LEÓN NIKOLAIEVICH TOLSTOI
“LA BORRASCA”
CAPÍTULO I
Hacia
las siete de la tarde, después de haber tomado té, salí de una estación cuyo
nombre no recuerdo. Era cerca de
Novocherkask, en la Tierra de los Cosacos del Don. Había anochecido ya, cuando envuelto en la pelliza y tapado con
una manta, me instalé en el trineo junto a Aliosha. Reinaba una gran calma y el tiempo era apacible. En aquel momento no nevaba; sin embargo, no
se veía ni una sola estrella y el cielo parecía muy bajo y negro, en comparación
con la llanura blanca, cubierta de nieve, que se extendía ante nosotros.
Apenas
habíamos pasado ante los molinos, que semejaban unas figuras –las enormes aspas
de uno de ellos giraban torpemente- y habíamos dejado atrás la aldea cosaca,
noté que había más nieve en el camino y que se hacía más difícil avanzar.
El
viento empezó a soplar con mucha fuerza, llevándose hacia la izquierda las
colas y las crines de los caballos y la nieve que levantaba el trineo. El sonido de los cascabeles se volvió más
tenue, el aire frío me penetró por las mangas hasta la espalda; y entonces
recordé el consejo del maestro de postas de que hubiera sido mejor no salir,
porque había peligro de extraviarse y perecer helado.
-¿No
nos iremos a perder? –le pregunté al cochero.
Al no obtener respuesta, hice la pregunta de otro modo: ¿Crees que
llegaremos a la estación, cochero? ¿No
nos extraviaremos?
-¡Dios
sabrá! –respondió sin volver la cabeza-. ¡Menuda borrasca! No se ve el camino…
¡Ay, señor!
-Dime,
¿crees que llegaremos a la estación o no? –insistí.
-Tenemos
que llegar –me dijo, añadiendo algo que no pude oír por el viento.
No
quería volver a la estación de postas, pero tampoco me parecía divertido
pasarme toda la noche errando con aquella borrasca, en esa parte de la Tierra
de los Cosacos del Don que es una estepa desierta. Además, a pesar de que me había sido imposible examinar al
cochero en aquella oscuridad, no me gustaba ni me infundía confianza. Se había sentado en el centro del pescante
en lugar de ponerse a un lado. Era
extraordinariamente alto, tenía una voz indolente y su enorme gorra, que no
parecía la de un cochero, se bamboleaba de un modo extraño sobre su
cabeza. No había acuciado a los
caballos como se suele hacer, sino sujetando las riendas con ambas manos, como
lo hubiera podido hacer un lacayo al ocupar el pescante.
No
sé por qué, lo que más me hizo desconfiar de él fue el pañuelo que llevaba para
protegerse las orejas. En una palabra,
no parecía prometer nada bueno aquella espalda encorvada que veía ante mí.
-Creo
que será mejor que volvamos –me dijo Aliosha-.
La verdad es que no resulta demasiado divertido estar dando vueltas sin
más ni más.
-¡Ay
señor! ¡Qué borrasca! No se ve el camino…
Estoy cegado… ¡Ay señor! –masculló el cochero.
Aún
no habíamos recorrido la cuarta parte de una versta, cuando el cochero detuvo los caballos y, después de
entregar las riendas a Aliosha, bajó torpemente del trineo y fue a buscar el
camino, haciendo crujir la nieve bajo sus enormes botas.
-¿Adónde
vas? ¿Es que nos hemos extraviado?
–pregunté.
No
me contestó. Se alejó con el rostro
vuelto en dirección contraria al viento para que no le azotara los ojos.
-¿Qué?
¿Encontraste el camino? –volvía a preguntar, cuando hubo regresado.
-No
–replicó con súbita impaciencia e irritación, como si yo fuese el culpable de
que hubiese perdido el camino.
Luego
montó lentamente y empezó a separar las riendas con sus guantes helados.
-¿Qué
vamos a hacer? –pregunté, cuando el trineo se puso en marcha.
-¿Qué
quiere que hagamos? Hay que seguir, a la buena de Dios.
Era
evidente que íbamos a la buena de Dios porque, al cabo de un cuarto de hora,
aún no habíamos visto un solo pose indicando las verstas.
-¿Crees
que llegaremos a la estación?
-Si
nos dejamos guiar por los caballos, podemos volver a la estación de donde hemos
salido. Ellos nos conducirán. Pero dudo de que lleguemos a la siguiente…
Con este tiempo, es fácil que perezcamos.
-En
este caso, debemos volver porque, realmente…
-Entonces,
¿volveremos? –me preguntó.
-Sí,
sí.
El
cochero soltó las riendas. Los caballos
corrieron más veloces y, aunque no noté que girara el trineo, el viento cambió
de dirección y en breve divisé los molinos.
Animado, el cochero empezó a hablar.
-En
una ocasión me sorprendió una borrasca y tuve que pasar la noche entre unos
haces de heno. Y gracias a que pude
llegar a ellos, que si no, me hubiera helado… ¡Menudo frío hacía! A uno de mis compañeros se le helaron los
pies y estuvo tres semanas a la muerte.
-En
este momento no se siente frío; parece que la borrasca ha amainado. ¿No
podríamos seguir?
-Es
verdad, no hace frío, pero la borrasca sigue igual que antes. Sólo que el viento sopla por detrás, por eso
parece que ha calmado. Si yo no fuese
correo, si viajase por mi propia voluntad, podría seguir; pero, la verdad, no
es ninguna broma que perezca un viajero.
Al fin y al cabo, uno es el responsable.
CAPÍTULO II
En
aquel momento se oyeron unos cascabeles a nuestras espaldas. Varias troikas venían pos de nosotros, a
mucha velocidad.
-Son
los cascabeles del correo –explicó el cochero-. No hay otros iguales en la estación.
En
efecto, los cascabeles de la troika que iba a la cabeza y cuyo tintineo nos
traía el viento eran puro, sonoro, grave, trémulo… Posteriormente me enteré de
que era costumbre entre los cazadores llevar tres cascabeles: uno grande en el
centro y dos pequeños que sonaban a la tercera. El sonido de esa tercera y de la quinta trémula, que repercutía
en el aire de un modo sorprendente, era muy bello en la estepa silenciosa.
-Es
el correo –dijo el cochero cuando la primera de las tres troikas pasaba junto a
nosotros-. ¿Cómo está el camino? ¿Se
puede pasar? –gritó al último cochero.
Pero
éste no contestó, limitándose a acuciar a los caballos. El sonido de los cascabeles no tardó en
extinguirse. El cochero debió de
sentirse avergonzado.
-Sigamos,
señor –dijo-. Como acaban de pasar esas
troikas… las huellas estarán recientes.
Accedí. De nuevo giramos y seguimos adelante contra
el viento, por la estepa nevada. Yo no
dejaba de mirar al camino por temor a que nos desviáramos de las huellas que
habían dejado los trineos. Durante dos verstas, las huellas se divisaron bien,
después sólo se vio una pequeña desigualdad y ya no supe si se trataba
sencillamente de una capa de nieve amontonada por el viento. Mis ojos se cansaron de fijarse en el
monótono correr de la estepa bajo el trineo y empecé a mirar hacia
delante. Aún vimos al poste que
indicaba la tercera versta, pero fue
imposible dar con el siguiente. Lo
mismo que al principio, empezamos a ir tan pronto en dirección al viento como
en contra de él y tan pronto a la derecha como a la izquierda. Finalmente, el cochero dijo que nos habíamos
desviado hacia la derecha; yo opinaba, por el contrario, que habíamos ido hacia
la izquierda, mientras que Aliosha trató de demostrarnos que volvíamos por
donde habíamos venido. Nos detuvimos
varias veces y el cochero se bajó para buscar el camino, pero siempre en
vano. Yo también bajé una vez, creyendo
que lo había visto. Pero, apenas hube
avanzado con gran dificultad algunos pasos contra el viento y me hube
convencido de que sólo había capas de nieve, todas iguales y uniformes por
doquier, y que se me había figurado ver el camino, perdí de vista el trineo.
