RICARDO GÜIRALDES
RAUCHO
Momentos de una juventud contemporánea
Prólogo
En torno a la muerta: cirios, traperío
negro y cadáveres de flores.
Descomposiciones lentas, trabajo
silenciosamente progresivo, elaboraciones de química fétida en un cuerpo amado.
La vida se siente empequeñecida. Todo
acalla y las respiraciones en sordina tienen vergüenza de sí mismas. Nada llega
de los alrededores; el mundo ha cesado su pulsación de vida.
Don Leandro, positivamente viudo e
incapaz de reaccionar contra el sopor que lo mantiene insensible, no da señales
de dolor alguno. Una lágrima cae en su alma, una lágrima larga y punzante como
hoja de acero.
Pasó el aturdimiento del golpe como una
crisis de locura, con sus gritos, sus desvaríos, su consiguiente decrepitud
física.
Los episodios inexplicables de las
ceremonias inhumatorias fueron fantasmas en la noche espesa del embotamiento
dolorido: la capilla ardiente, el féretro, la inmovilidad increíble de las
facciones queridas, el descenso a la bóveda, toda esa gente que un fenómeno
extraño enfunda en macabras vestiduras y que hablan con voces perdidas allá en
un delirio persistente. ¿Sería posible?
Eso pasó y quedaba para los días
venideros, una vida hecha de sobras.
Don Leandro orilló el suicidio durante
dos meses. Sin amigos, él que había vivido trabajando para los suyos, no tuvo
quién le hablara de consuelo.
En su escritorio, enredado de humo a
fuerza de fumar con tic de maniático, veía la vida simbolizada por su traje de
luto, comprado en momentos de desvarío, ridículo en su solemnidad y demasiado
grande; algo superfluo, mísero, extraño a él.
Caía en la noche, como en una
incoherencia. Aplastado en un sillón jugaba con un pequeño revólver, cuya
empuñadura nacarada refrescaba sus manos; era una habitud desde que sacó por
primera vez aquella arma, con decisión hecha.
Ahora dialogaba con la muerte, sin hacer
real su propósito, y en ese su estado de somnolencia, volvió a tientas hacia la
reflexión que había nuevamente de hundirlo en la vida. Los chicos. Don Leandro
quiso estar para ellos, pagarles la deuda contraída al engendrarlos.
Ellos nada supieron de la desgracia. Poco
a poco, creyendo a la madre en viaje, fueron olvidando con preguntas a intervalos
cada vez más espaciados.
El viejo decidió habitar definitivamente
la estancia. Cuatro leguas con gran parque y hacienda refinada por mestización
lenta.
Allí se distraería en el trabajo y los
cachorros se desarrollarían con salud.
Llegaron un día de otoño. La tierra
parecía más precisa, dura, pulida de color por la cortedad del pasto y las
recientes lluvias.
En el callejón, un barrial machucado por
pisoteos de yeguarizos, vacas y ovejas.
Los vasos de los caballos ritman chupones
ruidosos en el lodo, que esfuerza sus trancos meneados; las ruedas despiden
filetes de agua negruzca o levantan bloques de barro pegajoso.
Cuando bajaron de la volanta, el silencio
impuso a los chicos una admiración muda. Don Leandro los hizo sentar bajo el
corredor de baldosas sonoras. Allí se estuvieron quietos.
Nubes macizas, chorreantes en su parte
inferior sobre el fondo topacio del cielo. Un múltiple ajetreo de tordos en la
gran morera que se deshoja. Oro de
acacias y verde compacto del campo en que se nitidiza el vacaje esparcido. La
noche flota en la impotencia visual acrecentada. Oro en nubes y reflejos, verde
en el llano y aire a sorber en calma, con lentos ensanches del pecho degustador
como un paladar.
¡Oh!, la sorpresa contemplativa del
silencio. ¡Vivir, vivir en la grande alma serena de la tierra!
Como oscurecía temprano, don Leandro los
hizo entrar, evitando travesearan, a un cuarto reservado para sus potreos.
Había una mesa muy vieja, redonda, con una chapa de mármol sostenida por
abultado pie, dividido abajo en cuatro patas de grifo. El mármol de diferentes
colores, manchado fantásticamente, se prestaba a imaginar monstruos, cabezas o
retratos. La madera de palo santo horadada por la polilla expedía un polvillo
de olor húmedo.
La institutriz leyó fábulas. Raucho
sentía la noche cercana y universal, la insignificancia del cuarto iluminado.
Afuera: balidos lejanos, llamados de lechuzas de poste a poste, gritos rotos de
teros, vigilancia de perros cuyos ladridos jalonan distancias en el desierto. Y
se apelotonaba sobre sí mismo, contento de la luz como de una defensa eficaz, imaginando un mundo inmaterial de
fantasmas, genios, apariciones, flotando entre la noche densa.
Al día siguiente Alberto y Raucho se
levantaron al alba para recorrer la estancia.
Ni un soplo de aire; las hojas son
quietas en vidriosa rigidez, el pasto es fuerte y el azul abovedado se
cristaliza en inmóvil estereotipia.
La luz detenida no huye al empujón de
ningún viento.
Raucho corre para entrar en el día.
Y siempre el silencio. El silencio que
vive enormemente, sin la desesperación bullanguera del hombre transitorio.
¡Oh! ¡Vivir, vivir en la grande alma
serena de la tierra!
Infancia
La estancia era un amontonamiento de
poblaciones diversas y coherentes.
La casa, de paredes anchas, guardiana de
sombras frescas en el verano y defensora de vientos silbadores en invierno, era
una construcción rectangular cuyos corredores laterales se apoyaban en
cuadrados pilastrones, petisos de esfuerzo. En el interior, cuatro piezas y un
pasadizo central con mobiliario añejo de maderas pesadas como metales. Sobre
los muros externos adivinábanse ladrillos, bajo el blanqueo a cal cuidado como
una sábana.
A veinte metros hacia el Sur se alargaba
el galpón, flanqueado por una serie de chiqueros para ovejas, y vecinos a éstos
el corral, panzuda y negra superposición de bosta, en cuyas orillas algún chato
crecimiento de verdolaga escapaba al pisoteo.
Después las dependencias: bañaderos,
palenque, un alero de paja útil para las carneadas, estaqueadero de cueros...
El galpón, dividido a lo largo, contenía
todo lo destinado al trabajo:
Primero era la cochera, oliente a cuero y
grasa, con sus rodados descansando la lanza en ristre y sus guarniciones
prolijamente colgadas.
Seguía la cocina de los peones, con gran
fogón de campana bajo la cual podían asarse reses enteras, más una mesa
acribillada de puntazos y tajos, flanqueada de largos bancos donde cabían
treinta hombres. En un rincón, la leña lista a reventar contra las rodillas y
sobre unas brasas, dejadas encendidas como por olvido, una pava costrosa de
hollín, madre del mate, comadreando a los manotones intermitentes del fuego, con
gargarismos de gorda remilgada.
A la cocina sucedíanse una hilera de
cuartos, con catres emponchados y paredes engalanadas de bozales, lazos y
prendas de ensillar.
Aquí una guitarra, significando
nostalgias amorosas, allí un facón, descansando de los balanceos sufridos en
días de lucimiento.
Luego estaban los pesebres de los padres:
toros, padrillos, escapados entre miles para sus misiones copulativas,
impacientes por el encierro, sobradas las energías lumbares, los hocicos
prontos a erigirse al menor vaho de simpatías, emanadas por ahí lejos y que les
trae el viento por las ventanillas que les recortan perspectivas de horizontes
luminosos.
En el fondo del galpón, el altillo sobre
un espacio reservado al esquileo del plantel y en el altillo, pilas de bolsas,
maíz y afrecho para las mantenciones.
Sobre la puerta cochera, como un escudo
nobiliario, el fierro, la marca si mejor se entiende, bandera del pequeño
pueblo.
Constituían la base del monte los
eucalyptus. Habíalos altos de tronco marfilino y hojas curvas como alfanjes,
rizados y cascarudos, tiesos como mástiles vivos, anchos de copa y harapientos,
blancos como brazos, pulidos y estriados de vetas multicolores como los
mármoles, carbonizados y rugosos, transparentes como vidrios irisados,
solitarios y vastos como ombúes.
Protegidos por los eucalyptus, mil
variedades de árboles se agrupaban compactos o se enfilaban como un principio
de desbande. Otras veces era la simetría de un ejército en marcha, exactas las
filas, arreadas en un mismo sentido por el viento; y el conjunto iba por la
loma abajo, hacia el río orilleado de sauces, poetastros melenudos que lloraban
inactivos la asonancia de sus follajes desparejos.
Allí también estaban los ceibos, que
en primavera tienen bocas de carmín y
cuyos troncos viejos, adicionados, fofos, fueran peligrosos para el Quijote que
quisiera besar aquellos labios.
Aprovechando los claros solitarios,
triangulares cedros cuyos miembros verde-oscuro doblan bajo el propio peso de
su sangre y que conservan, malgrado los años, el poder simbólico que
revistieron en noches feéricas de navidad.
Al Sur de las casas, un cuadro de
paraísos, criollos viejos, fundadores de la estancia, compañeros de higueras
dentro de un cerco de cinacina.
Y después álamos, espinillos troncudos
cuya copa es neblina, talas crecidos con mala voluntad en torceduras forzadas,
acacias, ligustros, aguaribás que extrañan climas tórridos, tipas y toda una
mezcla de plantas importadas o naturales.
El
suelo multicolor se ablandaba de hojarasca y en las abras, el pelambre
chuceador del pasto fuerte pululaba de cuises.
Las noches claras, cuando la luna tras
los largos álamos caía como enredada en las ramas, la llama nula de los
cipreses simulaba peregrinaciones de ensotanados en negros éxtasis.
El personal formaba una especie de
familia, con sus costumbres y hasta sus dichos lugareños.
Había gente que pertenecía al campo, con
tenacidad de abrojo; entre éstos los puesteros, vascos con majadas al tercio y
también peones de hacienda, que con el tiempo habían hecho su posición de
capataces de tal o cual potrero, satisfechos en sus ranchos, con familia
constituida, hijos nacidos en el campo y tropilla juntada en derredor a la
femenina hermandad de la madrina.
El personal volante abarcaba domadores,
agregados en tiempo de hierra o esquiladores, que traían, según las estaciones,
un aumento de actividad y las escenas típicas de cada trabajo; podían sumarse a
éstos, alambradores, albañiles,
carpinteros y mecánicos.
Víctor Taboada, el capataz de haciendas
en total, era un rudo ejemplar de gaucho. Bajo de talla, tez de quebracho,
pecho erguido hacia el esfuerzo de continuas proezas corporales, piernas
ligeramente zambas de atenazarse contra los bastos, manos recogidas en la
costumbre de vencer tirones, palmas retobadas de callosidades insensibles; una
vista de cóndor para divisar, una rapidez sólo comparable a la del gallo
reñido, para esquivar un manotón de potro, cuerpear una patada o atajar las
malicias del visteo y de un espíritu instantáneo para imaginar tretas o
artimañas.
Tenía cuarenta años de servicio en el
establecimiento. Había sido compañero de don Leandro en sus travesuras
infantiles y éste solía recordar las apuestas que hacían, él con su escopeta,
Víctor con su arreador, a cuál traía más batitús a la cocina. Cada uno tenía
sus días. De hombre ensayó todo oficio de campo; sus fuerzas e instintos le
hicieron capaz de sobreponer las dificultades más rebeldes. El lazo era un lujo de su brazo y no tenía para él
más secretos que una cinta de pelo para una china; los baguales se desfogaban
bajo la mordedura de sus chuecas, sus boleadoras eran como latigazo en las
patas de los avestruces; costaladas y rodadas lo encontraban clavado, como un
buen tiro de taba y hasta decía mucha gente que era hombre de ciencia y sabía
curar con palabras.
Don Víctor era, pues, a pesar de sus
quehaceres matadores, un hombre sin quebraduras ni fatigas; ileso como si
hubiera vivido en un sillón y, a pesar de su edad, insuperado en momentos de
peligro.
Individuo sin lujos ni platerías,
necesitando siempre un soguerío fuerte y durable, bastábase a sí mismo teniendo
cuero a mano.
Era prudente y callado; solía reír sin
ruido y, sabedor de las inseguridades en la vida, no avanzaba un juicio sin
anteponer la duda. Cuando el cielo nublado dificultaba predicciones, don
Leandro apelaba a Taboada:
-¿Y...? ¿Lloverá?
El capataz levantaba su vista, que se
hubiera dicho apta a divisar un habitante de Marte, y apretando los labios en
prueba de perplejidad, respondía:
-¡Hum!, el tiempo está pensativo.
Ramón Cisneros, domador estable, oponía a
Víctor aspectos y modalidades diferentes, lo cual no impedía un cariñoso respeto
por su capataz. Menudo, flaco, cortés como un hidalgo, reía incansable sus
bromas sin nunca ofender. Siempre prolijo en sus sogas, su ropa, sus caballos,
era como el chiche de la estancia.
Tenía, para los domingos, un chapeado
chispeador de puro pulido y era para los demás un orgullo verlo partir en su
oscuro, vestido de negro: chiripá de merino, blusa corta trepada por el cabo
reluciente del cuchillo sobre el tirador bordado de mostacilla, bota fulgente,
pañuelo floreado cayéndole en punta entre las paletas, chambergo repasado
cuidadosamente por el antebrazo, con su barbijo ancho del cual goteaba una
espesa borla.
Y no le iba en zaga el apero: los
pasadores ensartaban luz en trechos seguidos, por bozales, riendas y cabestros;
las copas del freno eran más blancas que patacones, la pontezuela relampagueaba
en los escarceos, un cojinillo de felpa bordado con flores e iniciales decía la
sumisión de alguna chinita querendona, la cincha de cuero, blanca como una
alegría, se engalanaba de prolijos dibujos
a tiento negro, y las espuelas, pendientes del talón, con sus alzaprimas y
rodajas de plata, tenían más donaire que los puones de un gallo.
El pingo era una envidia: tusado en
redondo, con un penacho hamacador como junco, bien desranillado, cola al
garrón.
-Es una pintura -comentaban.
Y Ramón, paternal, no tenía reparos en
decir su orgullo:
-No crea... se hase ver el escuro... y es
asiadito p'andar.
Este flete de preferencia era lunar y
crédito en su tropilla de moros, con madrina azuleja; animales todos parejos
para el trabajo y tan dóciles en la boca, que los decían capaces de hacerse
trompo sobre un pañuelo de señora.
Ése era en verdad el fuerte de Cisneros
como domador; otros habría más jinetes, pero nadie en el pago le superaba en el
arte de convertir un bagual en un pingo obediente casi a la palabra.
Don José Hernández, cargado de ochenta
años nudosos y cuyo cutis, harto de soles viejos, semejaba un antifaz sobre la
barba blanca, hablaba de cuando los campos eran abiertos. Era un documento de
épocas fantásticas; épocas de libertades y
de abusos, en la cual el hombre se había defendido como zorro de los
perros, a fuerza de astucias y matrereos y donde los que caían bajo el puño de
algún caudillo rufianesco sufrían epopeyas a lo Martín Fierro.
-Ése sí fue hombre jinete -contaba el
mismo Taboada-, yo lo he visto largarse de la maroma sobre de cualquier bagual
y hasta cambiarse en el entrevero.
El peonaje respetaba sus canas. Don
Leandro lo dejaba ocuparse de lo que él quisiera: acarreo de pasto y leña,
limpieza de patios y chiqueros, tareas menores impuestas por él mismo.
Amigo de los muchachos, solía enseñarles
tiros de lazo, modos de volcar y por un cigarrillo armado hacía mudanzas de
malambo más paisanas que un sobrepaso. Usaba camiseta a la antigua, con
faldones de fuera, a cuadros blancos y negros, vincha sujetando el pelo rebelde
y tupido aunque níveo, tirador con culero; ignoraba las medias, se hacía el
sordo a los pedidos o comandos molestos y a las dos de la mañana lo
encontraban, indefectiblemente, mateando al resplandor de las brasas.
Pablo Hernández (el manco) hijo del
viejo, oficiaba de cocinero, entre dichos,
puyas y risotadas. Su brazo izquierdo, inutilizado por una quebradura
infantil, simulaba un espolón de tero. Era una colmena de chistes y hablaba con
tanto requiebro, que no siempre se le entendía. A veces interrumpía trabajo y
charla para cantar, tapándose una ventanilla de la nariz, un versito aprendido
en corrales:
Qué barraca al Sur, qué barraca al Norte,
lo qui'a mí me gusta es bailar con corte.
Don Nicasio Cano, contemporáneo de
Taboada, era personaje de pocos tratos dentro de su barba cuadrada. Cumplido
como ninguno, tenía cierto orgullo severo que le hacía parecer mayor.
-Éste es un robo de algún patricio
copetudo -alegaba don Leandro.
Nunca pidió cosa alguna; habíase
conseguido con su sueldo de mensual comodidades especiales: tenía su banco, su
plato, su jarro y sus manías toleradas por todos, como cosa natural en un
hombre solapado sin brusquedades y la gente lo
trataba de don, a pesar de no tener edad ni título para ello.
Poseía una tropilla criolla, de una
estampa perdida en el avance victorioso del mestizo. Dijérase que en todo
buscara lo más típico de su patria, para engalanarse de un blasón de raza.
Sabía todo principio de buen gaucho. Era
un clásico en su estilo y reía de los patanes modernos, sin conocimiento ni
conducta.
Taboada lo consultaba en casos dudosos y
él decía sin falsos orgullos, ni modestias, su saber. Era así.
Sus caballos petisos, de clin ancha,
incansables en el rodeo, no costalaban ni en jabón y mostraban su pericia
cuando, con algún chorreado a la cincha, se revolvían en las ocho brazadas del
lazo, esquivos al aspa y al mal tirón.
A los tipos más populares de la estancia,
se agregaba un galopero español, José Rodríguez, enjuto de rostro, mascando una
pipa inseparable, que parecía una excrecencia de su persona. Fantasmón de
palabras breves y justas.
Marcos Vera usaba melena caída en rulo
sobre el ojo, adorno que le prestaba un ladeo forzudo de toro gacho.
Julio Ramos había sido de los buenos,
pero luego se volvió matón, tal vez porque sus hombros, al andar, tenían
lentitud felina.
Veinte hombres más podrían describirse,
sin contar los de paso.
Golpeados por el sol y los vientos, los
chicos crecerían como plantas, desarrollando cualidades y mañas.
Cuatro varones y una mujer; el segundo,
Raucho, poderosamente constituido, turbulento, debiendo el apodo a su manera
atravesada de llamar los caranchos, animal de su predilección.
El pobre padre, aterrorizado por futuras
desgracias, los rodeó de institutrices y niñeras, para compensarlos de una
ausencia irreparable. Quería que todo para ellos fuera bondadoso, sabedor que
de un día serían grandes, aptos a la voracidad del dolor. Había llegado a
encarar la vida como un enemigo; luchando logró flotar en una nebulosa
sentimental, que lo aislaba del recuerdo; un abandono, pues, significaría la
orfandad de sus hijos, en cuyo afecto religioso se había creado una nueva razón
de existir.
La institutriz alemana, pelirroja,
blanca, familiar y suculenta como un embutido, les leía populares fábulas y
cuentos de hadas.
Raucho era atento a los episodios
fantásticos y le sugestionaban relatos de aparecidos, por el pavor contra el
cual se erguía, ansioso de vencerlo en circunstancia real. Se hizo un mundo
pueril de encarnaciones espirituales, dominadas por su personita invencible.
Como el padre, bromeando, le inventara
alguna agresión, respondía:
-Entonces yo lo mato.
-¿Y si te pegan de atrás?
-Les meto un tiro.
-¿Cómo...? ¿si estás muerto?
-Es que yo no estoy muerto.
Y en efecto, esto le parecía una brujería
imposible.
El monte servía a Raucho como campo de
acción para mil fechorías y travesuras. Allí trepaba en busca de coloreados
huevos le chimango, urraca, benteveos y picaflores; allí buscaba, entre los
huecos de los troncos, comadrejas picazas para sacarlas de la cola,
arrojándolas en las fauces de los perros, que abajo esperaban; allí corría, con
sus hermanos, parodiando cacerías y peleas, hasta que las primeras oscuridades
les hacían huir las sombras de los grandes álamos y la soledad de los caminos.
A veces dejaba sus juegos, abstraído por
una nube disparadora, el relincho de un caballo o el griterío de alguien que
repuntaba la majada.
Le preocupaban los árboles, que miraba
como hombres queriendo adivinar sus significaciones.
A pesar de su vitalidad tenía
momentos tranquilos; para entonces
servíale la bondadosa cúpula del viejo ombú.
Sentado entre gruesas ramas, en un amplio
sillón que le aislaba, cubríale de verde el follaje que decantaba su
bienhechora frescura.
Confundía la realidad con sus quimeras, y
muchas veces, un libro abierto sobre las rodillas, absorbido en fantásticas
ilustraciones, se soñó el héroe de tal o cual historia y cayó en largos
ensueños, que hacían de su alma una vibración etérea, lejana, muy lejana.
Así creíase capaz de las más intrincadas
hazañas. No era un héroe sino el héroe, resumiendo sus facultades todas. Y su
alma era noble y su brazo era fuerte.
Con tales atributos corría el mundo de su
imaginación, dejando como un cometa su rastro luminoso, hecho de nobleza,
coraje y generosidad.
Pero volviendo de ese estado de extravío,
los ojos, con percepción exagerada, hurgaban un detalle de la página abierta.
Entonces quedaba sin pensamiento, mirando con distraída insistencia la curva de
una S, una rasgadura del papel o la sombra mal dada de una facción, que la
hacía aparecer deforme.
Era como si despertara.
Empezaba a oscurecer. Un chisporroteo de
pájaros aleteaba, gorjeando entre las hojas. Evaporábanse los colores en tenues
brumas, volatilizando la tierra en vahos desparejos. A lo lejos un ladrido se
aislaba y silenciaba la vida, como oprimida por el derrumbe negro del
anochecer.
Un largo escalofrío estremecía a Raucho.
Todo su valor se esfumaba en vago miedo sin causa, y tomando el libro que
apretaba contra el pecho como si debiera guarecerlo de algún peligro, corría
hacia las casas. Deteníase por trechos para mirar a su espalda. Sentía su
respiración acelerada, los latidos fuertes de su corazón y volvíanse las
piernas débiles, temblonas.
La primera luz, el primer rincón de la
casa adivinado al través de los árboles, desvanecía su terror; podía salvar
pronto la distancia y huir, ¿huir de qué?
Sin embargo, amenguaba su prisa, temiendo
ser sorprendido por alguien del peonaje, cuyas bromas perspicaces y sin
disimulo temía más que las propias alucinaciones.
Cerraba la puerta con el último
escalofrío del que escapa, y corría, ya olvidado, a sentarse en las faldas de
su padre, que le recibía entre sus
brazos, como el llegar inesperado de una alegría.
El viejo le miraba con satisfacción.
-¿No tiene los pies húmedos?
-No, tatita.
-¡Bueno, a arreglarse y a comer!
Durante ese primer otoño las lluvias
fueron frecuentes.
El cielo solía amanecer insulso,
desconcertador e inopinadamente poníase a llover.
Las gotas se espaciaban en escasos golpes
sobre el cinc del galpón.
Bajo el borde de las chapas laterales,
filetes de agua deshilachábanse al viento. Los ponchos eran pesados y fuertes
de color; todo lucía una brillantez de esmalte. Algo como un misterio de
eclosión ensopaba el aire.
Así continuaba por muchos días. En el
fogón la guitarra pegajosa, no distraía la única sensación del campo, oficiando
su cópula de eternos renuevos.
Frente al corredor, don Leandro mandaba
encender vistosas fogatas con hojas caídas y cascarones de eucalyptus para
espantar los mosquitos, y los muchachos
enmudecían en derredor, mirando ruborizarse las brasas.
El suelo quedaba obscuro y compacto
después de los grandes aguaceros. Callejones, sendas, playas y avenidas lucían
barriales lisos.
Había filigranas de puntos, acompasados
por la araña peluda, que revienta bajo las suelas levantando las patas
traseras, en amenaza de saltos que nunca llegan. Los pastos invernales crecían
entre las baldosas viejas, sobre las paredes grietadas, en los caminos, como
pelos en cráneos calvos.
Poco a poco la noche exprimía el perfume
de las flores y la mansedumbre de una brisa arreaba sus olores al ras del
suelo, como si con ellos quisiera narcotizar la tierra; resaltaba el fuego en
la obscuridad creciente y era hora de retirarse, buscando abrigo, mientras la
noche se apoderaba del mundo, como una gran idea macabra.
La majada significaba la hora íntima, en
que el interior cobra semblanzas protectoras y las ovejas caían con blandura de
copos sobre la negrura bonachona del corral.
Desde temprano ya, solían arrimarse
hacia el encierro, esparciéndose por la
playa. Entonces peleaban los carneros, chocando sus cabezas como yunques
enfurecidos.
