VICENTE RIVA PALACIO

 

XICOTENCATL

 

 

 

 Atravesaba el pequeño ejército de Hernán Cortés la soberbia muralla de Tlaxcala que defendía la frontera oriental de aquella indómita República.

     Los soldados se detenían mirando con asombro aquel monumento gigantesco, que según la expresión de Prescott (tan alta idea sugería del poder y fuerza del pueblo que le había levantado).

     Pero aquel paso, aquella fortaleza cuya custodia tenían encargada los otohomís, estaba entonces desguarnecida. El general español se puso a la cabeza de su caballería, e hizo atravesar por allí a sus soldados, exclamando lleno de fe y entusiasmo: (Soldados, adelante, la Cruz es nuestra bandera, y bajo esta señal venceremos): y los guerreros españoles hollaron el suelo de la libre República de Tlaxcalan.

     El ejército español y sus aliados los Zempoaltecas ordenadamente; Cortés con sus jinetes llevaba la vanguardia; Zempoaltecas la retaguardia. Aquella columna atravesando la desierta llanura, parecía una serpiente monstruosa con la cabeza guarnecida de brillantes escamas de acero, y el cuerpo cubierto de pintadas y vistosas plumas.

     Cortés caminaba pensativo: el tenaz fruncimiento de su entrecejo, indicaba su profunda meditación: mil encontradas ideas y mil desacordes pensamientos debían luchar en el alma de aquel osado capitán, que con un puñado de hombres se lanzaba a acometer la empresa más grande que registra la historia en sus anales.

     Reinaba el silencio más profundo en la columna, y sólo se escuchaba el ruido sordo y confuso de las pisadas de los caballos.

     De cuando en cuando, Cortés se levantaba sobre los estribos y dirigía ardientes miradas, como intentando descubrir algo a lo lejos: así permanecía algunos momentos, nada alcanzaba a ver, y volvía silenciosamente a caer en su meditación.

     ¿Qué esperaba, qué temía aquel hombre que procuraba así sondear los dilatados horizontes? -Esperaba la vuelta de sus embajadores: temía la resolución del gobierno de la República de Tlaxcala.

     Cuando Cortés determinó pasar con su ejército a la capital del imperio de Motecuzóma, vaciló sobre el camino que debía llevar; era su intención dejar a un lado la República de Tlaxcala y tomar el camino de Cholula, país sometido al imperio de México y en donde esperaba encontrar favorable acogida, por las relaciones de amistad que le unían ya con el emperador Motecuzóma.

     Pero sus aliados los Zempoaltecas le aconsejaron otra cosa. Tlaxcala era República independiente y libre; sus hijos, belicosos e indomables, no habían consentido nunca el yugo del imperio Azteca, vencedores en las llanuras de Poyauhtlan: vencedores de Axayacalt, y vencedores después de Motecuzóma, el amor a su patria les había hecho invencibles y les constituía irreconciliables enemigos de los mexicanos: los Zempoaltecas aconsejaron a Cortés que procurase hacer alianza con los de Tlaxcala, abonando encarecidamente el valor y la lealtad de aquellos hombres.

     Comprendió Cortés que sus aliados tenían razón, y tomó decididamente el camino de Tlaxcala, enviado delante de sí como embajadores a cuatro Zempoaltecas para hablar al senado de Tlaxcala, con un presente marcial que consistía en un casco de género carmesí, una espada y una ballesta, y portadores de una carta en la que encomiaba el valor de los Tlaxcaltecas, su constancia y su amor a la patria, y concluía proponiéndoles una alianza con objeto de humillar y castigar al soberbio emperador de México.

     Los embajadores partieron, Cortés continuó su camino, atravesó la gran muralla tlaxcalteca y penetró en el terreno de la República, sin que aquellos hubieran vuelto a dar noticia de su embajada.

     El ejército español avanzaba con rapidez; el general seguía cada momento más inquieto: por fin no pudo contenerse, puso al galope su caballo, y una partida de jinetes le imitó, y algunos peones aceleraron el paso para acompañarles; así caminaron algún tiempo explorando el terreno: de repente alcanzaron a ver una pequeña partida de indios aislados que echaban a huir cuando vieron acercarse a los españoles: los jinetes se lanzaron en su persecución, y muy pronto alcanzaron a los fugitivos; pero éstos, en vez de aterrorizarse por el extraño aspecto de los caballos, hicieron frente a los españoles y se prepararon a combatir.

     Aquel puñado de valientes hubiera sido arrollado por la caballería, si en el mismo momento un poderoso refuerzo no hubiera aparecido en su auxilio.

