JUAN VALERA

 

CARTA DE MAESE JAIME, PILOTO DE MALLORCA

 

 

Venecia, 15 de abril de 1428.

     Magnífico y muy respetable señor: Hallándome yo aquí, al servicio de ricos mercaderes, por cuya cuenta he hecho algunos viajes a Egipto y a varios puertos de Siria, tuve el gusto de presenciar, hace una semana, la entrada triunfal en esta hermosa ciudad del ilustre infante don Pedro, duque de Coimbra y vuestro hermano. Con solemne pompa le recibieron el dux, los senadores y la plebe, ya que venía don Pedro precedido de la fama de sus altas caballerías y peregrinaciones. Se cuenta que ha recorrido, exponiéndose a mil peligros, muchos países remotos, habitados por pueblos bárbaros e infieles; que ha penetrado en África hasta muy cerca de las fuentes del Nilo; que ha visitado en Arabia el país sabeo, donde reinó en lo antiguo aquella hermosa y sapientísima dama que vino a conferenciar con Salomón, y que fue tan su amiga; que ha estado en Jerusalén y en otros Santos Lugares en que el Verbo humanado vivió y padeció muerte y pasión por nosotros; y que ha ido luego más allá de Damasco, Palmira y Bagdad hasta el centro del Asia. A lo que parece, el infante don Pedro iba en busca del preste Juan de las Indias; pero, por más que hizo, no pudo encontrarle ni averiguar hacia qué parte del mundo caen sus dominios. Tuvo, pues, que volver a tierra de cristianos, sin dar cima a su empresa, pero con gran caudal de noticias que en sus maravillosas andanzas ha recogido. Mas no sólo por esto, sino también por hermano del rey de Portugal y por dueño de la Marca de Treviso, la Señoría le acoge, hospeda y agasaja como si él fuera un soberano reinante. Infunde, además, gran veneración y amor a su persona el conocimiento que aquí se tiene de sus triunfos guerreros, así cuando era mozo en la conquista de Ceuta, como ya, en su edad granada, sirviendo con trescientas lanzas al emperador de Alemania, Segismundo, y peleando denodadamente en su favor en las tremendas guerras contra los herejes husitas, y contra el turco, que va apoderándose de todo el Oriente de Europa y que amenaza de continuo volver a sitiar a Bizancio y acabar con el Imperio griego.

     En medio de los agasajos y felicitaciones que el señor Infante recibe en Venecia, como él es curiosísimo y se informa y entera de todo, ha de saber la nombradía de excelente piloto y cosmógrafo que me conceden en Venecia mis amigos benévolos. Excitado por ellos, el señor infante deseó hablar conmigo, y me llamó a su presencia. Diversas y largas pláticas he tenido con él; por él he sabido el alto empleo y el tenaz propósito a que vos, magnífico señor, consagráis vuestra vida, que el Cielo guarde y prospere.

     Sin la menor lisonja he declarado a vuestro digno hermano lo mucho que aplaudo y celebro los planes que habéis concebido. No extrañéis, pues, señor, que el infante don Pedro, contando con vuestra voluntad, como si fuera la suya, me haya ganado y contratado para ir en servicio vuestro. Dentro de poco iré, si Dios lo permite, ya por tierra, acompañando al infante don Pedro, que va a Roma a besarlos pies al Padre Santo y a confiarle vuestros proyectos y los suyos, y que luego se volverá a Portugal por tierra para ver al paso a los reyes de Navarra, Aragón y Castilla; ya por mar, a fin de visitar yo a mis parientes y amigos, en mi patria, Mallorca, antes de ir al Promontorio Sacro y tener la honra de besaros la mano y de ponerme a vuestras órdenes.

     Allí, hasta donde alcancen mis fuerzas y mi saber, enseñaré el arte de navegar, como lo deseáis y pedís, a los oficiales de mar, inexpertos aunque valerosos, con que contáis para vuestros proyectados descubrimientos. Indispensable será que, confiados en la aguja náutica y guiados por las estrellas, se aventuren lejos de la costa y se engolfen en el Mar Tenebroso, nunca surcado hasta ahora por atrevidas naves.

