RAMÓN DE MESONERO ROMANOS
COSTUMBRES LITERARIAS
I
LA LITERATURA
"Virtud
y filosofía
Peregrinan
como ciegos;
El uno
conduce al otro,
Llorando van
y pidiendo."
Lope de Vega
Desde que en
España hay literatura se ha venido repitiendo constantemente que en ella no
puede haber literatos; y siéndolo los mismos que dicen esto, preciso será
creerlos bajo su palabra, y convenir con ellos en que el cultivo de las letras
no es entre nosotros el mejor género de cultivo.
Y a la
verdad, ¿qué es un literato, meramente literato, en nuestra España? Una planta
exótica, a quien ningún árbol presta su sombra; ave que pasa sin anidar;
espíritu sin forma ni color; llama que se consume por alumbrar a los demás;
astro, en fin, desprendido del cielo en una tierra ingrata, que no conoce su
valor.
Si, confiado
en la superioridad de su genio, no supo unir la adulación a las dotes de su
talento; si, mirando desdeñosamente los intereses materiales, no acertó a
mendigar un favor del poderoso; favor menguado, que apartándole de sus nobles
ocupaciones, le convierte en lisonjeador de oficio o en mecánico oficinista,
todo su saber, por grande que sea, bastará tal vez a conquistarle un lugar
distinguido en las crónicas literarias; acaso la posteridad encomiará su genio,
acaso levantará estatuas a su memoria; pero en tanto su vida se consumirá
angustiosa en medio de tristes privaciones; y aquel hondo despecho que produce
en el alma un desdén injusto, abreviará sus días, y muy luego le conducirá al
ignorado sepulcro, que en vano buscarán sus futuros admiradores.
Hubo un
tiempo, es verdad, en nuestro país, que parecía presagiar a las letras más alta
fortuna, más estimada consideración. Los siglos XVI y XVII, imprimiendo en este
punto a las costumbres una tendencia bienhechora, vieron muy luego aparecer
eminentes ingenios, que, consignando eternamente la gloria de aquella edad,
recompensaron con usura los favores que de ella pudieron recibir.
Sin embargo,
no bastó tampoco entonces el talento literario; preciso fue también unir a él
la intriga cortesana, y saber prescindir en ocasiones del hombre de letras,
para aparecer bajo el aspecto del hombre político o del discreto palaciego.-Los
que, como Quevedo, Mendoza y Saavedra, supieron reunir estas cualidades a las
de escritores, vieron recompensado su mérito con altos empleos, con regios
favores, y figuraron airosamente entre los primeros hombres públicos de su
tiempo; los que, como Cervantes, Lope y Moreto, limitaron su ambición a la
'gloria literaria, fueron, en verdad, el objeto del entusiasmo de su siglo y
pudieron presagiar en vida el tributo de admiración que había de rendirles la
posteridad; mas sus trabajos, tan aplaudidos y admirados, no bastaron a
asegurarles una cómoda subsistencia, ni a legar a sus hijos otra cosa que la
gloria de sus nombres esclarecidos. -Lope de Vega quedó empeñado al morir,
después de haber escrito dos mil comedias (que los cómicos solían pagar a 500
rs.), y otras muchísimas obras sueltas; Calderón vendió todos sus autos
sacramentales a la villa de Madrid por 16.000 rs., y Miguel de Cervantes tuvo
que mendigar el socorro de un magnate para dar a luz la obra inmortal que había
de ser el primer título de la gloria literaria del país.
