DRAMA EN TRES ACTOS Y CUATRO
CUADROS
Representóse en el Teatro Infanta Isabel la noche del 1.° de Diciembre de 1915
DECORACIÓN
Sala baja en una posada de Lodosa, villa de Navarra.
Al fondo, gran puerta por donde se ven los patios y la escalera que conduce a
las habitaciones superiores. A la izquierda, puerta que conduce a una estancia
llamada el cuartón, que ha servido de dormitorio a los arrieros y luego se ha
destinado a diferentes usos, por exigencias de la guerra encendida en e] país
navarro. A la derecha, otra puerta que da paso a la calle y comedores de la
posada. En el centro de la escena, varias mesas donde se sirve café o copas a
los parroquianos que vienen de la calle. En las paredes, prospectos de vinos y
licores, y alacena de botellas.
Izquierda y derecha, se entiende del espectador.
CLAVIJO, médico militar disfrazado de trajinante
rico que recorre el país a caballo. MENDAVIA, oficial carlista vestido de
zamarra, botas de montar y boina blanca.
CLAVIJO. (Viendo entrar a Mendavia por la derecha.)
¿Y qué? ¿No ha parecido?
MENDAVIA. No.
CLAVIJO. Como has lardado tanto, creí que...
MENDAVIA. (Sentándose frente a su amigo.) Verás...
Empecé mis indagaciones por la iglesia parroquial. He interrogado a todos los
curas, sacristanes y hasta al organista
de la santa iglesia, y unos me han dicho que la han visto, sin asegurar dónde
ni cuándo; otros que no saben nada; luego me fuí al santuario de San Gregorio
Ostiense, junto al castillo; de allí al hospital; hablé con los pocos enfermos
que allí hay y con los hermanos recoletos que los cuidan, y tampoco saben una
palabra. En resolución, mi querido Clavijo, que la desdichada Sor Simona que
buscamos, o no ha estado nunca en Lodosa, o se la tragó la tierra.
CLAVIJO. Antes que la tierra o las aguas del Ebro se
la traguen, hemos de encontrar a la pobre hermanita que vaga por estos pueblos,
según nos han dicho en el camino de Viana. Hemos prometido a las hermanitas no
descansar hasta que logremos apoderarnos de la infeliz demente fugitiva, para
devolverla a la comunidad que llora el desvarío de su santa compañera.
MENDAVIA. Seguiremos el ojeo y la batida por todo el
Condado de Lerin en persecución de esa fierecilla de Dios. Pero yo estoy desfallecido.
CLAVIJO. Yo también. Llamemos a Tirón, el posadero
diligente y charlatán...
MENDAVIA. (Saliendo al foro, llama.) ¡Tirón., Tirón!
LOS MISMOS.—TIRÓN, que entra por la puerta izquierda
en mangas de camisa, y trae una damajuana en los brazos. Tras él viene Blas con
un serillo de esparto lleno de botellas.
TIRÓN. Chiquio, lleva esto arriba (le da la
damajuana) y trae a estos señores café, salchichón y aguardiente.
MENDAVIA. Aguardiente del de Lodosa.
TIRÓN. De Lodosa no, ridiós, que es aguachirle
arrematao. Tráelo del de Cuscurrita, mi tierra, que es la gracia divina. (Vase
el criado.) Dos palabricas, mi comendante: vusted me llamó casi arriba y yo
respondí casi abajo. Estaba sacando de
este cuartón toa la bebía pa meter los hiridos de esta
maldita guerra.
CLAVIJO. Ya se que el alcalde te ha mandado que
prepares tu posada para recibir
heridos. (Entra Blas con el servicio de café y copas.) Pero dejemos eso;
siéntate aquí y toma una copita.
TIRÓN.
¡Otra, míe que tengo quihaceres mil!
CLAVIJO. Un momento. Cuando Mendavia me dejó sólo
para recorrer la villa averiguando si está en ella la hermanita que buscamos,
yo te interrogué sobre el particular.
TIRÓN. Y yo contesté que no sabía nada de esa
hermanita correntona.
CLAVIJO. Pero que en Lodosa una viejecita...
TIRÓN. Natika, una pobre que vende escapularios,
aleluyas y otras chucherías, la cual me aseguró que la vió en Carcar.
CLAVIJO. Y que habló con ella. Tú quedaste en
llamarla para que oyéramos el relato de su propia boca.
TIRÓN. Que sí, que sí; hice el encargo, y la vieja
Natika no tardará en llegar. Pero diga, mi comendante: la que andan ustés
buscando ¿es, como quien dice, monja?
MENDAVIA. Es una hermanita de las de San Vicente de
Paúl.
CLAVIJO. De las que estaban en el hospital de Viana,
destruído hace poco, como tú sabes, por un gran incendio. No nos metamos a
inquirir si esto fue casual o por mano de los facciosos que allí estuvieron.
MENDAVIA. No, eso no: fue casual; me consta.
GLAVIJO. Y tan rápido, que apenas dió lugar a las
religiosas para ponerse en salvo. Entre ellas había una llamada Sor Simona, que
padecía desde hace años enajenación mental. Sus compañeras la tenían recluída
en una celda de la enfermería, cuidándola con tanto esmero como cariño.
MENDAVIA. Toda la comunidad la tiene en gran estima
por su virtud y la dulzura de su carácter, que no se desmintió ni aun después
de manifestarse en ella la dolencia cerebral.
TIRÓN. Un caso igual pasó mesmamente en Calahorra
con una monja de las que llaman capuchinas, la cual se trastornó de la noche a
la mañana y dió en la tecla de querer tirarse por la ventana a la calle o de
maltratar a las demás monjas.
CLAVIJO. La nuestra, la de Viana, no ha sido nunca
así: después de perdido el seso, sigue tan pacífica y piadosa como antes lo
fué. Su locura consistía en suponerse que vivía en épocas muy anteriores a la
actual; en querer infringir las reglas de la Orden, pretendiendo salir del
convento para recobrar su libertad y lanzarse a través de los campos.
MENDAVIA. Y dos años ha que logró escaparse y estuvo
tres días por esas aldeas cogiendo; flores, visitando los cementerios y curando
a los enfermos que encontraba en su camino.
CLAVIJO. Desde esa ocasión se vieron precisadas las
hermanas a recluirla en la enfermería.
TIRÓN. ¡Otra! y la noche del fuego en Viana la señá
Simona dijo: «Esta es
la mía», y se escapó.
CLAVIJO. Las hermanas me han contado que al huir del
incendio salieron todas juntas en buen orden. A Sor Simona la llevaban bien
vigilada, pero en la confusión de aquella horrible noche se les perdió.
Buscáronla en la calle, y no pareció; total: que la comunidad tomó la dirección
de Logroño, encargando a varias personas la busca y captura de la fugitiva, en
Viana o sus contornos. Algunos aldeanos dijeron haberla vista camino de Lerín,
y otros camino de Los Arcos. Mi amigo Mendavia y yo hemos recorrido esta
comarca, y don Salvador Ulibarri, que es tío carnal de Sor Simona, ha ido hacia
Los Arcos.
TIRÓN. ¡Ridiós! Ulibarri, don Salvador, el famoso
médico y rico hacendao
de La Guardia. ¡Ricontra! es muy mi amigo: antier
pasó por aquí y me dijo que llevaba un premiso de Dorregaray pa andar por estas
tierras.
MENDAVIA. Pues nosotros por un lado y Ulibarri por
otro, hemos de atraparla; y con mucha precaución y todos los miramientos, la
devolveremos a la comunidad.
CLAVIJO. La encontraremos, aunque para ello sea
preciso recorrer toda Navarra. Yo tengo salvoconducto de Moriones para
investigar en todos los pueblos ocupados por el ejército alfonsino.
MENDAVIA. Y yo lo tengo de mi primo Dorregaray, para
hacer lo mismo en las localidades que domina el carlismo.
LOS MISMOS.—NATIKA, que entra por la derecha llevando en el brazo una cesta con las baratijas que vende. Es una viejecilla ágil y vivaracha, vestida pobremente, pero con limpieza; su cabello blanco, recogido, con moñete en la coronilla.
NATIKA. ¿Dan su permiso?
TIRÓN. Entra, Natika. (Se levanta y le señala la
silla que él deja vacía.) Siéntate aquí. Toma una copita de lo de mi tierra,
que es cosa buena para avivar la memoria y despegar la lengua. Contarás a estos
caballeros lo que hablaste con aquella señora monja que viste en Carcar.
(Natika se sienta y Clavijo le sirve una copa.) Y a mí denme licencia para
dirme a mi obligación, que el arcarde me romperá su vara en las costillas no
hago lo que me manduvo. ¡Ay que vida más perra! (Vase por el fondo.)
CLAVIJO, MENDAVIA, NAT1KA
NATIKA (Después de paladear la bebida, se santigua.)
Pues siñor...
CLAVIJO. Dinos, ante todo, cómo era la señora que
viste en Carcar, su rostro su talle sus maneras, su acento...
MENDAVIA. Así, por la pintura, sabremos si es
efectivamente Sor Simona u otra que se le parece.
NATIKA. Cara pulida, cuerpo sotil, ligerica de
andares; años, la barrunto como de los treinta y cinco a los cuarenta; los
ojos, como las estrellicas del cielo.
MENDAVIA. Ella es.
NATIKA. Estábame yo con otros pobres a la puerta de
la iglesia cuando la vimos llegar, y lo mismo fue vernos ella que echarnos un
mirar de muchísima misericordia, que a todos nos dejó encandilaos. Entró en la
iglesia; tras de sí quedó un fuerte olor de santidad...
MENDAVIA. Explícanos cómo era ese olor de santidad.
CLAVIJO. ¿Llevaba flores?
NATIKA. Sí, que sí; llevaba en las manos puñaos de clavellinas,
azucenas y rosas.
CLAVIJO. (Vivamente.) Ya no hay duda. Una de sus más
arraigadas manías es andar siempre con flores, para ponerlas en los altares.
NATIKA. Sin
querer me metí en la iglesia detrás de ella, y la vi mojar los dedos en el
aguabenditera pa santiguarse.
MENDAVIA. Y tú y los otros pobres, ¿la esperasteis a
la salida?
NATIKA. ¿Cómo no esperarla, pues? Nos pusimos en
fila, y cuando salió, a todos y cada uno nos echó una palabrica de consuelo. A
los chicos les cogía la cara y les besaba, y a los viejos palmaditas en el
hombro nos dió. Y dale con preguntar si alguno estaba enfermo pa curarlo ella.
A uno que tiene los ojos con pitañas preguntóle dónde vivía, pa llevarle una
agüita curandera que ella sabe hacer. A un perlático, le dijo que con unturas
que ella tiene le curaría. Yo me pienso que es una santisma médica.
MENDAVIA. Es boticaria.
NATIKA. Anda que te andarás con pies ligeros, la
madre del buen olor se fué metiendo entre unos robles que en hacia acá de la
iglesia están; y nosotros los pobres, que si quiés, sin poder desapararnos de
ella, la seguíamos, pues. Sentóse la señora en el suelo arrimadica al tronco de
un arbóle, y tirando de rosario, venga rezar. Respondíamos nosotros al son de
los Padrenuestros y Avemarías de ella, echando de nuestras bocas suspiros y de
nuestros oíos glárimas de purisma devoción, tal y como en jamás de los jamases
la hubimos sentido. Ella era santa, pues. Nosotros pensábamos que se nos iba
metiendo en el alma su santidad. Acabado el rosario con las letanías, le señora
en pie se puso muy derecha, y nos dijo así: «Adiós, queridos hermanos: yo sigo
mi camino; quedaos aquí, y no hagáis intención de seguirme.» Le besamos todos
sus manos blancas, que seguían goliendo a rosas y azucenas. Para todos tuvo un decir
amoroso.
MENDAVIA. ¿Y adónde fué?
NATIKA. Al lugar de Andosilla.
MENDAVIA. (Levantándose.) Bendita sea esta pobre
mujer. Nos ha dado la luz que buscábamos.
