LEÓN NIKOLAIEVICH TOLSTOI 

 

 

 

“DIARIO DE UN MARCADOR”

 

 

 

CAPÍTULO I

 

 

Serían Las tres.  Algunos señores estaban jugando: el “cliente grande” (así lo llamaban), el príncipe (que siempre iba con él), el señor de los bigotes, el pequeño húsar, Oliver, que había sido actor, y Pan.  Había bastante gente.

El “cliente grande” jugaba con el príncipe.  Mientras tanto yo me paseaba en torno al billar, contado: nueve y cuarenta y ocho, doce y cuarenta y ocho. Ya se sabe lo que es nuestro oficio: no ha tenido uno tiempo de tomar un bocado, lleva dos noches sin dormir y, sin embargo, tiene que gritar los puntos y retirar las bolas.  Mientras contaba, vi entrar a un señor desconocido, que, después de mirar a uno y otro lado, se sentó en un diván.

“¿Quién será? ¿Qué case de persona es?”, me pregunté.

Llevaba un traje muy pulcro que le sentaba a las mil maravillas: pantalón a cuadros, levita a la última moda, muy corta, y chaleco de pana con su cadena de oro, de la que colgaba una serie de dijes.

Su ropa era muy elegante, pero su persona, mucho más, era alto y delgado, llevaba el cabello rizado por delante, a la moda, y tenía el rostro blanco y sonrosado; en una palabra, era un hombre apuesto.

Ya se sabe que en nuestro oficio vemos toda clase de personas: desde los personajes más importantes hasta los más bajos; de manera que, aunque uno no sea más que un marcador, está acostumbrado a la gente, es decir, la entiende.

Miré a aquel señor; estaba tranquilamente sentado, no conocía a nadie.  Y pensé: “Tal vez sea un extranjero, un inglés, o un conde que llega de fuera; aunque es joven, tiene un aire muy importante.”  Junto a él se hallaba Oliver, el cual hasta se apartó un poco para dejarle sitio.

Terminó la partida.  El “cliente grande” gritó:

-Siempre te equivocas: cuentas mal porque no haces más que mirar hacia los lados.

Me riñó mucho y, arrojando el taco, se fue.  ¡Podía irse! Todas las noches solía jugar hasta cincuenta rublos en cada partida y, en cambio, en aquel momento en que sólo había perdido una botella de macon, se ponía fuera de sí.  ¡Qué carácter! A veces jugaba con el príncipe hasta las dos de la madrugada, sin poner dinero en la bolsa.  Me constaba que ninguno de los dos tenía fondos y, sin embargo, seguían adelante.

-Van veinticinco rublos –decía uno.

-Bueno.

Bastaba que yo bostezara o colocara mal una bola – ¡un hombre no es un leño!- para que me soltaran una bofetada.

Este solía molestarme más que los otros.

Pues bien: en cuanto se marchó el “cliente grande”, el príncipe le dijo al señor desconocido.

-¿Quiere jugar una partida?

-Con mucho gusto.

Mientras había estado sentado tenía aire de gran señor y parecía muy valiente; pero en cuanto se levantó para acercarse a la mesa del billar, fue otra cosa muy distinta.  No es que se intimidara; mas se veía que había perdido su prestancia.  No sé si se encontraba molesto con su traje nuevo o tenía que todos lo mirasen.  El caso es que había perdido el empaque de antes.  Caminó de lado, se enganchó los bolsillos en los extremos de la mesa y dejó caer la tiza de frotar el taco.  Y cada vez que hacía carambola volvía la cabeza y se ruborizaba.  No era como el príncipe, que estaba acostumbrado: se frotaba las manos con tiza, se remangaba y, aunque era pequeño de estatura, empujaba la bola con tal fuerza, que hasta temblaba toda la mesa.

Después de jugar dos o tres partidas (no recuerdo exactamente las que fueron), el príncipe dejó el taco y preguntó:

-Nejiliudov.

-¿El padrecito de usted era militar?

-Sí.

En esto empezaron a hablar en francés; y ya no los entendí.  Probablemente recordaban a toda su parentela.

-Au revoir –dijo el príncipe.  He tenido mucho gusto en conocerle.

Se lavó las manos y se fue a comer.  Y el desconocido quedó en pie, junto al billar, entreteniéndose en empujar las bolas.

Ya se sabe que tenemos obligación de ser groseros con los clientes nuevos: empecé a recoger las bolas.  El desconocido enrojeció y me dijo:

-¿Puedo seguir jugando?

-Desde luego, para eso está el billar.  Para jugar –repliqué sin mirarlo, mientras colocaba los tacos.

-¿Quieres jugar conmigo?

-Sí, señor –dije, y puse de nuevo las bolas-. ¿Quiere que juguemos a deslizarnos?

