RICARDO GÜIRALDES

 

 

RECUERDOS

 

 

    ¡Qué blancos eran los muros de las casas, qué heroicos los hombres!

 

 

     El campo entraba hasta dos aposentos y algo grande se acostaba en todas las sombras. Cualquier brisa tenía leguas de pampa y los sonidos llegaban sin rotura del llano, puro como un cielo.

     La tarde agrandaba los troncos del monte y el medio día nos volvía centro de nuestra sombra, caída como un sudor.

     Los árboles estaban más solos ante el firmamento.

     Y el sol estaba más presente en nuestras carnes y nuestros sudores.

     El toro, con sus guampas, rompía viento como los mástiles.

     Y todo era más abierto:

     El pampero silbaba millones de silbidos tajeándose en los pajonales, que se clareaban a listones como si la tierra acosada de felino enojo alisara el pelo del lomo.

     Y los ñanduces no hallaban límite a su andar medidor de desiertos.

     La madrugada asistía a todos los despertares en los cuartos y la tarde a todos los retiros en la defensa del rezo.

    Concluida la jornada, la silla del patrón, manchada en la sombra de los paraísos, tenía brazos de trono. Mientras el relato del capataz, resumía los trabajos del día.

    Y ya cuando el hombre callaba ante la noche, la luna, se perdía en las huellas que dudan.