LEÓN NIKOLAIEVICH TOLSTOI
“ALBERTO”
CAPÍTULO I
Eran
las tres de la madrugada. Cinco jóvenes
ricos habían ido a un pequeño baile de una casa de San Petersburgo, con ánimo
de divertirse.
Se
había bebido mucho champaña. La mayoría
de los invitados eran jóvenes, había bellas muchachas, resonaban las polcas y
no cesaban el baile ni la animación.
Sin
embargo, todos estaban aburridos y cada cual pensaba –como sucede a menudo- que
aquello era falso e inútil. Varias
veces habían intentado despertar la alegría; pero la alegría fingida es peor
que el aburrimiento.
Uno
de los jóvenes, el más descontento tanto de sí mismo como de los que lo
rodeaban, se levantó; y, tomando el sombrero, se deslizó de la estancia, con
intención de irse sigilosamente.
No
había nadie en el vestíbulo, pero oyó unas voces que discutían en la habitación
contigua. Se detuvo para escuchar.
-No
se puede; hay invitados –decía una voz femenina.
-Le
ruego que me deje entrar –suplicaba, tímidamente, un hombre.
-No
le dejaré sin permiso de la señora.
¿Adónde va? ¡Cómo se atreve!
La
puerta se abrió de par en par y en el umbral apareció un hombre de aspecto
extraño. Al reparar en el joven, la
doncella dejó de retener al extraño personaje.
Este saludó tímidamente y, caminando con paso torpe, se dirigió al
salón. Era un hombre de mediana
estatura, de espalda estrecha y encorvada y largos cabellos despeinados. Llevaba un abrigo corto y unos pantalones
estrechos y rotos, que dejaban ver sus botas sin lustrar. Una corbata retorcida, que más bien parecía
una cuerda, le rodeaba el blanco cuello, y los puños de la camisa, que asomaba
de las mangas del abrigo, estaban sucios.
A pesar de la inverosímil delgadez de su cuerpo, un ligero color animaba
su blanco semblante delicado, que contrastaba con la rala barba negra. Sus cabellos desmelenados, echados hacia
atrás, descubrían una hermosa frente.
Sus oscuros ojos cansados tenían una expresión dulce, grave y humilde
tan cautivadora como la de sus labios frescos, que el escaso bigote dejaba al
descubierto.
Después
de haber recorrido unos pasos se detuvo y, volviéndose hacia el joven,
sonrió. Lo hizo con esfuerzo, pero
cuando la sonrisa iluminó su rostro sin saber por qué, el joven sonrió también.
-¿Quién
es? –preguntó en voz baja a la doncella, cuando el hombre de extraño aspecto
hubo entrado en el salón.
-Es
un músico del teatro. Está loco. Suele visitar a la señora.
-Delesov,
¿dónde te has metido? –gritó una voz.
El
joven, que se llamaba Delesolv, volvió al salón.
El
músico se hallaba junto a la puerta contemplando a los que bailaban. Tanto su sonrisa como su mirada y sus pies,
que llevaban el compás, expresaban el placer que le producía aquel espectáculo.
-¡Anda! ¡Vaya a bailar! –lo animó uno de los
presentes.
El
músico se inclinó, mirando a la dueña de la casa, con expresión interrogadora.
-¡Claro
que sí! Puesto que se lo dicen los
invitados… -dijo ésta.
Entonces,
el músico, empezó a saltar y agitarse violentamente, sonriendo y guiñando un
ojo. En medio de la cuadrilla, un
alegre oficial que bailaba con gracia y animación tropezó con él. Sus débiles y cansadas piernas perdieron el
equilibrio y, después de dar algunos pasos vacilantes, se desplomó cuan largo
era. A pesar del golpe seco que produjo
la caída, casi todos los presentes se echaron a reír.
Pero
el músico no se levantaba. Todos
enmudecieron y dejó de sonar el piano.
Deselov y la dueña de la casa corrieron hacia él. Estaba apoyado en un codo y miraba
inexpresivamente al suelo. Cuando lo
levantaron y lo sentaron en una silla, con un movimiento rápido de su mano
huesuda, apartó los cabellos que le caían sobre la frente y sonrió, sin
contestar a las preguntas que le hacían.
-¿Se
ha lastimado, Alberto? –exclamó la dueña de la casa-. ¿Se ha hecho daño? Le
dije que no bailara. ¡Está tan débil
que casi no puede andar! –continuó, dirigiéndose a los invitados.
-¿Quién
es? –le preguntaron.
-Un
pobre hombre, un artista. Es muy bueno,
pero… un desgraciado… como pueden ver.
Había
pronunciado estas palabras sin preocuparse de la presencia del músico. Este se recobró y, como asustado, quiso
rechazar a los que lo rodeaban.
-No es nada –dijo levantándose, con evidente
esfuerzo.
Y
para demostrar que no se había hecho daño, se dirigió al centro de la estancia
con intención de dar un salto, pero se tambaleó y hubiera vuelto a caerse de no
haberlo sostenido.
Todos
se sintieron molestos y miraron al músico, sin decir palabra. De nuevo sus ojos se volvieron inexpresivos;
sin duda, olvidándose de los presentes, se frotó una rodilla. De pronto, levantó la cabeza y, adelantando
una de las piernas, se echó hacia atrás los cabellos con el mismo gesto de
antes. Luego, se acercó al violinista y
le cogió el violín de las manos.
-No
es nada –repitió, agitando el instrumento-.
¡Señores, vamos a hacer música!
-¡Qué
hombre tan extraño! –exclamó un invitado.
-A
lo mejor es un gran talento que se pierde –comentó alguien.
-¡Qué
aspecto tan lamentable! –añadió otro.
-¡Tiene
un semblante magnífico…! Es extraordinario –dijo Deselov-. Ahora veremos…
Mientras
tanto, Alberto, sin prestar atención a nadie, paseaba lentamente ante el piano,
afinando el violín, que apretaba con el hombro. Sus labios se plegaron en una expresión indiferente; no se
distinguían sus ojos; su espalda estrecha, su largo cuello blanco, sus pernas
torcidas y su desmelenada cabellera negra le daban un aspecto extraño, aunque
nada ridículo. Después de haber afinado
el violín, dio un acorde enérgico y, echando la cabeza hacia atrás, se dirigió
al pianista.
-Mélancolie G-du! –dijo en tono
autoritario.
Acto
seguido, como si pidiera perdón por eso, sonrió dulcemente, mirando al
público. Luego, se arregló los cabellos
con la mano en que sostenía el arco, se detuvo a un lado del piano y, con un
movimiento pausado, rozó las cuerdas del instrumento. Un sonido puro, delicado, invadió el salón. Todos enmudecieron.
Las
bellas notas del tema sonaron libremente, y una luz clara, serena, apacible e
inesperada iluminó el mundo interior de los oyentes. Ni una sola nota falsa o estridente alteró la atención del auditorio. Todos los sonidos eran claros, hermosos y
tenían sentido. Las almas dormidas de
los presentes se sintieron transportadas a un mundo distinto, que habían
olvidado. Otra surgían en ellas la
dulce representación del pasad; ora el recuerdo apasionado de algún momento
feliz; otra un deseo infinito de poder y esplendor; ora un sentimiento de
humildad, de amor insatisfecho y de tristeza.
