LEÓN NIKOLAIEVICH TOLSTOI
CUENTOS
“LUCERNA”
(DEL
“DIARIO” DEL PRÍNCIPE NEJLIUDOV)
CAPÍTULO I
Anoche
llegué a Lucerna y me hospedé en el Schweizerhof, el mejor hotel de aquí.
“Lucerna
es una antigua ciudad cantonal, situada a orillas del lago de los Cuatro
Cantones –dice Murria-. Es una de las
poblaciones más románticas de Suiza; la cruzan tres grandes carreteras y tan
sólo a la distancia de una hora de vapor se encuentra el monte Righi, desde el
cual se contempla uno de los panoramas más bellos del mundo.”
Esto
puede ser o no cierto; pero el caso es que las demás guías dicen lo mismo; y
por eso hay en Lucerna infinidad de turistas de todas las nacionalidades y,
especialmente, ingleses.
El
hermoso edificio, de cinco pisos, del hotel Schweizerhof ha sido construido
hace poco en la misma orilla del lago, en el lugar en que había antiguamente un
sinuoso puente de madera, cubierto con capillas a ambos extremos e imágenes en los
cabríos. Ahora, gracias a la gran
afluencia de ingleses, a sus necesidades, a sus gustos y a su dinero, han
derriba el antiguo puente, construyendo en su lugar un muelle de piedra, derecho
como una estaca, y casas de cinco pisos rectas y cuadrangulares. Delante de cada casa se han plantado dos
hileras de tilos con sus rodrigones; y entre éstas se han colocado, según
costumbre, algunos bancos verdes. Es la
rambla por la que pasean damas y caballeros ingleses; las primeras, con
sombrero de paja suiza, los segundos, con trajes cómodos y prácticos,
satisfechos de su obra. Tal ves estos
muelles, estas casas, estos tilos y estos ingleses estén muy bien en algún
lugar, pero no aquí, en medio de esta extraña naturaleza, tan majestuosa,
armoniosa y suave.
Cuando
subí a mi habitación y abrí la ventana, quedé deslumbrado por la belleza del lago,
de las montañas y del cielo. Me invadió
una inquietud interna y la necesidad de expresar de alguna manera el
sentimiento que invadía mi alma. En
aquel momento, sentí deseos de estrechar a alguien en mis brazos, de hacerle
cosquillas, de pellizcarle, en una palabra; de hacer algo extraordinario.
Eran
las siete de la tarde. Durante todo el
día había estado lloviendo; pero en aquel momento empezaba a clarear. Desde la ventana el lago, azul como un mar
de azufre inflamado, cruzado en todas direcciones por barcas que semejaban unos
puntitos y cuyas estelas se perdían de vista, extendíase inmóvil, liso, convexo
entre las exuberantes riberas verdes y, más adelante, se estrechaba,
internándose entre dos enormes montes y se confundía con un cúmulo de valles,
montañas, nubes y témpanos de hielos.
En primer plano se divisaban las húmedas orillas, de un verde pálido.
Con cañaverales, praderas, jardines y villas; más allá, cerros verdes y ruinas
de castillos; en el fondo, las lejanas montañas blanco-violáceas con sus
fantásticas cumbres, cubiertas de nieve de un blanco deslumbrador y rocas
peladas. Todo esto aparecía bañado por
el aire diáfano y por los cálidos rayos del sol poniente que se filtraban a
través de las nubes.
No
se veía una línea íntegra, un color definido ni un momento igual a otro en el
lago, en las montañas, ni en el cielo.
Por doquier había movimiento, asimetría, formas fantásticas, infinitas
combinaciones y gran diversidad de sombras y líneas; pero por doquiera,
reinaban la paz, la armonía, la unidad y la belleza. Y ahí, en medio de esa belleza ilimitada, enigmática y libre,
ante mi misma ventana, aparecían los tilos, absurdos y artificiales, con sus
rodrigones, los bancos verdes y la blanca barandilla del muelle, obras humanas,
pobres y triviales, que no armonizaban –como las lejanas villas y las ruinas-
con la hermosura del paisaje, sino que lo turbaban groseramente. A pesar mío, mi vista tropezaba sin cesar
con la horrible línea recta del muelle; quería aceptarla, aniquilarla, lo mismo
que si se tratara de una mota negra en la nariz, junto a un ojos. Pero el muelle, con los ingleses que
paseaban, seguía en el mismo sitio.
Traté de hallar un punto de mira desde donde no lo distinguiera. Aprendí a mirar así; y contemplé aquel
paisaje hasta la hora de cenar, invadido por ese sentimiento incompleto, aunque
no por eso menos dulce, que se experimenta, cuando uno está solo, al admirar la
naturaleza.
A
las siete y media me llamaron a cenar.
En una gran sala del piso bajo, espléndidamente amueblada, había dos
largas mesas con cubiertos para más de cien personas. Por espacio de unos tres minutos reinó el tranquilo movimiento de
los huéspedes; rumor de faldas, pasos suaves y cambios de palabras, a media
voz, con apuestos y corteses camareros.
Todos los sitios fueron ocupados por pulquérrimos caballeros y damas que
vestían elegantes y costosos trajes.
Como
ocurre siempre en Suiza, la mayoría de los huéspedes era ingleses. Por eso, en aquella mesa común reinaba la
austera reserva exigida por la etiqueta, que no se basa en el orgullo, sino en
la falta de necesidad de comunicarse.
Por doquier veíanse encajes y cuellecitos, de un blanco deslumbrador;
blanquísimas dentaduras naturales o postizas; rostros y manos blancos como la
nieve. Pero estos rostros, muchos de
ellos hermosos, no expresan sino la conciencia del propio bienestar y una
indiferencia absoluta por todo lo que los rodea, por todo lo que no tiene
relación directa con sus personas; las blanquísimas manos, cubiertas de
anillos, se mueven sólo para reglar los cuello, cortar la carne y escanciar
vino en las copas; pero esos movimiento no reflejaban ninguna emoción
anímica. Los miembros de alguna familia
cambian, de cuando en cuando, unas palabras a media voz, para comentar el sabor
de tal o cual manjar, tal o cual vino, o bien la belleza del paisaje que se
domina desde el monte Righi. Los
viajeros solitarios de uno y otro sexo permanecen sentados en silencio, junto a
otros, sin mirarse siquiera. Si dos de
las cien personas presentes hablan entre sí es, desde luego, acerca del tiempo
y del maravilloso monte Righi. Apenas
se oye el roce de los cubiertos en los platos: los comensales se sirven poco de
cada majar y comen guisantes y verduras; los camareros, influidos por el
silencio general, preguntan en voz baja: “¿Qué clase de vino desean los
señores?” Siempre que asisto a una
comida de esta índole, me encuentro apesadumbrado, molesto y, hacia el final,
me invade la tristeza. Es como si fuera
culpable de algo y me hubieran castigado.
Lo mismo que en mi infancia cuando, por una travesura cualquiera, me
sentaban en una silla, diciéndome irónicamente: “Descansa, querido”, y yo
sentía correr mi sangre joven por las venas y oía los alegres gritos de mis
hermanos desde la habitación contigua.
