LEÓN NIKOLAIEVICH TOLSTOI 

 

 

 

“LOS DOS HÚSARES”

(Dedicado a la Condesa M. N. Tolstoi)

 

 

CAPÍTULO I

 

 

A principios del Siglo XIX, cuando no había ferrocarriles, carreteras, alumbrado de gas, velas de estearina, divanes de muelles, ni más muebles que los pintados de laca; cuando no existían los jóvenes desengañados con monóculo, las mujeres filosófico-liberales ni las damas de las camelias que tanto abundan en nuestros días; en esa época ingenua en que, para ir de Moscú a San Petersburgo se utilizaba un carro o un coche de caballos y se viajaba ocho días con sus respectivas noches por caminos polvorientos o cubiertos de barro, con toda una provisión de platos caseros; cuando en las largas veladas de otoño, familias formadas por veinte o treinta personas se alumbraban con bujías de sebo; cuando se colocaban simétricamente los muebles; en esa época en que nuestros padres no sólo eran jóvenes, por no tener arrugas ni cabellos grises, sino porque estaban dispuestos a suicidarse por una mujer y se precipitaban al extremo opuesto del salón para recoger pañuelitos, que no siempre caían por casualidad; cuando nuestras madres llevaban el talle alto y mangas enormes, y resolvían los problemas familiares echándolos a suerte, y las encantadoras damas de las camelias se ocultaban de la luz del día; en esa ingenua época de las logias masónicas y de los martinistas, en los días de los Miloradovich, de los Davydov y de los Puschkin, en la provinciana ciudad de K*** se celebraba una reunión de propietarios, y tocaban a su fin las elecciones de los mariscales de la nobleza.

 

 

-Es igual, aunque sea en la sala –exclamó un joven oficial con gorra de húsar y pelliza, que acababa de apearse de un trineo y había entrado en el mejor hotel de la ciudad de K***.

-Hay una aglomeración enorme, excelencia –explicó el criado, dando ese tratamiento al húsar, porque ya se había enterado por su asistente de que era el conde Turbin-.  La propietaria de Afremovo y sus hijas se marcharán esta noche.  Así podrá ocupar la habitación once –añadió, mientras conducía a Turbin pasillo adelante, volviendo la cabeza sin cesar.

En la sala, ante una mesita por encima de la cual colgaba un retrato ennegrecido y de cuerpo entero del zar, había varias personas tomando champaña –sin duda eran nobles del lugar-; y en torno a otra, algo retirada, un grupo de comerciantes, con pellizas azules, que estaban de paso en la ciudad.

Después de llamar a Blucher, un enorme perro gris, el conde se quitó la pelliza, cuyo cuello estaba aún cubierto de escarcha, quedándose con una guerrera azul.  Ordenó que le sirvieran vodka y, sentándose a la mesa, tomó parte en la conversación de los señores.  Todos se sintieron bien predispuestos hacia el recién llegado, por su aspecto franco y agradable; y le ofrecieron una copa de champaña.  Turbin apuró la copita de vodka que le habían servido y encargó una botella con objeto de obsequiar a sus nuevos conocidos.  Al cabo de un momento, entró el cochero para pedir la propina.

-¡Shashka! Dale una propina –gritó Turbin a su asistente.

El cochero abandonó la sala, acompañado de Sashka; pero no tardó en volver con unos copecks en la mano.

-Padrecito, he hecho todo lo que he podido por servirte.  Me prometiste medio rublo éste me da sólo veinticinco copecks.

-¡Sashka! Dale un rublo –gritó Turbin.

El asistente bajó la cabeza y se puso a mirar los pies del cochero.

-Le he dado bastante –replicó, en voz de bajo, al cabo de un rato-.  Además, no me queda más dinero.

Turbin sacó de la cartera los dos últimos billetes que le quedaban y entregó uno al cochero.  Este le besó la mano y se fue.

-Me ha traído en un vuelo –dijo Turbin-.  Son los últimos cinco rublos que me quedan…

-Procede usted como un buen húsar –observó, con una sonrisa, uno de los nobles que, a juzgar por su bigote, su voz y la desenvoltura de sus pies, debía de haber sido militar de caballería-.  ¿Se propone permanecer mucho tiempo aquí, conde?

-Tengo que conseguir dinero; a no ser por eso me marcharía en seguida.  Además, no tienen habitaciones. ¡Maldita fonda!

-Permítame que le ofrezca mi cuarto.  Es el número siete.  Si quiere, puede pasar la noche conmigo.  Debería quedarse un par de días…  Esta noche habrá un baile en casa del mariscal de la nobleza.  Me gustaría mucho que asistiera…

-Anímese, conde, y quédese –intervino otro, un joven apuesto-.  ¿Qué prisa tiene por marcharse? Estas elecciones no volverán a celebrarse hasta dentro de tres años.  Es una ocasión para que conozca a nuestras muchachas.

-Sashka, tráeme ropa limpia; voy a ir a tomar un baño –exclamó Turbin, levantándose-.  Tal vez desde allí vaya a visitar al mariscal.  Ya veré.

Luego llamó al camarero y le dijo unas palabras. Este respondió con una sonrisa que “todo depende de las manos que uno tenga”, y se fue.

-Entonces, padrecito, mandaré que lleven mi maleta a la habitación –gritó Turbin desde la puerta.

-Sí, sí.  Esto me honrará mucho –replicó el de caballería, precipitándose en pos de él-.  No olvide que es el número siete.

Cuando se dejaron de oír los pasos de Turbin, el de caballería volvió a su sitio.  Se sentó junto a un funcionario y lo miró con ojos risueños, exclamando:

-¡Pero si es él!

-¿Quién?

-El del duelo, el célebre Turbin.  Ha debido de reconocerme.  Me apuesto cualquier cosa a que me ha reconocido.  Hemos pasado tres semanas juntos, divirtiéndonos de lo lindo en Lebedián.  Fue en la época en que estuve en la remonta.  Allí armamos una buena entre los dos: por eso ha fingido no conocerme.  Es un buen mozo, ¿verdad?

-¡Ya lo creo!  ¡Y muy simpático! –replicó el joven apuesto-.  En seguida nos hemos hecho amigos…  No debe de tener más de veinticinco años, ¿verdad?

-Eso es lo que parece; pero tiene más.  ¡Es todo un hombre!  ¿Quién raptó a la Migunova?   El.  El mató a Sablin y arrojó por la ventana a Matniev.  Y él fue quien ganó trescientos mil rublos en el juego al príncipe Nestierov.  ¡Es un auténtico calavera!  A nosotros se nos conoce por la fama que llevamos; pero nadie sabe lo que es un verdadero húsar.  ¡Oh, qué tiempos aquéllos!

Y el oficial de caballería describió a su interlocutor una orgía que había organizado en Lebedián en compañía del conde.  Pero eso no era verdad, en primer lugar porque nunca había visto a Turbi  -había pedido el retiro dos años antes que éste ingresara en el servicio-;  y, en segundo, porque no había servido jamás en cuerpo de caballería.  Por espacio de cuatro años había sido un modesto junker en el regimiento de Belev y había pedido el retiro al ascender a alférez.  Diez años atrás, habiendo heredado, había ido a Lebedián, donde había gastado setecientos rublos en diversiones, en compañía de  unos oficiales de la remonta.  Entonces se había hecho un uniforme de ulano, con intención de ingresar en ese cuerpo.  Las tres semanas que pasara en Lebedián quedaron para él como la época más feliz de su vida.  Al principio, su imaginación había transformado su deseo en realidad, y, después, en recuerdo, y acabó creyendo firmemente que había sido oficial de caballería.  Sin embargo, eso no le impedía ser un hombre digno, honrado y de buen corazón.

-El que no haya servido en caballería nunca podrá entendernos –concluyó, con su voz de bajo, sentándose en una silla a horcajadas y avanzando la mandíbula inferior-.  A veces, iba a la cabeza del escuadrón, montando un caballo que era el mismísimo demonio.  Se me acercaba el comandante que pasaba revista.  “Teniente: haga desfilar el escuadrón.  Ya sabe que sin usted no se hace nada”, ¡Ah, qué tiempos aquéllos!

Turbin volvió de la casa de baños con el rostro muy encendido y el cabello mojado.   Entró en la habitación número siete.  Allí lo esperaba el oficial de caballería, en batín, fumando en pipa, contentísimo con la suerte que la había tocado, la de compartir su cuarto con célebre húsar.

“¿Y si se le ocurre desnudarme y llevarme a las afueras de la ciudad para dejarme abandonado en la nieve? ¿Y si me unta de alquitrán o me…? –se preguntó de pronto-.  Pero no, no haría eso con un compañero.”

-¡Sashka, tienes que dar de comer a Blucher! –ordenó Turbin.

El criado acudió a la llamada de su amo; había tomado vodka durante el viaje y estaba algo borracho.

-¡Has bebido, canalla!  Anda, dale de comer al perro.

-No es fácil que se muera de hambre…  ¡Menudo lustre tiene! –replicó el asistente, acariciando al animal.

-¡No hables más!  ¡Haz lo que te mando!

-Tanta preocupación por el perro, y luego le reprocha a uno que haya bebido una copita…

-¡Calla o te mato! –vociferó Turbin, con una voz terrible que hasta vibraron los cristales de las ventanas y el oficial de caballería se asustó.

-Haría mejor preguntando si ha comido Sashka.  Pero ¡qué le vamos a hacer!  Ya se sabe que aprecia más al perro que a mí – prosiguió el asistente.

Pero, de pronto, recibió un puñetazo en pleno rostro y cayó al suelo dando con la cabeza contra la pared.  Llevándose una mano a la nariz, salió corriendo de la habitación y se desplomó en un cofre del pasillo.

-¡Me ha dejado sin muelas…! –murmuraba, enjugándose con una mano la nariz ensangrentada, mientras acariciaba con la otra el lomo del perro-.  ¡Me ha dejado sin muelas, Bliushka!  Pero, sea como sea, es mi señor y no vacilaría en arrojarme al fuego por él.  Es mi señor…  ¿Lo entiendes, Bliushka? ¿Tienes hambre?

Después de permanecer un ratito echando, Sashka fue a dar de comer al perro.  Luego, se dirigió al cuarto de su amo para ofrecerle té.  Casi se le había pasado la borrachera.

-No me ofenda usted –decía tímidamente el oficial de caballería, en pie ante Turbin, que estaba tendido en su cama, con los pies sobre la barandilla-.  He sido militar y, por tanto, puede considerarme como compañero suyo.  ¿Para qué lo va a pedir por ahí?  Estoy dispuesto a prestarle doscientos rublos.  En este momento, sólo dispongo de ciento; pero hoy mismo le conseguiré el resto.  ¡No me ofenda, conde!

-Gracias, padrecito –replicó Turbin dando un golpecito en un hombre al oficial.  Había comprendido en el acto qué género de relaciones habían de establecerse entre ellos-.  Gracias.  En ese caso, iré al baile.  ¿Qué hacemos ahora?  Dime qué hay de bueno en la ciudad.  ¿Hay muchachas guapas?  ¿Quién organiza las fiestas?  ¿Quién juega a las cartas?

El oficial de caballería dijo a Turbin que muchas jóvenes bonitas asistirían al baile.  El más alegre de todos los de la ciudad era el comisario de policía, Kolkov, al que acababan de reelegir; pero, aún cuando era un muchacho valiente, no tenía el arrojo de un húsar.  El coro de gitanos de Iliushkin estaba en la ciudad desde que habían empezado las elecciones; Stioshka cantaba muy bien y todos irían a su casa después del baile del mariscal.

-Aquí se juega bastante.  Un tal Lujnov, que ha venido de fuera, juega a dinero y, el de la habitación ocho, Ilin, un corneta del cuerpo de ulanos, pierde cantidades fabulosas.  Juegan todas las noches.  Ilin es encantador.  ¡Y tan generoso…!  Sería capaz de dar su última camisa.

-Vamos a hacerle una visita.  A ver qué clase de persona es –propuso Turbin.

-Sí, vamos.  Se va a alegrar mucho.

 

 

CAPÍTULO II

 

 

Ilin acababa de despertarse.  La víspera había empezado a jugar a las ocho de la noche y había estado jugando hasta las once de la mañana, es decir, quince horas seguidas.  No sabía la cantidad exacta porque hacía mucho que había juntado los tres mil rublos de su propiedad a los quince mil del Tesoro que estaban en su poder y temía echar las cuentas para que no se confirmaran sus presentimientos, es decir: que le faltaba una cantidad de lo que no era suyo.  Se había quedado dormido hacia el mediodía con ese sueño pesado con que sólo duermen los jóvenes después de una pérdida considerable en el juego.  Se había despertado a las seis de la tarde, a la hora en que Turbin llegaba al hotel.  Al ver las cartas esparcidas por el suelo, la tiza y las mesas sucias en el centro de la habitación, recordó horrorizado la partida de la víspera y la última carta que le habían matado con quinientos rublos.  Sin embargo, sin creer aún en la realidad, sacó el dinero de debajo de la almohada y empezó a contarlo.  Reconoció algunos billetes que habían pasado de unas manos a otras y recordó el curso del juego.  Le faltaban sus tres mil rublos y dos mil quinientos del Tesoro.

Esa era la cuarta noche que había jugado.  Venía de Moscú, donde le habían confiado dinero del Tesoro.  En K***, el maestro de postas lo había retenido con el pretexto de no tener caballos.  En realidad, era debido a un trato que tenía con el dueño del hotel; entretenía a todos los viajeros que pasaban por la ciudad.  El ulano era un muchacho joven y alegre.  Sus padres acababan de darle tres mil rublos para su instalación en el regimiento.  Le alegró la idea de pasar unos días en la ciudad de K***, durante las elecciones, donde esperaba divertirse mucho.  Pensaba ir a ver a un propietario de K*** que conocía para hacer la corte a sus hijas; pero en eso, el oficial de caballería se presentó en su habitación para trabar conocimiento con él.  Aquella misma noche, sin ningún mal pensamiento, el oficial de caballería presentó a Iln a Lujnov y a otros jugadores.  Desde ese momento, el ulano había empezado a jugar y no sólo no fue a visitar al propietario, sino que permaneció cuatro días en su habitación, sin salir para nada.

Una vez vestido y después de haber tomado té, se acercó a la ventana.  Y sintió deseos de dar un paseo para ahuyentar sus penosos recuerdos.  Se puso el capote y salió a la calle.  El sol se había ocultado ya tras de los edificios blancos de rojos tejados.  Empezaba a oscurecer.  El tiempo era suave.  Caían copos de nieve húmeda en la calle cubierta de barro.  De pronto, Ilin experimentó una gran tristeza por haberse pasado durmiendo todo aquel día, que ya tocaba a su fin.

“Nunca volverá ese día que acaba de transcurrir”, se dijo.  “He echado a perder mi juventud”, pensó de pronto; pero no fue porque lo creyera en realidad, sino porque le había acudido esta frase a la mente.

“¿Qué hacer ahora?  Tendré que pedir dinero prestado a alguien y marcharme.”  Una señora pasó por la acera junto a él.  “Qué mujer más tonta”, se dijo, sin saber por qué.  “No tengo a quien pedir prestado ese dinero.  He echado a perder mi juventud.”  Llegó al mercado.  Un comerciante, con pelliza de piel de zorro, estaba junto a su tienda haciendo el artículo de sus mercancías.  “Si no hubiese retirado aquel ocho, habría vuelto a ganar lo que perdí.”  Una mendiga viejecita lo siguió gimoteando.  “No tengo a quien pedir dinero”, volvió a decirse Ilin.  Pasó un coche con un señor que llevaba pelliza de piel de oso; más allá, vio a un guardia.  “Si pudiera hacer algo extraordinario.  ¿Disparar sobre ellos?  No; eso sería aburrido.  He echado a perder mi juventud.  ¡Qué colleras tan bonitas han puesto ahí!  ¡Qué bien me vendría ahora una troika!  Voy a volver al hotel.  Lujnov no tardará en venir y nos pondremos a jugar.”