-¿Qué significa eso?

-Pues verá.  Usted me da medio rublo y, en cambio, yo me deslizaré por debajo de la mesa del billar.

Como probablemente nunca había visto nada, le pareció muy bien y se echó a reír.

-Bueno.

-¿Cuántos puntos me da adelantados? –pregunté.

-¿Acaso juegas peor que yo?

Comenzamos la partida.  El desconocido se creía todo un maestro, ponía su alma entera en el juego debajo de la mesa, gimiendo.  Entonces, Oliver y Pan se levantaron de un salto y empezaron a dar golpes con los tacos.

-¡Magnífico! ¡Otra partida! ¡Venga, otra partida! –gritaron.

¿Cómo no jugar otra? Sobre todo Pan, que por medio rublo no sólo pasaría gustoso debajo de la mesa del billar, sino hasta debajo del puente Sinyi.

-Magnífico; aún no ha limpiado todo el polvo.

Todos me conocían.  Es decir, todos conocían a Petrushka, el marcador.  No éramos más que dos: Tiurin y Petrushka.

Pero no era yo quien había inventado el juego: volví a perder la segunda partida.

-No tengo suerte jugando con usted, señor.

Nejliudov se echó a reír.  Después gané tres partidas –él tenía cuarenta y nueve y yo ninguna-; dejé los tacos sobre el billar y le dije:

-¿Quiere jugar con todo, señor?

-¿Cómo con todo?

-Pagará tres rublos o nada.

-¿Cómo? ¿Acaso me juego el dinero contigo? ¡Qué estúpido!

Hasta se puso colorado.  Después perdió una partida.

-¡Basta! –exclamó.

Sacó la cartera, una cartera completamente nueva, comprada en un bazar inglés, y la abrió.  Me di cuenta de que quería presumir.  Estaba repleta de billetes y todos de cien rublos.

-Aquí no hay más que billetes grandes –dijo, sacando tres rublos del portamonedas-. Toma, dos rublos por las partidas; y el otro, para que tomes vodka.

Le di las gracias humildemente.  Vi que era un señor generoso.  Merecía la pena de pasar por debajo de la mesa por un señor así.  Sólo lamentaba una cosa: que él no quería jugar dinero; si no, me habría aplicado para sacar veinte o tal vez cuarenta rublos.

Cuando Pan vio que aquel joven tenía dinero, le dijo con astucia:

-¿Quiere jugar una partidita conmigo? ¡Juega usted tan bien!

-No, perdóneme; no tengo tiempo –replicó Nejliudov, alejándose.

Dios sabe quién será ese Pan.  Alguien le llamó así y le quedó para siempre tal sobrenombre.  Se pasaba los días enteros en la sala del billar, observando a los demás.  Hasta habían llegado a pegarle, a injuriarle y a negarse a jugar con él; sin embargo, siempre estaba allí, sentado, fumando su pipa. ¡Y había que verlo jugar… al muy bestia!

Nejliudov vino una vez y otra y empezó a frecuentar la sala muy a menudo.  Solía venir tanto por las mañanas como por las noches.  Aprendió a jugar a la guerra, a la rueda y a otros juegos.  Se volvió más decidido, trabó conocimiento con todos y empezó a jugar bien.  Como era un hombre joven, de buena familia y con dinero, todos lo respetaban.  Pero una vez tuvo una discusión con el “cliente grande”.

La discusión surgió por una tontería.

Jugaban el príncipe, el “cliente grande”, Nejliudov, Oliver y alguien más.  Nejliudov hablaba con alguien junto a la estufa; le tocaba jugar al “cliente grande”, que estaba muy bebido.  Su bola se encontraba en el extremo de la mesa, muy cerca de la estufa.  Tenía la costumbre de empujar la bola blandiendo el taco, pero esta vez le quedaba muy poco sitio.

No obstante, bien sin reparar en Nejliudov, bien adrede, le asestó un golpetazo en el pecho al empujar la bola.  Nejliudov hasta se quejó.  Pero el “cliente grande” no fue ni para disculparse, el muy grosero.  Se alejó sin mirar siquiera a Nejliudov, mascullando:

-¿Para qué se pondrá en medio? Por su culpa me ha fallado la carambola, ¿Acaso hay poco sitio?

Nejliudov se acercó a él, pálido como el lienzo, y le dijo con gran cortesía:

-Señor, me ha empujado; al menos, debería usted disculparse.

-No estoy para disculpas en este momento.  Debía haber ganado, y ahora será otro quien haga la carambola.

-Tiene usted que disculparse – insistió Nejliudov.

-¡Apártese! –exclamó el otro-.  ¡Qué pesado!