Eran arrugados merinos que retrocedían en
amenaza, ladeando sus cabezas equilibradas de diablunos cuernos, enroscados sobre
la oreja en espiral maciza. Embravecidos, satiriáticos, disparaban uno contra
otro, se arqueaban en el último empuje de martillazo demoledor y el tope
chasqueaba claro como un rebencazo.
Vino el invierno, y la tierra se
inmovilizó en su crisálida de bruma. En las mañanas de lento despertar, los
muchachos jugaban entre la escarcha, corriéndose con vidriosas placas en las
manos.
Los días eran breves, el cielo parecía
más cercano, los árboles perdían sus hojas, helándose de frío en sus desnudeces
de ocre; eucalyptus, pinos y cedros, por excepción, conservaban su follaje, y
el pasto desaparecía en parte sobre las lomas, bajo la dilatación de punzantes
hojas de cardo.
Aves migraban lejanas; bandadas
millonarias de torcazas sesgaban frío, con aletazos ceñidos al cuerpo, y de
noche poblaban de plumas las ramas yermas.
El viejo solía cazar y traía a la mesa
perdices, becasinas o patos, que degustaba con fruición, repartiendo a los
pequeños una alita o una pata, para satisfacer sus curiosidades gastronómicas.
Pasó el invierno y la primavera pujó a
borbotones sus soles, sus brotes, sus vientos, generosa de pubertades
inquietantes, propulsora de salvias, sangres y vertientes y luces, con
despilfarros pletóricos de creaciones vitales.
Vino el verano con sus soles de granito,
con sus quemaduras, con sus secas, con sus plenitudes culminantes.
Y así había de ser por muchos ciclos
evolutivos, sobre la vida pasiva de la estancia, dependiente de los soles, de
las lluvias, de las heladas y de las secas.
Raucho, para mejor aprender la vida
fuerte, se avió de las pilchas necesarias.
Sus primeras prendas fueron compradas,
con aprobación de don Leandro, a unos cordobeses que anualmente pasaban por la
estancia, con acopio de tejidos, matras, caronillas, cojinillos, sobrepuestos,
algún soguerío, lazos y hasta ponchos.
Era un acontecimiento la llegada de estos
personajes entre los paisanos.
Desfilaban uno a uno, hurgando las
mercaderías como perros las osamentas; muchos preguntaban precios desconfiando
engaños, otros compraban y los más se revolvían en torno al pilcherío, cruzando
alguna lindeza en el decir con el mercader, amable sin obsequiosidades
serviles.
Esos hombres venían de muy lejos, tenían
el prestigio de los vagabundos y conocían gente amiga, de quienes daban
noticias.
-¿Ubaldino Bargas?... sí, señor... me
dijo que si venía po'acá les diera recuerdos a toditos...
-Pero, ¿dónde anda?... él siempre fue
afeto a conoser pagos... ves pasada anduvo como tres años p'ol Azul...
-¡Ahá!... sí, señor... aura está en Junín
en la estansia de un tal Robles... unas poblasiones grandes, señor... yo no
había parao antes sino en el campo de don Avelino Argañarás, en un puesto de
unos amigos... sí, pues.
-Stá güeno... ¿Y Ubaldino se ayará?...
¿no extraña la querensia?
-Está encargao de unas hasiendas, señor,
y me dijo nomás que les diera recuerdos.
Otros preguntaban ingenuamente ¿no
conocería a fulano, un mozo alto él, muy "echao p'atrás"? Y a veces
el mercachifle errabundo daba noticias del que se creía perdido.
-No puede ser el mesmo -refutaba alguien
después de las descripciones- si es moso entuavía.
-No sé desirle, señor... él sabe andar en
unos lobunos marcaos del lao del laso... ves pasada estuve con él... me compró
unas caroniias como ésa, señor. Y señalaba de un golpe con la lonja de su
rebenque.
Los paisanos miraban distraídos las
prendas desparramadas de la bolsa, como tripas de un animal abierto; pensaban en
las vidas de sus compañeros, algunos perdidos, quizá muertos o llevando una
vida ignota en horizontes desconocidos.
¿No sería hermoso irse, internados en
viajes solitarios?
Un deseo de conocer tierra los abstraía,
mientras manoseaban por décima vez los tejidos indios, venidos también de
lejanías, violentos de color en combinaciones de grecas, ziszás, espirales y
divinidades o simplemente de símbolos religiosos, estilizados por la fantasía
de una raza salvaje, antes temida por sus malones.
-¿Cuánto pide como último precio?
Y volvían su pensamiento al lugar,
enriqueciendo sus aperos con alguna joya más.
Raucho fue ese año su mejor cliente, y
como don Leandro había mandado hacer carona, bastos, cincha, encimera y demás
componentes, se encontró poseedor de un aperito completo, como todo buen
gaucho.
Fue entonces cuando, puesto en contacto
con la vida campera, desarrolló su pasión por las hazañas del peonaje, que
hasta entonces no había visto sino de lejos, dado los excesivos cuidados del
padre.
Don Leandro, a caballo el día entero,
ordenaba al peonaje solícito. Los hijos le acompañaban, montados en petisos
mandados amansar según sus tamaños.
Cada uno engalanaba su recadito con
alguna prenda, regalo de cumpleaños, y usaban chambergo, que quebraban imitando
a los gauchos de predilección.
La existencia, al parecer monótona, era
varia, por los días nunca repetidos, llena de incidentes íntimos, como la
llanura misma, al primer golpe de vista chata, pero diferenciada por guaycos,
albardones, viscacheras, tacuruzales y mil sorpresas inesperadas.
Se levantaban al alba, queriendo ser
madrugadores, como buenos criollos; madrugador era sinónimo de listo, pronto,
avizor; dormilón lo era de pesado e inservible.
Al
salir el sol corrían hacia la cocina de los peones, donde los encontraban
tomando mate. Raucho chupaba a escondidas de la bombilla, temiendo lo
sorprendiera el viejo y prefiriendo el cimarrón, pues disimulaba las
morisquetas.
Ensillados los petisos, salían con el
padre o con Nicasio, hombre alegre a pesar de su pecho enorme, enchapado por
barba en abanico pobladísima, y que gustaba reír, bromeando con los chicos, que
admiraban su fortaleza y sus chistes sagaces, no siempre comprendidos.
Contaba cuentos del tiempo
"antigua" y despreciaba a todos los mocitos criados entre algodones,
como los del presente.
-Cajetillas -decía con desprecio.
Raucho, desconfiando ser incluido en
aquel calificativo vejatorio, quería saber qué era un cajetilla; el paisano
explicaba:
-Es un burro paquetito.
Cuando volvían del paseo tomaban un
chocolate nutrido de galleta, los músculos endurecidos por el ejercicio, el
alma fortificada en algún espectáculo enérgico. Hasta las doce, hora del almuerzo,
seguían el andar. En las tardes de verano prohibíanles dejarse antes de las
cuatro; la siesta era espetada como un rito, y si bien no dormían, estábanse en el corredor esperando la
inclinación del sol.
Después del té iban al río con don Leandro,
que les enseñaba a nadar. Era éste uno de los placeres preferidos, y siempre
corto al deseo incansable de chapalear fresco.
Comían medio dormidos y caían al lecho
pesados y blandos, como matras sudadas.
El mejor trenzador del pago, don Crisanto
Núñez, había, por encargo de don Leandro, torcido unos lacitos para los niños.
Eran una obra rara, de paciencia prolija, y Ramón Cisneros los cuidaba con
respeto.
El viejo José Hernández les enseñó a
manejarlos: primero fue hacer la armada, con la argolla a distancia justa, para
equilibrar su peso; después agregar los rollos y rebolear sin enredos.
Ejercitaron el pulso en los palos de
sobar lonjas, plantados cerca del alero de la cocina y que, por su aislamiento,
podían servir a tal empleo. Lo difícil fue volcar. Era necesario para el peal,
y se empeñaron hasta conseguir que la armada se abriera verticalmente.
Fue una pasión. Confiados en sus
conocimientos, buscaron ocasiones de
practicar, y las ovejas sufrieron esa nueva molestia.
A
escondidas, por la mañana, Raucho arrastraba a su mayor hacia el corral. Las
pobres bestias se hicieron matreras, y ni bien sentían aproximarse a sus
verdugos, un viento de terror las amontonaba como espuma contra las orillas de
los alambrados.
Raucho despreciaba con una especie de odio la imbecilidad de sus
víctimas. No había modo de aislarlas sin que se precipitara un chorro continuo,
imposibilitando el tiro; cuando se lograba cortar alguna, ésta se sentaba o
saltaba, evitando la trampa, arisqueando ridículamente. Raucho, despechado
hasta el furor, solía enlazarlas para castigar a puño tanta idiotez.
Pronto don Leandro conoció esta
travesura, que hacía de su majada un conjunto de gamas.
Quedaron secuestrados los lazos, pero no
fue esto un castigo, los penitenciados habiendo descubierto un nuevo
pasatiempo.
Una horquilla clavada en tierra les
servía para hacer puntería con un par de bolas avestruceras, robadas entre unos
cojinillos de los peones.
La cosa concluyó mal.
Don Nicasio, desde la cocina, oyó alaridos de rabia y descubrió a los niños hechos
ovillo en el suelo, a puñetazos y cachetadas.
Corrió a separarlos:
-¡Sosiéguense, pues!... ¡A ver, Rauchito,
mire que viene el patrón!
Así era, el padre los miraba severo:
-¿Qué es lo que pasa?
En conclusión (malgrado la divergencia de
los alegatos), Raucho había pedido a su hermano Alberto que corriese para
bolearlo, y como éste permaneciera inmóvil, recibió en las costillas el choque
del retobo.
Por esta causa perdieron hasta más
adelante el derecho de esgrimir instrumentos en sus manos peligrosos.
Colegio
A los diez años, Raucho y Alberto
entraban en el colegio.
Tenían ya una educación cuidada, hablaban
francés y contestaban generalidades de historia, geografía y gramática.
Don Leandro les aconsejó tras breve
adiós:
-Nunca se dejen poner la mano en la cara
y estudien. Con instrucción y dignidad todo se logra.
Así cayó en la vida Raucho. El aprendizaje
fue rápido. En la primera hora, dedicada más a los alumnos que al profesor,
buscó cuál de sus compañeros podía ser su amigo, y con ingenuidad instintiva de
hombre libre aún de preceptos morales, se inclinó al más fuerte y resuelto de
la clase.
Estaba en sus observaciones de reojo
cuando sintió un leve golpe en la cabeza.
Un garbanzo rodó por el suelo. Empalideció. Dábase cuenta de que era el
momento de dominar o ser dominado. Además, la primera ira ante una crueldad
inútil le hizo buscar en su cerebro tupido de embestidas alguna venganza
fabulosa.
Un segundo garbanzo le obligó a encoger
el pescuezo, y su gesto de esquivar dobló la alegría de los titeadores. Miró
hacia su espalda y vio cómo le despreciaban, con sonrisas de burla. Hizo con la
mano una seña de amenaza y espió al agresor con resolución hecha.
El tercer garbanzo rebotó en su cabeza;
no vio quién era, pero eligiendo al más alegre, le boleó la regla con puntería
de cascoteador.
Dio en el blanco; la clase se alborotó como
un tacurú pateado; el profesor tocó un timbre, entregando en manos de un
celador a Raucho, que salió dispuesto a defender ante el director sus derechos.
Así fue como en el primer recreo entró el
pequeño Galván a ser reconocido. Rodéaronle curiosos del incidente, dispuestos
a explotar la combatividad del nuevo. Algunos grandes acudieron. Uno de ellos
se dirigió al que antes había llamado la atención de Raucho en la clase.
-Me parece -dijo- que a éste no lo vas a
mandar así no más, Chueco.
-¿Y para qué lo quiere mandar?
Otro tomó al designado por Chueco de los
hombros y, apostándolo frente a Raucho, le invitó a que le "mojara la
oreja".
El pequeño Galván, asustado por aquel
barullo desconocido, retrocedía para evitar la afrenta.
Por fin, el Chueco lo provocó,
satisfaciendo el deseo de los grandes.
Preparados al combate, se prometieron
mutuamente hacerse desaparecer del mundo. El Chueco, más hábil, pegaba más
golpes. Raucho, sólidamente afirmado en sus piernas, abiertas, daba menos, pero
con más provecho.
Un celador los llevó a la rectoría con
reproches que no oían. El Chueco se erguía como un gallo listo a cacarear y, la
voz temblona por el esfuerzo reciente, dijo:
-Salimoh iguales.
Ambos rieron en un apretón de manos.
Raucho había pagado su derecho de entrada.
El colegio era un edificio bajo, por cuya
puerta desfilaban los alumnos desde las ocho de la mañana.
En el interior, tres patios consecutivos,
idénticamente encerrados por aulas obscuras.
Más adentro, una especie de jardín,
longitudinalmente acostado, y cuya espina dorsal era una parra, descortezada
por los juegos.
Cada hora, diez minutos de recreo
violento. Chicos y grandes se llevaban por delante y las peleas eran pan
cotidiano, demasiado breve por intervención del celador. Algo como un remolino
que espiraleaba fugazmente, para descentralizarse en desbande ruidoso de
comentarios.
Los menores tenían siete años, los
mayores veinte hasta veintitrés, y hacían grupo desdeñoso, aparte del jugar infantil. Conversaban de mujeres;
eran provincianos ceñudos en su mayor parte y se respetaba su tranquilidad como
la de un barril de pólvora.
Sobre la pared del fondo blanqueaba una
cancha de pelota (pasatiempo favorito de los muchachos). Se jugaban partidos,
quinielas; había a veces desafíos entre los buenos, y cuando el espíritu estaba
de broma se hacía churria cuanta pelota caía en la cancha.
Todo alumno tenía derecho al juego; la
conclusión de cada clase era marcada por dos toques de campanilla: el primero,
para guardar en el pupitre los libros; el segundo para salir. Pero los
muchachos se adelantaban, y era tal el apuro, que al primer toque tomaban una
inclinación hacia afuera, imantados por el ansia de llegar primeros.
Había descarados que escapaban desoyendo
las protestas del profesor. Otros se escondían en los excusados hasta la
segunda campanada.
Cuando algún otario llegaba primero, se
le sacaba a puntapiés; unos cuantos exigían imperiosamente la cesión, y el
otario gritaba el nombre del más temido.
Así la cancha estaba en manos de los caudillejos, y los mejores jugadores eran
elegidos por éstos. Para entrar en el clan no había más que tres medios:
amistad, imposición por fuerza o audacia.
Existía un caudillo en cada clase y en el colegio uno común, a
quien los menores trataban de imitar. Éste era el mejor peleador.
A estas celebridades del puño seguían en
aprecio los bochincheros, audaces y graciosos, por quienes el guapo sacaba la
cara y a quien entretenían éstos.
Del bando opuesto eran los ganchudos,
preferidos por los profesores, por ser metódicos y estudiosos; los maricones
chismosos y cuenteros, a quienes por sorna se les feminizaba el nombre,
gratificándoles de chistes vejatorios. Cuanto se hiciera a expensas de estos
personajes era festejado. Siguiendo una costumbre rutinaria, se les inventaba
una maliciosa intimidad con algún profesor. Muchos de estos individuos tenían
defensores como verdaderas mujeres, y el pegarles era considerado una cobardía.
El caudillo en jefe era Fabián Cáceres:
espaldudo, de muñecas huesosas y hornallas dilatadas. Tenía por costumbre
ponerse en la boca un lápiz, atravesado a guisa de freno; palmeábase las
nalgas, caracoleando como caballo impaciente y haciendo ademán de ceder rienda,
disparaba por el patio, pechando como en rodeo, dando en tierra con los que no
se esquivaban a tiempo, riendo a geta floja.
Dábanle fama de muy jinete, y contaban
que durante las vacaciones en su estancia de Entre Ríos, cuando cerdeaban
yeguas, subíalas en pelo, armado de espuelas y buen talero, para vencerlas de
un garrotazo entre las orejas, cuando se cansaba. ¿Sería exageración? Lo cierto
es que su afición por el caballo era su única razón de ser.
El
padre, poco contento con sus travesuras, concluyó por ponerlo pupilo.
Una tarde Cáceres se levantó a las dos,
pretextando enfermedad; los alumnos estaban en clase, cuando del cuarto de baño
salió un tropel de relinchos y golpes.
El director corrió a enterarse de
aquello, pero no hubo abierto la puerta cuando Cáceres, desprovisto de toda
ropa, dio a saltar por los patios, dándose palmadas en el anca izquierda, donde
se había pintado con iodo la marca de su estancia. El director le daba caza,
pretendiendo sujetarle con amenazas; pero él no oía, poseído por su papel.
Los demás alumnos, apiñados en las
puertas, festejaban ruidosamente el espectáculo, y hasta los profesores, a
pesar de sus importantes seriedades, acompañaban a escondidas el reír de sus
discípulos.
Por fin, Cáceres, aumentando brincos y
piruetas, apretando entre los labios crepitaciones chasqueantes, desapareció
por la puerta de la cual había salido, y echó pasadores. Por mucho tiempo
resonó su risa exagerada.
Los principales del colegio deliberaban.
Imposible restablecer el orden en las clases.
El recreo fue una pueblada y los
profesores, casi olvidados de Cáceres, retenían a empujones y penitencias a los
muchachos. El hombre-potro, que espiaba por la cerradura, abrió repentinamente,
cruzó el patio, esta vez vestido, y, simulando tendidas, echó a correr
nuevamente. Un profesor que pretendió atajarlo quedó mostrando las suelas, y
Cáceres desapareció por la puerta de salida.
Nunca más Raucho vio a su condiscípulo.
Para los rebeldes, la época de examen era
la más divertida.
En la calle, donde los colegios se
estacionaban en grupos distantes, comenzaba la algazara.
Las veredas se untaban en parte con cera.
Algún audaz preparaba el golpe, empujando bajo cualquier pretexto al candidato
desprevenido, que resbalando en la cera daba el espectáculo previsto. Una salva
de risas era el comentario. Cuando el agredido se enojaba el travieso estaba
lejos, y a las protestas iracundas los colegiales hacían coro de ladridos y
cacareos, escarneciendo a su víctima, que, impotente, se resolvía a seguir
camino.
Para esta prueba elegíanse sin asco
personas cargadas. Si un turco tenía el mal
intento de cruzar por allí, hacía triste negocio de baratijas.
Las vías del tranvía cubríanse de cebas,
que reían agudamente, en toda la cuadra. Los mayorales detenían sus caballos y
todo proyectil, incluso libros, era bueno para los colegiales con tal de
espantar a los petisos, que no sabían cómo obedecer a golpes y tirones
simultáneos.
Entrando, cambiaba el ambiente, y a pesar
de las irreverencias juveniles, imponía silencio la pesadez del antiguo
convento.
Pasábase primero el pórtico externo,
siempre abierto; luego, sobre mano derecha, el portón de hierro forjado, que
libraba paso a los alumnos, en comenzando a funcionar las primeras mesas; más
adelante, la puerta cancel accedía a un largo corredor monacal, bajo de techo y
con paredes anchas de dos metros, desvanecedoras de la algarabía callejera.
Las puertas internas, incrustadas en el
muro, profundas tal covachas, daban a las aulas obscuras y silentes como
prisiones.
Los examinadores, aburridos por la tarea
inconcluible y embrutecedora, con inquisitorial inconsciencia, daban su veredicto tras breves preguntas. Algunos tenían
aspecto siniestro, otros trataban de alegrar la obligación importuna con
amenidades incomprendidas por la víctima, en su banquillo exhibitorio; pero
todos estaban hartos de solemnidades, a pesar de prejuzgadas opiniones de
utilidad.
Los curiosos comentaban desde la puerta:
-¡Ojalá pasemos hoy, la mesa está como
nunca!; o se retiraban averiguando si no vendría tal o cual suplente, con cuya
benevolencia contaban.
Raucho concluía sus exámenes, como un
moño de corbata, impacientado por el deseo de salir. Haragán durante el año, su
padre le tomaba en octubre profesores particulares, y sucedía así que llegaba a
la prueba final mejor preparado que muchos de sus condiscípulos.
Don Leandro comenzaba una serie de viajes
a la estancia para acomodar el veraneo. La casa se desmantelaba y parecía haber
en todo un deseo de fuga, una espera que se llenaba de Impaciencia migratoria.
Llegado el día de partida, la conclusión
de la tarea traía un alivio maravillador. La última valija acomodada en el
compartimento cerraba el paréntesis de una vida artificiosa.
Una emoción fuerte hacía callar la
turbulencia de Raucho; apoderábase de la ventanilla, abandonando el cuerpo a
los sacudones acolchonados del vagón, y tenía, al primer asomo de campo, la
ilusión de salir de preso.
Su alma se hacía infinita, libre de
limitaciones ciudadanas que a cada persona daban derecho sólo a su parte,
reduciendo el oído a los ruidos de su cuadra, la vista al encauzamiento de su
calle. Aquí la posesión se extendía, y el gozar de los sonidos como de los
paisajes era amplio hasta la capacidad de percepción.
El primer grito de arreo, oído de lejos a
través de la limpieza extática de la atmósfera, le imponía cariño intenso.
Era un largo sueño tranquilo y
penetrante. Don Leandro retardaba lo más posible la vuelta, porque necesitaba
estar presente en la hierra y también por los muchachos, que fortificaban su
desarrollo.
Al reentrar en el colegio, el pequeño
Galván encontraba sus compañeros con placer. Dos o tres meses se pasaban en
comentarios y crónicas de lo hecho. Venían templados por cuatro meses rudos.
No se entendían bien al principio con el
encierro diario; pero poco a poco el interés
de los monótonos incidentes volvía a captarlos.
Los profesores, por su parte, venían
también mejor dispuestos, hasta que la eterna lucha con los innumerables
revolucionarios les agriara el carácter.
Raucho siguió el ejemplo de los
hombres-dioses.
Durante el año inventaba bromas que
mantuvieran su popularidad y prestigio. Tenía peleas, de las cuales no siempre
salía vencedor, pero sí con reforzada fama de coraje, y hacíase un deber de no
aflojar, cosa que solía costarle caro.
Estrechó amistad con Julio Maza. Vivía
éste a la vuelta de su casa y hacían a menudo juntos el camino de retorno.
Cuando tenían permiso iba Raucho a comer
a lo de su amigo o Julio venía a su casa. Pretextos sobraban para volver a lo
del visitante, y así corrían las calles hasta las diez y media u once de la
noche.
Ocurriéseles ir a un café-concierto de la
vecindad. Era un tugurio frecuentado por marineros y gente abigarrada de mal
aspecto.
Pasaron varias veces delante, espiando
por la puerta, de la cual salían intermitencias de música agrisonante. Lograron
por momentos entrever un rincón del tablado: mujeres cantando semidesnudas o
bailarinas con trajes luminosos.
Entraron. El ambiente azulado de humo se
amontonaba de gritos y risotadas. Un vasto salón, poblado de mesas y sillas,
hacía de platea; allí se consumía cerveza, grapas, cafés, ginebras o modestas
limonadas. Alrededor, una franja de palcos pintarrajeados aparatosamente, a los
cuales las artistas concurrían antes y después del número correspondiente. El
revoque de las paredes laterales caía por pedazos.
Los novicios miraban la escena, sin
atender más que a la camarera, de quien fueron pronto amigos. Era una vieja
flaca, apodada la Paraguaya. Debió ser bonita y aceptaba siempre el convite,
sirviéndose un anís que paladeaba estrepitosamente. Los muchachos la
interrogaron acerca de las artistas y ella se comidió, mediante propina, a
hacer llegar un mensaje a la que ellos quisieran.
Julio se había enamorado de un trío de
hermanas italianas, que cantaban y bailaban heterogeneidades, y no sabía si
preferir la juventud de la menor, la desvergüenza de la más grande o la boca de la mediana, más bonita que las
otras. La escasa edad, la carne nueva, excitaba al público brutal y les tiraban
besos, decían inmundicias, hacían gestos obscenos o aplaudían con palmas de
palo.
Julio hizo sus averiguaciones y supo que
el padre las traía y llevaba todas las noches, impidiendo les hablaran sus
perseguidores.
La Paraguaya les aconsejó que no se metieran
con esa gente.
-Es inútil; el viejo es más celoso que un
marido.
Raucho se dedicaba a una chica de trece
años, preciosa, de pelo corto, ondulado, y que bailaba sevillanas con gracia
árabe.
Descubrió su domicilio, delante del cual
pasaba con Julio volviendo del colegio. Ella lo saludaba y llegaron a cambiar
breves palabras, pero Raucho no se atrevía a mucho, visto la presencia de la
presunta madre, cuyo escándalo gritón temía.
Una tarde Emilia dejó caer un papelito:
"Te espero esta noche a la salida
del teatro".
Raucho ansió el momento. Conseguido el
permiso para comer en lo de Julio y traspuestas las trapisondas necesarias, fueron a las diez al café.
