EL CASTIGO SIN VENGANZA

Lope de Vega






Personas que hablan en ella:

 

  • El DUQUE de Ferrara

 

  • FEBO, criado del Duque

 

  • RICARDO, criado del Duque

 

  • El conde FEDERICO, su hijo ilegítimo

 

  • BATÍN, lacayo del Conde Federico

 

  • El MARQUÉS Gonzaga, de Mantua

 

  • RUTILIO, criado del Marqués

 

  • AURORA, sobrina del Duque de Ferrara

 

  • CASANDRA, la Duquesa de Ferrara

 

  • LUCRECIA, criada de la Duquesa

 

  • FLORO, criado

 

  • LUCINDO, criado

 

  • ALBANO, criado

 

  • CINTIA, mujer del pueblo

 

 


       
         
          

PRIMER ACTO






Salen el DUQUE, FEBO y RICARDO




RICARDO:       ¡Linda burla!
FEBO:                        ¡Por extremo!
               Pero, ¿ quién imaginara
            que era el duque de Ferrara?
DUQUE:      Que no me conozcan temo.
RICARDO:       Debajo de ser disfraz,           
            hay licencia para todo;
            que aun el cielo en algún modo
            es de disfraces capaz.
               ¿Qué piensas tú que es el velo
            con que la noche le tapa?          
            Una guarnecida capa
            con que se disfraza el cielo.                                 
               Y para dar luz alguna,
            las estrellas que dilata
            son pasamanos de plata,            
            y una encomienda la luna.
DUQUE:         ¿Ya comienzas desatinos?
FEBO:       No lo ha pensado poeta
            de estos de la nueva seta,
            que se imaginan divinos.           
RICARDO:       Si a sus licencias apelo,
            no me darás culpa alguna;
            que yo sé quien a la luna
            llamó requesón del cielo.
DUQUE:         Pues no te parezca error;            
            que la poesía ha llegado
            a tan miserable estado,
            que es ya como jugador
               de aquellos transformadores,
            muchas manos, ciencia poca,        
            que echan cintas por la boca,
            de diferentes colores.
               Pero dejando a otro fin
            esta materia cansada,
            no es mala aquella casada.         
RICARDO:    ¿Cómo mala?  ¡Un serafín!
               Pero tiene un bravo azar,
            que es imposible sufrillo.
DUQUE:      ¿Cómo?
RICARDO:            Un cierto maridillo
            que toma y no da lugar.            
FEBO:          Guarda la cara.
DUQUE:                       Ése ha sido
            siempre el más crüel linaje
            de gente de este paraje.
FEBO:       El que la gala, el vestido
               y el oro deja traer        
            tenga, pues él no lo ha dado,
            lástima al que lo ha comprado;
            pues si muere su mujer,
               ha de gozar la mitad
            como bienes gananciales.           
RICARDO:    Cierto que personas tales
            poca tiene caridad,
               hablando cultidiablesco,
            por no juntar las dicciones.
DUQUE:      Tienen esos socarrones        
            con el diablo parentesco;
               que, obligando a consentir,
            después estorba el obrar.
RICARDO:    Aquí pudiera llamar;
            pero hay mucho que decir.          
DUQUE:         ¿Cómo?
RICARDO:            Una madre beata     
            que reza y riñe a dos niñas
            entre majuelos y viñas,
            una perla y otra plata.
DUQUE:         Nunca de exteriores fío.           
RICARDO:    No lejos vive una dama,
            como azúcar de retama:
            dulce y morena.
DUQUE:                    ¿Qué brío?
RICARDO:       El que pide la color;
            mas el que con ella habita         
            es de cualquiera visita
            cabizbajo rumiador.
FEBO:          Rumiar siempre fue de bueyes.
RICARDO:    Cerca habita una mujer,
            que diera buen parecer        
            si hubiera estudiado leyes.
DUQUE:         Vamos allá.
RICARDO:                  No querrá
            abrir a estas horas.
DUQUE:                      ¿No?
            ¿Y si digo quien soy yo?
RICARDO:    Si lo dices, claro está.         
DUQUE:         Llame pues.
RICARDO:                   Algo esperaba,
            que a dos patadas salió.



CINTIA en alto




CINTIA:     ¿Quién es?
RICARDO:               Yo soy.
CINTIA:                    ¿Quién es yo?
RICARDO:    Amigos, Cintia; abre, acaba,
               que viene el duque conmigo.     
            Tanto mi alabanza pudo.
CINTIA:     ¿El duque?
RICARDO:               ¿Eso dudas?
CINTIA:                            Dudo,
            no digo el venir contigo,
               mas el visitarme a mí
            tan gran señor y a tal hora.          
RICARDO:    Por hacerte gran señora
            viene disfrazado así.
CINTIA:        Ricardo, si el mes pasado
            lo que agora me dijeras
            del duque, me persuadieras         
            que a mis puertas ha llegado;
               pues toda su mocedad
            ha vivido indignamente,
            fábula siendo a la gente
            su viciosa libertad.         
               Y como no se ha casado
            por vivir más a su gusto,
            sin mirar que fuera injusto
            ser de un bastardo heredado,
               aunque es mozo de valor        
            Federico, yo creyera
            que el duque a verme viniera.
            Mas ya que como señor
               se ha venido a recoger,
            y de casar concertado,       
            su hijo a Mantua ha envïado
            por Casandra, su mujer,
               no es posible que ande haciendo
            locuras de noche ya,
            cuando esperándola está       
            y su entrada previniendo;
               que si en Federico fuera
            libertad, ¿qué fuera en él?
            Y si tú fueras fïel,
            aunque él ocasión te diera,        
               no anduvieras atrevido
            desilustrando su valor;
            que ya el duque, tu señor,
            está acostado y dormido
               y así cierro la ventana;          
            que ya sé que fue invención
            para hallar conversación.
            Adiós, y vuelve mañana.
DUQUE:         ¡A buena casa de gusto
            me has traído!
RICARDO:                  Yo, señor,        
            ¿qué culpa tengo?
DUQUE:                       Fue error
            fïarle tanto disgusto
               para la noche que viene.
FEBO:       Si quieres yo romperé
            la puerta.
DUQUE:              ¡Que esto escuché!           
FEBO:       Ricardo la culpa tiene.
               Pero, señor, quien gobierna,
            si quiere saber su estado,
            como es temido o amado,
            deje la lisonja tierna       
               del crïado adulador,
            y disfrazado de noche,
            en traje humilde, os en coche,
            salga a saber su valor;
               que algunos emperadores        
            se valieron de este engaño.
DUQUE:      Quien escucha, oye su daño;
            y fueron, aunque los dores,
               filósofos majaderos,
            porque el vulgo no es censor           
            de la verdad, y es error
            de entendimientos groseros
               fïar la buena opinión
            de quien, inconstante y vario,
            todo lo juzga al contrario        
            de la ley de la razón.
               Un quejoso, un descontento
            echa, por vengar su ira,
            en el vulgo una mentira,
            a la novedad atento.         
               Y como por su bajeza
            no la puede averiguar
            ni en los palacios entrar,
            murmura de la grandeza.
               Yo confieso que he vivido           
            libremente y sin casarme,
            por no querer sujetarme,
            y que también parte ha sido
               pensar que me heredaría
            Federico, aunque bastardo;        
            mas ya que a Casandra aguardo,    
            que Mantua con él me envía
               todo lo pondré en olvido.
FEBO:       Será remedio casarte.
RICARDO:    Si quieres desenfadarte           
            pon a esta puerta el oído.           
DUQUE:         ¿Cantan?
RICARDO:               ¿No lo ves?
DUQUE:                             ¿Pues, quién
            vive aquí?
RICARDO:                Vive un autor
            de comedias.
FABIO:                   Y el mejor
            de Italia.
DUQUE:                 Ellos cantan bien.     
               ¿Tiénelas buenas?
RICARDO:                           Están        
            entre amigos y enemigos:
            buenas las hacen amigos
            con los aplausos que dan
               y los enemigos malas.          
FEBO:       No pueden ser buenas todas.
DUQUE:      Febo, para nuestras bodas
            prevén las mejores salas
               y las comedias mejores,
            que no quiero que repares         
            en las que fueren vulgares.
FEBO:       Las que ingenios y señores
               aprobaren, llevaremos.  
DUQUE:      ¿Ensayan?
RICARDO:               Y habla una dama.
DUQUE:      Si es Andrelina, es de fama.           
            ¡Qué acción!  ¡Qué afectos!  ¡Qué extremos!



Habla dentro la voz de una MUJER




MUJER:         Déjame, pensamiento.
            No más, no más, memoria,
            que mi pasada gloria
            conviertes en tormento,          
            y de este sentimiento
            ya no quiero memoria, sino olvido;
            que son de un bien perdido,
            --aunque presumes que mi mal mejoras--     
            discursos tristes para alegres horas.


DUQUE:         ¡Valiente acción!
FEBO:                         ¡Extremada!
DUQUE:      Más oyera; pero estoy
            sin gusto.  A acostarme voy.
RICARDO:    ¿A las diez?
DUQUE:                 Todo me enfada.
RICARDO:       Mira que es esta mujer         
            única.
DUQUE:             Temo que hable
            alguna cosa notable.
RICARDO:    De ti, ¿cómo puede ser?
DUQUE:         ¿Agora sabes, Ricardo,
            que es la comedia un espejo,           
            en que el necio, el sabio, el viejo,
            el mozo, el fuerte, el gallardo,
               el rey, el gobernador,
            la doncella, la casada,
            siendo al ejemplo escuchada       
            de la vida y del honor,
               retrata nuestras costumbres,
            o livianas o severas,
            mezclando burlas y veras,
            donaires y pesadumbres?           
               Basta, que oí del papel
            de aquella primera dama
            el estado de mi fama;
            bien claro me hablaba en él.
               ¿Que escuche me persüades         
            la segunda?  Pues no ignores
            que no quieren los señores
            oír tan claras verdades.



Salen FEDERICO, de camino, muy galán, 
y BATÍN




BATÍN:         Desconozco el estilo de tu gusto.
            ¿Agora en cuatro sauces te detienes,   
            cuando a negocio, Federico, vienes
            de tan grande importancia?
FEDERICO:                               Mi disgusto
            no me permite, como fuera justo,
            más prisa y más cuidado;
            antes la gente dejo, fatigado     
            de varios pensamientos,
            y al dosel de estos árboles, que, atentos
            a las dormidas ondas de este río,
            en su puro cristal, sonoro y frío,
            mirando están sus copas,        
            después que los vistió de verdes ropas,
            de mí mismo quisiera retirarme;
            que me cansa el hablarme,   
            del casamiento de mi padre, cuando
            pensé heredarle; que si voy mostrando     
            a nuestra gente gusto, como es justo,
            el alma llena de mortal disgusto,
            camino a Mantua, de sentido ajeno;
            que voy por mi veneno
            en ir por mi madrastra, aunque es forzoso.
BATÍN:      Ya de tu padre el proceder vicioso,
            de propios y de extraños reprendido,
            quedó a los pies de la virtud vencido;
            ya quiero sosegarse;
            que no hay freno, señor, como casarse. 
            Presentóle un vasallo
            al rey francés un bárbaro caballo
            de notable hermosura,
            cisne en el nombre y por la nieve pura
            de la piel que cubrían          
            las rizas canas, que los pies caían
            de la cumbre del cuello, en levantando
            la pequeña cabeza.
            Finalmente le dio naturaleza,
            que alguna dama estaba imaginando,    
            hermosura y desdén, porque su furia
            tenía por injuria
            sufrir al picador más fuerte y diestro.
            Viendo tal hermosura y tal siniestro,
            mandóle el rey echar en una cava     
            a un soberbio león que en ella estaba
            y en viéndole feroz, apenas viva
            el alma sensitiva,
            hizo que el cuerpo alrededor se entolde
            de las cirnes, que ya crespas sin molde,
            si el miedo no lo era,
            formaron como lanzas blanca esfera,
            y en espín erizado
            de orgulloso caballo transformado,
            sudó por cada pelo              
            una gota de hielo,
            y quedó tan pacífico y humilde,
            que fue un enano en sus arzones tilde;
            y el que a los picadores no sufría,
            los pícaros sufrió desde aquel día.   
FEDERICO:   Batín, ya sé que mi vicioso padre
            no pudo haber remedio que le cuadre
            como es el casamiento;
            pero, ¿no ha de sentir mi pensamiento
            haber vivido con tan loco engaño?    
            Ya sé que al más altivo, al más extraño,
            le doma una mujer, y que delante
            de este león, el bravo, el arrogante
            se deja sujetar del primer niño,
            que con dulce cariño            
            y media lengua, o muda o balbuciente,
            teniéndole en los brazos le consiente
            que le tome la barba.
            Ni rudo labrador la roja parva,
            como un casado la familia mira,   
            y de todos los vicios se retira.
            Mas, ¿qué me importa a mí que se sosiegue
            mi padre, y que se niegue
            a los vicios pasados,
            si han de heredar sus hijos sus estados,
            y yo, escudero vil, traer en brazos
            algún león que me ha de hacer pedazos?
BATÍN:      Señor, los hombres cuerdos y discretos,
            cuando se ven sujetos
            a males sin remedio               
            poniendo a la paciencia de por medio,
            fingen contento, gusto y confïanza.
            por no mostrar envidia y dar venganza.
FEDERICO:   ¿Yo sufriré madrastra?
BATÍN:                      ¿No sufrías 
            las muchas que tenías           
            con los vicios del duque?  Pues agora
            sufre una sola que es tan gran señora.
FEDERICO:   ¿Qué voces son aquéllas?
BATÍN:      En el vado del río suena gente.
FEDERICO:   Mujeres son; a verlas voy.
BATÍN:                         Detente.  
FEDERICO:   Cobarde, ¿no es razón favorecellas?



Vase FEDERICO



    
BATÍN:      Excusar el peligro es ser valiente.
            ¡Lucindo!  ¡Albano!  ¡Floro!



Salen los tres




LUCINDO:                     ¡El conde llama!
ALBANO:     ¿Dónde está Federico?
FLORO:                             ¿Pide acaso
            los caballos?
BATÍN:                   Las voces de una dama,    
            con poco seso y con valiente paso
            le llevaron de aquí.  Mientras le sigo,
            llamad la gente.



Vase BATÍN




LUCINDO:                 ¿Dónde vas?  Espera.
ALBANO:     Pienso que es burla.
FLORO:                      Y yo mismo digo,
            aunque suena rumor en la ribera   
            de gente que camina.
LUCINDO:    Mal Federico a obedecer se inclina
            el nuevo dueño, aunque por ella viene.
ALBANO:     Sale a los ojos el pesar que tiene.



