WILLIAM
SHAKESPEARE
ALONSO
Rey de Nápoles
SEBASTIÁN
Hermano suyo
PRÓSPERO
Duque legítimo de
Milán ANTONIO
Hermano del
precedente y usurpador de su ducado
FERNANDO hijo del
rey de Nápoles
GONZALO
Anciano consejero
ADRIÁN, FRANCISCO
Señores
CALIBÁN
Esclavo salvaje y
deforme
TRÍNCULO
Clown
ESTEBAN
despensero
borracho
UN CAPITÁN
De navío
CUN CONTRAMAESTRE
Marineros
MIRANDA
Hija de Próspero
ARIEL
Genio del Aire
IRIS, CERES,
JUNO, NINFAS
Representaciones
de espíritus
Segadores
Otros Espíritus
al servicio de Próspero
ESCENA: En el
mar, a bordo de un navío. Después, en
una isla
Sobre un navío,
en el mar. Óyese un rumor tempestuoso,
con truenos y relámpagos
Entran, por diversos lados, un CAPITÁN de navío y un CONTRAMESTRE
CAPITÁN.
- ¡Contramaestre!
CONTRAMESTRE.
- ¡Presente, capitán! ¿Cómo va?
CAPITÁN.
– Bien. Hablad a los marineros. ¡Maniobrad con pericia, o vamos a
encallar! ¡Apresuraos! ¡Apresuraos!... (Sale.)
CONTRAMESTRE. - ¡Hurra, mis bravos! ¡Serenidad, serenidad, mis bravos!... ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Arriad la cofa de mesana! ¡Atención al silbato del capitán! ¡Y ahora, viento, sopla, hasta que revientes, visto que tenemos sitio para maniobrar!
Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, FERNANDO, GONZALO y otros
ALONSO.
- ¡Buen contramaestre, cuidado! ¿Dónde
está el capitán? ¡Conducíos como un
hombre!
CONTRAMESTRE.
– Os lo suplico, permaneced ahora abajo.
ANTONIO.
- ¿Dónde está el capitán, contramaestre?
CONTRAMESTRE.
- ¿No lo habéis oído? Estorbáis nuestra
labor. Permaneced en vuestros
camarotes. Ayudáis a la obra de la
tempestad.
GONZALO.
- ¡Vamos, bravo, ten paciencia!
CONTRAMESTRE.
– Cuando la tenga el mar. ¡Fuera de
aquí! ¿Qué importa a estas olas rugientes
el nombre de un rey? ¡A vuestros
camarotes! ¡Silencio! No nos
perturbéis.
GONZALO.
– Bien; pero recuerda a quién tienes a bordo.
CONTRAMAESTRE.
– Nadie a quien estime más que a mí mismo.
Consejero sois; si podéis imponer silencio a estos elementos y concertar
la paz inmediata(1), no
tendremos que tocar ni un cordaje. Usad
de vuestra autoridad. Si no, felicitaos
de haber vivido tanto tiempo y marchad inmediatamente a vuestro camarote para
prepararos a afrontar el infortunio de la hora, si llega. ¡Ánimo, hijos míos! ¡Fuera de nuestro puesto, digo! (Sale.)
GONZALO.
– Tengo la mayor confianza en este compañero.
No me parece que, por las trazas, haya de ahogarse. Su complexión es la de un perfecto ahorcado. ¡Vela, buena fortuna, por su ahorcamiento! ¡Haz que sea nuestro cable la cuerda de su
destino, pues el de nosotros no ofrece la menor ventaja! Si no ha nacido para ser ahorcado, nuestra
situación es desastrosa. (Salen)
Vuelve a entrar el CONTRAMAESTRE
CONTRAMAESTRE.
- ¡Arriad la cofa de mesana!
¡Pronto! ¡Más abajo! ¡Más abajo!
¡Unid la vela con el palo mayor! (Gritos dentro.) ¡Mala peste a esos aulladores! ¡Son más estrepitosos que el oleaje o
nuestra maniobra!
Entran de nuevo SEBASTIÁN, ANTONIO y GONZALO
¿Otra vez
aún? ¿Qué hacéis aquí? ¿Queréis que lo abandonemos todo y nos
ahoguemos? ¿Os gustaría ir al fondo?.
SEBASTIÁN.
- ¡Que la viruela os roa la garganta, rastreador, blasfemo, perro despiadado!
CONTRAMAESTRE.
– Maniobrad vos, entonces.
ANTONIO.
- ¡A la horca, mastín, a la horca!
¡Hijo de puta! ¡Insolente
alborotador! ¡Tenemos menos miedo que
tú a ahogarnos!
GONZALO.
– No se ahogará él, os lo garantizo, aunque el buque fuera menos resistente que
una cáscara de nuez, o tan aguanoso como una muchacha lúbrica.
CONTRAMESTRE.
- ¡Que marche a bordadas, a bordadas!
¡Desplegad las dos velas! ¡Virad
de lado!
MARINEROS.
- ¡Todo está perdido! ¡A las
plegarias! ¡A las plegarias! ¡Todo está perdido! (Salen)
CONTRAMESTRE.
- ¡Cómo! ¿ Habrán de helarse nuestras bocas?
GONZALO.
- ¡El rey y el príncipe están orando!
Asistámoslo, pues nuestro caso es igual al suyo
SEBASTIÁN. Pierdo la paciencia.
ANTONIO.
- ¡Perecemos absolutamente por culpa de unos borrachos!... ¡Este miserable
hablador! ¡Que no estuvieras ahogado
por el lavatorio de diez mareas!
GONZALO.
- ¡Será ahorcado, no obstante! ¡Aún
cuando cada gota de agua se opusiera a ella y tratara de engullírselo! (Ruidos confusos en el interior)
VARIASVOCES.
- <<¡Misericordiadenosotros!...>> <<¡Zozobramos, zozobramos!>>
<<¡Adiós, esposa!>>
<<¡Adiós, hijos!>>
<<¡Adiós, hermano!>>
<<¡Nos hundimos! ¡Nos
hundimos!...>>
ANTONIO.
- ¡Muramos todos con el rey! (Sale)
SEBASTIÁN.
- ¡Despidámonos de él!... (Sale)
GONZALE.
- ¡Diera ahora mil estadas de mar por un acre de tierra estéril; un extenso
páramo, unos retamales espinosos, cualquier cosa! ¡Hágase la voluntad del Altísimo! Pero hubiera preferido morir de muerte seca. (Sale.)
La Isla. Ante la gruta de Próspero
Entran PRÓSPERO y
MIRANDA
MIRANDA.
– Si con vuestro arte, padre queridísimo, habéis hecho rugir estas salvajes
olas, aplacadlas. Dijérase que el cielo
vertía pez infecta, si acaso el mar, elevándose hasta su mejilla, no lo
salpicaba con su fuego. ¡Oh! ¡He sufrido con lo que veía sufrir! ¡Un arrogante buque, que encierra, a no
dudar, algunas nobles criaturas, todo en mil pedazos! ¡Oh! ¡Sus gritos hallaban
eco en mi corazón! ¡Pobres almas! Han perecido. Si hubiera dispuesto del poder de un dios, habría sorbido la mar
en la tierra antes que ese bravo navío se sumergiese con su cargamento de
almas.
PRÓPERO.
– Sosegaos. Nada de asombro. Decid a vuestro piadoso corazón que ningún
infortunio ha sucedido.
MIRANDA.
- ¡Oh! ¡Día funesto!
PRÓSPERO.
– Ninguna desgracia. Nada he llevado a
cabo que no fuera en beneficio suyo, que no hiciera por ti, ¡por ti, mi
estimada, mi hija!..., que ignoras quién eres, que no me conoces ni te das
cuenta de otra cosa sino que soy Próspero, el dueño de esta humilde gruta, más
que tu padre.
MIRANDA.
– Nunca he intentado saber más.
PRÓSPERO.
– Ya es hora de que te informe por extenso.
Préstame tu mano y despójame de mi mágica vestidura... Así (Coloca en el suelo su manto.) ¡Quédate ahí, mi talismán!... Seca tus ojos:
consuélate. El terrible espectáculo de
este naufragio, que ha despertado en ti la virtud de la compasión, lo he
preparado yo tan acertadamente, merced a los recursos de mi arte, que allí no
queda alma..., no, ni nadie ha perdido el valor de un cabello, entre aquellos
cuyos gritos has oído y te han llenado de asombro. Siéntate; porque vas ahora a
saber más de lo que sabes.
MIRANDA.
– Frecuentemente habéis querido contarme lo que soy; pero os deteníais y me
dejabais en suspenso, diciéndome:
<<Esperad, todavía no.>>
PRÓSPERO.
– Ha venido ahora el instante. Ha
llegado el minuto en que es necesario abrir tus oídos. Obedece y está atenta. ¿Puedes recordar el tiempo en que aún no
habitábamos en esta gruta? No creo que
puedas, porque entonces no tenías más que tres años.
MIRANDA.
– Puedo, ciertamente, señor.
PRÓSPERO.
– Pero ¿cómo? ¿Evocando otra morada y
personas? Cuéntame lo que pudo dejar
alguna otra imagen a tus recuerdos.
MIRANDA.
– Es muy lejano; y más bien un sueño que una certidumbre que mi memoria podría
garantizar. ¿No tenía yo a un tiempo
cuatro o cinco mujeres que cuidaban de mí?
PRÓSPERO.
– Sí, Miranda, y más todavía. Pero
¿cómo es posible que persista esto en tu memoria? ¿Qué ves aún en las tinieblas del pasado y en el abismo del
tiempo? Si te acuerdas de alguna cosa
antes de venir aquí, debes recordar cómo viniste.
MIRANDA.
– Sin embargo, eso no lo recuerdo.
PRÓSPERO.
– Hace doce años, Miranda, doce años desde entonces, tu padre era duque de
Milán y príncipe de poderío.
MIRANDA.
– Señor, ¿no sois vos mi padre?
PRÓSPERO.
– Tu madre fue un modelo de virtud, y ella me dijo que eras mi hija. Y tu padre era duque de Milán y su única
heredera una princesa..., sin otra progenie.
MIRANDA.
- ¡Oh cielos! ¿Qué negra traición nos
ha traído aquí, o qué felicidad nos ha conducido?
PRÓSPERO.
- ¡Ambas, ambas, hija mía! Por una
negra traición, como dices, nos hallamos aquí; pero una felicidad nos condujo.
MIRANDA.
- ¡Oh! ¡Sangre destila mi corazón al
pensar en los sufrimientos que torno a evocaros, de los cuales no conservo
memoria! Proseguid, si gustáis.
PRÓSPERO.
– Mi hermano, y tío tuyo, Antonio de nombre... Óyeme bien, te ruego... ¡que abrigue un hermano tanta perfidia!; a
él, a quien más amaba en el mundo después de ti, dejé confiada la dirección de
mis estados. En esta época, de todas
las señorías, la mía era la más importante, y Próspero sobrepujaba a los otros
duques. Mi linaje era sin igual, y
ninguno podía compararse conmigo en el conocimiento de las artes liberales,
cuyo estudio me absorbía de modo que me desembaracé del peso del gobierno,
abandonándolo a mi hermano, y viví en mi nación como un extranjero,
completamente dado y aplicado a las ciencias ocultas. Tu tío desleal... ¿No me atiendes?
MIRANDA.
– Con la mayor atención, señor.
PRÓSPERO.
– Una vez enterado de la manera de satisfacer a los solicitadores y de cómo se
los rechaza; sabiendo a quién agradar y a quién reprimir, hizo nuevos vasallos
de mis vasallos; quiero decir, que los cambió, que los modeló a su antojo. Poseyendo a la vez la clave del oficio y del
oficial(1), dio a
todos los corazones el diapasón que deleitó a su oído, a tal grado, que vino a
ser como la hiedra que ocultaba mi tronco majestuoso y chupaba su savia en mi
verdor... No me oyes.
MIRANDA.
- ¡Oh buen señor! Os escucho.
PRÓSPERO.
– Atiéndeme, te ruego. Yo, olvidando
así las cosas de este mundo, enfrascado en mi retiro por completo ocupado en
enriquecer mi mente con lo que era a mis ojos muy superior al saber popular,
desperté un diabólico instinto en mi pérfido hermano. Y mi confianza, ilimitada por la consanguinidad, engendró en él
una felonía proporcionada a mi buena fe, que verdaderamente no tenía límites,
una seguridad sin trabas. Convertido de
este modo en dueño, no solamente de lo que atesoraban mis rentas, sino también
de cuanto podía mediante mi poder, semejante a un hombre que, en fuerza de
repetir una cosa, comete en su memoria el pecado de dar crédito a su propia
mentira, se imaginó que era efectivamente el duque, olvidó la sustitución, y
tomando la apariencia del rostro de la soberanía, con todas sus
prerrogativas..., creció desde este instante su ambición... ¿Me escuchas?
MIRANDA.
– Vuestro relato, señor, curaría la sordera.
PRÓSPERO.
– Para que no hubiera pantalla alguna entre el papel que representaba y la
realidad del mismo, creyó necesario hacerse dueño absoluto de Milán. En cuanto a mí, pobre hombre..., mi
biblioteca era un ducado suficientemente grande. Llegó a suponerme incapaz de ejercer la soberanía temporal. Confederado, tan sediento estaba de poder,
con el rey de Nápoles, se obligó a pagarle un tributo anual, le rindió
homenaje, sometió su coroneta a su corona y humilló al ducado hasta entonces
indomable. ¡Ay pobre Milán!, bajo el más vergonzoso yugo.
MIRANDA.
- ¡Oh cielos!
PRÓSPERO.
– Fíjate bien en las condiciones y resultado de esta alianza. Dime ahora si este hombre es un hermano.
MIRANDA.
– Fuera pecado dudar de la honradez de mi abuela. Virtuosas matrices han producido perversos vástagos.
PRÓSPERO.
– Vengamos a las condiciones. El rey de
Nápoles, inveterado enemigo mío, atendió a la pretensión de mi hermano, la cual
consistía en que él, a cambio de las concesiones de homenaje, y de no sé qué
tributo, me arrojase a mí y a los míos del ducado y confiriese el hermoso Milán
con todos los honores a mi hermano.
Acto seguido levantóse un ejército de traidores; una noche, la señalada
para la ejecución, Antonio abrió las puertas de Milán, y, en medio del horror
de las tinieblas, los comisionados de sus proyectos arrancáronme de allí a mí,
y a ti misma, que gritabas.
MIRANDA.
- ¡Ay! ¡Por piedad! Yo ahora, no recodando cómo grité entonces,
quisiera gritar de nuevo. Es una
sugestión que hace afluir las lágrimas a mis ojos.
PRÓSPERO.
– Escucha un poco todavía, e iré a parar a lo que en este instante nos ocupa,
sin lo cual mi narración sería harto impertinente.
MIRANDA.
- ¿Cómo no os hicieron perecer en tal momento?
PRÓSPERO.
– Bien preguntado, hija mía. Mi relato
provoca esa interrogación. No se
atrevieron, cara niña: tanto era el cariño que el pueblo me profesaba; no
quisieron sellar con sangre el acontecimiento, sino que prefirieron pintar sus
reprobables fines con los más sugestivos colores. En suma: nos transportaron a bordo de un barco, que nos internó
algunas leguas en el mar, donde tenían dispuesto el casco de una nave(2), sin aparejos, roldanas, vela ni mástil, que hasta
las ratas habían abandonado instintivamente.
Allí nos introdujeron a la fuerza, para que uniéramos nuestros gritos a
la mar que rugía en torno y nuestros suspiros a los vientos, los cuales,
compadecidos, suspiraban a la vez devolviéndonos los sollozos en ecos
simpáticos.
MIRANDA.
- ¡Ay! ¡Qué tormento debí de ser
entonces para vos!
PRÓSPERO.
- ¡Oh, tú fuiste el querubín que me salvó!
Animada de una fortaleza celestial, sonreías, mientras yo hacía llover(3) el mar con salobres lágrimas, gimiendo bajo el peso
de mis males; sonrisa que engendraba en mí una resolución obstinada(4), que me ayudó a soportar lo que debía sobrevivir.
MIRANDA.
- ¿Cómo ganamos la orilla?
PRÓSPERO. – Gracias a la divina Providencia. Disponíamos de algunos víveres y un poco de agua dulce, que un noble napolitano, Gonzalo, al que incumbía la ejecución del proyecto, movido de caridad, nos dejó, juntamente con ricas vestiduras, ropa blanca, telas y otros objetos necesarios que después nos han sido de gran utilidad; sabiendo lo que estimaba mis libros, llevó su generosidad hasta proveerme, sacados de mi propia biblioteca, de volúmenes a que yo concedía mayor valor que a mi ducado.
MIRANDA. - ¡Ojalá pueda un día conocer a ese hombre!
PRÓSPERO.
– Voy a levantarme ahora(5). (Recogiendo
su manto)(6). Permanece aún sentada y escucha el fin de
nuestras desdichas sobre el mar.
