MANUEL DE LA REVILLA Y MORENO
EL NATURALISMO EN EL ARTE
I
Es un hecho
indudable que toda innovación producida en cualquiera de las esferas del
pensamiento humano trasciende inmediatamente a todas las demás. Nunca se ha
dado el caso de que una doctrina nueva, que aparece en el campo de la filosofía
o de la ciencia, no trascienda al punto a todas las manifestaciones del
pensamiento y de la vida, sin duda porque así lo exige el carácter orgánico de
la humana naturaleza.
A nuestra
vista se está verificando actualmente un hecho que es la demostración palpable
de lo que aseguramos. El movimiento revolucionario que en el terreno de las
ciencias experimentales y filosóficas se realiza, bajo los diferentes nombres
de positivismo, realismo, naturalismo, evolucionismo y otros semejantes, no se
limita al espacio en que se produjo primeramente, sino que se extiende a la
vida entera y a todas partes lleva su influencia. Estudiar su manifestación en
el arte es el objeto del presente trabajo.
Terminada
por una especie de conciliación la encarnizada guerra entre el clasicismo y el
romanticismo, hallábase el arte en cierto estado de relativo reposo, cuando de
repente surgieron en él nuevas tendencias y aspiraciones nuevas que, bajo el
nombre de realismo primero y de naturalismo después, han iniciado un período de
lucha y desasosiego, del cual ha de surgir una profunda transformación del
arte, a la que acompañará seguramente una renovación total de la estética. En
la pintura, en la escultura, en la música y en la poesía, el movimiento
revolucionario está iniciado, representándole en las dos primeras los realistas
y los impresionistas, en la tercera la escuela de Wagner, y en la ultima el
nuevo lirismo, los dramaturgos realistas y los partidarios de la novela
naturalista, hoy acaudillados por Emilio Zola.
La nueva
revolución coincide con el movimiento romántico en la protesta contra la rutina
académica, la tiranía de las reglas y preceptos y las imposiciones de la
tradición clásica, y por consiguiente, en el espíritu de libertad que la anima.
La imitación
servil del modelo consagrado, la sujeción al canon oficial, el principio de
autoridad en el arte, la fórmula tradicional, el precepto empírico e inmutable,
son trabas tan aborrecibles para la nueva escuela como lo fueron para las
batalladoras huestes del romanticismo; el arte académico, oficial, erudito y
artificioso, que ahoga la personalidad del artista, mata la inspiración y la
originalidad e impide el progreso del gusto, objeto es de sus encarnizados ataques;
pero el principio a nombre del cual se levanta en armas nada tiene de común con
el que alentaba a los románticos.
¡Cosa
singular! La nueva escuela, furiosa enemiga del clasicismo académico, enarbola,
sin embargo, la misma bandera que éste, y su programa en nada difiere del que
desarrollaron los preceptistas del siglo XVIII. La imitación de la naturaleza,
proclamada, aunque jamás realizada, por los clásicos, es el lema de la
revolución novísima; lema que en nada se parece al idealismo desenfrenado que los
románticos aclamaron como fórmula de emancipación.
Para los
románticos el arte era, ante todo, la realización sensible de lo ideal. La
inspiración y la fantasía del artista, abandonadas a sí propias y no encerradas
en límite alguno, debían disponer de la libertad necesaria para encarnar en
formas artísticas sus concepciones, cualesquiera que fuesen. Era la realidad
materia que a su antojo manejaba el artista, según las exigencias de su
inspiración libérrima, y ninguna obligación había para él de amoldarse a las
leyes de la naturaleza, ni tener en cuenta para nada la verdad. Con tal de que
la obra resultase bella, sorprendente y conmovedora, y produjera en el
contemplador el anhelado efecto, poco importaba que en vez de ser un trasunto
de la realidad viviente, fuese el reflejo de un mundo fantástico y puramente
ideal, lleno de fantasmas y quimeras, y sin otra realidad que la que podía
prestarle la imaginación ardiente del artista. El arte era el ideal, y nada
más; y no ya el ideal que en el seno de lo real palpita y de él arranca la
mirada penetrante del artista, ni aquel otro que nace de la misma función
creadora y es el sello de la personalidad del creador, que idealiza y embellece
lo real simplemente con reproducirlo, sino el ideal que procede del capricho de
una fantasía desordenada que a su antojo forma fantásticos y sonados mundos,
semejantes a los delirios que el sueno o la locura engendran.
Los
realistas afirman todo lo contrario. Para ellos, el arte ha de arrancar de las
entrañas mismas de la realidad; ha de ser la realidad percibida y sentida por
el artista, y reproducida por su libre actividad en formas sensibles, tal como
ella es, pero marcada con el imborrable sello de la original personalidad del
que la reproduce. La única idealización legítima es, para la nueva escuela,
esta impresión del carácter personal del artista en la obra, esta
transfiguración de la realidad por la emoción del artista, en ella pintada con
indelebles caracteres. La belleza de la obra de arte no consiste única ni
primeramente, por tanto, en la belleza que puede poseer la realidad
reproducida, sino en la belleza de la forma en que la representa el artista, en
la belleza de la emoción personal en ella reflejada, o lo que es lo mismo en la
belleza de la expresión. Reproducir fielmente la realidad, bella o no bella,
que contemplamos, y expresar con originalidad la emoción que en nosotros
produce y la forma que en nuestra representación mental reviste, es, según la
nueva escuela, el secreto del arte y la razón verdadera del goce que engendra,
nacido, no sólo del objeto reproducido, sino de la excelencia de su
reproducción.