Cuando estuvo de vuelta, echó la cuenta de nuevo.  No; no se había equivocado.  Faltaban dos mil quinientos rublos del dinero del Tesoro.  “Pondré veinticinco rublos en la primera… y así hasta siete veces; luego, quince, treinta, sesenta… hasta llegar a tres mil.  Compraré esas colleras y me marcharé.  Pero no me dejará ese bandido… He echado a perder mi juventud.”  Tales eran los pensamientos del ulano cuando Lujnov entró en su cuarto.

-¿Hace mucho que se ha levantado, Mijail Vasilievich? –le preguntó, mientras se quitaba los lentes de oro de su fina nariz y se ponía a limpiarlos con un pañuelo de seda rojo.

-No; acabo de levantarme.  He dormido muy bien.

-Acaba de llegar un húsar.  Se ha hospedado en la habitación de Zavalshevsky… ¿Ha oído hablar de él?

-No…  ¿no ha llegado ninguno todavía?

-Creo que han ido a ver a Priajin.  No tardarán en volver.

En efecto, en breve entraron en el cuarto un oficial de guarnición que acompañaba siempre a Lujnov, un comerciante de procedencia griega –tenía una enorme nariz aguileña, el color cetrino, los ojos negros y muy hundidos- y un hombre grueso y fofo, un terrateniente y fabricante de vodka, que se pasaba las noches enteras jugando.  Todos querían empezar a jugar cuanto antes; pero ninguno mencionó el juego y el que menos Lujnov, que se puso a hablar tranquilamente del bandidaje de Moscú.

-Es inconcebible que, nada menos que en Moscú en la capital, deambulen por las noches bandidos disfrazados de diablos armados de garrotes para asustar al estúpido populacho y robar a los viajeros.  Me interesaría saber qué es lo que hace la Policía.

El ulano había escuchado con atención esos comentarios pero, sin esperar su final, se puso en pie y ordenó en voz baja que trajeran las cartas.  El propietario grueso fue el primero en manifestar su deseo.

-Señores  ¿a qué perder un tiempo precioso?  ¡Manos a la obra!  ¡Manos a la obra!

-Ayer reunió usted una buena cantidad, de medio en medio rublo.  Por eso está deseando jugar –comentó el griego.

-Tiene razón, es hora de que empecemos –convino el oficial de guarnición.

Ilin miró a Lujnov.  Tenía los ojos clavados en él y continuaba hablando de los bandidos disfrazados de demonios.

-¿Quiere empezar a tallar? –le preguntó el ulano.

-¿No es demasiado pronto?

-¡Bielov! –llamó Ilin, quien, sin saber por qué, se había puesto colorado-.  Sírvame la comida…  Aún no he probado absolutamente nada, señores…  Trae champaña y prepara las cartas.

En aquel momento entraron el conde Turbin y Zavalshevsky.  Casualmente, Ilin y el conde pertenecían a la misma división.  Inmediatamente, se hicieron amigos, brindaron con champaña y, al cabo de cinco minutos, se tuteaban ya.  Sin duda, Ilin había resultado muy simpático al conde.  Sin cesar, lo miraba risueño y le gastaba bromas.

-¡Qué gallardo es este ulano! ¡Vaya bigotazos! ¡Vaya bigotazos!

Ilin tenía tan sólo un ligero bozo blanco por encima del labio superior.

-¿Se disponía a jugar? ¿Verdad? –preguntó Turbin-.  Quisiera que ganases, Ilin.  Supongo que eres todo un maestro en el juego –añadió, sonriendo.

-Sí; nos estamos preparando –contestó Lujnov, mientras rompía una docena de cartas-.  ¿Y usted no juega, conde?

-No; hoy no.  Si jugara, les ganaría a todos.  Cuando me pongo, hago saltar cualquier banca.  No tengo dinero para jugar.  He perdido todo en la estación de Volochok.  Me encontré allí con un oficial de infantería, un individuo con muchas sortijas.  Debía de ser un estafador.  Y me ha despojado por completo.

-¿Estuviste mucho tiempo allí? –preguntó Ilin.

-Veintidós horas.  En mi vida podré olvidar esa maldita estación.  Tampoco me olvidará el maestro de postas, te lo aseguro.

-¿Por qué?

-Cuando llegué, el maestro de postas se apresuró a salirme al encuentro.  ¡Tenía una cara de bribón!  Me dijo que  no tenía caballos.  He de advertirte que tengo una costumbre establecida: si en una estación de postas me dicen que no hay caballos, entro en la casa con la pelliza puesta y ordeno que abran las ventanas y las puertas so pretexto de que hay tufo.  Así lo hice esta vez también.  Supongo que recuerdas las heladas que hubo el mes pasado, ha llegado a hacer hasta veinte grados bajo cero.  El maestro de postas empezó con disculpas y yo le di un puñetazo en plena boca.  En esto, una vieja y unas mujeres con niños armaron un gran alboroto y recogieron sus bultos, dispuestas a echar a correr…  Me acerqué a la puerta y dije al maestro de postas: “Si me das caballos, me marcharé en seguida; pero como no me los des, no dejaré salir a nadie, y todos se helarán!”

-¡Muy bien!  Eso es lo que se suele hacer para que se hielen las cucarachas –exclamó el terrateniente, echándose a reír.

-Pero, en un descuido, se me escapó el maestro de postas con las mujeres, quedando en rehenes tan sólo una vieja.  Echada sobre la estufa, rezaba sin dejar de estornudar a cada momento.  Al cabo de un rato, empezamos las negociaciones.  El maestro de postas vino repetidas veces a suplicarme que soltara a la vieja y yo lo amenazaba con soltar a Blucher.  Mi perro ataca admirablemente a los maestros de postas.  A pesar de todo esto, ese miserable no me dio caballos hasta el día siguiente.  Mientras tanto llegó ese oficialillo…  Fuimos a una habitación.  Muy condescendientes, los jugadores se pusieron a hacerle fiestas.  Era evidente que deseaban ocuparse en algo bien distinto.

-Señores, ¿por qué no empiezan a jugar?  No quiero molestarlos.  ¡Soy tan charlatán! –exclamó Turbin.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO III

 

 

Lujnov acercó dos velas, sacó una gran cartera oscura repleta de dinero, y, como si hiciera algo sagrado, la abrió lentamente encima de la mesa.  Extrajo dos billetes de cien rublos y los puso debajo de las cartas.

-Ponemos doscientos en la banca, lo mismo que ayer dijo mientras se arreglaba los lentes y abría un paquete de cartas.

-Bueno –replicó el ulano, sin mirarlo, y prosiguió su conversación con Turbin.

Empezaron a jugar.  Lujnov tallaba con exactitud, como una máquina.  De cuando en cuando, se interrumpía y apuntaba algo o, mirando por encima de sus lentes con expresión severa, decía con voz débil: “Juegue.”  El grueso terrateniente hablaba en voz alta y doblaba las esquinas de las cartas con sus dedos rollizos.  El oficial de guarnición anotaba algo en silencio en el reverso de las cartas, doblando ligeramente las esquinas debajo de la mesa.  Sentado junto al que llevaba la banca, el griego seguía atentamente el juego con sus negros ojos hundidos como si esperara algo.  En pie, al lado de la mesa, Zavalshevsky empezaba a agitarse sin más ni más.  Sacaba del bolsillo del pantalón un billete de diez o de veinte rublos, lo colocaba encima de una carta y, dando una palmada, decía: “¡Tráeme suerte!”  Luego, mordisqueándose el bigote, se apoyaba en un pie o en otro y no cesaba de moverse hasta que saliera la carta.  Ilin comía ternera con pepinos salados.  Tenía el plato junto a sí, sobre el diván.  Se limpiaba rápidamente las manos en la guerrera y ponía una carta tras otra.  Turbin, que se había sentado a su lado, no tardó en comprender lo que ocurría.  Lujnov no hablaba para nada con el ulano, ni siquiera lo miraba; pero, a ratos, sus ojos se dirigían un instante hacia la mano del joven, que no hacía más que perder.

-¡Me gustaría matar esta carta! –exlamó Lujnov.

Se refería  a una carta del grueso terrateniente, que jugaba poniendo medio rublo.

-¡Mate las de Ilin y déjeme en paz! –repitió el propietario.

Ilin perdía con más frecuencia que los otros.  Y cada vez rompía con gesto nervioso la carta que había perdido y elegía otra con manos trémulas.  Turbin rogó al griego que le permitiera sentarse junto al que llevaba la banca.  El griego se instaló en otro sitio.  Y el conde siguió con atención las manos de Lujnov.

-¡Ilin no sabe jugar! –exclamó de pronto.

Había hablado con el tono de costumbre.  Sin embargo, dominó las demás voces, y eso que no había tenido intención de hacerlo.

-Ya puede jugar como sea; siempre es lo mismo.

-Permíteme que apunte por ti.

-No, perdona.  Tengo costumbre de hacerlo yo mismo.  Juega por tu cuenta, si quieres.

-He dicho que no voy a jugar; pero quiero apuntar por ti.  Me molesta que pierdas.

-Se ve que ése es mi destino…

Turbin guardó silencio.  Apoyado en la mesa, siguió mirando con atención las manos de Lujnov.

-¡Malo!  -exclamó de repente.

Lujnov se volvió hacia él.

-¡Malo! ¡Malo! –repitió, en voz más alta, mirando a Lujnov a los ojos.

Continuaron jugando.

-¡Ma-a-a-a-lo! –volvió a decir Turbin, cuando Lujnov mató una carta de Ilin.

-¿Qué es lo que le disgusta, conde? –preguntó, con aire cortés e indiferente, el de la banca.

-Que le dé a Ilin las simples y mate las dobles.  Esto está mal.

Lujnov se encogió ligeramente de hombros y continuó jugando.

Blucher! ¡Ven aquí! –gritó Turbin, poniéndose en pie-.  ¡A ese!

En su carrera, el perro tropezó con el diván y estuvo a punto de derribar al oficial de guarnición.  Cuando estuvo junto a su amo, empezó a aullar, mirando a los presentes y moviendo el rabo, como si preguntara: “¿Quién es el que arma tanto jaleo?”

Dejando las cartas, Lujnov se apartó de la mesa.

-¡Así no se puede jugar! Me desagradan los perros.  ¿Cómo va uno a jugar bien con esta jauría?

-Sobre todo, tratándose de un perro de esa raza; me parece que los llaman sanguijuelas -le apoyó el oficial de guarnición.

-Bueno, Mijail Vasilievich ¿jugamos o no jugamos? –preguntó Lujnov.

-Por favor, no nos molestes, Turbin –rogó el ulano.

-Ven un momento conmigo –dijo el conde y, tomando del brazo al joven, se lo llevó al pasillo.

Desde allí se oyeron distintamente sus palabras, a pesar de que hablaba con su voz habitual.  Era tan potente que se le hubiera podido oír desde tres habitaciones más allá.

-¿Te has vuelto loco?  ¿Acaso no vez que el de los lentes es un auténtico estafador?

-¡Qué cosas tienes!  ¡Calla!

-¡No pienso callarme!  ¡Te digo que no juegues más!  En cualquier otra ocasión me daría igual que perdieras; hasta sería capaz de llevarme tu dinero.  Pero en este momento, no sé por qué, me da lástima que te dejes engañar.  ¡Con tal que el dinero no del Tesoro!

-¡No!  ¿Cómo se te ocurren esas cosas?

-He recorrido  un camino igual y conozco los procedimientos de los estafadores.  Te aseguro que el de los lentes es un bandido.  ¡No juegues más, por favor!  Te lo pido como a un compañero.

-Sólo una partida, después lo dejaré…

-Sé perfectamente lo que esto significa; pero bueno, sea.

Volvieron a la mesa de juego.  Ilin puso muchas cartas; y le mataron tantas, que perdió una cantidad considerable.

-¡Basta! ¡Vámonos! –exclamó Turbin, poniendo las manos en el centro de la mesa.

-¡Te ruego que me dejes! –exclamó Ilin irritado, sin mirar al conde; y se puso a barajar las cartas.

-¡Que te lleve el diablo!  Sigue perdiendo, ya que te gusta.  Es hora de que me vaya.  ¡Zavalshevsky, vamos a casa del marisca!

Ambos salieron de la habitación.  Todos guardaron silencio y Lujnov no empezó a tallar hasta que hubieron dejado de oírse sus pasos y el rumor de las patas de Blucher en el pasillo.

-¡Qué cabezota! –exclamó el terrateniente, echándose a reír.

-Bueno, ahora no nos va a molestar ya –susurró, apresuradamente, el oficial de guarnición.

Y el juego prosiguió.

 

 

CAPÍTULO IV

 

 

Los músicos, siervos del mariscal, se hallaban en el comedor, dispuesto para el baile.  Al recibir la señal convenida, empezaron a tocar la antigua pieza polaca Alejandro e Isabel; y, a la clara luz de las velas de cera, desfilaron por el parquet de la gran sala el gobernador general, que ostentaba una estrella, dando el brazo a la esposa del mariscal; éste con la gobernadora, etcétera.  Todas las autoridades de la provincia habían formado parejas, unos con las mujeres de otros.  En aquel momento entró Zavalshevsky con su frac azul de enorme cuello –dejaba a su paso una estela de perfume de jazmín con el que se había aromado el bigote, las solapas y el pañuelo-, acompañado del apuesto húsar, que llevaba pantalón azul claro, muy ceñido, y guerrera bordada en oro,  en la que lucían la cruz de San Vladimiro y una medalla del año 1812.  Sin ser alto, Turbin estaba muy bien constituido.  Sus brillantes ojos azules y sus rizados cabellos, de un rubio oscuro, imprimían un carácter interesante a su belleza.

En el baile esperaban al conde, porque el joven apuesto con quien se encontrara en la sala del hotel había anunciado su visita al mariscal.  La impresión que causó esta noticia no fue demasiado agradable.  “A lo mejor nos pone en ridículo este chiquillo”, se dijeron las viejas y los hombres.  “Tal vez nos rapte”, pensaron las mujeres jóvenes y las muchachas.

En cuanto terminó la pieza polaca y, tras de saludarse mutuamente, las parejas se separaron, reuniéndose de nuevo las mujeres con las mujeres y los hombres con los hombres.  Zavalshevsky presentó al conde a la dueña de la casa.  Temiendo que el húsar hiciera algo inconveniente en presencia de todos, la mujer del mariscal se volvió con gesto despectivo, diciendo:

-Me alegro mucho de conocerlo; espero que bailará a gusto.

Y lo miró con una expresión de desconfianza que parecía significar:  “Si ofendes a una mujer, es que eres un verdadero canalla.”

Pero el conde no tardó en vencer esa prevención, gracias a su amabilidad, su condescendencia y su agradable aspecto.  Al cabo de cinco minutos, la expresión de la mujer del mariscal parecía decir a los circunstantes: “Sé perfectamente cómo hay que proceder con estos caballeros.  Este ha comprendido al punto con quién con quién trata.  Se pasará la velada entera prodigándose amabilidades.”  El gobernador de la provincia, que había conocido al padre de Turbin, se acercó a éste y lo llevó aparte, para charlar un rato.  Esto tranquilizó por completo aquella sociedad provinciana, elevando en su opinión al conde.  Zavalshevsky le presentó a su hermana, una viudita joven y gruesa que, desde el momento en que llegara Turbin, no le quitó de encima sus grandes ojos negros.  Turbin la invitó a bailar un vals.  Su arte en el baile venció definitivamente la prevención general.

-¡Es un verdadero maestro! –exclamó una propietaria gruesa, siguiendo con la vista las piernas de Turbin, enfundadas en el pantalón azul, mientras contaba mentalmente: “Uno, dos, tres; uno, dos, tres…”-.  ¡Un verdadero maestro!

-¡Qué bien baila! –comentó una señora de fuera, a la que consideraban poco distinguida en la sociedad provinciana-.  ¿Cómo no se enganchará con las espuelas? ¡Es sorprendente! ¡Qué habilidad!

El conde eclipsó a los tres mejores bailarines de la provincia; al rubio ayudante del gobernador, que se destacaba por bailar muy de prisa y porque sujetaba a la dama cerca de sí; a un militar de caballería, célebre porque se balanceaba de un modo gracioso al bailar el vals y porque daba ligeros golpecitos con el tacón, y a otro caballero del que se decía que no era muy inteligente; pero, en cambio, un perfecto bailarín, el “alma” de todos los bailes.  En efecto, este caballero invitaba, desde el principio hasta el fin de la velada, a todas las damas por el orden en que estaban sentadas.  No dejaba de bailar un momento; sólo se detenía de cuando en cuando, para enjugarse el rostro con un pañuelo de batista.

