LEÓN NIKOLAIEVICH TOLSTOI

 

 

 

 

“EL DEGRADADO”

(Recuerdos del Cáucaso) 

 

 

CAPÍTULO I

 

 

Estábamos en campaña.  Las operaciones tocaban a su fin, los soldados estaban terminando de abrir un sendero en el bosque y esperábamos de un día para otro la orden del cuartel general de retirarnos a la fortaleza.  Nuestro  grupo de cañones de la batería estaba emplazado en la pendiente empinada de una cordillera que descendía hasta el rápido riachuelo Mecha, para disparar en dirección a la llanura que se extendía ante nosotros.  En los momentos de calma, aparecían de cuando en cuando en esa pintoresca llanura, principalmente antes del anochecer, grupos de jinetes montañeses no hostiles, que salían por la curiosidad de ver el campamento ruso.  Hacía un atardecer claro, sereno y fresco, como suelen ser los atardeceres de diciembre en el Cáucaso; el sol se ponía a la izquierda, tras de la cadena de montañas, y arrojaba sus rosados rayos sobre las tiendas de campaña diseminadas por el monte, sobre el grupo de soldados que se movían y sobre nuestros dos cañones que, pesados e inmóviles, se hallaban a dos pasos de nosotros.

El piquete de infantería emplazado en la colina de la izquierda se destacaba claramente en la diáfana luz del poniente, con los fusiles en pabellón, la figura del centinela, los grupos de soldados y el humo de la hoguera.  A derecha e izquierda de un cerro, sobre la tierra negra apisonada, blanqueaban las tiendas de campaña y, tras de éstas, negreaban los troncos despojados del bosque, en el que se oían sin cesar los hachazos, el crepitar de las hogueras y el ruido de los árboles talados que se desplomaban.  De todas partes elevábanse columnas de humo azulado hacia el cielo azul pálido invernal.

Ante las tiendas de campaña y junto al arroyo pasaban los cosacos, dragones y artilleros, que regresaban de abrevar a sus caballos, los cuales piafaban y relinchaban.  Empezaba a helar; cualquier sonido se percibía con gran claridad y podían distinguirse los objetos a lo lejos, en la llanura, a través del aire puro y diáfano.

Grupos de enemigos, que ya no despertaban la curiosidad de los soldados, pasaban tranquilamente de un lado a otro por el rastrojo amarillo claro de los campos de maíz; aquí y acullá se veían, tras de los árboles, las altas vallas de los cementerios y el humo que se elevaba por encima de las aldeas.

Nuestra tienda estaba situada cerca de los cañones, en un lugar alto y seco, desde el cual se abarcaba una gran extensión.  En una explanada, junto a la tienda y al pie de la batería, habíamos instalado un juego de bolos.  Los serviciales soldados nos habían traído bancos de mimbre y una mesita.  Debido a estas comodidades, a nuestros compañeros, los oficiales de artillería, y algunos de infantería, les gustaba reunirse por las noches en nuestra batería, que llamaban el club.

Hacía una noche muy agradable, habían venido los mejores jugadores y jugábamos a los bolos.  El teniente O***, el alférez D*** y yo perdimos por turno dos partidos y, con gran alegría y regocijo de los espectadores –oficiales, soldados y asistentes que nos miraban desde sus tiendas- llevábamos dos veces a los vencedores montados sobre nuestras espaldas de un extremo a otro de la explanada.  Resultó especialmente divertida la posición del corpulento capitán Sh***, que sofocándose, sonriendo bondadosamente y arrastrando los pies por el suelo, pasó montado sobre el pequeño y endeble teniente O***.  Era tarde ya; los asistentes trajeron tres vasos de té sin platillos para los seis y, al terminar el juego, nos acercamos a los bancos.  Junto a éstos se hallaba un desconocido: era un hombrecillo de mediana estatura y de piernas torcidas.  Llevaba pelliza y gorro de piel blanca de cordero.  Mientras nos acercábamos, se quitó y se puso varias veces el gorro con gesto indeciso y varias veces hizo ademán de dirigirse a nosotros.  Finalmente, decidiendo al parecer que ya no era posible seguir inadvertido, se descubrió y, pasando a nuestro lado, se acercó al segundo capital Sh***.

-¡Ah Guskantini! ¿Qué hay, padrecito? –le dijo Sh***, que aún seguía sonriendo bondadosamente, por haber montado a hombros del teniente O***.

Guskantini, como se llamaba Sh***, se cubrió e hizo ademán de meter las manos en los bolsillos de su pelliza, pero por el lado que yo veía no había bolsillo y su pequeña mano colorada quedó en una posición torpe.  Quise saber quién era aquel hombre (¿Un junker o un degradado?); y, sin darme cuenta de que mi mirada (la mirada de un oficial desconocido) lo turbaba, examiné atentamente su traje y su aspecto.  Representaba unos treinta años.  Sus redondos ojillos grises asomaban, adormilados y al mismo tiempo inquietos, por debajo del gorro blanco y sucio que le caía por la frente.  La nariz, gruesa e irregular, entre las mejillas, revelaba una delgadez enfermiza, inverosímil.  Los labios, apenas cubiertos por un rubio bigote ralo y suave, se movían incesantemente como tratando de adoptar tal o cual expresión.  Pero, sin llegar a precisar ninguna, su rostro reflejaba principalmente miedo y apuro.  Una bufanda de lana verde cubría su delgado cuello surcado de venas y se ocultaba por debajo de la pelliza, corta y raída, con cuello de piel de conejo y con bolsillos interiores.  Llevaba pantalones a cuadros de color ceniza y botas de caña corta, como las que llevan los soldados.

-No se moleste, por favor –le dije, cuando, al mirarme tímidamente, volvió a descubrirse.

Me hizo una inclinación de cabeza con expresión agradecida, se puso el gorro, y sacando de un bolsillo la sucia bolsita del tabaco, de percal y con cordón, empezó a liar un cigarrillo.

Hacía poco que yo había sido junker, un junker mayor, sin fortuna, incapaz ya de mostrarse amable y servicial con los compañeros más jóvenes; por eso, conociendo muy bien todo el peso moral que esto supone para un hombre que ya no es joven y tiene amor propio, compadecía a los que se hallaban en tal situación y trataba de explicarme su manera de ser, así como sus capacidades intelectuales, para poder juzgar el grado de sus sufrimientos morales.  Este junker u oficial degradado me pareció, por su mirada inquieta y por el premeditado cambio de expresión que observé en su rostro, un hombre inteligente, de extremado amor propio y, por tanto, muy digno de compasión.

El segundo capitán Sh*** nos propuso que jugáramos otra partida de bolos con objeto de que el bando que perdiera, además de llevar a hombros a los vencedores, pagara unas cuantas botellas de vino tinto, ron, azúcar, canela y clavo para preparar el glintvein (vino caliente con especias), que aquel invierno, debido al frío, se había puesto de moda en nuestro destacamento.  Invitamos también a Guskantini, como lo volvió a llamar Sh***; pero antes de empezar el juego, aquél, luchando sin duda entre esta invitación y una especie de miedo, se llevó aparte al capitán y le cuchicheó algo.  Dándole una palmada en el vientre con su gruesa manaza, el bondadoso capitán le contestó, en voz alta:

-¡No importa, padrecito! Seré su fiador.