Antes procuraba rebelarme contra la sensación de ahogo que me producían
esas comidas; pero era en vano. Esos
seres inexpresivos ejercen sobre mí una influencia invencible y me vuelvo igual
que ellos. No deseo nada; no pienso, ni
siquiera observo. Al principio, traté
de entablar conversación con mis vecinos; pero las únicas respuestas que obtuve
fueron unas frases que, sin duda, se repiten miles de veces en el mismo sitio y
siempre con la misma expresión. Sin
embargo, estas personas no son estúpidas ni insensibles; y lo más probable es
que la mayoría de ellas tengan una vida interior como la mía y algunos más
compleja e interesante. ¿Por qué se
privan, entonces, del mayor placer de este mundo, el placer de disfrutar unos
de otros?
¡Qué
diferencia con nuestra pensión de París!
Allí nos reuníamos veinte personas de diversas nacionalidades,
profesiones y caracteres; y, bajo la influencia de la sociedad francesa,
acudíamos a la mesa común como a una diversión. Inmediatamente, la conversación, salpicada de bromas y juegos de
palabras, se hacía general, aunque a menudo el idioma fuera diferente. Cada cual expresaba lo que se le ocurría sin
preocuparse de cómo lo iba a decir.
Teníamos a nuestro filósofo, nuestro discutidor, nuestro bel esprit; todo era común. En cuanto acabábamos de comer, solíamos
retirar la mesa y, llevando el compás o sin llevarlo, bailábamos una polca por
la alfombra cubierta de polvo. Aunque
algunos eran ligeros de cascos; otro, de escasa inteligencia, y otros, señores
respetables, todos éramos personas, tanto la condesa española, con sus
románticas aventuras, como el abate italiano, que después de comer declamaba La Divina Comedia; el doctor americano,
admitido en las Tullerías; el joven dramaturgo de largos cabellos; la pianista
que aseguraba haber compuesto la mejor polca del mundo y la hermosa y
desconsolada viuda, que llevaba tres sortijas, en cada dedo. Aunque de modo superficial, todos nos
tratábamos humana y amistosamente; y nos llevábamos los unos de los otros un
recuerdo agradable e incluso sincero y cordial. En cambio, cuando me encuentro ante una mesa en torno a la cual
se reúnen ingreses y contemplo esos encajes, cintas, anillos y vestidos de
seda, pienso cuántas mujeres serían felices y proporcionarían la dicha a otros
con estas cosas. Es extraño pensar que
tal vez estos seres que están sentados unos junto a otros, ignorándose, podrían
llegar a ser amigos inmejorables y felices amantes, Sólo Dios sabrá por qué
jamás se concederán la felicidad que está en sus manos y que anhelan con tanto
ardor.
Me
sentí triste, como siempre me sucede después de una comida así. Sin terminar el postre, salí a deambular por
la ciudad, es muy mala disposición de ánimo.
Las estrechas calles, sucias y oscuras; las tiendas, que cerraban en
aquel momento, los obreros borrachos, las mujeres que iban a buscar agua y las
señoras, tocadas con sombreros, que se deslizaban a lo largo de las casas,
volviendo la cabeza y ocultándose por las callejuelas, no hicieron más que
aumentar mi mal humor.
Sin
mirar en torno de mí y sin pensar en nada, me dirigí al hotel, con la esperanza
de librarme de mi mal humor por medio del sueño. Experimentaba una sensación de frío en le alma, de soledad y de
angustia, como sucede a veces, sin causa aparente, al llegar a un lugar nuevo.
Caminaba
por el muelle hacia el Schweizerhof cuando, de pronto, me llamaron la atención
unos sonidos extraños, aunque dulces y agradables. Esa música me reanimó instantáneamente. Era como si se hubiese infiltrado en mi alma una luz alegre y
radiante. Me sentí a gusto. Mi atención, que había estado adormecida, se
fijó de nuevo en los objetos circundantes.
La belleza de la noche y del lago, hacia la que momentos antes me había
sentido indiferente, me sorprendió, como una novedad. En el acto reparé en el cielo sombrío, cruzado por grises nubes e
iluminando por la luna naciente; en el lago verde oscuro, en cuya superficie
lisa se reflejaban miles de lucecillas; en las montañas de la lejanía,
cubiertas de bruma; en el croar de las ranas de Freshenburg, y en el canto de
las codornices, que llegaba desde la otra orilla. Delante de mí –en el lugar desde el cual se oía la música y que
atraía principalmente mi atención- divisé, en la penumbra, en medio de la
calle, un grupo de personas en compacto semicírculo; y, a cierta distancia, un
hombrecillo vestido de negro. Más allá
se recortaban, elegantemente, en el cielo oscuro, las verjas negras de unos
jardines y, a ambos lados de la vieja catedral, erguíanse, majestuosas, las dos
austeras flechas de sus torres.
Conforme
iba acercándome, los sones se distinguían con más claridad. Oía distintamente los dulces acordes de una
guitarra, que vibraban en el aire, y varias voces que, interrumpiéndose unas a
otras, sin cantar toda la melodía, entonaban algunos pasajes, que permitían
adivinarla. Era una especie de mazurca,
bella y graciosa. A ratos, las voces
parecían estar cerca, a ratos lejos; y otra se oía un tenor, ora un bajo o bien
una voz de falsete, que cantaba al estilo tirolés. Aunque no pude comprender bien qué clase de canción era, la
encontré encantadora. Los débiles y
apasionados acordes de la guitarra, la deliciosa melodía, y la figura del
hombrecillo de negro, en medio del decorado fantástico que formaban el oscuro
lago, la luna velada, las enormes flechas de las torres, que se erguían
silenciosas, y las verjas negras de los jardines, todo esto resultaba extraño,
pero indescriptiblemente bello o, al menos, así me lo pareció.
Repentinamente,
todas las impresiones involuntarias y confusas adquirieron significado y
encanto para mí. Era como si se hubiera
abierto en mi alma una flor lozana y perfumada. En lugar del cansancio y de la indiferencia que había sentido
momentos antes por todo lo existente, experimenté, de pronto, la necesidad de
amar y una inmotivada alegría de vivir.
“¿Qué más puedo desear?”, me dije.
“La belleza y la poesía me rodean.
Debo disfrutar de ellas hasta donde me alcancen las fuerzas. ¿Qué más puedo pedir? Todo esto es mío, todo el bien…”
Me
acerqué más. El hombrecillo debía de ser
un tirolés vagabundo. Estaba ante las
ventanas del hotel, con un pie hacia delante y la cabeza levantada, rasgueando
en las cuerdas de la guitarra y cantando en diferentes tesituras. Inmediatamente, sentí ternura y
agradecimiento hacia aquel hombre, por la transformación que había provocado en
mí.
Pude
distinguir que iba vestido con una vieja levita negra, que tenía los cabellos
negros y que se cubría con una sencilla gorra.
Su indumentaria no tenía nada de artística; su postura y sus movimientos
traviesos, alegres e infantiles, y su pequeña estatura, le daban un aspecto
lastimoso y divertido al mismo tiempo.
