigos, y, como no podía dar
cuenta a nadie de mis infortunios, tomaba a la estrella por confidente.
Cuando fui al colegio
continué contemplándola.
Mi hermano Carlos, que tiene
cinco años más que yo, era un hermoso niño. Era el favorito de mis padres y la
esperanza de la familia. El tenía un preceptor. A mí, a los cinco años, me
llevaron a un colegio de la ciudad, donde iba a buscarme a la noche el ayuda de
cámara.
Iba a la ciudad con un cestito
escasamente provisto, mientras mis compañeros llevaban abundantes provisiones.
Esta disparidad entre mi pobreza de víveres y su riqueza me causó disgustos.
Las salchichas de Tours
constituían la base del alimento que tomábamos al mediodía. Es un manjar poco
aristocrático, y, de
no haber ido al colegio, no las
hubiera visto nunca servidas en mi mesa.
A mí las salchichas me
inspiraron un gran deseo.
Los niños adivinan loa
deseos en las miradas, y yo me convertí en la burla de los colegiales. La mayoría
de mis compañeros pertenecían a la clase media y me mostraban su pan y sus
chicharrones, preguntándome si sabía dónde los fabricaban y quiénes los
vendían. Registraban mi cesta, y, al no hallar en ella más que queso o frutas
secas, me interrogaban sobre si no teníamos dinero para comprar otras cosas.
El contraste entre mis
desdichas y la felicidad ajena ajó mi juventud y marchitó mis rosas más
frescas.
La primera vez que me
ofrecieron el deseado fiambre y alargué la mano para recogerlo, el que me lo ofrecía
retiró la suya y se fue a reír en un grupo de burlones.
Para evitar la humillación,
apelé a las riñas, y la desesperación me dio un valor que me hizo temible. Esta
actitud me acarreó el odio de todos y me entregó a las venganzas de los
traidores.
Una tarde, a la salida del
colegio, me golpearon con un pañuelo lleno de piedras. El ayuda de cámara me
defendió; pero contó el caso a mi madre, y ésta dijo:
—¡Este chico nos está dando
siempre disgustos!
Como hallara en el colegio
la misma repulsión que en mi familia, me produjo una gran desconfianza en mí
mismo.
E1 profesor, que me veía
siempre sombrío, confirmó las sospechas de mi familia acerca de mi supuesto mal
carácter. Cuando ya supe leer y escribir, mi madre me envió a Pont-le-Voy a una
escuela dirigida por los padres del Oratorio, que recibían a niños pequeñitos
en una clase que llamaban de los no latines.
En aquel centro pasé ocho
malos años, pues como no tenía más que tres pesetas para mis gastos, y éstas
apenas bastaban para comprar el material escolar, no podía comprar ni zancos,
ni trompas, ni ningún objeto de juego.
Así, mientras los demás
chicos jugaban yo permanecía leyendo.
En la distribución de
premios que se hizo después de mi ingreso obtuve dos; pero al ir a recibirlos
al teatro vi que las familias de todos los colegiales, menos la mía, ocupaban
la sala. Por la noche quemé en la estufa mis coronas.
Los padres de los alumnos
pasaban en la ciudad la semana de ejercicios que precedía a la distribución de
premios, por lo que mis compañeros salían todos los días, mientras yo me
quedaba con los de otra mar. Llamaban así a los muchachos que tenían sus
padres en colonias.
El día en que me acusé de
haber maldecido mi existencia, el confesor me señaló el cielo. Después de mi
primera comunión, animado por una ardiente fe, me entregué a la plegaria y
rogué a Dios que renovase en mi favor los milagros que yo había leído en el
Martirologio.
El éxtasis me proporcionó
inefables sueños que enriquecieron mi inteligencia y fortificaron mi ternura. Los
ángeles dieron a mis ojos la facultad de ver el interior de las cosas. Mis
visiones de niño han encendido en mi alma el fuego de la inspiración.
Juzgó mi padre que la
enseñanza que yo estaba recibiendo era muy limitada, y me envió a París a un
instituto situado en el Marais. Me destinaron al tercer curso.
Los mismos dolores que había
sufrido en mi hogar y en las dos escuelas me esperaban, aunque de forma
distinta, en el instituto Lepitre.
Mi padre no me había dado
dinero; creía que con tenerme instruido y alimentado era suficiente, y no se
preocupó de más. Habré conocido en mi vida escolar unos mil alumnos, y a
ninguno se le ha tratado de forma semejante.
El señor Lepitre, partidario
acérrimo de los Borbones, había tenido relación política con mi padre en la
época en que algunos monárquicos furibundos habían pretendido sacar a María
Antonieta de la prisión del Temple. El señor Lepitre subsanó el olvido de mi
padre señalándome una cantidad mezquina todos los meses.
Había allí un departamento
para el portero, donde los colegiales ricos almorzaban. El señor Lepitre
parecía ignorar el comercio de aquel modesto funcionario, llamado Doisy, que
era todo un contrabandista, al que los alumnos mimaban porque era cómplice de
nuestros extravíos e intermediario de los escolares con los vendedores de
libros prohibidos.
Desayunar una taza de café
con leche era en aquella época un lujo, dados los precios que rigieron para los
artículos coloniales en el Imperio de Napoleón; pero si para los padres era un
lujo, para nosotros era una vanidad, y Doisy nos abría crédito, en la
suposición de que todos tendríamos familiares que pagasen nuestras deudas. Yo
resistí durante mucho tiempo; pero no podía, siendo tan niño, resistir la
tentación y ver con indiferencia la mirada de desprecio de los otros.
Cuando finalizaba el segundo
año mis padres fueron a París.
Su llegada me la anunció mi
hermano, que, aunque vivía en la capital, no me había hecho ninguna visita. Mis
hermanas les acompañarían. Iríamos al Palais Royal y al Teatro Francés.
Yo sentí ese viento de
tempestad de los que están acostumbrados a la desgracia. Tendría que confesar a
mi padre que había hecho con Doisy una deuda de cien francos, pues ya el
portero me amenazaba con darle a él cuenta personalmente si no le pagaba.
Tomé a mi hermano por
intermediario con mis padres.
Mi padre se sintió inclinado
a la indiligencia; pero mi madre se mostró inexorable.
Si a los diez y siete años
cometía aquellas calaveradas, ¿qué sería de mi más adelante? ¿Era yo su hijo?
Tal vez me habría propuesto arruinar a la familia. La carrera que había elegido
Carlos necesitaba una consignación independiente, que mi hermano merecía merced
a su ejemplar conducta. Mis hermanas necesitarían dote para casarse, y, además,
el café y el azúcar no son precisos para la alimentación.
Después de aquel torrente de
insultos, mi hermano me llevó de nuevo al colegio, y se me aguaron las fiestas.
Esa fue la acogida que me hizo mi madre después de doce años de separación.
Cuando terminé de estudiar
Humanidades, mi padre encargó al señor Lepitre que me enseñara Matemáticas y me
hiciera cursar el primer año de Leyes.
Me quedé en París sin
dinero. El señor Lepitre me hacía ir a la Escueta de Derecho acompañado por un
criado que me dejaba en el aula y que iba a recogerme cuando terminaba la
clase.
Los colegiales piensan
secretamente en el amor. En París, en aquella época, estaba de moda el Palais
Royal, que era una especie de Eldorado del amor por el que, por las noches,
corría el oro. Allí se aclaraban todas las dudas y podía saciar su curiosidad
la juventud ansiosa de placeres. Todas las tentativas que hice para satisfacer
esta curiosidad se vieron frustradas.
Mi padre me había presentado
en casa de una de mis tías, y allí iba yo a comer jueves y domingos, conducido
por el señor Lepitre y su esposa, que en dichos días iban a dar un paseo y me
recogían al regreso.
La señora marquesa de
Listemère era vieja corno una cátedral, muy ceremoniosa, pero a la que nunca se
le ocurrió ofrecerme un escudo. A su casa iban nobles apergaminados. Allí nadie
me hablaba, y yo no me atrevía a dirigir a nadie la palabra. Esta indiferencia
me dio alas un día para, cuando terminó la comida, volar al templo del placer,
seguro de que nadie se apercibiría de mi ausencia, pues cuando mi tía empezaba
a jugar al wisth no fijaba en mí su atención; pero al llegar al portal
vi detenido el coche del señor Lepitre, quien se apresuró a llamarme.
Un día se presentó mi madre
inoportunamente. Napoleón se jugaba la última carta, y mi padre, previendo la
restauración de los Borbones, iba a prevenir a mi hermano, que pertenecía a la
diplomacia imperial.
Habíamos dejado ya Tours,
pues mi madre me había sacado de París, que creían muy amenazado los que se
ocupaban de política. Mi madre me trató lo más fríamente que se puede imaginar.
A cada relevo de caballos yo pretendía hablarle; pero su mirada fría me dejaba
paralizado.
En Orleans, al ir a
acostarse, reprochó mi silencio. Y entonces me arrojé a sus pies y le abrí mi
corazón con un acento que hubiera conmovido a la madrastra más desnaturalizada;
pero mi madre me dijo que estaba representando una comedia.
Al llegar a casa mis
hermanas no manifestaron tenerme ningún cariño, aunque más adelante, por
comparación, me pareciesen afectuosas. Para conocer su corazón tuve que
observar a mi madre; tenía yo entonces veinte años, y me convencí de que era
una señora fría y egoísta y que la impertinencia constituía el armazón de su
carácter.
No hablaba más que de
deberes, y únicamente mi hermano mayor había conquistado lo poco de amor
maternal que había en ella.
Nos mortificaba con
constantes ironías.
Desesperado, me recluí en la
biblioteca de mi padre y me entregué por completo a la lectura. Así logré
espaciar mis entrevistas con ella; pero mi ruina moral fue completa.
Algunas veces mi hermana
mayor, que fue luego esposa del marqués de Listemère, procuraba consolarme;
pero en aquella época mi mayor deseo era la muerte.
Agitaron por entonces a
Francia grandes acontecimientos.
El duque de Angulema salió
de Burdeos para reunirse en París con Luis XVIII. La vieja Francia acogía con
júbilo la restauración borbónica. La Turena se hallaba delirante por la vuelta
de la legitimidad; los balcones, adornados, y un entusiasmo que se me contagió
y me hizo tener el deseo de ir al baile que daba el príncipe.
Se lo dije a mi madre, que
se hallaba enferma, para poder ir a la fiesta, y me contestó irónicamente que
ya había pensado en ello; puesto que mi hermano estaba fuera y la familia
necesitaba ser representada, iría yo al baile.
Mis hermanas me dijeron que
mi madre había llamado a su costurera, y que, sin decirme nada, me había hecho
un frac azul. Me compraron medias de seda y escarpines nuevos. Por primera vez
tuve camisa con chorreras.
En la fiesta hubo mucho
entusiasmo, y los tureneses vitorearon a la Restauración, a los Borbones y al
duque de Angulema, de la misma forma que más tarde había de vitorear París el
regreso de Napoleón de la isla de Elba.
Como mi timidez me impedía
sacar a bailar a ninguna muchacha, y además tenia miedo de que mi torpeza me
descompusiese la figura, fui a sentarme en el extremo de una banqueta, donde
estuve algún tiempo con los ojos fijos.
Una dama se sentó a mi lado.
Percibí un perfume femenino. La miré, y su hermosura me deslumbró más de lo que
me había deslumbrado la fiesta. Mis ojos se fijaron en la blancura de sus
hombros, blancura ligeramente rosada, como si aquella fuera la primera vez que
se mostraban desnudos y esto les diera rubor.
Hombros que tenían brillo de
seda y que estaban separados por una línea que mi mirada recorrió.
Me alcé ligeramente para ver
su escote, y quedé fascinado ante un pecho que se hallaba pudorosamente
cubierto con una gasa, pero cuyos senos se hallaban velados por encajes.
Los detalles más nimios de
su cabeza me hicieron soñar con placeres innumerables.
Los cabellos se ondulaban
sobre su cuello de niña. Entre las líneas blancas que en ellos trazara el
peine, mi imaginación se perdió como entre senderos.
Perdí el juicio.
Cerciorándome antes de que
nadie podía verme, me lancé a aquella espalda como un niño de pecho se abalanza
al seno de su madre, y la besé en los hombros, queriendo aplacar con la
frescura de su sangre el fuego que sentía yo en las entrañas.
* * *
La dama lanzó un grito que
fue sofocado por el ruido de la música. Se volvió y me dijo ofendida:
—¡ Caballero!...
Me quedé mudo ante aquella
mirada colérica, ante aquella cabeza coronada por una cabellera negra que
formaba contraste con la blancura de los hombros.
En su rostro, enrojecido por
la vergüenza, leí el perdón de la mujer que comprende el entusiasmo cuando es
ella misma la que lo inspira.
Se alejó con ademanes de
reina ofendida.
Yo me di cuenta de lo
ridículo de mi situación. Disfrazado como un mono, me avergoncé; pero al mismo
tiempo me quedé saboreando la fruta que había hurtado, pues todavía conservaba
en mis labios el calor de la carne que había respirado.
Seguí con la vista a aquella
mujer, que me pareció descendida del cielo.
Vencido por aquella
sensación nueva, que era fiebre carnal en mi corazón, entré en la sala de
baile, que para mí fue lo mismo que si se encontrara desierta, porque no vi en
ella a mi dulce desconocida.
Con el alma cambiada me fui
a acostar.
Era, en efecto, un alma
nueva; un alma que había roto la larva, y, a la manera de las hipsípilas, se
había convertido en mariposa.
Algo como si, caída de las
altas esferas donde yo cuando era niño la admiraba, la estrella se hubiese
convertido en mujer.
Amaba sin saber aún lo que
era amor. Es sorprendente la primera irrupción de este sentimiento en la vida
del hombre.
En los salones de mi tía
había visto algunas jovencitas bellas; pero ninguna me había impresionado.
¿Será precisa una conjunción
de astros, una hora especial o una reunión de circunstancias determinadas para
que una pasión surja un en el momento en que el sexo reclama su preeminencia?
Porque mi amada viviese en
Turena, el cielo me parecía más azul y respiraba el aire con delicia.
Si me trastorné mentalmente,
también físicamente me puse enfermo, hasta el punto de que en los temores de mi
madre hubo no poco de remordimiento. Me acurrucaba en un rincón del jardín para
pensar en el beso que le había robado.
A mi madre dejó de
remorderle muy pronto la conciencia, y achacó mi malestar a las crisis
naturales que sufren los jóvenes.
Decidió mandarme, al campo,
que es la gran panacea para curar las enfermedades que se desconocen, y el
sitio elegido fue el castillo de Fraspelle, situado en la orilla del Indre, en
casa de unos amigos suyos a quienes dio secretas instrucciones.
Al verme en el campo me di
cuenta de que tan recto me había lanzado al camino del amor que desconocía el
nombre de mi amada. ¿Cómo llamarla? ¿Dónde encontrarla? ¿Y con quién hablar de
ella?
Mi timidez hacía aún más
complicado mi mal de amor, haciéndome empezar por la melancolía, que suele ser
por lo que los demás amores terminan.
Con la audacia con que la
juventud planea, me propuse ir recorriendo uno por uno todos los castillos de
Turena y preguntar a cada torre: "¿Está aquí'?"
La mañana de un jueves salí
de Tours, atravesé el puente del Salvador y cogí el camino de Chinón.
Por primera vez en mi vida
tenía derecho a detenerme o a andar de prisa o despacio, según se me antojara,
sin que nadie me importunase.
Para un joven dominado por el
despotismo, el uso de la libertad, aunque sea una cosa insignificante,
proporciona cierta satisfacción.
Aquel día fue para mí
encantador.
Los paseos de mi niñez no me
habían alejado más de una legua de la ciudad, y en París no contemplé nunca la
belleza del campo.
Aunque aquella belleza
campesina fuese nueva para mi, no dejaba yo de ser exigente, como ocurre a
aquel que, aunque no conoce una cosa, se ha formado de antemano su ideal.
* * *
Para ir al castillo de
Frapelle se acorta camino pasando por las llamadas "landas de
Carlomagno", tierras situadas en la planicie que separa las aguas del Cher
y las del Indre.
Estas landas terminan en un
sitio encantador que me inspiró un sentido de voluptuosidad preparado por la
monotonía de las tierras arenosas que acababa de atravesar. Me pareció que la
dama que yo había besado en el baile tenía que vivir dentro del panorama que
contemplaban mis ojos. Me apoyé en un nogal, en el que desde entonces me
detengo a reposar siempre que paso por aquel querido valle.
"¡Ella habita aquí!—me
dije—. El corazón no puede engañarme. El primer castillo que hay al pie de la
colina, ésa será su casa."
Cuando me senté bajo el
árbol, el sol del mediodía se reflejaba en la pizarra del tejado y en los
vidrios de la ventana. El punto blanco que distinguía junto a un cenador tenía
que ser su falda.
Ella era el lirio del valle,
al que perfumaba con sus virtudes. El amor que llenaba mi alma lo representaba
aquella cinta que resplandecía entre las hileras de álamos.
Para curar las heridas
sangrientas del corazón no hay nada como la contemplación de aquel paisaje en
una tarde de otoño; para contemplar la belleza de la Naturaleza no hay nada
como ver aquel paisaje en una mañana de primavera.
Los molinos movidos por las
aguas del Iser eran como la voz del paisaje; los álamos se balanceaban y el
cielo estaba lleno de azul.
No me preguntes más, por qué
amo a Turena. La amo menos que a ti; pero tampoco sabría vivir sin Turena.
Mis ojos continuaban
contemplando el punto blanco.
Descendí al fondo del valle
y encontré una aldea que me pareció maravillosa.
Tres molinos colocados en
tres islas, graciosamente recortadas en medio de una pradera esmaltada de
flores, y el agua del río ondulada por las piedras de moler.
Un puente cubierto de
hierbas y de musgo, con las barandillas inclinadas hacia el río.
Más allá del puente había
unas pequeñas granjas y un palomar, chozas limitadas por vallas cubiertas con
enredaderas. En las puertas, galios y gallinas.
Así es Pont-Ruan, la aldea
que domina una iglesia batida en el tiempo de las cruzadas. Añosos nogales y
jóvenes álamos con hojas del color del oro pálido. La mirada se pierde bajo un
cielo vaporoso.
Seguí el camino de Saché.
Llegué a un parque lleno de árboles antañones que me revelaron la proximidad
del castillo.
Entré en el momento preciso
en que la campana anunciaba la hora de la comida.
Después de comer, mi
huésped, no creyendo que había hecho el camino desde Tours a pie, me hizo
recorrer sus posesiones.
Desde un bosque de robles
nudosos mis ojos tropezaron en la pendiente próxima con el castillo que había
visto desde el final de las laudas y que yo había supuesto morada de la dama a
quien besé en el baile. Me detuve para contemplarlo.
Mi huésped me dijo:
—Como los perros la caza,
adivina usted la proximidad de una mujer bella.
Aunque la comparación no
fuera de mi agrado, le pregunté el nombre del castillo y quién era su
propietario.
—El castillo—me dijo—es del
conde de Mortsauf, descendiente de una familia histórica en Turena, cuyos
títulos datan de Luis XI. El conde se estableció en él al regreso de la
emigración; pero el castillo pertenece a su esposa, de la casa de
Lenoncourt-Givry, Son de escasa
fortuna, y tal vez por esto permanecen siempre en Clochegourde. Partidarios de
los Borbones. Cuando vine aquí el año pasado les hice una visita, que me
devolvieron. La señora de Mortsauf puede ocupar en todas partes un puesto de
preferencia.
—¿Va con frecuencia a
Tours?—pregunté.
—No, no va casi nunca. La
última vez fue al baile que se dio en honor del duque de Angulema.
—¡ Es ella!—exclamé.
—¿Y quién es ella?
—Una dama que tiene muy
bellos los hombros.
—En Turena hay muchos
hombros bellos; pero, si quiere usted reconocerlos, pasaremos el río y
subiremos a Clochegourde.
A las cuatro llegamos al lugar que hacía rato contemplaban mis
ojos.
La puerta vidriera de la
galería está coronada por el escudo de los Clamont-Chauvry. La leyenda,
"Mírame y no me toques", no dejó de sorprenderme. La revolución había
arrancado la corona y la cimera. Era, en conjunto, un castillo de apariencia
elegante, rodeado de viñas, cercados y tierras laborables.
Mi corazón palpitaba,
anticipándose a secretos acontecimientos. Yo respiraba con la fruición con que
lo hacen los animales cuando presienten el buen tiempo. Me parecía que la
Naturaleza se vestía con las mejores galas, como la mujer que sale al encuentro
de su amado...
Mi huésped y yo atravesamos el primer patio.
Ladró el perro, y, advertido
por sus ladridos, salió uno de los sirvientes, por el cual supimos que el señor
conde había salido para Azay aquella mañana y que no podría tardar mucho en
regresar.
Yo temí que mi huésped no
quisiera ver a la señora en ausencia de su esposo, y temblé; pero él desvaneció
mi inquietud haciendo al criado que nos anunciase.
Penetramos en la antesala.
Enseguida oímos una voz dulce que decía:
—Entren ustedes, señores.
Yo reconocí inmediatamente
aquella voz, aunque en toda mi vida no la hubiera oído pronunciar más que una
sola palabra. Tuve miedo de que me reconociera, y hasta pensó en huir; pero no
tuve tiempo, porque la condesa acababa de aparecer y nuestras miradas se
encontraron. No sé cuál de los dos se puso más encarnado.
Se turbó ella tanto que no
pudo hablar. El criado nos acercó dos sillas. La condesa se sentó ante el
bastidor de bordar y preguntó al señor de Chessel a qué feliz circunstancia
obedecía nuestra visita.
Mi huésped dijo a la condesa
que yo me encontraba desde hacía pocos meses en Tours, donde mis padres me
habían llevado cuando París estuvo amenazado por la guerra.
Estábamos un poco cansados,
y habíamos entrado a descansar en el castillo.
Aquello era verdad; pero la
dama debió sospechar que no lo era, pues me miró de una manera tan fría que me
hizo bajar los ojos, mitad por una especie de humillación y mitad porque las
lágrimas pugnaban por asomarse a ellos.
Ella se dio cuenta de mi
turbación, y entonces se mostró amable, ofreciéndome lo que me hiciera falta.
Yo me ruboricé profundamente
y le di las gracias por sus amabilidades.
La condesa se dirigió a su
vecino y le preguntó:
—¿Me concederán ustedes el
honor de comer en Clochegourde?
Aunque la fórmula requiriese
una negativa, yo dirigí a a mi protector una mirada tan suplicante que éste
accedió a que nos quedáramos.
A la noche, cuando
regresábamos, me extrañó oír
decir a mi huésped:
—Acepté la invitación para
evitarle a usted un disgusto; pero "si no arregla las cosas", tal vez
me malquiste con mis vecinos.
Había dicho que si no
arreglaba yo las cosas..., y estas palabras me hicieron reflexionar durante
mucho tiempo. Si yo le era agradable a la señora de Mortsauf, ésta no debía
odiar al que me había llevado a su casa.
La condesa, después de
aceptada la invitación, habló del país y de la agricultura, conversación en la
que yo no tomé parte. Me arrellané en una butaca y me dejé mecer por la voz de
la dama.
El aliento de su espíritu se desarrollaba entre las silabas, como los sonidos de una flauta se repliegan entre los orificios, ondulando en el oído de quienes los escuchan.
Su forma de pronunciar la i
me parecía el canto de los pájaros. La ch en sus labios parecía una
caricia, y la t era como el latido de un corazón.
De esta manera prolongaba
sin saberlo el sentido de las palabras. Su risa era como el canto de la
golondrina. Su queja, como la del cisne llamando a su hembra.
Pude examinarla merced a la
poca atención que me dispensaba. Mi mirada la acariciaba, rodeaba su talle,
besaba sus pies y se deslizaba entre sus. cabellos.
Tenía el temor de que me
sorprendieran con la vista fija en el lugar de sus hombros que yo había besado,
y, por otra parte, este temor espoleaba mi curiosidad. Miré.
Mis ojos rasgaron la tela, y
volví a ver la mosca ahogada en leche que era su lunar...
Podría describir los rasgos
de su rostro. El dibujo más perfecto no puede dar idea de su belleza. Tenía los
cabellos finos y abundantes, la frente encorvada, los ojos verdes, de mirada
triste; pero cuando hablaba de sus hijos se le escapaban efusiones de alegría,
lanzaban relámpagos de luz. Tenía una manera de mirar que hacía bajar la vista
a los más osados.
La condesa era fuerte; pero
su fortaleza no aminoraba su gracia ni privaba de redondez a sus formas. Sus
músculos se dibujaban suaves; sus brazos eran hermosos; sus manos, largas como
las de las estatuas griegas y con dedos afilados; las uñas, sonrosadas, de
curvatura suave.
No te molestes por esta
afirmación mía, porque tú eres la
excepción; pero el talle recto
aventaja al redondo. El redondo es indicio de fuerza, y las mujeres que lo
poseen son altivas, más voluptuosas que las tiernas. El talle recto, por el
contrario, designa abnegación, ternura, melancolía...
Ya sabes, pues, cómo era
aquella mujer. Tenía pies aristocráticos, pies que andan poco y en seguida se
fatigan. Su aspecto revelaba sencillez.
¿Recuerdas el silvestre
aroma del brezo? Compáralo con aquella dama y podrás saber cómo la condesa era
lejos de la sociedad. Su cuerpo tenia la frescura de la flor recién arrancada.
Era a la vez niña por el sentimiento y grave por el dolor.
Su coquetería se había transformado
en sueño. Hacía soñar, en lugar de inspirar amantes atenciones. A veces se le
escapaban sonrisas alegres que las sepultaba bajo el continente severo que le
había impuesto la vida.
A excepción de sus hijos, no
miraba a nadie. Daba solemnidad a sus palabras.
Aquel día vestía un traje de
color rosa, un cuello blanco y cinturón y bolitas negras; un peine de concha
sostenía sus cabellos.
Clochegourde tenía el sello
de la distinción inglesa.
El salón se hallaba
ensamblado y pintado de gris; la chimenea tenía por adorno un reloj dentro de
una vitrina de caoba y dos búcaros de porcelana blanca con filete de oro. Sobre
la consola había un quinqué, y frente a la chimenea veíase un juego de chaquette.
Esta sencillez no estaba desprovista de suntuosidad.
Desde las ventanas del salón
se podía contemplar la colina donde se alzaba Pont-Ruan, hasta el castillo de
Azay, siguiendo las anfractuosidades recortadas por la torre de Fraspelle, la
iglesia, la aldea y el castillo de Saché. Aquellos reposados panoramas
transmiten al alma su serenidad. Si yo hubiese visto allí por primera vez a la
condesa, rodeada de su esposo y de sus hijos, en lugar de encontrarla en el
baile dado en honor del duque de Angulema, es seguro que no le hubiera dado
aquel beso, cuyo remordimiento me asaltaba entonces, por considerar que
comprometía enormemente el porvenir de mi
amor.
Yo sentía deseos de
arrojarme a sus pies, de bañarlos con mis lágrimas y lanzarme después al Indre.
Pero, después de aspirar el fresco jazmín de su rostro, el alma abrigaba
esperanzas de humanas voluptuosidades. Deseaba continuar viviendo, con la
esperanza del placer, como el salvaje espera el momento de la venganza.
Si la condesa me hubiera
pedido la flor que canta, yo hubiera acometido toda imaginable empresa para
llevarle la flor.
Cuando salí del sueño que la
contemplación de mi ídolo me había producido, oí que hablaba del conde.
Entonces pensé que una mujer
sólo puede pertenecer a su marido, y este pensamiento me hizo daño. Experimenté
deseos de conocer al dueño de aquel tesoro, y me sentí dominado a la vez por el
miedo y por el odio.
Un odio que no admitía
obstáculos, porque los media sin temor, y un miedo vago y real, miedo al
combate y a su término.
—Ya ha llegado mi
esposo—dijo la condesa.
Al oír esta palabra me alcé,
sin poderlo evitar, sobre mis piernas; pero ni el señor de Chessel ni ella me
dijeron una palabra, porque en aquel momento entró una niña de unos seis años
diciendo:
—Aquí está papá.
—¡ Magdalena!—exclamó su
madre.
La niña tendió la mano al
señor de Chessel y me miró atentamente después de haberme hecho una profunda
reverencia.
—¿Cómo está la
niña?—preguntó el señor de Chessel.
—Está mejor—dijo la madre,
acariciándole la cabeza.
Por una pregunta que hizo el
señor de Chessel supe que la nena tenía nueve años, y, como yo manifestara mi
extrañeza, advertí que la frente de su madre se ensombrecía. Mi huésped me
dirigió una de esas miradas que bastan a los hombres de mundo para dar una
lección. Comprendí que se trataba de una de esas heridas cuyo apósito había que
respetar.
Magdalena no hubiera podido
vivir en la atmósfera de una ciudad populosa. Era delgada, pequeña, y tenía el
rostro blanco como una porcelana. El aire del campo y los cuidados maternales
conservaban la vida dentro de aquel cuerpo delicado como una planta nacida en
un invernadero. Tenía los cabellos ralos y negros, los ojos hundidos y las
mejillas enflaquecidas. El pecho, hacia
adentro, revelaba que sostenía lucha con la muerte.
Fingía estar contenta para
ahorrar lágrimas a su madre; pero cuando ésta no la observaba, su actitud era
tan triste como la de un sauce. Se le podría confundir con una gitanilla
hambrienta a la que habían engalanado para presentarse ante el publico.
—¿Dónde está Santiago?—le
preguntó la madre.
—Está con papá.
Entró el conde, llevando a
su hijo cogido de la mano.
Santiago se parecía a su
hermana, y estaba tan débil como ella. Al ver a aquellos niños tan macilentos
se comprendía el dolor de la condesa.
El señor de Mortsauf,
después de saludarme, me dirigió una mirada menos observadora que malévola.
Después de haberse informado de mi situación y de haber oído mi nombre, se
marchó. Sus hijos quisieron seguirla; pero ella se lo impidió, diciéndoles:
—Quedaos, queridos míos.
¡Oh! ¿Qué no hubiera dado yo
entonces por oírme llamar "querido mío"?
Mi nombre hizo variar al
conde de actitud. Me trató con consideración y pareció que le agradaba mi
presencia. En otra época mi padre había jugado papeles peligrosos en
conspiraciones legitimistas, y cuando todo se perdió por la subida de Napoleón
al trono, retiróse a la vida oscura de provincias. Salario seguro de todos los
conspiradores que han arriesgado mucho son las acusaciones duras e inmerecidas,
y éstas también las sufrió mi padre.
Yo desconocía aquellas
particularidades a que se refería el señor de Mortsauf; pero hasta más tarde no
supe el porqué de su acogida afectuosa.
Cuando los niños se dieron
cuenta de que estábamos distraídos conversando, se deslizaron como anguilas por
la puerta entreabierta para ir en busca de su madre.
Traté de adivinar el
carácter del conde.
El señor de Mortsauf tenía
cuarenta años, pero aparentaba muchos más. Su rostro tenía cierto parecido con
el de los lobos, y su aspecto
era el .de un
hombre que había sido combatido por diversas enfermedades.
La frente la tenía demasiado
ancha en relación con la cara, terminada en punta y con arrugas desiguales, que
parecía delatar más bien al infortunio que a los esfuerzos hechos por evitarlo.
Tenía ojos duros,
desconfiados; boca imperiosa y barba larga. Era alto y delgado. El descuido en
que vivía en el campo le había hecho no dar importancia a ciertos detalles de
indumentaria, y su traje era el del campesino en quien los labradores no ven
más importancia que la de sus dominios territoriales.
Diez años en la emigración y
diez de vida campestre tuvieron que influir necesariamente en su físico, y el
liberal más envidioso habría reconocido en él al hombre religioso incapaz de
ser útil a un partido, y muy capaz, por el contrario, de, con absoluta buena
fe, perderlo por su desconocimiento de los asuntos de Francia.
Y así era. Porque el señor de Mortsauf era uno de
esos hombres rectos que no son útiles para nada y que a todo ponen
dificultades, buenos para defender el puesto a que se les designe, pero avaros
hasta el extremo de dar la vida antes que soltar sus monedas.
Mientras comíamos comprendí
que era él quien había legado a sus hijos el raquitismo que me había llamado la
atención en Magdalena. El se condenaba a sí mismo; pero no permitía que los
demás le condenasen. Su vida íntima debía proporcionarle amarguras y asperezas
que se reflejaban en su mirada siempre inquieta.
Al ver entrar a la condesa
con los dos niños agarrados a su falda presentí una desgracia. Viendo reunidas
a aquellas cuatro personas, y estudiando sus fisonomías y sus respectivas
actitudes, se me ocurrieron pensamientos impregnados de melancolía que cayeron
sobre mi corazón como la neblina que antes de anochecer oscurece el paisaje.
El conde notificó a su esposa
muchas particularidades de mi familia que a mí me eran desconocidas Me preguntó
por mi edad y cuando se la dije, la condesa manifestó el mismo asombro que
había manifestado yo al conocer la de su hija. Seguramente supuso que yo no
tendría arriba de catorce años. Su maternidad, al verme tan flaco y tan
descolorido, debió darle alguna esperanza, y, pensando en que yo tenía veinte
años, se diría para sí, y refiriéndose a sus hijos: “¡Vivirán!”
Me miró con curiosidad y
dijo:
—Si el estudio le ha hecho
enfermar, los aires de nuestro valle servirán para restablecerle.
A lo que añadió el conde:
—Las enseñanzas modernas son
funestas para nuestra juventud. Les llenarnos de matemáticas y de ciencia y los
envejecemos prematuramente. Si la instrucción pública se devolviera a las
comunidades religiosas, no sucedería esto de que la enseñanza esté al alcance
de cualquiera con lo que quiere decirse que el mal nos amenaza.
Estas palabras eran el
colofón que ponía a otros que había dicho el día de las elecciones a un candidato
monárquico al negarte su voto: “Desconfío de los hombres de talento.”
Quiso que diéramos una
vuelta por el jardín; pero su mujer le objetó que yo tenía que estar cansado,
porque había ido desde Tours a pie, y el señor de Chessel, sin saberlo, me
había hecho dar un largo paseo.
Cuando se reanudó la
conversación no tuvo inconveniente en reconocer que su monarquismo era de una
feroz intransigencia, y que en efecto era difícil de navegar en aquellas aguas
sin tropezar con sus escollos.
Un criado anunció la comida.
El señor de Chessel ofreció
su brazo a la condesa y el conde se cogió con familiaridad a1 mío para entrar
en el comedor.
La pieza no carecía de
elegancia.
La mesa, si bien no era
demasiado lujosa, se encontraba muy bien servida.
El placer que en aquellos
momentos experimentaba me impedía ver las dificultades que la vida ponía entre ella
y yo.
Estaba a su derecha y gozaba de la felicidad incomparable de servirla de beber. Pensaba en que su vestido me tocaba, en que comía su pan, en que mi vida, en cierto modo, se mezclaba con la suya, y por último, en que estábamos unidos por aquel beso terrible, que era a la manera de un secreto que nos inspiraba una vergüenza común.
Me decidí a cometer una
bajeza heroica.
Me dediqué a complacer al conde.
El amor tiene su intuición, como la tiene el genio, y comprendí que para echar
abajo mis esperanzas no tenía más que mostrarme descortés o pedante.
Terminó la comida. A mí
aquellos momentos me produjeron una de las satisfacciones mayores. El amor tiene
también su pubertad, y durante ésta se basta a sí mismo por eso no me dolió la
frialdad de la condesa.
Y el resto del tiempo a mí
se me antojó que era un sueño delicioso que tuvo fin cuando, en la noche clara
y a la luz de la luna, atravesé el Indre entre las sombras flotantes sobre los
prados, oyendo el croar de las ranas, que desde aquel día escucho con
complacencia.
* * *
Antes de llegar al castillo
de la Fraspelle dirigí la mirada hacia Clochegourde y vi una barca amarrada a
un fresno, que el agua balanceaba. Era el señor de Mortsauf, que la utilizaba
para salir a pescar.
—Bueno—me dijo el señor de
Chessel, cuando ya nos habíamos alejado lo bastante para que nadie pudiera
oírnos—. Me parece que no necesito preguntarle si ha encontrado usted los bellos
hombros que andaba buscando. Además, debo felicitarle por la favorable acogida
que le ha dispensado el señor Mortsauf...
Estas palabras pusieron de
nuevo en pie mi corazón. No había abierto los labios desde que habíamos salido
de Clochegourde, y el señor de Chessel debía atribuir mi silencio a la
felicidad que seguramente disfrutaba.
—¿Cómo?—pregunté.
—Jamás dispensó a nadie una
acogida tan afectuosa.
—Yo mismo estoy asombrado de
ello—murmuré, comprendiendo que una interna amargura había dictado la frase de
mi huésped.
Mi inexperiencia no me
permitió adivinar la causa de aquella amargura; pero me sorprendió, por lo
menos, su expresión.
Mi huésped se llamaba de
apellido Durand, y había incurrido en la fatuidad de renegar del apellido
paterno para coger el de Chessel, que era el de su esposa, perteneciente a una
antigua familia de magistrados. Su padre se había enriquecido durante la
revolución, y al señor Durand le pareció que su apellido desentonaba con su
fortuna.
Un príncipe había dicho
estas palabras: "El señor de Chessel se manifiesta demasiado Durand."
Y esta frase había recorrido toda la Turena, y fue para él causa de pesar.
El señor de Chessel había
tenido en su carrera política éxitos y fracasos; fue dos veces diputado, y en
otras dos ocasiones le derrotaron en la elección; director general un día,
y al otro sin ninguna
representación. Estas alternativas habían dado aspereza a su carácter, y
además, en las altas esferas, donde los rostros de los envidiosos de las
glorias ajenas son mal mirados, no fue bien acogido.
Si su ambición hubiera sido
menor, seguramente hubiese logrado más de lo conseguido.
A mí sus maneras de gran
señor, que tal vez fueran afectadas, me parecían perfectas. Por otra parte, me
resultó agradable, porque en su casa disfruté por primera vez de reposo.
Como dentro de mi familia
era tan desgraciado, el interés que por mí mostraba se me antojó casi paternal,
y como los cuidados que puso en la hospitalidad que me dispensó eran mucho
mayores que los que recibía yo en mi casa, no podía menos de manifestarle mi
gratitud.
Más tarde, en el asunto de
las cartas-patentes, pude dispensarle algunos favores.
La ostentación que el señor
de Chessel hacía de su riqueza molestaba a sus vecinos.
Las tierras que poseía eran
muy extensas.
La acogida que el señor de
Mortsauf me había dispensado sirvióle, ya que yo era hijo de una familia noble
arruinada, para humillar la brillante situación económica del señor de Chessel,
que no era caballero y que se dio en seguida cuenta de los propósitos del
conde.
Sus relaciones lo eran
únicamente políticas, sin la intimidad que debía haber entre dos castillos
solamente separados por el Indre, y que desde el uno podía divisarse
perfectamente el otro.
El señor de Mortsauf se
había visto precisado a emigrar cuando daba principio a su segunda educación,
que fue la que llegó a faltarle. Su destierro pasó en la ociosidad más
lamentable, porque fue de los que creyeron siempre en la proximidad de la
restauración de los Borbones.
Fue uno de los primeros en
alistarse en el ejército de Condé, y cuando dicho ejército fue dispersado, no
creyó necesario, como lo hicieron otros nobles, el buscarse un medio de vida.
Le faltó el valor suficiente para renunciar a sus prerrogativas aristocráticas
y ganarse su pan.
Tampoco quiso ponerse al
servicio de las naciones extranjeras, y los sufrimientos empequeñecieron su
valor. La miseria alteró su salud.
Pasó caminando por las
tierras de Hungría, inspirando compasión y comiendo el pan que le daban los
pastores, y que hubiera rechazado de manos del señor. Los cabellos blancos del
señor de Mortsauf me revelaron lo mucho que había sufrido. La alegría de la
Turena murió en su alma el día que tuvo que acudir a que le curasen a las salas
de un hospital alemán. Su enfermedad le condujo a la hipocondría.
Los amores que en su
juventud tuvo fueron de la más baja esfera y arruinaron su salud, a la vez que
comprometieron su porvenir. Después de haber pasado doce años de miseria volvió
a Francia, acogiéndose al decreto de Napoleón que autorizaba su regreso.
Cuando, después de haber
pasado el Rin, vio el campamento de Estrasburgo, exclamó: "¡Francia!