NATIKA. Espérense un poco. Cuando la señora nos
mandó de no seguirla,
obedecimos como si la mesma Virgen nos lo mandara,
pues; pero entre los que allí estaban había un cojo, travieso y de mala idea,
que andaba con muletas, y el tal se empeñó en seguirla, y luego volvió y nos
dijo que había torcido a la izquierda, como para ir a Sesma.
MENDAVIA. Esta sí que es buena; os engañó porque no
quiere que se sepa adonde va.
NATIKA. Mal pensao, ¿quiere usté confundir o qué?
Señora tan santa, mentirosa no es. Sería, me pienso yo, que en el camino cambeó
de idea, pues.
CLAVIJO. Sea lo que fuere, el problema se ha
simplificado mucho. Ya sabemos que ha de estar en Andosilla o en Sesma. ¿En qué
te fundas, Natika, para decir que está en Sesma?
NATIKA. Dígolo porque en Sesma dos cosas hay que a
la señora gustánla
mucho: flores, haber muchas, y epidemia de enfermos.
MENDAVIA. Esta pobre iluminada me parece que está en
lo cierto. A Sesma.
NATIKA. (Con firme convinción.) A Sesma, sí; que sí.
CLAVIJO. Pues ahora propongo yo una cosa. Tú,
Mendavia, debes ir a Sesma inmediatamente. Yo esperaré una horas aguardando a
don Salvador Ulibarri, que fué anteayer a Los Arcos y debe estar al llegar.
MENDAVIA. (Puesto en pie para marchar.) Nos conviene
que lleves contigo a Ulibarri: es su tío, es de su sangre, y nos ayudará a
trincar la fierecilla de Dios, y devolverla, con las debidas precauciones, a la
comunidad.
CLAVIJO. Pues vete ya. Conviene ganar tiempo.
(Aparece Tirón por el fondo.)
MENDAVIA. Tirón, dame mi caballo.
TIRÓN. ¡Otra! ¿Pero se va ya?
MENDAVIA. Si.
TIRÓN. ¿Aónde?
CLAVIJO. A Sesma.
TIRÓN. ¿Es
que está allí la señora que buscan?
NATIKA. Sí.
TIRÓN. ¿Tú qué sabes?
NATIKA. Sí que sé.
TIRÓN. Esta endivina las cosas dende lejos. (Oyénse
ruidos de caballerías que entran por los patios.)
CLAVIJO. ¿Quién viene?
TIRÓN.
¡Ridiós! Serán los arrieros de Lerín.
NATIKA. No son los arrieros de Lerín; son los de
Dicastíllo, y detrás de ellos viene la partida de Sacris.
TIRÓN.
(Escuchando desde la puerta del fondo.) Pues sí que adivina.
MENDAVIA. (Inquieto.) Tirón, mi caballo. Quiero
echar a correr antes que venga Sacris, porque es muy hablador y no me dejará
partir.
CLAVIJO. ¿Quién es ese Sacris?
MENDAVIA. Es aquel que vino conmigo persiguiendo a
los liberales cuando trajisteis a... Tafalla el cadáver del general Concha,
muerto en Montemuro. Mi caballo, Tirón. (Vanse Tirón y Mendavia por el fondo.)
CLAVIJO. ¿Y cómo sabes que viene la partida de
Sacris?
NATIRA. ¡Ay, siñor! En esta bendita tierra las
pisadas me suenan aquí drento (señala con el dedo su cabeza) dende larguísimas
distancias.
CLAVIJO. Sin duda eres una vidente, una iluminada.
NATIKA (Disponiéndose a salir.) Yo no sé lo que soy;
sí sé que he visto mucho mundo. Dios le guarde, siñor.
CLAVIJO. ¿Adónde vas ahora?
NATIKA. Al cimenterio. Tengo allí enterraos tres
hermanos, que murieron por su Dios y por su rey, y no pasa día sin que yo vaya
a echarles muchos rezos pa que Dios les de la gloria eterna. (Encaminándose a
salir por la derecha.) Y váyase pronto a Sesma.
CLAVIJO. Espero a Ulibarri, que debe venir hoy.
NATIKA. (Ya en la puerta.) Pues ahí le tiene ya.
Ahora entra. (Desaparece por la derecha.)
CLAVIJO. ¿Será verdad? (Escuchando por el fondo.)
Pero esta mujer ¿es zahorí, ó qué demonios es? (Entra por el fondo Tirón, muy
sofocado.) ¿Qué hay, Tirón?
TIRÓN. Hay... (Limpiándose el sudor.) Que ha venido
don Salvador Ulibarri, y tras él la caballería de Sacris.
CLAVIJO. ¡Ah, don Salvador! ¡Qué alegría! ¿Dónde
está?
TIRÓN. Ahora viene. Me ha dicho, que en cuanto él y
su Caballo descansen un poco, vendrá a ponerse a las órdenes de usted para ir
juntos a Sesma. Aquí está ya. (Entra Ulibarri, Clavijo y él se abrazan
efusivamente. Vase Tirón.)
CLAVIJO. ¡Oh, amigo Ulibarri, cuánto me alegro de
verle!
ULIBARRI. ¿Pues qué he de decir yo, que no deseaba
otra cosa?
CLAVIJO. Aquí estamos dos médicos, igualmente
interesados en apoderamos de la desdichada Sor Simona. Usted, como pariente
cercano de ella; yo, como amigo y médico, que he tenido la ventaja de asistirla
en los hospitales de Logroño y de Viana.
ULIBARRI. Sí; recogeremos a la fugitiva y
trataremos, sino de curarla, de aliviar su fatal dolencia. Para eso están los
médicos.
CLAVIJO. Pero distingamos. Usted, señor Ulibarri, es
un doctor eminentísimo de los más sabios que tenemos por acá, y yo soy un pobre
practicón de pueblo y un físico de tropa.
ULIBARRI. ¡Oh! No, no. Usted, querido Clavijo, tiene
sobre mí la ventaja de haber conocido de cerca el caso que vamos a examinar...
¿Qué razón hay para que vayamos a Sesma?
CLAVIJO. Que según mis noticias, allí ésta Simona.
Al amigo que me acompaña en mis pesquisas, Mendavia, usted le conoce...
ULIBARRI. Sí, el primo de Dorregaray.
CLAVIJO. Hace un rato salió para Sesma. Yo no he ido
con él por esperarle a usted.
ULIBARRI. Pues en Los Arcos me dijeron que mi
sobrina estaba en El Busto, y en El Busto me aseguraron haberla visto aquí, en
Lodosa.
CLAVIJO. Eso pudo ser hace unos días; hoy, según
referencias muy verosímiles, donde está es en Sesma.
ULIBARRI. Pues allá iremos en cuanto mi caballo coma
y se reponga del julepe que le he dado para venir hasta aquí. ¿Cree usted que
encontraremos allí a mi sobrina?
CLAVIJO. Lo espero; mas no lo aseguro, porque esa
mujer, a quien todavía no he podido echar la vista encima recorriendo esta
comarca a pie o a caballo, debe tener en sí algo de sobrenatural, porque se
esconde y aparece por arte de encantamiento, no dejándose ver de los que con
tanto afán la buscamos.
ULIBARRI. Lo mismo he pensado yo; pero como no creo
en visiones ni en desapariciones misteriosas, trato de indagar ahora la
situación psicológica, el estado de alma de mi sobrina en el segundo período de
su existencia. Debo decir a usted, mi querido compañero, que no he visto a
Simona desde que ingreso en la Santa Congregación de San Vicente de Paúl. Desde
aquel solemne día hasta los días tristes en que mi sobrina perdió la razón,
usted que fué su médico en Logroño y en Viana, podrá decirme lo que observó en
ella.
CLAVIJO. Yo puedo decir a usted de Sor Simona, que
desde su ingreso en la Orden se Señaló como un ser purísimo en quien
resplandecían todas las virtudes. Sus compañeras la tenían en gran estima; los
enfermos la miraban como a criatura celestial. A todos cautivaba por su
carácter alegre y un tanto jovial. Empezó sirviendo en la botica como auxiliar
de Sor Adelaida, y al morir ésta la sustituyó en sus funciones, hasta que se
notaron en ella los primeros síntomas de locura.
ULIBARRI. Explíqueme bien, querido Clavijo, las
primeras manifestaciones de esa locura, su desarrollo, etc., etc. (Cogidos del
brazo se pasean por la escena.)
CLAVIJO. Verá usted. Nunca se equivocó en las
dosis... Sin perder su carácter apacible y jovial, abandonaba la botica y se
iba a la sala de enfermos para decir a cada uno de ellos una palabra
caritativa..., o bien pasaba largos ratos en el jardín cogiendo flores y
llevándolas a la iglesia para adornar con ellas éstos o los otros altares. Por
tales extravagancias la reprendía cariñosamente la madre superiora; pero la
pobrecita Simona no se daba por enterada. A estos desvaríos siguieron otros más
graves, y fué que una mañana, burlando la vigilancia de los porteros, se lanzó
a la calle y al campo, y cuando se logró darle alcance y traerla a casa, entró
muy tranquila y risueña, diciendo que la libertad es un don del cielo y que no
se puede privar de él á ninguna criatura.
ULIBARRI. Naturalmente, y esa fué la ocasión en que
las hermanas decidieron recluirla en una celda de la enfermería.
CLAVIJO. Así fué, y tres o más años transcurrieron
desde que fué recluida hasta que el incendio dió a Sor Simona la libertad que
ardientemente deseaba.
ULIBARRI. (Con creciente interés.) Cuénteme ahora
qué pensaba mi sobrina y qué disparates hacía durante los años de reclusión.
CLAVIJO. Pues verá usted, yo la visitaba con
frecuencia, porque me agradaba extraordinariamente su trato y su conversación.
Encontraba en ella la misma dulzura de siempre, la misma piedad, la misma
pureza de pensamientos e intención. En la locura como en la normalidad de sus
facultades, era una santa. En la placidez de su santidad, refulgían como
relámpagos algunos despropósitos de la mayor inocencia.
ULIBARRI. A ver, a ver.
CLAVIJO. Figurábase estar viviendo en edad anterior
a la que conocemos; y tan atrás volaba su pensamiento, que hablaba de los
veaumonteses y de los agramonteses como si aún estuvieran alborotando esta
comarca. Y una tarde me contó las travesuras y arrogancias de César Borgia,
cual si le hubiera conocido y tratado familiarmente.
ULIBARRI. ¡Pobrecilla! Renovaba en su desquiciado
cerebro los cuentos con que la entretenía su abuela, mi madre, doña Catalina de
Ulibarri, que era la crónica viviente de Navarra... Desdichada Simona. Lo que
usted me cuenta es muy interesante; pero no encuentro en ello el móvil, el
choque inicial, la crisis de que provienen esos dislates de mi amada sobrina.
Me gusta investigar las causas; por eso he presto toda mi atención en los
efectos que usted me ha referido; no encontrando en ellos la causa, debo
buscarla en la juventud de Simona, antes de que ésta renegara de la vida
mundana o familiar para refugiarse en la religiosa. (Se paran en el centro del
escenario.)
CLAVIJO. En ese terreno, señor Ulibarri, está usted
mejor informado que yo. (Se sientan; echa vino en dos copas y beben los dos.)
ULIBABRI. Si; desde que era Simona una chicuela
gentil y vivaracha la tuve a mi lado. No puede usted imaginarse criatura más
simpática y adorable. Ya mujer, sus padres se miraban en ella, la familia le profesaba un amor entrañable.
Todos decíamos de Simona lo que usted dice ahora: es una santa y de una
santidad alegre, jovial, dentro de la más exquisita discreción. Por entonces...
cuando Simona pasaba de los diez y ocho, sobrevino la emergencia de un nuevo
factor en la vida de mi sobrina.
CLAVIJO.
(Vivamente.) El amor. Algo oí de eso; pero también oí que pasó sin dejar
rastro.