Sale FEDERICO con CASANDRA en los brazos




FEDERICO:      Hasta poneros aquí           
            los brazos me dan licencia.
CASANDRA:   Agradezco, caballero,
            vuestra mucha gentileza.
FEDERICO:   Y yo a mi buena fortuna
            traerme por esta selva,           
            casi fuera de camino.
CASANDRA:   ¿Qué gente, señor, es ésta?
FEDERICO:   Crïados que me acompañan.
            No tengáis, señora, pena.
            Todos viene a serviros.           



Sale BATÍN con LUCRECIA, criada, en los
brazos




BATÍN:      Mujer, dime, ¿cómo pesas,
            si dicen que sois livianas?
LUCRECIA:   Hidalgo, ¿dónde me llevas?
BATÍN:      A sacarte por lo menos
            de tanta enfadosa arena,          
            como la falta del río
            en estas orillas deja.
            Pienso que fue treta suya,
            por tener ninfas tan bellas,
            volverse el coche al salir;       
            que si no fuera tan cerca,
            corriérades gran peligro.
FEDERICO:   Señora, porque yo pueda
            hablaros con el respeto
            que vuestra persona muestra,           
            decidme quién sois.
CASANDRA:                     Señor,
            no hay causa por que no deba
            decirlo.  Yo soy Casandra,
            ya de Ferrara duquesa,
            hija del duque de Mantua.         
FEDERICO:   ¿Cómo puede ser que sea
            vuestra alteza y venir sola?
CASANDRA:   No vengo sola; que fuera    
            cosa imposible; no lejos
            el marqués Gonzaga queda,       
            a quien pedí me dejase,
            atravesando una senda,
            pasar sola en este río
            parte de esta ardiente siesta;
            y por llegar a la orilla,         
            que me pareció cubierta
            de más árboles y sombras,
            había más agua en ella,
            tanto, que pude correr,
            sin ser mar, fortuna adversa;          
            mas no pudo ser Fortuna,
            pues se pararon las ruedas.
            Decidme, señor, quién sois,
            aunque ya vuestra presencia
            lo generoso asegura               
            y lo valeroso muestra
            que es razón que este favor,
            no sólo yo le agradezca,
            pero el marqués y mi padre,
            que tan obligados quedan.         
FEDERICO:   Después que me dé la mano,
            sabrá quién soy vuestra alteza.
CASANDRA:   ¡De rodillas!  Es exceso.
            No es justo que lo consienta
            la mayor obligación.            
FEDERICO:   Señora, es justo y es fuerza.
            Mirad que soy vuestro hijo.
CASANDRA:   Confieso que he sido necia
            en no haberos conocido.
            ¿Quién, sino quien sois, pudiera     
            valerme en tanto peligro?
            Dadme los brazos.
FEDERICO:                   Merezca
            vuestra mano.
CASANDRA:               No es razón.
            Dejadles pagar la deuda,
            señor conde Federico.           
FEDERICO:   El alma os dé la respuesta.



Hablen quedo y diga BATÍN




BATÍN:      Ya que ha sido nuestra dicha
            que esta gran señora sea
            por quien íbamos a Mantua,           
            sólo resta que yo sepa          
            si eres tú vuesamerced,
            señoría o excelencia,
            para que pueda medir
            lo razonado a las prendas.
LUCRECIA:   Desde mis primeros años         
            sirvo, amigo, a la duquesa.
            Soy doméstica crïada,
            visto y desnudo a su alteza.
BATÍN:      ¿Eres camarera?
LUCRECIA:                No.
BATÍN:      Serás hacia camarera,           
            como que lo  fuiste a ser,
            y te quedaste a la puerta.
            Tal vez tienen los señores,
            como lo que tú me cuentas,
            unas crïadas malillas,       
            entre doncellas y dueñas,
            que son todo y no son nada.
            ¿Cómo te llamas?
LUCRECIA:                Lucrecia.
BATÍN:      ¿La de Roma?
LUCRECIA:                Más acá.
BATÍN:      ¡Gracias a Dios que con ella           
            tope!  Que desde su historia
            traigo llena la cabeza
            de castidades forzadas
            y de diligencias necias.
            ¿Tú viste a Tarquino?           
LUCRECIA:                          ¿Yo?       
BATÍN:      ¿Y qué hicieras si le vieras?
LUCRECIA:   ¿Tienes mujer?
BATÍN:                    ¿Por qué causa   
            lo preguntas?
LUCRECIA:                 Porque pueda
            ir a tomar su consejo.
BATÍN:      Herísteme por la treta.         
            ¿Tú sabes quién soy?
LUCRECIA:                   ¿De qué?
BATÍN:      ¿Es posible que no llega          
            aún hasta Mantua la fama
            de Batín?
LUCRECIA:             ¿Por qué excelencias?
            Pero tú debes de ser       
            como unos necios, que piensan
            que en todo el mundo su nombre    
            por único se celebra,
            y apenas lo sabe nadie.
BATÍN:      No quiera Dios que tal sea,       
            ni que murmure envidioso
            de las virtudes ajenas.           
            Esto dije por donaire;
            que no porque piense o tenga
            satisfacción y arrogancia.           
            Verdad es que yo quisiera
            tener fama entre hombres sabios,
            que ciencia y letras profesas;
            que en la ignorancia común
            no es fama, sino cosecha,         
            que sembrando disparates
            coge los mismo que siembra.


CASANDRA:      Aun no acierto a encarecer
            el haberos conocido;
            poco es lo que había oído          
            para lo que vengo a ver.
            El hablar, el proceder
            a la persona conforma,
            hijo y mi señor, de forma
            que muestra en lo que habéis hecho   
            cuál es el alma del pecho
            que tan gran sujeto informa.
               Dicha ha sido haber errado
            el camino que seguí,
            pues más presto os conocí          
            por yerro tan acertado.
            Cual suele en el mar airado
            la tempestad, después de ella
            ver aquella lumbre bella,
            así fue mi error la noche,           
            mar el río, nave el coche,
            yo el piloto, y vos mi estrella.
               Madre os seré desde hoy,
            señor conde Federico,
            y de este nombre os suplico            
            que me honréis, pues ya lo soy.
            De vos tan contenta estoy,
            y tanto el alma repara
            en prenda tan dulce y cara,
            que me da más regocijo          
            teneros a vos por hijo,
            que ser duquesa en Ferrara.
FEDERICO:      Basta que me dé temor,
            hermosa señora, el veros;
            no me impida el responderos       
            turbarme tanto favor.
            Hoy el duque mi señor
            en dos divide mi ser,
            que del cuerpo pudo hacer
            que mi ser primero fuese,         
            para que el alma debiese
            a mi segundo nacer.
               De estos nacimientos dos
            lleváis, señora, la palma;
            que para nacer con alma,          
            hoy quiero nacer de vos.
            Que, aunque quien la infunde es Dios,
            hasta que os vi, no sentía
            en qué parte la tenía;
            pues, si conocerlo os debo,       
            vos me habéis hecho de nuevo;
            que yo sin alma vivía.
               Y de esto se considera,
            pues que de vos nacer quiero,
            que soy el hijo primero           
            que el duque de vos espera.
            Y de que tan hombre quiera
            nacer, no son fantasías;
            que para disculpas mías,
            aquel divino crisol          
            ha seis mil años que es sol,
            y nace todos los días.



Salen el MARQUÉS Gonzaga y RUTILIO,
criado




RUTILIO:       Aquí, señor, los dejé.
MARQUÉS:    ¡Extraña desdicha fuera,
            si el caballero que dices         
            no llegara a socorrerla!
RUTILIO:    Mandóme alejar, pensando
            dar nieve al agua risueña,     
            bañando en ella los pies
            para que corriese perlas;         
            y así no pudo llegar
            tan presto mi diligencia,
            y en brazos de aquel hidalgo
            salió, señor, la duquesa;
            pero como vi que estaban          
            seguros en la ribera,
            corrí a llamarte.
MARQUÉS:                    Allí está
            entre el agua y el arena
            el coche solo.
RUTILIO:                   Estos sauces
            no estorbaron el verla.           
            Allí está con los crïados
            del caballero.
CASANDRA:           Ya llega
            mi gente.
MARQUÉS:               ¡Señora mía!
CASANDRA:   ¡Marqués!
MARQUÉS:               Con notable pena
            a todos nos ha tenido        
            hasta agora vuestra alteza.                 
            ¡Gracias a Dios, que os hallamos
            sin peligro!
CASANDRA:               Después de ellas,
            las dad a este caballero.
            Su piadosa gentileza              
            me sacó libre en los brazos.
MARQUÉS:    Señor conde, ¿quién pudiera,
            sino vos, favorecer
            a quien ya es justo que tenga
            el nombre de vuestra madre?       
FEDERICO:   Señor marqués, yo quisiera
            ser un Júpiter entonces,
            que tranformándose cerca
            en aquel ave imperial,
            aunque las plumas pusiera         
            a la luz de tanto sol,
            ya de Faetonte soberbia,
            entre las doradas uñas,
            tusón del pecho la hiciera,
            y por el aire en los brazos,           
            por mi cuidado la vieran
            los del duque, mi señor.
MARQUÉS:    El cielo, señor, ordena
            estos sucesos que veis,
            para que Casandra os deba          
            un beneficio tan grande,
            que desde este punto pueda
            confirmar las voluntades,
            y en toda Italia se vea
            amarse tales contrarios,          
            y que en un sujeto quepan.



Hablan los dos, y aparte CASANDRA y LUCRECIA




CASANDRA:   Mientras los dos hablan, dime,
            ¿qué te parece, Lucrecia,
            de Federico?
LUCRECIA:               Señora,
            si tú me dieses licencia,       
            mi parecer te diría.
CASANDRA:   Aunque ya no sin sospecha,
            yo te la doy.
LUCRECIA:              Pues yo digo...
CASANDRA:   Di.
LUCRECIA:         Que más dichosa fueras
            si se trocara la suerte.          
CASANDRA:   Aciertas, Lucrecia, y yerra
            mi fortuna; mas ya es hecho,
            porque cuando yo quisiera,
            fingiendo alguna invención
            volver a Mantua, estoy cierta     
            que me matara mi padre,
            y por toda Italia fuera
            fábula mi desatino;
            fuera de que no pudiera
            casarme con Federico;        
            y así, no es justo que vuelva
            a Mantua, sino que vaya
            a Ferrara, en que me espera
            el duque, de cuya libre
            vida y condición me llevan           
            las nuevas con gran cuidado.
MARQUÉS:    Ea, nuestra gente venga,
            y alegremente salgamos
            del peligro de esta selva.
            Parte delante a Ferrara,          
            Rutilio, y lleva las nuevas
            al duque del buen suceso;
            si por ventura no llega
            anticipada la fama,
            que se detiene en las buenas           
            cuanto corre en siendo malas.
            Vamos, señora, y prevengan
            caballo al conde.
FLORO:                   El caballo
            del conde.
CASANDRA:              Vuestra excelencia
            irá mejor en mi coche.          
FEDERICO:   Como mande vuestra alteza
            que vaya, la iré sirviendo.



El MARQUÉS lleve de la mano a CASANDRA y queden
FEDERICO y BATÍN

 


BATÍN:      ¡Qué bizarra es la duquesa!
FEDERICO:   ¿Parécete bien, Batín?
BATÍN:      Paréceme una azucena       
            que está pidiendo al aurora
            en cuatro cándidas lenguas
            que le trueque en cortesía
            los granos de oro a sus perlas.
            No he visto mujer tan linda.           
            ¡Por Dios, señor, que si hubiera
            lugar, porque suben ya,
            y no es bien que la detengas,
            que te dijera...
FEDERICO:                 No digas
            nada; que con tu agudeza          
            me has visto el alma en los ojos,
            y el gusto me lisonjeas.
BATÍN:      ¿No era mejor para ti
            esta clavellina fresca,
            esta naranja en azahar,           
            toda de pimpollos hecha,
            esta alcorza de ámbar y oro,
            esta Venus, esta Elena?
            ¡Pese a las leyes del mundo!
FEDERICO:   Ven, no les demos sospecha;       
            y seré el primer alnado
            a quien hermosa parezca
            su madrastra.
BATÍN:                  Pues, señor,
            no hay más de tener paciencia;
            que a fe que a dos pesadumbres,   
            ella te parezca fea.



Vanse.  Salen el DUQUE de Ferrara y AURORA, su
sobrina





DUQUE:      Hallarála en el camino
            Federico, si partió
            cuando dicen.
AURORA:                Mucho erró,
            pues cuando el aviso vino         
               era forzoso el partir
            a acompañar a su alteza.
DUQUE:      Pienso que alguna tristeza
            pudo el partir diferir,
               que en fin, Federico estaba    
            seguro en su pensamiento
            de heredarme, cuyo intento,
            que con mi amor consultaba,
               fundaba bien su intención,
            porque es Federico, Aurora,       
            lo que más mi alma adora,
            y fue casarme traición
               que hago a mi propio gusto;
            que mis vasallos han sido
            quien me ha forzado y vencido          
            a darle tanto disgusto;
               si bien dicen que esperaban
            tenerle por su señor,
            o por conocer mi amor,
            o porque también le amaban;
               más que los deudos que tienen
            derecho a mi sucesión,
            pondrán pleito con razón;
            o que si a las armas vienen,
               no pudiendo concertallos,           
            abrasarán estas tierras,
            porque siempre son las guerras
            a costa de los vasallos.
               Con esto determiné
            casarme.  No pude más.
AURORA:     Señor, disculpado estás.
            Yerro de Fortuna fue.
               Pero la grave prudencia
            del conde hallará templanza,
            para que su confïanza        
            tenga consuelo y paciencia.
               Aunque en esta confusión
            un consejo quiero darte,
            que será remedio en parte
            de su engaño y tu afición.         
               Perdona el atrevimiento;
            que fïada en el amor
            que me muestras, con valor
            te diré mi pensamiento.


               Yo soy, invicto duque, tu sobrina;  
            hija soy de tu hermano,
            que en su primera edad, como temprano
            almendro que la flor al cierzo inclina,
            cinco lustros, ¡ay suerte   
            crüel!, rindió a la inexorable muerte. 
            Crïásteme en tu casa, porque luego
            quedé también sin madre.
            Tú sólo fuiste mi querido padre,
            y en el confuso laberinto ciego
            de mis fortunas tristes           
            el hilo de oro que de luz me vistes.
            Dísteme por hermano a Federico,
            mi primo en la crïanza,
            a cuya siempre honesta confïanza
            con dulce trato honesto amor aplico,   
            no menos de él querida,
            viviendo entrambos una misma vida.
            Una ley, un amor, un albedrío,
            una fe nos gobierna,
            que con el matrimonio será eterna,   
            siendo yo suya, y Federico mío;
            que aun apenas la muerte
            osara dividir lazo tan fuerte. 
            Desde la muerte de mi padre amado,
            tiene mi hacienda aumento;        
            no hay en Italia agora casamiento
            más igual a sus prendas y a su estado;
            que yo, entre muchos grandes,
            ni miro a España, ni me aplico a Flandes.
            Si le casas conmigo, estás seguro    
            de que no se entristezca
            de que Casandra sucesión te ofrezca,
            sirviendo yo de su defensa y muro.
            Mira si en este medio
            promete mi consejo tu remedio.    