Mucho antes de la hora fijada aguardaban
en la puerta de salida para artistas.
Emilia apareció con la madre. Iba
llorando, mientras la vieja iracunda profería palabrotas contra el género
humano. Raucho temió un paso en falso, relegando al mañana el esfuerzo penoso.
Al día siguiente Emilia no figuraba en el
cartel. Los precoces calaveras preguntaron a la Paraguaya qué había sucedido, y
les fue contada una intriga compleja, que no entendieron bien.
Pasó Raucho por casa de Emilia, y no
viéndola esperó hasta las siete de la noche. Por fin, la chica salió e iba a
cruzar al lado de él, sin verle o fingiendo así. Raucho se atrevió a musitar:
-¡Emilia!
Al reconocerle, ella lo tuteó sin
ambages.
-¿Eres tú? Acompáñame hasta el almacén
que compre aguardiente.
Luego le contó, con su vocecita gastada
ya por las coplas, cómo el director la perseguía, concluyendo por pelearse con
la madre.
-¿Comprendes tú? ¡Cuestión de precio!
La infamia que con tanto cinismo
comentaba aquella criatura despertaba
en Raucho una extraña piedad sensual.
-¿Y en qué quedó la cosa?
-¡En que mañana nos marchamos a la tierra
y adiós toos!
Raucho, a quien así escapaba la chica
suya de promesa, sintió un hondo acobardamiento.
-¿Es verdad -le preguntó- que anoche
estabas dispuesta a ser mía?
-¿Y si no, por qué había de decírtelo?
Volvían. La calle estaba sola; en un
hueco formado por dos edificios, Emilia atrajo a Raucho; mostrose éste audaz, y
ayudado por la pericia viciosa de su amante, fueron carne de carne, fundidos en
la brevedad de un minuto que es todo.
Desunieron sus bocas. Emilia dijo:
-Anda, corre pronto, que nos verá el
civil. Dame -dijo luego, tendiendo sus labios, y te mordió hasta la sangre-.
Acuérdate -agregó a manera de comentario, huyendo hacia su casa por cuya puerta
desapareció sin voltearse.
Raucho tomó rumbo opuesto. Un pasante que
debió verlos, díjole con secreta envidia:
-Lo felicito, amigo.
El chico lo miró con ojos blancos.
Una nueva preocupación encaminaba a
Raucho hacia distintos rumbos. Las mujeres.
Conversaba de ellas con condiscípulos
mayores que poseían interminables relatos de amoríos ciertos, exagerados o
simplemente mentidos.
Instigábanle a que se hiciera compañero
de sus parrandas por bajos ambientes de prostitución, y concluyó siendo como
ellos querían.
Aunque desconfiando de su cortedad, fue
familiarizándose con el ambiente. Las desnudeces eran incentivos demasiado
violentos, para que unidos a su voluntad de ser desenvuelto, no vencieran sus
timideces.
A la vuelta del colegio había una casa a
la cual solían colarse, al concluir los estudios. Otras veces concertaban una
rabona para pasar allí la tarde.
Al caer la noche, levantábanse las
mujeres hinchadas de sueño y pálidas. Cruzaban el patio desgreñadas,
repugnantes para quien no estuviera en las primeras curiosidades.
Llegaba el peinador. La patrona se
sentaba en camisa, transparentándosele los senos, volcados sobre las costillas,
como tabaqueras de buche, vacías, ostentando moretones bajo la piel viscosa.
Los sábados por la noche, la casa
alcanzaba el pináculo de su gloria. Había un craso olor a fonda, sólo
aguantable para los famélicos.
Los vahos humanos y perfumes mareantes,
la calidez del aire abombado, repugnaban a los satisfechos como un dejo de
carnes asadas y salsas fuertes. Se tenía prisa por sorber aire, como un vaso de
buen agua, para amortiguar las sofocantes reminiscencias de un copioso
engurgitamiento de manjares gruesos.
En el patio, como en la sala, los
hombres, bestiales y ridículos, simulaban risas pastosamente imbéciles para
disimular la apoplejía de sus urgencias burdas. Los más tímidos sudaban en
silencio por los rincones.
La patrona gritaba los nombres de las
mercaderías exigidas:
Se pedía a Luisa como un bife
sanguinolento y tierno, a Sofía como un acre "canapé" de anchoa y
caviar, a Carmen como un puchero grasoso a boca llena, a Clara como un
empalagoso budín de dulce de leche, a Frida como un lácteo y familiar queso
alegre, y pasaban las muchachas al llamado de la patrona, estorbándose en sus
vaivenes, con caras alegres como si vivieran el ideal de las vidas, holgadas
dentro de sus vestiduras transparentes, calzadas hasta medio muslo de lucidas
medias y con caras expresivas de pintura.
No hubiera parecido extraño oír cantar
números entre aquel ajetreo.
Las desnudeces equívocas así expuestas
con impudicia incitaban la posesión como un ultraje.
Raucho no ponía mayor sensualidad en
estas andanzas mujeriles. Era más bien una diversión a su amor propio de
hombrecito.
Como sus calaveradas sucedían a la tarde,
salvo los sábados, aplicábase en los estudios para evitar penitencias. Su vida
de alumno fue también más tranquila, gracias al nuevo empleo de energías.
Al primer aletazo de tempranas
golondrinas, dejaba de pensar en parrandas. Su vida nocturna, artificial, le
parecía lejana. El gran deseo de vida libre, allá en la estancia, le aclaraba
el alma con un renacer viril y puro.
Ese año sería el último del colegio.
Raucho había decidido con su padre residir en la estancia. Un año trabajaría al
lado del mayordomo, hasta interiorizarse lo suficiente, para poder encargarse
del manejo, cobrando un interés.
La nueva perspectiva le alejó más aún de
su vida actual; estudió sin entusiasmo y esperó el final del año, diciéndose
que con buenos o malos resultados sería el último.
Llegados los exámenes se arrepintió de su
haraganería.
Volvieron los momentos conocidos; el
calor, la libertad del vagar callejero, como una amalgama natural de cosas
inseparables.
Raucho olvidó sus cavilaciones, para
jugar el rol suyo de audaz. Ostentó su ignorancia, prometió contestar
disparates y creó el ambiente de expectativa que siempre, en momentos difíciles,
había sentido a su alrededor.
Salía a las ocho de su casa, llevando
libros para repasar, o leer por lo menos, antes de la prueba. Tomaba un tranvía
de caballos, en el cual hojeaba los textos sin concentrar la atención.
Por el camino subían otros examinandos, y
no se oía sino los eternos comentarios sobre las materias dadas y las por dar.
Incapaz de concentración, concluía por
cerrar los textos. Todo lo circundante penetraba resbalosamente en él.
Los toques chillones de la corneta del
mayoral compadre, que, la visera cacheteada como quepis de veterano, variaba
serenatas en cada esquina; el estado atmosférico de husmo especial, lo
soporificaban. Una danza nerviosa de caras sibilinas, coros de preguntas,
fantasmagoría de letras impresas, frases retenidas de memoria, cifras, rayas
blancas de tiza sobre el pizarrón, correteaba por su memoria aumentando la
laxitud nerviosa.
La bajada en San Ignacio, el encuentro
con amigos, las primeras preguntas y respuestas sobre las mesas formadas y su
severidad o transigencia, poniéndolo frente a lo real, ahuyentaban su
intranquilidad.
-Está formada la de historia y parece que
vamos hoy.
Los resúmenes, minúsculamente escritos en
papelillos enrollados, llenaban los bolsillos sujetados por gomas de cajas de
fósforos, para poder ser leídos en el hueco de la mano.
Se contaban incidentes jocosos,
contestaciones burdas y trampas para salir del paso en momentos de apuro.
Raucho reía de todas las farsas, deseoso
de colaborar a la disciplina, espiando ocasiones para titear la solemnidad
aburrida de aquella monotonía.
En aquel año se instituían los exámenes
escritos.
A las diez llamaron para historia a la
clase de Raucho.
Los alumnos se sentaron en silencio, mientras
los profesores escribían temas en el pizarrón.
Cuando pasaron a cada uno su hoja
correspondiente, Raucho leyó: "primer tema". No sabía palote.
A los veinte minutos entregó su
composición. La mesa deliberó a puerta cerrada. Un celador salió a leer una
lista, mientras los muchachos se precipitaban para oír las clasificaciones.
-¿Yo, Castro, qué nota tengo?
-Un momento, un momento. Y leyó en voz
alta:
-Álvarez, 4; Lucero, 2; Sosa, aplazado;
Castro, 3; Galván, reprobado.
Raucho tomó el corredor de salida.
Púsose a silbar insolentemente; un
celador pretendió hacerlo callar; siguió impertérrito. Entonces el otro le tocó
el brazo.
Raucho se volvió rápidamente.
-Si me quiere tocar, salga conmigo a la
calle.
Tenía ganas de desquitarse. El celador
levantó la voz y Raucho se escabulló para esperarlo.
-¿Y ahora por qué no grita?
Como el interpelado no supiera contestar,
le dio un sopapo volteándole el sombrero.
-Vamos, vamos; recoge eso y despejá.
Y cuando el celador se agachaba para
levantar el sombrero, diole un puntapié bien medido. Después caminó como si
nada aconteciera.
Así ponía Raucho punto final a su vida de
obediencias forzadas.
Trabajo
Cuando Raucho quedó trabajando en
"El Esparto" era ya un hombre en posesión de todos sus vigores
corporales. Libre de custodias paternas, que tantas veces había restringido la
audacia de sus intentos, había de sacudir como una melena, ávida de vientos, su
voluntad de proezas camperas.
Sería, más que un patrón, el compañero
del gauchaje, y buscaría, como ellos, someter las dificultades más ásperas, sin
temer peligros, tendido hacia el dominio absoluto sobre la bestia, el clima y
las rudezas de una vida muscular.
Ya
en las vacaciones, burlando vigilancias, había cambiado su caballo por el
redomón del domador condescendiente. Ya había, aprovechando momentos de
ausencia paterna, corrido avestruces en alguna boleada clandestina, por sobre
vizcacheras y zanjas. Ya había, en
tiempo de barro, cerrado vueltas rápidas, buscando la costalada para salir
parado.
Pero aun no pudo desfogarse a sus anchas,
de sol a sol, sin escondrijos, ni mentiras.
Su moral dominador, sediento de emplearse
en las lindezas del macho, gustaba a los peones dispuestos a facilitarle toda
travesura.
Raucho entraba en el juego azaroso del
buscador de victorias.
El verano fue casi idéntico a los pasados
durante las vacaciones, salvo la obligación diaria de asistir a los quehaceres,
enterarse de los libros y dar órdenes, previa consulta con don Leandro.
Pasaron cuatro meses.
Fuéronse ese año más temprano los de la
familia, pues Alberto entraba en la facultad para mediados de marzo. Quedaron
vacías las casas.
La verdadera labor de estancia comenzaba.
Don Leandro vendría a menudo, para vigilar de cerca los principios del novato.
Raucho apuntó en el diario:
"Marzo 12 de 19... -recontado las
haciendas del potrero viejo-. Faltan
dos vacas y han parido 24. Ramón, Silverio, Nicasio y Gregorio han ido a traer
45 novillos, que se habían pasado a lo de Martínez. Esta tarde, a las 2.40, han
salido el "breack" y el carro, llevando familia y equipaje".
Amarilleaba el monte, en lentas
decadencias de savia.
Amansose el bochorno de las horas
cenitales y pudieron los horneros encaramar sus nidos, como perillas, en los
postes. Comenzó la calandria a decir su palabra, su verso, su enojo y su risa.
Arrugose, ceñuda de nubes, la profunda
meditación del azur tranquilo.
Una tristeza grisácea acongojó la
atmósfera. Cayó una gota. Otoño lloraba su lágrima primera.
Los llamados trabajos fueron lo de menos,
por el alboroto, la alegría, el prurito de lucirse que excitaba a todos. En
cambio, las recorridas y recuentos, sin exigencias de actividad ni
inteligencia, entorpecían progresivamente.
El quince de abril, Raucho anotaba:
"Comprado hoy, para mi uso, tres
caballos a Remulín Juárez, en cincuenta pesos. Esta mañana comenzamos a herrar
los terneros del segundo plantel. Han venido a ayudar Félix y Julián".
Con la hierra, entraba el peonaje en uno
de sus placeres favoritos.
El gran corral de palo a pique, erizado
de puntas curvas, convertíase en un circo de azarosas pruebas.
Cinco o seis jinetes trabajaban de a
caballo, buscando tiros lucidos. La hacienda se arrinconaba temerosa y la gente de a pie remolineaba, como una
jauría de mastines, a la cola de los orejanos.
Una polvareda densa se alzaba en aquel
movimiento, sombreando las caras de negras adherencias. El vocerío de los
comentarios se confundía con los balidos lastimeros del terneraje, a quien
solían seguir las madres, llorando un trote angustioso. Polvo y sonido
ascendían en columna.
Arrastrados a lazo, los terneros venían
hacia el medio. Allí, el pial certero los volcaba por sobre las paletas y las
maneas empaquetaban sus patas. Cuando el lote era suficiente, voceaba el
llamado "la marca", y las pequeñas bestias berreaban bajo el hierro,
que en sus ancas fumaba con acre olor de cuero y pelo chamuscado; luego el
cuchillo del capador y la señal, que les llevaba parte de la oreja.
Eso hubiera sido trabajo, a no mediar las
incidencias inesperadas. Un redomón que aprende su oficio bellaqueando bajo la
espuela. Un lazo que se corta con chicotazo capaz de voltear al jinete. Una
vaca embravecida, que desparrama a los de a pie, refugiados tras los palos o
las ancas de los caballos, que en caso de ataque sabrán defenderse bajo el
manejo de las manos hábiles, prontos a
evitar el tope y colocarse contra la paleta del vacuno, para pujarlo sin
dejarle volver el aspa.
Otras veces un caballo empavorecido por
el tumulto hacía caso omiso de la rienda, abalanzándose adelante, ciego de
enervamiento; y el cabo del rebenque, único medio eficaz de manejar aquella
catapulta loca, sonaba hueco contra las quijadas.
Y todo era risa, todo era borrachera de
vigor, entre el clamoreo, bajo un blanco oscilamiento de gaviotas chillonas,
que peleaban por los residuos de las capaduras revolcadas en el polvo como
"milanesas".
Trabajo matador de sol a sol para quien
no tuviera el hábito; sin embargo, el entusiasmo menguaba el cansancio y la
gente largaba los lazos, para tirar de las colas o correr con las maneas, sin
que un asomo de decadencia paralizara sus músculos.
El día insufla potencia. Las alpargatas
resbalan un poco en el espeso polvo del camino, y viene traída a campanazos por
el viento la barahúnda de mugidos, corridas y silbidos de un trabajo fuerte,
allí en el corral.
Disposición corporal para hazañas
hábiles. Se sienten los brazos hinchados de vigor, apta la cintura encorsetada
de músculos, para vibrar en un esfuerzo eficaz, tendidos los pectorales
protuberantes, fibrosas las piernas aglomeradas en haces resistentes.
Tomar el caballo de la crin, enredarse en
un remolino esquivo y pulsar la grupa con rodillas calzadoras, es un pregusto
de lucha contra las rapideces del flete, trompo en la rienda y balazo bajo la
espuela.
Revísanse recado, lazo y riendas.
Todo debe estar en mano, como
prolongación natural de capacidades personales.
La coscoja rueda como un atambor de
acero, el flete pasea plasmado de energías sobrantes.
Se llega.
Hay que hablar fuerte para ser oído.
Las voces expresan contentos, amenazas o
protestas: el lazo se ciñó en las aspas con argollazo seco, un novillo hirsuto
de porfía fue vuelto por pechazo bien aplicado en la paleta, la armada cayó
impotente sobre el cogote de un "arisco p'al lazo". Gajes del oficio.
Tomar parte.
Un torcido para mejor seguridad de las
manos. Hacer la armada, agregar un rollo y aguantar la broma que duda.
El novillo brinca, sacude el testuz y su
lengua pende como un trapo que le ahoga. Está al lado de uno, resistiendo; va a
arrancar y se revolea abierto, en espera del tiro.
Levantado sobre las patas traseras para
tomar pique, sacudiendo con un balido de furia la potente cornadura que afirma
el lazo, el animal parte con decisión bestial. Alto van las manos en saltos
caprichosos. El vuelco debe ser amplio, para abrazar el movimiento. La armada
hace su aureola con gemido aguzado por la velocidad del brazo. La distancia es
buena. Va el impulso. La argolla repiquetea sobre la trenza dura; las manos del
novillo caen en el círculo, que ciñéndose las clava unidas en tierra. El peso
sigue su envión y cae por sobre su cabeza la bestia.
El tirón ha sido fuerte. Hubo que echarse
atrás con cuerpo muerto, bien incrustado en la cadera, el puño aguantador. El
lazo cedió como goma e hizo hundir las alpargatas, que amontonaron oleajes de
tierra.
El elogio va de boca en boca como un eco.
Se siente uno fuerte de victoria, y deseoso de recomenzar un tiro más difícil.
Y es el pial.
Enfriáronse los vientos; cayeron las
hojas, como lágrimas de sol, en la tarde otoñal; endureciéronse los árboles, en
dolorosos esqueletos; las lagunas se humedecieron, como ojos tristes de la
inmensa pampa acongojada; solidificose la tierra en grietados escalofríos,
pasmáronse los campos de heladas tajeantes.
Otoño moría, se achicharraba melancólico
como un amor senil.
Cuando la familia dejaba amplia libertad
a don Guillermo, el tenedor de libros, solían venir a visitarle algunos
parientes; entre ellos dos sobrinas de su mujer, que alegraban la soledad de la
estancia.
Eran dos morochas de ojos largos y
párpados pesados. Una de quince, otra de trece. La mayor, ya formada, con una
risa límpida y un cuerpo ágil, pronto fue amiga de Raucho.
Y ¿qué más decir?
Gustábale a ella descolgar nísperos, y un día muy claro, como el
patroncito pasara, le ofreció sus frutas.
Entre los pastos, una víbora se retorcía
hacia su cueva, riendo un discreto silbato de mofa.
Raucho poseía cuanto deseaba. Su vida era
completa hasta rebosar; tenía las jornadas fuertes del hombre hecho para
vencer, y una semblanza de hogar le esperaba, cuando volvía entre el rojo de la
tarde, ritmando milongas o décimas por cifra, al galope de su caballo, fiel y
eficaz compañero de lucha.
Carmencita le adoraba como a un ídolo,
como a un ser superior sin fallas, con una voraz tenacidad infantil. Eso era su
felicidad y sería la causa de su cansancio.
La vida así plena, le sugeriría visiones
de goces ausentes.
Al campanillazo penetrante del
despertador, Raucho se incorporó como quien se ha dormido sobre aviso y teme
dejarse vencer por el sueño.
Por la ventana abierta de par en par
despuntaba un indeciso claror. Encendió la vela, manoteó la ropa preparada por
la noche y a ciegas enfiló bombachas, botas, camiseta y blusa. Prendiose el
tirador, agarró pañuelo y chambergo y salió afuera, a meter la cabeza bajo la
canilla de una bebida cercana, para desembrutecerse.
Inciertamente, divisó hacia el palenque
tres peones, alejándose campo afuera.
Entró a la cocina a chupar una yunta de
mates. No quedaba sino el capataz; los otros habían salido y tenían que
apurarse, decía Taboada, si querían concluir para la hora de la comida.
Los zorzales se contestan por el monte,
el milagro de la luz se va haciendo a tientas entre la oscuridad. Raucho se
enhorqueta con placer, en el recado cómodo y familiar a sus piernas.
Y es el silencio mayor de la madrugada.
Nunca la tarde le iguala en quietud y la potencia invencible del día ascendente
simboliza toda fuerza, todo nacimiento, toda elevación.
Cruzaron un potrero, tomaron el pequeño
callejón vecinal a la derecha. Empezábanse a oír los balidos del ganado y la
alarida de los recogedores.
La mañana amarilleaba; sobre el Este,
nubes quietas, desparramadas simétricamente en velloncitos macizos, se
empapaban en brillantes cadmios.
Divisaron la hacienda, remolineando,
apurada por veinte paisanos, que clamoreaban al unísono de las bestias. Los
novillos atrasados sufrían la sabandija de muchachos y mastines.
De otra parte cayó una punta numerosa.
Evidenciose el palo del rodeo, haciendo
centro en la gran circunferencia desnuda del horizonte, y el vacaje se
tranquilizó, como en un encierro, en aquel círculo de tierra pelada, que hacía
un medallón árido sobre el potrero pastoso.
Los atajadores emparejaban la hacienda
arisca, ansiosa de puntear hacia la libertad.
Vacas y terneros separados por el
tumulto, balaban sus llantos largos, y los toros de andar respetable, mugían
ancho y bajo, con rezongo de contenido enojo. Eran, por lo general, brutos de
peligroso arranque e imponían respetos distanciados, con sus cornamentas agudas
y abiertas hacia ambos lados de sus frentes, enruladas de porfía obtusa.
Las madrinas, maneadas a breve distancia,
se inmovilizaban como mojones, acaparando la obediencia de sus doce o dieciocho
adoptivos de un pelo.
Entraron las yuntas a apartar: Ramón con
Silverio, Nicasio con Vera, Raucho con Taboada; cada uno confiado en su pingo,
con lazo en el anca, espuelas de rodaja tintineante y afilada la vista para la
elección de las reses.
El señuelo de ocho palomos se juntaba
orilleando al mandato de "juera güey", y reunidos a una cuadra del
rodeo, bajo la custodia de un veterano bien montado, dejaban como filósofos
pensar sus ojos vítreos.
Y colocada así cada cosa en su puesto,
comenzaba el trabajo de rudas corridas para el aparte.
Concluida la tarea, llevose al corral la
tropa, mientras la hacienda calma se desparrama pastando.
La gran masa de colores variados se agitó
en corrientes encontradas, amenazando romper el corral de gauchos, que se
desgañitaban y alzaban el ponchaje para encauzar el movimiento hacia el rumbo
querido, pero que parecían impotentes ante la avalancha ruidosa de balidos,
aspas que chocan y pezuñas sonoras. Entonces, a su vez excitados, los hombres
largaban sus pequeños y peludos caballos, como arietes, contra la masa
ondeante, se entreveraban de aspa, hacían claros a pecho, rebencazo y grito.
Así se cortaban los animales chúcaros, y
los que rodeaban salían a volverlos, paleteando a todo correr, haciendo
crepitar los cardos en pedazos y volar las alcachofas.
La gente, afanada, concluyó por encauzar
la hacienda; los más ligeros puntearon
como un charco que se desagota, el remolino se deshilachó a todo correr,
alargándose por el campo en dirección impuesta.
Llegados al corral, y puerteando los
primeros, todos se agolpaban empujándose, a riesgo de descaderarse contra los
principales.
Allí quedaría la tropa, mientras la gente
consignada para el arreo concluyera sus preparativos de viaje.
Esa misma tarde salieron para el saladero
cuatrocientas cabezas, arreadas por capataz y cinco peones.
¡Qué largas, qué largas se hicieron
aquellas noches de junio! La luz calcárea de la lámpara, de mecha
incandescente, concluía por hacer sufrir los ojos, como si los oprimieran las
órbitas.
En el comedor de don Guillermo, irlandés
risueño y rojo como un pelón, jugaban al tute con Taboada, hartos ya de las
cartas, que empezaban a conocer por el lomo, tanto estaban manchadas, tuertas o
despuntadas. Señalaban con garbanzos los puntos sobre el hule frío de la mesa.
La luz dábales un ceño de esfuerzo y el calor les abotagaba las frentes, en
tanto los pies, helados, crujían húmedos dentro de la bota, cuando los encogían
para sentirlos.
Las manos se encendían dolorosas en la
vecindad de la lámpara, y pasada una hora, dejaban el naipe para conversar
alegremente, unidos por la monotonía solitaria del pequeño aposento,
desguarnecido y blanco.
Septiembre. ¡Septiembre!, canta la
estación del brote. El amanecer abre sus brazos vírgenes hacia ambos lados de
sus pechos fecundos. Pubertad. Futuro aún indefinido. Las rápidas tormentas se
rasgan como viejas gazas, bajo la seda azul que crece intensa de conquista
monocroma.
El campo se estremece de sol.
La vida zumba en el planeta fecundo.
Primavera ríe, con el perfumado amor de
mil bocas floridas.
El picoteo sonoro de las tijeras, los
balidos ahogados, las exclamaciones chuscas, llenan de movimiento el aire
grasoso del galpón de esquila.
Los vellones se desprenden a tajos,
enrulados en olas fofas alrededor de la oveja, cuya desnudez ridícula va
despuntando del amontonado blanco.
El sudor cae de las frentes agachadas y
venudas, barrido impacientemente por el revés de una mano abotagada de trabajo.
El gesto es aprovechado para refrescar, con un salivazo, las hojas aceitosas de
las tijeras.
Raucho se detuvo frente al Zurdo, el más
rápido entre todos y que alcanzaba sus ciento quince latas.
