Vicente Fatone

"Miguel Ángel-Nicodemo: el artista ante la muerte"

En la primera Pietà, la muerte apenas si inspiraba un poco de asombro. Por eso, y no simplemente por los rasgos de la cara y la suavidad de las manos, la virgen es demasiado joven: porque no entiende la muerte, a pesar de que esa muerte es la de su hijo. Pero es que el artista mismo tiene exceso de juventud: ese exceso que consiste en no ver en la muerte sino un tema y en cumplir un ejercicio sobre ella. Por eso –y también en este caso no por la breve barba decorada y la somnoliente lasitud del cuerpo– Cristo ha sufrido demasiado poco. El artista adolescente solo ha podido ver la tragedia con ojos de esteta para quien la belleza sólo admite formas serenas.

Pero cuando ya han transcurrido más de cincuenta años, Miguel Ángel se atreve a ser él mismo quien reciba en sus brazos el cuerpo de Cristo y a darnos en el mármol su propia imagen. Propia no porque tuviese sus rasgos sino porque era la imagen de lo que en esos cincuenta años Miguel Ángel había aprendido a ser: el hombre que contempla la muerte. Terminada la obra, Miguel Ángel pudo contemplarse a sí mismo: contemplarse contemplando; y pudo, así, reconocerse: toda su vida estaba allí, en aquel anciano que contemplaba la muerte; y porque estaba allí toda, pudo Miguel Ángel por fin saber si había sido una vida digna.

Contemplándose en el rostro de aquel Nicodemo –rostro, ahora, de un hombre demasiado viejo (también él "demasiado viejo para sus victorias")– pudo recordar aquella su confesión: Non nasce in me pensier che non ci sia dentro l’immagine della morte. Sus contemporáneos y hasta la posteridad podían desconfiar de aquella confesión. ¿Hombre cuyas ideas contenían siempre una imagen de la muerte, ese Michelangiolo que había venido ejecutando tanta obra donde la vida se afirmaba robusta y pujante? ¿Qué podía sospechar de la muerte el hombre que había esculpido el torso de il giorno? Hubiera bastado, sin embargo, detenerse a observar la expresión dolorida de l’ aurora y compararla con el recogimiento de la notte para comprender que este Michelangiolo, scultore a Firenze, solo pensaba en la muerte.

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Como todos los hombres de su época, Miguel Ángel había sido un hombre nutrito di fuoco. Pero a diferencia de casi todos ellos, que en el fervor de su vida triunfante, se olvidaban de la otra realidad, él había vissuto in pianto. Así se definió a sí mismo:

Vissuto in pianto e nutrito di fuoco

Y eso era como decir que la suya era una vida sostenida por la muerte. Primero, en la juventud, por esa forma de muerte que es el pecado. Muerte muy sutil y que en aquella época casi nadie advertía: la muerte que consiste en no creer en la muerte. ¿Y qué otra cosa es el pecado? Pecar significa no saber que la vida está continuamente amenazada:

Vivo al pecato, a me morendo vivo

Miguel Ángel sabía eso. Lo ignoraban, en cambio, cuantos a su alrededor sólo alcanzaban a ver lo que el pecado efectivamente muestra: el triunfo de la vida. Era como si todos hubieran oído el eco distorsionado de las palabras que venían de muy lejos: pecca, pecca fortiter pronunciadas por un monje, y que no eran, a pesar de lo que decían, una invitación a pecar. Todos ignoraban que aquella vida se alimentaba en la muerte. Miguel Ángel parecía, entre tantas vidas triunfantes, el único que sospechaba la verdad:

Vivo della mia morte…

También la suya había sido una muerte cotidiana. Pero Miguel Ángel, a diferencia de esos otros, había descubierto, a fuerza de contemplar la vida, la contemplación de la muerte. Y ésa es la actitud que a cincuenta años de la primera Pietà quiso mostrar en la otra, donde asumió las formas de Nicodemo. Lo que entonces transportó al mármol fue aquella su intuición de veinte años antes expresada en el verso:

che chi vive di morte mai non more

y que ya no se refería a la muerte en el pecado, a la muerte menuda de todos los días, sino a la muerte sin más. Antes había vivido una vida que no era sino muerte; ahora podía vivir la muerte, y eso le había dado la certeza de la vida.

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Ésa fue la elección de la nueva Pietà. Allí estaba él, el anciano Nicodemo, como lo que siempre había sido: el hombre frente a la muerte. En un dolor, ahora sin asombro, podía contemplarse y, renunciando a todo pudor mundano, ofrecerse a la contemplación de quienes no sospechaban que vivían muriéndose porque vivían la vida del pecado. Miguel Ángel es ahora Nicodemo, un Nicodemo que ha escuchado las palabras del profeta anunciador de la muerte y también las del ángel portador de la buena nueva según la cual llegaría un momento en que ya no habría más tiempo.

Miguel Ángel, contemplándose en Nicodemo, acaso recordó entonces aquellos sus otros versos:

Beata l’alma ove non corre tempo
per te s’é fatta a contemplare Iddio.

Ya la muerte no viene a arrebatárselo todo al arrebatarlo del mundo. Es una muerte piadosa que en el mismo acto de quitarle todo lo que a Miguel Ángel hubiera podido parecerle suyo, le devolvía todo lo que era. Trueque milagroso en que el alma ni siquiera advierte qué le sucede, y no puede advertirlo porque en verdad a ella nada le sucede, aunque su estado sea otro:

…Si ché l’ alma di me muda
s’ accorge appena aver cangiato stato.

Cuando se lo cree perdido todo, se lo ha ganado todo:

Piú l’ alma acquista ove piú ‘l mondo perde

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Ésa fue la respuesta de Miguel Ángel a la vida que creía ser sólo vida y que aspiraba, por ello, a afirmarse por sí misma sin comprender que la vida es inafirmable precisamente porque es vida:

Io dico ch ‘ a chi vive quel che more
quetar non può disir…

La aurora –vida que despierta al mundo– tenía por ello una distensión dolorosa en los labios entreabiertos. Pero en aquel mismo grupo de las tumbas mediceas estaba ya la noche dejándose sus cuidados olvidados –cuerpo que se recoge para despertar a la vida–:

O notte, o dolce tempo…
per cui si ferma ogni miseria a l’ alma

Miguel Ángel –Nicodemo– podía ahora no temer lo que en su juventud había temido: que el arte y la muerte no pudiesen estar juntos. Había creído –también él, como los otros– que el arte no es sino el definitivo triunfo de la vida. Y como ya se había dado a la contemplación de la muerte, creyó que nada podía esperarse de él como scultore:

l’arte e la morte non van bene assieme:
che convien piú che di me dunque speri?

Y alguna vez, como para disculparse de su incapacidad de crear obras que afirmasen la vida, se dolió, en versos escritos a la amadísima Vittoria Colonna, de no poder, a pesar de todo su fervor humano, ofrecer nada que no fuese muerte:

…che ‘l mio basso ingegno
non sappia, ardendo, trarne altro che morte

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Fue necesario aquel largo ejercicio de la contemplación de la muerte –o de la contemplación, sin más– para que el Michelangiolo, scultore a Firenze, se liberase de toda muerte y esculpiera aquella otra pietà. Allí, estaba, por fin, la imagen última de la muerte. Y Miguel Ángel podía repetir, ya sin turbarse, las viejas palabras que una vez escribiera: Non nasce in me pensier che non ci sia dentro l’immagine della morte.

 
FACILITADO POR ANTOLOGÍA DEL ENSAYO