DUQUE:         Dame tus brazos, Aurora,
            que en mi sospecha y recelo,
            eres la misma del cielo
            que mi noche ilustra y dora.
               Hoy mi remedio amaneces,       
            y en el sol de tu consejo
            miro, como en claro espejo,
            el que a mi sospecha ofreces.
               Mi vida y honra aseguras;
            y así, te prometo al conde,          
            si a tu honesto amor responde
            la fe con que le procuras;
               que bien creo que estará
            cierta de su justo amor,
            como yo, que tu valor,       
            Aurora, merece más.
               Y así, pues vuestros intentos
            conformes vienen a ser,
            palabra te doy de hacer
            juntos los dos casamientos.       
               Venga el conde, y tú verás
            qué día a Ferrara doy.
AURORA:     Tu hija y tu esclava soy.
            No puedo decirte más.



Sale BATÍN




BATÍN:         Vuestra alteza, gran señor,  
            reparta entre mí y el viento
            las albricias, porque a entrambos
            se las debe de derecho;
            que no sé cual de los dos
            vino en el otro corriendo;        
            yo en el viento, o él en mí,
            él en mis pies, yo en su vuelo.
            La duquesa, mi señora,
            viene buena, y si primero
            dijo la fama que el río,        
            con atrevimiento necio,
            volvió el coche, no fue nada;
            porque el conde al mismo tiempo
            llegó y la sacó en los brazos,
            con que las paces se han hecho    
            de aquella opinión vulgar:
            que nunca bien se quisieron
            los alnados y madrastras;
            porque con tanto contento
            vienen juntos, que parecen        
            hijo y madre verdaderos.
DUQUE:      Esa paz, Batín amigo,
            es la nueva que agradezco;
            y que traiga gusto el conde,
            fuera de ser nueva es nuevo.           
            Querrá Dios que Federico
            con su buen entendimiento
            se lleve bien con Casandra.
            En fin, ¿ya los dos se vieron,
            y en tiempo que pudo hacerle           
            ese servicio?
BATÍN:                    Prometo
            a vuestra alteza que fue
            dicha de los dos.
AURORA:                      Yo quiero
            que me des nuevas también.
BATÍN:      ¡Oh, Aurora, que a la del cielo   
            das ocasión con el nombre
            para decirte conceptos!
            ¿Qué me quieres preguntar?
AURORA:     Deseo de saber tengo
            si es muy hermosa Casandra.       
BATÍN:      Esa pregunta y deseo
            no era de vuestra excelencia,
            sino del duque; mas pienso
            que entrambos sabéis por fama
            lo que repetir no puedo,          
            porque ya llegan.
DUQUE:                   Batín,
            ponte esta cadena al cuello.



Salen  con  gran  acompañamiento  y  bizarría  RUTILIO, 
FLORO, ALBANO, LUCINDO, el MARQUÉS Gonzaga, FEDERICO, CASANDRA y
LUCRECIA




FEDERICO:   En esta huerta, señora,
            os tienen hecho aposento
            para que el duque os reciba,           
            en tanto que disponiendo
            queda Ferrara la entrada,
            que a vuestros merecimientos
            será corta, aunque será
            la mayor que en estos tiempos          
            en Italia se haya visto.
CASANDRA:   Ya, Federico, el silencio
            me provocaba a tristeza.
FEDERICO:   Fue de aquesta causa efecto.
            Ya salen a recibiros              
            el Duque y Aurora.
DUQUE:                      El cielo,
            hermosa Casandra, a quien   
            con toda el alma os ofrezco
            estos estados, os guarde,
            para su señora y dueño,       
            para su aumento y su honor,
            los años de mi deseo.
CASANDRA:   Para ser de vuestra alteza
            esclava, gran señor, vengo,
            que de este título sólo       
            recibe mi casa aumento,
            mi padre honor y mi patria
            gloria, en cuya fe poseo
            los méritos de llegar
            a ser digna de los vuestros.           
DUQUE:      Dadme vos, señor Marqués,
            los brazos, a quien hoy debo
            prenda de tanto valor. 
MARQUÉS:    En su nombre los merezco,
            y por la parte que tuve           
            en este alegre himeneo,
            pues hasta la ejecución
            me sois deudor del concierto,
AURORA:     Conoced, Casandra, a Aurora.
CASANDRA:   Entre los bienes que espero       
            de tanta ventura mía,
            es ver, Aurora, que os tengo
            por amiga y por señora.
AURORA:     Con serviros, con quereros
            por dueño de cuanto soy,        
            sólo responderos puedo.
            Dichosa Ferrara ha sido,
            ¡oh Casandra!, en mereceros
            para gloria de su nombre.
CASANDRA:   Con tales favores entro,          
            que ya en todas mis acciones
            próspero fin me prometo.
DUQUE:      Sentaos, porque os reconozcan
            con debido amor mis deudos
            y mi casa.
CASANDRA:             No replico;        
            cuanto mandáis obedezco.



Siéntense debajo del dosel el  DUQUE y CASANDRA y el
MARQUÉS y AURORA




CASANDRA:   ¿No se sienta el conde?
DUQUE:                        No;
            porque ha de ser el primero
            que os ha de besar la mano.
CASANDRA:   Perdonad; que no consiento        
            esa humildad.
FEDERICO:               Es agravio
            de mi amor; fuera de serlo,
            es ir contra mi obediencia.
CASANDRA:   Eso no.
FEDERICO:           (Temblando llego).          Aparte
CASANDRA:   Teneos.
FEDERICO:           No lo mandéis.          
            Tres veces, señora, beso
            vuestra mano:  una por vos, 
            con que humilde me sujeto
            a ser vuestro mientras viva,
            de estos vasallos ejemplo;        
            la segunda por el duque,
            mi señor, a quien respeto
            obediente; y la tercera
            por mí, porque no teniendo
            más por vuestra obligación         
            ni menos por su precepto,
            sea de mi voluntad,
            señora, reconoceros;
            que la que sale del alma
            sin fuerza de gusto ajeno,        
            es verdadera obediencia.
CASANDRA:   De tan obediente cuello
            sean cadena mis brazos.
DUQUE:      Es Federico discreto.
MARQUÉS:    Días ha, gallarda Aurora,         
            que los deseos de veros
            nacieron de vuestra fama,
            y a mi fortuna le debo
            que tan cerca me pusiese
            de vos, aunque no sin miedo,           
            para que sepáis de mí
            que, puesto que se cumplieron,
            son mayores de serviros
            cuando tan hermosa os veo.
AURORA:     Yo, señor marqués, estimo       
            ese favor como vuestro,
            porque ya de vuestro nombre,
            que por las armas eterno
            será en Italia, tenía
            noticia por tantos hechos.        
            Lo de galán ignoraba,
            y fue ignorancia os confieso,
            porque soldado y galán
            es fuerza, y más en sujeto
            de tal sangre y tal valor.        
MARQUÉS:    Pues haciendo fundamento
            de ese favor, desde hoy
            me nombro vuestro, y prometo
            mantener en estas fiestas
            a todos los caballeros       
            de Ferrara, que ninguno
            tiene tan hermoso dueño.
DUQUE:      Que descanséis es razón;
            que pienso que entreteneros
            es hacer la necedad               
            que otros casados dijeron.
            No diga el largo camino
            que he sido dos veces necio,
            y amor que no estimo el bien,
            pues no le agradezco el tiempo.   



Todos se van con grandes cumplimientos y quedan FEDERICO 
y BATÍN




FEDERICO:   ¡Qué necia imaginación!
BATÍN:      ¿Cómo necia?  ¿Qué tenemos?
FEDERICO:   Bien dicen que nuestra vida
            es sueño, y toda es sueño,
            pues que no sólo dormidos,           
            pero aun estando despiertos,
            cosas imagina un hombre
            que al más abrasado enfermo
            con frenesí no pudieran
            llegar a su entendimiento.        
BATÍN:      Dices bien; que alguna vez
            entre muchos caballeros
            suelo estar, y sin querer
            se me viene al pensamiento
            dar un bofetón a uno            
            y morderle del pezcuezo.
            Si estoy en algún balcón,
            estoy pensando y temiendo
            echarme de él, y matarme.
            Si estoy en la iglesia oyendo          
            algún sermón, imagino
            que le digo que está impreso.
            Dame ganas de reír
            si voy en algún entierro;
            y si dos están jugando          
            que les tiro el candelero.
            Si cantan, quiero cantar,
            y si alguna dama veo,
            en mi necia fantasía
            asirla del moño intento,        
            y me salen mil colores,
            como si lo hubiera hecho.
FEDERICO:   ¡Jesús!  ¡Dios me valga!  ¡Afuera,
            desatinados conceptos
            de sueños despiertos!  ¿Yo           
            tal imagino, tal pienso?
            ¡Tal me prometo, tal digo!
            ¡Tal fabrico, tal emprendo!
            ¡No más!  ¡Extraña locura!
BATÍN:      Pues, ¿Tú para mí secreto?         
FEDERICO:   Batín, no es cosa que hice,
            y así nada te reservo;
            que las imaginaciones
            son espíritus sin cuerpo.
            Lo que no es ni ha de ser,        
            no es esconderte mi pecho.
BATÍN:      Y si te lo digo yo,
            ¿negarásmelo?
FEDERICO:                  Primero
            que puedas adivinarlo,
            habrá flores en el cielo,       
            y en este jardín estrellas.
BATÍN:      Pues mira como lo acierto;
            que te agrada tu madrastra
            y estás entre ti diciendo...
FEDERICO:   ¡No lo digas!  Es verdad.         
            Pero yo, ¿qué culpa tengo,
            pues el pensamiento es libre?
BATÍN:      Y tanto, que por su vuelo
            la inmortalidad del alma
            se mira como en espejo.           
FEDERICO:   Dichoso es el duque.
BATÍN:                       ¡Y mucho!
FEDERICO:   Con ser imposible, llego
            a estar envidioso de él.
BATÍN:      Bien puedes, con presupuesto
            de que era mejor Casandra         
            para ti.
FEDERICO:            Con eso puedo
            morir de imposible amor
            y tener posibles celos.



Vanse los dos




FIN DEL PRIMER ACTO







  

ACTO SEGUNDO






Salen CASANDRA y LUCRECIA




LUCRECIA:      Con notable admiración
            me ha dejado vuestra alteza.
CASANDRA:   No hay altezas con tristeza,
            y más si bajezas son.
            Más quisiera, y con razón,
            ser una ruda villana
            que me hallara la mañana       
            al lado de un labrador,
            que desprecio de un señor
            en oro, púrpura y grana.
               ¡Pluguiera a Dios que naciera
            bajamente, pues hallara          
            quien lo que soy estimara
            y a mi amor correspondiera!
            En aquella humilde esfera,
            como en las camas reales,
            se gozan contentos tales,        
            que no los crece el valor,
            si los efectos de amor
            son en las noches iguales.
               No los halla a dos casados
            el sol por las vidrieras         
            de cristal, a la primeras
            luces del alba, abrazados
            con más gusto, ni en dorados
            techos más descanso halló
            que tal vez su rayo entró,          
            del aurora a los principios,
            por mal ajustados ripios,
            y un alma en dos cuerpos vio.
               ¡Dichosa la que no siente
            un desprecio autorizado,         
            y se levanta del lado
            de su esposo alegremente!
            La que en la primera fuente
            mira y lava, ¡oh cosa rara!,
            con las dos manos la cara,       
            y no en llanto cuando fue
            con ser duque de Ferrara.
               Sola una noche le vi
            en mis brazos en un mes,         
            y muchas le vi después
            que no quiso verme a mí.
            Pero de que viva así 
            ¿cómo me puedo quejar,
            pues que me pudo enseñar       
            la fama que quien vivía
            tan mal, no se enmendaría
            aunque mudase lugar?
               Que venga un hombre a su casa
            cuando viene al mundo el día,  
            que viva a su fantasía,
            por libertad de hombre pasa.
            ¿Quién puede ponerle tasa?
            Pero que con tal desprecio
            trate una mujer de precio,       
            de que es casado olvidado,
            o quiere ser desdichado,
            o tiene mucho de necio.
               El duque debe de ser
            de aquéllos cuya opinión
            en tomando posesión, 
            quieren en casa tener
            como alhaja la mujer,
            para adorno, lustre y gala,
            silla o escritorio en sala;      
            y es término que condeno,
            porque con marido bueno,
            ¡cuándo se vio mujer mala?
               La mujer de honesto trato
            viene para ser mujer        
            a su casa; que no a ser
            silla, escritorio o retrato.
            Basta ser un hombre ingrato,
            sin que sea descortés;
            y es mejor, si causa es          
            de algún pensamiento extraño,
            no dar ocasión al daño,
            que remediarle después.
LUCRECIA:      Tu discurso me ha causado 
            lástima y admiración;        
            que tan grande sinrazón
            puede ponerte en cuidado.
            ¿Quién pensara que casado
            fuera el duque tan vicioso,
            o que no siendo amoroso,         
            cortés, como dices, fuera,
            con que tu pecho estuviera
            para el agravio animoso?
            En materia de galán
            puédese picar en celos,        
            y dar algunos desvelos,
            cuando dormidos están
            el desdén, el ademán,
            la risa con quien pasó,
            alabar al que la habló,        
            con que despierta el dormido;
            pero celos a marido,
            ¿quién en el mundo los dio? 
               ¿Hale escrito vuestra alteza
            a su padre estos enojos?
CASANDRA:   No, Lucrecia; que mis ojos
            sólo saben mi tristeza.
LUCRECIA:   Conforme a la naturaleza
            y a la razón, mejor fuera
            que el conde te mereciera        
            y que contigo casado,
            asegurado su estado,
            su nieto le sucediera.
               Que aquestas melancolías
            que trae el conde, no son,       
            señora, sin ocasión.
CASANDRA:   No serán sus fantasías,
            Lucrecia, de envidias mías,
            ni yo hermanos le daré;
            con que Federico esté           
            seguro que no soy yo
            la que la causa le dio.
            Desdicha de entrambos fue.



Salen el DUQUE, FEDERICO y BATíN




DUQUE:         Si yo pensara, conde, que te diera
            tanta tristeza el casamiento mío,   
            antes de imaginarlo me muriera.
FEDERICO:      Señor, fuera notable desvarío
            entristecerme a mí tu casamiento.
            Ni de tu amor por eso desconfío.
               Advierta pues tu claro entendimiento
            que si del casamiento me pesara,
            disimular supiera el descontento.
               La falta de salud se ve en mi cara,
            pero no la ocasión.
DUQUE:                        Mucho presumen
            los médicos de Mantua y de Ferrara, 
               y todos finalmente se resumen
            en que casarte es el mejor remedio, 
            en que tales tristezas se consumen.
FEDERICO:      Para doncellas era mejor medio,
            señor, que para un hombre de mi estado
            que no por esos medios me remedio.
CASANDRA:      Aun apenas el duque me ha mirado.
            ¡Desprecio extraño y vil descortesía!
LUCRECIA:   Si no te ha visto, no será culpado.
CASANDRA:      Fingir descuido es brava tiranía.     
            Vamos, Lucrecia; que, si no me engaño,
            de este desdén le pesará algún día.



