MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ
PARÉNTESIS MODERNISTA O LIGERO ENSAYO
SOBRE EL MODERNISMO
En medio a
la general confusión individualista, contradictoria y anárquica del arte
moderno, se pueden, a mi modo de ver, descubrir y determinar, como caracteres
de lo que se ha venido llamando modernismo en arte y literatura, dos tendencias
predominantes y constantes que, siempre en harmonía, discurren por cauces
fraternales y paralelos, cuando no se entrelazan y confunden, hasta quedar las
dos, en un principio separadas y distintas, convertidas en una sola.
Una de ellas
es la tendencia a volver a la naturaleza, a las primitivas fuentes naturales,
tendencia que no es propia del solo modernismo, como no lo ha sido ni lo es de
ningún especial movimiento y escuela de arte, porque es causa primera y
patrimonio de todas las revoluciones artísticas fecundas. Taine señala esa
tendencia cuando, al hablarnos de los jóvenes de cuerpo y espíritus sanos que
pasan por los diálogos de Platón, encuentra en ellos al hombre primitivo, no
desligado todavía de sus hermanos inferiores las otras criaturas, risueño y
sencillo como el agua, hacia el cual nos volvemos con amor cada vez que nuestra
civilización nos cansa y nos perturba con los delirios de su fiebre.
En vez de
jóvenes de Platón, o de la antigüedad, o de hombre primitivo, digamos la
naturaleza, y con esta oscura y perenne tendencia a volver a la naturaleza y a
la vida, comenzaremos a penetrar el misterio de las más felices renovaciones
del arte.
En la
reacción de los Primitivos contra el arte bizantino, vence este anhelo de
remontar a las límpidas fuentes primordiales, de volver a contemplar la
naturaleza con claros ojos infantiles, después de haberla visto falseada por
los temores milenarios y las visiones de la vida ascética, falseada y hasta
reemplazada por la sombra de aquellos negros y monstruosos Cristos de rígidos
brazos interminables, cuya tétrica silueta se ve pesando todavía sobre el arte
espontaneo, fresco y divino del Giotto.
A través de
los castos mármoles helenos, hermanos de las almas que discurren por los
diálogos de Platón, el arte del Renacimiento volvió a la naturaleza y a la
vida. Pero en vez de sostener la unidad originaria de la tendencia a que dio
patentísimo relieve y remate, el Renacimiento consagró la exclusiva soberanía
de la forma, como sucede en ciertas madonas rafaelescas de belleza casi
rústica, a expensas del candoroso elemento espiritual que, a modo de interno
lirio de luz, florece en las creaciones de los Primitivos y de los grandes artistas
del quattrocento.
Si hubo
alguna vez un impulso que nada ocultase de morboso, un buen impulso o deseo de
convalecencia precursor de la salud, fue aquel de los pintores modernos
llamados prerrafaelistas que se hurtaron a la férula pseudo-clásico, para
volver a la infantil edad prerrafaélica, adivinando con perspicua intuición, en
los pintores de esa edad, almas ingenuas, transparentes y puras, bañadas en los
propios manantiales de la vida. La naturaleza hablaba sin esfuerzo al través de
estas almas, como sin obstáculos de extraña mediación, y cada palabra suya
arraigaba y se vestía de eterna primavera. Sin embargo, si se acercó de una
parte a la naturaleza, al rejuvenecer y reencender su ideal de la pintura en el
arte juvenil de los Primitivos, de otra parte el prerrafaelismo incipiente,
creyendo tal vez afirmar la benéfica tendencia de su origen, tuvo éxito
contrario, y más bien se alejó de la naturaleza, cuando quiso reproducir en el
paisaje los más mínimos particulares de la piedra, del arbusto y de la hoja. Su
nimiedad pueril de los pormenores fue semejante al error del naturalismo
literario que, en su escrúpulo histórico del dato, del documento o del hecho,
llegó a confundir la naturaleza con el detalle, e imaginó, con sólo un cúmulo
de vanos detalles, representar el movimiento de la vida. Al cabo la pintura,
con los últimos prerrafaelistas, como también la literatura después de varios
tanteos o ismos, desde el simbolismo remoto a los naturismos recientes, en su
doble reacción contra el falso naturalismo y contra el dogmatismo científico
imperante, se libertaron del error, y pudieron, limpias de toda mancha,
regresar a la naturaleza, cuando entrevieron que la naturaleza está, más bien
que en el detalle o en el hacinamiento de innúmeros detalles, en la ingenuidad
y la sencillez, caracteres que por sí solos harían del modernismo un perfecto
renuevo del clasicismo puro, a no ser aquel otro carácter de intensidad impreso
al arte modernista por la violencia de vida de nuestra alma contemporánea,
ansiosa y compleja. En este concepto modernista del arte, un detalle solo,
interpretado con sobrias líneas harmoniosas que expresen el triple carácter de
sencillez, ingenuidad e intensidad, puede, como una flor la primavera,
compendiar toda la esencia de la vida.Y si a la intensidad propia de nuestra
vida de hoy, si a la sencillez y la ingenuidad reconquistadas por la tendencia
a volver a la naturaleza, agregamos los caracteres de la tendencia paralela o
hermana, que es una indisputable tendencia mística, tendremos todos los rasgos
principales del modernismo verdadero, o si se quiere del modernismo como
algunos lo entendemos y amamos, tal como balbucea y canta en el verso de
Verlaine, tal como surge con voz cristalina de surgente en la prosa de
Maeterlinck, tal como enguirnalda con lirios de candor la santa y dulce gloria
de Genoveva en los frescos de Puvis de Chavannes.