Fácil es
deducir de estos principios los cánones de la nueva escuela; que cánones tiene,
por más que contra todo dogmatismo retórico y toda autoridad académica se
rebele. Es el primero, que el artista se ciña siempre a la imitación exacta y
fidelísima de la naturaleza, buscando en ella constantemente sus modelos, y no
introduciendo en ella alteración alguna, por mínima que sea. Es el segundo, que
el artista conserve su personalidad original, la independencia de sus
impresiones y sus juicios, y procure manifestarla libremente en sus obras, sin
someterse a pauta alguna ni a modelo consagrado por la tradición o la
autoridad, ni tener otro modelo ni maestro que la realidad, ni otra guía que su
personal inspiración. Donde se ven aunadas la fórmula clásica en lo que al
concepto y finalidad del arte se refiere, y la romántica en lo que a la regla
de conducta del artista atañe. Síntomas felices todos ellos de que, pasada la
exageración propia del momento y depuesto el radicalismo que a todo movimiento
de revolución acompaña, la nueva escuela, conciliando lo que hay de razonable
en la doctrina clásica y en la romántica, podrá encontrar al cabo la fórmula de
lo porvenir.
Hasta hoy,
la doctrina que examinamos no ha tenido aplicación en la arquitectura, arte
que, definitivamente apartado de su antiguo simbolismo, y falto, hoy por hoy,
de ideales definidos, apenas ostenta en sus obras finalidad estética y cada vez
se confunde más con el arte puramente utilitario. No sucede otro tanto en la
escultura y en la pintura, donde las nuevas tendencias comienzan a dar sus
naturales frutos.
En la
escultura se está verificando una transformación notable. El canon hierático de
la estatuaria gentílica desaparece de día en día y la escultura se aproxima
cada vez más a la pintura. Aquella olímpica serenidad de la estatua antigua
cede el puesto a una movilidad y una expresión marcadas. La fisonomía adquiere
movimiento y vida; los labios se contraen por la risa o el dolor; los ojos (en
los que se procura fingir la pupila) comienzan a tener mirada y movimiento; los
cuerpos pierden su rígida inmovilidad y su sereno reposo, y la vida y la
expresión circulan por ellos. El grupo escultórico adopta cierto carácter
dramático; el traje moderno ya no se excluye de la estatuaria; y ésta no se
limita a representar héroes y dioses, sino que se democratiza y reproduce todos
los tipos de la humanidad y todas las escenas de la vida que le es permitido
representar. El realismo rompe el molde clásico, obliga al escultor a
inspirarse en el modelo vivo, y no en la antigua estatua, y pone a disposición
de la estatuaria no el reducido mundo del Olimpo pagano, sino el mundo
vastísimo de la forma humana en todos sus aspectos.
En la
pintura el movimiento es todavía más radical y más fecundo. Su regla hoy es la
reproducción del natural. Ya no se pintan de memoria paisajes ideales, ni se
reproducen frías y artificiosas academias, ni se retratan inertes maniquíes. La
realidad viviente, directamente contemplada, es el único modelo del artista, y
cuanto más acierta a reproducirla con toda su verdad, mayor es el aplauso que
le otorgan los partidarios de la secta nueva.
La pintura
idealista va desapareciendo, y el pintor se complace principalmente en el
paisaje, en el retrato, en la marina, en el bodegón, en el frutero, en la
pintura de animales, en el cuadro de costumbres (mal llamado de género), en los
estudios del natural, en suma, en la reproducción de la realidad que le rodea.
La pintura de historia, que no puede ser realista en el sentido estricto de la
palabra, lo es, sin embargo, gracias a la fidelidad minuciosa con que,
auxiliado por la arqueología, el pintor reproduce exactamente el detalle
histórico, el colorido local y de época, y a serle posible, la auténtica
fisonomía de los personajes que en el cuadro figuran. Carácter distintivo de la
pintura moderna es también la importancia dada al desempeño, el cuidado que se
otorga al claro-oscuro, a la perspectiva, y sobre todo al color; el afán
constante por conseguir el efecto pictórico, y la plasticidad y relieve que se
da al cuadro, mediante la franqueza y bizarría de la ejecución .
Trabájase
con ahínco por hacer de la música un arte expresivo, y por llevar a ella la
verdad en cuanto sea posible. Para esto se amplían sus elementos y recursos,
dando a la armonía un valor que antes no tuvo, aumentando la importancia de la
orquesta (acaso con detrimento de la voz), desarrollando cada vez más el campo
de la música instrumental, y procurando reforzar los elementos dramáticos de la
ópera.
En la poesía
la revolución es radical y profunda. Géneros enteros han descendido a la tumba
o experimentado fundamentales transformaciones, siendo una tendencia general
romper las vallas que a los géneros poéticos separaron, y sustituir con formas
nuevas todas las antiguas. La poesía épica, en la acepción tradicional de la
palabra, ha desaparecido acaso para no volver; la bucólica ha perdido sus
antiguas formas clásicas, y los elementos que la dieron vida se confunden y
aparecen en todos los géneros, pudiendo decirse que lo bucólico existe, pero la
bucólica no; la sátira abandona su forma tradicional, reviste otras nuevas y se
extiende por el campo de la prosa; la poesía didáctica ya no tiene razón de
ser, y desaparece ante los libros de ciencia popular; la lírica rompe sus
viejos moldes, y mezclándose con lo épico y lo dramático, da lugar a las más
originales y complejas formas, produciéndose géneros como la dolora, el poema
campoamoriano, el idilio moderno, y otras innumerables que ya no caben en
ninguna de las clasificaciones de los preceptistas; la tragedia clásica ha
desaparecido, y sus elementos se revuelven y confunden con los del drama y la
comedia, en formas nuevas y complejas, al paso que la comedia propiamente dicha
se aproxima al drama en repetidas ocasiones y éste con ella casi se identifica
con frecuencia; y finalmente, la novela -que es drama, epopeya, sátira y
lírica, todo en una pieza- crece en importancia y riqueza de formas de día en
día, repartiendo con la dramática y la lírica el dominio del arte literario y
reduciendo a perpetuo silencio la epopeya.
