LEÓN
NIKOLAIEVICH TOLSTOI
“FRANCISCA”
CAPÍTULO I
El 3 de mayo de 1882 salió de El Havre La Virgen de los Vientos, un barco de
tres palos, con dirección a los mares de China. Dejó allí el cargamento que llevaba; y cargó nuevas mercancías,
con destino a Buenos Aires, donde recogió otras para el Brasil. Navegó por espacio de cuatro años por mares
extraños, porque, además de los viajes había tenido una serie de incidentes,
averías, reparaciones, desgracias, y porque a veces la calma duraba varios meses;
y otras, los vientos lo desviaban de su rombo.
Regresó a Marsella el 8 de mayo de 1886, con un cargamento de latas de
conservas americanas.
Cuando salió de El Havre su tripulación constaba del
capitán, del segundo y de catorce marineros.
Durante el viaje uno murió y cuatro desaparecieron, en diversos
accidentes, regresando a Francia tan sólo nueve. En sustitución de los marineros desaparecidos, habían contratado
a dos americanos, a un negro y a un sueco que encontraron en una taberna en
Singapur.
Recogieron las velas y arreglaron los aparejos. Llegó un remolcador y, resoplando, remolcó
al barco a la fila de embarcaciones. El
mar estaba en calma; apenas había un ligero oleaje en la orilla. La
Virgen de los Vientos llegó al muelle, a lo largo del cual se hallaban en
fila buques de todos los países del mundo, de distintos tamaños y formas. Se colocó entre un bergantín italiano y una
goleta inglesa, que se apartaron para dejar sitio al nuevo compañero.
En cuanto el capitán hubo terminado las formalidades
con los funcionarios del puerto y de la aduana, dio permiso a la mitad de la
tripulación para pasar la noche en tierra.
Era una cálida noche de verano. Marsella estaba iluminada. En las calles olía a comida y oíanse por
doquier conversaciones, gritos alegres y rodar de coches.
Los marineros de La
Virgen de los Vientos no habían estado en tierra desde hacía cuatro
meses. Avanzaban por las calles
tímidamente, de dos en dos, como unos forasteros, como unos hombres que habían
perdido la costumbre de transitar por una urbe. Observaban las callejuelas más cercanas al puerto, como si
buscasen algo. Hacía cuatro meses que
no habían visto mujeres; y los atormentaba el deseo. A la cabeza de los demás, iba Celestino Duclos, un muchacho
fuerte y hábil. Era el que guiaba a
todos, siempre que estaban en un puerto.
Sabía encontrar buenos lugares adonde ir arreglar las cosas de manera
que no surgieran riñas, cosa que les ocurre tan a menudo a los marineros cuando
están en tierra. Pero, si llegaba el
caso, no abandonaba a sus compañeros y también sabía defenderse.
Deambularon largo rato por las oscuras calles
–impregnadas de un olor denso, que salía de las bodegas y de las cuevas- que,
como unos desagües, bajaban hacia el mar.
Finalmente, Celestino se internó por una callejuela angosta en la que se
veían farolitos encendidos por encima de las puertas. Los marineros le siguieron, canturriando y gastándose
bromas. En los cristales mate de los
faroles, había unos enormes números pintados.
Se veían algunas mujeres, con delantal, sentadas en sillas de anea, en
los portales de bajo techo. Al fijarse
en los marineros, salían corriendo, para interceptarles el paso; y cada cual
trataba de atraérselos a su antro.
