R I C A R D O G
Ü I R A L D E S
A V
E N T U R A S G R O T E S C A S
A R R A B A L E R A
ES UN CUENTO de arrabal para uso particular
de niñas románticas.
Él, un asno paquetito.
Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.
La casa en que vivía,
Arte de repostería;
El padre, un tipo grosero
Que habla en idioma campero.
Y entre estos personajes se desliza un
triste, triste episodio de amor.
La vió un día reclinada en su balcón, asomando
entre flores su estúpida cabecita rubia, llena de cosas bonitas, triviales y
apetitosas, como una vidriera de confitería.
¡Oh, el hermoso juguete para una aventura
cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar
humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente a
fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello
rizado como un corderito de alfeñique!
En su cuello, una cinta de terciopelo negro
se nublaba de uno que otro regazo de polvos, y hacía juego, por su negrura, con
un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser
pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre labios de la lengüita
humedecedora.
Una lengüita de granadina.
La vió y la amó (así sucede), y le escribió
una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones
suaves y desengaño que mataría el corazón.
Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar.
Además, no era él despreciable.
Elegante, sí, por cierto; elegante entre
todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y
negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso,
su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo eso era suficiente para hacer vibrar el
corazón novelesco de la coqueta
balconera.
Se dejó amar.
Rolando paseóse los domingos empaquetado en
un traje estrecho y botines dolorosamente puntiagudos, por la vereda de quien
le concedía, en calidad de limosna, una que otra sonrisa (deliciosa sonrisa) de
su boca de frutilla.
Compróse para el caso un chaleco floreado de
amarillos pétalos sobre fondo acuoso; una corbata de moño, con colores
simpáticos a los del chaleco, y
una varita de frágil bambú ornada de
delicioso moño de plata.
A ella le florenció la boca, sonrojáronsele
las mejillas, y sus ojeras tomaron un declive de melancolía.
¡Amor, amor!
Divino surtidor.
Pero había un padre..., y ¡qué padre!
Bastó una circunstancia fortuita para que
mostrara su alma innoble. Se precipitó sobre el tierno jovencito y,
desordenando la pétrea rigidez de sus solapas, habló así el torpe:
-Vea, so cajetilla; despéjeme la vereda, y pa
siempre, si no quiere que le
empastele la dentadura, ¿mia-óido?
¡Qué hombre grosero, tan grosero, y qué
trompada en el cristal de los corazones enamorados!
¡Oh, nobles flores del balcón, vosotras
supisteis el tibio rocío de las lágrimas lloradas por Azucena!
¿Y el jovencito?
¡Ay!... Escribía versos, rimando sus penas
para aliviarse en actitudes interesantes; pero no tenía el genio de Musset, y
su única lectora apenas si
respondía ya a sus súplicas.
¡Pobre jovencito! Sufría ayendo con infinita
ternura el canto de los pajaritos y lagrimeaba en los crepúsculos. El olor de
los jazmines, que ella quería, le producía desfallecimientos. Su corazón se
deshojaba como una flor,
y vivía forjando romances tristes.
Eso no podía seguir.
Enflaqueció, perdió el gusto de comer y la
afición de vestirse; era un lirio sin sol, concluyendo por tomar la fatal
decisión de poner fin a su existencia.
¡Pobre jovencito! Escribió su último verso de
amarga despedida, dijo que su sangre salpicaría el retrato ingrato y, sonriente
ante su supremo dolor, dijo muchas, muchas, muchísimas cosas tristes, y,
¡pum!..., se dió un tiro en el cerebro.
M Á S C A R A S
NOS PASEÁBAMOS hacía rato, secándonos del
zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e
hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.
El sol ardía al través de la irritante
ordiñariez de los trajes de baño.
-Verdad -decía Carlos-, tendría razón el
refrán si dijera: “el hábito hace al monje”. ¡Qué pudor ni qué ocho cuartos:
aquí hay coquetería y una anca se luce como un collar en un baile! Pero ahí
viene Alejandro y le vamos a hacer contar
aventuras extraordinarias.