Cuando terminó la partida, ganando el bando en el que se encontraba el degradado, y tuvo que montar a hombros de uno de nuestros oficiales, del alférez D***, éste enrojeció y, retirándose hacia los bancos, le ofreció cigarrillos en sustitución del paseo.  Mientras preparaban el glintvein, y en la tienda de los asistentes Nikita se afanaba tirando tan pronto de un extremo como de otro de los bajos de la lona y daba órdenes para que trajeran canela y clavo, nos instalamos todos en los bancos y, bebiendo por turno de los tres vasos, contemplamos la llanura donde empezaba a oscurecer, y riéndonos comentamos la partida.  El desconocido de la pelliza no intervino en la conversación, se negó rotundamente a tomar el té que yo le ofrecí varias veces y, sentado en el suelo al estilo tártaro, liaba  uno tras otro cigarrillos de tabaco menudo, sin duda no tanto por el placer que le suponía, como por aparentar que se ocupaba en algo.  Cuando se habló de que se esperaba para el día siguiente la orden de retirarse, y tal vez un combate, el desconocido se puso de rodillas y, dirigiéndose sólo al segundo capitán, le dijo que acababa de estar en la tienda del ayudante donde había escrito en persona la orden de retirarse al día siguiente.  Todos callamos mientras habló y, a pesar de su evidente azoramiento, le obligamos a repetir aquella noticia, interesantísima para nosotros.  Repitió lo que había dicho y añadió que se hallaba en la tienda del ayudante, donde vivía, cuando trajeron la orden.

-Si no miente usted, padrecito, debo ir a dar unas órdenes a mi regimiento para mañana –dijo el segundo capitán Sh***

-No…  ¿Por qué?... ¿Cómo podría?  Digo la verdad… -balbució el degradado, pero de pronto calló y, para mostrarse ofendido, frunció el ceño con gesto afectado, y se dispuso a liar otro cigarrillo.

Como ya no le quedaba suficiente tabaco en la bolsita, pidió al capitán Sh*** que le prestara un cigarrillo.  Continuamos durante un buen rato esa monótona charla de militares que conoce cualquiera que haya estado en la guerra.  Siempre con las mismas expresiones, nos quejábamos del aburrimiento y de la duración de la campaña; juzgábamos siempre del mismo modo a la superioridad y, lo mismo que siempre, alabábamos a tal compañero, compadecíamos a tal otro y nos sorprendíamos de lo que había ganado uno o de lo que había perdido otro, etcétera.

-¡Vaya, señores, nuestro ayudante está de capa caída! –exclamó el segundo capitán Sh***-.  En el cuartel siempre ganaba; jugase con quien jugase, siempre era él quien se embolsaba la ganancia; y ahora ya va para dos meses que no hace más que perder.  No ha tenido suerte con este destacamento.  Me figuro que habrá perdido unos mil rublos y otros quinientos en objetos: una alfombra que la había ganado a Mujan, las pistolas de Nikitin y un reloj de oro que le había regalado Vorontsov.

-Le está bien empleado –comentó el teniente O***-.  Engañaba a todos; era imposible jugar con él.

-Engañaba a los demás y ahora se ha hundido él –y al decir esto el capitán Sh*** se echó a reír, bondadosamente-.  Guskov vive con él y poco ha faltado para que se lo jugara también.  ¿Es cierto, padrecito? –añadió, dirigiéndose a Guskov.

Este se echó a reír.  Tenía una risa lastimosa y enfermiza.  Al observar este cambio me pareció que lo conocía, que lo había visto anteriormente: tampoco me era conocido su apellido; pero no pude recordar dónde ni cuándo lo había visto.

-Sí, Paviel Dimitrievich ha tenido muy mala suerte en esta campaña –dijo Guskov, llevándose y volviéndolas a bajar sin llegar a tocárselo-.  Ha tenido la veine du malheur (mala racha) –añadió en francés, haciendo un esfuerzo, aunque pronunciaba bien.  En aquel momento creí de nuevo haberlo visto ya otras veces y hasta a menudo-.  Conozco bien a Paviel Dimitrievich, me lo confía todo –prosiguió-.  Somos antiguos conocidos, es decir, me quiere –agregó, asustándose, al parecer, de haber afirmado categóricamente que era antiguo conocido del ayudante-.  Paviel Dimitrievich juega admirablemente; es extraño lo que le ha ocurrido ahora; está como extraviado; la chance a tourné (ha cambiado la suerte) –concluyó, dirigiéndose principalmente a mí.

Al principio todos escuchamos a Guskov con cierta atención condescendiente; pero en cuanto dijo esta segunda frase en francés, dejamos de hacerle caso.

-He jugado con él miles de veces; y confieso que es extraño –dijo el teniente O***, pronunciando con entonación especial la palabra extraño-.  Es muy extraño: nunca le he ganado un solo copeck.  ¿Por qué gano al jugar con los demás?

-Paviel Dimitrievich juega admirablemente; lo conozco desde hace mucho tiempo –dije.

En efecto, conocía al ayudante de hace varios años; más de una vez lo había visto jugando cantidades demasiado grandes, dadas las posibilidades de los oficiales; y me maravillaba su hermosa fisonomía, algo taciturna, siempre inalterable y serena, su pronunciación lenta de ucraniano, los bellos objetos y los caballos que poseía, su gallardía y, sobre todo, el que supiera llevar el juego con tanto dominio y tanta precisión.  Reconozco que, más de una vez, al contemplar sus blancas manos regordetas y la sortija con brillante que llevaba en el dedo índice, me irritaba contra esa sortija, contra esas manos blancas, que me mataban carta tras carta, y contra la persona del ayudante; y me acudían malos pensamientos.  Pero después, al reflexionar fríamente, me persuadía de que sólo se trataba de un jugador más inteligente que otros con los que me había tocado en suerte jugar.  Tanto más, cuanto que al oír sus juicios sobre el juego resultaba claro que ganaba sólo por ser más inteligente y tener un carácter más firme que nosotros.  Y ahora, este jugador tan comedido había perdido, no sólo todo el dinero que poseía, sino hasta sus cosas, lo que significaba una pérdida de sumo grado para un oficial.

-Tiene una condenada suerte siempre que juega conmigo –continuó el teniente O***-.  Me he dado palabra de no volver a jugar con él.

-¡Qué gracia tiene usted, padrecito! –exclamó Sh***, haciéndome un guiño y dirigiéndose al teniente O***-.  Ha perdido jugando con él unos trescientos rublos, ¿no es eso?

-Más –replicó el enojado teniente.

-Y ahora es cuando se ha dado cuenta; pero ya es tarde, padrecito.  Desde hace mucho, todos saben que es el tramposo del regimiento –continuó el capitán, sin poder contener la risa y muy satisfecho de su salida-.  Guskov es testigo; hasta le dispone las cartas. Por eso son amigos, padrecito… -y se echó a reír con expresión bondadosa, temblándole todo el cuerpo, de manera que derramó la copa de glintvein que tenía en la mano.