A ratos, aquellos sonidos eran suaves y tristes; a ratos, desesperados. Se confundían sucediéndose con tal fuerza y
armonía, que ya no parecían sonidos. En
cada alma surgió un magnífico torrente de poesía, conocido desde hacía mucho,
pero expresado por primera vez. A cada
nota, Alberto se iba transfigurando.
Estaba muy lejos de parecer feo y extraño. Apretando el violín con la barbilla, seguía con atención
apasionada los sonidos que producía.
Sus piernas se estremecían convulsivamente. Tan pronto se erguía, como encorvaba la espalda. Su brazo izquierdo parecía inmóvil, sólo se
movían sus dedos ágiles y delgados; el brazo derecho llevaba el arco con gesto
pausado y elegante. Su rostro
resplandecía de entusiasmo; sus ojos brillaban y sus labios risueños estaban
entreabiertos.
A
ratos, inclinaba la cabeza sobre el violín, cerraba los ojos y su rostro, casi
oculto por los cabellos, se iluminaba por una sonrisa de dulce felicidad; a
ratos, se enderezaba rápidamente avanzando una pierna y su fulgurante mirada,
que paseaba alrededor del salón, expresaba orgullo, grandeza y la conciencia de
su poder.
De
pronto, el pianista dio un acorde falso.
Un sufrimiento físico se reflejó en la figura y en el rostro de
Alberto. Se detuvo y, pataleando con
una rabia pueril, gritó:
-Mo, ç-mol.
El
pianista rectificó. Con los ojos
cerrados, Alberto sonrió y, olvidándose de sí mismo y del mundo entero, se
entregó por entero a la música.
Todos
los presentes guardaban un silencio respetuoso; parecían vivir sólo con los
sonidos que producía el violín de Alberto.
El
alegre oficial se hallaba sentado junto a la ventana, con su inexpresiva mirada
fija en el suelo. De cuando en cuando,
suspiraba profundamente. Las muchachas,
sentadas a lo largo de la pared, se limitaban a cambiar aprobadoras miradas de
entusiasmo. El rostro risueño de la
dueña de la casa expresaba satisfacción.
El pianista trataba de seguir a Alberto. Tenía los ojos clavados en él, por miedo a equivocarse. Uno de los invitados, que había bebido
mucho, se hallaba echado boca abajo en un diván, procurando no moverse para
ocultar su emoción. Delesov
experimentaba una sensación desconocida para el hasta entonces. Un círculo frío le apretaba la cabeza y
hasta las raíces de sus cabellos se habían vuelto sensibles; sentía unos
escalofríos por la espalda y un nudo en la garganta. Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas. Sacudió la cabeza para contenerlas, y se las
enjugó con disimulo. Pero surgieron
otras. Por una extraña sucesión de
impresiones, los primeros sonidos del violín transportaron a Delesov a su
primera juventud.
El,
un hombre cansado de la vida, que ya no era un adolescente, se sintió volver a
los diecisiete años, a la época en que era un muchacho apuesto, satisfecho de
sí mismo, de escasa inteligencia, inconsciente y feliz. Recordó su primer amor hacia una prima suya,
una muchachita vestida de color de rosa, su declaración en un paseo de tilos,
el encanto indescriptible de un beso furtivo, y también la misteriosa y mágica
naturaleza que lo rodeaba. Su
imaginación volvió hacia atrás: en medio de una niebla de esperanzas vagas
deseos incomprensibles y una fe inquebrantable en alcanzar una dicha absoluta,
se alzaba la imagen de ella. Se le aparecieron, uno tras otro, todos los
momentos que no había sabido apreciar.
Lloró ante esos recuerdos, pero no por no haber empleado mejor aquella
época (si pudiera volver atrás, sin duda volvería a las andadas), sino porque
había pasado y no podía retornar. Los
recuerdos se sucedían mientras el violín decía: “Ha pasado para ti la época de
la fuerza y del amor, y la felicidad ha terminado para siempre. Llora hasta agotar tus lágrimas, hasta morir
lamentando aquellos días… Este es el
último consuelo que te queda.”
Al
final de la última variación, el rostro de Alberto había enrojecido, sus ojos
brillaban y por sus mejillas caían
grandes gotas de sudor. Las venas de la
frente se le habían hinchado, se le estremecía el cuerpo, sus pálidos labios
permanecían entreabiertos y toda su persona expresaba entusiasmo. Hizo un movimiento desesperado, sacudió la
cabellera y abarcó a los presentes con la mirada, sonriendo con majestuosa
altivez. Después, curvó la espalda e
inclinó la cabeza. Y como avergonzado
de sí mismo, miró tímidamente en torno suyo, con ojos apagados, y se fue a la
sala contigua, con sus andares vacilantes.
CAPÍTULO II
Algo
extraño había ocurrido entre los invitados, y había también algo extraño en el
silencio que siguió a la música de Alberto.
Era como si cada cual hubiera querido expresar lo que significaba
aquello, pero no pudiera hacerlo. ¿Qué
significaba el salón iluminado, las mujeres elegantes, la aurora que penetraba
ya por las ventanas y la impresión que producían aquellos sonidos? Nadie intentó explicarlo. Y sintiéndose sin fuerzas para comprender la
nueva impresión que les había sido revelada, se opusieron a ella.
-Toca
muy bien –comentó el oficial.
-¡Admirablemente!
–exclamó Delesov, enjugándose disimuladamente el rostro con la manga.
-Señores,
es hora de irnos a casa –dijo, recobrándose, el que yacía en el diván-. Habría que darle algo. ¿No les parece? Hagamos una colecta.
Mientras
tanto, Alberto se había ido a otra sala.
Estaba sentado en un diván con los codos apoyados en sus huesudas
rodillas, otra frotándose la cara con las manos sudorosas, ora mesándose los
cabellos y sonriendo, con expresión feliz.
Reunieron
bastante dinero y Delesov se encargó de entregárselo a Alberto. Además, la música le había producido una
impresión tan intensa, que tuvo la idea de hacer algo bueno por ese
hombre. Pensó llevarlo a su casa,
vestirlo y buscarle alguna colocación…
En una palabra, quiso sacarse de ese miserable estado.
-¿Está
cansado? –le preguntó, acercándose.
Alberto
sonrió.
-Tiene
talento; debería dedicarse seriamente a la música y tocar en público.
-Me
gustaría beber algo –dijo Alberto, como despertando.
Delesov
trajo vino y el músico bebió con avidez dos vasos seguidos.
-¡Es
excelente! –exclamó.
-¡Mélancolie es una pieza magnífica! –comentó Delesolv.
-¡Oh!
¡Ya lo creo! –asintió Alberto, sonriendo-.
Perdóneme, no sé con quién tengo el honor de hablar. A lo mejor, es usted un conde o un príncipe. ¿No me podría ayudar con un poco de dinero?
–calló un momento-. No tengo nada… soy
pobre, no podré devolvérselo.
Delesov
enrojeció sintiéndose molesto. Se
apresuró a entregarle la cantidad recaudada.