Mientras decía esto no dejaba de mirar su bola.  Nejliudov se le acercó más y le agarró la mano.

-Es usted un mal educado, señor.

Era delgadito y joven como una hermosa muchacha, pero no dejaba de ser impetuoso: sus ojos  brillaban como si estuviese dispuesto a comérselo.  El “cliente grande” era un hombre alto y bien plantado; no podía ni compararse a Nejliudov.

-¿Cómo? ¿Yo, un mal educado?

Empezó a vociferar e hizo ademán de pegar a Nejliudov.  Los presentes se abalanzaron hacia ellos; y, cogiéndolos por los brazos, los separaron.

Njeliudov dijo:

-Tiene que darme una satisfacción; me ha ofendido.

Quería batirse en duelo.  Ya se sabe, los señores tienen esa costumbre… No se puede ser de otro modo…

-No deseo darle ninguna satisfacción.  Es un chiquillo, y eso es todo.  Le tiraré de las orejas.

-Si no quiere usted batirse, es un hombre indigno –dijo Nejliudov, a punto de echarse a llorar.

-Y tú, un chiquillo; no me ofenderás con nada.

Los separaron, llevándoselos a distintas habitaciones.  Nejliudov era amigo del príncipe.

-Haz el favor de convencerlo para que acceda a batirse, por lo que más quieras.  Estaba borracho; tal vez se haya recobrado ya.  Esto no puede terminar así.

El príncipe  obedeció; pero el “cliente grande” le dijo:

-Me he batido en duelo y he estado en la guerra.  Pero no pienso batirme con un chiquillo.  No quiero, y se acabó.

Se habló mucho de este incidente; mas después lo olvidaron.   Pero el “cliente grande” dejó de venir.

En lo que se refiere al amor propio, Nejliudov parecía un auténtico gallito…  En cambio, no entendía nada de otras cosas.  Recuerdo que una vez el príncipe le preguntó:

-¿Con quién vives aquí?

-Solo.

-¿Cómo puedes vivir solo?

-¿Y por qué no?

-¿Cómo por qué?

-Hasta ahora siempre he vivido así.  ¿Qué de particular tiene?

-¿Qué has vivido así? ¡Cómo! ¡Es imposible!

El príncipe se echó a reír a carcajadas, y el señor de los bigotes, también.  Se burlaban de él, abiertamente.

-Entonces ¿nunca?...- le preguntaron.

-Nunca.

Todos se morían de risa.  Como es natural, comprendí en seguida que se burlaban de él; y observé lo que iba a ocurrir.

-Vámonos ahora-dijo el príncipe.

-No; por nada del mundo.

-Pero eso es ridículo.  Toma una copa para animarte y vámonos.

Les serví una botella de champaña.  Bebieron y se llevaron al jovencito.  Regresaron después de las doce y se pusieron a cenar.  Se habían reunido muchos y de los mejores clientes: Atanov, el príncipe Razin, el conde Shstaj y Mirtzov.  Todos reían y felicitaban a Nejliudov.  Me llamaron.  Vi que estaban muy alegres.

-Felicita al señor –me dijo  uno.

-¿Con qué motivo?

¿Cómo diablos me dijo? No recuerdo si fue por su “iniciación” o por su “ilustración”.

-Tengo el honor de felicitarle –murmuré.

Nejliudov, muy colorado, no hacía más que sonreír.  Todos reían a las carcajadas.

Después, todos muy alegres, fueron a la sala del billar, pero Nejliudov no parecía el mismo: sus ojos estaban hundidos, movía los labios, hipaba y no podía pronunciar palabra.  Como no conocía de estas cosas, estaba impresionado.  Se acercó a la mesa del billar y, apoyándose en ella, dijo:

-Ustedes se ríen, pero yo estoy triste.  ¿Por qué he hecho esto? A ti, príncipe, no te lo he de perdonar en toda la vida.

Al pronunciar estas palabras, empezó a llorar a lágrima viva.  Había bebido y no sabía lo que decía.  El príncipe se le acercó, sonriendo.

-Basta; son tonterías…  Volvamos a casa, Anatoli.

-No; no iré a ningún sitio.  ¿Por qué he hecho esto?

Nejliudov seguía llorando, sin apartarse de la mesa del billar.  ¡Hay que ver lo que es un hombre joven y sin experiencia!

Solía venir muy a menudo.  Una vez llegó con el príncipe y el señor de los bigotes, que siempre acompañaba a este último.  Debía de ser un funcionario a un militar retirado, sólo Dios lo sabe.  Los clientes lo llamaban Fedotka.  Era un hombre enjuto y feo, pero vestía elegantemente y siempre iba en coche.  Sólo Dios sabe por qué lo querían tanto los clientes.  Fedotka por aquí, Fedotka por allá, le invitaban a comer, a beber y pagaban por él. ¡Y qué bribón era! Cuando perdía no pagaba; pero ¡había que verlo cuando ganaba! Los clientes lo injuriaban, el “grande” hasta llegó a pegarle en presencia mía y lo retó a un duelo…  Sin embargo, él siempre seguía colgado, del brazo del príncipe.