En las ventanas y en los balcones del hotel, magníficamente iluminados,
se veían damas con elegantes trajes de anchas faldas y caballeros que lucían
blanquísimos cuellos. Junto a la puerta
estaban el portero y los criados, con sus libreas de galones dorados. En medio de semicírculo que formaban la
gente y algo más lejos, en el paseo, bajo los tilos, se habían reunido los
camareros del hotel, con sus flamantes trajes, los cocineros con sus gorras y
sus chaquetas blancas, algunas muchachas, que permanecían abrazadas, y
paseantes. Sin duda todos
experimentaban el mismo sentimiento que yo, todos estaban callados escuchando
atentamente al hombrecillo.
Reinaba
el silencio; sólo a ratos se oían, a lo lejos, los golpes uniformes de un
martillo, que transmitía el agua; el croar de las ranas desde Freshenburg, y el
monótono canto de las codornices.
Lo
mismo que un ruiseñor, el hombrecillo cantaba en la oscuridad, copla tras copla
y canción tras canción. A pesar de que
ya había llegado junto a él, su canto seguía pareciéndome delicioso. Su voz no era potente, pero sí muy agradable;
eran extraordinarios, el gusto y la delicadeza con la que emitía; revelaban un
talento natural. Modificaba cada
estribillo; y era evidente que esos graciosos cambios eran improvisados. A ratos se oía un murmullo de aprobación
entre los que estaban en el paseo o los que se asomaban a las ventanas. Cada vez era mayor el número de caballeros y
damas elegantes que aparecían en el Schweizerhof. Los paseantes se detenían en el muelle; había por doquier, al pie
de los tilos, grupitos de hombres y mujeres.
Junto a mí, y algo separado de la gente, se hallaban un lacayo y un
cocinero de casas aristocráticas. Ambos
fumaban cigarros. El cocinero sentía vivamente
el encanto de la música. A cada nota de
falsete, movía la cabeza, entusiasmado; y empujaba al lacayo con el codo, con
una expresión que quería decir: “¡Qué bien canta! ¿Eh?” El lacayo, cuya sonrisa daba a entender todo
lo que disfrutaba, se limitaba a encogerse de hombros, con lo cual quería
significar que a él era difícil asombrarle, pues había oído cantar mejor.
Aprovechando
un momento en que el cantante se aclaraba la voz, pregunté al lacayo quién era
y si solía ir por allá a menudo.
-Viene
dos veces cada verano. Es de
Argovia. Vive de limosnas –me contestó.
-¿Abundan
por aquí esos hombres? –inquirí.
-Sí,
sí –respondió el criado, no comprendiendo bien mi pregunta. Pero, al darse cuenta de lo que yo quería
decir, añadió-: ¡Oh, no! No he visto
ninguno como él.
El
hombrecillo acabó la canción; y, tras de volver la guitarra con gesto enérgico,
pronunció en un dialecto alemán algunas palabras que no pude comprender y que
suscitaron risa entre la gente.
-¿Qué
dice? –pregunté.
-Que
tiene la garganta seca y que quisiera beber un poco de vino –me explicó el
lacayo que estaba cerca de mí.
-¿Le
gusta beber?
-Esta
gente es así –comentó el criado, sonriendo mientras señalaba al cantor.
Descubriéndose
y blandiendo la guitarra, el hombrecillo se acercó al hotel. Con la cabeza echada hacia atrás, se dirigió
a los caballeros y a las damas asomados a las ventanas y balcones.
-Messieurs et mesdames –dijo, con acento
medio alemán, medio italiano y con esa entonación peculiar con que suelen
dirigirse al público los prestidigitadores-: si vous croyez que je gagne quelque chose, vous vous trompez, j ene
suis qu’un pauvre diable (si ustedes creen que gano algo, se
equivocan. No soy más que un pobre
diablo).
Calló
durante un rato; y, en vista de que nadie le daba nada, se dispuso a tocar de
nuevo, añadiendo:
-A présent,
messieurs et mesdames, je vous chantera l’air du Rigui .
El
público de las ventanas y balcones callaba, esperando la siguiente canción;
abajo, entre los que estaban en el paseo, se oyeron unas risas, provocadas, sin
duda, por la manera de expresarse del cantor y porque nadie la había dado
nada. Di unos céntimos al hombrecillo;
los pasó, hábilmente, de una mano a otra y se los guardó en el bolsillo del
chaleco. Luego, poniéndose la gorra,
empezó a cantar la graciosa canción tirolesa que había denominado l’air du Righi. Esa canción, que había dejado para el final,
era aún más bonita que las anteriores; volvieron la oírse murmullos de
aprobación entre la multitud, que había aumentado. Al concluir, el hombrecillo blandió de nuevo la guitarra, se
quitó la gorra y, sujetándola delante de sí y acercándose más a las ventanas,
repitió:
-Messieurs
et mesdames si vous croyez que je
gagne quelque chose…
Probablemente
consideraba esta frese como muy ingeniosa; sin embargo, observé en su voz y en
sus movimientos cierta indecisión y una timidez pueril, que chocaban
particularmente, sobre todo por su pequeña estatura. El elegante público seguía asomado, en pintorescas posturas, en
las ventanas y en los balcones. Algunos
hablaban en voz baja, sin duda, del cantor, que permanecía ante ellos con la
mano tendida; otros, miraban con curiosidad aquella pequeña figura vestida de
negro; desde un balcón se oyó la risa, alegre y sonora, de una muchacha. En el paseo la gente charlaba y reía, cada
vez más alto. El cantante repitió la
frase por tercera vez; pero con voz aún más débil; y, antes de terminarla,
alargó la mano con la gorra, que no tardó en retirar. Ninguna de las cien personas, elegantemente vestidas, que se
había reunido para escucharle le dio un solo céntimo. La multitud se echó a reír, despiadadamente. El hombrecillo pareció encogerse, cambió la
guitarra de mano y alzando la gorra por encima de la cabeza, dijo:
-Messierus
et mesdames, je vous remercie et je vous souhaite une bonne nuit (les doy las gracias y
les deseo una buena noche).
Resonaron
alegres carcajadas. Los caballeros y
damas empezaron a retirarse.
Reanudáronse los paseos por la avenida.
La calle, que había estado silenciosa mientras el hombrecillo cantaba,
se animó. Varias personas lo observaban
de lejos, riéndose. Oí al cantor
murmurar algo entre dientes, mientras se encaminaba, a grandes pasos, hacia la
ciudad. Algunos alegres paseantes lo
siguieron, a cierta distancia, riendo siempre.
Me
quedé atónito sin poder comprender lo que significaba aquello. Parado seguí inconscientemente con la vista
a aquel hombre diminuto, que se alejaba en la oscuridad, y a las personas que iban
en pos de él.
Me
invadió una gran amargura: estaba avergonzado por aquel hombrecillo, por la
gente y por mí mismo. Era como si
hubiese sido yo quien hubiera pedido dinero y del que se habían reído. Con el corazón atenazado, sin volver la
cabeza, me dirigí apresuradamente hacia la escalinata del Schweizerhof. No sabía a ciencia cierta lo que me pasaba;
pero lo único que me constaba era que un sentimiento penoso me oprimía el alma.