Turbin había eclipsado a todos y había invitado a bailar a las tres damas más importantes; a  la alta, una mujer rica, bella y estúpida; a la mediana, una joven delgada, no demasiado bella, pero muy elegante; y a la bajita, que era fea e inteligente.  También bailó con otras damas con todas las guapas que eran numerosas.

Pero la que más le gustó fue la viudita, la hermana de Zavalshevsky.  Bailó con ella una mazurca, una escocesa y una cuadrilla.  Cuando se sentaron, le dijo una serie de cumplidos; la comparó a Venus, a Diana, a una rosa y a otra flor.  La viudita se limitaba a curvar su blanco cuello y, bajando los ojos, ora se miraba el vestido blanco de gasa, ora cambiaba el abanico de una mano a otra.  Y decía: “Basta, conde, no bromee.”  Su voz,  ligeramente gutural, sonaba con tal ingenuidad que uno pensaría verdaderamente que no era una mujer, sino una flor silvestre, pomposa, sin perfume, blanca y rosada, que hubiese surgido en una montaña de nieve virginal, en alguna tierra lejana.

Era tan extraña la impresión que producía al conde esa mezcla de ingenuidad y de ausencia de convencionalismos en la belleza de la viudita que, varias veces, al contemplar sus ojos y las bellas líneas de sus brazos y su cuello, sintió grandes deseos de abrazarla y de cubrirla de besos; y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse.  La viudita estaba satisfecha de la impresión que había producido.  Pero había algo especial en el trato que le dispensaba el conde que le dio miedo y la llenó de inquietud, a pesar de que él no podía ser más respetuoso.  Su amabilidad hasta parecía afectada para las ideas que se tienen ahora.  Se apresuraba a traerle refrescos, recogía su pañuelito y una vez incluso arrebató una silla de manos de un joven propietario escrofuloso, que había querido servir a la dama, con el objeto de dársela más de prisa.

Pero, al darse cuenta de que la amabilidad mundana de aquella época no producía gran efecto en su dama, el húsar procuró hacerle reír contándole cosas divertidas.  Le aseguró que, si se lo ordenaba, se pondría de cabeza, cantaría o se tiraría a un agujero hecho en un río helado.  Y esto tuvo buen éxito.  Animada, la viudita se echó a reír a carcajadas,  mostrando sus magníficos dientes blancos.  Estaba muy satisfecha de su caballero.  Ella, por su parte, gustaba más por momentos a Turbin; y, hacia el final de la cuadrilla, él estaba sinceramente enamorado.

Cuando se acercó a la hermana de Zavelshevsky su antiguo adorador, el hijo del propietario más rico de la provincia, el joven escrofuloso de dieciocho años a quien Turbin arrebatara la silla, ella lo acogió fríamente y no mostró ni la décima parte de la turbación que mostrara al hablar con el conde.

-¡Hay que ver cómo es usted! –exclamó, siguiendo con la vista la espalda de Turbin.  Pensaba cuántos arshines de galón de oro se habían necesitado para bordar su guerrera-.  ¡Hay que ver cómo es! Me prometió que vendría para llevarme de paseo y que me traería bombones…

-Fui a buscarla, Ana Fiodorovna; pero se había marchado ya.  Le dejé unos bombones magníficos –replicó el joven, que, a pesar de su gran estatura, tenía una vocecita muy fina.

-Siempre encuentra alguna disculpa.  No necesito para nada sus bombones.  No vaya a creer…

-Ana Fiodorovna; veo que ha cambiado mucho con respecto a mí, y sé cuál es el motivo.  Eso no está bien –dijo el joven; pero no acabó la frase, presa de una intensa agitación, que le hizo temblar los labios de un modo extraño.

La viudita no lo escuchaba, seguía atentamente con los ojos a Turbin.

El mariscal, un viejo desdentado, enormemente grueso, se acercó al húsar y, cogiéndole del brazo, le invitó a su despacho a fumar un cigarrillo y a beber una copa.  En cuanto Turbin hubo salido, Ana Fiodorovna juzgó que no tenía nada que hacer en la sala.  Se dirigió al tocador del brazo de su amiga, una muchacha delgada, de cierta edad.

-¿Es simpático? –le preguntó ésta.

-Sí; pero es terrible su insistencia –dijo Ana Fiodorovna, mientras se acercaba al espejo.

Su semblante resplandeció, sonrieron sus ojos y hasta se cubrió de rubor.  De pronto, imitando a las bailarinas que habían venido durante las elecciones, giró sobre un pie; y, echándose a reír, con su risa gutural que no dejaba de ser agradable, dio un brinco.

-Figúrate que ha llegado a pedirme algo de recuerdo, pero no le dará na-a-a-da –añadió, canturreando la última palabra, mientras alzaba un dedo de su mano, que la llevaba enguantada hasta el codo.

En el despacho del mariscal, había vodka de distintas clases, licores, champaña y entremeses.  Envueltos en humo de tabaco, los nobles hacían comentarios acerca de las elecciones, sentados en grupos o paseándose.

-Cuando la nobleza de nuestra provincia lo ha honrado eligiéndolo… -decía el comisario de Policía, que estaba algo bebido- no ha debido faltar a la sociedad.  No ha debido hacerlo…

La llegada del conde interrumpió la conversación.  Todos lo saludaron.  El comisario de Policía le estrechó la mano con gran efusión, instándole a que fuera con él y con sus amigos, después del baile, a la nueva posada, donde iba a obsequiar a los nobles, y donde cantarían los gitanos.  Turbin prometió que iría sin falta, y bebió con él varias copas de champaña.

-¿Por qué no bailan ustedes, señores? –preguntó, disponiéndose a salir del despacho.

-No somos bailarines –contestó el comisario de Policía, echándose a reír-.  Tenemos más afición al vino… Por otra parte, he visto crecer a todas estas señoritas.  Claro que eso no me impide bailar una escocesa de cuando en cuando…

-Pues bailemos un poco antes de ir a escuchar a los gitanos –propuso Turbin.

-Bueno, vámonos, señores.  Vamos a divertir al dueño de la casa.

Tres caballeros de rostros colorados, que habían estado bebiendo en el despacho desde que comenzara el baile, se pusieron guantes negros y se disponían a dirigirse a la sala acompañados de Turbin, cuando de pronto apareció el joven escrofuloso.  Pálido y sin poder contener las lágrimas, retuvo al húsar.

-¡Se imagina que por ser conde puede dar codazos como en un mercado! –exclamó fuera de sí-.  Es una falta de educación…

 De nuevo empezaron a temblarle los labios y tuvo que interrumpir aquel torrente de palabras.

-¿Qué le pasa? –vociferó Turbin, poniéndose serio-. ¿Qué le pasa? ¡Es usted un chiquillo! ¿Quiere batirse? ¡Estoy a su disposición! –añadió, asiéndole de las manos y apretándoselas con fuerza.

El joven sintió que se le agolpaba la sangre a la cabeza, y no tanto por la ira como por el miedo.

Apenas Turbin hubo soltado al joven, dos nobles lo arrastraron hacia la puerta, cogiéndolo por debajo de los brazos.

-¿Se ha vuelto loco? ¿O es que ha bebido? Habrá que decírselo a su padre. ¿Qué le pasa? –le dijeron.

-No; no he bebido.  Ha sido él quien me ha empujado y ni siquiera se disculpa…  Es un cerdo… -gimoteó el muchacho, que se había echado a llorar.

Sin  hacer caso de lo que sucedía lo llevaron a su casa.

-¡Cálmese, conde! –reconvinieron a Turbin el comisario de Policía y Zavalshevsky-.  Es un niño.  Aún lo azotan.  Tiene dieciséis años.  ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Qué mosca la habrá picado? Su padre es un hombre muy respetable… Es uno de los candidatos.

-Bueno; que se lo lleve el diablo si no quiere…

Turbin volvió a la sala y, lo mismo que antes, se puso a bailar alegremente con la linda viudita.  Rió de buena gana de los pasos que hacían los caballeros que habían venido con él del despacho y prorrumpió en una sonora carcajada cuando el comisario de Policía se escurrió, cayéndose cuan largo era en medio de los que bailaban.

 

 

CAPITULO V

 

 

Mientras Turbin había estado en el despacho, Ana Fiodorovna, simulando no se sabe por qué, que el conde no le interesaba, preguntó a su hermano:

-¿Quién es ese húsar que ha bailado conmigo?

Zavalshevsky le explicó que era un personaje muy importante y dejó caer, como el que no quiere la cosa, que se había quedado en la ciudad porque le habían robado el dinero durante el viaje.  Dijo que habíale prestado cien rublos, pero que necesitaba más, y preguntó a Ana Fiodoroovna si podía dejarle otros doscientos, pero le rogó que no se lo dijera a nadie.  La viudita dijo que se los mandaría aquel mismo día y prometió guardar el secreto.  Sin embargo, mientras bailaba una escocesa con Turbin, sintió grandes deseos de ofrecerle ella en persona el dinero que necesitaba.  Vaciló bastante rato; pero, por fin, haciendo un esfuerzo, abordó el asunto de la manera siguiente:

-Me ha dicho mi hermano que ha tenido usted un percance por el camino y que se encuentra sin dinero.  Si necesita, ¿quiere aceptarme algo, conde?  Me alegraría mucho poder servirle.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, se ruborizó, asustada.  La alegría de Turbin desapareció en el acto.

-¡Su hermano es un estúpido! –exclamó con brusquedad-.  Cuando un hombre ofende a otro, se baten en duelo; pero cuando se trata de una mujer, ¿qué se debe hacer?

El cuello y las orejas de la pobre Ana Fiodorovna enrojecieron a causa de su turbación.  Bajó la cabeza sin proferir palabra.

-A una mujer, se la besa en presencia de todos –susurró el conde inclinándose hacia su oído-.  Permítame que, al menos, le bese la mano –dijo después de un silencio prolongado, compadeciéndose de su dama, al verla tan alterada.

-¡Pero no ahora! –pronunció Ana Fiodorovna, con un profundo suspiro.

-¿Cuándo, pues?  Me voy mañana muy temprano…  Y eso, me lo debe usted.

-En tal caso, no podrá ser.

-Permítame que la vea hoy para besarle la mano.  Yo buscaré la oportunidad.

-¿Cómo?

-Eso no le incumbe.  Soy capaz de lo que sea, con tal de verla… ¿Accede?

-Sí.

Al terminar la escocesa, bailaron una mazurca, durante la cual el conde realizó prodigios, pillando pañuelos, poniéndose en una rodilla y juntando las espuelas al estilo varsoviano, de manera que hasta los viejos abandonaron el juego para presenciar el baile, y el mejor danzarín de la ciudad no pudo por menos de reconocer que le había superado.  Después de cenar bailaron un Gross Vater y los invitados empezaron a despedirse.  El conde no quitaba la vista de la viudita.  No había exagerado al decir que estaba dispuesto a arrojarse por ella a un agujero hecho en un río helado.  Fuese por amor, capricho o cabezonada, el caso es que sus fuerzas anímicas estaban concentradas en un solo deseo: verla y amarla.  Al observar que Ana Fiodorovna empezaba a despedirse de la dueña de la casa, se precipitó a la habitación de los criados y, desde allí, sin ponerse siquiera la pelliza, salió a la calle, y se acercó a la fila de los vehículos estacionados.

-¡El  coche de Ana Fiodorovna Zaitsova! –gritó.

Un alto carruaje de cuatro plazas se puso en marcha, en dirección al la entrada de la casa.

-¡Para! –ordenó Turbin al cochero y corrió hacia el coche, hundiéndose en la nieve hasta las rodillas.

-¿Qué desea? –preguntó aquél sin detenerse.

-¡Espera, que voy a subir! –replicó Turbin, abriendo la portezuela-.  ¡Te digo que pares! ¡Condenado! ¡Majadero!

-¡Para, Vaska! –gritó el cochero, dirigiéndose al postillón, y detuvo a los caballos-.  ¿Por qué quiere subir a este coche?  Es de Ana Fiodorovna…

-¡Calla, estúpido! Toma un rublo, baja y cierra la portezuela –ordenó el conde.

Como el cochero no le hiciera caso, Turbin mismo recogió el estribo y cerró la portezuela, sacando la mano por la ventanilla.

Lo mismo que en todos los carruajes viejos, sobre todo en los adornados de pasamanería amarilla, en el interior olía a podrido y a cuerdas quemadas.  Turbin tenía las piernas empapadas dentro de las finas botas, y el cuerpo aterido.  El cochero empezó a refunfuñar desde el pescante; sin duda se disponía a apearse.  Pero Turbin no oía ni sentía nada.  Le ardía la cara y le latía el corazón.  Se agarró convulsivamente a la correa amarilla y, asomándose a una de las ventanillas laterales, esperó.  La espera no fue larga.  Se oyó gritar desde la escalinata: “El coche de la señora Zatsova.”  El cochero tiró de las riendas.  El coche se balanceó sobre los altos muelles y las ventanas iluminadas de la casa pasaron corriendo una tras otra ante la ventanilla.

-¡Como le digas al lacayo que estoy aquí, te mataré, bandido! En cambio, si me guardas el secreto, te daré diez rublos –dijo Turbin, asomándose a la ventanilla de delante.

Apenas le dio tiempo de cerrarla, sintió una fuerte sacudida y el coche se detuvo.

Turbin se agazapó en un rincón.  Tenía tanto miedo de echar a perder las cosas que hasta contuvo el aliento y cerró los ojos.  Se abrieron las portezuelas y el estribo cayó con gran estrépito.  Se percibió el rumor de un vestido femenino, penetró un perfume de jazmín, subieron unos piececitos ligeros y Ana Fiodorovna, enganchando los bajos de su capa en los pies del conde, se dejó caer en el asiento, respirando fatigosamente.

Nadie hubiera podido decir, ni siquiera ella misma, si había visto o no al conde.  Cuando él le tomó la mano, diciendo: “Por fin puedo besarla”, casi no se mostró asustada.  No dijo nada, abandonándole la mano que Turbin cubrió de besos.  El coche partió.

-Dime algo.  ¿Estás enfadada? –murmuraba Turbin.

Ana Fiodorovna se retiró silenciosamente a un rincón del coche.  De pronto, sin saber por qué, se echó a llorar, apoyando la cabeza en el pecho de Turbin.

 

 

CAPÍTULO VI

 

 

El comisario de Policía reelegido con su tertulia, el oficial de caballería y otros nobles, llevaban ya bastante rato escuchando cantar a los gitanos en la nueva posada, cuando llegó Turbin.  Venía con una pelliza de piel de oso, forrada de paño azul, que había pertenecido al difunto marido de Ana Fiodorovna.

-¡Padrecito! ¡Le esperábamos con impaciencia! –le dijo un gitano bizco, pelinegro, cuyos dientes eran de un blanco deslumbrador, saliendo a recibirle a la escalinata y desviviéndose por ayudarle a quitarse la pelliza-.  No le hemos vuelto a ver desde que estuvimos en Lebedián…  Stioshka le ha echado de menos.

Stioshka, una gitana jovencita de tez cobriza, profundos y brillantes ojos negros de largas pestañas y mejillas color rojo ladrillo, se precipitó a saludar a Turbin.

-¡Oh! ¡Conde! ¡Cuánto me alegra verle! –exclamó, risueña.

También Iliushka salió al encuentro de Turbin y fingió alegrarse mucho de verle.  Los presentes, incluso las viejas, se pusieron en pie para rodear al recién llegado.  Turbin dio un beso en los labios a las gitanas jóvenes; las viejas y los hombres lo besaron en el hombro y en la mano.  Los nobles manifestaron gran contento al verlo aparecer, porque la orgía, que había llegado a su apogeo, empezaba a decaer.  Todos comenzaban a experimentar hastío: el vino había perdido ya el poder de excitar los nervios y sólo producía molestias en el estómago.  Todos habían agotado su caudal de energías: todos se habían examinado unos a otros, y se había terminado el repertorio de canciones, dejando una impresión de ruido y desenfreno.  Ya podía uno hacer la cosa más rara del mundo: a nadie le parecía interesante ni divertido.  El comisario de Policía, tendido en una postura indecorosa a los pies de una vieja, empezó a agitar los pies y a gritar:

-¡Champaña!... ¡Champaña!... Prepararé el baño de champaña para bañarme… ¡Señores, me gusta la distinguida sociedad de la nobleza!... ¡Stioshka, cante El senderito!