De cuando en cuando, se abría alguna puerta en el
fondo de un zaguán; y aparecía una muchacha a medio vestir, con pantalones de
percal basto, muy ceñidos, faldita corta y jubón negro de terciopelo, con
galones dorados. “Muchachos, entrad”,
exclamaba, llamándolos desde lejos. A
veces, incluso salía y, abrazando a algún marinero, trataba de arrastrarlo
hacia dentro, con todas sus fuerzas. Se
agarraba a él, como una araña que lleva una mosca más fuerte que ella. La resistencia del marinero era débil, a
causa de su deseo. Sus compañeros se
detenían para ver en qué acababa la cosa; pero Celestino gritaba: “No entres,
no es aquí. Vamos más adelante.” El marinero obedecía, desprendiéndose de la
muchacha, a viva fuerza. El grupo
proseguía adelante, acompañado de las invectivas de la moza enojada. Al oír alboroto, otras mozas salían a lo
largo del callejón y abalanzándose sobre los marineros, ofrecían su mercancía,
elogiándola con sus voces roncas. Así
siguieron adelante. De cuando en cuando
se encontraban con algunos soldados, con algún burgués o algún dependiente, que
se deslizaban hacia un lugar conocido.
Esotros callejones también se veían faroles; pero los marineros pasaban
de largo, pisando las aguas malolientes que salían de las casas, llenas de
cuerpos de mujeres. De pronto, Duclos
se detuvo ante una casa, cuyo aspecto era algo mejor que el de las demás; y
entró en ella con los marineros.
CAPÍTULO II
Se instalaron en la gran sala de la taberna. Cada cual eligió una amiga; no se separaría
de ella en toda la noche: tal era la costumbre del establecimiento. Juntaron tres meses. Ante todo, bebieron en compañía de las
mujeres; y luego subieron con ellas al piso de arriba. Abajo se oyeron durante un rato las pisadas
de las fuertes botas de aquellos pies que subían la escalera de madera y
entraban por la estrecha puerta, para dispersarse por los dormitorios. Habían bajado varias veces a beber y habían
vuelto a subir.
La orgía estaba en todo su apogeo. Los sueldos de medio año se gastaron en las
cuatro horas de juerga. Hacia las once
de la noche, todos los marineros estaban borrachos. Con los ojos inyectados en sangre, vociferaban
incoherentemente. Cada cual tenía a su
amiga sentada en las rodillas. Unos
cantaban, otros gritaban; algunos daban puñetazos en la mesa o se echaban vino
al gaznate. Celestino se hallaba entre
sus compañeros. En una de sus rodillas
estaba sentada, a horcajadas, una moza gruesa y coloradota. Celestino había bebido lo mismo que los
demás, pero aún no estaba borracho. Por
su cabeza cruzaban algunos pensamientos.
Pero las ideas que le acudían se disipaban en seguida; y no lograba
retenerlas, no las podía recordar ni expresar.
-Así, pues…; así, pues… ¿Hace mucho que estás aquí?
–preguntó, echándose a reír.
-Seis meses –contestó la moza.
Duclos movió la cabeza, como si lo aprobara.
-¿Y te va bien?
-Me he acostumbrado –dijo la muchacha, después de
reflexionar un ratito-. Una tiene que
hacer algo. Esto es mejor que ser
criada o lavandera.
-¿No eres de aquí? –preguntó Duclos que había vuelto a
mover la cabeza, como si también aprobara esto último.
La moza hizo un movimiento negativo.
-¿Eres de muy lejos?
-Sí.
-¿De dónde?
-De Perpiñan –contestó, después de haber pensado, como
si tratara de recordar.
-Ya, ya –pronunció Celestino Duclos; y guardó
silencio.
-Y tú, ¿eres marinero? –preguntó ella, a su vez.
-Sí, somos marineros.
-¿Habéis estado lejos?
-Bastante.
Hemos visto de todo.
-¿A lo mejor habéis dado la vuelta al mundo?
-Ya lo creo; casi dos veces.
La moza se quedó pensativa. Parecía recordar algo.
-Me figuro que os habréis encontrado con otros barcos
–dijo al fin.
-Claro.
-¿Habéis visto a La Virgen de los Vientos? Es
un barco que se llama así.
Celestino Duclos se asombró de que nombrara aquella
embarcación; y se le ocurrió gastarle una broma.
-Sí; nos encontramos con él la semana pasada.