-Se
lo agradezco mucho –dijo el músico, tomando el dinero-. Y ahora, voy a tocar. Tocaré para usted todo lo que quiera. Pero quisiera beber más –añadió,
levantándose.
Delesolv
trajo más vino y rogó a Alberto que se sentara junto a él.
-Permítame
que le hable con franqueza. Su talento
me ha interesado mucho. Me parece que
no se encuentra usted en muy buena situación –dijo.
Alberto
miraba ora a Delesov, ora a la dueña de la casa, que acababa de entrar en la
sala.
-Le
ofrezco mi ayuda –continuó Delesov-. Si
está apurado, le ruego que me honre hospedándose una temporada en mi casa. Vivo solo.
Tal vez pueda serle útil en algo
Alberto
sonrió, sin contestar
-¿Cómo
no le da usted las gracias? –intervino la dueña de la casa-. Me parece que es ventajoso lo que le
ofrece. Pero no se lo aconsejaría a
usted –añadió, dirigiéndose a Delesov.
-Le
estoy muy agradecido –dijo Alberto estrechando la mano del joven con la suya,
húmeda-. Pero le ruego que vayamos a
hacer música.
Los
invitados se habían preparado para marcharse y salieron al vestíbulo, a pesar
de las instancias de Alberto.
Después
de haberse despedido de la dueña de la casa, el músico se puso un viejo
sombrero de alas anchas y una capa de entretiempo raída, lo que constituía toda
su ropa de invierno, y salió a la escalinata acompañado de Delesov.
Cuando
éste se hubo instalado en el coche con su nuevo conocido y sintió el
desagradable olor a vino y a sudor que despedía, se arrepintió de su proceder,
reprochándose su sensibilidad y su ligereza.
Además,
la conversación de Alberto era vulgar y estúpida. No cabía duda de que se había emborrachado. Delesov sintió repulsión. “¿Qué haré con él?”, se preguntó.
Al
cabo de un cuarto de hora, Alberto dejó de hablar. Se le había caído el sombrero y no tardó en desplomarse en un
rincón del coche, quedándose dormido.
Las ruedas rechinaban monótonamente, rodando sobre la nieve helada, y la
débil luz del amanecer se filtraba apenas a través de los empañados cristales
de las ventanillas.
Delesov
miró al músico. Su largo cuerpo,
arrebujado en la capa, parecía sin vida.
Se
inclinó para examinar los rasgos de su cara.
De nuevo lo sorprendió la hermosura de la frente y la expresión serena
de la boca.
Debido
al cansancio y a la excitación que le había producido la música, Delesov que
transportó de nuevo al mundo feliz que se le había representado hacía un
rato. Volvió a recordar la época
dichosa de la juventud; y dejó de arrepentirse de su proceder. En aquel momento sintió un afecto sincero
por Alberto; y decidió firmemente hacer algo por él.
CAPÍTULO III
Al
día siguiente, cuando el anciano criado despertó a Delesov para ir a la
oficina, lo miró con desagrado y extrañeza, así como el biombo y el reloj que
estaba sobre la mesa. “¿Qué es lo que
quiero ver si no es lo de siempre?”, se preguntó. En esto recordó los ojos negros y la sonrisa feliz del músico, el
tema de Meláncolie y la extraña
velada de la víspera.
No
tenía tiempo para pensar si había hecho bien o mal trayendo al músico a su
casa. Mientras se vestía, trazó
mentalmente el plan del día, tomó los documentos, dio las órdenes necesarias al
criado y se puso, a toda prisa, el capote y los chanclos. Al salir, miró por la puerta entreabierta
del comedor. Con el rostro oculto entre
las almohadas, Alberto dormía, con un profundo sueño, en el diván de cuero donde
lo instalaran la noche anterior. Sin
saber por qué, Delesov sintió que algo no estaba bien.
-Haz
el favor de ir a casa de Boriusovsky a pedir un violín para un par de días
–dijo a su criado-. Cuando se despierte
el señor, sírvele café y dale ropa mía y algún traje viejo. En una palabra, atiéndelo bien.
Al
regresar por la noche, con gran sorpresa suya, Delesov no encontró a Alberto.
-¿Dónde
está? –preguntó al criado.
-Se
marchó después de comer, con el violín, diciendo que volvería dentro de una
hora; pero aún no ha venido.
-¡Vaya! ¡Qué fastidio! –exclamó Delesov- ¿Cómo lo has dejado irse, Zajar?
Zajar
era un lacayo de San Petersburgo, que llevaba ocho años en casa de
Delesov. Como éste era soltero y vivía
solo, le confiaba sus proyectos y le gustaba conocer su opinión acerca de todo
lo que emprendiese.
-¿Cómo
me hubiera atrevido a impedirle que se marchara? –replicó Zajar, jugueteando
con la cadena del reloj-. Usted no me
dijo que lo retuviera, Dimitri Ivanovich. Sólo me mandó que le diera ropa y lo atendiera
bien.
-¡Vaya! ¡Qué contrariedad! ¿Y qué ha hecho durante mi ausencia?
Zajar
sonrió.
-¡Verdaderamente,
es lo que se llama un artista auténtico!
En cuanto se despertó, me pidió vino de Madera. Después se entretuvo charlando con la
cocinera y el criado de un vecino. Es
muy gracioso… y tiene buen carácter. Le
he servido el té y la comida. Pero no
quería comer solo, no hacía más que ofrecerme…
Toca el violín mejor que muchos.
Merece la pena de ayudar a un hombre así. Cuando tocó Boguemos por el
Volga, era como si llorase un hombre.
¡Hasta bajaron los criados de la casa para escucharlo!
-¿Le
has dado ropa? –le interrumpió Delesov.
-¡Claro!
Le di una camisa de noche de usted y mi abrigo. No hay más remedio que ayudar a un hombre así. Es muy simpático –Zajar sonrió-. No hacía más que preguntarme qué graduación
tenía usted, si se relaciona con gente importante y cuántos siervos posee.
-Ahora
es preciso encontrarle y no volver a darle de beber. De lo contrario, le perjudicaríamos.
-Es
verdad. Es un hombre de poca salud; el
administrador de mi amo anterior estaba siempre así…
Delesov,
que conocía desde hacía mucho la historia del administrador que bebía como un
condenado, interrumpió a Zajar ordenándole que le preparase las cosas para la
noche y fuera a buscar a Alberto.
Se
acostó poco después; pero tardó mucho en dormirse, pensando en el músico. “Aunque esto parezca extraño a muchos amigos
míos, es tan rato que uno haga algo por otro, que hay que dar gracias a Dios
cuando se presenta la ocasión de hacerlo.
No pienso dejarla escapar. Haré
cuanto pueda por ayudar a ese músico.
Tal vez no sea un loco y esté así por la bebida. No me costará caro mantenerlo, porque donde
come uno, pueden comer dos. Que vida
una temporada aquí; después le encontraré algún trabajo o el medio de que dé
conciertos. Lo sacaré de esa situación,
y luego, ya veremos”, se decía Delesolv.
Tras
de esas reflexiones, lo embargó una agradable satisfacción. “Verdaderamente, no soy malo del todo. Incluso soy muy bueno, si se me compara con
otros…”, pensó.
