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JULIO
ARBOLEDA (1817 - 1862)
GONZALO
DE OYÓN
(fragmentos)
PUBENZA
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Dulce como la parda cervatilla,
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Que el cuello tiende entre el nativo helecho,
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Y a la vista del can, yace en acecho,
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Con sus ojos de púdico temor;
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Pura como la cándida paloma
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Que de la fuente límpida al murmullo,
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Oye, al beber, el inocente arrullo,
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Primer anuncio de ignorado amor;
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Bella como la rosa, que temprana,
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Al despuntar benigna primavera,
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Modesta ostenta, virginal, primera,
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Su belleza en el campo, sin rival;
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Tierna como la tórtola amorosa,
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Que arrulla viuda, y de su bien perdido
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La dura ausencia en solitario nido
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Llora, y lamenta su incurable amor;
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Brillante como el sol, cuando refleja
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Sus rayos el cristal de la montaña,
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Si ni la lluvia, ni la nube empaña
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Su naciente purísimo esplendor;
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Majestuosa cual palma que se eleva,
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Y ostenta en la vastísima llanura
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Su corona imperial y su hermosura,
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Desafiando el rayo del Señor.
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Pero en su frente pálida vagaban
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El dolor y la negra pesadumbre,
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Y de sus ojos la apacible lumbre
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Empañaba una lágrima fugaz;
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Y la vida arrastraba silenciosa
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Devorando su mísero tormento,
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Porque al alma gentil ¡ay! ni un momento
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Otorgó Dios de plácido solaz.
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He aquí a Pubenza; en ella el alma, todo
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Respira amor, pureza y hermosura;
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El hechizo en sus ojos, la dulzura
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Vaga sobre sus labios de clavel;
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Juega el blando placer modestamente
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Con las esbeltas formas de la indiana;
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India en amar, en resistir cristiana,
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Era en su pecho la virtud dosel.
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EL
CABALLO
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¡Vén, mi alazán! —
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Y rápido se arroja
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Sobre el corcel; le aguija con fiereza,
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Y atraviesa veloz por la maleza,
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Desesperado y de la muerte en pos.
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Por sobre arbustos, zarzas, ramas, troncos,
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El caballo frenético se lanza.
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En alas del temor y la esperanza
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Van corcel y jinete. ¡Adiós! ¡Adiós!
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Salva el caballo a saltos los arroyos
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Llevando entre los dientes el bocado,
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Y, del rudo acicate atormentado,
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Va su escape aumentando sin cesar:
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La rienda tesa con entrambas manos
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Lleva el jinete; la entreabierta boca
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Del fogoso animal los pechos toca,
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Y su hirviente nariz se oye tronar.
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Hay en el corazón de la montaña
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Raudo torrente, que de breña en breña,
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De una sima a otra sima se despeña,
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Y como en un sepulcro va a correr.
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Ronco, rodando, y turbulento siempre,
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Estrella sus hirvientes borbotones
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Sobre enormes y negros pedrejones,
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y conviértese en nieblas al caer.
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Ante la masa de sus turbias ondas
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Que al abismo frenéticas descienden,
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Aquellas nieblas móviles extienden
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Un velo denso de flotante tul;
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Y al través de sus pliegues misteriosos
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Vese relampaguear la catarata
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Cuando, en rápidas ráfagas, desata
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Y mece el viento el cortinaje azul.
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Del hondo lecho, al uno y otro lado
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Alzan dos rocas sus excelsas crestas,
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Ocultando sus frentes contrapuestas
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De nubes tempestuosas al vapor:
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El águila imperial la cima alcanza,
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Y en sus cavernas lóbregas anida:
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En el bajo peñasco halla acogida
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Para su prole impávido, el condor.
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En la inferior región, el triste búho,
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Cual visión vaga que la noche exhala,
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Leve despliega de fantasma el ala,
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Y halla en las sombras lóbrego solaz.
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Y hacia el borde empinado de esa roca
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Que la profunda cavidad domina,
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El español frenético encamina
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Del noble potro la carrera audaz.
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Álzase entre la selva estéril risco
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Desprovisto de arbustos y de grama,
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Do, por senda torcida, se derrama
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La arena, y forma vasto caracol.
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Por allí va Gonzalo, y con esfuerzo
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Súbito al potro en la pendiente para,
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Y cual si un enemigo divisara
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Lleva la diestra al sable el español.
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Al rayo de la luna que dibuja
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Su luenga sombra en la pardusca roca,
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Vese mover su convulsiva boca,
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Y su faz cadavérica vibrar.
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Mas luego con desdén suelta el acero,
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Al estrellado firmamento mira,
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Y con la mano trémula de ira
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A los cielos parece amenazar.
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¡Mas vedlo allí!¡Que ya otra vez asoma
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Dominando el altísimo peñasco!
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¡Oh! ¡Cuál relumbra el argentado casco
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Sobre el manto de negro vellorí!
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¡Adiós! ¡Adiós! ¡que rápido galopa,
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El corcel empujado hacia el abismo!