-Tú perecerías sin mí… -decía.

¡Era un gran bromista! Pues bien, una vez al llegar dijeron:

-Vamos a jugar a la guerra los tres.

-Vamos.

Empezaron a jugar a tres rublos la partida.  Nejliudov y el príncipe no hacían más que charlar.

-¿Te has fijado en los piececitos que tiene?

-¡Bah! No son nada comparados con su magnífica trenza.

Como es natural, mientras hablaban no hacían caso del juego.

En cambio, Fedotka seguía pendiente de sus jugadas y ganó seis rublos a cada uno.  Sabe Dios las cuentas que tendría con el príncipe, nunca se pagaban el uno al otro; pero Nejliudov sacó dos billetitos y se los entregó.

-No; no quiero tomar tu dinero.  Vamos a jugar otra partidita para doblar o quedar en paz.

Les coloqué las bolas.  Fedotka tomó la delantera.

Nejliudov se esmeraba a ratos para darse tono y, a ratos, se interrumpía:

-No; es demasiado fácil.  No quiero jugar así.

Pero Fedotka seguía adelante.  Había preparado el juego y, como por casualidad, ganó la partida.

-Vamos a jugarlo todo –propuso.

-Bueno.

Volvió a ganar.

-Hemos empezado por poca cosa.  No quiero ganarte tanto. ¿Va todo?

Sea como fuera, daba lástima perder cincuenta rublos.  Esta vez fue Nejliudov quien rogó que lo jugasen todo.  Siguieron de este modo, poniendo cada vez mayores cantidades hasta llegar a doscientos ochenta rublos.  Fedotka conocía el sistema: perdía las simples y ganaba las dobles.  El príncipe presenciaba el juego y vio que la cosa se ponía seria.

-Aseez, assez (basta, basta) –dijo.

¡Había que ver a Fedotka! Cada vez aumentaba la apuesta.

Finalmente, cuando Nejliudov perdió quinientos rubros y pico, Fedotka soltó el taco.

-Basta ya, ¿no le parece? Estoy cansado –dijo.

Siempre estaba dispuesto a jugar hasta el amanecer con tal de hacer dinerito…  Ya se sabe que era una artimaña.  Pero Najliudov quería continuar el juego.

-No; palabra que estoy cansado. Vámonos arriba, allí tomarás el desquite. En la sala de arriba los clientes jugaban a las cartas.  Se empezaba por hacer simplemente unos solitarios; luego, quisiera uno o no, seguía adelante.

Desde aquel día fue tal la influencia que Fedotka ejercía sobre Nejluikov, que éste empezó a venir a diario.  Después de jugar una o dos partiditas de billar, inmediatamente se iba a la sala de arriba.

Sólo Dios sabe lo que habría ocurrido entre ellos; pero el caso es que Nejiluidov cambió por completo y, a partir de entonces, siempre estuvo de acuerdo con Fedotka.  Antes solía ir a la última moda, muy pulcro y con el cabello rizado; y, desde aquel día, sólo iba arreglado por las mañanas; en cuanto salía de la sala de arriba tenía los cabellos revueltos, la levita sin cepillar, manchada de tiza y las manos sucias.

Una vez bajó de allí en esas trazas, pálido y con los labios trémulos, discutiendo con el príncipe.

-No le permitiré que me diga -¿cómo diablos dijo?...- que no soy un hombre delicado y que no va a jugar más a las cartas conmigo.  Le he pagado diez mil rublos, de manera que podía tener más cuidado en presencia de otros.

-Bueno, basta –dijo el príncipe-, ¿acaso merece la pena de enfadarse con Fedorka?

-No; yo no dejaré las cosas así.

-¡Cállate, hombre! ¿Cómo puedes rebajarte hasta el punto de pedirle explicaciones a Fedotka?

-Es que lo ha presenciado gente extraña.

-¿Qué tienen que ver los extraños? ¿Quieres que le obligue a que te pida perdón inmediatamente?

-No.

Empezaron a hablar en francés, y no entendí lo que decían.  Aquella misma noche cenaron con Fedotka y volvieron a hacerse amigos.  A veces venía solo.

-¿Qué? ¿Juego bien? –me preguntaba.