Estaba
durmiendo cuando oyó que abrían la puerta de la calle y que alguien andaba en
el vestíbulo.
“Me
mostraré más severo con él. Será
mejor”, se dijo.
-¿Quién
ha venido? –preguntó al criado, cuando éste acudió a su llamada.
-Es
ese hombre, Dimitri Ivanovich –contestó Zajar, cerrando los ojos y moviendo la
cabeza significativamente.
-¿Viene
borracho?-No; pero parece que está muy débil.
-¿Ha
traído el violín?
-Si,
señor.
-No
lo dejes entrar aquí. Ayúdale a
acostarse y que no salga de casa mañana.
Pero
antes que Zajar hubiese salido de la habitación, apareció Alberto.
CAPITULO IV
-¿Se
ha acostado ya? –preguntó, sonriendo-.
He ido a casa de Ana Ivanovna.
He pasado una velada muy agradable; hemos hecho música y nos hemos reído
mucho. Ha sido una reunión muy
simpática. Permítame que beba un poco…
-añadió, cogiendo la garrafa de agua que estaba en la mesita-. ¡Pero no quiero agua!
Alberto
tenía el mismo aspecto que la víspera; la misma sonrisa encantadora en sus ojos
y en sus labios, la misma frente pura…
El
abrigo de Zajar le iba muy bien, y el alto cuello limpio, sin almidonar, de la
camisa de noche, que rodeaba su delgado cuello, le daba un aspecto infantil e
inseguro. Se sentó en la cama de
Delesov y lo contempló en silencio, con su sonrisa noble y jovial. Delesov lo miró a los ojos y se sintió
cautivado por su expresión. No tenía
sueño y había olvidado su propósito de mostrarse severo con Alberto. Por el contrario, deseaba distraerse,
escuchar música y hablar con Alberto hasta altas horas de la madrugada. Ordenó a Zajar que trajera una botella de
vino, cigarrillos y el violín.
-¡Magnífico!
–exclamó Alberto-. Aún es temprano,
podemos hacer música; tocaré las piezas que usted quiera.
Con
evidente placer, Zajar trajo una botella de vino de Laffite, dos vasos, los
cigarrillos suaves que solía fumar Delesov, y el violín. Después, en lugar de retirarse a su cuarto,
como se lo había mandado su amo, encendió un cigarro y se sentó en la
habitación contigua.
-Es
mejor que hablemos –dijo Delesov al músico cuando éste cogió el violín.
Alberto
volvió a sentarse sumisamente en la cama, siempre risueño.
-¡A
propósito! –exclamó de pronto, dándose una palmadita en la frente, al tiempo
que adoptaba una expresión preocupada y llena de curiosidad-. Permítame que le pregunte… -se detuvo un
momento-. Ese señor que estaba anoche
con usted… ¿es hijo del célebre N***?
-Sí,
es hijo suyo –contestó Delesov, sin comprender por qué le interesaba eso a
Alberto.
-En
seguido observé algo aristocrático en sus modales –dijo éste con una sonrisa de
satisfacción-. Me gustan los
aristócratas, tienen algo especial, elegante.
También me ha gustado el oficial, alegre y distinguido que bailaba tan
bien. ¿No es, por casualidad, el
ayudante de campo de N***?
-¿Cuál?
–inquirió Delesov.
-El
que tropezó conmigo cuando bailábamos.
Debe de ser muy buena persona.
-Es
un hombre superficial.
-¡Oh,
no creo! –exclamó el músico acaloradamente-.
¡Parece tan agradable! Además,
es un buen músico. Lo he oído tocar un
trozo de una ópera. Hace mucho que no
he encontrado a nadie tan simpático.
-Desde
luego toca bien; pero no me gusta su estilo –objetó Delesov, deseando que su
interlocutor empezara a hablar de música-.
No entiendo la música clásica. Porque las composiciones de Donizatti y
de Bellini no son música. Supongo que
comparte usted mi opinión.
-¡Oh,
no, no! Perdone; la música antigua es
una cosa, y la moderna otra –replicó Alberto sin energía-. También es bella la música moderna… ¿Qué me
dice de la Sonámbula? ¿Del final de Lucía? ¿Y Chopin?
¿Y Roberto? A menudo pienso… -se detuvo para
reconcentrarse-… que si Beethoven viviera, lloraría oyendo la Sonámbula. Todos los músicos tienen algo bueno. Escuchó por primera vez esa obra cuando estaban aquí la Viardot y
Rubini… Era maravilloso… -concluyó, haciendo un gesto patético.
-¿Qué
opina de la ópera actual? –preguntó Delesov.
-La
Bozio canta bien y es atractiva; pero no le llega a uno aquí –replicó el músico
señalándose el pecho hundido. Una
artista debe tener pasión, y ella no la tiene.
Proporciona placer, pero no atormenta.
-¿Qué
le parece Lablache?
-Lo
oí en París, en el Barbero de Sevilla;
entonces era magnífico, pero es viejo; es demasiado viejo para ser artista.
-¿Qué
importa eso? Aún sirve para los morceaux d’ensemble –objetó Delesov,
cuya opinión sobre Lablanche era siempre la misma.
-¿Cómo? ¿Opina que no importa que sea viejo?
–replicó Alberto, con severidad-. Un
artista no debería ser nunca viejo.
Muchas cosas se necesitan para el are; pero la principal… ¡es el fuego!
–concluyó, alzando los brazos.
Y
su figura reflejó un intenso fuego interior.
-¿Conoce
usted a Petrov? –exclamó de repente.
-No.
-¡Cuánto
me gustaría que lo conociera!
Encontraría verdadero placer en hablar con él. ¡Cómo comprende el arte!
Antes solíamos encontrarnos a menudo en casa de Ana Ivanovna; pero ahora
está enfadada con él. Me gustaría que
lo conociera usted. Tiene un gran
talento.
-¿Se
dedica a pintar? –preguntó Delesov.
-Me
parece que no, aunque ha estudiado en la Academia de Bellas Artes. ¡Tienes unas ideas!... Dice cosas sorprendentes. ¡Es un verdadero talento! Lo malo es que lleva una vida demasiado
alegre. Es una lástima –añadió
sonriendo.
Después
de decir estas palabras, Alberto se levantó y, tomando el violín, empezó a
afinarlo.
-¿Hace
mucho que no va usted a la ópera? –preguntó Delesov.
-¡Oh,
ahora no puedo ir! –exclamó el músico suspirando. Volvió a sentarse y continuó hablando en un susurro-. No puedo tocar allí, no tengo ropa ni casa. Ni siquiera tengo violín. ¡La vida es muy dura! ¡Muy dura!
Además, ¿para qué iba a ir allí?
No debo hacerlo. ¡Oh, Don Juan! –exclamó de pronto dándose una
palmada en la frente.
-Iremos
un día juntos –repuso Delesov.
Sin
contestar, Alberto tomó el violín y se puso a tocar el final del primer acto de
Don Juan, mientras iba contando el argumento de la ópera.
Delesov
sintió que se le erizaba el cabello cuando el músico parodió al comendador
agonizante.
