Ana
Karenina
PRIMERA PARTE
I
Todas
las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene
un motivo especial para sentirse desgraciada.
En
casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de
que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había
apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él.
Semejante
situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los
demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima
impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en
una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían
ellos entre sí.
La
mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres
días; los niños corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les
molestara. La institutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves
y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el
cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer; y el
cochero y la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando
sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.
El
tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban
Arkadievich Oblonsky -Stiva, como le llamaban en sociedad-, al despertar a su
hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el
dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.
Volvió
su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si
se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en
él la mejilla.
De
repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.
"¿Cómo
era", pensó, recordando su sueño. "¡A ver, a ver! Alabin daba una
comida en Darmstadt... Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt
estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de
cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso,
era algo más bonito todavía.
"
Había también unos frascos, que luego resultaron ser mujeres..."
Los
ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño.
Luego quedó pensativo y sonrió.
"¡Qué
bien estaba todo!" Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez
despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.
Observó
que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies,
alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el
año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía
por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio
conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.
Sólo
entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la
alcoba con su mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y arrugó el entrecejo.
-¡Ay,
ay, ay! -se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.
Y
de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible;
pensó en la violenta situación en que se encontraba y pensó, sobre todo, en su
propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.
-No,
no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía,
y, sin embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! -se
repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus detalles.
Lo
peor había sido aquel primer momento, cuando al regreso del teatro, alegre y
satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en
el salón; asustado, la había buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en
su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo había descubierto todo.
Dolly,
aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco
inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano,
mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.
-¿Qué
es esto? ¿Qué me dices de esto? -preguntó, señalando la carta.
Y
ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel
asunto no era el hecho en sí, sino la manera como había contestado entonces a
su esposa.
Le
había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado
vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba.
Así,
en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer
indiferente --cualquiera de aquellas actitudes habría sido preferible-, hizo
una cosa ajena a su voluntad ("reflejos cerebrales" , juzgó Esteban
Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír, sonreír con
su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.
Aquella
necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo
el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un
torrente de palabras duras y apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su
habitación.
Desde
aquel momento, se había negado a ver a su marido.
"¡Todo
por aquella necia sonrisa!", pensaba Esteban Arkadievich. Y se repetía,
desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta: "¿Qué hacer, qué
hacer?".
II
Esteban
Arkadievich era leal consigo mismo. No podía, pues, engañarse asegurándose que
estaba arrepentido de lo que había hecho.
No,
imposible arrepentirse de lo que hiciera un hombre como él, de treinta y cuatro
años, apuesto y aficionado a las damas; ni de no estar ya enamorado de su
mujer, madre de siete hijos, cinco de los cuales vivían, y que tenía sólo un
año menos que él.
De
lo que se arrepentía era de no haber sabido ocultar mejor el caso a su esposa.
Con todo, comprendía la gravedad de la situación y compadecía a Dolly, a los
niños y a sí mismo.
Tal
vez habría tomado más precauciones para ocultar el hecho mejor si hubiese
imaginado que aquello tenía que causar a Dolly tanto efecto.
Aunque
no solía pensar seriamente en el caso, venía suponiendo desde tiempo atrás que
su esposa sospechaba que no le era fiel, pero quitando importancia al asunto.
Creía, además, que una mujer agotada, envejecida, ya nada hermosa, sin
atractivo particular alguno, buena madre de familia y nada más, debía ser
indulgente con él, hasta por equidad.
¡Y
he aquí que resultaba todo lo contrario!
"¡Es
terrible, terrible! ", se repetía Esteban Arkadievich, sin hallar
solución. "¡Con lo bien que iba todo, con lo a gusto que vivíamos! Ella
era feliz rodeada de los niños, yo no la estorbaba en nada, la dejaba en entera
libertad para que se ocupase de la casa y de los pequeños. Claro que no estaba
bien que ella fuese precisamente la institutriz de la casa. ¡Verdaderamente,
hay algo feo, vulgar, en hacer la corte a la institutriz de nuestros propios
hijos!... ¡Pero, qué institutriz! (Oblonsky recordó con deleite los negros y
ardientes ojos de mademoiselle Roland y su encantadora sonrisa.) ¡Pero
mientras estuvo en casa no me tomé libertad alguna! Y lo peor del caso es
que... ¡Todo eso parece hecho adrede! ¡Ay, ay! ¿Qué haré? ¿Qué haré?"