Ya se sabe que nuestra obligación es adular a todo el mundo.  Decimos que sí, cuando en realidad lo que hacen es pegar fuerte, pero no saben apuntar.  Desde que Nejliudov se unió a Fedotka, siempre jugaba con dinero.  Antes nunca le había gustado apostarse una comida o una botella de champaña.  A veces le decía al príncipe:

-Apostemos una botella de champaña.

-No; es mejor encargarla… ¡Mozo, trae una botella!

En cambio, ahora siempre jugaba por algún interés.  Solía pasarse el día entero, bien jugando con alguien al billar, bien en la sala de arriba.   Y yo no hacía más que pensar: “¿Por qué siempre han de sacar ventajas los demás y yo no?

-Señor, hace mucho que no juega conmigo –le dije.

Y nos pusimos a jugar.  Cuando le hube ganado unos cinco rublos, le propuse que jugáramos apostándolo todo.

Nejliudov guardó silencio.  Ya no me dijo, como antes, que era un estúpido.  Empezamos la partida.  Le gané ochenta rublos.  ¿Y qué pasó? Desde aquella vez jugó conmigo a diario.  Sólo esperaba a que hubiese nadie porque, como es natural, le daba vergüenza jugar con un marcador.  Una vez que estaba algo enfadado (había perdido ya sesenta rublos) me dijo:

-¿Los apostamos?

-Bien –contesté.  Y le gané.

-¿Jugamos ahora ciento veinte contra ciento veinte?

-Van –contesté.  Y le gané.

-¿Doscientos cuarenta contra doscientos cuarenta?

-No quiero perjudicarle, señor.  Déme cien rublos, lo demás se lo perdono.

Nejliudov, que siempre se mostraba tan pacífico, se puso fuera de sí.

-¡Te voy a dar una paliza! ¿Juegas o no juegas?

Vi que no me quedaba otro remedio.

-¿Quiere que pongamos trescientos ochenta?

Como es natural, yo quería perder.  Le di cuarenta tantos.  El tenía cincuenta y dos, y yo, treinta y seis.  Empujé mi bola pero no pude evitar que diera un golpe y gané de nuevo la partida.

-Escuche, Piotr –no me llamaba Petrushka-; en este momento no puedo pagarte lo que te debo, pero en cambio, dentro de dos meses, podrá darte hasta tres mil rublos.

Se puso muy colorado y la voz le tembló al decir esto.

-Está bien, señor –le contesté, dejando el taco.

Nejliudov paseó por la sala durante un ratito: sudaba la gota gorda.

-Piotr, juguemos apostándolo todo…

-¿Para qué seguir jugando, señor?

-Anda, te lo ruego.

Y él en persona me tendió el taco.  Lo cogí y arrojé las bolas con tal fuerza que cayeron al suelo.

-Vamos, señor –le dije.

Nejliudov estaba tan impaciente que recogió la bola él mismo.  Yo pensé: “Como de todas maneras no he de ver los setecientos rublos, me da igual perder.” Y empecé a jugar mal adrede.  Pero ¿qué pasó?

-¿Por qué juegas mal ex profeso? –me preguntó Nejliudov.

Le temblaban las manos; y mientras se deslizaba la bola, crispaba los dedos, torcía la boca e inclinaba la cabeza y los brazos hacia a tronera.

-Eso no le ayudará, señor –comenté.

Cuando Nejliudov ganó esta partida, le dije:

-Me debe ciento ochenta rublos, y ciento cincuenta partidas: ahora me voy a cenar.

Dejé el taco y me fui.

Me senté ante una mesita junto a la puerta y lo observé.  ¿Qué iba a hacer? Comenzó a pasear de arriba abajo; y, creyendo probablemente que lo veía, se detuvo y se tiró de los pelos.  Después siguió paseando, murmuró algo y se dio un nuevo tirón.

 

Después de esto, Nejliudov no se dejó ver en ocho días.  Una vez llegó al comedor, muy taciturno, y no entró siquiera en la sala del billar.

-Vamos a jugar una partitiva –le dijo el príncipe al verlo.

-No; no iré.  No te haría un bien haciéndolo y, en cambio, yo me perjudicaría.

Y no apareció por espacio de otros diez días.  Luego, durante las fiestas, vino vestido de frac –por lo visto había estado de visita- y se quedó todo el día jugando al billar: volvió al día siguiente y al otro…  Todo siguió lo mismo que antes.   Quise jugar con él; pero se negó, diciéndome:

-No he de jugar más contigo.  En cuanto a los ciento ochenta rublos que te debo, puedes ir a cobrarlos a mi casa dentro de un mes.

Al cabo de un mes fui a verlo.

-¿Está en casa? –pregunté.

-Está durmiendo –me contestó el criado.

Esperé.  Su ayuda de cámara –un campesino de sus tierras- era un viejecito de pelo blanco, muy sencillo, que no entendía nada de diplomacia.  Entablamos conversación.