-¡No
puedo tomar! –exclamó, dejando el violín-.
He bebido mucho.
Pero,
acto seguido, se acercó a la mesa y llenó un vaso de vino. Después de bebérselo de un trago, volvió a
sentarse en la cama.
Delesov
lo miró; ambos sonrieron en silencio.
Aquellas sonrisas establecieron una relación amistosa entre ellos. Delesov sintió un afecto muy hondo por ese
hombre y experimentó una alegría incomprensible.
-¿Ha
estado enamorado alguna vez? –preguntó a boca de jarro.
Por
un momento, Alberto se sumió en reflexiones; luego, una sonrisa melancólica
iluminó su semblante. Inclinándose hacia
Delesov, lo miró a los ojos.
-¿Por
qué me lo pregunta? Bueno, sea; se lo
contaré todo. Me ha sido
simpático. No quiero engañarle; le
contaré cómo sucedió todo desde el principio –calló y sus ojos quedaron fijos,
adquiriendo una expresión salvaje-. Ya
sabe que no estoy muy bien de la cabeza.
Probablemente se lo ha dicho Ana Ivanovna. ¡Le cuenta a todo el mundo que estoy loco! Pero eso no es verdad, lo dice en
broma. Es una buena mujer.
Aunque, por otra parte, es cierto que desde hace algún tiempo no me
encuentro bien.
Alberto
volvió a guardar silencio y se quedó mirando, con los ojos fijos, muy abiertos,
la oscura puerta.
-Me
pregunta si he estado enamorado. Sí; lo
estuve –susurró, al fin, enarcando las cejas-.
Fue hace mucho tiempo. Entonces
estaba aún empleado en el teatro. Era
segundo violín en la ópera y ella solía ir al palco proscenio de la izquierda.
Se
puso de pie y se inclinó hacia el oído de Delesov.
-¿Para
qué nombrarla? Seguramente la conoce
usted. Todo el mundo la conoce. Durante mucho tiempo me limité a mirarla en
silencio. ¡Yo era un pobre artista y
ella una dama aristocrática! Yo lo
sabía y la miraba sin pensar en nada –se sumió en reflexiones-. No recuerdo cómo ocurrió. Una vez me llamaron para tocar con
ella. ¡Yo no era más que un pobre
artista! No sé contarlo, no sé… ¡Qué dichoso fui! –añadió, llevándose las
manos a la cabeza.
-¿Estuvo
muchas veces en su casa? –preguntó Delesov.
-Una
vez, una sola vez…, yo mismo tuve la
culpa. Me volví loco Soy un pobre artista y ella una
aristócrata. No debí haberle dicho
nada. Pero perdí la razón e hice una
tontería. Desde entonces, todo acabó
para mí. Petrov tiene razón; hubiera
sido mejor verla sólo en el teatro…
-Pero
¿Qué hizo usted? –preguntó Delesov.
-¡Calle!
¡Calle! ¡No puedo contárselo!
Y,
cubriéndose el rostro con las manos, guardó silencio durante un rato.
-Llegué
tarde a la orquesta. Aquella noche
Petrov y yo habíamos bebido y me sentía
alterado. Ella esta en su palco,
charlando con un general. No sé quién
sería. Estaba sentada delante y tenía
la mano apoyada en el antepecho.
Llevaba un vestido blanco y un collar de perlas. Hablaba con el general, pero tenía la vista
clavada en mí. Su peinado era tan… Yo
no tocaba, permanecía en pie junto al contrabajo, contemplándola. En aquel momento me sucedió algo
extraño. Ella sonrió al general sin
dejar de mirarme. Comprendí que hablaba
de mí; y, de pronto, caí en la cuenta de que no estaba en la orquesta, sino en
el palco de ella y que la sujetaba por el brazo. ¿Qué fue aquello? –preguntó Alberto, después de un corto
silencio.
-Viveza
de la imaginación-dijo Delesov.
-No,
no… Es que no sé contarlo… -replicó el
músico frunciendo el ceño-. Entonces yo
era pobre, no tenía casa y, a veces, me quedaba a dormir en el teatro.
-¿Cómo?
¿En el teatro? ¿En la oscura sala vacía?
-¡Oh!
¡Estas tonterías no me dan miedo! En cuanto se iba el público me dirigía al
palco de ella y dormí allí. Era mi
única alegría. ¡Que noches pasaba! En otra ocasión volvió a ocurrirme algo
extraño. Tuve unas visiones, pero no
puedo explicarlo todo… No sé qué sería.
-¡Qué
extraño! –exclamó Delesov.
-¡Espere!
¡Espere! –continuó Alberto en voz baja, casi al oído de éste-. Le cubría la mano de besos, lloraba a su
lado y le hablaba. Respiraba su perfume,
oía su voz... Ella me dijo muchas
cosas. Después cogí el violín y me puse
a tocar. Toqué magníficamente; pero
sentí miedo, temí por mi cabeza –sonrió con dulzura, llevándose la mano a la
frente-. Sentí miedo por mi débil
inteligencia, me pareció que me pasaba algo en la mente. A lo mejor, eso tampoco tiene
importancia. ¿No le parece?
Callaron
durante unos minutos.
Und
wenn die Wolken sie verhüllen
Die Sonne
bleibt doch weig klar
cantó
Alberto siempre risueño.
Ich
auch habe gelebt und genossem
(aunque
las nubes oculten el sol, siempre seguirá resplandeciendo. También yo viví y gocé).
-¡Oh,
qué bien le contaría esto Petrov! –añadió.
Delesov
guardaba silencio, mirando con horror el pálido rostro de Alberto.
-¿Conoce
usted el Juristen Walzer? –preguntó
éste de repente; y, sin esperar respuesta, se levantó de un salto, cogió el
violín y se puso a tocar un alegre vals.
Abstraído,
como si se figurara que lo seguía una orquesta, empezó a balancearse y a mover
los pies mientras ejecutaba maravillosamente aquella pieza.
-¡Bueno!
Se acabó la diversión. Voy a
salir. ¿Viene usted? –propuso, tras de
permanecer un rato sentado, en silencio.
-¿Adónde?
–preguntó Delesov, sorprendido.
-A
casa de Ana Ivanovna; allí hay alegría, bullicio, gente, música…
Delesov
estuvo a punto de acceder; pero, recobrándose, instó a Alberto a que no
saliera.
-Iré
sólo para un ratito.
-No
vaya, se lo ruego.
El
músico dejó el violín, suspirando.
-Entonces
¿le parece que debo quedarme? –dijo, echando una mirada a la mesa (se había
acabado el vino); después de desear las buenas noches a Delesov, salió de la
habitación.
Este
llamó al criado.
-No
deje salir al señor sin mi permiso –le dijo.
CAPÍTULO V
Al
día siguiente era fiesta. Sentado en el
salón, ante una taza de café, Delesov leía un libro. Aún no había oído moverse a Alberto. Zajar entreabrió la puerta del comedor y miró. Era allí donde había instalado al músico.
-No
lo creerá usted, Dimitri Ivanovich.
Está durmiendo en el diván, sin sábanas ni manta. No h a querido que le pusiera nada. Parece un niño. ¡A la legua se le conoce que es artista!