Tal
pregunta no tenía otra respuesta que la que la vida da a todas las preguntas
irresolubles: vivir al día y procurar olvidar. Pero hasta la noche siguiente
Esteban Arkadievich no podría refugiarse en el sueño, en las alegres visiones
de los frascos convertidos en mujeres. Era preciso, pues, buscar el olvido en
el sueño de la vida.
"Ya
veremos", se dijo, mientras se ponía la bata gris con forro de seda azul
celeste y se anudaba el cordón a la cintura. Luego aspiró el aire a pleno
pulmón, llenando su amplio pecho, y, con el habitual paso decidido de sus piernas
ligeramente torcidas sobre las que tan hábilmente se movía su corpulenta
figura, se acercó a la ventana, descorrió los visillos y tocó el timbre.
El
viejo Mateo, su ayuda de cámara y casi su amigo, apareció inmediatamente
llevándole el traje, los zapatos y un telegrama.
Detrás
de Mateo entró el barbero, con los útiles de afeitar.
-¿Han
traído unos papeles de la oficina? -preguntó el Príncipe, tomando el telegrama
y sentándose ante el espejo.
-Están
sobre la mesa -contestó Mateo, mirando con aire inquisitivo y lleno de simpatía
a su señor.
Y,
tras un breve silencio, añadió, con astuta sonrisa:
-Han
venido de parte del dueño de la cochera...
Esteban
Arkadievich, sin contestar, miró a Mateo en el espejo. Sus miradas se cruzaron
en el cristal: se notaba que se comprendían. La mirada de Esteban parecía
preguntar: "¿Por qué me lo dices? ¿No sabes a qué vienen?".
Mateo
metió las manos en los bolsillos, abrió las piernas, miró a su señor sonriendo
de un modo casi imperceptible y añadió con sinceridad:
-Les
he dicho que pasen el domingo, y que, hasta esa fecha, no molesten al señor ni
se molesten.
Era
una frase que llevaba evidentemente preparada.
Esteban
Arkadievich comprendió que el criado bromeaba y no quería sino que se le
prestase atención. Abrió el telegrama, lo leyó, procurando subsanar las
habituales equivocaciones en las palabras, y su rostro se iluminó.
-Mi
hermana Ana Arkadievna llega mañana, Mateo -dijo, deteniendo un instante la
mano del barbero, que ya trazaba un camino rosado entre las largas y rizadas
patillas.
-¡Loado
sea Dios! -exclamó Mateo, dando a entender con esta exclamación que, como a su
dueño, no se le escapaba la importancia de aquella visita en el sentido de que
Ana Arkadievna, la hermana queridísima, había de contribuir a la reconciliación
de los dos esposos.
-¿La
señora viene sola o con su marido? -preguntó Mateo.
Esteban
Arkadievich no podía contestar, porque en aquel momento el barbero le afeitaba
el labio superior; pero hizo un ademán significativo levantando un dedo. Mateo
aprobó con un movimiento de cabeza ante el espejo.
-Sola,
¿eh? ¿Preparo la habitación de arriba?
-Consulta
a Daria Alejandrovna y haz lo que te diga.
-¿A
Daria Alejandrovna? -preguntó, indeciso, el ayuda de cámara.
-Sí.
Y llévale el telegrama. Ya me dirás lo que te ordena.
Mateo
comprendió que Esteban quería hacer una prueba, y se limitó a decir:
-Bien,
señor
Ya
el barbero se había marchado y Esteban Arkadievich, afeitado, peinado y lavado,
empezaba a vestirse, cuando, lento sobre sus botas crujientes y llevando el telegrams
en la mano, penetró Mateo en la habitación.