Las dos
tendencias, la tendencia a volver a la naturaleza y la tendencia al misticismo,
aparecen juntas en las épocas de feliz renovación del arte y del sentimiento
religioso. Puede la simultánea aparición comprobarse en la historia, desde el
punto mismo en que el arte alboreó con albura de mármoles bajo el cielo
ateniense: En tanto que, a la luz del Ática, la naturaleza canta en el casto
coro impecable de los mármoles, muchos de los mitos que estos mármoles
representan, hallan su intérprete cabal en el verbo contemporáneo de Platón, el
único de los antiguos filósofos a quien se ajusta sin violencia nuestro moderno
concepto del místico.
El mismo
suave consorcio de esencia mística y de amor a las cosas naturales más frescas
e ingenuas, como son las flores, los pájaros y los nifios, embalsama la vida de
Jesús, de acuerdo con su obra, ya ésta la consideremos revolucionaria de la
religión y la moral hebreas, ya apenas veamos en Jesús al poeta, y sólo
estudiemos el Evangelio como nuevo canon de poesía a la serena luz
desapasionada del arte.
Pero nunca
se manifestó el doble y simultáneo impulso con tanta limpieza y vigor, como
durante aquella larga primavera de religión y de arte que empezó en el siglo
trece, cuando el viejo espíritu del Evangelio reapareció restaurado y coronado
en la vida pura de Francisco de Asís. La religión degenerada, corrompida y
moribunda, se libró de la muerte, porque la azucena de Asís rescató los pecados
de la púrpura guerrera y orgiástica de Roma. La tétrica pesadilla bizantina
huyo al mismo tiempo del arte, con sus fealdades y monstruos atormentados de
rigideces, ante el nuevo y fuerte soplo de vida. Cuando las florecitas del Santo
rompieron a perfumar los corazones, fue como si sólo entonces los artistas
empezaran a ver las otras criaturas y las cosas naturales, porque todo el arte
de esa época guarda la infantil expresión de aquellos ángeles de Carpaccio que,
a los pies de la Madona y desde el vago balcón de las nubes, abren los ojos
llenos de cándida maravilla sobre el espectáculo de la tierra.
Del
universal amor del Santo por todas las cosas y criaturas, nace una especie de
misticismo panteísta, o más bien de panteísmo lleno de unción
místico-religiosa, con que el arte sorprende la esencia de la Vida. Apenas el
arte encuentra un puro anhelo místico dentro del más puro y ferviente amor de
la naturaleza, cuando la vida se deshace en rosas y linos inmaculados bajo las
manos del Giotto, casi inconscientes y rústicas. Los frescos ingenuos, donde
con ingenuo pincel nos cuenta el Giotto la vida serena del Santo, son en el
arte de la pintura la lilial anunciación de la vida. Desde ese momento, a las
repugnante representaciones bizantinas del hombre, suceden más reales y nobles
representaciones humanas. Ya Jesús no es el Cristo monstruoso cuyos largos
brazos repugnan en vez de atraer, y amenazan en vez de bendecir: es un Jesús en
harmonía con la dulzura y el candor del Evangelio, el jardinero del más fresco
jardín en que apacentaron su espíritu los hombres, jardinero ideal a cuyos
pasos la tierra se cubre de margaritas y lirios, como el Jesús vestido de
jardinero que el Beato Angélico nos pintó apareciéndose a Magdalena en un
fresco minúsculo del convento de San Marco.