El amarillento y enjuto rostro de Guskov se cubrió de ligero rubro; varias veces abrió la boca, se llevó las manos al bigote y las bajó al lugar donde debían estar los bolsillos, se incorporó, se volvió a sentar; y, finalmente, dijo con una voz alterada, que no parecía la suya:

-Nikolai Ivanovich, no se trata de una broma; dice usted unas cosas delante de personas que no me conocen y me ven con esa pelliza… porque…

Le falló la voz, y de nuevo sus pequeñas manos coloradas de uñas sucias se movieron desde la pelliza a su rostro; tan pronto se tocaba el bigote, el cabello o la nariz, como se frotaba un ojo o se rascaba una mejilla sin necesidad alguna.

-¡Qué quiere usted!  Todo el mundo lo sabe –prosiguió Sh***, muy satisfecho de su broma y sin reparar siguiera en la alteración de Guskov.

Este volvió a mascullar algo y, apoyando el codo derecho en la rodilla izquierda, se quedó en esa postura tan poco natural, mirando a Sh*** y fingiendo sonreír despectivamente.

“No sólo lo he visto, sino que hasta he hablado con él”, pensé al ver esa sonrisa.

-Creo que me he encontrado con usted en algún sitio –le dije cuando, debido al silencio general, empezó a apaciguarse la risa de Sh***.

El expresivo rostro de Guskov se iluminó y sus ojos se fijaron por primera en mí, con expresión alegre y sincera.

-¡Claro!  Yo le he reconocido en seguida –replicó en francés-.  En el año cuarenta y ocho he tenido el gusto de verle a menudo en Moscú, en casa de mi hermana, la Ivashina.

Me excusé; no lo había reconocido en seguida por su nuevo indumento.  Guskov se levantó, se acercó, y, después de estrecharme la mano de manera débil e indecisa con la suya húmeda, se sentó junto a mí.  En lugar de mirarme a mí, a quien tanto le alegraba ver, se  volvió hacia los oficiales, con cierta desagradable expresión de vanidad.  No sé si fue debido a que reconocí en él al hombre que había visto hacía unos años vistiendo frac en un salón o porque ante este recuerdo Guskov se elevó en la opinión que tenía de sí mismo; pero en el caso es que su semblante y hasta sus gestos cambiaron por completo; en aquel momento, reflejaba inteligencia, suficiencia pueril por considerarse inteligente y cierta indolencia despectiva.  Reconozco que, a pesar de la situación lastimosa en que se encontraba, mi antiguo conocido no despertó en mí la compasión, sino un sentimiento ligeramente hostil.

Recordé nuestro primer encuentro.  En al año 48, durante mi estancia en Moscú, frecuentaba a mi antiguo amigo Ivashin, con el que me había educado.  Su esposa era lo que suele llamarse una buena ama de casa, una mujer muy amable; pero nunca me había gustado…  Aquel invierno en que la conocí, a menudo solía hablar con orgullo mal disimulado de su hermano, que había acabado recientemente sus estudios y era, al parecer, uno de los jóvenes más cultos y más apreciados en la buena sociedad petersburguesa.  Como yo conocía de oídas al padre de los Guskov, un hombre muy rico, que ocupaba un importante cargo, y como conocía las inclinaciones de la Ivahina, acogí a Guskov con prevención.  Una noche me encontré en casa de Ivashin con un joven de mediana estatura y aspecto agradable, que llevaba frac, chaleco y corbata blancos, a quien el dueño de la casa se olvidó de presentarme.  El joven, que por lo visto se disponía a ir a un baile, se hallaba en pie junto al dueño de la casa, con el sombrero en la mano, discutiendo acaloradamente acerca de un conocido común nuestro que se había distinguido por aquella época en la campaña húngara.  Guskov decía que ese joven no era ningún héroe, ni siquiera un hombre nacido para la guerra, como decían, sino sencillamente culto y capacitado.  Recuerdo que tomé parte en la discusión, llevándole la contraria a Guskov y llegué a arrebatarme hasta el punto de querer demostrarle que la inteligencia y la cultura están siempre en razón inversa con la valentía.  De un modo hábil y agradable, Guskov trató de persuadirme de que el valor es una consecuencia inevitable de la inteligencia y de cierto grado de desarrollo, en lo que yo no podía por menos de estar de acuerdo en mi fuero interno, al considerarme inteligente y culto.  Hacia el final de nuestra conversación, la Ivashina me presentó a su hermano, el cual, sonriendo, con expresión condescendiente, me tendió su pequeña mano, que aún no había calzado con el guante de gamuza y, lo mismo que ahora, estrechó la mía débilmente y con indecisión.  Aunque estaba mal predispuesto contra Guskov, no pude por menos de ser justo y reconocer que su hermana tenía razón al decir que era un joven agradable e inteligente.  Era extremadamente pulcro, vestía elegantemente y sus modales resultaban sencillos y revelaban seguridad en sí mismo.  Su aspecto era muy joven, casi infantil; por eso se le perdonaba sin querer su expresión de suficiencia y su deseo de mostrarse superior ante los demás, lo que constantemente reflejaba a su rostro y, sobre todo, su sonrisa.  Se decía que aquel invierno había tenido muchos éxitos entre las damas de Moscú.  Viéndolo en casa de su hermana, tan sólo por esa constante expresión de superioridad y suficiencia, y por los relatos a veces inmodestos que solía hacer, puede deducir hasta qué punto era verdad. Me encontré con él unas seis veces y hablamos mucho o, mejor dicho, era él quien hablaba.  Casi siempre conversaba en francés, expresándose muy bien, armoniosa y gráficamente, y sabía interrumpir a los demás con mucha cortesía.  En general, me trató como trataba a todos, con bastante altivez, y yo, cosa que me ocurre siempre con los que están convencidos de que deben hacerlo así y a los que conozco poco, pensé que Guskov tenía toda la razón.

Cuando se sentó junto a mí y me tendió la mano, noté en él su antigua expresión altiva, y me pareció que se aprovechaba, no del todo honradamente, de su situación inferior ante un oficial cuando me preguntó con tanta indolencia qué había hecho durante este tiempo y cómo había ido a parar allí.  Aunque le contestaba en ruso, Guskov iniciaba siempre la conversación en francés, aunque no se expresaba tan bien como antes.

Entre otras cosas, me dijo que después de su nefasta y estúpida aventura (ignoraba en qué consistía y él no me la relató), había estado arrestado durante tres meses; y luego le destinaron al Cáucaso, al regimiento de N***, donde llevaba tres años sirviendo como soldado.

-No me imagina usted –me dijo en francés- lo que he tenido que sufrir en estos regimientos, por el trato de los oficiales.  Afortunadamente para mí, conocía de antes al ayudante del que acabamos de hablar: desde luego, es una buena persona –observó con expresión condescendiente-; vivo en su casa y eso constituye para mí un pequeño alivio.  Oui, mon cher, les tours se suivent, mais ne se ressemblent pas (Sí, querido.  Los días se suceden, pero no se parecen unos a otros) –añadió. Pero de pronto se levantó, ruborizándose al advertir que se acercaba a nosotros el ayudante al que habíamos aludido-.  ¡Qué alegría supone encontrar una persona como usted!  Tendría deseos de hablarle mucho, mucho –susurró, alejándose.

Le contesté que me sería muy grato; pero en realidad confieso que Guskov despertaba en mí un penoso y desagradable sentimiento de compasión.