Arribamos aquí, a esta isla, y en ella he sido tu profesor, has sacado
más provecho de mis lecciones que otras princesas que derrochan el tiempo en
horas frívolas y carecen de preceptores tan cuidadosos.
MIRANDA.
- ¡El cielo os lo recompense! Y ahora,
señor, decidme, os suplico, pues esto me preocupa aún, la razón de por qué
habéis levantado esta tormenta marítima.
PRÓSPERO.
– Vas a saberlo con creces. Por la más
extraña de las casualidades, la bienhechora Fortuna, de nuevo mi cara amiga, ha
conducido a mis adversarios hacia estas playas, y, merced a mi presencia,
descubro que mi cenit se halla dominado por la estrella más propicia, cuya
influencia debo utilizar con cuidado si no quiero ver abatida para siempre mi
fortuna. Ahora no me preguntes
más. Te vence el sueño; es un buen
reparador y déjale paso... Veo que no puedes defenderte de él... (MIRANDA se queda dormida.) ¡Ven acá, servidor, ven! Estoy dispuesto ya. ¡Acércate, mi Ariel, llega!
Entra ARIEL
ARIEL.
- ¡Salve por siempre, gran dueño!
¡Salve, grave señor! Vengo a
ponerme a las órdenes de tu mejor deseo; haya que hender los aires, nadar,
sumergirse en el fuego, cabalgar sobre las rizadas nubes, a tu servicio estoy;
dispón de Ariel y de todo su influjo-
PRÓSPERO.
- ¿Has ejecutado puntualmente la tempestad que te encomendé, espíritu?
ARIEL.
– Punto por punto. He abordado el navío
del rey. Ora en la proa, ora en el centro,
sobre cubierta, en cada camarote, mis llamadas han hecho maravillas. A veces me dividía y quemaba en muchos
sitios; en la extremidad del mastelero, en las vergas, en el bauprés, arrojaba
llamas diferentes, que luego se encontraban y reunían. Los relámpagos de Júpiter, precursores de
los terrible estampidos del trueno, no se sucedían más momentáneos ni
deslumbrantes. Los fuegos y estallidos
de las detonaciones sulfúreas parecían sitiar al poderoso Neptuno y herir de
espanto a las audaces olas. ¡Hasta su
terrorífico tridente tembló!.
PRÓSPERO.
- ¡Mi valeroso genio! ¿Qué hombre fuera
tan firme, tan animoso, que este tumulto no le hubiera trastornado la razón?
ARIEL.
– No hubo alma que no sintiese la fiebre de la locura y no diera señales de
desesperación. Todos, menos los
marineros, sumergiéronse en la onda amarga y espumeante, y abandonaron el buque
totalmente incendiado por mí. Fernando
el hijo del rey, con los cabellos erizados, más bien cañahejas de cabellos, fue
el primero que saltó gritando: <<¡El infierno está vacío y todos los
demonios se hallan aquí!>>
PRÓSPERO.
- ¡Bien, muy bien, genio mío! Pero ¿no
estaba próxima la orilla?
ARIEL.
– Muy cercana, mi dueño.
PRÓSPERO.
– Y dime, ¿se encuentran salvos, Ariel?
ARIEL.
– Ni un cabello han perdido, ni una mancha se descubre en sus flotantes
vestidos, a no ser más lucientes que antes; y siguiente tus órdenes, los he
dispersado en grupos por la isla. En
cuanto al hijo del rey, yo mismo lo he desembarcado, al cual acabo de dejar
refrescando el aire con sus suspiros, sentado en un oculto rincón de esta isla,
con los brazos cruzados en esta triste actitud.
PRÓSPERO.
– Dime, qué has hecho del navío del rey y de los marineros y cómo has dispuesto
del resto de la flota.
ARIEL.
– El buque real se halla al abrigo del puerto; en el profundo ancón donde una
vez me evocaste a medianoche para que fuera a buscarte rocío de las Bermudas,
continuamente huracanadas. Allí se
encuentra oculto. Todos los marineros
reposan tendidos bajo las escotillas, donde los he dejado que duerman con el
influjo de hechizos, a los que ha venido a unirse la fatiga que han debido de
soportar. Y, por lo que resta de la
flota por mí dispersada, ha vuelto a juntarse y boga sobre el Mediterráneo, haciendo
vela rumbo a Nápoles, persuadidos de haber visto naufragar la nave del rey y
perecer su sagrada persona.
PRÓSPERO.
– Ariel, has cumplido exactamente tu misión.
Peor tengo que confiarte más trabajo aún. ¿En qué momento del día estamos?
ARIEL.
– Ha pasado el meridión.
PRÓSPERO.
– De dos ampolletas por lo menos.
Debemos aprovechar el tiempo preciosísimo que nos queda hasta la hora
sexta.
ARIEL.
- ¿Hay más trabajo? Puesto que me das
tarea, permíteme recordarte lo que me prometiste y aún no has cumplido.
PRÓSPERO.
- ¡Cómo! ¿Malhumorado? ¿Qué es lo que puedes pedir?
ARIEL.
– Mi libertad.
PRÓSPERO.
- ¿Antes del tiempo establecido? Ni una
palabra más.
ARIEL.
– Te ruego que te acuerdes de que te he prestado valiosos servicios; no te he
mentido, no he cometido errores; ni murmuración. Me prometiste condenarme un año entero.
PRÓSPERO.
- ¿Has olvidado de qué tortura te libré?
ARIEL.
– No.
PRÓSPERO.
– Sí, y te imaginas estar exento porque huellas el limo de las profundidades
saladas, corres sobre el viento punzante del Norte, y realizas mis negocios en
las venas de la tierra cuando se halla endurecida con el cielo.
ARIEL.
– No, señor.
PRÓSPERO.
- ¡Mientes, maligno ser! ¿Has olvidado
a la horrible bruja Sycorax, cuya vejez y maldad la hacían combarse en
dos? ¿La has olvidado?
ARIEL.
– No, señor.
PRÓSPERO.
– Sí. ¿Dónde nació? Habla; respóndeme.
ARIEL.
– En Argel, señor.
PRÓSPERO.
- ¡Oh! ¿Era así? Debo recordarte una vez al mes lo que has
sido, pues lo olvidas. Esa condenada
hechicera, Sycorax, fue, como sabes, desterrada a Argel a causa de numerosas
fechorías y de terribles embrujamientos incapaces de soportar por oídos
humanos. En consideración a una sola de
sus acciones no se le quiso quitar la vida.
¿No es verdad?
ARIEL.
– Sí, señor.
PRÓSPERO.
– Esta furia de ojos azules fue transportada a estos lugares con el niño de que
estaba encinta, y abandonada aquí por los marineros. Tú, que hoy me sirves, le servías entonces de esclavo, como tú
mismo me contaste; y como eras un espíritu excesivamente delicado para ejecutar
sus terrestres y abominables órdenes, te resististe a secundar sus operaciones
mágicas. Entonces ella, con la ayuda de
agentes más poderosos, y en su implacable cólera, te confinó en el hueco de un
pino. Aprisionado en aquella corteza
permaneciste lastimosamente una docena de años, en cuyo espacio de tiempo hubo
de morir ella, dejándote allí, desde donde dabas al viento tus sollozos con la
rapidez de una rueda de molino. En
dicha época, esta isla, a excepción del hijo que había dado a luz la bruja, un
pequeño monstruo rojo y horrible, no era honrada con la presencia de un humano.
ARIEL.
– Sí; os referís a Calibán, su hijo.
PRÓSPERO.
– De esa criatura atrasada es de quien hablo, de ese Calibán que conservo a mi
servicio. Sabe muy bien en qué tormento
hube de hallarte. Tus gemidos hacían
ladrar a los lobos y penetrban en el corazón de los siempre enfurecidos
osos. Era un verdadero suplicio de
condenado, que Sycorax no podía revocar.
Este fue mi arte, cuando llegué y te oí; que hice abrir el pino y te
permití salir de él
ARIEL.
– Te doy las gracias, dueño.
PRÓSPERO.
– Si tornas a murmurar, hendiré una encina y te ensartaré en sus nudosas
entrañas, donde aullarás durante doce inviernos.
ARIEL.
– Perdón, dueño. Cumpliré tus mandatos
y ejerceré gentilmente mis funciones de espíritu.
PRÓSPERO.
– Obra así, y dentro de dos días te libertaré.
ARIEL.
- ¡Qué noble es mi dueño! ¿Qué debo
hacer? ¿Qué?, decidlo. ¿Qué debo hacer?
PRÓSPERO.
– Ve a transformarte en ninfa del mar.
No seas visible sino para ti y para mí; sé invisible para los
demás. Anda, revístete de esa forma y
vuelve en seguida. Márchate, sal con
presteza. (Sale ARIEL.) ¡Despierta,
querido corazón, despierta! ¡Arriba, ya
has dormido lo suficiente! ¡Levántate!
MIRANDA.
– (Alzándose.) La extrañeza de vuestro relato me ha causado
pesadumbre.
PRÓSPERO.
– Disípala. Ven conmigo, visitaremos a
Calibán, mi esclavo, que nunca nos da una contestación amable.
MIRANDA.
– Es un villano, señor, que no me agrada verle.
PRÓSPERO.
– Pero, como quiera que sea, no podemos pasarnos sin él. Enciente nuestro fuego, sale a buscarnos la
leña y nos presta servicios útiles.
¡Hola! ¡Esclavo! ¡Calibán!
¡Terrón de barro! ¡Habla!
CALIBÁN.
– (Dentro.) Hay bastante leña en la casa.
PRÓSPERO.
– Te digo que vengas. Tengo otras
ocupaciones que darte. ¡Avanza,
tortuga! ¿Vendrás?
Vuelve a entrar ARIEL, en
figura de ninfa del mar.
¡Sublime aparición! ¡Mi gentil Ariel, déjame hablarte al oído!
ARIEL.
– Se cumplirá, señor (Sale)
PRÓSPERO.
- ¡Tú, infecto esclavo, engendrado por el mismo demonio a tu maldita madre,
avanza!
Entra CALIBÁN
CALIBÁN.
- ¡Que el maligno rocío que barría mi madre con una pluma de cuervo sobre el
malsano aguazal os inunde a los dos!
¡Que un viento Sudoeste sople sobre vosotros y os cubra la piel de
úlceras!
PRÓSPERO.
– Ten la seguridad de que, por ello, esta noche padecerás calambres y dolores
de costado que te cortarán la respiración.
Los erizos, durante la parte de la noche que les sea permitido obrar, se
cebarán todos en ti. Serás cribado de picaduras tan numerosas como las celdas
de un panal de miel, y cada pinchazo será más doloroso que si proviniese de una
abeja.
CALIBÁN.
– Tengo derecho a comer mi comida. Esta
isla me pertenece por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado. Cuando viniste por vez primero, me halagaste,
me corrompiste. Me dabas agua con bayas
en ella; me enseñaste el nombre de la gran luz y el de la pequeña, que ilumina
el día y la noche. Y entonces te amé y
te hice conocer las propiedades todas de la isla, los frescos manantiales, las
cisternas salinas, los parajes desolados y los terrenos fértiles. ¡Maldito sea por haber obrado así!... ¡Que
todos los hechizos de Sycorax, sapos, escarabajos y murciélagos caigan sobre
vos! ¡Porque yo soy el único súbdito
que tenéis, que fui rey propio! ¡Y me
habéis desterrado aquí, en esta roca desierta, mientras me despojáis del resto
de la isla!
PRÓSPERO. - ¡Oh, esclavo impostor, a quien pueden conmover los latigazos, no la bondad! Te he tratado a pesar de que eres estiércol, con humana solicitud. Te he guarecido en mi propia gruta, hasta que intentaste violar el honor de mi hija.
CALIBÁN.
- ¡Oh, jo!(7) ¡Oh,
jo!... ¡Lástima no haberlo realizado!
Tú me lo impediste; de lo contrario, poblara la isla de Calibanes.
PRÓSPERO(8). - ¡Esclavo aborrecido, que nunca abrigarás un buen
sentimiento, siendo inclinado a todo mal!
Tengo compasión de ti. Me tomé la molestia de que supieses hablar. A cada instante te he enseñado una cosa u
otra. Cuanto tú, hecho un salvaje,
ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento
de palabras que lo dieran a conocer. Pero, aunque aprendieses, la bajeza de tu
origen te impediría tratarte con las naturalezas puras. ¡Por eso has sido justamente confinado en
esta roca, aun mereciendo más que una prisión!
CALIBÁN.
- ¡Me habéis enseñado a hablar, y el
provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir! ¡Que caiga sobre vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro
lenguaje!.
PRÓSPERO.
- ¡Fuera de aquí, semilla de bruja! Ve
a buscarnos combustible. Y apresúrate,
que más te valdrá para llevar a cabo otras misiones. ¿Te encoges de hombros, réprobo?
Si lo echas en olvido o realizas de mala gana mis mandatos, te torturaré
con los consabidos calambres, te llenaré los huesos de dolores y te haré lanzar
tales gemidos que temblarán las bestias.
CALIBÁN.
– No, te lo suplico. (Aparte.) Debo obedecer. Su poder es tan irresistible, que triunfaría de Setebos, el dios
de mi madre, y haría de él un vasallo.
PRÓSPERO.
- ¡Vamos, esclavo, márchate! (Sale CALIBÁN)
Entra de nuevo ARIEL, invisible,
cantando y tocando. FERNANDO le sigue
CANCIÓN DE ARIEL
y cogeos las manos
después de los saludos y los besos
a las salvajes ondas,
danzad alegremente aquí y allá.
Dulces genios, llevad el estribillo.
escuchad, escuchad.
ESTRIBILLO
[Entre
bastidores.]
¡Guau... Uau...! [Como
un eco.]
Ladran los perros guardianes.
[Entre
bastidores.]
¡Guau... Uau...! [Como un eco.]
¡Escuchad, escuchad! Oigo
el canto del audaz Chantecler.
[Grito]
¡Qui-qui-ri-quí!...
FERNANDO.
- ¿De dónde viene esta música? ¿Del
aire, o de la tierra? No se oye ya...,
y a buen seguro se dirige a alguna divinidad de la isla. Sentado en la playa, llorando el naufragio
del rey mi padre, se deslizó junto a mí esta música sobre las aguas, aplacando
su furia y mi dolor con su dulce melodía.
La he seguido hasta aquí, o más bien me ha traído ella; pero ha
cesado... No, comienza de nuevo.
ARIEL.
– (Canta.)
Tu padre yace enterrado bajo cinco brazas de agua;
se ha hecho coral con sus huesos;
los que eran ojos son perlas.
Nada de él se ha dispersado,
sino que todo ha sufrido la transformación del mar
en algo rico y extraño.
Las ondinas, cada hora, hacen sonar su campana.
ESTRIBILLO
[Entre
bastidores.]
¡Ding-dong!...
¡Escuchad, ahora la oigo!...
¡Ding-dong!... ¡Dan!... (9)
FERNANDO.
- ¡Ese coro me recuerda a mi padre ahogado!
Esto no es una cosa humana, ni el son pertenece a la tierra. Ahora lo siento por encima de mí.
PRÓSPERO.
– Levanta las cortinas franjeadas de tus ojos(10) y dime qué ves a lo lejos.
MIRANDA. - ¿Qué es? ¿Un espíritu?... ¡Señor, cómo mira! Creedme, señor, tiene una arrogante presencia... Pero es un espíritu.
PRÓSPERO.
– No hija mía; come, duerme y tiene los mismos sentidos que nosotros. El galán que miras es uno del naufragio, y
si no estuviera algo desfigurado por el sufrimiento, ese cáncer de la hermosura
podría hallar en él una persona bizarra.
Ha perdido sus compañeros, y vaga errante por encontrarlos.
MIRANDA.
– Tentada estoy por tomarle por una cosa divina, porque nada en la Naturaleza
ha visto nunca tan noble.
PRÓSPERO.
– (Aparte.) Esto marcha, a lo que veo, como deseaba mi corazón. Espíritu, lindo espíritu, por este servicio
te libertaré dentro de dos días.
FERNANDO.
- ¡Seguramente esta es la diosa a quien se dirigían aquellos cánticos! Dignaos decirme, os ruego, si moráis en esta
isla y si consentiríais en instruirme acerca de lo que aquí me aguarda. Pero mi primer deseo, aunque lo exprese en
último lugar, es saber, ¡oh maravilla!, si sois mortal o no.
MIRANDA.
- ¡Nada de maravilla, caballero, sino simplemente una doncella!
FERNANDO.
- ¡Mi idioma! ¡Cielos! ¡Me consideraría el primero de los hombres
que hablan esta lengua si me hallase en el país en que se habla!
PRÓSPERO.
- ¡Cómo! ¿El primero? ¿Qué seríais si el rey de Nápoles te
escuchara?
FERNANDO.
– Un simple mortal, como soy ahora, asombrado de oírte hablar de Nápoles. ¡El rey de Nápoles me oye! Por eso lloro. Yo mismo soy Nápoles, yo, cuyos ojos, desde entonces en lágrimas,
han visto naufragar al rey mi padre.
