CARLOS ROXLO

 


LA TRILLA

Sobre un mar de silvestre manzanilla,
pebetero de rústica fragancia,
alza su alegre construcción sencilla
el edificio de una vieja estancia,
en cuyos muros caldeados brilla
el sol de fuego que doró mi infancia;
el patrio sol cuya gentil corona
la vid fermenta y el trigal sazona.

Una aurora de nimbos sonrosados
sobre la estancia su cendal desplega,
se mece con el junco en los bañados
y en el columpio de las lianas juega;
pinta el rubio maíz de los sembrados,
que con diamantes brilladores riega,
y puebla de melódicos cantares
el ancho quitasol de los palmares.

¡Oh luz! ¡oh claridad! Tiende su velo
la garza sobre el cauce cristalino,
la becacina se remonta al cielo,
y abre la flor su cáliz purpurino:
mueve el ombú su suave terciopelo
junto al cerco de pitas del camino,
el coatí se guarece en la espesura,
la esencia flota y el raudal murmura.

Bajo la lumbre que tremante brilla,
el todeo en el laurel trina y gorjea,
se aroma el espinillo en la cuchila
y el guayacán sus nieves balancea;
en la revuelta crin de la tropilla
el dulce soplo matutino ondea,
y la res montaraz, de ojos de llama,
escarba el suelo, se estremece y brama.

El alerta del gallo en los corrales
saluda reverente el nuevo día,
despierta la perdiz en los trigales
y en el gauyabo la torcaz bravía;
del humo las azules espirales
flotan sobre la pobre ranchería,
y el rubio sol su clámide radiosa
cuelga en los hombros de su opaca esposa.

Al fin la noche su soberbia humilla,
se alza del sol el círculo inflamado,
y comienzan los lances de la trilla
de las espigas en el mar dorado;
limpio de nubes el espacio brilla,
sus alas cierra el viento embalsamado,
y del ceibal en las flecibles ramas
tiende la luz su túnica de llamas.

Briznas y tallos por el sol vestidos
con tintes de naranja brilladores,
se mecen en el aire sacudidos
por un turbión de insectos de colores;
y bajo el mar de espigas escondidos
se agrupan con placer los segadores,
que encuentran en el oro del paisaje
fresco abanico y ancho cortinaje.

Sobre la parva que reseca brilla
alzan los mazos de las mies bronceadas
entre los corvos dientes de la horquilla,
los que disponen la primer camada.
Y comienzan las rondas de la trilla
bajo el casco fugaz de la yeguada,
que con su golpe rítmico y sonoro,
desmenuza la mies en hebras de oro.

Trémula por la danza febriciente
que apresura del látigo el chasquido,
y las ondas del aire incandescente
aspirando con sordo resoplido;
la inculta crin tendida en el ambiente
y con el cuerpo de sudor teñido,
en grupo denso la yeguada rueda
bajo asfixiante y áurea polvareda.

Llegó en su descanso el mediodía,
la hora estival por el ofidio amada,
en que duermen las voces de la umbría
y humea la llanura calcinada;
se espesa el aire, que enrarece el día
con su voraz y brusca llamarada;
llora la esquila de la res sin brío
y en brillazones se desangra el río.

Cuando el bochorno su desborde enfrena,
gime de nuevo la tronchada espiga,
vuelve la ronda de clamores llena,
y el flanco late con mortal fatiga;
pero esta vez asiste a la faena,
dulce testigo que al denuedo obliga,
la hija gentil del dueño de la estancia,
silvestre flor de espléndida fragancia.

Se llama Margarita; el estanciero
en ella tiene su mejor tesoro;
la arrullan con sus píos el hornero
y con sus trovas el zorzal canoro;
las ráfagas salvajes del pampero
se amansan al rozar su frente de oro,
y en las cálidas tardes del estío
se azula más, para besarla, el río.

Da a su labio la ceiba enmarañada
el color de la púrpura salvaje,
y a su rostro la espiga bronceada
los matices esticos de su traje;
el boyero, que gime en la enramada,
le da su voz de musical lenguaje,
y el ritmo de su dulce movimiento
la palmas columpiadas por el viento.

Torcaza de la selva en que ha nacido,
concentra sus modestas ambiciones
en la verde guirnalda de su nido
saturado de arrullos y canciones;
púber aún, su corazón dormido
no conoce otro afán ni otras pasiones
que el vuelo libre, por el campo en galas,
con un nombo de luz sobre las alas.

Pero no, que en sus ojos celestiales
arde la llama del amor bendita,
y el ángel de los sueños virginales
ya no acompaña solo a Margarita;
bajo la noche azul de los sauzales
con nuevo afán su corazón palpita,
cuando a los rayos de la blanca luna
cruza un grupo de cisnes la laguna.

La niña, por su amado acompañada,
mira con sus pupilas soñadoras
el trote abrumador de la yeguada
que hace saltar las cintas voladoras;
da principio después la repisada,
despiertan del crepúsculo las horas,
y apresuran los peones la faena
pensando en los placeres de la cena.

Humean ya los grasos costillares
pendientes de los férreos asadores,
sobre ramas de vetas seculares
envueltas en pupúreos resplandores;
se alzan en rojos nimbos circulares
del jugo que gotea, los hervores,
y un mastín de pelaje encanecido
duerme junto a las brasas extendido.

La pareja gentil por la llanura
pausada emprende su amoroso vuelo,
fabricando espejismos de ventura
más puros que la bóveda del cielo;
recoge el sol su ardiente vestidura,
el tordo entona su canción de celo,
y limpia estrella su cendal de plata
sobre los mares de lo azul desata.

De pronto, entre flotante polvadera
de un rodeo el tropel bramando asoma,
como entre nubes irisadas rueda
el torrente que cae desde la loma;
gime el eco medroso en la arboleda,
la manzanilla en gajos se desploma
y la res muge, en su rabiosa huída,
por el mastín y el lazo perseguida.

Un novillo, frenético y valiente,
más que sus azorados compañeros
herido por la lonja y por el diente,
cruza veloz del llano los senderos;
baja las corvas astas de su frente,
hiere en su afán los aires plañideros,
y se dirige con empuje airado
hacia el grupo de amores embriagado.

Ella quedó por la sorpresa helada,
sin acertar a huir, de miedo loca,
con un mundo de angustia en la mirada
y un grito ahogado en la entreabierta boca;
mira el joven el riesgo de su amada,
corre al novillo, su furor provoca,
y cae postrado con profunda herida
mientras huye la res enceguecida.

Y una noche estival, dulce y serena,
en que se embriagan de pasión los nidos,
saturados de efluvios de verbena
en el seno del monte recogidos,
y el blanco traje de la luna llena
se columpia en los árboles dormidos,
surgió del fondo del muriente día,
para endulzar del joven la agonía.

Llora junto a él, la niña abandonada
por todos sus ensueños tentadores,
envuelta en una nube plateada
de haces de luna y hálitos de flores;
¡Oh dulces campos de la patria amada!
¡Oh mirra, luz, suspiros y colores,
sobre el cadáver de su amor primero
abrid los brazos de oro del Crucero!

Callad, reclamos de la quieta umbría,
himnos de amor de la gentil ribera
donde hace nido la torcaz bravía
y gime la clandia plañidera:
donde la red de sus capullos cría,
abrazada al ombú, la enredadera,
y donde aún, bajo la noche, flota
del trigal zumbador la última nota.