Presentía que me sería violento hablar con él a solas; pero deseaba enterarme de muchas cosas y, sobre todo, por qué se hallaba Guskov en la pobreza, como se notaba por su indumentaria y su actitud, habiendo sido su padre tan rico.

El ayudante nos saludó a todos, excluyendo a Guskov, y se sentó a mi lado en el sitio que éste había ocupado antes.  Paviel Dimitrievich, ese jugador siempre sereno, pausado,  de carácter firme y que poseía dinero, era en este momento un hombre completamente distinto al que conocí en su época afortunada; parecía tener prisa, examinaba a todos los presentes sin cesar y, antes que pasaran cinco minutos, él, que últimamente se negaba a jugar, propuso al teniente O*** organizar una partida.  Este se negó bajo el pretexto de que tenía que hacer algo; en realidad, era porque sabía que a Paviel Dimitrievich le quedaban pocas cosas y poco dinero, y consideraba insensato arriesgar sus trescientos rublos contra cien o tal vez menos, que hubiera podido ganar.

-Paviel Dimitrievich, se dice que mañana salimos.  ¿Es cierto? –preguntó el teniente, que, sin duda deseaba librarse de un segundo ruego.

-No lo sé –replicó Paviel Dimitrievich-.  Sólo ha llegado la orden de que estemos preparados.  Ande, vamos a jugar una partidita; pongo en prenda mi caballo.

-No, hoy no…

-Y si no quiere, jugamos a dinero ¿eh?

-Es que yo…  Aceptaría de buena gana, desde luego, pero tal vez mañana empiecen las operaciones; hay que descansar –dijo el teniente O***.

El ayudante se levantó y, poniendo las manos en los bolsillos, empezó a recorrer la explanada.  Su rostro adoptó su habitual expresión de frialdad y cierta altivez que me gusta en él.

-¿Quiere una copita de glintvein? –pregunté.

-Bueno –repondió, dirigiéndose a mí; pero Guskov cogió apresuradamente la copa de mis manos y se la tendió al ayudante, procurando mi mirarle.  Sin reparar en la cuerda que sostenía la lona de la tienda, tropezó y, soltando la copa, cayó sobre las manos.

-¡Diablos! –exclamó el ayudante, que ya había tendido la mano para coger la copa.

Todos se echaron a reír; sin excluir a Guskov, el cual se frotó una de sus delgadas rodillas, que se había golpeado al caer.

-Me ha servido como el oso al ermitaño –continuó el ayudante-.  Así lo hace todos los días.  Ha arrancado todas las estacas de la tienda; no hace más que tropezar.

Guskov, sin escuchar al ayudante, se excusó ante nosotros y me miró con una triste sonrisa casi imperceptible, con la que parecía decir que yo era el único que lo entendía.  Tenía un aspecto lastimoso; pero el ayudante que lo protegía estaba irritado contra él y no quería dejarlo en paz.

-¡Qué hábil es este muchacho!  Es increíble.

-Es imposible no enredarse con estas estacas, Paviel Dimitrievich –dijo Guskov-.  Usted mismo tropezó anteayer.

.Padrecito: no soy un subalterno.  A mí no se me exige habilidad.

-El puede arrastrar los pies; en cambio, un subalterno debe dar saltitos…. –arguyó el segundo capitán Sh***.

-¡Qué bromas tan absurdas! –dijo Guskov, casi en un susurro y bajando la vista.

Sin duda, el ayudante estaba mal predispuesto hacia Guskov, cuyas palabras escuchaba con avidez.

-De nuevo tenemos que mandarle a llevar el “secreto” –dijo, dirigiéndose al capitán Sh*** y haciendo un guiño que aludía al degradado.

-Otra vez habrá lágrimas –replicó Sh***, riéndose.

Guskov no me miraba, y fingía sacar tabaco de la bolsita que, desde hacía rato, estaba vacía.

-Prepárese para llevar el “secreto”, padrecito –dijo Sh*** sin dejar de reír-.  Los exploradores han comunicado hoy que esta noche atacarán nuestro campamento; por tanto, hay que destinar a muchachos de nuestra confianza.

Guskov sonrió indeciso, como si fuese a decir algo; y varias veces miró a Sh*** con expresión suplicante.

-¿Y qué?  He ido otras veces, e iré también ahora si me lo ordenan –balbució.

-Se lo ordenarán.

-Pues iré.  ¿Qué tiene eso de particular?

-Sí, hará lo mismo que en Argun, donde arrojó el fusil y echó a correr –dijo el ayudante; y, volviéndose, nos transmitió la orden para el día siguiente.

En efecto, se esperaba el ataque del enemigo aquella noche y una batalla para el día siguiente.  Después de charlar un rato de diversas cosas, el ayudante le propuso al teniente O*** jugar una partidita, como si se acordase de ello en aquel momento por casualidad.  Este accedió inesperadamente y ambos, acompañados del capitán Sh*** y del alférez, se dirigieron a la tienda de Paviel Dimitrievich, el cual tenía una mesita verde plegable y cartas.  El capitán, que era comandante de nuestra sección, se fue a dormir a la tienda, los demás se retiraron también y yo me quedé con Guskov.  No me había equivocado: en efecto, me sentía molesto a solas con él.  Involuntariamente, me levanté y me puse a pasear de arriba abajo.  Guskov se puso a mi lado, en silencio; y se volvía a la vez que yo, apresurado e inquieto, para no quedarse rezagado o para no adelantarse.

-¿No le molesto? –me preguntó con voz tímida y triste.

Hasta donde pude examinar su rostro en la oscuridad, me pareció profundamente pensativo y apenado.

-En absoluto –contesté, pero como él no iniciaba la conversación y yo no sabía qué decirle, estuvimos andando en silencio durante bastante rato.

El crepúsculo había dado paso desde hacía rato a la oscuridad de la noche; por encima de la silueta negra de las montañas lucía la radiante luna.  En el cielo invernal azul pálido brillaban pequeños luceros.  Por doquier se veía el resplandor rojo de las hogueras humeantes y cerca de nosotros se divisaban las tiendas grises y negreaba sombrío el terraplén donde estaba emplazada nuestra batería.  La hoguera más cercana, junto a la que se calentaban nuestros asistentes hablando en voz baja, iluminaba de cuando en cuando el cobre de nuestros pesados cañones y la figura del centinela, que, con el capote echado por los hombros, paseaba acompasadamente a lo largo del terraplén.

-No se puede figurar la alegría que me proporciona hablar con una persona como usted –me dijo Guskov, aunque todavía no había hablado nada conmigo-.  Eso sólo lo puede comprender un hombre que haya estado en mi situación.

No supe qué contestarse y de nuevo permanecimos callados, a pesar de que era evidente que Guskov deseaba desahogarse conmigo, y yo escuchar lo que me dijera.

-¿Por qué le han…? ¿Por qué le ha pasado eso? –pregunté, al fin, sin que se me ocurriera nada mejor para entablar la charla.

-¿No ha oído usted hablar de mi nefasta aventura con Metenin?

-Sí; creo que se trata de un duelo.  He oído algo –contesté-.  Es que hace mucho que estoy en el Cáucaso.