El nuevo
Jesús prepara y empieza en la pintura un tipo nuevo de belleza que tendrá su
expresión insuperable en el Jesús maravilloso del Vinci. Y, paralelamente al
tipo del Jesús, nace, y luego va perfeccionándose en la obra de los artistas,
el tipo de la Madona, que más tarde vaciarán en molde único Bernardino Luini,
Correggio y Rafael.
Alrededor de
esos nobles tipos, y como su acompañamiento más harmónico, se agita y vive un
coro de criaturas leves y graciosas, que ponen la sonrisa de la naturaleza en
el tímido ensayo primero del paisaje. De hojas, frutos y pájaros, el
Ghirlandajo teje las guirnaldas con que él circunscribe y atenúa la trágica
expectación de la última Cena; detrás de una de sus Madonas, alza el primer
Bellini un árbol, en cuya copa se complace con tan extrema nimiedad infantil,
que se la podría suponer la más nítida y acabada copa de cedro, si el
pensamiento del pintor no hubiera sido, como es probable, hacer de ella una
ingenua evocación de catedrales y basílicas, por su redondez categórica de
cúpula; y suave y rápidamente, a partir de la visión cuasi beatífica del
Giotto, ahondándose en la perspectiva del Ghirlandajo, dilatándose por praderas
en flor como la pradera de margaritas del Angélico, el paisaje va creciendo y
afirmándose, hasta que, lleno de harmonía, de aire y luz, rompe a reír con
gentil desenfado ante los triunfos de la muerte, en el bíblico paisaje
semitropical con que Benozzo Gozzoli alegra y enciende los muros del Campo
santo de Pisa.
A la natural
progresión de la doble tendencia en el segundo Renacimiento, corresponde una
ascensión progresiva y luminosa del arte. Mientras la tendencia a volver a la
naturaleza va, refinándose, a cumplirse en la perfección de la forma, la
tendencia mística va, depurándose, a un misticismo lleno de gracia y fineza,
como es al decir de Pater el misticismo de Leonardo, misticismo que ha perdido
su religiosidad, si lo estimamos con el criterio de las religiones positivas,
pero haciéndose religioso en otro sentido más universal y profundo. Leonardo lo
extrae de sí propio y del alma de la naturaleza, y luego lo esparce por la faz
de su obra, y como si fuese el alma de la obra, en la luz de una sonrisa. Es la
misma sonrisa que a través de toda la obra de Leonardo, como la luz del día
hasta su triunfo en la más alta cima del oriente, va progresando y subiendo a
florecer en la sonrisa de la Gioconda. Es la misma sonrisa de los lagos y de
los mares, la sonrisa ambigua que nuestro miedo ha calumniado de traidora,
convirtiéndola en un símbolo de la perfidia, cuando sería lo justo hacer de
ella la poética cifra de nuestra ignorancia, o lo que de ella hizo Leonardo, y
es en definitiva igual cosa: la artística enunciación del eterno misterio.
Hasta aquí
las dos tendencias marcharon siempre en equilibrio, sosteniendo al arte en su
divina ascensión; pero, deshecho este equilibrio, todavía durante el segundo
Renacimiento, cuando una de las tendencias prospero a expensas de la hermana, y
la exclusiva predominancia de la forma retrajo el misticismo a lo accesorio, a
la superficie, a las vanas representaciones formales del asunto, se inició la
decadencia del arte, inmediatamente visible en la tercera manera y en los
discípulos de Rafael.
Iguales
vicisitudes y evolución muestran las dos tendencias en el arte literario. En la
literatura clásica española, acusada por los mismos españoles de árida y seca,
de indiferente a la gracia de las cosas naturales, el más puro amor a la
naturaleza coincidio con la mágica florescencia de la Mística. Nunca el
sentimiento amoroso de la naturaleza alcanzó tan suave y honda ternura como en
el Símbolo de la Fe de Luis de Granada. Tan sincera y cálida es la ternura de
amor que empapa con sangre de poesía las páginas del Símbolo de la Fe, que
cerca de este libro, y a pesar de sus muchos defectos que son los errores de la
ciencia de su edad, resultan afectados, pálidos y fríos, todos cuantos libros
engendró más tarde el entusiasta amor de la naturaleza, después del
advenimiento de Juan Jacobo. Enfadoso y pedantesco parece y es el Genio del
Cristianismo, cuando se ha platicado con la araña y la abeja y todas las
criaturas en el huerto de candores de Fray Luis de Granada.