En medio de
esta confusión creciente, nótanse dos hechos constantes que dan señalado
carácter a estos tiempos: el predominio de la poesía trascendental o docente, y
el sentido realista y humano que la poesía va tomando, tanto en el fondo como
en la forma. Quizá con exceso se acentúa la primera tendencia, pero el hecho no
puede ponerse en duda. La poesía aspira a encarnar levantadas enseñanzas, a
dilucidar graves problemas, a dar al pensamiento mayor importancia que a la
forma; y el poeta que quiere alcanzar el triunfo, no descansa hasta que
consigue despertar en quien lo escucha, no sólo el goce del sentido o la
fascinación de la fantasía, sino la emoción intensa que el sentimiento engendra
o la grave meditación y el interés profundo que el pensamiento trascendental
produce.
La poesía es
hoy, además, eminentemente naturalista y humana, y en alto grado realista. En
el teatro, en la novela, en la lírica, la realidad es la fuente en que se
inspira, y dentro de ella sólo busca lo que es natural y humano. Lo
maravilloso, lo fantástico, lo ficticio no interesan, y únicamente se aceptan
si las formas en que se presentan son inmejorables [Nota del autor: España es
una excepción en este cuadro; pero el movimiento romántico, a deshora iniciado
entre nosotros, no causara estado, ni será otra cosa que un extravío pasajero
de ciertos autores, no sin protesta aceptados por el público]. La lírica artificiosa
o pueril, falta de sinceridad y sentimiento, no obtiene aplauso que no sea
efímero, como tampoco la que todo lo fía a la pompa del lenguaje, y en cambio
produce honda impresión el canto en que vibra poderosamente el alma del poeta o
se reflejan sentimientos comunes a todos los hombres. Hoy no se tolerarían los
trovadores provenzales, los imitadores de Petrarca, los poetas cortesanos de
los tiempos de Luis XIV, ni los glaciales académicos de nuestro Parnaso del
siglo XVIII. En cambio arrebatan el varonil acento de Núñez de Arce, la
melancólica y profunda dolora de Campoamor, y la sentida vibración del alma de
Bécquer, y arranca explosiones de entusiasmo el épico canto que en versos de
titán dirige al ideal futuro Víctor Hugo.
¡Poesía y
verdad! Esta fórmula de Goethe es el grito de guerra de las nuevas
generaciones. ¡Afuera la ficción vacía, la fórmula hueca, el sentimiento
mentido y alambicado, la imagen arcaica, el inútil follaje de palabras, el
pueril concepto, el idealismo enteco, el giro rebuscado del académico, la
artificiosa trova del cortesano! ¡Sea el arte la palpitación de la realidad
viviente en el alma del poeta, la expresión espontánea y verdadera de la
emoción personal del artista! ¡Surja la obra de arte del íntimo abrazo del
sujeto y del objeto, de la fusión de la idea y la materia, y nazca lo ideal, no
del vago ensueño o de la concepción delirante, sino de las entrañas de la
realidad en que se oculta y de donde le arranca el vigoroso impulso del poeta!
La realidad, y nada más que la realidad, ha de ser el modelo y el maestro del
artista, y es inútil buscar belleza ni goce allí donde no aliente el verdadero
sentimiento de lo natural y de lo humano.
II
Considerada
en sus rasgos fundamentales, la nueva doctrina no puede rechazarse; pero, como
toda doctrina revolucionaria, peca de exagerada y de exclusiva. Veamos en qué
consisten este exclusivismo y esta exageración. La escuela realista o
naturalista desconoce la variedad que existe en el arte en general y que
trasciende a las artes particulares, variedad que se refiere a la finalidad de
la producción artística. Aparte del fin general de toda obra de arte, que es
realizar la belleza y de esta suerte causar en el ánimo del contemplador la
emoción estética, las artes bellas pueden proponerse fines subordinados muy
distintos. Hay, con efecto, obras de arte puramente estéticas, en las que el
propósito del artista se reduce a producir la emoción estética, al paso que en
otras se unen a este fin otros muy diversos y en alto grado trascendentales, como
desenvolver una verdad, plantear un problema o proporcionar una enseñanza. Hay
igualmente artes representativas que aspiran a reproducir en formas bellas la
imagen de los objetos reales (en las cuales se comprenden las artes imitativas,
descriptivas, etc.), artes expresivas, cuyo fin principal no tanto es
reproducir la realidad exterior como manifestar lo que vive dentro de la
conciencia del artista; y artes de ornamentación o puramente formales, que sólo
tratan de causar placer mediante la libre y caprichosa combinación de formas,
colores y sonidos, sin ánimo de representar ni expresar nada concreto. Ahora
bien; no cabe desconocer que las doctrinas realistas y naturalistas no tienen
igual aplicación a estas distintas manifestaciones del arte.
Con efecto: si
en las artes que se proponen representar objetos reales (escultura, pintura,
poesía dramática, novela) es exigible al artista que se atenga fielmente a la
realidad, y aun cabe otro tanto en las que expresan estados del espíritu
(poesía lírica, música vocal); ¿cómo hacer iguales exigencias respecto de artes
en que nada se representa o nada concreto se expresa? En la arquitectura, en la
ornamentación escultórica, en las diversas formas de la cerámica, de la
indumentaria, del mueblaje, de la jardinería; en los arabescos, en la mayor
parte de las composiciones musicales que no se destinan al canto, es evidente
que nada real se representa ni expresa, que el arte es mera combinación de
formas bellas, de líneas, colores y sonidos, que en ninguna realidad han de inspirarse,
porque a ninguna se refieren. Y aun en las artes expresivas y representativas,
¿puede negarse la legitimidad de las producciones de pura fantasía, en las que
el artista deliberadamente se propone forjar creaciones caprichosas fuera de
toda realidad? ¿Habrán de condenarse, a nombre del realismo naturalista, las
ficciones del arte oriental, del greco-latino o del cristiano; los cuentos
fantásticos, las pinturas puramente ideales, y todas las demás representaciones
en que nada real se propuso reproducir el artista, por más que a la realidad
forzosamente acudiera en busca de elementos y materiales para su caprichosa
concepción?