Vanse las dos




DUQUE:         Si bien de la verdad me desengaño,
            yo quiero proponerte un casamiento,
            ni lejos de tu amor, ni en reino extraño.
FEDERICO:      Es por ventura Aurora?
DUQUE:                             El pensamiento
            me hurtaste al producirla por los labios,
            como quien tuvo el mismo sentimiento.
               Yo consulté los más ancianos sabios
            del magistrado nuestro, y todos vienen
            en que esto sobredora tus agravios.
FEDERICO:      Poca experiencia de mi pecho tienen;
            neciamente me juzgan agraviado,
            pues sin causa ofendido me previenen.
               Ellos saben que nunca reprobado    
            tu casamiento de mi voto ha sido;
            antes por tu sosiego deseado.
DUQUE:         Así lo creo y siempre lo he creído;
            y esa obediencia, Federico, pago
            con estar de casarme arrepentido.
FEDERICO:      Señor, porque no entiendas que yo hago
            sentimiento de cosa que es tan justa,
            y el amor que me muestras satisfago,
               sabré primero si mi prima gusta;
            y luego disponiendo mi obediencia     
            pues lo contrario fuera cosa injusta,
               haré lo que me mandas.
DUQUE:                             Su licencia
            tengo firmada de su misma boca.
FEDERICO:   Yo sé que  hay novedad, de cierta ciencia,
               y que porque a servirle le provoca,     
            el marqués en Ferrara se ha quedado.
DUQUE:      Pues eso, Federico, ¿qué te toca?
FEDERICO:      Al que se ha de casar le da cuidado
            el galán que ha servido y aún enojos;
            que es escribir sobre papel borrado.
DUQUE:         Si andan los hombres a mirar antojos,
            encierren en castillos las mujeres
            desde que nacen, contra tantos ojos;
               que el más puro cristal, si verte quieres,
            se mancha del aliento; mas, ¿qué importa
            si del mirar escrupuloso eres?
               Pues luego que se limpia y se reporta,
            tan claro queda como estaba antes.
FEDERICO:   Muy bien tu ingenio y tu valor me exhorta.
               Señor, cuando centellas rutilantes    
            escupe alguna fragua, y el que fragua
            quiere apagar las llamas resonantes,
               moja las brasas de la ardiente fragua;
            pero rebeldes ellas, crecen luego,
            y arde el fuego voraz lamiendo el agua.
               Así un marido del amante ciego
            templa el deseo y la primera llama;
            pero puede volver más vivo el fuego;
               y así, debo temerme de quien ama;
            que no quiero ser agua que le aumente,
            dando fuego a mi honor y humo a mi fama.
DUQUE:         Muy necio, conde, estás e impertinente.
            Hablas de Aurora, cual si noche fuera,
            con bárbaro lenguaje e indecente.
FEDERICO:   Espera.
DUQUE:              ¿Para qué?
FEDERICO:                    Señor, espera.



Vase el DUQUE
 



BATÍN:         ¡Oh qué bien has negociado
            la gracia del duque!
FEDERICO:                          Espero
            su desgracia, porque quiero
            ser en todo desdichado;
               que mi desesperación        
            ha llegado a ser de suerte
            que sólo para la muerte
            me permite apelación.
               Y si muriera quisiera
            poder volver a vivir             
            mil veces, para morir
            cuantas a vivir volviera.
               Tal estoy, que no me atrevo
            ni a vivir ni a morir ya,
            por ver que el vivir será      
            volver a morir de nuevo.
               Y si no soy mi homicida,
            es por ser mi mal tan fuerte,
            que porque es menos la muerte,
            me dejo estar con la vida.
BATÍN:         Según eso, ni tú quieres 
            vivir, conde, ni morir;
            que entre morir y vivir
            como hermafrodita eres;
               que como aquél se compone        
            de hombre y mujer, tú de muerte
            y vida; que de tal suerte
            la tristeza te dispone,
               que ni eres muerte ni vida.
            Pero ¡por Dios! que, mirado      
            tu desesperado estado,
            me obligas a que te pida
               o la razón de tu mal
            o la licencia de irme
            adonde que fui confirme          
            desdichado por leal.
               Dame tu mano.
FEDERICO:                     Batín,
            si yo decirte pudiera
            mi mal, mal posible fuera,
            y mal que tuviera fin.      
               Pero la desdicha ha sido
            que es mi mal de condición
            que no cabe en mi razón
            sino sólo en mi sentido;
               que cuando por mi consuelo    
            voy a hablar, me pone en calma
            ver que de la lengua al alma
            hay más que del suelo al cielo,.
               Vete, si quieres, también,
            y déjame solo aquí,          
            porque no haya cosa en mí
            que aun tenga sombra de bien. 



Salen CASANDRA y AURORA




CASANDRA:      ¿De eso lloras?
AURORA:                       ¿Le parece
            a vuestra alteza, señora,
            sin razón, si el conde agora        
            me desprecia y aborrece?
               Dice que quiero al marqués
            Gonzaga.  ¿Yo a Carlos, yo?
            ¿Cuándo?  ¿Cómo?  Pero no;
            que ya sé lo que esto es.      
               Él tiene en su pensamiento
            irse a España, despechado 
            de ver su padre casado;
            que antes de su casamiento
               la misma luz de sus ojos      
            era yo; pero ya soy 
            quien en los ojos le doy,
            y mis ojos sus enojos.
               ¿Qué aurora nuevas del día
            trajo al mundo sin hallar        
            al conde donde a buscar
            la de sus ojos venía?
               ¿En qué jardín, en qué fuente
            no me dijo el conde amores?
            ¿Qué jazmines o qué flores        
            no fueron mi boca y frente?
               Cuando de mí se apartó,
            ¿qué instante vivió sin mí?,
            o, ¿cómo viviera en sí,
            si no le animara yo?             
               Que tanto el trato acrisola
            la fe de amor, que de dos
            almas que nos puso Dios,
            hicimos un alma sola.
               Esto desde tiernos años,         
            porque con los dos nació
            este amor, que hoy acabó
            a manos de sus engaños.
               Tanto pudo la ambición
            del estado que ha perdido.
CASANDRA:   Pésame de que haya sido,
            Aurora, por mi ocasión.
               Pero templa tus desvelos
            mientras voy a hablar con él,
            si bien es cosa crüel       
            poner en razón los celos.
AURORA:        ¿Yo celos?
CASANDRA:               Con el marqués
            dice el duque.
AURORA:                  Vuestra alteza
            crea que aquella tristeza
            ni es amor, ni celos es.         



Vase AURORA




CASANDRA:      Federico.
FEDERICO:             Mi señor,
            dé vuestra alteza la mano
            a su esclavo.
CASANDRA:              ¿Tú en el suelo?
            Conde, no te humilles tanto;
            que te llamaré "excelencia."
FEDERICO:   Será de mi honor agravio.
            Ni me pienso levantar
            sin ella.
CASANDRA:           Aquí están mis brazos.
            ¿Qué tienes?  ¿Qué has visto en mí?
            Parece que estás temblando.         
            ¿Sabes ya lo que te quiero?
FEDERICO:   El haberlo adivinado,
            el alma lo dijo al pecho,
            el pecho al rostro, causando
            el sentimiento que miras.
CASANDRA:   Déjanos solos un rato,
            Batín; que tengo que hablar
            al conde.
BATÍN:               (¡El conde turbado,          Aparte
            a hablarle Casandra a solas!
            No lo entiendo).



Vase BATÍN


    
FEDERICO:              (¡Ay cielo!, en tanto      Aparte
            que muero Fénix, poned
            a tanta llama descanso,
            pues otra vida me espera).
CASANDRA:   Federico, aunque reparo
            en lo que me ha dicho Aurora          
            de tus celosos cuidados
            después que vino conmigo
            a Ferrara el marqués Carlos,
            por quien de casarte dejas,
            apenas me persüado               
            que tus méritos desprecies,
            siendo, como dicen sabios
            desconfïanza y envidia;
            que más tiene de soldado,
            aunque es gallardo el marqués, 
            que de galán cortesano.
            De suerte que lo que pienso
            de tu tristeza y recato
            es porque el duque, tu padre,
            se casó conmigo, dando         
            por ya perdida tu acción,
            a la luz del primero parto,
            que a sus estados tenías.
            Y siendo así que yo causo
            tu desasosiego y pena,      
            desde aquí te desengaño,
            que puedes estar seguro
            de que no tendrás hermanos,
            porque el duque, solamente
            por cumplir con sus vasallos,    
            este casamiento ha hecho;
            que sus viciosos regalos,
            por no les dar otro nombre,
            apenas el breve espacio
            de una noche, que su cuenta      
            fue cifra de muchos años,
            mis brazos le permitieron;
            que a los deleites pasados
            ha vuelto con mayor furia,
            roto el freno de mis brazos.          
            Como se suelta al estruendo
            un arrogante caballo
            del atambor, porque quiero
            usar de término casto,
            que del bordado jaez             
            va sembrando los pedazos,
            allí las piezas del freno
            vertiendo espumosos rayos,
            allí la barba y la rienda,
            allí las cintas y lazos.       
            Así el duque, la obediencia
            rota al matrimonio santo,
            va por mujercillas viles
            pedazos de honor sembrando.
            Allí se deja la fama,          
            allí los laureles y arcos,
            los títulos y los nombres
            de sus ascendientes claros,
            allí el valor, la salud
            y el tiempo tan mal gastado,          
            haciendo las noches días
            en estos indignos pasos;
            con que sabrás cuán seguro
            estás de heredar su estado;
            o escribiendo yo a mi padre      
            que es, más que esposo, tirano,
            para que me saque libre
            del Argel de su palacio,
            si no anticipa la muerte
            breve fin a tantos daños.
FEDERICO:   Comenzando vuestra alteza
            riñéndome, acaba en llanto
            su discurso, que pudiera
            en el más duro peñasco
            imprimir dolor.  (¿Qué es esto?  Aparte
            Sin duda que me ha mirado
            por hijos de quien la ofende;
            pero yo la desengaño 
            que no parezca hijo suyo
            para tan injustos casos).        
            Esto persuadido así,
            de mi tristeza, me espanto
            que la atribuyas, señora,
            a pensamientos tan bajos.
            ¿Ha menester Federico,      
            para ser quien es, estado?
            ¿No lo son los de mi prima,
            si yo con ella me caso,
            o si la espada por dicha
            contra algún príncipe saco        
            de estos confinantes nuestros,
            los que me quitan restauro?
            No procede mi tristeza
            de interés; y aunque me alargo
            a más de lo que es razón,         
            sabe, señora, que paso
            una vida la más triste
            que se cuenta de hombre humano
            desde que Amor en el mundo
            puso las flechas al arco.        
            Yo me muero sin remedio,
            mi vida se va acabando,
            como vela, poco a poco,
            y ruego a la muerte en vano
            que no aguarde a que la cera          
            llegue al último desmayo,
            sino que con breve soplo
            cubra de noche mis años.
CASANDRA:   Detén, Federico ilustre,
            las lágrimas; que no ha dado        
            el cielo el llanto a los hombres,
            sino el ánimo gallardo.
            Naturaleza el llorar
            vinculó por mayorazgo
            en las mujeres, a quien,         
            aunque hay valor, faltan manos.
            No en los hombres, que una vez
            sólo pueden, y es en caso
            de haber perdido el honor,
            mientras vengan el agravio.      
            ¡Mal haya Aurora, y sus celos,
            que un caballero bizarro,
            discreto, dulce y tan digno
            de ser querido, a una estado
            ha reducido tan triste!
FEDERICO:   No es Aurora; que es engaño.
CASANDRA:   Pues, ¿quién es?
FEDERICO:                El mismo sol;
            que de esas auroras hallo
            muchas siempre que amanece.
CASANDRA:   ¿Que no es Aurora?
FEDERICO:                     Más alto          
            vuela el pensamiento mío.
CASANDRA:   ¿Mujer te ha visto y hablado,
            y tú le has dicho tu amor,
            que puede con pecho ingrato
            corresponderte?  ¿No miras       
            que son efectos contrarios,
            y proceder de una causa
            parece imposible?
FEDERICO:                     Cuando
            supieras tú el imposible,
            dijeras que soy de mármol,          
            pues no me matan mis penas,
            o que vivo de milagro.
            ¿Qué Faetonte se atrevió
            del sol al dorado carro,
            aquél que juntó con cera,         
            débiles plumas infausto,
            que sembradas por los vientos,
            pájaros que van volando
            las creyó el mar, hasta verlas
            en sus cristales salados?        
            ¿Qué Belerofonte vio
            en el caballo Pegaso
            parecer el mundo un punto
            del círculo de los astros?
            ¿Qué griego Sinón metió         
            aquel caballo preñado
            de armado hombres en Troya,
            fatal de su incendio parto?
            ¿Qué Jasón tentó primero
            pasar el mar temerario,          
            poniendo yugo a su cuello
            los pinos y lienzos de Argos,
            que se iguale a mi locura?
CASANDRA:   ¿Estás, conde, enamorado
            de alguna imagen de bronce,      
            ninfa o diosa de alabastro?
            Las almas de las mujeres
            no las viste jaspe helado;
            ligera cortina cubre
            todo pensamiento humano.         
            Jamás Amor llamó al pecho,
            siendo con méritos tantos,
            que no respondiese el alma;
            "Aquí estoy; pero entrad paso."
            Dile tu amor, sea quien quiere;       
            que no sin causa pintaron
            a Venus tal vez los griegos
            rendida a un sátiro y fauno.
            Más alta será la luna,
            y de su cerco argentado          
            bajó por Endimïón
            mil veces al monte Latmo.
            Toma mi consejo, conde;
            que el edificio más casto
            tiene la puerte de cera.         
            Habla, y no mueras callando.
FEDERICO:   El cazador con industria
            pone al pelícano indiano
            fuego alrededor del nido;
            y él, descendiendo de un árbol,   
            para librar a sus hijos
            bate las alas turbado,
            con que más enciende el fuego
            que piensa que está matando.
            Finalmente se le queman,         
            y sin alas, en el campo
            se deja coger, no viendo
            que era imposible volando.
            Mis pensamientos, que son
            hijos de mi amor, que guardo          
            en el nido del silencio,
            se están, señora, abrasando.
            Bate las alas amor,
            y enciéndelos por librarlos.
            Crece el fuego, y él se quema. 
            Tú me engañas, yo me abraso;
            tú me incitas, yo me pierdo;
            tú me animas, yo me espanto;
            tú me esfuerzas, yo me turbo;
            tú me libras, yo me enlazo;         
            tú me llevas, yo me quedo;
            tú me enseñas, yo me atajo;
            porque es tanto mi peligro,
            que juzgo por menos daños,
            pues todos ha de ser morir,      
            morir sufriendo y callando.