     Los españoles se detuvieron, y Cortés envió uno de su comitiva para avisar a su ejército que apresurase la marcha. Entretanto los indios disparando sus flechas se arrojaron sobre los españoles, procurando romper sus lanzas y arrancar a los jinetes de los caballos; dos de éstos fueron muertos en aquella refriega, y degollados para llevarse las cabezas como trofeos de guerra.

     Rudo y desigual era el combate, y mal lo hubieran pasado los españoles que allí acompañaban a Cortés, a no haber llegado en su socorro el resto del ejército: desplegose la infantería en batalla, y las descargas de los mosquetes y el terrible estruendo de las armas de fuego que por primera vez se escuchaban en aquellas regiones, contuvieron a los enemigos que retirándose en buen orden y sin dar muestra ninguna de pavor, dejaron a los cristianos dueños del lugar del combate.

     Sobre aquel terreno se detuvieron los españoles, acampando, como señal del triunfo, sobre el mismo campo de batalla.

     Dos enviados tlaxcaltecas y dos de los embajadores de Cortés se presentaron entonces para manifestar, en nombre de la República, la desaprobación del ataque que habían recibido los españoles, y ofreciendo a éstos que serían bien recibidos en la ciudad.

     Cortés creyó o fingió creer en la buena fe de aquellas palabras: cerró la noche y el ejército se recogió, sin perder un momento la vigilancia.

     Amaneció el siguiente día, que era el dos de Setiembre de 1519, y el ejército de los cristianos, acompañado de tres mil aliados, se puso en marcha, después de haber asistido devotamente a la misa que celebró uno de los capellanes.

     Rompían la marcha los jinetes, de tres en fondo, a la cabeza de los cuales iba como siempre el donado Cortés.

     No habían avanzado aún mucho terreno, cuando salieron a su encuentro los otros dos Zempoaltecas, embajadores de Cortés, anunciándole que el general Xicoténcatl les esperaba con un poderoso ejército y decidido a estorbarles el paso a todo trance.

     En efecto, a pocos momentos una gran masa de tlaxcaltecas se presentó blandiendo sus armas y lanzando alaridos guerreros.

     Cortés quiso parlamentar, pero aquellos hombres nada escucharon, y una lluvia de dardos, de piedra y de flechas, vino a rebotar, como única contestación, sobre los férreos arneses de los españoles.

     (Santiago y a ellos), gritó Cortés con ronca voz, y los jinetes bajando las lanzas arremetieron a aquella cerrada multitud.

     Los Tlaxcaltecas comenzaron a retirarse: los españoles, ciegos por el ardor del combate, comenzaron a perseguirlos, y así llegaron hasta un desfiladero cortado por un arroyo, en donde era imposible que maniobrase la artillería ni los jinetes.

     Cortés comprendió lo difícil de su situación, y con un esfuerzo desesperado logró salir de aquella garganta y descender a la llanura.

     Pero entonces sus asombrados ojos contemplaron allí un ejército de Tlaxcaltecas, que su imaginación multiplicaba: era el ejército de Xicoténcatl que esperaba con ansia el momento del combate.

     Sobre aquella multitud confusa se levantaba la bandera del joven general; era la enseña de la casa de Tittcala, una garza sobre una roca, y las plumas y las mallas de los combatientes, amarillas y rojas, indicaban también que eran los guerreros de Xicoténcatl.

     Sonaron los teponaxtles, se escuchó el alarido de guerra y comenzó un terrible combate.

     Era Xicoténcatl, el jefe de aquel ejército, un joven hijo de uno de los ancianos más respetables entre los que componían el senado de Tlaxcala.

     De formas hercúleas, de andar majestuoso, de semblante agradable, sus ojos negros y brillantes parecían penetrar, en los momentos de meditación del caudillo, los oscuros misterios del porvenir, y sobre su frente ancha y despejada no se hubiera atrevido a cruzar nunca un pensamiento de traición, como un pájaro nocturno no se atreve nunca a cruzar por un cielo sereno y alumbrado por la luz del día.

     Xicoténcatl era un hermoso tipo, su elevado pecho estaba cubierto por una ajustada y gruesa cota de algodón sobre la que brillaba una rica coraza de escamas de oro y plata; defendía su cabeza un casco que remedaba la cabeza de una águila cubierta de oro y salpicada de piedras preciosas, y sobre el cual ondeaba un soberbio penacho de plumas rojas y amarillas: una especie de tunicela de algodón bordada de leves plumas también, rojas y amarillas, descendía hasta cerca de la rodilla; sus nervudos brazos mostraban ricos brazaletes, y sobre sus robustas espaldas descansaba un pequeño manto, formado también de un tejido de exquisitas plumas.