-¿Y?... ¿Qué tal?
El Zurdo se enderezaba pesadamente, los brazos abiertos como calandria asoleada.
-Medio pasmao el cuerpo, señor.
-¿Entonces, pa qué se apura?
-Pa ver si me agenceo un saquito partido,
ansina como el suyo.
-Bonito va a quedar.
-Eso mesmo digo yo.
Con muñequeo rápido, sacó la manea (una
tira de arpillera), levantó de un puntapié en el anca a la oveja, que sacudió
unos restos de lana, baló estúpidamente, lengüeteó con mueca de desagrado y
echó inexplicablemente a saltar por entre la gente, volcando un tarro de
alquitrán, para curar los tajos, que con sorna llamaban casualidades.
Allá va, cola y orejas flojas, a mixturarse entre las que pacen frescas
en sus recientes desnudeces.
Raucho cruza algunas bromas con el Zurdo.
El agarrador se dirige, con una maneíta entre los dedos, a elegir de la
chiquerada alguna de buena lana y fácil de esquilar por su gordura.
Así sería mañana, así fue ayer, en la
consecuencia de un trabajo pesado.
Diciembre. Los campos cambian color; cae
el verde en los opacos amarillos y lilas desteñidos de pastizales que semillan.
Del trébol no quedan sino los dentados y pegajosos disquitos de la carretilla.
El alfilerillo, la cebadilla, la avena guacha estiran sus cogotes cargados.
Las cabezas de las haciendas desaparecen
en los yuyales altos.
Domina en tirano absoluto el sol, eterno
parroquiano del día, siempre nuevo y siempre día, que arroja a tierra una
moneda de su ígnea fortuna ingastable.
En el "breack", mohoso de polvo
asimilado en los caminos envejecidos de arrugas, viene la familia.
Don Leandro nada dice a Raucho, pero
cuando el muchacho aindiado de vida robusta trabaja, el viejo se alegra con una
maternal sonrisa, bajo las canas del bigote.
Fue una mañana triste en la estancia. Por
el Oeste apareció una larga nube horizontal. Raucho no quería creer.
-Es langosta, le había dicho Taboada.
Se preveían dos meses de combate estéril,
contra la invasión innumerable.
El monte quedaría despojado como en
invierno; los pastos talados a raíz reproducirían para el ganado los
sufrimientos de una seca.
Por todas partes el olor acre-grasoso
mantendría una náusea cotidiana. Agua, huevos, pollos, todo se empaparía del
hedor penetrante y las haciendas mismas sufrirían asco.
La manga avanzaba. Ya, como un anuncio,
pasaron disueltas en vanguardia las primeras. El peonaje miraba recalcando sus
opiniones, con frases sarcásticas.
-Y son pocas, son -dijo uno, mientras don
Segundo opinaba:
-Grasias a Dios, este año no nos vamoh'a
quejar por falta e langosta.
Aquella infinidad de bichos proyectaba
sobre el campo una sombra movediza, como las nubes bajas. Era una capa compacta
con movimientos de malla flexible.
-¿Se asentará? ¿Seguirá viaje?... era la
interrogación ansiosa que don Leandro formulaba.
Y prepararon la defensa, la ridícula e
insuficiente defensa, adoptada por hacer algo y no cruzar los brazos en una
inercia desoladora. La lucha algo aportaba de esperanza.
Aparecieron latas vacías de
"kerosene" en abundancia; unos a caballo, otros a pie, golpeando como
un tambor la bullanguería atronadora del metal, el peonaje se desparramó por el
monte, con gritos de arreo y corridas.
Así fue todo el día. Se almorzó apenas,
pues era cuestión de no aflojar, para que lograsen los esfuerzos.
La manga remolineó indecisa; unas iban,
otras volvían, sin adoptar rumbos definitivos. A la tarde pusiéronse pesadas.
El incesante crepitar de alas aflojaba, y comenzaron a caer, entre el sol rojizo del anochecer, como roturas de mica
vibrante, a veces encendidas por un reflejo.
Raucho durmió apurado por llegar al día
siguiente. Soñó invasiones fantásticas de aves blancas, balanceándose en
aleteos pesados. La tierra toda se convertía en ondulaciones de vida
incompleta.
Cuando amaneció, los árboles se doblaban
al peso de una nevada de escamas metálicas.
Entonces Raucho sintió una tristeza de
agonía.
No había nada que hacer, hasta que
calentara el sol, y el monte se aureoleara de pequeñas fugas luminosas.
Era inútil. Vagaron lentas. El instinto
de reproducción las inhibía para grandes vuelos. Volaron como dormidas y
comenzaron a buscar, en grupos, los caminos, las playas y los corrales.
-¡Ya no se levantan! -decían los
conocedores.
Raucho se entretuvo en entrar por las
mangas, haciendo silbar sobre su cabeza una rama. Y la rama se volvía pesada de
barajar en principio de vuelo centenares de insectos.
No se podía galopar por el campo.
Los caballos sacudían la cabeza,
asustados por los papirotazos enceguecedores, y había que cerrar los ojos si se
quería evitar la quemadura de un derrame.
Un espectáculo inmundo. El bicho
universalmente acosado de instinto copulativo. Y eso por leguas y leguas de la
zona invadida, como fatalidad natural.
Los machos, más pequeños y metálicos,
buscan el camino limpio, agitados por bruscos sobresaltos de sus patas
traseras.
A veces una montonera rueda, hacinada por
una obtusa impulsión sexual; tres o cuatro machos se disputaban la hembra
pasiva, uno vence.
Los extremos inferiores se buscan como
dos pulpos, se atacan boca a boca, las bocas se abrochan como dos piezas de
máquina hechas para calzar una en otra. El macho agita sus antenas en círculos
alternados, sobre los ojos compuestos, estúpidamente inmóviles de la hembra, y
a veces sus alas hierven en pequeños gritos de roturas cristalinas.
Así van a quedar por días enteros,
caminando monótonamente, absorbidos por su quehacer, buscando el sol en el
deslinde de las sombras, que la tarde
estira al ras del suelo. Y por todas partes será, en inconcluibles extensiones
lisas, el canto de las alas, crepitando sus micas turbias, y la locura de las
antenas giratorias, que sugestionan los grandes ojos femeninos desnudos de
párpados.
Es, en la quietud aparente de las áridas
inmensidades térreas, iluminadas de escamas en ebullición, el más universal
espectáculo de esclavitud reproductiva.
Hastío
Raucho no sabía del libro sino los
fastidios estudiantiles. Las novelas leídas eran pasatiempo de ferrocarril o
conciliasueño; cuanto más, afeccionó los Tres mosqueteros, y no creía que se
pudiera leer sino por aburrimiento.
Aburrimiento fue lo que en las noches
solitarias le empujó hacia una pequeña biblioteca de volúmenes encuadernados.
Leyó al azar y sin interés; algunas obras le mantuvieron desvelado hasta la
tarde; vagaba inconscientemente en países imaginados o reales, pero lejanos.
Eran ciudades muertas, que vivían bajo el esfuerzo de su imaginación;
civilizaciones modernas de las grandes capitales. Así se familiarizó con costumbres
y morales diferentes, persiguiendo los hilvanes de una intriga. La vela
temblaba, haciendo bailotear un entrevero de letras, y Raucho arrancaba íntegro
el pábilo, por evitar aquel titilamiento de sombras y líneas. Entonces,
rabioso, dormía renegando de libros y pensando en el trabajo matinal del día
siguiente.
Sin embargo, al andar del tiempo, había
de convertirse en lector empeñoso. No se interesó en literatura alguna en el
comienzo, sino que buscó la vida de las pasiones, respondiendo a ellas con
ingenuidad de lector novicio, viviendo la vida de sus protagonistas.
Un gran agujero se abría en su vida y
cavó en él, sin preguntarse si iba a una luz o a un precipicio.
Sus días habituales comenzaron a pesarle
como un invariable horizonte. Sus ojos se abrieron hacia Lorrain, Maupassant,
Verlaine, cantores y contadores de la vida parisiense, en su genuino perfume
femenino de aventuras, vicios y anhelos.
Hizo suyos todos los extravíos,
creyéndose constituido para aquella vida, que le parecía hecha de potencias
vitales.
Empezó a conocer París como si hubiera
vivido en él.
Fueron más frecuentes sus venidas a
Buenos Aires. Pretextos siempre encontró.
Como los libros, las mujeres francesas
con quienes solía acoplarse en la ciudad le hablaban de París. Los amigos se lo
ponderaban como un sueño de placeres escalonados.
Se hizo trasnochador. Fue su vicio
ineludible. Trasnochó primero por el ingenuo placer de las farras nocturnas,
luego por inercia.
Ya divertirse no era el asunto;
trasnochaba en cualquier parte: en un café, en los prostíbulos, en su cuarto
con algún compañero, de mil modos y en mil diferentes partes.
Se radicó en la ciudad. No iba sino
obligado a la estancia y pasaba su tiempo en bailes, teatros y otros lugares
frecuentados por mujeres independientes. Tomaba el té, a la tarde, en una
amplia terraza, que dominaba en parte la ciudad. Allí miraba las modistitas y
dependientes de tienda, con actitudes de favorecido.
Una orquesta chillaba a lo tzigano.
A lo lejos, veíase el río arcilloso
franjear el horizonte.
Más cerca, vista de arriba, se amontonaba
la ciudad-casillero, innumerablemente desolada en su repetición de muros,
callados sobre millones de sufrimientos, subdivididos por paredes verticales.
Allí, un bando de cuadriláteros claros,
que avanza en el río lodoso. Allá cúpulas de mosaico: esferas lúcidas,
rematadas por cruces de forjado hierro.
Equitativamente repartidos, para
respiraderos de la población, algunos parches de naturaleza: las plazas
públicas.
Un humo brumoso flota, tal un
desesperante pensamiento, siempre renovado, malgrado el manotón purificador del
viento.
Y en la terraza, la lamentable voluntad
de alegría, acompasada por la orquesta, cuyo clamor inútil muere en el gran
aire, ensopado por los humos laboriosos de las chimeneas.
Y las torres antiestéticas, que tienden a
elevarse, con la pretensión de un puercoespín, queriendo enganchar nubes en sus
púas.
No saboreaba lo que tenía entre manos,
pensando que en otras partes sería mejor; se sentía provinciano y ridículo,
perdiendo el tiempo en monear la vida de Europa, donde podría estar gozando esa
juventud que se iba tan pronto, al decir de los hombres maduros.
Raucho quería vivir a todo trance,
atiborrarse de sensaciones hasta saciedad, antes de pasar sus mejores años en
la atonía.
Al fin fue recibido de socio en el
Jockey-Club.
Era un título.
Cambió sus amistades; sus días eran
otros, sobre todo sus noches de clubman, que le dieron un tono de prematuro
hastiado. La vida cómoda e insulsa lo dominó, y juzgaba todo lo externo sentado
en el habitual sillón de cuero marroquí, sin molestia física, inerme de
pensamiento, como un morfinómano que persigue curvas y quebradas de visión.
Iba a la tarde mal despierto. El
ascensorista, sin preguntas, deteníase en el primer piso y Raucho se ejecutaba
maquinalmente, hasta desembocar en la sala de billares.
Allí tenía su actitud indicada,
"chico calavera". Hablaba de su última orgía, de su querida actual. A
las seis sorbía copetines y su estado se hacía nítido. Encontraba mejor las
frases, los gestos. Ocurrente y cínico fingido, lograba fácilmente la sonrisa
aprobadora de los otros.
El vocerío, la atmósfera ondulante de
humo, el estallido marfilino de las bolas, el comentario reído en chistes
estrepitosos, le hundía contemplativamente en el milagro ascendente del
alcohol.
A las nueve subía al comedor; las luces
le envolvían; flotaban a su alrededor los reflejos de las mesas blancas, más
que los pesados lustros, colgantes racimos de luz.
Se acomodaba en el sillón; pregustando su
comida parsimoniosa; dejaba jugar en sus ojos el reflejo transparente de algún
borgoña granate. Sorbía los tragos lentamente y deglutía espirando, por las
fosas nasales, su evaporación.
Un latido débil pulsaba su sangre en
intervalos generosos. La luz se suavizaba, la orquesta lejana le acolchonaba
los nervios de una modorra lasciva.
Una "Fine", calentada al través
de su copa panzuda, con palma febril, le amplificaba el cráneo de musical
vibración latiente.
A las diez de la noche levantábase de la
mesa, azuleando el pecho con la humareda de un puro.
Iba al Royal, donde tenía palco
permanente; a veces al Casino, a saborear la tortura de los que se envilecen
por necesidades vitales.
Allí concluía de embrutecerse. La bebida,
disfrazando mezquindades, orificaba miserias; las hembras se imaginaban bellas,
bajo las telas pretensiosas y coloreadas, que ofuscaban los ojos. Los excesos
chirreantes de la orquesta se algodonaban en sus oídos, ensordecidos por un
zumbido persistente. El sensualismo hilvanaba fantasmagorías mágicas; la carne
yacía inerte, en propia contemplación.
A la salida se hacían los programas con
mujeres, y así la sensibilidad, satisfecha tras largas e irritantes promesas,
derrotaba al músculo en sombríos derrumbes de sueños.
Cuando no había mejor, volvían al club
para eternizarse en trasnochadas de abulia.
No estaba pendiente ya del lugar en que
desperdiciar sus horas de descanso y teniendo un asilo seguro, del cual ningún
patrón le echaría; tuvo también compañeros invariables hasta los amaneceres.
Esto uniformaba las partes y el conjunto;
sus noches serían ya sabidas de antemano; no tendría esfuerzo que hacer para
dejarse vencer por la pereza, y se abandonaría inerte, incapaz de hacer el
primer gesto para irse a acostar. Dentro de esa monotonía, ¡oh, ideal de
trasnochador!, departiría con los mismos e inmutables amigos, ornato monótono
del conjunto monótono.
Había elegido para compañeros de velada
un grupo de vagos, que se reunía en una salita tapizada de rojo, en cuyos
muebles se desparramaban, adoptando posturas extravagantes, cambiadas de vez en
cuando con la molicie de quien busca acomodo en el lecho.
Raucho se había adueñado de un sofá, y
una vez en él se inmovilizaba hasta que la mañana mezclara su primera luz a la
artificial del saloncito.
Tenía al frente un cuadro, cuyos detalles
reveía, aunque ya estuviesen sus ojos impregnados de él.
Una charla lenta vagaba entre el peso del
humo, que llenaba el ambiente, y a veces callaban largos intervalos, no
teniendo qué decirse, incapacitados para mantener una conversación cortés e
inútil.
En esa nueva vida, Carmencita pasó a ser
una simple aventura de baja clase, y Raucho la olvidó pronto, en su flamante
flirteo con una dama misteriosa, encontrada en un "Tea Room" a la
moda.
Seis meses. La aventura había durado ese
tiempo, que aparecía fabuloso. ¡Seis meses!
Olvidando que estaba a su lado por última
vez, indiferente, sin pensamiento de tristeza por la separación eterna, Raucho
repetía las dos palabras, imaginándolas escritas en grandes letras, sobre
portales, balcones y vidrieras, ora en caracteres dorados y rígidos, ora en
letras blancas y fantásticas, o en forma cualquiera, como una visión que con
sus ojos se posara en cuanto lugar miraba.
Quiso sacudir su torpeza.
Algo tenía que decir y sentía en ella el
mismo deseo de dar un carácter cualquiera a aquella separación, que amenazaba
seguir en la misma indiferencia. Era demasiado tonto.
El coche, sin miramientos, acortaba el
tiempo, y una incomodidad, la misma, crecía secretamente en ambos.
Tentó ella una frase:
-¿Me escribirás durante estos tres meses?
Dejó Raucho caer el monosílabo
obligatorio. El esfuerzo tontamente manifestado hacia un cambio de protestas
amorosas no encontraba eco.
Se verían dentro de tres meses. Raucho
haría el viaje a Europa con ese solo objeto, y entretanto se escribirían a
diario los más pequeños incidentes de sus vidas. Ya estaba aquello muy dicho y
más aún era sabida la mentira.
¡Seis meses!, volvía a pensar. Pero
¿sería posible haber quedado unidos tanto tiempo, sin un sentimiento de afecto
o, cuando menos, de deseo?
Un incidente volvía al recuerdo de Raucho
y parecía corroborar esta sensación.
Un amigo (uno de esos amigos accidentales
que ciertos momentos de la vida acercan) habíale un día confesado,
descaradamente, su entusiasmo por Jaqueline.
Raucho, sonriendo a aquella mezquindad,
exteriorizó toda su indiferencia, atenuando escrúpulos.
La mujer, por su parte, leyole cartas,
contenta de demostrarse a sí misma que todo lo de ella, hasta el secreto de los
otros, le servía de ofrenda al cariño.
Oyéndolos mentir y deduciendo lo que
había de cierto en los relatos opuestos, Raucho los vio acercarse del incidente
final.
Quince días transcurrieron, y Jaqueline
llegó al encuentro habitual un poco pálida y sorda a la conversación de su
amante que, intuyendo un desenlace próximo, se volvió animado y alegre de
alusiones, que demostraban su conocimiento de todo. Intentaba frases diabólicas
sin convicción; pero de pronto comenzó ella a declamar no sé qué discurso, por
cierto aprendido de memoria.
Hizo una confesión detallada de sus
entrevistas, queriendo dar a su voz una vibración emotiva, pero desconcertada
por la atención indiferente de Raucho tropezó en las palabras, concluyendo por
callarse, y sus esfuerzos hacia una actitud romántica finalizaron en una pobre
lágrima, que rodó sola e insuficiente sobre su mejilla. Luego escondió el
semblante entre sus manos para fingir un llanto. Sujetando una enorme gana de
reír, él pronunció su perdón, con palabras buscadas.
¿Se engañaron entonces? Raucho no lo
creía así. Se habían, posiblemente, propuesto vivir un romance, y los gestos,
como las palabras, no faltaron.
Ese incidente fue único en los seis meses
y no lo repitieron, tal vez por temor de verse en la cara.
Si el ideal es vivir sin un enojo, lo
habían colmado. Ni un grito, ni un ademán, siempre el perfecto acuerdo, hasta
en los momentos como el que venía de recordar. Y la despedida sería lo mismo.
En el vaivén de los últimos momentos, y
con la ausencia de espíritu que ocasiona el movimiento, lograron unas palabras
de tristeza y de cariño, algunos apretones de manos y la ficción de ciertos
ademanes de real sentimiento.
Raucho miró la hora; estaba impaciente;
una palabra lejana e insignificante le trotaba en la memoria.
El tren iba a partir; por la ventanilla,
inclinando el cuerpo, ella tendió por última vez sus labios. Y mientras duraba
el beso, las mismas palabras trajeron al pensamiento de Raucho la imagen de un
hecho futuro y trivial.
...A las seis, en el club; no faltés para
los copetines
Raucho había arrancado a su padre una
promesa de viaje a Europa, que el viejo aplazaba siempre, temeroso de los
peligros para el muchacho.
Pero vino la época de enormes subas en
los arrendamientos; los agricultores ofrecían una entrada segura y mayor al
interés sacado con ganadería.
Don Leandro se dejó tentar por las
ofertas.
Resolvieron liquidar las existencias, con
ellas comprar más campo y arrendar, viviendo así tranquilos, reservándose sólo
una legua alrededor de las casas para continuar con los planteles.
Raucho, juzgando la ocasión oportuna,
insistió con su viaje, quedando éste fijado para de allí a tres meses, que
durarían los arreglos del negocio.
El joven Galván vio abrirse una nueva
era. No hubiese cambiado su entrada al paraíso por su ida a París, y devoro más
libros y novelas, queriendo esponjarse en el ambiente soñado.
Con esto y la ocupación material de arreglar
ventas en "El Esparto" pasaba los días, cuando Rodolfo le invitó para
ir a su estancia, en Lobería, con un grupo de amigos, donde se entretendrían
cazando un par de días.
Raucho aceptó y esa misma semana
partieron.
Cuando, recién vestido, salió de la casa,
toda la vida de su cuerpo sano se agolpó al exterior, para sentir el bienestar
sereno de aquella mañana.
Era un amanecer nublado y tranquilo. Ni
la más leve brisa. El aire, fresco, pesaba sobre el semblante, y la
sensibilidad, a su contacto, marcaba el contorno de las facciones.
En la hierba, humedades de rocío volvían
más intenso el verde de la llanura.
El gran coche, penetrado por la calma del
ambiente, esperaba atado a sus cuatro percherones, que tenían gestos lentos,
como para no romper un encanto.
Deseosos de arrancar hacia el punto
fijado, se impacientaban en los preparativos.
Un último vistazo. Nada se había
olvidado. Las escopetas, los cartuchos y otros artículos necesarios para la
caza ocupaban gran parte en el interior del coche.
-¿Listos? -interrogó Raucho.
-Sí, sí.
Había conseguido de todos la autorización
de llevar las riendas, decidido de antemano a no atender ningún pedido de
detención, aunque encontraran martinetas gordas como avestruces.
Llamó en la boca a los caballos, que
pesaron sobre las pecheras con esfuerzo igual.
Cazaron toda la mañana. Hubo tiros
felices, erradas que trajeron burlas, mojaduras, caídas y hasta algún momento
peligroso.
De vuelta, centenares de víctimas,
tiradas a capricho sobre el piso del carruaje, cantaban todos los colores.
Había manchas de sangre y barro en los
trajes como en el suelo y un olor salvaje de laguna y ave.
La conversación no distraía el hambre y
la sed de reposo.
Eran apenas las nueve; las nubes se
habían abierto en un desbande general hacia el horizonte, y el sol amenazó con
uno de esos días anuladores.
De pronto, Rodolfo saltó como al contacto
eléctrico de una idea genial.
-¡Y yo que les iba a dejar ir sin conocer
la maravilla del pago! ¿Quieren que almorcemos en un lugar donde no se
aburrirán?
Antes de que hubieran asentido agregó:
-Rauchi, vamos a lo de doña Anacleta...,
aquel puesto a la derecha. Van a ver, van a ver -insistió, decididamente
satisfecho con su hallazgo.
Preguntas siguieron a esta interrupción
insólita, y así supieron la desgracia de todo un partido, que lloraba los
desdenes de Asunción, hija de doña Anacleta, lavandera de las casas.
-Es una muchacha... Pero la palabra, al
pretender de Rodolfo, era impotente para describir milagros, y se contentó con
repetir como un estribillo:
-Van a ver, van a ver. Es la plaga del
pago.
Atendieron todos las frases entusiastas,
con indiferencia o mueca irónica, mientras sus juventudes soñaban cosas
novelescas. Un súbito apasionamiento, el que podía contar con su físico; una
seducción, el que tenía más labia; un rapto, el más audaz.
Pero llegaban, y los detalles del pequeño
puesto retuvieron la atención sucesivamente. Primero el monte: mancha de tinta
sobre inmensa página verde; luego el corral, negro y panzudo, al que siguieron
palenque, pozo y un rincón del modesto rancho de barro.
Uno se decidió a preguntar:
-¿Y cómo se hace que vos, Rodolfo, en
circunstancias especiales como te encuentras...?
-Ya sé -interrumpió el aludido-, ya sé
dónde vas, pero déjame agregar a lo dicho que la chica es honesta; ya verán.
Raucho, decididamente incomodado por esta
fe infantil, encogió los hombros con sonrisa fatua.
Pasaron la tranquera.
Los perros corrían en derredor, ladrando
y moviendo la cola, con una hostilidad simpática.
-¡Ave María! -gritó uno, mientras
aparecía entre la sombra tupida de los paraísos una figura de mujer joven que
no podía ser sino Asunción.
Se acercó tranquila, sin ver en aquella
curiosidad sino el halago habitual a su belleza.
-Güenos días, don Rodolfo... ¿Por qué no
dentra?... Abajesé.
-Buenos días... es que sabe -dijo el
otro, con una mirada hacia sus compañeros- vengo con tropilla y le pueden
pisotear la quinta.
-Bah, no le hace -contestó saludando la
muchacha-; si no hay más que yuyos.
Las presentaciones estaban hechas.
Hubiera sido difícil en los primeros
momentos juzgar de ella; traían los cazadores un encandilamiento de aire y luz
en los ojos. Además, para mirarla tendrían tiempo.
Raucho se contentaba con murmurar:
-No es para tanto -y manoteaba el traje,
siempre cuidado, para hacerle perder as arrugas.
Pocos minutos más tarde rodeaban medio
costillar de oveja, ya en vías de asarse. Al rescoldo de las brasas, una pava
hervía, echando humo por el pico; el mate circulaba de mano en mano y la
conversación cubría el chirrido de la grasa, que goteaba sobre el fuego.
Doña Anacleta se había unido al grupo y
hacía reír a los muchachos, por la audacia de sus cuentos zafados.
Asunción estaba atenta a la charla que,
con agilidad de buscapié, corría de uno a otro, chusca y ruidosa, yendo a
reventar a veces en el más silencioso de los auditorios, con estampido de
chiste feliz.