La
trascendental revolución filosófico-literaria de Rousseau, que según los
críticos dio puesto al paisaje de la literatura, se distingue precisamente por
la tendencia a volver a la naturaleza, y por la tendencia al vuelo místico,
pues el amor a la vida y a las cosas naturales andaba siempre, en Rousseau y en
su doctrina, aliado a cierto deísmo religioso, al que no faltó para volar con
alas de misticismo puro sino olvidar todo resabio protestante de Ginebra.
Después de
quedar por largo espacio divorciadas u ocultas, las dos tendencias han vuelto a
reaparecer claras y acordes en el arte modernista.
Modernismo
en literatura y arte no significa ninguna determinada escuela de arte o
literatura. Se trata de un movimiento espiritual muy hondo a que
involuntariamente obedecieron y obedecen artistas y escritores de escuelas
desemejantes. De orígenes diversos, los creadores del modernismo lo fueron con
sólo dejarse llevar, ya en una de sus obras, ya en todas ellas, por ese
movimiento espiritual profundo.
Anunciado
por la pintura de los prerrafaelistas ingleses en su reacción contra el
pseudoclasicismo, el arte modernista se delineó y afirmó cuando simbolistas y
decadentes reaccionaron con doble reacción en literatura contra el naturalismo
ilusorio y contra el cientificismo dogmático. Naturalmente, los primeros
observadores no se percataron del movimiento profundo, sino de su fenómeno
revelador, de su manifestación más aparente y externa, que fue una fresca
esplendidez primaveral del estilo. De ahí que haya quienes vean todavía en el
modernismo algo superficial, una simple cuestión de estilo, ya sea una modalidad
nueva de éste como quieren algunos, ya sea una verdadera manía del estilismo,
como grotescamente se expresan los autores incapaces de estilo, que es como si
dijéramos los eunucos del arte. En realidad sí hubo y hay una cuestión de
estilo, y hasta una completa evolución del estilo, si sólo tenemos en cuenta el
modernismo español y quitamos a esta última palabra su limitación peninsular,
para volverla a su debida amplitud, suficiente a contener toda la raza
repartida por España y América. En tal sentido es de observar, y bueno es
decirlo porque muchos afectan desconocerlo, cómo se dio el caso de una especie
de inversa conquista en que las nuevas carabelas, partiendo de las antiguas
colonias, aproaron las costas de España. De los libros recién llegados por entonces
de América, la crítica militante peninsular decía que estaban, aunque asaz bien
pergeñados, enfermos de la manía modernista. Semejante expresión, equivalente
de la otra ya apuntada o manía del estilismo, se reprodujo varias veces en
España, bajo la pluma de un conocido profesional de las letras.
Pero esta
evolución del estilo, digna de estudiarse en el modernismo español, puede
tenerse por vana contingencia cuando se estudia el modernismo en general y su
alma profunda, nutrida, por dos corrientes incontrastables, una de las cuales
da al estilo su ingenuidad y sencillez, mientras la otra le da savia y fuerza
místicas.
Misticismo
en literatura no siempre es, aunque lo sea algunas veces, misticismo religioso.
Pero si el misticismo literario no siempre es religioso en el concepto
religioso corriente, nunca es, como pretende el sabio de la especie mental de
Nordau, el modo de ver de la ignorancia y la manía, es decir un modo de ver
nebuloso, inconexo y confuso. Misticismo es, al contrario, clara visión espiritual
de las cosas y los seres.
Oh, señor
licenciado, y cuanto huelgo
de ver su
reverendo personaje;
que soy
amigo de hombres virtuosos
y que sepan
el alma de las cosas...
Así dice el
fingido loco, protagonista de Los locos de Valencia de Lope de Vega, al médico
de la casa de orates. En realidad no es el médico, no es el sabio, sino el
poeta o el artista quien sabe el alma de las cosas. Cuanto más alto el poeta o
el artista, es tanto mayor la fuerza de adivinación con que él penetra el alma
de los seres, y aun el alma de las cosas en apariencia inanimadas. Y misticismo
literario es la evidente revelación, en literatura, de esa fuerza por cuya
virtud el poeta sabe descubrir, extraer, y en serena belleza representarnos, lo
que hay de espiritual en el hombre y en su obra, o en la planta y en su flor, o
en el más humilde ser y en su destino.
