JUAN VALERA

 

AUTOS SACRAMENTALES

 

     Es éste un género dramático peculiar de la literatura española y singularísimo y extraño entre todas las del mundo. No es posible tratar hoy de él con el tono de intolerante menosprecio con que hablaron de los autos nuestros críticos de la escuela galoclásica del siglo pasado. Vano hubiera sido pretender que el favor y entusiasmo casi religioso que estas composiciones despertaban en los católicos oyentes del tiempo de los Felipes hallasen eco en almas siervas del pobre y rastrero materialismo de la centuria que nos precedió. Tampoco era de presumir que un género tan nacional y característico de una época, de una raza y de un estado social, a ningún otro semejante, llegase a entusiasmar a críticos de otras naciones, ni siquiera a ser comprendido por ellos. Todas estas razones han influido grandemente en contra de la popularidad de los autos en España misma, cuanto más en las naciones extranjeras. Los mismos alemanes, que más justicia han hecho al teatro nacional, comenzando por las brillantes y un tanto oratorias consideraciones de Guillermo Schlegel y siguiendo por el detenido análisis del barón Schack y de Valentín Schmidt, se han limitado, por lo común, a la parte profana del teatro de Calderón, y si algo han dicho en cuanto a la parte sagrada, es sólo con relación a los dramas de santos o comedias devotas; es decir, aquellas en que intervienen afectos y caracteres humanos. Pero en cuanto a la parte propiamente teológica de las obras del poeta, puede decirse que la han dejado virgen e intacta.

     Entre nosotros se han hecho, aunque pocos, notables estudios acerca de esta parte de las obras de Calderón, debiendo citarse en primer término como trozo elocuentísimo, a la vez que bien pensado y bien sentido, el discurso preliminar que puso don Eduardo González Pedroso a su colección de Autos sacramentales, no solamente de Calderón, sino de todos su antecesores, contemporáneos y discípulos desde principios del siglo XVI hasta fines del XVII.

     A éste y a otro brillante estudio del señor Canalejas (leído en sesión pública de la Academia Española) está reducido lo que hasta ahora se ha dicho de los autos sacramentales. Los trabajos extranjeros son en este punto mancos o nulos, y aun los críticos que han mirado con más amor el teatro de Calderón han tenido para los autos censuras tan acerbas como las que fulmina el mismo Ticknor, en otras cosas tan calderoniano.

     Ante todo, es preciso saber lo que fueron los autos, cuál fue su razón de ser histórica y cuál su razón de ser artística, ya que no puede concebirse que un teatro teológico y didáctico como lo fue aquél por su espíritu y hasta por sus formas, un teatro pobre y ayuno de todo lo que en cualquier teatro del mundo puede halagar y atraer la atención, desprovisto de casi todos los medios artísticos propios de la dramática, llegara, sin embargo, a conmover y a interesar, no ya a los teólogos, sino aun a la ruda e indocta plebe, como no lo alcanzó nunca el drama profano. La popularidad de los autos fue superior con mucho a la de los más trágicos dramas y a la de las más deliciosas comedias de enredo. Algo de esto debe atribuirse, sin duda alguna, a las circunstancias solemnes en que los autos se representaban, al atavío escénico, a la mayor ostentación del arte histriónico, a todos los pormenores de exhibición con que los autos se ejecutaban; pero ni aun con esos accesorios sería hoy empresa posible llevar a un público a que oyera y contemplara, no ya con aplauso, sino con paciencia, ni siquiera por brevísimo espacio, una representación en que fueran personajes la Fe, la Esperanza, el Aire, la Tierra, el Agua, el Fuego y otras de la misma laya, y en que dieron asunto al diálogo la Encarnación, la Trinidad y la presencia sacramental de la Eucaristía. En este sentido puede afirmarse que el drama estrictamente teológico (no el drama religioso con accidentes y estructura de drama profano) no existe ni ha existido en el teatro moderno de ninguna otra nación fuera de España.

     Desde luego, surge una grave cuestión preliminar y fundamento de todas; es a, saber: si lo sobrenatural y lo invisible, y con mayor razón aún las abstracciones, las personificaciones morales, las ideas puras, los atributos divinos, las pasiones, virtudes y vicios, caben en el arte.

