Los
diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta
que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la
señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon
mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi
parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar
contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los
periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los
rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán
de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican
las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso,
al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos
los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada
de personas bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre
el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con
angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera
de un destino peor.
Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme
tantas dificultades.
Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados
a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron
la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como
detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno
piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón
temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no
puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago
contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme
no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco,
espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido
por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba...
Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos
son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo
a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor
a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como
el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito
era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos
los días:
–Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier
cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha
hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?...
–¿Qué se le importa?
–No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado,
cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...
–Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo
a la chancha y luego le prendo fuego.
Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito
descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los
dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
–Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá
mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene...
Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz.
Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento
en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera
zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal
golpe. El continuaba observando una conducta impura.
Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo
que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes
minucias a los periodistas.
Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora
abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha
escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo
la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico
perverso.
Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora
X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto
en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra
de honor.
Pero de este extremo al otro, en el que me colocan
mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión.
Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta
afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he
intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de
cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo
y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos,
ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que
ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado
su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me
encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color
que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado
nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde
del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más
o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas
hubo que me han dicho:
–¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo
que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.–He caminado así, entre
hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos
y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en
las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los
labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados,
lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces,
que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí.
De este modo, involuntariamente, fui descubriendo
todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente
más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos,
fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente
se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico.
Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme
y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen
de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.
En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de
una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad
de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con
un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de
agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco
de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose
en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo
de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones
hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron
a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan
este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios,
de manera que el incauto –si en un incauto puede admitirse un minuto
de lucidez– observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos
de lo que permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades.
La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi
completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada
que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta
los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
–¿Y dónde está la banda de música con que debían
festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme
de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con
orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la
casa en la cual usted vive?–Y observando las puertas recién pintadas,
exclamó enfáticamente:–¡Pero esto no parece una casa de familia sino
una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución
de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir?
¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que
se había posesionado de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho
en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una
mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al
levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas
del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado
del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés
y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta.
Como hacía calor se había quitado el saco, y así
descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones
sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros
se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba
la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante
de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara
mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro
del establecimiento.
Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además
de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda,
de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante contemplando al jorobadito con
la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste,
sin ofenderse, me dijo:
–Caballero, ¿será tan amable usted que me permita
sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió
su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
–¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben
faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca
de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una
muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella,
a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el
nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa
atención mis palabras:
–No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa
con que se fabrican excelentes cornudos.–Y antes que tuviera tiempo
de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria
insolencia, el cacaseno continuó:–Pues yo nunca he tenido novia, créalo,
caballero... le digo la verdad...
–No lo dudo– repliqué sonriendo ofensivamente–, no
lo dudo...
–De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría
tener un incidente con usted...
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle
un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo
de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado
allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía
a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con
la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa
sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura
de jumento, dijo:
–Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...;
esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?,
treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán?
¡No, señor! ¿No es cierto?
–¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego
moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo
simultáneamente:
–Qué agradable es poder confesar sus intimidades
en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden
sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación
con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede
contestarme?
–No sé...
–Porque mi semblante respira la santa honradez.
Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se
restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas
en redor prosiguió:
–Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario
que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato
que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre
el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de
sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye
de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto
continuó:
–Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado
no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.
–¿Del betún?
–Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque
yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido
profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado" el último remendón
de portal, y "experto en cabellos y sus derivados" el rapabarbas, y
profesor de baile el cafishio profesional?...
Indudablemente, era aquél el pillete más divertido
que había encontrado en mi vida.
–¿Y ahora qué hace usted?
–Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor.
No dudo que usted será mi cliente. Pida informes...
–No hace falta...
–¿Quiere fumar usted, caballero?
–¡Cómo no!
Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido,
Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y di jo:
–Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque
la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence....
me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo–dicho lo cual,
y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló
en mi mesa.
Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el
ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que
no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas
amistosas en la giba.
Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante;
luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
–¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me
ha dado ninguna suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma
fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo
el día, como en una imagen sobrenatural.
Por momentos la sentía implantada en mi existencia
semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser
la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento
del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden
ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar
a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos
anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos,
me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad.
Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí,
éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente
a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía
consistir cualquiera de ambas cosas.
De más está decir que nunca me atreví a besarla,
porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia.
Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro,
aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia
de mi conducta imbécil para con ella.
En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones
que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente
a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella
situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella
casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse
en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar,
pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino
el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa,
pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente
de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante
de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación
atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme
en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de
la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado
en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas
amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos
desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala,
emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad,
que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa
mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente"
me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un
día se había hecho respecto a mí.
Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior
furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por
mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres
que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como
una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una
fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban
de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces,
cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en
estas indirectas:
–Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan
ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.–O si no:– Sería
conveniente, no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su
ajuar.
Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me
miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario
temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con
el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima.
Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable,
fingía estar segura de mi "decencia de caballero", mas el esfuerzo que
tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad,
ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía
a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente
un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el
hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos
por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme
víctima de una venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues
fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio
sentido de la palabra.
Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas
se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el
subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor,
cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula
psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba
a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de
las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir
interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente
con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia
y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido
y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día
era noche, me contestara:
–Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que
se ha puesto.
Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez.
Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse
de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de la red se iba ajustando cada
vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles.
Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza
crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd
que me iban a sumergir en la nada.
Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía
en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada
el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones
mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera
noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida
que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones
económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de
esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan
a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida.
Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido
para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino
me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del
campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde
duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de ser
padre".
Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí
experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen
señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo
ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he dicho que esa
gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos.
Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos
llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y
débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas
de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza
tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los
ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba
con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida
que crecía se hacían más pequeñas y densas.
Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente
agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias se me ocurrió la "idea"–idea
que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que
en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose,
afianzando sus fibromas entre las células más remotas–y aunque no se
me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui familiarizándome con
su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a
ella y no faltaba sino llevarla a la práctica.
Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía
en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo
con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables.
Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé
en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la
cual consistía:
Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a
su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me
había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás
había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza
terrestre.
Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si
a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca
de Rigoletto.
Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
–Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna
mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho
a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero
que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado.
Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí...
y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono
enfático me replicó:
–¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato
que voy a pasar?
–¿Cómo, mal rato?
–¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme
por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa
de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te
presento al dromedario".
–¡Yo no la tuteo a mi novia!
–Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy
a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras
disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena
intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me
dijo que nunca la había besado a su novia.
–Y eso, ¿qué tiene que ver?
–¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me
besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme?
¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos
humanos?
La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente,
le dije:
–Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba
y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense,
infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido.
Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable
de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
–¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso
que haya dado?
Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado
por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la
"idea", le respondí:
–Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
–¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza
para que me ponga sobrenombres.
–Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente
que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
–¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
–¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar?
¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito!
¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
–¡Rotundamente protesto, caballero!
–Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos
un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad
¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la
imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se
encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con
qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza
mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán?
¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará,
insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!
–¡No me ultraje!
–Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
–¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?...
–Te daré veinte pesos.
–¿Y cuándo vamos a ir?
–Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...
–Bueno..., présteme cinco pesos...
–Tomá diez.
A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección
a la casa de mi novia.
El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba
una corbata plastrón de color violeta.
La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de
viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente
iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas
cordilleras de nubes.
Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente
caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome
del borde del saco, me decía con tono lastimero:
–¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no
necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio
de la calzada.
¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente
por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que
contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las
fachadas y sus cresterías funerarias.
No había quedado un trozo de papel por los suelos.
Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros.
Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba violentamente la copa de los árboles,
pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera
perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo
que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del
giboso.
Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se
lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje
a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre
de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba
las aceras desiertas:
–Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido
lo mismo. –Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano,
yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento,
por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por
los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera
querido debía primero haberlo amado a él.
De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
–Aquí es.
Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el
pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba
el moño de la corbata, me dijo:
–¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el
pecado... !
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma
serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite
una palabra, señorita?", y esta contradicción entte la sonrisa de su
carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos
sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante
los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir
al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la
mirada.
–Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
–¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que
no me llamo Rigoletto!
–¡A ver si te callás!
Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como
si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella.
Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
–Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del
suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada
parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo
personaje.
Me sentí súbitamente calmado.
–Elsa–le dije–, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe
por ese repugnante canalla que nos escucha. Oigame: yo dudo... no sé
por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo...
Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su
esclavo.
Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería
expresar "toda la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:
–Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he
bebido. Sienta el olor de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella,
y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo?
Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa
del sombrero.
Me volví al cojo y después de conminarle silencio,
me expliqué:
–Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé
un beso a Rigoletto.
Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad
sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy
lentamente:
–¡Retírese!
–¡Pero! ...
–¡Retírese, por favor...; váyase!...
Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido
compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto,
que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:
–¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le
permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para
la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia
de mi amigo!
Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue
una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir,
es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en
un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante
congestionado, t ieso en el cent ro de la sala, con su brac i to extend
ido , vociferaba:
–¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no
se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume
de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?
Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
–¡Calláte, Rigoletto; calláte!...
El corcovado se volvió enfático:
–¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé
lecciones de urbanidad!–Y volviéndose a Elsa, que roja de verguenza
había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:–¡Señorita...
la conmino a que me dé un beso!
E1 límite de resistencia de las personas es variable.
Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse
aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta
en la mano.
¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso.
Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:
–¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido
en cumplimiento de una alta misión filantrópica! ... ¡No se acerquen!–Y
antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la
ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y
cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa,
como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia
de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
–¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica!
Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad
mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una verguenza
cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que
para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero
jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba
en mis cabales.
–Lo haré meter preso...
–Usted ignora las más elementales reglas de cortesía–insistía
el corcovado–. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero.
E1 hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido
para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está
obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que
debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me
niego a recibirlo.
Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto,
no les quede la menor duda, señores. Continuó él:
–Caballero... yo soy...
Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo
nada más Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es
posible.
¿Y ahora se dan cuenta por qué el hi jo del diablo,
el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué
yo he terminado estrangulándole?
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