-Me
ha ordenado deciros que se va. "Que haga lo que le parezca", me ha
dicho. -Y el buen criado miraba a su señor, riendo con los ojos, con las manos
en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada.
Esteban
Arkadievich callaba. Después, una bondadosa y triste sonrisa iluminó su hermoso
semblante.
-Y
bien, Mateo, ¿qué te parece? -dijo moviendo la cabeza.
-Todo
se arreglará, señor -opinó optimista el ayuda de cámara.
-¿Lo
crees así?
-Sí,
señor.
-¿Por
qué te lo figuras? ¿Quién va? -agregó el Principe al sentir detrás de la puerta
el roce de una falda.
-Yo,
señor -repuso una voz firme y agradable.
Y
en la puerta apareció el rostro picado de viruelas del aya, Matena Filimonovna.
-¿Qué
hay, Matrecha? -preguntó Esteban Arkadievich, saliendo a la puerta.
Aunque
pasase por muy culpable a los ojos de su mujer y a los suyos propios, casi
todos los de la casa, incluso Matrecha, la más íntima de Daria Alejandrovna,
estaban de su parte.
-¿Qué
hay? -repitió el Principe, con tristeza.
-Vaya
usted a verla, señor, pídale perdón otra vez... ¡Acaso Dios se apiade de
nosotros! Ella sufre mucho y da lástima de mirar.. Y luego, toda la casa anda
revuelta. Debe usted tener compasión de los niños. Pídale perdón, señor.. ¡Qué
quiere usted! Al fin y al cabo no haría mas que pagar sus culpas. Vaya a
verla...
-No
me recibirá...
-Pero
usted habrá hecho lo que debe. ¡Dios es misericordioso! Ruegue a Dios, señor,
ruegue a Dios...
-En
fin, iré... -dijo Esteban Arkadievich, poniéndose encarnado. Y, quitándose la
bata, indicó a Mateo-: Ayúdame a vestirme.
Mateo,
que tenía ya en sus manos la camisa de su señor, sopló en ella como limpiándola
de un polvo invisible y la ajustó al cuerpo bien cuidado de Esteban Arkadievich
con evidente satisfacción.
III
Esteban
Arkadievich, ya vestido, se perfumó con un pulverizador, se ajustó los puños de
la camisa y, con su ademán habitual, guardó en los bolsillos los cigarros, la
cartera, el reloj de doble cadena...
Se
sacudió ligeramente con el pañuelo y, sintiéndose limpio, perfumado, sano y
materialmente alegre a pesar de su disgusto, salió con redo paso y se dirigió
al comedor, donde le aguardaban el café y, al lado, las camas y los expedientes
de la oficina.
Leyó
las cartas. Una era muy desagradable, porque procedía del comerciante que
compraba la madera de las propiedades de su mujer y, como sin reconciliarse con
ella no era posible realizar la operación, parecía que se mezclase un interés
material con su deseo de restablecer la armonía en su casa. La posibilidad de
que se pensase que el interés de aquella venta le inducía a buscar la
reconciliación le disgustaba.
Leído
el correo, Esteban Arkadievich tomó los documentos de la oficina, hojeó con
rapidez un par de expedientes, hizo unas observaciones en los márgenes con un
enorme lápiz, y luego comenzó a tomarse el café, a la vez que leía el periódico
de la mañana, húmeda aún la tinta de imprenta.
Recibía
a diario un periódico liberal no extremista, sino partidario de las
orientaciones de la mayoría. Aunque no le interesaban el arte, la política ni
la ciencia, Esteban Arkadievich profesaba firmemente las opiniones sustentadas
por la mayoría y por su periódico. Sólo cambiaba de ideas cuando éstos variaban
o, dicho con más exactitud, no las cambiaba nunca, sino que se modiîicaban por
sí solas en él sin que ni él mismo se diese cuenta.
No
escogía, pues, orientaciones ni modos de pensar, antes dejaba que las
orientaciones y modos de pensar viniesen a su encuentro, del mismo modo que no
elegía el corte de sus sombreros o levitas, sino que se limitaba a aceptar la
moda corriente. Como vivía en sociedad y se hallaba en esa edad en que ya se
necesita tener opiniones, acogía las ajenas que le convenían. Si optó por el
liberalismo y no por el conservadurismo, que también tenía muchos partidarios
entre la gente, no fue por convicción íntima, sino porque el liberalismo
cuadraba mejor con su género de vida.