     Para nosotros es indudable que en una concepción amplia y severa del arte, tal como la que hoy debemos tener, libres de exclusivismos de escuelas, el arte no puede limitarse a lo humano, ni mucho menos a lo plástico y figurativo. Si el arte es el resplandor de la idea en la forma, en el arte ha de caber, no solamente la belleza sensible, sino la belleza intelectual y la belleza moral. Es claro que los conceptos intelectuales, las ideas puras, no tienen entrada en el arte sino cuando se revisten de forma estética y dejan la suya propia abstracta y filosófica, rompiendo las cadenas del proceso dialéctico; pero desde el momento en que llegan a vestirse de forma sensible y a cubrir de carne sus huesos, pueden ser materia propia y digna de ciertas esferas del arte. Pero ¿caben en la dramática? Por nuestra parte casi nos atreveríamos a contestar que no. El teatro, tal como todas las escuelas lo han entendido, vive de pasiones, de afectos y caracteres humanos; no es más que la vida humana en espectáculo. Hacer un drama con personajes simbólicos o abstractos es un verdadero tour de force, perdonable sólo a fuerza de ingenio y a título de excepción y singularidad. Lo sobrenatural cabe perfectamente como ideal y fuente de inspiración, y como término de los anhelos del alma, en la poesía lírica: cabe en la poesía didáctica (suponiendo que tal poesía exista), pero en el arte dramático, a nuestro entender, no cabe. Y decimos esto con cierto temor, porque verdaderamente nos lo inspiran las sublimes creaciones que con ese fondo y con estos datos acertaron a producir nuestros poetas del siglo XVII. El drama sacramental fue producto genuino de su tiempo, y a no haber existido nos hubiera privado, no solamente de tesoros de poesía lírica, sino también de inestimables (aunque accidentales) bellezas dramáticas en ciertos pormenores y escenas, y, sobre todo, de altísimas concepciones intelectuales y filosóficas, mucho más altas que la forma que pretende encerrarlas, aunque sólo el propósito de darles forma dramática sea ya indicio de la vigorosísima fantasía de los autores.

     El auto sacramental puede definirse como representación dramática en un acto, la cual tiene por tema el misterio de la Eucaristía.

     Esta, a lo menos, es la ley constante en los autos de Calderón y sus discípulos; pero en cuanto a los autos del siglo XVI no siempre reúnen estas condiciones; antes bien, es muy frecuente que no tengan de sacramentales más que el haber sido representados en el día del Corpus.

     El primer auto, el más antiguo del cual sepamos positivamente haberse destinado a una fiesta eucarística, no contiene más fábula dramática que la vulgar leyenda de haber partido San Martín su capa con un pobre. No se atina qué relación directa o indirecta puede tener esto con el Misterio de la Eucaristía. Sólo en tiempo de Calderón  adquiere este género independencia absoluta y toma caracteres y formas propios.

     Claro es que estas representaciones no pudieron ser más antiguas que la institución misma de la fiesta del Corpus, que en alguna iglesia particular se celebraba antes del siglo XIII, pero que a toda la cristiandad no fue extendida sino por el Pontífice Urbano IV en 1263, dando ocasión al maravilloso oficio que compuso Santo Tomas para aquella fiesta. En España la introdujo muy luego Berenguer de Palaciolo, que murió en el año 1314.

     Muy desde el principio, en España, a todas las solemnidades propiamente religiosas, a todas las ceremonias litúrgicas que acompañaban a esta fiesta, verdaderamente de alegría, se añadieron ciertos gérmenes de representaciones dramáticas, si bien éstos no llegaron a fructificar durante la Edad Media. A lo menos en Castilla hubieron de ser casi desconocidas las representaciones sacramentales, puesto que no tenemos la menor noticia de ellas, anterior a los últimos años del siglo XV y primeros del XVI. Hay, además, un dato para creer que no existían, y es que Alfonso X, en sus Partidas, al hablar de las representaciones que los clérigos podían facer, enumera las de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, la Resurrección, etc., y de ninguna manera alude a las representaciones eucarísticas.

     Es más: los cánones de varios concilios del siglo XV, dirigidos a atajar los abusos que ya comenzaban a introducirse en las representaciones escénicas dentro de los templos, no mencionan la fiesta del Corpus entre las demás de que hablan.

     No así en Aragón y Cataluña. Tenemos noticia de que la fiesta del Corpus se solemnizaba en la catedral de Gerona con representaciones dramáticas, aunque no parece que tenían relación, a lo menos directa e inmediata, con el Misterio de la Eucaristía. Entre ellas se mencionan El sacrificio de Abrahán, La venta de José, Las tres Marías, etcétera.