Cuando en el
último tercio del siglo anterior volvieron a aparecer las letras, después de un
largo período de completa ausencia, una feliz casualidad hizo que hombres
colocados en alta posición social fueran los primeros a cultivarlas, y de este
modo se ofrecieron a los ojos del público con más brillo y consideración. Montiano,
Luzán, Jovellanos, Campomanes, Saavedra, Llaguno, y los padres Isla y González,
el duque de Hijar, los condes de Haro y de Noroña, Viegas, Forner, Cadahalso, y
Meléndez ocupaban los primeros puestos del Estado, las sillas ministeriales,
las dignidades eclesiásticas, las embajadas, la alta magistratura y los grados
superiores de la milicia; bajo este aspecto pudieron servir, y sirvieron
efectivamente, a las letras, tanto para adquirirlas en el concepto público
aquel respeto que por desgracia sólo se prodiga a los falsos oropeles, cuanto
para estimular a la juventud a emprender una carrera que no aparecía ya como
incompatible con los halagos de la fortuna.
Empero de un
extremo vinimos a caer en el opuesto; los jóvenes se hicieron literatos para
ser políticos: unos cultivaron las musas para explicar las Pandectas; otros se
hicieron críticos para pretender un empleo; cuáles consiguieron un beneficio
eclesiástico en premio de una comedía; cuáles vieron recompensado un tomo de
anacreónticas con una toga o una embajada. -Y siguiendo este orden lógico, se
ha continuado hasta el día, en términos que un mero literato no sirve para nada
o sirve para todo, siempre que guste de cambiar su título de autor por un
título de autoridad.
De aquí las
singulares anomalías que vemos diariamente; de aquí la prostitución de las
letras bajo el falso oropel de los honores cortesanos. -¿Fulano escribió una
letrilla satírica? Excelente sujeto para intendente de rentas. -¿Zutano compuso
un drama romántico o un clásico epitalamio? Preciso es recompensarle con una
plaza en la Amortización. -Aquél, que hace muy buenas novelas, a formar la
estadística de una provincia. -Éste, que ha traducido a Byron, a poner notas
oficiales en una secretaría. -El otro, que escribió un folletín de teatros, a
representar al Gobierno español en un país extranjero.
Entre tanto,
aquellos escritores concienzudos, que ven en el cultivo de las letras su
sagrada y única misión, y no sabiendo o no queriendo abandonarlas, esperan
recibir de ellas la única corona a que aspiran, yacen arrinconados, y como se
dijo al principio, peregrinos en su propia patria; y el pueblo que los mira, y
los magnates que no comprenden la causa noble de su desdén, les arrojan al
pasar una mirada compasiva, o llegan a dudar hasta de sus intenciones o su
talento... -"¡Literato!... ¿Qué quiere decir literato?...", le
preguntará la autoridad al empadronarle. "¡Poeta!...", repetirá el
pueblo... "¡Valiente poeta será él, cuando no ha llegado a ser ni siquiera
intendente o covachuelo!"
De esta
manera, la multitud, que sólo juzga por resultados, se acostumbra a ver la
literatura como un medio, no como un fin; como un título de elevación, no como
un patrimonio de gloria; y entre tanto que ensalza y eleva al talento, y
engalana la persona del autor con relumbrantes uniformes, deja olvidadas sus
obras en la librería; y por una singular contradicción, aquellos propios
escritos, bajo los cuales se escondía una elevada posición social, sirven al
mismo tiempo para que el inhumano tendero envuelva en ellos las pasas de Málaga
o los quesos de Rochefort.
II
EL MANUSCRITO
"Así se
animarán nuevos autores
a imprimir
obras que vender al peso."
Iriarte
Y para hacer
más sensible el argumento por medio de un ejemplo, figurémonos un autor que
después de haber dedicado largos años a trabajar concienzudamente una obra
literaria, ve por fin concluido el trabajo en que vincula la gloria de su
nombre y las lisonjeras esperanzas de su porvenir.....