MIRANDA.
- ¡Ay, qué desgracia!
FERNANDO.
– Sí, en verdad, él y todos sus cortesanos.
El duque de Milán y su noble hija han desaparecido igualmente.
PRÓSPERO.
– El duque de Milán y su no menos noble hija podrían contradecirte si fuera el
momento oportuno. (Aparte.) A primera vista
han cambiado ojeadas. ¡Delicado Ariel,
te haré libre! (A FERNANDO) Una palabra,
querido señor. Temo que vos mismos os
hayáis hecho algún agravio. Una
palabra.
MIRANDA.
– (Aparte) ¿Por qué habla mi padre tan duramente? Es el tercer hombre que he visto y el primero por quien he
suspirado. ¡Que la piedad mueva a mi
padre por el lado a que se inclina mi corazón!
FERNANDO.
- ¡Oh! Si sois virgen y vuestro amor no
tiene dueño, os haré reina de Nápoles.
PRÓSPERO.
– Basta, señor. Una palabra
todavía. (Aparte.) Están en poder uno
del otro; pero este precipitado asunto debe suscitar obstáculos, no sea que la
felicidad de la conquista rebaje su valor.
(A FERNANDO.) Una palabra aún. Te intimo a que me escuches.
Usurpas aquí un nombre que no te pertenece y te has introducido en esta
isla como un espía, para arrebatármela a mí, el dueño de ella.
FERNANDO.
– No tan cierto como soy hombre.
MIRANDA.
– Nada malo puede residir en semejante templo.
Si el espíritu del mal habitase tan bella morada, los buenos se
esforzarían en vivir en ella.
PRÓSPERO.
– (A FERNANDO.) Sígueme.
(A MIRANDA.) No intercedas por él; es un traidor. (A
FERNANDO.) Vamos. Voy a encadenarte el cuello con los pies; el
agua del mar será tu bebida; tendrás por alimento moluscos de manantial dulce,
raíces secas y las vainas en que se mecen las bellotas. Sígueme.
FERNANDO.
- ¡No! ¡Resistiré a semejante
tratamiento hasta que mi enemigo sea el más fuerte! (Desenvaina, y al accionar
queda encantado.)
MIRANDA. - ¡Oh padre querido! No le sometáis a tan dura prueba, pues es gentil y no inspira recelo.
PRÓSPERO. - ¡Cómo! Estoy pensando, ¿será mi pie mi tutor?(11) ¡Alabe tu espada, traidor; que das la cara, pero no te atreves a herir, presa de una conciencia culpable! Depón esa actitud amenazadora(12), porque puedo desarmarte con esta varilla y hacer caer de tus manos el acero.
MIRANDA.
- ¡Os lo suplico, padre!
PRÓSPERO.
- ¡Atrás, no te cuelgues a mis vestidos!
MIRANDA.
- ¡Señor, tened compasión! Yo seré su
fiadora.
PRÓSPERO.
- ¡Silencio! Una palabra más me
obligaría a reñirte, cuando no a odiarte.
¡Cómo! ¿Abogada de un impostor?
¡Cállate! ¿Piensas que no hay
más hombres de esa figura, porque no has visto sino a él y a Calibán? ¡Criatura insensata! Al lado de muchos hombres, este es un
Calibán, y ellos al suyo, ángeles.
MIRANDA.
– Entonces, mis afecciones son muy humildes.
No tengo la ambición de ver a un hombre más atractivo.
PRÓSPERO.
– (A FERNANDO.) Vamos, obedece. Tus músculos han vuelto a la infancia y no queda vigor en ellos.
FERNANDO.
– En efecto, mis espíritus como en un sueño, parecen hallarse encadenados. La pérdida de mi padre, la debilidad que
experimento, el naufragio de todos mis amigos o las amenazas de este hombre a
quien estoy esclavizado, no serían nada si desde mi prisión, una vez al día,
pudiera contemplar a esta virgen. ¡Qué
importa ser libre en todos los demás rincones de la tierra! ¡Yo gozaría de espacio suficiente en
semejante prisión!
PRÓSPERO.
– (Aparte) La cosa marcha. (A FERNANDO) Vamos (A ARIEL) ¡Qué bien has cumplido tu misión, arrogante Ariel! (A FERNANDO) Sígueme.
(A ARIEL) Escucha lo que tengo que mandarte aún.
MIRANDA.
– (A FERNANDO) Serenaos.
Mi padre es de mejores sentimientos que lo que aparentan sus palabras,
señor. En este instante cede a un humor
no habitual en él.
PRÓSPERO. – Serás tan libre como los vientos de la montaña; pero cumple ahora punto por punto lo que te ordene.
ARIEL.
– Al pie de la letra.
PRÓSPERO.
– (A FERNANDO) Vamos, sígueme. (A MIRANDA.) No intercedas
por él (Salen)
ACTO
SEGUNDO
Otra parte de la
isla
Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, GONZALO, ADRIÁN,
FRANCISCO y otros
GONZALO.
– Os lo ruego, señor, mostraos alegre.
Tenéis, como todos nosotros, motivos de contento, pues nuestra salvación
vale mucho más que nuestras pérdidas.
Las razones que han llenado nuestros pechos de dolor son comunes. Cada día la esposa de algún marino, el
contramaestre de algún armador y el armador mismo experimentan iguales
ocasiones de desgracia. Pero respecto
del milagro que nos ha salvado, apenas entre millares de individuos habrá unos
cuantos que puedan jactarse de haber escapado al mismo peligro que nosotros. Contrabalancead, pues, señor,
reflexivamente, nuestro dolor con nuestro consuelo.
ALONSO.
– Silencio, por favor.
SEBASTIÁN.
– Sus consuelos producen el efecto de un potaje frío.
ANTONIO.
– No le dejará tan pronto el visitador.
SEBASTIÁN.
– Mirad, da cuerda al reloj de su ingenio.
No tardará en sonar.
GONZALO.
– Señor.
SEBASTIÁN.
– Una; contad.
GONZALO.
– Cuando se alimentan así cada uno de los pesares que sobrevienen, llega a
recogerse...
SEBASTÍAN.
– Un dolor.
GONZALO.
– Lo que se recoge es un dolor, a buen seguro.
Os habéis acercado a la palabra verdadera más de lo que suponíais.
SEBASTIÁN.
– Vos la habéis empleado más hábilmente de lo que hubiera creído.
GONZALO.
– De suerte, mi señor...
ANTONIO.
-¡Qué asco! ¡Cuán expedito es de
palabras!
ALONSO.
– Ahorráoslas, os ruego.
GONZALO.
– Bien; he terminado; pero no obstante...
SEBASTIÁN.
- ¡Hablará!
ANTONIO.
- ¿Cuál de los dos, entre él y Adrián, cantará el primero? Se abre una
buena apuesta.
SEBASTIÁN.
– El gallo viejo.
ANTONIO.
– El joven.
SEBASTIÁN.
– Apostado. ¿Qué va?
ANTONIO.
– Una carcajada.
SEBASTIÁN.
- ¡Hecho!
ADRIÁN.
– Aunque esta isla parece desierta...
SEBASTIÁN.
- ¡Ja, ja, ja! Seréis pagado.
ADRIÁN.
– Inhabitable y casi inaccesible.
SEBASTIÁN.
– Sin embargo...
ADRIÁN.
– Sin embargo...
ANTONIO.
- ¡La cosa era fatal!
ADRIÁN.
– El clima debe ser sutil, dulce y de sugestiva templanza.
ANTONIO.
– La Templanza(1) fue
una moza sugestiva.
SEBASTIÁN.
– Sí, y sutil también, como con mucho acierto nos ha confesado.
ADRIÁN.
– El aire sopla aquí oreándonos deliciosamente.
SEBASTIÁN.
– Como si lo exhalaran pulmones podridos.
ANTONIO.
– O como si lo perfumara un pantano.
GONZALO.
– Aquí se halla todo cuanto es sutil a la vida.
ANTONIO.
– Cierto, salvo los medios de vivir.
SEBASTIÁN.
– De esos hay pocos o ninguno.
GONZALO.
- ¡Qué espesa y robusta parece la hierba!
¡Qué verde!
ANTONIO.
– El terreno es, en verdad, tostado.
SEBASTIÁN.
– Con un ligero tinte verdoso(2)
ANTONIO.
– No se equivoca mucho.
SEBASTIÁN.
– No, se contenta con alterar completamente la verdad.
GONZALO.
– Pero lo raro de esto, lo que es medio increíble...
SEBASTIÁN.
– Como la mayor parte de las rarezas...
GONZALO.
– Es que nuestros vestidos, a pesar de haberse mojado por el agua del mar, no
han perdido nada de su lozanía y lustre.
Más bien parecen acabados de teñir que impregnados de agua salada.
ANTONIO.
– Si uno solo de sus bolsillos pudiera hablar, ¿no le tacharía de embustero?
SEBASTIÁN.
– Sí, a no ser que se embolsara su mentira.
GONZALO.
– Nuestros vestidos me parecen ahora tan lozanos como cuando nos los pusimos
por vez primera en África, en las bodas de Claribel (3), la bella hija del rey, con el monarca de Túnez.
SEBASTIÁN.
– Que fue un feliz enlace y de regreso venturoso.
ADRIÁN.
– Jamás fue Túnez agraciado con una reina tan incomparable.
GONZALO.
– Nunca, desde los tiempos de la viuda Dido.
ANTONIO.
- ¡Viuda! ¡Mala peste con la
imputación! ¿De dónde sacáis lo de
viuda? ¡Dido viuda!
SEBASTIÁN.
- ¿Cuándo ha dicho el poeta que Eneas fue también viudo? ¡Gran Dios, cómo lo entendéis!
ANTONIO.
- ¿La viuda Dido, decís? Me hacéis
pensar. Ella era de Cartago, no de
Túnez.
GONZALO.
– Esa Túnez, señor, fue Cartago.
ADRIÁN.
- ¿Cartago?
GONZALO.
– Cartago, os lo aseguro.
ANTONIO.
– He aquí una palabra más extraordinaria que el arpa milagrosa.(4)
SEBASTIÁN.
– Ha levantado murallas y también palacios.
ANTONIO.
- ¿Qué asunto imposible va a acometer ahora?
SEBASTIÁN.
– Creo que acabará por llevarse esta isla en la faltriquera y entregársela a su
hijo como una manzana.
ANTONIO.
– Y sembrando sus pepitas en el mar, hacen que broten más islas.
GONZALO.
- ¿Sí?
ANTONIO.
– Vaya, y en buen hora.
GONZALO.
– (A ALONSO.) Decíamos, señor, que vuestros vestidos
parecían ahora tan galanos como cuando estuvimos en Túnez, en las bodas de
vuestra hija, al presente reina.
ANTONIO.
– Y reina la más cumplida que allí se vio.
SEBASTIÁN.
- ¡Excepto, os lo suplico, la viuda Dido!
ANTONIO.
- ¡Oh! ¡La viuda Dido! ¡Sí, la viuda Dido!
GONZALO.
– Señor, ¿no está mi jubón tan nuevo como el primer día que me lo puse? Quiero decir, hasta cierto punto.
ANTONIO.
– Ese punto ha sido bien pescado.
GONZALO.
- ¿No lo llevé en el casamiento de vuestra hija?
ALONSO. – Me abatís los oídos con palabras que me turban. ¡Ojalá no hubiera casado allí nunca a mi hija! A mi regreso he perdido a mi hijo, y, a lo que presumo, a ella también, demasiado lejos de Italia para que pueda volver a verla. ¡Oh tú, mi heredero de Nápoles y de Milán! ¿a qué extraño pez has servido de pasto?
FRANCISCO.
– Señor, es posible que viva. He visto
removerse las olas debajo de él y cómo cabalgaba sobre sus crestas. Avanzaba por encima del agua, domando su
furia y oponía su pecho a las hinchadas olas que le cercaban. Su arrogante cabeza ejercía dominio sobre el
irritado oleaje; y remando con nervudo brazo, hacía fuertes brazadas hacia la
ribera, que, inclinada sobre su base, azotada por el océano, parecía descender
para ir en su ayuda. No dudo que ha
llegado vivo a la orilla.
ALONSO.
– No, no ha perecido.
SEBASTIÁN.
– Señor, a vos mismo incumbe esta gran pérdida. No habéis querido conceder a Europa el honor de vuestra hija;
preferisteis perderla, entregándosela a un africano; por donde ha venido a
quedar privada de vuestros ojos, que ahora encuentra justos motivos para
llorarla.
ALONSO.
– Silencio, te lo suplico.
SEBASTIÁN.
– Nos hemos arrodillado ante vos e importunado todos con nuestras súplicas; y
la misma bella alma, colocando en la balanza su aversión y su obediencia, no
sabía a qué platillo inclinarse. Temo
que hayamos perdido a vuestra hija para siempre. Más viudas ha hecho a Milán y a Nápoles esta expedición que
hombres devolveremos para consolarlas. Vuestra sólo es la culpa.
ALONSO.
– Y yo quien experimento la más cruel
pérdida.
GONZALO.
– Monseñor Sebastián, las verdades que decís adolecen de falta de benevolencia,
y, sobre todo, de oportunidad. Enconáis
la herida cuando debierais curarla.
SEBASTIÁN.
– Muy bien.
ALONSO.
– Y quirúrgicamente expresado.
GONZALO.
– Tiempo desagradable para todos nosotros, querido señor, cuando vuestro
aspecto es sombrío.
SEBASTIÁN.
- ¿Tiempo desagradable?
ANTONIO.
– Sumamente desagradable.
GONZALO.
– Si hubiera de colonizar esta isla, monseñor...
ANTONIO.
– La sembraría de ortigas
SEBASTIÁN.
– O de zarzas o malvas.
GONZALO. – Si yo fuera rey, ¿sabéis lo que haría?
SEBASTIÁN.
– Prohibiríais la embriaguez, porque no hay vino.
GONZALO.
– En mi república dispondría todas las cosas al revés de cómo se estilan. Porque no admitiría comercio alguno(5) ni nombre de magistratura; no se conocerían las
letras; nada de ricos, pobres y uso de servidumbre; nada de contratos,
sucesiones, límites, áreas de tierra, cultivo, viñedos(6), no habría metal, trigo, vino ni aceite; no más
ocupaciones; todos, absolutamente todos los hombres estarían ociosos; y las
mujeres también, que serían castas y puras; nada de soberanía.
SEBASTIÁN.
– Pero él sería el rey.
ANTONIO.
– El fin de su república justifica su principio.
GONZALO.
– Todas las producciones de la Naturaleza serían en común, sin sudor y sin
esfuerzo. La traición, la felonía, la
espada, la pica, el puñal, el mosquete o cualquier clase de súplica, todo
quedaría suprimido, porque la Naturaleza produciría por sí propia, con la mayor
abundancia, lo necesario para mantener a mi inocente pueblo.
SEBASTIÁN.
- ¿Nada de casamientos entre sus vasallos?
ANTONIO.
– Ninguno, hombre. Sería una república de
holgazanes, putas y bribones.
GONZALO.
– Gobernaría con tal acierto, señor, que eclipsaría la Edad de Oro.
SEBASTIÁN.
- ¡Dios guarde a Su Majestad!
ANTONIO. - ¡Viva Gonzalo!
GONZALO.
– Pero... ¿me oís, señor?
ALONSO.
– No más, te ruego. Para mí es como si
no dijeras nada.
GONZALO.
– Creo a pie juntillas a Vuestra Alteza, y si hablé así fue para aprovechar la
ocasión de demostrar a estos caballeros, cuyos pulmones son de tan sensible
disposición, que siempre ríen por nada.
ANTONIO.
– Era de vos de quien nos reíamos.
GONZALO.
– Que en ese tiroteo de locas chanzas no soy nada a vuestro lado. Podéis, por consiguiente, proseguir riendo
por nada.
ANTONIO.
- ¡Qué golpe nos propina!
SEBASTIÁN.
- ¡Lástima que no haya dado en falso!
GONZALO.
– Sois caballero de fino temple.
Sacarías la luna de su órbita, si permaneciera cinco semanas sin
cambiar.
Entra ARIEL, invisible,
oyéndose música solemne.
SEBASTIÁN.
– Efectivamente, y después iríamos a cazar murciélagos a la luz de las
antorchas.
ANTONIO.
– Vaya, mi señor, no os incomodéis.
GONZALO.
– No, os lo aseguro. No voy a aventurar
mi discreción tan tontamente. ¿Os place
reíros viéndome dormir? Porque siento
alguna pesadez en la cabeza.
ANTONIO.
– Dormid, pues, escuchándonos. (Duérmense todos, menos ALONSO, SEBASTIÁN
y ANTONIO.)
ALONSO.
- ¡Cómo! ¡Qué pronto se han quedado
dormidos! Desearía que, al cerrarse mis
ojos, lo hicieran también mis pensamientos
A ello se sienten inclinados.