Vase FEDERICO




CASANDRA:      No ha hecho en la tierra el cielo
            cosa de más confusión
            que fue la imaginación
            para el humano desvelo.          
            Ella vuelve el fuego en hielo,
            y en el color se transforma
            del deseo, donde forma
            guerra, paz, tormenta y calma;
            y es una manera de alma          
            que más engaña que informa.
               Estos oscuros intentos,
            estas clara confusiones,
            más que me han dicho razones,
            me han dejado pensamientos.      
            ¿Qué tempestades los vientos
            mueven de más variedades
            que estas confusas verdades
            en una imaginación?
            Porque las del alma son          
            las mayores tempestades.
               Cuando a imaginar me inclino
            que soy lo que quiere el conde,
            el mismo engaño responde
            que lo imposible imagino.        
            Luego mi fatal destino
            me ofrece mi casamiento,
            y en lo que siento, consiento;
            que no hay tan grande imposible
            que no le juzguen visible        
            los ojos del pensamiento.
               Tantas cosas se me ofrecen
            juntas, como esto ha caído
            sobre un bárbaro marido,
            que pienso que me enloquecen.
            Los imposibles parecen 
            fáciles, y yo, engañada,
            ya pienso que estoy vengada;
            mas siendo error tan injusto,
            a la sombra de mi gusto          
            estoy mirando su espada.
               Las partes del conde son
            grandes; pero mayor fuera
            mi desatino, si diera
            puerta a tan loca pasión.      
            No más, necia confusión.
            Salid, cielo, a la defensa
            aunque no yerra quien piensa;
            porque en el mundo no hubiera
            hombre con honra si fuera        
            ofensa pensar la ofensa.
               Hasta agora no han errado
            ni mi honor ni mi sentido,
            porque lo que he consentido,
            ha sido un error pintado.        
            Consentir lo imaginado,
            para con Dios es error,
            mas no para el deshonor;
            que diferencian intentos
            el ver Dios los pensamientos          
            y no los ver el honor.



Sale AURORA




AURORA:        Larga plática ha tenido
            vuestra alteza con el conde.
            ¿Qué responde?
CASANDRA:                  Que responde
            a tu amor agradecido.       
               Sosiega, Aurora, sus celos;
            que esto pretende, no más.



Vase CASANDRA




AURORA:     ¡Qué tibio consuelo das
            a mis ardientes celos!
               ¡Que pueda tanto en un hombre 
            que adoró mis pensamientos,
            ver burlados los intentos
            de aquel ambicioso nombre
               con que heredaba a Ferrara!
            Tú eres poderoso, Amor.        
            Por ti ni en vida, ni honor,
            ni aun en alma se repara.
               Y Federico se muere
            que me solía querer,
            con la tristeza de ver      
            lo que de Casandra infiere.
               Pero, pues él ha fingido
            celos por disimular
            la ocasión, y despertar
            suelen el amor dormido,          
               quiero dárselos de veras,
            favoreciendo al marqués.

            

Salen RUTILIO y el MARQUÉS




RUTILIO:    Con el contrario que ves,
            en vano remedio esperas
               de tus locas esperanzas.
MARQUÉS:    Calla, Rutilio, que aquí
            está Aurora.
RUTILIO:                Y tú sin ti,
            firme entre tantas mudanzas.

MARQUÉS:         Aurora del claro día
            en que te dieron mis ojos,       
            con toda el alma en despojos,
            la libertad que tenía;
            Aurora, que el sol envía
            cuando en mi pena anochece,
            por quien ya cuanto florece      
            viste colores hermosas,
            pues entre perlas y rosas
            de tus labios amanece;
               Desde que de Mantua vine,
            hice con poca ventura       
            elección de tu hermosura,
            que no hay alma que no incline.
            ¡Qué mal mi engaño previne,
            puesto que el alma te adora,
            pues sólo sirve, señora,          
            de que te canses de mí,
            hallando mi noche en ti,    
            cuando te suspiro Aurora! 
               No el verte desdicha ha sido;
            que ver luz nunca lo fue,        
            sino que mi amor te dé
            causa para tanto olvido.
            Mi partida he prevenido,
            que es el remedio mejor:
            fugitivo a tu rigor,             
            voy a buscar resistencia
            en los milagros de ausencia
            y en las venganzas de amor.


               Dame licencia y la mano.
AURORA:     No se morirá de triste         
            el que tan poco resiste,
            ni galán ni cortesano,
               marqués, el primer desdén;
            que no están hechos favores
            para primeros amores             
            antes que se quiera bien.
               Poco amáis, poco sufrís,
            pero en tal desigualdad,
            con la misma libertad
            que licencia me  pedís,        
               os mando que no os partáis.
MARQUÉS:    Señora, a tan gran favor,
            aunque parece rigor,
            con que esperar me mandáis,
               no los diez años que a Troya     
            cercó el griego, ni los siete
            del pastor, a quien promete
            Labán su divina joya,
               pero siglos inmortales,
            como Tántalo estaré               
            entre la duda y la fe
            de vuestros bienes y males.
               Albricias quiero pedir
            a mi amor de mi esperanza.
AURORA:     Mientras el bien no se alcanza   
            méritos tiene el sufrir.



Salen el DUQUE, FEDERICO y BATÍN


    
DUQUE:         Escríbeme el Pontífice por ésta
            que luego a Roma parta.
FEDERICO:   ¿Y no dice la causa en esa carta?
DUQUE:      Que sea la respuesta,       

            
               conde, partirme al punto.
FEDERICO:   Si lo encubres, señor, no lo pregunto.
DUQUE:      ¿Cuándo te encubro yo, conde, mi pecho?
            Sólo puedo decirte que sospecho
            que con las guerras que en Italia tiene,
            si numeroso ejército previene,
            podemos presumir que hacerme intenta
            general de la Iglesia; que a mi cuenta
            también querrá que con dinero ayude,
            si no es que en la elección de intento mude.
FEDERICO:   No en vano lo que piensas me encubrías,
            si solo te partías;
            que ya será conmigo; que a tu lado
            no pienso que tendrás mejor soldado.
DUQUE:      Eso no podrá ser porque no es justo,     
            conde, que sin los dos mi casa quede.
            Ninguno como tú regirla puede.
            Esto es razón y basta ser mi gusto.
FEDERICO:   No quiero darte, gran señor, disgusto;
            pero en Italia, ¿qué dirán si quedo?
DUQUE:      Que esto es gobierno, y que sufrir no puedo
            aun de mi propio hijo compañía.
FEDERICO:   Notable prueba en la obediencia mía.



Vase el DUQUE




BATÍN:         Mientras con el duque hablaste
            he reparado en que Aurora,       
            sin hacer caso de ti,
            con el marqués habla a solas.
FEDERICO:   ¿Con el marqués?
BATÍN:                   Sí, señor.
FEDERICO:   ¿Y qué piensas tú que importa?



AURORA, aparte con el MARQUÉS y RUTILIO




AURORA:     Esta banda prenda sea       
            del primer favor.
MARQUÉS:                     Señora,
            será cadena en mi cuello,
            será de mi mano esposa,
            para no darla en mi vida.
            Si queréis que me la ponga,         
            será doblado el favor.
AURORA:     (Aunque es venganza amorosa           Aparte
            parece a mi amor agravio).
            Porque de dueño mejora
            os ruego que os la pongáis.
BATÍN:      Ser las mujeres traidoras
            fue de la naturaleza
            invención maravillosa;
            porque, si no fueran falsas,
            algunas digo, no todas,          
            idolatraran en ellas
            los hombres que las adoran.
            ¿No ves la banda?
FEDERICO:                 ¿Qué banda?
BATÍN:      ¿Qué banda?  ¡Graciosa cosa!
            Una que lo fue del sol,          
            cuando lo fue de una sola
            en la gracia y la hermosura,
            planetas con que se adorna,
            y agora, como en eclipse,
            del dragón lo extremo toca.         
            Yo me acuerdo cuando fuera
            la banda de la discordia,
            como la manzana de oro
            de Paris y las tres diosas.
FEDERICO:   Eso fue entonces, Batín,       
            pero es otro tiempo agora.
AURORA:     Venid al jardín conmigo.



Vanse AURORA, el MARQUÉS y RUTILIO




BATÍN:      ¡Con qué libertad la toma
            de la mano y se van juntos!
FEDERICO:   ¿Qué quieres, si se conforman       
            las almas?
BATÍN:                 ¿Eso respondes?
FEDERICO:   ¿Qué quieres que te responda?
BATÍN:      Si un cisne no sufre al lado
            otro cisne y se remonta
            con su prenda muchas veces       
            a las extranjeras ondas;
            y un gallo, si al de otra casa
            con sus gallinas le topa,
            con el suyo le deshace
            los picos de la corona;          
            y encrespando su turbante,
            turco por la barba roja,
            celoso vencerle intenta
            hasta en la nocturna solfa;
            ¿cómo sufres que el marqués       
            a quitarte se disponga
            prenda que tanto quisiste?
FEDERICO:   Porque la venganza propia
            para castigar las damas,
            que a los hombres ocasionan,          
            es dejarlas con su gusto;
            porque aventura la honra
            quien la pone en sus mudanzas.
BATÍN:      Dame, por Dios, una copia
            de ese arancel de galanes,       
            tomaréle de memoria.
            No, conde.  Misterio tiene
            tu sufrimiento, perdona;
            que pensamientos de amor
            son arcaduces de noria:          
            ya deja el agua primera
            el que la segunda toma.
            Por nuevo cuidado dejas
            el de Aurora; que si sobra
            el agua, ¿cómo es posible      
            que pueda ocuparse de otra?
FEDERICO:   Bachiller estás, Batín,
            pues con fuerza cautelosa
            lo que no entiendo de mí
            a presumir te provocas.          
            Entra, y mira qué hace el duque,
            y de partida te informa
            porque vaya acompañarle.
BATÍN:      Sin causa necio me nombras,
            porque abonar tus tristezas
            fuera más necia lisonja.       



Vase BATÍN




FEDERICO:      ¿Qué buscas, imposible pensamiento?
            Bárbaro, ¿qué me quieres?  ¡Qué me incitas?
            ¿Por qué la vida sin razón me quitas,
            donde volando aun no te quiere el viento?
               Detén el vagaroso movimiento;
            que la muerte de entrambos solicitas.
            Déjame descansar, y no permitas
            tan triste fin a tan glorioso intento.
               No hay pensamiento, si rindió despojos,
            que sin determinado fin se aumente,
            pues dándole esperanzas, sufre enojos.
               Todo es posible a quien amando intente;
            y sólo tú naciste de mis ojos,
            para ser imposible eternamente.       



