JUAN MARIA GUTIERREZ

 


A MI CABALLO


Rey de los llanos de la patria mía,
mi tostado alazán; ¡quién me volviera
tu fiel y generosa compañía
y tu mirada inteligente y fiera!

¿Has llorado por mí? ¿Cuándo otra mano
limpia el polvo a la crin de tus melenas,
recibes las caricias siempre ufano,
adviertes, alazán, que son ajenas?

Tu pobre dueño errante, vagabundo
tan sólo de recuerdos ha vivido,
y en todos los caminos de este mundo
la imagen de la patria le ha seguido.

Patria es amor, es entusiasmo, es floria,
es el aliento de la vida humana,
la constante visión de la memoria,
el sueño de la noche y la mañana.

Tú mismo, el cuello de dolor doblado,
la nativa llanura abandonaste,
y el lago cristalino y azulado
en el rico pesebre recordaste.

¡Es tan hermoso el cielo! ¡son tan bellos
los astros que en el Plata se reflejan!
¡Con renegridos ojos y cabellos,
esclavo el corazón sus hijas dejan!

Crecen allí las flores y las mieses
sin el cansancio de la frente humana,
y señala el camino de los meses
fruto sabroso que perfume emana...

¿Te acuerdas, mi alazán, de aquella
[aurora
cuando llegando a la ventana mía,
hallaste mi cabeza indagadora
ante el libro doblado que mentía?

Ya del Oriente el resplandor, velaba
del lucero de amor la mustia lumbre,
y la aromada brisa que reinaba,
el pecho me llenó de mansedumbre.

Un no sé qué sentí; como incompleto
mi ser me pareció, tendí los brazos,
y sólo sombras y silencio quieto
halló mi corazón hecho pedazos.

Era el amor, la luz de la existencia
que en mi inocente corazón nacía,
y a mi joven incauta inexperiencia,
placeres y deleites prometía.

¡Placer... deleite!, espinas y dolores
sólo encontré cuando clavé los ojos
en los de una mujer, tan seductores,
que alfombra hizo a su pie de mis
[despojos.

¡Oh! yo la amé cual se ama la primera,
la vez primera que el amor sentimos,
cuando está el corazón en primavera
y al sol de las pasiones nos abrimos.

La idolatré, y hasta la estampa leve
besé de sus pisadas vagarosas,
sobre la hierba de la senda breve
formada de jazminos y de rosas.

Y en la arena de mi patrio río,
cuando Ella entre las bellas argentinas,
en las auroras dulces del estío
se bañaba en las ondas cristalinas.

Tú, mi alazán, amigo fiel ausente,
más de una vez has inundado el seno
de otro alazán fogoso y diligente,
con la argentada espuma de tu freno.

Tus huellas a las suyas confundidas
se vieron muchas veces en la arena,
cuando en voces del alma desprendidas
conversaba de amor con mi morena.

Tú conocías como yo el sendero
por mi amada en los campos preferido,
y el paso redobladas placentero
de mi impaciente látigo al chasquido.

Más de una vez desde tu inquieta espalda
de flores despoblé la enredadera,
para adornar su sien de una guirnalda
que jugase en su negra cabellera.

Tú, entre las calles de mi patria hallabas,
puesto ya el sol, su calle y su ventana,
e inclinando la frente te parabas
ante la que era el sol de mi mañana.

¡Todo pasó, del pobre desterrado
en el variable pecho de la bella,
no hay ni un recuerdo del amor pasado;
ni en sus paternos campos una huella!


DOS JINETES


Veloces van por la grama
Lanzando espumas y llama,
Dos corceles,
Y en vez de polvo, levantan
Esencias puras que encantan,
De claveles.

Veloces pisan la grama
del arroyo que se llama
Curupá,
Cuya corriente serena
Llevan entre sauce y arena
Sus zarzas al Paraná.

Alazán es el uno
Y el otro moro;
Cada una de las crines
Vale un tesoro;
Vuelan como las aves
Libres del cielo;
Apenas si la alfombra
Tocan del suelo.

Relinchan sacudiendo
Leves melenas,
Y fogosos dilatan
Sus anchas venas.

A veces acercando
Cuellos y frentes,
Parece que se dieran
Besos ardientes;
O que indiscretos,
De sus dueños dijeran
Dulces secretos.

El alazán en sus espaldas lleva
Una moza del pago,
Gallarda a toda prueba,
Pero rebelde al amoroso halago.
Las galas del domingo
Ostenta en el collar de la garganta,
Y cuelga al flanco de su airoso pingo
Una vistosa manta.
Descuida en la carrera
La renegrida y lisa cabellera;
Y llevando una mano
Al lino leve que le cubre el seno,
Al ver su empeño vano
Esconde el rostro de sonrisa lleno.
Tan sólo permanece
En su frente tostada,
Una diamela que su talle mece
En sus esencias mismas embriagada.
Quiebra los bríos del ardiente moro
Un mocetón a cuyo labio asoma,
Como flor del aroma,
Vello sutil de la color del oro;
Y no menos dorado
Que el pelo de la barba, su cabello
Le azota ensortijado
El ancha espalda y el nervudo cuello.
De un leve poncho las rojizas rayas
Bájanle en rededor a confundirse
Con el fleco y las mallas
Del ancho calzoncilo;
Y la estrella de acero
De su bruñida espuela,
Hace sonar ligero
En la carona de bordada suela.
Impaciente de amor, a su caballo
Ha soltado la brida,
Y a par de él, como rayo,
Galopa el alazán de su querida.

Clava en ella una mirada
Que parece acompañada
Con sangre de corazón,
Y con la voz conmovida,
Con la mejilla encendida,
La pide la blanca flor;

Le dice: ¿acaso más bello
Parecerá tu cabello
Porque esa flor esté en él?
A la amorosa paloma
Que tiene nido en la loma
La basta su candidez.

¿Por dehojarla en el viento,
Por quemarla con mi aliento,
Qué exiges, bella, de mí?
¡Lo atestiguo con los cielos!
Esa flor me causa celos
Y quisiera ver su fin.

Silencio guarda la moza,
Y en actitud cavilosa
Acaricia su alazán:
Más, la diamela arrancando,
La contempla suspirando
Y con lágimas la da.

Pasa la flor a la mano
Del que pretende tirano
Privarla de su esplendor...
Pero no le da la muerte,
Que, dichoso con su suerte,
La lleva hacia el corazón.

Y mostrando a su querida
Con la mano de la brida
La espesura de un ombú;
allí, le dice, hay un lago,
Que nos brinda con halago
Los misterios de su azul:

Coronado del cabello,
Como el de un cisne, tu cuello
En el agua jugará,
Y mi mano afortunada
En el lago, deshojada,
Esta flor arrojará.