Todos estaban en vena; casi habían
olvidado a la muchacha, y sólo se ingeniaban en tener la buena palabra, sin
dureza para los otros, dejando siempre lugar a que siguiera el torneo de
gracejos, de que eran público y actores.
Sin embargo, hubieron de cesar. Pronto el
consistente y simple almuerzo, arrimáronse uno a uno, para recortar su parte.
Fueron mermando las palabras; el asador recobraba su poca gracia de hierro
desnudo, los huesos aparecían entre la carne, el calor se sentía más intenso;
un adormecimiento de boa satisfecha bajaba en los cuerpos monótonamente.
Felicitaron a Rodolfo por su pericia de
cocinero; uno buscó en el coche los cigarros, traídos precavidamente, que luego
repartió, incluyendo a doña Anacleta, gran fumadora de puros.
Enrique se tiró en un parche de verde,
pesado de haber engullido; los demás entraron a la cocina del rancho, cuyas
paredes de barro conservaban fresco el aire interior, como la jarra de barro el
agua que contiene.
Raucho se internó lentamente por el monte
a sestear su cansancio en buena sombra y quietud.
Eligió un cuadro de paraísos -allí se
echó contento del reposo, y un frescor de humedad le impresionó perezosamente.
Los árboles, impenetrables al sol,
dejaban por entre sus troncos, que a dos metros se desgajaban en las primeras
ramas, correr el viento, que traía los efluvios de la pampa, purificados como
por un filtro, al través de la sombra espesa.
Más lejos, donde concluía la arboleda, el
campo parecía sudar bajo el sol, que le brutalizaba.
Cerró los párpados para saborear mejor el
bienestar corporal y, en su memoria, reprodujo la imagen que durante dos horas
había obcecado sus ojos. Vio a Asunción llegando hacia el coche, cebando mate,
riendo a los chistes y en otros gestos o aptitudes.
Era indudablemente una rara maravilla
criolla; graciosa, coqueta, siempre desconfiada, no ignorando nada y
escondiendo, bajo una apariencia juguetona, su alma impetuosa de diosa salvaje.
Un sopor macizo le invadió el cuerpo; el
olor húmedo de la tierra y la quietud del aire penetraban en su cabeza; el
último recuerdo huía impreciso: Pablo parecía tener buenas probabilidades.
Dormiría dos horas, al correr de las
cuales un nuevo viento renovó sus energías, mejor que el sueño.
Despertó la cabeza libre; un cansancio,
empero, le quedaba en el cuerpo, en forma de dolores.
¿Qué habría pasado durante su ausencia?
Nada de particular, por cierto; pero tenía gran interés en cerciorarse de ello.
Estaban en la cocina, tal los había
dejado; Pablo hablaba con inflexión suave en la voz, como quien evoca
recuerdos. Asunción oía atenta, y un grupo compacto y mudo, los restantes,
tiraban una taba de banco a banco, cantando a cada tiro una cifra oscilante.
De doña Anacleta, ni señas.
-¿Y para mañana? -gritó Raucho, deseoso
de embarullar la inmovilidad de la escena, como quien mete la mano en una
partida de ajedrez que se eterniza.
-Para cuando quieras.
-¿Qué horas son?
-Cuatro y media.
-Bueno, ¡vamos!
Doña Anacleta apareció como pedida. Medio
durmiendo, guiñaba los ojos.
-¿Ande van? ¿Al pueblo?
Se despidieron con más cumplimientos que
entre marqueses. La necesidad de movimientohabía renacido, y convinieron,
habiendo tiempo, agregar copetonas, perdices, batitús y hasta chorlos a las ya
numerosas víctimas, para mayor gloria de cazadores.
Los perros los acompañaron algunas
cuadras con sus ladridos.
No fue la comida tan alegre como el
almuerzo. Estaban cansados. Concluido el día de juventud fecunda, un dejo de
fatalidad vagaba entre todos. Mañana tenían que irse, y ya, al encanto de la
página pasada, se injería la visión de obligaciones ciudadanas. Al recuerdo del
día fuerte se unía, como un rumor lejano, la evocación de Buenos Aires, con su
estrépito, su movimiento, sus ritmos rápidos de vida comercial e inestable.
Sin embargo, un episodio inesperado había
de reavivarlos como un chicotazo.
A la hora del café, cuando el humo de los
cigarrillos empezó a turbar la atmósfera como una exhalación de sueño, Raucho
dijo que se quedaría.
Comentaron brevemente el hecho, pues
tenían que madrugar al día siguiente y las horas de tren les sobrarían para
charla.
Cada uno pasó a su cuarto. Raucho,
vencido por la fatiga, tuvo las fuerzas suficientes para desnudarse. La fresca
inercia de las sábanas le clavó en una inmovilidad indiferente.
Todos sus músculos guardaban memoria de
sus movimientos durante el día, y estaban llenos de cansancio.
Durmió de sueño bueno.
Raucho no se quedaba por Asunción. Tenía
unos días delante suyo, inocupados, y una filial ternura por su pampa le
impelía a quedarse solo para la despedida.
Ensillaba temprano; ceñíase un cinturón
de cartuchos, atravesábase sobre los muslos una escopeta y galopaba hacia la
laguna.
Daba antes una vuelta, entreteniéndose en
costear las cañadas kilométricas, pobladas de flexibles juncos cantores, que se
arqueaban como tallos sumisos a la posesión del pampero. En el claror matinal
los charcos, ensangrentados de reflejos pulidos, querían ser cielo como algunos
ojos alma.
Andaba prudentemente, evitando celadas
ignotas y hondos pozos traicioneros, cuya deglutición silenciosa imponía a sus
temeridades de enderezador.
Amplio el bañado dormitaba en mística
quietud eclosiva.
Desvanecíanse, en victoriosas claridades,
los terrores inexplicados y las sombras temerosas. Raucho tenía arrepentimiento
de turbar aquel reposo.
Las aguas muertas vivían en ondas
huyentes bajo el vaso del caballo, a cuyo paso los juncos, resquebrajados,
crepitaban como un fuego de leña húmeda.
Y cuando, con las orejas tiesas de pavor,
el animal, inadvertidamente, sumía las manos en alguna hondura, desbandando una
concéntrica fuga de pequeños oleajes, cimbrábanse los largos tallos, como si
alguna fascinación terrorífica les mordiera las raíces.
Llegaba un momento en que Raucho,
internado en aquellos desiertos, se encontraba fantásticamente amputado del
mundo.
Allí pudiera morir sin rastros, y sentía
un indefinible placer de inmensidad cuando, deteniendo el paso barbotante de su
cabalgadura, la vista fija y muerta sobre un punto cualquiera, se concentraba
en los oídos, para escuchar la planetaria sinfonía vital de aquel silencio.
Aún temprano llegaba a la laguna,
cuya vista le reposaba como una idea
encontrada. Allí vivía una alimaña múltiple.
En los guaycos orilleros, grisácea y huraña,
la viuda loca, encogida de hombros por el frío, miraba a lo largo de su pico,
como absorta en un detalle de la pululante vida del bañado o buscando en los
fondos del agua muerta su razón perdida.
Patos silbones caían planeando, los
picazos oscilaban inseguros y pesados. Un amplio susurrar aclaraba la mañana.
Las cortaderas estiraban, sobre largos tallos, sus pulcros penachos ondulantes.
Decantábase la humedad, y los colores, disueltos en el aire luminar, se
desvanecían girando laguna arriba, hacia la mañana que siempre asciende.
Desbandábanse las gallaretas en ruidosa
discusión de conventillo.
Puro y tierno el flamenco se alzaba, como
un rezago de aurora, y se iba, tal mañanero pensamiento de la laguna tersa.
Allí desaparecía con sus alas hechas filo, más lejos prorrumpía en un
inesperado desequilibrio de papel aventado, y un rojo aletazo de vela
trabuchando susurraba apenas una tímida explosión de color fino.
Ahí está el sol.
¿Cuánto tiempo quedaba allí Raucho,
echado entre las hierbas ribereñas, olvidando a su lado la sanguinaria
imbecilidad de su escopeta?
Todo vivía.
De acero y cobre, las pollas de cañadón
comenzaron a correr, afanadas de domésticas preocupaciones, entre los
misteriosos balanceos del juncal.
Una blanca regata de cisnes en hilera
sesgó, lisa como un patín, las partes hondas. Gansos níveos pasaron,
musicalizando aletazos de recias plumas. Hacia arriba, mareados como derviches
por sus grandes curvas de azur, una pareja de chajás se achicaba, y su grito
agudo caía como una fibra de sonido roto.
Cuñas rizadas introdujo el nadar de las
nutrias en los inmóviles reflejos.
Soberbia, una garza mora pasó, con
acuática ondulación de alas lentas.
Y los mirasoles blancos más allá del blanco,
insubstanciales como aspiraciones de pureza, engarzaron astro en sus pupilas,
esclavas del fundamental transcurso solar.
Mil vuelos entrecruzados, en estelas de
color, planeaban en torno al celeste reflejo de la laguna.
Raucho cedía a la quietud preclara. Su
alma se entristecía vasta sobre el llano, que le lloraba su lágrima de
despedida.
¿Volvería? ¿Qué cambio le esperaba allí,
en la tierra extraña?
En esos momentos parecíale inútil y tonto
vivir fuera de aquella serenidad.
Entretanto el día era ya día. La gran
plegaria astral rezara definitivamente su ascensión, y el calor comenzaba a
elevar una volátil evaporación de olla a flor de agua.
¡Asunción era bonita! Muy bonita, y sus
dedos, aunque rudos, resultaban suaves de tocar al recibir el mate.
Una pronta inquietud le incorporaba. Con
la mano abierta golpeaba los bastos para emparejarlos antes de apretar la
cincha, acomodaba los cueros, ajustaba el cinchón de dos vueltas, escondía la
punta bajo los cojinillos y se sentaba de un salto sobre las lanas habituales a
sus piernas, cuyo apretón guardaba, patente, la rizada blancura.
Tranqueaba sin apuro, hasta el rancho de
doña Anacleta. Allí pasaría el resto de la mañana, platicando de mil cosas,
arriesgando a veces un halago a la belleza de Asunción, cuyos ojos se hacían
hostiles de desconfianza.
La vieja costeaba el gasto de palabras y
hacía alusiones a los mozos "enamoraos, que a juerza de arrastrar el ala
peligran quedarse sin plumas".
Madre e hija lavaban bajo unos paraísos
del patio. Tinas hechas de barriles, serruchados por la mitad, rebalsaban de
ropas enjuagadas. Las bateas de agua lechosa y espumante chapoteaban
alegremente, al compás de algún baile de dos, canturreado entre dientes desportillados
por la voluminosa lavandera.
De pronto, los dedos pellejudos e
hinchados buscaban el tapón en una esquina del recipiente. La mano,
impacientada, daba un tirón del palo, envuelto en trapo, y el chorro opalino
vaciaba la batea, cayendo en tierra, corriendo por la zanjita de desagüe,
cavada a cuchillo, hasta un charco hediondo, por donde doña Anacleta, con
desenfado y meneo de pato marrueco, solía cruzar hacia el pozo.
La vieja no cesaba de contar cuentos o
poner en apuros, por sus malicias, a los muchachos. Raucho seguía la broma.
Alguna mirada para Asunción bastaba a la simplicidad de su amorío.
Chacarera,
chacarera,
por el amor de tus ojos,
tengo el
alma ensangrentada
y el corazón
como abrojos.
El joven
Galván comentaba:
-La pucha,
¿sabe que tiene razón el refrán del doctor Varela?
-Vamoh'a
ver'sa maula.
El águila
por vieja vuela,
no
faltándole las plumas,
ni'anque le
falten las muelas.
Ansina
cantaba un poyo,
que por
correr una avispa
metió la
pata en un hoyo.
-¡Oigalé!...
¿será palo pa mi gayinero?
-Vea, mejor
es que recuerde est'otro:
Hay gente
que le gustan
los dulces
caros
y a lo mejor
le quedan
los dientes
ralos.
Buena alusión directa, inútil, empero, no
teniendo Raucho la intención de llevar más adelante su goce platónico.
A las once, era hora de volver a las
casas. El hambre hacía menos fastidioso aquel retorno por campos asoleados. A
lo lejos divisábase, descolorida, la mancha del monte.
La luz crepitaba en ebullición, sobre el
cardal ocre de sequía. Herrumbrados chimangos pasaban cerca. El sopor de la
siesta comenzaba a entumir las cosas. Algunos cuises cruzaban la senda, rápidos
como una sombra de ave, pareciendo haber rezagado sus colas en el apuro.
La viudita escapaba, en horizontal, a un
cardo más lejano, del cual ascendía el pechirrojo, para dejarse caer en comba,
con agudo rechinar de bisagra.
Una lechuza, al borde de su cueva, topaba
el aire con bruscas porfías de cabeza asombrada, y a veces giraba en torno a
Raucho, rompiendo el trapo de sus chirridos.
Y en derredor, un inmenso bochorno de
verano
Durante su permanencia, levantose a veces
tarde, perdiendo el matinal paseo.
Los últimos días, no quiso ir a la laguna
y evitó la despedida.
Se iría por fuerza. Las cosas estaban
decididas así, y un secreto malhumor le sujetó la tristeza.
Había venido por su pampa; ahora le
inquietaba, más allá de lo lógico, la suerte de Asunción.
París... París... ¿Qué le esperaba en
París?
París
Era el momento tantas veces ansiado.
Raucho recordaba sus frecuentes venidas al puerto para despedir amigos más
dichosos entonces que él, y cómo, en la última y febril ansiedad, había
envidiado la promesa cumplida en otros: "Irse a Europa".
Ahora era él el favorecido, y gozaba
egoístamente, valorando su dicha actual sobre sus anteriores deseos impotentes.
Los tres reglamentarios toques de sirena
anunciaron inmediata zarpada. Don Leandro, en quien el sufrimiento era
destructor, por obra de su antigua llaga, simulaba estar atento a la escalera,
izada con poleas y apretada luego al flanco del barco, como una aleta
replegada.
Bien venía el bochinche de los de
tercera; el alejamiento de un barco, que es como] una fatalidad cumplida a
pesar de uno, y sobre la cual no puede volverse, aprieta el alma, al sentirse
ya incapaz de voluntad, inerte, arrastrado.
El viejo levantó la mano:
-Bueno, amigo...
Sus narices dilatadas, una brusca
partida, indicaron su emoción dominante.
Raucho no pensaba en nada, hundido en sí
mismo, al tropel de impresiones heterogéneas.
El barco se abrió lentamente, cincharon
los remolcadores, como dos buenos fletes, llevando al formidable animal a dos
lazos, dirigiéndole hábilmente.
La dársena quedó a popa, Buenos Aires se
achataba; los remolcadores largaron sus cables y la hélice potente baboseó su
estela curva.
Pasó una boya, dos boyas, quedando
inmóviles en el agua arcillosa del río enorme. Todo se arrancaba de Raucho sin
dolor, como una vieja piel de reptil.
Raleó la gente sobre cubierta. Era hora
de almuerzo, y urgía ya entrar en la existencia nueva, que tiene su traje
especial.
Raucho bajaba las escaleras de bronceados
peldaños, tomaba un estrecho pasadizo embretado por los camarotes y, al pasar
frente a las máquinas, la vibración sonora de los hierros volvíase pulsación de
su pecho.
Allí, en el dormitorio pequeño, tomó una
valija, vistiose de viajero y fue hacia el comedor, personificado en modo
nuevo.
Ya era la vida de a bordo, con plazo
fijo.
Al día siguiente es el mar, en cuyo verde
claro y pesado se empantana la mirada. Las ondas que el barco repele de sus
flancos se encrestan de palpitantes flecos vidriosos, que espolvorea el viento.
Es la marcha de etapas fijas, apenas
modificable y sobre cuyo deslizamiento irá encauzándose la vida de quince días
uniformes.
Aún se interpone un trazo violeta, a
babor, entre mar y cielo, y las gaviotas, últimos restos terrenos, se
desprenden del agua en voladores pedazos de espuma.
Raucho, poco mundano, evitó los grupos,
pronto centralizados so pretexto de nacionalidad, rango social o lugar de
cubierta, e intimó sólo con un muchacho uruguayo, compañero de mesa.
Era un gordito chistoso, de aspecto
nutritivo.
Con él pasó los primeros días, haciendo
proyectos frente a la pampeana inmensidad del Océano, cuya pausa hacía de
sedante a su impaciencia.
Llegaban a Río. La luz en declive, se
empapaba de frescor nocturno.
Al poniente, entre cobrizas nubes
despedazadas, dolientes, un fondo acuoso absorbía la mirada, en su ilimitado
verde.
Un faro abría su ojo intermitente, miraba
la noche y, como aburrido, volvía a su ceguera. Los morros simulaban
condensaciones de noche.
Raucho, que no conocía más alturas que
las lomas de su estancia, se asombraba del tamaño de aquellos extraños corcovos
de tierra, que la vegetación tupía de lana verde.
Un oficial del barco peroraba con
sapiencia, nombrando y describiendo lugares. Alguien opinó, creía difícil
encontrar paisaje más hermoso en el mundo, y el orador, desdeñoso, habló de
Ceylán impunemente.
En Lisboa, bajó Raucho con objeto de
abreviar por tren los cuatro días que aún le separaban de París.
Llegó al Quai D'Orsay, para caer de lleno
en la ciudad. Iba a tocar su sueño.
Corriendo en el apestoso
"taxi", reconoció la Jeanne D'Arc de Fremiet, por una reproducción
que había en su casa. La calle de Rívoli, el Louvre, el jardín de las
"Tullleries", le eran familiares por grabados y descripciones. Miraba
por la calle, ávidamente, las tan ponderadas mujeres; saludábalas con la mano,
y contra toda costumbre de su tierra, las chicas contestaban riendo a aquel
muchachón alegre, en quien creían ver un compatriota gozoso de volver después
de larga expatriación.
Raucho llegaba, pasaba por todas partes,
con la voluntad de poseer, de apoderarse para siempre de todo aquello, tan
ansiadodurante años. No tenía seguridad en sus deseos; miraba, oía, queriendo
fijar las cosas, creyendo que las impresiones le escapaban, sin saber que
aquella precipitación de mil ruidos, movimientos y olores, le coloreaban de una
emoción inolvidable.
Fue derecho al Grand Hotel; era ya tarde.
Se bañó, comió en su cuarto y preparose a dormir, para vencer el cansancio y
aplacar su estado febril, enturbiador.
Al día siguiente tuvo una sorpresa
inesperada. Ni bien tomado el desayuno, entrando en posesión de su estado de
vorágine acaparadora, metiose en un ropón y se asomó a la ventana.
Primero fue desconcertado por la mole de
un edificio oscuro y fuerte. Tardó en darse cuenta de que era la Ópera.
Desde su cuarto piso, veía mal la
construcción y hundió su mirada en la calle, empequeñecida por la distancia,
por la cual iban y venían las soñadas siluetas de las parisienses.
Eso estaba ahí, en su mano, a su
disposición. No se dio tiempo para mirar más y vistiose tranquilo, pensando que
lo que hasta entonces le pareciera ensueño de poetas, estaba en su espera, como
una realidad poseíble.
La hora tardía, el cansancio, la humedad
de una noche primaveral, tibia como un aliento, le atontaba de un sopor
lánguido agradable.
Dejábase andar sin rumbo, dominado por
los tranquilos efluvios de la ciudad dormida.
¡París! ¡Ciudad del vértigo, en que
apenas se logran momentos de concentración, entre las acciones que se suceden
sin intervalo!
Sus pasos se detuvieron, por la
intensidad de sus emociones. Apoyose a un árbol. A lo lejos, miró aparecer un
torbellino de formas inciertas, vibrantes de risas y exclamaciones. Eran las
mujeres de París, y del grupo ascendía un murmullo de todas las palabras locas:
quejas, gritos, llantos, balbuceos sensuales, diminutivos cariñosos, protestas
devotas, insinuaciones lascivas, imprecaciones de odio o dolor, irrupciones de
alegría, sollozos de espasmo o convites descarados al carnívoro banquete de la
lujuria.
Las primeras llegaron de la columna que
se desenvolvía como un cuerpo onduloso.
Trajes sencillos, caras cansadas, pobres
sombreros hechos de restos, calzados rasgados en bostezos dolorosos, manos
estropeadas, risas de colegialas, llantos de niñas, pobres manifestaciones de
vida tímida.
Una, la más bonita entre ellas, se desató
del grupo, acercándose a Raucho, inmóvil como en un sueño y mudo:
-¡Ven! -dijo-. ¡Ven! Te daré toda mi alma
pueril y maltratada; te daré las caricias que quieras con la ingenuidad de mi
inocencia; no sé del bien, ni del mal, sino lo que tú me dijeras; soy
acostumbrada a no elegir y aceptaré lo impuesto. Cuando te canses de mi
inexperiencia, me dejarás sin remordimientos. No temas de amenazas, ni escenas
de celos; déjame como me has tomado, que una gota de dolor no será mucho entre
mis dolores.
Una risa tembló en su cuello y repitió el
coro:
-¡Ven! ¡Ven con nosotras y te daremos
nuestra alma pueril y maltratada!
Y siguieron su carrera las primeras en
llegar, desapareciendo, como reflejos que se esfuman, sus trajes sencillos, sus
caras cansadas, sus sombreros hechos de restos, sus pobres manifestaciones de
vida tímida.
Las segundas llegaron:
Cuerpos desnudos, actitudes de estatuas,
movimientos aprendidos con cansancio, trajes diversos de épocas, personajes y fantasías;
hermosas y extrañas, vida de todos los cuadros y todas las estatuas.
Una, la más gallarda de entre ellas, se
desprendió del grupo, se acercó a Raucho, inmóvil en un sueño y mudo:
-¡Ven! -dijo, rígida y hermosa como el
más sabio de los mármoles-. Me han enseñado los movimientos que más convienen a
mi cuerpo; he servido sin gloria al nacimiento de obras coronadas. Una
sabiduría me queda en el manejo de mi cuerpo; te harás la ilusión de poseer una
estatua que vive bajo tu deseo. Ven, he sido elegida por los artistas que más
admiras y admirada por ellos. Ven, y mi pobre belleza te servirá, hasta que de
ella hayas sacado lo que te conviniera.
Salió de su rigidez y dijo el coro:
-Elige entre nosotras sin temor de
ofensa, es nuestra costumbre, avanza y, según tu gusto, toma la que más te
avenga.
Y siguieron su carrera las segundas en
llegar; las manchas claras de sus desnudos desaparecieron como luces que se
apagan.
Y vinieron las terceras:
Aspecto de holganza y de pobreza. Todas
de talla análoga, delgadas, altas, con movimientos elegantes; sus gestos eran
ágiles, en los géneros ricos, y algo de inexperiencia traslucía en el
rebuscamiento de sus actitudes.
Una; la más hermosa, se apartó del grupo,
paseando con donaire ante Raucho, inmóvil como en un sueño y mudo:
-¡Ven! -dijo con ademán que hizo valer,
al par que su cuerpo, el traje, Ven y ámame vestida de lujosas modas. Siempre
renovaré el encanto de mi carne, con los modelos más recientes. Seré caprichosa
y varia de atavíos, resucitaré actitudes añejas y tendré semblanzas históricas.
En tus brazos arrugarás corpiños de Manón; en tus palmas harás crujir sederías
de Scheherazada, besarás mis zapatitos versallescos o me desnudarás de entre
sedas imperiales.
Dejó su artificioso paseo y repitió el
coro:
-¡Ven y ámanos vestidas de lujosas modas;
siempre renovaremos el encanto de nuestra carne con los modelos más recientes!
Y fuéronse tras las otras, con
pretensiosas ostentaciones de escaparate.
Raucho quería a todas seguir, pero se
iban como cuentas de un rosario rezado con fervor, sin que pudiera elevarse
hacia sus anhelos.
Pasaron,
pasaron,
pasaron...
Como vinieron los modelos, fuéronse las
"midinettes".
Como vinieron los "manequins", fuéronse los modelos, y
así se precipitaban desalojándose en un torbellino esquivo.
Pero vinieron las últimas:
Cantos, cantos y oropeles y sedas y risas
y bailes; y en sus manos anilladas, las báquicas uvas lloraban como ojos
reventados de lujuria. Y el traje no era traje que esconde, sino que luce la
joya carnal, con engarce táctil de papila; e invitaban sus voces a un tiempo la
ciega impulsión de las pasiones sin freno, y Raucho sintió vencida su inercia,
cayendo como un moscardón ebrio en la llama fulgente de aquel extraño ensueño;
e hincó sus dientes en la fruta jugosa, que temblaba de risa juvenil,
respondiendo a su fiereza. Y dejó el seno, por la cintura, que arrastra al
placer, en su caída al través de todos los precipicios del goce; y desciñó sus
brazos de la cintura hendida, para enrojecerse los labios, contra una boca
carminada como una brasa, y alejó la boca, para volcarse como una urna en los
ojos, la firmamental hondura de dos pupilas claras, y fue propulsado, y poseyó
el fuego de los labios y las vulvas, y las acuáticas fluideces de las almas que
se derraman por los ojos, y los delirios sobrehumanos de las vorágines
corporales; y cayó sobrepasado de placer en la negrura de una total ausencia,
como si la integridad del poder sensorio empleado le hubiese para siempre
sorbido los sentidos.