Tan cierto
es esto, que el olvido de estas verdades está introduciendo lamentables errores
en la música. Obstínanse los sectarios de las ideas nuevas, los partidarios de
la llamada música descriptiva y de la escuela de Wagner, en dar a la música una
significación que difícilmente puede tener. Por más que se diga en contrario,
el placer que la música produce se origina en primer término de la armónica
combinación de ritmos y sonidos, y sólo por vaga analogía, o ligándola con la
poesía, hallamos en ella una expresión o significación concreta. La pintura y
la escultura son imágenes, la palabra hablada o cantada es signo, pero el sonido
musical no es en sí mismo ninguna de estas cosas. Una ilusión subjetiva nacida
de una asociación de ideas e impresiones y reforzada por ciertas analogías, de
suyo muy vagas, es la causa verdadera de que veamos en la música una pintura y
un lenguaje. Cuando decimos que una serie de notas describe una escena natural
o expresa un afecto del ánimo, o declaramos que existe una vaga relación entre
la impresión que en nosotros causan esa escena y ese afecto y la que producen
aquellos sonidos, o hallamos una semejanza real y objetiva entre los sonidos de
la música y otros de la naturaleza, análogos a aquellos (como en las piezas en
que se describe una tempestad, el ruido del agua, el canto de las aves, etc.),
o simplemente somos víctimas de un engaño que proviene de saber, por la letra
que a la música acompaña, lo que el canto significa, o de cierta relación muy
vaga, y en alto grado subjetiva entre el tono general del canto y el afecto que
en él se pretende expresar. Fuera de estos casos, y señaladamente en la música
instrumental, es vano empeño sostener que la música expresa y representa algo
concreto y real. Lo que entonces sucede es que, por razón de la misma variedad
de la música y de su carácter en cierto modo material, cada cual interpreta los
sonidos a su gusto y según el estado de su conciencia, y toma por lenguaje
exterior el reflejo de su propio sentimiento, hallando admirablemente expresado
por el músico lo que sólo existe dentro de su ser.
Es, pues,
evidente que la nueva doctrina sólo puede aplicarse a aquellas artes que son
por naturaleza representativas o expresivas, y mejor aún, a las obras
artísticas que tienen este carácter, y que, por tanto, el realismo o
naturalismo no es una fórmula general, como se pretende, ni su aceptación
supone la exclusión absoluta de arte idealista, cuya legitimidad, dentro de los
límites debidos, es inatacable. Con estas reservas, la doctrina nueva es
perfectamente admisible; pero importa todavía profundizar su análisis, porque,
tal como se formula, la sana crítica puede oponerle graves reparos.
Decir a
secas que el arte debe inspirarse en la naturaleza y reproducirla fielmente en
sus obras, no es formular una teoría artística completa. El arte no es la
simple imitación de la naturaleza; es algo más, y precisamente porque lo es, se
explica el placer que su contemplación despierta.
Es un hecho
evidente que multitud de objetos naturales que nos dejan indiferentes, o nos
producen aversión, espanto o repugnancia, causan en nosotros verdadero goce si
los vemos representados en la obra artística. Ahora bien; ¿cómo se explicaría
este fenómeno si el arte no fuese más que exacta imitación de la naturaleza?
¿Cómo la simple copia había de causar efectos tan distintos de los que causa el
original?
No es menos
notorio que reproducciones fidelísimas de la realidad, hechas por mano del
hombre (como las fotografías y las figuras de cera), no producen emoción
estética y a veces inspiran repugnancia. Luego no es posible sostener que la
imitación de la naturaleza es el fin verdadero y el carácter distintivo del
arte, ni que en la cumplida realización de este fin se halle el fundamento del
goce estético.
No queremos
sostener, sin embargo, que la fiel representación de lo natural sea indiferente
al arte. Cuando el propósito que guía al artista es reproducir objetos
exteriores o expresar interioridades de su conciencia, es fuerza afirmar la
necesidad de que la reproducción y la expresión sean exactas, y es indudable
que la verdad que en ellas se advierta contribuirá poderosamente al goce estético.
Con efecto, si la realidad reproducida es bella, mayor será el goce que su
representación engendre, cuanto mayor sea la fidelidad con que reproduzca la
copia las bellezas del original; y tanto en este caso como en el contrario,
goce hallará el artista en competir con la naturaleza en poder creador y para
el que contemple la obra en admirar la destreza del que la produjo. Pero esto
no basta para explicar la emoción estética, la cual, ni es idéntica (sino casi
siempre superior) a la producida por la contemplación de la belleza real, ni se
limita en todos los casos al sentimiento de admiración que causa el talento del
artista.
La belleza
de la obra artística y el goce que su contemplación engendra no pueden
comprenderse sin tener en cuenta los elementos subjetivos y objetivos que en
ella se encuentran. En la obra de arte, la belleza procede: en ocasiones del
sujeto y del objeto (del artista y de la realidad que éste reproduce), y en
ocasiones de la actividad del sujeto exclusivamente.
La actividad
del artista no es semejante a la de la máquina fotográfica; no es un simple
aparato reflector que devuelve al exterior pasiva y mecánicamente la imagen que
del exterior antes recibiera; es una actividad libre, espontánea, original,
dotada de cierto poder modificador de los materiales y datos recibidos; es al
modo de un espejo, dotado de cualidad tan maravillosa, que devuelve
transfigurada y embellecida la imagen que refleja.