Después de
las grandes épocas místicas, desde la Italia de Francisco de Asís, desde los
tiempos de Ruysbroeck el Admirable y del misticismo español, no, habla cuajado
el misticismo tan abundante y florida cosecha como esta vez, en la cima de la
literatura contemporánea. Comienza con Ruskin y Pater a encender los ojos
miopes de la crítica. En filosofía estalla con insólita fuerza: En muchas
páginas de Die Fröhliche Wissenschaft, en la divina crueldad formidable del
sobrehombre, bajo los rasgos de Zarathustra, y en toda la obra nietzscheana se
encierra un poderoso misticismo, que sólo aparenta oponerse, porque es idéntico
en el fondo, al misticismo que pudiéramos apellidar platónico de Carlyle. En
poesía ensaya todas las actitudes y formas: Ya es religioso, pero invertido,
como el inverso misticismo satánico de Baudelaire; ya es un misticismo ingenua
e infantilmente religioso, como el del verso verlainiano; ya, por último, es un
misticismo exento de religiosa limitación, desinteresado por completo, como el
misticismo de Maeterlinck. Pintoresco y gracioso en los poemas de Dante-Gabriel
Rossetti, en los que apenas continúa el misticismo naciente y exterior de la
primera pintura prerrafaelista, sigue siendo exterior desde el punto de vista
literario, si bien desde otro punto de vista ya lo es menos, bajo los
trascendentales empeños de revolución social en lbsen, y de renovación
evangélica en Tolstoi, hasta hacerse más hondo y medular, a medida se
desinteresa en absoluto, como en el claro misticismo del gran poeta belga.
Tal vez no
existe una sola obra fuerte en la literatura de hoy, donde no se pueda rastrear
por lo menos una vaga influencia mística. Aun aquellos grandes escritores menos
inclinados por su naturaleza al misticismo, han tenido o tienen un momento
místico en su obra. En las Vírgenes de las Rocas vivió su momento místico
D'Annunzio, y este momento místico de su obra, por lógica inflexible y secreta,
coincidió con la cumbre de su arte. Y así como D'Annunzio antes de hacer su
obra de vanidad en Il Fuoco, después de su obra de vanidad Oscar Wilde vivió un
momento místico supremo en su final De Profundis. Digo momento místico supremo,
porque este momento místico de Oscar Wilde recogió en sí toda la esencia de un
largo momento histórico. Además de ser el sincero y hondo grito que es, como
pocos ha exhalado jamás el corazón humano, el De Profundis tiene dentro del
arte modernista, por su intensidad, casta belleza y penetración, el carácter de
un evangelio. Nunca fue más clara y perfecta la visión mística del arte y de la
vida. Ni tampoco nunca se expresó con más fuerza la pura aspiración mística del
poeta y del hombre: The Mystical in Art, the Mystical in Life, the Mystical in
Nature.
Aunque haya
todo un grupo de escritores dignos de citarse, no citaré sino a dos maestros,
para decir cómo surge la aspiración mística en la más moderna literatura
española:
En Rubén
Darío empieza, con poemas como El reino interior de Prosas profanas, recordando
el suave y delicioso misticismo de ciertas pinturas prerrafaelistas. Luego
cobra aquel perfume y frescor de espontaneidad que esparcen algunos de los
Cantos de Vida y Esperanza del maestro.
En la prosa
noble se manifiesta con ímpetu de revelación bajo la pluma de Valle-Inclán. Sin
pararnos a hurgar la tersa filiación mística del estilo de esta prosa,
hallaremos en la Sonata de Primavera toda una primavera de místicos perfumes.
En esta Sonata, el misticismo, unas veces tierno y puro como el corazón de las
vírgenes que encantan el jardín señorial con la flor tempranera de sus gracias
y la música suave de sus nombres, pasa a ser otras veces un tanto baudelairiano
o diabólico, y entonces encarna en el destino protervo que, alrededor de una de
esas vírgenes, hermanas de las Vírgenes de D'Annunzio, va describiendo y
cerrando su ronda maldita. Libre de reminiscencias d'annunzianas, y a pesar de
cierto dejo de ironía y de la infatuación donjuanesca, un aliento místico más
puro llena la incomparable Sonata de Otoño.
Tales prosas
y poemas, y otros muchos poemas y prosas cuya sola enumeración ya sería muy
larga, aúnan a la sencillez y la ingenuidad, caracteres de la vuelta a la
naturaleza, por lo menos un vago anhelo místico. A nuestros ojos comparecen en
la escena del Arte, semejantes a las vírgenes que se revelan a Santa Oria en
los versos candorosos del candoroso Gonzalo de Berceo: Todas tres llevan en la
diestra, como en sedoso y albo nido, sendas palomas blancas: y mientras posan
en la tierra los pies, todas, con movimiento unánime, tienden sus diestras al
cielo, como para hacérselo propicio con la cándida ofrenda pascual de sus
palomas.