Sale CASANDRA




CASANDRA:      Entre agravios y venganzas
            anda solícito Amor
            después de tantas mudanzas,
            sembrando contra mi honor
            mal nacidas esperanzas.          
               En cosas inaccesibles
            quiere poner fundamentos,
            como si fuesen visibles;
            que no puede haber contentos
            fundado en imposibles.      
               En el ánimo que inclino
            al mal, por tantos disgustos
            del duque, loca imagino
            hallar venganzas y gustos
            en el mayor desatino.       
               Al galán conde y discreto,
            y su hijo, ya permito
            para mi venganza efeto,
            pues para tanto delito
            conviene tanto secreto.          
               Vile turbado, llegando
            a decir su pensamiento,
            y desmayarse temblando,
            aunque es más atrevimiento
            hablar un hombre callando.       
               Pues de aquella turbación
            tanto el alma satisfice
            dándome el duque ocasión,
            que hay dentro de mí quien dice
            que si es amor, no es traición.     
               Y que cuando ser pudiera
            rendirme desesperada
            a tanto valor, no fuera
            la postrera enamorada,
            ni la traidora primera.          
               A sus padres han querido
            sus hijas, y a sus hermanos
            algunas.  Luego no han sido
            mis sucesos inhumanos,
            ni mi propia sangre olvido.      
               Pero no es disculpa igual
            que haya otros males, de quien
            me valga en peligro tal;
            que para pecar no es bien
            tomar ejemplo del mal.      
               Éste es el conde.  ¡Ay de mí!
            Pero ya determinada,
            ¿qué temo?
FEDERICO:             Ya viene aquí
            desnuda la dulce espada
            por quien la vida perdí.       
               ¡Oh, hermosura celestial! 
CASANDRA:   ¿Cómo te va de tristeza
            Federico?
FEDERICO:             En tanto mal,
            responderé a vuestra alteza
            que es mi tristeza inmortal.
CASANDRA:      Destemplan melancolías
            la salud.  Enfermo estás.
FEDERICO:   Traigo unas necias porfías,
            sin que pueda decir más,
            señora, de que son mías.
CASANDRA:      Si es cosa que yo la puedo
            remediar, fía de mí,
            que en amor tu amor excedo.
FEDERICO:   Mucho fïara de ti,
            pero no me deja el miedo.
CASANDRA:      Dijísteme que era amor
            tu mal.
FEDERICO:           Mi pena y mi gloria
            nacieron de su rigor.
CASANDRA:   Pues oye una antigua historia;
            que el amor quiere valor:        
               Antíoco, enamorado
            de su madrastra, enfermó
            de tristeza y de cuidado.
FEDERICO:   Bien hizo si se murió;
            que yo soy más desdichado.
CASANDRA:      El rey su padre, afligido,
            cuantos médicos tenía
            juntó, y fue tiempo perdido;
            que la causa no sufría
            que fuese amor conocido.         
               Mas Eróstrato, más sabio
            que Hipócrates y Galeno,
            conoció luego su agravio;
            pero que estaba el veneno
            entre el corazón y el labio.        
               Tomóle el pulso y mandó
            que cuantas damas había
            en palacio entrasen. 
FEDERICO:                     Yo
            presumo, señora mía,
            que algún espíritu habló.
CASANDRA:      Cuando su madrastra entraba,
            conoció en la alteración
            del pulso, que ella causaba
            su mal.
FEDERICO:          ¡Extraña invención!
CASANDRA:   Tal en el mundo se alaba.
FEDERICO:      ¿Y tuvo remedio así?
CASANDRA:   No niegues, conde, que yo
            he visto lo mismo en ti.
FEDERICO:   Pues, ¿enojaráste?
CASANDRA:                     No.
FEDERICO:   ¿Y tendrás lástima?
CASANDRA:                        Sí.
FEDERICO:      Pues, señora, yo he llegado
            perdido a Dios el temor
            y al duque, a tan triste estado,
            que éste mi imposible amor
            me tiene desesperado.                  
               En fin, señora, me veo
            sin mí, sin vos, y sin Dios.
            Sin Dios, por lo que os deseo;
            sin mí, porque estoy sin vos;
            sin vos, porque no os poseo.          
               Y por si no lo entendéis,
            haré sobre estas razones
            un discurso, en que podréis
            conocer de mis pasiones
            la culpa que vos tenéis.       
               Aunque dicen que el no ser
            es, señora, el mayor mal,
            tal por vos me vengo a ver,
            que para no verme tal,
            quisiera dejar de ser.      
               En tantos males me empleo,
            después que mi ser perdí,
            que aunque no verme deseo,
            para ver si soy quien fui,
            en fin, señora, me veo.        
               A decir que soy quien soy,
            tal estoy, que no me atrevo,
            y por tales pasos voy,
            que aun no me acuerdo que debo
            a Dios la vida que os doy.       
               Culpa tenemos los dos,
            del no ser que soy agora,
            pues olvidado por vos
            de mí mismo, estoy, señora,
            sin mí, sin vos y sin Dios.         
               Sin mí no es mucho, pues ya
            no hay vida sin vos, que pida
            al mismo que me la da;
            pero sin Dios, con ser vida,
            ¿quién si no mi amor está?        
               Si en desearos me empleo,
            y él manda no desear
            la hermosura que en vos veo,
            claro está que vengo a estar
            sin Dios, por lo que os deseo.   
               ¡Oh, qué loco barbarismo
            es presumir conservar
            la vida en tan ciego abismo
            hombre que no puede estar
            ni en vos, ni en Dios, ni en sí mismo.
               ¿Qué habemos de hacer los dos,
            pues a Dios por vos perdí,
            después que os tengo por dios,
            sin Dios, porque estáis en mí,
            sin mí, porque estoy sin vos?  
               Por haceros sólo bien,
            mil males vengo a sufrir;
            yo tengo amor, vos desdén,
            tanto, que puedo decir:
            ¡mirad con quién y sin quién!     
               Sin vos y sin mí peleo
            con tanta desconfïanza.
            Sin mí porque en vos ya veo    
            imposible mi esperanza;
            sin vos, porque no os poseo
CASANDRA:      Conde, cuando yo imagino
            a Dios y al duque, confieso
            que tiemblo, porque adivino
            juntos para tanto exceso
            poder humano y divino.      
               Pero viendo que el amor
            halló en el mundo disculpa,
            hallo mi culpa menor,
            porque hace menor la culpa
            ser la disculpa mayor.      
               Muchas ejemplo me dieron,
            que a errar se determinaron;
            porque los que errar quisieron
            siempre miran los que erraron,
            no los que se arrepintieron.          
               Si remedio puede haber,
            es hüir de ver y hablar;
            porque con no hablar ni ver,
            o el vivir se ha de acabar,
            o el amor se ha de vencer.       
               Huye de mí; que de ti
            yo no sé si huír podré, 
            o me mataré por ti.
FEDERICO:   Yo, señora moriré;
            que es lo más que haré por mí.      
               No quiero vida.  Ya soy
            cuerpo sin alma, y de suerte
            a buscar mi muerte voy,
            que aun no pienso hallar mi muerte,
            por el placer que me doy.        
               Sola una mano suplico
            que me des; dame el veneno
            que me ha muerto.
CASANDRA:                  Federico,
            todo principio condeno,
            si pólvora al fuego aplico.         
               Vete con Dios.
FEDERICO:                  ¡Qué traición!
CASANDRA:   Ya determinada estuve;
            pero advertir es razón
            que por una mano sube
            el veneno al corazón.
FEDERICO:      Sirena, Casandra, fuiste.
            Cantaste para meterme
            en el mar, donde me diste
            la muerte.
CASANDRA:           Yo he de perderme.
            Tente, honor.  Fama, resiste.
FEDERICO:      Apenas a andar acierto.
CASANDRA:   Alma y sentidos perdí.
FEDERICO:   ¡Oh, qué extraño desconcierto!
CASANDRA:   Yo voy muriendo por ti.
FEDERICO:   Yo no, porque ya voy muerto.
CASANDRA:      Conde, tú serás mi muerte.
FEDERICO:   Y yo aunque muerto, estoy tal,
            que me alegro, con perderte,
            que sea el alma inmortal,
            por no dejar de quererte.        



Vanse los dos




FIN DEL SEGUNDO ACTO



    

ACTO TERCERO






Salen AURORA y el MARQUÉS




AURORA:        Yo te he dicho la verdad.
MARQUÉS:    No es posible persuadirme.
            Mira si nos oye alguno,
            y mira bien lo que dices.
AURORA:     Para pedirte consejo,       
            quise, Marqués, descubrirte
            esta maldad.  
MARQUÉS:                    ¿De qué suerte
            ver a Casandra pudiste
            con Federico?
AURORA:                   Esté atento.
            Yo te confieso que quise         
            al conde, de quien lo fue,
            más traidor que el griego Ulises.
            Creció nuestro amor el tiempo;
            mi casamiento previne,
            cuando fueron por Casandra       
            en fe de palabras firmes,
            si lo son las de los hombres,
            cuando sus iguales sirven.
            Fue Federico por ella,
            de donde vino tan triste,        
            que en proponiéndole el duque
            lo que de los dos le dije,
            se disculpó con tus celos.
            Y como el Amor permite,
            que, cuando camina poco,         
            fingidos celos le piquen,
            díselos contigo, Carlos;
            pero el mismo efecto hice
            que en un diamante; que celos
            donde no hay amor, no imprimen.  
            Pues viéndome despreciada
            y a Federico tan libre,
            di en inquirir la ocasión;
            y como celos son linces
            que las paredes penetran,        
            a saber la causa vine.
            En correspondencia tiene,
            sirviéndole de tapices
            retratos, vidrios y espejos,
            dos iguales camarines       
            el tocador de Casandra;
            y como sospechas pisen
            tan quedo, dos cuadras antes
            miré y vi, ¡caso terrible!
            en el cristal de un espejo       
            que el conde las rosas mide
            de Casandra con los labios.
            Con esto, y sin alma, fuime,
            donde lloré mi desdicha
            y la de los dos; que viven,      
            ausente el duque, tan ciegos,
            que parece que compiten
            en el amor y el desprecio,
            y gustan que se publique
            el mayor atrevimiento       
            que pasara entre gentiles,
            o entre los desnudos cafres
            que lobos marinos visten.
            Parecióme que el espejo
            que los abrazos repite,          
            por no ver tan gran fealdad
            oscureció los alindes;
            pero, más curioso Amor,
            la infame empresa prosigue,
            donde no ha quedado agravio      
            de que no me certifique.
            El duque dicen que viene
            victorioso, y que le ciñen
            sacros laureles la frente
            por las hazañas felices        
            con que del Pastor de Roma
            los enemigos reprime.
            Dime.  ¿Qué tengo de hacer
            en tanto mal?  Que me afligen
            sospechas de mayor daño,       
            si es verdad que me dijiste
            tantos amores con alma;
            aunque soy tan infelice,
            que parecerás al conde
            en engañarme o en irte.
MARQUÉS:    Aurora, la muerte sola
            es sin remedio, invencible,
            y aun a muchos hace el tiempo
            en el túmulo fenixes;
            porque dicen que no mueren       
            los que por su fama viven.
            Dile que te case al duque;
            que, como el sí me confirmes,
            con irnos los dos a Mantua,
            no hayas miedo que peligres.          
            Que si se arroja en el mar,
            con el dolor insufrible
            de los hijos que le quitan
            los cazadores, el tigre,
            cuando no puede alcanzarlos,
            ¿qué hará el ferrarés Aquiles
            por el honor y la fama?
            ¿Cómo quieres que se limpie
            tan fea mancha sin sangre,
            para que jamás se olvide,      
            si no es que primero el cielo
            sus libertades castigue,
            y por gigantes de infamia
            con vivos rayos fulmine?
            Este consejo te doy.
AURORA:     Y de tu mano le admite
            mi turbado pensamiento.
MARQUÉS:    Será de la nueva Circe
            el espejo de Medusa,
            el cristal en que la viste.      



Salen FEDERICO y BATIN




FEDERICO:   ¿Que no ha querido esperar
            que salgan a recibirle?
BATIN:      Apenas de Mantua vio
            los deseados confines,
            cuando dejando la gente,         
            y aun sin querer que te avisen,
            tomó caballos y parte.
            Tan mal el amor resiste,
            y los deseos de verte;
            que aunque es justo que le obligue    
            la duquesa, no hay amor
            a quien el tuyo no prive.
            Eres el sol de sus ojos,
            y cuatro meses de eclipse
            le han tenido sin paciencia.          
            Tú, conde, el triunfo apercibe
            para cuando todos vengan;
            que las escuadras que rige
            han de entrar con mil trofeos,
            llenos de dorados timbres.       


FEDERICO:      Aurora, ¿siempre a mis ojos
            con el Marqués?
AURORA:                     ¡Qué donaire!
FEDERICO:   ¿Con ese tibio desaire
            respondes a mis enojos?
AURORA:        Pues, ¿qué maravilla ha sido          
            el darte el marqués cuidado?
            Parece que has despertado
            de cuatro meses dormido.
MARQUÉS:         Yo, señor conde, no sé
            ni he sabido que sentís        
            lo que agora me decís;
            que a Aurora he servido en fe
               de no haber competidor,
            y más como vos lo fuera,
            a quien humilde rindiera         
            cuanto no fuera mi amor.
               Bien sabéis que nunca os vi
            servirla; mas siendo gusto
            vuestro que la deje es justo,
            que mucho mejor que en mí      
               se emplea en vos su valor.



Vase el MARQUÉS




AURORA:     ¿Qué es esto que has intentado?
            O, ¿qué frenesí te ha dado
            sin pensamiento de amor?
               ¿Cuántas veces al marqués      
            hablando conmigo viste,
            desde que diste en ser triste,
            y mucho tiempo después?
               Y aun no volviste a mirarme,
            cuanto más a divertirme.       
            ¿Agora celoso y firme,
            cuando pretendo casarme?
               Conde, ya estás entendido.
            Déjame casar, y advierte
            que antes me daré la muerte,        
            que ayudar lo que has fingido.
               Vuélvete, conde, a estar triste,
            vuelve a tu suspensa calma;
            que tengo muy en el alma
            los desprecios que me hiciste.        
               Ya no me acuerdo de ti.
            ¿Invenciones?  Dios me guarde.
            Por tu vida, que es muy tarde
            para valerte de mí.



Vase AURORA




BATIN:         ¿Qué has hecho?
FEDERICO:                   No sé, por Dios.
BATIN:      Al emperador Tiberio
            pareces, si no hay misterio
            en dividir a los dos.
               Hizo matar su mujer,
            y habiéndose ejecutado,        
            mandó, a la mesa sentado,
            llamarla para comer.
               Y Mesala fue un romano
            que se le olvidó su nombre.
FEDERICO:   Yo me olvido de ser hombre.
BATIN:      O eres como aquel villano
               que dijo a su labradora,
            después que de estar casados
            eran dos años pasados:
            "¡Ojinegra es la señora!"
FEDERICO:      ¡Ay, Batín, que estoy turbado
            y olvidado desatino! 
BATIN:      Eres como el vizcaíno
            que dejó el macho enfrenado,
               y viendo que no comía,      
            regalándole las crines,
            un Galeno de rocines
            trajo a ver lo que tenía;
               el cual, viéndole con freno,
            fuera al vizcaíno echó;      
            quitóle, y cuando volvió,
            de todo el pesebre lleno
               apenas un grano había,
            porque con gentil despacho,
            después de la paja el macho         
            hasta el pesebre comía.
               "Albéitar, juras a Dios,"
            dijo, "es mejor que dotora,
            y yo y macho desde agora
            queremos curar con vos."         
               ¿Qué freno es éste que tienes,
            que no te deja comer,
            si médico puedo ser?
            ¿Qué aguardas?  ¿Qué te detienes?
FEDERICO:      ¡Ay, Batín, no sé de mí!
BATIN:      Pues estése la cebada
            queda, y no me digas nada.



Salen CASANDRA y LUCRECIA




CASANDRA:   ¿Ya viene?
LUCRECIA:               Señora, sí.
CASANDRA:      ¿Tan brevemente?
LUCRECIA:                   Por verte
            toda la gente dejó.
CASANDRA:   No lo creas; pero yo
            más quisiera ver mi muerte.
               En fin, señor conde, ¿viene
            el duque mi señor?
FEDERICO:                     Ya
            dicen que muy cerca está;      
            bien muestra el amor que os tiene.
CASANDRA:      Muriendo estoy de pesar
            de que ya no podré verte
            como solía.
FEDERICO:               ¿Qué muerte
            pudo mi amor esperar,       
               como su cierta venida?
CASANDRA:   Yo pierdo, conde, el sentido.
FEDERICO:   Yo no, porque le he perdido.
CASANDRA:   Sin alma estoy.
FEDERICO:               Yo sin vida.
CASANDRA:      ¿Qué habemos de hacer?
FEDERICO:                     Morir.
CASANDRA:   ¿No hay otro remedio?
FEDERICO:                          No;
            porque en perdiéndote yo,
            ¿para qué quiero vivir?
CASANDRA:      ¿Por eso me has de perder?
FEDERICO:   Quiero fingir desde agora        
            que sirvo y que quiero a Aurora
            y aun pedirla por mujer
               al duque, para desvelos
            de él y de palacio, en quien
            yo sé que no se habla bien.
CASANDRA:   ¡Agravios!  ¿No bastan celos?
               ¿Casarte?  ¿Estás, conde, en ti?
FEDERICO:   El peligro de los dos
            me obliga.
CASANDRA:           ¿Qué?  ¡Vive Dios!,
            que si te burlas de mí,        
               después que has sido ocasión
            de esta desdicha, que a voces
            diga, --¡oh, qué mal me conoces!--
            tu maldad y mi traición.
FEDERICO:      ¡Señora!
CASANDRA:           No hay qué tratar.
FEDERICO:   ¡Que te oirán!
CASANDRA:               Que no me impidas.   
            Quíteme el duque mil vidas,
            pero no te has de casar.