El artista
siempre es creador. Cuando, al parecer, se limita a reproducir el modelo vivo
que contempla, en realidad lo transfigura. ¿Cómo? He aquí el misterio, de que
él mismo no se da cuenta, ni los que contemplan su obra tampoco, pero que es
evidente, sin embargo. Ved un paisaje, una figura cualquiera diseñada por el
pintor; ved un personaje humano, o una escena de la vida, o un afecto del alma,
representados por el poeta. Nada falta en ellos de lo que en realidad los
distingue; nada hay tampoco que de la realidad no este tomado; y sin embargo,
¡qué nueva vida, qué extraño esplendor, qué indefinible colorido existe en
ellos! ¡Qué singular y desconocida emoción despiertan en nosotros, no sólo
distinta, sino superior a la que al verlos en la realidad nos produjeron! ¿Qué
nuevo elemento hay en ellos que antes no advertimos? No cabe dudarlo: este
elemento es el alma del artista impresa en la imagen; el sello de la emoción
con que la percibió, y después la reprodujo; la acción del sujeto sobre el
objeto, desconocida en su esencia, pero en sus efectos patente.
Y si esto es
notorio tratándose de la reproducción de objetos reales, que efectivamente
existen, más lo es todavía cuando de libres y originales creaciones se trata.
Cierto que estas creaciones, cuando al mundo real se refieren, tienen su base
en la realidad y son combinaciones de datos de 1a experiencia, elaborados y
compuestos en maravillosa síntesis por las facultades creadoras del artista;
cierto que el paisaje ideal, el cuadro histórico o de género, el drama o la
novela no reproducen realidades efectivas, pero sí están compuestos con datos
de la realidad; y la composición de estos datos, la síntesis de estos elementos
y factores son creación libre del artista. ¿Dónde existen los modelos de D.
Quijote, de Hamlet, o de la Concepción de Murillo? Si por ventura los autores
de estas creaciones inmortales tuvieron a la vista personajes efectivos, ¿quién
se atreverá a afirmar que sus obras son meros retratos de los modelos?
Sirviéronles éstos para reunir los datos experimentales que la fantasía no se
inventa; pero el conjunto, la fisonomía especial, el carácter distintivo de la
figura, obra son de su fantasía creadora, y lo que en tales figuras admiramos
es la actividad del artista, es su creación personal, es el sello con que las
marca indeleblemente, dándoles una vida y una belleza de que a lo sumo poseían
el germen. Y no hay que decir que la verdad de estas afirmaciones sube de punto
en aquellas obras de arte que no aspiran a la reproducción de ningún objeto
real, como anteriormente hemos sostenido.
En esta
intervención de la personalidad del artista en la obra, en esta elaboración que
la realidad experimenta dentro de la fantasía, en esta emoción que en la obra
se refleja, consiste lo que se llama idealización artística. La escuela
realista no lo ignora, pero no lo declara con la precisión suficiente; habla
mucho de emoción personal, de originalidad, pero poco o nada de idealización, y
a fuerza de encarecer la imitación de la naturaleza, parece olvidarse del
carácter ideal de la obra de arte.
Débese esto,
sin duda, a una reacción lógica e inevitable contra la antigua teoría del
ideal. Repugna con razón a la nueva escuela ver en el arte una especie de
visión fantástica o revelación divina, cuyo resultado es encarnar en la obra un
ideal preexistente, la imagen de un arquetipo supremo, que sirve de norma y
criterio al artista para corregir las imperfecciones de la realidad y crear
algo más bello y perfecto que las creaciones de la naturaleza. En esto procede
con perfecto derecho la nueva escuela. La belleza absoluta, el divino arquetipo
que la inteligencia contempla en una especie de visión estática, son creaciones
fantásticas de la escuela platónica, que no resisten al espíritu crítico de la
ciencia moderna. Es cierto que existe un ideal de belleza; pero no un ideal
absoluto, universal, abstracto, extraño y superior a la realidad, sino una
serie de ideales parciales que corresponden a cada grupo de objetos y que son
otros tantos tipos específicos que la inteligencia elabora y representa la
fantasía en imagen, en vista de los datos de la experiencia, reuniendo en un
ejemplar ideal las bellezas y perfecciones diseminadas en los individuos y en
ellas mezcladas con defectos. Estos tipos específicos sirven al artista (mas no
por un trabajo puramente reflexivo, sino por una especie de intuición genial
que se revela en lo que llamamos gusto) para distinguir lo bello de lo feo, y
crear imágenes perfectas en lo posible, en las que lo feo quede oscurecido y lo
bello llevado al más alto punto, y cuando esta intuición de lo ideal es viva y
poderosa en él, la idealización, el embellecimiento de lo reproducido o creado
por el artista surge espontáneamente del fondo de su espíritu y se refleja en
la obra sin esfuerzo alguno.
Pero, aparte
de esta idealización consciente, mediante la cual el artista crea ejemplares
bellos o embellece los objetos reales que reproduce, existe otra idealización,
que es la única que los realistas conocen, y que proviene solamente de la
emoción personal y de la destreza del artista. Hay de singular en ella que, sin
alterar el artista en lo más mínimo el objeto representado, sin despojarle de
las deformidades que pueda tener, sin acrecentar deliberadamente las bellezas
que encierre, sino reproduciéndolo fielmente al parecer, lo embellece y
transfigura, sin embargo, simplemente por el primor de la ejecución, por la
emoción con que traza su diseño y por el sello de originalidad que en él
imprime; lo cual se observa, no sólo en la reproducción de objetos reales, sino
en la libre creación de objetos que tienen su base en la realidad, pero que en
ella no existen, como acontece, por ejemplo, en los caracteres y sucesos
dramáticos y novelescos. Este género de idealización, mal conocido por los
estéticos antiguos, es en sí indefinible, pero evidente.
En obras de
esta naturaleza, no es el asunto lo que se admira, sino la ejecución, como ya
hemos dicho, y así se explica el fenómeno antes expuesto de que agrade en el
arte lo que en la realidad no causa efecto. De aquí se desprende también la
legitimidad de lo feo, de lo ridículo, de lo inmoral en el arte, que, no siendo
en sí mismos elementos bellos, producen, sin embargo, la emoción estética por
la excelencia de su reproducción y por la transfiguración que experimentan al
pasar por la mente del artista. En casos tales, puede afirmarse que la
representación artística, siendo perfecta, es en sí misma una idealización, y
que la belleza del arte no reside primera y principalmente en lo representado,
sino en la manera de representarlo.