El
partido liberal aseguraba que todo iba mal en Rusia y en efecto, Esteban
Arkadievich tenía muchas deudas y sufría siempre de una grave penuria de
dinero. Agregaban los liberales que el matrimonio era una institución caduca,
necesitada de urgente reforma, y Esteban Arkadievich encontraba, en efecto,
escaso interés en la vida familiar, por lo que tenía que fingir contrariando
fuertemente sus inclinaciones.
Finalmente,
el partido liberal sostenía o daba a entender que la religión no es más que un
freno para la parte inculta de la población, y Esteban Arkadievich estaba de
acuerdo, ya que no podía asistir al más breve oficio religioso sin que le
dolieran las piernas1. Tampoco comprendía por qué se inquietaba a
los fieles con tantas palabras terribles y solemnes relativas al otro mundo
cuando en éste se podía vivir tan bien y tan a gusto. Añádase a esto que
Esteban Arkadievich no desaprovechaba nunca la ocasión de una buena broma y se
divertía con gusto escandalizando a las gentes tranquilas, sosteniendo que ya
que querían envanecerse de su origen, era preciso no detenerse en Rurik2
y renegar del mono, que era el antepasado más antiguo.
De
este modo, el liberalismo se convirtió para Esteban Arkadievich en una
costumbre; y le gustaba el periódico, como el cigarro después de las comidas,
por la ligera bruma con que envolvía su cerebro.
Leyó
el artículo de fondo, que afirmaba que es absurdo que en nuestros tiempos se
levante el grito aseverando que el radicalismo amenaza con devorar todo lo
tradicional y que urge adoptar medidas para aplastar la hidra revolucionaria,
ya que, "muy al contrario, nuestra opinión es que el mal no está en esta
supuesta hidra revolucionaria, sino en el terco tradicionalismo que retarda el
progreso..." .
Luego
repasó otro artículo, éste sobre finanzas, en el que se citaba a Bentham y a
Mill, y se atacaba de una manera velada al Ministerio. Gracias a la claridad de
su juicio comprendía en seguida todas las alusiones, de dónde partían y contra
quién iban dirigidas, y el comprobarlo le producía cierta satisfacción.
Pero
hoy estas satisfacciones estaban acibaradas por el recuerdo de los consejos de
Matrena Filimonovna y por la idea del desorden que reinaba en su casa.
Leyó
después que, según se decía, el conde Beist había partido para Wiesbaden, que
no habría ya nunca más canas, que se vendía un cochecillo ligero y que una
joven ofrecía sus servicios.
Pero
semejantes noticias no le causaban hoy la satisfacción tranquila y ligeramente
irónica de otras veces.
Terminado
el periódico, la segunda taza de café y el kalach3 con mantequilla,
Esteban Arkadievich se levantó, se limpió las migas que le cayeran en el
chaleco y, sacando mucho el pecho, sonrió jovialmente, no como reflejo de su
estado de espíritu, sino con el optimismo de una buena digestión.
Pero
aquella sonrisa alegre le recordó de pronto su situación, y se puso serio y
reflexionó.
Tras
la puerta se oyeron dos voces infantiles, en las que reconoció las de Gricha,
su hijo menor, y la de Tania, su hija de más edad. Los niños acababan de dejar
caer alguna cosa.
-¡Ya
te dije que los pasajeros no pueden ir en el techo! -gritaba la niña en
inglés-. ¿Ves? Ahora tienes que levantarlos.
"Todo
anda revuelto -pensó Esteban Arkadievich-. Los niños juegan donde quieren, sin
que nadie cuide de ellos."
Se
acercó a la puerta y les llamó. Los chiquillos, dejando una caja con la que
representaban un tren, entraron en el comedor.
Tania,
la predilecta del Príncipe, corrió atrevidamente hacia él y se colgó a su
cuello, feliz de poder respirar el característico perfume de sus patillas.