SEBASTIÁN.
– Plázcaos, señor, no rehusar la somnolencia que se os ofrece. Rara vez se dispone a visitar al dolor, y
cuando consiente, reconforta.
ANTONIO. – Nosotros dos, señor, guardaremos vuestra persona mientras descansáis y velaremos por vuestra seguridad.
ALONSO.
– Os lo agradezco. ¡Extraña pesadez!...
(ALONSO duerme. Sale ARIEL.)
Sebastián.
-¡Qué singular letargo se apoderó de ellos!
ANTONIO.
– Es efecto del clima.
SEBASTIÁN.
- ¿Por qué, entonces, no cierra él nuestros párpados? Yo no me encuentro en disposición de dormir.
ANTONIO.
– Ni yo; mis espíritus están ágiles. Se
aletargan todos a la vez, como de común acuerdo. Se han caído como heridos por el rayo. ¡Qué ocasión, noble Sebastián!... ¡Oh, qué ocasión!... No más...
¡Y sin embargo, me parece leer en tu rostro lo que podría ser!... La ocasión te
llama, y mi potente imaginación ve bajar una corona sobre tu cabeza.
SEBASTIÁN.
- ¡Cómo! ¿Estás despierto?
ANTONIO.
- ¿No me oyes hablar?
SEBASTIÁN.
– Sí, y a buen seguro que es el lenguaje de un durmiente y platicas en
sueños. ¿Qué es lo que decís? Extraño modo de descansar el dormir con los
ojos de par en par abierto, estar en pie, hablar, moverse, y no obstante,
sumido en tan profundo sueño.
ANTONIO.
– Noble Sebastián, dejas dormir o más bien morir tu suerte. Cierras los ojos, por más que estés
despierto.
SEBASTIÁN.
– Roncas con claridad. Podrían
interpretarse tus ronquidos.
ANTONIO.
– Estoy más formal que de costumbre, y vos también lo estaréis si me escucháis,
lo que te hará tres veces grande(7).
SEBASTIÁN. – Bien; soy agua estancada.
ANTONIO. Yo os enseñaré a desbordaros.
SEBASTIÁN.
– Hazlo; mi pereza hereditaria me llevaría más bien a refluir hacia mi punto de
origen.
ANTONIO.
- ¡Oh! ¡Si supierais hasta qué extremo
alentáis mi proyecto, mientras os burláis así de él! ¡Cómo, cambiando la acepción de las palabras, las encontráis
conformes a vuestra situación1 Los
hombres irresolutos suelen, en verdad, aproximarse muy frecuentemente al fin
pretendido, merced a su propio temor o a su pereza.
SEBASTIÁN.
– Explícate, te lo ruego. La
preocupación impresa en tus ojos y mejillas anuncia que tienes algo importante
que decirme y cuyo desembuchamiento seguramente te acongoja.
ANTONIO.
– En efecto, señor. Aunque ese noble de
memoria débil, y que será más débil cuando se halle bajo tierra, haya medio
persuadido al rey, pues el espíritu de la persuasión es lo único que le queda
de que su hijo vive, es tan imposible que no esté ahogado como que nade ese que
ahí duerme.
SEBASTIÁN.
– No tengo la menor esperanza de que se haya salvado.
ANTONIO.
- ¡Oh! Esa falta de esperanza, ¡cuánto debe acrecentar vuestras
esperanzas! No tener esperanzas por ese
lado es tenerlas por el otro tan altas, que la misma ambición no sabría
concebirlas con la esperanza de que se realicen. ¿Convenís conmigo en que Fernando se ahogó?
SEBASTIÁN.
– Ha perecido.
ANTONIO.
– Entonces, decidme: ¿cuál es el heredero más inmediato de la corona de
Nápoles?
SEBASTIÁN.
– Claribel.
ANTONIO.
– Ella, la reina de Túnez, que reside diez leguas más allá de la vida del
hombre; que para recibir noticias de Nápoles necesita, a no ser que se le
ofrezca el Sol por mensajero (el hombre de la Luna sería demasiado tardo), el
tiempo preciso para que un recién nacido pueda tener barba y rasurarse, ella,
que, ¿quién si no?, ha sido causa de que nos hayamos sumergido todos, excepto
algunos salvados, destinados a representar un acto cuyo prólogo ha finalizado
ya y cuyo desenlace depende de lo que decidáis.
SEBASTIÁN.
- ¿Qué galimatías es este?... ¿Cómo decís?... Cierto que la hija de mi hermano
es reina de Túnez; cierto asimismo, que es la heredera del trono de Nápoles y
que hay cierto espacio entre las dos regiones.
ANTONIO.
– Un espacio del que cada codo parece exclamar: <<¿Cómo nos mediría esa
Claribel para tornar a Nápoles?>>
¡Permanezca ella en Túnez, y despierte Sebastián!... ¡Digo! ¡Hubiérase apoderado ahora de ellos la
muerte, ¿y qué?, no estarían peor que se encuentran! Alguno habría que gobernara a Nápoles tan bien como el que
duerme; señores capaces de parlotear tan amplia e inútilmente como ese
Gonzalo. Yo mismo representaría el
papel de una chova tan charlatana.
¡Oh! ¡Que no tuvierais mi
pensamiento! ¡Cuánto ayudaría este
sueño a vuestra elevación! ¿Me
comprendéis?
SEBASTIÁN.
– Me parece que sí.
ANTONIO.
- ¿Y cómo acoge vuestro deseo vuestra buena fortuna?
SEBASTIÁN.
– Recuerdo que suplantasteis a vuestro hermano Próspero.
ANTONIO.
– Cierto, y ved cuán bien me sientan mis vestidos. Mucho mejor que antes.
Los servidores de mi hermano son mis súbditos.
SEBASTIÁN.
– Pero vuestra conciencia...
ANTONIO.
- ¡Bah, señor! ¿Dónde yace esa? Si fuese un sabañón, me obligaría a ponerme
pantuflas; pero no siento en mi pecho esa deidad. ¡Veinte conciencias que se interpusiesen entre Milán y yo se
calcinarían y derretirían antes de dirigirme el menor reproche! He ahí tendido a vuestro hermano. No valdría más que la tierra sobre que
descansa, si fuera lo que parece ahora, que está dormido; a quien yo, con este
dócil acero, ¡con tres pulgadas de él!
Puedo mandarle dormir para siempre; mientras vos imitándome podéis sumir
en silencio eterno a este antiguo moralista, a ese señor Prudencio, que no
censuraría nuestra conducta. Cuanto a
los otros, se inclinarían a la tentación, como gato que bebe leche. En cualquier asunto que emprendamos bastará
decirles la hora para que hagan sonar el reloj.
SEBASTIÁN. – Tu caso, querido amigo, me servirá de precedente. Como ganaste a Milán ganaré yo a Nápoles. Tira de espada; un golpe te librará del tributo que pagas, y yo, el rey, te apreciaré.
ANTONIO.
- ¡Desenvainemos juntos, y cuando alce mi diestra, imitadme y caed sobre
Gonzalo!
SEBASTIÁN.
- ¡Ah! Una palabra tan solo.
(Conversan aparte.)
Música. Vuelve a entrar ARIEL, invisible.
ARIEL. – Mi dueño, gracias a su arte, ha previsto el peligro que vos, amigo suyo, corréis, Y me manda, pues de otro modo fracasaría su proyecto, a salvaros la vida. (Cantando al oído de GONZALO).
En tanto dormía roncando,
ojo alerta la traición
está buscando su instante.
Si os inquietáis por la vida.
sacudid el sueño y andad con cuidado.
¡Desperdad! ¡Despertad!
ANTONIO.
– Entonces, no perdamos tiempo. (Desenvaina.)
GONZALO.
- ¡Ahora, ángeles de bondad, defended al rey!
(Se despiertan.)
ALONSO.
- ¡Hola! ¿Qué ocurre? ¿Eh?
¡Desperdad! ¿Por qué habéis
desenvainado? ¿Qué significan estas
siniestras miradas?
GONZALO.
- ¿Qué sucede?
SEBASTIÁN.
– Mientras estábamos aquí velando vuestro reposo, hemos escuchado de repente
sordos rugidos como de toros o más bien de leones. ¿No os han despertado?
Han retumbado en mis oídos de una manera terrible.
ALONSO.
– No he oído nada.
ANTONIO.
- ¡Oh! Era un alboroto para espantar
los oídos de un monstruo, para provocar un temblor de tierra. Seguramente se trataba de todo un rebaño de
leones.
ALONSO.
– ¿Los habéis oído vos, Gonzalo?...
GONZALO.
– Por mi honor, señor, oí un zumbido, y también algo extraño que me
despertó. Os sacudí, señor, y grité, y
como abriera los ojos, vi sus espaldas al aire... Sentíase ruido, esta es la
verdad. Lo mejor es que nos mantengamos
en guardia o que abandonemos este sitio.
Tiremos de las espadas.
ALONSO. – Alejémonos de estos lugares y dediquémonos a la busca de mi pobre hijo.
GONZALO.
- ¡EL Cielo le guarde de estas bestias!
Porque seguramente se halla en la isla!
ALONSO.
– Partamos. (Sale con los otros.)
ARIEL.
– Próspero, mi señor, sabrá lo que he hecho.
Marcha ahora, rey, con toda seguridad, en busca de tu hijo. (Sale.)
Otra parte de la
isla
Entra CALIBÁN con una
carga de leña. Oyese ruido de truenos
CALIBÁN.
- ¡Que todos los miasmas que absorbe el sol de los pantanos, barrancos y aguas
estancadas caigan sobre Próspero y le hagan morir a pedazos! Sus genios me oyes, y, no obstante, no
puedo menos de maldecirle. Pero si él
no lo ordena, se guardarán de pellizcarme, de espantarme con visajes de erizo,
de hundirme en el lodo, o, semejantes a hachones de fuego en la noche,
extraviarme en mi camino. Sin embargo,
no pierden ocasión de divertirse a mi costa.
Unas veces parecen monos que me hacen muecas, aúllan tras de mí y luego
me muerden, otras, como puercoespines, se revuelven sobre el sendero que siguen
mis pies desnudos y enderezan sus puntas bajo mis pasos; frecuentemente me veo
todo enroscado de culebras, que con sus lenguas partidas silban hasta volverme
loco
Entra TRÍNCULO
¡Vedlo
ahora! ¡Mirad! He aquí uno de sus espíritus, que viene a
atormentarme porque soy demasiado lento en llevar la leña. Voy a tenderme boca abajo. Quizá no me descubra.
TRÍNCULO.
– Aquí no ha breña ni arbolillo para guarecerse, y se prepara otra
tempestad. La oigo cantar en el
viento. Allá lejos, aquella nube negra,
aquella inmensa nube, parece un sucio tonel pronto a vaciar su líquido. Si llega a tronar como antes, no sé dónde
resguardaré mi cabeza. Aquella nube no
ha de reventar sino lloviendo a cántaros.
¿Qué tenemos aquí? ¿Un hombre o
un pez? ¿Muerto o vivo? Un pez, a juzgar por el hedor; un pez
rancio; un pobre Juan y no de los más frescos.
¡Extraño pez! Si estuviera ahora
en Inglaterra, como lo hice en otro tiempo, y tuviera este pez, aunque solo
fuese en pintura, no habría tonto en día festivo que no diese por verle una
moneda de plata. Este monstruo haría
allí la fortuna de un hombre. Todo
animal extraño enriquece a su dueño.
Mientras no os darían un óbolo para socorrer a un mendigo lisiado,
gastan diez por ver a un indio muerto.
¡Tiene piernas de hombre y sus aletas parecen brazos! ¡Está caliente, a fé mía! Cambio ahora de opinión. No es un pez, sino
un insular herido por el rayo. (Truena.) ¡Ay! ¡Retorna la
tempestad! Lo mejor es guarnecerme bajo
su capa. No hay otro abrigo en los alrededores. ¡La miseria da al hombre extraños camaradas de lecho! Voy a agazaparme aquí hasta que pase el
residuo de la tormenta.
Entra ESTEBAN, cantando,
con una botella en la mano
ESTEBAN.
No me veréis ir al mar, al mar;
aquí quiero morir en la ribera...
¡Lúgubre tono
para cantar en un entierro! Bien; aquí
está el reconfortante. (Bebe.)
El capitán, el piloto, el contramaestre y yo
el artillero y su auxiliar.
amábamos a Mall, a Meg, a Mariana y a Margarita;
mas ninguno de nosotros se cuidó de Catalina,
porque tenía una lengua como un dardo
que impulsaba a gritar al marido: “¡Anda y que te ahorquen!”
a ella no le gustaba el olor de la brea ni de la pez;
en cambio, un sastre podía rascarla donde sentía comezón.
¡A la mar, pues, muchachos, y que ella vaya a ahorcarse!
Esta es también
una tonada triste; pero aquí está mi confortativo. (Vuelve a beber.)
CALIBÁN.
- ¡No me atormentes! ¡Oh!.
ESTEBAN.
- ¿Qué pasa? ¿Hay aquí diablos? ¿Es para hacer burla de nosotros el
disfrazaros de salvajes y de indios?
¡Ya! No he escapado del
naufragio para que me espanten ahora vuestras cuatro piernas. Porque ya lo dice el refrán: jamás un hombre
de cuatro patas me hará perder terreno.
Y así se repetirá mientras Esteban respire por las narices.
CALIBÁN.
- ¡El espíritu me atormenta! ¡Oh!.
ESTEBAN.
– Este es algún monstruo de la isla, con cuatro piernas, que habrá cogido una
fiebre, a lo que presumo. ¿Dónde
diablos ha aprendido nuestro idioma?
Aunque sólo sea por eso, voy a darle algún auxilio. Si logro curarle, domesticarle y conducirle
a Nápoles, será un presente digno del mayor emperador que haya andado sobre
cuero de vaca.
CALIBÁN.
– No me atormentes, te suplico. Llevaré
más aprisa la leña al hogar.
ESTEBAN.
– Está ahora en el acceso, y no profiere sino desvaríos. Probará mi botella. Si es la primera vez que
bebe vino, hay probabilidades de que le cure su ataque. Si consigo que se restablezca y le
domestico, el sacrificio no habrá sido demasiado grande. Reembolsaré lo que haya gastado con él, y
eso con creces.
CALIBÁN. – Todavía no me haces gran daño, pero pronto me lo harás; lo noto en tus temblores. Próspero obra ahora sobre ti.
ESTEBAN.
– Venid acá; abrid la boca. He aquí lo
que os va a desatar la lengua, gato(1). Abrid la boca. Esto sacudirá vuestra fiebre, os lo aseguro. Seriamente, no sabéis qué amigo soy yo. (Da a
beber a CALIBÁN) ¡Abrid aún las
mandíbulas!.
TRÍNCULO.
– Dijera conocer esa voz. Debe de
ser... ; pero está ahogado, y estos son demonios. ¡Oh! ¡Auxiliadme!
ESTEBAN. - ¡Cuatro piernas y dos voces! ¡El más curioso monstruo! Su voz de delante le sirve para hablar bien de su amigo; su voz de atrás, para articular palabras viles y calumniar. ¡Aunque necesitase todo el vino de mi botella para reconfortarlo, curaré su fiebre! ¡Vamos! ¡Amén! Voy a dar de beber a tu otra boca.
TRÍNCULO.
– Esteban.
ESTEBAN.
- ¿Es tu otra boca la que me llama?
¡Gracias! ¡Gracias! Es un diablo, y no un monstruo. Voy a dejarle. No tengo cuchara larga.(2)
TRÍNCULO.
- ¡Esteban!... Si eres Esteban, tócame y háblame, pues yo soy Trínculo, no te
asustes; tu buen amigo Trínculo.
ESTEBAN.
– Si eres Trínculo, avanza. Te tiraré
de las piernas más cortas. Si están
aquí las piernas de Trínculo, son estas.
¡Eres el propio Trínculo verdaderamente! ¿Cómo has llegado a servir de asiento a este buey de la
luna? ¿Es que exhala Trínculos?
TRÍNCULO.
– Lo tomé por un hombre fulminado. Pero
¿no te ahogaste, Esteban? Confío ahora
en que no debiste de ahogarte. ¿Amainó
la tempestad? Me refugié bajo la capa
de este buey de la Luna, por temor a la borrasca. ¿Y tú estás vivo, Esteban?
¡Oh Esteban! ¡Dos napolitanos
salvados!.
ESTEBAN.
– No des vueltas a mi alrededor, te ruego.
Mi disposición no guarda el equilibrio.
CALIBÁN.
– (Aparte) Serían hermosos seres si no fueran espíritus. He ahí un arrogante dios, portador de un
licor celestial. Voy a postrarme ante
él.
ESTEBAN.
- ¿Cómo te salvaste? ¿Cómo viniste
aquí? Júrame por esta botella que me
dirás cómo ha sido. Yo me salvé sobre una barrica de jerez que
los marineros habían arrojado por encima de la borda. ¡Lo juro por esta botella que he fabricado con mis propias manos,
con la corteza de un árbol, luego que toqué la orilla!