     A principios del siglo XVI encontramos ya en Portugal el texto de una representación sacramental (en el sentido de haberse verificado el día del Corpus) y es el Auto de San Martín de Gil Vicente compuesto en lengua castellana.

     En todo el siglo XVI continuaron los autos; unos (y son los más) anónimos, como muchos de los que se contienen en el famoso Códice de autos viejos de la Biblioteca Nacional; otros de autores conocidos, por lo general muy oscuros, verbigracia, el tundidor de Segovia, Juan de Pedraza, que compuso para una de estas fiestas una especie de Danza de la Muerte.

     El más célebre de todos los poetas de autos sacramentales en este primer período es Juan de Timoneda, famoso librero de Valencia, amigo y editor de Lope de Rueda.

     Timoneda, que en sus comedias no hizo más que seguir las huellas de los italianos y arreglar sus obras a nuestra escena, logró mayor originalidad en sus autos, aunque también es preciso confesar que no pocas veces entró a saco por las obras anónimas de poetas más modestos o más desconocidos de los primeros años de aquel siglo.

     Conforme el tiempo adelantaba iban pareciendo los primitivos autos demasiado secos y pobres, y se trató de darles más movimiento, interés y animación dramáticas. En Timoneda la acción es un poco más interesante y el diálogo más vivo que en los autos anónimos. En Lope de Vega abundan más los elementos líricos y también los incidentes análogos a los del drama profano, y lo mismo que se dice de Lope de Vega puede aplicarse a sus discípulos el maestro Valdivielso y Tirso de Molina. Valdivielso puede ser llamado el poeta del Cielo, ya que sólo dedicó su pluma a composiciones sagradas, así en lo dramático como en lo épico y lírico. Pero Calderón es quien definitivamente logra llevar este género a su cabal perfección y apogeo, emancipándolo así de las tradiciones del teatro profano como de la servidumbre de las comedias devotas y de santos.

     Las representaciones sagradas que durante la Edad Media se verificaron constantemente en el templo y por actores clérigos, salieron en el siglo XVI a la plaza pública, cayendo, lo mismo que rocas las demás formas escénicas, en manos de histriones o farsantes pagados para este fin.

     Tan católico en la esencia permaneció nuestro teatro antes como después de esta transformación. Todos los autos sacramentales están animados por un enérgico espíritu de oposición a la Reforma en el tema de la presencia sacramental, negada por Carlostadio y otros herejes del Norte. Pero también es cierto que la verdadera reforma de las costumbres y de la disciplina, iniciada muy pronto en España y extendida a toda la cristiandad por el Concilio de Trento y por varios pontífices, desterró del templo ciertas expansiones de la devoción, antes lícitas, y ya ocasionadas y peligrosas, y fue causa de que las representaciones sagradas, que ya no se veían con los ojos de otras edades, saliesen del recinto del templo, en el que hasta entonces se habían albergado.

     Los autos sacramentales fueron ejecutados ante muy heterogéneo auditorio, desde aquellos vislumbres o gérmenes de compañías llamados bulubú y naque (como las describe Agustín de Rojas en su Viaje entretenido), que por lugarejos oscurísimos representaban La oveja perdida y otros autos de Juan de Timoneda, de tan sencilla estructura, que no requerían más que tres o cuatro personajes, hasta la ostentosa mise en escène de los autos de Calderón, ejecutados en el siglo XVII en la plaza Mayor ante los consejos, ante el rey y ante todo el pueblo de Madrid congregado.

     Parece que los autos sacramentales nunca fueron representados sino a la luz del día. Es más: no se los concibe aprisionados en las condiciones materiales de un teatro moderno. Requieren la luz y el aire libre, y una escena tan ideal y fantástica como fantástico e ideal es el drama místico.

     Es el auto representación de lo sobrenatural y de lo intangible, de la alegoría y del misterio, y vano empeño fuera encerrar las abstracciones bajo techo, encadenarlas entre bastidores y cortinas o alumbrarlas con la tibia luz de las candilejas.