El oficial de caballería estaba también borracho; pero le había dado por otra cosa.  Se hallaba sentado en el diván, muy arrimado a Liubasha, una hermosa gitana.  Abría y cerraba los ojos sin cesar, a causa de la borrachera, movía la cabeza y repetía las mismas palabras: suplicaba a la muchacha que huyese con él.  Liubasha lo escuchaba, risueña, como si le hiciera mucha gracia lo que le decía; pero, al mismo tiempo, lanzaba miradas un tanto tristes a su marido, Sashka, el bizco, que se hallaba frente a ella.  Y, como respuesta a las declaraciones de amor del oficial, le decía al oído que le comprara cintas y perfumes sin que se enterase nadie.

-¡Hurra! –gritó el oficial cuando entró Turbin.

El joven apuesto paseaba por la habitación con pasos firmes y expresión preocupada, canturreando una melodía de El rapto del desarrollo.

Un viejo padre de familia, que había ido a escuchar a las gitanas, gracias a los insistentes ruegos de los señores de la nobleza –le habían dicho que sin él se echaría a perder la fiesta- se hallaba tendido en un diván, en el que se había dejado caer cuando llegó, sin que nadie le hiciera caso.

Sentado en la mesa, con los pies puestos encima, un funcionario, en mangas de camisa, se desmelenaba los cabellos para demostrar que se divertía mucho.  Al ver a Turbin, se desabrochó el cuello de la camisa y subió aún más las piernas.  En una palabra con la llegada del conde, la orgía se animó.

Las gitanas, que se habían dispersado por la estancia, volvieron a sentarse en corro.  El conde instaló en sus rodillas a Stioshka, la solista; y ordenó que sirvieran champaña.

Iliushka se colocó junto a Stioshka, con la guitarra en las manos, y empezó el baile, es decir, se dio comienzo a las canciones gitanas: Cuando voy por la calle, Los húsares, Escucha y entiéndeme… y otras por el orden establecido.  Stioshka cantaba muy bien.  Su sonora voz de contralto que brotaba del pecho, sus sonrisas, sus ojos de expresión apasionada, su piececito, que se movía llevando el compás, los gritos salvajes que lanzaba al entrar el coro, todo esto hacía vibrar una cuerda sensible que rara vez se conmueve.  Era evidente que Stioshka vivía lo que cantaba.  Iliushka la acompañaba con la guitarra, expresando su compenetración por medio de sonrisas, movimientos de espalda y de pies, y con todo su ser.  Tenía la mirada clavada en Stioshka, como si oyera por primera vez esas canciones, y llevaba el compás con expresión atenta y preocupada.  Al dar la última nota, se erguía; y, como si creyese estar por encima de todo el mundo, daba la vuelta a la guitarra con gesto altivo, sacudía la cabellera y se volvía hacia el coro, con el ceño fruncido.  Luego, empezaba a bailar, y enteramente parecía que bailaban todas las fibras de su cuerpo, desde la cabeza hasta la planta de los pies… Veinte voces potentes y enérgicas cantaban de la manera más asombrosa.  Las gitanas viejas daban saltitos en las sillas, agitaban pañuelos y, mostrando sus dientes, lanzaban gritos al compás de la canción.  Los bajos, en pie tras de las sillas, emitían sus voces graves, con las cabezas inclinadas y los cuellos en tensión.

Cuando Stioshka daba una nota aguda, Iliushka se acercaba más a ella con la guitarra, y el joven apuesto exclamaba entusiasmado que cantaba “con bemoles”.

Empezaron a ejecutar una pieza bailable.  Moviendo los brazos y el pecho, Duniashka evolucionó ante Turbin, que se levantó de un salto, se quitó la guerrera y, quedando en mangas de camisa, se puso a dar vueltas al compás de la música.  Realizó unos pasos tan complicados, que los gitanos se miraron sonriendo con aprobación.

El comisario de Policía se sentó al estilo turco; y, dándose un golpe en el pecho, gritó: “¡Viva!” Después, asiendo a Turbin por un pie, le dijo que, de sus dos mil rublos, le quedaban quinientos y que podía hacer lo que quisiera, siempre que se lo permitiera el conde.  El padre de familia, que se había despertado, quiso marcharse; pero no lo dejaron.  El joven apuesto suplicaba a una gitana que bailara un vals con él.  Deseoso de hacer alarde de su amistad con Turbin, el oficial de caballería se levantó y fue a abrazarlo.

-Querido amigo, ¿por qué te fuiste y nos abandonaste? ¿Eh?

El conde guardaba silencio, sin duda pensando en otra cosa.

-¿Dónde has estado? ¡Eres un bribón! Yo sé adónde has ido…

A Turbin le desagradaron estas muestras de intimidad.  Muy serio, miró en silencio al rostro de Zavalshevsky; y, de pronto, le espetó una injuria espantosa.  El otro no supo si debía tomarla como ofensa o como broma.  Optó por lo último; y, siempre risueño, volvió junto a su gitana para asegurarle que se casaría con ella después de Pascua.

Cantaron otra canción y luego volvieron a bailar.  Todos encontraban aquello muy divertido.  El champaña no se agotaba.  Turbin bebió mucho.  Sus ojos se cubrieron de un velo húmedo, pero se mantenía firme sobre las piernas; bailaba mejor que antes, hablaba con sensatez e incluso cantó con el coro.  En medio de aquella orgía, el dueño de la fonda rogó a los asistentes que se fueran, pues eran cerca de las tres.

Agarrándolo por el cuello, Turbin le ordenó que bailara en cuclillas.  Como el dueño se negara, lo puso de cabeza en el suelo, mandó que lo sujetaran y, ante la risa general, vació lentamente encima de él una botella de champaña.

Amanecía.  Excluyendo al conde, todos estaban pálidos y agotados.

-¡Ya es hora de que me vaya a Moscú! –exclamó Turbin, levantándose-.  Venid conmigo muchachos.  Me acompañaréis… y tomaremos té.

Todos accedieron, salvo el propietario, que se quedó en la fonda, dormido.  Apretándose unos contra otros, se instalaron en los tres trineos que esperaban junto a la entrada, y partieron al hotel.

 

 

 

CAPÍTULO VII

 

 

-¡Que preparen el coche! –gritó Turbin al entrar en la sala del hotel, acompañado de sus invitados y de los gitanos-.  ¡Sashka!  No llamo al gitano, sino a mi criado.  Di al maestro de postas que lo mataré si son malos los caballos.  ¡Tráenos té!  Zavalshevsky, ocúpate de servirlo, mientras entro al ver cómo está Ilin –añadió, saliendo al pasillo.

Hacía un momento que Ilin había terminado de jugar y había perdido hasta el último céntimo.  Tendido boca abajo en un diván rojo, arrancaba las crines, que mordiscaba y escupía  Sobre la mesita de juego, cubierta de cartas, ardían dos velas de sebo, una de las cuales se estaba consumiendo, y su débil luz se confundía con la del amanecer, que se filtraba por las ventanas.  El ulano no pensaba en nada. La pasión del juego provocaba en él una especie de niebla que velaba sus capacidades anímicas; ni siquiera estaba arrepentido.  Había hecho un esfuerzo para reflexionar sobre su situación.  ¿Cómo se iría de allí sin un céntimo? ¿Cómo pagaría los quince mil rublos del Tesoro?  ¿Qué diría al comandante del regimiento, a su madre y a sus compañeros?  Sintió que lo invadía un terror tal y una repulsión tan grande hacia sí mismo que, para distraerse, se levantó y empezó a recorrer la habitación procurando pisar sólo las rendijas del entarimado.  Recordó los detalles más insignificantes que habían tenido lugar durante el juego: se había imaginado que iba a recuperar su dinero cuando puso el rey de piques contra dos mil rublos; pero surgió una dama y un as y… todo se echó a perder.  De haber salido un seis a la derecha y un rey a la izquierda, habría ganado y habría vuelto a jugar, ganando otros quince mil rublos.  En este caso, hubiera comprado un caballo de los del comandante del regimiento, un coche con un par de caballos y ¿qué más? ¡Qué bien, si hubiera ganado!

Volvió a echarse en el diván y se puso a mordisquear las crines.

“¿Por qué cantarán en la habitación siete? –se preguntó- ¡Ah! Sin duda, Turbin está divirtiéndose.  Estoy por ir allí a emborracharme.”

En aquel momento, Turbin entró en la habitación del ulano.

-¿Qué hay, amigo? ¿Has perdido?

“Fingiré dormir.  De otro modo, tendré que hablar con él, y la verdad es que tengo sueño”, se dijo Ilin.

-Dime, amigo, ¿has perdido? –insistió el conde, acercándose y acariciando la cabeza del joven.

Pero éste no contestó.  Entonces, Turbin lo zarandeó por un brazo.

-¡Pues sí, he perdido! ¿Y a ti qué te importa? –murmuró Ilin, al fin, con voz adormilada e indiferente, sin cambiar de postura.

-¿Todo?

-Sí.  Lo he perdido todo.  No tiene nada de particular.  Eso no te incumbe.

-Escúchame, Ilin.  Dime la verdad como a un compañero –instó el conde, que seguía acariciando la cabeza de su amigo.  El vino lo había predispuesto a la ternura-.  Te he tomado afecto.  Dime la verdad.  Si has perdido dinero del Tesoro, te ayudará.  No vaya a ser que luego sea demasiado tarde… ¿Tenías dinero del Tesoro?

Ilin se levantó de un salto.

-Ya que me obligas a ello, te diré que me dejes en paz, porque…  Te ruego que no te metas en lo que no te importa…  La única solución que me queda es pegarme un tiro –exclamó con acento desesperado; y, cayendo de bruces, se deshizo en lágrimas, pese a que sólo un momento antes pensara tranquilamente en comprarse un caballo.

-¡Enteramente una damisela! ¿Quién no ha pasado por un trance así? Esto tiene remedio.  Espérame –dijo el conde, abandonando la estancia.

-¿La habitación del comerciante Lujnov? –preguntó a un camarero y entró en ella, a pesar de que su criado le advirtiera que el señor iba a acostarse.

Lujnov estaba en bata.  Sentado junto a la mesa contaba un fajo de billetes ante una botella de vino del Rin, al que era muy aficionado.  Se había permitido ese lujo gracias a que acababa de ganar en el juego.  Miró a Turbin a través de sus lentes con expresión fría y severa, como si no lo reconociera.

-Me parece que no me reconoce usted –dijo éste, mientras se acercaba a la mesa con pasos resueltos.

-¿Qué desea? –preguntó Lujnov, reconociendo a Turbin.

-Quiero jugar una partidita con usted –replicó el conde, sentándose en el diván.

-¿Ahora?

-Sí.

-En otra ocasión, con mucho gusto; pero ahora estoy cansado.  Me disponía a echar un sueñecito.  ¿Quiere tomar una copa?  Este vino es excelente.

-Lo que quiero es jugar.

-No tengo intención de jugar más por hoy.  Tal vez encuentre a alguien que quiera jugar con usted; yo no estoy dispuesto.  Le ruego que me perdone.

-Entonces, ¿no accede?

Con movimiento de hombros, Lujnov expresó que sentía no poder satisfacer el deseo del conde.

-¿No accede por nada del mundo?

Lujnov volvió a hacer el mismo gesto.

Reinó un silencio.

-¿Qué? ¿Se decide? –preguntó de nuevo el conde.

Reinó otro silencio.  Lujnov echó una mirada por encima de sus lentes al rostro de Turbin, que empezaba a fruncir el ceño.

-¿Va a jugar? ¿Sí o no? –gritó éste, con voz sonora, al tiempo que daba un puñetazo tan fuerte en la mesa que cayó la botella, derramándose el vino-. ¡Ha hecho trampa! ¿Accede a jugar conmigo? Se lo pregunto por centésima vez.

-Le he dicho que no, conde.  Es extraño su proceder.  Además, es incorrecto ponerle a una persona el puñal en el pecho –arguyó Lujnov, sin levantar la vista.

A estas palabras siguió un breve silencio, durante el cual sintió un terrible golpe en la cabeza.  Al desplomarse sobre el diván, se esforzó en coger el dinero de la mesa y empezó a gritar desaforadamente.  Nadie hubiera podido esperar que fuese capaz de gritar así ese hombre sereno y grave.  Turbin recogió el dinero que quedaba y, tras de empujar al criado que había acudido para auxiliar a su amo, abandonó la estancia con pasos rápidos.

-Si quiere una satisfacción, estoy dispuesto a dársela.  Estaré en mi cuarto media hora –exclamó, volviendo a la puerta.

-¡Bandido! ¡Ladrón! –gritó una voz desde dentro-. ¡Mandaré que lo detengan!

Ilin no había creído en la promesas del conde.  Siguió echado en el diván, ahogado por lágrimas de desesperación.  Pese a los sentimientos, ideas y recuerdos que embargaban su alma y pese a la ternura y la compasión que le mostrara el conde, estaba consciente de la realidad.  Ya no le quedaba esperanza alguna.  Lo había perdido todo: el honor, el respeto de la sociedad y la ilusión por el amor y la amistad.  El manantial de sus lágrimas empezaba a agotarse y se iba apoderando de él con mayor fuerza una sensación de tranquilidad.  La idea del suicidio, que ya no despertaba en él horror ni repulsión, acudíale cada vez más a menudo.  En aquel momento, oyó los firmes pasos de Turbin.  Su rostro conservaba aún huellas de ira y le temblaban ligeramente las manos; pero sus bondadosos ojos resplandecían de satisfacción y alegría.

-¡Toma! Los he recuperado jugando –exclamó, mientras echaba varios fajos de billetes en la mesa-.  Cuéntalos, a ver si están todos.  Ven a la sala; pero no tardes, porque me voy en seguida –añadió, como sin darse cuenta de la terrible agitación, causada por la alegría y el agradecimiento, que expresó el semblante del ulano.

Y abandonó la estancia, silbando la melodía de una canción gitana.

 

 

 CAPÍTULO VIII

 

 

Sashka, que se había ceñido con su cinturón, anunció que los caballos estaban dispuestos.  Pero quería ir a toda costa a recoger la pelliza del conde, que había costado trescientos rublos, y devolver la pelliza azul, que no valía nada, al canalla que se había atrevido a cambiarla por la de su amo.  Turbin dijo que no había necesidad de hacerlo y entró en su cuarto para cambiarse de ropa.

El oficial de caballería hipaba, sentado al lado de una gitana.  El comisario de Policía había ordenado que sirvieran vodka y había invitado a los presentas a desayunar a su casa, prometiendo que su mujer en persona bailaría con las gitanas.  El joven apuesto explicaba a Iliushka con toda seriedad que el piano es un instrumento que tiene alma y que, en cambio, en la guitarra no se “pueden dar los bemoles”.   El funcionario tomaba té en actitud tristona en un rincón de la estancia.  A la luz del día parecía avergonzarse de su libertinaje.  Los gitanos discutían en su lengua; algunos insistían en divertir a los señores, a lo que se oponía Stioshka, diciendo que el barorai (en lengua gitana, conde, príncipe o, con más exactitud, gran señor) estaba enfadado.  Empezaba a extinguirse la última chispa de la orgía.

-¡Venga una canción de despedida!  Después, cada cual se irá a su casa –exclamó el conde, entrando en la sala.  Venía lozano, alegre y más apuesto que nunca, con su indumentaria de viaje.

Los gitanos se disponían a empezar a  cantar cuando entró Ilin con un fajo de billetes en la mano, y llamó al conde.

-Yo tenía quince mil rublos del Tesoro, y me has dado dieciséis mil trescientos, de manera que éstos son tuyos –dijo.

-Está bien, dámelos.

Mientras Ilin tendía el dinero a Turbin, lo miró tímidamente, abriendo la boca para decir algo; pero se cubrió de rubor hasta el punto de que se le saltaron las lágrimas.  Se limitó a apoderarse de la mano de Turbin y estrechársela con fuerza.