ULIBABBI. Le contaré a usted. Un joven de La
Guardia, de familia tan respetable como la nuestra, se prendó de Simona y ella
le correspondió. Como ambas familias tenían trato continuo, el galán y la
damisela se veían y se hablaban sin estorbo en la casa de los padres de él o de
ella. Para no desorientar a usted, le anticipo la afirmación de que las
relaciones de Simona con Ángel Navarrete fueron las más honestas y puras que
imaginar se puede. Seis o siete meses duraron los inocentes y delicados amores
de aquella pareja feliz. Ya las familias de ambos, los Navarretes y los
Ulibarris, se ocupaban en concertar la boda, cuando la suerte dispuso las cosas
de otra manera. En un viaje que hizo Ángel Navarrete a Vitoria, conoció a una
señorita, hija de los condes de Salvatierra; y tan locamente se enamoró de
ella, que al volver a La Guardia pronto manifestó a mi sobrina, con sus
frialdades y desvíos, que de lo dicho no había nada. La pobre Simona, al
cerciorarse de su desdicha, recibió en su corazón un golpe que creímos mortal.
No lo fué, porque lo soportó con heroica entereza y resignación tan honda y
callada, que no la igualarán las víctimas más eminentes del martirologio. Dos
meses después, cuando se supo en La Guardia el Casamiento del joven Navarrete
con la de Salvatierra, vino Simona a mi Casa a pasar el día con mis hijas, sus
primas. Observé en su rostro una palidez intensa y en su voz como un esfuerzo
convulsivo para esconder o disimular la tempestad que en su alma rugía.
Apretándole las manos, le dije: «Simona, mujer sublime, eres una santa.» Y
ella, por no desmentir en aquella ocasión su donosura y jovialidad, me
respondió : «No lo diga en broma querido tío, porque si se me mete en la cabeza
ser santa lo seré.»
CLAVIJO. Ya, ya se iniciaba en ella el propósito de
volver la espalda al mundo y echarse en brazos de Dios.
ULIBARRI. Empezó por lecturas místicas, rehuía el
trato de gentes, frecuentaba la iglesia, y ..., no le cuento lo que pasó,
porque es público y notorio que al año era Hermana de la Caridad. Lo que sí le
digo es que en aquella época de transición, ni una vez siquiera se la oyó
mentar a su antiguo novio, Ángel Navarrete, ni a la mujer de éste, Pilar
Amézaga; o los arrojó de su alma como cosa muerta, o los guardaba dentro, muy
dentro. Esto es lo que no sabemos, ni lo sabremos nunca.
CLAVIJO. (Con profunda convinción) Era una santa y
ahora también lo es, quizás más.
ULIBARRI. Hemos diagnosticado, una existencia
dividida en dos partes: yo, la primera; usted, la segunda.
CLAVIJO. Así es.
ULIBARRI. Y ahora el doctor Ulibarri pregunta a su
compañero el doctor Clavijo si ha
observado en el caso de la santa enferma algún síntoma, por
insignificante que sea, palabra, exclamación, gesto, que relacione el estado
físico y moral de Sor Simona con la crisis de amor y despecho que yo examino en
la primera parte de esta noble existencia. ( Ambos permanecen mudos.)
CLAVIJO. (Después de meditar un rato.) Déjeme
pensarlo; déjeme evocar mis recuerdos... ¿Alguna relación...? Pues, sí... no,
no. Honradamente no puedo decir que observé relación de esto con aquello. Sólo
una vez, cuando la Hermana de la Caridad tenía su razón perturbada, habiéndole
yo dicho que olvidase sinsabores de otro tiempo, me dijo estas palabras con su
habitual donaire: «Sepa el buen Clavijo que el alma mía está limpia de todo
rencor. Firme en la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, amo a mis enemigos y
hago bien a los que me aborrecen.»
ULIBARRI. Loquita y todo, santa es (Oyése ruido
lejano de caballería, que rápidamente se aproxima.
CLAVIJO. Ahora vámonos a Sesma. Si la encontramos
allí, como espero, la llevaremos a la comunidad.
ULIBARRI. Aguarde usted. Bueno será que la
busquemos; en lo no que estoy conforme es en devolverla a la comunidad. ¿No será
mejor y más humano dejarla en libertad para que corra de pueblo en pueblo
cogiendo flores y curando enfermos? (Sienten más cercanos pasos de
caballerías.)
CLAVIJO. Es muy peligroso. Podría la infeliz caer en
poder de algunos desalmados...
ULIBARRI. Dios la protegerá.
CLAVIJO. ¿Y si no la protegiera?
ULIBARRI. Bueno, bueno; usted manda. Vamos a Sesma.
(Arrecia fuertemente el ruido de tropas, que suena ya dentro de los patios.)
CLAVIJO. Ya están aquí. La caballería invade la
carretera.
ULIBARRI. Saldremos por el portalón de la ribera.
(Acércase al foro y llama.) ¡Eh, tú!
LOS MISMOS.— BLAS, que entra por el foro: presuroso; después TIRÓN.
BLAS. ¿Qué manda, siñor?
CLAVIJO. El caballo de Ulibarri y el mío llévalos
enseguida por el portalón de la ribera, ¿sabes? Allí montaremos para partir a
escape.
BLAS. Bien, siñor. (Vase Blas.)
CLAVIJO. Este Sacris pedirá raciones, y si se las
dan se irá hacia...
ULIBARRI. Hablé con él en El Busto y me dijo que
tenía ordenes de ir a Olite.
CLAVIJO. Llevará camino distinto del que llevamos
nosotros; pero aunque así no fuera, no me inspira cuidado.
ULIBARRI. Es hombre muy corriente y no carece de
ilustración. Ya sabrá usted que fué seminarista en Pamplona, y en cuanto
recibió las primeras órdenes se metió a guerrillero y...
CLAVIJO. Ya sé. Su nombre es Ochoa.
TIRÓN. (Que entra por el foro.) ¡Ea, señores! Ya
tienen los caballos en el portalón.
ULIBARRI. Pues, andando.
CLAVIJO. Hasta la vista, Tirón. Ahí te dejamos a
Sacris para que te diviertas con él. (Vanse por el foro rápidamente Clavijo y
Ulibarri.)
TIRÓN. (Desesperado.) ¡Buena diversión me ha caído,
ridiós! Este demonio de Sacris quié quitarme toa la bebía, y me pienso yo que
tamién quié meterme me en la posá los heríos que trae; ¡por vida..!
BLAS. Siñor amo.
TIRÓN. (A gritos y muy malhumorado.) ¿Qué?
BLAS. ¿Que si llevo los garbanzos arriba?
TIRÓN. (Paseándose agitado.) No.
BLAS. ¿Traigo las enjalmas pa ponerlas ahí en el
cuartón?
TIRÓN. No.
BLAS. Pues entonces, ¿qué?
TIRÓN. Lárgate de aquí, pelmazo.
BLAS. (Dando la vuelta para irse.) Güeno.
TIRÓN. Ven acá, piazo de alcornoque: ¿no te mandé
que bajaras las enjalmas?
BLAS. ¡Recontra! si li pregunté si las traía y me
dijo que no.
TIRÓN. Eres más bruto que yo, que es cuanto hay que
icir,
BLAS. Ca uno
sabe aonde le pica.
TIRÓN. (Cogiéndole del brazo.) Ven acá, zopenco:
¿Onde está Sacris?
BLAS. En el patio de allá comiendo.
TIRÓN. ¿Empezando a comer?
BLAS. Me paice que acabando. Trai tanta gazuza, que no
se ve la comía
dende el plato a la boca.
TIRÓN. ¿Y quién está con él?
BLAS. El arcarde.
TIRÓN. ¿Y qué, le da raciones?
BLAS. ¡Otra! No lo entendí porque hablaban bajico.
TIRÓN. ¿Y han llegado los carros?
BLAS. Están a la vista.
TIRÓN. ¿Traen heríos?
BLAS. Heríos traerán o muertos, de una trefulca que
han tuvido a tres leguas de aquí.
TIRÓN. Vete a ver lo que pasa.
BLAS. Voy. (Desde la puerta retrocede diciendo:) Ya
viene aquí el Sacris. (Vase Blas.)
TIRÓN, SACRIS, mocetón vigoroso, barbudo; boina blanca, botas de montar, zamarra, sable al cinto e insignias de teniente coronel. Entra encendiendo un puro.
TIRÓN. Oye, tú, Sacris. Ese tarugo del arcarde. ¿te
da raciones?
SACRIS. No me da más que lo preciso para llegar a
Olite.
TIRÓN. Pues cógelo y vete pronto, que ca minuto que
estás en mi posá me
cuesta a mí un ojo de la cara.
SACRIS. (Flemático.) Aguántalo, Tirón, aguántalo por
Dios, que es el primer lema de nuestra santa bandera; por la patria navarra,
que es la patria española, y por el excelso rey Don Carlos VII, cuyo trono
hemos de ensanchar tanto, tanto, que
empiece en Roncesvalles y acabe en el Peñón de Gibraltar.
TIRÓN. (Con socarronería.) Amén, amén. Hablas tan a
lo campanudo como cuando estabas pa cantar misa.
SACRIS. (Que mira a las mesas donde hay servicios de
copas.) Y ahora...
TIRÓN. Te veo, besugo; ¿quieres de lo caro, de lo de
Cuscurrita?
SACRIS. (Sentándose junto a una mesa.) «Tu dixisti.»
TIRÓN. (Le sirve una copa.) Este licor te fortifica
el corazón y te afina las entendederas.
SACRIS. Y me fortifica el brazo para exterminar a
los malos.
TIRÓN. Y a propósito de enemigos: ¿han llegao tus
carros? ¿Traes heríos?
SACRIS. Sí. Al salir de El Busto encontré un
destacamento de las tropas liberales que manda el brigadier Bargés. Nos
tiroteamos; yo le maté creo que dos o tres hombres, y él me hizo a mí cuatro
heridos, que traigo en mis carros. El alcalde me dijo que estando el hospital
hasta los topes, él recogerá dos heridos, y de los otros dos te encargarás tú.
Ya lo sabes, Tirón. Vete a recogerlos y acomódalos donde puedas.
TIRÓN. ¡Esta si que es buena! ¡Pa meterlos he
preparao el cuartón! (Señalando a la izquierda.) No tengo camas; pero tengo
unas enjalmas donde estarán como en la gloria.
SACRIS. Anda, despabila pronto.
TIRÓN. Voy; bien veníos sean a mi posá, en tanto y
mientras mi dé el Ayuntamiento, como la otra vez dos peseticas por ca uno: a la
cuenta que Tirón es cristiano viejo, y buenos caldos no lis han de faltar.
(Dirígese al foro, y al ver que traen ya a los heridos, dice:) Aquí los traen
ya. (Sale al foro y grita:) ¡Eh! Por
aquí, al cuartón. (Váse por el foro con los que acompañan a los heridos que se
ven pasar de derecha a izquierda. Cada herido viene traído por dos soldados, en
la forma que vulgarmente se llama silla de la reina.)
SACRIS, solo; después, NATIKA, SOR SIMONA. Pausa. Se
obscurece la escena. Oyense campanas próximas y lejanas Tocando a oraciones.
SACRIS. (Con recogimiento, se pone en pie y se
descubre.) La oración. (Reza a media voz. Intenso rumor de rezos en el cuartón
y en los patios. Pausa. Aparece por la puerta de la derecha Natika, con su
cesta al brazo, y se vuelve hacia dentro.)
NATIKA. Entre, señora. (Entra Sor Simona, tranquila
y risueña. Trae en la mano un ramo de flores, avanza lentamente, reconociendo
con atenta mirada el lugar donde se encuentra. Al pasar junto a Sacris, le dice
Natika con voz imperiosa:) Sacris: arrodíllate.... Es la santa. (Tras un
instante de estupor, Sacris se arrodilla y se santigua. Continúan las dos
mujeres hacia la izquierda. Ya cerca de la puerta, dice Natika:) Aquí están los
heríos; entre, señora. (Sor Simona entra delante y Natika detrás.)
Telón lento.
Ayuntamiento de Dicastillo, donde está instalado un
hospital provisional. La escena representa la modesta estancia donde mora Sor
Simona, que asiste a los enfermos de dicho hospital. En el centro, una cama
humilde. En las paredes, estampas de vírgenes y santos. Puertas al fondo y a la
izquierda. A la derecha, una ventana, y frente a ésta, una mesita.