En
el vestíbulo, espléndidamente iluminado, me encontré con el portero, que se
apartó, con gran cortesía, para dejarme paso, y con un señor alto y bien
plantado, con patillas negras y sombrero negro, que llevaba una manta de viaje
y un costoso bastón en la mano.
Avanzaba con paso indolente, pero seguro, del brazo de una dama que
lucía un vestido de seda y una toca con cintas y encajes. A su lado iba una muchacha bella y lozana,
con un gracioso sombrero suizo, que adornaba una pluma à l mousquetaire, del que se escapaban largos y sedosos bucles
rubios, que enmarcaban su blanco rostro.
Delante de ellos, brincaba una chiquilla, como de unos diez años,
mostrando sus robustas rodillas blancas entre los finísimos encajes del
vestido.
-¡Qué
noche tan magnífica! –exclamó la dama, con voz dulce, en el momento en que
pasaban a mi lado.
-Ohé! –replicó perezosamente el
inglés. Sin duda se daba tan buena vida
que no tenía deseos ni de hablar.
Todos
ellos parecían estar satisfechos; parecían gozar de comodidad y bienestar en
este mundo; sus rostros y sus movimientos reflejaban una completa indiferencia
hacia las demás vidas y una seguridad absoluta de que el portero los saludaría
y se apartaría para dejarles paso; de que al volver, encontrarían una cama
limpia y una habitación tranquila; de que todo esto tenía que ser así, porque
tenían ese derecho. De pronto, los
comparé, involuntariamente, con el cantor cansado y, tal vez, hambriento, que
en aquel momento huía de la gente que se burlaba de él; y comprendí lo que me
atenazaba el corazón, sintiendo una ira indescriptible contra aquella gente. Pasé dos veces junto al inglés, encontrando
gran placer en no dejarle paso y en empujarle con el codo. Luego, bajé la escalinata y corrí a la
ciudad, siguiendo la misma dirección que el hombrecillo.
Alcancé
a un grupo de tres personas y les pregunté dónde estaba el cantor; entre risas,
me indicaron que iba delante. Avanzaba
a grandes pasos y, según me pareció, murmuraba algo entre dientes. Acercándome a él, le propuse que viniera a
beber una botella de vino. Siguió
andando presurosamente y se volvió hacia mí, con gesto descontento; pero al
comprender de lo que se trataba, se detuvo.
-No
me negaré, ya que es usted tan amable –dijo-.
Aquí hay un pequeño café; podemos entrar en él… es modestito –añadió,
señalando un local que aún estaba abierto.
La
palabra modestito me dio la idea de
no llevarlo a un cafetín, sino al Schwezerhof, donde estaban las personas que
le habían escuchado. A pesar de que
rehusó tímidamente, repitiendo que ese hotel era demasiado elegante, insistí y
acabó por acceder. Fingiendo estar tranquilo, me siguió por el muelle, agitando
jovialmente la guitarra. Varios jóvenes
ociosos que paseaban, se habían acercado a escuchar lo que le decía al cantor;
y fueron en pos de nosotros hasta la misma entrada, creyendo, sin duda, que
volvería a cantar.
Pedí
una botella de vino al camarero que nos encontramos en el vestíbulo. Nos miró con una sonrisa; y pasó de largo
sin decir palabra. El maître h’hôtel, a quien me dirigí con el
mismo ruego, me escuchó con expresión grave; y, tras de examinar de pies a
cabeza la pequeña figura del cantor, ordenó al camarero, con tono autoritario,
que nos condujese a la sala de la izquierda.
Era un modesto café para gente humilde.
En un rincón, una criada jorobaza fregaba vasos; todo el mobiliario lo
constituían bancos y meses de madera, sin manteles. El camarero que acudió a servirnos nos observó, con una sonrisa
entre dulce y burlona; y, con las manos en los bolsillos, cambió unas palabras
con la criada jorobaza. Sin duda,
quería darnos a entender que, con su posición social y sus cualidades, estaba
muy por encima del cantor y que, no sólo no le humillaba servirnos, sino que
hasta lo tomaba como una diversión.
-¿Quieren
vino corriente? –preguntó, con aire de entendido, haciendo una seña que aludía
a mi compañero, mientras se pasaba la servilleta de un brazo a otro.
-Sírvanos
champaña de la mejor calidad –dije, tratando de adoptar el aire más altanero y
más imponente posible.
Pero
ni el hecho de haber pedido champaña, ni mi fingida altanería impresionaron al camarero. Permaneció mirándonos un instante con una
sonrisa; luego, consultó su reloj de oro y abandonó la sala sin apresurarse,
como si paseara. No tardó en volver con
una botella de vino, acompañado de otros dos camareros. Estos se sentaron junto a la criada y nos
observaron, divertidos, con una sonrisa benévola, como suelen contemplar los
padres a sus hijos cuando juegan. Sólo
la criada parecía mirarnos compasivamente y sin ironía. Aunque me resultaba desagradable obsequiar
al cantor bajo las miradas de los camareros, me esforcé en cumplir mi cometido
de la manera más desenvuelta. En la
sala había buena luz y pude examinar mejor al tirolés. Era un hombre diminuto, casi un enano,
aunque proporcionado y musculoso. Tenía recios cabellos negros cortos,
pequeñas patillas, grandes ojos negros, lacrimosos y desprovistos de pestañas;
y una boca pequeña, que se plegaba en expresión dulce y agradable. Su sencillo traje estaba sucio y roto. Por sus trazas –estaba curtido y desaliñado-
más bien tenía aspecto de un pobre vendedor que de un artista. Sin embargo, había algo conmovedor y
original en su boca y en sus ojos brillantes y siempre húmedos. Se le hubieran podido suponer de veinticinco
a cuarenta años; en realidad, tenía treinta y ocho.
He
aquí lo que me contó de su vida, con evidente franqueza y buena voluntad. Era natural de Argovia. Siendo niño, había perdido a sus
padres. Nunca había tenido medios de
fortuna. Había aprendido el oficio de
ebanista; pero veintidós años atrás, una enfermedad le había atacado los huesos
de un brazo, privándole de la posibilidad de trabajar. Desde pequeño había sido aficionado al
canto; así, pues empezó a cantar. Los
extranjeros solían darle algo de dinero.
Llegó a ser un profesional; se compró una guitarra y, desde hacía
diecisiete años, recorría Suiza e Italia, cantando ante los hoteles. Su equipaje consistía en una guitarra y un
portamonedas, en el que, en aquel momento, tenía tan sólo un franco y cincuenta
céntimos, que gastaría en cenar y en dormir aquella noche. Cada año recorría los lugares más
frecuentados de Suiza: Zurich, Lucerna, Interlaken, Chamonix, etcétera. Se iba a Italia por el monte de San Bernardo
y volvía por el San Gotardo o por Saboya.