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¡Adiós! ¡Adiós! ¡que en un instante mismo
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Muerte y alivio va a buscar allí!
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Ya llega al precipicio, ya en la orilla
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Contempla ufano el vórtice profundo
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De la sima espantosa, do iracundo
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Hierve el torrente en turbio borbotón
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—¡A morir!— grita en éxtasis demente;
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Pero ante el borde, que a su peso cede,
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El caballo espantado retrocede
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Sordo a la brida, sordo al aguijón:
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Saltado el ojo, eriza la melena,
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La espesa cola encoge zozobrado;
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Tiembla de pies y manos azogado;
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Bufa poniendo en arco la cerviz:
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La inquieta oreja hacia el peligro vuelta,
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Y el ancho pecho cándido de espuma,
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Brota de fuego una radiante pluma
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De la convulsa, anchísima nariz.
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Las ijadas rasgándole a espolazos,
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—¡Oh! mil veces cobarde y maldecido
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— Exclama el castellano enfurecido:
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—¡Quieras o no, conmigo morirás!
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— Y al acero llevando la ímpia diestra
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Va a desnudarle, el alazán lo siente,
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Y partiendo al sonido, de repente,
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Salta a derecha, a izquierda, al frente, atrás.
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Ya en el pie sostenido, ya en la mano,
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En corcovos listísimos se mueve;
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No hay posición que rápido no pruebe;
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Siempre en el aire estremecido va:
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Contra la roca, el pedrejón, el tronco,
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Se azota y se alza, y clávase, y palpita,
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Y bufa ronco, y la cerviz agita;
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Mas siempre a plomo el castellano está.
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En la izquierda la rienda, en el estribo
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Firme la planta, amargo sonreía,
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Y con la diestra la cerviz le hería
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Despreciando su vano frenesí...
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Mas ¡ay! la planta en una grieta oscura
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Hunde el caballo, y se desploma, y rueda,
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Y herido, opreso, ensangrentado queda,
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Bajo su peso, el caballero allí.
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Rueda por largo trecho enmarañado
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Entre el arzón y estribo maldiciendo;
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Sordo retumba el monte al bronco estruendo,
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Y húndese el mundo en sepulcral pavor.
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Las alas leves al silencio extiende,
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Sobre él desciende a guisa de fantasma,
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Y acento, aliento y pensamiento pasma,
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Ahogando entre la síncope el dolor.
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¡Hele allí bajo el manto de la noche!
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¡Entre el ser y la nada suspendido!
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¡Sin el corcel, que en libertad ha huido!
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¡Con la vida! ¡no ha podido ni morir!
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¡Sin orgullo! ¡que el alma está marchita!
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¡Sin descanso! en desmayo solamente;
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Que no descansa quien dolor no siente,
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Sin morir, sin pensar y sin vivir!
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NUNCA
TE HABLÉ
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Nunca te hablé... Si acaso los reflejos
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de tus ojos llegaron desde lejos
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mis fascinados ojos a ofuscar,
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de tu mirada ardiente, aunque tranquila
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no se atrevió mi tímida pupila
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los quemadores rayos a encontrar.
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Nunca en mi oído resonó tu acento:
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si de tu labio el vivo movimiento
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y tu expresión angélica admiré;
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al contemplar tu gracia y tu belleza,
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oculta entre mis manos mi cabeza,
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tus atractivos mágicos burlé.
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Eres un sueño para mí.
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A la lumbre del teatro,
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entre densa muchedumbre,
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tus seductoras formas descubrí;
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mas si evité tu acento y tu mirada,
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quedóse en mi alma la impresión grabada
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de la mujer fantástica que vi.
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Y desde entonces, aunque de ti me alejo,
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mi memoria de fuego es el espejo
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do tu imagen se viene a reflejar:
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y goza mi rebelde pensamiento en darle vida,
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en inspirarle acento, ay! y en idolatrarla a mi pesar.
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Quizá será mejor! En el misterio
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la mujer, como Dios, tiene su imperio
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y la duda alimenta al corazón...
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No rasgue el velo mi profana diestra
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que oculta a la mujer y al ángel muestra
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y me deja en poder de mi ilusión!
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Tiemblo al quererte oír. Deja que tema,
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porque acaso tu acento también quema
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y a consumir mi corazón vendrá;
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mi corazón por el dolor gastado,
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que, a un oscuro rincón ya relegado,
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entre ceniza y lágrimas está.
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Porque, a la luz y a la belleza esquivo,
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yo, como el búho, en los escombros vivo
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de las pasiones que por fin vencí.
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Y en mi lóbrego albergue estremecido sólo aspiro
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a la paz que da el olvido,
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ya que el amor y el mundo huyen de mí.
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Y jamas te hablará. Pero consiente
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que aquí estas líneas dejé reverente
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en señal, no de amor, de admiración.
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Las escribo sin fe, sin esperanza,
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aunque, donde el cariño no se alcanza,
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alcánzase el desprecio u el perdón.
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