Saludos. Carlos hace alusiones al ambiente
singularmente afrodisíaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca con los
ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles que se acusan en la negra
adherencia de los trapos mojados.
Nos mira con pupilas crispadas de visiones
libidinosas y arguye convencido:
-Se vive en un tarro de mostaza. El sueño es
una incubación de energías; el aire matinal un pick me up, y este
espectáculo diario es tan extraordinario para la “ taparrabería” de nuestra
vida cotidiana, que no anda vago de mil promesas incumplidas, como las
pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío
bajo las narices.
Por suerte, hay una que otra rabona
posible...
-Así que vos, a pesar de tu renombre
donjuanesco..., ¿se le acabaría la racha?
-¿Racha?... El mío es un oficio como
cualquier otro. Lógico es que algo
me resulte.
-¿Y nada para contarnos?
-¡Algo siempre hay!
-¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?
-¡Sí, la eterna mascarita!... Y eso es
natural en un día anónimo.
-¿Nos contarás tu aventura?
-Si quieren; es bastante curiosa... Vamos a
vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.
En lo del Negro Pescador hay un tenorete que
hace pecho; usa boutonnière estrepitosa y canta con olas en la voz.
Sentados, oímos la verba efervescente de Alejandro, que tornea las palabras con
ademanes de palpar formas.
-...Chicas así siempre se encuentran. No se
animan a nada, contenidas por el temor del murmullo malintencionado; pero se
dan, se entregan, en una mirada, con un gesto distraído que las desnuda,
ciñéndose la capa sobre las caderas libres, o entregándose turgentes al salir
de una ola.
¿Ustedes conocen la chica de F...? ¿Es
bonita, verdad? Pero su belleza es poco, comparada con el temperamento que vive
en ella.
Hacía todas las monadas de la carpa, de la
sonrisa, de la ola, y era como una palpitación constante de curiosidades
personales. Parecía maravillarse con su cuerpito duro, ceñido en piel morocha,
brillante como una espuma curada.
Al poco tiempo se permitía conmigo libertades
que nos detenían en privaciones forzadas. No había ocasión. Ella parecía
temerla, pero como impotente a negarse en una oportunidad decisiva.
Hice mi plan: carnaval se acercaba, y pensé
en lo que Carlos llama “la eterna aventura de la máscara”.
Ella me dijo cuál sería su disfraz. Su estado
febril la predisponía a los actos inconscientes, y preparé ese desagradable
antemano que, por desgracia, es imprescindible, si no se quiere caer en
pequeños inconvenientes que todo lo echan por tierra.
A las once estaba listo, coscojeando de
impaciencia dentro del dominó oliente a trapo.
Vacío completo en el salón limitado en
cuadrángulo por varias filas de sillas. Luz y reflejos acuáticos en el parquet
encerado.
Me senté en un rincón esperando que las
parejas de la terraza se hartaran de fresco y vinieran a romper el hielo
relumbrante.
Dos horas más tarde, siendo propicia la
algazara, me acerqué a mi mascarita, nervioso en la indecisión de los primeros
momentos. Pero todo se desvaneció en tranquilidad de ola rota cuando las
primeras frases banales de encuentro nos encaminaron a la conversación.
Inés no estaba elocuente; contestaba con voz
desconocida, bajo la máscara, los monosílabos obligatorios. Me explicaba
perfectamente su estado, y lacerado por el silencio de su turbación, fuí
elocuente, apasionado, exigente, como con derechos ya adquiridos.
Por fin, balbuceó frases de abandono, de
consentimiento tímido. Volví a la carga, insinué una escapada donde nadie
pudiera interrumpirnos y accedió con el sólo ruego de que respetara su máscara.
-Tendré más coraje, seré más tuya.
Di mi palabra, y el asunto marchó a antojo
menos difícil de lo que había previsto para una criatura inexperta.
Fué una noche extraña, devorante de
pulsaciones aceleradas y saciedades
renovadas por nuevas vorágines. Yo miraba
como en una mazmorra rodar las pupilas concentradas y lejanas. Nunca se ha
aferrado a mí una mujer con intensidad más violenta; levantaba el triángulo de
género que concluía su antifaz y entregaba insaciables sus labios, hinchados y
tenaces. Era como una desesperación; adivinaba sollozos, pero no me llamaba la
atención que, entre todas las tonalidades de amor, la triste fuera suya.