     Grandes son vuestra tenacidad y la mía, pero no es menor nuestra esperanza. Acaso tarde más de un siglo en cumplirse. Vos y yo habremos desaparecido ya de sobre el haz de la Tierra, pero vivirá eternamente vuestra gloria, y la mía quedará unida a la vuestra. Para término de tanto anhelo se llegará al extremo sur de África, y desde allí a la India, donde los portugueses eclipsarán los atrevimientos dichosos del magno Alejandro y del hijo de Semele. Más allá del mar de Sargazo tal vez se descubran fértiles islas y continentes que superen a la soñada Atlántida. Aliados los reyes de Iberia, como Salomón e Hirán en lo antiguo, enviarán sus flotas a Ofir, y éstas volverán triunfantes y cargadas de oro al Guadalquivir y al Tajo; y nos traerán los perfumes de Pancaya, la seda del Catay, el clavo y la fragante canela de Serendib, y las perlas y los diamantes que adornan los alcázares y el regio tálamo de la Aurora.

     En comparación de las prodigiosas aventuras de los navegantes y descubridores que nazcan o procedan de la escuela que he de ayudaros a fundar, parecerán mezquinas invenciones las fabulosas historias de Hércules, Jasón y Teseo; los lances fantásticos de los Caballeros de la Tabla Redonda; la demanda del Santo Grial, y las heroicidades, sin digno objeto de los Lanzarotes, Roldanes y Amadises.

     Los héroes, criados por vos y educados por mí, aportarán a la isla de los Amores, más bella que las Afortunadas, que Citeres y que Pafos, y se deleitarán en más floridos y amenos jardines que los de Armida.

     No habrá cuento de hadas, no habrá leyenda oriental cuyos imaginarios sucesos venzan en esplendor la realidad de sus cuentos y de sus leyendas. Para hallar algo comparable a los portentos que nuestros aventureros realicen, el espíritu humano tendrá que remontar la corriente de los siglos y retraer a la memoria las edades divinas y la expedición civilizadora de Osiris.

     Y si esta tierra en que vivimos no es una inmensa planicie ni un disco cuya circunferencia toca y limita la bóveda celeste; y si, como creen los sabios, es una masa redonda que se sostiene en la amplitud infinita, o que corre con rapidez violenta por misterioso y constante impulso, que la hace girar o precipitarse, sin hallar nunca poso, en los insondables abismos del espacio, yo no dudo de que ha de llegar un día en que, por virtud y a consecuencia de la escuela que fundemos, los hombres rodeen la tierra, la visiten y la conozcan toda, enseñando el nombre y la doctrina de Cristo a las tribus más esquivas y salvajes, y erigiendo el signo redentor de la Cruz en las regiones más incultas y remotas.

     Y cuando vuelvan de explorar países incógnitos y de completar por experiencia el concepto del mundo, cuyo dominio tendrá que dividir el Papa entre portugueses y castellanos, sometidos al nuevo imperio católico de Roma, entrarán nuestros héroes en la ciudad eterna cargados con los opimos despojos del Oriente y del Occidente, renovando con ventaja, después de tantos siglos, los triunfos de los Césares, y haciendo avanzar, para la Roma cristiana, al Dios Término, mil veces más que le hizo avanzar, por última vez, el andaluz Trajano para la Roma gentílica.

     No acierto a ponderar mi gratitud hacia vuestro hermano el señor infante don Pedro y hacia vos, magnífico señor, al pensar que os debo el que me hayáis asociado a vuestros sublimes propósitos haciéndome partícipe de la gloria inmortal que hemos de ganar sin duda.

     Dios guarde a vuestra grandeza para bien del linaje humano, y a mí me dé la luz y el ánimo de que he menester para prestaros el auxilio que el infante don Pedro, en vuestro nombre, me pide.

     Soy, magnífico señor, vuestro decidido auxiliar y humilde siervo y piloto, Jaime de Mallorca.