¡Francia!", de la misma manera que un niño hubiera exclamado:
"¡Madre! ¡Madre!"
Se encontraba pobre. Nacido
para mandar, se veía sin autoridad y sin porvenir. Regresaba falto de fuerzas
físicas y morales.
Falto de fortuna, y con el
antecedente de haber servido en los ejércitos de Condé, su susceptibilidad se
exasperó hasta el extremo de serle difícil la vida en Francia,
Llegó casi moribundo al
Maine, donde, por causa de la guerra civil, el Gobierno revolucionario se había
olvidado de vender una extensa finca que el arrendatario conservaba, haciendo
creer que la tenia en propiedad. Cuando la familia de Lenoncourt, que residía
en Givry, que era un dominio próximo a la finca condal, se enteró de la llegada
del conde, puso a su disposición un apartamento para que lo habitase mientras
se disponía la finca de su propiedad.
La familia de Lenoncourt se
mostró generosa con el repatriado en los meses que vivió con ellos. Los
Lenoncourt habían tenido pérdidas de gran consideración, y el señor de Mortsauf
era para su hija un partido aceptable.
La señorita de Lenoncourt no
sólo no rechazó al conde, sino que hasta pareció aceptarle con alegría, tal vez
porque este matrimonio le permitiera vivir junto a su tía la duquesa de
Verneuil, que era para ella como una segunda madre.
La señora de Verneuil
formaba parte de una sociedad religiosa cuya alma era un individuo nacido en
Turena, apellidado Saint-Martín, a quien se conocía por el apodo del Filósofo
Desconocido, y cuyos discípulos practicaban las virtudes que él les
aconsejaba.
La doctrina de este filósofo
pretendía dar la clave del mundo divino por medio de transformaciones. Aplicaba
al dolor la dulzura del Quakerino. Se salía de la Iglesia católica para
retornar a la primitiva Iglesia cristiana.
La señorita de Lenoncourt
permanecía dentro del catolicismo.
La condesa recibía con
frecuencia en Clochegourde a Saint-Martín, y desde allí el filósofo vigilaba la
edición de los libros que por entonces hacía en Tours.
La señora de Verneuil donó a
su sobrina Clochegourde. Su instalación en Turena fueron los únicos días
tranquilos de la condesa, porque felices no los tuvo nunca.
Al señor de Mortsauf, al
retornar del destierro, se le presentó el cuidado de tener que preocuparse de
su hacienda. Pero el nacimiento de su hijo Santiago echó por tierra toda la
felicidad que como terrateniente se prometía, porque el médico le aseguró que
el niño nacía condenado.
El conde no quiso participar
a su esposa el dictamen del médico. Consultó con otros doctores, y de todos
obtuvo la confirmación de lo que le había dicho el primero, y otro tanto
ocurrió con el nacimiento de su hija Magdalena.
Estas dos desgracias
aumentaron sus inquietudes; pensaba en la extinción de su apellido, al mismo
tiempo que en la desventura que por su causa había alcanzado a su joven esposa,
para quien la maternidad no tenía placeres y si dolores únicamente.
La condesa, viendo los
acontecimientos, comprendió el pasado de su esposo y adivinó el porvenir. La
condesa, a pesar de todo. trató de hacer feliz a su consorte, perdonándole lo
que él mismo no supo perdonarse.
El conde cayó en la avaricia
y aceptó las privaciones que la vida le imponía; ella, por su parte, resolvió
no salir de Clochegourde. El carácter violento del conde encontró en su esposa
una tierra dulce en la que pudo experimentar un alivio a sus secretos dolores
merced a la frescura del bálsamo femenino.
Toda esta historia la supe
merced al despecho que se apoderó del espíritu del señor de Chessel.
* * *
Aquella noche no pude conciliar el sueño y salté de la cama para contemplar las ventanas de Clochegourde. Me vestí y salí silenciosamente del castillo por la puerta de una torre a que daba acceso una escalera de caracol.
El relente nocturno me
tranquilizó.
Atravesé el Indre por la
parte del Molino Rojo y llegué a la barca de Clochegourde. En ía última ventana
del castillo, por el lado de Azay, brillaba
una luz.
Me abismé en mis contemplaciones,
embellecidas con el canto del ruiseñor y el croar de las ranas.
¡Tenía el alma y los
sentidos encantados! Los deseos se manifestaban en mi con violencia. El
universo se había hecho para mí mayor en los días precedentes, y en una noche
había descubierto su centro.
Fue para mí hermosa aquella
noche pasada bajo sus ventanas, arrullado por el ruido del agua que batían los
molinos y por la voz de las horas que sonaba en el campanario del Saché.
Durante aquella noche llena
de esplendores en que aquella flor sideral iluminó mi vida, yo le dediqué mi
alma con la misma fe del pobre caballero castellano de quien se burla
Cervantes, con la fe que empezamos el amor.
Al aparecer en el horizonte
el primer rayo de luz de la aurora, cuando los pájaros comenzaron con sus
suaves gorjeos saludando el nuevo día, corrí al parque de Frapelle; no me había
visto ningún campesino, no sospechó nadie mi escapada, y estuve durmiendo hasta
que anunció la campana la hora del almuerzo.
Sin tener en cuenta el
calor, luego de haber almorzado, fui a la pradera a contemplar el Indre y sus
islas, las colinas y el valle, por los que sentía verdadera admiración; pero
con la rapidez de un caballo desbocado llegué al lado de la barca y los sauces
de Clochegourde. Todo en el campo era majestad y silencio: las inmóviles
frondas se recortaban con limpidez sobre el dosel azul del cielo; los insectos
que viven de la luz, abejas, mariposas y cantáridas, volaban a los rosales y
los fresnos; rumiaban a la sombra los rebaños; ardían las tierras rojas de la
vid, y las culebras se deslizaban a lo largo de los ribazos. ¡Cómo se
transformaba aquel paisaje tan poético y tan fresco durante la noche!
Salté con rapidez de la
barca y tomé la dirección del camino para dar la vuelta a Clochegourde, de donde
me parecía haber visto salir al conde. Por .cierto que no me había engañado,
pues el señor de Mortsauf se preparaba, sin duda, a salir por una puerta que
daba al camino de Azay.
—Señor conde, ¿cómo se
encuentra hoy?—le dije, saliendo a su encuentro.
Su mirada brilló
alegremente, sin duda porque en pocas ocasiones se oía 'llamar de aquella
forma.
—Muy bien—me respondió—.
Pero ¿le gusta tanto el campo que se pasea hasta en las horas de mayor calor?
—¿Pues no he venido aquí
para vivir al aire libre?—le contesté.
—Ciertamente. Si quiere
acompañarme podrá ver segar el centeno.
—Encantado; pero he de
advertirle que desconozco totalmente la agricultura; no podría distinguir el
trigo del centeno, ni la avena de la cebada, y no sé nada de los distintos métodos
de hacer producir la tierra.
—¡Ah! Eso no importa; venga
usted conmigo—añadió volviendo sobre sus pasos—; puede entrar por la
puertecilla de allá abajo.
Dicho esto echó a andar a lo
largo del seto, por la parte de dentro, mientras yo ,iba por la parte de fuera.
—De eso no puede enseñarle
nada el señor de Chessel —me dijo—, porque es demasiado gran señor para tener
otras ocupaciones que la de recibir las cuentas de su administrador.
Luego me llevó a ver los
patios y las dependencias, las huertas y los jardines de recreo, y por último
me llevó hacia la larga avenida de acacias y naranjos de China, los cuales se
hallaban besados por el río, y donde pude distinguir sentada en un banco, a la
señora de Mortsauf, que se hallaba acompañada de sus hijos.
Sin duda, sorprendida por mi
apresuramiento, y previendo que nos acercaríamos, no se movió.
El conde me hizo admirar la
perspectiva del valle, que ofrecía desde aquel sitio un aspecto muy distinto a
lo que yo había contemplado hasta entonces. Parecía un rincón de Suiza.
Multitud de arroyuelos surcaban la pradera e iban a desaguar en el Indre.
Extendiendo la mirada hacia el lado de Montbazen, sobre una inmensa llanura
verde, sólo tropezaba la vista con masas de árboles, rocas y colinas.
Aligeramos el paso para ir a
saludar a la señora de Mortsauf, que dejó caer el libro en el que estaba
leyendo Magdalena para levantar sobre sus rodillas a Santiago, que había sido
atacado de un acceso de tos convulsiva.
—¿Qué sucede al
niño?—preguntó el conde poniéndose extremadamente pálido.
—Es que le duele la
garganta—respondió la madre, que aparentaba no haberme visto—; pero me parece
que no es cosa de cuidado.
Sujetando la espalda y la
frente del niño, sus ojos parecían lanzar rayos con los que intentaba infundir vida a aquella débil criatura.
—Has cometido una
imprudencia increíble—respondió con aspereza el conde—exponiéndole a la humedad
del río y sentándole sobre un banco de piedra...
—¡ Pero si el banco está
abrasando, papá!—exclamó Magdalena.
—Se ahogaban arriba — añadió
en tono de disculpa la condesa.
—Siempre quieren tener razón
las señoras—respondió mirándome el conde.
Para no tener necesidad de
aprobar o reprobar con la mirada, miraba a Santiago, que se quejaba de ardor en
la garganta, y a quien la madre se llevó consigo. Cuando se alejaba, aun pude
oír al conde, que decía:
—Cuando se han engendrado
niños tan delicados, es necesario saber cuidarlos.
Todo aquello que estaba
diciendo era injusto; pero necesitaba su amor propio justificarlo a costa de su
esposa.
La condesa subía con rapidez
las rampas y la escalinata, y no tardó en hallarse tras la puerta-ventana.
El conde se había sentado en
el banco, con la cabeza inclinada y en actitud pensativa, y yo me hallaba en
una situación violenta, pues ni me hablaba ni miraba.
¡Ya era imposible el paseo
en el que yo pensaba intimar con la condesa! ¡En mi vida he pasado un cuarto de
hora más terrible que e! de entonces! Gruesas gotas de sudor bañaban mi frente,
y no sabía si marcharme de allí o permanecer esperando. ¿Qué pensamientos tan
tristes asaltarían al señor de Mortsauf para que se olvidara de ir a ver a
Santiago? De pronto se levantó; se acercó a mi para que nos volviéramos a
contemplar el risueño valle.
—¿Quiere que dejemos para
otra ocasión nuestro paseo, señor conde?—pregunté.
—Todo lo contrario. Vamos a
salir—me respondió—; por desgracia, estoy acostumbrado a presenciar semejantes
crisis, con lo contento que daría mi
vida para conservar la de ese niño.
—Santiago está mejor, y se
ha dormido—se oyó decir a una voz argentina.
En el extremo de la avenida
apareció de pronto la señora de Mortsauf. Se acercó alegremente y me dijo al
responder a mi saludo:
—¿Parece que le agrada
Clochegourde?
—¿Te parece bien, querida,
que tome el caballo y vaya en busca del señor Deslandes?—preguntó el conde,
queriendo hacerse perdonar sus injustas palabras.
—No tienes por qué
molestarte—contestó la condesa—, porque el niño no tiene más que sueño, porque
en toda la noche no ha dormido. El pobre es muy nervioso: casi toda la noche
tuve que pasarla contándole cuentos para que se durmiera, porque había tenido
una pesadilla. Su tos es simplemente nerviosa; ha tomado una pastilla de goma y
se ha quedado dormido.
—¡Pobre esposa mía!—dijo el
conde estrechándole las manos—. ¡Yo no sabía nada!
—No te preocupes por esas
pequeñeces. Puedes ir a ver los centenos. Ya sabes que si no estás allí, los
segadores dejarán que en el campo entren las espigadoras extranjeras antes de
que retiren los haces.
—Yo, señora, voy a empezar
mi primer curso de Agricultura—le dije.
—Lleva usted un buen
profesor—me respondió haciendo alusión al conde, que agradeció sonriendo la
fineza.
Habían pasado dos meses
cuando supe que aquella noche había pasado terribles angustias, temiendo que su
hijo padeciera el garrotillo. Mientras tanto yo me hallaba en la barca, mecido
por pensamientos amorosos, pensando que m¿m divisaría desde su ventana adorando
la luz de la bujía que alumbraba su frente, arrugada por terribles alarmas.
El crup estaba
haciendo por entonces atroces estragos en Tours.
Cuando salimos, el conde me
decía con voz conmovida:
—Mi esposa es un-ángel.
Esta frase me llenó de
vacilaciones. Sólo conocía superficialmente aquella familia, y el remordimiento
me hacía pensar: "No debes pensar en turbar la paz de un honrado
hogar."
El señor de Mortsauf se
hallaba feliz por tener de oyente a un joven del que podía alcanzar fáciles
triunfos; me habló del porvenir que la restauración de la Monarquía borbónica
preparaba a Francia; después, en cambio, dijo verdaderas niñerías que 'llegaron
a sorprenderme grandemente. No conocía hechos de evidencia manifiesta; temía a
las gentes instruidas; negaba en absoluto las superioridades; se burlaba, acaso
con razón, de los progresos, y por fin acabé por reconocer en él gran cantidad
de fibras dolorosas que me hacían tomar infinitas precauciones para no herirle,
por lo que resultaba trabajoso conversar con él.
Cuando llegué a comprender
sus defectos me sometí a ellos con la misma flexibilidad que empleaba la
condesa en acariciarle. Quizá en otra época le habría replicado; pero entonces,
con la timidez de una criatura, aparentando no saber nada de lo que los hombres
ya formados lo sabían todo, me asombraba de los progresos conseguidos por aquel
paciente agricultor. Sus planes los escuché con admiración, involuntaria
lisonja que me alcanzó la benevolencia del anciano; envidié aquella tierra,
aquel paraíso terrestre, su posición, y le aseguré que Clochegourde era muy
superior a Fraspelle.
—Fraspelle—le dije—es un
trozo macizo de plata; pero en cambio, Clochegourde es una joya llena de
preciosas piedras.
Esta frase la repitió con
frecuencia, citando el nombre del autor.
—Antes de que nosotros
llegáramos, esto era un yermo
—me dijo.
Yo escuchaba con atención
cuando hablaba de sus siembras y recolecciones. Desconocedor en absoluto de los
trabajos agrícolas, no dejaba de preguntarle sobre los precios de los productos
y de los medios de explotación, pues me parecía que le regocijaba cuando me
hacía conocer aquellos detalles.
—¿Qué es lo que a usted le
han enseñado?—me preguntaba lleno de asombro.
Al terminar aquel primer
paseo, dijo el conde a su esposa:
—Este joven es encantador.
Escribí a mi madre aquella
misma noche pidiéndole que me enviara ropa, y haciéndole saber que estaba
dispuesto a quedarme en Fraspelle.
Ignorante de la enorme
revolución que ensangrentaba entonces las calles de la metrópoli, y sin darme
cuenta de la influencia que había de tener en mi destino, creía volver a París
para terminar mi carrera de Derecho; pero podía disponer todavía de dos meses y
medio, pues el .curso no empezaba hasta primeros de noviembre.
En los primeros días de mi
estancia en Fraspelle procuré atraerme al conde; pero vanamente, pues llegué a
descubrir en él una injustificada irascibilidad y una rapidez de acción en los
casos desesperados que llegaron a espantarme. En él había repentinos rasgos del
valiente caballero del ejército de Conde y relámpagos de esas voluntades que,
en graves circunstancias, pueden perjudicar todas las combinaciones políticas,
y que por azares del valor y rectitud llegan a hacer de un hombre destinado a
vivir con nobleza un Bonchamp o un Charette.
Pensando ciertas
suposiciones, su nariz se contraía, se iluminaba su frente y sus ojos parecían
lanzar rayos. Tuve miedo de que el conde me matara en un momento de celos si
llegaba a ver el lenguaje mudo de mis ojos cuando yo miraba a la condesa.
Por entonces en mí no había
más que ternura; no poseía aún la voluntad, que tanto modifica a los hombres.
Mis exagerados deseos me habían comunicado esos estremecimientos rápidos de la
sensibilidad que tanto se parecen al miedo. No me hacia temblar la lucha; pero
no quería morir sin haber podido disfrutar de la felicidad que da el amor
correspondido.
Se aumentaban mis deseos a
medida que se acrecentaban las
dificultades para llegar
a satisfacerlos. ¿Cómo
poder hablar de mis sentimientos? Me hallaba perplejo, siempre esperando
la oportunidad. Adquiría familiaridad con los niños, observaba bien sus
caprichos para hacerme amar por ellos, e intenté identificarme con las
costumbres de la casa. Insensible a todo aquello, el conde fue haciéndose más
comunicativo, por lo que fui conociendo sus cambios rápidos de carácter, sus
profundas tristezas, tan motivadas como sus bruscos arrebatos; sus quejas
amargas, su envidiosa frialdad, sus reprimidos accesos de locura, sus
exclamaciones de hombre desesperado, sus gemidos de niño y sus extrañas
cóleras.
Se diferencia la naturaleza
moral de la naturaleza física en que en ella nada hay de absoluto; la
intensidad de sus efectos está en razón de la fuerza de las ideas o caracteres
que llegamos a agrupar en derredor de un hecho.
Mis visitas a Clochegourde y
mi porvenir estaban a merced de aquella caprichosa voluntad. No podría expresar
las angustias que a mi alma oprimían, entonces tan fácil de contraerse como de
dilatarse, cuando al entrar me preguntaba a mí mismo; "¿Cómo será su
recibimiento?" Mi inquietud era horrible y continua, hasta que llegué a
ser victima del despotismo de aquel hombre. Comprendí los sufrimientos de la
condesa por los míos propios: empezamos cambiando miradas de inteligencia, y
algunas veces mis lágrimas corrieron al reprimir ella las suyas.
La señora de Mortsauf y yo
nos probamos así por el dolor. ¡Cuánto pude descubrir en aquellos primeros
cuarenta días, llenos de reales amarguras, de esperanzas y silenciosas
alegrías!
Encontré a la condesa
pensativa una tarde ante una puesta de sol que enrojecía voluptuosamente las
cimas de las montañas y dejaba ver e! valle como un lecho, que no podía por
menos de hacer escuchar la voz del eterno cantar de los cantares con que invita
la Naturaleza a sus criaturas al amor. ¿La joven se hallaba recobrando sus
ilusiones perdidas? ¿Comparaba secretamente algo? Su actitud me pareció muy
propicia para poder oír una declaración de amor.
—Hay algunos días
difíciles—le dije.
—Usted ha leído en mi
alma—me respondió—; pero ¿cómo?
—¡Tenemos tantos puntos de
contacto!—contesté—. Ciertamente no nos hallamos entre el reducido número de privilegiadas
criaturas para el dolor y el placer, cuyas sensibles cualidades brillan al
unísono, produciendo grandes ecos interiores, y cuyo nerviosismo está en
armonía constante con el principio de las cosas. Colocadas en un medio en que
todo es disonancia, esas personas sufren horriblemente, como su placer se
exalta cuando tropiezan sensaciones y personas que les son afines. Pero existe
para nosotros un tercer estado, cuyas desgracias no las conocen más que las
almas afectadas por la misma enfermedad, y entre las cuales existen fraternas
comprensiones. Muy bien puede ocurrir no estar ni bien ni mal impresionados;
pero entonces un órgano expresivo cualquiera se apasiona sin objeto y llega a
lanzar sonidos inarmónicos; una especie de contradicción del alma que se
revuelve contra la inutilidad de la nada. La sensibilidad se desborda y llega a
ocasionar melancolías inexplicables que ni siquiera pueden revelarse en el
confesionario. Nuestros dolores comunes, ¿no
he llegado a expresarlos?
La condesa, sin separar la
mirada del sol, que comenzaba a ocultarse, me respondió:
—¿Cómo puede usted saber eso
a su edad? ¿Es que acaso ha sido mujer?
—¡Oh!— respondí—. Mi
infancia ha sido algo parecido a una enfermedad.
—Está tosiendo
Magdalena—dijo, levantándose con rapidez.
La condesa no se preocupó
por la frecuencia con que yo visitaba su casa, porque era pura como una niña y
no sospechaba mal de nadie, y además, también, porque el conde se distraía
conmigo como si fuera una presa arrojada a aquel león sin uñas ni melena. Había
terminado por encontrar una razón que nos parecía plausible a todos. Yo no
sabía jugar al chaquette; el conde se propuso enseñarme, y yo acepté.
Cuando sobre este punto nos pusimos de acuerdo, me dirigió la condesa una
mirada de compasión que parecía querer, decir: "Se ha metido usted en la
boca del lobo." En un principio no lo comprendí; pero al tercer día ya
sabía a lo que me había comprometido.
Mi inagotable paciencia,
fruto de mi infancia, se maduró en aquella temporada de prueba. El conde sentía
un gran placer en burlarse de mí cuando yo intentaba poner en práctica el
principio o la regla que acababa de explicarme: si me paraba a reflexionar, se
quejaba de que jugaba con lentitud; si lo hacía vivamente, decía que lo estaba
espoleando; y si cometía alguna torpeza, se aprovechaba de ella. Era su tiranía
la del maestro que somete al chiquillo a un yugo mal intencionado. Cuando
jugábamos dinero, sus constantes ganancias le alegraban mezquinamente; pero una
palabra de su esposa me devolvía la tranquilidad y ponía en él el sentimiento
de la cortesía y las conveniencias. Aquella tarea consumió todo mi dinero.
Aunque el conde estaba entre
su esposa y yo hasta el momento de retirarme, algunas veces bastante tarde, me
consolaba el pensamiento de poder deslizarme en su corazón; pero con !a
esperanza de que llegara aquel momento tenía que seguir aquellas malditas
partidas de juego que torturaban mi alma y vaciaban mi bolsillo. ¡Cuántas veces
contemplamos en silencio un efecto de sol en la pradera, las vaporosas colinas
o los reflejos de la luna en las piedras del río sin decir otra cosa que
"¡Qué noche más hermosa!"
—La noche es como una mujer,
señora.
—¡Qué lugar tan apacible!
—Por eso es aquí imposible
ser completamente desgraciado.
Después la condesa reanudaba
su labor, Yo adiviné que la conmovía un sentimiento y que este sentimiento
pugnaba por manifestarse.
Como ya no me quedaba
dinero, me era imposible seguir jugando, y como el juego era el único pretexto
que tenía para poder pasar las veladas en Clochegourde, escribí a mi madre
suplicándole que me enviara alguna cantidad.
Mi madre me contestó
con una carta insultante, si bien la
acompañaba de una mezquina suma que no bastaría ni siquiera para una semana.
¿A quién recurrir entonces?
No ir a Clochegourde equivalía a no ver a la condesa. Para mí aquello tenía más
importancia que mi propia vida. En París había podido reducirme a la
abstinencia, y mi desgracia fue negativa; pero en Fraspelle había de ser
activa. En aquella primera felicidad de mi existencia no podían faltar los
abrojos. Conocí la tentación del robo, si bien la vencí prontamente.
Aquella tacañería de mis
padres me ha dejado un recuerdo doloroso, recuerdo que desde entonces me hace
mirar a los jóvenes delincuentes con la indulgencia del que, si no ha caído al
abismo, ha peligrado en sus bordes.
Siempre que veo a alguien
alcanzado por la justicia humana me digo que la ley ha sido hecha en perjuicio
de los que conocieron la desgracia.
En la biblioteca del señor
Chessel descubrí un libro titulado Tratado de chaquette, y me di prisa a
leerlo. Además, mi huésped se dignó aleccionarme. Hice algunos progresos que me
permitieron aplicar al juego las reglas y los cálculos que había aprendido de
memoria.
En pocos días hice grandes
ventajas que me pusieron en posición de poder ganar a mi maestro. Cuando esto
sucedía se ponía de pésimo humor, crispaba el rostro y fruncía las cejas.
Quejábase de su mala suerte
con la irritación de un niño y llegaba hasta morder el cubilete.
Por fin pude poner término a
estas escenas. Fue cuando adquirí sobre él una gran superioridad. Entonces
conduje el juego a mi capricho. Hacía de manera que no ganáramos ni uno ni
otro, dejándole llevar ventaja durante la primera mitad de la partida y
nivelando la puntuación durante la segunda.
Nada en el mundo le hubiera
sorprendido tanto como aquella superioridad de su discípulo, si bien se negaba
a reconocerla.
—Tengo la cabeza fatigada.
Al final de la partida estoy ya cansado, y por eso gana usted siempre.
La condesa se dio cuenta de
mi manera de jugar, y esto quizá fue para ella un testimonio más de mi afán de
permanecer en Clochegourde.
Tuve la prueba de que así
era, porque una noche la condesa me miró de la. misma manera que solamente
miraba a sus hijos. Esta fue para mí la prueba de su mudo agradecimiento.
* * *
No puedo decir en qué estado
de ánimo me separé de ella. Mi cuerpo había sido absorbido por mi alma; me
parecía que volaba, que no ponía los pies en el suelo. Aquella mirada había
inundado mi espíritu de luz, como aquel "¡Adiós, caballero!" hizo
resonar en mi interior los más dulces cánticos religiosos.
Me parecía que acababa de
entrar en una vida nueva, ya que desde entonces significaba algo para ella.
Al día siguiente me acogió
afectuosamente. Aquél había de ser uno de los más felices de mi existencia.
Obedecí, y pude deslizarme
sin que el conde se diera cuenta de mi salida.
Desde la terraza oía sus
aullidos y sus voces, y en medio de aquella tempestad percibía igualmente la
voz de su mujer, que se elevaba a veces como el canto del ruiseñor en la
tormenta.
Me pareció adivinar en el
acento con que había hablado la condesa que ésta tenía intención de ir a
reunirse conmigo. Transcurrió una hora. De pronto oí el ruido de sus pasos. Mi
corazón latió más de prisa.
—El señor de Mortsauf está
dormido—me dijo—. Cuando le dan estos accesos le doy una infusión de
adormideras, y este remedio produce siempre sus beneficios.
Cambiando de tono, añadió:
—Caballero, por una
casualidad dolorosa se ha enterado usted de secretos que nosotros guardábamos.
Prométame no revelárselos a nadie. No le pido que me lo jure, porque con su
promesa tengo suficiente.
—¿Tengo necesidad de
prometérselo?—le dije—. Yo creí que ya nos habíamos comprendido.
—No juzgue así a mi esposo.
Mañana no se acordará siquiera de cuanto le ha dicho, y se mostrará con usted
amable.
Yo le contesté:
—No se moleste usted en
justificarle. Yo haré lo que usted quiera. Me arrojaría al río si supiese que
con ello podría hacer cambiar la conducta del conde y hacerla a usted mas
dichosa. Lo único que no puedo hacer es cambiar de opinión. Y el señor de
Mortsauf es...
Me interrumpió, ella:
—El conde es nervioso y
soberbio. Pero como hoy solamente se pone de tarde en tarde. La emigración
causó muchas desgracias, muchas victimas. Sin la emigración, mi marido hubiera
sido un gran hombre...
Luego de pasarse la mano por
la frente, continuó:
—Usted es bueno y
generoso...
Alzó los ojos al cielo y
luego los fijó en mí.
Magnetizado por aquella mirada, cometí lo que en la vida social se
llama una falta de tacto.
Dije con voz alterada:
—Señora, antes que nada,
permítame que me justifique de una falta cometida.
—¡Caballero!—me dijo,
colocando en mis labios un dedo que retiró inmediatamente.
Después, mirándome altivamente,
como quien está por encima de cualquier injuria, agregó:
—Sé a qué falta hace usted
alusión. Se trata del único ultraje que he recibido. Le ruego que no hable
nunca de aquel baile. Su falta ha sido perdonada por la cristiana, aunque la
dama lo sufra todavía.
—No se muestre usted
implacable—le dije, procurando contener las lágrimas que querían asomarse a mis
ojos.
—Debo ser severa, puesto que
soy débil—me respondió.
Tuve entonces una especie de
rebelión infantil que me hizo decir:
—Escúcheme, aunque sea por
vez única.
—Hable.
Entonces me di cuenta de que
aquel era el momento culminante de mi vida, y le dije que cuantas mujeres había
visto hasta entonces, antes y después del baile, todas me habían resultado
indiferentes; pero que al verla a ella un frenesí me había arrebatado y que el
corazón lleno de deseos vence cualquier obstáculo que se le interponga.
—Menos el desprecio—me dijo
ella.
—¿Me despreció usted?—le
pregunté.
—No hablemos de ello.
—Por el contrario—le dije—,
hablemos. Se trata de un secreto, del de toda mi vida ignorada, que usted debe
conocer para que yo no muera de desesperación.
Inmediatamente comencé a
referirle mi vida, con la vehemencia del joven cuyas heridas sangran. Y cuando,
abrumado por el peso de mis sufrimientos, esperaba que aquella dama contestase,
su mirada iluminó los espacios con una sola frase:
Después de comer fuimos
hasta una llanura en la que crecían algunos robles junto a arbustos espinosos y
matorrales. Un musgo enrojecido por el sol poniente se extendía entre las
piedras. Magdalena andaba cogida de mi mano, y la condesa daba el brazo a su
hijo.
Nos precedía el conde. Este,
de pronto, golpeó el suelo con su bastón, y dijo:
—¡ Así es mi vida!
Pero como al volverse viera
el rostro de su esposa, rectificó:
—¡Así era mi vida antes de
haberos conocido!
Era una rectificación
tardía. La condesa se había puesto pálida.
Yo intervine para decir:
—¡Qué perfumes campestres
más incomparables los de este lugar! Lo que a usted le parece tierra baldía, si
la llanura fuera mía, se convertiría en fuentes de grandes tesoros, al que
habría que unir el de su vecindad. ¿Con qué dinero podría comprarse este
panorama magnifico, este río que ondula entre fresnos y sauces? Para usted esta
tierra es baldía; para mí es el cielo.
—¡Églogas!—dijo él—. No es
éste el lugar adecuado para un noble como usted.
Después de una pausa añadió:
—¿No oyen ustedes las
campanas de Azay? Yo las oigo.
La señora de Mortsauf me
miró, y su hijita me apretó el brazo.
—¿Quiere usted que vayamos a
echar una partida? El ruido de los dados le impedirá oír el de las campanas.
Regresamos a Clochegourde.
El conde se quejaba de dolores que no podía precisar.
Cuando llegamos al castillo
el conde se sumergió en un sillón, con la mirada absorta, y su esposa, que
conocía las manifestaciones de aquel mal, sabia prever los accesos y callaba.
Yo callé también, esperando que ella me indicara que me marchase; pero si no lo
hizo fue pensando que la partida de chaquette pudiera distraer al conde.
Era cosa fácil obligarle a
que jugara. Precisamente porque hallaba en ello su mayor entretenimiento se
hacía semejante a un niño caprichoso que cuanto más desea una cosa más se la
hace ofrecer y aparenta desdeñarla más.
Cuando pasó el acceso le
propuse que jugáramos la partida.
—Ya es tarde—dijo—. Además,
jugando me aburro.
Me vi obligado a suplicarle
que no desatendiera mi enseñanza en aquel juego tan fácil de olvidar si se
abandona, y le decidí a jugar, o sea que le decidí a lo que ya estaba decidido.
Se quejaba de dolores que no
fe permitían calcular bien.
La señora se fue a acostar a
sus hijos, dejándonos solos. Durante su ausencia dejé que el señor Mortsauf me
sacara ventaja. Pareció como que se inundaba de felicidad. Era la suya una risa
sin motivo que contrastaba con la profunda tristeza que había manifestado poco
antes. Nunca hasta entonces le había visto bajo la influencia de un acceso tan
fuerte.
Era como si, al haber tomado
confianza conmigo, no tuviera por qué contenerse en mi presencia, como si en mi
persona buscara un nuevo pasto para su malhumor, pues parece ser que los
enfermos mentales tienen apetitos de posesión como los de los terratenientes
que aspiran a aumentar sus terrenos.
La condesa se sentó cerca de
nosotros.
Una jugada que no estuvo en
mi mano impedir alteró el semblante del conde. Se puso sombrío, y su mirada
comenzó a extraviarse.
Luego el señor de Mortsauf
echó un dado que le hizo perder la partida.
Se levantó furioso, arrojó
sobre mí el tablero y tiró el quinqué a tierra. Como si estuviera loco, se puso
a dar saltos por el salón.
El torrente de injurias que
salió por su boca le daba el aspecto de uno de los endemoniados de la Edad
Media.
La condesa me estrechó la
mano y me dijo:
—Vaya usted al jardín.
—Mi infancia fue igual que
la suya—dijo, dejándome ver en su rostro la aureola del martirio.
Después de una pausa la
condesa siguió refiriéndome que ella había tenido la desgracia de nacer hembra
cuando los varones de su familia se habían extinguido, y que mi soledad había
sido un paraíso si se la comparaba con la suya, hasta el día en que su cariñosa
tía, que para ella fue su verdadera madre, fue a arrancarla del suplicio en que
había vivido, y cuyos detalles me relató.
Jamás había recibido una
lección con amor y sí siempre con ironías. Su madre le inspiró siempre más
terror que cariño. Tal vez, pensaba la condesa, la vida de su infancia fuera
como una preparación para la que entonces estaba haciendo.
—Vivíamos en la misma esfera
antes de encontrarnos—le dije—, sólo que el uno venía del Oriente y del
Occidente el otro.
Ella movió la cabeza con
desesperación y me repuso:
—El Oriente es para usted y
el Occidente para mí. Su vida será feliz, mientras a mi me matará el dolor.
Usted, como es hombre, organizará su existencia como le plazca, mientras que la
mía está ya fijada de antemano. No hay fuerza humana suficiente que pueda
romper la cadena que la mujer toma al ponerse el anillo de oro de sus
esponsales.
La condesa, considerándome
ya hermano suyo en el dolor, creyó que podía hacer sus confidencias más
completas y me refirió toda la triste historia de su matrimonio, sus
decepciones y sus desgracias.
Ella, al casarse, poseía
algunos ahorros que en uno de los días de escasez entregó a su marido
generosamente y sin decirle que para ella eran más bien recuerdos que monedas.
Su marido ni le agradeció el sacrificio ni se consideró jamás deudor suyo, no
obteniendo siquiera esa mirada de gratitud que para las almas puras es el mayor
consuelo que puede hacérseles.
El esposo se olvidaba a
veces darle el dinero necesario para las atenciones domésticas, y a la condesa
le parecía que despertaba de un sueño cuando, después de haber tenido que
vencer su timidez, se lo pedía.
Cuando la naturaleza
enfermiza de aquel hombre se hizo patente, ella se estremeció espantada. ¡Qué
calamidades horribles siguieron a sus dos alumbramientos! ¡Y qué terror no
experimentó ante el aspecto de aquellas dos criaturas que llegaban al mundo
medio muertas!
Tuvo valor para decirse que
ella les daría la vida que les faltaba. Luego, de nuevo, la desesperación al
encontrar el obstáculo principalmente en el corazón y en la mano que debían
socorrerla. Esta gran desgracia la veía desarrollarse a cada dificultad
vencida, y al llegar a la cima de cada roca no había encontrado más que nuevos
desiertos por atravesar, hasta el día en que, al igual que el muchacho
arrancado por Napoleón a las caricias y atenciones del hogar, hubo acostumbrado
sus pies a pisar entre la nieve y el lodo, habituando su frente a las balas, y
se familiarizó con la sumisión del soldado. Todo esto, en su extensión
tenebrosa, me lo contó la condesa con toda clase de hechos desoladores, de
pruebas infructuosas y de terribles combates conyugales.
—Pero, en fin, sería
necesario que usted viviera aquí unos cuantos meses para poder darse cuenta de!
número de sufrimientos que tengo que pasar por las mejoras hechas en
Clochegourde, qué recursos tengo que emplear para hacerle emprender cualquier
cosa útil a sus intereses. ¡Cuánta malicia emplea cuando no obtiene éxito alguno
empresa que acomete fiado en mis consejos! ¡Cómo se regocija atribuyéndose el
bien, y qué paciencia tengo que acumular para oírle quejarse incesantemente
cuando hago esfuerzos por endulzarle sus horas, por perfumar el ambiente, por
llenar de flores el camino que él va sembrando de abrojos! Por toda recompensa
suelo oírle decir: "¡Qué pesadez de vida ¡Quiero morirme!" Para los
extraños es cortés; pero nunca lo fue con su familia. En mi deseo de procurarle
felicidad, me he acostumbrado a ser su víctima. El interés de la casa exige que
me muestre severa cuando mi abría es alegre.
Le pregunté por qué no hacía
uso de su influencia sobre él para gobernarle.
—Porque carezco de energía
contra los débiles—me respondió—. Además, me encuentro abatida, y mi fortaleza
no puede ser regenerada. A veces hasta me falta energía para soportar las
tempestades. Mi marido llegará a matarme, y al matarme a mi se mata a si mismo.
—¿Y si usted se alejara por
unos meses?
—Mi esposo se consideraría
perdido. Por mucho que se resista a reconocer su situación, no deja de tener
conciencia de ella. Soy a la vez aya y preceptor de mis hijos. La explotación
de la tierra es la más fatigante de las industrias. Tenemos pocas rentas en
dinero, y nuestras haciendas están mal cultivadas. Hay que vender todas las
producciones. Por mucha vigilancia que se ponga, los colonos siempre procuran
beneficiarse con nuestros abonos. Si se tiene en cuenta la falta de memoria de
mi marido y el trabajo que me cuesta hacerle que se ocupe, de los negocios, comprenderá
que es imposible que yo me ausente de Clochegourde. Estoy sujeta al castillo
como si me hubieran atado con una cadena. Si yo me fuese, ningún criado duraría
una semana. Este es el secreto de mi vida, que usted no debe divulgar. A precio
de su silencio puede usted venir a Clochegourde siempre que quiera.
—Pero yo nunca he sufrido
como usted—le dije.
Y ella:
—Esta confidencia sirve para
mostrarle a usted la vida tal como es. Todos los humanos tenemos defectos y
virtudes. Si me hubiera casado con un despilfarrador, estaría arruinada; si mi
marido hubiera sido un joven galante, no habría podido resistir, porque soy
enormemente celosa. Mi marido me ama todo lo que él es capaz de amar. Crea que
toda vida de amor es una excepción en la tierra. La vida es dolor y es
angustia. La resignación de un día prepara la resignación del siguiente. Voy;
como puedo, rehaciendo nuestra fortuna. Quizá mi esposo llegue a tener una
vejez feliz.
—Pero sus
sufrimientos—dije—habrán sido necesarios, como lo son los míos. ¡Por qué
caminos hemos andado el uno hacia el otro! Quizá nos ha guiado, como a los
Reyes Magos, una estrella. No sabemos quién remachó a través de los años los
eslabones de la cadena que nos une. Usted no debe desunir lo que tal vez el
cielo ha unido. Los sufrimientos de que usted habla son la semilla sembrada que
hará brotar la cosecha dorada por el sol de la recolección. No sé qué fuerzas
misteriosas me impulsan a hablarla de esta forma. Contésteme, o no volveré a
pasar el río para venir a verla.
—Aunque no haya usted
pronunciado la palabra amor —me dijo—, sé que habla de un misterioso
sentimiento que desconozco. Es usted tan niño que me hace perdonarle de nuevo.
Yo sólo tengo corazón para la maternidad. No amo a mi esposo por deber social;
pero sí hay un sentimiento irresistible que le otorga todas las fibras de mi
corazón. Nadie me violentó para que con él me casase. La misión de la mujer es
recoger a los que quedaron heridos junto a la brecha. De todas formas, usted no
debe volver a hablarme de ese modo. De otra forma, me vería obligada a cerrarle
las puertas de esta casa.
Después de una pausa
prosiguió:
—Yo buscaba un amigo de
quien nada tuviera que temer. Un corazón en quien verter mis dolores, hasta que
mi hijo Santiago sea hombre. Veo que me he engañado y que Dios no se ha
compadecido todavía de mí.
Un rayo de luna iluminó dos
gruesas lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
Y yo le contesté:
—Amar sin esperanza
constituye también una felicidad. Acepto lo que me propone sin reservas. Yo,
por mi parte, seré lo que usted quiera que sea.
Ella arguyó con severidad:
—Consiento en ese contrato,
siempre que usted no pretenda aunar más los lazos que nos juntan.
Y como yo hiciera un gesto,
agregó:
—¿Empieza usted con
desconfianza?
—No—le dije—. Empiezo con
alegría. Como el sentimiento que nos une es único, quiero para mí también un
nombre único de usted.
—El señor de Mortsauf me
llama Blanca. Una sola persona en el mundo, mi difunta tía, me llamaba
Enriqueta. Para usted seré Enriqueta también.