     Llevaba en la mano derecha una pesada maza de madera erizada de puntas de itztli, y en el brazo izquierdo un escudo, en el que estaban pintadas como divisa las armas de la casa de Tittcala, y del cual pendía un rico penacho de plumas. Xicoténcatl, con ese fantástico y hermoso traje hubiera podido tomarse por uno de esos semidioses de la Mitología griega: todo el ejército Tlaxcalteca le obedecía, y era él el alma guerrera de aquella República, la encarnación del patriotismo y el valor; y era él, el que despreciando las fabulosas consejas que hacían de los españoles divinidades invencibles o hijos del sol, conducía las huestes de la República al encuentro de aquellos extranjeros, despreciando los cobardes consejos del viejo Mexixcatzin que quería la paz con los cristianos, y sin intimidarse de que éstos manejaban el rayo y caminaban sobre monstruos feroces y desconocidos.

     El choque fue terrible: un día entero duró aquel combate, y Xicoténcatl, que había perdido en él ocho de sus más valientes capitanes, tuvo que retirarse, pero sin creer por esto que había sido vencido, y esperando el nuevo día para dar una nueva batalla.

     Cortés recogió sus heridos, y sin perdida de tiempo continuó su marcha hasta llegar al cerro de Tzompatchtepetl, en cuya cima un templo le prestó asilo para el descanso de aquella noche.

     Los soldados cristianos y sus aliados celebraban la victoria. Cortés comprendió lo efímero del triunfo. La inquietud devoraba su pecho.

     Se dio un día de descanso a las tropas.

     Xicoténcatl acampó también muy cerca de Cortés, y se preparaba, lo mismo que los españoles, a combatir de nuevo.

     Sin embargo, el general español quiso probar aún la benignidad y los medios de conciliación, enviando nuevos embajadores a proponer a Xicoténcatl un armisticio.

     Los embajadores volvieron con la respuesta del joven caudillo: era un reto a muerte y una amenaza de atacar al siguiente día los cuarteles.

     Cortés reflexionó que su situación era comprometida, y decidió salir a buscar en la mañana siguiente a los Tlaxcaltecas.

     Brilló la aurora del 5 de Setiembre de 1519. El sol apareció después puro y sereno, y a su luz comenzaron a desfilar peones y jinetes.

     Su marcha era ordenada y silenciosa, el combate de un momento a otro, y todos sabían ya que su valeroso general los llevaba a atacar resueltamente al campamento del ejército de Xicoténcatl.

     Apenas habrían caminado un cuarto de legua, cuando aquel ejército apareció a su vista en una extendida pradera.

     El espectáculo era sorprendente.

     Un océano de plumas de mil colores que ondulaban a merced del fresco viento de la mañana, y entre el que brillaban como las fosforescencias del mar en una noche tempestuosa, los arneses de oro y plata y las joyas preciosas de los cascos de los guerreros Tlaxcaltecas heridos por la luz del nuevo día.

     En el horizonte, perdiéndose entre la bruma las banderas y pendones de los distintos caciques Othomis y Tlaxcaltecas, y dominándolo todo, orgullosa, el águila de oro con las alas abiertas, emblema de la indómita República.

     Al presentarse el ejército de Cortés, aquella multitud se estremeció y un espantoso alarido atronó los vientos, y los ecos de las montañas lo repitieron confusamente.

     El monótono sonido de los teponaxtles contestó aquel alarido de guerra: los guerreros indios se agitaron un momento, y después, como un torrente que se desborda, aquella muchedumbre se lanzó sobre los españoles.

     No hubo uno solo de aquellos valientes pechos castellanos, que no sintiera un estremecimiento de pavor.

     El ejército de Xicoténcatl avanzaba rápidamente levantando un inmenso torbellino de polvo, que flotaba después sobre ambos ejércitos, como un dosel, al través del cual cruzaban tristes y amarillentos los rayos del sol.

     Aquella era una hirviente catarata de hombres de armas, de plumas, de joyas y de estandartes.

     Levantose un rugido como el de una tempestad: los gritos de los combatientes que se miraban a cada momento más cerca, se mezclaban con el estrépito da las armas de fuego, el silbido de las flechas, los sonidos de los teponaxtles y de los pífanos y de los atabales.

     Los dos ejércitos se encontraron, y se estrecharon y se enlazaron como dos luchadores.

     Pasó entonces una escena espantosa, indescriptible.

     Ni los caballeros ni los infantes podían maniobrar.

     Se escuchaban los golpes sordos de los aceros de los españoles sobre el desnudo pecho de los indios, y como el ruido del granizo, que azota una roca, el golpe de las flechas sobre las armaduras de hierro de los soldados de Cortés.