Hacia
las doce, se oyó carraspear y toser al otro lado de la puerta. Zajar entró en el comedor. Delesov oyó su voz afectuosa y la del
músico, débil y suplicante.
-¿Qué
hay? –preguntó, preguntó cuando volvió el criado.
-Se
aburre, Dimitre Ivanovich; está muy triste.
No quiere ni levantarse. Sólo
pide de beber.
“Ya
que me lo he propuesto, debo mantenerme firme”, se dijo Delesov.
Se
puso a leer de nuevo, sin mandar al criado que le diera vino a Alberto. Sin embargo, escuchó, a pesar suyo, lo que
sucedía en el comedor. Reinaba el
silencio; pero de cuando en cuando se oía toser y escupir. Así transcurrieron un par de horas. Después de vestirse, Delesov decidió ir a
ver a su huésped. Alberto se hallaba
sentado junto a la ventana, inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos. Se volvió.
Su rostro amarillento, surcado de arrugas, expresaba una profunda pena. Trató de sonreír, a guisa de saludo. Pero su expresión se tornó aún más amarga;
parecía como si fuera a echarse a llorar.
Se levantó, haciendo un gran esfuerzo.
-Permítame
tomar una copita de vodka –exclamó con aire suplicante- ¡Estoy tan débil! Se lo ruego.
-Le
aconsejo que tome café; le reanimará.
De
pronto, desapareció de su rostro la expresión infantil; clavó en la ventana una
mirada fría, sin vida; y se dejó caer débilmente en una silla.
-¿Quiere
desayunar?
-No,
gracias, no tengo apetito.
-Si
desea tocar el violín, puede hacerlo.
No me molesta en absoluto –dijo Delesov, poniéndole el instrumento en la
mesa.
Alberto
miró el violín con una sonrisa despectiva.
-Estoy
demasiado débil; no puedo tocar –replicó, rechazándolo.
Delesov
le propuso que fueran a dar un paseo o al teatro, por la noche; pero Alberto se
limitó a contestar con una inclinación de cabeza respetuosa. Después se fue, hizo algunas visitas, comió
con unos amigos; y, antes de ir al teatro, dio una vuelta por su casa, para
cambiarse de traje y ver lo que hacía el músico.
Este
se hallaba sentado en la oscura antesala.
Con la cabeza entre las manos, contemplaba la estufa encendida. Se había lavado, peinado y vestido
pulcramente. Pero sus ojos aparecían
velados, sin vida; y por su actitud se veía que estaba más débil y agotado que
por la mañana.
-¿Qué
tal? ¿Ha comido usted, Alberto? –preguntó Delesov.
El
músico hizo una señal afirmativa con la cabeza; pero al mirar a su
interlocutor, bajó la vista con expresión asustada.
Delesov
se sintió molesto.
-He
hablado de usted con el director –dijo, bajando también los ojos-. Tendrá mucho gusto de oírle tocar.
-Muchas
gracias; pero no puedo hacerlo –rezongó Alberto; y pasó al comedor, cerrando la
puerta con sumo cuidado.
Algunos
momentos después, el picaporte volvió a moverse, con el mismo cuidado de antes;
y el músico salió con el violín en la mano.
Echó a Delesov una mirada agresiva; y, dejando el instrumento en una
silla, se retiró de nuevo. Delesov se
encogió de hombros sonriendo.
“¿Qué
debo hacer? ¿De qué soy culpable?, se
dijo.
-¿Cómo
está el músico? –fue la primera pregunta que hizo, al regresar a su casa por la
noche.
-Mal
–contestó Zajar, tajantemente-. No hace
más que toser y suspirar. Me ha pedido
vodka cinco veces seguidas. Sólo le he
dado una copita. No vayamos a
perjudicarle, Dimitri Ivanovich. El
administrador…
-¿Ha
tocado el violín?
-No. Se lo llevé dos veces, y él lo ha vuelto a
sacar de la habitación –contestó Zajar con una sonrisa-. ¿Me permite usted que le dé algo de beber?
-No;
vamos a esperar un día más para ver qué ocurre. ¿Qué hace ahora?
-Se
ha encerrado en el salón.
Delesov
pasó al despacho, donde cogió algunos libros franceses y el Evangelio, en
alemán.
-Mañana
le pondrás esos libros en su cuarto y tendrás cuidado de no dejarlo salir.
Al
día siguiente, Zajar comunicó a su amo que el músico se había pasado la noche
sin dormir. Había recorrido todas las
habitaciones de la casa y había tratado de abrir un armario y la puerta de la
calle. Pero él había tenido cuidado de
dejar todo bien cerrado. Añadió que
había fingido dormir y que había oído a Alberto hablar, a media voz, consigo
mismo.
El
músico se volvía más triste y silencioso por momentos. Era como si Delesov le inspirara miedo. Cada vez que se encontraba con su mirada, su
cara reflejaba un espanto morboso. No
abría los libros, no tocaba el violín ni contestaba a las preguntas que se le
hacían.
Tres
días después Delesov llegó a su casa bastante tarde. Venía cansado y disgustado.
Había hecho gestiones para un asunto que consideraba fácil de arreglar;
pero, como pasa a menudo, no había avanzado
un solo paso. Estaba de mal humor también porque había perdido jugando a
las cartas, en el club.
-¡Bueno,
que Dios lo proteja! –contestó a Zajar, cuando éste le explicó la actitud de
Alberto-. Mañana lo obligaré a que me
conteste claramente si quiere quedarse en casa y seguir mis consejos. Si no acepta, peor para él. Me parece que he hecho cuanto he podido.
“He
aquí el resultado de hacer el bien a los hombres –pensó. Alojo en mi casa a este ser miserable; no
puedo recibir a nadie por su culpa; me desvivo por ayudarle; y, sin embargo, me
considera como a un malhechor que lo hubiese metido en una jaula para
divertirse. Y él, por su parte, es
incapaz de dar un paso para sí mismo. ¡Así son todos! –pensaba para sí
mismo. ¡Así son todos! –pensaba en los hombres en general y, sobre todo, en
aquellos a quienes había tenido que acudir para arreglar su asunto-. ¿Qué le pasa ahora? ¿En qué piensa y qué es
lo que le entristece? ¿Echa de menos la
vida depravada? ¿O la miseria de la que lo he sacado? Ha caído tan bajo, que le
cuesta acostumbrase a una vida honrada…”
“La
verdad es que me he conducido como un niño –se dijo después-. ¿Cómo puedo pretender corregir a los
demás? Quiera Dios que me corrija a mí
mismo.” Tuvo intención de permitir al
músico que se marchara; pero, tras de reflexionar un poco lo dejó para el día
siguiente.
De
noche, Delesov se despertó al oír que se había caído una mesa en la antesala;
y, sorprendido, encendió una vela y escuchó.
Se oyeron voces y pasos…
-Espere,
voy a decírselo a Dimitri Ivanovich –decía Zajar con voz alterada.
El
músico murmuraba algo incoherente.