NATIKA, MIGUELA, mendiga riojana, menos vieja que
Natika; SAMPEDRO, viejo castellano. Las dos primeras están sentadas en el
suelo, zurciendo ropa. El viejo entra y sale varias veces durante la escena.
NATIKA. Dite, Miguela: ¿acabas ó que?
MIGUELA. ¡Otra!, prisa ya me doy, pero no tengo los
ojos que tú.
NATIKA. Estos mis ojos, la señora santa me los
ilumina para que pueda repasar la ropica de ella pues.
MIGUELA. ¿Lávasla tú, Natika?
NATIKA. Con sus manos santas lávala ella misma. ¿Lo
dudas, ó qué?
MIGUELA. Verdad será, pues tú lo dices.
NATIKA. Dende que estamos en Dicastillo, antes que
amanezca, baja al río la señora; enjabona, lava, aclara con ligereza por demás
y gracia. Yo voy con ella, y en cuantico viene al hospital, yo tendiendo la
ropa me quedo.
MIGUELA. Pa mí que la señora y tú, santicas seis las
dos.
NATIKA. Quita ahí; santa ella sola.
MIGUELA. (Dando una pieza ya repasada.) Esto está
ya, dame otra. (Entra Sampedro por el fondo con un delantal azul en la mano.)
NATIKA. ¿Qué traes?
SAMPEDRO. La señora me manda con este delantal para
que le echéis una pieza y le cosáis las cintas.
NATIKA.
Dame.
MIGUELA. Siéntate, Sampedrico, que paice que estás
cansao.
SAMPEDRO. Sí que lo estoy. (Se sienta.) Del hospital
a la alcaldía, de la alcaldía al hospital, luego a la calle, después al
cementerio.
NATIKA. Dite, Sampedro; ¿encontraste flores?
SAMPEDRO. Sí, que las traje; luego bajé a la cocina
y calenté la plancha para que planchara su ropa en el hospital.
NATIKA. Y hoy, ¿tiene mucho trabajo la señora en el
hospital?
SAMPEDRO. No falta que hacer. Hemos amortajado a un
sargento que se murió esta madrugada.
MIGUELA. El Señor le dé lo que más le convenga.
NATIKA. (Después de rezar en silencio.) Y aluego,
Sampedro, ¿aónde vas?
MIGUELA Otra, ¿arcángeles has dicho?
NAT1KA. Sampedro: salte fuera y mira si andan por
ahí los tres arcángeles custodios de la santa nuestra.
SAMPEDRO. Voy a ver. (Vase por la izquierda)
NATIKA. ¿Por mentira lo tienes, o qué?
MIGUELA. Yo he visto por ahí tres señores a caballo,
Arcángeles no.
NATIKA. Dígote yo, Miguela, que arcángeles son
efectivos; pero toman la vestidura de personas terrenales para que la gente no
se alborote y puedan ellos ir por acá o por allá sin que nadie los estorbe.
MIGUELA. (Con cierta socarronería) ¡Ah, sí! Ayer los
vide yo, y parecióme que uno de esos ha tomado la figura carnal del médico don
Mariano Clavijo.
SAMPEDRO. (Entrando.) Ahí están los tres arcángeles;
por cierto que uno de ellos tiene la traza pintiparada del mismísimo don
Salvador Ulibarri, el gran médico de La Guardia.
NATIKA. Vosotros, ciegos del espíritu, no veis más
que las apariencias que ellos mismos se dan por la cuenta que les tiene. (Con
acento solemne.) Yo vos digo que son dos arcángeles y un apóstol.
SAMPEDRO. Yo veo en el del caballo blanco a don
Salvador Ulibarri.
NATIKA. Tú ves visiones, buen Sampedro: el del
caballo blanco es el apóstol Santiago, y los otros dos, arcángeles: San Gabriel
y San Miguel. (Levántanse, y cin gran enojo les dice:) Si tuviérades fe como yo
la tengo, veríades la verdad; pero los ojos vuestros telarañas tienen.
LOS MISMOS.— SACRIS, que entra por la izquierda.
SACRIS. ¿Qué hacéis aquí?
NATIKA. Ya lo ves: hemos repasao la ropa de la
señora y estamos esperando que venga para...
SACRIS. Idos al hospita1 donde está la señora
bastante atareada con los enfermos.
MIGUELA. Vamos Natika. (Los tres se dirigen a la
puerta.)
SACRIS. (Deteniendo al viejo.) Tú Sampedro quédate;
tengo que hablar contigo. (Vanse las viejas.)
SAMPEDRO. ¿Qué me quieres?
SACRIS. Oye. Sor Simona me inspira un respeto
profundo, casi supersticioso... Hay momentos en que llego a creerla criatura
sobrenatural.
SAMPEDRO. Lo mismo me pasa a mí. Cuando la miro se
me encandilan los ojos; pareceme que veo su cabeza coronada de luces...
SACRIS. Sí, sí... como las cabezas de los santos.
(Bajando la voz.) Pues verás. He hablado con los tres caballeros que andan por
aquí custodiándola con sigilo a distancia.
SAMPEDRO. Ya, ya. Esos que Natika llama los dos
arcángeles y el apóstol Santiago.
SACRIS. Precisamente, el apóstol Santiago en la
figura corpórea de don Salvador Ulibarri, me ha dicho...
SAMPEDRO. (Secreteando.) También a mí me dijo...
SACRIS. ¿Qué...?
SAMPEDRO. Yo no hice caso, dilo tú. A mí me da mucho
miedo andar en conversaciones con arcángeles, apóstoles y señoras en olor de
santidad..., porque yo me malicio que detrás de estas figuraciones suele andar
el demonio.
SACRIS. (Vivamente, tapándole la boca.) Cállate;
aquí no hay demonios.
SAMPEDRO. Pues dime tú lo que hablaste con el del
caballo blanco, don Salvador Ulibarri.
SACRIS. Los tres me dijeron que preparáramos el
ánimo de Sor Simona para que consintiese en dejarse llevar por ellos a Logroño,
donde está la comunidad.
SAMPEDRO. Eso mismo me dijo a mí el señor Clavijo;
pero yo no me atrevo... Eso tú, Sacris, que tienes más autoridad y más...
SACRIS. Pues yo, hablando con franqueza, digo y
sostengo que no debemos consentir que esos señores se la lleven; la santa es
nuestra, es un don del cielo concedido a la causa que defendemos, es...
SAMPEDRO. (Oyendo pasos en el fondo.) Espérate.
Alguien viene... Es ella. (Abrése la puerta del foro. Aparece Sor Simona,
tranquila, risueña, con el completo atavío de Hermana de la Caridad. Detiénese
un instante en el marco de la puerta. La actriz cuidará de dar a la figura toda
la idealidad que la caracteriza.
LOS MISMOS.—SOR SIMONA, que avanza despacio hasta la silla: se sienta, saca su labor de media y trabaja. Sacris y Sampedro se inclinan respetuosamente, silenciosos.
SOR SIMONA. No esperaba encontrarte aquí, Sacris;
esta mañana, si no estoy trascordada, me dijiste que hoy, antes de las once,
saldrías con tu gente para Tafalla.
SACRIS. Esa orden tenía; pero Gaztelu, que acaba de
llegar con el tercero y el quinto de Navarra, me ha traído nueva orden: que me
incorpóre a él...
SOR SIMONA. Ya siento llegar las tropas de ese
Gaztelu.
SACRIS. Entiendo que mañana nos reuniremos con
Pérula para marchar hacia Montesquinza.
SOR SIMONA. (Con amargura.) Y adelante con la
matanza. Sin daros cuenta de ello, reproducís los delirios guerreros de los
veaumonteses y agramonteses, ofendiendo al Dios que lleváis inscrito en vuestra
bandera.
SACRIS. Señora: con el respeto debido diré a usted
que nos batimos por Dios y vamos a la pelea entonando himnos religiosos...
SOR SIMONA. Ya los oigo, y oyéndolos veo correr la
sangre humana. Navarra es un país armonioso y trágico: el país de la música y
el país de las guerras; desde que Dios hizo esta tierra, los hombres cantan
como ángeles y se despedazan como demonios.
SACRIS. Señora: yo soy músico, yo estudié para cura
y sé latín; yo empuñé la espada para defender el fuero de mi patria y el fuero
de mi rey y espero que si perezco en la batalla Dios me acogerá en su seno.
SOR SIMONA. Al seno de Dios, amigo Sacris, se llega
por las buenas obras
SACRIS. (Confuso.) Pero las buenas obras entiendo yo
que...
SAMPEDRO. No disputes, Sacris, porque la señora sabe
más que tú y que yo y que todo el mundo; lo que dice la señora es que no
debemos matar a nadie. (Sor Simona sonríe, asintiendo a lo que dice Sampedro.)
SACRIS. No debemos matar, es cierto; pero si un
liberal viene a matarme a mí antes que muera yo, muera él. Y lo mato diciendo:
«Exaudi Domine et discerne causam meam de gente non sacta.»
SOR SIMONA. ¡Matar, matar!... Vosotros creéis que
vivís en un siglo que llamáis XIX, o no sé qué. Yo digo que vivimos en la Edad
Media; grandiosa y terrible edad... Guerra, santidad, poesía... Hijos míos,
como criaturas nacidas en la edad trágica y bella, purificad vuestras almas;
mantened siempre limpias vuestras conciencias; socorred al pobre; haced bien a
todo ser viviente, sin excluir a los que os aborrecen; perdonad toda ofensa;
sea vuestra ley el amor, el amor en todo lugar y en toda ocasión... y quien
dice el amor dice la paz.
SACRIS. (Con violencia.) Pero ¿dónde está esa paz?
La señora lo ha dicho antes: desde que Dios hizo a Navarra no ha habido paz en
este suelo. Si nos provocan, tenemos que defender la patria.
SAMPEDRO. Eso digo yo: defender la patria.
SOR SIMONA. ¿Sabéis vosotros cuál es la verdadera,
la única patria? Pues la verdadera y única patria es la humanidad.
SACRIS. Pero la humanidad es tan grande, tan grande,
que...
SOR SIMONA. Busca la humanidad en lo pequeño, en lo
que está más cerca de ti; en la masa enorme de los humildes, de los desvalidos;
en los que no tienen alimentos, ni ropa, ni hogar.
SAMPEDRO. Eso, eso. Toma ejemplo de la señora, que
no quiere vivir en las ciudades, que se pasa la vida de aldea en aldea,
asistiendo a los enfermos. Ahí la tienes afanada, en hacer unas medias para la
pobre Natika, que anda descalza.
SOR SIMONA. (Riendo.) Sacris, no hagas caso de este
pobre Sampedro, que si ve bien las cosas pequeñas, no sabe reunirlas y sumarlas
para verlas en grande.
SACRIS. Según eso, yo debo buscar la paz en el amor,
en las virtudes mundanas, en el socorro de éstos y aquéllos menesterosos, para
llegar al culto de la patria grande, que es la humanidad.
SOR SIMONA. (Riendo.) Amigo Sacris: te he
confundido, te he trastornado al querer ilustrarte. De las dos primeras
palabras de tu lema, Dios y patria, ya te he dicho mi parecer. Falta decirte lo
que pienso del rey. Pues el rey eres tú, el hombre; y quien dice el hombre,
dice la mujer, el ser humano, que practicando la ley del amor se hace dueño del
mundo . (Sacris contemplándola alelado, parece no entender lo que oye.) Pobre
Sacris. No entiendes, ¿eh? Practica la ley de amor, la ley de humanidad, y lo
entenderás.
SACRIS. (En el colmo de la confusión.) Yo, yo...
diré que...
SAMPEDRO. Tonto, admite, la idea aunque no la
entiendas. (Entran bruscamente Natika y Miguela.)
NATIKA. Señora. (Se arrodilla junto a Sor Simona, y examina la labor de media.)
MIGUELA. Señora ha llegado el sexto de Navarra con
cuatro prisioneros espías.
NATIKA. ¡Ay, cómo adelanta!
SOR SIMONA (Apartando su atención de Natika y
atendiendo a Miguela.) ¿Qué dices, Miguela?
MIGUELA. Cuatro espías: tres hombrachos y un
estudiantico de Vitoria.
SOR SIMONA. ¿Qué?