CALIBÁN.
- ¡Juro por esta botella ser tu vasallo fiel, pues no es terrestre tu licor!
ESTEBAN.
- ¡Hela aquí! Jura, pues. ¿Cómo te
salvaste?
TRÍNCULO. – Gané la orilla nadando como un pato. Puedo nadar como un pato, te lo juro.
ESTEBAN.
– Toma, besa el libro(3) (dándole de beber a TRÍNCULO.) Aunque puedas nadar como un pato, tienes el
aspecto de una oca.
TRÍNCULO.
- ¡Oh Esteban! ¿Guardas más de esto?
ESTEBAN.
- ¡La barrica entera, hombre! Mi bodega
está en una roca, a orillas del mar, donde he ocultado mi vino. ¿Qué hay, buey de la Luna? ¿Cómo va tu fiebre?
CALIBÁN.
- ¿No has caído del cielo?
ESTEBAN.
- ¡De la Luna, te lo aseguro! Yo era el hombre de la Luna, de que se hablaba
antaño.
CALIBÁN.
– En ella te he visto y te adoro. Mi
señora me ha mostrado a ti, a tu perro y a tu haz de leña.
ESTEBAN.
– Vamos, júralo; besa el libro. En
seguida lo llenaré de nuevo. ¡Jura!
TRÍNCULO.
- ¡Por la luz del día, he aquí un monstruo bien estúpido!...¡Tenerle yo
miedo! ¡Un monstruo tan poco
temible!... ¡El hombre de la Luna! ¡El
más crédulo de los monstruos!... ¡Bien bebido, monstruo, en verdad!
CALIBÁN.
– Te enseñaré todas las partes fértiles de la isla, y besaré tus plantas. ¡Sé
mi dios, te lo suplico!
TRÍNCULO.
- ¡Por esta luz, que es el más pérfido borracho de los monstruos! ¡Cuando su dios esté dormido, le robará la
botella!
CALIBÁN.
- ¡Besaré tus pies! ¡Quiero ser tu
súbdito jurado!
ESTEBAN.
- ¡Avanza, entonces, arrodíllate y jura!.
TRÍNCULO.
- ¡Voy a morir de risa con este monstruo de cara de perro! ¡Vilísimo monstruo! Me dan ganas de pegarle...
ESTEBAN.
- ¡Vamos, besa!
TRÍNCULO.
– Pero ¡qué ebrio está ese infeliz monstruo!
¡Abominable monstruo!
CALIBÁN. – Te mostraré los más exquisitos manantiales; cogeré para ti bayas, pescaré para ti y te aprovisionaré de suficiente leña ¡Mala peste al tirano a quien sirvo! ¡Ya no le llevaré más haces, sino que te seguiré, hombre maravilloso!
TRÍNCULO.
- ¡El más ridículo de los monstruos, que erige en maravilla a un pobre
borracho!
CALIBÁN.
– Te ruego me permitas que te conduzca donde brotan las manzanas silvestres; y
con mis uñas largas te desenterraré trufas.
He de mostrarte un nido de grajos y enseñarte cómo se coge a lazo al
ágil mono. Te conduciré bajo las ramas
del avellano, y algunas veces atraparé para ti gaviotas jóvenes (4) de las rocas.
¿Quieres acompañarme?
ESTEBAN.
– Te ruego que nos indiques ahora el camino, sin añadir palabra alguna...
Trínculo, habiéndose ahogado todos nuestros compañeros, nosotros heredaremos
aquí.. Toma, lleva mi botella. La
volveremos a llenar en seguida, camarada Trínculo.
CALIBÁN.
– (Cantando ebriamente)
¡Adiós, amo, adiós, adiós!
TRÍNCULO.
- ¡Un monstruo aullando! ¡Un monstruo
ebrio!
CALIBÁN.
No haré más estacadas para los peces;
ni buscaré para el fuego,
cuando se me mande
ni fregaré la vajilla de madera, ni lavaré más los platos.
Ban, ban, Ca, Calibán, (5)
tienes nuevo amo, nuevo hombre te dan.
¡Libertd! ¡Prosperidad! ¡Prosperidad! ¡Libertad!
¡Libertad! ¡Prosperidad! ¡Libertad!
ESTEBAN.
- ¡Oh bravo monstruo! ¡Condúcenos! (Salen.)
ACTO TERCERO
Ante la gruta de
Próspero
Entra FERNANDO, llevando
un leño
FERNANDO.
– Hay algunos juegos que son penosos y cuya fatiga les presta mayor atractivo (1). Ciertas humillaciones pueden soportarse noblemente,
y los procedimientos más mezquinos inducir a los más ricos fines. Esta baja ocupación sería para mí tan
insoportable como odiosa; pero la amada a quien sirvo la vivifica de modo que
transforma mis trabajo en placeres.
¡Oh! Ella es diez veces más gentil
que su padre, desabrido y lleno de asperezas.
Debo transportar algunos miles de estos troncos y colocarlos en pila,
por sus órdenes crueles. Mi dulce dueña
llora cuando me ve trabajar, y dice que tales humillaciones no han sido
impuestas nunca a semejante ejecutor.
Yo olvido; peor esos delicados pensamientos vienen a refrescar mis
fatigas y cuanto más dura es mi tarea, más fácil me parece.
Entra MIRANDA, y
PRÓSPERO la sigue de lejos.
MIRANDA.
- ¡Ay! Os lo ruego, no trabajéis tan
ardorosamente. Quisiera que el rayo
hubiese consumido esos troncos que tenéis orden de poner en pila. Por favor, dejadlos y reposad. Cuando ardan, llorarán por haberos
fatigado. Mi padre está embebido en el
estudio. Os lo suplico, pues;
descansad. No aparecerá durante estas
tres horas.
FERNANDO.
- ¡Oh adoradísima amada! Él se ocultará
antes que yo termine mi faena.
MIRANDA.
– Si queréis sentaros, llevaré yo, durante el transcurso, esos leños. Dadme este, os suplico; lo acarrearé a la
pila.
FERNANDO.
- ¡No, preciosa criatura! Prefiero
romperme los nervios, quebrarme los riñones, antes de veros entregada a tan
humillante tarea, y yo cruzado de brazos.
MIRANDA.
– La soportaría tan bien como vos y la cumpliría con mucha más facilidad, pues
pondría en ella mi buen deseo, mientras el vuestro le es contrario.
PRÓSPERO.
– (Aparte) ¡Pobre chiquilla! Estás
envenenada. Esta entrevista me lo prueba.
MIRANDA.
– Parecéis cansado.
FERNANDO.
– No, noble señora. Para mí es una
fresca alborada cuando estáis a mi lado en la noche. Decidme, os lo ruego, a fin de que lo incluya en mis plegarias.
¿cuál es vuestro nombre?
MIRANDA.
– Miranda... ¡Oh padre mío, acabo de desobedeceros revelándolo!
FERNANDO.
- ¡Admirable Miranda! ¡El colmo,
verdaderamente, de la admiración!
¡Digna de lo que el mundo atesora de más sublime! He contemplado con los mejores ojos a muchas
damas, y la armonía de su voz ha
cautivado con frecuencia mi condescendiente oído; en diversas mujeres he
estimado diversas cualidades, nunca a pleno corazón, pues algún defecto
deslucía siempre la virtud más noble, poniendo en ella su mancha. Pero vos... ¡Oh vos! ¡Tan perfecta, tan incomparable, habéis sido
formada con lo que existe de mejor en cada criatura!
MIRANDA. – No recuerdo a nadie de mi sexo. No recuerdo las facciones de mujer alguna, salvo las mías, que mi espejo ha reflejado, ni he visto entre los que puedo llamar hombres más que a vos, buen amigo, y a mi querido padre. De cómo están formados los demás, no tengo la menor idea. Pero, por mi pureza, la joya de mi dote, no desearía en el mundo ningún otro compañero sino vos, ni podría la imaginación modelar figura de otro igual a vos, fuera de vos mismo. Pero charlo ligeramente y olvido las recomendaciones de mi padre.
FERNANDO.
– Soy, por mi alcurnia, un príncipe, Miranda; pienso que un rey, ¡ojalá no lo
sea!; y esta esclavitud en un bosque me disgusta más que si la mosca aovase en
mis labios... (2). Oído hablar a mi corazón. Desde el instante mismo en que os vi, mi
corazón voló a vuestro servicio; allí reside hecho vuestro esclavo, y por
afecto a vuestra persona me hallo convertido en este dócil leñador.
MIRANDA. - ¿Me amáis?
FERNANDO.
- ¡Oh cielos! ¡Oh tierra! ¡Sed testigos de mis palabras y coronad mis
deseos de un éxito feliz si soy sincero!
¡De lo contrario, trocad en infortunio la gloria que me está
destinada! ¡Os amo, os honro y os
venero por encima de los límites asignados al universo mundo!
MIRANDA.
- ¡Estoy loca al llorar por lo que este placer me causa!
PRÓSPERO.
– (Aparte) ¡Hermoso encuentro de dos
cariños extraordinarios! ¡Llueva el
cielo sus dones sobre el amor que en ellos germina!
FERNANDO.
- ¿Por qué lloráis?
MIRANDA. – Por mi indignidad, que no osa ofreceros lo que desea conceder, y menos aún aceptar aquello cuya privación me mataría. Pero es una niñada, y cuanto más mi afección busca encubrirse, tanto más revela su alcance. ¡Atrás, tímido disimulo! ¡E inspírame, ingenua y santa inocencia! Soy vuestra esposa, si queréis desposaros conmigo. De lo contrario, moriré virgen por vuestro amor. Podéis rechazarme por compañera; pero seré vuestra esclava, lo queráis o no.
FERNANDO.
- ¡Seréis mi soberana, señora, y yo seré, como al presente, vuestro humilde
servidor (3)
MIRANDA.
- ¿Mi esposo, entonces?
FERNANDO.
– Sí, con tan gozoso corazón como el esclavo gusta de la libertad. He aquí mi mano.
MIRANDA.
– Y la mía, con el corazón dentro. Y
ahora, adiós, por media hora.
FERNANDO.
- ¡Por miles de horas!(4)
(Salen FERNANDO y MIRANDA por diversos lados.)
PRÓSPERO.
– No pienso ser tan feliz como ellos, a quienes todo sorprende; pero mi
alborozo no puede ser mayor. Tornaré a
mis libros, porque todavía, antes de la hora de la cena, he de realizar varios
asunto indispensables. (Sale).
Otra parte de la
isla
Entran CALIBÁN con una
botella, ESTEBAN y TRÍNCULO
ESTEBAN.
– No me habléis más de eso... Cuando la barrica esté vacía beberemos agua. ¡Hasta entonces, ni una gota! Con que ¡proa al enemigo, y al abordaje!... (1) ¡Servidor
monstruo, bebe a mi salud!
TRÍNCULO.
- ¿Servidor monstruo? ¡El bufón está en
la isla! Se dice que sólo hay cinco
habitantes en esta isla. Somos tres de
ellos. Si los otros dos tienen el
cerebro como nosotros, vacila el Estado.
ESTEBAN.
– Bebe, servidor monstruo, cuando yo te lo mande. Tus ojos están casi incrustados en tu cabeza.
TRÍNCULO
- ¿Dónde querías que los tuviese?
¡Lindo monstruo, en verdad, si estuvieran en su cola!(2)
ESTEBAN.
– Mi hombre-monstruo ha ahogado su lengua en el jerez. Por mi parte, no podría el mar
sumergirme. He nadado, antes de
conseguir ganar la orilla, treinta y cinco leguas bordeándola, tan cierto como esta
luz... Monstruo, serás mi lugarteniente o mi portaestandarte.
TRÍNCULO.
– Vuestro guadaestandarte, si os es lo mismo, pues no podría llevarlo sin apoyo(3)
ESTEBAN.
- ¡No corramos, monsieur(4)
monstruo!
TRÍNCULO.
– No iréis lejos, pues os acostaréis como canes, sin pronunciar palabra.
ESTEBAN.
- ¡Buey de la Luna, habla una vez en tu vida, si no eres un buey mudo(5)
CALIBÁN.
- ¿Cómo te va, Alteza? Déjame que lama
tus zapatos. A ese no quiero servirle;
no es un valiente.
TRÍNCULO.
- ¡Mientes, ignorantísimo monstruo!
¡Estoy en estado de derribar a un alguacil! ¡Pues qué! Pez depravado,
¿ha bebido nunca un cobarde tanto jerez como yo hoy? ¿Sostendrías esa monstruosa mentira, no siendo más que medio pez
y medio monstruo?
Calibán.
- ¡Mira cómo se burla de mí! ¿Lo
consentirás, milord?
TRÍNCULO.
- ¡Lord dice! ¡Qué idiota es este
monstruo!
CALIBÁN.
- ¡Mira! ¡Mira! ¡Otra vez!
¡Muérdele hasta matarle, por favor!
ESTEBAN.
- ¡Trínculo, guardaos esa lengua expedita en vuestra boca! Si os sentís provocador, en el primer árbol
que encuentre... Este pobre monstruo es mi súbdito y no permitirá una
indignidad.
CALIBÁN.
– Gracias, mi noble señor. ¿Te placerá
oír una vez más la petición que te he hecho?
ESTEBAN.
– A fe que sí. Arrodíllate y
repítela. Yo me pondré en pie, así como
Trínculo.
Entra ARIEL invisible
CALIBÁN.
– Como te decía antes, estoy sometido a un tirano, a un hechicero, que por su
ciencia me ha despojado de esta isla.
ARIEL.
- ¡Mientes!
CALIBÁN.
- ¡Mientes tú, mono burlón! ¡Tú! ¡Así te destruya mi valiente señor! ¡Yo no miento!
ESTEBAN.
- ¡Trínculo, si volvéis a interrumpirle en su narración, por esta mano que os
haré saltar algunos dientes!
TRÍNCULO. - ¡Cómo! ¡Si no he hablado!
ESTEBAN.
- ¡Chitón, pues, y ni una palabra más!
(A CALIBÁN.) Prosigue.
CALIBÁN.
– Decía que, merced a su magia, se ha apoderado de esta isla, despojándome de
ella. Si cuadra a tu grandeza, toma
venganza..., porque sé que te atreves, pero este pusilánime no osa...
ESTEBAN.
– Nada más cierto.
CALIBÁN.
– Serías el señor de esta isla, y yo te serviría.
ESTEBAN.
- ¿Cómo podría realizarse? ¿Puedes
conducirme hasta el individuo?
CALIBÁN. – Sí, sí, mi señor. Te lo entregaré durante su sueño, y podrás hundirle un clavo en la cabeza.
ARIEL.
- ¡Mientes! No podrás.
CALIBÁN.
- ¡Qué imbécil este de los colorines!(6) ¡Miserable
bufón!... Ruego a tu grandeza le golpees y le quites la botella. Cuando no la conserve, no beberá más que
agua del mar, pues no le enseñaré dónde están los manantiales dulces.
ESTEBAN.
– Trínculo, no os expongáis a un peligro.
Interrumpid al monstruo con otra palabra más, y por esta mano que dejaré
mi compasión a la puerta y haré de ti un arenque salado.(7)
TRÍNCULO.
- ¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¡Si no he dicho nada! Voy a colocarme más lejos.
ESTEBAN.
- ¿No me has dicho que este mentía?
ARIEL.
- ¡Mientes!
ESTEBAN.
- ¿Yo también? (Golpeando a TRÍNCULO.)
¡Toma esto! ¡Si os gusta, volved
a darme otro mentís!
TRÍNCULO.
- ¡No te he desmentido!... Habéis perdido los sentidos y el entendimiento...
¡Mala peste con vuestra botella!... ¡He ahí las consecuencias del jerez y la
bebida!.. ¡Maldito sea vuestro monstruo, y el diablo os lleve vuestros dedos!
CALIBÁN.
- ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
ESTEBAN.
– Sigue ahora tu historia. Y tú,
apártate más, te ruego.
CALIBÁN.
– Pues, como te decía, acostumbra dormir la siesta. Por lo cual te será posible romperle el cerebro, tras apoderarte
primero de sus libros, o con un bastón hendirle el cráneo, o despanzurrarle con
una estaca, o cortarle la tranquearteria con tu cuchillo. Acuérdate, sobre todo, de cogerle los
libros, porque sin ellos no es sino un tonto como yo, ni tiene genio alguno que
le sirva. Todos le odian tan
profundamente como yo. Quema tan sólo
sus volúmenes; él posee excelentes utensilios, pues así los denomina, que encerrará
en su casa cuando disponga de una. Pero
lo más digno de consideración es la belleza de su hija, a quien él mismo llama
incomparable. Nunca he visto una mujer,
con las únicas excepciones de Sycorax, mi madre, y ella; pero sobrepasa a
Sycorax como lo grande a lo pequeño.
ESTEBAN.
- ¿Tan hermosa es la joven?
CALIBÁN.