Delesov
se levantó de un salto y salió al vestíbulo, con la vela en la mano. Zajar, en camisón, estaba en pie delante de
la puerta, y Alberto, con la capa y el sombrero puestos, trataba de apartarlo,
gritando con voz llorosa:
-¡No
puede impedirme que me vaya! Tengo
documentación y no me llevo nada de aquí.
¡Puede registrarme! ¡Iré al jefe
de Policía!
-Fíjese,
Dimitri Ivanovich –dijo Zajar, sin apartarse de la puerta-. Ha encontrado la llave en mi abrigo y se ha
bebido una garrafa de vodka. ¡Habráse
visto una cosa igual! ¡Y encima
pretende marcharse!
Al
ver a Delesov, Alberto empujó a Zajar con más energía.
-¡No
pueden retenerme! ¡Nadie tiene derecho
a hacerlo! Gritó, elevando la voz.
-Apártate,
Zajar –dijo Delesov-. No quiero ni
puedo retenerle; pero le aconsejo que se quede hasta mañana –añadió,
dirigiéndose al músico.
-Nadie
puede impedirme que me vaya; iré al jefe de Policía –exclamó Alberto, sin mirar
a Delesov-. ¡Socorro! -vociferó con furia.
-¿por
qué grita así? ¡Nadie le retiene!
–objetó el criado abriendo la puerta.
-Querían
acabar conmigo, ¡pero no lo han logrado! –masculló el músico entre dientes,
mientras se ponía los chanclos.
Salió
sin despedirse, murmurando palabras inteligibles. Zajar le alumbró el camino hasta la verja y volvió a entrar.
-¡Gracias
a Dios, Dimitri Ivanovich! De seguir
aquí, hubiéramos acabado mal. Ahora
tengo que revisar los objetos de plata, no vaya a ser que falte alguno.
Delesov
se limitó a mover la cabeza. Recordó
vivamente las dos primeras noches que pasara con el músico, los días tristes
que había vivido en su casa y, sobre todo, aquel sentimiento, mezcla de
admiración, amor y piedad que había despertado en él, desde el primer
momento. Le tuvo lástima. “¿Qué será de él ahora? –pensó-. Sin dinero, sin ropa de invierno, solo en
medio de la noche.”
Tuvo
intención de mandar a Zajar a buscarlo; pero ya era tarde.
-¿Hace
mucho frío afuera? –preguntó.
-Está
helando de firme, Dimitri Ivanovich –contestó Zajar-. Se me olvidó decirle que habrá que comprar más leña antes de la
primavera.
-¿No
decías que nos iba a sobrar?
CAPÍTULO VI
En
efecto, fuera hacía frío; pero Alberto no lo sentía; hasta tal punto estaba
acalorado por el vodka y la discusión.
Al
salir, se frotó las manos de alegría.
La calle estaba desierta; aún resplandecían las luces rojas de una larga
fila de faroles y el cielo estaba despejado y cubierto de estrellas. “¡Bah!”´,
exclamó mirando la ventana iluminada del piso de Delesov. Y, metiéndose las manos en los bolsillos del
pantalón, se fue hacia la derecha, con pasos vacilantes. Sentía una pesadez terrible en el estómago y
en las piernas y zumbidos en la cabeza.
Una
fuerza invisible lo empujaba hacia los lados; pero seguía avanzando, siempre
hacia delante, con dirección a la casa de Ana Ivanovna. Por su cabeza cruzaban pensamientos
extraños, incoherentes. Ora recordaba
su última discusión con Zajar; ora su llegada a Rusia en barco y el mar; ora
una noche feliz que había pasado con un amigo en la cantina; ora empezaba a
sonar en su imaginación una melodía conocida que le traía a la memoria el
objeto de su pasión y aquella terrible noche en el teatro. A pesar de ser incoherentes, estos recuerdos
se le presentaban con tanta claridad que, al cerrar los ojos, no sabía si era
más real lo que hacía o lo que pensaba.
No se daba cuenta de cómo movía los pies, cómo miraba en torno suyo, ni
cómo cruzaba las calles. Sólo estaba
consciente de las cosas que se presentaban a su imaginación, sucediéndose y
embrollándose de una forma extraña.
Al
pasar por la Malaya Morskaya dio un traspié y se cayó. Pero no tardó en recobrarse. Ante sus ojos aparecía un edificio
magnífico, enorme. Alberto prosiguió su
camino. En el cielo no se veían ya
estrellas; tampoco había luna ni apuntaba la aurora. Y los faroles estaban apagados.
Sin embargo, los objetos se distinguían claramente. En las ventanas del edificio, que se alzaba
en el extremo de la calle, brillaban algunas luces, oscilando como unos
reflejos. El edificio estaba cada vez
más cerca de Alberto, y cada vez le parecía más grande. En cuanto franqueó sus grandes puertas,
desaparecieron las luces. El interior
estaba oscuro. Sus pasos resonaron bajo
las bóvedas según avanzaba; y vio unas sombras que huían de él. “¿Para qué he venido aquí?”, se preguntó;
pero una fuerza invisible seguía atrayéndole hacia el fondo de la inmensa
sala. Allí había un estrado, alrededor
del cual se veían unos seres pequeños que permanecían silenciosos. “¿Quién va a hablar?”, preguntó. No le contestaron; pero alguien señaló el
estrado. Sobre éste se hallaba un
hombre alto y delgado, de cabellos crespos, vestido con un batín
abigarrado. Alberto reconoció en el
acto a su amigo Petrov. “¡Que raro que
esté aquí!”, pensó. “Hermanos, no
habéis comprendido a ese hombre que vivió entre nosotros. No lo habéis comprendido”, decía señalando a
alguien. “No es un artista mercenario,
un ejecutante mecánico; no es un loco, ni un hombre perdido. Es un genio, un gran genio musical que ha
perecido entre vosotros, sin haber tenido vuestro aprecio.” Alberto comprendió a quién se refería su
amigo, pero no quiso molestarlo. Bajó
la cabeza en actitud modesta. “Se ha
consumido con ese fuego sagrado al que servimos todos”, continuó Petrov. “Pero ha llevado a cabo todo lo que Dios le
insufló. Por eso debemos considerarle
como a un gran hombre. Lo habéis
despreciado, atormentado y humillado; sin embargo, ha sido, es y será
infinitamente superior a todos vosotros.
Es bueno y feliz. Quiere o
desprecia de la misma manera, y sirve únicamente a lo que le ha sido otorgado
desde arriba. Sólo ama una cosa: la
belleza, el único, el indiscutible bien del mundo. ¡Posternaos ante su persona!”, concluyó, a voz en grito.
“No
quiero ponerme de rodillas ante él”, se oyó decir desde un extremo de la
sala. Alberto reconoció inmediatamente
la voz de Delesov. “¿Por qué es grande? ¿Por qué hemos de inclinarnos ante él? ¿Ha sido leal y justo? ¿Ha sido útil para la sociedad? ¿Acaso ignoramos que pedía dinero prestado
y no lo devolvía? ¿Qué se llevó el
violín de un compañero para empeñarlo?
(“Dios mío, ¿cómo sabrá todo esto?”, pensó Alberto, inclinando más la
cabeza.) ¿Acaso ignoramos que adulaba a
los hombres más insignificantes y que lo hacía por dinero? Sabemos que lo echaron del teatro y que Ana
Ivanovna quiso entregarlo a la Policía”.