NATIKA. (Permaneciendo de rodillas junto a Sor
Simona.) Tres hombres y un muchacho, ataos codo con codo.
MIGUELA. Un mozalbete guapico, que también es espía.
SOR SIMONA. ¿De pocos años?
MIGUELA. De quince años o más.
NATIKA. Y también diez y ocho. Estudiante de Vitoria
dicen que es.
SOR SIMONA. (Dejando la labor.) ¿Estudiante de
Vitoria? Dame más señas.
MIGUELA. Viene el pobrecico ensangrentao y hecho una
lástima de la paliza que le han dao.
SACRIS. Eso no es nuevo, señora. Anteayer, viniendo
hacia acá con Pérula, sorprendimos escondidos en un matorral tres estudiantes
de Vitoria: fuimos a ellos; tratamos de cogerlos; pescamos a dos, y el tercero
se nos escapó corriendo por los campos como una liebre; le hicimos fuego, pero
no cayó. Estos estudiantes de Vitoria son
muy traviesos; andan con los liberales, que los utilizan para llevar a
los suyos órdenes reservadas. A los dos que cogimos se les encontraron entre
las ropas pruebas de su espionaje. Pérula los sometió a un consejo de guerra, y
ayer por la mañana fueron pasados por las armas.
SOR SIMONA. ¡Horror! Unas pobres criaturas.
SACRIS. Criaturas, sí; estudiantinos diabólicos que
le comprometen a uno. Mozuelos exaltados que arriesgan su pelleja por lo que
ellos llaman la causa liberal.
SOR SIMONA. Esa causa y la otra no tienen más que un
efecto, que es morir sin provecho de nadie. (Natika y Miguela.) ¿Habéis dicho
que el sexto de Navarra ha traído aquí tres hombres y un jovencillo maniatados?
MIGUELA. Tres hombrachos vi yo que echaban
maldiciones y se tiraban de los pelos.
NATIKA. El jovencico apretaba los puños echándolas
de valiente, y aunque estaba lleno de golpes y magulladuras, no se quejaba.
SOR SIMONA. ¿Y en qué os fundáis para decir que era
estudiante?
NATIKA. Estudiante llamábanle, pues, los que le
trajeron, y decían que era el más malo de todos.
MIGUELA. Que ya se les había escapao dos veces; pero
ahora las pagará todas juntas.
SOR SIMONA. (Poniéndose en pie.) Sacris, ven acá;
vas a hacerme un favor.
SACRIS. (Acercándose.) Mande la señora.
SOR SIMONA. Vete allá y dile a Gaztelu de parte
mía... Fíjate: este favor te lo pido a ti y si en algo me estimas espero que lo
cumplirás.
SACRIS. Esté tranquila; se cumplirá.
SOR SIMONA. Le dices a Gaztelu que quiero ver a ese
estudiante que han cogido; que me lo traigan para curarle. No es cuestión de
guerra, ni de política, ni nada de eso; es cuestión de caridad; de amor al
prójimo. ¿Te has enterado bien?
SACRIS. Sí,
señora. (Vase por la izquierda.)
SOR SIMONA, NATIKA, MIGUELA
SAMPEDRO
SOR SIMONA. (Inquieta y cavilosa, paseando por la
escena.) ¡Espías sorprendidos, espías y condenados a muerte; y que yo tenga que
ver esto y no pueda evitarlo!
NATIKA. ¡Ay señora, qué traspaso!
MIGUELA. El jovencico estudiante está hecho una
lástima: tiene un brazo medio deshecho y en una pierna, en semejante parte
(señala) debe tener una herida muy grande.
SAMPEDRO. La señora no necesita de mis consejos;
pero si me lo permite yo la aconsejaré.
SOR SIMONA. Sí, habla: aconséjame.
SAMPEDRO. Pues a los tres hombres le será difícil a
la señora salvarlos; pero al estudiante, sí podrá, por ser un rapaz.
NATIKA. ¡Es tan guapín! Muy fina ropa tiene.
MIGUELA. Debe estar criao en ricos pañales.
SAMPEDBO. Y se ha metido en esta guerra, como cosa
de chicos, sin saber lo que hace.
SOR SIMONA. Ya he dicho que le traigan, que quiero
verle.
SAMPEDRO. La señora se pone a curarlo; pasa el
tiempo; el chico se pone peor, hasta que lo perdonan.
NATIKA. Lo que dice Sampedro está bien pensao.
SAMPEDRO. Pues otra se me ocurre que será mejor.
SOR SIMONA. ¿A ver?
SAMPEDRO. Que se diga que el chico es noble, muy
noble, de la familia más noble del reino; y diciendo eso, con la autoridad que
tiene la señora, el consejo de guerra lo perdonará.
NATIKA. Así, así.
SOR SIMONA. Eso de la nobleza del chico, yo lo diría
si fuese verdad; además, en estas guerras feroces, los timbres de nobleza no
salvan a nadie. ¿Tenéis noticia de César Borgia, y de cómo le mataron?
SAMPEDRO. César... César... ¿qué?
NATIKA. No sabemos; no sabemos quién es.
SOR SIMONA. César Borgia, duque de Valentinois.
NATIKA. ¿Y era noble?
SOR SIMONA. ¿Pero no sabéis? (Mira a todos con
asombro.) Era hijo del Papa.
NATIKA. ¿Y le mataron siendo hijo del Padre Santo?
SOR SIMONA . Ya lo creo; y de una manera infame.
SANPEDRO. ¿Le formaron consejo de guerra?
SOR SIMONA. Nada de eso; le mataron como a un perro,
por los odios políticos de esta tierra trágica. Y esto pasó en Viana.
NATIKA. ¿Y la señora lo vió matar?
SOR SIMONA. No, eso no; fué antes... Y aquellos
bandidos le habrían matado si hubiera venido a interceder por él su propio
padre el Pontífice Alejandro VI. Creedme a mí: a ese joven que está ahí
maniatado no lo podremos salvar por su nobleza sino por nuestra piedad.
Recemos; pidamos a Dios que nos ilumine. (Rezan los cuatro a media voz.)
LOS MISMOS.—SACRIS, que entra por el foro.
SACRIS. (Consternado.) Tengo que decir a la señora
que el caso es muy grave. Los tres hombres y el estudiantillo de Vitoria fueron
registrados, encontrándoseles pruebas de su delito. El más comprometido es el
jovenzuelo. A éste le desnudaron y, cosido en una manga de la chaqueta, le
encontraron una comunicación del general Moriones dirigida al brigadier Bargés,
ordenándole que con toda su fuerza marchase hacia Estella y ocupase las alturas
de Montejurra. Como la señora comprenderá, el caso es de los que piden consejo
de guerra al canto y pena de muerte.
SOR SIMONA. (Vivamente.) y el estudiante ¿es noble?
SACRIS. Si no es noble, lo parece, por su rostro,
sus ademanes... por su ropa interior...
SOR SIMONA. (Impaciente.) Pero te dije que quería
verle. ¿Por qué no le has traído?
SACRIS. (Vacilando.) Señora, yo...
SOR SIMONA. Vuelve y tráele.
SACRIS. (Se asoma a la puerta.) Ahí lo trae Gaztelu.
LOS MISMOS.—EL ESTUDIANTE preso que entra por el foro. GAZTELU, SACRIS. El estudiante es jovenzuelo, de figura distinguida; viene demacrado, mal herido, con graves contusiones. Apenas puede moverse. Por un brazo lo sostiene Sacris; por otro Gaztelu. El papel de estudiante debe hacerlo una actriz vestida de muchacho. Sor Simona, al ver al joven, retrocede como espantada; avanza luego, mirándole fijamente; larga pausa. Todos permanecen suspensos.
SOR SIMONA. El delito de este mancebo no puede
considerarse más que como una travesura infantil. Con unos azotes está ya
castigado. Y como se los habéis dado con creces... ya debéis dar esto por
concluido y ponerle en libertad.
GAZTELU. (Gravemente.) El delito de este joven y el
de otros lo calificará el consejo de guerra, que se reunirá esta tarde.
SOR SIMONA. ¿Esta tarde, aquí?
GAZTELU. Sí, señora.
SOR SIMONA. ¿Y hay aquí bastantes jefes para
constituir consejo de guerra?
GAZTELU. Si ahora no hay jefes bastantes, pronto los
habrá.
SOR SIMONA. Pero tú, Gaztelu, digo Juan de Dios
Gaztelu, podrás influir...
GAZTELU. Yo no puedo hacer más que cumplir lo que
sentencie el tribunal. El espionaje es delito que en todas las guerras se
castiga severamente; y si el consejo condena a estos espías criminales, yo no
tendré más remedio que ejecutar la sentencia en las primeras horas de la
mañana.
SOR SIMONA. Ya sé que en los ejércitos no hay
piedad; no hay más que disciplina.
GAZTELU. Así es, señora.
SOR SIMONA. Está bien. Ahora te suplico que me dejes
aquí a este joven por un rato no más. Quiero hacerle la primera cura, para que
pueda asistir al consejo de guerra. Quiero, además, interrogarle, para saber
qué idea, qué móviles le arrastraron a esta calaverada que le ha puesto en el
trance espantoso de perder la vida. ¿Me concedes esto? Déjamele aquí por breves
momentos.
GAZTELU. Bien, señora.
SOR SIMONA. Pues haz el favor de retirarte. Retírate
tú también, Sacris. (Gaztelu y Sacris se retiran, cerrando la puerta.)
SOR SIMONA, EL ESTUDIANTE, NAT1KA, SAMPEDRO,
MIGUELA. Como el Estudiante no puede sostenerse en pie, acuden a sostenerle por
un brazo Natika y por el otro Sampedro. Miguela se retira a la izquierda.
SOR SIMONA. (Clava en el Estudiante los ojos
fijamente, como si quisiera retratarle.) ¡Yo te conozco! (Pausa.)
ESTUDIANTE. (Mirándola fijamente.) Yo a usted, no.
SOR SIMONA. (Acercándose más.) Te conozco. Tu cara
me revela tu estirpe. Eres el vivo retrato de tu padre.
ESTUDIANTE. (Secamente.) Eso dicen.
SOR SIMONA. (Apartándose para observarle de pies a
cabeza.) No me ocultes tu nombre. Tú te llamas Ángel Navarrete, como tu padre.
ESTUDIANTE. Sí, señora.
SOR SIMONA. Y naciste en La Guardia el 12 de Febrero
de 1857.
ESTUDIANTE. (Queriendo recordar.) Sí, señora.
SOR SIMONA. (Después de hacer un cálculo mental.) Y
hoy cumples diez y ocho años, tres meses y un día.
ESTUDIANTE. Y a los diez y ocho años, tres meses y
dos días moriré.
SOR SIMONA. (Espantada.) Según eso, tú crees que
mañana...
ESTUDIANTE. Sí; mañana seré pasado por las armas.
Conozco las leyes de la guerra; las conocía antes de lanzarme a esta atroz
aventura.
SOR SIMONA. ¿Y no tiemblas?
ESTUDIANTE. No tiemblo. La mayor nobleza, la gloria
más grande es morir por un ideal...
MIGUELA. (Aparte.) ¡Vaya una entereza!
SAMPEDRO. (Aparte.) ¡Esto es un hombre!
SOR SIMONA. Eres un niño...; un pobre niño exaltado
por lecturas insanas. Tu loca imaginación te sacó de las aulas de Vitoria para
lanzarte al torbellino político entre liberales o alfonsinos, en esta tierra
trágica y musical. Porque músicas son las arengas patrióticas y los discursos
armoniosos que te han trastornado el seso. Vuelve en ti. Ángel Navarrete, hijo
amado. Piensa en tu infeliz padre... Reconoce tu desvarío, y yo te salvaré...
yo... yo... (Corriendo hacia él.) He olvidado que te traje aquí para curar tus
horribles contusiones. (Al tocarle el brazo, el joven lanza un ¡ay! de dolor.)
NATIKA. ¡Pobrecico!
SOR SIMONA. Natika, descubrirle el brazo. (Sampedro
y Natika intentan quitarle la chaqueta. El joven sigue lanzando agudísimos
gritos de dolor.)
ESTUDIANTE. ¡Ay, ay!