-No, no fue un duelo, sino un incidente terrible y estúpido.  Se lo contaré todo, ya que no lo sabe.  Sucedió el mismo año que nos conocimos en casa de mi hermana; entonces yo residía en San Petersburgo.  Debo decirle que en aquella época disfrutaba de lo que se suele llamar une position dans le monde (una posición social), y si no era brillante, al menos, bastante ventajosa.  Mon père me donnait dix mille roubles par an (mi padre me daba diez mil rublos anuales).  En el año 49 me ofrecieron un  puesto en nuestra embajada en Turín; un tío mío por línea de mi madre podía hacer mucho por mí y siempre estaba dispuesto a ello.  Ahora puedo decirlo, puesto que se trata del pasado.  J’étais reçu dans la meilleure société de Petersbourg, je pouvais prétendre (era recibido en la mejor sociedad de San Petersburgo y podía aspirar) al mejor partido. Estudié como se estudia en nuestros colegios, de manera que no tenía una cultura especial; cierto es que después leí mucho; mais j’avais surtout ce jargon du monde (pero empleaba, sobre todo, la jerga de la gente elegante) ¿sabe?  Pero, sea como fuere, me consideraban, no sé por qué, como a uno de los primeros jóvenes de San Petersburgo.  Lo que me elevó aún más en esta opinión general fue cette liaison avec Mme D***, de la que se hablaba mucho en San Petersburgo; más yo era muy joven en aquella época y no apreciaba estas ventajas.  Sencillamente, era joven y tonto: ¿qué más quiere usted?  Por aquel entonces, Metenin era célebre en San Petersburgo… -y Guskov continuó relatándome de este modo la historia de su desdicha, que omitiré, por no ofrecer ningún interés-.  Durante dos meses estuve detenido, completamente solo.  ¡Qué no habré pensado en aquellos días! –prosiguió Guskov-.  Cuando acabó todo esto, me pareció que el vínculo con el pasado estaba definitivamente roto y me sentí aliviado.  Mon père… vous en avez entendu parler (mi padre, ya habrá usted oído hablar de él…), seguramente es un hombre de carácter de hierro y firmes convicciones, el m’a déshérité (me ha desheredado) y ha roto por completo  las relaciones conmigo.  Según sus ideas, era eso lo que debía hacer y yo no lo culpo: il a été conséquent (ha sido consecuente).  Por otra parte, tampoco he dado ningún paso para hacerle cambiar de decisión.  Mi hermana se hallaba en el extranjero; la única que me escribió cuando lo autorización fue Mme D***, ofreciéndome ayuda; pero, como comprenderá, me negué a aceptarla.  Así es que no disfruté de esas pequeñas cosas que suelen aliviar una situación así; no tenía libros, ropa ni alimentos.  Durante esa época, medité mucho y empecé a considerar las cosas desde otro punto de vista; por ejemplo, el bullicio y lo que se hablaba de mí en San Petersburgo no me interesaba ni me halagaba a en absoluto; todo eso me parecía ridículo.  Me daba cuenta de que yo mismo tenía la culpa, que era joven e imprudente, que había echado a perder mi carrera y sólo pensaba en la manera de rehabilitarme.  Comprendía que no me faltaban fuerzas ni energía para hacerlo.  Después de mi arresto, como ya le dije, me mandaron aquí, al Cáucaso, al regimiento de N***.  Yo pensaba –continuó animándose cada vez más- que aquí empezaría una nueva vida, que la vie de camp, las gentes sencillas y honradas con las que iba a tratar, la guerra y los peligros, todo esto vendría bien para  mi estado de espíritu.  On me verra au feu (se me verá en el fuego), me querrán, me respetarán no sólo por mi nombre…  Me concederán una cruz, me harán suboficial, me quitarán el castigo y volveré a San Petersburgo et, vous savez, avec ce prestige du malheur? (y, ya sabe, con el prestigio de la desventura).  Pero ¡quel désenchantement! (qué desengaño).  No puede usted hacerse idea de cómo me equivoqué… ¿conoce a los oficiales de nuestro regimiento?

Guskov calló durante un rato, esperando, según me pareció, que yo le dijera que era deplorable; pero no le contesté nada.  Me molestaba que Guskov, probablemente porque yo hablaba francés, suponía que debía despreciar a los oficiales del Cáucaso.  Después de mi prolongada permanencia allí, había podido apreciarlos y los respetaba mil veces más que a la sociedad a la que pertenecía el señor Guskov.  Quise decírselo; pero su situación me cohibía.

-Los oficiales del regimiento de N*** son mil veces peores que los de aquí –continuó Guskov-.  J’espère que c’est beaucoup dire (creo que es bastante decir), ¡no se puede usted imaginar cómo son!  No hablo de los junkers ni de los soldados. ¡Son de horror!  Al principio me acogieron bien, ésta es la pura verdad; pero luego, cuando se dieron cuenta de que yo  no podía por menos de despreciarlos, cuando vieron por esas minucias imperceptibles del trato que soy un hombre distinto, mucho más elevado que ellos, se irritaron contra mí y se vengaron por medio de una infinidad de pequeñas humillaciones.  Ce que j’ai eu à souffrir, vous ne vous faites pa une idèe (no puede usted imaginarse lo que he tenido que soportar).  Luego, esas relaciones que no tuve más remedio que sostener con los junkers y, sobre todo, avec les petits mohines que j’avais, jemanquais de tout (sobre todo con mis escasos medios, ya que carecía de todo); sólo disponía de lo que mandaba mi hermana.  Para que se haga usted una idea de lo que he sufrido, le diré que, con mi carácter, avec ma fierté, j’ai écrit à mon père (a pesar de mi orgullo, escribí a mi padre) suplicándole que, al menos me mandara algo.  Comprendo que después de llevar durante cinco años una vida así, puede uno volverse como el degradado Dromov que bebe en compañía de los soldados y no hace más que mandar notitas a los oficiales, rogándoles que le socorran con tres rublos y firmando “tout à vous, Dromov.”.  Era preciso tener un carácter como el mío para no haberse hundido por completo.

Guskov anduvo callado junto a mí durante un largo rato.

-Avez-vous un cigarrillo? –me preguntó.,  Bueno, ¿qué le estaba diciendo? ¡Ah, sí!  Aunque estaba mal, pasaba frío y hambre, vivía como un soldado, los oficiales no dejaban de tenerme cierto respeto.  Aún me quedaba una especie de pretige también para ellos.  No me mandaban hacer instrucción ni guardias.  No hubiera podido soportarlo.  Pero sufría mucho moralmente.  Y lo más grave es que no veía ninguna salida a esta situación.  Escribí a mi tío, suplicándole que pidiera mi traslado a este regimiento, pues, al menos, toma parte en las operaciones.  Pensaba que aquí, Paviel Dimitrievich, qui est le fils de l’intendat de mon père (es hijo del intendente de mi padre), podría serme útil.  Mi tío atendió mi ruego y me trasladaron.  Después de haber estado en el otro regimiento, éste me ha parecido la reunión de unos chambelanes.  Paviel Dimitrievich sabía quién era yo y me acogió admirablemente gracias a la petición de mi tío… Guskov, vous savez  Pero he notado que la gente sin educación ni cultura no puede estimar a un hombre ni mostrarle respeto si no posee una aureola de riqueza o de celebridad.  Cuando comprobó que yo era pobre, fue enfriándose poco a poco en su trato hacia mí, hasta que, finalmente, llegó a ser casi despectivo.  ¡Es horrible!  Pero es la purísima verdad.  He tomado parte en batallas, me he batido, on m’a vu au feu –continuó Guskov-.  ¿Cuándo acabará esto?  ¡Creo que nunca!  Y ya empiezan a agotarse mis fuerzas y mi energía.  Además, yo me había imaginado la guerre, la vie de camp; pero esto es muy distinto ahora que lo vivo, ahora que me veo con esa pelliza, sin lavarme y calzando botas de soldado, ahora que he de llevar el “secreto” y permanecer durante toda la noche echado en un barranco junto a un tal Antonov, al que han mandado al servicio por borracho, y sabiendo que a cada momento pueden disparar contra mí desde algún arbusto.  En este caso no se trata ya de ser valiente.  ¡Es horroroso!  C’est affreux, ca tue (es bochornoso, mata).