Estuvo un tiempo para volver en sí.
¡París! ¡Ahí estaba París!
El amplio bulevar, encajado entre sus
edificios inmóviles, miraba la gente pasar a la luz de sus vidrieras. De sus
vidrieras, que son como ojos a la inversa.
El sueño se ha ido y Raucho está
inmensamente solo.
Pasados los primeros días con su
ansiedad, atropellándose de visiones confusas, pensó en centralizarse en un
lugar cualquiera, para de allí proceder a una entrada en ambiente que le
aclarara las cosas.
Había ido a visitar amigos, hasta
compatriotas indiferentes, con la sed de guiarse y entrar de lleno en la vida
cuya sola promesa le mareaba.
No le faltó para el caso un amigo con
quien exagerar intimidades pasadas. Éste conocía ya algo de la ciudad alegre y
se ofreció de compañero piloto a Raucho, que aceptó formulando un proyecto de
orgía. Cuando Gonzalo habló de "Maxim's" familiarmente, Raucho sintió
sus manos ásperas y secas.
Convinieron, además, como cosa más
estable, tomar un departamento, donde dar té, fiestas o simples citas. En fin,
se arreglarían una vida de placer, hembras y alegría continua.
Esa misma noche fueron al teatro. Una
revista, llena de alusiones políticas, y generosa en semidesnudeces,
aguijoneadas por trajes, que realzaban encantos enervantes. Como habían
previamente cenado, con acopio de vinos y licores, Raucho presintió una
trasnochada violenta de emociones sexuales.
Poseería o no alguna mujer, pero las
sentiría, las vería ebrias, excitadas, desnudando sus almas de carne ávida de
desvergüenzas complicadas.
Entraron a "Maxim's" a las doce
de la noche y consiguieron mesa, antes de que los teatros volcaran sus
noctámbulos y curiosos en el afamado restaurante de noche.
Giró la puerta dándoles acceso al
recinto, bullicioso. Flanquearon un mostrador, pasaron entre una hilera de
manteles y llegaron al salón central, recuadrado de mesas que dejaban en el
centro lugar suficiente para los bailarines. Una orquesta exageraba ritmos
vivaces y muelles. Los trajes femeniles, sedas y rasos, se veteaban de sombras
y luces acuosas, resaltando la calidez mate de los escotes y brazos, como
penetrantes irradiaciones de venideras lascivias.
Las piernas se ofrecían al ritmo del
baile, saliendo del vestido, torneadas y pulidas de reflejos, como trozos de
porcelana, dura a la luz; y los muslos, las nalgas, apretadas en el paño por un
paso demasiado largo, redondeaban la morbidez tibia de la carne pasiva.
Gonzalo saludaba amigos, mujeres; unos
argentinos interpelaron a Raucho con algarabías de bienvenida y les ofrecieron
un lugar en la banqueta de terciopelo adherida al muro, de donde pudieron mirar
como desde un palco.
En una mesa cercana, unos sajones rojos
festejaban los chistes que baboseaba un anciano, entumecido, con cabeceos de
hidrocéfalo. De pronto, entonaban a la par de la orquesta un canto a dos voces,
congestionándose aún más, al gritar los agudos, sus faces de alegría rechoncha.
Una mujer morena, ampliamente esculpida, hermosa, casi viril bajo la negrura
latina de su cabello, instigaba al viejo a que bailara, cosa imposible para el
aludido, sólo capaz de bosquejar pasos desaliñados, y gozaba la hembra hermosa
de aquella decrepitud, envilecida por el alcohol, con robusta ingenuidad
infantil. Raucho, embobado en aquella vitalidad sólida, se contagiaba del
brillo intenso de sus ojos.
A la una, los vecinos se levantaron; la
gran morena se fue, como esas pasajeras promesas imposibles, y Raucho contestó
a los brindis de sus compañeros, vaciando de un sorbo su copa.
Raleó la gente. Los tziganes atacaron, a
expresión libre, un tango desrimado y un gran hombre lívido, medio calvo, de
cara acarnerada, bailó con acento extranjero.
Gonzalo se levantó diciendo a Raucho:
-Voy a traerte una compañera.
-No, hombre, prefiero ver. Déjame que me
acostumbre.
Pero Gonzalo se dirigió a una mesa
cercana, habló un instante con una pareja, volvió con una mujer rubia, delgada,
de ojos claros, con cuerpo grácil, de andar descaderado e incierto, como si se
enredara en el raso blanco de su vestido que le ceñía los pasos. Era joven,
casi incompleta, a excepción de sus caderas movedizas, como maravilladas de
vivir.
Raucho se puso de pie, aguantando la
presentación elogiosa.
Ella decía, como una confesión amorosa de
impúber.
-¡Oh!, yo adoro el tango.
No pudo Raucho excusarse. Un cuerpo se
agregaba a su cuerpo con docilidad. Temeroso al principio, hizo pasos
sencillos, tomó coraje, visto la pericia de su compañera, y bailó sin reparos,
dejándose andar al dictado del ritmo.
Ella lo seguía plegada a su voluntad,
previendo los cortes, el raso resbalaba sutil; Raucho manejaba la cintura abandonada
y un vértigo blando saboreaba en él, intensamente, la comprensión de sus dos
cuerpos.
Se miraron cerca; Raucho sintió que algo
debía decir a la sonrisa húmeda y dijo lo que pensaba:
-Si tiene usted el cuerpo que se
presiente...
-¡Puede ser que mejor! Sus ojos se
concentraron en una risa dolorosa, vorazmente sensual.
Los aplaudían. Raucho hizo a su compañera
una reverencia algo incómoda. Volvió a la mesa y sorbió otro vaso, porque sí y
porque estaba enervado, inquieto, sorprendido.
Media hora después bailaban nuevamente.
Al pasar frente a unos escalones, la mujer se deshizo de los brazos de Raucho.
-Acompáñeme al tocador... voy a ponerme
polvos.
Subieron los peldaños; a la izquierda,
una puerta abierta, dejaba entrever un espejo. Raucho se detuvo discretamente.
-¿Qué espera ahí?
Entró sin saber qué actitud tomar,
mientras ella se salpicaba de blanco y arreglaba, con manotones breves, su
cabellera. Después se alzó el vestido sobre la media tirante. Hubo un relámpago
de piel mate, a impulso de la mano, que bajo la orla del calzón, buscaba la
liga.
-Ya ve, mis medias se deshilachan... ¿Soy
fea?
Y Raucho, sin saber qué contestar, sintió
inesperadamente sus labios apretados en una boca, cuyos dientes hincaban.
A las tres, la rubia había partido con su
compañero.
-Sigamos la rueda de presentación -dijo,
uno de los muchachos-. Vamos a cenar a L'Abbaye, que, aunque tarde, habrá
gente.
Place Pigalle: luces chirles de bruma,
fracs deambulatorios, pecheras inmaculadas, automóviles en cuyas portezuelas se
enganchan lacayos, y por donde aparecen mujeres, envueltas en géneros, que
musitan riquezas interiores, donde flotan perfumes cálidos y mórbidos vahos
humanos.
Un edificio cualquiera (interesa lo de
adentro). Letras luminosas, como una bincha sobre el portal. ¿Letras luminosas?
Teatros o avisos medicinales; placeres o dolores.
El portero despoja a la gente de sus
abrigos. Se entra en el mismo recinto, poco variado, hecho de luz, color que
gira, voces confusas, lampos de perfume, en ambiente de satiriasis báquica,
enervada al través de los años, por el uso de los pobres cuerpos gastados,
modernizados, por el pulpo dominante del sistema nervioso, que va matando la
simplicidad primaria del músculo.
Aquí hay mayor recato que en el
"Maxim's". Es un lugar de mejor tono, menos despilfarrado y violento,
menos interesante para Raucho, en quien comienza a impacientarse la urgencia de
una disipación inmediata.
No se sabe cuál es la mundana y cuál la
hetaira. La primera trata de parecerse a la segunda, visto el lugar, en la
suntuosidad del traje oropel, que engatusa al macho, y la segunda copia cierto
aire de distinguida pulcritud, que la eleva en condición y codicia masculina.
-Si queremos dar una vuelta para que éste
vea, vamos -dice Gonzalo.
Desde la pequeña calle, dorada de
letreros llamativos, entran y salen por salones en que siempre hay semejanzas,
sólo diferenciadas por el lujo que llevan los habituados de cada lugar.
Raucho se marea de luz, ascensores y
mujeres, entre las cuales busca algún tipo extraordinario, que encontrará.
Ruido y movimientos son más incoherentes,
conforme la noche avanza. Un principio de cópula flota sobre las parejas de hombres
y mujeres, o simplemente de mujeres, que se abandonan copa en mano sobre las
banquetas, esbozando caricias truncas, que les electriza e impulsa a excesos.
Domina como un pensamiento vago, todopoderoso, una enajenación de alcohol o
cocaína o éter, que cruje mortal en las nervaduras, erguidos de tensiones
sensorias.
Los compañeros de Raucho, animados
progresivamente, bailaban y conversaban de cerca con sus acoplados del momento.
Es un reducto característico, decían, por
su desvergüenza; un barítono de voz ronca cantaba obscenidades, encarando a los
que llegaban insolencias burdas.
Una mujer vestida de mora (con buena
voluntad) lucía su cuerpo flaco y moreno, de mamas en brote; otra tenía el
vestido rasgado sobre la pierna, que salía descuidadamente, accesible por un
luis. Y ambas paseaban mercantilmente lo único hermoso que tenían, al alcance
de las manos impacientes, que, cuando cedían a su cupidez, eran sujetadas por
un guantazo, sazonado de alguna exclamación innoble. Si el audaz era conocido
como generoso, la carne era más complaciente y una sonrisa dócil afirmaba su
pasividad.
-Esto es un burdel, decía Raucho.
Concluyeron por el "Capitole",
refugio de todo ebrio de vértigo, hasta que quedara solo el recinto,
empalidecido por la luz anonadadora del día venidero
Raucho volvió con Gonzalo a comer al
"Maxim's"; había ya relatado a su amigo lo acontecido con Germaine
(la rubia de su primera noche orgiástica trunca) y confesaba que aquella
actitud, impulsiva o calculada había dejado en él un anhelo de comuniones más
completas.
-Es muy posible que venga aquí -dijo
Gonzalo-, y sabrás a qué atenerte, si procedes hábilmente.
En efecto, Germaine estaba ya allí,
comiendo con su incoloro acompañante; los muchachos eligieron una mesa
enfrente, y en el saludo Raucho columbró un placentero futuro. Hizo lo único
que podía hacer: mirar.
A media mesa, Germaine se levantó
dirigiéndose al tocador.
-¿La seguiré?
-No; quédate tranquilo, que las cosas
vendrán, si han de venir, sin forzar la mano.
Unos segundos después Germaine se sentaba
en su lugar, con una insistente mirada.
-¿No ves? He hecho una pavada; se ha
enojado.
-¡Habías sido nervioso!
Raucho se sintió ridículo; disimuló,
tratando de parecer atento a lo que hacía, mientras se servía unos duraznos
abultados de entre los algodones de una caja, cuidadosamente repartida.
Un mozo se acercaba:
-Señor... la señorita Germaine manda
decir que volverá sola esta noche a las doce.
Raucho miró; los ojos claros se
engancharon a los suyos.
-Gracias -dijo fuerte, para ser oído, y
ella repitió el significado de esta palabra con una sumisa inclinación de
cabeza.
Eran las diez y media. Pidieron la
adición y salieron con un saludo indiferente.
-Si nos quedamos -decía Gonzalo-, echas a
perder todo con la insistencia de tu mirar.
El otro, demasiado aturdido por doble
satisfacción de venideros placeres y amor propio halagado, callaba.
A la una estaban juntos. Ella lo había
abordado naturalmente y conversaban como si siempre hubiesen previsto lo que
sucedía.
Como Raucho fuera a tomar un vaso de
champaña, Germaine le sujetó el brazo:
-Le va a hacer mal, y con un apretón de
manos bajo la mesa, tendrás bastante conmigo para emborracharte.
Así era.
Bailaron sin restricciones; lo
circundante: ruido, movimiento, música, era inexistente ilusión sólo creada
para fustigarles los nervios de tensiones acrecentadas. El tango hizo el resto.
Él la plegaba a su voluptuosidad lenta, poseyéndola sumisa en la obediencia de
los pasos.
Ella seguía, guiada por el brazo fuerte,
el compás exótico y lánguido, ritmo de una raza extrañamente pausada y
voluntariosa.
Y le dijo, abandonando hacia atrás su
nuca consintiente:
-El tango eres tú.
Dejáronse andar a las premuras del vicio;
echaban fruta en el champaña, para saborear lentamente las copas, que
exageraban la juventud rebosante de sus ansias. Se embriagaron de artificios,
en el vértigo de ritmos, luces, colores.
-Vamos -dijo ella de pronto-, es tiempo
que vuelva a casa.
Raucho no comprendía bien; una duda
titiló en su estado febricitante.
En el "taxi" se entregaron a
boca libre sus exaltaciones; él iba conociendo ya el cuerpo vibrante de
Germaine, del cual no podía apartarse como un arpón de una herida.
-Buenas noches.
Habían llegado. Germaine se despedía.
-¿Por qué?... ¿Está enojada?
-De ningún modo, pero es necesario que
entre.
El malentendido de la separación, antes
del principio, vibraba entre ellos. Raucho miraba hacia afuera, mudo; Germaine
esperaba observando inquieta, su actitud fría.
Ella le pasó por la frente una ingenua
caricia de hermana.
-No me haga daño.
-¿Y yo?
-¿Usted? Debía comprenderlo... no soy una
mujer libre... vamos, sea razonable.
Raucho palpó la vida esclava. No se había
acordado. Tuvo ira y lástima. Dijo con voz fría:
-Le pido a usted disculpas... ¿Cuándo nos
veremos?
-¡Mañana!... Me arreglaré para estar
sola.
Fijaron hora. Germaine se despidió
tímidamente. Estaban incómodos. El egoísmo del macho decepcionado hacía en
Raucho un vacío; ella lo sentía.
-¿Y bien?... ¿Ha concluido ese gran amor?
Su voz era simple, penetrante. Se dieron
un beso.
Bajó la falda con un sacudimiento de
perfumes. Raucho daba su dirección. Una sensación cálida permanecía en sus
labios; los encerró en su mano, para resucitar el contacto reciente.
-¡Pobrecita!
La vida se había encauzado ya en la
tranquilidad de meta conseguida. Poseyendo una mujer, Raucho entraba, como
actor, en el escenario que hasta entonces miraba desde afuera. Pero no era todo
para un personaje ávido y arribista, deseoso de tocar la mujer en sus apogeos
de gloria.
Entretanto, recobraba su silueta de gallo
pisafuerte; era un hombre que sabe dónde pone el pie. Los bulevares, el café de
París, Fischer, l'Abbaye, todo está en su mano. El tango lo ha hecho familiar
en el mundo híbrido de los cafés nocturnos, y cruza saludos, apretones de manos
o tuteos con amigos de ayer.
Piernas tiesas, hombros levantados,
enlazando pasos sencillos y haraganes, baila como cumpliendo una obligación
fastidiosa, mientras la cara dura, de mirada hostil, sonríe de reojo
condescendientemente cuando allá encuentra una atención femenina.
Como Germaine era mujer catalogada entre
las cortesanas más conocidas, paseó con ella por cuantos lugares pudo, pensando
así favorecerse; y pasados los primeros entusiasmos de la posesión, resolvió
utilizarla como trampolín para saltar a una conquista más brillante.
Así fue.
Una tarde, en el bosque de Bolonia,
mientras caminaban del brazo, callados, mirando pasar la gente y dejándose
mirar, Germaine cruzó un saludo con una morena, señorialmente recostada en su
automóvil, silencioso y largo como un patín.
-Es una amiga -dijo, con ademán de quien
se pone una joya.
Más tarde, se encontraban en la Avenida
de las Acacias haciendo "footing" (palabra "chic" que las parisienses
dicen, como las argentinas "saison"). Venía ahora acompañada de un
rasurado pálido, con facciones brutales de hombre de teatro.
-Es Fleury; un cantor montmartrense
-explicó Germaine.
Las mujeres se saludaron, abordando un
diálogo de excusas. No se veían más a menudo, a pesar de desearlo, por sus
costureras, sus ensayos, sus obligaciones.
Los hombres, a distancia, miraban
sonrientes las efusiones gesticulantes de las lujosas vestimentas, esperando su
turno de entrada.
Luego, las presentaciones. Ellas, sin
consultar, convinieron una comida, y Raucho se apresuró a invitar, no queriendo
ser invitado.
Mientras volvían de tomar la diaria
píldora de aire, consumida metódicamente por Germaine, ésta habló de su amiga.
-Es una persona caprichosa, desordenada;
vive a borbotones.
Raucho dejó andar su fantasía a pueriles
sueños de vanidad. Esa mujer en vista, cuya silueta en "affiches"
brutalmente coloreados hacía contorsiones en todas las calles de París, le
tentaba como un lauro de gloria. Sonrió fatuamente, hizo correr el pulgar bajo
la solapa para abultar el pecho y arrastró casi el puño de oro de su malaca,
cogida cerca del regatón.
-Estás raro hoy. ¿Por qué sonríes?... No
dices una palabra.
-Pienso en tu amiga.
-¿Sí?... Es gentil decírmelo; por lo
menos eres franco.
-No veo el pecado.
-No es para ti... necesitarías muchas
cosas que te faltan.
-Pero si no tengo ningún interés
especial... soy un salvaje cualquiera, venido de muy lejos, para conocerlas a
ustedes. Me presentas una celebridad, vista mil veces en revistas ilustradas...
me encandilo como si viera a Cleopatra... vaya un motivo para tomarlo a mal.
-No sé... tal vez un presentimiento.
-¿Lloras ahora?
-Déjame... es mi tontera que se va.
-¿Has concluido?
-Sí.
-No eres muy tonta.
-¿Por qué me dices eso?
-Por nada... ¿Se te pasó?
Ya no se acordaban. [
Nina
Para estar más cómodos, habían pedido un
salón reservado. La mesa debía estar dispuesta a las ocho, y destinado a
facilitar la intimidad, agregose un piano; uno de esos planos aguantalotodo,
que los patrones poseen a disposición de clientes que van a beber.
Raucho llegó temprano, queriendo que todo
estuviera a la satisfacción del deseo más difícil. El "menú"
abundaría en platos condimentados: mariscos, salsas, lo que apetece aquel mundo
nocturno de mujeres, ávidas de manjares exacerbantes.
Luego de vistos y aprobados los vinos y
corregidos pequeños detalles, se impacientó reloj en mano.
Germaine llegó la primera, ignorando el
papel que su amante se preparaba a hacerle representar. Cuarto de hora después
entraban los invitados y la conversación se inició como entre viejos conocidos.
La comida empezó con un ruido de sillas,
cuatro o cinco aprobaciones por la coquetería un poco pomposa de la mesa.
Se habló de teatro ligeramente. El
Martirio de San Sebastián ocasionó frases burlescas. La Rubinstein fue tratada
como un San Sebastián; Nina contó una anécdota sobre d'Annunzio y la risa
alcanzó su apogeo cuando Raucho le nombró por su verdadero nombre.
Luego fueron los "ballets"
rusos: eso sí era un espectáculo. Nijinsky fue calificado superhombre de la
danza, y no quedaron palabras para la Duncan, bailando Bach.
De ahí se siguió discutiendo música.
Debussy y Strauss fueron puestos frente a frente: uno era un delicado, lleno de
inspiración, aseveró Fleury, y el otro un matemático, para quien la armonía...
y se falló unánimemente que no tenía inspiración.
Se comentó Nikisch y Weingartner: Nina
había oído a Mottl. Raucho prefería a Toscanini en Wagner.
El salón de pintura pasó a su turno, y se
dijo "pompler", original; un artista era histérico.
Pero, ¿de quién sería el premio en la
exposición de Roma? Zuloaga era nombrado en primera fila; también Anglada tenía
todo un público, y Raucho peroró sobre pintura española, de oídas. Nadie
contestó; Mancini, Zorn, Sargent, cuyos nombres se habían grabado en la memoria
de Raucho, eran desconocidos, y se pasó a Bonnat, a Menard, se concluyó en
Rodín.
Se sostuvo que harto de gloria, y
habiendo concluido su obra, quería ahora reírse de la gente. Su última
escultura, presentada al Salón, nadie la entendía, y en cuanto a aquel
mamarracho sin piernas, sin brazos, compuesto de un solo torso inconcluso,
sucio, con aspecto de antiguo, era una cosa (doble sentido comprendido) sin
pies ni cabeza.
Al tercer plato las voces se
interrumpían; Nina golpeaba familiarmente la mano de Raucho; Germaine reía
fuera de tiempo; Fleury, más calmo, ubicaba sus eternas frases en el momento
deseado, evitando que la conversación saliera de su tono jovial.
Se hablé de aviación. Germaine "en
raffollait", y si no había volado era porque...
Raucho planteó una apuesta sobre el próximo circuito. Para él
era Garros, Nina iba por Vedrines y Fleury prefería la perseverancia, llena de
méritos, de que hacía prueba Train. Raucho se acaparó del malogrado Chávez,
como una gloria de su tierra; pero parecía que era peruano o francés hijo de
colombianos, y se suscitó una discusión movida sobre el asunto.
Germaine decía disparates; volcó una copa
de chambertín, se mojó las sienes y detrás de las orejas, creyendo fuera
champaña.
Las botellas se descorcharon
ruidosamente, presagiando su efecto; una derramó gran parte del líquido y Nina
gritó, levantándose precipitadamente las faldas, altas hasta las rodillas,
aunque estuviera a dos buenos metros.
Fleury mostró cómo se abría sin derramar
y, los vasos llenos, se brindó por el vientre de Fallières, la espumadera de
Molard, el éxito de d'Annunzio y la publicación de un diccionario Rubinstein.
Concluida la comida se recurrió al piano.
El actor se sentó en el taburete y, tras breves acordes, insinuó una canción de
esas que llaman picarescas. Germaine, cerca del piano, tenía, según su decir,
"la cuite musicale", y manifestaba su contento con frases pequeñas,
en que "delicieux", "charmant" y otras palabras símiles
volvían con empeño, mientras apoyaba su mano en el hombro del pianista que,
animado por los elogios, enlazaba canción con canción. Ésta era una nueva, que
el público no conocía aún.
Sonaron los vulgares acordes de un vals
lento. Raucho y Nina lo bailaron.
-¡Oh, encore, encore! -suspiraba Nina, al
caer de los últimos compases. Pero Germaine, el brazo sobre el cuello del
músico, le rogaba cantara aquella otra que empezaba: la laralala... la.
-¡Ah! ¡Ah! -murmuró Raucho-, vaya por el
cambio. Y haciendo ademán de volver a bailar envolvió a Nina en sus brazos,
buscando sus labios para ahogar la palabra de protesta que veía venir, y como
ella quisiera desasirse, apeló a sus fuerzas de hombre. Cuando la sintió
abandonada, diole libertad y no tuvo sorpresa al sentir que le devolvía su
caricia.
Los del piano insistían: ella en cantar
justo, él en adivinar cuál de sus canciones querían indicar los
desafinamientos.
Raucho sentía pesar sobre él la mirada de
Nina y, seguro de su victoria, hacía el indiferente. Una extraña emoción le
vencía y se preguntaba si no caería en la trampa. Nina manaba un poder preciso;
se le adivinaba voluntariosa, acostumbrada a la obediencia en sus menores
caprichos.
Raucho diose cuenta de que no tendría su
habitual poder de don Juan, desinteresado por su presa, y se empeñó en no
ceder.
Sin embargo, por primera vez sentía a
alguien más fuerte.
Concluía de cenar en un restaurante
vecino a su apartamiento. En espera del cigarro pedido, entreteníase en
saborear un resto de diminutas fresas y pensaba en Nina, mientras pausada,
golosamente, reventaba contra el paladar las olorosas frutas, que se
disgregaban en perfume.
Alguien le habló: era el criado de su
servicio; recibió de sus manos un pequeño sobre de color.
-Está bien.
Abrió la carta.
"Querido
amigo:
No sabría precisar el sentimiento producido
en mí por lo sucedido anoche.
Sólo sé que
deseo verlo lo más pronto posible, y espero venga esta noche.
Hasta luego.
El tiempo que ponga en venir me demostrará el interés que por mí se toma.
Nina."
Una sonrisa fatua fue el comentario.