SOR SIMONA. (Vivamente.) Esperad. (Corre hacia la
puerta, y grita:) Gaztelu, Sacris: venid, venid.
SAMPEDRO. (Advirtiendo que el joven estudiante, de
la fuerza de sus dolores, parece perder el conocimiento.) Señora, este joven
está desfallecido.
SOR SIMONA. (Vivamente.) No le quitéis la ropa;
acostarle en mi cama. (Natika y Sampedro obedecen.)
GAZTELU. (Entrando con Sacris.) Aquí estamos,
señora.
SOR SIMONA. Este desgraciado joven se halla en
estado lastimoso. Necesito largo tiempo para curarlo.
GAZTELU. Lo llevaremos al hospital.
SOR SIMONA. ¿Qué nueva crueldad es esa? ¿Por qué,
estando yo aquí, ha de ir este joven al hospital?
GAZTELU. Porque así lo manda la ordenanza.
SACRIS. La ordenanza, señora. Severa ley; pero ley.
SOR SIMONA. (Deteniendo a Gazlelu, que se acerca al
lecho como para coger el cuerpo inanimado del joven.) Sobre todas esas leyes
está la piedad. Se puede ser buen militar y buen cristiano. Yo te suplico, Juan
de Dios, y a ti, Sacris, también, que no le llevéis al hospital, que le dejéis
aquí.
SACRIS. Señora..., por mí, lo haría; pero...
GAZTELU. Señora, yo quisiera; pero...
SOR SIMONA. Si no compadecéis a este infeliz,
compadecedme a mí. Oye, Gaztelu: tú me has dicho que estás muy agradecido de
esta pobre mujer porque ha salvado la vida a muchos de vosotros.
GAZTELU. Sí, señora; usted ha curado a los enfermos
con gran solicitud, por lo que estamos muy agradecidos. Es usted una santa.
SOR SIMONA. No soy santa, sino pecadora. Como
pecadora o como santa, os suplico que me le dejéis aquí.
GAZTELU. En el hospital puede ser curado.
SOR SIMONA. (Alzando la voz.) ¡No, no y no! ¿Sabéis
por qué quiero tenerle a mi lado? (Pausa) Este desgraciado joven, martirizado
por vuestra barbarie, ¡es mi hijo! (Pausa; estupor general.) ¡Fuera de aquí!
GAZTELU. (A Sacris.) Quédate tú para recogerlo
luego. (Se aleja murmurando.) Su hijo, su hijo...
SAMPEDRO, NATIKA y MIGUELA. (Murmurando en voz
baja.) Su hijo, su hijo.
SACRIS. (Aparte a Sampedro.) Esta señora era para mí
la perfección humana; ya no lo es. Ahora resulta que es madre.
SAMPEDRO. Y como madre, debemos favorecerla.
SACRIS.
(A Sampedro.) Coge
un caballo, corre en busca de los arcángeles y cuéntales lo que pasa.
MIGUELA. Ya sé donde están.
SACRIS. Pues ve tú también. (Se van presurosos por
la izquierda. Sacris, volviendo donde está Sor Simona y con voz temblorosa.)
Señora: perdone si me atrevo a pedir que confirme su declaración de que ese
desgraciado joven es, es...
SOR SIMONA. (Con brioso acento y firme convicción,
poniendo la mano sobre la frente del joven.) Lo confirmo y lo repetiré cien
veces para que lo digas a todo el mundo. ¡Es mi hijo!... ¡Es mi hijo! (Le
besa.)
Decoración del acto segundo. Altas horas de la
noche. En la cama yace, abrigado con una manta, el joven Ángel Navarrete. Junto
a la cama una mesita, con tazas y frascos de medicinas. Próxima a la cama, Sor
Simona, sentada, haciendo media. A la derecha, junto a la ventana, una lámpara
mustia con pantalla. El profundo silencio que reina en la escena, sólo es
turbado por lejanos alertas de los centinelas. Sentada en el suelo y arrimada a
un arcón, duerme Natika.
ANGEL. (Delirando con palabra torpe sílabas inconexas.) Bár... baros..., dé... jen... me..., no más...
SOR SIMONA. (Levántase, soltando la media; levántase
también Nalika, y ambas acuden al enfermo por uno y otro lado del lecho.)
Natika, ayúdame. (Cogiéndole por los hombros, le incorporan suavemente.) Hijo
mío, ya estás mejor; voy a darle otro poquito de agua (En una cucharada de agua,
vierte unas gotas de éter.)
ANGEL. Hijo tuyo, sí.
SOR SIMONA. Toma, toma agüita buena. (Ángel bebe y
deja caer su cabeza en la almohada, cerrando los ojos.)
NATIKA. Ya duerme. (Le arropa con la manta.)
SOR SIMONA. Ángel, mi Ángel duerme.
NATIKA. Ya estás más tranquilo. (Pasa al otro lado,
y las dos le contemplan en silencio.)
SOR SIMONA. (Volviendo a su silla.) Está mejor; pero
todavía delira.
NATIKA. (En voz muy baja) ¡Ay, qué noche! Cuando la
señora le hizo la cura en el brazo, el pobrecico daba unos gritos, que ya ya.
Luego se soltó a delirar. Disparates grandes dijo, y quería echarse de la cama
también.
SOR SIMONA. El delirio fuerte ya pasó. Con las
medicinas se ha sosegado, y... cuando despierte le daremos un poco de leche.
¿La has traído?
NATIKA. Sí, señora.
SOR SIMONA. ¡Horrible! ¡Tormentosa noche que no se
acaba! ¿Sabes tú que hora será?
NATIKA. Gallos oí cantar una vez..., luego otra vez.
Pronto el alba vendrá.
SOR SIMONA. ¡Ay! No sé si desear el alba o temerla.
NATIKA. Dios trae la noche; el día trae tamién, sí;
y con el día, Dios y la Virgen traerán la paz.
SOR SIMONA. La paz, la paz... Duerme, Natika.
NATIKA. Y la señora, ¿no duerme un poquito?
SOR SIMONA. Yo no duermo, yo espero... Descansa tú,
pobre Natika, y cobrarás fuerzas para lo que venga mañana.
NATIKA. Si la señora espera velando, yo también; sí
(Pausa. Las dos rezan en silencio.)
ANGEL. (Con voz entera.) ¡Madre!
SOR SIMONA. (Levantándose súbitamente, corre hacia
el lecho.) ¿Qué, hijo mío?
ANGEL. (Con ligera inflexión de alegría.) Ya estoy
bueno.
SOR SIMONA. Estás mejor, sí; pero todavía... (Le
pone la mano en la frente) Duerme, amor mío.
ANGEL. Dormir, no. Quiero hablar.
SOR SIMONA. (Muy cariñosa.) Juicio, juicio. Cuando
amanezca hablaremos. Yo te contaré muchas cositas.
ANGEL. (Tratando de incorporarse.) Cuéntamelas
ahora. ¿Por qué está este cuarto tan obscuro?
SOR SIMONA. Porque es de noche.
ANGEL. ¡Madre!
SOR SIMONA. Aquí estoy, ¿no me ves?
ANGEL. ¿Pero de veras eres tú mi madre?
SOR SIMONA. ¿Lo dudas? (Acercándose mas, le besa en
la frente.)
ANGEL. ¡Ah, sí! Por el beso te reconozco...; por el
aliento que me trae olor de rosas y claveles; pero... (Alargando su mano, le toca la cabeza.) Anoche, ayer no tenías
esa toca.
SOR SIMONA. (Sin saber qué decir.) No... si... me
pongo esto para curarte.
ANGEL. (Incorporándose más, mira en derredor suyo.)
¿Dónde estoy?
SOR SIMONA. Estás conmigo, con tu madre.
ANGEL. (Con alegría y asombro.) ¡Ah! Ya me acuerdo.
Recuerdo lo que me ha pasado, la terrible escena...; me fusilaron... (Con risa
nerviosa.) Ja... ja. No me tocó ninguna bala; yo me tiré al suelo haciéndome el
muerto... Ja... ja.
SOR SIMONA. Te hiciste el muertecito; ya, ya.
ANGEL. Los soldados se fueron... oía yo sus pasos...
prun... prun... prun
Entonces...
SOR SIMONA. Yo te recogí.
ANGEL. Me recogiste... Sentí la impresión de tus
manos que olían a rosas y claveles. En aquel momento llegó mi padre, y te dijo:
«Pilar ahí tienes a tu hijo: llévatelo al oratorio del castillo.» Llegaron unas
Hermanitas de la Caridad: entre ellas tú, y me llevaron en volandas... Pero tú
no tenías toca: ahora, sí.
SOR SIMONA. Ya te dije que me la puse para curarte.
ANGEL. (Convencido.) ¡Ah, ya! ¿Y todavía estamos en
el oratorio del castillo?
SOR SIMONA. Sí, todavía; pero estate quietecito,
hijo mío. ¿Quieres tomar alimento?
ANGEL. Sí, sí.
SOR SIMONA. (Hace una sena a Natika, que se acerca
con una taza de leche.) Toma esta lechita.
ANGEL. Después de beber con ansia. Y esta mujer,
¿quién es?
SOR SIMONA. Es una criada del castillo. Ahora, hijo,
a dormir otra vez. (Arropándole.)
ANGEL. (Cerrando los ojos.) No sé si podré. (Se
despabila y se incorpora.) Madre, ven aquí.
SOR SIMONA. Si no me muevo de tu lado.
ANGEL. (Vivamente.) Y mi padre ¿dónde está? ¿Por qué
no viene a verme?
SOR SIMONA. (Sin saber qué decir.) Estará en sus
ocupaciones; ya vendrá
ANGEL. (Muy inquieto.) Es que... mi padre está
incomodado conmigo. ¡Ay me va reñir!... (Afligido, casi llorando.) Me reñirá
mucho, mucho, por el disparate que hice lanzándome a los campos de batalla.
SOR SIMONA. (Bondadosa.) Travesuras de chicos.
ANGEL. Me escapé del Instituto de Vitoria con otros
amigos... Creíamos que nuestro entusiasmo y nuestro ardimiento hacían mucha
falta en el cuartel general alfonsino.
SOR SIMONA, (Risueña.) Vuestras cabecitas estaban
trastornadas por los discursos políticos, por las arengas militares... del
bando de allá... Queriáis asombrar al mundo con vuestras proezas...
ANGEL.. Eso, eso... Nos presentamos al general
Moriones, y yo le eché un, discurso patriótico que... ¡ay, madre! siento que no
lo hubieras oído.
SOR SIMONA. Es lo mismo: tras de aquel discurso
echaste otro, y sin darte cuenta del peligro, te comprometiste seriamente...
(Echándole un brazo al cuello.)
ANGEL. ¡Ay, madre!, ¡madre querida! Mi padre está
furioso conmigo; cuando llegue y me riña defiéndeme tú.
SOR SIMONA. Sí, sí; no dudes que te defenderé.
ANGEL. Échale un discurso; pero bueno, y luego otro
discurso...
SOR SIMONA. Muchos discursos; ya lo verás. Si me
pongo a ello hablo mejor que Castelar... y mejor que todos los predicadores.
ANGEL. Le dirás, como dijo el girondino, «que es
hermoso y dulce morir por la patria».
SOR SIMONA. Todo eso y muchas cosas más diré; pero
sosiégate, mi Ángel que estás muy excitado y debes tener calma...
ANGEL. Lo que tú debes hacer, madre, es quitarte esa
toca, porque con esa toca mi padre, cuando venga a reñirme, no te conocerá;
creerá que no eres mi madre Pilar, sino la madre de otro Ángel, y que tienes un
marido que no es mi padre.
SOR SIMONA. No pienses eso, hijo.
ANGEL. (Mirándola atentamente, fijos sus ojos en el
rostro de Sor Simona.) Mi madre Pilar de Amézaga, es muy hermosa; tú también lo
eres, pero con muy distinta hermosura...; no sé, no sé cómo decirlo. (Pausa.
Ángel continúa hablando algo que no se entiende; Sor Simona se yergue, y
suspirando eleva sus ojos al cielo en oración muda.)