Fácilmente
se desprende de aquí que si la imitación de la naturaleza es condición
indispensable en las artes representativas y expresivas, ni a ella se reduce el
arte, ni en ella consiste únicamente la causa del placer estético. Si el
artista no posee una personalidad original y vigorosa; si no acierta a expresar
la emoción que en él causa el objeto que trata de representar o el estado de
conciencia que pretende expresar; si se limita al papel pasivo de máquina
fotográfica, su obra no tendrá otra belleza que la que pueda poseer lo que en
ella ha representado, y pasará de la categoría de obra de arte a la de mera
reproducción mecánica de lo natural.
Por eso se
dice, no sin razón, que el arte es producto del sentimiento, porque obra que no
está sentida, obra en que no hay emoción, es obra sin vida y sin carácter, que
difícilmente posee belleza verdadera.
El arte no
es, pues, mera idealidad ni copia servil de lo real; es idealización de lo real
por la fantasía creadora, la emoción viva e intensa y la personalidad activa y
vigorosa del artista, y también realización sensible de lo ideal que el
artista, con mirada escrutadora, sabe adivinar en el seno mismo de la realidad.
La realidad es, sin duda, la base del arte, sobre todo en las artes
representativas y expresivas; la realidad es la verdadera fuente de inspiración
del artista y a ella debe amoldarse, aun cuando con mayor libertad crea: el
ideal brota del consorcio amoroso de la realidad con el alma del artista, y no
de especulación abstracta o de extravío delirante; el arte es, por tanto, aun
cuando más realista parece, transfiguración del objeto en la conciencia del
sujeto, reproducción exterior de la realidad por el sujeto, elaborada y
transformada en región desconocida y por ignorado procedimiento, y devuelta al
exterior con el sello de la personalidad del artista que la embellece, la
idealiza y la trueca en fuente de emoción viva y profunda. Representación en
unos casos, creación en otros, idealización siempre, el arte, como la belleza,
es juntamente subjetivo y objetivo, y del consorcio y relación del sujeto y del
objeto brota; pero nunca es mero trasunto y copia del objeto, ni caprichoso
engendro del sujeto, pues aun cuando nada objetivo represente, en la realidad
tiene su base. Toda fórmula absoluta, toda doctrina exclusiva en materia
artística es, por tanto, radicalmente falsa, y el idealismo absoluto, el
realismo absoluto, el romanticismo y el clasicismo merecen igual censura a los
ojos de la sana filosofía. El idealismo es verdadero solamente en cuanto afirma
el carácter ideal de la obra de arte; el realismo lo es en cuanto declara que
no hay arte posible fuera de la naturaleza, y en cuanto pone de relieve la
importancia de la personalidad del artista, en la obra reflejada; pero uno y
otro se equivocan cuando exageran sus principios. Por eso, la fase novísima del
realismo, la que lleva el nombre de naturalismo, peca gravemente, como
procuraremos demostrar.
III
Entre el
realismo y el naturalismo no hay verdadera diferencia de principios, como su
mismo nombre lo indica, pues realidad y naturaleza son términos idénticos. El
naturalismo, tal como lo formulan en pintura los llamados impresionistas, y tal
como lo mantiene en la novela la escuela de que Zola se reputa jefe, no es en
rigor otra cosa que la demagogia del realismo.
El
naturalismo se asemeja al clasicismo y al romanticismo en su afán de fijarse
solamente en un aspecto de la realidad, prescindiendo de todos los demás y
reduciendo el arte a límites estrechos y arbitrarios. Así, a la manera que el
clasicismo sólo gustaba de lo heroico, de lo épico, y el romanticismo se
enamoraba de lo ideal y lo legendario, y uno y otro no querían descender de las
altas cimas, el naturalismo sólo se complace en lo vulgar, lo ruin y lo
pequeño; y así como para aquellos no había arte fuera de lo grandioso y
elevado, éste cifra su empeño en reproducir los más groseros y repugnantes
aspectos de la realidad, viniendo a ser en ocasiones una especie de idealismo
al revés.
La
exageración es la nota distintiva del naturalismo, y esta exageración nace de
un punto de vista parcial en que se coloca, debido a un espíritu de reacción y
de protesta. No parece sino que, cansado el ingenio de mantenerse en los azules
espacios y las altas cimas, goza en revolcarse sobre el fango, y que lo único
digno de ser representado en el arte es lo vil y repugnante. En vez de limitarse
a declarar la legitimidad de lo pequeño, de lo vulgar, de lo feo, en el terreno
del arte, siempre que se presente con originalidad, con talento y dentro de los
límites del gusto, la nueva escuela se complace en revolver las inmundicias de
la vida y sacarlas a público teatro en sus más soeces y repulsivos detalles,
haciendo de lo que sólo en secundario término puede admitirse en la pintura, el
asunto capital del cuadro. Hay en esto cierto alarde de atrevimiento un tanto
pueril que se parece al empeño que el niño pone en hacer todo lo que se le
señala como impropio e inconveniente. El amor al escándalo y a la notoriedad
entra por mucho en estas audacias de los enfants terribles del naturalismo.
Parece que
por naturalismo no se entiende la representación, verdadera y bella a la vez,
de todo lo real, sino la minuciosa pintura de lo repugnante y lo feo. Muéstrase
verdadero empeño en hacer objeto del arte lo que le es más repulsivo, y en
alardear de tosquedad y grosería en el fondo como en la forma. Olvídase de esta
suerte que si es cierto que todo lo real cabe en el arte, su reproducción ha de
encerrarse en los límites del buen gusto y del decoro; que no es de absoluta
necesidad buscar los asuntos más escabrosos y prescindir deliberadamente de lo
que es noble, elevado y bello por sí mismo, para complacerse en lo vil y en lo
grosero; y que sin necesidad de falsear ni alterar la naturaleza, cabe
enbellecerla, escogiendo los aspectos y momentos estéticos que presenta y
dejando en la sombra los detalles feos y vulgares. Por tales caminos se va a un
enaltecimiento de lo repulsivo que a nada conduce y a una degradación evidente
del arte.