-¡Cochero!
¡Cochero! ¡Aliosha! –grité.
Pero
el viento, arrebatándome las palabras que me salían de la boca, se llevó mi voz
muy lejos. Me encaminé hacia donde mi
imaginaba haber dejado el trineo. No
estaba. Entonces, me dirigí a la
derecha… Tampoco estaba allí. Aún ahora me avergüenza recordar la voz
chillona, penetrante y hasta desesperada con que volví a gritar: “¡Cochero!”
cuando estaba a dos pasos de él. Su silueta negra, con el látigo y la enorme
gorra ladeada, surgió de pronto ante mí.
-Gracias
a Dios no está helado –me dijo mientras me llevaba al trineo-. Sería una
desgracia que nos cogiera la helada…
-Suelta
a los caballos para que regresemos –le ordené una vez instalado-. ¿Sabrán volver?
-Tendrán
que arreglárselas.
El
cochero soltó las riendas, fustigó al caballo de varas y de nuevo nos pusimos
en marcha. Al cabo de media hora, se
oyeron los cascabeles de antes, pero esta vez venían a nuestro encuentro. Eras las mismas tres troikas que volvían a
la estación, con caballos de relevo atados detrás, después de haber dejado el
correo. La primera, tirada por grandes
caballos, con sus cascabeles de cazador, se deslizaba veloz al frente de las
otras dos. El hombre que la guiaba iba
en el pescante. Acuciaba a los caballos
con enérgicos gritos. En cada uno de
los otros dos trineos había dos hombres sentados dentro, y se oía su
conversación alegre y animada. Uno
fumaba en pipa y pude ver parte de su rostro iluminado por una chispa.
Al
ver a esos hombres, me dio vergüenza de haber temido proseguir el viaje. Probablemente mi cochero experimentó la
misma sensación, porque ambos dijimos a un tiempo: “Vamos a seguirlos”.
CAPÍTULO III
Ante
que hubiese pasado el tercer trineo, el cochero cometió la torpeza de empezar a
girar el nuestro y las varas tropezaron con los caballos que iban atados
atrás. Tres de ellos se espantaron y,
arrancando el correaje, echaron a correr.
-¡Condenado!
¿Acaso estás ciego? ¿Por qué has ido a dar la vuelta precisamente encima de
nosotros? –gritó uno de los cocheros con voz ronca y temblona. Era un vejete, según pude apreciar por el
timbre de la voz, que estaba en la tercera troika.
Saltó
del trineo con agilidad y corrió en pos de los caballos, sin dejar de lanzar
invectivas contra mi cochero. Pero los
animales no se dejaban coger. En un
instante, desaparecieron todos entre la blanca niebla.
-¡Vasili-i-i-i-! ¡Trae el bayo! Que así no puedo cogerlos –se dejó oír
la voz del viejo.
Uno
de los cocheros, un hombre extraordinariamente alto, bajó del trineo, desató a
otros tres caballos, montó en uno y, crujiendo por la nieve, galopó en la misma
dirección que el anciano.
Lo
mismo que las otras dos troikas, seguimos en pos de la del correo, que se
deslizaba veloz por la estepa, haciendo tintinear sus cascabeles.
-¡Como
que los va a pillar en seguida!...
–comentó mi cochero-. Si no han
acudido al oír a los caballos, señal de que se han desbocado. ¡Ya los harán correr! Con tal que no se pierdan…
Desde
que seguíamos los trineos, el cochero parecía haberse animado. Se mostró más alegre y locuaz. Como es natural, pensé aprovecharme de esto,
ya que aún no tenía sueño. Le hice
varias preguntas y no tardé en enterarme de que se trataba de un paisano
mío. Era de la aldea de Kirpich, de la
provincia de Tula. Me dijo que tenía
muy poca tierra de su propiedad y que, desde la epidemia del cólera, las
cosechas se daban mal. Eran tres
hermanos. Uno de ellos había ido a
servir, porque no les alcanzaba el trigo ni siquiera hasta Navidad. Y el otro, el menor, estaba al frente de la
casa, por ser casado. Cada año salían
grupos de hombres de su pueblo para hacerse cocheros y él había seguido el
ejemplo –se había empleado en una estación de postas- para poder ayudar a su
hermano. Ganaba ciento veinte rublos al
año, de los cuales le mandaba cien.
Vivían bien. Lo único que le
disgustaba era que los cocheros fuesen tan animales y “la gente de esta región
tan pendenciera.”
-¿Por
qué me habrá reñido tanto ese cochero? ¿Acaso le solté los caballos adrede? Yo
no suelo hacer daño a nadie. No tenía
que haber ido a buscarlos. Lo único que
va a conseguir es extraviarse y reventarlos.
Habrían vuelto solos –exclamó el mujik.
-¿Qué
es eso? –pregunté, al divisar algo negro delante de nosotros.
-Un
convoy –contestó el cochero-. ¡Así da gusto viajar! –prosiguió cuando hubimos
llegado junto a unos enormes carros de ruedas, cubiertos con harpilleras, que
avanzaban en fila india-. Fíjese, no se
ve un solo hombre, todos duermen. Los
caballos son muy listos. No hay cuidado
de que se desvíen del camino. Lo sé,
porque yo también he viajado en convoyes.
Resultaba
extraño ver aquellos enormes carros, cubiertos de nieve de arriba abajo, que
avanzaban completamente solos. En el de
delante, se entreabrió la harpillera y, por un momento, asomó una cabeza cuando
los cascabeles de nuestra troika sonaron junto al convoy. Y uno de los caballos, un gran caballo pío
que caminaba con el cuello estirado y el lomo en tensión, moviendo
acompasadamente la cabeza, enderezó una de sus orejas, cubiertas de nieve, en
el momento en que pasamos a su lado.
Al
cabo de media hora de silencio, el cochero volvió a hablarme.
-¿Cree
que vamos bien, señor?
-No
lo sé.
-Antes,
el viento soplaba por ese lado y, en cambio, ahora no lo notamos. Sin duda, nos hemos perdido –dijo, en tono
tranquilo.
Era
evidente que, aún cuando era un hombre cobarde, se había tranquilizado por
completo desde el momento en que ya no debía ser el guía, ni pesaba sobre él la
responsabilidad. Con toda calma, empezó
a hacer observaciones sobre los errores que cometía el cochero que iba al
frente, como si aquello no tuviera nada que ver con él. En efecto, observé que, a veces, la primera
troika se ponía ante nosotros de perfil del lado izquierdo; a veces, del
derecho, e incluso me pareció que estábamos dando vueltas en un espacio muy
pequeño. Claro que eso podía ser debido
a una ilusión óptica, lo mismo que cuando se me figuraba que subíamos a una
montaña o que bajábamos por una pendiente, ya que la estepa era llana por
doquier.
Al
cabo de un rato, divisé una franja negra muy larga que se movía en el
horizonte, según me pareció. Pero no
tardé en comprender que se trataba del convoy que habíamos dejado atrás. Lo mismo que antes, la nieve seguía cayendo
encima de las ruedas, que chirriaban, y algunas de ellas ni siquiera giraban
ya; los hombres dormían tranquilamente bajo las harpilleras y el caballo pío,
abriendo mucho las ventanas de la nariz, olfateaba el camino y enderezaba las orejas.
-¿Lo
ve usted? ¡Venga a dar vueltas, venga a dar vueltas y estamos de nuevo en el
mismo sitio! –exclamó el cochero en tono descontento-. Los caballos del correo son muy buenos; hace
mal en acuciarlos inútilmente. En
cuanto a los nuestros, se negarán a avanzar como sigamos así toda la noche
–concluyó, tosiendo-. Es mejor que
volvamos, señor.
-¿Por
qué? Ya llegaremos a algún sitio.
-Tendremos
que pasar la noche en la estepa. ¡Ay
Señor, qué borrasca!... Sin duda, el
cochero que iba a la cabeza había perdido el camino y la dirección. Me extrañó que, en lugar de buscarlos,
siguiera al trote, acuciando alegremente a los caballos; pero, de todos modos,
ya no quería separarme de las troikas.