Quedé dos o tres días desagregado, tenue,
llevando en mí la sensación de un desvarío que me amplificaba.
¿Qué era de Inés? ¿Por qué me miraba así
fríamente y evitaba encontrarme a solas? ¿Se guardaba rencor por haberme
cedido?
Mucho tiempo anduve sin saberlo, y las veces
que me atreví a insinuar un recuerdo de la noche pasada hacíase la
desentendida. Creí, pues, me indicaba un camino, y callé, dispuesto a actuar
sin palabras para evitarle la situación neta que parecía rehuir. Al fin y al
cabo, todo estaba de acuerdo con la guardada del antifaz. Modo, en verdad,
curioso de pudor.
La segunda ocasión se presentó, volví a
utilizar mi sistema apremiante, e Inés fué mía por segunda vez..., es decir,
por primera, pues me daba la prueba material que ni yo ni ninguno la había
poseído anteriormente.
Esto corre desde hace varios días. La Inés de
hoy y la del carnaval resultan dos, y me muero de curiosidad inútil por saber
quién es la Mesalina furiosa de la careta que aprovechó el equívoco para
entregarse por cuenta de otra.
-¿Y no crees que volverá a buscarte, a
ingeniarse, por lo menos, en cualquier forma para verte?
-Seguro que no. Ésa es de las que, débiles,
ceden a la moral social como un perro a una mordaza, y se ha desbocado en
ocasión única con toda la presión
contenida durante una existencia.
-¡Pues ya sos oportuno!
-Casualidad, caer en el momento único.
Las copas están vacías, ya no hay gente
en el baño. Las mujeres se pasean, el cutis lustrado de gran aire salino, y se
saludan o conversan con gestos de púdico recato.
F E
R R O V I A R I A
-¡AHÍ VIENE el Zaino! - anunció Alberto desde
la puerta del pequeño salón de espera.
Recoger las valijas, salir al andén y
ponernos buenamente a contemplar el punto negro, empenachado de humo, que venía
hacia nosotros agrandándose, fué obra de un segundo.
Las despedidas se cruzaron.
-Hasta pronto, entonces; que se diviertan por
allá, y no olvide, Alberto, le recomiendo mi compañera por si le hace falta
algo...; atiéndame, ¿no?
-Pierda cuidao. Por lo pronto, la señora
-dijo mi compañero dirigiéndose a la robusta y hermosa alemana- nos hará el
honor de comer con nosotros.
-Con mucho gusto.
-Otra vez, entonces, ¡hasta la vuelta!
-Esoés, ¡adiós, adiós!
Y tras los últimos apretones de manos, nos
colamos a nuestro coche, sacamos el polvo de los asientos a grandes latigazos
de nuestros pañuelos, abrimos la ventanilla, acomodamos las valijas y nos
sentamos con satisfacción de conquistadores.
No hubo más voces, ni movimientos en la
estación campera, que pronto dejamos en su silencio.
Afuera, la llanura corría, a veces
interceptada por algún árbol demasiado cercano que aturdía los ojos.
-Supongo -dije a Alberto- que me presentarás
la rubia.
Y siguiendo a esta pregunta, hice otras,
cuyas contestaciones me fueron satisfactorias.
-Bueno, vamos al comedor, que nos estará
esperando.
Sola y halagada por muchos ojos, nuestra
flamante amiga aguardaba sonriente. Los manteles se cargaron de vinagreras,
platos, cubiertos, y, poco a poco, los viajeros llegaban con andar inseguro,
buscando en torno las caras menos desagradables para hacerlas sus compañeras de
comida.
Nuestra conversación rodaba, fácil y ruidosa,
como el tren mismo; los sacudones hacían chocar las rodillas bajo las mesas;
las porcelanas sonaban como risas, y en los vidrios, iluminados por la luz
interna, el azul de un atardecer ya avanzado concentraba su color.
Las intimidades con mi vecina iban su camino.