Le cogí una mano y se la
besé. Ella me la abandonó confiadamente.
Después se apoyó en la
balaustrada y miró al río:
—No ha obrado usted
cuerdamente—me dijo—apurando toda la copa de un solo sorbo, en ponerse con el
primer salto al final del camino.
Hizo una pausa pequeña y
agregó:
—No venga usted en algún
tiempo al castillo. Mi marido es leal y altivo. El domingo próximo irá él a
buscarle, y agradecerá el que usted le haya tratado como hombre que es
responsable de sus acciones y de sus palabras.
—¡Cinco días sin verla!
—No me hable con tanta
pasión.
Intenté besarle la mano, y
ella pareció vacilar. Por fin me la abandonó diciendo:
—No la tome usted más que
cuando yo se la ofrezca. Se lo ruego.
Dimos dos vueltas en
silencio a la terraza, y luego me dijo con tono imperativo:
—Es tarde. Váyase.
—Adiós—le respondí.
Me abrió la puertecilla baja
y salí. Cuando ya me marchaba, me abandonó la mano de nuevo, diciéndome:
—Verdaderamente, se ha
portado usted bien esta noche.
Besé la mano que se me
ofrecía, y cuando alcé los ojos vi que en los suyos había lágrimas.
* * *
Retorné a Fraspelle,
volviendo la cabeza a cada paso. Experimentaba un gran placer al ver que ante
mí se abría un porvenir de ternura. Todos los sentimientos nobles se dejaban
oír en mi interior con voces confusas. Antes de encerrarme en mi alcoba quise
contemplar aquel cielo azul que tantos beneficios me otorgaba.
¡Cómo me parecía grande
aquella mujer con su manera de olvidarse de sí misma para ocuparse únicamente
de los débiles! Estaba tranquila y severa al mismo tiempo sobre la pira del
martirio. Admiraba la belleza de su rostro y la de su alma, y de pronto di una
interpretación a sus palabras que me hizo admirarla aún más.
¿Desearía tal vez encontrar
en mí lo que su familia había encontrado en ella? Me elevaba a su nivel, o tal
vez más alto aún. Los astros, según aseguran los constructores de mundos, se
comunican así a distancia con sus movimientos y con su luz. Este pensamiento me
hizo elevarme a las alturas atmosféricas.
Me remonté al cielo de mis
sueños de infancia. Genios turbados, corazones desconocidos, hijos abandonados
y proscritos inocentes. Todos vosotros, que habéis visto en todas partes rostros indiferentes, pechos fríos y cerrada oreja, solamente
vosotros estáis capacitados para comprender la infinita alegría que proporciona
un corazón que os ama, un oído que os escucha y una boca que os contesta.
Un día de felicidad basta
para compensar todas las desgracias. El dolor es un lazo que une el alma con la
otra alma confidente.
La mujer que recoge nuestros
suspiros nos recompensa pródigamente de todos los pesares.
Sólo vosotros podéis, por
tanto, comprender lo que la señora de Mortsauf representaba para mí.
Durante los cinco días que
yo no fui por allí sucedieron acontecimientos en Clochegourde.
El conde recibió en ellos la
cruz de San Luis, el oficio que le acreditaba como mariscal de campo y una
pensión anual de cuatro mil francos. El duque de Lenoncourt Givry, nombrado par
de Francia, fue repuesto en su cargo en Corte, y su esposa entró en posesión de
los dominios que no habían sido vendidos y sí únicamente agregados al
patrimonio de la corona imperial.
La condesa de Mortsauf era,
por tanto, una de las más ricas herederas del Maine. Su madre le había llevado
los cien mil francos que constituían su dote, y que no le podían haber sido
entregados hasta entonces.
Unidas estas cantidades, el
conde podía adquirir dos fincas vecinas que producían una renta de nueve mis
libras.
Como Santiago debía suceder
a su abuelo como par de Francia, era necesario constituirle un mayorazgo. A
Magdalena, con la influencia de su abuelo podía írsele preparando un buen
matrimonio.
Esta prosperidad calmaría
hasta cierto punto los dolores del emigrado.
Fue un verdadero
acontecimiento para el país la llegada de la duquesa de Lenoncourt. La duquesa
era una gran señora; por tanto, no me sorprendió notar en su hija el mismo
espíritu de raza, que estaba oscurecido a mis ojos por sus nobles sentimientos.
¿Qué suponía yo, sin bienes de fortuna y sin otro porvenir que mis facultades y
mi valentía?
En la iglesia, el domingo,
yo no hacía más que mirar desde la capilla reservada en que me encontraba,
acompañado de la señora de Chessel y el abate de Quelú, la otra capilla lateral
en la que se hallaban la duquesa y su hija, el conde y sus hijos.
No se movió el sombrero que
ocultaba a mi vista a la condesa. Este olvido parecióme que me unía más a ella
que todo el pasado. Aquella hermosa Enriqueta de Lenoncourt, que ya era mi
amada Enriqueta, y a quien deseaba hacer feliz, rezaba con verdadero fervor,
dando su fe a su actitud una tan humilde expresión que la hacía parecer una
estatua religiosa que me producía honda impresión.
Según los hábitos de la
aldea, las vísperas se cantaba dos horas después de la misa, y la señora de
Chessel hizo a sus vecinos la proposición de pasar este tiempo en Fraspelle,
para así evitar el tener que pasar el Indre dos veces y la llanura soportando
los rigores del sol.
Se aceptó la proposición de
la señora de Chessel. Su esposo dio el brazo a la duquesa, el conde ofreció el
suyo a la señora de Chessel y la condesa aceptó el mío, y yo sentí por primera
vez la presión de aquel hermoso brazo.
Durante el trayecto que se
hacia desde la parroquia de Fraspelle, atravesando el bosque de Saché, cuya
frondosidad interceptaba la luz solar, proyectando sobre la arena del camino
confusas sombras, sentí un gran orgullo, y las ideas que se me ocurrieron me
hacían palpitar violentamente.
—¿Qué le sucede?—me dijo
Enriqueta después de un silencio que yo no intentaba interrumpir—. Le late con
violencia el corazón.
—He sabido de cosas gratas
para usted—le respondí—; y cuando se ama de veras se sienten ciertos temores.
¿Perjudicarán acaso sus grandezas sus afecciones?
—¡Oh! Esas ideas me lo
harían olvidarlo para siempre.
Me dominó una embriaguez que
pareció comunicársele, y mientras la contemplaba con éxtasis, ella dijo:
—Nos aprovechamos del
beneficio de leyes que no hemos pedido; pero no hemos de ser avaros, puesto que
además sabe muy bien que no podemos salir de Clochegourde ni mi esposo ni yo.
Por tanto, ha renunciado, aconsejado por mí, al mando a que tenia derecho en la
Casa Roja. Nos es suficiente con que mi padre sea repuesto en su cargo; a
nuestro hijo ha servido ya nuestra obligada modestia, porque el rey, a cuyo
lado está mi padre de servicio, ha dicho que dispensará a Santiago el favor a
que nosotros hemos renunciado. Como es preciso cuidar ahora de la educación de
Santiago, este asunto está sirviendo de serias discusiones, pues representa a
dos casas ilustres: la de Mortsauf y la de Lenoncourt. Si yo soy ambiciosa es
sólo por él, y esto aumenta mis inquietudes, porque no es solamente su vida lo
que debe persistir, sino que debe ser digna de su nombre; son dos obligaciones
que se manifiestan en una gran oposición. Hasta la fecha se ha podido atender a
su educación, amoldando el trabajo a sus fuerzas; pero en adelante, ¿cómo
encontraremos un preceptor que pueda convenirle? Y después, ¿qué amigo podrá
cuidar de él en ese terrible París donde se tejen tantos lazos para el alma y
existen para el cuerpo tantos peligros? Mi buen amigo—siguió diciendo con voz
temblorosa, viendo sus ojos y su frente, ¿quien puede no adivinar en usted una
de esas aves que han sido destinadas para cernirse en las grandes alturas. Debe
usted tomar su vuelo y ser un día el padrino de mi hijo querido. Debe ir a
París; si no le ayudan su hermano y su padre, nuestra familia, sobre todo mi
madre que tiene un espíritu emprendedor, lo protegerá con toda su influencia;
puede aprovecharse de nuestro crédito y le aseguro que estará bien apoyado en
cualquier carrera que quiera elegir. ¿Por qué no emplea lo superfino de sus
fuerzas en una noble ambición?
—Creo haberla
comprendido—dije yo interrumpiéndola—mi amada será en lo sucesivo mi sola ambición.
Sin eso soy completamente suyo. No necesita usted recompensar mi discreción
dispensándome allí favores. Iré a París y procuraré elevarme por mi propio
esfuerzo. Puedo aceptarlo todo de usted; pero no quiero nada de los demás.
—¡Chiquilladas!—dijo,
haciendo un esfuerzo por ocultar una sonrisa de. satisfacción.
—Por lo demás—añadí—, me he
consagrado a usted y pensando en nuestra situación, he pensado en unirme a
usted por lazos que nadie pueda romper.
Un ligero estremecimiento la
sobrecogió; luego me miró fijamente y dijo, dejando que se adelantaran las dos
parejas que nos precedían, y procurando retener a sus hijos a su lado:
—¿Qué es lo que quiere
decir?
—Pues bien—le contesté—;
debe decirme con franqueza como desea que la ame.
—Quiero que me ame como me
quería mi tía cuyos derechos le he concedido dándole autorización para que
pueda llamarme del mismo modo que ella me llamaba.
—Pues entonces he de amarla
sin esperanza ninguna con desinteresada abnegación, y debo hacer por usted todo
lo que una persona puede hacer por Dios. ¿No es eso lo que de mi desea? Puede
entrar en un seminario, ser sacerdote y educar a Santiago. Su hijo será como
otro yo. políticas, concepciones, mucha paciencia, grandes pensamientos y una
enorme energía..., todo eso le daré si es preciso. Así tendré ocasión de estar
a su lado sin que mi amor, que estará protegido por la religión, pueda ni
remotamente ser sospechado. No ha de tener que temer ningún arrebato de esos
que dominan a los hombres, y de los que en alguna ocasión pude dejarme vencer:
le consagraré un amor purificado y me consumiré en su fuego.
Enriqueta palideció y
repuso:
—Usted, Félix, no debe
contraer compromisos que luego puedan ser un obstáculo para su felicidad:
causaría mi muerte si yo pudiese ser causa de ello. Pero además, criatura, ¿es
que la desesperación del amor puede ser una vocación? Debe esperar a conocer la
vida para poder juzgarla; así lo quiero y así se lo ordeno. No se case con la
iglesia ni con mujer alguna; no quiero que se case de ninguna forma. ¡Se lo
prohíbo! Siga siendo libre. Usted tiene aún veintiún años, y a su edad no se
sabe lo que el porvenir nos ha reservado. ¿Acaso le habré juzgado mal? Pero, a
pesar de ello, he creído que dos meses son suficientes para conocer el
temperamento de ciertas almas.
—¿Es que tiene usted alguna
esperanza?—le pregunté ansiosamente.
—Mi buen amigo, acepte mi
ayuda y elévese, y hará fortuna, y entonces sabrá cuál es mi esperanza. En
fin—añadió con un acento que parecía revelar un secreto—, no debe abandonar la
mano de Magdalena, que en este momento estrecha entre las suyas.
Se había inclinado para
deslizar estas palabras en mis oídos. Y ellas nos dejaron sumidos en un
profundo silencio. Nuestras almas se hallaban conmovidas.
Habíamos llegado junto a la
puerta de madera que daba entrada al bosque de Fraspelle, cuando de pronto se
me ocurrió una idea, la de la muerte del conde, que alumbró con luz vivísima mi
mente.
—La comprendo, condesa—le
dije.
—Es una felicidad—me
contestó ella con un tono que me convenció de que se hallaba muy lejos de
pensar en lo que yo suponía.
Al comprender que su
intención era pura, se estremeció mi alma de admiración y me dije que no me
amaba lo suficiente para desear ser libre. Cuando el amor no llega hasta el
crimen es porque todavía tiene límites, y el amor no debe tenerlos, porque ha
de ser infinito.
El corazón se me oprimió
dolorosamente al pensar que no me amaba.
Besó a Magdalena en los
cabellos.
—Temo a su madre—dije a la
condesa.
—Yo también la
temo—respondió—. Pero no olvide darle tratamiento y llamarla siempre señora
duquesa. Sé que la juventud actual ha perdido esas costumbres; pero yo le ruego
que no las abandone, en mi obsequio. Es de buen gusto reconocer las
distinciones sociales sin discutirlas. Ya sé que en los liceos y en las
universidades se han infiltrado las ideas de la Revolución; pero cuando usted
tenga más años comprenderá que los principios de libertad no hacen más felices
a los pueblos. Se encuentra usted en el momento de la vida en que es preciso
elegir. Sea de los nuestros —y agregó sonriendo—, sobre todo ahora que
triunfamos.
La profundidad política de
aquellas palabras me impresionó. Iban amalgamadas con el poder del afecto, que
es una alianza que da a las mujeres gran fuerza persuasoria. Parecía como si,
queriendo justificar al conde, hubiese previsto las reflexiones que podría yo
haber hecho cuando presenció por primera vez los efectos de las costumbres
cortesanas.
El señor de Mortsauf, rey en
su castillo, había adquirido ante mí mayores proporciones, y confieso que me
sorprendió la distancia que, aunque en forma obsequiosa, estableció entre la
duquesa y su persona.
Este rebajamiento moral del
esclavo que quiere servir únicamente a! déspota mayor me conmovió.
Y mi conmoción me hizo
comprender el suplicio de las mujeres
cuyas generosas almas están unidas a la de un hombre bajo y cobarde. El
respeto es una barrera que distancia igualmente al grande y al pequeño y les
permite mirarse de frente. Fui respetuoso con la duquesa; pero en la persona
que los demás no veían sino el título, yo veía a la madre de Enriqueta.
Entramos en el patio de
Fraspelle, donde se hallaban nuestros compañeros. El conde de Mortsauf me
presentó a la duquesa, que me examinó con detenimiento. Sus modales eran los de
una gran dama.
Al contemplar sus sienes
surcadas por arrugas, su rostro seco y su estatura imponente, reconocí que era
de la especie de mujeres frías a que pertenecía mi madre.
Su manera de hablar era la
de la antigua Corte, lo que quiere decir que pronunciaba mal la mayor parte de
las palabras.
Mi conducta fue tan correcta
que cuando fuimos a las vísperas la condesa dijo en mi oído:
—Se porta usted bien.
El conde, cogiéndome del
brazo, me dijo:
—Me parece, Félix, que no
estamos enfadados. Perdone usted las ligerezas de un viejo camarada. Hoy
probablemente comeremos aquí, y le invitaremos para el jueves. Yo tendré que ir
a Tours a ventilar algunos asuntos; pero usted, en mi ausencia, no deje de
venir por Clochegourde, pues mi madre política es una amistad que le conviene
frecuentar. Conoce las tradiciones de la antigua Corte y sabe los blasones de
toda la nobleza europea.
El conde se mostró sencillo,
y la duquesa no hizo ostentación de protectora.
Los señores de Chessel
aceptaron la invitación que se les hizo de que fueran el jueves a comer a
Clochegourde.
Cuando regresábamos de las
vísperas la duquesa me preguntó si era pariente del Vandenesse empleado en la
diplomacia.
Le respondí que era mi
hermano.
Ella se mostró más amable, y
me hizo saber que mi tía la marquesa de Listemère era de la familia de los
Grandlieu. Me dio muchas particularidades de mi familia, que a mí me eran
totalmente desconocidas, y me dijo que un tío segundo mío, al cual no conocía
yo ni de referencia, formaba parte del Consejo privado; que a mi hermano le
habían ascendido en su carrera, y que mi padre, en virtud de uno de los
artículos de la Carta, volvía a ser marqués de Vandenesse.
—Yo no quiero ser más que
siervo de Clochegourde—dije a la condesa en voz baja.
La restauración se hacía con
una prisa que no dejaba de sorprender a la juventud educada durante el régimen
imperial. Pero para mí aquella restauración no significaba nada; lo único a que
concedía importancia era a las miradas y a las frases de Enriqueta.
Aquel día se reunieron en la
mesa de Fraspelle treinta personas.
Para mí fue una satisfacción
poder comprobar que la mujer que yo amaba era la más bella y la más admirada de
todas.
El conde se mostró feliz y
casi joven. Yo bromeaba con Magdalena, que me hacía reír con sorprendentes
observaciones. Su carácter era burlón, pero no tenía malicia.
Yo estaba contento y,
viéndome tan alegre, también Enriqueta se mostraba regocijada.
—Esta alegría en su vida es
de buen presagio—me dijo después.
El día siguiente lo pasé
también en Clochegourde. El conde se había marchado a Tours. Entre madre e hija
había surgido la discordia. La duquesa quería que Enriqueta fuera a la Corte,
donde se le daría un cargo real.
Enriqueta no había confiado
su secreto ni a su madre, y no queriendo que la duquesa se diera cuenta de la
incapacidad mental de su marido, lo había mandado a Tours para que riñera con
los curiales.
Por tanto, oponía a su madre
argumentos basados en que los aires de aquel valle ejercían una benéfica
influencia en la salud de sus hijos.
Enriqueta, en la discusión,
se dio cuenta de que a su madre no le preocupaba nada, ni Santiago ni
Enriqueta.
La duquesa, como toda madre
acostumbrada a mandar sin réplica, al ver que sus argumentos eran inútiles para
decidirla, se valió de la ironía, procedimiento que también empleaba mi madre.
En diez años experimentó
Enriqueta todos los dolores que experimentan las jóvenes cuando tienen que
hacer esta clase de rebeldías. Yo la veía como un lirio destrozado entre los
engranajes de una máquina calculadora y fría.
Pero aquella madre, como no
se parecía en nada a su hija, no supo
adivinar ninguna de las razones que obligaban a Enriqueta a rechazar las
ventajas que le proporcionaba la Restauración y creyó en algún amor entre su
hija y yo.
Estas frases que dejóse
decir un día, abrió entre su hija y ella un abismo que en lo sucesivo nada
podría llenar.
Aunque las familias procuren
ocultar sus disidencias, si penetráis en ellas, encontraréis llagas incurables
u odios latentes que van poco a popo royendo los corazones y dejan secos los
ojos cuando llega la muerte.
Entonces pude comprender la
enérgica paciencia que Enriqueta tenía que desplegar y comprendí mejor la
significación de sus palabras:
"Ámeme usted como me
amaba mi tía."
En la hora de la comida me
preguntó la duquesa con tono duro:
—¿Usted no tiene ambiciones?
—Señora— le respondí,
sosteniendo su mirada—, creo tener fuerzas para dominar el mundo, pero acabo de
cumplir los veintiún años y me encuentro solo.
La duquesa dirigió a su hija
una mirada de asombro, porque suponía que por retenerme a su lado mataba en mí
toda ambición.
La permanencia de la señora
de Lenoncourt en Clochegourde fue para nosotros un misterio. La condesa me
recomendó que no pronunciara ninguna palabra con dulzura y me vi obligado a
disimular. Con la llegada del jueves, que era día de molesto ceremonial, uno de
esos días que los amantes aborrecen, porque habituados a la familiaridad de la
vida ordinaria, los aparta de su amor, que es todo lo que les interesa.
Por fin todo quedó en orden
en Clochegourde, pues la duquesa marchó a la corte a disfrutar de todas las
pompas que ésta podía ofrecerla.
Aquella simple disputa con
el conde me ¡hhabía beneficiado, pues me hizo más íntimo en la casa, donde
podía ir a cada momento sin que mis frecuentes visitas despertaran ninguna
desconfianza, y los precedentes de mi vida me hicieron trepar en aquella alma
tan bella que me ofrecía un mundo tan encantador.
Cada día, cada momento,
nuestro fraternal afecto, que se hallaba fundado en la confianza, se fue
haciendo más coherente, más íntimo; me envolvía la condesa en la protección
vivificadora de su amor maternal completamente, en tanto que mi pasión, al
parecer seráfica, lejos de ella se hacia ardiente como un candente hierro.
Confesaré que no era todavía
bastante hombre para atormentar a aquella mujer, y que por ser tan joven estaba
lleno de fogosos deseos y me mantenía en las creencias del amor platónico, y
que ella, siempre temiendo que la muerte le arrebatara sus hijos, esperaba una
tempestuosa variación en el carácter de su esposo, que le atormentaba sin
cesar.
Pasaba las horas sentada a
la cabecera de la cama de Santiago, que la tenia afligida con su enfermedad, o
al lado de la de Magdalena, todo el tiempo que el conde se lo permitía.
Cualquier deseo la ofendía, y una palabra demasiado viva llegaba a
atormentarla; tenia necesidad de un amor velado, una especie de ternura que era
lo que ella sentía por los demás. Como te amo tanto, te puedo confesar que esta
situación tenía momentos de encantadoras languideces, instantes de divina
suavidad y algunas satisfacciones seguidas de tácitos sacrificios. Era
contagiosa su conciencia y su abnegación, sin recompensa humana, y asombraba
por la persistencia obrando en su alrededor como un incienso espiritual aquella
viva y secreta piedad unida al resto de sus virtudes.
Por otra parte, yo era
demasiado joven para que llegara a satisfacerme el beso que en muy pocas
ocasiones me permitió depositar en el dorso de su mano, pues nunca me presentó
la palma, sin duda porque a su juicio, era donde empezaba 1a voluptuosidad del
sensualismo.
Quizá nunca se unieron con
más ardor dos almas, ni fue jamás domado el cuerpo con más intrepidez.
Comprendí la causa de esta felicidad, pasado el tiempo. Porque más tarde no
amamos más que en una mujer al resto de las mujeres, mientras que en la mujer
amada todo 1o amamos; son nuestros sus hijos, nuestra es su casa, nuestros sus
intereses y nuestra mayor desgracia es su misma desgracia; sus vestidos y sus
muebles los amamos y llegamos a sentir sus pérdidas más que nuestra propia
ruina, llegando a molestarnos hasta las visitas que desadornan los adornos de
su chimenea. Este amor santo nos hace vivir a uno en el otro, en tanto que
después atraemos a nosotros una vida, suplicando a la mujer que enriquezca
nuestras facultades empobrecidas con la frescura de sus sentimientos.
Pronto llegué a ser
considerado como un miembro más de la familia, llegando a experimentar por vez
primera en mi vida una infinita dulzura que para mi alma fue como un baño para
el cuerpo fatigado: hasta sus más profundos repliegues se sintió mi alma
refrescada.
Como eres mujer, tú no
puedes comprender esto: es una felicidad que llegáis a proporcionar sin que por
ello recibáis ninguna recompensa. Nadie más que un hombre conoce el placer
infinitamente dulce de ser preferido en un hogar extraño y el secreto centro de
sus afecciones; no le ladran los perros, y los criados, lo mismo que los
perros, reconocen las ocultas insignias que lleva, y los niños, para quienes su
parte no disminuye en nada y todo sigue igual, que conocen su benevolencia y
tienen su espíritu de adoración, le adoran haciéndole objeto de las dulces
tiranías que guardan para los seres
adorados, haciendo gala de discreciones plenas de gracia, siendo cómplices
inocentes, se aproximan andando de puntillas, sonriendo y alejándose en
silencio.
Las verdaderas pasiones son
como bellas flores que producen tanto más placer cuanto más infecundos son los
terrenos en que nacen; pero si bien tuve todas estas satisfacciones, en cambio
también llegué a soportar sus cargas. El señor de Mortsauf se había hasta
entonces contenido en mi presencia, por lo que yo había podido apreciar todos
sus defectos; pero los conocí pronto en todos sus pequeños detalles, lo que me
hizo conocer toda la caritativa nobleza de la condesa, que tenía que sostener
aquella interminable lucha. Fue entonces cuando pude comprender todas las
asperezas del intolerable carácter del conde, sus continuas burlas, sin ningún
motivo, las quejas de sus males imaginarios, el innato descontento que
estropeaba su vida y la continua necesidad de tiranía que le hacía .devorar
cada año nuevas víctimas.
Cuando por la tarde salíamos
a pasear, él era quien dirigía el paseo, que siempre le parecía enojoso, y cuando
llegábamos a casa, la causa de su fatiga atribuía a los demás, diciendo que su
mujer le llevaba donde le parecía contra su propia voluntad.
Si nadie le contradecía y
sus recriminaciones se le escuchaban con resignación silenciosa, la ira se
apoderaba de él, preguntando si no imponía la religión a las mujeres el deber
de complacer a sus esposos, y si no era una falta gravísima el sentir desprecio
por el padre de sus hijos, acabando siempre por atacar la cuerda más sensible
de la condesa, con lo que experimentaba un gran placer cuando llegaba a
herirla.
En muchas ocasiones afectaba
un mutismo sombrío, un morboso abatimiento, que llegaba a asustar a la condesa,
la que lo atendía con solicitud cariñosa. Como un niño caprichoso ejercía un
poder tiránico, sin cuidarse para nada del alma maternal de la que se dejaba
mimar como Magdalena y Santiago, de los que se sentía celoso. Acabé por
descubrir que lo mismo en las más
solemnes circunstancias, como en las más pequeñas, el señor de Mortsauf trataba
a su esposa, a sus hijos y a los criados de la misma forma que a mí, cuando
jugábamos al chaquette.
Cuando llegué a comprender
todas las dificultades que tenía que soportar y oprimir los movimientos de
aquella familia, que hacían cada día más dificultoso el buen gobierno de la
casa, que impedía el acrecentamiento de la fortuna y complicaban las más
sencillas y necesarias acciones, llegué a sentir una especie de espantosa
admiración que dominó mi amor, relegándole al fondo de mi corazón.
¿Quién era yo? Las penas que
había enjugado acabaron por engendrar en mi una sublime embriaguez, llegando a
sentir una gran felicidad en hacerme participe de los sufrimientos de aquella
mujer tan martirizada. Como el contrabandista que se somete a pagar las multas,
hube de someterme al despotismo del conde, y desde entonces fui ofreciéndome
involuntariamente a los latigazos del déspota por sólo aproximarme aún más a
Enriqueta.
La condesa adivinó mi
sacrificio, dándome un puesto a su lado y haciéndome la recompensa de
permitirme tomar parte en sus sufrimientos, como en otra época el arrepentido
apóstata, ansioso de llegar con sus hermanos al cielo, tuvo la gracia de
encontrar la muerte en el circo.
—No hubiera podido seguir
viviendo si no hubiera sido por usted—me dijo Enriqueta una tarde en que el
conde, al igual que las moscas en estío, había estado más mordaz y más cruel
que lo estaba de costumbre.
Mientras el conde se hallaba
acostado, Enriqueta y yo quedábamos bajo las acacias al empezar las primeras
horas de la noche. Los pálidos rayos de la luz lunar bañaban a los niños, que
jugaban cerca de nosotros. Nuestras palabras eran raras y casi estaban
reducidas a exclamaciones, no demostraban la semejanza de ideas que al menos
nos compensaban de nuestras penas comunes. El silencio traducía con fidelidad
el estado de nuestras almas, cuando faltaban las palabras, compenetrándonos
tanto el uno en el otro sin que nuestros espíritus fueran invitados por el
beso. Saboreábamos juntos el encanto de un pensativo éxtasis, aventurándonos en
las ondulaciones de un mismo sueño, sumergiendo nuestras almas en el río de
cuyas frescas aguas salían como dos ninfas, unidas con tanta estrechez como
pudieran desear los celos, pero sin ningún terrestre lazo. Nos lanzábamos a un
abismo sin fondo, y volviendo a la superficie con las manos vacías y
dirigiéndonos esta interrogadora mirada:
—¿Tendremos, por fin, algún
día nuestro?
¿Por qué ha de murmurar la
carne cuando la voluptuosidad nos adorna de flores nacidas sin raíz? A pesar de
la poesía de aquella espléndida noche que ponía en los ladrillos de la
balaustrada tonos puros y suaves; a pesar de aquella atmósfera religiosa que
nos comunicaban los gritos de los niños, circulaba el deseo por nuestras venas
como si fuera un fuego inundado de alegría.
Me parecía muy pequeña la
parte que se me concedía después de tres meses, y acaricié con dulzura la mano
de Enriqueta, con el deseo de contagiarle la voluptuosa sensualidad que me
estaba abrasando. Enriqueta, volviendo a ser la condesa de Mortsauf, me retiró
su mano, que hizo brotar de mis ojos algunas lágrimas; cuando las vio, me dijo,
extremando su dulzura:
— Usted sabe muy bien que
todo esto me cuesta muchas lágrimas. Es muy peligrosa la amistad que puede,
solicitar favores tan grandes.
Sin poderme contener le
dirigí reproches, haciendo notar mis sufrimientos y la insignificante prueba
que suplicaba para poder soportarlos. Llegué a atreverme a decirle que a mi
edad, los sentimientos se reconcentraban en el alma, pero que el alma tenía
sexo; que podía saber morir, pero que en silencio no había de hacerlo. La
condesa me dirigió una altiva mirada que me hizo callar, y en la que parecía
decirme: "¿es que yo estoy sobre un lecho de rosas?"
Quizá también esta vez me
estaba engañando. Desde el día en que en la puerta de Fraspelle le había
atribuido aquel pensamiento que ponía de manifiesto la tumba de nuestra
felicidad.
Me avergonzaba de pretender
manchar su alma con los deseos de una brutal pasión.
Con voz dulce me dijo que yo
ya sabía que no podía ser toda para mí.
Incliné la cabeza, y ella
añadió que tenía la seguridad de poderme amar como a un hermano, sin ofender a
Dios ni a los hombres. Si yo no podía ser para ella algo parecido a su anciano
confesor, era preciso que dejáramos de vernos, pues ella sabría morir ofrendando
a Dios sus sufrimientos.
—Con objeto de que no
tuviera nada que tomar, le he dado a usted más de lo que podía—dijo—, y ahora
sufro el castigo.
Me vi obligado a
tranquilizarla, asegurándole que en lo sucesivo no sufriría por mi culpa dolor
alguno, y que sabría amarla a los veinte años como los viejos aman a su hijo
último.
Al día siguiente me presenté
temprano en el castillo.
Enriqueta no tenía llores
para adornar el salón, y salí al campo para reunir dos ramilletes.
Con ayuda de Santiago y Magdalena,
alegres los tres por estar preparando una agradable sorpresa a la que amábamos,
empecé a formar los ramilletes, imagínate una fuente cayendo en orlas de rosas
blancas, que rodeaban un hermoso lirio. Sobre aquel tejido, flotaban las
violetas y los miosotis, todas las flores azules, cuyo color armonizara con el
blanco.
El amor tenía un blasón, y
la condesa, al descifrarlo, me dirigió una mirada incisiva que me hizo al mismo
tiempo experimentar dolor y placer.
Había yo resucitado una
ciencia perdida en Europa: la del padre Claret, que sustituía las alegorías
orientales con flores perfumadas.
Durante mi permanencia en
Fraspelle estudié las gramíneas con un objetivo que tenía más de poeta que de
botánico.
Para encontrar una flor
tenía que ir frecuentemente muy lejos, a orillas de los arroyos o a los bordes
del valle.
Ni la declaración más
apasionada ni el testimonio más violento, tuvieron jamás la significación
precisa que tenían aquellas poéticas ofrendas en las que mi deseo me hacía
poner verdaderas sinfonías.
La condesa ante las flores
no era más que Enriqueta.
Comprendía todos los
pensamientos que yo quería representar con ellas y me daba por suficientemente
recompensado cuando, alzando la cabeza, le oía decir:
—¡Qué hermoso es!
Se comprende esta
correspondencia mediante un ramo de flores como se comprende al poeta árabe
Saadi por el fragmento de unas de sus poesías ¿Has percibido durante la
primavera, en el campo, el perfume que a todos los seres comunica la embriaguez
dé la fecundación? ¿No hace que introduzcas tus manos en el río, y que sueltes
tu cabellera para que el viento la acaricie y la despeine?
Hay una hierbecita, que es
la menta odorífera, que es el principio de esta armonía inexplicable.
Pon en un ramo de flores
esas hojas rayadas en blanco y en verde: exhalaciones inagotables removerían el
fondo del corazón, las rosas en capullo, que el pudor hace inclinar con su
peso. ¿Qué mujer embriagada por el aroma afrodisíaco que contiene la menta no
se dará cuenta de las ideas sumisas, de la ternura que turba los movimientos,
que no se pueden refrenar, del ardiente deseo de felicidad que apareja el amor
a pesar de las luchas continuas que provoca?
Colocad uno de esos ramos a
plena luz para que la que consideráis vuestra reina vea una flor de la que cae
una lágrima, y estará tan próxima a ceder que será preciso la voz de sus hijos
para que se contenga al borde del abismo.
¿No son aromas, luz y
cánticos lo que ofrendamos a Dios como la expresión .más pura de nuestras
almas? ¿No le ofrecemos también el amor en el poema de las flores que en las
iglesias se le consagran y en las que encerramos ilusiones no confesadas que
aparecen y se extinguen como estrellas en los cielos de las noches tranquilas?
Muchas veces he visto a
Enriqueta ante uno de aquellos ramos, con los brazos caídos, abismada en
tempestuosos ensueños, durante los que el deseo hinchaba su pecho y,
estrellándose llenos de espuma en su alma, le dejaban en una laxitud dulce.
Cuando inventé aquel
lenguaje, aquella manera de entendernos, para nuestro uso, experimenté la misma
alegría del esclavo que burla la vigilancia de su señor.
Algunos días, desde el
jardín, veía su rostro pegado a los cristales, pero cuando me presentaba en la
sala la hallaba ya bordando.
Si no me presentaba a la
hora que tenía por costumbre, la
encontraba en la terraza, y, al verse sorprendida, me decía:
—He llegado antes que usted.
Hay que tener un poco de coquetería con el último hijo.
El conde y yo habíamos
interrumpido nuestras partidas de chaquette. Las adquisiciones que
últimamente le habían otorgado le tenían muy ocupado.
Su esposa y yo íbamos muchas
veces a buscarle a sus nuevas posesiones acompañados por los niños. Estos,
durante el paseo, solían adelantarse para coger flores o cazar mariposas
Para mí aquellos paseos en
los que tenía oportunidad de dar el brazo a la mujer amada constituían una gran
felicidad.
Al regreso volvíamos con el
general, que era como llamábamos al conde en los momentos en que éste se
encontraba de buen humor.
Durante el retorno nos
bastaba una mirada o un apretón de manos para considerarnos felices. Las
palabras, entonces, tenían significaciones misteriosas, porque las palabras son
libros de la idea, y las mujeres son maestras en el arte del disimulo del
lenguaje.
¿Quién no habrá
experimentado el placer de entenderse de esta manera, como en una esfera para
los otros desconocida y en la que las almas se salen del lenguaje corriente?
* * *
En una ocasión concebí locas
esperanzas, que no tardaron en convertirse en humo; cuando, contestando a una
pregunta del conde, que deseaba saber de qué estábamos hablando, respondió
Enriqueta con una frase, que podía tener doble sentido, que a su esposo dejó
satisfecho.
Pero esta broma hizo reír a
Magdalena, y su madre, al oírla reírse se ruborizó, y con una mirada llena de
severidad me dio a entender que como estaba decidida a ser una buena esposa,
podía retirarme su afecto de la misma manera que me había retirado su mano.
De esta manera llegamos a la
época de la vendimia, que es la de verdaderas fiestas en Turena.
A fines de septiembre, como
el sol es menos ardoroso que durante la siega, se puede permanecer en el campo,
y además es mucho más sencillo cortar los racimos que las espigas de trigo.
Terminada la recolección y
la uva madura, el pan está barato y la abundancia provoca siempre el júbilo.
La vendimia es como el
postre de la recolección. En la Turena hospitalaria los vendimiadores comen y
duermen en la misma casa, y reciben
el trato de importancia que las familias patriarcales
otorgan a los niños en las fiestas.
Clochegourde estaba lleno de
gente y de provisiones.
La despensa constantemente
abierta. Parecía que todo se animaba con e! movimiento de las carretas en que
llegaban grupos de gentes alegres y de labriegos, que, con la esperanza de
obtener buenos salarios, cantaban con el menor motivo.
Como Santiago y Magdalena
habían estado siempre enfermizos, no habían presenciado ninguna vendimia, y yo
me hallaba en el mismo caso que ellos. Los niños y yo habíamos decidido ir a verla,
y su madre nos ofreció acompañarnos.
En Villainos era donde
entonces se fabricaban las cestas, y habíamos ido allí a encargarlas, porque
nos proponíamos vendimiar algunas cepas.
Aquellos niños, que
ordinariamente se mostraban pálidos y enfermizos, estuvieron aquella mañana más
sonrosados que lo habían estado nunca.
Gritaban llenando a sus
padres de alegría, pues nunca los habían visto manifestarse de aquella forma, y
yo fui tan niño como ellos.
Cuando nos encaminamos hacia
las viñas, el tiempo era hermoso. Disputábamos acerca de quién encontraría los
más gruesos racimos y sobre quién había de llenar primero su cesta.
Enriqueta no pudo menos de
reírse, cuando, imitando a Magdalena, me puse tras ella y le dije:
—¿Y los niños, mamá?
Ella me contestó sonriendo:
—No te sofoques.
Después, pasándome la mano
por los cabellos y dándome una palmadita en el carrillo, agregó:
—¡Cómo sudas!
Fue la única vez que me
trató de tú.
Los setos estaban cubiertos
de grana. Contemplé a los niños, y me fijé en corno los vendimiadores iban
llenando de uvas las carretas. Aquella imagen quedó grabada en mi memoria,
incluso el tierno almendro en que se hallaba Enriqueta recostada.
Después, empecé a cortar
racimos. Llenaba mi cesta y la vaciaba en la carreta. Experimentaba el placer
que proporciona un trabajo corporal. Sin aquel movimiento mecánico mis
pensamientos hubieran sido distintos.
Fue entonces cuando me di
cuenta de la sabiduría que encierra la uniformidad de una labor, y admiré las
órdenes monásticas.
El conde aquella tarde no se
mostró extravagante ni cruel. La cara de su hijo parecía llenarle de alborozo.
Como aquel era el último día de vendimia, el señor de Mortsauf prometió que
aquella noche se bailaría en el castillo. Quería, dijo, festejar el retorno de los
Borbones.
Al regreso, la condesa se
apoyó en mi brazo de tal forma que yo sentía latir nuestros corazones al
unísono, y me dijo:
—Con usted vino la felicidad.
Aquellas palabras me produjeron un gran placer.
Agregó ella:
—La uniformidad de mis días
se ha roto. No se traicione usted nunca en sus ingenuas supersticiones.
En este relato, Natalia,
nada hay que no sea real. Para conocer los infinitos sufrimientos hace falta
haber naufragado desde niño en el lago de la tristeza.
No fue esta la única fiesta
que se celebró en Clochegourde. La condesa, para acostumbrar a sus hijos en los
vaivenes de la vida, les había constituido rentas. A Santiago le había
adjudicado el producto de los nogales, y a Magdalena el de los castaños.
Para Magdalena el sacudir
sus árboles, ver formarse los montones de castañas y calcular lo que en dinero
suponían aquellos frutos, era un placer envidiable.
Magdalena tenía un granero
particular, donde me enseñó su riqueza amontonada y me hizo a la vez participar
de su júbilo.
Los jornaleros de
Clochegourde buscaban compradores para la niña.
Santiago, en la cosecha de
sus nueces, fue menos afortunado que su hermana. Yo le aconsejé que esperara a
vender su cosecha a que el fruto escaseara. El niño deseaba comprar un equipo
para montar a caballo.
Este deseo fue origen de una
discusión en la que el conde dijo que era necesario reservar algunos frutos de
la cosecha para tener, reservas los años de producción escasa. Allí veía yo
surgir al espíritu de Enriqueta dictando a su mando aquellas palabras para que
reconquistara el respeto que le pudieran haber perdido.
Los intereses de los niños
preocupaban a la condesa casi tanto como su escasa salud. Pronto comprendí cuán
verdad era lo que me había dicho respecto a su intervención en los negocios de
la casa.
Después de diez años de
esfuerzos, la condesa había conseguido variar los cultivos en sus tierras.
Temiendo morir antes que su esposo, quería dejar a éste rentas que fueran
fáciles de administrar y a sus hijos bienes que no corrieran peligro.
Los árboles que había
mandado plantar hacía dos años empezaban a, producir. Los terrenos
pertenecientes a Clochegourde podían producir, un año con otro, alrededor de
los diez y seis mil francos.