A la sazón, se le hacía penoso andar, porque, debido al frío, sentía un
dolor en las piernas, que llamaba gliederzucht. Ese dolor iba en aumento cada año; además,
sus ojos y su voz se volvían más débiles.
No obstante, en aquel momento se disponía a irse a Interlaken,
Aix-les-Bains e Italia, país al que quería particularmente. Parecía estar muy satisfecho de su
vida. Le pregunté por qué no volvía a
su pueblo y si tenía allí algún pariente, casa o un poco de tierra. Frunció la boca, esbozando una sonrisa
jovial.
-Oui, le
sucre est bon, it est doux pour les enfants! (el azúcar es buena; es dulce para los niños) –replicó, haciendo un
guiño y señalando a los camareros.
No
comprendí lo que había querido decir.
Los camareros se echaron a reír.
-No
poseo nada. Si poseyese algo ¿acaso iba
a andar así? Vuelvo, de cuando en cuando, a mi pueblo, porque hay algo que me
atrae.
Repitió
con una sonrisa maliciosa la frase : “Oui,
le sucre est bon”, y se echó a reír, con expresión bonachona. Los camareros, muy divertidos, reían a
carcajadas; la jorobada miraba al hombrecillo, muy seria, con sus ojos
bondadosos; y se apresuró a recoger la gorra que éste había dejado caer durante
la conversación. He observado muchas
veces que a los cantores ambulantes, a los acróbatas y hasta a los prestidigitadores,
les gusta llamarse artistas. Por eso,
varias veces hice alusión a mi interlocutor de que era artista; pero él
consideraba su trabajo como un simple medio de ganarse la vida. Cuando le pregunté si escribía las canciones
que cantaba, se sorprendió mucho de esa extraña pregunta. Dijo que estaba lejos de poder hacerlo; que
todas las melodías que cantaba eran antiguas canciones tirolesas.
-Me
parece que la canción de Righi no es antigua –objeté.
-Hace
quince años que la escribió un alemán de Basilea, un hombre muy
inteligente. La escribió para los
extranjeros. Es una canción magnífica.
Y
el hombrecillo me tradujo las palabras de la canción al francés:
Te advierto, si vas al Righi,
Que no has menester zapatos
Hasta que llegues a Weggis,
Porque antes vas embarcado.
En Weggis coge un bastón
Y una muchacha del brazo.
Entra a pimplarte una copa,
Más no bebas demasiado:
El que quiera beber mucho
Antes tiene que ganarlo.
-¡Oh!
Es una canción magnífica –repitió.
También
debió de gustar a los camareros, porque se acercaron a nosotros.
-¿Quién
ha compuesto la música? –pregunté.
-Nadie. Para cantar a los extranjeros, hay que
improvisar siempre algo nuevo.
Cuando
nos trajeron hielo y serví el champaña a mi interlocutor, debió de sentirse
molesto. Se volvió hacia los camareros
y se movió, inquieto, en el banco.
Brindamos por la salud de los artistas.
El tirolés bebió media copia y creyó necesario sumirse en reflexiones y
enarcar las cejas.
-Hace
mucho que no he bebido un vino tan bueno, je
ne vous dis que ça (no lo digo
más). En Italia el vino de Asti es
bueno; pero éste es mejor. ¡Oh! ¡Qué
bien se vive allí!
-En
efecto; en Italia se aprecia la música y a los artistas –dije, deseando
comentar el fracaso que había tenido aquella noche ante las puertas del
Schweizerhof.
-Sí;
pero allí no puedo proporcionar placer a nadie con la música. Los italianos son los mejores músicos del
mundo. Claro que canto canciones
tirolesas; y, sea como sea, constituyen una novedad para ellos.
-¿Son
más generosos los señores en Italia? –continué, con la intención de hacerle
participar de mi odio hacia los huéspedes del Schweizerhof-. Probablemente allí no puede suceder que en un gran hotel, en que se hospedan gentes
ricas, cien personas escuchen a un artista y no le den nada…
Mis
palabras no produjeron el efecto que yo esperaba. Ni siquiera se la había ocurrido al hombrecillo indignarse contra
aquella gente; al contrario, vio en mi observación un reproche a su talento,
que no había sido digno de recompensa, y procuró justificarse.
-No
siempre se recoge mucho. A veces, está
uno cansado y pierde la voz. Hoy he
andado durante nueve horas y he cantado casi todo el día. Es difícil cantar en estas condiciones. Además, los grandes señores, los
aristócratas, no tienen ganas de oír canciones tirolesas.
-Sin
embargo ¿cómo es posible no dar nada? –repetí.
No
comprendió mi observación.
-No
es eso –dijo-. Lo principal es que aquí
on est trè serré par la Police (se
está muy vigilado por la policía). Las
leyes de la República no nos permiten cantar.
No es como en Italia, donde uno puede ir por donde le plazca, sin que
nadie le diga una palabra. Aquí dan
permiso para cantar, si quieren, pero lo mismo pueden meterle a uno en la
cárcel.
-¿Cómo?
¿Es posible?
-Sí. Si le llaman a uno la atención y vuelve a
cantar, se expone a que lo encierren.
Yo estuve tres meses en la cárcel –dijo sonriendo, como si se tratara de
un recuerdo agradable.
-¡Oh!
Esto es horrible. ¿Por qué?
-Así
son las nuevas leyes de la República –continuó, animándose-. No quieren comprender que un hombre pobre
como yo debe vivir de alguna manera. Si
no fuera un inválido, trabajaría. ¿Qué
mal hago cantando? ¡Vaya unas disposiciones! Los ricos pueden vivir como
quieran; pero a un pauvre diable como
yo no lo dejan en paz. ¿Son ésas las leyes de una República? La verdad es que, en tal caso, no queremos
República, ¿no es verdad, caballeros?
No queremos República; lo único que queremos …, lo único que queremos…
-se turbó un poco-… son unas leyes naturales.
Volví
a llenar su copa.
-¿No
bebe? –le pregunté.
Tomó
la copa en la mano e hizo una inclinación de cabeza.
-Ya
sé lo que se propone –dijo, guiñando un ojo y amenazándome con un dedo-. Quiere emborracharme para ver lo que voy a
hacer, pero no lo conseguirá.
-¿Con
qué objeto iba a hacerlo? Sólo deseo que pase un rato agradable.
Sin
duda lamentó haberme ofendido, interpretando mal mi intención. Se turbó, e incorporándose, me tomó por un
codo.
-Ha
sido una broma –exclamó, mirándome con expresión suplicante con sus ojos
húmedos.
A
continuación, dijo una frase muy embrollada y maliciosa, que debía de
significar que yo era un buen hombre.
-Je ne vou
dis que ça –concluyó.
Seguimos
charlando y bebiendo; y los camareros continuaron mirándonos, sin disimular su
ironía. A pesar del interés que tenía
para mí nuestra conversación, no podría por menos de notarlo; y me irritaba
cada vez más. Uno de ellos se levantó
y, acercándose al hombrecillo, le miró la coronilla con una sonrisa, Yo tenía un acopio de ira contra los
huéspedes del Schweizerhof, que aún no había podido descargar; y confieso que
los camareros me excitaban.