Salen FLORO, FEBO, RICARDO, ALBANO, LUCINDO, y el DUQUE detrás,
galán, de soldado




RICARDO:       Ya estaban disponiendo recibirte.
DUQUE:      Mejor sabe mi amor adelantarse.
CASANDRA:   ¿Es posible, señor, que persuadirte
               pudiste a tal agravio?
FEDERICO:                     ¿Y de agraviarse
            quejosa mi señora la duquesa,
            parece que mi amor puede culparse?
DUQUE:         Hijo, el paterno amor, que nunca cesa
            de amar su propia sangre y semejanza,
            para venir facilitó la empresa;
               que ni cansancio ni trabajo alcanza
            a quien de ver a sus queridas prendas
            mal hiciera en sufrir larga esperanza.
               Y tú, señora, así es razón que entiendas
            el mismo amor, y en igualarte al conde
            por encarecimiento, no te ofendas.
CASANDRA:      Tu sangre y su virtud, señor, responde
            que merece el favor.  Yo le agradezco,
            pues tu valor al suyo corresponde.
DUQUE:         Bien sé que a entrambos ese amor merezco,
            y que estoy de los dos tan obligado,
            cuanto mostrar en la ocasión me ofrezco.
               Que Federico gobernó mi estado   
            en mi ausencia, he sabido, tan discreto,
            que vasallo ninguno se ha quejado.
               En medio de las armas, os prometo
            que imaginaba yo con la prudencia
            que se mostraba senador perfeto. 
               ¡Gracias a Dios, que con infame ausencia
            los enemigos del Pastor romano
            respetan en mi espada su presencia!
               Ceñido de laurel besé su mano,
            después que me miró Roma triunfante,   
            como si fuera el español Trajano.
               Y así, pienso trocar de aquí adelante
            la inquietud en virtud, porque mi nombre
            como le aplaude aquí, después le cante,
               que cuando llega a tal estado un hombre,
            no es bien que ya que de valor mejora,
            el vicio más que la virtud le nombre.
RICARDO:       Aquí vienen, señor, Carlos y Aurora.



Entren AURORA  y el MARQUÉS




AURORA:     Tan bien venido vuestra alteza sea,
            como le está esperando quien le adora.
MARQUÉS:         Dad las manos a Carlos, que desea
            que conozcáis su amor.
DUQUE:                      Paguen los brazos
            deudas del alma, en quien tan bien se emplea.
               Aunque siente el amor los largos plazos,
            todo lo goza el venturoso día  
            que llega a merecer tan dulces lazos.
               Con esto, amadas prendas, yo querría
            descansar del camino, y porque es tarde,
            después celebraréis tanta alegría.
FEDERICO:   Un siglo el cielo, gran señor, te guarde.



Todos se van con el DUQUE, y quedan BATÍN y RICARDO



BATIN:         ¡Ricardo amigo!
RICARDO:                      ¡Batín!
BATIN:      ¿Cómo fue por esas guerras?
RICARDO:    Como quiso la justicia,
            siendo el cielo su defensa.
            Llana queda Lombardía,         
            y los enemigos quedan
            puesto en fuga afrentosa,
            porque el león de la Iglesia
            pudo con sólo un bramido
            dar con sus armas en tierra.          
            El duque ha ganado un nombre
            que por toda Italia suena;
            que si mil mató Saúl,
            cantan por él las doncellas,
            que David mató cien mil;       
            con que ha sido tal la enmienda,
            que traemos otro duque.
            Ya no hay damas, ya no hay cenas,
            ya no hay broqueles, ni espadas,
            ya solamente se acuerda          
            de Casandra, ni hay amor
            más que el conde y la duquesa.
            El duque es un santo ya.
BATIN:      ¿Qué me dices?  ¿Qué me cuentas?
RICARDO:    Que, como otros con las dichas        
            dan en vicios, y en soberbias,
            tienen a todos en poco
            tan inmortales se sueñan,
            el duque se ha vuelto humilde,
            y parece que desprecia      
            los laureles de su triunfo;
            que el aire de las banderas
            no le ha dado vanagloria.
BATIN:      ¡Plega al cielo que no sea,
            después de estas humildades,        
            como aquel hombre de Atenas,
            que pidió a Venus le hiciese
            mujer, con ruegos y ofrendas,
            una gata dominica,
            quiero decir, blanca y negra!         
            Estando en su estrado un día
            con moño y naguas de tela,
            vio pasar un animal
            de aquestos, como poetas,
            que andan royendo papeles;       
            y dando un salto ligera
            de la tarima al ratón,
            mostró que en naturaleza
            la que es gata, será gata,
            la que es perra, será perra,        
            in secula seculorum.
RICARDO:    No hayas miedo tú que vuelva
            el duque a sus mocedades;
            y más si a los hijos llega,
            que con las manillas blandas          
            las barbas más graves peinan
            de los más fieros leones.
BATIN:      Yo me holgaré de que sea
            verdad.
RICARDO:            Pues, Batín, adiós.
BATIN:      ¿Dónde vas?
RICARDO:                Fabia me espera.     



Vase RICARDO y entre el DUQUE con algunos memoriales




DUQUE:      ¿Está algún crïado aquí?
BATIN:      Aquí tiene vuestra alteza
            el más humilde.
DUQUE:                     ¡Batín!
BATIN:      Dios te guarde.  Bueno llegas.
            Dame la mano.
DUQUE:                   ¿Qué hacías?
BATIN:      Estaba escuchando nuevas
            de tu valor a Ricardo,
            que, gran coronista de ellas,
            Héctor de Italia te hacía.
DUQUE:      ¿Cómo ha pasado en mi ausencia 
            el gobierno con el conde?
BATIN:      Cierto, señor, que pudiera
            decir que igualó en la paz
            tus hazañas en la guerra.
DUQUE:      ¿Llevóse bien con Casandra?
BATIN:      No se ha visto, que yo sepa,
            tan pacífica madrastra
            con su alnado.  Es muy discreta
            y muy virtüosa y santa.
DUQUE:      No hay cosa que la agradezca          
            como estar bien con el conde;
            que, como el conde es la prenda
            que más quiero, y más estimo
            y conocí su tristeza
            cuando a la guerra partí,      
            notablemente me alegra
            que Casandra se portase
            con él con tanta prudencia,
            que estén en paz y amistad,
            que es la cosa que desea         
            mi alma con más afecto
            de cuantas pedir pudiera
            al cielo; y así, en mi casa
            hoy dos victorias se cuentan:
            la que de la guerra traigo,      
            y la de Casandra bella,
            conquistando a Federico.
            Yo pienso de hoy más quererla
            sola en el mundo, obligado
            de esta discreta fineza          
            y cansado juntamente
            de mis mocedades necias.
BATIN:      Milagro ha sido del Papa
            llevar, señor, a la guerra
            al duque Luis de Ferrara.
            y que un ermitaño vuelva.      
            Por Dios, que puedes fundar
            otra Camáldula.
DUQUE:                      Sepan
            mis vasallos que otro soy.
BATIN:      Mas, dígame vuestra alteza,         
            ¿cómo descansó tan poco?
DUQUE:      Porque al subir la escalera
            de palacio, algunos hombres 
            que aguardaban mi presencia,
            me dieron estos papeles;         
            y temiendo que son quejas,
            quise descansar en verlos,
            y no descansar con ellas.
            Vete, y déjame aquí solo;
            que deben los que gobiernan      
            esta atención a su oficio.
BATIN:      El cielo que remunera
            el cuidado de quien mira
            el bien público, prevenga
            laureles a tus victorias,        
            siglos a tu fama eterna.



Vase BATIN




DUQUE:         Éste dice:  "Señor, yo soy Estacio,
            que estoy en los jardines de palacio,
            y, enseñado a plantar hierbas y flores,
            planté seis hijos.  A los dos mayores
            suplico que les deis..."  Basta, ya entiendo.
            Con m s cuidado ya premiar pretendo
            [al que con tales trabajos me ayuda].
            "Lucinda dice que quedó vïuda
            del capitán Arnaldo..."  También pide.
            "Albano, que ha seis años que reside..."
            Éste pide también.  "Julio Camilo,
            preso porque sacó..."  Del mismo estilo.
            "Paula de San Germán, doncella honrada..."
            Pues si es honrada, no le falta nada, 
            si no quiere que yo le dé marido.
            Éste viene cerrado, y mal vestido
            un hombre me lo dio, todo turbado,
            que quise detenerle con cuidado.


               "Señor, mirad por vuestra casa atento;
            que el conde y la duquesa en vuestra ausencia..."
            No me ha sido traidor el pensamiento.
            Habrán regido mal, tendré paciencia.
            "...ofenden con infame atrevimiento
            vuestra cama y honor."  ¿Qué resistencia
            harán a tal desdicha mis enojos?
            "Si sois discreto, os lo dirán los ojos."


               ¿Qué es esto que estoy mirando?
            Letras, ¿decís esto o no?
            ¿Sabéis que soy padre yo
            de quien me estáis informando  
            que el honor me está quitando?
            Mentís; que no puede ser.
            ¿Casandra me ha de ofender?
            ¿No veis que es mi hijo el conde?
            Pero ya el papel responde        
            que es hombre y ella mujer.
               ¡Oh, fieras letras villanas!
            Pero diréisme que sepa    
            que no hay maldad que no quepa
            en las flaquezas humanas.        
            De las iras soberanas
            debe de ser permisión.
            Ésta fue la maldición
            que a David le dio Natán.
            La misma pena me dan,       
            y es Federico Absalón.
               Pero mayor viene a ser,
            cielo, si así me castigas;
            que aquéllas eran amigas,
            y Casandra es mi mujer.          
            El vicioso proceder
            de las mocedades mías
            trajo el castigo, y los días
            de mi tormento, aunque fue
            sin gozar a Bersabé       
            ni quitar la vida a Urías.
               ¡Oh, traidor hijo!  ¿Si ha sido
            verdad?  Porque yo no creo
            que emprenda caso tan feo
            hombre de otro hombre nacido.         
            Pero si me has ofendido,
            ¡oh, si el cielo me otorgara,
            que, después que te matara,
            de nuevo a hacerte volviera,
            pues tantas muertes te diera,         
            cuantas veces te engendrara!
               ¡Qué deslealtad!  ¡Qué violencia!
            ¡Oh, ausencia, qué bien se dijo
            que aun un padre de su hijo
            no tiene segura ausencia!        
            ¿Cómo sabré con prudencia
            verdad que no me disfame
            con los testigos que llame?
            No así la podré saber;
            porque, ¿quién ha de querer         
            decir verdad tan infame?
               Mas, ¿de qué sirve informarme?.
            pues esto no se dijera
            de un hijo, cuando no fuera
            verdad que pudo infamarme.       
            Castigarle no es vengarme,
            ni se venga el que castiga,
            ni esto a información me obliga;
            que mal que el honor estraga,
            no es menester que se haga,      
            porque basta que se diga.



Sale FEDERICO




FEDERICO:      Sabiendo que no descansas,
            vengo a verte.
DUQUE:                  Dios te guarde.
FEDERICO:   Y a pedirte una merced.
DUQUE:      Antes que la pidas, sabes        
            que mi amor te la concede.
FEDERICO:   Señor, cuando me mandaste
            que con Aurora, mi prima,
            por tu gusto me casase,
            lo fuera notable mío;          
            pero fueron más notables
            los celos de Carlos, y ellos
            entonces causa bastante
            para no darte obediencia.
            Mas después que te ausentaste,      
            supe que mi grande amor
            hizo que ilusiones tales
            me trajesen divertido.
            En efecto, hicimos paces,
            y le prometí, señor,              
            en satisfacción, casarme,
            como me dieses licencia,
            luego que el bastón dejastes.
            Ésta te pido y suplico.
DUQUE:      No pudieras, conde, darme        
            mayor gusto.  Vete agora,
            porque trate con tu madre,
            pues es justo darle cuenta;
            que no es razón que te cases
            sin que lo sepa, y le pidas      
            licencia, como a tu padre.
FEDERICO:   No siendo su sangre yo,
            ¿para qué quiere dar parte
            vuestra alteza a mi señora?
DUQUE:      ¿Qué importa no ser su sangre,  
            siendo tu madre Casandra?
FEDERICO:   Mi madre Laurencia yace
            muchos años ha difunta.
DUQUE:      ¿Sientes que madre la llame?
            Pues dícenme que en mi ausencia,    
            de que tengo gusto grande,
            estuvisteis muy conformes.
FEDERICO:   Eso, señor, Dios lo sabe;
            que prometo a vuestra alteza,
            aunque no acierto en quejarme,   
            pues la adora, y es razón,
            que aunque es para todos ángel,
            que no lo ha sido conmigo. 
DUQUE:      Pésame de que me engañes;
            que me dicen que no hay cosa          
            que más Casandra regale.
FEDERICO:   A veces me favorece,
            y a veces quiere mostrarme
            que no es posible ser hijos
            los que otras mujeres paren.
DUQUE:      Dices bien, y yo lo creo;
            y ella pudiera obligarme
            más que en quererme en quererte,
            pues con estas amistades
            aseguraba la paz.           
            Vete con Dios.
FEDERICO:                  Él te guarde.



Vase FEDERICO




DUQUE:         No sé cómo he podido
            mirar, conde traidor, tu infame cara.
            ¡Qué libre!  ¡Qué fingido
            con la invención de Aurora se repara.    
            para que yo no entienda
            que puede ser posible que me ofenda!
               Lo que más me asegura
            es ver con el cuidado y diligencia
            que a Casandra murmura      
            que le ha tratado mal en esta ausencia;
            que piensan los delitos
            que callan cuando están hablando a gritos.
               De que la llame madre
            se corre, y dice bien, pues es su amiga
            la mujer de su padre,
            y no es justo que ya madre se diga.
            Pero yo, ¿cómo creo
            con tal facilidad caso tan feo?
               ¿No puede un enemigo          
            del conde haber tan gran traición forjado,
            porque con su castigo,
            sabiendo mi valor, quede vengado?
            Ya de haberlo creído
            si no estoy castigado, estoy corrido.



Salen CASANDRA y AURORA


   
AURORA:        	   De vos espero, señora,            
		mi vida en esta ocasión.
CASANDRA:   	Ha sido digna elección            
		de tu entendimiento, Aurora.
AURORA:        	Aquí está el duque.
CASANDRA:                    		 Señor,            
		¡tanto desvelo!
DUQUE:                    	      A mi estado            
		debo, por lo que he faltado,            
		estos indicios de amor.               
		   Si bien del conde y de vos            
		ha sido tan bien regido,            
		como muestra, agradecido            
		este papel, de los dos.               
		   Todos alaban aquí            
		lo que los dos merecéis.
CASANDRA:   	Al conde, señor, debéis            
		ese cuidado, no a mí.               
		   Que sin lisonja os prometo            
		que tiene heroico valor,            
		en toda acción superior,            
		gallardo como discreto.               
		   Un retrato vuestro ha sido.
DUQUE:      	Ya sé que me ha retratado            
		tan igual en todo estado,            
		que por mí le habéis tenido;               
		   de que os prometo, señora,            
		debida satisfacción.
CASANDRA:   	Una nueva petición            
		os traigo, señor, de Aurora.               
		   Carlos la pide, ella quiere,            
		y yo os lo suplico.
DUQUE:                   	      Creo            
		que le ha ganado el deseo            
		quien en todo le prefiere.               
		   El conde se va de aquí,            
		y me la ha pedido agora.
CASANDRA:   	¿El conde ha pedido a Aurora?
DUQUE:      	Sí, Casandra.
CASANDRA:                        ¿El conde?
DUQUE:                          	    Sí.
CASANDRA:      	   Sólo de vos lo creyera.
DUQUE:      	Y así, se la pienso dar;            
		mañana se han de casar.
CASANDRA:   	Será como Aurora quiera.
AURORA:            Perdóneme vuestra alteza;            
		que el conde no será mío.
DUQUE:      	(¿Qué espero más? ¿Qué porfío?)      Aparte            
		Pues, Aurora, en gentileza               
		   entendimiento y valor,            
		¿no vence al marqués?
AURORA:                      		    No sé.            
		Cuando quise y le rogué            
		él me despreció, señor.               
		   Y agora que él quiere, es justo            
		que yo le desprecie a él.
DUQUE:      	Hazlo por mí, no por él.
AURORA:     	El casarse ha de ser gusto;               
		   yo no le tengo del conde.