¡Pobre
autor! ¡Tú creías, cuando dabas fin a la última página de tu libro, que nada te
quedaba ya que trabajar, nada que padecer! -Pues entonces es cuando empieza tu
verdadero sufrimiento, tu más ingrata tarea. -Por fortuna, en el día no tienes
que temer las trabas de censura arbitraria, ni necesitas mendigar un permiso,
que las leyes actuales te conceden gratuitamente... Si hubiera sido hace
algunos años, tu primera diligencia sería la de poner un pedimento en papel
sellado, y cargado con él y con tu manuscrito, acudir a la escribanía de cámara
del Consejo de Castilla, dejándolos allí confiados en manos de curiales entre
despojos y moratorias... ¡Qué agudo puñal para un escritor al dar el tierno
adiós (que podía muy bien ser el último) a su amada obra, y arrojarla entre
profanos, que midiéndola por su escasa inteligencia, no hacían escrúpulo en
despreciar un manuscrito que acaso la posteridad miraría como un tesoro!
E1
secretario formulaba su relación, y cargando con el manuscrito entre los demás
papeles del despacho, entraba al Consejo a dar cuenta de él entre un permiso de
feria y un alegato de bien probado; -el tribunal mandaba censurar aquél, y el
escribano era regularmente el que designaba el censor; y si la obra era de
bella literatura, la remitía al guardián de San Francisco o al cocinero de los
Mínimos; y si hablaba de Historia, no faltaba algún capellán de monjas; o un
abogado del Colegio, si se trataba de una colección de poesías. -En vano el
pobre autor trataba de adivinar por todas los medios posibles en qué manos se
hallaba; este secreto era secreto de Estado, los hombres de ley sabían
guardarlo, y dar así a los censores todo el desahogo posible para que pudieran
meditarla a su sabor dos o tres años.
¿Quién
pintará las angustias de aquel mísero autor en este tiempo? ¿Quién sus
exquisitas diligencias para descubrir el paradero de su futura gloria? Por fin,
al cabo de muchos meses y de varios pedimentos de recuerdo, decretados por el
tribunal, el tiránico censor devolvía la obra, o con una negativa terminante, o
toda mutilada con inmundos borrones, que hacían desaparecer su mérito
principal; y gracias cuando no se metía a enmendarla de su propia autoridad y
hacer decir al autor cosas que ni en sueños imaginara. -Satisfecho de este modo
el tribunal de que el libro no contenía nada contra nuestra santa religión ni
las regalías de la corona, solía conceder el permiso, y el autor se daba por
muy satisfecho cuando, a vuelta de algunos ducados y aparapetado con su Real
cédula, lograba recoger aquella oveja descarriada, su libro querido, todo
desvencijado por manos impuras, y con sendas rúbricas en cada una de sus hojas.
Ahora, es
verdad, los tiempos han cambiado; para ser autor no se necesita más que un buen
ánimo; y en gracia de esta libertad, han llegado las letras a la altura que las
vemos. Asombroso, a decir verdad, debe ser el número de obras importantes que
han debido ver la luz desde que se abolió toda censura; nuestros escritores,
que antes se escudaban con ella para justificar su silencio, han podido dar a
conocer sus prodigiosos adelantos y su genio superior. Ciencias, artes,
literatura, todo han podido tratarlo con extensión; nadie les ha ido a la
mano... Desde entonces las imaginaciones han tomado un vuelo gigantesco, las
luces se propagan, las prensas gimen, y... ¡desgraciada la madre que en estos
tiempos no tiene un hijo escritor!... Por resultado de este movimiento
admirable, benéfico, sublime, ¿dónde están las enciclopedias profundas, las
filosóficas historias, los científicos viajes, las críticas novelas, los
admirables poemas? -Sin duda que han debido abundar en estos tiempos de
franquía político-literaria. -Sin duda que nuestros escritores se habrán dado
prisa a vengar el honor nacional y a responder victoriosamente a los terribles
cargos que de dos siglos a esta parte les dirige la Europa entera... -Sí,
señor, han respondido, han escrito multitud de volúmenes... de periódicos,
llenos de partes militares o de alocuciones civiles. El público no quiere más
historias que la historia contemporánea, ni busca otro progreso sino el
progreso de la guerra.