-Síguelas-dije.
El
cochero obedeció, pero dejó de hablarme y animó a los caballos con desgana.
CAPÍTULO IV
La
borrasca se intensificaba por momentos y caía una nieve menudita. Probablemente había empezado a helar. Sentí frío en la nariz y en las
mejillas. La corriente de aire que
penetraba cada vez con más frecuencia bajo mi pelliza me obligó a arrebujarme
bien. A ratos, el trineo se deslizaba
por una capa de hielo de la que el viento había barrido la nieve. Como había recorrido seiscientas verstas sin haber parado en ningún sitio
para pernoctar, involuntariamente cerraba a los ojos y me quedaba adormilado, a
pesar del deseo que tenía por salir de aquel atolladero. Una de las veces en que abrí los ojos, me
hirió una luz muy viva, que, según creí en el primer momento iluminaba la
blanca estepa. El horizonte, que antes
pareciera estar bajo y negro, había desaparecido. Por doquier, veíanse blancas líneas oblicuas que formaba la nieve
al caer. Pude distinguir mejor las
troikas que iban delante y, cuando miré hacia arriba, se me figuró que las
nubes se habían disipado y que el cielo estaba velado sólo por la nieve. Pude
ver con toda claridad mi trineo, a los caballos, al cochero y también las tres
troikas que nos precedían: la primera, la del correo, cuyo cochero iba en el
pescante lo mismo que antes, se deslizaba veloz; en la segunda, había dos
hombres, cubiertos con un armiak
(abrigo de campesino); habían soltado las riendas y fumaban en pipa, lo que se
deducía por las chispas que saltaban; en la tercera, no distinguía a nadie, sin
duda el cochero dormía. El que iba a la
cabeza, detenía a ratos a los caballos para buscar el camino. En cuanto nos parábamos, se oía más el
aullido del viento y se apreciaba mejor la enorme cantidad de nieve que
revoloteaba por el aire. A la luz de la
luna, velada por el torbellino, distinguíase la silueta del cochero, el cual
avanzaba y retrocedía, hundiendo el mango del látigo en la nieve. Luego, volvía y montaba al pescante de un
salto. En medio del monótono aullar del
viento, se destacaban sus gritos y el tintineo de los cascabeles. Cada vez que el cochero bajaba, con la
esperanza de encontrar algunas huellas o haces de heno, desde el segundo
trineo, resonaba la voz firme y potente de uno de los hombres que le gritaba:
“¡Ignashka, nos hemos metido demasiado a la izquierda! ¡Tira hacia la derecha!
¡Hacia la derecha!” “¿Qué haces, hombre? Desengancha el pío y suéltalos. El te llevará al camino. Es mejor que lo sueltes…”
Pero
el que daba los consejos no se molestaba en desenganchar al caballo de varas,
ni se bajaba del trineo para buscar el camino, ni siquiera asomaba las narices
del armiak con que se cubría. Ignashka le propuso que guiase, ya que sabía
hacerlo; replicó que si llevase el correo sabría dar con el camino.
-Nuestros
caballos no quieren ir a la cabeza cuando hay borrasca. No sirven para eso –gritó.
-Entonces,
no te metas en lo que no te importa –exclamó Ignashka, silbando jovialmente.
El
hombre que iba con el que daba consejos no decía nada a Ignashka; sin embargo,
me di cuenta de que no dormía, porque llevaba la pipa encendida. Además, cuando nos deteníamos, llegaba hasta
mí su monótona cháchara. Estaba
contando un cuento. Pero, a la sexta o
séptima parada, sin duda molesto por la interrupción, gritó a Ignashka:
-¿Para
qué te paras otra vez? Si no vas a dar con el camino. Con esta borrasca no podría encontrarlo ni un agrimensor… Debemos seguir, mientras los caballos
quieran andar. No creo que nos helemos
del todo…
-Pues
el año pasado se heló un cartero –intervino mi cochero.
El
de la tercera troika no se despertó en todo el tiempo. De pronto, el que daba consejos, empezó a
llamarlo:
-¡Filip!
¡Filip! –y, al no tener respuesta, dijo: ¿Se habrá helado? Ignashka: debías ir
a ver lo que pasa…
Ignashka
estaba en todo. Se acercó al trineo y
zarandeó al que dormía.
-¡Si
te has helado, dilo de una vez!
El
del trineo masculló unas palabras.
-¡Está
vivo! –exclamó el cochero; y nos pusimos de nuevo en camino.
Íbamos
tan de prisa que el pequeño caballo bayo de mi troika, fustigado sin cesar,
corrió al galope más de una vez.
CAPÍTULO V
Creo
que era casi medianoche cuando nos alcanzaron el viejecito y Vasili. Nunca podrá comprender cómo lograron
capturar a los caballos ni encontrarnos con aquella borrasca en la oscura y
desierta estepa. Balanceando los brazos
y las piernas, el viejo venía al trote montado sobre el caballo de tiro (los
otros dos estaban atados a su collera; cuando hay borrasca no se puede dejar
sueltos a los caballos). Al llegar
junto a mí, empezó a reñir de nuevo a mi cochero:
-¡Vaya
con el estúpido ese! Te aseguro que dan
ganas de…
-¡Tío
Mitrich! ¿Vienes santo y salvo? Pues,
anda, vente aquí con nosotros –gritó el que contaba el cuento.
El
viejo no le contestó y continuó riñendo a mi cochero. Sólo cuando juzgó que le había regañado bastante, se acercó al
segundo trineo.
-¿Los
cogiste a todos? –le preguntaron.
-¡Desde
luego! ¡No faltaría más!
El
viejo saltó a tierra sin detener al caballo, corrió en pos del trineo y, una
vez que hubo saltado dentro, se instaló con las piernas colgado por encima del
borde. Lo mismo que antes, Vasili, el
cochero alto, subió en silencio en el primer trineo, junto a Ignashka, para
ayudarle a buscar el camino.
-¡Qué
manera de regañar! ¡Ay Señor! -rezongó
mi cochero.
Después
de esto, seguimos adelante bajo la fría luz tenue y vacilante. Cada vez que abría los ojos, veía ante mí el
gorro deforme del cochero, su espalda cubierta de nieve, las riendas, la cabeza
del caballo de tiro, con sus crines negras que el viento azotaba siempre por el
mismo lado, y el caballo bayo, con su cola atada. Abajo, veía sin cesar la misma nieve seca que el trineo levantaba
a su paso y que el viento se llevaba obstinadamente en la misma dirección. Delante, y siempre a la misma distancia, se
deslizaba el trineo que iba a la cabeza.
A
derecha e izquierda, todo aparecía blanco, deslumbrante. En vano buscan los ojos algún objeto, no se
ve nada: ni postes, ni haces de heno, ni valla alguna. Todo lo que se divisa es blanco y
movible. Ora el horizonte parece estar
inmensamente lejos; ora, se diría que está a dos pasos; otra desaparece para
resurgir delante y huye cada vez más veloz, hasta que se pierde de vista. Al mirar hacia arriba, se creería que todo
aparece claro, que se vislumbran estrellas a través de la bruma; pero éstas se
elevan tanto, que no queda sino la nieve que cae ante los ojos, cubriéndome la
cara y el cuello de la pelliza. El
cielo está claro, incoloro, movible por doquier. El viento parece cambiar de dirección: tan pronto sopla de frente
y la nieve me ciega; tan pronto me levanta el cuello de la pelliza por un lado
y me azota la cara; tan pronto, por detrás y penetra por todas las rendijas del
trineo. Incesantemente, se oye el ruido
de los cascos de los caballos, el de los trineos y el tintineo de los
cascabeles, que se extingue cuando pasamos por sitios donde la nieve alcanza
gran altura. De cuando en cuando, si el
viento viene de frente y nos deslizamos por una llanura helada, sin nieve, se
perciben distintamente los enérgicos silbidos de Ignashka y el sonido vibrante
de los cascabeles con la quinta trémula.