     Aquella carnicería no puede ni explicarse ni comprenderse.

     Las balas de los cañones y de los arcabuces se incrustaban en una espesa muralla de carne humana, y la sangre corría como el agua de los arroyos.

     Era una especie de hervor siniestro de combatientes que se enlazaban y desaparecían unos bajo de los pies de los otros, para convertirse en fango sangriento.

     La traición vino en ayuda de los españoles, y un cacique de los que militaban a las órdenes de Xicoténcatl huyó llevándose diez mil combatientes, y la victoria se decidió por los cristianos.

     El pueblo y el senado de Tlaxcala se desalentaron con la derrota. Xicoténcatl sintió en su corazón avivarse el entusiasmo y el amor o la patria.

     Las almas grandes son como el acero: se templan en el fuego.

     Xicoténcatl contaba con el sacerdocio, y los sacerdotes dijeron al pueblo y al senado que los cristianos, protegidos por el sol, debían ser atacados durante la noche.

     Y el pueblo y el senado creyeron.

     Llegó la noche, y Xicoténcatl condujo sus huestes al ataque de los cuarteles de los españoles.

     Cortés velaba, y entre las sombras miró las negras masas del ejército Tlaxcalteca que se acercaban, y puso en pie a sus soldados.

     Xicoténcatl llegó hasta el campo atrincherado de los españoles, un paso los separaba ya, cuando repentinamente una faja de la luz roja ciñó el campamento, y el estampido de las armas de fuego despertó el eco de los montes.

     Los Tlaxcaltecas atacaban con furor: pero en esta vez como en otras, los cañones y los arcabuces dieron la victoria a Cortés.

     El senado de Tlaxcalan culpó la indomable constancia del joven caudillo, y le obligó a deponer las armas.

     Los españoles entraron triunfantes a Tlaxcalan.

     El águila de aquella República lanzó un grito de duelo y huyó a las montañas.

     El senado de la República, que nada había hecho en favor de la independencia de la patria, temeroso del enojo de los conquistadores, destituyó al joven caudillo; pero el espíritu grande de Hernán Cortés sintió lo profundamente ingrato de la conducta del senado, e interpuso su valimiento para que Xicoténcatl fuese restituido en sus honores.

     Eran los primeros días de Marzo de 1521. Cortés volvía sobre la capital del imperio Azteca, de donde había salido fugitivo y casi derrotado en la célebre noche triste, con un ejército poderoso compuesto de españoles y aliados, como se llamaban a los naturales del país.

     En las filas de los Tlaxcaltecas circulaban noticias alarmantes. Xicoténcatl había desaparecido del campo, y según la opinión general, aquella separación era provenida del mal trato que los españoles daban a sus aliados, y sobre todo del odio que Xicoténcatl profesaba a esta alianza.

     Diose la orden para que los Tlaxcaltecas se dirigieran para Tlacopan con objeto de comenzar las operaciones del sitio, y los Tlaxcaltecas emprendieron el camino, dejando a la ciudad de Texcoco, en donde sin saber para quién, pero con gran terror, habían visto preparar una grande horca.

     Estamos en Texcoco.

     El sol se ponía detrás de los montes que forman como un engaste a las cristalinas aguas del lago: la tarde estaba serena y apacible.

     Por el camino de Tlaxcalan llegaba un grupo de peones y jinetes conduciendo en medio de sus filas a un prisionero, que caminaba tan orgullosamente como si él viniera mandando aquella tropa.

     Atravesaron sin detenerse algunas de las calles de la ciudad, y se dirigieron sin vacilar a la grande horca colocada cerca de la orilla del lago.

     El prisionero miró la horca; comprendió la suerte que le esperaba, pero no se estremeció siquiera.

     Porque aquel hombre era Xicoténcatl, y Xicoténcatl no sabía temblar ante la muerte.

     Los españoles le notificaron su sentencia: debía morir por haber abandonado sus banderas, por haber dado este mal ejemplo a los fieles Tlaxcaltecas.

     Xicoténcatl, que comenzaba ya a comprender el español, contestó la sentencia con una sonrisa de desprecio.

     Entonces se arrojaron sobre él y le ataron.

     La pálida y melancólica luz de la luna que se ocultaba  en el horizonte, rielando sobre la superficie tranquila de la laguna, alumbró un cuadro de muerte.

     El caudillo de Tlaxcala, el héroe de la independencia de aquella República, espiraba suspendido de una horca, al pie de la cual los soldados de Cortés le contemplaban con admiración.

     A lo lejos, algunos Tlaxcaltecas huían espantados, porque aquel era el patíbulo de la libertad de una nación.