Vase AURORA




DUQUE:      	¡Extraña resolución!
CASANDRA:   	Aurora tiene razón,            
		aunque atrevida responde.
DUQUE:         	   No tiene, y ha de casarse,            
		aunque le pese.
CASANDRA:                       Señor,            
		no uséis del poder; que amor            
		es gusto, y no ha de forzarse.



Vase el DUQUE



               
		   ¡Ay de mí, que se ha cansado            
		el traidor conde de mí!



Sale FEDERICO




FEDERICO:   	¿No estaba mi padre aquí?
CASANDRA:   	¿Con qué infame desenfado,               
		   traidor Federico, vienes,            
		habiendo pedido a Aurora            
		al duque?
FEDERICO:                  Paso, señora;            
		mira el peligro que tienes.
CASANDRA:      	   ¿Qué peligro, cuando estoy,            
		villano, fuera de mí?
FEDERICO:   	¿Pues tú das voces así?



Sale el DUQUE, y habla aparte




DUQUE:      	Buscando testigos voy.               
		   Desde aquí quiero escuchar;            
		que aunque mal tengo de oír,            
		lo que no puedo sufrir            
		es lo que vengo a buscar.
FEDERICO:      	   Oye, señor, y repara            
		en tu grandeza siquiera.
CASANDRA:   	¿Cuál hombre en el mundo hubiera            
		que cobarde me dejara,               
		   después de haber obligado            
		con tantas ansias de amor            
		a su gusto mi valor?
FEDERICO:   	Señora, aún no estoy casado.               
		   Asegurar pretendí            
		al duque, y asegurar            
		nuestra vida, que durar            
		no puede, Casandra, así.               
		   Que no es el duque algún hombre            
		de tan baja condición,            
		que a sus ojos, ni es razón,            
		se infame su ilustre nombre.               
		   Basta el tiempo que tan ciegos            
		el amor nos ha tenido.
CASANDRA:   	¡Oh, cobarde, mal nacido!            
		Las lágrimas y los ruegos               
		   hasta hacernos volver locas,            
		robando las honras nuestras,            
		que, de las traiciones vuestras,            
		cuerdas se libraron pocas,               
		   ¿agora son cobardías?            
		Pues, perro, sin alma estoy.
DUQUE:      	Si aguardo, de mármol soy.            
		¿Qué esperáis, desdichas mías?               
		   Sin tormento han confesado...            
		pero sin tormento no;            
		que claro está que soy yo            
		a quien el tormento han dado.               
		   No es menester más testigo.            
		Confesaron de una vez.            
		Prevenid, pues sois jüez,            
		honra, sentencia y castigo.               
		   Pero de tal suerte sea            
		que no se infame mi nombre;            
		que en público siempre a un hombre            
		queda alguna cosa fea.               
		   Y no es bien que hombre nacido            
		sepa que yo estoy sin honra,            
		siendo enterrar la deshonra            
		como no haberla tenido.               
		   Que aunque parece defensa            
		de la honra el desagravio,            
		no deja de ser agravio            
		cuando se sabe la ofensa.



Vase el DUQUE




CASANDRA:      	   ¡Ay, desdichadas mujeres!            
		¡Ay, hombres falsos sin fe!
FEDERICO:   	Digo, señora, que haré            
		todo lo que tú quisieras,               
		   y esta palabra te doy.
CASANDRA:   	¿Será verdad?
FEDERICO:                		Infalible.
CASANDRA:   	Pues no hay a amor imposible.            
		Tuya he sido y tuya soy.               
		   No ha de faltar invención            
		para vernos cada día.
FEDERICO:   	Pues vete, señora mía,            
		y pues tienes discreción,               
		   finge gusto, pues es justo,            
		con el duque.
CASANDRA:                     Así lo haré            
		sin tu ofensa; que yo sé            
		que el que es fingido no es gusto.

 

Vanse los dos y salen AURORA y BATÍN




BATÍN:             Ya he sabido, hermosa Aurora,            
		que ha de ser, o ya lo es,            
		tu dueño el señor marqués,            
		y que a Mantua os vais, señora.               
		   Y así os vengo a suplicar            
		que allá me llevéis.
AURORA:                      		Batín,            
		mucho me admiro.  ¿A qué fin            
		al conde quieres dejar?
BATÍN:             Servir mucho y medrar poco            
		es un linaje de agravio            
		que al más cuerdo, que al más sabio  
          	o le mata, o vuelve loco.               
		   Hoy te doy, mañana no,            
		quizá te daré después...            
		Yo no sé quizá quién es;            
		mas sé que nunca quizó.               
		   Fuera de esto, está endiablado            
		el conde.  No sé qué tiene.            
		Ya triste, ya alegre viene,            
		ya cuerdo, ya destemplado.               
		   La duquesa, pues, también            
		insufrible y desigual;            
		pues donde va a todos mal,            
		¿quieres que me vaya bien?               
		   El duque, santo fingido,            
		consigo a solas hablando,            
		como hombre que anda buscando            
		algo que se le ha perdido.               
		   Toda la casa lo está;            
		contigo a Mantua me voy.
AURORA:     	Si yo tan dichosa soy            
		que el duque a Carlos me da,               
		   yo te llevaré conmigo.
BATÍN:          Beso mil veces tu pies,            
		y voy a hablar al marqués.



Vase BATÍN y sale el DUQUE




DUQUE:      	(¡Ay, honor, fiero enemigo!           Aparte               
		   ¿Quién fue el primero que dio            
		tu ley al mundo, y que fuese            
		mujer quien en sí tuviese            
		tu valor, y el hombre no?               
		   Pues sin culpa el más honrado            
		te puede perder, honor.            
		Bárbaro legislador            
		fue tu inventor, no letrado.               
		   Mas dejarla entre nosotros            
		muestra que fuiste ofendido,            
		pues ésta invención ha sido            
		para que lo fuesen otros.

               
		   ¡Aurora!
AURORA:                    ¿Señor?
DUQUE:                                   Yo creo            
		que con el marqués te casa            
		la duquesa, y yo a su ruego;            
		que más quiero contentarla            
		que dar este gusto al conde.
AURORA:     	Eternamente obligada            
		quedo a servirte.
DUQUE:                           Bien puedes            
		decir a Carlos que a Mantua            
		escriba al duque, su tío.
AURORA:     	Voy donde el marqués aguarda            
		tan dichosa nueva.



Vase AURORA




DUQUE:                   	   Cielos,            
		hoy se ha de ver en mi casa            
		no más de vuestro castigo.            
		Alzad la divina vara.            
		No es venganza de mi agravio;            
		que yo no quiero tomarla            
		en vuestra ofensa, y de un hijo            
		ya fuera bárbara hazaña.            
		Éste ha de ser un castigo            
		vuestro no más, porque valga            
		para que perdone el cielo            
		el rigor por la templanza.            
		Seré padre, y no marido,            
		dando la justicia santa            
		a un pecado sin vergüenza            
		un castigo sin venganza.            
		Esto disponen las leyes            
		del honor, y que no haya            
		publicidad en mi afrenta,            
		con que se doble mi infamia.            
		Quien en público castiga,            
		dos veces su honor infama,            
		pues después que le ha perdido,            
		por el mundo le dilata.            
		La infame Casandra dejo            
		de pies y manos atada,            
		con un tafetán cubierta,            
		y por no escuchar sus ansias,            
		con una liga en la boca;            
		porque al decirle la causa,            
		para cuanto quise hacer            
		me dio lugar, desmayada.            
		Esto aun pudiera, ofendida,            
		sufrir la piedad humana;            
		pero dar la muerte a un hijo,            
		qué corazón no desmaya?            
		Sólo de pensarlo, ¡ay triste!,            
		tiembla el cuerpo, expira el alma,            
		lloran los ojos, la sangre            
		muere en las venas heladas,            
		el pecho se desalienta,            
		el entendimiento falta,            
		la memoria está corrida            
		y la voluntad turbada.            
		Como arroyo que detiene            
		el hielo de noche larga,            
		del corazón a la boca            
		prende el dolor las palabras.            
		¿Qué quieres, Amor?  ¿No ves            
		que Dios a los hijos manda            
		honrar los padres, y el conde            
		su mandamiento quebranta?            
		Déjame, Amor, que castigue            
		a quien las leyes sagradas            
		contra su padre desprecia,            
		pues tengo por cosa clara            
		que si hoy me quita la honra,            
		la vida podrá mañana.            
		Cincuenta mató Artaxerxes            
		con menos causa, y la espada            
		de Dario, Torcuato y Bruto            
		ejecutó sin venganza            
		las leyes de la justicia.            
		Perdona, Amor; no deshagas            
		el derecho del castigo,            
		cuando el honor, en la sala            
		de la razón presidiendo,            
		quiere sentenciar la causa.            
		El fiscal verdad le ha puesto            
		la acusación, y está clara            
		la culpa; que ojos y oídos            
		juraron en la probanza.            
		Amor y sangre, abogados            
		le defienden; mas no basta;            
		que la infamia y la vergüenza            
		son de la parte contraria.            
		La ley de Dios, cuando menos,            
		es quien la culpa relata,            
		su conciencia quien la escribe.            
		¿Pues para qué me acobardas?            
		Él viene, ¡Ay, cielos, favor!



Sale FEDERICO




FEDERICO:     	Basta que en palacio anda            
		pública la fama, señor,            
		que con el marqués Gonzaga            
		casa a Aurora, y que luego            
		se parte con ella a Mantua.            
		¿Mándasme que yo lo crea?
DUQUE:      	Conde, ni sé lo que tratan,            
		ni he dado al marqués licencia;            
		que traigo en cosas más altas            
		puesta la imaginación.
FEDERICO:   	Quien gobierna, mal descansa.            
		¿Qué es lo que te da cuidado?
DUQUE:      	Hijo, un noble de Ferrara            
		se conjura contra mí            
		con otros que le acompañan.            
		Fïóse de una mujer,            
		que el secreto me declara.            
		¡Necio quien de ellas se fía,            
		discreto quien las alaba!            
		Llamé al traidor, finalmente;            
		que un negocio de importancia            
		dije que con él tenía;            
		y cerrado en esa cuadra            
		le dije el caso, y apenas            
		le oyó, cuando se desmaya.            
		Con que pude fácilmente            
		en la silla donde estaba            
		atarle, y cubrir el cuerpo,            
		por que no viese la cara            
		quien a matarle viniese,            
		por no alborotar a Italia.            
		Tú has venido, y es más justo            
		hacer de ti confïanza,            
		para que nadie lo sepa.            
		Saca animoso la espada,            
		conde, y la vida le quita;            
		que a la puerta de la cuadra            
		quiero mirar el valor            
		con que mi enemigo matas.
FEDERICO:   	¿Pruébasme acaso, o es cierto            
		que conspirar intentaban            
		contra ti los dos que dices?
DUQUE:      	Cuando un padre a un hijo manda            
		una cosa, injusta o justa,            
		¿con él se pone a palabras?            
		Vete, cobarde; que yo...
FEDERICO:   	Ten la espada, y aquí aguarda;            
		que no es temor, pues que dices            
		que es una persona atada,            
		pero no sé qué me ha dado,            
		que me está temblando el alma.
DUQUE:      	Quédate, infame...
FEDERICO:                	     Ya voy;            
		que pues tú lo mandas, basta.            
		Pero, ¡vive Dios!
DUQUE:                     ¡Oh, perro!
FEDERICO:   	Ya voy, detente; y si hallara            
		el mismo César le diera            
		por ti, ¡ay Dios!, mil estocadas.



Vase FEDERICO




DUQUE:      	Aquí lo veré; ya llega;            
		ya con la punta la pasa.            
		Ejecute mi justicia            
		quien ejecutó mi infamia.            
		¡Capitanes!  ¡Hola, gente!            
		¡Venid los que estáis de guarda!            
		¡Ah, caballeros, crïados!            
		Presto.



Salen el MARQUÉS, AURORA, BAT´IN, RICARDO y todos
los demás que se han introducido




MARQUÉS:               ¿Para qué nos llamas,            
		señor, con tan altas voces?
DUQUE:      	¿Hay tal maldad?  A Casandra            
		ha muerto el conde, no más            
		de porque fue su madrastra,            
		y le dijo que tenía            
		mejor hijo en sus entrañas            
		para heredarme.  ¡Matadle,            
		matadle!  El duque lo manda.
MARQUÉS:        ¿A Casandra?
DUQUE:                          Sí, marqués.
MARQUÉS:        Pues no volveré yo a Mantua            
		sin que la vida le quite.
DUQUE:      	Ya con la sangrienta espada            
		sale el traidor.



Sale FEDERICO con la espada desnuda, va tras él 
el MARQUÉS




FEDERICO:                  ¿Qué es aquesto?            
		Voy a descubrir la cara            
		del traidor que me decías,            
		y hallo...
DUQUE:                      No prosigas, calla.            
		¡Matadle, matadle!
MARQUÉS:                         ¡Muera!



Vanse FEDERICO y el MARQUÉS




FEDERICO:   	¡Oh, padre!  ¿Por qué me matan?
DUQUE:      	En el tribunal de Dios,            
		traidor, te dirán la causa.            
		Tú, Aurora, con este ejemplo            
		parte con Carlos a Mantua,            
		que él te merece, y yo gusto.
AURORA:     	Estoy, señor, tan turbada,            
		que no sé lo que responda.
BATÍN:          Di que sí; que no es sin causa            
		todo lo que ves, Aurora.
AURORA:     	Señor, desde aquí a mañana            
		te daré respuesta.



Sale el MARQUÉS




MARQUÉS:                    	Ya            
		queda muerto el conde.
DUQUE:                        	        En tanta            
		desdicha, aun quieren los ojos            
		verle muerto con Casandra.



Descúbrense a FEDERICO y CASANDRA




MARQUÉS:        Vuelve a mirar el castigo            
		sin venganza.
DUQUE:                         No es tomarla            
		el castigar la justicia.            
		Llanto sobra, y valor falta.            
		Pagó la maldad que hizo            
		por heredarme.
BATÍN:                        Aquí acaba,            
		senado, aquella tragedia            
		del castigo sin venganza            
		que, siendo en Italia asombro,            
		hoy es ejemplo en España.


FIN DE LA COMEDIA