     Entre los olvidados autos sacramentales anteriores a Lope, pueden encontrase rasgos de tal sencillez y tan honda ternura, como difícilmente se hallan en el drama profano del mismo tiempo. Puede servir de ejemplo el olvidado Auto de las Donas, de autor anónimo (imitado luego por Timoneda en otro auto suyo más complicado, que se intitula Los desposorios de Cristo), especialmente aquella escena en que Lázaro va presentando a la Virgen María los instrumentos de la Pasión de su Hijo. En medio de la ausencia de todo artificio, hay en este pasaje un acento de verdad humana, que quizá conmueve más que toda la pompa lírica que derramó luego Calderón en sus autos donde, si es más complicada la traza y más peregrino el saber teológico y mayor la armonía rítmica, suele sobreponerse a todo el elemento intelectual ahogando la expresión natural y sentida.

     Prescindiendo de tan rudos principios, tomemos el auto tipo tal como en Calderón aparece, puesto que en los anteriores el tema eucarístico anda muy mezclado con elementos extraños y reminiscencias de otros géneros dramáticos, y de los posteriores puede decirse que no son más que degeneración o secuela del sistema calderoniano.

     Todos estos autos, sin excepción alguna, tienen por único tema el Misterio de la Eucaristía; pero no hay un solo ejemplo, de que haya sido presentado el acto de la institución del Sacramento en su forma directa, que pudiéramos llamar histórica. El mismo fervor religioso de los poetas lo impidió, y fue preciso tratar el asunto de soslayo, salvando esta manera de pie forzado.

     Unas veces, no en Calderón, sino en los orígenes del teatro Eucarístico, la dificultad se resolvió por medio de largos diálogos, en que dos o más personajes discurrían sobre la institución del Santísimo Sacramento. Claro es que estas disertaciones o pláticas piadosas no tenían condiciones escénicas de ninguna suerte, y sólo podían resultar tolerables por su brevedad y la belleza de su estilo. Así es que muy pronto cayeron en desuso.

     Otras, buscando algo que se pareciese más a drama, pusieron en escena la vida de aquellos santos y santas más conocidos por su devoción al Santísimo Sacramento del Altar. Pero tales autos, como sucede con los del Santo rey don Fernando, de Calderón, llegaron a convertirse en comedias devotas, que sólo se diferenciaban de las restantes en tener un solo acto en vez de tres y en el lugar y ocasión en que se representaban; y sabido es que las condiciones de la comedia de santos diferían muy poco de las del drama profano.

     Abandonados estos caminos (el último se intentó sólo por excepción), no había otro remedio que acudir a la forma alegórica, y esta alegoría se presentó por lo menos de siete maneras distintas.

     Unas veces sirvieron para este fin las historias del Antiguo Testamento, en que todo es anuncio, vislumbre, figura y sombra de la Ley Nueva. Así La zarza de Moisés, La cena de Baltasar, La primera flor del Carmelo, El vellocino de Gedeón y otros muchos autos en que no sólo se aprovechó el sentido que la Iglesia da al Testamento Antiguo, donde todo, además de su sentido natural e histórico, tiene otro sentido más alto y es prefiguración de la Ley Nueva, sino que más o menos violentamente, y por su propia autoridad, en todo vieron nuestros poetas un símbolo del Misterio Eucarístico, hasta el punto de haber doble y triple alegoría en muchos de estos autos.

     Segundo modo de representación sacramental, y también de los más naturales y legítimos, fueron las parábolas del Evangelio. Sirva de ejemplo entre otros muchos el auto de La viña del Señor.

     Pero no se detuvieron aquí los poetas, porque constreñidos a hacer todos los años un auto sacramental, y a veces dos, con la condición de que fuesen siempre nuevos, por lo menos los que se destinaban a la villa de Madrid, habían de agotarse las formas, los medios y las condiciones dramáticas útiles para aquel forzoso tema. Multiplicáronse, pues, los recursos alegóricos y hubo autos en que, ni por incidencia, intervienen figuras humanas, siendo todo el diálogo entre ideas puras, personificaciones de las virtudes y de los vicios, de las ciencias o de los elementos, de los atributos de Dios o de los sentidos y de las potencias del alma, etcétera, etcétera.

     En otros autos se entró a saco por la historia profana, trayendo a cuento lo que parece más lejano de toda relación con el Misterio de la Eucaristía. En este concepto hay autos que frisan ya en lo ridículo, y cuyo simbolismo no puede ser más torpe y desmañado. Pedroso cita uno en que Carlomagno se lanza a conquistar la Tierra Santa, donde Galadón le vende por treinta dineros, y Carlomagno muere crucificado.

     Mucho más común, aunque hoy nos parezca irreverente, era el auto sacramental fundado en la Mitología.