-¿De veras? –exclamó la moza, palideciendo.
-Sí.
-¿No mientes?
-Te lo juro.
-¿Has visto en ese barco a Celestino Duclos?
-¿A Celestino Duclos? –repitió el marinero,
sorprendido e incluso asustado. ¿De
dónde podía saber su nombre? -¿Lo conoces?
La moza reflejó también una expresión de susto.
-No; yo, no.
Lo conoce una mujer de aquí.
-¿Quién es? ¿Están en esta casa?
-No; aquí no; pero cerca.
-¿Dónde?
-Muy cerca.
-¿Quién es?
-Una mujer, una mujer como yo.
-¿Por qué se interesa por él?
-No sé. Tal vez
sea una paisana suya.
Se escudriñaron, mirándose fijamente a los ojos.
-Quisiera ver a esa mujer –dijo Duclos.
-¿Para qué?
¿Tienes que decirle algo?
-Tengo que decirle…
-¿Qué?
-Que he visto a Celestino.
-¿Lo has visto? ¿Está sano y salvo?
-Sí. ¿Por qué?
La moza guardó silencio, sumiéndose en reflexiones; y
luego preguntó, en voz baja:
-¿Adónde se dirige La Virgen de los Vientos?
-A Marsella.
-¿De veras?
-Sí.
-¿Y tú conoces a Duclos?
-Ya te he dicho que sí.
La moza meditó un rato.
-Bueno, bueno, está bien –dijo, al fin, en voz baja.
-¿Por qué te interesas por él?
-Si lo ves, dile…; pero no, no hace falta.
-¿Qué quieres que le diga?
-Nada, nada.
Celestino Duclos miraba a la moza, sintiéndose cada
vez más inquieto.
-¿Lo conoces? –preguntó.
-No.
-Entonces ¿por qué te interesas por él?
Sin contestar, la moza se puso en pie de un salto, y
corrió hacia el mostrador, tras del que estaba sentada la dueña. Cogió un limón y después de exprimir el zumo
en un vaso, echó agua y se lo llevó a Celestino.
-Toma. Bébete
esto –le dijo, sentándose en su rodilla, lo mismo que antes.
-¿Para qué? –preguntó Duclos, tomando el vaso.
-Para que se te pase la borrachera. Luego te diré algo. Bebe.
Celestino apuró el contenido del vaso y se limpió los
labios con la manga.
-Bueno, habla.
Te escucho.
-Prométeme que no le dirás que me has visto ni quién
te ha contado lo que te voy a decir.
-Bueno. No se
lo diré.
-Júramelo.
-Te lo juro.
-Le dirás que su padre y su madre han muerto. Y su hermano también. Tuvieron unas fiebres y murieron los tres en
el mismo mes.
Duclos sintió que la sangre se le agolpaba al
corazón. Durante unos minutos
permaneció callado, sin saber qué decir.
-¿Lo sabes con toda seguridad?- preguntó al fin.
-Sí.
-¿quién te lo ha dicho?
La moza puso una mano en el hombro a Duclos; y lo miró
directamente a los ojos.
-Júrame que no se lo contarás.
-Ya te lo he jurado.
Bueno; te lo juro otra vez.
-Soy su hermana.
-¡Francisca! –exclamó Celestino.
La moza lo miró fijamente.
-¿Eres tú Celestino? –dijo, moviendo apenas los
labios, casi sin pronunciar las palabras.
Ambos quedaron petrificados, mirándose a los
ojos. En torno a ellos, los marineros
borrachos vociferaban. Se
entremezclaban las canciones con el ruido de los vasos, las palmadas, el
taconeo y los gritos penetrantes de las mujeres.
-¿Cómo es posible…? –pronunció Celestino, en un tono
de voz tan bajo que apenas se le oyó.
Súbitamente, los ojos de Francisca se llenaron de
lágrimas.