En
aquel momento entró el portero y, sin quitarse la gorra, se sentó a mi lado,
acodándose en la mesa. Esto último hirió mi amor propio y mi orgullo, haciendo estallar la ira que
había ido almacenando durante la noche.
¿Por qué el portero me saludaba inclinándose humildemente al verme solo
y, en cambio, en aquel momento, porque estaba en compañía de un cantante
callejero, se sentaba con insolencia junto a mí? Sentí que me embargaba la ira de la indignación, esa ira que
aprecio y que incluso incito, porque obra en mí de una manera apaciguadora y me
da, al menos, para cierto tiempo, una especie de elasticidad, energía y fuerzas
para mis capacidades físicas y morales.
Me levanté de un salto.
-¿De
qué se ríe? –grité al camarero sintiendo que mi semblante palidecía y que mis
labios temblaban a pesar mío.
-No
me río –contestó el hombre, apartándose.
-Sí;
se está riendo de este señor. Y usted,
¿qué derecho tiene de sentarse aquí cuando hay clientes? No se atreva a volver –vociferé dirigiéndome
al portero.
Se
puso en pie y se retiró hacia la puerta, refunfuñando.
-¿Qué
derecho tiene a reírse de este señor y a permanecer sentado en la sala cuando
él es un cliente y usted un criado? ¿Por qué no se ha reído de mí ni se ha
sentado a mi lado durante la comida? ¿Por qué él va pobremente vestido y canta
por la calle, mientras que yo llevo un traje elegante? ¿No es eso? El es pobre;
pero mil veces mejor que usted. El no
molesta a nadie y, en cambio, usted lo ofende.
-¡Pero
si no he hecho nada! ¿Por qué me dice eso? –replicó, tímidamente el
camarero-. ¿Acaso le impido que esté
aquí?
El
camarero no me entendía; mi discurso en alemán había sido inútil. El insolente portero quiso salir en defensa
del camarero; pero lo increpé con tal dureza, que fingió no comprender tampoco,
y se limitó a hacer un gesto con la mano.
Fuese porque la criada había notado mi excitación y temía que se armara
un escándalo, fuese porque participara de mi opinión, se puso de mi lado, y
trató de arreglar las cosas. Suplicó al
portero que se callara y quiso tranquilizarme.
“Derr Herr Hat Recht.; Sie haben
Rect.” (el señor tiene razón; tiene usted razón, repetía. El hombrecillo tenía un aspecto
lastimoso. Muy asustado y sin
comprender mi acaloramiento n i lo que quería, me rogó que nos fuéramos cuanto
antes. Pero la ira provocaba en mí cada
vez mayor necesidad de hablar. Recordé
a la muchedumbre que se había reído del cantante, a los que le habían escuchado
sin darle nada; y no quise calmarme por nada del mundo. Si el portero y los camareros se hubiesen
mostrado menos conciliadores, sin duda me hubiera pegado con ellos o hubiera
asestado un bastonazo en la cabeza a alguna señorita inglesa. Si en aquel momento me hubiera encontrado en
Sebastopol, seguido que me habría arrojado con placer contra una trinchera
enemiga para acuchillar a los ingleses.
-¿Por
qué nos han pasado a esta sala y no aquella otra? ¿Eh? –pregunté al portero,
cogiéndole del brazo, para que no se fuera-.
¿Qué derecho tiene de juzgar por el aspecto de este caballero que debe
estar en esta sala y no en la otra? ¿Acaso no somos todos iguales en un hotel,
desde el momento en que pagamos, sin hablar ya de una república, sino en el
mundo entero? ¡Es repugnante esa república de ustedes! ¡Vaya una igualdad! No
se hubiera usted atrevido a introducir en esta sala a los ingleses. A los ingleses, que han escuchado cantar a
este señor gratuitamente; es decir, a cualquiera de ellos, que le han robado
los céntimos que debía haberle dado. ¿Cómo ha osado pasarnos a esta sala?
-La
otra está cerrada –replicó el portero.
-¡No
es verdad! ¡No está cerrada! –vociferé.
-¡Bueno!
Usted lo sabrá mejor que yo.
-¡Sé
que me miente!
-¡Para
qué hablar! –rezongó el portero, alejándose y encogiéndose de hombros.
-¡Nada
de “para qué hablar”! ¡Lléveme inmediatamente a la otra sala!
A
pesar de los consejos de la criada y de los ruegos del cantante de que nos
fuéramos a acostar, exigí que llamaran al maître
h’hôtel y me dirigí a la otra sala, acompañado del hombrecillo. Viéndome tan demudado, el maître h’hôtel no se molestó en
discutir. Con una cortesía despectiva,
dijo que podía ir donde quisiera. No me
fue posible demostrar al portero que había mentido, porque desapareció antes que
entrásemos en la sala.
Estaba
iluminado y en una de las mesas cenaba una pareja de ingleses. Aunque nos indicaron una mesa algo retirada,
me instalé, con el cantor desaliñado, en una que estaba muy cerca de los
ingleses, y ordené que nos trajeran la botella que no habíamos terminado.
Al
principio, la pareja se sorprendió y luego miró con odio al hombrecillo, que se
sentó junto a mí, más muerto que vivo.
Después de cambiar unas palabras a media voz con su acompañante, la dama
rechazó el plato y, produciendo rumor con su vestido de seda, se puso en pie;
ambos abandonaron la sala. A través de
la puerta de cristal vi que el inglés, muy irritado, decía algo a un camarero,
señalando en nuestra dirección. El
camarero asomó la cabeza por la puerta.
Me figuré que vendrían a echarnos y me alegré de que, al fin, podría
derramar sobre ellos mi indignación.
Pero, afortunadamente, aunque entonces no me pareciera así, nos dejaron
en paz.
El
hombrecillo, que antes se negara a beber, apuró con avidez lo que quedaba en la
botella, con tal que nos fuéremos cuanto antes. Sin embargo, me agradeció con emoción, según creí, que lo hubiese
obsequiado. Sus ojos tornáronse aún más húmedos y brillantes; y me dijo una
frase de agradecimiento muy extraña y embrollada. Pero me gustó oírla.
Venía a decir que los artistas serían felices si todo el mundo los respetase como yo, y que me
deseaba toda clase de venturas.
Salimos
al vestíbulo; allí estaban los camareros y mi enemigo, el portero, que, sin
duda, se quejaba de mí. Todos me
miraron como a un loco. Esperé a que el
hombrecillo llegara hasta donde estaban; y, entonces, con todo el respeto que
era capaz de expresar mi persona, me descubrí y le estreché la mano, uno de
cuyos dedos estaba atrofiado. Los
camareros simularon no verme. Sin
embargo, uno de ellos se echó a reír con risa sardónica.
Cuando
el cantante desapareció en la oscuridad, subí a mi habitación, deseando
disipar, por medio del sueño, todas aquellas impresiones y aquella estúpida ira
pueril que me había embargado de repente.