Debía tener yo rojas las mejillas, a juzgar por las de ella, y nuestras voces
llamaban la atención.
A los postres, pedimos nos llevaran al
compartimiento café y licores, y regresamos chocándonos a capricho de los
movimientos del vagón, cosa que permitía ciertos ademanes que podían pasar por
involuntarios.
Y como generalmente van las cosas, cuando dos
intenciones concuerdan, fueron las incidencias desenvolviendo su ovillo hacia
la perfección sin choques ni retardos, hasta que la misma idea, ineludible,
vino a detenernos ante el tercero, que, si hasta entonces había ayudado, podía
estorbar.
Dos palabras en voz baja. Ella se levantó
fingiendo un olvido.
-Ahora vuelvo.
Dije al rato estúpidamente.
-Ché, ésta no viene...; voy a buscarla.
Mi amigo sonrió simplemente.
Por breve que hubiese sido, ella encontró
tiempo para arreglarse y esperarme, sin trabas retardadoras, evitando los
ridículos de una impaciencia exasperada.
El lecho era estrecho y duro; pero ya
saboreaba todos los encantos de mi aventura inesperada, cuando dos puñetazos,
enormemente asentados, hicieron temblar la puerta.
Sorprendido e iracundo, respondí con
palabrotas a los ruegos del empleado, cuyo discurso no entendí. Pensé fuera por
los boletos, pero oí la voz de Alberto gritándome por una rendija:
-¡Abrí!... ¡Abrí, animal, que no es broma!
Corrí el pasador y mi compañero cayó casi
sobre nosotros.
-¡No te has dao cuenta que hace veinte
minutos estamos paraos en una estación y éstas con la luz prendida!
Loco, salté hacia el botón eléctrico, que
apagué de una vuelta, y libre entonces del encandilamiento, pude ver un racimo
de caras gozosas que se aplastaban la nariz contra el vidrio de la ventanilla.
S
E X T O
ERAN INOCENTES porque eran chicos, y los
chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.
Vivían, cerco por medio, en dos hermosas
quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas
eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.
Cuando sus brazos se unían o robaban sobre el
césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué, mientras
una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaban a buscarse los
labios.
Otras veces, influenciados tal vez por el día
o por un sueño de la última
noche, estaban serios. Sentábanse entonces
sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían
leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.
Eran cuentos como todos los cuentos
infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y
princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta
el episodio final, producido a tiempo para hacerles felices, felices en un amor
sin contrariedades.
Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos
de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipsis
interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de
promesas ignotas.
Y no eran sus ojos los únicos elocuentes. Su
boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar
inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían
blandamente en la inercia del abandono.
Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada
de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los altares. Y
cuando su voz se empeñaba de emoción al finalizar un cuento se estrechaban
cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas
intervenciones.
Entonces creían gozar de un privilegio. Se
acariciaban envueltos en una exigencia inexplicada de sentirse mezclados y
guardaban un sabor de iniciados en misterios ignorados del mundo.
Estaban un día ajenos a todo. El cuento de la
princesa rubia había puesto entre ellos la ascendencia de su fantasía. Ella se
arrebujaba contra él desparramando en
hilachas de oro sus bucles sobre el hombro amigo; él la había atraído lo más
posible y besaba, como estampas sagradas, sus ojos, trémulos de promesas
ignotas.
Así estrechados, una voz hostil los sacudió.
Vieron un hombre negro, un padre jesuíta que los invectivaba.
Escaparon. Pero el hombre, enfurecido por
algo inexplicable, tocó el timbre de la quinta, exigió la venida de la señora
y, señalando a los pequeños, los acusó de cosas incomprensibles.
Esa noche los involuntarios pecadores (así
muestran hoy las cosas) fueron sermoneados y entrevieron el sexto mandamiento.
La lápida estaba colocada.
El muchacho sintió que una gran ave blanca
yacía a sus pies en desparramo inmundo de tripas sanguinolentas.
Y ella veía caer de entre sus pestañas
temblorosas lágrimas, como si fueran gotas de su alma muertas de dolor.
EL PRESENTE LIBRO
HA SIDO DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA SILVINA GALLO.