-Murieron de pronto, en el intervalo de un mes. ¿Qué iba a hacer? Me quedé sola. Tuve que
vender todo para pagar los gastos de la botica, al médico y los entierros de
los tres… y me quedé con lo puesto. Me
coloqué de criada en casa del señor Cachot…, de aquel cojo ¿lo recuerdas? Acababa de cumplir los quince años. Aún no tenía catorce cuando te fuiste. Tuve un desliz con él… Ya sabes lo tontas que somos las mujeres.
Después estuve de niñera en casa de un notario y con él pasó lo mismo. Al principio, me mantuvo y me pagó un piso;
pero eso duró poco. Terminó
abandonándome. Pasé tres días sin comer
y sin poder encontrar una colocación hasta que, finalmente, vine aquí, lo mismo
que hacen otras.
Mientras hablaba, caían de sus ojos raudales de
lágrimas, que se deslizaban por las mejillas y se le introducían en la boca.
-¡Qué hemos hecho! –exclamó Celestino Duclos.
-Creí que tú también habías muerto. ¿Acaso es por mí? –susurró la moza, a través
de las lágrimas.
-Pero ¿cómo no me has reconocido? –replicó Duclos,
también en voz baja.
-No sé; no tengo la cumpa –dijo Francisca, llorando
con más desesperación.
-¿cómo hubiera podido reconocerte? ¿Acaso eras así cuando me fui? Lo que me extraña es que no te dieras cuenta
de que era yo.
-¡Ay! ¡Veo a tantos hombres, que todos me parecen
iguales! –exclamó Francisca, haciendo un gesto de desesperación con la mano.
Celestino Duclos sintió que se le atenazaba el
corazón, tan dolorosamente, que tuvo deseos de gritar, de llorar como un niño
pequeño cuando le pegan. Apartó a su
hermana; y, poniéndose en pie, le cogió la cabeza entre sus manazas de marinero
y le examinó la cara. Poco a poco
reconoció a aquella chiquilla delgadita y alegre que dejara en su casa, con sus
padres y hermanos, a quienes ella había tenido que cerrar los ojos.
-¡Sí, eres tú, Francisca, hermana mía! –exclamó, y
repentinamente le apretaron la garganta unos sollozos terribles, varoniles,
semejantes al hipo de un borracho.
Inclinó la cabeza y lanzó un grito salvaje, al tiempo
que daba un puñetazo tan fuerte en la mesa, que salieron despedidos los vasos,
haciéndose añicos.
Sus compañeros se fijaron en él.
-¡Mirad cómo se ha emborrachado! –exclamó uno de
ellos.
-¡Basta ya, no grites! –dijo otro.
-Duclos ¿por qué vociferas? Vámonos arriba –intervino un tercero, tirando de él con una mano,
mientras abrazaba con la otra a su amiga, una mujer de rostro encendido y de
ojos negros y brillantes, que llevaba un vestido escotado de color rosa y reía
a carcajadas.
De pronto, Duclos se quedó callado y, conteniendo la
respiración, miró a sus compañeros.
Después, adoptando la expresión extraña y decidida que le era propia
cuando intervenía en una riña, se acercó vacilando al marinero que abrazaba a
su amiga y los separó de un golpe.
-¡Apártate!
¿Acaso no ves que es tu hermana?
Todas son hermanas de alguien.
Como Francisca, que es la mía.
¡Ja, ja, ja! –sollozó; y sus sollozos parecían carcajadas.
Al decir estas palabras, se tambaleó y, levantando los
brazos, cayó de bruces. Empezó a
revolcarse por el suelo dando golpes con los pies y las manos, mientras emitía
un estertor semejante al de un moribundo.
-Hay que acostarlo.
No vaya a ser que lo detengan por la calle –dijo uno de los marineros.
Cogiendo en brazos a Celestino, lo llevaron arriba, a
la habitación de Francisca, donde lo acostaron.
Este libro ha sido digitalizado
por la voluntaria Graciela Prado