Al principio, estos sonidos rompen el triste carácter de la estepa;
pero, al cabo de un rato, resultan monótonos, y se repite con una precisión
insoportable la melodía que, involuntariamente, espero oír. Uno de mis pies empieza a helarse. Cuando me muevo tara taparme mejor, la nieve
de mi gorro y la del cuello de mi pelliza se me deslizan por el escote, y me
obligan a estremecerme. Sin embargo,
como estoy bien arrebujado, me encuentro a gusto y el sueño me vence.
CAPÍTULO VI
Los
recuerdos se suceden con rapidez creciente en mi imaginación.
“¿Cómo
será el mujik que grita sin cesar
dando consejos desde el segundo trineo?
Probablemente es pelirrojo, robusto y de piernas cortas. Debe de parecerse a Fiodor Filipovich,
nuestro viejo mozo de comedor”, pienso.
Entonces, se me representa la escalera de nuestra gran casa; cinco
criados avanzan pesadamente sobre unas bayetas, arrastrando un piano que han
traído del pabellón; Fiodor Filipovich, con las mangas de la librea remangadas
y un pedal en la mano, corre delante de ellos, abriendo puertas, arreglando
aquí, empujando allá, pasando entre las piernas de los hombres y molestando a
todos. Grita con tono preocupado:
-¡Eh,
vosotros, los de delante, cargadlo sobre la espalda! ¡Así! Con la cola hacia arriba… ¡Más, más
arriba! Entrad por la puerta ahora,
esto es… así…
-Perdone,
Fiodor Filipovich; pero estoy solo de este lado y no puedo… -objeta tímidamente el jardinero.
Lo
han aprisionado contra la barandilla de la escalera; está sofocado por el
esfuerzo que hace para sostener el extremo del piano. Y Fiodor Filipovich sigue afanándose.
“¿Qué
significa eso? –me preguntaba-. Se
imagina ser útil e indispensable o, sencillamente, ¿está satisfecho porque Dios
le ha concedido esa elocuencia que despilfarra sin más ni más? Probablemente es
esto último.”
Luego,
sin saber por qué, veo el estanque. Con
el agua hasta las rodillas, los criados arrastran la red y Fiodor Filipovich,
con una regadera en la mano, corretea por la orilla, dando instrucciones. A
ratos, sujeta los dorados pececillos, suelta el agua turbia y echa agua
clara. Es un mediodía del mes de
julio. Camino por un prado, que acaban
de segar, bajo los ardientes rayos del sol.
Soy muy joven. Tengo la
sensación de que falta algo, de que deseo algo. Voy al estanque, a mi lugar preferido. Está entre unos rosales silvestres y un paseo de álamos
blancos. Me echo a dormir. Recuerdo la sensación que me embargó
mientras permanecí mirando a través de los tallos rojizos, cubiertos de pinchos
de los rosales, la tierra negra y reseca, y el estanque de un azul intenso, que
semejaba un espejo. Sentí una
satisfacción ingenua mezclada de tristeza.
Todo en torno mío era bello e influía sobre mí de tal modo que me
consideré bueno y me molestó que nadie me admirase. Hacía calor. Procuré
dormir para consolarme; pero las insoportables moscas no me dejaron en paz, ni
siquiera en ese lugar. Reunidas en
torno mío, daban saltitos sobre mi frente y mis manos. A la hora de más calor, una abeja zumbó
cerca de mí y varias mariposas de alas amarillas revolotearon de una brizna de
hierba a otra. Miré hacia arriba. El sol me hirió en los ojos. Eran demasiado resplandecientes los rayos
que se filtraban a través de las rizosas ramas del abedul que se mecía
suavemente en lo alto, por encima de mi cabeza. Me cubrí el rostro con un pañuelo. Hacía un calor sofocante.
Tuve la sensación de que las moscas se me quedaban pegadas en las
sudorosas manos. Había una infinidad de
gorriones entre los rosales. Uno de
ellos saltó al suelo, a un arshin de
distancia de mí, picoteó la tierra y voló, lanzando un alegre trino. Otro hizo lo mismo; y, tras de levantar la
colita, siguió a su compañero, raudo como una flecha. Desde el estanque se oyó golpear ropa mojada con palas de
madera. También se percibieron las risas
y las zambullidas de los bañistas. Una
ráfaga de viento rumoreó entre las copas de los árboles, agitó las hojas de los
rosales y, llegando hasta mí, levantó un extremo del pañuelo con que me había
cubierto la sudorosa cara y me hizo cosquillas. Una mosca que se había deslizado bajo el pañuelo, se debatió
asustada junto a mi boca. Sentí que una
rama seca se me incrustaba en la espalda.
No podía seguir acostado; tenía que ir a bañarme. De pronto, se oyeron unos pasos apresurados
y una vez femenina asustada:
-¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Será posible que no se encuentre un hombre?
-¿Qué
pasa? –pregunto, saliendo al encuentro de la mujer que se lamenta.
Esta
se limita a volver la cabeza; hace un gesto y sigue corriendo. Luego, aparece Matriona. Es una anciana de ciento cinco años. Se sujeta el pañuelo de la cabeza con una
mano y avanza a saltitos, arrastrando uno de sus pies enfundados en medias de
lana. Se dirige hacia el estanque. Dos niñas corren de la mano y un chiquillo,
como de diez años, que lleva una levita de adulto, probablemente de su padre,
apenas si puede seguirlas.
-¿Qué
ha ocurrido? –pregunto.
-Se
ha ahogado un mujik.
-¿Dónde?
-En
el estanque.
-¿Un
mujik de los nuestros?
-No;
uno que pasaba por aquí.
El
cochero Iván camina presuroso por la hierba recién segada, haciendo crujir sus
botazas, seguido del grueso administrador Yakov, que está sin aliento. Van hacia al estanque y yo los sigo.
Recuerdo
que una voz interior me decía: “Arrójate al agua para salvar al mujik y todos se sorprenderán de tu
proceder.” Eso es precisamente lo que
deseo.
-¿Dónde
está? ¿Dónde? –pregunto a un grupo de criados que se han reunido en la orilla.
-Allá,
al fondo, junto a la otra ribera, cerca de la caseta de baños –dice la
lavandera, mientras recoge la ropa mojada.
Veo
al mujik que tan pronto aparece en la
superficie como desaparece. Una de las
veces, al resurgir, grita: “¡Padrecitos, me ahogo!” Y se va al fondo. Ya no se distingue más que una serie de
burbujas. Entonces comprendo que se
está ahogando y vocifero: “¡Padrecitos, este mujik se ahoga!”
Tras
de echarse al hombro el hatillo de ropa mojada, la lavandera se aleja por el
sendero, moviendo las caderas.
-¡Qué
fastidio! –exclama Yakov Ivanovich, el administrador, con desesperación-.
¡Cuántas molestias vamos a tener con el Juzgado!
Un
mujik se abre paso entre las mujeres
agolpadas en la otra orilla. Y, después
de colgar en la rama de un sauce la guadaña que trae en la mano, empieza a
descalzarse lentamente.
-¿Dónde
se ha ahogado? –pregunto, deseoso de arrojarme en el lugar que haya sido y
hacer algo extraordinario.
Me
señalan la superficie lisa del estanque, que el vientecillo riza ligeramente a
ratos. No comprendo cómo ha podido
ahogarse ese hombre. El agua por encima
de él sigue siendo bella, tersa y serena, con sus reflejos dorados bajo el sol
de mediodía. Me parece que no puedo
hacer nada extraordinario, ni sorprender a nadie, sobre todo porque nado muy
mal. El mujik se está quitando la camisa; no tardará en echarse al
agua. Todos lo miran esperanzados, con
el corazón en un hilo. Pero, una vez
que se adentra en el estanque, cuando el agua le llega al cuello, vuelve
lentamente a la orilla y se pone la camisa: no sabe nadar.
Acude
gente sin cesar, la multitud aumenta.
Las mujeres se sujetan unas a otras.
Pero nadie presta ayuda a la víctima.