III
LA LIBRERÍA
"En
literatura, el producto del trabajo
está en
razón inversa de su importancia."
Addison
Mas,
volviendo a nuestro anónimo escritor, a quien hemos dejado con su manuscrito
bajo el brazo, salvándole cual otro Camões, de los embates de las olas,
sigámosle paso a paso en sus diligencias ulteriores hasta ver realizado el
objeto de sus esperanzas.
Por de
pronto, le encontraremos recorriendo una por una todas las imprentas de Madrid,
y cotejando formas, y demandando precios, y escogiendo papel, y reduciendo, en
fin, a números todas las circunstancias del contrato, hasta arreglar
convenientemente sus bases.
Pocas cosas
hay tan entretenidas como ver a un literato ajustar una cuenta o formar un
cálculo con aquella pluma con que suele volar por las vagas regiones de la
fantasía. La
falta de práctica y su escaso conocimiento de los guarismos le hacen equivocar
a cada paso la cuenta; y suma y multiplica, y vuelve a sumar y multiplicar; y
unas veces saca mil y otras un millón; y quien de 24 quita 6, deja 40, y llevo
7; dos mil ejemplares vendidos a duro hacen 200.000 duros; rebajados 500 por el
coste de su impresión, quedan 150.000 duros limpios de polvo y paja... ¿Adónde
vamos a parar?
Que se
ajustan, en fin, literato é impresor, y que empieza la tarea de la composición
y la corrección de pruebas, y el ajuste, y el pliego de prensa, y la tiración y
retiración, y las capillas, y el alce, y el plegado; y mi autor, en algunos
meses, no sabe qué cosa es dormir, ni sosiega un solo instante; y unas veces riñe
con el regente de la imprenta por la tardanza, y otras con los cajistas por la
precipitación; y se desespera por una errata, porque en vez de tu mano esquiva,
le han puesto tu mano de escriba, o en lugar de memoria póstuma han estampado
memoria postema, u otros quid pro quos tan inocentes como éstos, en que suelen
incurrir los inocentes cajistas.
Llega, por
fin, el suspirado momento en que, ya corrientes y encuadernados los ejemplares
de impresión, va a proceder a la venta, y una mañanita muy temprano sale mi
diligente autor a revistar uno por uno todos los esquinazos de Madrid, donde ha
hecho fijar grandes cartelones con letras tan grandes como todo el libro; y se
aflige y desespera porque unos los encuentra demasiado altos, y otros demasiado
torcidos; cuáles empezados a rasgar; cuáles rasgados del todo; éstos cubiertos
por un anuncio de novillos; aquéllos ofuscados por una función de cofradía.
-Pero se consuela con que en aquel mismo día la Gaceta y el Diario han
anunciado su obra en términos precisos, y que ya de antemano ha regalado un
ejemplar a todos los periodistas de Madrid, los cuales, en conciencia, no
podrán menos de decir que la obra es excelente y el autor un buen sujeto, con
la demás música celestial de costumbre, no olvidando al final la librería donde
se vende o se quiere vender.
Y aquí llamo
la atención de mis lectores no madrileños, para hacerles un pasajero bosquejo
de lo que es una librería en nuestra heroica capital.
Siempre que
a su paso se encuentren una portada gótico-arabesca y hermoso cierre de
cristalería; siempre que vean relucir en lo interior brillantes dorados y
trasparentes, y coronada la pintada muestra por un cuerno de Amaltea o por una
fama trompetera; aquello, por supuesto, no es una librería, sino un almacén de
objetos más útiles, tales como guantes o confitura.
Siempre que
miren un prolongado mostrador, asediado por multitud de bellezas mercantes, por
infinidad de galanes paganos; allí, por supuesto, no se venden libros, sino
sedas y cachemiras, ni se conocen otras letras que la de "Precio
fijo", estampadas en góticos caracteres en el fondo del almacén.