NATIKA. (Acércase a Sor Simona, y casi al oído le
dice:) El pobrecico está delirando, pues.
SOR SIMONA. ¡Pobre Ángel! (Mirando al cielo.) Para
salvarte, de estos bárbaros necesitas una madre: Dios ha querido que esa madre
sea yo. (Apartadas las dos del lecho, contemplan al joven silenciosas.)
ANGEL. (Que cerrando los ojos, continúa hablando
desordenadamente.) Tú... no eres mi madre... Tú eres... buena... eres santa...;
pero... mi madre Pilar... no eres tú. Mi padre no te conoce... Mi padre me riñe
mucho... y tú no me defiendes... si fueras mi madre... de verdad, me
defenderías.
LOS MISMOS.— MIGUELA, SAMPEDRO. Primero entra por la
izquierda Sampedro cautelosamente, con miedo de tropezar en los muebles; detrás
entra Miguela en la misma forma, no queriendo hacer ruido.
MIGUELA. Chisf... chist... tú, espera.
SAMPEDRO, Yo se lo diré. ¿Dónde está la señora?
MIGUELA. Allí está a los pies de la cama, con
Natika.
SAMPEDRO. ¿Y el chico?
MIGUELA. Dormido; está delirando.
ANGEL. Mi padre... mi padre....me riñe... me
castiga...
SOR SIMONA. (Alarmada.) Natika, siento ruido;
alguien ha entrado.
NATIKA. Voy a ver. (Dirígese a la izquierda.)
SOR SIMONA. (Mirando con ansiedad por la ventana de
la derecha.) El alba ya clarea. ¡Virgen Santísima, apiádate de esa pobre
criatura! ¡Apiádate también de esta madre angustiada! ¡Madre, no!
(Corrigiéndose vivamente.) ¡Madre, sí, sí! Lo he dicho y lo sostengo ante todas
las potencias de la tierra y del cielo.
NATIKA. (Que ha cuchicheado con Miguela y Sampedro,
viene corriendo hacia Sor Simona.) Señora...
SOR SIMONA. ¿Qué?
NATIKA. Buenas noticias. (Temblando de emoción.)
Que... hoy... no fusilan.
SOR SIMONA. Pero mañana...
NATIKA. Mañana, sí.
SOR SIMONA. Un día de vida, vida es. ¿Por quién lo
sabes?
NATIKA. Por Sampedro; se lo ha dicho el ayudante de
Gaztelu. Hoy consejo de guerra es.
SOR SIMONA. ¡Dios mío, gracias por este día más que
me concedes! ¡Ilumíname, Señor! ¡Dame la ciencia del mundo que necesito para
salir airosa en la empresa temeraria de salvar la vida de este hijo... de Dios!
(Se acerca al lecho, observando, el rostro del joven, y le arropa
cuidadosamente.)
SAMPEDRO. (En el grupo de la izquierda.) Oye,
Natika: otra cosa debes decir a la señora; yo no me atrevo.
NATIKA. ¿Qué cosa?
MIGUELA. Que dende que la señora dijo que este
mozalbete es su hijo, ya no hay nadie aquí que la tenga por santa.
SAMPEDRO. Y con tanta furia y tanto aquel lo dijo,
que todos lo creyeron.
MIGUELA. Soldados y paisanos dicen ahora: buena
mujer, será; buena Hermanita de la Caridad, también; pero santa, no.
NATIKA. ¿Sois bobos o qué? ¿No oísteis lo que la
señora nos contó de uno que mataron en Viaria que le llamaban don César?
SAMPEDRO. Sí; ya sé que era hijo del Papa...
MIGUELA. Hijo del propio Papa.
NATIKA. Pues si el Papa, que es santo, puede tener
un hijo, una santa puede tenerlo también, si...
SAMPEDRO. Según y cómo.
NATIKA. Cállate el boca tú.
MIGUELA. La señora sabe más que todos los inorantes
que semos tú y yo.
SOR SIMONA. (Junto al lecho.) Natika, ¿qué estás
charloteando ahí?
NATIKA. Voy, señora. (A Miguela y Sampedro.) Dirvos
ahora, y si algo ocurre venir a contar. (Vanse Miguela y Sampedro.)
SOR SIMONA. Natika: apaga la luz; ya tenemos día.
Bien vengas día, si contigo me manda Dios la misericordia que te pido. Tus
primeras luces inundan mi alma de una dulce esperanza. (Se sienta junto a la
ventana y saca el rosario. Suenan cornetas.)
Natika: ¿viene tropa?
NATIKA. Es la diana.
SOR SIMONA. ¡La diaria!... ¡La diana!... ¡Dulce
música navarra! ¡Tus acentos penetran como voces del cielo en esta alma
desolada. (Se santigua, arropa bien a Ángel, se arrodilla y, mientras reza, cae
el telón lento. Continúa lejano y sonoro el toque de cornetas.)
Sala en el Ayuntamiento de Dicastillo; puerta
central y laterales; en las paredes, el retrato de pretendiente Carlos VII y
cuadros antiguos ennegrecidos por el tiempo. En el fondo, a la izquierda,
sillones y mesa para el consejo. A la derecha, otra mesa y varias sillas.
MIGUELA, arreglando las sillas. Entran por la
derecha SAMPEDRO y NATIKA, que trae un hermoso ramo de flores.
NATIKA. ¿Dónde está la señora?
MIGUELA. En la capilla.
NATIKA. ¡Ah! Es que ha oído dos misas.
MIGUELA. Pronto vendrá, porque ya está acabando la
segunda. ¡Ay qué ramo de flores tan precioso! Ese ramo será para la señora.
NATIKA. Me lo ha dado en el pórtico de la iglesia el
apóstol Santiago.
SAMPEDRO. Hablando en plata, quien te lo ha dado es
don Salvador Ulibarri.
NATIKA. Cállate el boca, yo digo que el apóstol
Santiago; y no venía solo: venía con el arcángel San Miguel.
SAMPEDRO. Sí; no está mal arcángel, sí, don Mariano
Clavijo; y nos dijeron que el otro arcángel, Mendavia, salió esta mañana para
Los Arcos a conferenciar con Dorregaray; cuando vuelva y se reúnan los tres,
veremos lo que pasa aquí... ¿Y sabes, tú, Miguela, si hoy se reúne el consejo
de guerra?
NATIKA. Dijéronnos que en esta sala se reúne, pues.
SAMPEDRO. Y lo forman los coroneles Gaztelu,
Arretagoitia y Zubiri.
MIGUELA. (Mirando por la puerta del fondo.) Aquí
viene Sor Simona (Entra Sor Simona.)
NATIKA. (Presentando el ramo.) Mire, señora, mire lo
que le traigo.
SOR SIMONA. (Asombrada, y gozosa.) ¡Jesús mío! ¿Pero
quién te ha dado estas flores tan preciosas?
NATIKA. En el pórtico de la iglesia me las dió el
apóstol Santiago, que estaba con un arcángel.
SOR SIMONA. Inocente Natíka, ¿qué dices? ¿Y estas
flores te las dieron para mí?
NATIKA. ¿Para quién habían de dármelas, pues?
SOR SIMONA. De buen augurio son estas flores que me
manda mi Dios. (Deshace el ramo y una gran parte de él lo coloca en un búcaro
que está sobre la mesa; las demás flores las deja sobre la mesa.) Ahora,
Natíka, vete con Miguela y Sampedro a mi habitación, donde dejé a mi Ángel
acostadito. Ayudadle a levantarse; ponerle la ropa con cuidadito para no
hacerle daño.
NATIKA. Ahí está Sacris. (Vanse Natíka, Miguela y
Sampedro.)
SOR SIMONA. Adelante, Sacris. (Entra Sacris por la
izquierda.)
SOR SIMONA. (Poniendo uno de los ramos que ha hecho
en un búcaro que está sobre la mesa.) Hola, Sacris: te esperaba; siéntate.
SACRIS. Vengó a recibir órdenes de la señora.
SOR SIMONA. Ya sé que hoy se reúne el consejo de
guerra.
SACRIS. Así es, y a mí me han nombrado defensor de
ese joven que la señora ha llamado su hijo.
SOR SIMONA. Me alegro mucho, y no hay que decir que
tú le defenderás muy bien.
SACRIS. Yo le defenderé, no por él, sino por interés
exclusivo de la señora que se ha declarado madre del delincuente.
SOR SIMONA. Está muy bien. Yo te lo agradezco.
SACRIS. En conciencia, debo manifestar que la madre
me interesa más que el hijo. Me interesa por sus virtudes, por su abnegación, y
me interesa también por... ¿me atreveré a decirlo?
SOR SIMONA. Acaba, hombre, acaba.
SACRIS. Por su belleza, que añade un nuevo encanto a
los que atesora por su innegable piedad y amor al prójimo.
SOR SIMONA. (Con delicada ironía.) Bien; Sacris. Te
agradezco que encuentres un rasgo de belleza en esta mujer obscura y vulgar.
Bien: vamos al asunto. ¿Conque estás dispuesto a defender y salvar a este
infeliz?
SACRIS. (Presumiendo.) Sí, señora. Habla usted con
un hombre que sabe cumplir sus deberes de caballero.
SOR SIMONA. Sí, por caballero te tengo... Eres
joven, valiente, gallardo...
SACRIS. (Inclinándose con falsa modestia.) La señora
me favorece mucho. Caballero soy que sabe corresponder a una dama ilustre, si
ésta se digna darme los antecedentes que necesito para la defensa de ese
desgraciado joven.
SOR SIMONA. (Queriendo abreviar.) Bueno, bueno; pues
diga el caballero a la dama qué antecedentes son esos que desea conocer para la
defensa del reo.
SACRIS. Es muy sencillo. Yo no defenderé al joven
por el joven, sino por su madre, ante cuya virtud y atractivos personales me
rindo incondicionalmente. Deme la señora algunas noticias de la existencia de
ese joven, de la época de su nacimiento, y....
SOR SIMONA. Sí; ya entiendo lo que me pide el
caballero y el amigo... Lógicamente pensando, tú crees que no puede existir un
hijo sin madre, y, naturalmente, tampoco puede existir sin padre.
SACRIS. Eso es; si la señora y dama me saca de esta
ignorancia, yo salvaré al chico... y además propondré a la señora...
SOR SIMONA. Acaba, hombre, acaba.
SACRIS. Temo que la dama se ofenda con lo que voy a
proponerle.
SOR SIMONA. No me ofende, di lo que quieras.
SACRIS. (Algo turbado.) Yo salvaré al chico; además,
uno de estos días me ascienden a coronel.
SOR SIMONA. ¿Y qué tiene que ver tu ascenso a
coronel con la salvación de mi hijo?
SACRIS. Tiene que ver... Que ascendido a coronel, me
dan una brigada en el ejército de nuestro rey.
SOR SIMONA. Bueno; pues te felicito por tu ascenso.
¿Y qué más?
SACRIS. Que una vez que yo me haya hecho cargo de la
brigada... me atrevo a proponer a la santa señora, es decir, a la dama ilustre,
con muchísimo respeto, que se agregue a
mi tropa como jefa de sanidad, y haremos juntos toda la campaña. Seguro estoy
de que llevando a mi lado a tan insigne y bella compañera, se duplicará mi
ardimiento y llegaré a los extremos del heroísmo, por mi Dios, mi patria y mi
rey.
SOR SIMONA. (Irónica) ¡Oh agregarme yo a tu
ejército; Qué bonito! Y tú elevándote por mi compañía a las cumbres más altas
de la gloria militar. ¡Qué lindo! ¡Qué precioso! Yo me iría contigo muy
gustosa, porque eres un caballero noble, apuesto... (Sacris, oyendo esto se
pavonea.) Y volviendo a los antecedentes que para salvar a mi hijo me has
pedido, yo daré al consejo de guerra razones de tal peso, que éste no tendrá
más remedio que hacer justicia.
SACRIS. Y esas razones, ¿por qué no me las da usted
a mí?
SOR SIMONA. Porque esta dama, que es algo caprichosa
y antojadiza, no hará sus manifestaciones más que ante los señores del consejo;
y si éstos absuelven a mi hijo, no tendré inconveniente en incorporarme a tu
ejército... espiritualmente, santamente.