     A primera vista, apenas se comprende que en siglo tan católico como el XVII pudieran aplaudirse representaciones tales como El divino Orfeo, El Sacro Parnaso, etc., y que los dioses del gentilismo clásico apareciesen en un teatro cristiano como símbolo, representación o figura nada menos que de Cristo o de los divinos atributos. Sin embargo, así aconteció, y no tanto por caprichos de autores y espectadores, cuanto por la alta idea simbólica que presidía a todas estas formas tan disímiles del fondo. Para Calderón y para su público la Mitología no era más que un resto lejano de la tradición antigua, en el cual habían quedado desfiguradas y oscurecidas, por la ignorancia del entendimiento y la flaqueza de la voluntad, altísimas verdades relativas al origen y destino del hombre. Calderón pone frecuentemente en presencia la sinagoga y el gentilismo, haciéndoles pronunciar concordes oráculos y mostrar la semejanza de sus tradiciones.

     Hay, pues, en Calderón un simbolismo potente que abraza la ley antigua, las parábolas de la nueva, la historia humana y las fábulas de la gentilidad.

     Pero aún no para en esto el auto sacramental. Quedan una porción de obras que solamente pueden compararse con los llamados Sermones de circunstancias, deleite de los predicadores gerundianos. En tales dramas, dirigidos a empeñar la atención del vulgo con alusiones a cosas baladíes y del momento, todo el símbolo y la alegoría consisten en un certamen poético, en un litigio, en la pintura de una casa de locos, de un hospital o de un mesón, en una información de limpieza de sangre, en una cacería de Felipe IV, etc., etc.

     Otros autos son parodia de las comedias que estaban en boga en aquel tiempo. El mismo Calderón, por ejemplo, repitió el argumento y hasta el título de su Vida es sueño en un auto que lleva el mismo título, y que es, por cierto, de los más notables. Del mismo modo pueden citarse La serrana de Plasencia, de Tirso, y otros autos que son verdaderas parodias de las comedías más aplaudidas, tomando no sólo el título y verso enteros, sino hasta  el pensamiento total, aunque trovándole a lo divino.

     Las riquezas poéticas del Antiguo y Nuevo Testamento están derramadas a manos llenas en la parte lírica de los autos. A cada paso se tropieza con bellas imitaciones de los Salmos y del Cantar de los Cantares. Hay, por ejemplo, un bellísimo auto de Lope, el Auto de los Cantares, donde grandísima parte del Epitalamio de Salomón está traducido casi a la letra. Auto hay de Calderón en que está traducido desde el principio del Evangelio de San Juan.

     Aparte de todos estos elementos líricos, tomados de la Escritura o de la Liturgia (puesto que también abundan en los autos las paráfrisis y traducciones de himnos), hállanse en los autos, lo mismo que en todos los cancioneros y romanceros sagrados del tiempo, continuas reminiscencias de la poesía profana, romances viejos glosados a lo divino, villancicos, chanzonetas, ensaladillas y juegos en que, con provecho de la infantil devoción de los espectadores, se traían a su memoria aquellas canciones que más presentes debían de tener, convirtiéndose así en materia sagrada lo que fue profanísimo en sus principios.

     Grande debía de ser la cultura del pueblo que tales dramas comprendía; no sólo por la abundancia de nociones, teológicas y filosóficas que allí se contienen, sino por la manera, a veces seca, siempre didáctica, con que están expuestos, sobre todo en ciertos diálogos de Calderón, desprovistos de todo color poético, al cual sustituye el procedimiento silogístico, árido y desnudo, sin que se cuide siquiera el poeta de cubrir las formas externas del razonamiento. Y esto se continúa a veces durante largas escenas, siendo evidente que el pueblo tomaba interés en esta gimnasia y seguía con profunda atención el velo del entendimiento discursivo.

     Aparte de esta cultura teologicofilosófica, los autos, para ser comprendidos por la multitud, exigían que ésta tuviese más que mediana noticia del Antiguo y Nuevo Testamento, de la historia profana, especialmente de la de España, y que tuviera asimismo agudeza y prontitud de ingenio grandes para romper en ocasiones el velo de tres o cuatro alegorías seguidas, sin perderse en los giros tortuosos y laberínticos de la analogía y de la metáfora. Son pocos los autos que se acercan a la unidad de plan propio de la dramática. Con mucha frecuencia se mezclan, no solamente figuras reales y seres abstractos sino personajes de muy distinta raza, de siglos muy lejanos entre sí, y de tan extraña y revesada significación, que es menester que ellos mismos se descubran y declaren quiénes son en larguísimas relaciones.