Empero
cuando vean un menguado recinto de cuarenta pies de superficie, abierto y
ventilado por todas sus coyunturas, cubiertas las paredes de unos andamios bajo
la forma de estantería, y en ellos fabricada una segunda pared de volúmenes de
todos gustos y dimensiones, pared tan sólida e inamovible como la que forma el
cuadrilátero recinto; -siempre que vean éste, cortado a su término medio por un
menguado mostrador de pino sin disfraz, tan angosto como banco de herrador, y
tan plana la superficie como las montañas de la Suiza; -siempre que encima de
este laboratorio vean varias hojas impresas a medio plegar, varias horteras de
engrudo, y el todo amenizado con las cortaduras del papel y los restos del
pergamino; -siempre que detrás acierten a columbrar la fementida estampa de un
hombre chico y panzudo, como una olla de miel de la Alcarria, y vean sobre la
abertura que forma la trastienda un pequeño nicho en forma de altar con una
estampa de San Casiano, patrón de los hombres de letras; -siempre que
encuentren, en fin, todas estas circunstancias, detengan el paso, alcen la
cabeza, y verán en los dos esquinazos de entrada unos misteriosos emblemas de
líneas blancas y coloradas, y sobre el cancel un mal formado rótulo, que en
anticuadas letras dirá forzosamente: "LIBRERÍA."
A decir
verdad, que nada es más a propósito para dar una idea del estado de la
literatura en nuestro país como el aspecto de las tiendas de libros, que, sin
celos ni estímulo de ninguna especie, han visto progresar y modificarse, según
los preceptos de la moda, a las quincallerías, floristas, confiteros, todos los
almacenes de comercio, hasta las zapaterías y tabernas; y ellas, impasibles en
aquel estado normal que las imprimió el siglo XVIII, han permanecido
estacionarias, sobreviviendo indiferentes a las revoluciones de la moda y a las
convulsiones heroicas del país.
Si,
prescindiendo de la librería, consideramos aisladamente la persona del librero,
hallaremos en él la misma inamovilidad, igual estoicismo que en aquélla.
-Desdeñando con altivez todos los esfuerzos del resto del comercio, vive
tranquilamente, encuadernado en su mostrador de pino y sus anaqueles de
becerro, repartiendo el producto del humano saber con sus compañeros los
ratones (que los hay con un hambre del año 12). Si escucha hablar del colosal
movimiento de los libreros de Londres y de París, del lujo de sus almacenes, de
la pompa de sus catálogos, y de sus grandes empresas mercantiles, el librero
madrileño sonríe desdeñoso, y sigue sin responder, plegando calendarios o dando
a los cartones una mano de engrudo. -Si se le pregunta por el mérito de una
obra, responde con indiferencia: -"No es cosa; no se han vendido más que
cien ejemplares." -Para él la pauta de todos los libros está en su libro
de caja, y por este estilo aprecia más que las obras de Homero el Sarrabal de
Milán, y mucho más el Arte de Cocina que los Varones ilustres de Plutarco.
Ocupado sin
cesar en sus mecánicas tareas, escucha con indiferencia las interesantes
polémicas de los abonados concurrentes (todos, por supuesto, literatos), que
ocupan constantemente los mal seguros bancos extramuros del mostrador; los
cuales literatos, cuando alguno entra a pedir algún libro, le glosan y le
comentan, y dicen que no vale cosa, y después de juzgarle a su sabor, le piden
prestado al librero un ejemplar para leerle. Y mientras tanto ojean un
periódico, y mascan y muerden a su sabor el articulo de fondo; y luego la pegan
con la comedia nueva y hacen una disección anatómica de ella y su autor. Todo
hasta que dan las dos, hora en que el librero, recogiendo sus chismes, les
invita a comer la puchera, que es lo mismo que decirles que se vayan a la
calle. Y luego cierra la tienda, y come y duerme su siesta, y vuelve a abrir, y
vuelve a reproducirse la escena anterior.