Los recién llegados dan consejos, lanzan suspiros y sus semblantes
reflejan miedo y horror. Algunos,
cansados de estar en pie, se sientan en la hierba y otros se van. La vieja Matriona pregunta a su hija si ha
echado la llave de la estufa; el chiquillo de la levita larga se entretiene
tirando guijarros al agua.
De
pronto, veo a Trezorka, el perro de
Fiodor Filipovich. Baja de un cerro a
todo correr, ladrando y volviendo la cabeza.
Y, entre los rosales, surge la figura de su amo, que también acude
presuroso.
-¿Qué
hacéis? –vocifera, quitándose la levita, sin dejar de correr-. ¡Se está ahogando un hombre y estáis ahí,
pasmados! ¡Traed una cuerda!
Esperanzados
y temerosos, todos miran a Fiodor Filipovich, que, apoyándose en el hombro de
un criado servicial, se quita la bota derecha con la punta de la izquierda.
-Está
allí, donde se ve aquel grupo de gente, a la derecha del sauce –le dice
alguien.
-¡Ya
lo sé! –contesta el administrador.
Frunce
el ceño ante las muestras de pudor de las mujeres mientras se quita la camisa y
la cruz que lleva al cuello: se las entrega a un chiquillo que, permanece
inmóvil ante él y se dirige al estanque, pisando enérgicamente la hierba
segada.
Preguntándose
sin duda el motivo de la rapidez de movimientos de su amo Trezorka se detiene junto a la multitud, mordisquea algunas briznas
de hierba de la ribera, mira interrogativamente al administrador; y después de
lanzar un alegre ladrido, se arroja al agua con él. Al principio, sólo se ve la espuma, y las salpicaduras llegan
hasta nosotros. Pero, al cabo de un
momento, echando los brazos hacia delante con gesto gracioso y alzando y
bajando uniformemente la blanca espalda, el administrador nada hacia la
orilla. En cambio, Trezorka vuelve jadeante, se sacude junto a la multitud y se frota
contra la hierba. En el momento preciso
en que Fiodor Filipovich alcanza la orilla opuesta, dos cocheros se acercan
corriendo al sauce con una red enrollada en una vara. No se sabe por qué, Fiodor Filipovich levanta los brazos y bucea
tres veces seguidas. Cuando reaparece
en la superficie, echa agua por la boca y sacude la cabellera con gesto
elegante, sin contestar a las preguntas que llueven sobre él por todas
partes. Finalmente, sale a la orilla y,
por lo que puede deducirse, da órdenes para echar las redes. Pero, cuando las extraen, no hay nada en el
cope sino cieno y unos cuantos pececillos que se debaten. Mientras vuelen a echar las redes, paso al
otro lado del estanque.
No
se oye más que la voz de Fiodor Filipovich que da órdenes, el chapoteo de las
cuerdas sobre el agua y suspiros de horror.
Y cada vez se divisan más cerca las cuerdas que salen, cubiertas de
hierbas.
-¡Ahora,
tirad todos a una! –grita Fiodor Filipovich.
-Hemos
debido de pescar algo. La red pesa
mucho –dice una voz.
Los
dos extremos de la red salen poco a poco sobre la ribera, mojando y magullando
la hierba. A través de la superficie
del agua agitada, se distingue algo blanco de las redes. En medio del silencio sepulcral, un grito de
horror recorre la multitud.
-¡Tirad
todos a una! ¡Sacadlo a la orilla! –exclama Fiodor Filipovich, con todo
resuelto.
Los
hombres llevan al ahogado al pie del sauce, arrastrando las redes por los
tallos del lúpulo y de la bardana recién segados.
En
eso, veo a mi tía. Es una viejecita de
aspecto bondadoso. Lleva un vestido de
seda y una sombrilla de color lila que, no se sabe por qué, desentona con esta
escena de muerte, terrible por su sencillez.
Está a punto de echarse a llorar.
Recuerdo su decepción al comprobar que en aquel caso no le serviría para
nada el árnica; y también la dolorosa sensación que experimenté cuando me dijo,
con ese ingenuo egoísmo, debido al cariño:
-Vámonos,
querido. ¡Esto es horrible! ¡Y tú, que
te bañas siempre solo…!
El
sol abrasa la tierra reseca bajo nuestros pie y juguetea en la superficie del
agua; las carpas grandes se agitan junto a las orillas y una multitud de
pececillos hacen ondular el agua; un buitre revolotea por encima de una bandada
de patos que se dirigen al centro del estanque a través de los cañaverales;
jirones de nubes blancas, que presagian tormenta, se condensan en el horizonte;
el cieno que han sacado las redes a la orilla va secándose poco a poco. Al pasar por el malecón, oigo de nuevo los
golpes de una pala sobre ropa mojada.
Pero
es como si fuesen dos palas, porque suenan a la tercera. Ese sonido me atormenta, sobre todo porque
sé que se trata de un cascabel y que Fiodor Filipovich no le mandará
callar. Lo mismo que un instrumento de
tortura, esa pala me oprime un pie, que se me está helando…
Me
despertaron dos voces que hablaban junto a mí.
El trineo se deslizaba veloz.
-¡Ignat!
¡Ignat! ¡Escucha! –dice mi cochero-.
¿Quieres encargarte de llevar a este señor?... De todos modos, tienes que hacer el viaje; en cambio yo, lo hago
especialmente…
La
voz de Ignat contesta junto a mí.
-¿A
santo de qué voy a cargar con un viajero? ¡Si al menos me pagaras media
botellita!...
-¡No
pides casi nada!... Tendrás que conformarte con un vaso.
-¿Por
un vaso de vodka vas a cansar a los caballos? –interviene otra vez.
Abro
los ojos. Sigue nevando. Los insoportables copos de nieve revolotean
ante mi vista; ahí están los mismos cocheros y los mismos caballos; pero diviso
además otro trineo, junto al mío. Mi
cochero ha alcanzado a Ignat y, durante un buen rato, vamos a su lado. A pesar de que, desde otro trineo, una voz
le aconseja que no acepte menos de media botella, Ignat detiene su troika.
-¡Qué
le vamos a hacer! Traslada las cosas del barin. Pero ya sabes, ¿eh? En cuanto lleguemos,
tienes que pagarme el vaso… ¿Lleva mucho equipaje?
Mi
cochero salta a la nieve con una viveza que le es impropia, se inclina y me
ruega que me traslade al trineo de Ignat.
Accedo. Sin embargo, está tan
contento que siente necesidad de manifestarme su agradecimiento: me hace una
serie de reverencias y me da las gracias, así como a Aliosha y a Ignat.
-¡Gracias
a Dios! De otro modo ¿qué iba a ser de nosotros? ¡Ay Señor! Media noche viajando sin saber adónde
vamos. Padrecito, Ignat lo llevará. Mis caballos no pueden seguir. Están rendidos.
Y
el cochero saca mis cosas con una actividad redoblada.
Mientras
tanto, impelido por el viento, me acerco al segundo trineo. Está cubierto de un palmo de nieve, sobre
todo por un lado. Los dos cocheros han
colgado una pelliza para preservarme del viento y dentro se está muy bien. El viejecito sigue con las piernas colgando,
lo mismo que antes; y, el del cuento dice: “Cuando el general fue al cuarto de
María, en nombre del rey, ésta le dijo: “General, no eres tú a quien amo, no
puedo amarte; estoy enamorada del príncipe… Y cuando…” –continúa, pero, al
verme, calla un instante y se pone a encender la pipa.
-¿Qué
hay, barin? ¿Viene a escuchar el
cuentecito? –preguntó uno de los hombres, el que daba consejos.
-¡Qué
bien estáis aquí! –comento.
-¡Vaya!
Es para no aburrirnos… Así, al menos,
uno no piensa…
-¿Sabéis
dónde estamos?
Me
parece que esta pregunta no agrada a los cocheros.
-¿Quién
podría saberlo? A lo mejor, en la tierra de los calmucos –replica el de los
consejos.
-¿Qué
vamos a hacer? –pregunto.
-Pues,
nada. Seguir avanzando. Tal vez lleguemos a algún sitio –me contesta
uno de ellos, en tono descontento.