Raucho prendió su cigarro, entró en su
sobretodo, púsose los guantes con la pausa del hombre que se respeta; luego
pidió un taxímetro mientras leía la dirección al pie de la misiva.
Era en el barrio de la Estrella, un
apartamiento en una gran casa nueva: reja de hierro, cámara de conserje, un
ascensor, como todos, que sube lentamente.
En el segundo piso una coqueta mucama
abrió a Raucho la gran puerta estriada y le introdujo, sin preguntas, a un
saloncito.
Una emoción satisfecha lo avaloraba. Me
esperan, pensó mirando en torno suyo.
Todo tenía un aspecto nuevo y rico.
Pendientes como cuadros, varios kakemonos japoneses, cortados, se europeizaban
en marcos; pero Raucho no tuvo tiempo de curiosear más; sintió una persona
aproximarse y la silueta de Nina se deslizó entre sus chiches, con pasos mudos,
envuelta en un batón de color unido, que le dibujaba en el pecho un triángulo
de piel lechosa.
Le extendió ambas manos con ademán
confiado, y luego que Raucho las hubo besado galantemente lo arrastró hacia
adentro.
Hubiérase dicho el escritorio de un
hombre; pero ciertos juguetitos bien femeninos trivializaban su aspecto.
En los muros, varios dibujos de Faurain,
otro de Sem con dedicatoria.
-¿Es usted?
-Sí.
-¡Oh!
La ridiculización de un movimiento
habitual le desagradaba.
Se sentaron. Ella ofrecía té para decir
algo; él aceptó para tener el pretexto de una actitud.
Se sentía corto y no quería confesárselo;
fingió interesarse en una miniatura. Las cabezas se acercaron; Nina comenzó a
explicar... unos rizos mal sujetos nublaban a Raucho la vista... y fue la
sucesión de pequeños incidentes que se desenvuelven como un ovillo, hasta que
la cuerda se extiende, vibra, acaba por romperse con un quejido.
Vivieron un romance de amor.
Raucho estaba dominado por aquella mujer,
deseable más allá de lo que imaginara; su conversación instruida, sus maneras
naturalmente cultas le sorprendían, conociendo por referencias su temperamento
depravado.
Cerca de ella Raucho callaba,
pareciéndole, en cambio, naturales los gestos de adoración, y se dejaba andar a
un estado adormecedor de planta que se escucha germinar. Pero cuando se
separaban toda tranquilidad desaparecía; el movimiento le era necesario y de
noche el sueño le escapaba como un horizonte.
Horas largas adoraba un detalle de su
rostro: la altivez coqueta de su nariz, la sonrisa dormida de sus ojos, que se
alargaban en los rincones exteriores, por un pesado rasgo de lápiz; el brillo
de sus dientes risueños, en el paréntesis de los labios voluntariosos y
cargados de rojo; la boca movible, varia, capaz ella sola de expresar toda la
vida de una belleza; boca que sabía desde el más pueril contento hasta el dolor
del goce practicado como un rito.
Y también le subyugaban sus modales: el
timbre de su voz, las palabras dichas.
La voz de Nina poseía, en efecto, un
grado emotivo poderoso. No podía alzarla sin volverla insegura, muy débil,
infantil, cuando preguntas directas la obligaban a contestar algo cariñoso y
sincero; entonces el escalofrío de su nervadura empañaba la pureza del timbre, y
después de dichas las palabras quedaba incómoda, desnuda.
Nina era romántica y negaba un
sensualismo turbulento. A ella, de Raucho, le gustaba la boca, y Raucho conocía
el alma de sus labios.
Sin dejar de quererse, hubo un
"no" en el acuerdo habitual sobre todas las cosas; más tarde apareció
un "quiero" y, poco a poco, ambos tiraron hacia su lado con ruegos,
mimos, exigencias o persuasiones. Como dos caracoles, un momento salidos de sus
casuchas para un encuentro de antenas, cada cual se encogía hacia su interior,
pretendiendo arrastrar al otro.
Volvieron a salir a instancias de Raucho,
y el teatro, el "Bois", las carreras, en fin, todos los lugares
habituales de ese mundo parisiense, recuperaron la lujosa presencia de la
conocida artista.
Raucho no ignoraba lo que podía decirse a
su alrededor; imaginaba que la momentánea desaparición de Nina habría dado qué
hablar y los comentarios correrían sobre su ostentación de un nuevo capricho.
Un tiempo le sirvió para saborear estos placeres
de vanidad. En él renació su natural de conquistador y se entretuvo en hacer la
corte a cuanta mujer bonita encontraba a su paso, por el solo placer de verse
correspondido.
Nina se apercibió de este manejo y se
mostró indiferente.
Una noche, la noche del "Gran
Prix", en la más ruidosa de las múltiples mesas que impedían la
circulación del servicio en l'Abbaye Albert, Raucho, en compañía de un grupo de
compatriotas, hacía honor al champaña.
Nina parecía preocupada por un desagrado
reciente y se apartaba en su tristeza, cuando la silueta de Fleury la despertó
de sus cavilaciones.
-Mira quién va ahí.
Raucho, en buena disposición de espíritu,
invitó a Fleury, y la alegría siguió aumentada por una persona.
Nina aprovechó la ocasión, exagerando
atenciones para el recién llegado, de modo que pudieran ser vistas de todos, y
aunque Raucho fingiera abstraerse en una conversación con una vecina, Nina pudo
darse cuenta de que tocaba justo
En efecto, esa comedia en público hería a
nuestro héroe en pleno amor propio.
Así siguió la noche; bebieron mucho, y
sólo en el automóvil, que los volvía a casa, Raucho habló con un tono irónico,
que presagiaba sus deseos de buscar chicana.
En tan malas disposiciones entraron al
apartamiento. Raucho arrojó, rabiosamente, sombrero y gabán sobre el lecho, y
Nina comenzó a desvestirse, como si estuviera sola, canturriando entre dientes.
Ambos temían interiormente una solución
definitiva, y esta debilidad les aumentaba la ira.
Raucho fingió irse.
-¿Te vas?
-Sí.
-¡Oh!, no creas que te retengo... al
contrario, me harías un favor en no volver.
La apartó bruscamente.
-No te falta más que eso... vengarte en
una mujer...
-¿Vengarme?... ¿De qué?
Sus cuerpos se tocaban. Nina, las manos
detrás de la espalda, el semblante alzado como días antes, para entregar un
beso, deletreó con hiriente pausa:
-Estás celoso de Fleury y, como eres un
cobarde, las tornas conmigo.
Raucho se sintió precipitado en el vacío,
de una ira brutal, y sin medir la fuerza del golpe fustigó con su mano abierta
el rostro que parecía brindarse al agravio, e ignorantes ya de lo que hacían,
cegados por una misma torpeza, seguíale ella insultando con palabrotas de
innoble caló, él vengando los insultos con la mano.
Raucho, preso de un vértigo desconocido,
se irritaba a cada golpe, como si lo recibiese, y se ensañaba redoblándolos de
vigor.
No vio que ella caía, y como iba a
proseguir, sintiose las rodillas abrazadas y la voz de Nina, rota en sollozos,
que le imploraba perdón con mil palabras sumisas.
Se deshizo de aquella histérica
tenacidad, dejándose caer en el sillón más próximo, extenuado, rendido por la
violencia experimentada.
Pero Nina se arrastró hacia él y, la
cabeza escondida sobre sus rodillas, continuó su letanía, obstinada en
rebajarse, en arrastrar su alma herida a los pies del bruto. Hablaba, hablaba,
mientras mordía, llorando, un pequeño pañuelo, con lo cual volvía ininteligibles
sus palabras. Como Raucho permaneciera mudo, levantó hacia él la mirada.
Un golpe ensangrentábale la nariz, y
habiéndose sucesivamente enjugado sangre y lágrimas, teñíasele de rojo el
semblante. Los ojos, la boca, se le habían hinchado, como acontece a quien
mucho llora. Sobre uno de sus labios, el color violáceo de un moretón comenzaba
a abultarse, y en el cuerpo, semidesnudo, grandes manchas rosadas marcaban la
mano con nitidez.
Todo esto miraba Raucho con expresión de
ausencia, y como permaneciera embrutecido, tomolo Nina entre sus brazos,
mojándolo con su llanto, ofreciéndole su cuerpo, sacudido por largos espasmos,
trasmitiéndole su locura, hasta que sus cuerpos entrelazados cayeran
pesadamente sobre el lecho.
El amor de Nina lo acaparó, lo subyugó,
se apoderó de él como nunca.
Los días se siguieron como si una laxitud
de vivir los privara de movimiento. No podían salir, y Nina tuvo que dejar un
tiempo sus trabajos para esconder las marcas de su semblante.
Raucho se dio cuenta de que esa actitud
sería la que guardarían siempre: él, despreciando esa sumisión de hembra a la
brutalidad de su fuerza, pero ligado a ella por los sentidos; ella, apasionada
en los momentos de delirio, pero provocante, agria, hostil en la vida ordinaria,
para caer a veces a ser servil por una caricia o resistirse tenaz para gozar
los vejámenes del estupro. El dinero
concluyó por agotarse. ¿Cómo había sucedido? Raucho lo ignoraba.
Sin embargo, tuvo que pensar en irse, sin
por esto hacer activo tal propósito. La carga de inútiles cavilaciones le pesó,
y en un momento de fatiga habló de su posición a Nina.
Tentaron un telegrama al padre, que decía
su necesidad con alegatos y pretextos, que por diversos se desmentían.
Recibió Raucho una contestación breve,
imperiosa, en que, sin hacer caso de sus protestas, se le ordenaba entrar en
Buenos Aires en el término de un mes. En momentos en que sucumbía a una lucha
dura, estas palabras le parecieron un egoísmo de padre despreocupado. "No
le mandaré más nada", fue la expresión que encontró en Raucho más
indignación. Era ir demasiado lejos: una amenaza no le hacía retroceder nunca y
tentaría la suerte en el juego, como lo había proyectado con Nina; después ya
verían.
Las mañanas lívidas. ¡Todo inútil! ¿A qué
ese movimiento de vida que renace cada día?
Raucho caminaba abrumado por la fatalidad
de su suerte.
¿Qué le quedaba por hacer? ¿Qué importaba
la elevación de la deuda?
Continuaría; mientras el crédito durara
una esperanza de salvación se mantenía. Podía, en un golpe feliz, recuperar lo
perdido, pagar e irse. ¡Oh, sí; irse! Salir de esa vida que le imponía
esclavitudes hasta en sus placeres.
Tres colorados se siguieron. Tenía
delante suyo billetes y oro, acumulados pacientemente. Jugó al negro.
-¡Nada va más! Las cartas se alinearon
una después de otra, como en los avisos luminosos nacen las letras.
-Colorado gana y color.
Los billetes fueron barridos con
indiferencia insultante.
Raucho se levantó; le llamaban los
números cantados allí en la ruleta, y él iría como chingolo imbécil al acerado
pico del caburé.
Sintió que le tocaban el hombro. Era el
de todas las noches. Raucho le daba un consejo, aceptado como palabra divina, y
era caso diario, cuando cerraba el juego, ver la misma silueta incierta de
fuego fatuo tenderle la mano (un paquetito de huesos y agradecerle, diciendo el
monto de su ganancia. Concluyó por ser para Raucho el espectro de su desgracia,
tolerado como un sufrimiento ineludible.
Así conoció a otras personas. Todos le
creían rico, por el desenfado aparente con que perdía. Pero la ficción era
abandonada al cerrar la portezuela del automóvil.
Aunque sufriera, su amor propio escondía
ese sufrimiento y sólo una noche, la suma perdida siendo enorme, doblegole el
dolor.
Luchó contra el nudo que le ahorcaba
angustiosamente. Nina le hablaba. Se limitó a contestar con un movimiento, y
como su compañera notara su estado, dejose consolar. Sintió los dedos que temblaban;
la miró y vio sus ojos turbios. Entonces no resistió más, la ternura de Nina
fue la última gota y habló, diciendo por fin todas sus torturas escondidas,
rendido por un lamentable llanto de energía quebrada.
El carruaje corría en la noche como un
destino, llevándolos abrazados, cerca uno de otro, unidos en una acongojada
exaltación, cercana del gran amor.
Tuvo peor suerte que de costumbre;
durante diez vueltas había redoblado y sentía la sorpresa de verse sin medios.
El personaje mala sombra no quería creer
a sus ojos, y miraba como implorando al dios de su suerte que no quedara en ese
trance.
Nina jugaba en la ruleta y Raucho se
aproximó a ella, que le mostró, orgullosa, su ganancia.
-¿Y tú?
-¿Yo? He perdido.
-¿Todo?
-Sí, todo.
-No es posible, ¿en este momento?
Nina liquidó. Mientras cruzaban el salón,
dijo en voz baja:
-¿Quieres dinero?
-¡No!, lo perdería.
-¿Qué vas a hacer?
-Esperarte. Ya que estás en racha, puede ser
que recuperes lo que he perdido.
-¿Cuánto traías?
-Cinco.
-Yo he ganado tres, voy a ver si completo
el monto de tu pérdida, para que sigas.
-¿Crees que voy a aceptar tu dinero?
Nina se hizo persuasiva.
-Pero si te traerá suerte.
Raucho sonrió, encogiéndose de hombros.
-Bueno, ve a ganar tus dos mil y no
discutamos tonterías.
Paseó solo de mesa en mesa; siguió el
juego de un barbudo afligido de suerte y se enervó pensando en el partido que
él sacaría.
Su resolución estaba tomada.
¡Con tal que no haya perdido!, pensaba
apresurando el paso hacia Nina.
-¿Y?
-En este momento invierto mis fichas,
cinco mil justos.
-Dámelos.
No agradeció siquiera; llegó a la mesa
con la sonrisa del que ha conseguido, a costa de larga espera, lo que deseaba.
Ganó postura sobre postura, hasta el
cierre de la casa. Salió alegre; dio a Nina su dinero, sin acordarse de que lo
había aceptado sin seguridad de poderlo devolver.
Abandono
Una semana bastó para ello. Ahora veía su
deuda imposible de cubrir. Pero no quedaría en manos de esa obligación, para
con una mujer de la condición de Nina. De todos modos, quería restituirle el
valor de sus alhajas.
Tan poco, pensaba, hubiera costado a su
padre el envío de una suma, que no podía causarle perjuicio mayor.
Un rencor ciego le impulsó a una vileza.
La última carta de don Leandro le hostigaba. Sin ella, los malos recursos se
hubiesen evitado.
Y Raucho culpó de todo a ese maldito
papel, en la necesidad de encontrar un desahogo; y sin meditar, ensoberbecido
de ira, se hizo fuerte de sus derechos, reclamando, en una carta insolente, su
parte de la herencia materna.
No lo había hecho y ya quería volver
sobre su acción, pero era tarde, y en la espera del desenlace su descontento le
empujó a todos los excesos. Las escenas con Nina redoblaron de violencia y se
repitieron frecuentemente.
Transcurrido cierto tiempo, llegó la
rendición de cuentas de lo que le pertenecía; partes del testamento de su
madre, todo hecho en provecho de sus hijos. No quiso verlo. Los intereses
producidos, los detalles de administración, le eran enviados como a una persona
extraña.
Raucho no quería darse cuenta de que eso
fue obra de su inconsciencia y se conformaba como si los hechos vinieran de una
voluntad mayor.
Acompañaba a estos papeles la ruptura
definitiva:
"Me he
ocupado de todo; pero, muy a pesar mío, las cosas deberán tardar más de lo que
deseo.
Pienso
poder, sin embargo, adelantar con mis propios medios los valores necesarios
N quiero,
por precipitación en la venta, perder inútilmente dinero.
El campito
que compré en H. dos meses antes de la muerte de Rita, vale hoy el triple de lo
pagado entonces. Y la parte correspondiente puede ascender hasta doscientos mil
pesos. Mi abogado mandará paulatinamente las cuentas detalladas.
Leandro
Galván."
Raucho quedaba abrumado, como por una
noticia de muerte. Evitaban tutearle y dedujo que la severidad paterna nunca
perdonaría.
Los últimos meses pasados tomaban
aspectos brumosos, mientras su existencia anterior volvía en detalle.
Sacó al azar otra carta:
"Querido hijo: Los asuntos no
marchan como lo esperaba. Hemos peleado en lo posible contra la seca..."
Seguían datos en tono confiado.
Raucho pensaba en la indiferencia con que
había leído esas líneas. Más adelante decía:
"Qué quiere, amigo, no siempre salen
las cosas como uno las desea."
Era tocar delicadamente el sentimiento de
interés del hijo, por los fastidios que él sufría. Pero, nada de eso; bien
inútiles eran las últimas palabras de consuelo; el poco éxito de los negocios
paternos había dejado frío a Raucho.
¿Y a eso había contestado tan
egoístamente? ¿Tan fríamente lejano? ¿Y por qué? Por una depravada hábil, que,
a pesar de sus pretensiones de don Juan, le hiciera instrumento de vicios
ultrajantes. Mas no tenía energía para mantener su enojo; preso de un cansancio
que te embotaba, siguió ese día su vida de siempre, marchando a impulso
involuntario.
Y quiso un desquite a los malos ratos. Se
lanzó a todas las distracciones que podían ofrecerles sus medios de dinero.
La suma, siendo fuerte, borró las preocupaciones
de duración. Un día concluiría; que fuera más o menos cercana la época de ese
desbarajuste, ¿qué importaba?
El primer paso estaba dado irrevocable y
se dejó resbalar sobre el camino de descenso.
La bebida le sostuvo en sus largas noches
de orgía. Engañó a Nina en cuanta oportunidad se presentaba. Tuvo enconos que
duraban días, y volvía inmundo de sus degradaciones, cada vez más pálido,
debilitado de físico, trayendo en su
persona impresa una decrepitud prematura. Exigió de su querida una sumisión
completa, y hubo en ella como un placer de verse maltratada, despreciada, que
la volvía furiosa en sus espasmos, contagiándole su delirio, ahondando la unión
de odio.
Con todo esto, íbase el dinero sin saldar
deudas. Raucho quiso sacarse el lazo que le ahorcaba su orgullo de hombre sin
obligaciones, y decidió para ese rescate una temporada en Montecarlo. Tentaría
la suerte nuevamente, con la esperanza de librarse de vergüenzas y salir de
aquel cepo moral.
En febrero tomaban el tren y las primeras
libertades le infundían confianzas.
Decidieron quedarse en un punto vecino a
Montecarlo, buscando tranquilidad y sol marino, en contrapeso de las emociones
trituradoras que les daría el juego.
Al día siguiente de embarcados llegaban a
la costa. Montañas pobladas de jardines y quintas. Pequeñas ciudades, tiradas
ladera abajo, como regueros de piedras blancas.
El tren costeaba el mar, recortado por
avances y entradas de cerros, vestidos de villas para veraneo, claras como conchas
resacadas ahí, por el empuje de un día bravo. Transparente, el agua joya de los
orientales, hacía ñandutís de espumas movedizas, en las bahías amodorridas por
lejanas furias.
Afuera, un viento recio decapitaba las
olas en polvo blanco y una vanguardia de aire salino amplificaba los pulmones.
¡Qué sueño extrañamente tranquilo el de
esa noche! ¡Qué sorpresa el mar de siempre, bajo el sol matinal!
Resolvieron descansar unos días, antes de
arriesgarse sobre los tapetes.
Raucho se sentía desligado de antiguas
trampas. ¿Debía? Sí, pero era un hombre todavía apto a recobrar su poder
corporal, y pulsar una vida fuerte en sus venas. En cambio, vivía en la sombra
de un agujero ficticio, para salvarse de compromisos que podía eludir. ¿Qué le
importaba el mote de sinvergüenza, ante ese derecho que ninguna moral humana
puede cercenar?
¿Nina?... cortar con ella sería operarse
un cáncer. Nina era una degenerada, una falsa metáfora de belleza.
Sin embargo, era hermosa al sol y
juvenil. Nada de la inconsiderada
aplicación de afeites había envilecido su frescura y al borde de la naturaleza,
en la ventana, cuando Raucho oprimía el rostro amado con dolor, bajo un
derrumbe de luz, mirábala profundamente con el deseo de amarla de otro modo, simplemente,
como el universo.
Y ¡qué placer ver el día, mirar un
paisaje nuevo!
La mañana se iniciaba con acordes de oro,
mientras una voz meridional ascendía hacia la ventana.
Raucho no podía dejar de hacer el
parangón, de esas canciones, de esas voces, de ese idioma, con las canciones
que en París habían llenado sus oídos.
¿Existió aquella pequeña calle?... ¿Fue
real aquel apartamiento mezquino y sombrío?... ¿Aquellas mañanas pesadas y la
indiferencia de levantarse para vivir?
En
pleno tocado matutino, cuando los rayos recién nacidos van a acostarse sobre
las faldas rojizas de la montaña, los pueblitos blancos y rientes como una
espuma de ola encaramada en los cerros, el mar tranquilo como una seda azul
tirada hasta el horizonte, se desembarazan de la noche; tal un principio de
iniciaciones alegres, una irrupción de
voces entra en el cuarto, al encender Raucho la ventana. Y Raucho piensa con
inesperados deseos de viaje, que más al Sur, siguiendo la costa-arabesco, entre
una altura y un nivel de agua inconcluible, se encuentra un pueblo estrechando
una bahía, donde se vive intensamente, riendo, amando y odiando, sin
pensamientos importunos.
El tren paró en una pequeña estación.
Raucho se sorprendía de aquella llegada
brusca; esperaba algo como un anuncio antes de frenar en el célebre Montecarlo.
Sin tiempo para fijar los detalles: un
corto camino, el ascensor y algunos pasos, le colocaron frente a la entrada.
Luego el formulario habitual de
preguntas, llenado a prisa, para conseguir tarjeta de acceso. Muchos uniformes,
mucha luz, más gente, y el pasear de los fumadores apurados en despachar su
cigarrillo, para volver a fumarse su dinero, el de los otros, a veces la
vida...
La gente jugaba poco y Nina contó, con la
rapidez necesaria, un total de doscientos cincuenta francos sobre el primer
tapete.
Más adelante, un viejo arrepentido tal
vez de una audacia fuera de su costumbre,
pretendía sacar de la tercer docena dos luises, después de la voz
"nada va más" del croupier, que atajó el gesto, sin salir de su
tranquilidad. Y el anciano de enorme barba cana se rascaba la cabeza, sonriendo
como un niño cogido en falta.
Momentos después, una discusión se eleva
entre una alemana apoplética, rematada en un sombrero caricaturesco, y un señor
extranjero, de nacionalidad dudosa, que a pesar de un vestir extremadamente
correcto, reclama un dinero substraído, según él, por la dama roja de honor
ofendido.
La discusión culmina y la dama, con los
ojos saltones, llega hasta querer vengarse del insulto con el rastrillito del
croupier.
Se interviene; en la calma de un momento,
el pagador pregunta al señor de vestir extremadamente correcto de cuánto se
trata. Un luis -dice éste-, y la pequeña moneda corre sobre el tapiz, para
desaparecer en la palma voraz, como un metálico escarabajo en la boca
insaciable de un sapo.
Algunos mirones se han reído de la
escena, la dama sigue protestando, y el señor de nacionalidad dudosa abandona
la mesa para él desagradable, donde en adelante será vigilado.
Vivieron en continua exaltación, curvados
sobre las fichas que sonaban frías y óseas, en una invariable fuga.
Raucho perdió, con escasas rachas a su
favor, y despojado de cuanto poesía, hasta pensó en el vulgar suicidio de los
que han dejado fortuna y honor, sobre un imbécil tapiz verde, cuadriculado de
blanco.
¡Momento irremediable!
Dos meses después encontrábase Raucho en
París, debiendo lo que debía, atado como siempre a Nina y a su vida pasada,
como perro a sus cadenas.
Inespradamente, se encontró una tarde con
Rodolfo y conversaron largo; éste sabía parte de su historia, como esas se
saben en Buenos Aires. Pero todo lo que alrededor tejía la maledicencia mundana
no le merecía mayor fe y quería conocer lo cierto.
La conversación iniciada con
generalidades nada hubiera enseñado a Rodolfo, a no ofrecer el aperitivo en un
bar de moda.
Comenzó Raucho por dar ciertos detalles.
Luego mintió, pero bebió y bebió con una especie de furia y su lengua se hizo
pesada.
Así lo hacía a diario para no pensar
-dijo-, y contó cosas de su vida, las escenas de celos, los disgustos por
dinero.
Su actitud iba cambiando, su voz
haciéndose más difícil, más ininteligible, como si bajara a un pozo
paulatinamente.
Él ya no tenía un cobre, pero ella ganaba
para los dos; además, poseían como recurso cantidad de alhajas y piedras que
podrían vender en caso necesario.
Después, confesó miserias privadas. Se
engañaban mutuamente: él le pegaba, y usaban drogas excitantes en destructoras
noches de lujuria.
Como hacía poco que Rodolfo llegara de
Buenos Aires, Raucho le interrogó a su vez. No tenía noticias de nadie, pues no
había conservado una relación.