Pero estaba demasiado excitado para poder conciliar el sueño y me fui de
nuevo a la calle, con la intención de pasear hasta que me calmara. Confieso que lo hice también con la vaga
esperanza de encontrar ocasión para pelearme con el portero, el camarero o el
inglés y demostrarles toda su crueldad e injusticia. Pero sólo ví al portero, que, al reparar en mí, me volvió la
espalda. Durante largo rato, paseé por
el muelle de arriba abajo, completamente solo.
“Qué
extraño es el destino de la poesía”, pensé, una vez que me hube serenado un
poco. “Todos la aman y la buscan, es lo
único que se desea en la vida; pero nadie reconoce su fuerza, nadie aprecia ese
bien, el mejor del mundo, nadie estima ni siente gratitud por los que se lo dan
a los hombres. Preguntad a cualquiera
de los huéspedes del Schweizerhof cuál es el mejor bien del mundo, y todos, o
el noventa y nueve por ciento, dirán, con expresión sardónica, que es el
dinero. “Tal vez le desagrade esta
opinión; tal vez no concuerde con sus elevadas ideas; pero ¿qué hacer si la
vida humana está organizada de modo que el dinero es lo único que constituye la
felicidad del hombre? No he podido
impedir a mi inteligencia que vea el mundo tal y como es, o sea que vea la
verdad”, os contestarán. Tu espíritu es
miserable, eres un ser despreciable que no sabe lo que necesita… “¿Por qué habéis abandonado vuestra patria,
vuestras ocupaciones y negocios y os habéis reunido en esa pequeña ciudad de
Suiza llamada Lucerna? ¿Por qué os
habéis asomado a los balcones y habéis escuchado con respetuoso silencio las
canciones del infeliz mendigo? Si
hubiese cantado más, lo habríais seguido escuchando en silencio. ¿Acaso se os podría echar de vuestra patria
y obligaros a reuniros en ese rinconcito de Lucerna, por dinero, así fuese por
millones? ¿Se os podría obligar a permanecer inmóviles y callados en los
balcones? ¡No! Tan sólo una cosa os obliga a proceder así y
seguirá moviéndoos eternamente con mayor fuerza que los demás móviles; la
necesidad de poesía que no reconocéis, pero que sentís y que sentiréis,
mientras os quede algo de humano. La
palabra “poesía” os parece ridícula, la pronunciáis en tono despectivo, admitís
el amor a la poesía sólo en los niños y en las señoritas necias, y aún de ellos
os reís; vosotros sólo necesitáis lo positivo.
Pero los niños consideran la vida de un modo sensato; saben lo que se
debe amar y lo que da la felicidad; a vosotros, en cambio, os ha pervertido la
vida hasta el punto de que os burláis de lo único que amáis y buscáis solamente
lo que aborrecéis y lo que hace vuestra desgracia. Estáis tan ofuscados, que no comprendéis vuestra obligación hacia
vuestra obligación hacia el pobre tirolés, que os proporciona un placer puro;
y, sin embargo, os figuráis que debéis humillaros ante un lord y sacrificar
vuestra tranquilidad y vuestro bienestar sin oficio ni beneficio. ¡Qué absurdo! ¡Qué insensatez! Pero no
es eso lo que más me llama la atención esta noche. Conozco perfectamente, estoy casi acostumbrado a que la gente
ignore lo que le proporciona la felicidad y a que sea insensible respecto de
los placeres poéticos, pues me encuentro a menudo con tales casos en la
vida. Tampoco constituye nada nuevo
para mí la grosera crueldad de la multitud; digan lo que digan los defensores
del buen sentido del pueblo, éste no es sino la unión de seres humanos, desde
luego; pero que se unen solamente por su lado animal y grosero; y lo único que
expresan es la debilidad y crueldad de la naturaleza humana. Pero vosotros, hijos de una nación libre y
humanitaria; vosotros, que sois cristianos; vosotros, que sois sencillamente
hombres, ¿cómo habéis podido responder con frialdad y burla al placer puro que
os ha proporcionado un pobre ser que pide?
En vuestra patria hay asilos para pobres. No hay mendigos, no debe haberlos, ni debe existir el sentimiento
de compasión sobre el que se basa la mendicidad. Pero el cantor ha trabajado, os ha proporcionado un placer,
pidiéndoos que le dierais a cambio un poquito de lo que os sobra. Vosotros le habéis examinado con una sonrisa
fría, como si se tratara de una rareza, desde vuestras lujosas
habitaciones. Erais más de cien
personas ricas y felices; pero ninguna se ha dignado echarle un solo
céntimo. Y cuando se alejó, avergonzado
de vosotros, el pueblo insensato no os persiguió y ofendió a vosotros, sino a
él, porque os habíais mostrado fríos, crueles e indignos; porque le habíais
robado el placer que os ofreciera.
El 7 de julio de 1857, un pobre cantante
callejero cantó y tocó la guitarra por espacio de media hora ante el hotel
Schweizerhof, de Lucerna, en el que se hospedaba gente muy rica. Lo escucharon más de cien personas. El músico pidió tres veces seguidas que le
dieran algo. Nadie le echó ni un solo
céntimo y muchos se burlaron de él.
Esto
no es una invención, sino un hecho real.
Los que quieran pueden preguntar a los que viven permanentemente en el
Schweizerhof o consultar los diarios, para saber quiénes eran los extranjeros
que se alojaban en dicho hotel el 7 de julio.
He
aquí un acontecimiento que los historiadores contemporáneos deben apuntar, con
letras indelebles. Es más importante,
más serio y tiene un sentido más profundo que los acontecimientos registrados
en los periódicos y en las
historias. El que los ingleses hayan
matado otro millar de chinos, porque no compran nada por dinero, sino que pagan
en especias; que los franceses hayan arrasado otro millar de cabilas, porque
son buenas las cosechas de trigo en África; que la guerra continua sea muy útil
para la formación de un ejército; que el embajador turco en Nápoles no pueda
ser judío, y que Napoleón se pasee a pie en Plombières y afirme que reina sólo
por la voluntad del pueblo… son palabras que ocultan o muestran lo que sabemos
desde hace mucho. En cambio, creo que
el hecho ocurrido en Lucerna, el 7 de julio, es nuevo y extraño y que no se
refiere a las eternas malas cualidades de la naturaleza humana, sino a una
determinada época del desarrollo de la sociedad. No es un hecho para la historia de los actos humanos, sino para
la del progreso y la del la civilización.
¿Por
qué este hecho inhumano, inconcebible en cualquier pueblo alemán, francés o
italiano, ha podido ocurrir aquí, donde la libertad y la igualdad han llegado
al máximo grado; aquí, donde se reúnen las personas mejor educadas de las
naciones más civilizadas? ¿Por qué esos
hombres cultos y humanitarios que, por lo general, son capaces de realizar
grandes obras, no tienen sentimientos humanos para una obra de caridad
personal? ¿Por qué esos hombres, que
tanto se preocupan de las Cámaras, mítines y sociedades del estado de los
chinos solteros en la India, del desarrollo del cristianismo y de la cultura en
África y de la formación de sociedades para mejorar la humanidad, no encuentran
en su alma el amor prístino y sencillo hacia el prójimo? ¿Es posible que no exista ese sentimiento,
que en su lugar sólo haya ambición, vanidad y avaricia, sentimientos que
dirigen a esos hombres en las Cámaras, en los mítines y en las sociedades? ¿Es posible que la divulgación de una asociación
razonada, egoísta, de los hombres, que llaman civilización, destruya y
contradiga la necesidad instintiva de unirse por medio del amor? ¿Es posible
que ésta sea la igualdad por la que se ha derramado tanta sangre inocente, por
la que se han cometido tantos crímenes?