-¿Para qué habrá venido aquí mi señor? Se ha arruinado por completo y este San Petersburgo no le honra ni le beneficia en nada.  Cuando llegamos del pueblo yo pensaba que sería lo mismo que en vida de mi difunto señor, que Dios tenga en la gloria.  Pensaba que visitaríamos a los príncipes, a los condes y a los generales; que el señorito elegiría una condesa con buena dote y que viviría como un gran señor.  Pero ha resultado todo lo contrario: no hacemos más  que frecuentar las tabernas… ¡No está mal! La princesa Rtischeva es tía carnal del barón, y el príncipe Vorotintsev, su padrino. ¿Y qué cree? Sólo los ha visitado una vez por Navidad y ya no ha aparecido más por allí.  Hasta los criados se burlan, diciendo: “Se ve que el barón no ha salido a su papaíto”.  Un día le dije: “Señor, ¿Por qué no visita a su tía? Hace mucho que no le ve a usted, y le echa de menos.” “Me aburro allí, Demianich”, me contestó.  ¡Vaya! Sólo se divierte en las tabernas.  Si al menos hubiese entrado en el servicio, pero no siquiera: le ha dado por las cartas y ya se sabe que nunca traen nada bueno… ¡Ay! Así pereceremos sin remedio… El señor heredó una finca muy valiosa de su difunta madre, que en gloria esté; más de mil almas, y un bosque de más de trescientos mil rublos.  Ya lo ha empeñado todo, ha vendido el bosque, ha arruinado a los mujiks y hoy día no le queda nada.  Ya sé que, al no estar el amo, el administrador de la finca manda más que su señor… Le arrebata al mujik lo último que tiene, y ya está.  ¿Qué le importa? ¡Con tal de llenarse los bolsillos, le tiene sin cuidado que los demás se mueran de hambre!  Hace poco llegaron dos mujiks a presentar las quejas de todo el dominio.  “Ha arruinado a los aldeanos”, dijeron.  ¿Qué cree que ha hecho?  Leyó las quejas, les dio diez rublos a cada uno y dijo: “Pronto iré allí; en cuanto cobre y pague lo que debo, iré”.  ¡Cómo va a pagar lo que debe, cuando no hace sino entramparse cada día más!  Durante el invierno que hemos pasado aquí hemos gastado unos ochenta mil rublos.  ¡Ahora no nos queda ni uno solo!  Y todo le ocurre por ser demasiado bueno.  ¡Es tan sencillo!  Por eso es por lo que se pierde, es decir por nada.

El viejo estaba a punto de echarse a llorar. ¡Era tan simpático!

Nejliudov se despertó hacia las once y me mandó llamar.

-No me han enviado dinero; lo siento –me dijo-. Cierra la puerta.

Obedecí.

-Toma, coge ese reloj o ese alfiler de brillantes y empéñalos.  Te darán más de ciento ochenta rublos.  Cuando reciba el dinero, los desempeñaré –me dijo.

-Señor, si no tiene dinero ¿qué le vamos a hacer?  Déme sólo el reloj.  Acepto, porque se trata de usted.

Vi que el reloj valía unos trescientos rublos.  Le empeñé por ciento y le llevé la papeleta.

-Me queda a deber ochenta rublos; y ocúpese usted mismo de desempeñar el reloj.

-Aún me debe esa cantidad.

Luego empezó a venir de nuevo a diario.  No sé qué cuentas tendría con el príncipe, pero el caso es que siempre estaban juntos.  También subía a veces a la sala de arriba con Fedorka.  Entre los tres tenían unas cuentas muy raras.

Uno le daba a otro, éste al tercero; pero no se podía decir quién debía a quién.

Así transcurrieron dos años.  Venía casi todos los días, pero ya no era el mismo; se había vuelto muy resuelto y a veces llegaba a pedirme prestado un rublo para pagarle al cochero mientras que jugaba con el príncipe apostando ciento en cada partida.

Adelgazó y se puso amarillo y triste.  Cuando llegaba, solía pedir una copita de ajenjo, tomaba un canapé y bebía vino de Oporto.  Con eso parecía alegrarse algo.

Una vez, durante el Carnaval, llegó antes de comer y se puso a jugar con un húsar.

-¿Quiere jugar una partida de interés?

-Bueno. ¿Qué apostamos?

-Una botella de vino francés.  ¿Quiere?

-Va.

El húsar ganó y se fueron a comer juntos.  Se sentaron ante la mesa y Nejliudov dijo:

-¡Simón! ¡Una botella de vino francés! No dejes de calentarla bien.

Simón se fue y volvió con la comida; pero no traía la botella.

-¿Qué pasa con el vino?

Simón se fue corriendo y regresó con el asado.