Pero, si mal
no me acuerdo, dejamos a nuestro autor caminando hacia la librería; pues bien,
figurémonos que entra en ella a la sazón que acaba el librero de despachar un
ejemplar, el tercer ejemplar de su obra, y que los literatos del banquillo han
abierto la discusión sobre ella.
-¿Ha leído
V., señor don Hermógenes, ese libro nuevo?
-¡Cómo si lo
he leído! Página por pagina me lo ha consultado su autor.
-¡Calle!
¿conoce V. al autor?
-Pues ¡no lo
he de conocer, si ha sido discípulo mío! y dé gracias a mis advertencias y
correcciones, que si no... pero callemos, que no es cosa de decirlo todo;
dejémosle gozar tranquilamente de los honores del triunfo.
-Me han
dicho (replica D. Pedancio) que es un muchacho de mérito, y que.....
-Sí, señor,
tiene chispa, y si estuviera bien dirigido.....
-¿Cómo bien
dirigido? ¿pues no he dicho que le dirijo yo?
-Tiene V.
razón, y a decir la verdad, ya me parecía a mí que era imposible que ese mozo hiciera
por sí nada de provecho; figúrense ustedes que le he conocido hace veinte años
jugando a la rayuela todas las tardes con los chicos de mi vecino don
Abundio... y luego, señor, lo que yo
digo, ¿qué
han de saber estos muchachos, ni qué universidades han cursado, ni qué
oposiciones han sostenido, ni.....
(Mientras
este ligero dialogo, el joven autor ha entablado un aparte con el librero para
informarse de la venta; y luego que éste le asegura que en todo el día ha
realizado tres ejemplares, hace un gesto expresivo, da un suspiro, y lanzando
una mirada fulminante a los interlocutores, se sale precipitadamente de la
tienda.)
-Oiga V.,
señor amo de casa, ¿no querrá V. decirnos quién es ese caballerete que acaba de
salir?
-Ese
caballerete (responde el librero) es un amigo de todos ustedes y protegido de
mi señor don Hermógenes.
-¿De veras?
-Sí,
señores; es el autor de quienes ustedes hablaban, y no sé cómo no lo han
conocido.
-A la
verdad, replican todos, que está bastante desfigurado... y luego esta vista tan
cansada... ¿no es verdad, V., don Pedancio?
Los quince
primeros días repite diariamente el joven la visita a la librería, y ajustando
mentalmente la cuenta, saca la consecuencia de que en ellos ha despachado
veinte y cinco ejemplares; y sin embargo, todo el mundo le habla de la obra, y
todos sus amigos se la elogian y le colocan a par de Cervantes; es verdad que
él ha tomado la precaución de regalársela a todos; y al cabo del mes pide
cuentas al librero, el cual se la da de treinta ejemplares; al segundo mes de
diez, y al tercero de ninguno, y entre tanto el impresor le ha cobrado la suya,
y el encuadernador igualmente; y advierte, en fin, que su futura gloria le ha
costado un purgatorio presente, y que en vez de los ciento cincuenta mil duros
de ganancia, se halla con cien doblones de menos en el bolsillo.
IV
EL AUTOR
"Oui, j'aime mieux, n'en déplaise à la gloire,
vivre au monde deux jours que mil ans dans
l'histoire."
Moliere
Y con perdón
de la gloria,
Mucho más
estimaría
Vivir en el
mundo un día
Que mil años
en la historia.
Entonces
reconoce la ingratitud del siglo, y medita filosóficamente sobre la ignorancia
de la multitud; pero templa su dolor con la consideración de los inconvenientes
de la riqueza, y la gloria que le brinda la fama en las futuras edades, con lo
cual se determina a pasar el resto de sus días dedicado a la filosofía y al
estudio. -Mas desgraciadamente llega el día 30 del mes, y el casero le recuerda
el alquiler del cuarto; la patrona le reclama el gasto de la casa; el sastre
tiene la inhumanidad de presentarle la cuenta, y hasta el grosero asturiano que
le sirve se atreve a interpelarle sobre el pago de su salario.