Tenía propósitos de mejoras
que ascendían a unos treinta mil francos, y estas mejoras que quería introducir
eran por entonces motivo de discusiones.
Se estremecía en pensar
solamente que pudiera morirse dejando a Santiago y a Magdalena un porvenir
incierto. Sólo las almas dulces, que nunca se encolerizan, saben la fuerza que
se necesita para sostener esta clase de luchas, y el cansancio y el dolor que
invaden el corazón cuando las cosas no toman el rumbo que se desea.
Cuando veía a los niños más
sanos y más alegres, cuando los seguía en sus juegos con un placer que
acrecentaban sus fuerzas, la pobre madre se veía obligada a sufrir los
vejámenes del conde y la oposición a sus planes de mejoramiento de las fincas.
A los razonamientos contundentes oponía objeciones de criatura exasperada.
La condesa logró vencer esta
oposición, y esta victoria cerró las llagas de sus heridas.
Aquel día fue a pasear por
sus posesiones de la Cassine y de la Rhectoriere con propósito de decidir la
construcción que proyectara.
El conde iba delante, los niños en medio y nosotros detrás.
Enriqueta me hablaba
lentamente, y sus palabras tenían murmullo de olas mansas que se rompieran
sobre finas playas.
—No dudo del éxito—me decía.
Se iba a entablar una
competencia para el servicio de Tours a Chinon, empresa puesta en práctica por
un primo de Mannete, un hombre activo que deseaba arrendar una granja en el
camino. Tenia una familia numerosa; el mayor de sus hijos podía conducir los
coches; el segundo se dedicaría al carreteo; el padre se instalaría en el
camino, en la Rabelaye, una de las granjas, cultivaría las tierras y cuidaría
de los relevos, y abonaría las tierras con el estiércol de las cuadras. La otra
granja, la Baude, que se hallaba a dos pasos de Clochegourde, sería tomada en
arriendo por uno de sus colonos, hombre probo, activo e inteligente y que
entendía bien de las ventajas, del nuevo cultivo. Aún quedaba la Cassine y la
Rhectoriere, pero como aquellas tierras eran las mejores del país, después de
construidas las granjas y cuando los cultivos estuvieran en completa actividad
no habría más que anunciarlas en Tours. Siguiendo así, en dos años,
Clochegourde produciría una renta aproximada de veinticuatro mil francos. La
Gravelotte, que se hallaba situada en el Maine y era propiedad del señor de
Mortfauf había sido arrendada en siete mil francos por nueve años siendo la
pensión de mariscal de campo de cuatro mil. Si bien no podía decirse que estas
rentas fueran una fortuna al menos, proporcionaban un buen pasar, y pasando el
tiempo, algunas otras mejoras podían, quizá, permitirles el trasladarse a París
para así mejor vigilar la educación de Santiago, cuando se hubiera normalizado
la salud del presunto heredero.
Como se estremeció de júbilo
cuando pronunció la palabra "París", se notaba que no quería
separarse mucho de su amigo. Esto acabó por inflamar mi entusiasmo; le dije que
ya no me conocía, y que estaba decidido a trabajar día y noche para terminar mi
educación y poder ser el preceptor de Santiago, pues no podía sufrir la sola
idea de que algún otro joven pudiese entrar en la casa.
—No, Félix—me dijo con un
gesto muy serio—. Eso no puede suceder, pero tampoco se hará usted sacerdote.
Si ha conseguido penetrar en el corazón de la madre, lo ama demasiado la mujer
para poder permitir que sea una víctima de su adhesión. Yo no puedo consentir
eso, no quiero perjudicarle en nada absolutamente. El vizconde de Vandenesse,
ser preceptor. Usted, cuya noble divisa es: "¡No se vende!" Se
cortaría para siempre la carrera aunque fuera en Richelieu. Habría de ocasionar
a su familia grandes contrariedades. Mi
buen amigo, ¡no puede usted
figurarse con cuanta impertinencia dirige una mirada protectora una mujer como
mi madre, cuánto rebaja a quien la escucha, como pronuncia una palabra y con
cuánto desprecio saluda!
—Pero, si usted me ama, ¿qué
me importa del mundo entero?
Aparentó no haber pido y
siguió diciendo:
—Aunque mi padre es una
buena persona y puede estar dispuesto a concederme todo lo que le pida, no
podría perdonarle el haberse colocado mal en la sociedad, y terminaría por
negarle su protección. Ni aun del Delfín quiere que usted sea preceptor. No
debe cometer torpezas, sino aceptar tal como es la sociedad. Amigo mío, esa
insensata proposición de...
—De amor—dije en voz queda.
—No, más bien de
caridad—respondió conteniendo las lágrimas que pugnaban por dejar escapar sus
ojos—; ese pensamiento tan insensato me hace conocer bien su carácter; su buen
corazón le perjudicará. Desde este momento reclamo el derecho de señalarle
algunas cosas; deje alguna vez a mi cuidado el ver alguna vez por usted.
Quiero, desde Clochegourde, presenciar, extasiada y muda, sus triunfos. En
cuanto al asunto del preceptor, puede usted estar tranquilo; ya hemos de
encontrar algún anciano abate, un sabio jesuita, y yo sé que mi padre
sacrificará muy a gusto alguna cantidad en beneficio de la educación del niño
que ha de llevar su nombre. Mi orgullo es Santiago. Tiene ya once años; pero le
sucede lo mismo que a usted, pues la primera vez que le vi me pareció que no
podía usted contar más que trece.
Así habíamos ya llegado a
Cassine. Dejé un instante a Enriqueta para dirigirme a! lugar en que el guarda
Martineau examinaba acompañado de su hermano los árboles destinados al derribo
Se hallaban discutiendo este asunto como si de cosa propia se tratara, y
entonces pude darme cuenta del cariño que tenían a la condesa. Se lo dije así a
un pobre jornalero que, con el pie puesto en el hierro del hacha y el dedo en
e! mango, había quedado escuchando a los dos doctores en pomología.
—¡Oh!, ya lo creo, señor—me
contestó—; es una señora muy buena, que no tiene ningún orgullo, como esos
bribones de Azay, que nos habían de ver reventar como perros y no nos
adelantarían ni un solo sueldo para poder labrar una toesa. La Virgen Santa
llorará cuando la señora haya abandonado el. país, y también nosotros tendremos
que llorar mucho. Ella sabe defender sus intereses, pero no por eso deja de
comprender nuestros sufrimientos y sabe tenerlos en cuenta.
¡Qué placer hubiera supuesto
para mí el dar a aquel pobre todo el dinero que llevaba encima!
Pasados algunos días, se
recibo el caballito que había sido comprado para Santiago, y a quien su padre,
que era excelente jinete, quería ir acostumbrando poco a poco a las fatigas de
la equitación. Se le hizo al niño un precioso traje de montar, que fue costeado
con el producto de las nueces.
La mañana que recibió su
primera lección acompañado de su padre y en medio de los gritos de alegría de
Magdalena, que se hallaba saltando sobre el fresco césped en medio del círculo
que su hermano estaba recorriendo, aquel día fue para la condesa uno de
verdadera fiesta.
Se adornaba Santiago con un
cuellecito que su madre le había bordado, un abriguito de paño celeste que
ceñía un cinturón de charol, un pantaloncito blanco y una gorra escocesa, que
dejaba escapar, hechos gruesos rizos, sus dorados cabellos; el niño estaba
hermosísimo. Todas las gentes de la casa se acercaron para contemplarle y
participar de aquel placer doméstico. El niño se mantenía con cierta valentía y
sonriendo al pasar. Era aquel primer acto de hombre en un niño que había estado
muchas veces al borde de la tumba, la esperanza de un risueño porvenir, que
aquel paseo garantizaba, mostrándole tan bello, una deliciosa recompensa para
su madre.
Su padre se hallaba alegre y
remozado y sonreía por primera vez desde hacía mucho tiempo, los rostros de las
personas de la casa revelaban felicidad. El viejo picador de Lenoncourt, que
volvía de Tours, viendo la gallardía del novel jinete, exclamó: "Bravo,
señor vizconde". Todo aquello era demasiado para la condesa, que derramaba
abundantes lágrimas. Ella, que se encontraba tan resignada ante el dolor,
sentía debilidad al soportar la alegría de admirar a su hijo que cabalgaba en
el mismo sitio que lo paseaba al sol llorándole por muerto. Entonces se apoyó
en mi brazo con entera confianza y me dijo:
—¡Hoy no me abandone! ¡Pues
me parece que no he sufrido nunca!
Cuando la lección hubo
terminado, el niño se arrojó en los brazos de la condesa, que le estrechó con
la fuerza que comunica el excesivo cariño, y lo besó con esa ternura con que
suelen besar las madres.
Yo acompañé a Magdalena a
formar dos ramilletes de flores para adornar la mesa en honor al caballero
infantil, y al volver al salón, la condesa me dijo:
—El 15 de octubre lo
recordaremos siempre con alegría. Este día Santiago ha recibido su primera
lección de equitación y yo he dado la última puntada a mi trabajo.
—Me parece muy bien,
Blanca—dijo sonriendo el conde—, te lo voy a pagar.
Y presentando el brazo a la
condesa, la condujo al primer patio, donde se encontraba la carretela que le
regalaba su padre y para la que el conde había comprado dos caballos. Todo
había sido preparado en el patio por el viejo picador mientras daban al niño la
lección. Nos acomodamos en el carruaje y fuimos a hacer una visita de
inspección a la alameda que debía de conducir haciendo una línea recta desde
Clochegourde hasta el camino de Chinón por en medio de los dominios adquiridos
recientemente.
Al regreso la condesa me
dijo:
—Soy demasiado dichosa; pero
la felicidad es para mí como una especie de dicha. Es algo que me aniquila y
tengo el temor de que se disipe como si fuera un sueño.
Yo la amaba con excesivo
apasionamiento para no sentir celos y en mi despecho buscaba el medio de morir
por ella. Me preguntó en qué estaba pensando, y se lo dije.
Cuando me oyó, se conmovió,
y conduciéndome luego a la galería, me dijo con una voz que parecía un susurro:
—¡Ámeme usted como lo hacia
mi tía! ¿Amándome de ese modo no es darme la vida? ¿Y aceptándola yo, no me
convierto para siempre en su deudora? Ya era tiempo de que terminara mi
labor—siguió diciendo al volver al salón, en donde deposité un beso en su
mano—. Usted, Félix, ¿sabe por qué me impuse esta tarea tan larga? A los
hombres los negocios los distraen de
sus pesares encontrando recursos en sus ocupaciones, pero las mujeres no
tenemos ninguna defensa contra los dolores. Yo necesitaba distraer el
pensamiento con un movimiento físico, para así poder sonreír a mi marido y a
mis hijos cuando horribles desvaríos me embargaban, y de esta forma llegaba a
cortar las atonías que siguen a los grandes gastos de fuerza. El movimiento de
levantar los brazos en tiempos iguales daba a mi alma, en la que rugía la
tempestad, la paz del flujo y reflujo, que regularizaba de esta forma las
emociones. A cada punto hacía la confidencia de mis secretos. ¿Me va usted
comprendiendo? Lo que usted confiaba a sus ramilletes de flores, yo se lo
expresaba a mis dibujos.
La comida fue muy alegre.
Santiago, que se encontraba feliz, como todos los niños cuando de ellos se
ocupan, se abrazó a mi cuello al ver la corona de flores que había preparado
para él. La condesa simuló reñirme por aquella infidelidad; pero el niño le
ofreció graciosamente aquellas envidiadas flores.
Ya a la tarde, jugarnos al chaquette,
los señores de Mortsauf contra mí solo, y el conde estuvo encantador. A la
caída de la tarde me llevaron al camino de Fraspelle, desde donde contemplamos
un maravilloso crepúsculo de esos cuyas armonías impresionan los sentidos.
Aquel día fue único en la
existencia de aquella pobre mujer, un punto brillante que acarició
frecuentemente en las horas difíciles. Las lecciones de equitación pronto
fueron motivo de discordia: la condesa temía, fundadamente, los apóstrofes
duros del padre al hijo. Santiago comenzaba de nuevo a enflaquecer; sus ojos
azules empezaban a apagarse, y por no entristecer a la madre, el niño sufría en
silencio.
Yo, para encontrar un
remedio a aquel mal, aconsejé al niño que cuando el conde montaba en cólera le
dijera que se hallaba fatigado; pero estos paliativos no eran suficientes, y
hubo necesidad de sustituir con el viejo picador al iracundo padre.
El conde opuso una gran
resistencia antes de dejarse arrancar el discípulo. Volvieron a reanudarse las
riñas y disputas, y el conde encontró pretextos para quejarse de lo poco
agradecidas que eran las mujeres, echando en cara a su esposa, lo menos veinte
veces al día, la carretela, las libreas y los caballos que le había regalado,
hasta que sucedió uno de esos hechos a los que se agarran con tanto gusto los
caracteres de esa especie.
Se hallaban completamente en
ruinas los edificios de la Cassine y la Rhetoriere, y los gastos de la
reparación ascendían a más de lo calculado, pues se hablan venido abajo algunas
paredes y techos. Un obrero cometió la torpeza de informar de ello al conde, en
vez de haberlo hecho a su esposa, y esto dio lugar a una disputa, que empezó
tranquilamente, pero que fue agriándose por grados, hasta llegar el conde a
ponerse completamente furioso.
Ese día salí de Fraspelle,
después de almorzar, a eso de las diez y media, dirigiéndome a Clochegourde, en
donde, con la ayuda de Magdalena, me había propuesto formar dos ramos de
flores. Dos búcaros habían sido colocados por la niña sobre la balaustrada de
la terraza, mientras yo recorría los campos y los jardines en busca de flores,
que eran escasas en el otoño.
Cuando volvía de mi última
escapada no vi en la azotea a mi pequeño ayudante y en Clochegourde se oían
gritos. En seguida se presentó Magdalena.
—El general—decía entre
sollozos—está riñendo a nuestra madre; vaya usted a defenderla.
En un vuelo subí las
escaleras y llegué al salón sin que me vieran entrar ni el conde ni Enriqueta.
Cerré las puertas al oír los gritos de aquel loco, y, cuando volví, me di
cuenta de que la condesa tenía una palidez de cadáver.
—Félix, no se case usted
nunca—me dijo el conde—; las mujeres tienen por consejero al demonio, y la
mejor de ellas inventaríale si éste no
existiera. Son unos espantosos
animales.
Entonces escuché
razonamientos completamente disparatados. El conde repetía todas las majaderías
que había oído a los labriegos que se mostraban reacios al nuevo método de
cultivo, y se apoyaba en sus anteriores negativas, y asegurando que si él
hubiera dirigido la explotación de Clochegourde, se hubiera enriquecido doble
de lo que se hallaba.
El conde blasfemaba y juraba
como un energúmeno, golpeando los muebles, sin poder estar quieto; en medio de
una frase, se interrumpía de pronto para lamentarse de que su cabeza estaba
ardiendo y se le escapaba el cerebro a oleadas al mismo tiempo que su dinero;
decía que la condesa lo estaba
arruinando. Olvidando el desgraciado que de las treinta mil libras de renta que
poseía, había aportado al matrimonio más de veinte mil la condesa, y que los
bienes de Lenoncourt, que se reservaban a Santiago, producían al año más de
cincuenta mil francos. La condesa, oyendo tales injurias, miraba al cielo y
sonreía soberbiamente.
—Sí—decía el conde—, Blanca,
si, tú eres mi verdugo...
me estás asesinando... Para ti no soy más que una carga y deseas
desembarazarte de mi. Eres un monstruo de maldad y de hipocresía. ¡Aún se está
riendo! ¿Y sabe usted, Félix, por qué se ríe?
Yo, con la cabeza baja, no
hacia más que guardar silencio.
—Esta mujer—se decía a sí
mismo el conde—no cesa de turbar mis alegrías; es tan mía como pueda serlo de
usted, y aun pretende ser mi esposa. No cumple ninguno de los deberes que las
leyes humanas y divinas le imponen al llevar mi nombre, y de esta forma engaña
a Dios y a los hombres. Procura hacerme andar de una a otra parte para que el
cansancio y la fatiga se apoderen de mí y así quedarse sola; me aborrece, me
odia y trata, con verdadero empeño, de permanecer como si fuera soltera. Me
tiene loco con las privaciones a que me tiene sometido, porque sabe que iodo va
a parar a mi pobre cabeza; me está matando a fuego lento, lo cual no la impide
comulgar todos los meses y creer que es una santa.
La condesa, que se
encontraba humillada por el rebajamiento de su marido, lloraba con desconsuelo,
sin añadir otras palabras que las de:
—¡Señor! ¡Señor!
Las groserías del conde me
tenían avergonzado, tanto por él como por la pobre Enriqueta, y agitaron con
violencia mi corazón.
—¡A mi costa es pura!—siguió
diciendo el conde.
—¡Pero, Señor!...—se oyó
genir a la condesa.
—¿Pero qué es eso? ¿Qué es
ese acento tan imperioso? ¿Es que no soy yo el amo? ¿Es que quieres que te lo
haga recordar?
Y, avanzando algunos pasos,
mostraba cu cabeza de lobo blanco, que en aquel instante se hallaba espantosa,
pues sus ojos habían tornado la expresión de una hambrienta fiera que saliese
de una selva.
Enriqueta se dejó resbalar
del sillón al suelo para recibir el golpe,
que no fue dado, pero quedó inmóvil y perdido el conocimiento. Él quedó
con el atontamiento del asesino a quien ha saltado la sangre de la víctima.
Yo cogí en mis brazos a la
infeliz mujer, sin que el conde hiciera intención de ayudarme, como si le
pareciera ello indigno de tocarla; corrió solamente a abrir la puerta de la
habitación contigua al salón, y que para mí era sagrada, pues nunca había
estado en ella.
Coloqué en pie a la condesa,
y mientras la sostenía con un brazo, con el otro la rodeaba el talle, en tanto
que el conde quitaba la colcha y el almohadón de la cama; después la colocamos
en ella, vestida. Cuando hubo recobrado el conocimiento, Enriqueta nos hizo
seña de que le soltáramos el cinturón. El conde fue a buscar unas tijeras y lo
cortó; yo hice que aspirara un irasco de sales. Cuando abrió los ojos, el conde
salió .de allí con más vergüenza que pesar.
Transcurrieron dos horas en
silencio.
Enriqueta tenía su mano en
la mía y la estrechaba. De vez en cuando levantaba los ojos como para rogarme
que no hablara. Después se incorporó un poco y me dijo al oído:
—¡El desgraciado! Si usted
supiera...
Reclinó de nuevo la cabeza
en la almohada, bi recuerdo de sus penas le produjo una convulsión nerviosa. La
sostuve al mismo tiempo conn, ternura y con tuerza, y durante aquella crisis me
dirigió miradas que me hicieron acudir las lágrimas a mis ojos.
Cuando cesaron las
convulsiones le arreglé los cabellos, tocándoselos por primera y última vez en
mi vida.
Luego quedé contemplando la
estancia.
Que poética me pareció
aquella habitación, cuyo único lujo era la limpieza. Una noble celda para una
monja casada, cuyo solo adorno era el crucifijo colocado a la cabecera del
lecho. Un retiro para una mujer cuya presentación en el gran mundo había hecho
palidecer a las más bellas.
Cuando entraron los niños y
la doncella, salí de la habitación. El conde me esperaba. Me consideraba como
una especie de intermediario entre la condesa y él. Me estrechó la mano y me
dijo:
—No se vaya usted, Félix.
—Después de comer
volveré—dije—. Por desgracia el señor de Chessel tiene invitados y no sería
diplomático que conocieran los motivos de mi ausencia.
Me acompañó hasta Fraspelle.
Parecía que no se daba cuenta de que me acompañaba. Al llegar allí le dije:
—Señor conde, déjela que
dirija la casa. No la atormente.
Me contestó con aire sombrío:
—Moriré pronto y no será
mucho lo que conmigo tenga que sufrir. Me estalla la cabeza.
Se separó de mí.
Terminada la comida regresé
a Clochegourde para adquirir nuevas de la condesa, a la que encontré mejor.
Durante aquella noche comprendí cómo el señor Mortsauf iba aniquilando a su
esposa.
¿En qué tribunal se podría
reclamar justicia contra aquello?
Como no había tenido
oportunidad de decir nada a Enriqueta, me pasé la noche escribiendo.
Lee esta carta que conservo
y comprenderás el estado de ánimo en que entonces me hallaba:
"A LA SEÑORA DE MORTSAUF
Ayer tenía infinitas cosas
que comunicarle. Las iba pensando durante el camino. Al verla se borraron todas
ellas de mi memoria y no dije nada.
Es, amada Enriqueta, que al
verla no encuentro palabras que estén en armonía con la grandeza de su alma,
cuyos reflejos aumentan su hermosura.
Además, a su lado, el
sentimiento de felicidad que me inunda, anega todos los otros. Cada vez que la
veo, me parece que nazco a una nueva vida, algo así como el viajero que al
elevarse sobre cada roca descubriera un nuevo horizonte.
En mi opinión, aquí radica
el secreto de las amistades eternas. No puedo hablar de usted misma más que
cuando la distancia nos separa. En su presencia, la fascinación que de mí se
apodera, me hace demasiado feliz para permitirme interrogar a quien la
felicidad me proporciona. Usted colma mi alma y estoy tan lleno de usted que no
puedo ser mío.
Quiero todas las fuerzas
para aprovechar el presente, y esto me impide hablarla del pasado. Es preciso
que usted conozca este estado de ánimo mío para que perdone mis errores.
Sin embargo, tengo que
decirle que de las infinitas dichas como su presencia me ha proporcionado,
ninguna ha alcanzado la magnitud de la de ayer, cuando después de la tormenta
contra la que usted supo luchar con valor sobrehumano, se quedó en mi compañía
en la penumbra de la estancia.
Sólo yo sé con qué
magníficos resplandores brilla el alma de una mujer cuando vuelve de las
puertas de la muerte a las puertas de la vida. Su voz, condesa, estaba llena de
armonía.
Ayer descubrí una nueva
Enriqueta, que sería mía si Dios lo quisiera. La vislumbré libre de las trabas
que impiden que seamos el uno del otro. Había tanta belleza en su abatimiento,
era tan majestuosa su debilidad.
Ayer pude contemplar algo
más bello que tu hermosura, algo más dulce que tu voz, vi una luz más brillante
que la de tus pupilas... ¡Ayer contemplé tu alma!
Sufrir por no poderte abrir
mi corazón; ayer deseché el terror respetuoso que te tenía porque la pena nos
tenía unidos.
Supe lo que era respirar
cuando junto a ti se respira.
El momento en que salías de
la crisis ha dejado un recuerdo imborrable en mi alma. Cada alegría ha ahondado
el surco; cada dolor lo ha hecho más profundo.
Las alegrías que tú me has
prodigado serán superiores a las alegrías que la mano de Dios me conceda en
todos los días de mi vida."
* * *
Una melancolía profunda roía
mi alma.
El espectáculo de la
intimidad de una vida llenaba de lágrimas mi corazón, que hasta entonces había
desconocido las emociones sociales.
Encontraba un abismo en la
entrada del mundo, un mar muerto. Mi tristeza hizo suponer a los señores de
Chessel que era infortunado en mis amores, y merced a esto, mi pasión por ella
no perjudicó lo más mínimo a la condesa.
Al siguiente día encontré a
Enriqueta sola, en el salón. Me tendió la mano, preguntándome:
—¿Será usted siempre un
amigo cariñoso?
Como se llenaran de lágrimas
mis ojos, se levantó y me dijo, con acento suplicante:
—No vuelva usted a escribirme
cosas semejantes.
El señor de Mortsauf se
mostró muy obsequioso. Aunque la condesa apareciese tranquila, la palidez de su
rostro demostraba que si había logrado calmar sus sufrimientos, no había podido
extinguirlos.
A la tarde, cuando paseábamos
sobre la hojarasca seca que el viento de otoño había desprendido de los
árboles, me dijo:
—La tristeza es infinita y
la alegría limitada.
Aquellas palabras revelaban
su vida.
—No maldiga usted de la
vida—le argüí—. No conoce usted aún el amor cuyos destellos iluminan el misino
cielo.
—No deseo conocerlo—repuso—.
Sé que el esquimal moriría bajo el cielo de Italia. Si a su lado soy feliz
pudiéndole confiar mis pensamientos, no me haga que desconfíe de su amistad.
Debe usted aunar al encanto del hombre libre la virtud sacerdotal.
Le cogí la mano y la puse
sobre mi corazón, que latía violentamente, y le dije:
—Me haría usted beber la
cicuta si se lo propusiera.
Ella retiró su mano, como si
hubiese experimentado un dolor vivo y me replicó:
—¿Aún? ¿Desea usted quitarme
el placer de que una mano amiga restañe mis heridas? Usted no conoce todos mis
sufrimientos, y los más secretos son los más difíciles de resistir. Si fuera
usted mujer los comprendería. ¡Qué tristeza la de ver que creen que puede
repararse todo! Durante algunos días mi esposo me mimará y pretenderá que de
esta forma le perdone el mal que le he ocasionado. Cuando lo haya conseguido,
pedirá mi asentimiento para sus caprichos extravagantes. Me humillan las
caricias y la bajeza que comienza cuando cree que lo he olvidado todo. Es como
no deber la amabilidad más que a las torpezas...
—A los crímenes—rectifiqué.
Ella sonrió tristemente y
prosiguió:
—¿No es ésta una existencia
horrorosa? Yo no sé aprovecharme del pasajero poder que me concede, porque en
esto me parezco a los antiguos caballeros heroicos que jamás herían al enemigo
en el suelo. Levantarle y sufrir nuevos golpes, sufrir con la caída más que el
mismo que cayó. Esto es agotar el tesoro de bondad en empresas innobles.
Preferiría morir. Si yo no tuviese hijos, dejaría que la corriente de la vida
me llevara. Me habla usted de amor porque no piensa en qué infierno me metería
si a ese hombro cruel le diera nada más que motivos de sospecha...
—Escúcheme, Enriqueta. Sólo
he de estar aquí una semana...
—¿Va usted a dejarnos?—me
preguntó.
—Necesito saber qué es lo
que mi padre ha decidido respecto a mí. Pronto va a hacer tres meses...
—No he contado el tiempo—me
interrumpió.
Después de una pausa dijo:
—Vamos a Fraspelle.
Pidió su chal y llamó al
conde y a sus hijos.
Nos encaminamos juntos hacia
Fraspelle, para hacer a sus castellanos una visita. Enriqueta se esforzó en
hablar a la señora de Chessel, la que afortunadamente fue muy prolija en sus
respuestas. Entretanto, el conde y mi huésped hablaban de negocios. Yo estaba
temiendo que el señor de Mortsauf hablara de su carretela y de sus caballos;
pero no sucedió así. El señor de Chessel comenzó a hablar de la Rhetoriere y de
la Cassine; pero el conde, en vez de eludir la conversación que forzosamente
tenía que traerle amargos recuerdos, probó a decir lo urgente que era el
mejorar el estado de la agricultura en el cantón y la necesidad de construir
hermosas granjas con locales cómodos y salubres, haciendo suyas las ideas de su
mujer. Yo, lleno de rubor, contemplaba a la condesa. Me asombró aquella falta
de delicadeza en la persona que en otras ocasiones demostraba tanta.
—¿Cree usted que podrá
resarcirse de todos los gastos?— preguntó el señor de Chessel.
—Y con verdaderas
ganancias—contestó el conde.
Semejantes manifestaciones
sólo se le podían ocurrir al conde, nada más que estando loco.
Enriqueta se hallaba
radiante de satisfacción. En aquel instante, el conde parecía una persona de
excelente sentido, un buen administrador y admirable agrónomo. Acariciaba con
delicadeza los cabellos de Santiago, considerándose feliz, ¡Qué comedia más
horrible estaba representando!
Pasado el tiempo, cuando
conocí la farsa social, ¡cuántos Mortsauf he conocido, pero sin los relámpagos
de lealtad y sin la religión de aquél! Es un poder extraño y sarcástico el que
une constantemente al hombre delicado y sincero, con la mujer torpe y grosera;
al ser deforme, con una criatura bella y soñadora; al grande, con el pequeño;
al capitán Diar, con la bella Juana; a la señora de Beauseant, con un Adjuda; a
la señora de Aiglement, con su esposo; al marqués de Espard, con su mujer... He
tratado durante mucho tiempo de descubrir este enigma, pero todo ha sido en
vano. He llegado a penetrar muchos misterios, he podido encontrar la razón de
ciertas leyes naturales y el significado de algunos jeroglíficos divinos, sin
que haya podido averiguar nada de éste, y aún sigo estudiándolo como si fuera
un rompecabezas indio, y cuya construcción simbólica se hubieran reservado para
los brahmanes. El amo es en este caso el genio del mal, y no puede acusar a
Dios. ¿Acaso tendría razón Enriqueta y su filósofo desconocido? ¿Puede contener
el misticismo el sentido general de la humanidad?
Los últimos días de mi
estancia en aquel país dio fin el viento autumnal con las hojas secas de los árboles, que aún estaban pendientes de
sus ramas. La víspera de mi partida, un momento antes de cenar, me llevó a la
terraza la señora de Mortsauf, y luego que hubimos dado una vuelta en el mayor
silencio, me dijo:
—Mi buen amigo Félix, usted
va a entrar en la sociedad y mi deseo sería poder acompañarle con el
pensamiento. Los que mucho han sufrido es que han vivido mucho; por lo tanto,
no debe creer que las almas solitarias no conocen el mundo. Si tengo que vivir
para mi mejor amigo, no quiero ser para su conciencia ni para su corazón un
obstáculo. Es muy difícil acordarse el mismo día de la lucha de todas las
reglas; por tanto, le ruego que me permita darle algunos consejos de madre.
Cuando vaya a partir le daré una carta en la que he consignado mis ideas
respecto a la sociedad, a los hombres y a la forma en que han de abordarse
todas las dificultades por la existencia; le ruego que me prometa no ha de
leerla hasta que haya llegado a París. Mi ruego es la expresión de uno de los
sentimientos que son nuestro secreto de mujer, y que creo no le será difícil
comprenderlo; pero que quizá quisiera no comprenderlo. Debe dejarme estos
senderos en los que la mujer quiere pasarse ella sola.
—Se lo prometo—le dije, besando
sus manos.
—Aún he de pedirle otro
juramento. ¿Puede usted comprometerse antes de saber de qué se trata?
¡Sí!—respondí, pareciéndome
que hacía alusión a mi fidelidad.
—No se trata de mí—dijo,
sonriendo con amargura—no juegue usted nunca, Félix, ni siquiera en los salones
del gran mundo; sin ninguna excepción.
—No jugaré—le contesté.
—Muy bien, verá cómo he
encontrado la forma de que emplee usted bien el tiempo que había de perder en
el juego, y podrá apreciar que usted gana siempre, mientras los demás pierden.
—¿Y qué es ello?
—Mi. carta se lo
demostrará—respondió gravemente.
Seguimos hablando aún por
espacio de una hora y la condesa me probó la profundidad de su afecto, dándome
a conocer el cuidado con que me había estudiado en los tres meses que había
permanecido en Fraspelle; profundizó lo más recóndito de mi corazón, haciendo
esfuerzos por inocularme el suyo; sus palabras eran dichas con acento maternal
y su acento convincente y persuasivo.
—¡Si usted supiera—siguió
diciendo—qué ansiosamente le seguiré!
¡Cuán grande será mi alegría si su camino es recto! ¡Cuál será mi
desconsuelo si tropieza usted con espinas! Mi afecto no tiene igual, créame.
¡Quisiera verle feliz, estimado, poderoso, a usted, que será para mí como un
encantador sueño!
Al oír estas palabras no
pude contener las lágrimas.
—Siempre—le respondí—que
vaya a emprender alguna obra, cualquiera que sea el sitio en que me
encuentre he de pensar: "¿Y qué
dirá Enriqueta?"
—Muy bien, amigo mío; así
podré ser para usted la estrella y el santuario—contestó, haciendo alusión a
los sueños de mi infancia.
—Usted será mi guía y mi
religión; usted lo será todo para mí—respondí.
—No, todo, no—dijo ella—;
porque yo no puedo ser la fuente de sus placeres.
Dejé escapar un suspiro,
acompañado de una sonrisa, que parecía la del esclavo que se rebela.
Enriqueta estuvo desde aquel
día en mi corazón, no como la mujer que en el busca un lugar, que se hace en él
por el exceso de placer o del sacrificio, sino como si fuera algo necesario al
juego de mis músculos, llegando a ser para mí lo que era Beatriz para el poeta
florentino; la inmaculada Laura del poeta veneciano; la madre de los grandes
pensamientos; la desconocida causa de las resoluciones que salvan, el sostén
del porvenir; la luz que brilla en la oscuridad; Enriqueta me ha inspirado la
constancia que vence a los vencedores, que se eleva aún más fuerte después de
la derrota que llega a fatigar aun a los más fuertes combatientes.
Al día siguiente, luego que
hube almorzado en Fraspelle y despedido de los señores de Chessel, que siempre
se mostraron complacientes con el egoísmo de mi amor, me encaminé a
Clochegourde. Los señores de Mortsauf estaban decididos a acompañarme hasta
Tours, desde donde había de salir aquella noche para París. Mientras duró el
camino, la condesa se mostró muy afectuosa, pero no habló nada. En un principio
dijo que tenía jaqueca; luego se avergonzó de haber mentido y dijo que me veía
partir con gran sentimiento. El señor Mortsauf me invitó a que fuera su casa
cuando los Chessel estuvieran ausentes y quisiera ir a visitar el valle del
Indre. Nos separamos como unos héroes, sin derramar una lágrima; Santiago, como
algunos niños enfermizos, tuvo un momento de sensibilidad que llegó a
enternecerle, en tanto que Magdalena, ya una mujercita, apretaba la mano de su
madre.
—¡Pobre hijo mío!—exclamó la
condesa, besando al niño con apasionamiento.
Cuando me hallé solo en
Tours, después de haber comido, me acometió una inexplicable rabia. Alquilé un
caballo, y en cinco cuartos de hora hice la distancia que separa a Tours de
Pont-de-Ruàn.
Al llegar, me avergoncé de
mi locura, emprendiendo el camino a pie como un espía, a paso de fiera, cerca
de la terraza. No se hallaba en ella la condesa, pero como aún tenía en mi
poder la llave de la pequeña puerta, entré.
En aquel momento Enriqueta
bajaba con los dos niños la escalinata para ir a respirar, tristemente, la
suave melancolía que imprimía el sol poniente en el paisaje.
—¡Está aquí Félix,
mamá!—exclamó Magdalena.
—Sí, soy yo—le dije en voz
baja—; que no me explicaba por qué me encontraba en Tours, cuando podía tener
ocasión de poder volver a verla. ¿Por qué no había de satisfacer un deseo que
dentro de ocho días será imposible ya?
—Mamá, ¿es que no se
marcha?—decía Santiago, dando saltos, loco de alegría.
—Cállate—le dijo Magdalena—,
te puede oír e1 general.
—¡Pero esto es una
locura!—dijo Enriqueta.
—Es que había olvidado
devolverle esta llave—dije sonriendo.
—Entonces, ¿no volverá?—me
preguntó.
—¿Es que acaso nos
separamos?—le respondí, dirigiéndole una mirada que le hizo bajar la vista.
Después de pasar algunos
instantes en el estupor feliz de las almas que han llegado al punto en que
concluye la exaltación y empieza el éxtasis, partí.
Andaba con lentitud y me
volvía sin cesar. Cuando, desde lo más alto del montículo, miré por última vez
al valle, pude darme cuenta de lo mucho que había cambiado desde que yo llegué.
No verdeaba ni llameaba entonces, como llameaban y verdeaban mis ansias y mis
deseos.
Iniciado en los tristes
secretos de una familia, participando de las angustias de una Niobe cristiana,
con la misma tristeza que ella, y con el alma ennegrecida, encontraba que el
valle se hallaba entonces en consonancia con mis deseos. Los campos estaban
despojados, los árboles sin hojas y los pámpanos secos.
El valle, donde agonizaban
los rayos de sol, era como una imagen de mi alma. Separarse de la mujer amada
es para algunas naturalezas luna cosa sencilla, pero a mí me pareció como si me
trasladaran a un país extraño, cuyo idioma me fuera desconocido.
Mi amor se desarrolló aún
más y mi adorada Enriqueta surgía en medio de aquel desierto, en el que vivía
para su recuerdo.
Resolví, a semejanza del
Petrarca, revestirme de la túnica blanca de los levitas. Con qué impaciencia esperé
la noche del regreso a casa de mi padre, donde podré leer la tarta que me había
entregado y que durante el viaje toqué con el mismo entusiasmo con que el avaro
toca su tesoro.
Besé mil veces aquel papel
que Enriqueta había escrito. jamás he vuelto a leer una carta como leí aquélla,
en el lecho y en el silencio más absoluto.
* * *
Oye, Natalia, lo que decía
aquella voz:
"Experimento gran
satisfacción, mi querido amigo, al reunir los fragmentos de mi experiencia para
transmitírselos. Ocupándome de usted varias noches, he sentido los goces del
maternal afecto que le profeso, y
varias veces he interrumpido mi escritura para asomarme a ver las
ventanas del castillo de Fraspelle, diciéndome: "Puede dormir mientras yo
velo por él".
Estas sensaciones han resultado
deliciosas, pues me han recordado los días en que Santiago dormía en la cuna y
yo velaba esperando que despertase para darle el pecho.
Usted es a la manera de un
niño-hombre que necesita ser fortalecido por preceptos que no ha conocido en
los colegios donde le han educado, pero que las mujeres tenemos por privilegio
conocer.
Estas pequeñas cosas pueden
influir en los triunfos que en el porvenir obtenga o prepararlos y
consolidarlos.
Permítame, querido Félix,
que dé a nuestra amistad el carácter de desinterés que tiene.
Entregarlo al mundo no es
renunciar a usted.
Le quiero lo suficiente para
sacrificar mi conveniencia a sus triunfos.
Pronto se cumplirán los
cuatro meses en que de una forma extraña me hizo usted pensar en las costumbres
de nuestro tiempo y en sus leyes. Las conversaciones que con mi tía tuve; los
acontecimientos de su vida, que mi esposo me ha relatado; las palabras de mi
padre, que conoció perfectamente la antigua corte, lo mismo las circunstancias
más grandes que las más mínimas, han acudido a mi mente para beneficiar a mi
hijo adoptivo, que va a lanzarse solo en medio de los hombres, donde muchos
sucumben por falta de experiencia, y otros, menos preparados, triunfan porque
saben emplear mejor sus aptitudes.
Primeramente, reflexione
acerca del concepto que la sociedad me merece en conjunto.
Ignoro si la sociedad es o
no de origen divino, y hasta en qué dirección se mueve, pero me parece que lo
que no tiene duda es que existe y, puesto que usted acepta su existencia, entre
ella y usted ha de mediar un contrato.
El que el hombre, dentro de
la sociedad, encuentre más cargas o más beneficios, es tarea que compete al
legislador más que al individuo. Yo creo que usted debe someterse, sin
discutiría, a la ley general, lo mismo en lo que le perjudique que en lo que le
favorezca.
Aunque este principio
parezca sencillo es de difícil aplicación. Tenga presente que no todas las
leyes se hallan recopiladas en un libro, que las costumbres tienen fuerza de
leyes también. Tal vez las más importantes son las más desconocidas. Aunque
esta carta le parezca un pleonasmo, permítame exponerle mi política femenina.
Permitir explicar la
sociedad mediante la teoría de la astucia personal que permita los mayores
beneficios, es cosa peligrosa.
Según esas doctrinas, los
ladrones hábiles son absueltos; la mujer que falta a la fidelidad conyugal, si
nadie advierte su falta, es feliz. El interés adquiere categoría de ley
superior, la dificultad está únicamente en poder burlar las leyes y las
costumbres. Para el que así entiende la sociedad, equivale a una jugada cuya
apuesta es un millón contra el presidio, la posición social contra el deshonor.
Como en este juego han de
tomar parte muchos jugadores, se necesitaría ser un genio para ganar al primer golpe.
No le hablo de cuestiones
religiosas.
Nos debemos unos a otros.