-Ahora le ascenderán a suboficial por esta campaña y, el año que viene, alférez –le dije.

-Sí, puede ser. Así lo han prometido, pero hay que esperar dos años y tampoco es seguro.  Si alguien supiera lo que suponen estos dos años… Imagínese lo que s vivir con Paviel Dimitrievich: juego de cartas, bromas groseras, juergas; y, si uno quiere desahogarse, nadie le comprende.  Todos se burlan y cuando hablan, no es para comunicarle una idea, sino para tratarlo a uno de bufón.  Todo esto es bajo, grosero y vil.  Además, se las arreglan para que uno sienta que es subalterno.  Por eso comprenderá el placer que supone hablar à coeur ouvert (con el corazón en la mano) con una persona como usted.

Yo no comprendía qué persona era yo y, por tanto, no sabía qué contestarle…

-¿Quiere tomar algo? –me preguntó en aquel momento Nikita, que se había acercado a mí en la oscuridad, descontento, según observé, de la presencia de Guskov-.  Sólo quedan unos vareniki (pastelillos cocidos rellenos de requesón o cerezas)  y algunas chuletas.

-¿Ha cenado el capitán?

-Hace mucho que está durmiendo –replicó Nikita, taciturno.

Cuando le ordené que nos sirviera la cena y un poco de vodka allí en la explanada, rezongó descontento y se fue a su tienda, donde volvió a refunfuñar.  No obstante, nos trajo una bandeja con una vela encendida y un papel puesto a modo de pantalla para protegerla del viento; una olla, un tarrito de mostaza, un vaso de metal con asa, una copa y una botella de vodka. Una vez que lo hubo dispuesto todo, Nikita permaneció junto a nosotros durante un ratito, mirando cómo bebíamos, lo que por lo visto le resultó muy desagradable.

A la luz mate de la vela, que se filtraba a través del papel, sólo se veía la bandeja de piel de foca, la cena dispuesta encima de ella, la pelliza, el rostro y las pequeñas manos coloradas de Guskov que cogían los vareniki de la olla.  En torno nuestro, todo estaba en tinieblas y se podía distinguir la batería, la negra figura del centinela, junto al parapeto, las llamas de las hogueras a los lados y, por encima de nosotros, las estrellas rojizas.  Guskov sonreía imperceptiblemente, triste y avergonzado, como si le fuera  violento mirarme a los ojos después de su confesión.  Tomó otra copa de vodka y comió con voracidad, rebañando la olla.

-Sea como sea, es un alivio para usted su conocimiento con el ayudante –le dije, por decir algo-.  Tiene fama de ser buena persona.

-Sí –me contestó el degradado-;  es buena persona, no se le puede pedir más, teniendo en cuenta su instrucción –pareció cubrirse de rubor de pronto-.  ¿Ha notado usted sus bromas?  Habrá usted observado el mal gusto de sus bromas cuando se refería al “secreto” –y a pesar de que yo procuré varias veces cambiar de tema, Guskov empezó a disculparse, diciéndome que no había huido al llevar el “secreto” y que no era cobarde como lo habían querido dar a entender el ayudante y el capitán Sh***-.  Como ya le he dicho –continuó mientras se limpiaba las manos en la pelliza- estos seres así no pueden mostrarse delicados hacia un hombre…, hacia un soldado que tiene poco dinero; eso está por encima de ellos.  Durante los últimos tiempos, como desde hace cinco meses no recibo nada de mi hermana, he notado que han cambiado mucho hacia mí.  Esta pelliza que me vendió un soldado y que no abriga, porque está muy usada (al decir esto me mostró los faldones sin forro), desgraciadamente no les inspira lástima ni respeto, sino desprecio, que no son capaces de disimular.  Por grande que sea mi necesidad, como lo es actualmente, que me veo obligado a comer el rancho de los soldados y no tengo qué ponerme –prosiguió Guskov con el ceño fruncido, mientras se escanciaba otra copa- no se le ocurrirá al ayudante ofrecerme dinero prestado, aunque sabe que se lo devolvería, sino que espera que yo se lo pida.  Ya puede comprender lo que esto supone para mí, tratándose de él precisamente.  Por ejemplo, a usted, le diría sin ambages… Usted está muy por encima de eso… Amigo mío: estoy sin un céntimo Y se lo digo sencillamente –añadió, mirándome de pronto a los ojos con expresión desesperada-, me encuentro en una situación terrible: ¿Puede usted prestarme diez rublos de plata?  Mi hermana tiene que mandarme dinero con el próximo correo y mi padre…

-¡Sí, con mucho gusto! –contesté cuando, por el contrario, me molestaba hacerlo, sobre todo porque la víspera había perdido jugando a las cartas y sólo me quedaban cinco rublos y pico que me guardaba Nikita-.  Ahora mismo –añadí, levantándome-; voy a traerlos de la tienda.

-No; déjelo, luego, no se moleste.

Sin hacerle caso, entré en la tienda, en la que estaba instalado mi lecho, y donde dormía el capitán.

-Alexey Ivanovich, préstame diez rublos, por favor, hasta que nos den la paga –dije, despertándole.

-¿Ha vuelto a perder? ¿No había decidido ayer mismo no jugar más? –preguntó el capitán entre sueños.

-No, no he jugado; pero los necesito.  Démelos, por favor.

-¡Makatiuk! –llamó el capitán a su asistente-.  Tráeme el cofre con el dinero.

-Más bajo, más bajo –rogué, al oír los acompasados pasos de Guskov al otro lado de la tienda.

-¿Por qué? ¿Por qué más bajo?

-Me los ha pedido ese degradado; está ahí.

-Si lo hubiera sabido, no se los daría –dijo el capitán-.  Ya he oído hablar de él; es el auténtico villano.

Sin embargo, el capitán me dio los diez rublos, mandó al ordenanza que guardara el cofre y, repitiendo; “Si lo hubiera sabido no se los daría”, ocultó la cabeza debajo de la manta.

-Recuerde que ahora me debe treinta y dos –me gritó.

Cuando salí, Guskov paseaba junto a los bancos.  Su pequeña figura de piernas torcidas, con el feo gorro de larga piel blanca, aparecía y se ocultaba en la oscuridad, según pasaba ante la vela.  Hizo como que no me veía.  Le entregué el dinero. Me dijo: merci; y arrugando el billetito, lo guardó en el bolsillo del pantalón.

-Supongo que el juego de Paviel Dimitrievich estará en su apogeo en este momento –dijo después.