-¿Y
si los caballos se nos paran en medio de la estepa? ¿Qué pasará?
-¡Pues
nada!...
-¿Nos
helaríamos?
-Desde
luego. Además, ni siquiera se ven haces
de heno. Eso quiere decir que estamos
en la tierra de los calmucos… No nos
queda más remedio que guiarnos por la nieve…
-¿Es
posible que tengas miedo de helarte, barin?
–me pregunta el viejecito, con voz trémula.
A
pesar de que parece burlarse de mí, se ve que está completamente aterido.
-Sí,
empieza a apretar el frío –digo.
-Deberás
darte una carrerita como yo… Así
entrarías en calor.
-Lo
mejor es correr detrás de los trineos –interviene el de los consejos.
CAPÍTULO VII
-Haga
el favor de venir; todo está dispuesto –me gritó Aliosha desde el primer
trineo.
La
borrasca arreciaba con furia.
Encorvándome y sujetando con ambas manos los bajos de mi capote, a duras
penas pude recorrer los pocos pasos que me separaban del trineo. La nieve estaba blanda y el viento la
levantaba bajo mis pies. Mi cochero
estaba arrodillado en el centro del trineo vacío. Al verme, se quitó la gorra para pedirme una propina; una ráfaga
de aire le levantó los cabellos.
Probablemente no esperaba que se la diera porque mi negativa no lo
disgustó en absoluto. Tras de darme las
gracias, y mientras se ponía la gorra, exclamó:
-¡Dios
le proteja, barin!
Luego,
tiró de las riendas, chascó la lengua y se puso en camino. Acto seguido, Ignashka acució a los
caballos. De nuevo, el sonido que
producían los cascos sobre la nieve, los gritos de los cocheros y el tintineo
de los cascabeles, sustituyeron el ulular del viento, que se había dejado oír
con particular fuerza mientras estuvimos parados.
Durante
un cuarto de hora, permanecí despierto, entreteniéndome en examinar la figura
de mi nuevo cochero y los caballos.
Ignashka se mantenía erguido en actitud valiente. Sin cesar, blandía el látigo, animaba a los
animales, daba golpecitos con un pie contra otro y, echándose hacia delante,
arreglaba la retranca del caballo de varas, que se deslizaba hacia la
derecha. No era un hombre alto; pero,
sin duda, estaba bien constituido.
Encima de una pelliza corta, llevaba un armiak desabrochado y echado hacia atrás, lo que le dejaba el
cuello al descubierto. Sus botas eran
de cuero y no de fieltro. Tenía la
cabeza cubierta con un gorro muy pequeño, que constantemente se quitaba para
arreglárselo, y se protegía las orejas únicamente con los cabellos. Sus
movimientos no sólo denotaban energía, sino, según me pareció, también deseos
de provocarla. Cuanto más avanzábamos,
tanto más a menudo cambiaba de postura, daba saltitos, se golpeaba un pie
contra el otro y nos dirigía la palabra a mí y a Aliosha. Me pareció que temía desanimarme. Y no le faltaban motivos. Los caballos eran buenos, desde luego; pero
el camino se ponía cada vez más difícil y era evidente que corrían cada vez con
mayor desgana. Ya era preciso
fustigarlos. El de varas, un animal
grande y peludo, había tropezado dos veces.
El de la derecha –lo observaba sin querer- esperaba a que lo acuciaran;
pero, como se trataba de un caballo fogoso, parecía irritarse de su debilidad,
y bajaba y alzaba la cabeza, como pidiendo que soltaran las riendas. Era terrible ver que la borrasca y la helada
se intensificaban, que el camino se ponía más difícil y que se debilitaban los
caballos. Decididamente, no sabíamos
dónde estábamos, ni por dónde ir para llegar, no ya a una estación de postas,
sino a cualquier refugio. Resultaba
extraño y ridículo, al mismo tiempo, oír los cascabeles que sonaban de un modo
tan alegre, tan libre, y la hermosa voz de Ignashka. Era como si paseáramos en invierno por las calles de una aldea,
en un mediodía festivo y soleado. Sobre
todo, se hacía raro pensar que seguíamos avanzando, que avanzábamos veloces,
alejándonos del lugar en que nos encontrábamos.
Ignashka
entonó una canción en un falsete desagradable.
Cantaba muy alto y silbaba con toda su alma durante las prolongadas
pausas que hacía, de manera que, oyéndolo, hubiera sido ridículo tener miedo.
-Oye,
Ignat. ¿Para qué te destrozas la
garganta?- se dejó oír la voz del que daba consejos-. ¡Para un momento!
-¿Qué
dices?
-¡Que
pa-a-a-res!
Ignat
detuvo el trineo. Volvió a oírse el
aullar del viento. Formando remolinos,
la nieve empezó a caer más espesa sobre el trineo. El que daba consejos se acercó a nosotros.
-¿Qué
hay?
-Ya
vez… ¿Hacia dónde debemos tirar…?
-¿Quién
diablo puede saberlo?
-¿Por
qué das esos golpes? ¿Es que se te han helado los pies?
-Completamente.
-A
lo mejor, aquello que vemos allí es un campamento de calmucos. Debías ir a ver… Así te entrarían en calor los pies…
-Bueno. Sujeta los caballos… Ten.
Ignat
corrió en dirección que le había indicado el cochero.
-Hay
que buscar el camino; entonces se encontrará.
No podemos seguir adelante, a la buena de Dios. ¡Los caballos están rendidos!
Durante
la ausencia de Ignat –fue tan larga que hasta temí que se hubiese extraviado-
el cochero me explicó cómo se debe proceder durante una borrasca. Dijo que era mejor desenganchar a un caballo
y soltarlo: “Dios es testigo de que el animal encuentra siempre el camino.”
Añadió
también que era posible guiarse por las estrellas y que de haber ido él a la
cabeza, hacía mucho que hubiéramos llegado a la estación.
-¿Qué?
¿Hay algo? –preguntó a Ignat, que volvía, avanzando penosamente, hundido en la
nieve hasta las rodillas.
-Si. Desde luego, se ve un campamento; pero no sé
de qué tribu será –contestó éste, jadeando-.
Sin duda estamos en la aldea de Prolgov. Debemos tirar hacia la izquierda.
-Pero
¿qué nos estás contando? Es un campamento de los nuestros, que está detrás de
la aldea cosaca –replicó el otro cochero.
-Te
digo que no.
-No
puede ser otra cosa. Me basta con echar
una ojeada para saberlo. O, a lo mejor,
es la aldea de Tamishev. Tiremos hacia
la derecha para salir directamente al puente grande…, a la versta ocho.
-Te
estoy diciendo que no. ¡Si lo acabo de
ver! –gritó Ignat, malhumorado.
-¡Qué
cosas tienes! ¡Y eso que eres cochero!
-Ve
a verlo tú, que también lo eres.
-¿Para
qué? Lo sé sin necesidad de ir.
Sin
contestar y muy enfadado, Ignat subió al pescante de un salto; y proseguimos el
viaje.
-Se
me han dormido los pies. No hay manera
de que entren en calor –dijo a Aliosha, mientras sacaba la nieve que se le
había introducido en la caña de las botas.
Me
invadieron unas terribles ganas de dormir.
CAPITULO VIII
“¿Será
posible que me esté helando? –pienso a través del sueño-. Dicen que, cuando uno se hiela, empieza por
dormirse. Es mejor ahogarse que morir
helado; me sacarán con unas redes.
Aunque, por otra parte, da igual que me ahogue o me hiele, con tal que
no se me incrustase ese palo en la espalda y pueda adormilarme.”
Por
un instante, caigo en la inconsciencia.
“¿Cómo
terminará todo esto?” me pregunto, de pronto.
Abro los ojos y contemplo la blanca llanura. “¿Cómo acabará? Si no encontramos haces de heno y los caballos se
paran –lo que sin duda no tardará en ocurrir –nos helaremos todos.” Reconozco que, aun cuando tenía un poco de
miedo, el deseo de que nos ocurriera algo extraordinario, algo trágico, era más
fuerte que mi temor. Me gustaba la idea
de que de madrugada los caballos nos condujeran a una aldea desconocida y que
algunos estuviéramos medio helados y otros del todo. Me imaginaba cosas extrañas con sorprendente claridad. Los caballos se detienen; se amontona la
nieve y ya no se ven sino sus orejas.