(“Dios mío. Todo esto es verdad,
pero defiéndeme. Tú eres el único que
sabes por qué lo hice”, pronunció Alberto.)
“¡Cállese! ¿Cómo no le da vergüenza? ¿Qué derecho tiene de acusarlo?”, exclamó de
nuevo la voz de Petrov. “¿Ha vivido
usted su vida? ¿Ha experimentado sus
entusiasmos? (“Es verdad, es verdad”,
susurró Alberto.) El arte es la
manifestación mas elevada de la potencia del ser humano. Les ha sido concedido a unos cuantos seres
elegidos; éstos se han elevado a una altura que produce vértigo y en la cual es
difícil no perder la razón. Como en toda
lucha, en el arte hay héroes que se consagran totalmente a él, pero me perecen
sin llegar a la meta.”
Alberto
levantó la cabeza dispuesto a gritar muy alto: “¡Es cierto, es cierto!”, pero
su voz no produjo ningún sonido.
“¡Eso
no le incumbe”!- le dijo con severidad el pintor Petrov-. Podéis humillarlo y despreciarlo todo lo que
queráis. Seguirá siendo el mejor y el
más feliz de todos vosotros.”
Alberto
escuchaba estas palabras con el alma henchida de felicidad. Y, sin poderse contener, se acercó a su
amigo con intención de darle un beso.
“¡Apártate!
¡No te conozco! –exclamó Petrov-. Sigue
tu camino…, que así no llegarás…”
-¡Vaya
borrachera! No llegarás… -gritó un
guardia, que estaba en el cruce de la calle.
Alberto
se puso en pie; y, haciendo un gran esfuerzo para no tambalearse, dobló una
esquina. Faltaban unos pasos para llegar
a casa de Ana Ivanovna. Delante de la
verja se estacionaban varios trineos.
Agarrándose
con las manos heladas a la barandilla, Alberto subió la escalinata y
llamó. Una sirvienta adormilada
apareció en la puerta.
-Tengo
orden de no dejar pasar –gritó, irritada, cerrando la puerta.
Se
oyeron sones de música y voces femeninas.
Alberto se sentó en el suelo; y, apoyando la cabeza en la pared, entornó
los ojos. Acto seguido lo asaltó una
multitud de visiones incoherentes, aunque familiares, que lo transportaron al
libre y hermoso dominio de los sueños.
“Sí,
es el mejor y el más feliz”, oía en su imaginación. Llegaron hasta él los sones de una polca. ¡Y esos sones decían también que era el
mejor y el más feliz! En una iglesia
cercana tocaban a misa y el tañido de las campanas repetía: “Es el mejor y el
más feliz.” “Voy a entrar de nuevo en
la sala –pensó Alberto-. Petrov tiene
aún que decirme muchas cosas.” Ya no
había nadie allí. Y en lugar de Petrov
era Alberto mismo quien estaba en el estrado, expresando, con el violín, todo
lo que había dicho aquella voz. Pero su
violín era muy extraño: estaba hecho de cristal. Y era preciso abrazarlo con ambas manos y apretarlo con fuerza
contra el pecho para que emitiera sonidos.
Estos
eran tan bellos y delicados como jamás lo oyera Alberto. Cuanto más apretaba el violín, tanto más
dulce y consoladora era la sensación que lo embargaba. Cuanto más agudos eran los sonidos, tanto
más se disipaban las sombras y se iluminaban las paredes de la sala con una luz
transparente. Pero había que tocar con
mucho cuidado para no romper el instrumento.
Alberto lo manejaba con gran maestría.
Se imaginaba que no volvería a oír nunca más aquellas piezas; y empezaba
a sentirse cansado, cuando un sonido lejano le llamó la atención. Era una campana que decía: “Os parece digno
de lástima y lo despreciáis; pero él es el mejor y el más feliz; ¡nadie tocará jamás en este instrumento!”
Estas
palabras conocidas le parecieron nuevas, justas y sensatas. Dejó de tocar; y, procurando no moverse,
alzó las manos y los ojos al cielo. Se
sentía magnífico y feliz. A pesar de
que no había nadie en la sala, irguió el pecho, y alzando la cabeza con gesto
altivo, se colocó de modo que todos hubieran podido verle. De repente, una mano le rozó un hombro. Al volverse, Alberto divisó en la penumbra a
una mujer que lo miraba con expresión triste, moviendo la cabeza. Comprendió que estaba mal lo que hacía, y se
sintió avergonzado. “¿Por dónde?”, le
preguntó. La mujer volvió a mirarlo
fijamente e inclinó la cabeza, con aire triste. Sin duda, era la mujer que había amado, incluso llevaba el mismo
traje, que dejaba ver sus hermosos brazos, y lucía el collar de perlas en su
blanco cuello torneado. Tomó a Alberto
de las manos y lo llevó hacia la puerta.
“La salida está al otro lado”, explicó éste; pero ella no contestó y
siguió adelante. Al llegar al umbral,
Alberto vio el agua y la luna; pero el agua no estaba abajo, como por lo
general, ni la luna arriba, figurando un círculo claro en un lugar determinado. La luna y el agua estaban juntas por
doquier…; abajo, arriba, a un lado y en torno a ellos dos. Se arrojaron al agua y a la luna; y Alberto
comprendió que ya podía abrazar a la mujer que amaba más que a nadie en el
mundo; y al estrecharla en sus brazos, lo embargó una dicha inmensa. “¿Estaré soñando?”, se preguntó. Pero no, era la realidad y aún más: eran la
realidad y el recuerdo. Presintió que
la inmensa felicidad de que gozaba en aquel momento pasaría para no volver
jamás. “¿Por qué lloro?”, se preguntó
Alberto. Ello lo miró tristemente; y el
músico se dio cuenta de lo que significaba eso. “Pero ¿cómo es posible? Estoy
vivo”, murmuró. Inmóvil y silenciosa,
la mujer miraba ante sí, sin contestarle.
“¡Es espantoso, Dios mío! ¿Cómo explicarle que estoy vivo?” pensó
Alberto, horrorizado. “¡Estoy vivo,
compréndeme!”
“Es
el mejor y el más feliz”, decía una voz.
Algo ahogaba a Alberto, cada vez con más fuerza. No sabía si era la luna, el agua, los brazos
de la mujer o las lágrimas; pero se daba cuenta de que no podría expresar lo
que sentía, porque pronto iba a terminar todo.
Dos
invitados que salían de casa de Ana Ivanovna tropezaron con Alberto. Uno de ellos fue a llamar a la dueña de la
casa.
-¡Es
inhumano! –exclamó-. Este hombre ha
podido helarse ahí, en la puerta de su casa.
-Estoy
harta de él –replicó Ana Ivanovna-.
Anushka: hay que llevarlo dentro –añadió, dirigiéndose a la doncella.
-Estoy
vivo. ¿Por qué me entierran? –susurró
Alberto, cuando lo entraron, desfallecido, en la casa.
28 de febrero de 1858.
Este libro ha sido digitalizado
por la voluntaria Graciela Prado