E1
desdichado autor cae entonces bruscamente desde su cielo ideal en este mundo
mecánico y positivo; mira con dolor que el ingenio es un capital pasivo, que no
empieza a producir hasta después de la muerte; que la sabiduría no tiene
cosecha, o que si siembra ideas, es para recoger únicamente desengaños; que
hacer libros donde nadie lee es ponerse a fabricar rosarios en Pekin; que
aquella individualidad, aquella sublime excepción a que ha aspirado por
resultado de sus tareas, le han constituido en una situación exótica en medio
de una sociedad material y positiva, y que, en fin, todo su talento, toda su
nombradía, no pueden hacerle prescindir de aquellas necesidades que esta misma
sociedad le impone.
Entonces es
cuando, dando un nuevo giro a sus ideas, las materializa y dirige a un
resultado positivo; entonces cuando hace el sacrificio de su futura gloria en
gracia de su vivir presente, y trata de hacer valer sus circunstancias para
llegar a clasificarse en esta misma sociedad, que antes miraba con enfático
desdén. Entonces es cuando cambia las bibliotecas por las antesalas; los
profundos volúmenes por los periódicos fugitivos; las relaciones literarias por
las encumbradas y políticas; Entonces cuando hace la oposición o la defensa de
los ministros; entonces cuando brilla en su mayor esplendor, y todos alaban su
talento, y pasa de mano en mano altamente recomendado, hasta que da en las de
un poderoso Mecenas, que, en justo galardón de sus conocimientos literarios o
de su númen poético, le encaja una contaduría de estancadas o una
administración de correos, con lo cual el ex-autor hace almoneda de sus libros,
vende al peso todas sus impresiones a un almacenista de chocolate, y marcha
satisfecho a desempeñar su destino y a firmar oficios y cargaremes.
Y aquí
concluyó el literato, y empezó su positiva carrera el funcionario público.
(Marzo de
1837.)
Nota del
Autor: Este artículo, en que se pretende bosquejar las diversas fases de
nuestra vida literaria, según las épocas pasada y presente, fue escrito en
principios de 1837 para insertarse en el periódico o revista quincenal que
empezó a publicar el Liceo Artístico y Literario de Madrid, especie de Album,
en que todos los socios de aquella nueva y brillante corporación consignaban
espontáneamente los frutos de su ingenio.
En todo el
articulo domina el pensamiento del autor, a saber: la falta de consideración, o
de aplicación, que entre nosotros cuentan los estudios científicos y literarios
por sí mismos, y la sobra de protección indiscreta que suele reclamarse y
obtenerse del Gobierno, no para los mismos escritos, sino para las personas de
los autores, sacándolos de su esfera, y colocándolos en empleos elevados y
brillantes, que les hacen desdeñar el cultivo de las letras, y hasta renegar de
sus antiguos títulos de gloria. -En este punto las opiniones del autor son
contrarias, no sólo a las de los Gobiernos, sino a las de los mismos literatos,
para quienes desearía, sí, una modesta medianía y desahogo; pero no grandes
títulos, honores y cargos, que los arrancan a sus tareas literarias; y esta
convicción es en él tan profunda, cuanto que está persuadido de que si Cervantes
hubiera sido director de Rentas o gobernador civil, nunca eseribiría el
Quijote; Lope y Calderón, si hubiesen llegado a obispos, no habrían dado tanta
gloria a la escena española; ni Shakespeare, ni Molière, hubieran enaltecido la
inglesa y francesa, si de pobres y asendereados farsantes hubieran subido de
pronto a ser embajadores, ministros o generales.