-¡Trae el vino! –ordenó Nejliudov.

El criado no contestó nada.

-¿Te has vuelto loco? Estamos terminando de comer, y aún no nos has servido el vino.  ¿Quién bebe vino en los postres?

Simón se fue.

-El patrón le llama –dijo, al volver. 

Nejliudov enrojeció y se levantó de un salto.

-¿Qué quiere?

El patrón le esperaba junto a la puerta.

-No puedo fiarle más, mientras no me pague usted –dijo.

-Ya le he dicho que le pagaré a primeros de mes.

-Haga lo que quiera; pero yo no puedo seguir fiándole sin límites.  Pierdo muchos miles de rublos de este modo.

-Bueno, basta, mon cher.  Puede usted confiar en mí.  Mándeme una botella y yo procuraré pagarle cuanto antes.

Al decir esto, volvió a la mesa.

-¿Para qué le ha llamado? –preguntó el húsar.

-Quería hacerme una pregunta.

-¡Qué bien vendría ahora tomarse un vasito de vino caliente! –dijo el húsar.

-Simón, ¿qué pasa?

El criado vino, pero no trajo la botella, ni nada más.  La cosa iba mal.  Nejliudov se levantó y se acercó a mí.

-Petrushka, dame seis rublos, por lo que más quieras –dijo, con el semblante desencajado.

-No tengo, señor.  Palabra que no tengo y además ya me debe usted bastante.

-Dentro de una semana te devolveré cuarenta rublos por los seis que me dejes ahora.

-Si los tuviera, no se los negaría; pero palabra que no tengo.

¿Qué hizo entonces?  Apretando los dientes y los puños, echó a correr por el pasillo.  De pronto se dio una palmada en la frente y exclamó:

-¡Señor! ¿Qué es esto?

Sin entrar siquiera en el comedor, montó en el coche y se fue.

¡Cuánto se rieron de él!

-¿Dónde está el caballero que comía conmigo? –preguntó el húsar.

-Se fue.

-¿Cómo? ¿Ha dejado algún recado para mí?

-No; ninguno.  Ha montado en el coche y se ha ido.

-¡Vaya un pájaro!

Pensé que tardaría mucho en volver después de haber pasado por esa vergüenza.  Pero nada de eso; vino a la noche siguiente.  Se dirigió a la sala de billar con una caja que traía.  Se quitó el abrigo.

-Vamos a jugar –dijo.

Miraba de soslayo y parecía muy enfadado.  Jugamos una partida.

-Basta –dijo-.  Tráeme una pluma y papel.  Tengo que escribir una carta.

Sin adivinar nada, le llevé el papel y se lo dejé en una mesa de la sala pequeña.

-Ya lo tiene, señor.

Nejliudov se sentó ante la mesa y mientras escribía murmuraba algo.  Después se levantó de un salto.  Estaba muy taciturno.

-Vete a ver si ha llegado ya mi coche.

Era el viernes de la semana de Carnaval; no había ningún cliente porque todos estaban en los bailes.

Fui a ver si estaba el coche; en cuanto salí por la puerta le oí gritar como si se hubiese asustado de algo.

-¡Petrushka! ¡Petrushka!

Volví. Nejliudov, pálido como en lienzo, se hallaba en pie en la habitación y se quedó mirándome.

-¿Me ha llamado, señor?

No me contestó.

-¿Qué desea el señor?

Siguió callado.

-¡Ah, sí! Vamos a jugar –dijo, finalmente.

Jugamos y él ganó la partida.

-¿Qué? ¿He aprendido a jugar? –me preguntó.

-Sí.

-Muy bien.  Vete a ver ahora si está el coche.

Al decir esto, empezó a recorrer la habitación.

Sin pensar en nada, salí a la escalinata.  El coche no estaba.

Mientras volvía oí un ruido, como si alguien hubiese dado un golpe con un taco.  Entré en la sala de billar y noté en seguida que olía de un modo extrañó.

Vi a Nejliudov en el suelo cubierto de sangre, con una pistola a su lado.  Me asusté tanto, que no pude decir una palabra.

Nejliudov encogió convulsivamente una pierna y se estiró.  Después de emitir un ronquido, quedó rígido.

Sólo Dios sabe por qué habría cometido ese pecado con el que condenó su alma.  No dejó más que ese papel, pero así y todo no lo entiendo.

¡Hay que ver lo que hacen los señores! –Con decir que son señores, está todo dicho.

 

 

“Dios me ha dado todo lo que puede desea un hombre; riqueza, nombre, inteligencia y nobles aspiraciones.  He querido gozar y he pisoteado y hundido en el fango todo lo bueno que había en mí.