-¡Déjame!  Oye, Iliushka, te doy ese dinero; pero has de acompañarme cantando hasta las puertas de la ciudad.

Al decir esto, Turbin arrojó sobre la guitarra los mil trescientos rublos.  En cambio, se olvidó de devolver al oficial de caballería los cien que éste le diera la víspera.

Eran ya las diez de la mañana.  El sol se había remontado por encima de los tejados.  Deshelaba.  Hacía un rato que habían abierto las tiendas; se veía bastante gente por las calles; algunas señoras deambulaban por el mercado, y pasaban coches con nobles y funcionarios, cuando los gitanos, el comisario, el oficial, el joven apuesto, Ilin y el conde, con la pelliza de piel de oso, salieron a la escalinata del hotel.  Tres trineos se acercaron a la entrada.  Los caballos de cortas colas atadas chapoteaban en el barro líquido.  Y todos, muy alegres, empezaron a acomodarse.  El conde, Ilin, Stioshka, Iliushka y Sashka, el asistente, ocuparon el primer trineo.  Fuera de sí, Blucher movía el rabo, ladrando al caballo de varas.  Los demás se instalaron en los dos trineos siguientes, acompañados también de gitanos de uno y otro sexo.  En cuanto arrancaron, los tres vehículos se pusieron al mismo nivel y los gitanos entonaron una canción.

De esta suerte atravesaron la ciudad, hasta llegar a sus puertas, obligando a apartarse hacia las aceras a todos los coches con que se cruzaban.

Los transeúntes, sobre todo los que los conocían, se sorprendieron mucho al ver esos nobles que iban por las calles de la ciudad en pleno día, cantando en compañía de unos gitanos borrachos.

En las puertas de la ciudad, los trineos se detuvieron y todos empezaron a despedirse del conde.

Ilin había bebido mucho en la despedida.  De pronto, le dio lástima de que se fuera el conde y le rogó que se quedara un día más.  Al convencerse de que no conseguía nada, se puso a besarlo con lágrimas en los ojos.  Le dijo que, en cuanto llegara, pediría que lo trasladaran al cuerpo de húsares, al regimiento en que servía él.  Turbin estaba particularmente alegre; dio un empujón al oficial de caballería, que desde aquella mañana se había decidido a tutearle, y lo tiró a la nieve; azuzó a Blucher contra el comisario de Policía y cogió en brazos a Stioshka como para llevársela a Moscú.  Finalmente, montó al trineo y obligó al perro a que se sentara a su lado, a pesar del empeño que tenía de permanecer en pie.

Tras de pedir al oficial de caballería que recogiera la pelliza de su amo y se la enviase, Sashka subió al pescante.  El conde gritó: “¡Vámonos!”  Luego, se quitó la gorra y, agitándola por encima de la cabeza, silbó a los caballos igual que un cochero.  Los trineos se pusieron en marcha.

 

 

Delante, en la lejanía, veíase una llanura uniforme cubierta de nieve por la cual serpenteaba el camino formando una línea de un amarillento sucio.  Los rayos del sol jugueteaban sobre la nieve helada y transparente que empezaba a derretirse y calentaba de un modo agradable.  Los sudorosos caballos despedían vaho.  Sonaban los cascabeles.  Un mujik, que llevaba una carga en un pequeño trineo, corría chapoteando con los pies calzados con lapti por la nieve deshelada.  Al cruzarse con el trineo de Turbin, se apartó presuroso, tirando de las riendas.  Luego seguía otro trineo.  Venía en él una campesina gruesa y coloradota, con una criatura en el regazo, a la que había envuelto en su propia pelliza de piel de cordero.  Fustigaba a su rocín blanco de sedosa cola con las puntas de las riendas.  De pronto, el conde recordó a Ana Fiodorovna.

-¡Volvamos! –gritó al cochero.

Este no comprendió.

-¡Volvamos a la ciudad! ¡Rápido! –repitió Turbin.

El trineo franqueó de nuevo las puertas de la ciudad y no tardó en detenerse ante la casa de la señora Zaitsova.  El conde subió presurosamente la escalera y cruzó el vestíbulo y el salón.  La viudita estaba durmiendo.  Turbin la cogió en brazos, la incorporó y, después de cubrir de besos sus ojos adormilados, se fue corriendo.  Ana Fiodorovna se preguntó entre sueños: “¿Qué ha sucedido?”, mientras Turbin montaba en el trineo y ordenaba al cochero que se pusiera en marcha.  Esta vez abandonó la ciudad de K*** para siempre, sin acordarse más de la viudita, de Lujnov, ni de Stioshka. Pensaba en lo que le esperaría en Moscú.

 

 

CAPÍTULO IX

 

 

Han transcurrido aproximadamente veinte años.  Mucha agua ha corrido desde entonces; han muerto muchas personas; muchas otras han nacido; muchas han llegado a mayores y muchas han envejecido.  Pero han sido aún más numerosas las ideas que han nacido y han muerto; han desaparecido muchas cosas malas y buenas de los tiempos antiguos y han aparecido muchas nuevas y magníficas.

Hacía tiempo que el conde Turbin había muerto en un duelo con un extranjero, al que había azotado con la fusta en plena calle.  Su hijo, que se parecía a él como se parecen dos gotas de agua, era ya un oficial de caballería de veintitrés años.  Sus cualidades morales eran muy diferentes a las de su padre.  No tenía la menor sombra de las inclinaciones turbulentas, pasionales y, a decir verdad, depravadas de la pasada generación.  Sus rasgos características eran la inteligencia, la cultura, el talento y, junto con eso, el buen sentido y la previsión.  Estaba haciendo una carrera brillante: a los veintitrés años era ya teniente.  Al empezar las operaciones militares, creyendo que para ascender era más ventajoso pasar al ejército activo, había ingresado en un regimiento de húsares con el grado de capitán, en donde no tardaron en ponerle al mando de un escuadrón.

En el mes de mayo de 1848, el regimiento de húsares de S*** iba de expedición.  Pasó por la provincia de K*** y el escuadrón que mandaba el joven conde Turbin tuvo que pernoctar en Morozovka, la aldea de Ana Fiodorovna.  Esta vivía aún, pero ya ni ella misma se consideraba joven, lo cual significa mucho para una mujer.  Había engordado mucho y, aunque se suele decir que eso rejuvenece, sus profundas arrugas eran muy patentes.  Ya no iba a la ciudad e incluso le costaba trabajo montar en coche.  Pero seguía siendo tan bondadosa y tan poco inteligente como antes, lo que se podía reconocer ya, pues no lo compensaba con su belleza.  Vivía con su hija Liza, una bella campesinota de veintitrés años, y con su hermano, el oficial de caballería a quien conocemos.  Debido a su buen corazón, éste había despilfarrado todos sus bienes, y, al llegar a viejo, se había refugiado en casa de Ana Fiodorovna.  Tenía los cabellos canosos y el labio superior caído; pero eso no le impedía teñirse el bigote.  Tenía la frente, las mejillas y hasta la nariz y el cuello surcados de arrugas y se le había encorvado la espalda; mas, a pesar de esto, sus débiles piernas adoptaban posturas de oficial de caballería veterano.

La familia se hallaba reunida en el pequeño salón de la vieja casita, cuyo balcón y ventanas abiertas daban al antiguo jardín de tilos, plantados en forma de estrella.  Ana Fiodorovna, con una toquilla de color lila echada por los hombros, estaba sentada en el diván ante una mesa de caoba ovalada, haciendo solitarios.  Su hermano llevaba unos pantalones blancos impecables y una levita azul.  Sentado junto a la ventana, hacía una cadeneta de algodón blanco, labor que le había enseñado su sobrina y que le gustaba mucho.  Ya no podía trabajar y sus ojos eran demasiado débiles para los periódicos.  Pimochka, una niña recogida por Ana Fiodorovna, estudiaba sus deberes bajo la dirección de Liza, que hacía unas medias de lana para su lío.

Como siempre en esta época, el sol poniente arrojaba, a través de la alameda de tilos, sus oblicuos rayos sobre la última ventana y sobre la estantería colocada junto a ella.  Reinaba un silencio absoluto tanto en el jardín como en el salón; podía oírse el rumor de las alas de una golondrina junto a las ventanas, los débiles suspiros de Ana Fiodorovna y los gemidos del anciano cuando se ponía una pierna sobre la otra.

-¿Cómo es esto, Lizanka?  Siempre se me olvida –dijo de pronto Ana Fiodorovna, interrumpiendo los solitarios.

Sin dejar la labor de las manos, Liza se acercó a su madre.

-Te has confundido, querida mamá –exclamó, cambiando las cartas de sitio-.  Debías haberlas puesto así.  Pero no te preocupes; de todas formas se cumplirá lo que has pensado –añadió mientras quitaba una carta con disimulo.

-Siempre me engañas…

-Nada de eso.  Te aseguro que se cumplirá.  Ha salido bien.

-Bueno, bueno, zalamera.  ¿No es hora de tomar el té?

-Ya he mandado que preparen el samovar.  Voy a ver.  ¿Lo sirvo aquí…?  Pimochka, termina pronto tus deberes para que vayamos acorrer un poco.

Tras de decir esto, Liza abandonó la estancia.

-¡Lizochka! ¡Lizochka! –exclamó el tío mirando fijamente su labor-.  Me parece que me vuelto a equivocar.  Haz el favor de ayudarme, querida.

-Ahora voy, ahora voy.  Sólo voy a sacar el azúcar para que lo partan.

Al cabo de tres minutos aproximadamente, la muchacha entró corriendo en la habitación y, acercándose a su tío, le tiró de una oreja.

-¡Ahí tienes! ¡Para que no vuelvas a equivocarte! –dijo, echándose a reír.

-¡Basta! ¡Basta! Arréglame esto, por favor.  Aquí se ha hecho un nudito.

Liza cogió su labor, se quitó un alfiler de la mantilla que un soplo de aire agitó ligeramente y, tras de coger un punto caído, se la devolvió a su tío.

-Ahora, dame un beso por haberlo hecho –dijo presentando al viejo una de sus coloradas mejillas, mientras clavaba el alfiler en la mantilla-.  Hoy, por ser viernes, te daré el té con ron.

Luego, la muchacha se dirigió a la salita donde solían tomar el té.

-Tío, ven a ver.  Por ahí pasan unos húsares –se oyó que decía desde allí con su voz sonora.

Para ver a los húsares, Ana Fiodorovna y su hermano entraron en la salita, cuyas ventanas daban a la aldea.  Pero no se los veía bien; tan sólo se divisaba, a través de una nube de polvo que avanzaba, una muchedumbre.

-Es lástima, hermana, que estemos tan estrechos aquí y que no esté acabado el pabellón.  Hubiéramos podido invitar a los oficiales.  Los húsares suelen ser simpáticos y alegres; así, al menos, podríamos verlos de cerca.

-Me encantaría invitarlos, pero ya sabes que no disponemos más que del dormitorio, del salón y de esta salita, en que duermes tú.  ¿Dónde los íbamos a instalar? Mijail Matvejev ha preparado con este objeto la isba del starosta.  Dice que está muy limpia.

-Tendríamos que buscar entre los húsares un novio para ti, Lizochka –declaró el viejo.

-No; prefiero a un ulano.  Tú has servido en el cuerpo de ulanos, ¿verdad, tío?...  No tengo ningún interés en conocer a esos húsares.  Dicen que son unos calaveras.

Al decir esto, Liza se ruborizó ligeramente, y volvió a echarse a reír con su risa sonora.

-Ahí viene Ustiushka.  Vamos a preguntarle qué ha visto –dijo.

Ana Fiodorovna mandó que llamaran a la muchacha.

-¡No piensas más que en zafarte del trabajo! ¿Quién te manda correr a mirar a los soldados? Por cierto, ¿dónde se han alojado los oficiales?

-En casa de Eremkin, señora.  Hay dos muy guapos; dicen que uno es conde.

-¿Cómo se apellida?

-Creo que Kazarov o Turbinov… No recuerdo bien.

-¡Qué tonta eres! Al menos debías haberte enterado de su apellido.

-Voy a preguntárselo, si quiere.

-¡Sí, eso es! ¡Siempre estás dispuesta a estas cosas!  No; es mejor que vaya Danilo.  Hermano, mándale que pregunte a los oficiales si necesitan algo.  Debemos ser amables.  Puede decirles que lo manda su señora.

Los dos hermanos se sentaron ante la mesita del té, mientras Liza se dirigía a la habitación de las criadas para guardar el azúcar partido.  Ustiushka estaba allí haciendo comentarios sobre los húsares.

-Señorita ¡si supiera usted lo guapo que es el conde!  ¡Enteramente un querubín!  ¡Qué buena pareja haría usted con él!

Las demás sirvientas sonrieron con expresión aprobadora; la vieja niñera, que hacía calceta junto a la ventana, lanzó un suspiro y musitó una oración.

-¡Vaya!  Veo que te han gustado los húsares.  Además, cuentas las cosas con tanta gracia…  Bueno, ahora haz el favor de traer unas botellas de mors (refresco de zumo de bayas)  para que los obsequiemos.

Al decir esto, Liza salió de la habitación con el azucarero en la mano.

“Me gustaría ver a este húsar.  ¿Será rubio o moreno? –pensó-.  Me figuro que a él también le agradaría conocerme. Y, sin embargo, pasará por aquí sin saber siquiera que he pensado en él.  ¡A cuántos les habrá sucedido lo mismo!  Nadie repara en mí, excepto el tío y Utioshka.  ¡Es inútil que me cambie de peinado o de vestido; nadie se fija en mi persona!”  Suspiró, mirándose las blancas manos.  “Debe de ser alto, de ojos grandes y, sin duda, tiene un bigotito negro. ¡Pensar que he cumplido ya veintitrés años y que nade se ha enamorado de mí, salvo Iván Ipatievich, el que la cara picada de viruelas!  Y eso que hace cuatro años era más bonita que ahora.  Así es como se pasa mi juventud, sin ser una alegría para nadie.  ¡Soy una muchacha pueblerina muy desgraciada!”

La voz de la madre, que la llamaba para que sirviera el té, sacó a la muchacha pueblerina de este sueño momentáneo.

Las mejores cosas suceden siempre por casualidad, pues, cuanto más se esfuerza uno, menos éxito tiene.  Es poco frecuente que la gente de las aldeas se preocupe de dar educación a los hijos y por eso mismo, la mayoría de las veces, suele ser magnífica.  Tal era el caso de Liza.  Debido a su inteligencia limitada y a su carácter despreocupado, Ana Fiodorovna no le había dado una educación esmerada.  No le había enseñado música, ni tampoco el útil idioma francés.  Cuando tuvo de su marido a esa criatura sana y bonita, la puso en manos de una nodriza.  Más adelante, se preocupaba de que le dieran de comer, de que la vistieran con trajecitos de percal y zapatos de cabritilla, de que la llevaran a pasear y a coger setas y bayas, y de que un seminarista la enseñara a leer, a escribir y a hacer cuentas.  Al cabo de dieciséis años, se dio cuenta de que tenía en Liza un ama de casa dispuesta, bondadosa y alegre.  Ana Fiodorovna solía tener siempre a alguna criatura recogida, bien de sus siervos, bien de las abandonadas.  Desde los diez años, Liza había empezado a ocuparse de ellas; les enseñaba las primeras letras, las vestía, las llevaba a la iglesia y las reprendía cuando hacían travesuras.  Luego, se había presentado su achacoso tío, a quien había tenido que cuidar como a un niño; también atendía a los criados y a los campesinos, que acudían pidiendo remedios contra sus enfermedades, los curaba con saúco, menta y alcohol alcanforado.  Más adelante, tuvo también que gobernar la casa.