En mi concepto, el duque se
debe más al artesano que el artesano al duque. Las obligaciones deben aumentar
cuanto mayores sean los beneficios que la sociedad otorgue al hombre. Cada cual
ha de pagar la deuda como pueda. Cuando el pobre labriego se mete en su lecho
después de haberse rendido durante el día, ha cumplido todos sus deberes, con
seguridad que los ha cumplido mejor que las personas de la aristocracia.
Su lema, teniendo en cuenta
lo que antecede, debe ser: No contrariar la conciencia pública ni la propia
conciencia.
Su Enriqueta le ruega pare
su atención en aquellas frases que parecen de comprensión sencilla. La
cortesanía, la rectitud y la honorabilidad son los medios más seguros de hacer
fortuna.
Los egoístas afirman que las
consideraciones sociales retrasan el ascenso. Encontrará usted gente mal
educada que maltratan niños o se muestran descorteses con ancianos, pero si el
hombre se consagra al cumplimiento de sus deberes, es posible que llegue menos
rápidamente, pero su fortuna será más firme y duradera.
Yo doy gran importancia a
las formas y a la buena apariencia. El buen tono le es tan necesario como los
extensos conocimientos, que usted seguramente posee. Algunos ignorantes han
alcanzado, gracias a aquéllos, más fortuna que personas más capacitadas que
ellos.
Después de haberle estudiado
a usted, he visto que la educación recibida en común en los colegios no le ha
perjudicado.
Tenga usted fe en una mujer
que jamás ha de salir de su valle. El tono noble constituye una poesía física
irresistible, que es mayor cuando este tono radica en el corazón.
La cortesía estriba en
parecer que se olvida uno de sí mismo por favorecer a los demás. En muchas
personas este gesto social no resiste a las pruebas del interés.
La verdadera cortesía
implica cristianismo.
En mi obsequio, no sea usted
nunca fuente sin agua. No tenga el temor de ser victima de la sociedad, porque,
tarde o temprano, recogerá el fruto de la semilla que creía perdida.
Una de las formas más
ofensivas de la cortesía es la abundancia de promesas. Cuando le puedan pedir
algo que usted no ha de dar, niéguelo desde el primer momento.
No sea vulgar, ni
precipitado, ni confiado.
Esos tres arrecifes los ha
de salvar, porque el exceso de confianza disminuye el respeto, la vulgaridad
nos hace despreciables y el excesivo celo nos convierte en materia explotable.
No tenga nunca más de dos o
tres amigos. La confianza es un patrimonio que no se debe despilfarrar.
Nunca encontrará usted
personas que le amen tanto como usted ha de amarlas, porque las mujeres creen
que todo lo merecen. Este principio es triste, pero no es de aquellos que
marchitan el alma.
La regla más importante de
la bella conducta es no hablar apenas de uno mismo. Si quiere obtener simpatías
hable de los demás buscando forma hábil de nombrarlos. El corazón le indicará
cuál es la verdad y cuál la lisonja.
La juventud es propensa a
formar sus juicios rápidamente y no tiene la virtud de la indulgencia porque todavía no conoce las dificultades de la
vida.
Aplique estos preceptos a
los negocios. El sistema de la astucia, que pudo ser beneficioso en la Edad
Media, en la actualidad le perjudicaría.
No tema crearse enemigos,
por el contrario, ¡desgraciado de aquél que no los tiene!, pero procure no dar
motivos que rebajen la estimación que usted ha de merecer.
Mis consejos se refieren
únicamente a las pequeñeces de la existencia. En el mundo político las regias
no son inmutables, pues se arquean ante los grandes intereses.
Voy a hablarle de la
conducta que debe observar con las mujeres. En los salones que frecuente no se
dedique a la coquetería. Cultive el trato de las más influyentes, que son las
ancianas, y por ellas conocerá las alianzas y los secretos de todas las
familias y los atajos que pueden ayudarle a conseguir sus objetivos.
Serán suyas de corazón,
porque, en la mujer, el último amor, cuando no son devotas, consiste en
proteger a los que se les acercan. La mujer de cincuenta años hará en su
beneficio todo, y la de veinte, nada.
Ría y bromee con las jóvenes
que no sean capaces de pensamientos serios, con las que no se aman más que a si
mismas y a sí mismas lo sacrifican todo.
Ninguna pensará en los
intereses de usted, y si únicamente en su capricho o en su conveniencia. Si
usted se incomoda con ellas, la más tonta de todas encontrará argumentos para
convencerle de que uno de sus chapines vale más que el mundo entero.
Todas, al decirle que le
quieren hacer feliz, le harán que se olvide de lo que verdaderamente le
conviene.
La felicidad de esas
jovencitas es variable y usted ha de procurar que la suya personal sea fija.
No sabe usted la cantidad de
perfidia que ponen en práctica para satisfacer sus caprichos, convirtiendo en
amor un gusto pasajero. Cuando la dejen le dirán que la frase "ya no
amo" justifica el abandono, como la frase "le amo" excusaba su
amor, y que el amor es involuntario. Absurda doctrina, ¡hijo mío! Créame: el
verdadero amor, el eterno e infinito, semejante sólo a sí mismo, es constante y
puro, sin demostraciones violentas. No hay nada de seso en las mujeres
mundanas; todas representan una comedia; por sus desgracias le interesará ésta,
y parecerá la más amable y menos exigente de las mujeres, pero cuando se le
haya hecho necesaria, le impondrá su voluntad. ¿Usted quiere ser diplomático,
ir, venir, estudiar a los hombres, los intereses y los pueblos? Pues tendrá
necesidad de permanecer en París y en sus posesiones, porque ella le coserá a
sus raídas, y será para usted más ingrata cuanta mayor adhesión le
demuestre. Una tratará de interesarle
con su sumisión, se convertirá en su paje, le seguirá románticamente hasta el
fin del mundo, se comprometerá, por conservarlo, y será como una piedra colgada
a su cuello; pero, si usted se ahoga, ella sobrenadará.
Aun las mujeres menos
astutas, tienen lazos con que apresarlo, la
más imbécil triunfa por la poca desconfianza que inspira. La menos
peligrosa sería la mujer galante que lo amara sin saber por qué, que lo dejara
sin motivo y volviera a tomarle por vanidad; pero todas habrán de perjudicarle.
La muchacha que frecuenta el mundo y que vive de los placeres y satisfacciones
de la vanidad, es una mujer medio corrompida, que tardará muy poco en
corromperle. No será la criatura casta y modesta, en cuya alma reine siempre
usted, la que ame vivirá solitaria, sus más hermosas fiestas serán sus miradas,
y siempre se hallará pendiente de sus labios. Esa mujer debe ser para usted el
mundo entero, ya que usted será para ella todo; debe amarla mucho, no cause sus
penas y no provoque en ella los celos. Ser amado, hijo mío, y sobre todo ser
correspondido, es la más grande felicidad y yo se la deseo; pero debe estar
bien seguro el corazón en que deposita su alma. Esa mujer no se pertenecerá
nunca a sí misma y en nadie pensará más que en usted; no atenderá nunca a sus
propios intereses y allí donde usted no lo sospeche, ella adivinará un peligro;
si llega a sufrir, sufrirá
en silencio; no
será coqueta, pero no dejará de hacer cuanto a usted le
agrade. Debe corresponder a ese amor, si es preciso, superándole. Si llega
usted a tener la suerte de encontrar lo que siempre le faltará a su amiga, un
amor sentido igualmente, recuerde que en este valle vive para usted una madre,
cuyo corazón está lleno de amor y que no podrá nunca medir su profundidad. Le
profeso un afecto cuya extensión no comprenderá nunca, pues para que se
mostrara como es, sería necesario que perdiera su hermosa inteligencia, y aun
entonces, no podría darse cuenta de hasta dónde podría llegar mi
adhesión. ¿Seré sospechosa porque le aconsejo que no frecuente el trato
de las muchachas, todas ellas más o menos artificiosas, vanidosas y livianas, y
si el de las influyentes damas, llenas de discreción y de experiencia, como era
mi tía, y que le defenderán contra las acusaciones secretas y podrán decir de
usted lo que no podrá nunca expresar? ¿Cree que no soy generosa al decirle que
reserve su amor para un ángel puro? Si esta frase: ¡Nobleza obliga! lleva una
gran parte de mis primeras recomendaciones, mis advertencias respecto a sus
relaciones con las mujeres, están también condensadas en el siguiente lema
caballeresco: "Servir a todas, amar a una."
Usted tiene una gran
cultura, el sufrimiento ha preservado su corazón de toda mancha, y es usted
hermoso y honrado, por tanto, debe andar con mucha cautela, para no alejarse de
la senda del bien. ¿Verdad, hijo mío, que ha de obedecerme y me permitirá
seguir diciéndole lo que pienso de usted y de sus relaciones en la sociedad? En
el alma tengo una segunda vista que penetra el porvenir; por ello, déjeme usar,
en provecho suyo, de esta facultad, de este precioso don que ha dado paz a mi
alma, y que el silencio y la soledad robustece. Le pido, en cambio, que me
proporcione la felicidad de verle grande entre los hombres, sin que uno solo de
sus triunfos me haga inclinar la cabeza; quiero que pueda decirme que he
contribuido con algo más que con el deseo a su prosperidad. Es el único placer
que puede permitirme, esta secreta ambición. Esperaré; no le digo, adiós. Nos
hallamos separados, no puedo darle a besar mi mano, pero muy bien sabe el lugar
que ocupa en el corazón de su
Enriqueta."
Cuando terminé la lectura de
esta carta, me pareció notar que bajo mis dedos palpitaba un corazón maternal,
precisamente cuando el frío y severo recibimiento que mi madre me había
dispensado, me había envuelto en una capa de hielo. Entonces pude darme .cuenta
el por qué la condesa me había prohibido leer su carta antes de marcharme de Turena:
sin duda tuvo el temor de verme caer a sus pies y verlos regados por mis
lágrimas.
Por fin pude conocer a mi
hermano Carlos, que hasta entonces había sido para mí casi un desconocido, pero
cuando vi el desdén con que me trató, comprendí que había demasiada distancia
para llegar a amarnos con fraternidad. Los dulces sentimientos tienen,
generalmente, por fundamento, la igualdad de almas, y entre él y yo no había el menor punto de cohesión.
Mi hermano me instruyó en
esas pequeñeces que el corazón o la inteligencia adivina; pero parecía
desconfiar de mí, y si no hubiera tenido un punto de apoyo en mi amor, me
habría llegado a volver tonto a fuerza de creerme ignorante. A pesar de ello,
me presentó en el mundo, en que mi sencillez podía poner de manifiesto sus
cualidades. A no ser por las desgracias de mi infancia, podía haber tomado por
fraternal cariño su vanidad de protector; pero la soledad moral produce los
mismos efectos que la soledad material, así como el silencio deja apreciar los
ruidos más ligeros, el hábito de recogerse en sí mismo desarrolla la
sensibilidad de tal modo, que puede distinguir los más insignificantes matices
del afecto que nos profesan. Antes de haber conocido a la señora de Mortsauf,
una mirada llegaba a herirme, una palabra pronunciada bruscamente me desgarraba
el corazón, y lloraba sin poder conocer el cariño; pero a la vuelta de
Clochegourde pude hacer comparaciones, que fueron perfeccionando mi prematura
ciencia. La observación, que no tiene más fundamento que el dolor, es incompleta,
porque la felicidad ilustra también, y me dejé avasallar, tanto más
voluntariamente por el derecho de primogenitura, cuanto menos podía engañarme
mi hermano.
No hacía más visitas que a
la duquesa de Lenencourt, donde no se hablaba de Enriqueta, en donde nadie, a
no ser el anciano duque, que era muy sencillo, me hacía el don de dirigirme la
palabra; en el recibimiento que se me hizo, pude adivinar las secretas
recomendaciones de la condesa.
Cuando ya había dejado de
asombrarme y comenzaba a perder el temor que sobrecoge a todo principiante la
vida del gran mundo; cuando empezaba a vislumbrar grandes placeres,
comprendiendo los recursos que tienen los ambiciosos; cuando me disponía a
llevar a la práctica los consejos de Enriqueta, admirando su profunda
sabiduría, llegó el 20 de marzo. La Corte se marchó a Gante, y con ella mi
hermano, v vo, aconsejado por la condesa, con la que sostenía frecuente
correspondencia, acompañé al duque de Lenoncourt.
La acostumbrada benevolencia
del anciano duque se convirtió en protección sincera al verme unido de corazón
a los Borbones, y él mismo me presentó a Su Majestad. Los cortesanos de la
desgracia eran poco numerosos; la juventud tiene admiraciones sencillas,
desinteresadas fidelidades y afortunadamente llegué a agradar a Luis XVIII, que
sabía juzgar a los hombres. Ciertamente que lo que hubiera pasado inadvertido
en las Tullerías, en Gante, por el contrario, hubiera sido muy notable.
Una carta de la señora de
Mortsanf, que dirigía a su padre, y que
había traído un emisario de los vendeanos
juntamente con otros despachos, y en la cual había algunas palabras
dedicadas a mí, me informó de que Santiago estaba enfermo. El señor de
Mortsauf, desesperado verdaderamente, tanto por la enfermedad de su hijo como
porque esta segunda emigración comenzaba sin él, había añadido algunas palabras
que me hicieron comprender la situación de Enriqueta. Atormentada, sin duda,
por su marido, mientras pasaba el tiempo en la cabecera de la cama de Santiago;
no reposando ni de día ni de noche; superior a las incomodidades, pero sin
fuerzas para dominarse cuando se consagraba al cuidado de su hijo, Enriqueta
debía necesariamente necesitar el socorro de una amistad que le había endulzado
la vida, aunque sólo fuera para entretener al señor de Mortsauf.
Aunque tenía impaciencia por
seguir a mi hermano Carlos, a quien habían enviado al Congreso de Viena; aunque
deseaba, a riesgo de mi vida, justificar las predicciones de Enriqueta y
emanciparme de la tutela fraternal, mis aspiraciones, mis deseos de
independencia, el interés que tenía en no separarme del rey, todo me lo hizo
olvidar la dolorida imagen de la señora de Mortsauf, v resolví abandonar la
Corte de Gante para ir a servir a mi verdadera soberana. Dios me lo recompensó.
Al emisario enviado por los vendeanos le era imposible regresar a Francia, y el
rey necesitaba una persona adicta que se atreviera a llevar sus instrucciones.
El duque de Lenoncourt sabía que el rey no olvidaría nunca al que se encargara
de aquella peligrosa misión, y sin consultarme me ofreció a Luis XVIII. Yo me
apresuré a aceptar, considerándome feliz por poder ir a Clochegourde, al mismo
tiempo que podía prestar un servicio a la causa.
Después de haber sido
recibido en audiencia secreta por el rey, volví a Francia, y tanto en París
como en la Vendée tuve la suerte de que los deseos de su majestad quedaran
satisfechos.
A últimos de mayo,
perseguido por las autoridades bonapartistas, a las que había sido señalado, me
vi obligado a huir disfrazado de labrador, caminando a pie a través de la Alta
Vendée, del Bocage y del Poitou, cambiando constantemente la ruta. Llegué a
Saumur; de Saumur fui a Chinón, y de Chinón, en una sola noche, llegué a los
bosques de Neuil, en donde hallé a caballo al conde. Me tomó a la grupa y me
llevó a su casa, sin que en el camino tropezáramos a nadie que me reconociera.
—Se encuentra mejor
Santiago—fue lo primero que me dijo.
Le confesé mi misión de
emisario político, por lo que estaba perseguido como una bestia feroz, y el
noble se atrincheró en su realismo para disputar al señor de Chessel el peligro
de hospedarme.
Al divisar Clochegourde me
pareció que los ocho meses que habían transcurrido eran un sueno. Cuando
entramos en el salón dijo el conde a su esposa:
—¿A que no adivinas a quién
traigo conmigo?... A Félix.
—Pero ¿es posible?—dijo la
condesa, dejando caer los brazos: tanta había sido la sorpresa que le produjo
mi llegada.
Cuando me presentó, los dos
permanecimos inmóviles; Enriqueta, clavada en su sillón; yo, en el umbral de la
puerta, contemplándonos con la avidez de dos amantes que desean indemnizarse
con una mirada de todo el tiempo perdido. Pero, avergonzada de aquella
sorpresa, se levantó y se me acercó.
—¡He rezado mucho por
usted!—me dijo, presentándome su mano para que la besara.
Me pidió noticias de su
padre, y después, adivinando mi fatiga, salió a dar orden de que me prepararan una habitación,
mientras el conde hacía que me sirvieran de comer, porque me encontraba
hambriento.
Enriqueta me destinó la
habitación que estaba sobre la suya; es decir, la que había ocupado su tía,
adonde me condujo el conde, después de poner el pie en el primer peldaño de la
escalera, en donde se despidió de mí hasta el día siguiente y se retiró.
Cuando bajé a comer supe la
derrota de Waterloo, la fuga de Napoleón, la marcha de los ejércitos aliados
contra París y la probable vuelta de los Borbones. Estos acontecimientos, que
tenían suma importancia para el conde, no significaban nada para nosotros. La
noticia más importante para ella y para mi fue ésta:
—¡Tendrá usted hielo!
Muchas veces, durante el
último verano, había sentido no tener agua suficiente para mi que, bebiendo
otra cosa, la solía preferir helada, y a costa de infinitos trabajos e
importunidades había hecho construir una nevera.
Sabes muy bien que al amor
le basta una palabra, una mirada; una atención, al parecer ligera. Pues bien;
su acento, su mirada, su placer, me revelaron bien a las claras sus
sentimientos, como yo antes le había manifestado los míos por medio del juego;
pero no se redujeron a esto los testimonios de su cariño. Después de siete días
de mi llegada Enriqueta había recobrado su frescura, la salud, la alegría, la
juventud, y volvía a encontrar mi hermoso lirio embellecido, del mismo modo que
encontraba aumentados los tesoros de mi corazón.
Sólo en los espíritus
vulgares y en los corazones mezquinos puede debilitar la ausencia los
sentimientos, borrando los rasgos del alma, y amenguar las bellezas de la
persona amada. Para las fogosas imaginaciones, para los seres a cuya sangre
presta el entusiasmo más vida y calor, en quienes la pasión toma la forma de
constancia, ¿no produce la ausencia los mismos efectos que los tormentos que
afirmaban la fe en los mártires haciéndoles ver a Dios? ¿No hay en el corazón
deseos inocentes que dan más valor a las formas deseadas, mostrándolas
iluminadas por el fuego de los sueños? El pasado, recogido recuerdo por
recuerdo, se agranda, y el porvenir se muestra pletórico de vida y esperanzas.
Para los corazones en que abundan esos celajes eléctricos, la primera
entrevista es una especie de tempestad bienhechora que anima la tierra y la
fecunda, transmitiéndole las luces del rayo. ¡Qué dulce placer experimentaba al
ver que eran en nosotros estos afectos
y pensamientos recíprocos! ¡Con qué alegría contemplaba los progresos de la
felicidad de Enriqueta! Una mujer que revive bajo las miradas del hombre amado
da, quizá, una prueba de amor más grande que la que muere asesinada por la duda
o marchita como la flor por la falta de savia. No podría decirse cuál de las
dos es más conmovedora.
El rejuvenecimiento de la señora de Mortsauf fue tan natural como
los efectos del mes de mayo en los bosques, como los del sol y el agua en las
marchitas plantas. Como nuestro valle de amor, había pasado del invierno
Enriqueta y renacía como él con la primavera.
Antes de la hora de la
comida bajamos a la azotea, y allí, acariciando la cabeza del niño, me contó
las noches que había pasado a la cabecera del enfermo. En aquellos tres meses
había habitado como en un sombrío palacio, temiendo entrar en los departamentos
en que brillaba la luz, se celebraban fiestas que le estaban prohibidas, y a
cuyas puertas permanecía mirando con un ojo a su hijo y con el otro a un
fantasma indeciso, escuchando con sus oídos sus dolores y oyendo con el otro su
voz. Me recitó también algunas poesías que la soledad le había inspirado, tan
bellas como no las había escrito ningún poeta, pero en las que no había el más
mínimo vestigio de amor ni la más sencilla huella de voluptuosidad, ni ese
perfume oriental del sentimiento.
Cuando el conde se acercó a
nosotros, Enriqueta siguió en el mismo tono, a fuer de altiva mujer que puede
mirar a su esposo y besar sin rubor la frente de su hijo. Había tenido a
Santiago, durante noches enteras, bajo sus juntas manos, rogando a Dios por la
salvación de su vida.
—Solía ir—me dijo—hasta las
puertas del santuario a rogar a Dios por su vida.
Me refirió algunas visiones
que había tenido; pero en el momento en que pronunciaba estas sublimes palabras:
"Cuando dormía, mi corazón velaba", el conde la interrumpió diciendo:
—Entonces, has estado casi
loca.
Enmudeció Enriqueta, herida
de un dolor vivo, como si aquélla fuera la primera herida que había recibido,
como si no recordara que durante trece años aquel hombre no había cesado de
martirizarla. Ave sublime, sorprendida por aquel grosero grano de plomo, cayó
en una especie de abatimiento.
—Dígame—siguió diciendo
después de una breve pausa—¿nunca ha de obtener gracia una de mis palabras ante
el tribunal de su talento? ¿Jamás comprenderá mis ideas de mujer y se mostrará
indulgente conmigo?
Se detuvo. Aquel ángel se
arrepentía ya de sus murmullos, mirando su pasado y su porvenir. ¿Sería
comprendida? O, por el contrario, ¿no iría a sufrir un apóstrofe violento? En
las sienes latieron sus azuladas venas, sus ojos quedaron secos, sus azules
pupilas languidecieron, e inclinó la cabeza para no ver en mis ojos acrecentada
su pena, sus pensamientos adivinados, mi alma acariciar la suya, y, sobre todo,
la compasiva cólera de mi amor juvenil, dispuesto como un perro fiel a devorar
al que hiriera a su dueña sin tener para nada en cuenta la fuerza y clase del
agresor.
—¿Sigue siendo igual el
señor conde?— pregunté cuando se hubo alejado el señor de Mortsauf, que había
ido a reunirse con el picador.
—Igual—me contestó Santiago.
—Siempre excelente; hijo
mío—dijo Enriqueta, para sustraer al conde al juicio de sus hijos—, tú ves el
presente, pero no conoces el pasado, y por tanto no puedes juzgar a tu padre
con acierto. De todas formas, aunque veas que comete tu padre alguna falta,
exige el honor de la familia que guardes el más profundo silencio...
—¿Y como van las obras de la
Rhetorière y la Cassine?—dije para así variar la conversación.
—Muy bien—me contestó—. Concluidos
hace poco tiempo los edificios, tenemos arrendatarios excelentes, que han
tomado la una en cuatro mil quinientos francos, después de pagados los
impuestos, y la otra en cinco mil. Hemos plantado tres mil pies de árboles en
las dos nuevas posesiones: el pariente de Mannete está encantado con la
Rabelaye, y Martineau se ha quedado con la Baude. La hacienda de nuestros
cuatro arrendatarios consiste en prados
v bosques, a los que llevan, como hacen otros. colonos poco escrupulosos, los
abonos destinados a nuestras tierras de labor; por consiguiente, nuestros
esfuerzos han sido coronados por el éxito. Clochegourde, sin las reservas que
llamamos la hacienda del castillo, sin los bosques y los cercados, produce diez
y nueve mil francos, y las plantaciones hechas nos producirán, en adelante, una
buena renta. Ahora quiere dar nuestras tierras reservadas a Martineau, el
guarda, a quien su hijo reemplazará en este puesto, pues ofrece tres mil
francos si el señor conde le construye una granja en la Commanderie. Entonces
podríamos entregarle las tierras de Clochegourde y dar fin a la alameda
proyectada hasta el camino de Chinón, y así no tendríamos que cuidar más que de
las viñas y el arbolado. Si el rey, como así parece, vuelve, nosotros
volveremos a cobrar "nuestra pensión", y, después de algunos días de
lucha, el señor conde aceptará lo que le propone su mujer. De esta forma, la
fortuna de Santiago no podrá ser destruida. Una vez obtenido este resultado,
dejaré a mi esposo atesorar para Magdalena, a quien, según es costumbre, dotará
el rey. Mi misión quedará de esta forma concluida. ¿Y usted?
Le di cuenta de la misión
que me había traído a Francia, explicándole cómo sus consejos me habían sido
beneficiosos. Le pregunté si estaba dotada de doble vista para poder prever los
acontecimientos.
A lo que me contestó:
—¿No se lo escribí a usted?
Sólo en su obsequio puedo desarrollar esa rara facultad, de la que no he
hablado más que con mi confesor. Muchas veces, cuando las enfermedades de mis
hijos me hacían cerrar los ojos para no ver las cosas del mundo, penetraba en
otra región. Cuando veía a Santiago y a Magdalena envueltos en una aureola
luminosa, podía tener la seguridad de que mis hijos disfrutarían de buena salud
durante algún tiempo. Por el contrario, si los veía envueltos en neblinas, no
tardaban en ponerse enfermos. A usted, además de verle siempre brillante, oigo
una voz que me transmite lo que va usted a hacer.
—Déjeme creer—le dije—que no
hago más que obedecerla.
Sonrió.
—Cuando el rey
regrese—dijo—, deje Clochegourde y vaya a la Corte, porque si es innoble pedir
empleos, es ridículo el no aceptarlos. Los hombres de fidelidad probada le han
de ser necesarios al monarca, y usted no debe faltarle. Piense usted en mí.
Procúreme el placer de verle en una posición elevada, ya que para mi es como un
hijo.
—¡Como un hijo!—repetí con
tristeza.
—Ser un hijo—dijo ella
irónicamente—es ocupar un lugar de preferencia en mi corazón.
La campana del castillo
anunció la hora de la comida. Cogió Enriqueta mi brazo y se apoyó en él.
Cuando subíamos la
escalinata me dijo:
—Ha crecido usted.
Y luego, cuando estuvimos
arriba:
—Vamos a contemplar nuestro
valle.
Su dedo fue mostrándome las
sinuosidades de aquel encantado paraíso. La Naturaleza era el manto que
cobijaba sus pensamientos. Así fue como supe por qué el ruiseñor canta en la
noche y la rana croa en el pantano.
Por la noche presencié una
escena conmovedora que no había podido contemplar hasta entonces, porque me
quedaba jugando con el conde.
Cuando la campana sonó por
segunda vez, todas las personas de la casa acudieron presurosas.
Enriqueta dijo, cogiéndome
de la mano:
—Es usted nuestro huésped, y
tiene que adaptarse a las reglas del convento.
Nos siguió el señor de
Mortsauf.
Los condes, los niños, todos
se arrodillaron en sus sitios respectivos. Tocaba a Magdalena el turno de decir
la oración, y la niña la dijo con tonos ingenuos.
Fue aquella la oración más
conmovedora que he escuchado. Parecía como que la Naturaleza respondía a las
plegarias de la niña con los mil murmullos de la noche, que eran semejantes a
los de un órgano bien pulsado.
Mi imaginación, recordando
la vida patriarcal, hallaba grande aquella escena sencilla.
Los niños se despidieron de
su padre, y los criados nos saludaron. La condesa fue a acostar a sus hijos, y
yo me quedé solo con el conde.
Nos sentamos a jugar al chaquette.
La condesa tardó un rato en
venir a reunirse con nosotros.
—Esto es para usted—dijo,
poniendo el bastidor junto a la mesa de juego—. Mi obra ha adelantado poco,
porque entre este clavel y estas rosas estuvo Santiago enfermo.
—No hablemos ahora de
enfermedades—dijo el señor de Mortsauf—. Ahí tiene; usted el cinco-seis, señor
enviado del monarca.
Cuando me retiré a mi
habitación estuve un rato en silencio para w a Enriqueta ir y venir por su
alcoba.
A la una de la madrugada
bajé la escalera sin hacer ruido, llegué junto a su puerta y apliqué el oído a
la cerradura.
El frío me obligó a subir a
mi cuarto.
No sé a qué especie de
predestinación debo atribuir el placer que me proporciona el acercarme al borde
de los abismos. La hora que pasé en el umbral de su puerta, sin que ella lo
supiese, lloré de enojo.
Su virtud tan pronto la
ponía en duda como la respetaba; tan pronto la adoraba como la maldecía.
Al día siguiente fui a
buscar flores, y el conde elogió mi arte para combinar los ramos.
Durante los días que viví en
Clochegourde hice varias visitas a Fraspelle y comí con los señores de Chessel
en tres ocasiones.
El ejército francés ocupó
Tours, y la condesa me hizo marchar a París por el camino de Orleans.
Al despedirnos, lo mismo
ella que yo derramamos algunas lágrimas.
Le prometí escribirle todos
los días, refiriéndole los acontecimientos en que interviniera, y al oír esta
promesa me dijo:
—No olvide usted de
referirme nada, porque todo me resultará interesante.
Me dio algunas cartas para
los duques de Lenoncourt, en cuya casa me presenté al día siguiente de mi
llegada.
—¡Viene usted a tiempo—me
dijo el duque—. Comerá usted aquí, y me acompañará esta noche a palacio. El rey
ha dicho de usted esta mañana: "Ese joven es inteligente y fiel." Ha
lamentado ignorar si estaba usted o no vivo y adonde le habían conducido los
acontecimientos después de haber dado cumplimiento a la misión que se le encargó.
Aquella noche me hicieron
miembro del Consejo de Estado, y desempeñé junto a Luis XVIII una misión que
fue tan duradera como su reinado.
Enriqueta había vaticinado
bien. Me parecía que a ella se lo debía todo: placer, fortuna, ciencia y
felicidad. Ella era quien daba a mis anhelos la cohesión necesaria para que las
fuerzas de mi juventud no se malgastasen.
Después tuve un compañero.
Cada uno de nosotros
prestaba servicio durante medio año, y podíamos sustituirnos en el trabajo.
Teníamos habitación en
palacio y buena retribución cuando salíamos de viaje. Éramos los secretos
discípulos de un buen rey, a quien después hasta sus mismos enemigos habían de
hacer justicia.
Teníamos obligación de
examinarlo todo, lo mismo los asuntos interiores que los del exterior. Nuestro
porvenir satisfacía nuestra ambición.
Además del sueldo que tenía
como consejero de Estado, el rey me daba mil francos todos los meses de su
bolsillo particular.
Enriqueta, por mediación de
su tía la princesa de Blamont-Chauvry, me introdujo en sociedad, pues la
princesa me invitó a que frecuentara su casa.
Tuve la suerte de serle
agradable, y me trató con cariño, llegando a sentir por mí una ternura
maternal.
La princesa tuvo interés en
que intimara con su hija, la señora de Lespard, con la duquesa de Maufrigneuse
y con la vizcondesa de Beauseant.
Mi hermano Carlos, que
siempre me trató con despego, comenzó a mostrarse amable; pero mi rápido éxito
le inspiró una mala pasión que más tarde había de proporcionarme disgustos.
Mi padre y mi madre, envanecidos
por mi fortuna, se decidieron a considerarme como hijo. Pero como esa
consideración era falsa, no conmovió para nada mi corazón, porque el corazón
aborrece las cosas calculadas.
Conforme se lo había
prometido, escribía a Enriqueta, aunque esta no me contestara más que una o dos
veces cada mes.
Ninguna mujer lograba
cautivarme, y el rey, que conocía este desvío, me llamaba bromeando
"mademoiselle de Vandenesse". La sensatez de mi conducía resultaba
agradable al monarca.
Tuvo el monarca el capricho
de leer mis cartas, y ya no volvió a gastarme bromas sobre mi vida de señorita.
Estando un día escribiendo bajo el dictado del rey, llegó el señor de
Lenoncourt, que estaba de servicio, y al verle entrar Luis XVIII nos miró a
ambos con malicia.
—¿El señor de Mortsauf no
piensa en morirse?—le preguntó con aquella voz que tenía tan dispuesta para el
epigrama.
—Aún no—respondió el duque.
—A la condesa de Mortsauf me
agradaría verla en la Corte; pero como no puedo conseguirlo, mi canciller será
más feliz.
Dirigiéndose a mí, añadió:
—Concedo a usted seis meses
de licencia.
Me apresuré a ir a Turena.
Iba a presentarme a mi amada con el aspecto de un joven que sabía presentarse
en sociedad, y a cuya educación habían contribuido las damas de más tono, poniendo
en práctica las advertencias del ángel de la guarda más bello que Dios haya
puesto en la tierra.
Ya sabes cómo estaba
compuesto mi equipo en los tres meses que estuve en Fraspelle. Cuando volví a
Clochegourde después de la misión que el rey me confió, estaba vestido de
cazador, con una chaqueta abotonada de tela blanca, pantalón a rayas, polainas
y zapatos de cuero; pero como los obstáculos y el camino habían estropeado mi
indumento, el conde me prestó ropa blanca. Los dos años de estancia en París, la
costumbre de estar al lado del rey, me habían transformado tanto que estaba
seguro de poder ser el secreto sostén y la esperanza oculta de la más adorable
de las mujeres. Casi experimenté un poco de vanidad al resonar el látigo de los
postillones en la avenida nueva que desde el camino de Chinón conducía a
Clochegourde, y cuando se abrió una verja, para mí desconocida, en medio de una
cerca circular de reciente construcción. Queriendo sorprender a mi adorada
Enriqueta, no le había comunicado mi llegada, de lo que luego me arrepentí,
primero, porque sentí el sobrecogimiento que produce un placer esperado durante
mucho tiempo, y después, porque me probó que todas las sorpresas calculadas son
un gusto muy dudoso.
Cuando Enriqueta vio el niño
que ya había sido transformado en un hombre, bajó los ojos con un movimiento de
trágica lentitud, abandonó su mano y me la dejó besar, pero sin gran
complacencia, y cuando alzó el rostro para mirarme noté que se hallaba muy
pálida.
—Veo con gusto que no ha
olvidado usted a sus viejos amigos—dijo el conde, que no había cambiado nada.
Santiago y Magdalena se
abrazaron a mi cuello, y apareció en la puerta del castillo la figura grave del
abate Dominis, que era el preceptor de Santiago.
—No, querido conde—le
contesté—, y de hoy en adelante he de disfrutar de, seis meses de licencia cada
año, que espero pasar en compañía de ustedes.
Me volví para sostener a la
condesa, pasándole el brazo por la cintura a la vista de toda la familia,
diciendo:
—Y a usted, condesa, ¿qué le
sucede?
—Déjeme—me respondió
haciéndose atrás—; ya pasará; no es nada.
Contestando a su secreto
pensamiento, le dije:
—¿Es que no conoce ya a su
fiel esclavo?
Luego se apoyó en mi brazo
y, dejando al conde y a sus hijos, al abate y a los criados reunidos, me llevó
al jardín; pero siempre al alcance de sus miradas. Cuando le pareció que no
podían oírla, me dijo:
—Félix, mi buen amigo, tiene
que perdonar el miedo a quien no tiene más que un hilo para guiarse en un
subterráneo laberinto y se estremece al verlo roto. Dígame que sigo siendo para
usted Enriqueta, que no prevalecerá nada contra mí, que no ha de abandonarme,
que seguirá siendo mi íntimo amigo. De repente he leído en el porvenir, y usted
no estaba corno siempre en él, con el rosero brillante y los ojos fijos en mí;
usted me había vuelto la espalda.
—Enriqueta, ídolo de mi
vida, a quien profeso un culto para mí más sagrado que el de Dios; flor de mi
vida, ¿no sabe usted que estoy encarnado de tal forma a su corazón que, aunque
mi cuerpo se encuentre en París, mi alma sigue siempre aquí? ¿Tengo necesidad
de decirle que he hecho el camino en diez y seis horas, y que cada vuelta de
las ruedas arrastraba un mundo de pensamientos y de deseos que han estallado en
cuanto la he visto?
—Continúe usted; quiero
seguir oyéndole. Tan segura estoy de mi que puedo oírle sin faltar a mis
conyugales deberes. Dios no ha querido que muera y le envía a mi lado, como
sobre la árida tierra derrama la lluvia. Hable usted. ¿Su amor hacia mí no es
santo?
—Santo, Enriqueta.
—Pero ¿cree que me amará
siempre?
—Toda mi vida.
—¿Como se ama a la Virgen?
—Como a la Virgen María.
—¿Como a una hermana?
—Como a una hermana a quien
se ama entrañablemente.
—¿Como a una madre?
—Como a una madre deseada en
secreto.
—¿Sin esperanza? ¿Con
caballerosidad?
—Con caballerosidad, pero
con esperanza.
—¿En fin, como si aun
tuviera usted veinte años y vistiera el traje azul que llevó al baile?
—Más aún... Así la amo a
usted, y además...
Me dirigió una interrogadora
mirada, y añadí:
—Como la amaba su tía.
—Soy completamente feliz,
pues ha desvanecido usted todos mis errores—dijo, conduciéndome nuevamente al
lado de su familia, que se había sorprendido de nuestra secreta conferencia—;
pero aun siga siendo niño aquí, porque todavía es un niño. Si ante el rey tiene
que ser hombre, aquí tiene que ser niño. Como niño se le amará siempre. Al
hombre resistiré amarle; pero ¿qué he de negar al niño? Me es imposible dejar
de conceder a mi hijo todo lo que desee.
Y mirando al conde
maliciosamente, con el que nos habíamos reunido, dijo:
—Todos nuestros secretos nos
los hemos contado ya. Le dejo para ir a vestirme.
Había traído de París un
traje de caza para Santiago y un estuche de labor para Magdalena, algo parecido
al que tenia su madre, con cuyo obsequio creía reparar la mezquindad a que
había sido condenado en otro tiempo por la tacañería de mi madre. Los niños se
mostraban uno a otro sus regalos con gran alegría, lo que parecía molestar al
conde, que se disgustaba siempre que no se ocupaban de él. Por tanto, hice una
señal de inteligencia a Magdalena para poder seguir al conde, que tenía deseos
de hablarme de sí mismo. Me condujo a la azotea, deteniéndonos en la escalinata
a cada momento para contarme algún hecho importante.
—Ya lo ve usted, Félix—me
dijo—, todos son felices; sólo yo desentono en este .cuadro. Bendigo a Dios
porque sus males han pasado a mí. Antes yo no sabía cuál era mi padecimiento;
pero ahora ya sé lo que tengo: estoy enfermo del píloro y me es imposible
digerir.
—¿A qué se debe que ahora
sea usted tan sabio como un profesor de la Escuela de Medicina?—le dije
sonriendo—. ¿Es que su médico acaso ha cometido la indiscreción de...?
—¡Dios me libre de consultar
a los médicos!—dijo, poniendo de manifiesto la repulsión que sienten casi todos
los enfermos imaginarios.
Tuve que soportar una
desatinada conversación, en el transcurso de la cual me hizo las más ridículas
confidencias, quejándose de la condesa, de los niños y de la vida, sintiendo
verdadero placer en repetir los temas de todos los días a un amigo que, acaso
desconociéndolos, hubiera podido tomarlos en serio, y que a mí la cortesía me
hacía escuchar con un interés aparente solamente.
Pareció quedar satisfecho de
mí porque le prestaba una gran atención, tratando de penetrar aquel
incomprensible carácter y adivinar así los nuevos tormentos, de los que haría
victima a su esposa, y que Enriqueta me había ocultado.
El conde, al ver aparecer
a Enriqueta en el vestíbulo, movió la cabeza y me dijo:
—Usted me atiende; pero aquí
nadie me hace caso.
Marchóse, como si se diese
cuenta de que estorbaba.
Su carácter ofrecía esta
ciase de diferencias. Era celoso, como lo son todos los seres débiles; pero al
mismo tiempo tenía en su esposa una confianza sin límites.
Como Santiago se hallaba
dando la lección y Magdalena ocupándose de la toilette, pude pasear
durante una hora con la condesa por la terraza.
Le pregunté si su cadena se
hacia pesada.
Ella me contestó:
—Ya está usted aquí, y todo
lo doy al olvido.
En aquel momento me pareció
joven y alegre, y comprendí la dicha que se experimenta cuando se puede calmar
un dolor.
Y le dije:
—Lirio mío, siempre esbelto
sobre su talle, altivo, blanco y solitario...
—¡Basta, caballero!—me
interrumpió—. Hábleme de sus triunfos únicamente.
Le hablé de todo, porque
nada tenía que ocultarle. Enriqueta, al conocer mi probidad, me cogió una mano
y me la besó humedeciéndola con lágrimas
de alegría.
Y a mi me pareció que en
aquella actitud había un pensamiento fácil de interpretar: "Este es el amo
que yo hubiera deseado."
Y le dije:
—Usted me supera en todo.
¿Por qué ha dudado de mí hace un momento?