De pronto, aparece Ignashka que pasa junto a nosotros en su trineo. Le suplicamos a gritos que nos recoja, pero
el viento se lleva nuestras voces y no nos oye. Ignashka se echa a reír.
Acucia a los caballos y desaparece en un profundo barranco cubierto de
nieve. El viejecito monta uno de los
caballos con intención de irse, pero no logra moverse del sitio en que está; mi
primer cochero, que lleva una gorra muy grande, se arroja sobre él, lo derriba
y lo pisotea en la nieve: “Eres un brujo, un pendenciero –vocifera-. Vamos a errar los dos juntos.” Pero el viejecito rompe el cerro de nieve
con la cabeza y se transforma en un conejo que huye de nuestro lado. Unos perros lo persiguen. El cochero que daba consejos, que es Fiodor
Filipovich, ordena que todos se sienten en corro. Así, no importa que nos sepulte la nieve. Estaremos abrigados. En efecto, estamos calentitos y a gusto;
pero tenemos sed. Saco la cantina y
obsequio a todos con ron azucarado. Y
yo también bebo con gran avidez. El
narrador nos relata un cuento sobre el arco iris. Por encima de nosotros se ha formado un techo de nieve y se ve un
arco iris. “Construyamos una habitación
para cada uno y echémonos a dormir”, digo.
La nieve es suave y templada, lo mismo que una piel. Me preparo un cuarto y me dispongo a entrar
en él; pero Fiodor Filipovich, que ha visto mi dinero en la cantina, me dice:
“¡Espera! Dame el dinero. ¡De todas formas hemos de morir!”, y me agarra por
una pierna. Le entrego el dinero,
rogándole únicamente que me suelte. No
cree que ése sea todo mi dinero y quiere matarme. Me apodero de la mano del viejecito y la cubro de besos con un
placer indescriptible: su mano es suave y está dulce. Al principio, el anciano quiere retirarla, pero luego me la
abandona y hasta me acaricia con la otra mano.
Sin embargo, Fiodor Filipovich se acerca y me amenaza. Corro a mi habitación que se convierte en un
largo pasillo blanco. Alguien me
retiene por los pies. Logro
desprenderme. Mi ropa y parte de mi
piel queda en manos del que me sujetaba.
Tengo frío y me siento avergonzado, sobre todo porque veo que mi tía,
con la sombrilla y el botiquín homeopático, viene a mi encuentro del brazo del
hombre ahogado. Ambos ríen, sin
comprender las señas que les hago.
Salto al trineo; sin embargo, mis pies se arrastran por la nieve. El viejecito me persigue, agitando los
codos. Ya está cerca de mí, pero oigo
el tintineo de los cascabeles y sé que, en cuanto los alcance, estoy
salvado. El sonido de los cascabeles se
torna más intenso por momentos. El
viejo me ha pillado, cayendo de bruces encima de mi cara, de manera que apenas
si distingo el tintineo de los cascabeles.
Lo mismo que antes, me pongo a besarle la mano. De pronto, me doy cuenta de que se ha
transformado en el hombre ahogado… que grita: “¡Detente! ¡Ignashka, detente! Me
parece que están ahí los haces de Ajmetkin.
Ven a ver.” Esto es demasiado horrible…
Es mejor despertar…
Abro
los ojos. El viento me ha echado sobre
la cara los bajos del capote de Aliosha y tengo las rodillas destapadas. Nos deslizamos por una capa de hielo. Vibra en el aire el tintineo de los
cascabeles que suenan a la tercera, con la quinta trémula.
Quiero
ver los haces, pero en lugar de éstos, aparecen ante mí una casa con balcón y
el muro almenado de una fortaleza. Sin
embargo, no siento interés en examinarlos.
Lo principal es ver de nuevo el pasillo blanco, oír el tañido de la
campana de la iglesia y besar la mano del viejecito. Vuelvo a cerrar los cojos y me adormilo.
CAPÍTULO IX
Estaba
profundamente dormido; pero oía sin cesar los cascabeles que sonaban a la
tercera y que, en el sueño, se me presentaban ora bajo la forma de un perro que
ladraba y se tiraba sobre mí, ora bajo la de un órgano, del que yo era un tubo,
ora bajo la de unos versos franceses que estaba escribiendo. A ratos me parecía que esa tercera era un
instrumento de tortura con el que me apretaban la planta del pie derecho. El dolor llegó a ser tan agudo que me
desperté. Abrí los ojos y me froté el
pie, que comenzaba a helárseme. La
noche seguía siendo turbia, blanca. Lo
mismo que antes, algo me empujaba, empujando también el trineo; Ignashka iba
sentado al lado y daba golpes con los pies; el caballo de varas corría al trote
por la gruesa capa de nieve, con el cuello en tensión, levantando poco las
patas. La cabeza del de la derecha, con
las crines al aire, se balanceaba uniformemente, estirando y aflojando las
riendas. Pero todo estaba más cubierto
de nieve. Se había arremolinado
formando verdaderos montones por delante y a ambos lados; los palos de los
trineos, los cuellos de nuestras pellizas y las gorras estaban materialmente
sepultados. Las patas de los caballos
se hundían hasta la rodilla. El viento
soplaba ora por la derecha, ora por la izquierda, agitando el cuello y los
bajos del armiak de Ignashka y las
crines del caballo de varas.
El
frío arreciaba. En cuanto sacaba un
poco la cabeza de la pelliza, unos copos secos, helados, me cubrían las
pestañas, la nariz, la boca y se me deslizaban por el cuello. En torno a mí, no se veía que la blanca
llanura bajo una luz turbia. Sentí
miedo. Aliosha dormía a mis pies, en el
fondo del trineo. Una espesa capa de
nieve le cubría la espalda. Ignashka no
se desanimaba: tiraba de las riendas, acuciaba a los caballos y pataleaba sin
cesar. Los cascabeles seguían sonando
tan maravillosamente como antes. De
cuando en cuando, se oía relinchar a los caballos. Corrían más despacio y tropezaban con frecuencia. Ignashka dio un salto, sacudió uno de sus
guantes y entonó una canción con su voz aguda; pero antes de acabarla, detuvo
la troika, echó las riendas sobre el pescante y se apeó. El viento aullaba con furia y la nieve caía
con más intensidad. Volví la
cabeza. La tercera troika no nos
seguía; se había quedado rezagada. A
través del torbellino, distinguí al viejecito que saltaba sobre un pie y sobre
el otro, junto a la segunda. Cuando
hubo recorrido unos pasos, Ignashka se sentó en la nieve y, tras de quitarse el
cinturón, procedió a descalzarse.
-¿Qué
haces? –pregunté.
-Tengo
que cambiarme el calzado para que no se me hielen los pies –me dijo.
No
me asomé para ver cómo lo hacía, por miedo al frío. Permanecí erguido observando el caballo de varas, que había
avanzado una pata y movía su cola atada y cubierta de nieve, en una actitud
cansada. Me despertó la sacudida que
produjo Ignashka al saltar al pescante.
-¿Dónde
estamos? ¿Llegaremos antes del amanecer?
-¡Claro
que sí! Esté tranquilo. Lo importante
es que se me han calentado los pies, ahora que me he puesto otras botas.
Tiró
de las riendas, resonaron los cascabeles y el trineo se puso en marcha
balanceándose como antes. De nuevo
empezamos a bogar por aquel infinito mar de nieve.