“No estoy deshonrado, no soy desgraciado ni he cometido ningún crimen; pero he hecho algo peor: he matado mis sentimientos, mi inteligencia y mi juventud.

“Estoy envuelto en una red sucia de la que no me puedo liberar y a la que tampoco puedo acostumbrarme.   Incesantemente caigo más bajo; me doy cuenta de mi caída, pero no me puedo detener.  Me sería menos penoso haberme deshonrado, ser desgraciado o criminal: en este caso habría una grandeza consoladora, sombría, en mi desesperación.  Si me hubiese deshonrado, habría podido elevarme por encima de la idea que tiene del honor nuestra sociedad, y despreciarla.  Si fuera desgraciado, habría podido quejarme.  Si hubiese cometido un crimen, habría podido redimirme por medio del arrepentimiento o del castigo.  Pero no soy sino un hombre vil, bajo, lo sé y, sin embargo, no puedo levantarme.

“¿Qué es lo que ha causado mi perdición?  ¿He tenido alguna gran pasión que puede disculparme?  No.

“Los naipes, el champaña, el billar, la tiza, los billetes de Banco, los cigarrillos, las mujeres galantes… ¡Esos son mis recuerdos!

“Un terrible momento de extravío, de bajeza, que nunca olvidaré, me obligó a recobrarme.  Me horroricé al darme cuenta del inmenso abismo que me separaba de lo que quería y hubiera podido ser.  En mi imaginación surgieron las esperanzas, los sueños y las reflexiones de mi adolescencia.

“¿Dónde están aquellos pensamientos puros acerca de la vida, de la eternidad y de Dios, que llenaban mi alma con tanta fuerza y tanta claridad?  ¿Dónde está aquella fuerza indefinida del amor, que reconfortaba mi corazón?  ¿Dónde está interés por todo lo bello, el amor hacia los míos, al prójimo, al trabajo, a la gloria?  ¿Dónde está la idea del deber?

“Cuando me ofendieron, reté a duelo pensando que satisfacía por completo las exigencias de la dignidad.  Necesitaba dinero para saciar mis vicios y mi ambición…  Arruiné a miles de familias que Dios me había confiado; y lo hice sin avergonzarme, yo, que entendía tan bien estas sagradas obligaciones.  Un hombre sin honor me dijo que yo no tenía conciencia, que era capaz de robar; y seguí siendo amigo suyo porque me aseguró él, que era un hombre sin honor, que no había querido ofenderme.  Me dijeron que era ridículo llevar una vida casta; y, sin lamentarlo entregué la flor de mi alma, la inocencia, a una mujer galante.  Pero no lamento ninguna cualidad parecida de mi alma tanto como el amor, para el que tenía tanta capacidad.  ¡Dios mío!  ¿Habrá amado algún hombre como amé yo antes de haber conocido a ninguna mujer?

“¡Qué bueno y qué feliz hubiera podido ser de haber seguido el camino que al entrar en la vida descubrieron mi joven inteligencia y el verdadero sentimiento, el sentimiento pueril!  Más de una vez traté de salir de las sucias rodadas por las que avanzaba mi vida, para volver a aquel sendero radiante.  Me decía: “Pondré en ello toda mi voluntad.”  Pero no logré hacerlo.  Cuando estaba solo, me sentía molesto y asustado de mí mismo.  En presencia de los demás, involuntariamente olvidaba mis convicciones, ya que no oía aquella voz interior y volvía a caer.

“Finalmente llegué a la terrible convicción de que no podría levantarme, dejé de pensar y sentí deseos de olvidarlo todo; pero un arrepentimiento sin esperanza me inquietaba cada vez más.  Entonces me acudió por primera vez la idea del suicidio, terrible para los demás, pero consoladora para mí.

“También en este aspecto era un hombre vil y bajo.  Sólo el incidente de la víspera con el húsar me infundió el valor suficiente para llevar a cabo mi decisión.  No queda en mí ningún rasgo noble…  Tan sólo la vanidad; por ella cometo el único loable de mi vida.

“Antes creía que la proximidad de la muerte elevaría mi alma.  Me equivocaba.  Dentro de un cuarto de hora no existiré, y, sin embargo, mis convicciones no han cambiado.  Veo, oigo y pienso igual; sigo con la misma extraña inconsecuencia, la misma inestabilidad y la misma ligereza de ideas, tan contraria a aquella unidad y evidencia que, Dios sabe por qué, le está permitido imaginarse al hombre.  La idea de lo que sucederá en el más allá y cuáles han de ser mañana los comentarios acerca de mi muerte en casa de mi tía Rtischeva acuden a mi mente con la misma fuerza.

“¡Qué incomprensible es el ser humano!”

 

 

Este libro ha sido digitalizado por la voluntaria Graciela Prado.