Ella me contestó con dulzura
inefable:
—No he temido por el
presente, sino por el porvenir. Al verle tan hermoso, me he dicho que nuestros
proyectos referentes a Magdalena los destruirá la mujer que adivine los tesoros
que hay escondidos dentro del corazón de nuestro Félix.
—¡Siempre
Magdalena!—exclamé—. ¿Entonces es a ella a quien soy fiel?
Ambos quedarnos en silencio,
hasta que el señor de Mortsauf vino a nuestro encuentro.
Me vi obligado a sostener
una conversación llena de dificultades, porque las opiniones sostenidas por el
rey diferían de las del conde, que me obligó a que le explicara, los proyectos
del monarca.
A pesar de mis preguntas
acerca de su hacienda, él volvía siempre al tema político. Enriqueta guardaba
silencio.
Para que acabase de una vez
aquella conversación, que por momentos se hacia peligrosa, tomé el partido de
no pronunciar más que monosílabos afirmativos a todo lo que exponía el conde;
pero éste vio lo que había de injurioso en mi actitud, y el rostro se le llenó
de arrugas y la mirada se le puso amarilla como el día que presencié su acceso
de cólera.
Enriqueta me dirigió una
mirada suplicante, y yo entonces tomé en serio las objeciones que el conde me
hacia y procuré rebatírselas manejando como mejor pude su obtusa inteligencia.
La condesa, cuando creyó que
había llegado el momento en que su intervención podía tener éxito, nos dijo:
—¿Saben, caballeros, que se
están poniendo fastidiosos con su política?
El conde cesó de hablar de
aquel tema, y nosotros procuramos aburrirle hablándole de cosas que no le
interesaban, por lo que él nos dejó en libertad de pasearnos, al retirarse
diciendo que le dolía horrorosamente la cabeza.
Se había constituido en
médico de sí mismo, consultaba los libros y le parecía tener todas las
enfermedades cuyos síntomas leía. A veces le molestaba el ruido, y cuando la
condesa ordenaba que hubiese silencio, se quejaba diciendo que aquello era
igual que estar dentro de una tumba.
Se desnudaba y se volvía a
vestir muchas veces al día, y no hacía nada sin haber consultado antes el
barómetro.
No encontraba ningún
alimento de su gusto, y la condesa perdía la esperanza de poder continuar manteniendo
el secreto de los síntomas de demencia de su esposo.
La condesa se había visto
precisada a señalar a sus hijos horas de comer distintas de las suyas, con
objeto de sustraerlos a la influencia del conde, aunque con aquello se echara
ella misma encima todas las tormentas.
Los niños, por tanto, veían
rara vez a su padre.
El conde parecía no tener
conciencia del mal que causaba, cosa común a todos los egoístas. En la
conversación confidencial que conmigo había tenido se había quejado de ser
demasiado bueno con los suyos.
Entonces me di cuenta de
dónde procedían aquellas arrugas que la condesa parecía tener buriladas en su
frente. A pesar de mis instancias, no pude arrancar a Enriqueta una completa
confidencia, porque las almas nobles están llenas de secretos pudores que las
ennoblecen más.
Aun con todo, no tardé en
averiguar toda la gravedad de los pesares que el conde causaba a todos los
habitantes de Clochegourde.
—Enriqueta—le dije algunos
días después—, me parece que ha cometido usted error al arreglar la hacienda de
forma que el conde no tenga nada en qué ocuparse.
A lo que me contestó:
—He estudiado toda ciase de
recursos, y todos los he agotado. He tratado de proporcionar a mi marido alguna
distracción, aconsejándole que instalara un criadero de gusanos de seda en
Clochegourde; pero después me he dado cuenta que sería tanto como encargármelo
a mi misma: una labor más sobre las que ya pesan sobre mi. Aprende cómo las
malas cualidades aprendidas durante la juventud las refrena la sociedad; pero
en la edad madura todos los defectos se manifiestan más terriblemente cuanto
más tiempo han estado reprimidos.
Las debilidades humanas son
reflejos de cobardía y no admiten ni paz ni tregua. Lo que obtuvieron un día lo
exigirán al siguiente, lo seguirán exigiendo siempre.
La fuerza es más clemente y
se somete ante la evidencia, mientras la pasión engendrada por la debilidad se
muestra implacable. Los débiles son como los niños, que prefieren las frutas
robadas a las que les sirven en la mesa.
Un mes después de mi llegada
a Clochegourde, una mañana, después de almorzar, la condesa me cogió por un
brazo y me condujo a los viñedos.
—¡Me matará!—exclamó—. Y yo
deseo vivir, aunque no sea más que por mis hijos. No puedo separarme de él,
porque me es imposible ir a decir a mi padre que después de quince años de
matrimonio no puedo vivir con e1 señor de Mortsauf. Además, las mujeres casadas
no tienen ni padre ni madre: tienen marido. Mi casta soledad me daba fuerzas,
vivía con tranquilidad, ya que la felicidad me es imposible. Si me priva de
esta tranquilidad, me volveré loca. ¿No es un crimen engendrar hijos condenados
perpetuamente al dolor? Mi conducta provoca un conflicto grave en él que no
puedo fallar, porque soy juez y parte. Mañana pienso ir a Tours a pedir consejo
a mi abate. Es imposible que usted adivine la salvaje tiranía que le han
sugerido las lecturas de libros de Medicina.
Reclinó la cabeza en mi
hombro, sin dar término a la confidencia.
Alzando, los ojos al cielo
dijo:
—Dios santo, ¿por qué me
castigas?
Estrechóme contra su
corazón, como si temiera perderme. Luego exclamó:
—Nadie puede resolver mis
dudas. Mi conciencia no me reprocha nada. ¿Por qué causa el alma no ha de
rodear a un amigo cuando solamente se .piensa en él castamente?
Yo la escuchaba
silenciosamente, con su mano trémula en la mía, que yo estrechaba fuertemente,
a la que Enriqueta respondía con igual fuerza.
—¿Están ustedes ahí?—se oyó
decir al conde, que venía hacia nosotros con la cabeza descubierta.
El señor de Mortsauf se
obstinaba en interrumpir nuestras conversaciones, quizá porque esperaba encontrar en ellas algunas
distracciones o porque temiera que la condesa me contara sus penas, o quizá
también porque se sintiera celoso de un placer de que él no participaba.
—¡No me deja en paz!—exclamó
Enriqueta desesperada—. Vamos a ver las viñas, y así conseguiremos vernos
libres de él. Agachémonos para pasar el seto, y así no podrá vernos.
No tardamos en llegar a un
pequeño bosque de almendros.
—Amada Enriqueta—le dije—,
usted me ha conducido sabiamente por el mundo; pero ahora me va a permitir que
la dé yo, en cambio, algunas instrucciones para poner término al duelo en que
sucumbirá usted infaliblemente. No luche más tiempo con un loco.
—¡Silencio!—me aconsejó.
* * *
Vi cómo las lágrimas afluían
a sus ojos, y le dije:
—Escúcheme. Después de haber
sostenido una de esas conversaciones que por amor hacia usted me veo en la
precisión de soportar, noté que la cabeza se me ponía pesada. El conde lleva,
con su machaconería, la duda a mi espíritu, y he sacado la consecuencia de que
las monomanías son contagiosas. La paciencia de usted es enternecedora; pero no
la librará del contagio. Por los niños, por usted misma, debe cambiar de
táctica. Su complacencia hace que el egoísmo del conde aumente. Opóngale una
voluntad recta y terminante. Haga uso de su poder, de la misma manera que él lo
hace del suyo. Enciérrele moralmente, como se encierra a los locos en las
celdas.
—Amigo—me contestó
Enriqueta—, sólo una mujer que no tuviera corazón podría hacer lo que usted
dice. Sé sufrir; pero todavía no he aprendido a hacer sufrir a los demás.
—Déjame que te adore, mujer
tres veces santa—exclamé arrodillándome ante ella.
La condesa alzó los ojos al
cielo y murmuró:
—¡Cúmplase la voluntad divina!
—¿Sabe usted que el rey ha
preguntado a su padre cuándo se va a morir el señor de Mortsauf?
—Esas palabras, que en boca
del rey son solamente una broma, en las nuestras resultaría un crimen.
A pesar de las precauciones
que habíamos tomado, el conde, que venía siguiéndonos la pista, nos dio alcance
bajo un nogal donde su esposa se había detenido. Yo cambié de conversación al
instante, e ignoro si el señor de Mortsauf sospechó o no lo que estábamos
hablando.
Después de una charla
insignificante, se quejó él de que le dolían el corazón y la cabeza; pero sin
exagerar su mal, como solía hacer en otras ocasiones.
Al entrar en casa dijo que
se sentía peor y se metió en la cama.
Salimos ella y yo a la
terraza, acompañados de Magdalena.
—Vamos a ver pescar al
guarda—dijo la condesa.
Montamos en la barca y
remontamos lentamente el río.
La alegría de la niña era
bulliciosa y seductora.
Para describirte aquella
hora te diré que nos amábamos en todos los seres y en todas las cosas que
estaban a nuestro alrededor.
La condesa sé quitó los
guantes y metió las manos en el agua.
—¿Dónde están pescando?—le
pregunté.
—Cerca del puente—me
contestó—. Ahora el río es nuestro desde Rúan a Clochegourde.
—Quisiera que todo el valle
fuera de usted.
Enriqueta me contestó con
una sonrisa.
Cerca des puente había
algunos hombres pescando.
—¿Qué tal,
Martineau?—preguntó ella.
—Llevamos tres horas, señora
condesa, y todavía no hemos pescado nada.
Abordamos para ver el último
golpe de red y nos colocamos a la sombra de un álamo blanco.
La condesa se había
tranquilizado, y estoy seguro que en su interior se lamentaba de haberse
quejado como Job, en lugar de haber llorado como María Magdalena.
La red que recogieron en su
presencia estaba llena de anguilas, de truchas y de barbos que saltaban sobre
las hierbas.
Los criados miraron
mudamente a aquella mujer, que parecía un hada que hubiera tocado las redes con
su varita de virtudes. En aquel momento apareció el picador atravesando a
galope la pradera. Al verle la condesa se estremeció, temiendo que a su hijo le
hubiera sucedido alguna desgracia.
—¿Dónde está
Santiago?—gritó.
El picador repuso:
—Señora condesa, el señor
conde se ha puesto peor.
Enriqueta tardó poco en
llegar a Clochegourde. Yo caminaba lentamente. Durante la excursión por el río
me había hecho la ilusión de ser e! preferido; pero entonces me di cuenta de
que el amante que no lo es todo, no es nada. Si Enriqueta amaba, no
conocía los tormentos
del amor. Yo no era el
principio, sino un detalle únicamente de su vida.
Considerándome un rey
destronado, me preguntaba cómo podría reconquistar mi reino.
La indisposición del conde
se agravó en unas horas. Fui a buscar a Tours al señor Origet, médico de fama,
que no pudo ir a Clochegourde; pero se quedó allí toda la noche y todo el día
siguiente.
Creyó de urgencia hacer al
enfermo una sangría; pero se había olvidado de llevar la lanceta.
Fui a Azay con un tiempo
espantoso, desperté al cirujano y le obligué a que me siguiera a Clochegourde.
Diez minutos de pérdida de tiempo, y el señor de Mortsauf hubiera fallecido. La
sangría le salvó; pero, a pesar de aquel éxito, el médico diagnosticó una
inflamatoria fiebre peligrosa.
La condesa, sin alientos
para darme las gracias por todas las molestias que me había tomado, me miraba
de una manera que equivalía al beso.
Enriqueta, con los brazos
caídos, se hallaba arrumbada en un sillón de aquel cuarto, que parecía la cueva
de un jabalí.
Al día siguiente el médico
le recomendó que descansara, porque la enfermedad de su esposo sería larga.
—No es posible
descansar—dijo—. Nosotros solos le cuidaremos.
Y añadió fijando en mí la
mirada:
—Tenemos el deber de
salvarle.
Al oír esto el médico nos
miró con asombro, porque aquella frase hacia sospechar un atentado frustrado.
Prometió volver dos veces a la semana, e indicó al cirujano el plan que había
de seguir.
* * *
Con la idea de que Enriqueta
descansara por lo menos cada dos noches, le rogué que me permitiera velar al
conde alternando con ella, con lo que, no sin trabajo, logré que se acostara a
la tercera noche.
Cuando todos los habitantes
del castillo dormían, oí en el cuarto de la condesa un gemido. Dominado por la
curiosidad, entré en su .cuarto y la vi arrodillada frente a un crucifijo, a
tiempo que decía:
—¡Dios mío! Si ese es el
precio de un lamento, no me volveré a lamentar en mi vida.
Volvióse al oírme entrar y
me preguntó:
—¿Le abandona usted?
—No; pero la oí llorar y
tuve miedo...
—Me encuentro bien—me dijo.
Queriendo asegurarse de que
su esposo dormía, bajamos y aproximamos al lecho un quinqué.
El conde, más que dormido,
se hallaba debilitado por la pérdida de sangre y tenía las manos agarrotadas a
las sábanas.
Entonces me dijo Enriqueta:
—He oído decir que esto es
síntoma de muerte. ¡Juro que si muere de esta enfermedad, que nosotros hemos
provocado, no volveré a casarme!
—He hecho lo que he podido
por salvarle—le dije.
—Si, ya sé que es usted
bueno. Yo soy la única culpable.
Se inclinó sobre su esposo,
le secó el sudor y le besó santamente. Yo, sin embargo, tuve una alegría
secreta porque comprendí que aquella caricia era como una expiación.
El conde dijo con voz débil:
—Blanca, tengo sed.
Le llevó un vaso con agua.
—Enriqueta—le dije—, váyase
a dormir. Se lo ruego.
—Nada de Enriqueta—me dijo
con precipitación.
—Acuéstese para no caer
enferma. El y sus hijos necesitan de usted.
Se retiró, recomendándome al
enfermo.
Cuando volvió el médico le
expuse los infundados remordimientos de la condesa, y aquella confidencia
desvaneció las sospechas del señor Origet.
El conde estuvo cincuenta y
dos días luchando con la muerte. Por tanto, Enriqueta y yo turnamos veintiséis
noches cada uno.
El señor de Mortsauf debió
su salvación a nuestros cuidados.
Enriqueta exhalaba un
perfume celestial, y a su lado no cabían deseos reprobables, porque no sólo
simbolizaba la felicidad, sino también la virtud.
Viéndonos tan atentos y tan
cuidadosos, el doctor nos miraba con una piedad que parecía querer decir:
"Estos son los verdaderos enfermos, aunque oculten su enfermedad y hagan
por no acordarse de ella."
El señor de Mortsauf no se
quejaba nunca y manifestaba una maravillosa obediencia, al revés que cuando se
hallaba sano, que pasaba el día haciendo cientos de observaciones. El secreto
de aquella actitud estribaba en el horroroso pánico que tenía a la muerte.
¿Creerás, Natalia, que
aquellos días y el mes que los siguió fueron los más felices de mi vida?
El amor es en los espacios infinitos del alma lo que es el río en un hermoso valle, los arroyos y los torrentes, en los que caen las flores, los árboles, las rocas más altas y los guijarros de la orilla: aumentan tanto su caudal las tempestades corno el lento tributo de las fuentes claras. ¡Todo se relaciona con el amor cuando se ama!
Cuando hubo pasado el primer peligro, la condesa y yo fuimos familiarizándonos con la enfermedad. A pesar del continuo desorden en los cuidados que el conde exigía, su habitación, que estaba tan sucia, pronto se arregló y quedó todo limpio. En seguida nos encontramos como dos personas abandonadas en una isla desierta, porque no solamente aíslan las desgracias, sino que imponen silencio a las mezquinas conveniencias sociales. Por otra parte, el interés del enfermo nos obligaba a tener muchos puntos de contacto que ninguna otra circunstancia había autorizado. ¡Cuántas veces se encontraron nuestras manos al prestar algún cuidado al conde! ¿No estaba yo obligado a ayudar a Enriqueta? Frecuentemente, obligada por una necesidad como la del soldado que está de centinela, se olvidaba de comer, y entonces yo le servía el alimento, que tomaba de prisa. Era una escena de niños al borde de una tumba entreabierta. Yo le daba los medicamentos que aliviaban al conde y me confiaba otras pequeñas tareas.
Mientras fueron pasando los primeros días, en que la intensidad del peligro ahogaba las sutiles distinciones que caracterizaban los hechos de la vida ordinaria, se despojó Enriqueta de esa especie de decoro que todas las señoras, hasta las más sencillas, observan en las palabras y en las miradas cuando no están solas, y que no es más que la afectación del descuido. En las tinieblas del amanecer se presentaba ante mí con el traje de mañana que me dejaba entrever los seductores tesoros de belleza, que yo en mis locas esperanzas casi consideraba míos. Y aunque se mantuviese altiva y majestuosa, no por eso dejaba de ser familiar.
Por otro lado, mientras duró el peligro, éste quitó toda significación apasionada a las interioridades de nuestra intima unión, y cuando hubo reflexionado, le pareció que quizá fuera un insulto el cambiar de maneras.
Nos fuimos, pues, familiarizando insensiblemente con la situación, y se mostró noblemente confiada, tan segura de mí como de sí misma. Fui penetrando más en mi corazón, y la condesa volvió a ser mi Enriqueta, que se hallaba obligada a amar más a quien hacia esfuerzos por ser su segunda alma.
Muy pronto no tuve que esperar su mano, que siempre abandonaba a la primera mirada de súplica, pudiendo igualmente contemplar con embriaguez las bellas líneas de sus formas en las largas horas que velábamos el sueño del enfermo. Las pequeñas voluptuosidades que nos concedíamos, las tiernas miradas, las palabras dichas en voz baja para no despertar al conde, los temores, las esperanzas dichas y repetidas, en fin, los mil acontecimientos de la fusión de almas separadas durante largo tiempo, se desataban sobre las dolorosas sombras del cuadro que nos rodeaba.
En aquella prueba terrible, a la que no suelen resistir los afectos más vivos, que perecen bajo el hábito de verse de continuo, y que separan sintiendo la cohesión constante en que se encuentra, posada o ligera la carga de la vida, llegamos a conocer por completo nuestras almas.
Ya sabes los estragos que produce la enfermedad del jefe de una familia; qué paralización en los negocios; qué desorden en todo: parece que la vida, turbada en él, entorpece los movimientos de la familia y de la casa. Aunque todo se hallaba a cargo de la condesa, el señor de Mortsauf era necesario, al menos, para las exteriores relaciones él era el que hablaba con los arrendatarios, cobraba las rentas y se entendía con los agentes de negocios, pues él era el cuerpo, como la condesa el alma. Me constituí en su mayordomo, para que pudiera cuidar al conde, sin ningún peligro para sus intereses; ella aceptó mis servicios de la forma más sencilla, sin darme siquiera por ello las gracias.
Aquellos cuidados repartidos, aquellas órdenes transmitidas en su nombre, fueron una comunicación más entre los dos. Por las tardes, en su habitación, hablábamos con frecuencia de los niños y de intereses, y aquellas conversaciones fomentaban la esperanza de nuestro efímero matrimonio. ¡Cómo me dejaba Enriqueta hacer el papel del marido, ocupar su lugar en la mesa y dar instrucciones al guarda!
El conde, anulado por la enfermedad, no ejercía la menor influencia en su mujer, y la condesa, dueña de sí, pudo hacerme objeto de sus cuidados. ¡Qué alegría experimenté al descubrir en ella el pensamiento de revelarme el valor inapreciable de su persona y de sus cualidades, haciéndome conocer el cambio notable que en ella se operaría si tuviera la suerte de ser comprendida! Aquella flor, cerrada incesantemente en la fría atmósfera del hogar, se abría al influjo de mis miradas y sólo para mí, y había en ella tanta complacencia al desplegarse que era imposible no ver la secreta influencia del amor. Hasta en los más insignificantes detalles de mi vida me, demostraba que yo estaba siempre en su pensamiento.
La mañana en que había pasado la noche al lado de la cabecera del enfermo me acostaba tarde; se levantaba Enriqueta antes que las demás personas del castillo, imponiendo a todos el silencio más absoluto. Magdalena y Santiago se iban a jugar lejos; empleaba la condesa todas las supercherías imaginables para tener el derecho de poner la mesa para mí; y después me servía con movimientos alegres, con las mejillas llenas de rubor y temblándole la voz. ¿Pueden, acaso, estas expresiones del alma descubrirse?
Se sentaba algunas veces rendida por el cansancio; pero si en aquellos momentos se trataba de mí o de los niños, volvía a encontrar nuevas fuerzas y se levantaba, ágil y alegre, complaciéndose en mostrar su ternura. ¡Ay, Natalia! Algunas mujeres participan en la tierra de los privilegios de los espíritus divinos, y, al igual que ellos, esparcen la luz, como San Martín, el desconocido filósofo, decía que es melodiosa y perfumada.
Enriqueta, segura de mi discreción, levantó la pesada cortina que nos ocultaba el porvenir, dejándome ver dos mujeres: aquella encadenada que me había seducido, y aquella otra libre que debía eternizar mi amor. ¡Cuán diferente una de otra!
El señor de Mortsauf era el bengalí transportado a la fría Europa, colocado tristemente en su percha, moribundo y mudo en la jaula del naturalista; Enriqueta era el mismo pájaro de vivos colores que canta poesías en la espesura de las orillas del Ganges, volando de rama en rama, entre las flores de un hermoso rosal. Su belleza fue en aumento; se reavivó su inteligencia. Aquel continuo fuego de nuestras almas era un secreto que guardábamos con mucho cuidado, porque el ojo del abate Dominus inspiraba a Enriqueta mucho más miedo que el del conde; pero sentía un gran placer dando a sus pensamientos giros ingeniosos, ocultando su alegría bajo el disfraz de la broma y encubriendo su ternura con el brillante manto de la gratitud.
—Nuestra amistad la hemos sometido a rudas pruebas, Félix, y ya podemos permitirnos las libertades que concedemos a Santiago, ¿no es cierto, señor abate?—decía en la mesa.
El severo abate dibujaba una sonrisa de hombre piadoso que lee en las almas y las encuentra puras; además, la condesa inspiraba al abate el respeto y la admiración que se siente por los ángeles.
En cincuenta días, dos veces rebasó la condesa los limites en que se encerraba nuestro afecto; pero aquellos dos sucesos quedaron envueltos en el velo que no se levanta más que el día de las confesiones supremas. Una mañana, al comenzar la enfermedad del conde, en el instante en que la condesa se arrepentía de haberme tratado severamente negándome los inocentes .privilegios que concedía a mi casta ternura, yo la estaba esperando para que me sustituyese en el cuidado del paciente; fatigado en extremo, me había dormido con la cabeza apoyada en mi mano, y desperté de pronto al sentir en la frente una frescura comparable a la que me hubiera parecido el contacto de una flor. A tres pasos de mí se hallaba Enriqueta, que me dijo:
—Félix, ya estoy aquí.
La estreché la mano cuando me retiraba, y como me pareció que estaba húmeda y temblorosa, le pregunté:
—¿Sufre, Enriqueta?
—¿Por qué me lo pregunta?—me contestó.
Enrojecido y confundido, la miré y dije:
—He soñado.
Una tarde, durante una de las visitas del señor Origet, que había anunciado la convalecencia del conde, yo me había sentado en los escalones de la galería con Magdalena y Santiago y nos entreteníamos con un juego infantil. El conde dormía, y mientras le aparejaban el caballo, el médico hablaba en el salón con la condesa en voz baja. El señor Origet se marchó sin que yo le viese, y cuando lo hubo acompañado, Enriqueta se apoyó en la ventana, desde la que nos contempló durante largo rato sin que nosotros nos hubiéramos dado cuenta.
Era una tarde de esas cálidas en que el cielo toma cobrizos matices y el campo envía mil confusos rumores. Agonizaba el último rayo de sol en los tejados, perfumando las flores el ambiente y oyéndose a lo lejos el sonido de los cencerros del ganado que regresaba al establo. El silencio de aquella hora nos había dominado y poníamos cuidado en sofocar nuestros gritos por no despertar al señor de Mortsauf. Oí de repente la contracción de un suspiro violento reprimido, llegué corriendo al salón y hallé a la condesa sentada en el hueco de la ventana con el rostro cubierto por un pañuelo; reconoció mis pisadas, y con un ademán me hizo seña de que la dejase sola. Me acerqué con el corazón penetrado de dolor, y a pesar de su resistencia, retiré el pañuelo...
¡Estaba llorando! Antes de que yo pudiera decir nada, corrió a su habitación, de la que no salió hasta la hora de la oración.
La llevé a la terraza y le rogué me confiara la causa de su emoción; ipero afectando la más encantadora alegría, la justificó con la buena noticia que le había dado el señor Origet.
—Enriqueta—le dije—, usted ya sabía eso cuando lloró. Entre nosotros una mentira es una monstruosidad. ¿Por qué me impidió enjugarle las lágrimas? ¿No me pertenecían?
—Pensaba que esta enfermedad ha sido para mi un descanso en el dolor—me dijo—. Ahora que no tengo que temblar por el .conde, es por mi por quien tiemblo.
Ella lo había dicho. El restablecimiento del conde se fue anunciando por el retorno a sus caprichos y rarezas; empezó diciendo que ni yo ni la condesa ni el médico sabíamos cuidarle, que todo lo ignorábamos, su temperamento y su enfermedad, sus dolores y los remedios convenientes. A su parecer, el señor Origet, le curaba de alteración de los humores, cuando sólo debía haberse ocupado del píloro. Un día, mirando maliciosamente, como si nos hubiera expiado, dijo sonriendo a su esposa:
—Anda, querida, confiésalo. Si me hubiese muerto, lo habrías sentido, pero pronto te hubieras resignado.
—Hubiera llevado el luto de corte, rosa y negro—dijo riendo la condesa para que callara.
A causa del alimento, que el doctor había limitado, oponiéndose a que el convaleciente satisficiera por completo su apetito, provocó violentas escenas y disputas que no podían siquiera compararse con las pasadas, pues el carácter del conde se manifestaba entonces más temible, puesto que parecía había estado durmiendo. La condesa decidió oponer resistencia a la demencia y a los gritos, tratando al conde como un niño, acostumbrándole a dominarle apoyada en las recomendaciones del médico. Por fin, tuve la suerte de ver que había adquirido dominio sobre aquel enfermizo espíritu: gritaba el conde, pero obedecía, y cuanto más había gritado, obedecía mejor.
A pesar de los resultados obtenidos, Enriqueta lloraba algunas veces ante el espectáculo de aquel descarnado anciano, débil, de frente amarilla, como la hoja próxima a caer, de manos temblorosas y ojos hundidos; se reprochaba sus durezas y algunas veces no podía resistir el júbilo que brii!aba en los ojos del conde cuando, prolongando la coaida, coilirariaba las prescripciones del médico. Cuanto más dulce había sido para mí, más dulce y cariñosa se mostraba para él; pero con todo, advertí diferencias que me llenaron de alegría. Algunas veces se veía obligada a llamar a los cnaaos para que sirvieran al conde cuando los capric;ius de teais se sucedían con excesiva rapidez, y decía no ser comprendido.
La condesa hizo decir una misa, dando gracias a Dios por el restablecimiento del conde, y solicitó mi brazo para que la acompañara a la iglesia; la acompañé, pero mientras el acto religioso se celebraba, fui a visitar a los señores de Chessel. A mi regreso quiso reñirme.
—Enriqueta—le dije—, soy incapaz de cometer una falsedad. Yo puedo arrojarme al agua para salvar a un enemigo que se está ahogando, ofrecerle mi capa para que se abrigue, hasta perdonarle, pero sin olvidar la ofensa.
No me respondió la condesa.
—Usted es un ángel, y puede dar gracias a Dios—añadí—; la madre del príncipe de la Paz fue salvada de las manos del populacho furioso, que intentaba asesinarla, y cuando le preguntó la reina: ¿"Qué hacia usted entretanto?" "Oraba por ellos", respondió la noble dama. Así es la mujer; pero yo soy hombre, y por tanto, imperfecto.
—¡No se calumnie usted!—me dijo, moviendo, mi brazo con violencia— ¡Quizá valga más que yo!
—Sí—respondí—; porque daría la eternidad por un solo día de felicidad; en cambio usted...
—¿Yo?—me dijo, mirándome con altivez.
Me detuve, bajando la vista para no ser herido por el rayo de su mirada.
—¡Yo!—repuso—. ¿De qué "yo" habla usted? En mí hay muchos "yos". Santiago y Magdalena son uno de mis “yos"—dijo señalando a sus hijos—. Usted, Félix, ¿cree que soy egoísta?—dijo con delirante acento—. ¿Me cree capaz de sacrificar la eternidad para premiar al que me sacrifica la vida? Este pensamiento es horrible y completamente opuesto a los sentimientos religiosos. Una mujer degradada, ¿puede acaso levantarse? ¿Puede absolverla la felicidad de que disfrutó? Contestará usted bien pronto a estas preguntas. Al fin le confío mi secreto: me ha conmovido con frecuencia esa idea, la he expiado con duras penitencias, y ella sólo es causa de las lágrimas de anteayer, de las cuales usted me pidió cuenta.
—No dé usted excesiva importancia a cosas que las mujeres vulgares colocan muy altas y que usted debería...
—¿Acaso se la da usted menos?—me interrumpió.
"Pues bien—añadió—, habría cometido la cobardía de abandonar a ese desgraciado anciano, cuya vida soy; pero, amigo mío, estas dos débiles criaturas que están delante de nosotros, tendrían que permanecer al lado de su padre. ¿Y cree usted, contésteme sinceramente, que podrían haber vivido tres meses bajo el dominio de ese hombre? ¡Si sólo se tratara de mi al faltar a mis deberes!... Pero mi falta, ¿no equivaldría a condenar a muerte a esos dos niños? Seguramente morirían. ¡Dios mío! ¿Por qué hablamos de esto?... ¡Cásese... y déjeme morir en paz!
Estas palabras las pronunció con un tan amargo acento, que ahogó por completo mi pasión.
—Usted se quejó allá arriba, bajo aquel nogal—le dije—, y yo he exhalado mis quejas bajo estos álamos. Esto es todo. Guardaré silencio en adelante.
—¡Sus generosidades matan!—dijo levantando los ojos al cielo.
Llegamos a la terraza, en donde se hallaba el conde tomando el sol, sentado en un sillón. El aspecto de aquel descarnado rostro, apenas animado por una débil sonrisa, apagó las llamas que habían brotado de las cenizas. Me apoyé en la balaustrada contemplando el moribundo colocado entre los dos hijos, siempre enfermizos, y la esposa, pálida por las vigilias, enflaquecida por los excesivos trabajos, por los sobresaltos, y quizá también por las alegrías de aquellos dos terribles meses, cuyas mejillas estaban enrojecidas por la reciente escena.
Contemplando aquella familia, rodeada por trémulos follajes, sentí que en mi interior se desataban los lazos que unían al cuerpo el alma. Experimenté por primera vez en mi vida ese malestar moral que, según se asegura, llegan a conocer los más robustos combatientes en lo más rudo de la pelea; esa especie de locura fría que acobarda al hombre de más valor; al incrédulo hace devoto, y que nos hace indiferentes para todo, aun para el amor y el honor, porque la duda nos quita el conocimiento de nosotros mismos y hasta el apego a la vida. ¡Qué desgraciadas las criaturas nerviosas a quienes la riqueza de su organización entrega indefensas a un genio fatal y desconocido! ¿Quién podrá juzgarlas? Comprendo que el joven audaz que ponía, ya las manos sobre el bastón de los mariscales de Francia, tan hábil negociador como capitán intrépido, pudiera adivinar al asesino inocente que yo vislumbraba. ¿Podían tener semejante fin mis deseos, entonces coronados de rosas? Espantado tanto por la causa corno por el efecto, preguntaba, como lo hiciera el impío, dónde estaba la Providencia, siéndome imposible reprimir las lágrimas que acudían a mis ojos.
—¿Qué te pasa, Félix?—me preguntó Magdalena.
Enriqueta terminó de disipar los negros nubarrones que me rodeaban como un sol, pues eso fue para mí su mirar solicito.
En aquel momento llegó el picador, llevándome de Tours una carta, que me hizo dar un grito de sorpresa. Aquella carta estaba sellada con el timbre real.
El Rey me llamaba.
Di la carta a Enriqueta, que la leyó.
—Se marcha—dijo el conde.
—¿Qué será de mí?—murmuró Enriqueta.
Cuando nos quedamos solos le rogué me confesara su pensamiento.
—No tengo ninguno—me contestó.
Luego me llevó a su gabinete, me hizo sentar en el sofá, abrió un cajón del tocador y arrodillándose me dijo:
—Vea los cabellos que se me han caído en un año. Son suyos, se los doy. Algún día sabrá cómo y por qué.
Posé con enternecimiento mis labios en su frente. Ella me preguntó con su voz más dulce y melodiosa:
—¿No me odia ya?
Partí cuando anochecía,
Enriqueta me acompañó un rato por el camino de Fraspelle.
Nos detuvimos al llegar al nogal. Yo se lo enseñé y le dije cómo la había visto desde allí cuatro años antes.
—¡Qué hermoso cataba entonces el valle!—le dije.
—¿Y ahora?—preguntó.
—Ahora está usted junto al nogal y el valle es nuestro.
Nos despedimos. Enriqueta subió a su coche con su hija y yo subí al mío.
Trabajo apremiante absorbió un París mi atención. A la señora de Mortsauf continuaba enviándole mi diario todas las semanas.
Mi pasión, que evocaba la época de los caballeros andantes, fue, no sé de qué forma, conocida. En los salones aristocráticos se me hacía objeto de una molesta atención. Las mujeres se mostraban benévolas conmigo y la sociedad amable. Después del matrimonio del duque de Berry, la corte había recuperado su fausto.
La ocupación extranjera sabía cesado y se reanudaron las fiestas francesas.
A los cinco meses de haber abandonado Clochegourde, en pleno invierno, Enriqueta me escribió una carta, en la que me comunicaba la noticia de que su hijo estaba grave, y que, aunque fuera de peligro, e1 médico había ordenado que se adoptaran grandes precauciones en lo referente al pecho, palabras éstas que habían oprimido su corazón de madre.
Apenas Santiago había entrado en la convalecencia, cuando le tocó el turno a Magdalena. Abatida por la fatiga que le había causado la enfermedad de su hijo, la condesa se encontraba sin fuerzas para cuidas de la pequeña. Por otra parte, estaba sometida a la tiranía del conde, que aprovechándose de las circunstancias, había recuperado el terreno perdido.
He aquí lo que me decía:
"Cuando necesito toda mi fuerza para cuidar de mis hijos, ¿cómo la he de emplear en defenderme de mi esposo? Me fastidia la vida. Ningún golpe puede herirme cuando veo inmóvil, en la terraza, a mi Santiago, cuya vida parece habérsele concentrado en los ojos, hundidos en el rostro como los de los ancianos; ¿cómo puede herirme, repito, ningún golpe, si veo a Magdalena, antes tan linda y cariñosa, delgada y débil, mirándome de una manera que parece que va a darme el último adiós?
"A pesar de mis esfuerzos me es imposible distraer a mis hijos; los dos me sonríen, pero es a fuerza de mimos.
"El señor Mortsauf reina en señor y dueño en Clochegourde.
"Debe usted, amigo mío, amarme mucho, para amarme todavía..."
* * *
En aquellos momentos en mi alma vivía dentro de la suya, una de esas ilustres señoras británicas que son casi soberanas.
Era inmensamente rica y estaba casada con uno de los ancianos más influyentes en su país. Tenía todas las condiciones necesarias para que su belleza destacase y fue el ídolo del día; ídolo que ejerció tanta influencia en la sociedad francesa, porque tuvo lo que afirmó Bernadette que era necesario para el triunfo: "La mano de hierro dentro del guante de terciopelo."
Ya conoces la forma de ser de los ingleses.
Consideran la humanidad como un hormiguero sobre el que ellos pisan. No conocen más personas que las que ellos admiten y el lenguaje de los demás no lo entienden, porque para el inglés el lenguaje de los otros son labios que articulan y ojos que miran, pero las ideas no llegan a ellos.
Las fortificaciones levantadas frente a una mujer inglesa, le prestan encanto irresistible. Ningún pueblo ha hecho a la mujer casada tan hipócrita como el británico. Deliberadamente la ha colocado entre la muerte y la vida social. No hay para ella zonas intermedias entre el honor o la vergüenza. O todo o nada; o la falta es completa o no es falta.
Es el "Te Be, Or Not Te Be" de Hamlet.
Esta alternativa hace de la mujer inglesa el ser más acarrado del mundo. Es una criatura virtuosa a la fuerza y dispuesta a depravarse con continuas mentiras; pero deliciosa en cuanto a su bella manera de conducirse, porque el pueblo inglés todo lo sacrifica a la manera de conducirse del individuo.
A ti nada nuevo puedo decirte de esas blancas sirenas, aparentemente impenetrables, a quienes los placeres hastían y cuya alma parece no tener más que un tono... Ya conoces la causa de esta afirmación. Mi aventura con la marquesa de Dudley fue tristemente célebre.
Habiendo sido reprimidos tan violentamente los deseos en mi juventud, la imagen de Enriqueta, que sufría un lento martirio en Clochegourde, me bastaba para ponerme al margen de las fáciles seducciones.
A esta fidelidad debí el que Miss Arabella se fijara en mí. La regularidad de la existencia inglesa les hace que se inclinen hacia lo difícil y hacia lo novelesco.
No puedo definir bien su carácter.
Cuando más frío desdén manifestaba, más apasionada estaba, y esta lucha de la que ella se vanagloriaba, provocó la curiosidad de los concurrentes a los salones, lo que fue para ella algo que le impuso el triunfo como una obligación.
Me habría salvado si entonces algún amigo me hubiese repetido la frase que el señor Mortsauf dijo un día delante de Enriqueta y de mí: "Me fastidian los suspiros de los tórtolos."
Sin que esto sea pretender justificarme, te diré, Natalia, que el hombre tiene para resistir a la mujer menos recursos que la mujer para resistir al hombre: La costumbre ¡tas prohíbe toda brutalidad de represión, que en vosotras son, por el contrario, imán para el amante y que además os están impuestas por las sociales conveniencias.
Aunque me defendiera mi pasión, mi edad no era la más a propósito para resistir a la triple seducción del orgullo, de la belleza y del afecto.
Cuando Lady Arabella me hacía en un baile objeto de los homenajes que recogía por su belleza y por su elegancia, y me espiaba para ver si su vestido o su peinado eran o no da mi gusto, sentíame emocionado. Se mantenía, además, en un terreno en el que la huida me era imposible. No me era imposible rechazar las invitaciones que me hacía el centro diplomático. Su rango elevado hacía que los dueños de la casa la sentaran junto a mí en la mesa.
A veces me decía:
—Si yo fuera amada como la señora de Mortsauf, lo sacrificaría todo.
Sin dejar de reír me proponía las condiciones más humildes y una absoluta discreción, rogándome que le permitiera amarme.
Un día dejó escapar estas palabras:
—Seré su amiga siempre y su amante cuando usted lo desee.
Por último, para conseguir su objeto, utilizó mi carácter leal. Sobornó a mi ayuda de cámara y una noche me la encontré en mi casa.
Este rasgo de la dama fue conocido en Inglaterra y la aristocracia inglesa quedó consternada.
Lady Dudiey se rió de la indignación británica.
Aquella dama, esbelta y delicada, tenía una organización de hierro. Su fuerza era tal, que ningún hombre podía rendirla en la lucha, ni había quien pudiera, a caballo, darle alcance: disparaba a los ciervos sin detener su carrera. Su cuerpo no sudaba nunca, aspiraba el fuego de la atmósfera y vivía en el agua.
Su deseo marchaba como el simoun del desierto.
¡Qué diferencia tan enorme había entre esta mujer y aquella otra que suspiraba en Clochegourde!
¿No has reflexionado nunca, Natalia, acerca del sentido de las costumbres británicas? Inglaterra es materialista sin saberlo. Tiene pretensiones religiosas, pero le falta espiritualidad divina y alma católica; posee la ciencia práctica de la vida, pero le da tal monotonía, que convierte a los hombres en máquinas.
El amor de aquella inglesa era un amor horriblemente ingrato; amor que se ríe de los cadáveres que ocasiona; amor cruel que se parecía en cierto punto a la política inglesa, que aprisiona a la mayoría de la humanidad.