Su necesidad de amar insatisfecha sólo hallaba eco en la naturaleza y en la religión.  Y Liza llegó a ser, por casualidad, una mujer activa, bondadosa, alegre, independiente, pura y profundamente religiosa.  Bien es verdad que, a veces, sufría por pequeñas vanidades como, por ejemplo, al ver en la iglesia que sus vecinas llevaban sombreritos a la moda, traídos de la ciudad de K***, y otras veces, los caprichos de su vieja y malhumorada madre la  indignaban hasta el punto de que se le saltaran las lágrimas; algunos días soñaba con el amor en la forma más absurda y quizá trivial; pero su actividad, que había llegado a ser necesaria para ella, disipaba estos sueños.  Por tanto, a los veintidós años, el alma de aquella muchacha, cuya belleza física y moral estaba en su apogeo, no tenía mácula ni la atormentaba ningún remordimiento.  Era de mediana estatura y más bien gruesa; tenía los ojos castaños y no muy grandes, leves ojeras y una larga trenza rubia.  Andaba a grandes pasos, balanceándose un poco.  Cuando estaba entretenida en algo, nada la alteraba; la expresión de su rostro parecía decir: “Qué a gusto y qué bien vive el que tiene a quien amar y la conciencia tranquila.”  Pero hasta en los momentos de pena, turbación o intranquilidad, su corazón bueno y recto –que no había echado a perder la inteligencia- se reflejaba a través de sus lágrimas, tanto en su ceño fruncido, como en las comisuras de sus labios crispados, en los hoyitos de sus mejillas o en sus ojos brillantes.

 

 

CAPÍTULO X

 

 

A pesar de que el sol declinaba ya, aún hacía calor cuando los húsares entraron en Morozovka.  Delante del escuadrón, por una polvorienta calle de la aldea, corría una vaca que se había quedado rezagada del rebaño.  De cuando, volvía la cabeza y se detenía mugiendo, sin que se le ocurriera que no tenía más que apartarse.  A ambos lados de la calle, se agolpaban campesinos viejos, mujeres, niños y criados para ver pasar a los húsares.  Estos cabalgaban envueltos en una densa nube de polvo.  A la derecha, venían dos oficiales montando hermosos caballos negros.  Eran el comandante Turbin y un muchacho muy joven, apellidado Polozov, que había sido promovido recientemente de junker a oficial.

De una de las mejores isbas de la aldea salió un soldado y, quitándose la gorra, se acercó a los oficiales.

-¿Dónde nos han preparado alojamiento? –preguntó el conde.

-¿Para su excelencia? –murmuró el soldado, estremeciéndose-.  Pues aquí, en casa del starosta.  La han limpiado adrede.  Pedí que lo alojaran en la casa de los señores, pero dicen que no pueden.  ¡La dueña tiene un genio…!

-Está bien –replicó Turbin descabalgando y estirando las piernas ante la isba del starosta-.  ¿Ha llegado mi coche?

-Sí, excelencia –contestó el húsar, señalando con la gorra un vehículo que estaba junto a la verja.

Luego, se dirigió corriendo al zaguán de la isba.  Allí se había reunido la familia del starosta en pleno para ver al oficial.  Al ir a abrir la puerta, el soldado tropezó con una viejecita, que se apartaba para dejar paso al conde.

La casa era bastante amplia.  Pero la limpieza dejaba algo que desear.  El criado del conde, un alemán que vestía como  un señor, había hecho ya la cama y estaba sacando la ropa de la maleta.

-¡Qué porquería de casa! –exclamó Turbin, indignado-.  Diadenko, ¿es posible que no se haya podido encontrar alojamiento en casa de algún propietario?

-Si lo ordena su excelencia, echaré a alguno de su propia casa.  Pero no le parecerá mejor que esta isba.

-Ya no merece la pena.  Bueno, puedes retirarte.

Turbin se echó en la cama, poniendo las manos debajo de la cabeza.

-¡Johan, has vuelto a dejar un bulto en medio del colchón! –gritó al criado-. ¿Será posible que no sepas hacer una cama?

El alemán se acercó disponiéndose a enmendar su falta.

-No; ahora ya déjalo… ¿Dónde está mi bata?

Cuando Johan se la dio, antes de ponérsela, Turbin miró los bajos.

-¡Me lo figuraba!  No me limpiaste las manchas.  ¡Jamás he conocido a nadie que sirva peor que tú! –exclamó-.  Quisiera saber si lo haces adrede…  ¿Has preparado el té?

-No he tenido tiempo –replicó Johan.

-¡Majadero!

Después de esto, el conde cogió una novela francesa y leyó durante un rato.  Mientras tanto, Johan fue al zaguán a encender el samovar.   Turbin se encontraba de mal humor, porque estaba cansado y sucio, porque tenía el estómago vacío y porque le oprimía el uniforme.

-¡Johan, dame la cuenta de los diez rublos!  -volvió a gritar al cabo de un rato-.  ¿Qué has comprado en la ciudad?

Al examinar la cuenta, Turbin expresó mal humor porque lo que había comprado el criado era muy caro.

-Sírveme el té con ron.

-No he comprado ron –replicó Johan.

-¿Cuántas veces te he dicho que quiero tener ron en casa?

-No me alcanzó el dinero.

-¿Por qué no lo ha comprado Polozov?  Podías haberle pedido dinero a su criado.

-¿Se refiere al corneta?  Ha comprado té y azúcar.

-¡Animal!...  ¡Lárgate!  Me haces perder los estribos…  Ya saber que tengo costumbre de tomar el té con ron cuando estamos de expedición.

-Aquí tiene dos cartas del cuartel general.

Sin levantarse, el conde abrió las cartas y empezó a leerlas.  En aquel momento entró en la estancia, resplandeciente de alegría, el corneta que había ido a acompañar el escuadrón.

-¿Qué hay, Turbin?  Parece que estás muy bien aquí.  Confieso que me encuentro cansado.  Ha hecho calor.

-Sí.  ¡Muy bien!  ¡En esta casucha maloliente!  Y, por si fuera poco, por tu culpa, no tenemos ron.  Tu estúpido criado no lo compró, ni el mío tampoco.  Podías habérselo dicho.

Tras de decir esto, Turbin siguió leyendo.  Cuando hubo terminado la primera carta, la arrugó y la tiró al suelo.

-¿Por qué no has comprado ron?  -preguntó el corneta en voz baja a su criado, saliendo al zaguán-.  Tenías dinero.

 -¿Y a santo de qué vamos a comprarlo nosotros?  Yo no hago más que gastar, mientras el alemán fuma que te fuma.

Sin duda la segunda carta no era desagradable porque el conde la leyó risueño.

-¿De quién es?  -pregunto Polozov, que había vuelto a la habitación y se preparaba un lecho sobre unas tablas al lado de la estufa.

-Minna –contestó el conde jovialmente, tendiéndole la misiva-  ¿Quieres leerla?  ¡Es una mujer encantadora!...  Te aseguro que vale mucho más que nuestras señoritas… ¡Fíjate cuánto sentimiento y cuánta inteligencia hay en esta carta!...  Lo malo es que me pide dinero.

-Eso no está bien, desde luego –convino el corneta.

-Te advierto que se lo prometí.  Como siga al mando del escuadrón otros tres meses, se lo mandaré.  No me da lástima.  Es encantadora…  ¿Verdad?  -dijo, con una sonrisa, al tiempo que observaba la expresión de Polozov.

-Tiene muchas faltas de ortografía; pero es una carta simpática.  Parece que esa mujer te quiere –contestó el corneta.

-¡Hum!  ¡Claro!  ¡Claro!  Esas son las únicas mujeres que aman de verdad cuando se enamoran.

-¿De quién es la otra carta?  -preguntó el corneta, devolviéndole a Turbin la que acababa de leer.

-De…  un señor, de un sinvergüenza a quien debo dinero que me ha ganado jugando a las cartas.  Es la tercera vez que me lo recuerda…  No puedo devolvérselo ahora…  ¡Es absurdo lo que me dice!  -exclamó Turbin, disgustado.

Después de esta conversación, los dos oficiales permanecieron callados.  El corneta, que sin duda se hallaba bajo la influencia del conde tomaba el té en silencio, mirando de tarde en tarde su apuesta figura.  Turbin tenía los ojos fijos en la ventana.  No se decidía a empezar a hablar.

-Sería magnífico que este año hubiese una nueva promoción  -dijo de pronto, volviéndose hacia Polozov y sacudiendo jovialmente la cabeza-.  Además, si tomamos parte en alguna campaña, tal vez podría adelantar a los capitanes de caballería de la Guardia.

La conversación giraba aún sobre este tema, mientras tomaban el segundo vaso de té, cuando entró el viejo Danilo para transmitir la orden de Ana Fiodorovna.

-También me ha mandado que le pregunte si es usted hijo del conde Fiodor

Ivanovich Turbin –añadió el criado, de su propia cosecha, al oír el apellido del oficial, pues aún recordaba la llegada del difunto conde a la ciudad de K***-.  Mi señora y el conde fueron muy amigos.

-Sí, era mi padre.  Di a tu señora que le estoy muy agradecido y que no necesito nada.  Lo que sí quisiera es que me procurara una habitación más limpia que ésta en su casa o en cualquier otro sitio.

-¿Por qué has pedido otro cuarto? –preguntó Polozov cuando Danilo hubo salido-.  ¿Acaso no da igual pasar una noche aquí?  ¿Para qué molestar a esa señora?

-Me parece que ya está bien.  Hemos tenido que alojarnos en auténticas cuadras no pocas veces…  Bien se ve que no eres un hombre práctico.  ¿Por qué no aprovechar esta ocasión para pasar una noche como personas?  En lo que a ella respecta, se alegrará  Sólo una cosa me desagrada, y es que esa señora haya conocido a mi padre; siempre tengo que avergonzarme de él; siempre hay por medio alguna aventura escandalosa o alguna deuda-, continuó Turbin con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes, de un blanco deslumbrador-.  Por eso no soporto el trato con personas que lo conocieron.  Pero, por otra parte, así era aquella época-  añadió en tono serio.

-¡Ah!  Se me olvidó decirte que me encontré con el comandante Ilin –dijo Polozov-.  Tiene muchos deseos de verte; quería muchísimo a tu padre.

-Me parece que es un gran bribón.  Lo más grande es que estos señores, que para adularme aseguran haber conocido a mi padre, se figuran que cuentan cosas agradables, cuando, en realidad, da vergüenza escuchar sus relatos.  Era un hombre demasiado impetuoso (no me apasiono y considero las cosas desde un punto de vista imparcial) y a veces hacía cosas que no estaban bien.  Por otra parte, todo depende de la época en que se vive.  En nuestros días, hubiera sido sin duda un hombre juicioso, porque (hay que ser justos) estaba muy bien dotado.

Al cabo de un cuarto de  hora volvió Danilo.  Su señora rogaba a los húsares que fuesen a pasar la noche en su casa.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XI

 

 

Cuando supo que el oficial de húsares era hijo del conde Fiodor Ivanovich Turbin, Ana Fiodorovna empezó a ajetrearse.

-¡Señor! ¡Señor! ¡Pobrecillo…!  Danilo, corre a decirle que lo invito a pasar la noche –exclamó, levantándose bruscamente.  Y se dirigió con pasos rápidos a la habitación de las criadas-.  ¡Lizanka! ¡Ustiushka!  Hay que preparar tu habitación, Liza.  Te trasladarás a la del tío, y tú, hermano, irás al salón.  Una noche se pasa como sea.

-No me importa, me acostaré en el suelo.

-Si se parece a su padre, debe de ser muy guapo.  Si viene, al menos, tendré una ocasión de verlo.  Ya verás, Liza, ¡Su padre era tan apuesto!...  ¿Adónde llevas esta mesa?  Déjala aquí.  Hay que traer dos camas, una de casa del administrador…  En el estante está el candelabro de cristal que me regaló mi hermano el día de mi santo;  le pondrás una vela…

Finalmente, todo quedó dispuesto.  Sin hacer caso de las recomendaciones de su madre, Liza arregló a su manera la habitación para los dos húsares.  Sacó ropa limpia, perfumada de espliego, e hizo las camas; quemó un pedacito de sahumerio  y llevó su cama al cuarto de su tío.

Algo apaciguada, Ana Fiodorovna volvió a ocupar su sitio y hasta cogió las cartas, pero ya no hizo solitarios, sino que, apoyada sobre su rollizo codo, se sumió en reflexiones.  “¡Cómo pasa el tiempo!  ¡Cómo pasa el tiempo!”, se dijo, en un susurro.  “Parece que fue ayer.  Lo veo como si fuese ahora.  ¡Qué divertido era!”  Y las lágrimas brotaron de sus ojos.  Ahora tengo a Lizanka… pero ¡es tan distinta de cómo yo era a su edad!...  Es muy buena, pero…”

-Lizanka, deberías ponerte el vestido de muselina para esta noche.

-¿Piensas invitarlos a cenar? No lo hagas, mamá; es mejor que no lo hagas –replicó la muchacha, experimentando una emoción invencible ante la idea de que vería a los oficiales.

Realmente no era tanto el deseo de verlos como el temor a una dicha inquietante que creía la esperaba.

-Tal vez quieran conocernos ellos, Lizochka –dijo Ana Fiodorovna, acariciando el pelo de la muchacha mientras pensaba: “No; no su cabello no es como el que tenía yo a su edad… ¡Cómo desearía para mi Lizochka…!”

Y, en efecto, deseaba algo para su hija; pero no podía imaginarse que se casara con el conde, ni tampoco desearle unas relaciones como las que tuviera ella con el difunto Turbin.  Quizás deseara vivir otra vez, a través de su hija, los momentos que viviera con Turbin.

El antiguo oficial de caballería se había alterado también por la llegada del conde.  Se encerró en su habitación; y, al cabo de un cuarto de hora, salió de allí, vestido con guerrera y pantalón azul.  Cuando entró en la sala, estaba confuso y complacido como  una muchacha que se pone por primera vez un vestido de baile.

-Voy a ver cómo son los húsares de hoy día, hermana.  El difunto conde era un auténtico húsar.  ¡Veremos, veremos!

Los oficiales entraron en la habitación que les habían destinado por la parte de atrás de la casa.

-¿Acaso no estamos mejor aquí que en aquella isba llena de cucarachas? –exclamó Turbin, echándose en la cama tal y como estaba, con las botas cubiertas de polvo.

-¡Claro que sí!  Pero uno se siente obligado con los dueños de la casa…

-¡Qué absurdo!  Hay que ser práctico en todo.  Indudablemente, les hemos dado una alegría viniendo… ¡Criado!  Dile a la señora que te dé algo para tapar esa ventana.  Temo que de noche sople el aire.

En ese momento, el hermano de Ana Fiodorovna entró en la habitación para conocer a los oficiales.  Aunque algo ruborizado, no dejó de contar que había sido compañero del difunto conde, que había gozado de su amistad y hasta llegó a decir que lo había protegido más de una vez.  Pero no explicó si entendía bajo la palabra protegido el hecho de que Turbin no le hubiera devuelto los cien rublos, que lo hubiera tirado a la nieve, o le hubiera espetado aquella palabrota.  El joven conde se mostró muy cortés con el antiguo oficial de caballería y le dio las gracias por el alojamiento.

-Perdone por la falta de lujo, conde –estuvo a punto de decir “excelencia”, hasta tal extremo se había desacostumbrado de tratar con personas importantes-; la casa de mi hermana es pequeña.  En cuanto a la ventana, la taparemos con algo y quedará bien –añadió cuadrándose.  Con ese pretexto, abandonó la habitación, aunque en realidad lo hiciera para contar cuanto antes cómo eran los oficiales.

La hermosa Ustiushka vino con un chal de su señora para cubrir la ventana, y preguntó a los oficiales si querían tomar té.

Era evidente que aquella agradable estancia había ejercido buena influencia sobre la disposición de ánimo del conde.  Sonriendo alegremente, gastó una chanza a Ustiushka, que se permitió llamarlo bromista.  Turbin le preguntó si era guapa su señorita y cuando la doncella le ofreció té, le dijo que no vendrá mal y que, como aún no les habían preparado la cena, le gustaría tomar un poco de vodka, una zakuska y una copita de jerez si lo tenían.

El antiguo oficial de caballería, entusiasmado con la cortesía de Turbin, puso por las nubes a los nuevos oficiales, diciendo que eran infinitamente superiores a los de la generación anterior.  Ana Fiodorovna no estaba de acuerdo, no podía haber nadie mejor en el mundo que el difunto conde.  Y hasta se enfadó, observando con sequedad:

-Para ti el mejor es el que te ha tratado bien el último.  Ya se sabe que actualmente la gente es más lista.  Pero Fiador Ivanovich Turbin bailaba la escocesa con tal perfección y era tan amable, que todos estaban locos por él.  Sin embargo, él no se interesó por nadie, excepto por mí.  ¡También entonces había gente buena!