CAPÍTULO X
Me
quedé profundamente dormido. Cuando me
desperté, porque Aliosha me empujó con un pie, había amanecido. Me pareció que
el frío apretaba más de de noche. No
nevaba; pero el viento hacía revolotear la nieve por la estepa, sobre todo bajo
los cascos de los caballos y bajo los patines del trineo. Por levante, el cielo aparecía azul oscuro,
pero se destacaban en él unas franjas oblicuas, de un color rojo
anaranjado. Por encima de nuestras
cabezas, a través de unas nubes blancas, podía distinguirse el pálido
firmamento, y a la izquierda, también se veían unas nubes claras, ligeras y
movibles. En torno a nosotros, hasta
donde podía alcanzar la vista, la estepa estaba cubierta de espesas capas de
nieve. Aquí y allá se divisaba algún
cerrillo gris por encima del cual se formaban torbellinos de nieve seca.
No se veían huellas de trineos, pisadas de hombres ni de animales. La silueta del cochero y las de los caballos
se destacaban distintamente, incluso en el fondo blanco… El gorro azul marino de Ignashka, el cuello
de su pelliza, sus cabellos y sus botas aparecían blancos. El caballo gris tenía parte de la cabeza y
la cerviz cubiertas de una capa de nieve y el de la derecha, las patas y el
lomo. Las borlitas del caballo de varas
se agitaban al compás de cualquier melodía que me imaginara y el animal corría
igual que antes; pero, por su vientre hundido, que se inflaba y se encogía, y
por sus orejas gachas, se deducía que estaba agotado. Un solo objeto me llamó la atención: era un poste indicando una versta. Junto a él, del lado derecho, el viento había formado un enorme
montón de nieve. Me sorprendió que
hubiésemos conseguido llegar a algún sitio, después de haber viajado durante
toda la noche, por espacio de doce horas, con los mismos caballos y sin saber
adónde íbamos. Nuestros cascabeles
parecían sonar más alegremente que antes.
Ignashka estaba jadeante. De
cuando en cuando lanzaba un grito.
Detrás, se oía relinchar a los caballos y tintinear los cascabeles de la
troika del viejecito y del que daba consejos.
En cambio, el cochero, que iba dormido, se había separado
definitivamente de nosotros. Después de
recorrer media versta, divisamos las
huellas recientes, apenas cubiertas por la nieve, de un trineo de tres caballos
y gotas de sangre aquí y allá.
Probablemente, se había herido algún caballo.
-Estas
huellas deben de ser del trineo de Filip.
¡Ha llegado antes que nosotros! –exclamó Ignashka.
Al
borde del camino, sepultada bajo la nieve, casi hasta el tejado, se ve una
casita con un letrero. Es una
fonda. Ante la puerta hay una troika de
caballos grises. Están sudorosos,
esparrancados y tienen las cabezas gachas.
Junto a la entrada, que acaban de limpiar, se ve una pala.
Pero sigue cayendo la nieve del tejado y el viento la arremolina.
Al
oír los cascabeles, aparece en la puerta un cochero. Es un hombre pelirrojo, alto, coloradote. Tiene un vaso en la mano y nos grita
algo. Inashka se vuelve hacia mí y me
pide permiso para detenernos. Veo su
cara por primera vez.
CAPÍTULO XI
No
era de tez morena, enjuto y de nariz recta, como me había figurado a juzgar por
sus cabellos y su constitución, sino un chato, de rostro redondo y alegre, boca
muy grande y ojos de un azul intenso.
Tenía el cuello y las mejillas tan colorados como si se los hubiera
acabado de frotar; y sus cejas, sus largas pestañas y su barbilla estaban
cubiertas de nieve.
Faltaba
media versta para llegar a la
estación de postas. Nos detuvimos.
-Bueno;
pero démonos prisa –dije.
-Sólo
un momentito –replicó Ignashka y, apeándose de un salto, se acercó a Filip-:
Venga, traiga –dijo, mientras se quitaba el guante de la mano derecha y lo
arrojaba en la nieve, junto con el látigo.
Después,
con la cabeza echada hacia atrás, se bebió de un trago la copita de vodka que le
había tendido el otro. El tabernero,
sin duda un cosaco retirado, salió a la puerta con una botella en la mano.
-¿A
quién sirvo? –preguntó.
Vasili,
el cochero alto –un joven rubio, delgado, con barba de chivo- y el que daba
consejos –un hombre grueso, de barba blanca, muy poblada, que enmarcaba su
colorado rostro –se acercaron a tomar una copita cada uno. El viejecito llegó hasta el grupo de
bebedores; pero, al ver que no le ofrecían vodka, se fue junto a los caballos,
atados a la trasera del trineo, y se puso a acariciar a otro de ellos.
Era
tal y como me había imaginado: bajito, delgado, de rostro surcado de arrugas,
de barba rala, nariz afilada y dientes amarillos y cariados. Llevaba una gorra nueva de cochero, pero su
pelliza estaba raída y manchada. Los
bajos, rotos, no le llegaban a las rodillas, y dejaban ver su pantalón de
lienzo remetido en las enormes botas de fieltro. Estaba encogido, ceñudo, le temblaban las rodillas y se le
contraían los músculos de la cara.
Empezó a afanarse junto al trineo, sin duda para entrar en calor.
-¿Qué
hay, Mitrich? Ofrécenos media botellita; así entrarás en calor –le dijo el
cochero que daba consejos.
Mitrich
se estremeció. Tras de arreglar la
retranca de uno de los caballos, se dirigió a mí:
-Toda
la noche hemos andado buscando el camino para ti, barin –dijo, quitándose la gorra, con lo que dejó al descubierto
sus cabellos canosos-. ¿No nos vas a
ofrecer siquiera media botella? Anda,
excelencia, que yo no tengo para pagármela y así no hay quien entre en calor
–añadió, con una sonrisa servil.
Le
di veinticinco copecks. El tabernero trajo un vaso y se lo tendió al
viejecito. Tras de quitarse el guante,
éste alargó su pequeña mano morena, picada de viruelas y ligeramente azulada;
pero el dedo gordo, como si no fuera suyo, se negó a obedecerle: no pudo
agarrar el vaso que cayó sobre la nieve.
Los
cocheros lanzaron una carcajada.
-¡Vaya
con Mitrich! Está helado. No puede ni
sostener un vasito.
Pero
el viejo se disgustó mucho por haber tirado el vodka. Trajeron otro vaso y le echaron el contenido en la boca, con lo
que se animó en seguida. Entró
corriendo en la posada. Una vez dentro,
encendió la pipa y se hurgó en los dientes, lanzando invectivas a cada palabra
que decía. Cuando hubieron terminado de
beber, los cocheros se separaron, dirigiéndose a sus respectivas troikas y
partimos.
La
nieve tornábase más blanca y deslumbradora por momentos. Me empezaron a doler los ojos de
mirarla. Unas franjas rojizas y
anaranjadas se elevaron por el cielo, volviéndose muy luminosas. En el horizonte, entre las nubes grises,
apareció el rojo disco del sol; el cielo se volvió de un azul intenso y
brillante. Junto a la aldea cosaca, las
huellas del camino aparecían claras; acá y allá se veía algún bache; el frescor
del aire helado me resultaba muy agradable.
Mi t trineo se deslizaba veloz.
La cabeza del caballo de varas y su cuello, con las crines al aire, se
balanceaban rápidamente. Los animales
tiraban todos a una, dando enérgicos brincos; las borlitas les golpeaban los
flancos y las retrancas heladas se ponían tensas. A ratos, el de varas se hundía en un montón de nieve y salía de
él con los ojos pegados. Ignashka
lanzaba alegres gritos, con su voz de tenor.
Los palos de los trineos rechinaban sobre la nieve helada; como si fuera
un día de fiesta, se oía el sonoro tintineo de los cascabeles y los gritos de
los cocheros, que estaban algo bebidos.
Volvía la cabeza, con los cuellos en tensión y respirando uniformemente,
los caballos trotaban por la nieve; Filip se arreglaba el gorro, sin dejar de
blandir el látigo; y el viejecito iba echado en el centro del trineo, con las
piernas recogidas.
Al
cabo de dos minutos, el trineo chirrió, deslizándose por las tablas de la
entrada recién barrida de la estación de postas. El cochero volvió hacia mí su alegre rostro helado y cubierto de
nieve.
-Por
fin lo hemos traído, barin –dijo.
Este
libro ha sido digitalizado por la voluntaria Graciela Prado.