– Sí, señor. Convendrá a tu lecho, te
lo aseguro, y te dará una linda descendencia.
ESTEBAN.
- ¡Monstruo, daré muerte a ese hombre!
Su hija y yo seremos rey y reina, ¡Salve a nuestras majestades!, y
Trínculo y tú, virreyes. ¿Te agrada el plan, Trínculo?
TRÍNCULO.
– Admirable.
ESTEBAN. – Dame la mano. Estoy pesaroso de haberte golpeado; pero, mientras viva, procura retener la lengua.
CALIBÁN.
– Dentro de media hora estará dormido.
¿Quieres exterminarle entonces?
ESTEBAN.
- ¡Sí, por mi honor!
ARIEL.
– (Aparte.) Voy a contárselo a mi dueño.
CALIBÁN.
– Me pones gozoso. Estoy lleno de
regocijo. Mostrémonos alegres. ¿Tendrías a bien entonarme la canción que me
enseñabas hace un momento?
ESTEBAN.
– Haré justicia a tu petición, monstruo; justicia, sea como sea. Vamos, Trínculo, cantemos. (Cantan.)
¡Burlémoslos y vigilémoslos,
y vigilémoslos y burlémoslos!
¡El pensamiento es libre!
CALIBÁN.
– Ese no es el tono. (ARIEL ejecuta e aire sobre un tamboril y una
flauta.)
ESTEBAN.
- ¿Qué es eso?
TRÍNCULO.
– El tono de nuestro estribillo ejecutado por la figura de Nadie.
ESTEBAN.
- ¡Si eres hombre, muéstrate en tu verdadera forma! Si eres un demonio, cobra la que quieras.
TRÍNCULO.
- ¡Oh, perdonad mis pecados!
ESTEBAN.
- ¡Quien muere paga todas sus deudas!
¡Te desafío! ¡Piedad de
nosotros!...
CALIBÁN.
- ¿Tienes miedo?
ESTEBAN.
– No, monstruo; yo, no.
CALIBÁN.
– Tranquilízate. La isla está llena de
rumores, de sonidos, de dulces aires que deleitan y no hacen daño. A veces un millar de instrumentos
bulliciosos resuena en mis oídos y a instantes son voces que, si a la sazón me
he despertado después de un largo sueño, me hacen dormir nuevamente. Y entonces, soñando, diría que se entreabren
las nubes y despliegan a mi vista magnificencias prontas a llover sobre mí; a
tal punto, que cuando despierto ¡lloro por soñar todavía!
ESTEBAN.
– He aquí prometerme un reino encantador, donde gozaré de música por nada.
CALIBÁN.
- ¡Cuando Próspero haya sido exterminado!
ESTEBAN.
– Lo será al instante. Recuerdo tu
relación.
TRÍNCULO.
– La música se aleja. Sigámosla, y
después a nuestra obra.
ESTEBAN.
– Guíanos, monstruo; te acompañaremos.
¡Me alegraría poder ver a este tamborilero! Tiene buen estilo. ¿Vamos?
TRÍNCULO.
– Te sigo, Esteban. (Salen.)
ESCENA III
Otra parte de la
isla
Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, GONZALO, ADRIÁN, FRANCISCO
y otros.
GONZALO.
– Por Nuestra Señora, no puedo ir más lejos, señor. Mis viejos huesos están molidos.
¡Este es, verdaderamente, un inmenso laberito, entre caminos unas veces
rectos y otras sinuosos1 Con vuestro
permiso, fuerza es que descanse.
ALONSO.
– Anciano señor, no puedo reprenderte, estando yo mismo agobiado de fatiga,
hasta el extremo de hallarse embotados mis sentidos. Sentémonos y reposemos.
Renuncio aquí a toda mi esperanza y rechazo sus halagadoras ilusiones. Quien buscamos se ahogó, y el mar se burla
de nuestras frustradas investigaciones sobre la tierra. Resignémonos, pues.
ANTONIO.
– (Aparte, a SEBASTIÁN.) Me alegro de que pierda sus esperanzas. No habréis olvidado, por un fracaso, el
proyecto que habíais decidido ejecutar.
SEBASTIÁN.
– (Aparte, a ANTONIO.) Aprovecharemos la primera ocasión favorable.
ANTONIO.
– (Aparte, a SEBASTIÁN.) Esta noche, por ejemplo. Pues hallándose ahora fatigados por el
viaje, no querrán ni podrán emplear tanta vigilancia como cuando están
descansados.
SEBASTIÁN.
– (Aparte, a ANTONIO.) Sea esta noche. Ni una palabra más.
Extraña y solemne música. PRÓSPERO, en lo alto, invisible, domina la
escena. Entran por distintos lados
varias Figuras caprichosas, que traen preparado un banquete. Danzan en torno de la mesa con gentiles
ademanes de salutación, e invitando al Rey y a los demás personajes a comer,
desaparecen.
ALONSO.
- ¿Qué armonía es esta? ¡Mis buenos
amigos, escuchad!
GONZALO.
- ¡Música maravillosamente dulce!
ALONSO.
- ¡Cielos, otorgadnos poderosos guardianes!
¿Qué seres son estos?
SEBASTIÁN.
- ¡Muñecas dotadas de vida!(1) Ahora creeré que hay unicornios; que en
Arabia existe un árbol único trono de fénix(2), y que un fénix reina a estas horas en él.
ANTONIO.
– Creeré lo uno y lo otro, y cuando haya alguna cosa increíble, venid a mí y
juraré que es cierta. Jamás han mentido
los viajeros, aunque los acusen los tontos que se quedan en casa.
GONZALO.
– Si yo contase en Nápoles este espectáculo, ¿os imagináis que me
creerían? ¿Si les dijera que he visto
isleños, pues ciertamente son habitantes de la isla, que, a pesar de que tienen
formas monstruosas, se observa, sin embargo, que sus modales son más finos,
mucho más que los de la mayor parte de los hombres de nuestra generación?
PRÓSPERO.
– (Aparte) Hablaste bien, honrado señor, pues algunos de los aquí presentes
son peores que demonios.
ALONSO.
– No he acabado de asombrarme de esas figuras, de esos gestos, de esos sonidos
que, sin auxilio de la palabra, formaban una especie de lenguaje mudo y
expresivo.
PRÓSPERO.
– (Aparte.) Reserva el elogio para el final.
FRANCISCO.
– Han desaparecido de una manera extraña.
SEBASTIÁN. – No importa, toda vez que han dejado sus manjares tras sí. Y pues tenemos estómagos, ¿os placería probar estas viandas?
ALONSO.
– No, por mi parte.
GONZALO.
– A fe, señor, que no tenéis por qué temblar.
Cuando éramos niños, ¿quién hubiera creído en la existencia de
montañeses con papadas como los toros, cuyos cuellos cuelgan como alforjas de
carne(3). ¿O
que se den hombres que tengan la cabeza en el pecho? Hoy no hay viajero, apostando cinco contra uno(4), que no garantice la cosa.
ALONSO.
– Voy a sentarme y comer, aunque me cueste la vida. ¡Qué importa, una vez que ha pasado lo mejor!... Hermano,
monseñor duque, acercaos también y haced como nos.
Truenos y relámpagos. Entra ARIEL, en figura de arpía(5),
bate sus alas sobre la mesa y, de una manera elegante(6) desaparece el banquete
ARIEL.
– Sois tres pecadores, que el Destino, que tiene por instrumento este bajo
mundo y todo cuanto encierra, ha vomitado del insaciable océano sobre esta isla,
donde ningún hombre debe habitar, pues que entre los hombres sois indignos de
vivir. ¡Os vuelvo furiosos! (Viendo
a ALONSO, SEBASTIÁN etc., tirar de
las espadas.) ¡Con ese mismo valor
los hombres se ahorcan o se ahogan!
¡Insensatos! Yo y mis compañeros
somos los ministros del Destino. Los
elementos de que se componen vuestras espadas igual podrían herir los vientos
desencadenados, o con irrisorios golpes cortar la onda que vuelve a reunirse,
como vosotros rozar una pluma de mis alas.
Mis compañeros ministros son invulnerables. Aunque tratéis de herirnos, vuestros aceros son ahora demasiado
pesados para vuestras fuerzas y no conseguiréis levantarlos. Pero recordad, pues tal es el objeto de mi
misión, que vosotros tres habéis suplantado de Milán al virtuoso Próspero; que
a él y a su inocente hija los habéis expuesto sobre el mar, que os ha
castigado. A causa de esta acción
odiosa, los prepotentes destinos, que pueden retardar, pero que no olvidan
nunca, han amotinado los mares, las riberas, sí, las criaturas todas contra
vuestra paz. A ti, Alonso, te han
privado de tu hijo; y ellos os anuncian por mi voz que una lenta destrucción,
peor que cualquiera clase de muerte, seguirá paso a paso por donde vayáis. Para preservaros de su furia, que, de otro modo,
en esta isla desolada caerá sobre vuestras cabezas, no hay sino un remedio; la
contrición del corazón y llevar una vida inmaculada.
Desvanécese en el trueno. En seguida, al son de la música agradable,
entran de nuevo las Figuras y danzan entre muecas y contorsiones y se llevan la
mesa del banquete.
PRÓSPERO.
– (Aparte.) Has tomado admirablemente
la forma de la arpía, mi Ariel. Poseías
gracia en medio de tu ferocidad. Nada
has omitido de mis instrucciones en tus palabras. Del mismo modo, con suma animación y extraño esmero, han cumplido
mis agentes secundarios sus diferentes funciones. Mis encantos irresistibles obran, y mis enemigos son prisioneros
del delirio. Ahora están en mi poder, y
los deja en su frenesí, mientras visito al joven Fernando, a quien suponen
ahogado, y a su amada, que también es la mía. (Desaparece arriba.).
GONZALO.
– Por todo lo más sagrado, señor, ¿por qué permanecemos en este extraño
éxtasis?
ALONSO.
- ¡Oh, sí! ¡Es monstruoso! ¡Monstruoso! ¡Me pareció que la voz de las ondas me hablaba
reprochándomelo!... ¡Que lo cantaban los vientos!... ¡Que el trueno, órgano
profundo y terrorífico, pronunciaba el nombre de Próspero, y que con broncos
acentos relataba mi crimen! ¡Mi hijo
descansa en el limo del mar! Voy a
buscarlo a las profundidades donde nunca penetró la sonda y a sepultarme en el
fango con él! (Sale.)
SEBASTIÁN.
- ¡Que salga un solo demonio a tiempo, y retaré a combate a sus legiones!
ANTONIO.
- ¡Seré tu segundo! (Salen SEBASTIÁN y ANTONIO)
GONZALO. – Los tres se hallan desesperados. Su inmenso crimen, a semejanza de esos venenos que sólo obran mucho tiempo después, comienza ahora a agitar sus espíritus... Os ruego a vosotros, que tenéis los miembros más flexibles, que los sigáis apresuradamente y los preservéis de las consecuencias a que puede ahora inducirlos semejante frenesí.
ADRIÁN.
– Acompañadme, os suplico. (Salen).
ACTO CUARTO
Ante la gruta de
Próspero
Entran PRÓSPERO, FERNANDO y MIRANDA
PRÓSPERO.
– Si os he castigado con demasiada severidad, el precio que recibís repara
largamente vuestras fatigas; pues os entrego el hilo de mi propia existencia,
es decir, aquello por lo cual vivo. Una
vez más la deposito en tus manos. Todas
las vejaciones que te he impuesto eran para probar tu amor, y has salido
maravillosamente de la prueba. Aquí
ante el Cielo, ratifico mi precioso don.
¡Oh Fernando! No te rías de las
alabanzas que le he dirigido, pues tú mismo hallarás que supera a todos los
elogios y los deja muy atrás.
FERNANDO.
– Lo creo, contra lo que pueda sostener un oráculo.
PRÓSPERO.
– Recibe pues, mi hija como un presente mío y como una adquisición que
dignamente has conquistado. Pero si
rompes su nudo virginal antes que se celebren todas las ceremonias santas,
según los sagrados ritos, en vez de que el cielo deje caer un dulce rocío(1) para que florezca vuestra unión, el odio estéril, el
desdén de áspera mirada y la discordia sembrarán el enlace de vuestro lecho de
zarzas tan punzantes que los dos acabaréis por detestarlo. Esperad, por consiguiente, que os ilumine la
lámpara de Himeneo.
FERNANDO.
– Así como aguardo que semejante amor me proporcione días tranquilos, una
hermosa descendencia y una dilatada vida, el antro más oscuro, el lugar más
propicio, la sugestión más fuerte de nuestro más malvado genio, no convertirán
nunca mi amor en lascivia, para adelantar el placer de la celebración de
nuestros esponsales, en cuyo día me parecerá que los corceles de Febo se han
abatido, o que la noche está encadenada en el infierno.
PRÓSPERO.
– Bien dicho. Entonces, siéntate y
habla con ella. Te pertenece... ¡Eh,
Ariel! ¡Mi ingenioso servidor Ariel!
Entra ARIEL
ARIEL.
- ¿Qué desea mi poderoso dueño? Aquí
estoy.
PRÓSPERO.
– Tú y los compañeros a quienes mandas habéis ejecutado a maravilla mis últimas
órdenes, y tengo necesidad de vuestros servicios para otra empresa asaz
semejante. Conduce aquí, a este sitio,
la turba de genios sobre la cual te he dado poder; incítalos a ponerse
rápidamente en movimiento, pues tengo que ofrecer a los ojos de esta joven
pareja una manifestación de mi arte. Se
la he prometido y la aguardan.
ARIEL.
- ¿En seguida?
PRÓSPERO.
– En un abrir y cerrar de ojos.
ARIEL.
– Antes que podáis decir <<ven>> y <<ve>>, y respirar
dos veces, o de gritar <<vamos, vamos>>, cada uno pisándose los
talones, se hallará aquí haciendo muecas y ademanes. ¿Me estimáis, señor? ¿No?
PRÓSPERO.
– Extremadamente, mi delicado Ariel. No
te aproximes hasta que te llame.
ARIEL.
– Bien; comprendo (Sale.)
PRÓSPERO.
– Mira, sé sincero. No des rienda
suelta a tus apetitos. Los juramentos
más fuertes son paja para la hoguera de la sangre. ¡Guarda más circunspección, o, de lo contrario, despedíos de
vuestra promesa!(2)
FERNANDO. – Os lo garantizo, señor. Esta blanca y fría virginidad es una nieve sobre mi corazón que templa el ardor de mi sangre.
PRÓSPERO.
– Bien... Llégate ahora, Ariel mío.
Conduce un exceso(3) de
espíritus, que sobren más bien que falten.
¡Apareced sin tardanza! ¡Quieta
la lengua! ¡Sed todo ojos! ¡Silencio!... (Suena repentinamente la música)
Entra IRIS
Ceres, benéfica diosa, deja tus fértiles campos de candeal, de centeno, cebada, arveja, avena y guisantes;
tus montes
encrespados, donde pastan los corderos,
y las amplias
praderas de mala hierba(4),
donde tienen su aprisco;
tus bancales
bordeados de peonías y lirios(5)
que el esponjoso
abril hace brotar a tu mandato,
para tejer castas
coronas a las glaciales ninfas, y tus boscajes de retama,
cuya sombra
apetece el preferido soltero,
al ser engañado
por su amada(6), tus
vides enrolladas en torno de los rodrigones;
y tus marítimas
márgenes, estériles y erizadas de rocas,
donde tú mismo
vas a refrescarte. La reina del cielo
de quien soy el
arca líquida y la mensajera,
Te ordena que lo
abandones todo y con tu gracia soberana,
aquí, sobre este
musgo(7), en
este mismo sitio
vengas y
retoces. Sus pavos reales avanzan
vigorosamente.
Acércate, rica
Ceres, para recibirla
Entra CERES
CERES
¡Salve, mensajera
de mil colores, que jamás desobedeciste a la mujer de Júpiter;
que con tus alas
de azafrán, sobre mis flores
esparces gotas de
miel, lluvias refrescantes;
y con cada
extremo de tu arco azul coronas
mis setos
vallados (8) y mis
planicies sin vegetación,
rica franja de mi
orgullosa tierra! ¿Por qué tu reina
me invita de tan
lejos a este césped de musgo corto?
IRIS
Para celebrar un
enlace de verdadero amor
Y recompensar
libremente con alguna donación
A los bendecidos
amantes.
CERES
Dime, arco
celeste,
¿sabes tú si
Venus o su hijo
guardan ya a la
reina? Desde que maquinaron
los medios de
entregar mi hija al sombrío Plutón(9)
a la escandalosa
compañía de ella y su hijo ciego,
he renunciado.
IRIS.