En aquel momento se enteraron de que los oficiales pedían vodka, zakuska y jerez.

-Siempre lo haces todo al revés, hermano.  Debías haberlos invitado a cenar –exclamó Ana Fiodorovna-.  Liza, querida, ve a dar orden de que preparen la cena.

La muchacha corrió a la despensa para sacar setas saladas y mantequilla fresca; y ordenó al cocinero que preparase bitki.

-¿Te queda jerez, hermano?

-Nunca tomo jerez.

-¿Cómo que no? ¿Y qué es lo que tomas con el té, entonces?

-Ron, Ana Fiodorovna.

-Pues ¡qué más da!  Sírveles ron, es igual.  Tal vez sería mejor que los invitáramos a pasar aquí.  ¿No te parece?  Dímelo tú, que lo sabes todo.  No creo que les siente mal.

El antiguo oficial de caballería estaba seguro de que el conde no se negaría a aceptar la invitación, pues era muy campechano.  Dijo que no tardaría en traer a los oficiales.  Ana Fiodorovna fue a cambiarse de vestido y a ponerse una cofia nueva.  Liza, en cambio, estaba tan atareada que no le dio tiempo a cambiar por otro el vestido rosa de hilo de mangas anchas que llevaba.  Además, se sentía muy alterada: le parecía que la esperaba algo extraordinario.  Era como si se cerniera por encima de su alma una nube negra.  Este arrogante húsar se le figuraba como un ser nuevo e incomprensible, pero encantador. Su carácter, sus costumbres y sus palabras debían de ser extraordinarios.  Todo lo que pensara y dijera tendría que ser sensato y verídico; todo lo que hiciera, honrado; y su aspecto debía de ser encantador, no dudaba de ello.  Si en lugar de pedir zakuska y jerez, hubiese pedido un baño de salvia perfumado, no se hubiera sorprendido, ni lo hubiera censurado, persuadida de que debía ser así.

El conde accedió, apenas el antiguo oficial de caballería le hubo expuesto el deseo de su hermana.  Se peinó, se puso la guerrera y encendió un cigarro.

-Vamos –dijo a Polozov.

-Mejor es no aceptar esa invitación, harán gastos para recibirnos.

-¡Qué absurdo!  Se alegrarán mucho de conocernos.  Además, me he informado y sé que la hija es muy bonita… ¡Vámonos!  -insistió el conde, en francés.

-Se lo ruego señores –dijo el antiguo oficial de caballería, sólo para mostrar que había comprendido y que también sabía hablar francés.

 

 

CAPÍTULO XII

 

 

Cuando los oficiales entraron en la estancia, Liza se ruborizó e, inclinándose, simuló añadir agua a la tetera, porque temió mirarlos.  En cambio, Ana Fiodorovna se levantó presurosa para saludar a los jóvenes.  Con los ojos clavados en Turbin, dijo que le encontraba un parecido extraordinario con su padre, le presentó a su hija y le ofreció té con mermelada y jalea hecha en casa.  El corneta tenía un aspecto muy modestito.  Nadie le hizo caso.  Esto le alegró, porque así puso examinar detalladamente, hasta donde lo permitía el buen tono, la belleza de Liza, que le había sorprendido.  El tío escuchaba la conversación que se había iniciado entre su hermana y el húsar, esperando el momento oportuno para relatar sus recuerdos de caballería.  Había preparado su discurso de antemano.  Mientras tomaban el té, Turbin encendió un cigarro y Liza tuvo que contenerse para no empezar a toser.  Al principio, el conde sólo aprovechaba los pequeños intervalos de la charla de Ana Fiodorovna para contar algo; pero luego terminó por llevar la voz cantante.  Una cosa chocó a los oyentes: Turbin empleaba palabras que tal vez se considerasen naturales en su círculo, pero que allí parecieron algo atrevidas, lo que asustó un poco a Ana Fiodorovna e hizo enrojecer a Liza hasta las orejas.  El conde no se dio cuenta y siguió en ese tono con gran sencillez y serenidad.

Liza llenaba los vasos de té; pero no los entregaba en la mano a los invitados, limitándose a colocarlos cerca de ellos.  Aún no se había recobrado de su turbación.  Escuchaba ávidamente las palabras de Turbin.  Sus sencillos relatos y sus titubeos durante la conversación empezaron a tranquilizarla.  No dijo ninguna cosa extraordinaria, como ella esperaba, ni le pareció tan elegante como lo había supuesto.  Al tercer vaso de té, después de haberse encontrado los tímidos ojos de Liza con los de Turbin y de haber sostenido éste su mirada con una sonrisa imperceptible y expresión tranquila, la muchacha experimentó hostilidad hacia él.  Pensó que no tenía nada de particular y que no se distinguía en nada de los hombres que había conocido hasta entonces.  Se dijo que no tenía por qué intimidarse ante él.  Ni siquiera era guapo; lo único era que tenía las uñas largas y muy pulcras.  Liza acabó tranquilizándose al decidirse a abandonar su sueño, no sin cierta pena en su fuero interno.  Sólo la inquietaba ligeramente la mirada del silencioso corneta, que sentía fija sobre sí.  “Tal vez no sea éste, sino el otro”, pensó.

 

 

 

 

CAPÍTULO XIII

 

 

Después de tomar el té, Ana Fiodorovna invitó a los huéspedes a pasar a la sala; y volvió a ocupar su sitio.

-¿Quiere retirarse a descansar, conde? -preguntó-.  ¿Cómo podría, entonces, entretener a mis queridos invitados? –prosiguió tras de una respuesta negativa-.  ¿Juega a las cartas?  Hermano, ¿por qué no organizas una partidita…?

-Pero si tú también juegas.  Juguemos una partidita todos juntos  –replicó el antiguo oficial de caballería-.   ¿Quiere, conde? ¿Y usted?

Los oficiales accedieron.  Liza trajo un paquete de cartas de su habitación.  Solía utilizarlas para averiguar si se le pasarían pronto un flemón a su madre, si regresaría aquel mismo día su tío de la ciudad, si iría a visitarla una vecina, etcétera.  Aunque llevaba dos meses en uso, esta baraja estaba más limpia que la de Ana Fiodorovna.

-Tal vez no les interese jugar con poco dinero.  Ana Fiodorovna y yo solemos poner medio copeck  Sea como sea, es ella la que nos gana siempre a todos.

-Como ustedes gusten; por nuestra parte, encantados –contestó Turbin.

-Entonces, pongamos un copeck en honor a nuestros queridos huéspedes.  A ver si me ganan a mí, que soy una vieja –exclamó Ana Fiodoroovna, arrellanándose cómodamente en el sillón.

“A lo mejor les ganaré un rublo”, pensó.  Según envejecía, iba aficionándose al juego.

-¿Quieren que les enseñe unos juegos petersburgueses?  -prosiguió Turbin-.  Son muy entretenidos.

A todos les gustaron mucho aquellos juegos.  El antiguo oficial de caballería incluso aseguró que los conocía, pero que se le habían olvidado.  Ana Fiodorovna no lograba entenderlos.  Cada vez afirmaba que la próxima vez jugaría bien y suscitaba grandes risas cuando, en medio del juego, volvía a equivocarse.  Entonces se turbaba ligeramente y decía que aún no se había acostumbrado a esos nuevos juegos.  No obstante, se tenían en cuenta sus faltas y se apuntaban sus pérdidas, tanto más cuanto que el conde, que estaba acostumbrado a jugar por todo lo alto, lo hacía con toda serenidad y sin comprender lo que significaban los golpecitos que le daba su compañero por debajo de la mesa, ni los errores que éste cometía.

Liza trajo jalea, mermelada de tres clases y manzanas de Oporto, conservadas por un método especial.  Luego, se colocó tras de la silla de su madre y observó a los jugadores.  De cuando en cuando, miraba a los oficiales y, sobre todo, las blancas manos de finas uñas rosadas del conde, que echaban las cartas y recogían las ganancias con gran seguridad y elegancia.

Una de las veces, Ana Fiodorovna ganó por casualidad, pero no tardó en volver a perder y esto la inquietó.

-No importa, mamaíta; aún puedes recuperarte –dijo Liza, sonriendo.  Quería a toda costa sacar a su madre de esa situación ridícula.

-¡Si al menos me ayudases! –exclamó Ana Fiodorovna, mirando a su hija con expresión de susto-.  No sé cómo…

-Tampoco yo sé jugar a esto –replicó Liza, mientras echaba mentalmente la cuenta de las pérdidas de su madre-.  ¡Estás perdiendo mucho!  No podrás comprarle el vestido a Pimochka si sigues así –añadió en broma.

-Es verdad, así es fácil perder hasta diez rublos de plata –dijo Polozov a Liza, deseando trabar conversación con ella.

-Pero ¿no jugamos con asignados, acaso?  -preguntó Ana Fiodorovna, volviéndose hacia todos.

-Ignoro cómo se cuentan los asignados –replicó Turbin-.  Mejor dicho, ignoro lo que son los asignados.

-Ahora ya nadie juega con asignados –intervino el tío, que jugaba a golpe seguro y estaba ganando.

Ana Fiodorovna mandó que sirvieran un refresco.  Después de beber dos copas, se puso muy colorada; y, desde ese momento, pareció que ya nada le importaba.  Ni siquiera se preocupó de arreglar un mechón de cabellos grises que le asomaba por debajo de la cofia.  Sin duda, se figuraba haber perdido millones y hallarse en una situación sin salida.  El corneta daba, cada vez más a menudo, golpecitos a Turbin, que apuntaba las pérdidas de la vieja.  Cuando acabaron, Ana Fiodorovna se esforzó en aumentar las pérdidas de los demás y en fingir que se equivocaba en los cálculos, pero al fin se vio obligada a reconocer que había perdido una cantidad enorme.

-Resultarán nueve rublos, ¿verdad? –preguntó repetidas veces sin entender el alcance de lo que había perdido hasta el momento en que su hermano le explicó que eran treinta y dos rublos en asignados y que debía pagarlos sin remedio.

Sin contar lo que había ganado, el conde se levantó y, acercándose a la ventana junto a la cual Liza sacaba de un tarro setas saladas para la zakuska, empezó a hablar con ella del tiempo, con toda naturalidad, cosas que no había logrado en toda la velada.

Mientras tanto, el corneta estaba en una situación violenta.  Ana Fiodorovna se mostró seriamente enfadada en cuanto se hubo separado de ella Liza, que había sostenido su buena disposición de ánimo.

-Es violento el haberle ganado a usted –dijo Polozov, por decir algo.

-Yo no sé jugar a estos juegos tan raros.  Dígame: ¿cuánto resulta en asignados?

-Treinta y dos rublos, treinta y dos cincuenta –repitió el antiguo oficial de caballería, que tenía deseos de bromear porque él también había ganado-.  Venga ese dinero, hermana…  Venga ese dinero…

-Te lo daré; pero no me volverás a coger en otra.  ¡No podré recuperar esa cantidad en toda mi vida!

Ana Fiodorovna se fue a su habitación con sus andares balanceantes y volvió de allí con nueve rublos.  Pero, gracias a la insistencia de su hermano, acabó pagando lo que debía.

La habitación en la que habían puesto la mesa para cenar estaba iluminada por dos velas.  Las llamas vacilaban impulsadas por la cálida brisa de la noche de mayo.  También entraba claridad por la ventana que daba al jardín, aunque  era muy distinta.  La luna casi llena iba perdiendo su matiz dorado y, al remontarse por encima de la copas de los tilos, iluminaba vivamente las tenues nubecillas.  Croaban las ranas en el estanque, que se veía a través del follaje de la alameda, iluminando por un lado por los rayos de la luna.  En un arbusto de lilas, al pie de la ventana, revoloteaban unos pajarillos.

-¡Qué tiempo tan hermoso! –exclamó el conde, al acercarse a Liza; y se sentó en el alféizar de la ventana-.  Me figuro que paseará mucho…

-Por las mañanas, a eso de las siete, suelo recorrer toda la finca, y aprovecho para dar un paseo con Pimochka, la niña que ha recogido mamá –contestó Liza, sin la menor turbación.

-¡Es muy agradable vivir en la aldea!  -comentó Turbin; y, poniéndose el monóculo, miró al jardín y después a Liza-.  ¿No suele pasear en las noches de luna?

-No; hace tres años solía dar un paseo con mi tío, porque padecía de una enfermedad extraña.  Con luna llena no podía dormir.  Esta es su habitación; como da al jardín, la luz le entra directamente.

-Es raro –observó Turbin-.  Creí que esta habitación era la de usted.

-Solamente por esta noche, porque ustedes ocupan la mía.

-¿Es posible?... ¡Oh Dios mío!... ¡No me perdonaré en la vida haberle causado esta molestia! –exclamó el joven, quitándose el monóculo-.  Si hubiera sabido que iba a importunarla…

-¡No es ninguna molestia! Al contrario, me alegra mucho estar aquí.  La habitación del tío es tan simpática y alegre, con su ventana bajita… Podré quedarme sentada en ella hasta que me entre sueño o bajar al jardín para dar un paseo de noche.

“Qué muchacha tan agradable”, pensó Turbin, que se había vuelto a poner el monóculo para mirarla.  Luego, como si quisiera cambiar de postura, hizo todo lo posible por tocar el pie de Liza con el suyo.  “Con cuánta picardía me ha dado a entender que puedo verla en el jardín junto a la ventana”, pensó; y le pareció tan fácil conquistarla, que Liza perdió ante sus ojos la mayor parte de su encanto.

-¡Qué felicidad tan grande pasar una noche así en el jardín con el ser amado! –dijo, fijando los ojos con expresión pensativa en las oscuras alamedas.

Liza se turbó un poco al oír estas palabras y también por el repetido roce del pie de Turbin, que pretendía ser casual.  Dijo lo primero que se le ocurrió, con tal de ocultar su turbación.

-Sí; es agradable pasear en las noches de luna.

Pero, sintiéndose molesta, tapó el tarro de las setas y se dispuso a retirarse cuando se acercó el corneta, y la muchacha sintió deseos de saber algo de él.

-¡Qué noche tan hermosa! –exclamó Polozov.

“No hacen más que hablar del tiempo”, pensó Liza.

-¡Qué vista tan maravillosa! Pero me figuro que a usted debe de aburrirle ya –añadió, porque tenía tendencia a decir cosas ligeramente desagradables a las personas que le gustaban mucho.

-¿Por qué lo cree?  La comida y los trajes iguales aburren; pero no un hermoso jardín si a uno le gusta pasear, sobre todo en las noches de luna.  Desde esta habitación, se ve el estanque.  Hoy podré contemplarlo.

-Parece que no hay ruiseñores –dijo Turbin, descontento porque Polozov le había impedido enterarse de las condiciones formales de la cita.

-Siempre los ha habido; pero el año pasado los cazadores cogieron uno y, desde entonces, no se los oye cantar.  La semana pasada empezaron a cantar de nuevo; luego, los asustaron los cascabeles de un coche…  Hace tres años, mi tío y yo solíamos escucharlos, sentados en alguna alameda, durante horas enteras.

-¿Qué les está contando esta charlatana? –preguntó el antiguo oficial de caballería, acercándose- ¿Quieren pasar a cenar?

Después de la cena –durante la cual el conde logró disipar un poco el mal humor de la dueña de la casa, gracias a su buen apetito y las alabanzas que dispensó a los platos- los oficiales se despidieron para retirarse a su habitación.  Turbin estrechó la mano del antiguo oficial de caballería, la de Ana Fiodorovna –que no besó, con gran extrañeza suya- e incluso la de Liza, a la que miró a los ojos con una simpática sonrisa imperceptible.

“Es muy apuesto, pero está demasiado pendiente de su persona”, pensó la muchacha.

 

 

CAPÍTULO XIV

 

 

-¿Cómo no te da vergüenza? –dijo Polozov cuando los oficiales volvieron a la habitación que les habían destinado-.  Por mi parte, he procurado perder; te estaba haciendo señas por debajo de la mesa.  ¿Cómo no te da vergüenza?  La viejecita se ha disgustado en serio.

Turbin lanzó una carcajada.