     De todo esto resulta un conjunto no poco abigarrado y confuso, pero que no carece de grandeza; y esta grandeza estriba principalmente en dos cosas. Ante todo, en la esplendidez arrogante y pompa lírica de muchos trozos. Calderón tenía grandes condiciones de poeta lírico, aunque directamente no cultivase este género. En ninguna parte se mostró tan poeta como en sus autos. Parece que reservaba las más ricas galas de su fantasía para derramarlas en loor del Santísimo Sacramento.

     La segunda excelencia de los autos consiste en su simbolismo, amplio y potente, que ve el reflejo de Dios en todo lo creado, y ensalza por extraño modo el mundo real y el mundo de la idea, lo visible y lo increado, el Cielo y la Tierra, la Naturaleza y el espíritu, cuanto alienta y vive en la mente y en la Historia, para que todo venga a rendir tributo a los pies de Jesús Sacramentado y a dar testimonio de la bondad inagotable del Dios-Hombre, cuyo cuerpo y cuya sangre en presencia real adora la Tierra, multiplicados como fértil grano en aras infinitas. Ni es cosa rara hallar en los autos profunda doctrina sobre las relaciones de Dios con la naturaleza, del cuerpo con el espíritu, de los sentidos con las potencias del alma. Todo esto, a la verdad, de una manera incoherente, sacrificando muchísimas veces la forma a la idea abstracta y pura, y tal que no cabe en el arte; y otras veces, por el contrario, anegando la idea en un mar de insulsa y barroca palabrería. Por lo mismo que Calderón es muy lírico en sus autos, suele incurrir allí en los mayores desvaríos de la lírica culterana, si bien la vegetación parásita del estilo no le sirve, como a otros, para encubrir la vaguedad del pensamiento.

     El admirable soneto que pronuncia David en La primera flor del Carmelo al ver por primera vez a Abigail; las octavas en versos agudos puestas en boca de la Muerte en el auto de La cena de Baltasar, tan henchidas de un poderoso aliento lírico; aquella rápida, concentrada y briosa enumeración de los grandes castigos y de las grandes justicias de la vieja ley; aquella feliz elección de epítetos magníficos y pintorescos, verbigracia, la caliente púrpura de Amón y las torpes hijas de Moab, muestran hasta qué punto era poeta lírico Calderón y cuánto le dañó la circunstancia de haber nacido después que El príncipe de la Luz (así llamaron a Góngora sus propios adversarios) se había convertido en ángel de las tinieblas.

     ¡Lástima que estos y otros felicísimos rasgos líricos de Calderón sufran injusto olvido por hallarse sepultados en la inmensa balumba de sus autos sacramentales, que apenas nadie lee! Tienen, es cierto, toda la frialdad inseparable del arte alegórico. Adolecen de la yerta monotonía que comunican siempre al arte las generalizaciones y las abstracciones. Este amor desordenado a los conceptos puramente intelectuales dependía del influjo preponderante que aún conservaba la filosofía escolástica, a pesar de los rudos golpes que le habían asestado primero los nominalistas y después nuestro Gómez Pereira, sosteniendo que no se habían de multiplicar los entes sin necesidad, y que la figura, verbigracia, no era distinta de la cosa figurada. Pero el nominalismo vegetaba oscuramente en pocas escuelas; sólo el realismo, más o menos templado, es el que predomina e influye en el arte, y en este concepto, desastrosamente.

     ¿Quién hará personajes dramáticos al Placer y al Pesar, al Amor propio y al Entendimiento agente?

     Puede decirse que este género murió con Calderón. Sus amigos y sus discípulos Moreto, Bances, Candam y Zamora no trajeron ningún elemento nuevo al drama sacramental. A duras penas acertaron a conservar los que Calderón había dejado. Algunos, como Moreto, quizá se acercaron en demasía al drama profano.

     Además, el género cayó muy pronto, como no podía menos de caer, en monotonía extraordinaria. Por su índole misma, los argumentos se agotaron rápidamente, y ya a principios del siglo XVIII, en vez de componerse autos originales, sólo se representaban los de Calderón. Así llegaron los autos hasta el año 1763, fecha de la prohibición decretada por los ministros de Carlos III, si bien en ciudades retiradas y de corto vecindario continuaron algún tiempo más.