De su sociedad
No tengas
miedo. He encontrado a esa diosa
Hendiendo las
nubes hacia Pafos, y a su hijo,
Que iba con ella
en un carro tirado por palomas. Creían
poder arrojar
Algún sortilegio
libertino sobre este varón y esta doncella,
Que han jurado no
cumplir el rito nupcial
Hasta que los
ilumine la antorcha de Himeneo; pero en vano;
La ardorosa
concubina de Marte ha partido de nuevo:
Y su vástago
irascible ha roto sus flechas,
Jurando no
lanzarlas jamás, sino que se entretendrá con los gorriones
A la manera de un
niño
CERES
La más alta reina
del Olimpo(10)
La gran Juno,
viene. La conozco en sus pasos.
Entra JUNO
JUNO
¿Cómo está mi
bondadosa hermana? Ven conmigo a
bendecir esta pareja para que puedan ser prósperos, y se honren con progenie.
CANCIÓN
¡Honor, riqueza, unión bendita,
larga vida y progenitura
os circunden alegres hora a hora (11),
Juno canta sus bendiciones sobre vosotros.
CERES.
¡Que los frutos
de la tierra, la abundancia,
vuestras granjas
y graneros nunca se vean vacíos;
que se
acrecienten las viñas con los racimos compactos;
que se curven las
plantaciones bajo el peso de su rendimiento;
que la primavera
llegue para vosotros lo más tarde(12) al
final de la cosecha!
¡Que la escasez y
la necesidad no os aflijan nunca!
Tales son las
bendiciones de Ceres.
FERNANDO.
- ¡Portentosa visión1 ¡Armonioso
encantamiento! ¿Seré temerario al
suponerlos espíritus?
PRÓSPERO. – Espíritus que gracias a mi arte he hecho salir del fondo de sus retiramientos para que obedezcan hoy a mi fantasía.
FERNANDO.
- ¿Dejadme vivir aquí siempre! ¡Un
padre, una esposa tan maravillosamente raros, hacen de este lugar un paraíso!
(JUNO y CERES cuchichean y envían a IRIS a ejecutar una orden.)
PRÓSPERO.
- ¡Chis! ¡Silencio ahora!... Juno y
Ceres cuchichean con aire formal. Queda
todavía algo por ver. ¡Chitón y
permaneced mudos, o de lo contrario se romperá el hechizo!.
IRIS.
Ninfas, llamadas
náyades, de los errantes arroyuelos,
las de coronas de
juncos y miradas inocentes,
abandonad
vuestras lindes ondulantes y sobre este césped
responded a
vuestro cometido, Juno os lo ordena.
Venid, castas
ninfas(13) y
ayudad a la celebración
de un enlace de
amor verdadero. No tardéis.
Segadores
soliabrasados(14),
fatigados del agosto,
venid de vuestros
surcos y apareced alegres;
festejad este
día. Calaos vuestros sombreros de paja
de centeno.
que estas tiernas
ninfas bailarán con vosotros
una danza
campestre
Entran diversos Segadores, con sus
vestidos típicos, y se reúnen con las Ninfas en una graciosa danza. Hacia el
fin, PRÓSPERO
se estremece de improviso y habla.
Hecho lo cual, todos se desvanecen en el aire, en medio de un ruido
extraño y confuso.
PRÓSPERO.
– (Aparte.) ¡Había olvidado la horrible conspiración del bruto de Calibán y
de sus cómplices contra mi vida! ¡Los
minutos de su complot se acercan!.. (A
los Espíritus) ¡Está bien!
¡Partid! ¡Basta!
FERNANDO.
- ¡Es extraño! Vuestro padre se halla
bajo el influjo de alguna emoción que le inquieta fuertemente.
MIRANDA.
– Nunca hasta hoy le he visto presa de una irritación tan desordenada.
PRÓSPERO.
– Parecéis como emocionado, hijo mío; dijérase que algo os conturba. Tranquilizaos, señor. Nuestros divertimientos han dado fin. Estos actores, como había prevenido, eran
espíritus todos y se han disipado en el aire, en el seno del aire impalpable; y
a semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres, cuyas crestas
tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso
globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá, y lo mismo que la diversión
insustancial que acaba de desaparecer, no quedará rastro de ello(15). Estamos
tejidos de idéntica tela que los sueños, y nuestra corta vida se cierra con un
sueño(16). Señor, me encuentro contrariado. Perdóneseme mi debilidad. Mi achacoso cerebro se turba. No os afecte mi franqueza. Si lo tenéis a bien, retiraos a mi gruta y
descansad. Daré un paseo o dos para
aplacar la agitación de mi ánimo.
FERNANDO
Y MIRANDA. – Que os tranquilicéis. (Salen.)
PRÓSPERO.
- ¡Rápido como el pensamiento! (A FERNANDO y MIRANDA.) Gracias. ¡Ven Ariel!.
Entra ARIEL
ARIEL.
– A tu pensamiento me ciño(17). ¿Qué
deseas?
PRÓSPERO.
– Espíritus, debemos prepararnos para hacer frente a Calibán(18)
ARIEL.
– Sí, mi dueño. Cuando presentaba a
Ceres, pensé hablarte de ello. Pero
temí encolerizarte.
PRÓSPERO.
– Vuelve a decirme: ¿dónde has dejado a esos bribones?
ARIEL.
– Os he contado, señor, que se hallaban encendidamente rojos por la embriaguez;
y tan envalentonados, que azotaban el aire por haber tenido la osadía de
soplarles el rostro, y golpeaban el suelo por atreverse a besar sus pies. Sin embargo, persistían siempre en su
proyecto. Entonces he batido mi tambor:
A cuyo son, semejante a potros bravíos, han enderezado las orejas, alargando
los párpados y levantando las narices como si aspirasen la música. Tal encanté sus oídos, que, a modo de
becerros, han seguido mis bramidos a través de los ásperos zarzales, erizadas
genistas(19),
puntiagudas aliagas y espinos, que penetraban en sus pies frágiles. En fin, los he dejado hundidos en la
cenagosa charca llena de inmundicias que está detrás de vuestra gruta, donde bregan,
chapoteando hasta la barba, para desasirse del fétido fango que aprisiona sus
pies.
PRÓSPERO.
– Bien hecho, pájaro mío. Conserva aún tu invisible figura. Ve a casa y tráeme cuantas antiguallas
encuentres que puedan servir de cebo para atrapar a esos ladrones(20).
ARIEL.
– Corro, corro. (Sale.)
PRÓSPERO.
– Un diablo, un diablo, por su nacimiento, sobre cuya naturaleza nada puede
obrar la educación. Cuanto he hecho por
él, humanamente posible, ha sido tiempo perdido, completamente perdido. Y así como, al avanzar en edad, su cuerpo se
ha quedado más feo, de igual modo su espíritu se ha hecho más corrupto(21). Les deseo una
peste a todos, hasta que rujan de dolor.
Vuelve a entrar ARIEL, cargado
de vestidos brillantes, etcétera.
Anda, cuélgalos
en esa cuerda. (PRÓSPERO y ARIEL permanecen invisibles)
Entran CALIBÁN, ESTEBAN y
TRÍNCULO, todos mojados
CALIBÁN.
– Os lo suplico, deslizaos silenciosamente, para que el ciego topo no oiga
vuestros pasos. Henos ya junto a su
gruta.
ESTEBAN.
– Monstruo, vuestra hechicería, que, según habéis dicho, no es una hechicería
maliciosa, ha jugado con nosotros mejor que el Jack.
TRÍNCULO.
– Monstruo, huelo por todas partes orines de caballo, lo que pone a mi nariz en
gran indignación.
ESTEBAN.
– Y a la mía igualmente... ¿Lo oís, monstruo?
Si me esfuerzo contra vos, vais a ver...
CALIBÁN.
– Mi buen amo, consérvame todavía en tu favor.
Sé paciente, pues la presa a que te guío te indemnizará de estos
tropiezos. Habla, pues, quedamente. Todo está, no obstante, tan tranquilo como a
medianoche.
TRÍNCULO.
– Sí; pero perder nuestras botellas en la balsa...
ESTEBAN.
– No sólo es una vergüenza, y una deshonra, monstruo, sino una desgracia
irreparable.
TRÍNCULO.
– Una pérdida que siento más que mi humedad.
¡Sin embargo, estos son vuestros hechizos sin malicia, monstruo!
ESTEBAN.
- ¡Quiero volver a buscar mi botella, aunque me vea hundido hasta las orejas
por mi trabajo!
CALIBÁN.
– Ten calma, por favor, rey mío. Mira
ahí, esa es la entrada de la gruta. No
hagas ruido y penetra. Comete el crimen
dichoso que te convertirá en dueño perdurable de esta isla, y a mí, tu Calibán,
en tu lamepiés.
ESTEBAN.
– Dame la mano. Comienzo a acariciar
pensamientos de sangre.
TRÍNCULO.
- ¡Oh rey Esteban! ¡Oh par! ¡Oh digno Esteban! ¡Mira qué guardarropa hay aquí para ti!(22).
CALIBÁN.
- ¡Deja eso, idiota! No son más que
andrajos.
TRÍNCULO.
- ¡Oh! ¡Jo! ¡Monstruo! ¡Sabemos lo
que conviene a una prendería!... ¡Oh rey Esteban!
ESTEBAN.
- ¡Deja ese vestido, Trínculo! ¡Por
estas manos, que me corresponde este vestido!
TRÍNCULO.
- ¡Lo tendrá Tu Gracia!
CALIBÁN. - ¡Que ahogue a este imbécil la hidropesía! ¿Qué vais a conseguir con semejantes arreos? ¡Dejadlos ahí, y emprended primero el asesinato! Si se despierta, llenará de pies a cabeza nuestra piel de mordeduras, haciendo de nosotros una extraña criba.
ESTEBAN.
– Tranquilizaos, monstruo... (Poniendo
las manos sobre la cuerda.) Señora
cuerda, ¿no es este mi jubón? Ahora,
jubón, vais a perder el cabello y a
convertiros en un jubón calvo(23).
TRÍNCULO.
– Vamos, no disgustes a Vuestra Gracia; nosotros robaremos con la cuerda y el
cordel.
ESTEBAN.
– Te felicito por el chiste. Toma por
él esta vestidura. No se diga que el
ingenio permanece sin recompensa en tanto sea yo rey de este país. <<Robar
con cuerda y cordel.>> ¡Excelente
chuscada de magín! Coge otro vestido
por la expresión.
TRÍNCULO. – Acercaos, monstruo; poned liga en vuestros deseos, y arramblad con los demás.
CALIBÁN.
– No quiero nada. Perdemos un tiempo
precioso, y muy pronto vamos a vernos transformados todos en cirrópodos o monos(24) de villana frente deprimida.
ESTEBAN. – Monstruo, alargad los dedos. Ayudadnos a transportar esto al paraje en que está mi barril de vino, u os expulso de mi reino. Andad, transportadlo.
TRÍNCULO. – Y esto.
ESTEBAN.
– Sí, y esto.
Óyese estrépito de cazadores. Entran diversos Espíritus en figura de
sabuesos, y persiguen a CALIBÁN, ESTEBAN
y TRÍNCULO; PRÓSPERO y ARIEL los azuzan.
PRÓSPERO.
- ¡Hey, Montaña, hey!
ARIEL.
- ¡Plata! ¡Por aquí, Plata!
PRÓSPERO.
- ¡Furia! ¡Furia! ¡Aquí, Tirano,
aquí!... ¡Oye, oye! (CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO huyen a todo correr, perseguidos por los
perros.) ¡Ve, encarga a mis duendes
que trituren sus junturas con secas convulsiones; que encojan sus músculos con terribles
calambres y que los marquen con más pellizcos que manchas tienen los leopardos
o la pantera!
ARIEL.
- ¡Oye cómo rugen!
PRÓSPERO.
- ¡Déseles ruda caza! A estas horas
todos mis enemigos están a mi merced.
Bien pronto mis trabajos tocarán a su fin, y tú gozarás el aire a plena
libertad. Sígueme por un poco tiempo
todavía, y préstame tus servicios (Salen)
ACTO QUINTO
Ante la gruta de
Próspero
Entran PRÓSPERO, con
su vestido mágico y ARIEL
PRÓSPERO.
– Mi proyecto va tocando ahora a su fin.
Mis encantos no pierden su poder; obedecen mis espíritus, y este período
crítico de mi vida se cumple a tenor de mis deseos. ¿En qué hora estamos?
ARIEL.
– En la sexta, hora en que, según me habéis dicho, señor, terminarían nuestros
trabajos.
PRÓSERO.
– Así lo dije la vez primera que promoví la tempestad. Dime, genio mío, ¿cómo se hallan el rey y
sus compañeros?
ARIEL.
– Encerrados juntos, tal y como me lo hubisteis de ordenar, y en el mismo
estado en que vos los dejasteis. Todos
están presos, señor, en el bosquecillo de limoneros que resguarda vuestra
gruta. No les es posible escaparse
hasta que les otorguéis la libertad. El
rey, su hermano y el vuestro, están los tres entregados a la
desesperación. Y los restantes,
desolándose por su cuenta, sucumben de dolor y de pesar, particularmente el que
vos llamáis el buen viejo Gonzalo. Las lágrimas corren a lo largo de su barba
como lluvia de invierno sobre los tallos de las cañas. Vuestros hechizos han obrado sobre ellos tan
fuertemente, que si ahora los contemplarais, os moverían a compasión.
PRÓSPERO.
- ¿Lo crees así, espíritu?
ARIEL.
– Yo me apiadaría de ellos, señor, si fuese humano.
PRÓSPERO.
– Es lo que voy a hacer. Tú, que no
eres más que aire, tienes la sensación, el sentimiento de sus aflicciones, ¿y
yo no he de compartirlas, siendo uno de su especie; yo, que me apasiono tan
vivamente como ellos, no he de compadecerme como tú? Aunque herido en el alma por sus crueles maldades, mi noble
corazón, sin embargo, sabrá templar mi cólera.
Mas elevado mérito se alberga en la virtud que en la venganza. Pues ellos se arrepienten, he llegado al fin
de mi proyecto y no le sobrepasará un fruncimiento de cejas. Anda, ponlos en libertad, Ariel. Romperé mis encantos, restituiré su corazón
y los devolveré a sí mismos.
ARIEL.
– Voy a buscarlos, señor. (Sale.)
PRÓSPERO.
– Sílfides de las colinas, de los riachuelos, de los lagos numerosos y de los
bosquecillos; y vosotras, las que sin dejar en las arenas huella de vuestras
plantas(1),
perseguís a Neptuno cuando se retira y le huís cuando retorna; vosotros,
duendecillos, que al claro de la luna trazáis esos círculos de hierbas amargas
que la oveja no quiere pacer(2), y
vosotros, cuya ocupación consiste en hacer brotar los hongos a medianoche, que
os regocijáis al oír el solemne toque de queda, con cuya ayuda, aunque sois
débiles maestros, he oscurecido el sol a mediodía, despertado los vientos
procelosos y levantando una guerra rugiente entre el verdoso mar y la bóveda
azulada. He inflamado el trueno de
fragor espantable y henchido la robusta encina de Júpiter con su propio
rayo. Conmoví los promontorios sobre
sus sólidas bases y arranqué de raíz el pino y el cero. A mi mando se han abierto las tumbas, han
despertado a sus durmientes, y los han dejado partir, gracias a mi arte
potentísimo. Pero aquí abjuro de mi
negra magia; y cuando haya conseguido una música celeste, como ahora reclamo,
para que el hechizo aéreo obre según mis fines sobre los sentidos de esos
hombres, romperé mi varita mágica, la sepultaré muchas brazas bajo tierra, y a
una profundidad mayor de la que pueda alcanzar la sonda, sumergiré mi libro. (Música solemne)
Entra de nuevo ARIEL. Detrás, ALONSO, haciendo muecas frenéticas, seguido de GONZALO. Luego SEBASTIÁN
y ANTONIO, de igual suerte, acompañados de ADRIÁN y FRANCISO. Todos penetran en un círculo trazado por
PRÓSPERO, y en él permanecen bajo el
encanto. PRÓSPERO los contempla y habla.
(A ALONSO.) ¡Que una melodía solemne, el mejor reconfortante para una
imaginación desarreglada, calme tu cerebro, ahora inútil, y lo encaje en tu
cráneo! ¡Permaneced ahí, pues os
halláis inmovilizado por el hechizo!... Virtuoso Gonzalo, honorable varón, mis
ojos asociados al espectáculo de tus lágrimas, vierten lágrimas
fraternales. El encanto se disipa poco
a poco; y como la mañana se introduce furtivamente en la noche, disolviendo las
tinieblas, así sus sentidos se despiertan, comenzando a arrojar los vapores de
la ignorancia que oscurecían la claridad de su razón... ¡Oh buen Gonzalo, mi verdadero
salvador y leal guardián de aquel a quien acompañaste, quiero pagar tu
sacrificio al retorno, así en palabras como en obras!... Alonso, nos has
tratado con la mayor crueldad a mí y a mi hija. Tu hermano fue cómplice en la acción... ¡Ya estás castigado,
Sebastián!... ¡Vos, mi carne y mi sangre, mi hermano, que poseído de la
ambición ahogasteis el remordimiento y la naturaleza; que con Sebastián, cuyas
torturas secretas son por ello más grandes, quisisteis aquí asesinar a vuestro
rey, por desnaturalizado que seas, te perdono!... Sus inteligencias comienzas a
flotar; la marea que se aproxima cubrirá pronto las riberas de su razón que
todavía permanecen infectas y fangosas.