-¡Qué graciosa! ¡Cómo se ha ofendido!

Y de nuevo rió, tan de buena gana, que hasta Johan, que se hallaba presente, agachó la cabeza para ocultar una sonrisa.

-¡Es para que vayan conociendo al hijo del amigo de la familia!... ¡Ja, ja, ja…!

-Te aseguro que eso no está bien.  Me ha dado lástima de ella –dijo el corneta.

-¡Qué absurdo!  ¡Eres demasiado joven!  ¿Acaso pretendías que perdiera yo?  Eso me pasaba a mí también cuando no sabía jugar; pero no ahora.  Esos rublitos me vendrán muy bien.  Hay que considerar la vida desde un punto de vista práctico.  De otro modo, uno pasa por tonto.

Polozov guardó silencio.  Deseaba pensar en Liza, que le había parecido un ser puro y encantador, sin que le molestaran.  Así, pues, no tardó en acostarse en el blando y limpio lecho que le habían preparado.

“El honor y la gloria no son más que tonterías”, pensó, mirando hacia la ventana.  A través del chal se filtraban los pálidos rayos de la luna.  “La verdadera felicidad consiste en vivir en un rinconcito tranquilo con una mujer buena, sencilla y agradable”.

No se sabe por qué, Polozov no comunicó estos pensamientos a su compañero y ni siquiera mencionó a la muchacha, a pesar de que estaba convencido de que Turbin también pensaba en ella.

-¿Por qué no te desnudas? –preguntó a éste, que paseaba por la estancia.

-Todavía no tengo sueño.  Puedes apagar la vela, si quieres.  Me acostaré a oscuras –replicó Turbin, continuando sus paseos.

-Todavía no tengo sueño –repitió Polozov, que, después de aquella velada, se sentía más descontento que nunca de la influencia que Turbin ejercía sobre él y estaba dispuesto a sublevarse.  “Ya me figuro qué ideas cruzan en este momento por tu cabeza tan bien peinada –pensó, dirigiéndose mentalmente a él-.  Sé que Liza te ha gustado, pero no eres capaz de apreciar a este ser sencillo y honesto.  Tú necesitas mujeres como Minna y charreteras de coronel.”

Y Polozov se volvió hacia Turbin con intención de preguntarle si le había gustado Liza; pero cambió de idea.  No sólo no se hallaba en disposición de discutir con él en caso de que su parecer fuese distinto del suyo, sino que le constaba que ni siquiera sería capaz de mostrarse en desacuerdo, hasta tal punto estaba acostumbrado a someterse a su influencia, que cada día se le antojaba más pesada e injusta.

-¿Adónde vas? –preguntó al ver que Turbin se acercaba a la puerta con la gorra puesta.

-A la cuadra.  Voy a ver si todo está en orden.

“¡Qué raro!”, pensó el corneta.  Sin embargo, apagó la vela y procuró disipar los sentimientos hostiles y los celos que le inspiraba su amigo.

Mientras tanto, Ana Fiodorovna se había retirado a su habitación, después de haber bendecido y besado con ternura, según costumbre, a su hija, a su hermano y a la niña recogida.  Hacía mucho que no había experimentado tantas sensaciones en un solo día, de manera que ni siquiera pudo rezar con tranquilidad.  No se le iban de la cabeza los tristes recuerdos del difunto conde, ni tampoco lo despiadadamente que le había ganado a las cartas aquel joven tan presumido.  Sin embargo, se desnudó, bebió medio vaso de kvas que le habían dejado en la mesita de noche, y se acostó como de costumbre.  Su gato predilecto paseaba por el dormitorio.  Ana Fiodorovna lo llamó y se puso a acariciarlo.  Pero su ronroneo le impedía conciliar el sueño.

“Me molesta el gato”, pensó, arrojándolo de su lado.  El animal cayó blandamente al suelo; luego, moviendo su pomposo rabo, subió a la estufa de un salto.  En esto llegó la doncella.  Dormía en el suelo, en la habitación de Ana Fiodorovna.  Se entretuvo en colocar la estera, en encender la lamparilla y en apagar la vela.  Finalmente, se acomodó y en breve se quedó dormida.  Pero el sueño no acudía para aplacar la alterada imaginación de Ana Fiodorovna.  En cuanto cerraba los ojos, se le representaba la faz del húsar, y al abrirlos, a la débil luz de la lamparilla, le parecía verlo, bajo distintas formas, en la cómoda, en la mesita y en su vestido blanco que había dejado colgado.  Tan pronto tenía calor bajo el edredón, tan pronto le resultaba insoportable el tic-tac del reloj y el ronquido de la muchacha.  Acabó despertándola para ordenarle que no roncase.  Y en su mente confundiéronse pensamientos acerca de su hija, de los dos condes y del juego de cartas.  Ora se veía bailando un vals con el difunto conde, y sentía unos besos sobre sus brazos y sus blancos hombros, ora se representaba a su hija en brazos del joven Turbin.  Ustiushka, la doncella, empezó a roncar de nuevo.

“Ahora la gente es bien distinta.  Aquél hubiera sido capaz de arrojarse al fuego por mí.  Claro que merecía la pena de hacerlo.  Este, en cambio, duerme como un tonto, satisfecho de haberme ganado en el juego.  No es capaz de hacer la corte a una muchacha.  Aquél, poniéndose de rodillas, decía: “¿Qué quieres que haga? ¿Qué me suicide?”  Y lo hubiera hecho, de habérselo mandado yo”.

De pronto, Ana Fiodorovna oyó unos pasos de pies descalzos en el pasillo.  Pálida y temblorosa, con el vestido puesto de cualquier manera, Liza entró precipitadamente en la habitación y se desplomó en la cama.

 

 

Al despedirse de su madre, Liza se había retirado a la habitación que ocupara antes su tío; y, tras de ponerse una chambra blanca y de atarse un pañuelo a la cabeza, apagó la vela, abrió la ventana y se sentó junto a ella con las piernas recogidas.  Clavó sus ojos pensativos en el estanque, totalmente iluminado ya por el plateado resplandor de la luna.

Y, de pronto, sus ocupaciones e intereses habituales se le presentaron bajo una luz nueva: su vieja y caprichosa madre, su decrépito tío, los criados, los mujiks, que la adoraban, los animales, la naturaleza, que tantas veces había muerto y resucitado y entre la cual se había educado rodeada de amor, que ella profesaba esa paz tan dulce para el alma, le pareció distinto, aburrido e inútil.  Era como si alguien le hubiese dicho: “¡Qué estúpida has sido!  Por espacio de veinte años has estado haciendo tonterías; has servido a los demás, sin saber lo que es la vida y la felicidad.”  ¿Qué era lo que le hacía pensar tales cosas?  Desde luego, no le impulsaba a ello un amor súbito por el conde, como se hubiera podido creer.  Al contrario, ni siquiera le había gustado.  El corneta le había llamado más la atención; pero era feo, insignificante y silencioso.  Involuntariamente, lo olvidaba y buscaba la figura del conde.  Pero no era lo que quería.  ¡Su ideal era tan magnífico!  Se le hubiera podido amar aquella noche, entre esa naturaleza, sin romper su hermosura.  Su ideal era íntegro; nunca había sido mutilado para fundirlo con alguna realidad vulgar.

Al principio, su vida solitaria fue la causa de que el caudal de amor que la Providencia depara equitativamente a cada cual estuviese aún íntegro en su corazón.  Pero llevaba demasiado tiempo viviendo aquella dicha melancólica de sentir ese caudal dentro de sí, y, a veces, abría el misterioso vaso, contemplaba su riqueza e, impensadamente, derramaba su contenido sobre el primero que llegase.  ¡Quiera Dios que pueda gozar hasta la tumba de esa dicha egoísta!  ¿Quién sabe si no es la mejor y la más intensa?  ¿No será la única verdadera y posible?

“¡Señor, Dios mío!  ¿Será posible que haya perdido mi felicidad y mi juventud?  ¿Será posible que no la tenga… nunca, nunca?” se preguntaba, mirando fijamente al cielo cubierto de nubecillas blancas que velaban las estrellas.  “Si aquella nube vela la luna, es que nunca la alcanzaré”, se dijo.  Un jirón grisáceo se deslizó por la parte inferior del claro disco de la luna y, poco a poco, fue debilitándose la luz sobre la hierba, las copas de los tilos y el estanque; las oscuras sombras de los árboles se volvieron menos perceptibles bajo la lúgubre oscuridad que cubrió la Naturaleza; una suave brisa recorrió el follaje, trayendo a la ventana un olor a hojas mojadas, a tierra húmeda y a las lilas en flor.

“No; eso no es verdad”, se consoló.  “En cambio, si los ruiseñores empezaran a cantar esta noche, es que no debo desesperarme, es que lo que pienso es absurdo.”  Mucho rato permaneció Liza sentada en silencio, como si esperase a alguien.  Varias veces se había iluminado la naturaleza y se había vuelto a velar la luna por las nubes, sumiéndose todo en la oscuridad.  Liza se quedó adormilada cuando, de pronto, la despertaron los sonoros trinos de un ruiseñor que provenían del estanque.  La señorita pueblerina abrió los ojos.  Su alma fue invadida por una nueva dicha al sentirse misteriosamente unida a la Naturaleza que se extendía ante ella, tan clara y serena.  Se apoyó en ambos brazos.  Una tristeza dulce le oprimió el corazón y sus ojos se llenaron de lágrimas consoladoras, provocadas por un sentimiento de amor puro que anhelaba ser correspondido.  Colocó los brazos en el alféizar de la ventana y apoyó sobre ellos la cabeza.  Su oración preferida le acudió a la mente y, en breve, sus ojos, húmedos aún, se cerraron en un sueño apacible.

El roce de una mano la despertó.  Había sido ligero, agradable.  En aquel momento, esa mano estrechaba la suya con fuerza.  Súbitamente, Liza volvió a la realidad.  Dio un grito y, levantándose de un salto, abandonó la habitación.  A toda costa quería persuadirse de que no había sido el conde a quien viera en pie, junto a la ventana, bañado por la luz de la luna.

 

 

CAPÍTULO XV

 

 

Al oír el grito de la muchacha y la tos del guarda al otro lado de la valla, Turbin echó a correr por la hierba cubierta de rocío hacia el fondo del jardín, con la sensación de un ladrón descubierto.  “¡Qué tonto soy! –se dijo-.  La he asustado; debí haberla despertado hablándole.  ¡Soy un animal!”  Se detuvo para escuchar: el guarda había entrado en el jardín y avanzaba arrastrando su bastón por un senderito cubierto de arena.  Era preciso ocultarse.  Turbin bajó hacia el estanque.  Unas ranas saltaron al agua y le hicieron estremecerse.  Tenía los pies mojados, pero no hizo caso y, poniéndose en cuclillas, repasó lo que acababa de suceder: había entrado en el jardín, saltando por la valla,  había buscado la ventana de Liza y, al encontrarla, había visto la blanca figura de la muchacha; varias veces y siempre atento al más leve rumor, se había acercado y separado de la ventana.  Tan pronto le parecía que Liza debía estar irritada por su tardanza, tan pronto que era imposible que hubiese accedido a entrevistarse con él con tanta facilidad.  Al fin, suponiendo que fingía dormir por ser una tímida muchacha provinciana, se había acercado resueltamente; pero había comprobado que en realidad dormía.  Entonces, sin saber por qué, había retrocedido asustado.  Y, sólo después de avergonzarse ante sí mismo por su cobardía, había vuelto junto a la ventana, con decisión, y había tomado la mano de Liza.  El guarda carraspeó y salió del jardín, haciendo chirriar la verja.  Aquello resultó muy doloroso para Turbin.  Hubiera dado cualquier cosa con tal de poder empezar de nuevo.  Ya no procedería tan estúpidamente…  “¡Qué muchacha tan maravillosa! ¡Qué lozana! ¡Qué encantadora! Haberla dejado escapar así… ¡Soy un animal…!”  No tenía sueño.  Con los pasos resueltos de una persona irritada, se encaminó a la buena de Dios, por una alameda de tilos.

La noche prodigaba sus pacíficos dones.  Turbin fue invadido también por una tristeza serena y un deseo de amar.  El sendero de tierra arcillosa, en el que aquí y allá se veían hierbecillas o plantas secas, aparecía iluminado con círculos de luz, formados por los pálidos rayos de la luna, que se filtraban a través del espeso follaje.  De cuando en cuando, se oía el rumor de las hojas que tenían un reflejo plateado.  Apagáronse las luces de la casa y cesaron todos los ruidos.  Los trinos de los ruiseñores parecían llenar todo ese inabarcable espacio claro y silencioso.  “¡Dios mío! ¡Qué noche! ¡Qué noche tan maravillosa!”, pensó Turbin, aspirando el aroma del jardín.  “Estoy triste.  Es como si estuviese insatisfecho de mí mismo, de los que me rodean y de mi vida.  ¡Qué simpática y qué bonita es esta muchacha!  A lo mejor se ha disgustado de verdad…” 

Al llegar a este punto, sus pensamientos se embrollaron.  Se imaginó que estaba en aquel jardín, en compañía de la muchacha provinciana, en diversas actitudes extrañas; y, poco después, su querida Minna sustituyó a ésta.  “¡Qué tonto soy!  Tenía que haberla cogido por la cintura y darle un beso.”  Y Turbin volvió a la habitación, arrepentido de no haberlo hecho.

Polozov no dormía aún.  Se volvió para ver a Turbin.

-¿Duermes?

-No.

-¿Quieres que te cuente lo ocurrido?

-¿Qué dices?

-No; es mejor que no lo hagas… O bueno, sí… ¡Aparta las piernas!

Ya no le importaba haber fracasado en aquella pequeña aventura amorosa.  Risueño, se sentó en la cama de su compañero.

-Figúrate que esa señorita me dio un rendez-vous

-¿Es posible? –exclamó Polozov, sentándose de un salto-.  Pero ¿cómo? ¿Cuándo? No puede ser.

-Mientras estábais contando las ganancias del juego, me dijo que se quedaría por la noche, junto a la ventana, y que se podía entrar por ella en la habitación.  Fíjate bien lo que significa ser un hombre práctico.  Mientras la vieja y tú hacíais cuentas, me las he arreglado para conseguir eso.  Además, tú mismo lo has oído; dijo, delante de ti, que se sentaría junto a la ventana para contemplar el estanque.

-Sí; eso lo oí.

-Lo que ignoro es si lo hizo sin más ni más o con alguna intención.  Tal vez sus palabras no fueron intencionadas; pero lo parecían, y el resultado ha sido bastante extraño.  Me he portado como un verdadero estúpido –declaró Turbin, con una sonrisa despectiva.

-Bueno, pero ¿dónde has estado?

Turbin contó lo que había ocurrido, omitiendo tan sólo sus repetidas indecisiones.

-Lo he echado todo a perder por mi culpa: debí haber sido más atrevido.  Liza dio un grito y se escapó.

-Entonces ¿ha dado un grito y se ha escapado? –repitió el corneta, correspondiendo con una sonrisa molesta a la del conde.

-Sí.  Bueno, es hora de dormir.

Polozov se acostó de espaldas a la puerta y permaneció así unos diez minutos.  Sólo Dios sabe lo que ocurriría en su alma; pero, cuando se volvió, su atormentado rostro expresaba decisión.

-¡Conde Turbin! –exclamó, con voz entrecortada.

-¿Deliras o qué te pasa? –replicó Turbin tranquilamente-.  ¿Qué desea, corneta Polozov?

-Conde Turbin, ¡es usted un canalla! –vociferó Polozov, levantándose de un salto.

 

 

CAPÍTULO XVI

 

 

Al día siguiente, el escuadrón se puso en marcha.  Los oficiales se marcharon sin despedirse de los dueños de la casa.  No hablaron entre sí.  Estaban dispuestos a batirse en la primera etapa.  Mas el capitán de caballería Schultz, a quien Turbin había elegido como padrino, supo arreglar el asunto. No se batieron y nadie se enteró de aquella aventura.  Turbin y Polozov siguieron tuteándose cuando se encontraban en los banquetes y ante las mesas de juego; pero sus relaciones nunca volvieron a ser las de antaño.

 

11 de abril de 1856.

 

 

Este libro ha sido digitalizado por la voluntaria Graciela Prado