SACRIS. (Repitiendo con cierto embeleso místico las
dos últimas palabras de Sor Simona.) Espiritualmente, santamente... «Exultate
Domino quum tremore».
SOR SIMONA. ¿Qué latines estás mascullando ahí?
SACRIS. Digo, señora, que tembloroso me regocijo en
el Señor. (Levantándose.) Con permiso de la señora; creo que es hora de
reunirse el consejo.
LOS MISMOS.—NATIKA; poco después, ANGEL, SAMPEDRO,
MIGUELA, GAZTELU, ARRETAGOITIA, ZUBIKI.
NATIKA. (Entrando presurosa por la izquierda.)
Señora, ya está levantado. Aquí viene. Está muy contento, y no hace más que
preguntar por su madre.
(Entra Ángel cogido del brazo por Sampedro y andando
con dificultad.)
SOR SIMONA. (Llamando a Ángel.) Ven acá, hijo mío;
siéntate a mi lado. (Se sienta a la izquierda de Sor Simona, Abrese la puerta
del fondo, y entran Gaztelu, Arretagoitia y Zubiri. Detrás, muchedumbre de
oficiales y soldados curiosos)
SACRIS. Aquí están los del consejo.
GAZTELU. Por evitar molestias a la señora, el
consejo ha tornado el acuerdo de reunirse y deliberar en esta sala.
SOR SIMONA. Está bien: muchas gracias. (Se sientan
en fila los del consejo detrás de la mesa.)
GAZTELU. Abreviemos; el delito de este joven, a
quien la señora ha llamado su hijo, es de los que la ordenanza castiga
severamente, y podemos dictar sentencia y mandar que se ejecute sin más
trámites ni diligencias. Pero como la señora se interesó por este joven
invocando la maternidad, queremos saber si la señora se ratifica en lo que
afirmó; pues de ello podría resultar la complicidad de otras personas, en cuyo
caso a esas personas extenderíamos la dura sentencia.
SOR SIMONA. (Muy serena y con firme convinción.)
Perfectamente. Pues sí, señores del consejo: no sólo hay complicidad de otra
persona, sino que sobre esta otra persona debe recaer toda la culpa del delito
que atribuís a este joven, cuya inocencia yo proclamo aquí con toda la energía
de mi alma.
GAZTELU. ¿Inocente dice?
SOR SIMONA. (Altanera, poniéndose en pie.) Sí,
inocente; la orden reservada que encontrasteis en la ropa de ese joven, me la
dió a mí Moriones para que la mandase con persona de mi confianza. Elegí a este
joven, encargándole que por amor a mí la llevase a su destino. Él no sabía lo
que llevaba; toda la culpa es mía. Yo me interesaba por 1a causa alfonsina: soy
vuestra enemiga implacable aunque he sabido disimularlo en mi vagancia por estos
pueblos. Confieso mi delito y me enorgullezco de él. Si queréis hacer justicia,
poned en libertad inmediatamente a este joven y fusiladme a mí. (Rumores en el
consejo.)
ANGEL. (Protestando.) No, no.
ARBETAGOITIA. Es muy raro esto. Que demuestre lo que
ha dicho.
ZUBIRI. Se
declara confidente de Moriones.
ARRETAGOITIA. Nuestra encarnizada enemiga.
SACRIS. (Fuera de sí.) No la creáis. Poseída está
del delirio de misericordia, que es un delirio sublime, pero delirio al fin.
SOR SIMONA. (Con acento firme.) He dicho la verdad.
Llevadme al suplicio, pues no sólo no temo la muerte, sino que la deseo; anhelo
desprenderme de esta vida corporal que es para mí un atroz martirio. Matadme,
matadme pronto, verdugos de Navarra. Abridme el camino de la libertad, de la
gloriosa eternidad en el seno de mi padre Dios.
ANGEL. (Levantándose.) No la matéis, no cometáis ese
horrendo crimen; yo soy culpable; ella, inocente Como los ángeles. (Murmullo
general entre los del consejo y en los hombres que asisten como curiosos, al
imponente acto.)
SOR SIMONA. No hagáis caso de esta criatura, que no
sabe lo que dice. Matadme a mí, y si no acudiré a Dorregaray, que sabe mejor
que vosotros cumplir con la ley.
NATIKA. ¡Ay, que no maten a mi señora!
GAZTELU. Fieles a la ordenanza y a los lemas de
nuestra bandera, debemos sacrificar sin más discusión a la que se ha declarado
alfonsina rabiosa.
SOR SIMONA. (Con gran energía.) Eso es justicia.
(Coge un manojo de rosas de las que están sobre la mesa y se las coloca en el
pecho.) ¡Ea, llevadme pronto, y que vuestros soldados apunten a este corazón
que tanto amó en este mundo! (Abraza a Ángel, besándole en la frente.) ¡Hijo
mío, ya estás salvo! (Arrecia el murmullo en el consejo y los circunstantes.)
UNA VOZ. ¡Matadla!
SACRIS. (Furioso.) ¡No! ¡Al hijo!... ¡A la madre,
no!
OTRA VOZ. ¡Al hijo, no! ¡A la madre! (Repítense
estas exclamaciones.)
ZUBIRI. ¡A los dos!
GAZTELU. (En pie.) ¡Silencio! (Prodúcese espantoso
tumulto. Todos gritan pidiendo muerte para la madre, para el hijo o para los
dos. Entran precipitadamente por la derecha Ulibarri, Clavijo y Mendavia.)
LOS MISMOS.— ULIBARRI, CLAVIIO, MENDAVIA y, tras ellos, soldados y pueblo.
GAZTELU. ¿Quién entra?
ULIBARRI. Gente de paz.
CLAVIJO. (Adelantándose.) Traemos una misión del
general alfonsino Moriones.
MENDAVIA. Y otra misión del general carlista
Dorregaray.
GAZTELU. ¿Qué significa esto?
ULIBARRI. Significa que los generales en jefe de uno
y otro ejército han acordado anoche un canje de prisioneros.
GAZTELU. Vengan las ordenes.
ULIBARRI. Se canjean cuatro prisioneros carlistas
por cuatro alfonsinos.
GAZTELU. (A sus compañeros de consejo.) Los cuatro
que aquí tenemos.
ULIBARRI. (Adelantándose.) Ángel, chiquillo, ya
estás libre.
ANGEL. (Abrazando a Ulibarri.) Ya me había salvado
esta milagrosa madre, ofreciendo su vida por la mía.
ULIBARRI. (A Sor Simona.) ¿y tú, Simona, ,no me
conoces?
SOR SIMONA. (Bajando al proscenio y mirando
fijamente.) ¡Ay! ¡Lo pasado vuelve! Salvador, el hermano de mi padre.
ULIBARRI.
(Abrazándola con cariño.) Tus padres ya no existen...
SOR SIMONA. Sí; mis padres murieron a los tres años
de abrazar yo la vida religiosa.
ULIBARRI. En tu vida religiosa, has sido un modelo
de virtud y santidad; todos conocen tu mérito relevante, tu inmensa piedad.
SOR SIMONA. ¡Ah, sí! Piedad, si tengo.
ULIBARRI. En esta ocasión lo has demostrado,
diciéndote madre del chico de Navarrete para salvarle la vida.
SOR SIMONA. Al verle maltratado por estos bárbaros,
sentí un sacudimiento en todo mi ser, una explosión de piedad y amor,
reconociendo al propio tiempo en el rostro de este joven las facciones de Ángel
Navarrete.
ULIBARRI. Sí; es el vivo retrato de su padre.
SOR SIMONA. De mí dijeron que había perdido la
razón; y al ver a éste joven, no sé si la perdí más o la recobré. Ello fué que
deseando salvarle, por inspiración divina, grité: ¡es mi hijo!... Y lo era y lo
es mi hijo... espiritual.
SACRIS. (Cogiendo del brazo a Ángel y llevándole
hacia la izquierda.) Venga usted aquí joven; volverá usted a su casa de La
Guardia, y cuidado con las travesuras. Su señora madre quedará también libre, y
en calidad de enfermera se incorporará a la brigada que he de mandar yo.
ANGEL. Déjeme usted ahora; la que usted llama mi
madre sabrá lo que tiene que hacer. (Vuelve hacia Sor Simona y Ulibarri, que le
acogen cariñosamente.)
GAZTELU. (Rodeado de los del Consejo.) Señores: esto
ha terminado. Se hará el canje que ordenan Dorregaray y Moriones. Sacris,
encárgate tú de dar libertad al joven Navarrete y a su señora madre.
SACRIS. (Desconcertado.) Al hijo, sí; a la madre,
no, porque esta señora seguirá junto a mí: me pertenece.
GAZTELU. (Asombrado) ¡Pero si es alfonsina furiosa!
SACRIS. Sea lo que quiera, mía es; y antes
abandonaré la causa que perder esta dulce conquista. (Los del consejo le rodean
alborotados.)
GAZTELU. Pero, Sacris, ¿qué es eso?
ZUBIRI. ¿Estás loco?
SACRIS. Tal vez..
ARRETAGOITIA. (Burlándose) ¿Estás enamorado?
SACRIS. Esté como estuviere, reclamo a esta mujer.
GAZTELU. ¡Oh! ¡Qué escándalo! (Siguen disputando
acaloradamente con monosílabos y exclamaciones.)
SOR SIMONA. (En el grupo de la derecha) ¡Adiós, hijo
mío! ¡No me olvides! (Le besa en la frente.)
ANGEL (Besándola.) Adiós, señora y madre de los
desvalidos.
ULIBARRI. y si su padre me pregunta por tí, ¿qué
quieres que le diga?
SOR SIMONA. Dígale usted que en prueba de que no le
guardo rencor, ofrecí mi vida por salvarla de su hijo... Y tú, Ángel, a tu
madre Pilar, la dices lo mismo. Adiós.
ULIBARBI. (A Sor Simona) y pues no quieres ir a La
Guardia, ¿adonde te llevaremos.
SACRIS. (Desprendiéndose furioso de los amigos que
le sujetan, viene al proscenio.) No podréis llevárosla. La santa mujer, amorosa
y sublime, me pertenece: dejádmela. (Los amigos le sujetan.)
SOR SIMONA. (Con serena majestad.) Sacris, yo no soy
tuya ni lo seré jamás; busca la gloria conforme a tu vocación militar. Adiós
para siempre.
SACRIS. (Desesperado, apretándose el cráneo;) ¡Oh,
desventura mía! ¡Mi gloria es ella! No quiero batallar, no quiero vivir. Mi primera
vocación me llama. (Arroja la espada.) ¡Dios de mi juventud, vuelvo a tí! (Los
amigos le sujetan e intentan llevársele; pero él forcejea hasta que baja el
telón.)
ULIBARRI. (A Mendavia.) Tú llevarás a este joven a
La Guardia; Clavijo y yo nos ponemos a las órdenes de Sor Simona para...
(Lentamente se dirigen hacia la izquierda Mendavia y Ángel; éste vuelve hacia
atrás su rostro para contemplar a Sor Simona, que le ve partir con ternura y
desconsuelo.)
ANGEL. (Pensativo, detiénese en la puerta de la
izquierda antes de partir.) Y la santa madre, ¿adonde irá?
ULIBARRI. (En el centro del proscenio.). Querida
sobrina, dinos que camino quieres seguir.
SOR SIMONA. Llevadme a Viana.
CLAVIJO. (Con alegría.) Muy bien.
NATIKA. (Llorando, se agarra a la falda de Sor
Simona.) Lléveme señora.
MIGUELA y SAMPEDRO. Y a mí, y a mí.
SOR SIMONA. Sí, venid conmigo; desde Viana
continuaré consagrando mi pobre existencia al socorro de los infelices y
menesterosos; pero libremente... libremente... (Con elevada entonación.) Quiero
ser libre, como el soplo divino que mueve los mundos. (Todas las figuras de
esta última escena se agrupan convenientemente para formar un hermoso cuadro.)
Telón.
DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA ERIS GARCÍA POSTIGO
( MELILLA- ESPAÑA)
DIGITALIZADO
POR ERIS GARCÍA POSTIGO. MELILLA (ESPAÑA.)