MIGUEL D. ETCHEBARNE
Miro acabarse este día
en un ocaso que enfría
el verde en sus amarillos.
Se apagan en los membrillos
redondos bronces triunfales
y están los cañaverales
chaireando apenas sus dagas.
Hundido entre tintas vagas
pinta -atrasado- un manzano
el bermellón del verano
en una fruta de cera.
Una paloma montera
arrulla sentimental.
El viento agita el cardal
bajo el clamor de unos teros
y llega de los potreros
olor a yuyo y laguna.
En forma de media luna
un tajo lastima el cielo.
Lima, con cauto recelo,
un grillo en las cina-cinas
y, crespos, los carolinas
se cargan de renegridos.
Ronda, con cortos volidos
un mangangá rezongón
y -plata y vista- un halcón
se hunde en las copas inquietas
con flecos de tijeretas
que le entorpecen las alas.
En salto y canto hace escalas,
ladeando el cuello intranquilo
una calandria.
En el filo
de un caprichoso deseo,
estalla un benteveo
la clama partida a gritos.
Duermen los sauces marchitos,
pero en la atmósfera leve
andan -de blanco y de breve
volando a tontas y a locas-
mil mariposas de isocas
en traje de primavera.
En un limpión que se estera
con paja que lo entreteje,
entre torciones de fleje
se va oxidando un chamico,
partido de sed el pico
reseco de las espinas,
y sobre la hierba en ruinas
del borde de la arboleda,
tira, moneda a moneda,
un guindo de oro el follaje.
Hacia el pampero, el paisaje
entre violáceos contornos,
muestra miniados adornos
de gris y melancolía.
Y la ancha casa vacía,
envuelta en niebla otoñal,
recibe en pecho de cal
la roja muerte del día.