El problema era éste:
El nombre se compone de materia y de espíritu. La animalidad en él termina donde lo angelical empieza. De ahí la lucha que sostenemos entre el destino presentido y los recuerdos de anteriores instintos: la lucha entre el amor carnal y el amor divino.
Si además de esto se tienen en cuenta las repulsiones y las afinidades; si juzgas errores a las esperanzas de los que las ven fallidas, debes tener indulgencia para los seres a quienes la sociedad juzga impiadadamente.
Lady Arabella satisfacía los vicios y las virtudes de la materia vil de que estamos formados y era la querida del cuerpo, mientras la señora de Mortsauf era la amante del alma.
El amor que satisface la querida tiene límites, porque la materia es finita; por tanto, en París y en compañía de Lady Dudley, notaba a veces en el corazón un gran vacío. El alma, por el contrario, es infinita y, por consiguiente, mi amor era en Clochegourde ilimitado.
De todas formas amaba, apasionadamente a la inglesa, pero como a quien mi alma adoraba era a Enriqueta, si por la noche me estremecía el placer, por la mañana me invadían las lágrimas.
Hay mujeres que saben ocultar los celos bajo una capa de bondad y suelen ser las que, como Lady Dudley, han cumplido ya los treinta años. Estas saben calcular y exprimir perfectamente los goces del presente, pensar en el porvenir y sofocar el dolor de la herida como el cazador que no se da cuenta de ella mientras su carrera dura.
Sin necesidad de nombrar a Enriqueta, procuraba destruirla en mi alma. No se mostraba ni suspicaz ni curiosa, como lo son la mayoría de las jóvenes, pero como una leona que ha logrado llevar una presa a su cueva, estaba atenta con el temor de que pudieran arrebatársela.
Yo escribía en su presencia a Enriqueta, y a ella no se le ocurrió nunca leer ni una sola de las líneas que le dirigía.
Por último, me hizo creer que si llegaba a abandonarla se suicidaría, y no dejaba de tener interés el oírla elogiar la costumbre india, que hace que la viuda sea incinerada en la misma pira que el cadáver de su marido.
—Aunque esta práctica indostana sea solamente un privilegio de las ciases nobles—me decía—, los europeos no llegarán nunca a comprenderla. ¿Cómo conocerán los plebeyos que la sangre que corre por mis venas no es igual a la suya, sino muriendo de una manera distinta que ellos? En la India, la mujer a quien no hayan mecido en una cuna de oro, puede adquirir chales, perfumes, diamantes y palacios, pero no pueden morir junto al ídolo que en vida eligieron. Es una marca de aristocracia esto de someter la vida y la muerte a un hombre, es como robarle un derecho al Todopoderoso. Esa grandeza no puede ser asequible a las mujeres vulgares que no conocen más caminos que el recto de la virtud o el tortuoso de la cortesanía.
El orgullo la inducía a hablar halagando todas las vanidades y deificándolas, elevándome de esta manera tanto y rindiéndome un tan apasionado culto que no podía vivir más que a mi lado. Todas las seducciones de su espíritu las reflejaba en su sumisión de esclava.
Era capaz de pasarse un día entero apoyada en mis rodillas esperando la hora del placer, como la odalisca de un serrallo, adelantándose con hábiles coqueterías, pero afectando esperarlas pacientemente.
No puedo describir los seis meses de goces que me proporcionó aquel amor. Aquellos placeres fueron como una súbita revelación de la poesía de los sentidos, el lazo fuerte con que las mujeres sujetan a los hombres más jóvenes que ellas.
Este lazo fuerte es como el nudo en la garganta del ahorcado, que deja en él una señal indeleble; lazo que no deja nunca de servirse a la manera de un alcohol que embriaga el sentido.
Saboreando estas voluptuosidades, en las que había antes soñado sin conocerlas y que la unión de las almas hace mil veces más ardientes, no me faltaban sofismas para justificarme ante mi propia conciencia.
A veces, cuando abismado en el deleite, mi alma desprendida del cuerpo flotaba lejos de la tierra, Lady Dudley se aprovechaba de la exaltación que en mi producía el exceso de felicidad para ligarme con juramentos, y bajo la influencia del deseo me hacía decir blasfemias contra el ángel de Clochegourde.
Después de traidor, fui embustero.
Continué escribiendo a Enriqueta como si todavía fuese el niño de traje azul, a quien ella amaba tanto, pero he de confesarte que su facultad de doble vista me hacía estremecer al pensar en el desastre que la menor indiscreción podía causar en el castillete de mis esperanzas.
* * *
Mis cartas dejaron de obtener respuesta.
Esto me produjo una inquietud vivísima y resolví ir a Clochegourde. Se lo comuniqué a Arabella y ésta no se opuso al viaje, pero con la mayor naturalidad me manifestó su deseo de acompañarme a Turena.
Este capricho tenía dificultades, pero su instinto femenino le hacia ver que aquel viaje podía ser un medio para separarme eternamente de la señora de Mortsauf. Yo, entonces, no me di cuenta del lazo que me tendía.
Ella propuso las condiciones más humildes y previno todo género de objeciones, diciendo que viviría cerca de Tours, disfrazada, que no saldría de día y que aprovecharíamos las noches, cuando nadie pudiera sorprendernos.
De Tours salí a caballo, dirigiéndome a Clochegourde.
Tenía necesidad de no ir en coche, porque necesitaba un caballo para mis futuras salidas nocturnas.
Emprendí, pues, el camino que seis años antes hube de recorrer a pie y me detuve bajo el nogal desde donde, en aquel tiempo, vi a la señora de Mortsauf sobre la terraza de su castillo.
Volví a verla en esta ocasión, y por llegar más pronto, traspuse la distancia en línea recta, como si me encontrara en un hipódromo.
Enriqueta oyó los saltos del caballo, y cuando estuve al pie del muro, dijo:
—Pero ¿es usted?
Estas tres palabras me aterraron.
Enriqueta estaba enterada de mi amorosa aventura. La había enterado su madre, cuya carta me enseñó algunos días después. Su voz, que para mi en otro tiempo se había mostrado llena de vida, fue débil, y esto unido a la palidez de su rostro, me hizo comprender que el huracán de la infidelidad había tronchado hermosas flores en su alma.
Hice entrar mi caballo por la puerta, y la condesa, que había descendido, le elogió, diciendo:
—Hermoso animal.
Había cruzado los brazos para no tenerme que dar la mano.
—Voy a anunciarle su llegada a mi esposo—dijo, alejándose.
Le dejé que marchara, contemplándola siempre noble y majestuosa, llevando en la frente en forma de arruga el sello de una amargura, y con la cabeza inclinada como el lirio excesivamente cargado de rocío.
—¡ Enriqueta!—exclamé.
No se volvió, ni siquiera a decirme que no tenía derecho a seguirla llamando con aquel nombre.
En el inmenso valle en el que el día del juicio final han de verse humanidades y humanidades reducidas a polvo, podré considerarme pequeño, pero nunca, tanto como ante acuella forma blanca que subía la escalinata del castillo de Clochegourde.
Maldije a Arabella con tal saña, que de haberla alcanzado mi maldición, hubiera caído muerta; ¡a ella que todo lo había abandonado por mi!
Quedé lleno de pensamientos contusos si considerar por todas partes la grandeza de su dolor.
La gente del castillo salió corriendo a mi encuentro. El niño corría con la agilidad de sus pocos años; Magdalena acompañaba a su madre. El señor de Motsauf se acercó a mí tendiéndome los brazos y, estrechándome en ellos, me besaba en las mejillas, diciéndome:
—¡He sabido que le debo a usted la vida, Félix!
La condesa se volvió de espaldas aparentando enseñar mi caballo a Magdalena, que se hallaba asombrada.
—¡Ah, Félix! ¡Mirad cómo son las mujeres!—dijo el conde—, pues no están mirando el caballo!
La niña se volvió, y acercándose a mí deposité un beso en su mano, sin dejar de mirar a la condesa, que se ruborizó.
—Está mucho mejor Magdalena—dije.
—¡Mi pobre Magdalena!—dijo la condesa, dando un beso en su frente.
—Si, querido Félix, ahora todos están bien—exclamó el señor de Mortsauf—, pero yo estoy hecho una casa vieja.
—Parece que el señor conde tiene siempre ideas tristes—dije a la condesa.
—Amigo mío, todos tenemos nuestras flaquezas—respondió ella.
Subimos paseando hacia el cercado y entonces comprendí que había ocurrido algún nuevo acontecimiento. Enriqueta parecía no tener deseos de quedarse sola conmigo; entonces para ella yo no era más que su huésped.
—¿Y su caballo?—dijo el señor de Mortsauf, cuando hubimos salido.
—No tardará en llegar mi groom, que se hará cargo de él.
—¿También es de Inglaterra su groom?—preguntó la condesa.
—¡Pues claro!—dijo el conde, que no podía ocultar su alegría al ver triste a Enriqueta.
La frialdad de la condesa le proporcionó ocasión de contradecirla, y entonces empezó a abrumarme con su amistad; entonces me di cuenta de lo fastidiosa que es la amistad del marido de la mujer amada.
Querido Félix—me dijo el conde, estrechándome las manos con verdadero afecto—, tiene usted que perdonar a mi esposa. Las señoras son siempre caprichosas; su debilidad las disculpa, y nunca tienen la igualdad de humor que nos da la fuerza de carácter. Ella le tiene a usted en mucha estimación; yo lo sé, pero...
En tanto el conde seguía hablando, la condesa fue alejándose poco a poco de nosotros, para así dejarnos solos.
—Félix—me dijo el conde en voz baja, mientras miraba a la condesa alejarse en dirección al castillo, acompañada de sus dos hijos—, yo no sé lo que pasa en el alma de la condesa; pero hace ya seis semanas que no es la misma que era. Tan bondadosa y abnegada como antes era, hoy está llena de rarezas.
Más tarde supe por Manette que a la condesa le abatía una insensibilidad tan grande, que ni siquiera se daba cuenta de las importunidades del conde. Como éste no encontraba dónde clavar sus dardos, se había vuelto inquieto como un niño. En tal estado tenía necesidad de un confidente, como el verdugo necesita quien le ayude.
—Procure usted interrogar a la condesa—me dijo después de una pausa—. Siempre tienen las mujeres secretos para los maridos; pero puede que a usted le revele el secreto de sus tristezas. Sacrificaría gustoso la mitad de lo que me queda de vida y la mitad de mi fortuna con tal de verla feliz. ¡La necesito tanto! Si a mi vejez no tengo ese ángel a mi lado, seré el hombre más desgraciado de la tierra... ¡Y tengo deseos de morir tranquilo! Dígale usted que no tendrá que sufrirme durante mucho tiempo, querido Félix, porque sé que he de morirme muy pronto. Oculte a todo el mundo esta fatal verdad, porque no quiero afligirles con anticipación. Por fin he descubierto la causa de mi enfermedad: la sensibilidad me mata. El centro gástrico está dañado por todas las afecciones.
—Según sus teorías—le dije sonriendo—, los hombres de corazón mueren de una enfermedad al estómago.
—Félix, no se burle usted, porque es cierto cuanto le estoy diciendo: las penas demasiado vivas exageran el juego del gran simpático, y esta exaltación de la sensibilidad mantiene en constante irritación ia mucosa del estómago. Si este estado, continúa, da lugar a perturbaciones, que en un principio son insensibles en las funciones digestivas; se alteran las secreciones, se digiere mal y se pierde el apetito; luego ocasionan punzantes dolores, que de día en día van agravándose; más tarde es completa la desorganización, como si estuviera mezclado con la alimentación un veneno lento; se espesa la mucosa, las válvulas del píloro se endurecen y se forma un escirro que llega a producir la muerte. Yo he llegado a este extremo, amigo mío. Prosigue la induración sin que nadie pueda detenerla. No tiene usted más que ver mi cutis amarillento, mis ojos brillantes y secos, mi exagerada extenuación... es que me voy desecando. ¡Qué le voy a hacer! ¡Traje de la emigración esta enfermedad! ¡He sufrido tanto! Podía el matrimonio haber reparado los males de la emigración, pero lejos de calmar mi ulcerada herida, la ha reavivado. ¿Qué es lo que he encontrado en él? Mis hijos me ocasionan constantes alarmas, disgustos domésticos, rehacer una fortuna, economías que yo imponía a mi esposa y que me han hecho sufrir mucho. Este secreto no se le confiaría a nadie más que a usted; pero mi mayor pena me la ocasiona la condesa, porque aunque es un ángel, no llega a comprender, contraria todos mis dolores... pero yo la perdono. Esto es horrible decirlo, amigo mío; pero una mujer menos virtuosa que la condesa me habría hecho feliz, prestándose a consuelos que Blanca no imagina, porque es inocente como una niña. A esto puede usted añadir que los criados me atormentan, porque son tan estúpidos que no comprenden nada de lo que les digo. Aunque con lentitud, por fin, ha sido reconstituida nuestra fortuna, y ya no tengo tantos motivos de irritación y de fastidio; pero ya está hecho el mal: luego ha sobrevenido mi enfermedad, que tan mal la comprendió Origet, y ya hoy casi no me quedan ni seis meses de vida...
Todo lo que el conde estaba diciendo me causaba verdadero terror. Cuando de nuevo volví a ver a la condesa, me causó espanto el tono amarillento de su frente y el brillo de sus ojos secos; afectando escuchar al conde sus quejas, le arrastré hacia la casa; pero sólo tenía puesta mi atención en Enriqueta, a la que deseaba observar.
La condesa estaba en el salón, contemplando a Santiago, que estaba recibiendo la lección de matemáticas que el abate Dominis le daba, mientras enseñaba a Magdalena un punto de encaje. En otro tiempo, todo se hubiera dejado para dedicarme a mí el día entero; pero era tan verdadero mi amor, que rechacé el despecho que me produjo su conducta, porque me entristecía aquel tono amarillento que cubría su rostro celestial.
El soplo helado de la muerte me hizo estremecer. Fue entonces cuando advertí el cambio que le había dado el dolor y que antes no había podido verr: aquellas menudas líneas que sólo se hallaban ligeramente impresas sobre su frente, la habían surcado por completo; sus azuladas sienes parecían ardientes y cóncavas; sus ojos se hallaban hundidos, y ella entera se hallaba marchita y macilenta, como roída fruta prematura. Lejos de haber derramado la dicha en su alma, había amargado su vida. Tomé asiento a su lado y pregunté, lleno de arrepentimiento:
—¿Se encuentra bien de salud?
—Si—contestó, clavando sus ojos en los míos—. Mi salud es ésta—añadió, mostrándome a Magdalena y Santiago.
Magdalena había triunfado en la lucha sostenida contra la naturaleza y era una mujer a los quince años. A los tintes amarillentos de su rostro habían sustituido los colores del rosa de Bengala; habiendo perdido su ingenuidad de niña, empezaba a bajar la vista; sus movimientos se habían hecho lentos y majestuosos, como los de su madre; su talle era esbelto; la coquetería ondeaba sus magníficos cabellos negros, separados en dos crenchas sobre su frente; pero la salud, cuyo fruto se había conseguido después de grandes esfuerzos, había puesto en sus mejillas el terciopelo del melocotón.
Magdalena, que era una hermosa joven de talle de palmera, contrastaba con Santiago, que seguía siendo una débil criatura de diez y siete años, cuya cabeza se había engrosado y cuya frente inquietaba por su exagerada extensión, y cuyos ojos fatigados y febriles armonizaban con su voz profundamente sonora. El órgano lanzaba sonidos de demasiado volumen, al igual que su mirada dejaba escapar demasiados pensamientos. Eran la inteligencia, el alma y el corazón de Enriqueta, devorando con ardiente llama su cuerpo demasiado frágil, pues Santiago tenia la tez lechosa, animada por colores ardientes, que se muestra en los jóvenes que han de morir pronto.
Obedeciendo a la seña con que Enriqueta me mostraba a Santiago, después de haberme señalado a Magdalena, me estremecí contemplando el aspecto de muerte oculta bajo las flores y respeté el error de la infeliz madre.
—La alegría impone silencio a mis dolores, al verles así—me dijo con la mirada llena de júbilo maternal—, igual que mi tranquilidad desaparece cuando están enfermos. Mi buen amigo; si otros afectos nos traicionan, los sentimientos así recompensados, los deberes cumplidos y coronados por el éxito compensan cualquier decepción sufrida. Santiago llegará a ser como usted, un hombre virtuoso e instruido; como usted será el honor de su país; quizá gobierne algún día, ayudado por usted, que estará colocado a gran altura; pero he de procurar que sea fiel a sus primeros afectos. Magdalena tiene ya un corazón sublime y tendrá la abnegación de la mujer y su graciosa inteligencia, y, como es altiva, será digna de los Lenoncourt. Su atormentada madre en otro tiempo, hoy se siente feliz. Ya lo está usted viendo; Dios hace florecer las alegrías en el seno de los afectos; honrados y llena de amargura las afecciones a que me arrastra una peligrosa inclinación.
—¡Muy bien!—dijo alegremente el abate—; el señor vizconde ya sabe tanto como yo.
Cuando terminó su demostración matemática, el niño tosió ligeramente.
—Por hoy ya tiene bastante, querido abate—dijo conmovida la condesa—, nada de química. Vete a dar un paseo a caballo y ten mucha prudencia, hijo mío.
Y diciendo esto se dejó besar por su hijo, con la digna voluptuosidad de las madres, con los ojos vueltos hacia mi, como para insultar mis recuerdos.
—Aún no me ha contestado usted—le dije, siguiendo con la vista a Santiago—. ¿Siente usted algún dolor?
—Sí; algunas veces me duele el estómago. Si viviera en París gozaría de los honores de la gastritis, que creo es allí la enfermedad de moda.
—Mamá sufre con mucha frecuencia—dijo Magdalena.
—¿Le interesa a usted mi salud?—dijo Enriqueta.
La niña nos miraba a uno y otro, sorprendida de la ironía con que la condesa había pronunciado estas palabras, mientras yo aparentaba mirar las flores bordadas en el sofá verde del salón.
Acercándome a su oído, le dije:
—Es insufrible esta situación.
—¿Es que he sido yo quien la ha provocado?—me contestó.
Y añadió, afectando esa falsa alegría con que suelen las mujeres recrudecer la venganza:
—Francia e Inglaterra, ¿no son siempre enemigas? Eso lo sabe Magdalena; y también sabe que un mar tempestuoso y frío separa a las dos naciones.
Los búcaros de la chimenea habían sido reemplazados por candelabros, quizá para no proporcionarme el placer de llenarlos de flores. Luego llegué a verlos en su habitación.
Salí a dar ordena a mi criado, que acababa de llegar; traía algunos objeto; que quería tener en mi habitación.
—Félix, no se equivoque usted—me dijo la condesa—; la antigua habitación de mi tía ahora la tiene Magdalena; su habitación es la que está encima de la que ocupa el conde.
Todas estas palabras eran otras tantas puñaladas dirigidas con frialdad a las partes más sensibles, y que la condesa parecía elegirlas para herir. No son absolutos los sufrimientos morales: están en razón de la delicadeza de las almas, y Enriqueta había recorrido con dureza esta escala de dolores; por tanto, la mujer más bondadosa, cuanto mejor ha sido, será más cruel. Yo incliné la cabeza mirándola.
Fui a mi habitación, que era muy bonita, y que estaba tapizada de verde. Allí no pude contener las lágrimas. Enriqueta me oyó y vino a traerme un ramo de flores.
—¿No puede usted, Enriqueta, perdonar la más disculpable de las faltas?
—Enriqueta no existe ya; no vuelva usted a llamarme de ese modo. En la señora de Mortsauf encontrará usted siempre una amiga que le escuchará y amará. Más tarde hablaremos, Félix. Si aún conserva alguna ternura para mi, deje que me acostumbre a verle, y cuando haya adquirido un poco de valor y no me desgarren el corazón las palabras... entonces...
Y señalando el Indre, que se deslizaba a lo lejos, añadió :
—¿Ve usted ese valle? Me hace daño porque aún le amo.
—¡Oh! ¡Que muera Inglaterra y todas sus mujeres! Presentaré mi dimisión al rey y quiero morir aquí perdonado.
—No, debe usted amar a esa mujer. Enriqueta ya no existe. Ya sabía usted que no se podía jugar así.
Descubriendo en sus últimas palabras toda la extensión de su herida, se retiró.
Corriendo tras ella la detuve, diciendo:
—¿No me ama usted ya?
—Usted me ha hecho mucho más daño que todos los demás juntos. Hoy sufro menos; por tanto, es que le amo menos; tenga usted juicio y no aumente mi dolor, y si sufre, piense que yo vivo.
Retiró su mano, que yo había cogido, y escapó rápidamente atravesando el corredor donde se había desarrollado esta escena para mí tan trágica.
Ya en la mesa, el conde me hizo sufrir un verdadero suplicio.
—¿Está en París la marquesa Dudley?—preguntó.
—No—respondí confuso.
—¿Entonces en Tours?
—Puede haber ido a Inglaterra, porque como no se ha divorciado—dije vivamente—, su marido se sentiría muy feliz si ella volviera a su lado.
—¿Y tiene hijos?—preguntó la condesa con alterada voz.
—Sí; tiene dos—le respondí.
—¿Y dónde los tiene?
—Están con su padre, en Inglaterra.
—Vaya, Félix, diga usted francamente—preguntó el conde—, ¿es tan bella corno dicen?
—Eso no se pregunta—dijo la condesa—. La más hermosa de las mujeres es la que se ama.
—Sí; es cierto—dije, dirigiéndole una mirada que ella no pudo sostener.
—¡Qué afortunado es usted!—dijo el conde—. En mi juventud, una conquista así me hubiera vuelto loco...
—Bueno, basta—exclamó la condesa, haciéndonos con una mirada notar la presencia de Magdalena.
—Pero yo ya no soy un niño—añadió el conde, a quien complacía pasar por joven.
Cuando salíamos del comedor, la condesa me llevó a la terraza, y cuando nos encontramos solos me dijo:
—Pero ¿hay mujeres que sacrifican los hijos a un hombre? Comprendo que sacrifiquen el mundo, la fortuna, hasta la eternidad, pero privarse de los hijos...
—Sí, también los hijos; y aun quisieran tener más todavía que sacrificar, porque lo dan todo...
A Enriqueta le parecía que el mundo se había vuelto del revés y sus ideas se confundieron. Sobrecogida por semejante grandeza, sospechando que la felicidad podía justificar tan grande sacrificio, y escuchando los gritos de su carne rebelada, se quedó estupefacta contemplando su existencia perdida. Hubo en ella un momento de terrible duda, del que salió llevando alta la cabeza.
—Entonces ame usted mucho a esa mujer, Félix—exclamó con los ojos arrasados en lágrimas—; la consideraré como una hermana feliz. Le perdonaré el mal que me ha hecho si le da a usted lo que nunca habría encontrado aquí, lo que yo no podía conceder. Ha tenido usted razón: yo nunca le he dicho que le amaba y tampoco le he amado como se ama en el mundo. Pero ¿corno puede amar, si no es madre?
—Eres una santa—dije—, y sería necesario no estar tan conmovido como lo estoy para hacerte comprender que tú ocupas una esfera muy superior a la suya. Ella es hija de las razas caídas; tú eres un ángel del cielo; tú tienes mi alma y ella sólo mi cuerpo; ella lo sabe y se cambiaría por ti aunque tuviera para ello que sufrir el más cruel de los martirios. Pero esto no tiene remedio; tuyos son mi alma, mis pensamientos, mi amor puro, mi juventud y mi vejez; son de ella los deseos, los placeres de la fugaz pasión; para ti toda la extensión de mi recuerdo; para ella el más profundo olvido.
Enriqueta se sentó en un banco y exclamó, entre sollozos:
—Amigo mío, repítame eso. ¿No son errores la virtud, la santidad de la vida, el amor maternal? ¡Derrame ese bálsamo sobre mis heridas! ¡Repita esa palabra que me eleva a los cielos, adonde quisiera volar en su compañía! ¡Bendígame con una mirada, con una palabra sagrada y le perdonaré todas las penas que estoy sufriendo desde hace dos meses!
—Existen en nuestra vida misterios que usted, Enriqueta, no conoce. Cuando yo la encontré, tenía una edad en que los sentimientos pueden sofocar los deseos inspirados por nuestra naturaleza; pero muchas cosas, cuyo recuerdo me consolará en la hora postrera, han debido demostrarme que esa edad terminaba, y que su triunfo ha consistido en prolongar los placeres espirituales.
"El amor sin la posesión se sostiene por la exasperación del deseo; después todo es sufrimiento en nosotros, que no nos parecemos a usted, porque tenemos una pureza que no puede dominarse más que dejando de ser hombres. El corazón se devora a si mismo, privado del alimento que le nutre y siente un agotamiento que no es la muerte, pero que llega a ocasionarla. No se puede engañar durante mucho tiempo a la naturaleza, y despierta con una energía semejante a la locura al menor accidente. No he amado, pero en el desierto de mi vida, he tenido sed y la he satisfecho.
—¡En el desierto de su vida!—dijo, abarcando con un ademán de amargura el valle—. ¡De qué forma razona! ¡No tienen los fieles tanto talento!
—Mi alma no ha vacilado, Enriqueta; pero no he sido dueño de mis sentidos. Esa mujer sabe que sólo a ti amo; sabe también el papel tan secundario que representa en mi vida... ¡Sabiéndolo, se resigna! Puedo dejarla como a una cortesana...
—¿Y después ella?
—Me ha dicho que se matará—dije, creyendo dar una sorpresa a Enriqueta.
Pero se sonrió de una forma muy expresiva al oír esto.
—Si tuvieras en cuenta mis resistencias, comprenderías y disculparías mi fatal...
—¡Fatal, sí! Creía demasiado en usted; creía que podía tener la virtud del sacerdote y del señor Mortsauf—dijo, dando a su voz el acento punzante del epigrama—. Todo ha terminado—siguió diciendo, después de una pausa—; amigo mío, le debo mucho; ha apagado en mí los fuegos de la vida corporal. Lo más difícil del camino ya está andado; la vejez se aproxima; estoy delicada y no he de tardar mucho en estar enferma; no podré ser para usted la brillante hada que dispensa sus favores. Sea usted fiel a Lady Arabella.
Magdalena, a la que estaba educando para usted, se resignará. ¡Pobre Magdalena! ¡Pobre Magdalena!—dijo con gran dolor—. Si usted la hubiera oído decirme: "No tratas con amabilidad a Félix, mamá."
Me contempló a la luz de los rayos del sol poniente, que se deslizaban atravesando el follaje, y dejándose arrastrar por los recuerdos del pasado. Nuestros ojos iban del valle al cercado y de las ventanas de Clochegourde a Fraspelle
Aquella fue su última voluptuosidad. Esta interesante escena para nosotros, nos produjo una gran melancolía; Enriqueta dio crédito a mis palabras y comprendió que yo la llevaba, a los cielos.
—Félix, amigo rnío, obedezco a Dios, porque en todo advierto su poderosa mano—me dijo.
Hasta más tarde no comprendí la profundidad de esta frase.
Lentamente subimos a la terraza. Se apoyó resignada en mi brazo, sangrando, pero con sus heridas vendadas.
—Es una contradicción la vida humana—me dijo—. ¿Qué es lo que ha hecho el señor de Mortsauf para merecer la suerte que está disfrutando? Esto nos demuestra la existencia de un mundo mejor. ¡Desgraciados los que se quejan por haber caminado por el buen sendero!
Entonces empezó a considerar la vida en sus distintas fases, que sus fríos cálculos me revelaron el disgusto que le ocasionaban las cosas terrestres. Al llegar a la gradería soltó mi brazo y dijo:
—Si Dios nos ha dado el sentimiento y el deseo de la felicidad, ¿no debe dar satisfacción a las inocentes almas que no han encontrado más que aflicciones en este mundo? Si; o Dios no existe, o nuestra existencia sería una amarga ironía.
Diciendo esto entró apresuradamente en la casa y se apoyó sobre el sofá.
—¿Qué le sucede?—le pregunté.
—¡Ya no sé en qué consiste la virtud!—dijo—. ¡Ya no tengo consciencia de la mía!
Quedamos los dos como petrificados, escuchando aquella palabra.
—Si he vivido equivocada, entonces es "ella" quien tiene razón—dijo.
Cuando se presentó el conde, Enriqueta, que no se quejaba nunca, se quejó. Se negó a darme explicaciones y se retiró a su alcoba, dejándome en las garras de los remordimientos.
Magdalena acompañó a su madre, y al día siguiente supe que había tenido vómitos. Yo, que hubiera dado mi vida por Enriqueta, era quien la mataba.
Un día, paseándonos todos por la orilla del río, pretendí de nuevo obtener su perdón, a cuyo objeto procuré quedarme junto a ella.
Entonces le dije:
—Enriqueta, una palabra, por favor, o me arrojo al Indre.
—¡Oh!—exclamó—. ¿No continúa usted siendo mi hijo?
Se adelantó y fue a reunirse con Santiago y con Magdalena, dejándome solo con el conde, el cual empezó a hablarme de política.
Al llegar a Clochegourde le dije:
—Entremos. El rocío nocturno le podría hacer daño.
—Usted., querido Félix, me tiene piedad. Mi esposa no me ha consolado nunca.
Era la primera vez que Enriqueta me había dejado .-i solas con el conde, y yo necesitaba un pretexto para volverme a reunir con ella. Estaba la condesa enseñando a Santiago las reglas del chaquette.
—Santiago—dijo el conde—, ven aquí.
Santiago hizo un gesto de desagrado, por lo que su madre le dijo:
—Anda, hijo, vete.
—Ya lo ve usted—insistió él—. Me quieren por orden de su madre.
—Caballero—replicó Enriqueta acariciando la cabellera de Magdalena—, no trate usted con injusticia a la mujer cuya vida no es siempre fácil. Acaso los hijos custodian las virtudes de la madre.
A lo cual arguyó el conde:
—Eso quiere decir que si no fuera por los hijos las mujeres dejarían de ser virtuosas y engañarían a los maridos.
La condesa se puso en pie bruscamente y salió con Magdalena a la galería.
El conde, cogiendo por la mano a su hijo, se encaminó hacia donde estaba su esposa. Mirándola furiosamente, le preguntó:
—Su salida, ¿significa que he cometido un desatino?
—Por el contrario, caballero, su reflexión me ha hecho daño. Si la virtud no consiste en sacrificarse por los hijos y por el marido, ¿qué cosa es la virtud?
—¡El sacrificio!—respondió el conde—. Vamos, responda, ¿qué es lo que usted ha sacrificado por sus hijos y por mí?
A lo que repuso Enriqueta; —¿Le gustaría a usted más ser amado por amor a Dios que sabiendo que su mujer es virtuosa por la virtud misma?
—La condesa tiene razón—dije yo interviniendo.
Los ojos de Enriqueta se llenaron de lágrimas.
—Querido conde—proseguí—, si una mujer tuviera sentimientos extraños a los que la sociedad le impone, confiese que cuanto más irresistibles fueran más virtuosa sería ella sacrificándose.
Una mano ardiente se posó en la mía y la estrechó en silencio.
—Tiene usted un buen corazón, Félix—me dijo el conde.
Y rodeando el talle de su mujer, la llevó hacia sí para decirle:
—Querida mía, perdona a un enfermo que tal vez pretende que le quieran más de lo que se merece.
—Hay corazones generosos—respondió Enriqueta.
El conde creyó que esta frase se la dedicaba a él, y este error hizo que la condesa se estremeciera. Se le cayó la peineta y se puso pálida.
Su marido, que la sostenía, la sintió desfallecer. La levantó y la condujo al sofá del salón, donde la rodeamos.
Enriqueta conservó su mano en la mía, como queriendo significarme que solamente nosotros conocíamos el secreto de aquella escena.
Cuando el conde nos dejó solos para ir a buscar un vaso de agua de azahar, me dijo:
—Reconozco que he sido cruel con usted. Tiene usted una bondad que solamente yo puedo apreciar.
—Eso es así—le repliqué—porque todo lo noble y todo lo grande que hay en mí proceden de usted.
* * *
Regresó el conde.
Ella se levantó y dijo:
—Me encuentro ya bien. No necesito más que aire.
Salimos todos a la terraza. Enriqueta se había apoyado en mi brazo y lo oprimía contra su corazón. Deseaba seguramente quedarse a solas conmigo; pero su imaginación femenina no le sugería ningún pretexto para alejar al conde y a los niños.
—Hace mucho que no paseo en coche—dijo a su esposo—. Ordena que enganchen, e iré a dar una vuelta por el campo.
Sabía que antes de la oración no eran posibles las explicaciones, y temía que al conde se le ocurriera jugar al chaquette. A lo lejos se oyó el tañer de una campana que anunciaba el Ángelus, y la condesa se estremeció.
—Querida Enriqueta, ¿qué le sucede?
—Enriqueta ya no existe. Ahora tiene usted una amiga cuya virtud acaba usted de afirmar con palabras dictadas por el cielo.
El conde se me acercó y me dijo:
—Tenemos tiempo de hacer tres reyes antes de que enganchen el caballo. Después me acostaré, y usted acompañará a mi esposa.
Aquella partida, como casi todas las que jugábamos, resultó tempestuosa.
El conde, que perdía, dijo que se encontraba fatigado, y salimos a la azotea a esperar que enganchasen el carruaje.
Cuando el señor de Mortsauf nos dejó, se reflejó el placer de tal manera en mi rostro que la condesa me interrogó con la mirada.
—Enriqueta existe—le dije—. Todavía puedo ser feliz.
A lo que repuso espantada:
—No quedaba más que un retazo de mujer e iba a desfallecer. Le amo demasiado; pero la inglesa llegó a tiempo para iluminar el abismo.
Subimos al coche.
—Llévenos al camino de Chinón, por la avenida—dijo la condesa al cochero—. Luego regresaremos por las Landas.
—¿Qué día es hoy?—le preguntó,
—Sábado.
—Entonces no vayamos por ahí. El sábado los aldeanos invaden el camino y nos vamos a tropezar con todas las carretas.
Ella dijo al cochero:
—Vaya por donde le he dicho.
Me dijo con ironía:
—No se ha acordado usted hasta hoy de los sábados ni de los aldeanos. Lady Dudley se encuentra en Tours y le espera cerca de aquí.
—Eso lo que demuestra es que en Clochegourde lo olvidé todo—Se respondí.
—Pero ¿de verdad le espera a usted?
—De verdad.
—¿A qué hora?
—Entre once y doce.
—¿En qué lugar?
—En las Landas.
—No pretenda engañarme. ¿No es bajo el nogal?
—No.
—Entonces iremos a las Landas y la veré.
Mi silencio molestó a la condesa.
—No se enfade conmigo—me dijo—. Este es mi castigo, jamás será usted amado como mi corazón le ama. Lady Dudley me ha salvado. Para ella, el placer que no le envidio; para mi, el amor. Vivir corporalmente es cosa que nos rebaja demasiado. Nuestro cariño fue una locura, porque pretendíamos complacer al mismo tiempo a Dios, a los hombres y a nosotros mismos.
Después de una pausa preguntó:
—¿Con qué nombre le llama esa mujer?
—Me llama Amadeo. Félix le pertenece a usted únicamente.
—Enriqueta se halla próxima a morir—me dijo ella—; pero morirá en el esfuerzo de la cristiana humilde y de la madre cariñosa, como la mujer que, si ayer vacilaba, hoy se muestra firme. Tal vez haya que expiar rudamente los pasos que se han dado alejándose de los hijos y del esposo cuando paseaba por la noche para entrar a solas en mis recuerdos. Es un crimen pensar en el porvenir con la complicidad de la muerte. He pecado gravemente, y por eso he encontrado placer en las penitencias impuestas por la Iglesia. Entregarle mis cabellos era tanto corno prometerme. Me vestía, de blanco para parecer más su lirio. Cada sufrimiento tiene una significación distinta. Usted se ha quejado de mi frialdad. Perdone las frases duras que dije a su entrada...
Inclinó su cabeza en mi peche, diciendo:
—¡Perdón!
Su voz había cambiado; era una voz delirante con la que parecía expresar nuevos dolores.
—En cuanto a usted, Félix—agregó—, jamás podría inferirle el menor daño. ¡Cuántas veces le he juzgado superior a mí! Sea usted lo bastante bueno para despojarse de su amor. propio y hacer de nuestro cariño, que hasta aquí ha sido una cosa dudosa, una especie de afecto fraternal. Así podré continuar viviendo y aun estrechar la mano de lady Dudley.
Habíamos estado tan absortos que no nos dimos cuenta de que la lluvia caía a torrentes.
El cochero se detuvo ante la puerta de la posada principal de Bailan y preguntó:
—¿Quiere !a señora condesa entrar un momento?
Permanecimos media hora bajo la bóveda de la posada, y cuando salimos noté con alegría que el cochero volvía sobre sus pasos; pero la condesa le dijo:
—Haga usted lo que le tengo indicado.
Tomamos, por tanto, el camino de las Landas, y la lluvia volvió a arreciar. Oí los ladridos del perro de Arabella. De pronto se lanzó un caballo fuera de la espesura, franqueó el camino, y lady Arabella se detuvo para ver pasar la carretela.
—¡Qué dicha poder esperar así al amado cuando no hay pecado en ello!—dijo Enriqueta.
Arabella, creyendo que yo solamente podía oírla gritó:
—My dee!
—¡Aquí está!—contestó la condesa, examinando a la luz de la luna a aquella criatura, cuyo rostro se mostraba impaciente entre los deshechos bucles sobre su fogoso caballo.
La inglesa reconoció inmediatamente a su rival, nos lanzó una mirada de desprecio y desapareció rápidamente.
—La pierde usted—me dijo Enriqueta.
—Si se marcha no lo sentiré—le respondí yo.
—¿Adonde va?
—A la Grenadière. A una casa situada en las cercanías de Saint-Cyr.
Cuando llegamos a la avenida de Clochegourde, el perro de Arabella ladró delante de la carretela.
—Se nos ha adelantado—dijo la condesa.
Después de una pausa añadió:
—¡Qué criatura más hermosa! Monta muy bien a caballo. Debe ser activa y violenta. Me parece que hace poco caso de las conveniencias, y una mujer así no tiene más freno que su capricho. Vaya a contentarla y dígale que se ha equivocado en lo que afecta a mis intenciones. Explíquele que no soy su rival.
—No voy—le contesté.
—Comprenda que hay atenciones que son un insulto y vaya.
Fui entonces hacia lady Dudley.
—Esa señora se encuentra muy bien—me dijo, refiriéndose a la condesa.
—No dirijas censuras a la señora de Mortsauf—le dije.
—Me parece que a vuestra gracia no debiera molestarle el que haga constar el perfecto estado de salud de la persona amada. Me han asegurado que en Francia las señoras aborrecen hasta al perro de sus amantes. En Inglaterra amamos todo que nuestro señor ama; permítanle, por tanto, que ame a esa señora tanto como usted. Lo que no haré, querido mío, es cederte a nadie, ni siquiera a la muerte, porque bajaría a la tumba contigo.
Me condujo a su aposento y empezó a cambiar de traje.
—Ella te quiere sinceramente—le dije.
—¿Sinceramente?
—Sí.
Mi vanidad de amante me indujo a contarle cómo era la sensibilidad de la condesa, y mientras su doncella, que no entendía una palabra del francés, le arreglaba los cabellos, me esforcé en hacerle comprender cómo era la señora de Mortsauf.
—¡Que feliz es esa mujer con su moral!—me dijo cuando nos que darnos solos—. ¿En qué Universidad se doctoran las francesas? Yo no puedo hacer otra cosa que entregarme a ti, porque soy tu esclava.
Yo le dije;
—Hiciste mal en huir, cuando lo que yo quería era veros juntas.
—Sin duda has perdido el juicio. Yo iría desde París hasta Roma disfrazada de labriega; pero no entra en mis usos detener las carretelas en los caminos ni hablar con mujeres que no me han sido presentadas.
Arabella abusó de su poder tan pronto como vio en mis ojos la expresión que reflejaban en cuanto ella me hacía objeto de su coquetería.
Triunfó en absoluto.
—Esa mujer—me dijo—se ama a sí misma más de lo que a ti te quiere. Te pospone a algo que no eres tú. O entregarse o negarse.
Durante aquella noche Arabella pretendió mostrarme su poder a la manera de los tiranos que para recrearse con el suyo hacen matar a inocentes.
—Amigo mío—me dijo—, yo estoy convencida de que no hay nada más religioso que el amor. Si crees que guardo rencor a la condesa, te equivocas, porque, por el contrario, adoro esa moralidad que le ha aconsejado dejarte libre, permitiéndome que yo te conquiste. Porque tú eres mío, ¿verdad?