-Sí, probablemente.

-Juega de un modo extraño: nunca se retira.  Eso está bien cuando uno va ganando, pero de otro modo se puede perder muchísimo.  Además lo ha demostrado.  En esta campaña, teniendo en cuenta los objetos, ha perdido más de mil quinientos rublos.  Durante el juego, su actitud solía ser tan serena que ese oficial de ustedes parece haber dudado de su honradez.

-Lo dice sólo…  Nikita, ¿no quedará un poco de hijir? (vino sin fermentar) –pregunté sintiéndome aliviado por la locuacidad de Guskov-.

Nikita volvió a refunfuñar, pero nos traje el chijir y de nuevo miró furibundo al degradado cuando éste hubo apurado su copa.  Observé en Guskov la desenvoltura de antaño.  Deseaba que se fuera cuanto antes y parecía que también él lo deseaba; pero le violentaba hacerlo inmediatamente después de haber conseguido el dinero.  Permanecí callado.

-¿Cómo se ha decidido usted, alegremente, a venir al Cáucaso, poseyendo medios y sin que le obligara a ello ninguna necesidad? –me preguntó.

Traté de explicarle este asunto mío, que tan extraño le parecía.

-Me figuro lo penoso que debe de ser también para usted tratar con esos oficiales sin conocimiento ni cultura.  Es imposible entenderse con ellos.  Aunque se pase uno aquí diez años no verá nada más que cartas y vino, ni oirá hablar más que de condecoraciones y de batallas.

Me resultaba desagradable que quisiera hacerme compartir a la fuerza su punto de vista; le aseguré con toda sinceridad que me gustaban mucho las cartas, el vino, las charlas acerca de las campañas y que no podía desear mejores compañeros que los que tenía; pero no quería creerme.

-¡Son cosas que dice usted! –prosiguió-. ¿Acaso no es una privación terrible la ausencia de mujeres, bueno, me refiero aux femmes comme il faut (mujeres como es debido).  No sé lo que daría por poder trasladarme a un salón, aunque no fuera más que para mirar por un momento a través de una rendija a una mujer bonita.

Calló durante un ratito y apuró otra copa de chijir.

-¡Oh Dios mío, Dios mío!  Tal vez nos encontremos algún día en San Petersburgo, tal vez vivamos alternando con gente bien, con mujeres… -bebió los restos de la botella; y al hacerlo, dijo-: ¡Oh, perdón!  Quizás quería usted beber, soy muy distrído.  Me parece que he bebido demasiado et je n’ai pas la tête forte (no tengo la cabeza muy firme).  En una época, viví en la calle Morskaia, au rez de chaussée (en el entresuelo).  Tenía un piso magnífico, muy bien amueblado.  Sabía arreglar las cosas de modo elegante sin que me costaran mucho.  Bien es verdad que mi padre me había dado porcelana, maravillosos objetos de plata.  Le matin je sortais (salía por la mañana) iba a hacer visitas, à cinq heures régulièrement (a las cinco, por lo común) comía con ella, a menudo estaba sola.  Il faut avouer que c’etait une femme ravissante (hay que reconocer que era una mujer encantadora).  ¿No la conoció usted?  ¿No la conoció?

-No.

-Era femenina en sumo grado, tan delicada… y ¡qué manera de amar!  ¡Señor!  Entonces no sabía apreciar esta dicha.  A veces, volvíamos del teatro y cenábamos los dos solos.  Nuca me aburría con ella toujours gaie, toujour aimante (siempre alegre, siempre cariñosa).  No me daba cuenta de que era una dicha poco frecuente.  Et j’ai fair soufrir et souvent (tengo mucho de qué reprocharme ante ella.  Le hice sufrir con frecuencia).  He sido cruel.  ¡Oh! ¡Qué tiempos tan maravillosos aquellos! ¿Se aburre usted?

-No, en absoluto.

-Entonces, le describiré nuestras veladas.  Solía entrar…, conocía la escalera con todos sus tiestos…, el picaporte, todo era tan agradable, tan familiar, luego, el vestíbulo, su habitación…  No; eso ya no volverá nunca más.  Aún ahora me escribe; quizás le enseñe a usted sus cartas.  Pero yo ya no soy el mismo, estoy perdido, ya no la merezco… ¡Sí! ¡Estoy definitivamente perdido!  Je suis cassé (estoy deshecho).  Ya no tengo energía, ni orgullo.  Ni siquiera dignidad… ¡Sí!  ¡Estoy perdido!  Nadie podrá comprender nunca mis sufrimientos.  A nadie le importan.  ¡Soy un hombre perdido!  Nunca podré levantarme, porque he caído moralmente…, he caído… en el lodo…

En aquel momento sus palabras reflejaban una desesperación profunda y sincera.  Permaneció inmóvil, sin mirarme.

-¿Por qué desesperarse así? –dije.

-Porque soy un miserable.  Esta vida me ha aniquilado.  Ya no sufro con orgullo, sino indignamente; ya no me queda dignité dans le malheur (dignidad en la desgracia).  Me humillan a cada instante; lo tolero todo y hasta doy pie.  Esa vileza a deteint sur moi (me domina); me he vuelto grosero, he olvidado lo que sabía no puedo hablar francés, noto que soy un miserable.  No puedo luchar en esas condiciones, me es completamente imposible.  Tal vez fuese un héroe si me pusieran al mando de un regimiento, me dieran charreteras doradas, cornetas, etcétera.  En cambio, me enloquece tener que avanzar junto al salvaje Antón Bondarienko, pensando que no hay ninguna diferencia entre nosotros y que nos pueden matar a cualquiera de los dos.  Ya puede usted comprender lo horrible que es que un desarrapado me mate a mí, a un hombre que piensa y siente, cuando hubiera sido lo mismo matar al que está a mi lado, a Antón, un ser que no se diferencia en nada de un animal.  Sin embargo, es fácil que, precisamente, caiga yo, porque siempre suele haber une fatalité para todo lo elevado y todo lo bueno.  Sé que me tachan de cobarde; realmente lo soy, y no puedo ser de otra manera.  Y no sólo un cobarde, sino, según ellos, un mendigo y un hombre despreciable.  Acabo de pedirle dinero y tiene usted derecho a despreciarme.  Pero tenga, quédese con su dinero –añadió, tendiéndome el billetito arrugado-.  Quiero que me respete.

 Guskov se cubrió el rostro y se echó a llorar; decididamente, yo no sabía que decir ni qué hacer.

-Tranquilícese.  Es usted demasiado sensible.  No lo tome todo tan a pecho, no analice, considere las cosas desde un punto de vista más sencillo.  Usted mismo dice que tiene carácter.  Domínese; ya le queda poco que sufrir –balbucí-.

Me sentía decepcionado, lo compadecía y me arrepentía por haberme permitido censurar a un hombre que era tan desgraciado.