Y no es que
neguemos la legitimidad artística de lo feo y de lo inmoral; pues de la misma
manera que en los límites del arte decorativo y del arte idealista consideramos
legítimo lo falso y lo fantástico, creemos que lo feo y lo inmoral caben en el
arte, siempre que el artista sepa presentarlos y siempre que no se prescinda
del carácter social del arte. No pertenecemos al número de los que creen que el
mal y la inmoralidad son antiartísticos por naturaleza; teniendo en cuenta que
el arte es social y que sus producciones se dirigen al público, rechazamos las
que entrañen consecuencias inmorales o sean ofensivas a las buenas costumbres;
mas no lo hacemos bajo el punto de vista estético, porque dentro del arte
igualmente legítimos son un cuadro místico de Ribera y un fresco escandaloso
del Museo Pompeyano. Reconocemos que la representación del mal puede ser
artística y bella, ora por la excelencia del desempeño, ora por la belleza real
que las manifestaciones del mal pueden ostentar; y no exigimos al artista que
sólo represente el bien, o que pinte el mal vencido y humillado siempre, pues
el arte no está obligado a lecciones de moral, como se piensa. Sólo le exigimos
a nombre de la moral social que no haga la apoteosis del crimen, ni idealice el
vicio de manera tal que le haga simpático. Por esta razón no participamos de la
opinión de los que combaten el arte naturalista porque representa en toda su
desnudez los vicios e inmoralidades sociales; antes pensamos que más moral es
esto que la hipócrita ocultación de estos mismos vicios.
Otro tanto
decimos de lo feo, lo monstruoso y lo deforme, cuya legitimidad artística no es
posible poner en duda. Pero así como la representación del mal tiene un límite,
que es el respeto debido a la moral pública, la de lo feo y lo repugnante está
limitada por el buen gusto, del cual se olvidan los apóstoles del naturalismo.
El buen gusto, cualidad más instintiva que reflexiva, sometida a un código no
formulado en leyes y cánones concretos, pero que se impone a la sensibilidad y
a la inteligencia del hombre culto; variable, sin duda, dentro de límites muy
amplios, pero dotada de universalidad y permanencia en medio de sus mudanzas;
adquirida por la acción de la experiencia, de la educación y del hábito, más
que por teóricas enseñanzas, es la cualidad a que corresponde determinar en
cada caso hasta dónde puede llegar el artista en la representación de los aspectos
inferiores y antiestéticos de la realidad. Fijar preceptos en esta materia es
imposible; lo único que cabe decir es que en el arte se puede representar todo,
a condición de saber hacerlo en forma conveniente, y que así como en los
negocios de Estado la buena forma es el todo, como dice el adagio vulgar, en
materia artística todo depende de la forma, y nada hay que no pueda hacerse y
decirse si el artista acierta a elegir el procedimiento adecuado para el caso.
La historia
del arte confirma cumplidamente esta verdad. No hay deformidad física,
perversidad moral, vicio repugnante, torpeza ni inmundicia que no haya sido
aceptada con aplauso si el artista ha sabido representarla. Lo que hoy
escandaliza a los tímidos en los cuadros realistas y en los dramas y novelas de
los naturalistas franceses no excede en audacia a lo que hallamos en los
artistas antiguos. Ningún autor de nuestros días compite en inmoralidad y
cinismo con Safo, Anacreonte, Aristófanes, Catulo, Virgilio, Ovidio, Petronio,
Boccaccio, Quevedo, el autor de la Celestina, Rabelais y otros insignes
ingenios que fuera prolijo enumerar. ¿Qué novela de Adolfo Belot, de Flaubert,
de Zola o de Goncourt aventaja en pinturas escandalosas al Satiricón de
Petronio, al Decamerón de Boccaccio, a la Tía fingida de Cervantes, a la
Celestina, a La lozana andaluza o a las novelas de doña María de Zayas? ¿Qué
drama de Alejandro Dumas (hijo) o qué vaudeville francés puede emular con las
producciones de Aristófanes, de Plauto y de Terencio? ¿Ceden en la crudeza de la
pintura y en la infamia del pensamiento la oda de Safo a la mujer amada, no
pocas composiciones de Anacreonte, la égloga virgiliana Formosus pastor
Corydon, y las poesías de los elegiacos romanos, a las novelas tan execradas:
Mademoiselle Giraud ma femme, Mademoiselle de Maupin, La femme de feu y Madame
Béclard? Al cabo en éstas el vicio se presenta para que inspire horror,
mientras en aquéllas, velado por los primores de la forma, aparece hermoso e
incitante.
Lo que
explica el aplauso que al arte antiguo se concede y la abominación con que el
nuevo es acogido, es una circunstancia de que desgraciadamente se olvidan los
naturalistas. El arte antiguo sabía decir bellamente las cosas; el arte
moderno, confundiendo la naturalidad con la rudeza y la poesía, y haciendo
torpe menosprecio de la forma, une a lo repugnante del objeto que pinta la
tosquedad y desnudez de la pintura, y se coloca, por ende, fuera de las
condiciones del arte.