Ninguno hasta el presente me ha mirado ni reconocido... Ariel, ve a
buscarme el sombrero y la espada, que están en la gruta. (Sale ARIEL.) Voy a cambiar de vestidos y a presentarme como era en otro tiempo
en Milán... ¡Apresúrate, espíritu; bien pronto serás libre!.
Nuevamente torna a entrar ARIEL, cantando, y ayuda a PRÓSPERO
a vestirse.
ARIEL.
Donde prende la abeja, allí prendo yo.
Poso en la campanilla de una primavera(3)
Allí me recojo cuando grita el búho.
Vuelo sobre el dorso del murciélago,
Después del verano, alegremente.
Alegremente, alegremente viviré ahora
PRÓSPERO.
- ¡Bravo, mi gentil Ariel! ¡Mucho habré
de echarte de menos; no obstante, serás libre!... Así, así, así...(4). Corre al navío del rey, invisible
como estás. Allí encontrarás a los
marineros durmiendo bajo las escotillas.
Una vez despiertos el capitán y el contramaestre, condúcelos aquí y lo
más rápidamente posible, te lo ruego.
ARIEL.
– Beberé los vientos delante, y estaré de vuelta antes que vuestro pulso dé dos
pulsaciones.
GONZALO.
- ¡Tormentos, turbaciones, asombros, estupefacción, todo revuelto, residen
aquí! ¡Que algún poder celestial nos
saque de esta espantosa isla!
PRÓSPERO.
- ¡Contempla, soberano rey, a Próspero, el ultrajado duque de Milán! Para mayor seguridad de que es un príncipe
viviente quien te habla, te estrecho en mis brazos y te doy una cordial
bienvenida a ti y a tus compañeros.
ALONSO. – Si lo eres o no, o alguna forma encantada para abusar de mí, como ya he observado, lo ignoro... Tu pulso late como si fuera de carne y sangre, y desde que te he visto se mejora la aflicción de mi alma, con lo cual temo que se apodere de mí la locura. Todo esto, si verdaderamente ha sucedido, es una extraña historia. Renuncio a tu ducado y te ruego me perdones mis faltas... Pero ¿cómo es posible que Próspero viva y esté aquí?
PRÓSPERO.
– (A GONZALO.) ¡Primero, noble amigo, déjame estrechar tu
vejez, cuyo honor no puede medirse ni aquilatarse!
GONZALO.
– Sea esto o no un sueño, no podría jurarlo.
PRÓSPERO.
– Os halláis aún bajo ciertas fascinaciones de la isla(5), lo que os impide creer en la realidad de las
cosas... ¡Sed todos bien venidos, amigos!... (Aparte, a SEBASTIÁN y
ANTONIO) En cuanto a vos, mi par de
señores(6), si
quisiera podría hacer atraer hacia vos la cólera de Su Alteza y desenmascararos
como traidores; por el momento, nada he de contarle.
SEBASTIÁN.
– (Aparte). El diablo habla por él.
PRÓSPERO.
– No... (A ANTONIO) Respecto de vos, el más malvado de todos, a
quien no podría llamar hermano sin infectar mi boca, te perdono tu más negra
infamia, todas las infamias, y reclamo de ti mi ducado, que estarás, según
creo, dispuesto a devolverme.
ALONSO.
– Si eres Próspero, danos detalles de tu salvación. Cuéntanos cómo nos has hallado aquí a nosotros, que hace tres
horas naufragamos sobre esta ribera, donde he perdido, ¡cómo me desgarra el
alma su recuerdo!, a mi querido hijo Fernando.
PRÓSPERO.
– Lo siento, señor.
ALONSO.
– La pérdida es irreparable, y la paciencia me dice que nada la puede calmar.
PRÓSPERO.
– Más bien pienso que no habéis implorado su auxilio. Yo reclamé la ayuda de su dulce gracia para una pérdida
semejante, y reposo contento.
ALONSO.
- ¿Vos una pérdida semejante?
PRÓSPERO.
– Tan grande para mí y tan reciente como la vuestra, y para ayudarme a soportar
tan querida falta tengo medios mucho más débiles que los que vos podéis llamar
para que os conforten. Porque yo he
perdido a mi hija.
ALONSO.
- ¿Una hija? ¡Oh cielos! ¡Que no estuvieran ambos, vivos, en Nápoles,
y fuesen allí el rey y la reina! Por
ello desearía hallarme sepulto en el fangoso lecho donde descansa mi hijo. ¿Cuándo habéis perdido a vuestra hija?
PRÓSPERO.
– En la última tempestad. Noto que
estos señores se hallan tan estupefactos por el encuentro, que pierden la
razón, y a duras penas dan crédito al testimonio de sus ojos, ni se imaginan
que mis palabras son humanas. Pero sea
cual fuere la turbación de vuestros sentidos, tened por seguro que soy Próspero
y el duque mismo que fue expulsado de Milán, quien desembarcó de la manera más extraña
en esta ribera donde habéis naufragado, para convertirse en su dueño. Pero no hablemos más del asunto; porque es
una crónica para narrarse a diario, no una relación de sobremesa, ni
conveniente a esta primera entrevista.
Sed bien venido, monarca. Esta
gruta es mi corte. Aquí tengo escasos
servidores, y afuera ningún súbdito.
Contempladla, os ruego. Ya que
me habéis restituido mi ducado, quiero
indemnizaros con un rico presente, o, al menos, ofreceros un espectáculo
maravilloso, que os causará tanto placer como a mí vuestra restitución.
Ábrese la entrada de la gruta, y aparecen FERNANDO y
MIRANDA, jugando al ajedrez(7)
MIRANDA.
– Dulce sueño, me hacéis trampas.
FERNANDO.
– No, mi carísimo amor; no las haría por lo que vale el mundo.
MIRANDA.
– Sí; porque yo os lo permitiría por una veintena de reinados, y lo calificaría
de juego limpio.
ALONSO.
– Si es también una visión de la isla, habré perdido dos veces a mi adorado
hijo.
SEBASTIÁN.
- ¡Es el milagro más portentoso!
FERNANDO.
- ¡Aunque los mares amenacen, tienen misericordia! ¡Los he maldecido sin causa!
(Postrándose ante ALONSO)
Alonso.
- ¡Ahora, que todas las bendiciones de un padre venturoso lo circunden! Levántate y dime cómo estás aquí.
MIRANDA. - ¡Oh prodigio! ¡Qué arrogantes criaturas son estas! ¡Bella humanidad! ¡Oh espléndido mundo nuevo, que tales gentes produce!
PRÓSPERO.
– Nuevo, en efecto, es para ti.
ALONSO.
- ¿Quién es esta joven con quien jugabas?
Vuestras antiguas relaciones no deben remontarse a tres horas. ¿Es la divinidad que nos ha separado y nos
reúne ahora?
FERNANDO.
– Señor, es mortal; pero por una inmortal Providencia es mía. La elegí cuando no podía solicitar de mi
padre el consentimiento, ni contaba con él ya.
Es hija de este famoso duque de Milán, de quien oí hablar tantas veces,
pero a quien no conocí hasta ahora; de quien he recibido una segunda vida y a
quien considero mi segundo padre por esa joven.
ALONSO.
– Y yo el suyo. Pero ¡oh!... ¡Qué
tremendo es para mí el que haya de pedir perdón a mi hija por el pasado!
PRÓSPERO.
– Deteneos ahí, señor. No carguemos
nuestros recuerdos con pesadumbres idas.
GONZALO.
- ¡A no vedármelo mis lágrimas internas, hubiera hablado ya! ¡Inclinad vuestras miradas, dioses, y
esparcid sobre esta pareja una corona de bendiciones! Porque habéis sido vos quien ha trazado la senda que nos ha
conducido aquí.
ALONSO.
– Yo digo amén, Gonzalo.
GONZALO.
- ¿Fue Milán expulsado de Milán para que su descendencia reinase en
Nápoles? ¡Oh! ¡Que nuestras alegrías rebasen las alegrías ordinarias y
escríbase esto en letras de oro sobre columnas imperecederas! En mi viaje, Claribel ha encontrado marido
en Túnez, y Fernando, su hermano, una esposa donde él propio se había perdido;
Próspero, su ducado en una isla miserable; y todos nosotros, a nosotros mismos,
cuando ningún hombre se pertenecía.
ALONSO.
– (A FERNANDO y MIRANDA.) ¡Dadme las manos! ¡Que las tristezas y el pesar aprieten el corazón de los que no
deseen vuestra ventura!
GONZALO.
- ¡Así sea! ¡Amén!
Vuelve a entrar ARIEL con el
CAPITÁN y el CONTRAMAESTRE, que le siguen, dando señales de
estupefacción
¡Oh mirad, señor! ¡Mirad, señor! He ahí más de los nuestros. Profeticé que si había una horca en tierra, no se ahogaría ese camarada. Ahora, blasfemo, que jurabas a bordo por la menor cosa, ¿no te ha quedado ningún juramento para la orilla? ¿Qué hay de nuevo?
CONTRAMAESTRE.
– La mejor novedad s que hemos hallado sanos y salvos al rey y a su
comitiva. La otra es que nuestra nave,
que hace tres arenas(8)
creímos hecha pedazos, se halla intacta, carenada y provista de todos sus
aparejos como la primera vez que nos hicimos a la mar.
ARIEL.
– (Aparte, a PRÓSPERO.) Señor, he realizado todo ello desde que
partí.
PRÓSPERO.
– (Aparte, a ARIEL.) ¡Oh mi hábil
Ariel!
ALONSO.
– Estos acontecimientos no son naturales.
Amos de extrañeza en extrañeza.
Decid, ¿cómo habéis venido aquí?
CONTRAMAESTRE.
– Si creyera, señor, estar bien despierto, procuraría contároslo. Estábamos muertos de sueño, y, cómo, es lo
que ignoramos, aprisionados bajo las escotillas, cuando, de repente, unos ruidos
tan extraños como diversos, de rugidos, gritos, ladridos, choque de cadenas y
toda clase de alborotos horribles, nos despertaron. Acto seguido nos encontramos en libertad, y volvimos a ver, en su
posición, aparejado, nuestro real, excelente y arrogante navío. Nuestro capitán, a vista de ello, ha
brincado de alegría, y en un abrir y cerrar de ojos, como en un sueño, si os
place, nos hemos visto separados unos de otros y después conducidos aquí, todos
aturdidos.
ARIEL,.
– (Aparte, a PRÓSPERO) ¿Ha estado bien hecho?
PRÓSPERO.
– (Aparte, a ARIEL) ¡Perfectamente,
presuroso espíritu! ¡Serás libre!
ALONSO. – Este es el más asombroso dédalo en que se hayan extraviado los hombres, y hay en todo este asunto algo más de lo que corresponde a las vías de las Naturaleza. Será preciso un oráculo para rectificar nuestro pensamiento.
PRÓSPERO.
– Señor, soberano mío, no os torturéis el ánimo pretendiendo buscar la causa de
la extrañeza de este negocio. En un
momento de oportunidad(9), que
no está lejano, os explicaré cada uno de los accidentes sobrevenidos, que,
aunque sorprendentes, os parecerán sencillos.
Hasta entonces, mostraos satisfecho y pensad que todo está bien. (Aparte, a ARIEL) Ven aquí, espíritu. Liberta a Calibán y a sus compañeros. Deshaz el encanto. (Sale ARIEL) ¿Cómo se encuentra mi bondadoso señor? Entre vuestros compañeros faltan todavía
algunos pícaros de quienes no os acordáis.
Entra nuevamente ARIEL, trayendo
a CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO, tocados con las vestiduras robadas
ESTEBAN.
– Que cada cual se preocupe de los demás y nadie cuide de sí propio, porque
todo depende del Destino. ¡Coraggio fanfarrón, monstruo! ¡Coraggio!
TRÍNCULO
– Si me son fieles estos espías que traigo en la cabeza, aquí hay un estupendo
espectáculo.
CALIBÁN. - ¡Oh Setebos! ¡Bravos espíritus, en verdad! ¡Qué lindo está mi amo! ¡Mucho temo que me castigue!
SEBASTIÁN.
- ¡Ja, ja! ¿Qué individuos son estos,
mi señor Antonio? ¿Están en venta?
ANTONIO.
– Muy posible. Uno de ellos es
verdaderamente un pez, y a no dudar, mercable.
PRÓSPERO.
– Mirad, señor, el aspecto de estos hombres y decidme ahora si son honrados...
Este tuno deforme tenía por madre a una bruja, cuyo domino era tal(10), que influía en la luna, hacía subir y bajar las mareas
y asumía sus funciones sin hallarse revestida de su poder. Los tres me han robado; y este medio
demonio, pues es bastardo de uno, había tramado con ellos quitarme la
vida. Dos de estos galanes debéis reconocerlos
como de vosotros; este objeto de las tinieblas lo reconozco yo como mío.
CALIBÁN.
- ¡Voy a ser punzado hasta morir!
ALONSO.
- ¿No es ese Esteban, mi despensero borracho?
SEBASTIÁN.
- ¡Está ebrio ahora! ¿Dónde habrá
encontrado vino?
ALONSO.
- ¡Y Trínculo se tambalea! ¿Dónde han
podido hallar el gran licor que así los ha dorado(11)? ¿Cómo estás
en ese estado?
TRÍNCULO.
– Estoy convertido en esta especie de salmuera desde la última vez que os vi.
Temo hallarme en confite hasta los huesos. No me importan las picaduras de las
moscas.
SEBASTIÁN.
- ¡Hola! ¿Qué hay, Esteban?
ESTEBAN.
- ¡Oh! ¡No me toquéis! ¡No soy Esteban! ¡Sólo soy un calambre!
PRÓSPERO. - ¿Querías ser rey de la isla, pícaro?
ESTEBAN.
– Hubiera sido entonces un rey estupendo.
ALONSO.
– (Señalando a CALIBÁN.) ¡Es el ser más extraño que he visto en mi
vida!
PRÓSPERO.
– Sus costumbres son tan monstruosas como su figura. Id a mi gruta, tuno, con vuestros compañeros. Si queréis obtener mi perdón, arregladla
cuidadosamente.
CALIBÁN.
– Sí, lo haré, y desde hoy en adelante seré más razonable y buscaré vuestra
complacencia... ¡Qué séxtuple asno era, al tomar por un dios a este borracho e
inclinarme ante este idiota lúgubre!
PRÓSPERO.
- ¡Vamos, aprisa!
ALONSO.
- ¡Fuera de aquí y dejad ahora esos pingajos donde los habéis hallado!
SEBASTIÁN.
– O, más bien, robado. (Salen
CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO)
PRÓSPERO.
– Señor, invito a Vuestra Alteza y a su séquito a mi humilde gruta, donde
podéis descansar esta noche; y donde, una parte de ella, os haré tales relatos
que, a no dudar, transcurrirá con rapidez.
Os contaré la historia de mi vida, los accidentes particulares sucedidos
desde mi llegada a esta isla; y a la madrugada os conduciré a vuestro navío y
luego a Nápoles, donde espero presenciar las bodas solemnes de nuestros caros
enamorados. En seguida me retiraré a
Milán, donde de cada tres de mis pensamientos, uno se consagrará a mi tumba.
ALONSO.
– Me impaciento por escuchar la historia de vuestra vida, que resonará
maravillosamente en mis oídos.
PRÓSPERO.
– Os lo relataré todo. Y os prometo una
mar tranquila, viento favorable y velas tan rápidas que pronto habréis rebasado
a vuestra real flota... (Aparte, a
ARIEL.) Mi Ariel, mi polluelo, este es
tu servicio. ¡Inmediatamente recobra en
los elementos tu libertad, y adiós!... Acercaos, si os place. (Salen.)
Recitado por PRÓSPERO
Ahora
quedan rotos mis hechizos
y me veo reducido
a mis propias fuerzas,
que son muy
débiles. Ahora, en verdad,
podríais
confinarme aquí
o remitir a
Nápoles. No me dejéis,
ya que he
recobrado mi ducado
y perdonado al
traidor,
en esta desierta
isla por vuestro sortilegio,
sino libradme de
mis prisiones
con el auxilio de
vuestra manos.
Que vuestro
aliento gentil hinche mis velas,
o sucumbirá mi
propósito,
que era
agradaros. Ahora carezco
de espíritus que
me ayuden, de arte para encantar,
y mi fin será la
desesperación,
a no ser que la
plegaria me favorezca,
la plegaria que
conmueve, que seduce
a la misma
piedad, que absuelve toda falta.
Así, vuestros
pecados obtendrán el perdón,
y con vuestra
indulgencia vendrá mi absolución
FIN
ESTE LIBRO FUE
DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA SILVIA DOMÍNGUEZ.