Habló del campo, de sus emociones tan
sanas, complaciéndose en evocar recuerdos infantiles. Se atrevió a hacer
preguntas acerca de su padre, de sus hermanos que lo despreciarían. Se
esforzaba en dominar su emoción. Sufrían ambos. Exigió detalles sobre la vida
pura de su hermanita.
Rodolfo le observaba: había perdido su
antigua silueta resuelta y orgullosa; estaba pálido, sus pupilas olvidaron la
audacia, y no miraban de frente al hablar. La antigua desenvoltura de sus gestos había desaparecido.
Pero se levantó con movimiento brusco.
Insistió en que comieran juntos; irían después al teatro y le presentaría una
chica que andaba ahora con él. Diciendo esto quería reír. Y se despidieron.
Se retiró caminando lentamente, la cabeza
agachada, los hombros encogidos.
Detúvose a unos pasos y llamé:
-¿Cuándo te vas?
-Dentro de dos meses.
-Yo voy a salir de París y puede ser que
no te vea más.
Quiso decir algo. Tartamudeó.
Involuntariamente, Rodolfo oprimía sus manos.
-Cuando vuelvas a la tierra -dijo por
fin-, al primer gaucho que veas dale un abrazo de mi parte.
Y se fue, como años antes soñaba en
París, soñando con su tierra, pero desgraciadamente, sin ver a estos tardíos
males de ausencia solución posible.
Raucho volvió esa noche muy tarde a lo de
Nina; una sorpresa te esperaba, decisiva para él.
-La señora se ha ido.
-¿Por qué? ¿Cuándo?
Quería saber y la mucama te contestó,
como tenía orden de decir al señor, que no se ocupara más de ella.
Mediante un luis, aclaráronse misterios.
Nina se había marchado a Bruselas con una
contrata.
-¿Sola?
-No, acompañada por el señor Fleury.
Raucho estaba demasiado decaído para
experimentar una reacción. Creyó un momento que iba a llorar con muecas
ridículas de chico. La mucama lo miraba compasivamente.
-Voilà... c'est bien fini. Comentó con voz insegura y dando la
espalda, se fue.
Se encontró en "Maxim's" frente
a la misma mirada preñada de insomnios que hacía mucho tiempo le pusiera en el
camino de los peores excesos y la sensación le arrastró sin voluntad.
¿De qué modo?... no sabía, pero se
encontraron juntos poco después.
La noche siguió, también la orgía y las
mismas palabras de amor volvieron por camino sabido.
-¿Quieres hacer una locura conmigo?
-dijeron los labios siempre hinchados, como bajo una mordedura reciente.
-¡Todas!
Y hasta el lecho, la misma tortura los
arrastró entregados. Hubo apuro por llegar a lo esperado. La botella de éter quedó
tirada sobre las sábanas, al alcance de la mano, y tras las primeras
absorciones, fueron precipitados en la sed inextinguible.
Hablaron mucho sin escucharse y
concluyeron arrancados de toda razón. Una cosa inmaterial, flotante, una
vibración apenas.
Fue noche poblada de muchos sueños, sino
de uno. Sin fuerzas, vagos e imprecisos, como un borrón cuya mancha incolora
persiste.
El medio día los despertó, quebrados,
dolientes, como telas de araña desgarradas de cansancios colgantes.
Para entrar en lo real, apelaron a medios violentos. Una silueta,
una carita hinchada e infantil, borrosa de sueños pesados, se acercó a Raucho:
-¡Tengo hambre!
Placer inocente de dos miradas, que se
confiesan la complicidad del vicio.
Unieron sus labios. Una caricia que
Raucho hubiera llamado por todos los medios, y que iba a él sin esfuerzo
alguno.
Ebriedad. Nueva ebriedad más completa. La
mezcla de dos alientos envenenados, cuyo reciente extravío queda impreso en la
flotación de un perfume persistente y violento.
Amarse como dos pensamientos en un
cerebro borracho.
Raucho se sentía aplastado,
insignificante, vacío como un bolsillo dado vuelta. Había gastado su contenido.
Nada más.
De toda su vida rota, sobrábale un dolor
agudo, y un enervamiento punzante despertaba en él, al menor contacto de las
cosas que, indirectamente, pudieran traerle un recuerdo de Nina. Como después
de una operación, quedábale el cuerpo con una potencia de irritabilidad aguda.
Cada latido de su corazón era una gran burbuja de dolor que le reventaba en el
pecho.
La noche era un tembladeral de penumbras,
la nada, el vacío, y los tugurios nocturnos, agujeros de luz dentro de los
cuales había movimiento y ruido suficiente para pasar un momento aturdido.
Odió a París, pulsando su vida enferma;
ese París que antes había imaginado como
una ciudad hembra en espera, pero sin sus tumores.
Odió a Montmartre, que la noche enciende
como sexo luminoso de ardores lúbricos insaciables, de quien había ignorado la
lepra.
Peregrinó inconsistente como un harapo
las calles inconcluibles, con la sensación de que la gente que cruzaba era
vieja, muy vieja, como gastada por los años.
Iba a teatros, conciertos, haciendo
tiempo para sumirse en el único ambiente apto a borrar su vergüenza, y muchas
noches, detúvose sobre algún puente del Sena, que acarreaba lento su secular y
sórdida tristeza mientras las luces sobre su pálida superficie inerte lloraban
largas lágrimas de fuego.
Ya no pensaba en rescates; escoria de su
sociedad a la cual devolvía odio por desprecio, sin energías para plantearse
nuevos caminos, vivió del único modo para él posible: sin horizontes, sin
salidas, como un lodazal adherente en el cual concluiría por submersiones
lentas, evitando la desesperación que apresuraría su enlisamiento.
Levantose al anochecer, vago de restos
alcohólicos.
Su primer apuro era concurrir al diario
aperitivo, donde una media docena de "Martinis" le devolvían el calor
necesario, y las primeras risas de una borrachera.
La noche le hundía en los
"crescendo" de una incoherencia contemplativa, hablaba poco con
amigos o compañeros, que se renovaban en torno suyo, "éste había llegado
ayer, aquél se iba" y quedaba en sus hilvanes de fantasías
desequilibradas, indiferente a todo, incluso mujeres, a quienes no concedía ya
sino un compañerismo de vicio, absorbiendo drogas durante veladas que solían
concluir en rechinar de dientes, sobreexcitados por nervios crujientes, como
vidrios esmerilados bajo uñas de histerismo.
Y la nervadura de Raucho irritada como
una llaga raspada a diario, vino a derrumbarse en un furioso delirio.
Solución
Cobró sus sentidos en un sanatorio.
Rodolfo estaba a su lado, resto tal vez de pesadilla, durante la cual había
aparecido como figura central de una tromba de incoherencias.
Convalecía:
Una afectividad inmotivada le hacía mirar
cada persona como si le debiera la vida. Todo era bueno, todo reía, y los
menores detalles de una vida insulsa se grababan en su alma, hecha a nuevo.
Las paredes frías y desmanteladas del
dormitorio eran agradables a su debilidad. Frente a su cama, un lavatorio con
lo estrictamente necesario. Más lejos un ropero, pintado de claro, y en otro
rincón, una cama igual a la suya, esmeradamente blanca.
Supo que estaba allí traído por un amigo,
y sin esforzarse en exigir detalles, vegetó un éxtasis de brote.
Permitiéronle leer, pero como la atención
cansara sus ojos, el día hacíase largo, y sólo pasaba el rato alegremente
cuando alguna enfermera o persona del servicio lo ocupaba con su conversación
liviana.
Algunos restos de delirio solían sumirlo
en torpes terrores sin razón.
Rodolfo era quien lo había traído.
Por los pedidos del pobre don Leandro,
cuya vida ya golpeada se envejecía rápidamente a causa de Raucho, y también por
interés de amigo, Rodolfo le había seguido de cerca, con la intención de
sacarle de su envilecimiento, sin los eternos consejos importunos e inútiles.
Y un día conversaron:
-¿Cuánto dinero te queda?
Y luego de saber la situación de Raucho,
entendiéndose telegráficamente con don Leandro, Rodolfo canceló deudas.
Cuando el enfermo se encontró a plomo
sobre sus pies, vio entrar a Rodolfo con cara alegre.
-Ya tengo tu pasaje.
Raucho se había habituado a una docilidad
de criatura.
-¿Para cuándo?
-Ocho días.
-Y vos, ¿hasta cuándo te quedas?
-Me voy también.
Un bienestar olvidado en tiempos que parecían
lejanos, volvía en Raucho a activar su sangre. Le arreglaban su situación, le
perdonaban sus vergüenzas, le sacaban como un borrego empantanado con un lazo
seguro.
Asistió a sus propios preparativos, sin
poder penetrar en la realidad de los actos. Era él quien se iba.
El tren se arrancó de París con alivio de
espina.
Un mar brumoso y sucio, abrazado por el
puerto sólido de Boulogne, arrullaba apenas el vapor en el cual, poco después,
salían, se iban. Se iban mar adentro hacia el Océano. El Océano puro de gentes
y de cadáveres o podrituras.
La ola sopapea de soslayo el barco y
revienta con blanco estrépito de fuego artificial.
Ya han zarpado de Lisboa, de Europa.
Raucho piensa en la pampa, de la cual se hace una idea magnífica. Desearíala
rodeando al mundo.
Los días nacen, culminan, se apagan.
A babor, un montículo verde, orlado de
espuma: Noroña, sola, surgente, como si la tierra, ahogada tanto tiempo,
asomara hacia una burbuja de aire. Ya es América; el mar liso de los trópicos
duerme bajo el sol, cuya trayectoria corta un cielo límpido en dos partes
iguales. De noche el agua acuesta estrellas, que amodorra en su barcarola
maciza, y las fosforescencias (marinas luciérnagas) simulan estrellas, que
pestañean impotentes a hacer del mar un cielo.
Llegaban a Río. Al atardecer, Raucho
sintió por primera vez su aire, su ambiente, como si el viento Sur que escoraba
al barco tirara a puñados los recuerdos en su alma.
El lucero, tras una nube, degradaba su
lumbre de brasa que se apaga, y el rojo del horizonte caía lejano, como todo lo
que en Raucho resucitaba.
Sentíase más en sí mismo; parecíale
recobrar la solidez de sus pasos, y su personalidad se precisaba, cristalizada
en el ambiente suyo.
Entraron al Plata una noche de extraña
cerrazón.
Por todos lados la traición de la niebla.
El barco se desliza con cautela, anunciando la inercia de su mole, con anchos
rezongos de sirena. Contestan perdidos campanazos de ciegos veleros, que han de
temblar ante el encuentro; e infiltradas en la espesura húmeda, sin distancia
calculable, tiemblan negras vibraciones, delatando otros colosos que,
prudentes, bogan sus inertes deslizamientos.
Raucho no quiso al día siguiente subir a
cubierta para ver la entrada a Buenos Aires. Dio como pretexto a su negativa la
niebla, y quedó sentado sobre su cama, entre el bagaje pronto, con la cabeza
floja, caída al peso de una tristeza que ahora le doblegaba sumiso.
Las máquinas pararon. Adivinábase el arrastre
de los remolcadores, cinchando la enorme bestia, como cuando Raucho había
salido dispuesto a todos los excesos que ahora lo sofocaban.
Se oyeron las voces, todavía lejanas, de
los muelles. Leves choques indicaban la amarradura.
Rodolfo le sacudía los hombres,
urgiéndole a que lo acompañara.
-Está Alberto en el muelle.
Raucho tenía una emoción invencible.
Subió las escaleras. Encontró los ojos brillantes del hermano, que le abría los
brazos. El único de la familia que podía venir.
Raucho se abatía ante el cariño, como
ante un reproche.
Bajó a tierra; parecíale todo
singularmente claro. Un ambiente tropical de verano se hamacaba en las palmas
de la plaza que cruzaban.
Pararon en un hotel, y Rodolfo le
significó que estuviera vestido al día siguiente, a eso de las siete de la
mañana, pues pasaría a buscarlo.
Quedó conversando con Alberto, cambiado
por los tres años de ausencia. Tuvo preguntas discretas acerca de los suyos.
Esquivó detenerse sobre el punto, sintiendo
la emoción siempre presente, y a la cual no quería ceder.
-Cómo estoy de cambiado, ¿eh?
-Muy flaco, pálido; pero te compondrá el
campo.
-¿Cómo el campo?
-No me preguntes más. Rodolfo te dirá
mañana... ése es un verdadero amigo.
Raucho calló.
Comieron juntos, y Alberto se fue
temprano, recomendándole alistara ropa para algún tiempo.
Raucho averiguaba intranquilo, temiendo
una inesperada confrontación con el padre.
-¿A qué estación vamos?
-¡Constitución!
Era otra cosa.
Sentado en la ventanilla, como en los
tiempos de vacaciones, miraba el paisaje huir. Campo abierto, que había adorado
con todo su vigor de hombre, y que ahora suscitaba una impresión seria,
inmensa.
Sabía ya dónde iban. Recordaba un día de
caza, un almuerzo, poco tiempo antes de su partida, y una mujer poderosamente
emotiva, de cuerpo firme y bruna de aires abiertos.
Llegaron a la estación. El conocido andén
parecía singularmente desierto, y el jefe, al descubrirse, lució abundantes
canas.
-¿Te acuerdas -decía Rodolfo- de lo que
me dijiste la primera vez en París?
-No hace tanto, para no recordar.
Rodolfo continuaba sonriendo.
-Ahí lo tenés a Telmo; dale vos mismo
aquel abrazo que me encomendaste.
Raucho apretó simplemente la mano al
gaucho, que le entregaba muertos y soso sus cuatro dedos adheridos.
-¿Cómo le va, Telmo?
-Bien, ¿y usté?
El coche rodaba por pleno campo, desnudo
y fecundo, bajo el aire-luz.
-¿Y Asunción?
-Ahí está, buena... soltera...
esperándote tal vez.
Y, al fin, llegaron a término de las
emociones, desentumiéndose las piernas bajo el corredor de baldosas sonoras.
Raucho reía porque sí.
-No ha cambiado nada.
A la tarde, volviose Rodolfo hacia la
ciudad, no sin haber explicado a Raucho:
-Voy a ver a los de casa; vos quedás aquí
de encargado... cinco por ciento... ¿te conviene?
-Aunque fuera de peón.
Cuando Rodolfo lo dejó solo paseó por el
monte.
Día quieto de verano.
Un olivo se desparrama en hojas
metálicas. En los troncos rugosos de los paraísos azulean fungosidades
adherentes. Las raíces, sedientas, muerden la tierra agrietada. Un benteveo
canta victoria con aleteadas alegrías. El monte sestea. Un durazno cae del
gajo, girando sobre sí mismo, como un pequeño mundo, desgarrando contra el
suelo sus mejillas rubicundas.
La tarde viene, viene. El monte se turba
de noche, mientras Raucho camina por entre árboles hacia el río. E inesperadamente,
sin las lentitudes de los crepúsculos europeos, se hace noche.
Una estrella madrugadora sale a recorrer
su campo de cobalto, que paulatinamente florece en astros.
Raucho piensa cómo quiso ser todo menos
lo que era. Su chiripá, sólo desprendido de la faja, se habrá envilecido en el
polvo de caminos extranjeros.
Raucho se sienta bajo un sauce, cerca de
una tosca, donde el agua había de misterios serenos. [256]
Un pato silbón pasa perforando noche con
gritos agudos.
Raucho, inefablemente quieto, se duerme
de espaldas, los brazos abiertos, crucificado de calma sobre su tierra de
siempre.
Junio, 9 de 1917.
FIN
Vocabulario
El siguiente vocabulario contiene
palabras de uso común en nuestra provincia que no figuran en el
"Vocabulario Rioplatense Razonado", de Daniel Granada:
ABRA. -Superficie de tierra escampada,
entre un monte.
ALFILERILLO. -Hierba excelente para el
ganado, denominada así por su forma de semillar, pues tiene como prolongaciones
agudas, que también podrían compararse con la cabeza y el pico de una cigüeña.
ALZAPRIMA. -Correaje aplicado en la parte
posterior de la espuela (sobre el "pigüé"), para evitar que la rodaja
baje demasiado o caiga del talón.
ARISQUEANDO. (De arisquear.) -Acción del
animal arisco.
ARREO. -Acción o efecto de arrear; se usa
generalmente tratando de un traslado de "hacienda" de un punto a otro
lejano.
ASPA. -Asta.
AVENA GUACHA. (De avena y guacha.) -Crece
generalmente en los rastrojos.
AVESTRUCERAS. -Perteneciente a avestruz;
se usa generalmente para distinguir las
boleadoras avestruceras de las de potro.
BAILE DE DOS. -Denominación genérica de
"Huellas", "Gatos", "Triunfos",
"Malambos", etc.
BASTOS. -Cilindros paralelos de cerda,
junco o mimbre, forrados de cuero vacuno o de carpincho, que sirven para armar
el recado y de almohada para dormir en campo raso, cuando uno se acuesta en las
caronillas y cojinillos, cubriéndose con las matras.
BATITÚ. -Ave muy apetecida por la
exquisitez de su carne, de unos diez centímetros de largo, color pardo claro y
que es llamada así imitando su grito; es de patas más bien altas, anda en
bandadas y es muy sabrosa en la época en que semilla el cardo.
BEBIDA. -Abrevadero.
BOLEADA. -Acción o efecto de bolear.
BOMBILLA. -Tubo de metal o plata,
utilizado para tomar mate. Es de unos diez centímetros de largo.
BRAZADA. -Medida equivalente a la braza y
que se utiliza especialmente para los lazos.
CACHETEADA. -Dícese del ala del chambergo
levantada con ostentación sobre la frente.
CAJETILLA. -Niño gótico; persona muy
cuidadosa en el vestir; dícese generalmente a los puebleros.
CARRETILLA. -Semilla del trébol, en forma
de pequeños discos dentados, muy engorrosa para las ovejas, en cuya lana se
meten hasta el cuero.
CAUDILLEJO. -Caudillo de menor cuantía.
CEBADILLA. -Gramilla excelente para
engorde, muy alta y jugosa, de tronquillos.
CERDEAR. -Operación que consiste en sacar
la cerda de la cola y las crines a las potradas y manadas.
CHIQUERADA. -Número de ovejas que cabe en
un chiquero.
CHUCEADOR. -Que hinca o pincha como una
chuza.
CHUECAS. -Piernas del chueco.
CIFRA. -Cantar por cifra; modo especial y
medio hablado de cantar, empleado con preferencia para el contrapunto o las
décimas.
CINCHANDO. -Llevando algo a la cincha.
CINCHAR. -Llevar o tirar algo por medio
de un lazo o correón atado a la cincha.
COMPADRE. -Individuo fanfarrón y pendenciero.
COPAS. -Redondeles de plata colocados a
ambos lados del freno, sobre las jinetas, a la altura del atravesaño.
COPETONAS. -Martinetas copetonas; menos
finas que las coloradas, pero grandes, hermosas y con un copete en la cabeza.
CORRALES. -Mataderos.
CRÉDITO. -Caballo preferido de la
tropilla.
CUERPEAR. -Esquivar el cuerpo, evitando
un golpe.
DESRANILLADO. (De desranillar.) -Cortar
al caballo las ranillas, pelos que le crecen en las patas por la parte
posterior, en la última coyuntura.
EMPACADIZO. -Que tiene la maña de
empacarse.
EMPONCHADO. -Que lleva poncho puesto.
ENDEREZADOR. -Se dice de la persona o
animal temeraria para ir al peligro.
ENHORQUETARSE. -Sentarse en el caballo en
la forma usual, con las piernas abiertas en horqueta.
ESQUILA. -Trabajo de cierta época en que
se esquilan todas las ovejas. Equivale en cierto modo a esquileo.
ESTAQUEADERO. -Lugar en que se estaquean
los cueros.
FIERRO. -Marca del ganado.
GARZA MORA. -Garza real casi del tamaño de la cigüeña,
denominada así por su color moro.
GRUPA. -Delantera del recado en que van
atravesadas las boleadoras, útiles para afirmar las rodillas.
GUAYCOS. -Depresiones del terreno donde
se junta agua.
LATAS. -Redondelas de lata que se dan en
las esquilas por cada oveja y que luego se invierte en el momento de paga.
LUNAR. -Dícese en las tropillas de un
pelo al caballo de diferente color.
MALAMBO. (Baile de dos.) -Zapateado usado
generalmente para bailar de contrapunto a quien hace más numerosas y mejores
mudanzas.
MANTENCIONES. -Manutenciones.
MAROMA. -Haz de alambres torcidos que
unen las partes superiores de los principales del corral para afirmarlos.
MATRA. -Tejido basto, ornado de motivos
indígenas, del tamaño aproximativo de una cobija y que, doblado, va puesto en
el recado, entre sudadera y carona de suela.
MATREREO. -Acción del matrero.
MENSUAL. -Peón a sueldo mensual.
MIRASOL. -También llamado "pájaro
blanco". Ave de laguna, de forma de garza, muy blanca y que permanece
horas y horas inmóvil a la vera de los cañadones, pareciendo mirar al sol.
PALETEANDO. (De paletear.) -Pechar un
animal en la paleta.
PALO A PIQUE. (Corral de.) -Corral hecho
de puros postes clavados a manera de empalizada, de modo que se toquen unos con
otros.
PALOMO. -Animal vacuno o yeguarizo,
completamente blanco.
PARAÍSO. -Árbol de unos siete metros de
altura, copa amplia redondeada, de color verde intenso y tronco rugoso. Muy
empleado para sombrear los "patios" vecinos a la casa.
PATO PICAZO. -Así llamado por su color.
PATO SILBÓN. -Así llamado por razones
fáciles de entender.
PAVA. -Recipiente de metal en forma de
tetera, burda y grande, que sirve para hervir agua.
PECHANDO. -Llevando un animal a empujones
con el pecho del caballo.
PECHAZO. -Golpe dado con el pecho del
caballo para dar rumbo o voltear un animal.
PELÓN. -Durazno sin vello, de piel
parecida en calidad a la de la ciruela.
PIAL. -Acción o efecto de pialar (o
apalear).
PILCHERÍO. -Conjunto de pilchas.
PLANTEL. -Rodeo de animales finos,
elegidos como los mejores de un establecimiento.
PLAYA. -Escampado frente a las casas,
útil para la doma de potros y generalmente vecina a los corrales, dependencias,
y de la cualarranca por lo común el callejón que conduce al pueblo más vecino.
POLLA DE CAÑADÓN. -Especie de pequeña
gallina salvaje, muy ligera para correr, de colores obscuros esmaltados y que
vive entre los juncos de los bañados.
PONCHAJE. -Cantidad de ponchos.
PONTEZUELA. -Chapa en forma de media
luna, que va colgada en los extremos inferiores de las piernas del freno. Es
prenda de lujo y generalmente de plata.
PRINCIPALES. -Palos laterales de las
puertas de los corrales, muy altos, gruesos y afirmados arriba por la maroma.
PUERTEANDO. -Saliendo o entrando por la
puerta.
PUÓN. -Púa grande; dícese generalmente de
las púas de gallo.
PULLA. -Chanza maliciosa.
QUERENDONA. -Cariñosa.
RETOBADO. -De retobar.
SENTAR. -Se dice del animal que, atado al
palenque, tira hacia atrás hasta quedar casi apoyado en los garrones; úsase
también para los animales que detienen bruscamente su carrera, adoptando para
ello una postura análoga.
SOBREPASO. -Modo de andar el caballo en
una especie de paso alargado y rápido, muy cómodo, para el jinete.
SOGUERÍO. -Conjunto de lonjas, guascas y
otras prendas de cuero para el trabajo.
SUBA. -Alza de precio.
TALERO. -Rebenque; posiblemente derivado
de tala.
TENDIDAS. -Disparadas que da el caballo
asustándose de algún bulto.
TERO. -Terutero.
TIRADOR. -Cinturón ancho de cuero, cuyos
extremos se juntan adelante por medio de la rastra y que generalmente va ornado
de monedas de plata.
TORCIDO. -Lazo torcido, lazo chileno.
Lazo hecho torciendo el cuero en vez de trenzarlo.
TRANQUEAR. -Andar a trancos.
TISTEO. -Entretenimiento que consiste en
simular una pelea a cuchillo, haciendo gala de ver a tiempo, los golpes para
atajarlos y responder.
VIUDA LOCA. -También vieja loca. Especie
de garza grisácea de pescuezo largo, pero casi siempre encogido, y que se
eterniza mirando en el agua.
VIUDITA. -Pájaro del tamaño del gorrión,
con manchitas de color blanco en las
puntas de las alas y en la cabeza.
VOLANTA. -Coche semejante a una
diligencia pequeña.
VOLCAR. -Acción de tirar el lazo de modo
que la armada vuelva un poco sobre sí en posición vertical, para así cerrarse
sobre las manos del animal. Se usa exclusivamente para el peal derecho, siendo
superfluo para tirar "por sobre el lomo" o de "payanca".
VUELCO. -Acción de volcar el lazo.