He aquí el
verdadero pecado del naturalismo. No contento con preferir a los asuntos
elevados y bellos los repugnantes y deformes; no contento con rebuscar con
pueril empeño todas las inmundicias, se obstina en ser vulgar y prosaico en la
forma, en prescindir de toda idealización artística, en emplear, no el lenguaje
elegante y culto del arte, sino el grosero lenguaje del vulgo. Cuidaban los
antiguos de disimular la deformidad del fondo bajo la excelencia de la forma,
sirviendo el veneno en cincelado vaso; empéñanse los modernos en encerrar la
inmundicia en tosca vasija de barro grosero, que aumenta sin necesidad la
repugnancia. Y no pocas veces, siendo bello el pensamiento que desarrollan,
conmovedora la acción que narran, poético el cuadro que pintan, oscurecen estas
cualidades con la brutal franqueza del diseño y la rudeza del colorido, como en
L'Assommoir de Zola se puede observar. Menosprecio de la forma; olvido del
gusto; afectada desnudez en la pintura; artificiosa grosería del lenguaje;
marcado empeño en llevar al arte únicamente lo que hay de feo, vil y repulsivo
en la realidad, he aquí los fundamentales errores de la escuela naturalista.
Que no son consecuencia lógica y necesaria de los principios de la estética
realista, es cosa evidente; a la exageración que a todo movimiento
revolucionario acompaña es fuerza, por tanto, atribuirlos.
Es indudable
que si las exageraciones del naturalismo prevalecieran, el arte caería en
profundo abismo. Desaparecerían al punto, condenadas por el exclusivismo de la
escuela, las obras de arte que, no pretendiendo reproducir la realidad, sino las
libres creaciones de la imaginación humana, satisfacen esa llamada aspiración
del hombre a lo ideal, que es en rigor la manifestación del instinto de lo
mejor y de lo perfecto, del amor al bien que se goza en contemplar la realidad
idealizada, sublimada, despojada de sus imperfecciones y que constituye una
necesidad imperiosa de nuestra naturaleza. Las artes de puro ornato, las artes
ideales, como la música instrumental, por ejemplo, no tendrían razón de ser
dentro de una tendencia que rechaza todo lo que no sea fiel reproducción de la
naturaleza. El abandono de toda idealidad, el menosprecio sistemático de la
forma, la afición a hacer alarde de originalidad y de destreza en la pintura de
lo feo, lo repugnante y lo grosero, engendrarían un arte prosaico, pedestre,
falto en absoluto de todo elemento ideal y poético, revestido de formas rudas,
en el cual el goce estético quedaría reducido a la admiración que produjera la
habilidad del artista. Si tales extravíos alcanzasen el triunfo, el arte no
tendría razón de ser.
Confiamos en
que no sucederá así. Todo movimiento revolucionario trae a la vida un principio
nuevo y fecundo, envuelto en lamentables exageraciones, y después de la fiebre
del primer momento, el principio queda y las exageraciones pasan. Esto acontecerá
con el realismo. El naturalismo, que es la demagogia de la escuela, no
prevalecerá, y el principio fundamental del realismo, combinado con lo que hay
de verdadero en el idealismo, será la base de una nueva estética y de un arte
nuevo. El arte idealista quedará encerrado en la esfera que le es propia, y a
las artes expresivas y representativas se exigirá con razón que se inspiren en
lo real y fielmente lo reproduzcan, pero con aquel sello de idealidad que a la
obra imponen la emoción profunda y la personalidad original del artista, y con
aquellos limites que exige el buen gusto. La forma libre de afectación y de
artificio, de hinchada pompa y de académicas y convencionales fórmulas, será
expresión natural, sentida y elocuente de la idea, revestirá todos los aspectos
que sean necesarios, recorrerá todos los tonos, desde el más solemne y
magnífico hasta el más familiar y sencillo, según el asunto lo exija; pero no
descenderá a la vulgaridad y la grosería, ni se manchará con las inmundicias
que le afean en las producciones de los naturalistas. Ningún objeto real
quedará excluido del arte, y aun lo feo, lo horrible y lo malo en él tendrán
cabida, con toda su verdad y en toda su desnudez; pero no serán, como se
pretende, objeto único de la inspiración del artista, y al ingenio y talento de
éste quedará confiada la misión de prescindir de ellos cuando convenga o
representarlos en formas tales que les hagan aceptables al sentimiento
estético. Rotas quedarán las trabas retóricas, las fórmulas académicas, los preceptos
convencionales y arcaicos, pero el decoro y el gusto permanecerán como supremas
leyes e infranqueables limites del arte. Entonces será el arte libre e ideal
combinación de elementos y formas reales, cuando a representar la realidad no
se consagre; y en el caso contrario, fiel reproducción de la realidad en todas
sus fases, con su mezcla de luz y de sombra, de bien y de mal, de fealdad y de
belleza, embellecida é idealizada, sin falsearla, por la imaginación, la
sensibilidad y la inteligencia del artista, que al reproducirla al exterior,
marcada con el sello de su originalidad poderosa y revestida de formas bellas,
habrá creado esa belleza, en si misma inexplicable, que no procede solamente
del objeto, ni tampoco del artista, sino del contacto y choque de ambos
elementos, y que es a la manera de fusión íntima y armónico consorcio de la
materia con la idea, concertadas en la forma. La realidad como materia,
fundamento y fuente de inspiración del arte; la personalidad, la idea, el
sentimiento y la fantasía del artista como elementos activos que elaboran
aquélla; la forma como instrumento de idealización; la belleza como fin; la
verdad como ley; el decoro y el gusto como límites y frenos: tale son los
elementos que, debidamente concertados, han de cooperar a la aparición de esa
creación espléndida que se llama el arte, que nunca se realizará cumplidamente
por los procedimientos que el idealismo le traza o que el naturalismo le
impone, sino por los que se originan del racional consorcio entre lo que hay de
fecundo y verdadero en la tradición idealista y lo que de verdadero y fecundo
tiene la doctrina realista, cuyo principio fundamental -la reproducción exacta
de la naturaleza- será de hoy más la base de la estética, siempre que se
complete con el principio de la idealización, debida a la actividad libre,
creadora y original del artista, y manifestada principalmente en la belleza de
la forma.
Mayo de 1879