¿Es posible que los pueblos, lo mismo que los niños, puedan ser felices
sólo con la palabra igualdad?
¿Igualdad
ante la ley? Pero, ¿acaso la vida
entera del ser humano se desarrolla en los dominios de la ley? Sólo una milésima parte de su vida está
sometida a las leyes; el resto está fuera de ellas, está en los dominios de la
costumbres y del concepto de la sociedad.
Y en la sociedad, el criado está mejor vestido que el cantor y le ofende
impunemente. A mi vez, yo visto mejor
que el criado y lo ofendo impunemente.
El portero me considera como a un superior; pero cree que el cantor está
por debajo de él. Cuando me vio con el
hombrecillo, se creyó igual a nosotros y se mostró grosero. Fui insolente con él y entonces reconoció
que era inferior a mí. El camarero fue
insolente con el cantor; y éste se juzgó inferior a él. ¿Es posible que sea libre un Estado en que
se puede encarcelar, aunque sólo sea a un ciudadano, que no perjudica ni
molesta a nadie, por el hecho de que se gana la vida como puede, para no morir
de hambre?
¡Qué
desdichado y lastimoso es el ser humano, con su necesidad de decisiones
positivas, arrojado en medio de ese infinito océano, siempre en movimiento, del
bien y del mal, de hechos, de argumentos y contradicciones! Los hombres luchan durante siglos enteros
para separar el bien del mal. Pasan
siglos; y ponga lo que ponga una inteligencia imparcial en los platillos de la
balanza del bien y del mal, éstos no oscilan, puesto que hay tanto bien como
mal en cada uno. ¡Si, al menos, el
hombre aprendiera a no pensar ni juzgar de un modo absoluto y positivo, a no
responder a las preguntas que se le dan tan sólo para que sigan siendo siempre
preguntas! ¡Si, al menos, el hombre
aprendiera a no pensar ni juzgar de un modo absoluto y positivo, a no responder
a las preguntas que se le dan tan sólo para que sigan siendo siempre
preguntas! ¡Si al menos comprendiera
que toda idea es, a la vez, falsa y verdadera!
Es falsa, por su unilateralidad, por la imposibilidad, para el hombre,
de abarcar toda la verdad; y es verdadera por la manifestación de una parte de
las aspiraciones humanas. Se han hecho divisiones en este infinito
caos, en perpetuo movimiento, del bien y del mal; se han trazado líneas
imaginarias sobre este mar; y se cree que será así como ha de dividirse. ¡Como si no existiera una infinidad de otras
subdivisiones, hechas desde otro punto de vista, en otra dimensión! Cierto es que las nuevas subdivisiones son
obra de siglos; pero ya han pasado y pasarán millones de siglos. La civilización es el bien; la barbarie, el
mal; la libertad, el bien; la esclavitud, el mal. Ese conocimiento imaginario destruye la necesidad instintiva, la
mejor, la primordial del bien en la naturaleza humana. ¿Quién puede definir la libertad, el
despotismo, la civilización y la barbarie?
¿Dónde están los límites de lo uno y de lo otro? ¿Qué alma posee una medida del bien y del
mal, tan inquebrantable como para poder medir los hechos complejos que están
sucediendo? ¿Quién tiene una
inteligencia tan poderosa que pueda abarcar, aunque sea en el inmóvil pasado,
todos los acontecimientos y sopesarlos?
¿Quién ha visto un Estado en el que no coexistan el bien y el mal? ¿Cómo puedo saber que veo más bien que mal,
por ejemplo, por no hallarme en el punto de mira verdadero? ¿Quién es capaz de desligarse por completo
de la vida, por medio de la inteligencia, aunque no sea más que un momento,
para contemplarla desde arriba, independientemente?
Existe
en nosotros un solo guía infalible: el Espíritu universal, que penetra en todos
conjuntamente y en cada uno por separado, insuflando en cada individuo la
aspiración de lo que debe ser; es el mismo espíritu que ordena al árbol que
crezca hacia el sol, a la flor que arroje las simientes en otoño, y a nosotros,
que nos unamos los unos a los otros.
Esta
única voz, bendita e infalible, es la que ahoga el bullicioso y apresurado
desarrollo de la civilización. ¿Quién
es más humano y quién es más bárbaro?
¿Aquel lord que, al ver el traje raído del cantor, abandona iracundo la
mesa, que no le da por su esfuerzo ni la millonésima parte de su fortuna, y que
ahora, satisfecho por haber comido bien, sentado en una clara y hermosa
habitación, juzga con tranquilidad los asuntos de China, considerando justas
las muertes que allí se ocasionan; o el pobre cantor que, exponiéndose a ser
encarcelado y con un solo franco en el bolsillo, recorre valles y montañas,
desde hace veinte años, sin hacer daño a nadie, y recreando a la gente con sus
canciones; ese cantor al que han ofendido y han estado a punto de expulsar, y
que hambriento y avergonzado, ha ido a pasar la noche sobre un montón de paja?
De
pronto, en medio del silencio nocturno, oí los sones de la guitarra y la voz
del cantor, que llegaban desde lejos, desde la ciudad.
“No
–me dije, involuntariamente-; no tienes derecho a compadecerlo ni de indignarte
contra el bienestar del lord. ¿Quién ha
sopesado la felicidad que se oculta en el alma de cada uno de estos hombres?
Ahí está el pobre cantor, sentado en algún umbral sucio, contemplando el
cielo y la luna, cantando alegremente, en esta noche fragante y serena, sin que
su alma esté turbada por reproches, odios ni remordimientos. ¿quién sabe lo que sucede en el alma de los
hombres que se encuentran entre estas altas y lujosas paredes? ¿Quién sabe si tienen esa alegría
inconsciente y dulce de la vida, esa afinidad con el universo, que posee el
alma del hombrecillo? Es infinita la
bondad y la sabiduría de Aquel que ha dispuesto que existan todas estas
contradicciones. Sólo a ti, gusano
insignificante, que tratas de penetrar, ilegalmente y con osadía, sus leyes y
sus intenciones, sólo a ti te parecen contradicciones. Desde su luminosa e inconmensurable altura,
El mira dulcemente, alegrándose de la armonía en que os movéis todos, eterna y
contradictoriamente. Tú, con tu
orgullo, pensabas escapar a las leyes generales, Pero no; tú también, con tu mezquina indignación contra los
camareros, tú también has respondido a las exigencias de la armonía de lo
eterno y de lo infinito…”
18
de julio de 1857.
Este libro ha sido digitalizado
por el voluntario Graciela Prado.