-Si al menos, hubiese oído una voz en este infierno, una palabra amistosa, compasiva, un consejo…, una palabra humanitaria, como la que acabo de oír de usted.  Tal vez hubiera podido soportarlo todo con serenidad; tal vez incluso hubiera podido dominarme y ser soldado.  En cambio, ahora, es horrible…  Cuando razono, deseo la muerte.  ¿Por qué amar esta vida envilecida y apreciarme, si estoy perdido para todo lo bueno en la tierra?  Ante el menor peligro siento adoración por esta vida miserable, quiero conservarla como algo apreciado; y o puedo, je ne puis pas vencerme.  Es decir, podría –pero me costaría demasiado esfuerzo, un esfuerzo enorme, porque estoy solo.  Estando con otros y en condiciones normales, soy valiente, j’ai fair mes preuves (lo he demostrado), porque tengo orgullo y amor propio; ése es mi defecto.  Ante los demás…  Oiga, permítame pernoctar con usted, porque van a jugar allí toda la noche y tendré que acostarme en algún rincón, en el suelo.

Mientras Nikita preparaba el lecho, nos levantamos y empezamos a recorrer de nuevo la batería en la oscuridad.  En efecto, Guskov debía de tener la cabeza muy débil porque se tambaleaba después de haber bebido dos copas de vodka y unos vasos de chijir.  Cuando nos apartamos de la vela, noté que Guskov, tratando de que no lo viera, introdujo de nuevo en el bolsillo el billetito que había tenido en la mano mientras hablaba.  Luego me dijo que aún podría rehabilitarse si tuviera a su lado un hombre como yo, que se tomara interés por él.

Nos disponíamos a entrar en la tienda para acostarnos cuando, de pronto, silbó un proyectil y cayó cerca de nosotros, incrustándose en el suelo.  Todo era tan extraño: el campamento  tranquilo, dormido, nuestra conversación y, de pronto, aquella bala enemiga, que Dios sabe de dónde venía para caer en medio de nuestras tiendas, que durante mucho rato no puede darme cuenta de lo que había ocurrido.  Nuestro soldadito Andreiev, el centinela en la batería, se acercó a mí.

-¡Qué manera de colarse! He visto el fuego aquí mismo –me dijo.

-Hay que despertar al capitán –exclamé, echando una mirada a Guskov.

Inclinado hacia el suelo, Guskov tartamudeaba tratando de decir algo.

-El…  enemigo… es…, da risa…

No dijo nada más; y no sé dónde ni cuándo desapareció, en un instante.

En la tienda del capitán se encendió una vela y se oyó su tos habitual de cuando se despertaba.  No tardó en salir y pidió fuego para encender su pequeña pipa.

-Está visto, padrecito, que hoy no quieren dejarme dormir –dijo, sonriendo. Tan pronto es usted con su degradado; tan pronto, Shamil.  ¿Qué vamos a hacer? ¿Les contestamos o no? ¿No han dado ninguna orden?

-No.  Ahí vienen otros dos –dije.

En efecto, a mano derecha, brillaron en la oscuridad dos luces semejantes a dos ojos y no tardó en volar por encima de nosotros un proyectil de obús y una granada, que probablemente era nuestra, con un silbido penetrante.  Los soldados salieron de las tiendas vecinas y se les oyó charlar, desperezarse y carraspear.

-¡Vaya!  Parece un ruiseñor –observó un artillero.

-Llamad a Nikita –ordenó el capitán con su habitual sonrisa bondadosa-.  ¡Nikita! No te escondas.  Ven a escuchar a los ruiseñores de la montaña.

-Excelencia –dijo Nikita, deteniéndose junto al capitán-.  Conozco a esos ruiseñores y no los temo. En cambio, el invitado que acaba de estar aquí se ha bebido nuestro chijir; pero al oírlos cantar ha echado a correr como un gamo.

-Hay que ir a la tienda del comandante para preguntarle si debemos contestar al enemigo –me dijo el capitán, con aire serio e imperativo-.  Desde luego, no dará ningún resultado, pero se le puede contestar.  Haga el favor de ir a preguntárselo.  Ordene que le ensillen un caballo, así tardará menos.  Puede llevarse mi Polkan.

Al cabo de cinco minutos me trajeron el caballo y me dirigí a la tienda del comandante de artillería.

-Recuerde que la consigna es vara –me susurró el capitán, siempre exacto-. De otro modo, no le dejarían pasar en las filas.

La tienda del comandante estaba a una media versta y el camino se extendía entre lasa tiendas de campaña.  En cuanto me alejé de nuestra hoguera, la oscuridad fue tan grande que ni siquiera divisaba las orejas del caballo; veía tan sólo las llamas de las hogueras, que ora parecían estar muy cerca ora muy lejos.  Cabalgué un trecho con las bridas sueltas, dejándome guiar por el caballo, y empecé a distinguir las blancas tiendas rectangulares y, luego, las rodadas negras del camino.  Al cabo de media hora, después de haber preguntado tres veces, de haber tropezado dos con las estacas de las tiendas (lo que me valió oír una serie de invectivas) y de haber sido detenido un par de veces por los centinelas, llegué a la tienda del comandante.  Mientras cabalgaba, había oído otros dos disparos dirigidos a nuestro campamento; pero los proyectiles no llegaron al lugar en que estaba emplazado el cuartel general.  El comandante ordenó que no contestáramos a los disparos, tanto menos cuanto que el enemigo había cesado de hacer fuego.  Regresé a pie entre las tiendas de campaña de infantería, llevando el caballo por las bridas. Más de una vez me detuve junto a alguna tienda en la que se veía luz, para escuchar una anécdota que contaba algún chistoso o la lectura de un libro por algún soldado que sabía leer y al que escuchaba toda una sección agolpada en la tienda y junto a ella, y al que, de cuando en cuando, interrumpía alguien para hacer alguna observación; o bien las charlas acerca de la campaña, de la patria o de los jefes.

Al pasar junto a una tienda del tercer batallón, oí la sonora voz de Guskov, que hablaba alegre y animado.  Le contestaban unas voces jóvenes, también  alegres, que no era de soldados.  Debía de ser la tienda de los junkers o de los sargentos.  Me detuve.

-Hace mucho que lo conozco –decía Guskov-.  Cuando yo residía en San Petersburgo, me visitaba a menudo y también yo a él.  Pertenecía a la alta sociedad.

-¿A quién te refieres? –preguntó una voz de borracho.

-Al príncipe –contestó Guskov-.  Somos parientes y, sobre todo, antiguos amigos.  Ya saben ustedes, señores, que conviene mucho tener un amigo así.  Es muy rico.  Para él no supone nada cien rublos de plata.  Acabo de pedirle una pequeña cantidad hasta que mi hermana me mande dinero.

-¡Anda, dile que vaya!

-Ahora mismo.  Savelich, amigo –dijo Guskov, acercándose a la puerta de la tienda- coge estos diez rublos y ve a la cantidad a traer dos botellas de vino.  ¿Qué más quieren, señores? Pidan ustedes.

Tambaleándose, descubierto y con los cabellos revueltos, Guskov salió de la tienda.  Abriendo la pelliza y metiendo las manos en los bolsillos de sus pantalones grises, se detuvo en la puerta.  Aunque él estaba bañado por la luz y yo en la oscuridad, temí que me viera y, procurando no hacer ruido, proseguí mi camino.

-¿Quién vive? –gritó Guskov con voz de borracho; por lo visto, el frío lo había despejado algo-. ¿Quién diablos anda ahí con un caballo?

No contesté y salí al camino en silencio.

 

15 de noviembre de 1856.

 

Este libro ha sido digitalizado por la voluntaria Graciela Prado.