Después de haber besado el rostro de su padre, que la ternura y la posición
inclinada en que estaba habían enrojecido, Tania se disponía a salir. Pero él
la retuvo.
-¿Qué
hace mamá? -preguntó, acariciando el terso y suave cuello de su hija-. ¡Hola!
-añadió, sonriendo, dirigiéndose al niño, que le había saludado.
Reconocía
que quería menos a su hijo y procuraba disimularlo y mostrarse igualmente
amable con los dos, pero el pequeño se daba cuenta y no correspondió con
ninguna sonrisa a la sonrisa fría de su padre.
-Mamá
ya está levantada -contestó la niña.
Esteban
Arkadievich suspiró.
"Eso
quiere decir que ha pasado la noche en vela", pensó.
-¿Y
está contenta?
La
pequeña sabía que entre sus padres había sucedido algo, que mamá no estaba
contenta y que a papá debía constarle y no había de fingir ignorarlo
preguntando con aquel tono indiferente. Se ruborizó, pues, por la mentira de su
padre. Él, a su vez, adivinó los sentimientos de Tania y se sonrojó también.
-No
sé -repuso la pequeña-: mamá nos dijo que no estudiásemos hoy, que fuésemos con
miss Hull a ver a la abuelita.
-Muy
bien. Ve, pues, donde te ha dicho la mamá, Tania. Pero no; espera un momento
-dijo, reteniéndola y acariciando la manita suave y delicada de su hija.
Tomó
de la chimenea una caja de bombones que dejara allí el día antes y ofreció dos
a Tania, eligiendo uno de chocolate y otro de azúcar, que sabía que eran los
que más le gustaban.
-Uno
es para Gricha, ¿no, papá? -preguntó la pequeña, señalando el de chocolate.
-Sí,
sí...
Volvió
a acariciarla en los hombros, le besó la nuca y la dejó marchar.
-El
coche está listo, señor -dijo Mateo-. Y le está esperando un visitante que
quiere pedirle no sé qué...
-¿Hace
rato que está ahí?
-Una
media horita.
-¿Cuántas
veces te he dicho que anuncies las visitas en seguida?
-¡Lo
menos que puedo hacer es dejarle tomar tranquilo su café, señor -replicó el
criado con aquel tono entre amistoso y grosero que no admitía réplica.
-Vaya,
pues que entre -dijo Oblonsky, con un gesto de desagrado.
La
solicitante, la esposa del teniente Kalinin, pedía una cosa estúpida a
imposible. Pero Esteban Arkadievich, según su costumbre, la hizo entrar, la
escuchó con atención y, sin interrumpirla, le dijo a quién debía dirigirse para
obtener lo que deseaba y hasta escribió, con su letra grande, hermosa y clara,
una carta de presentación para aquel personaje.
Despachada
la mujer del oficial, Oblonsky tomó el sombrero y se detuvo un momento,
haciendo memoria para recordar si olvidaba algo. Pero nada había olvidado, sino
lo que quería olvidar: su mujer.
"Eso
es. ¡Ah, sí!" , se dijo, y sus hermosas facciones se ensombrecieron.
"¿Iré o no?"
En
su interior una voz le decía que no, que nada podía resultar sino fingimientos,
ya que era imposible volver a convertir a su esposa en una mujer atractiva,
capaz de enamorarle, como era imposible convertirle a él en un viejo incapaz de
sentirse atraído por las mujeres hermosas.
Nada,
pues, podía resultar sino disimulo y mentira, dos cosas que repugnaban a su
carácter.
"No
obstante, algo hay que hacer. No podemos seguir así", se dijo, tratando de
animarse.
Ensanchó
el pecho, sacó un cigarrillo, lo encendió, le dio dos chupadas, lo tiró en el
cenicero de nácar y luego, con paso rápido, se dirigió al salón y abrió la
puerta que comunicaba con el dormitorio de su mujer.