En la
reacción literaria que se verificaba por aquellos años en nuestro país, al
mismo tiempo que la revolución política, o más bien como consecuencia de ella,
se observaba desde luego esta tendencia fatal, esta protección funesta, al
sentir del autor, hacia las personas de los literatos; la libertad del
pensamiento, exento ya de toda traba de censura; el aumento de vitalidad y de
energía, propio de las épocas de revueltas políticas, de discusión y de lucha;
el vigor y entusiasmo de una juventud ardiente, apasionada, y que entraba a
figurar en un mundo agitado por las nuevas ideas; el brillo y esplendor con que
éstas se engalanaban y brindaban en su cultivo un magnífico porvenir; todas
estas causas reunidas produjeron en nuestra juventud una excitación febril
hacia la gloria política, literaria, artística, hacia toda gloria, en fin, o
más bien hacia toda fama y popularidad.
La fundación
del Ateneo Científico y la del Liceo Artístico y Literario, verificadas en 1835
y 36, fueron la señal de dar principio aquella época de regeneración, de
entusiasmo y de gloria. -Las cátedras y discusiones de la primera de aquellas
sociedades; las sesiones de competencia, representaciones y juegos florales de
la .segunda, ofrecían por entonces tan halagüeño y seductor espectáculo para
las letras y para las artes, que parecía inconcebible la simultánea existencia
de una guerra civil enconada y asoladora; y no sólo produjeron enseñanzas
útiles para las ciencias de la política, de la administración y de la
literatura; no sólo dieron por resultado obras estimables en todos los ramos
del saber, sino que, presentadas con un aparato y magnificencia sin igual, en
suntuosos salones, frecuentados por los monarcas, la corte y lo más escogido é
ilustrado de la sociedad madrileña, excitaron hasta un punto indecible el
entusiasmo y la afición del público, realzaron la condición del hombre
estudioso, del literato, del artista, ofreciéndolos a la vista de aquél con su
aureola de gloria, con su entusiasmo, sus frescos laureles, su doctrina en la
boca, y en la mano su libro o su pincel.
Los
elocuentes acentos de Martínez de la Rosa, Galiano, Lista, el Duque de Rivas,
Donoso Cortés, Pacheco, Pérez Hernández, Benavides y otros muchos, resonando
diariamente en las cátedras del primero de aquellos establecimientos; la rica
fantasía de los insignes poetas y amenos escritores Bretón de los Herreros, Gil
y Zárate, Hartzenbusch, Roca de Togores, Rubí, García Gutiérrez (glorias de
nuestro teatro moderno), las de Zorrilla y Espronceda, la Avellaneda, Enrique
Gil, Bermúdez de Castro y Tassara, altamente célebres en la poesía lírica; las
de Escosura, Villalta, Segovia, Abenamar, Lafuente, Cañete y el Curioso Parlante,
y de otros celebrados escritores, que diariamente aparecían en la próvida
tribuna del Liceo, formaban, pues, un armonioso conjunto de vitalidad
literaria, un magnífico alarde de la emancipación del pensamiento y de las
nuevas condiciones de nuestra sociedad.
Mas, pasados
aquellos momentos de ardiente fe y de sed entusiasta de gloria, la tendencia
del siglo es a materializar los goces y utilizar prosaicamente las
inteligencias: por eso los liceos desaparecieron; por eso los desampararon los
autores, corriendo a la redacción de los periódicos políticos y a la tribuna
parlamentaria, para conquistar, no aquellos modestos y gloriosos laureles que
en otro tiempo bastaban a su ambición, sino los atributos del poder y los dones
de la fortuna.
De todos los
nombres que arriba quedan citados, los más, casi todos, figuran hoy en las
listas de los ministros, embajadores, consejeros; gobernadores, diputados y
publicistas, en opuestos bandos y con varias alternativas: algunos, como
Espronceda y Larra, Villalta y Enrique Gil, descendieron prematuramente
sepulcro; y pocos, muy pocos, acaso sólo Zorrilla y el Curioso Parlante, han
preferido conservar su nombre exclusivamente literario y su independencia
política y social.
Marzo de
1837