—Tuyo soy—le respondí.
—¿Para siempre?
—Sí.
—Es que temo...
—¿Qué temes?
—Yo te lo he dado todo. Mientras que esa mujer, más cauta que yo, posee algo que todavía te puede otorgar...
Tuvo habilidad suficiente para arrancarme protestas de amor.
—Entonces, soy feliz—dijo—. Vuelve a su lado; pero si de nuevo vuelves al mío, creeré que me quieres tanto como yo te quiero a ti.
Volví a Clochegourde.
La falsedad de mi situación no podía juzgarla en aquel momento, en que me hallaba embriagado por los placeres.
Encontré a la condesa pálida y con aspecto de no haber dormido en toda la noche. Comprendí que era todo un mundo lo que en adelante nos separaría.
Mientras almorzábamos me dispensó humillantes atenciones, como si le inspirara compasión.
—Muy temprano salió usted hoy de paseo—me dijo el conde.
Esta frase acabó de convencerme de mi posición ridícula.
Estaba avergonzado de mi conducta, y hubiera deseado que Enriqueta me pidiera la sangre de mis venas.
—Sufro mucho más que usted—le dije en una ocasión.
—¿Por qué?—me preguntó con altivez.
—Porque soy culpable.
Aquella tarde la condesa me dijo:
—Paseemos un poco a pie por la avenida.
Paseando despacio, llegamos a un bosquecillo, donde Enriqueta, echándome los brazos al cuello y recostándose sobre mi pecho, me dijo:
—¡Adiós, amigo mío! Ya no nos volveremos a ver más. La muerte ha encontrado en mí una nueva presa. Usted, que es culpable de que unos hijos se queden sin madre, reempláceme cerca de Santiago y de Magdalena.
—¡Morir!—exclamé—. Yo te ordeno que vivas.
—¿Pretende usted oponerse a la clemencia divina?
—Entonces no me quiere usted lo bastante para obedecerme ciegamente, como lo hace la miserable Arabella.
—Haré cuanto quieras—dijo, impulsada por los celos.
—Me quedo—dije, besándola en los ojos.
Asustada, se escapó de mis brazos y fue a refugiarse en el tronco de un árbol.
Luego se encaminó precipitadamente hacia el castillo, sin volver la cabeza.
Al pie de la escalinata le besé la ruano y le dije:
—Tuyo para siempre. Te amo como te amaba tu tía.
Y sintiendo mi alma inundada en la luz de sus ojos, añadí:
—La mujer que se entrega da menos de lo que tú me has dado a mí, Enriqueta.
—Viviré—me dijo.
* * *
Yo era, por tanto, juguete de dos pasiones, cuya influencia experimentaba alternativamente.
Era como si amase a dos mujeres igualmente bellas, una de las cuales fuera un ángel y un diablo la otra.
De regreso a París, Arabella y yo nos unimos más íntimamente, y poco a poco dejamos a un lado las conveniencias sociales, a las que debíamos el que el mundo perdonara lo falso de la situación de la inglesa.
Arabella no tenía ideas burguesas, y si las había respetado había sido únicamente por complacerme, y su intención era la de comprometerme ante todo París.
Mis cartas a Enriqueta reflejaban una enfermedad moral y le hacían sufrir.
"A cambio de tanto como he perdido, deseo que sea usted feliz"—me escribió en una ocasión.
Pero yo no era feliz.
La felicidad, mi querida Natalia, es absoluta y no resiste comparaciones. Por eso yo, al comparar a una mujer con la otra, advertí la diferencia que las separaba.
Examiné fríamente a mi amante.
Primero me di cuenta de que le faltaba ese talento que hace a la mujer francesa superior a las otras. La mujer francesa ama siempre y en todo momento, lo mismo en público que en privado, y todo lo subyuga al amor.
Es lo contrario de la inglesa, que subyuga el amor al mundo. Las inglesas son demasiado dueñas de sí para que puedan pertenecemos completamente; todo lo compensan en la forma, sin que el amor a la forma purifique sus sentimientos artísticos.
El protestantismo y el catolicismo explicarían suficientemente estas diferencias. El protestantismo que duda y al examinar mata las creencias, mata al mismo tiempo el amor.
La señora de Mortsauf hubiera ocultado su amor a los ojos de todos. Arabella hacía gala del suyo ante las gentes. Para Arabella la felicidad de un día no tenía ningún significado para el día siguiente.
Enriqueta había tenido razón en cuanto había dicho. El amor de Arabella se me iba haciendo intolerable. Luego he hecho la observación de que casi todas las mujeres que montan a caballo son poco cariñosas.
Cuando aquel yugo empezaba a fastidiarme recibí un golpe que había de ejercer en mi vida una decisiva influencia.
Trabajaba una tarde en el gabinete real, cuando se presentó el duque de Lenoncourt, que se hallaba de servicio.
Al verle, le pidió el rey noticias de la condesa.
—¡Señor, mi hija se muere!—le respondió el duque.
Entonces yo balbuceé:
—¿Se dignará su majestad concederme una licencia?
—Vaya usted, milord—me contestó el rey, a quien gustaba hacer un epigrama en cada frase.
Partí sin despedirme de Arabella. Le puse una carta, diciéndole que salía a cumplimentar un servicio del rey.
Mi viaje fue rápido.
Más allá de Tours encontré al señor Origet. Supuse que regresaba de Clochegourde, y le pregunté:
—¿Qué tal se halla la señora de Mortsauf?
—Dudo que llegue usted a verla viva—me respondió—.
Cuando me llamaron en junio último ya me di cuenta de que la condesa estaba herida de muerte. Los disgustos han hecho en su cuerpo el oficio de puñal. No tenga la menor duda de que la señora de Mortsauf muere como consecuencia de una pena oculta.
—¿Oculta? ¿Acaso los niños han estado enfermos?
—No—me contestó, mirándome de una manera muy particular.
El señor Origet se despidió de mí.
Por el camino la conciencia me acusó de que era yo quien mataba a Enriqueta.
Los remordimientos me oprimían el corazón, y las lágrimas me quemaban las mejillas. ¡Qué caros pagaba los placeres que me había proporcionado Arabella!
Al llegar a Clochegourde me esperaba un nuevo golpe.
Santiago, Magdalena y el abate Dominis estaban arrodillados ante una cruz de madera. Me apeé y me dirigí a ellos.
—¿Qué sucede, señor?—le pregunté al abate—. ¿Vive aún?
El sacerdote inclinó la cabeza.
—¡Hable, en nombre de Nuestro Señor y de su Pasión gloriosa! ¿Por qué rezan al pie de la cruz en lugar de estar dentro del castillo? ¿Por qué los niños no están con ella?
—Porque hace días que la condesa no quiere ver a sus hijos más que a horas determinadas—respondió el abate—.
Es preciso prepararla para su visita, que podría, en otro caso, aumentar sus sufrimientos.
—¿Cree usted que ese bello lirio cortado en tierra florecerá en el cielo?—le pregunté.
—Cuando usted se marchó, ese lirio estaba todavía en flor. Ahora lo encontrará consumido.
En el momento en que me despedía del abate, el conde asomó su cabeza y se acercó a mi con un movimiento lleno de sorpresa.
—Ha adivinado—exclamó—. ¡Está aquí Félix!
Y mirándome fijamente añadió:
—Amigo, si la muerte está aquí, a quien debía llevarse es a mí, que soy un viejo demente.
Me dirigí al castillo; pero el abate Biretteau me detuvo, diciéndome:
—La señora le suplica que no entre aún.
—¿Qué sucede?—preguntó el conde.
—Un capricho de enferma—le respondió el sacerdote.
La doncella fue a buscar a Magdalena. El conde, los dos sacerdotes y yo nos pusimos a pasear por la terraza.
Todo era desolación en aquella casa, antes tan llena de vida y de ruido; todo revelaba el abandono. Andábamos como personas cuyo dolor rechaza las palabras inútiles. Después de algunas palabras de elogio, el conde se deslizó por la censura. Dijo que la condesa no le había hecho jamás caso, ni había querido cuidarse; que él había advertido los primeros síntomas de la enfermedad porque los había experimentado en si mismo, y se había curado sin más cuidados que los que él mismo se había impuesto... A pesar de su oposición, la condesa había elegido corno doctor a Oliget, que había estado a punto de matarle a él... Lanzaba afirmaciones insensatas
Magdalena llegó a decirme que su madre me estaba esperando. El señor Birotteau me siguió. Este digno sacerdote me dijo:
—He hecho cuanto humanamente me era hacedero para evitar el que ustedes se vieran. Ahora que va usted a entrar en su alcoba, sepa que permaneceré entre los dos para defenderla de usted, y acaso más de sí misma. Deje pensamientos de hombre mundano. Haga que esa mujer no muera en una hora de duda pronunciando palabras de desesperación.
Llegamos a la puerta de la habitación. La abrió el confesor, y vi a Enriqueta vestida de blanco y sentada en un canapé colocado junto a la chimenea, en la que había dos búcaros con flores. También había flores en la ventana.
La moribunda había hecho desaparecer el repugnante aparato que circunda el lecho de los enfermos. Había empleado sus últimas fuerzas para recibir dignamente a quien amaba. Bajo la blancura de los encajes, su rostro adelgazado presentaba el color verdoso de las magnolia». Solamente los ojos los tenía Henos de vida. La sonrisa que vagaba en sus labios era la sonrisa de la muerte.
Me senté junto a ella, cogiéndole una mano que noté seca y abrasada.
—Es la muerte, Félix—me dijo—, y usted no puede amar a la muerte. Aquí termina el amor. Lady Dudley no le volverá a ver más asombrado. ¿Por qué le habré deseado tanto, Félix? Yo, que hubiera querido vivir en su memoria como un lirio eterno, le quito la última ilusión... Quiero vivir. No tengo más que treinta y cinco años. El señor Origet me ha encontrado mejor esta mañana. Cuando me cure lo dejaremos todo y haremos un viaje los dos solos a Italia.
Me acerqué a la ventana porque no me viera llorar. El abate se acercó a mí y me dijo:
—No llore usted.
—Enriqueta, ¿ya no ama usted nuestro valle?—le pregunté.
—Sí—me respondió colocando su frente en mis labios—; pero sin ti me es funesto.
Noté que su voz y sus actitudes habían cambiado.
—Corno lo hizo en otro tiempo—agregó—, me va usted a devolver la salud. ¿Cómo me negaré a comer lo que usted me ofrezca? A su lado la salud es una cosa contagiosa. Me has mandado que viva, y quiero vivir. Yo también quiero montar a caballo, ir a París, verlo todo...
La condesa se levantó con la impaciencia de un niño que quiere coger un juguete.
El confesor se puso de rodillas, juntó las manos y rezó.
La condesa me obligó a levantarme para apoyarse en mí, y continuó diciendo:
—Deseo vivir de realidades. Toda mi vida ha sido una ficción. ¿Es posible que muera yo que nunca he salido a esperar a nadie a un camino?
Luego, con voz infantil, añadió:
—Félix, las vendimiadoras van a comer, y yo que soy el ama tengo hambre. Ellas son más felices que yo, que tengo hambre de amor.
—Kyrie eleison!—murmuraba el sacerdote
Enriqueta me echó los brazos al cuello y me abrazó, diciendo:
—Ya no te me volverás a escapar. Aprenderé el inglés para saberte decir: "My deel!"
Se separó de mí y me dijo:
—Comeremos juntos. Voy a avisarle a Manette.
Le entró un desfallecimiento que me obligó a acostarla vestida en el lecho.
—Ya me trajo usted en otra ocasión en esta forma—me dijo.
Pesaba poco; pero al cogerla advertí que su cuerpo quemaba.
El señor Deslandes entró entonces.
—Se sufre mucho para morir—le dijo Enriqueta.
El médico habló en voz baja con el sacerdote y volvió a salir. Yo fui tras él.
—¿Qué va usted a hacer?—fue mi pregunta.
—Evitarle una agonía espantosa. Hace cuarenta y dos días que la señora condesa ni come ni duerme.
El señor Birotteau me llevó a los jardines.
—Dejemos al doctor—me dijo—. Va a darle opio. Caso de que ella se dé cuenta de esos arrebatos...
—No se da cuenta—le dije—porque ya no es la misma persona.
El dolor me había anonadado.
* * *
La desesperación me sugería raras ideas.
Tan pronto quería morir como la condesa, como encerrarme en un convento que en aquellas inmediaciones acababan de abrir los trapenses.
Al levantar la cabeza, preguntándome de dónde recibiría en lo sucesivo la luz y qué interés tendría en adelante mi vida, un ligero susurro agitó en torno mío el aire.
Vi que en la terraza se paseaba Magdalena.
Cuando subí a encontrarme con ella, por no saludarme, hizo como que no me había visto y se retiró.
"Esta niña—me dije—me odia. Huye del asesino de su madre."
Cuando regresé a Clochegourde vi a Magdalena, inmóvil como las estatuas, escuchando el ruido que hacían mis pasos.
Santiago se hallaba sentado en un peldaño y tenía el mismo rostro de apariencia insensible que ya me había llamado la atención en otras ocasiones.
Quise interrogarle para saber si Magdalena le había hecho partícipe de su odio.
Para acercarme a él le dije:
—Ya sabes que soy para ti como un hermano cariñoso.
—No necesito para nada su cariño—me respondió—, porque no tardaré en seguir a mi madre.
El joven tosió, se llevó el pañuelo a la boca, y, mostrándomelo luego manchado de sangre, me preguntó:
—¿Comprende usted?
Cada cual guardaba en aquella casa su secreto. Luego pude observar que los dos hermanos se huían uno a otro. Muerta Enriqueta, todo se deshacía en Clochegourde.
Se nos acercó Manette y me dijo:
—El médico ha ordenado que se quiten las flores de la habitación de la señora condesa. Venga a ver a la señora. Parece un ángel.
Entré en la habitación de la moribunda.
Los tintes verdes de sus sufrimientos corporales iban volviéndose blancos y aproximándose al color mate de la muerte.
Santiago y Magdalena entraron.
La niña se precipitó hacia el lecho, exclamando:
—¡Madrecita mía!
Santiago estaba convencido de que no tardaría en seguir a su madre a la sepultura.
En aquel momento las campanas de la próxima aldea tocaron el Ángelus. El Ave María nos pareció una salutación celestial. Nos pareció la profecía tan clara que a todos se nos nubló la vista.
El señor Birotteau mandó al piquero en busca del cura de Saché. Había llegado el instante de administrarle los ultimes sacramentos.
A las nueve despertó Enriqueta y nos miró sorprendida.
Magdalena exclamó:
—¡Mamá! Eres muy hermosa para morirte...
—Viviré, hija mía—le dijo la madre—; pero será en ti.
La madre y los hijos se abrazaron.
El señor de Mortsauf besó a su esposa en la frente.
La condesa me tendió una mano y balbuceó:
—¿Como antes, Félix?
Después salimos todos para que la enferma pudiera confesarse.
Como Magdalena delante de todos no podía inferirme ningún desprecio, me coloqué a su lado y le pregunté en voz baja:
—¿Por qué me trata con tanta frialdad?
—Me parece oír lo que dice mi madre—dijo ella.
—¿Y me condena usted cuando su madre me absuelve?
—¡Siempre usted!
Su acento revelaba un odio meditado y profundo, un odio implacable.
Pasó una hora sin que ninguno habláramos. El señor Birotteau volvió a nuestro lado después de haber oído la confesión de la condesa, y entonces entramos de nuevo todos en la alcoba de la enferma.
Sobre la chimenea había unas cenizas negras. Eran las de mis cartas, que no había querido quemar hasta ultima hora.
Enriqueta nos sonrió a todos.
—Querido Félix—me dijo, tendiéndome la mano—, quédese aquí.
El conde se sentó por indicación de su esposa, y el señor Birotteau y yo nos quedamos de pie.
Ayudada por Manette, la condesa se levantó y se puso de rodillas delante del conde, que se esforzaba en vano por hacerle abandonar aquella postura.
Cuando la criada salió, le dijo a su esposo con voz alterada:
—Señor, aunque siempre me he conducido como esposa fiel, quizá en alguna ocasión haya faltado a mis deberes.
He pedido a Dios que me dé fuerzas para poderle pedir perdón por mis faltas.
Prosiguió en voz baja:
—Aunque haya sido siempre virtuosa y en mi conducta no haya una sola mancha, algunas veces he tenido pensamientos que han turbado mi corazón, y por ellos no quisiera morir sin ser perdonada...
—¡Blanca!—gritó él—. ¿Quieres matarme?
La levantó en sus brazos y le dijo:
—Soy yo quien tiene que pedirte perdón. Yo, que te he tratado con excesiva rudeza, y reconozco que tus faltas no son sino pueriles escrúpulos.
—Así será—dijo la condesa—; pero cuando le llegue a usted la última hora no olvide que me fui del mundo bendiciéndole.
Aludiendo a una carta que había encima de la chimenea, añadió:
—¿Me permite que deje a nuestro amigo, aquí presente, esta prueba de cariño? Es mi hijo adoptivo, y el corazón, querido esposo, también deja sus testamentos. Mis últimos deseos imponen a Félix obligaciones que ha de cumplir. Le pido que no lea esa carta hasta después de mi muerte.
El conde depositó a la enferma en la cama.
—Félix—me dijo entonces la condesa—, he sido culpable con usted en ocasiones; pero debo a mi deber de madre y a mi deber de esposa la dicha de morir reconciliada con todos. Espero que usted, que me ha acusado con frecuencia, me perdone también.
La vista de aquel padre cuya locura secreta me era conocida inspiró a Enriqueta mudas súplicas que cayeron en el fondo de mi alma.
Cuando terminó de hablar comenzó la oración, y el cura de Saché le dio el viático.
Momentos después empezó a respirar dificultosamente. Abrió los ojos, los volvió a cerrar y cayó, oyendo quizá nuestros sollozos.
* * *
El conde, los dos abates, el párroco y yo pasamos la noche velando el cadáver.
Aquella fue mi primera comunicación con la muerte. Durante toda la noche no pude apartar los ojos de Enriqueta. Me parecía que la amaba muerta tanto como la había adorado en vida.
Por la mañana el conde, extenuado de cansancio, se metió en su lecho. Los tres sacerdotes se quedaron dormidos, y yo aproveché aquel instante para besar el rostro de la muerta.
Al día siguiente acompañamos al cementerio el cadáver de la condesa.
La fúnebre comitiva descendió por el camino por donde yo había subido con tanta alegría el día que la encontré, y llegamos al cementerio de Saché.
Nos seguía una multitud aldeana a la que la condesa había prodigado en vida sus beneficios, fiel a su principio de que la felicidad ajena es la alegría de aquellos que no pueden ser felices.
Cuando oí caer las paletadas de tierra sobre el ataúd me sentí desfallecer y rogué a los señores de Martillean que me sostuvieran. Estos me condujeron a su castillo de Saché.
Me resistía a volver a Clochegourde, y tampoco tenía deseos de regresar a Fraspelle, pues desde las ventanas de este castillo se divisaban las de la habitación que había sido de la condesa.
Leí la carta que la condesa me había entregado antes de morir con el encargo de que no la abriese hasta que su cuerpo no hubiera recibido cristiana sepultura.
He aquí lo que decía:
"Mi muy querido amigo Félix: Si le abro en estos momentos mi corazón no es para que vea las llagas que dejó usted en él abiertas, sino para indicarle la importancia de sus obligaciones.
También lo hago para demostrarle lo mucho que le amo.
En mí, aniquilada ya por las fatigas del viaje, no queda nada de la mujer, porque todo ha sido absorbido por la madre.
Ahora sabrá usted cómo ha hecho sus males.
Mi muerte tiene por causa la última herida que me ha inferido. Pero existe una exquisita voluptuosidad en caer aniquilada por el hombre a quien se ama.
Aprovecho lo que me resta de inteligencia para hacerle la súplica de que me reemplace cerca de mis hijos. Se lo impongo, no como una carga, sino como una prolongación de mi amor.
Sé que su falta no ha sido muy grave; pero yo le he concedido enorme importancia.
Ya le advertí que era celosa hasta la muerte. Muero, pero me queda el consuelo de no haber faltado ni a las leyes divinas ni a las humanas. Llevo la promesa de la iglesia de que Dios se mostrará misericordioso conmigo.
Lo que he de confiarle a Dios en mis últimos momentos quiero confiárselo también a usted. Hasta el día del baile celebrado en honor del duque de Angulema el matrimonio me había mantenido en la ignorancia que coloca en los hombros de las mujeres alas de ángel.
Era madre, pero la maternidad no me había proporcionado ningún placer. ¿Recuerda usted todavía su beso? El abrió un surco en mi alma, y el ardor de su sangre inflamó la mía.
Comprendí que había para mí algo desconocido en el mundo.
Cuando regresé a Clochegourde noté que todo me hablaba un lenguaje desconocido y que imprimía en mi alma algo del movimiento que usted había impreso en mis sentidos.
Cada vez que he vuelto a ver a usted se reanimaba en mí esta impresión, y el solo. anuncio de su llegada conmovía todo mi ser.
Ni el tiempo ni la voluntad han sido bastante para modificar este sentimiento. Algunas veces me hacía esta pregunta: "¿Qué cosa es el placer?"
Si cuando yo acentuaba mi frialdad usted me hubiera cogido en sus brazos, el placer me habría matado. Algunas veces deseaba que me hiciera usted objeto de alguna violencia.
Cuando oía a mis hijos pronunciar su nombre se me llenaba el corazón de sangre que subía a mi rostro y lo coloreaba. Con frecuencia tendía lazos a Magdalena para que ésta le nombrase, pues el oírlo era para mi un deleite.
Su letra tenía para mi un indecible acento y contemplaba sus cartas como se contempla el retrato de la persona que se quiere.
Desde la noche en que nos confiamos el uno al otro nuestros secretos, para mí el perderle era tanto como morir.
Mi confesor me dijo:
"Puede usted amarle como se ama a un hijo. Destínalo para Magdalena."
Y yo, por no perderle, acepté una vida llena de sufrimientos.
Para no sucumbir he colocado a Magdalena entre nosotros dos, y les he colocado a uno junto a otro para levantar así ante mi una muralla infranqueable, barrera que ha resultado impotente porque nada calmaba los estremecimientos que su presencia me ocasionaba.
Hubo momentos en que los remordimientos eran tan grandes que me pasaba la noche llorando. Mis cabellos se caían. Usted los conserva todos.
La enfermedad de Santiago y los sufrimientos de Magdalena me parecieron amenazas de Dios para hacerme retornar a su rebaño.
Le amaba a usted más aún de lo que creía amarle.
Todo ha contribuido a agravar mi enfermedad.
Las caricias de mis hijos no me conmovían; deseaba ir a París. La oración, que hasta entonces había sido para mí un bálsamo, perdió su eficacia cuando los celos abrieron brecha en mi espíritu.
Los combates que he sostenido son un secreto entre Dios y yo. Dios me ha juzgado ya. El señor de Mortsauf quizá me perdone. Ya no necesito más perdón que el de usted. ¿Repagará las desgracias que entre ambos hemos ocasionado?
Ya sabe cuáles son mis deseos.
Quisiera que permaneciese usted al lado del señor de Mortsauf como una hermana de la Caridad al lado de un enfermo; que le escuche y que le atienda; que se interponga entre sus hijos y él corno yo lo hacía. Su misión no será larga.
Santiago no tardará en ir a París con sus abuelos Magdalena se casará. ¡Ojalá sea del agrado de usted algún día! Si ustedes se unen, la hija será más feliz de lo que lo fue la madre.
Sigo siendo egoísta; pero el egoísmo es una prueba más del amor que le profeso. No habiendo podido ser suya, le hago heredero de mis deberes y de mis pensamientos.
Adiós, hijo dilecto de mi corazón. Bajo a la tumba inmolada por el cumplimiento del deber. La mayor disculpa para mis faltas es la grandeza de las seducciones que me han rodeado.
Voy a comparecer ante Dios con el mismo temor que si hubiera delinquido.
Otra vez adiós.
En mi valle amado dormiré el sueño eterno, y usted irá con frecuencia a mi tumba como un recuerdo de nuestro amor, ¿verdad?— Enriqueta."
* * *
Quedé abismado en mil reflexiones al ver las desconocidas profundidades de aquella vida iluminada por esta llama postrera. Mi egoísmo se disipó por completo. ¿Era posible que Enriqueta hubiera sufrido tanto como yo, quizá más pues el sufrimiento la había matado? Ella estaba hecha a la idea de que los demás tenían el deber de ser bondadosos conmigo, y el amor la había de tal forma cegado que no había podido darse cuenta del odio que su hija me profesaba. ¡La pobre Enriqueta quería que fuesen para mí Clochegourde y Magdalena!
Te puedo decir, Natalia, que desde el primer día que fui por vez primera a un cementerio, adonde acompañé los restos mortales de Enriqueta, a la que ya conoces ahora, el sol me pareció menos ardiente y luminoso, más negra la noche, menos rápido el movimiento y más torpe el pensamiento.
Algunas personas las sepultamos en la tierra; pero en cambio otras tan enormemente amadas que recibieron por sudario nuestro corazón, y cuyo recuerdo conservamos Siempre en nuestra memoria, tienen vida en nosotros, como obedeciendo a la ley de metempsicosis propia del amor.
Dentro de mi alma vive otra que habla y se agita cuando hago algún bien y cuando pronuncio una palabra hermosa; todo lo que en mí puede haber de bueno es como una emanación de una tumba, como emanan de las flores los perfumes que embalsaman la atmósfera.
El mal, el sarcasmo y todo lo que haya en mí de censurable procede de mí mismo.
En adelante, cuando mis ojos se dirijan al cielo, después de haber mirado durante mucho tiempo la tierra; cuando mi boca esté muda y tus palabras no sean escuchadas y advertidos tus cuidados, no me preguntes en qué pienso. Pienso en aquel ángel a quien llamé Enriqueta.
Querida Natalia, he tardado tanto en escribirte porque al evocar recuerdos tan dolorosos me conmovieron profundamente. Ahora puedo contarte todos los acontecimientos que siguieron a aquella catástrofe; pocas palabras son suficientes, porque cuando una vida es sólo acción y movimiento se cuenta pronto; pero cuando transcurre en las regiones elevadas del alma la historia es muy difusa.
La carta de Magdalena contenía una consoladora esperanza, poniéndome, en medio del naufragio, una isla a la que podía abordar. Consagrar, mi vida a Magdalena y vivir en Clochegourde era algo que podía satisfacer las ideas que mi corazón agitaban; pero para ello era necesario conocer los verdaderos sentimientos de Magdalena.
Fui a Clochegourde a despedirme del conde, al que encontré en la terraza. Primero estuvimos paseando un rato, mientras me hablaba de -la condesa, haciéndome ver bien lo que para él suponía su pérdida y lo mucho que ésta había de turbar su vida intima; cuando hubo pasado el primer grito de dolor se preocupó más del porvenir que del presente, asegurándome que temía a su hija, la cual no poseía el dulce carácter de su madre.
Unido a las virtudes de su madre, Magdalena tenía un algo de heroico que asustaba al anciano conde, que se había acostumbrado a las dulces atenciones de Enriqueta y que presentía que había que luchar con un carácter indomable. No obstante, se consolaba de aquella irreparable pérdida sufrida con la certidumbre de que pronto se había de reunir a su esposa, porque las penas y agitaciones últimas habían agravado su enfermedad y despertado antiguos dolores. La lucha que había de sostener su paterna autoridad con la de Magdalena, que quedaba siendo dueña de la casa, no iba a darle más que días muy amargos, porque, habiendo luchado con la esposa, iba a tener que ceder ante la hija. Además, Santiago iría a París y Magdalena se casaría. ¿Qué yerno iba a tocarle? Aunque tenía la seguridad de vivir poco, se consideraba solo y falto de simpatías.
En la hora que me habló de sí mismo, pidiéndome amistad en nombre de Enriqueta, pude bien darme cuenta di la clase de hombre que era el emigrado, uno de los tipos más imponentes de nuestra época. En la apariencia era débil y achacoso; a causa de sus sobrias costumbres, la vida parecía entronizarse en él. En este momento en que te escribo aun vive. Magdalena nos vio pasear por la terraza; pero, sin bajar a saludarme, llegó a la escalinata, entrando en la casa varias veces, a fin de que pudiera darme cuenta de su desprecio. Aprovechando el momento en que la vi en la escalinata, supliqué al conde que subiera al palacio, porque deseaba hablar con Magdalena, con el pretexto único para poder hacerlo de que la condesa me confió un encargo en la carta que me había dejado escrita.
El señor de Mortsauf fue a buscarla, dejándonos en seguida solos en la terraza.
—Querida Magdalena—le dije—, si he de hablarle, no quiero hacerlo aquí, donde su madre me escuchaba quejarme de los acontecimientos de la vida más que de mi. Su pensamiento lo conozco; pero no debe condenarme antes de oírme. Mi vida y mi dicha están unidas íntimamente a estos lugares, de los que su frialdad me destierra, a pesar de la fraternal amistad que. antes nos unía, amistad que aun debía estrechar más el dolor en que nos ha dejado la pérdida de su buena madre. Querida Magdalena, usted, por quien daría la vida sin recibir por ello ninguna recompensa, hasta sin que usted lo supiera—¡amamos tanto a los hijos de los que nos han protegido!—, no sabe el proyecto que su madre acariciaba en estos últimos siete años, y que seguramente haría modificar sus sentimientos; pero no he de usar de estas ventajas. Todo lo que he de suplicar de usted es que me deje venir a respirar aquí el aire, y esperar que el tiempo cambie las ideas que usted tiene de la vida social. Me guardaría muy bien de combatirlas en este momento, respeto el dolor que la extravía, porque yo tampoco puedo juzgar con acierto las circunstancias en que me encuentro. La reserva que guarde será aprobada por la santa que vela por .nosotros, al mismo tiempo que le ruego que permanezca neutral entre, sus sentimientos y yo. La amo a usted demasiado, a pesar de la aversión que usted me demuestra, para explicar al señor conde un plan que acogerían con gran complacencia. Siga usted siendo libre. Después piense que no ha de conocer a nadie en el mundo mejor que a mí, y que tampoco encontrará en ningún hombre sentimientos más abnegados...
Hasta este instante, Magdalena me escuchaba con la vista baja, pero con un gesto me interrumpió:
—Señor—dijo con voz temblorosa por 1a emoción—; todos sus pensamientos los conozco muy bien; pero respecto a usted no he de cambiar de opinión, pues antes me arrojaría al Indre que llegar a ser su esposa. De mi no he de hablarle; pero si alguna influencia ejerce en usted el nombre de mi madre, le ruego que mientras yo viva no venga usted a Clochegourde. Su presencia me turba de tal forma, que nunca podré dominar esta inexplicable turbación.
Y saludándome con dignidad, subió a Clochegourde, sin volverse, con la impasibilidad que una vez demostró a su madre, pero despiadada.
Aunque tarde, la perspicacia de aquella joven había adivinado el corazón de su madre, y quizá su odio contra una persona que le parecía funesta había ocasionado algunas penas a causa de su inocente complicidad.
Todo era allí sombrío y lleno de nubes. Magdalena, sin querer explicarse si yo era la causa o la víctima de aquellas desgracias, me odiaba; quizá nos hubiera odiado igual a la madre y a mi si hubiéramos sido felices. Por tanto, todo estaba destruido en aquel hermoso edificio de mi felicidad. Yo nada más debía conocer la vida entera de aquella mujer mal comprendida; yo sólo era dueño del secreto de sus sentimientos; sólo yo había recorrido su alma en toda su extensión; ni su madre, ni su padre, ni el esposo, ni los hijos habían podido conocerla. ¡Y cosa rara! Removiendo estas cenizas, me complazco en mostrártelas. ¡En cuantas familias hay una Enriqueta! ¡Cuántos seres nobles dejan la tierra sin haber encontrado un historiador inteligente que haya sondado su corazón, ni medido su extensión y profundidad!
Así es la vida humana en toda su desnudez. Existen muchos hijos que no son comprendidos por sus madres; muchas madres a quien no conocen sus hijos, y otro tanto sucede con los amantes, con los esposos, con los hermanos.
¿Sabía yo acaso que un día había yo de pleitear con mi hermano Carlos de Vandennese, quien tanto me debía sus ascensos? ¡La historia más sencilla, cuánta enseñanza contiene!
Cuando Magdalena desapareció por la puerta de la escalinata, con el corazón destrozado volví a despedirme de mis amigos, y salí para París siguiendo la línea recta del Indre, la que me trajo por primera vez a aquel valle, pasando tristemente a través del pueblo de Pont-de-Ruan. Era rico, sin embargo, me sonreía la vida política y ya no era el peatón fatigado de 1814.
En aquella época mi corazón estaba lleno de deseos; hoy están mis ojos llenos de lágrimas; entonces tenía que llenar una vida; hoy la veo desierta. Tenía aún veintinueve años y ya estaba marchito mi corazón. Habían bastado unos cuantos años para despojar aquel paisaje de su primitiva magnificencia y hastiarme de la vida. Ahora podrás comprender la emoción que experimenté cuando al volverme, vi a Magdalena en la terraza.
Dominado por una tristeza imperiosa, había ya olvidado el objeto de mi viaje. Cuando entré en el patio de casa de Lady Dudley me había olvidado por completo de ella. Había que sostener la tontería porque ya estaba cometida. En aquella casa tenía costumbres conyugales y subí apenado pensando en las molestias de la ruptura.
Si has llegado a comprender bien las costumbres y el carácter de Lady Dudley, puedes imaginarte el chasco que me llevé cuando fui introducido en el salón por el mayordomo y la encontré muy compuesta y acompañada de cinco personas. Lord Dudley, aquel hombre de Estado tan reputado de Inglaterra, se hallaba de pie ante la chimenea, ceñudo y frío, con aquel aire socarrón que demostraba en el Congreso, que sonrió cuando oyó pronunciar mi nombre. Los dos hijos de Arabella, parecidos extraordinariamente a Enriqueta de Marsay, y uno de los hijos naturales del anciano lord, sentado en un sofá a! lado de .la marquesa, estaban cerca de su madre.
Cuando Arabella me vio adoptó un aire altivo, miró fijamente mi gorro de viaje, como si quisiera preguntarme qué era lo que iba a hacer a su casa, examinándome de pies a cabeza, como lo hubiera hecho con un noble del campo que le hubieran presentado.
En cuanto a nuestra intimidad, a su eterna pasión, a sus juramentos de morir si yo llegaba a dejarla, todo estaba desvanecido como un sueño. Para ella era un extranjero a quien no conocía y que no había nunca estrechado su mano.
Me sorprendí, a pesar de lo que me había acostumbrado a la fría sangre diplomática. De Marsay se miraba las botas con rara afectación y sonreía. Tomé en seguida mi partido. Hubiera aceptado de cualquiera otra mujer una derrota con modestia, pero viendo a la heroína que se hallaba en pie y que tantas veces había asegurado morir de amor y que se burlaba de la muerte, furioso opté por oponer la impertinencia a la impertinencia.
Recordarle a Arabella el desastre de Lady Branden era clavarle una puñalada en el corazón, aunque en él tuviera que embotarse el arma.
—Señora—dije—, le pido perdón por haberme presentado en su casa con este traje, pero he de decirle que acabo de llegar de Turena, como mensajero de Lady Brandon, y que su mensaje no admite espera. Tenía el temor de que se hubiera usted ido a Lancashire, pero, puesto que continúa en París, espero sus órdenes a la hora en que se digne recibirme.
Arabella inclinó la cabeza y salí. Desde aquel día sólo la he vuelto a ver en sociedad, donde hemos cambiado algún saludo amistoso y a veces un epigrama. Le hablo de las inconsolables mujeres de Lancashire, y ella me habla de las francesas, que hacen honor a su desesperación y a sus enfermedades del estómago, y gracias a esto tengo en Marsay, a quien Arabella ama mucho, un enemigo mortal. Y yo digo que ella se une a las dos generaciones, así que no faltaba nada a mi desastre.
Durante mi estancia en Saché me había trazado un plan, que seguí entregándome al trabajo, ocupándome de las ciencias, de la literatura y la política, e ingresé en el cuerpo diplomático, cuando Carlos X suprimió el empleo que yo tenía al lado del rey difunto.
Estaba decidido a no fijarme en ninguna mujer, por muy hermosa, espiritual y amante que fuera, lo cual me proporcionó una gran tranquilidad de espíritu y una gran fuerza para el trabajo, comprendiendo la gran parte de nuestra vida que las mujeres disipan en nosotros, creyendo poder pagarnos con algunas graciosas palabras. No obstante esto, fallaron todas mis resoluciones: Tú sabes cómo y por qué.
Querida Natalia, al referirte mi vida, sin artificios ni reservas, como la haría a mi mismo, revelándote sentimientos, en los que tú no entras, quizá pueda herir alguna de las fibras de tu corazón delicado y celoso; pero lo que a otra mujer vulgar llegaría a enojar, tengo la seguridad que para ti ha de ser una razón más para amarme.
Al lado de las almas enfermas, las mujeres sublimes representan un papel selecto, el de la hermana de la caridad que perdona, cura las heridas y el de la madre que perdonan al hijo. No son sólo los artistas y los poetas los únicos que sufren: los que viven sacrificándose por su país, laborando por el porvenir de las naciones, ensanchando el círculo de sus pasiones y de sus pensamientos, con frecuencia se hallan en una cruel soledad. Tiene necesidad de un corazón amoroso, adicto y puro, y puedo asegurarte que comprenden bien la grandeza y el precio de él. Después sabré si me he equivocado amándote.
E P I L O G O
Al señor conde Félix de Vandenesse.
Mi querido conde:
Según me aseguras, la carta que te escribió la señora de Mortsauf fue el origen de tu considerable fortuna. Permite que sea yo quien complete tu educación.
Lo primero que debes hacer es quitarte esa mala costumbre que tienes de imitar a las viudas que siempre están hablando de su primer marido, y echando al segundo en cara las virtudes del anterior.
Me parece que junto a ti, Lady Dudley habrá tenido motivos para estar aburrida cuando le hablabas de la condesa, y a la vez a la condesa la hacías daño al hablarle de Lady Dudley.
Conmigo tampoco has tenido tacto, porque me has dado a entender que no te amo ni como Arabella ni como Enriqueta.
La cuarta mujer a quien ames se verá precisada a luchar con tres sombras, y de antemano la compadezco.
Yo renuncio, desde luego, a amarte, porque no reúno virtudes católicas ni protestantes. Las virtudes de tu ángel de Clochegourde harían que desesperase la mujer más segura de sí misma, y en cuanto a la luterana, echa por tierra el más audaz deseo de ser feliz.
Ninguna mujer querrá codearse en tu corazón con la mujer muerta que tienes en él.
He visto abierta entre los dos la tumba de tu isanta, y yo, que me conozco bien, te aseguro que no siento el menor deseo de imitarla.
Además, no quiero rivales ni en este mundo ni en el otro.
Te dirigí una pregunta imprudente. Tu papel consistía en darme una respuesta oportuna. Si me hubieras engañado, más adelante te lo hubiera agradecido.
Tu programa no tiene realización.
Yo no puedo ser Enriqueta y Arabella a un mismo tiempo, porque no es posible unir agua con fuego. Las mujeres han de tener defectos y perfecciones.
Te quiero lo bastante para haber reflexionado sobre nuestro porvenir. He pensado en lo que te conviene hacer, y a mi entender es esto:
Debes casarte con alguna Miss Shandi, a quien se le dé un bledo de Enriqueta y de Arabella, que se muestre indiferente en esos momentos tuyos de fastidio, que tú denominas de melancolía, y que desconozca en absoluto el amor y el placer.
Si tienes interés por vivir en sociedad, si te importa algo la estimación de las mujeres, ocúltales lo que a mí me has confiado. A nadie le gusta sembrar flores en rocas. A ninguna le agradaría la tarea de vendar un corazón herido.
Si las mujeres ven el tuyo seco, serás un desgraciado.
Habrá muy pocas que tengan el valor que yo tengo para decirte lo que yo te digo, y seguramente no habrá ninguna que después de haberte escuchado, te despida sin rencor y te ofrezca su amistad como hoy lo hace tu amiga
Natalia de
Manerville.
París y octubre de 1835.
F I N
DIGITALIZADO POR ERIS GARCÍA POSTIGO. MELILLA (ESPAÑA.)