IV
Daria
Alejandrovna, vestida con una sencilla bata y rodeada de prendas y objetos esparcidos
por todas partes, estaba de pie ante un armario abierto del que iba sacando
algunas cosas. Se había anudado con prisas sus cabellos, ahora escasos, pero un
día espesos y hermosos, sobre la nuca, y sus ojos, agrandados por la
delgadez de su rostro, tenían una expresión asustada.
Al
oír los pasos de su marido, interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió
hacia la puerta, intentando en vano ocultar bajo una expresión severa y de
desprecio, la turbación que le causaba aquella entrevista.
Lo
menos diez veces en aquellos tres días había comenzado la tarea de separar sus
cosas y las de sus niños para llevarlas a casa de su madre, donde pensaba irse.
Y nunca conseguía llevarlo a cabo.
Como
todos los días, se decía a sí misma que no era posible continuar así, que había
que resolver algo, castigar a su marido, afrentarle, devolverle, aunque sólo
fuese en parte, el dolor que él le había causado. Pero mientras se decía que
había de marchar, reconocía en su interior que no era posible, porque no podía
dejar de considerarle como su esposo, no podía, sobre todo, dejar de amarle.
Comprendía,
además, que si aquí, en su propia casa, no había podido atender a sus cinco
hijos, peor lo habría de conseguir en otra. Ya el más pequeño había
experimentado las consecuencias del desorden que reinaba en la casa y había
enfermado por tomar el día anterior un caldo mal condimentado, y poco faltó
para que los otros se quedaran el día antes sin comer.
Sabía,
pues, que era imposible marcharse; pero se engañaba a sí misma fingiendo que
preparaba las cosas para hacerlo.
Al
ver a su marido, hundió las manos en un cajón, como si buscara algo, y no se
volvió para mirarle hasta que lo tuvo a su lado. Su cara, que quería ofrecer un
aspecto severo y resuelto, denotaba sólo sufrimiento a indecisión.
-¡Dolly!
-murmuró él, con voz tímida.
Y
bajó la cabeza, encogiéndose y procurando adoptar una actitud sumisa y
dolorida, pero, a pesar de todo, se le veía rebosante de salud y lozanía. Ella
le miró de cabeza a pies con una rápida mirada.
"Es
feliz y está contento -se dijo-. ¡Y en cambio yo! ¡Ah, esa odiosa bondad suya
que tanto le alaban todos! ¡Yo le aborrezco más por ella!"
Contrajo
los labios y un músculo de su mejilla derecha tembló ligeramente.
-¿Qué
quiere usted? -preguntó con voz rápida y profunda, que no era la suya.
-Dolly
-repitió él con voz insegura-. Ana llega hoy.
-¿Y
a mí qué me importa? No pienso recibirla -exclamó su mujer.
-Es
necesario que la recibas, Dolly.
-¡Váyase
de aquí, váyase! -le gritó ella, como si aquellas exclamaciones le fuesen
arrancadas por un dolor físico.
Oblonsky
pudo haber estado tranquilo mientras pensaba en su mujer, imaginando que todo
se arreglaría, según le dijera Mateo, en tanto que leía el periódico y tomaba
el café. Pero al contemplar el rostro de Dolly, cansado y dolorido, al oír su
resignado y desesperado acento, se le cortó la respiración, se le oprimió la
garganta y las lágrimas afluyeron a sus ojos.
-¡Oh,
Dios mío, Dolly, qué he hecho! -murmuró. No pudo decir más, ahogada la voz por
un sollozo.
Ella
cerró el armario y le miró.
-¿Qué
te puedo decir, Dolly? Sólo una cosa: que me perdones... ¿No crees que los
nueve años que llevamos juntos merecen que olvidemos los momentos de...
Dolly
bajó la cabeza, y escuchó lo que él iba a decirle, como si ella misma le
implorara que la convenciese.
-¿...
los momentos de ceguera? -siguió él.
E
iba a continuar, pero al oír aquella expresión, los labios de su mujer
volvieron a contraerse, como bajo el efecto de un dolor físico, y de nuevo
tembló el músculo de su mejilla.
-¡Váyase,
váyase de aquí -gritó con voz todavía más estridente- y no hable de sus
cegueras ni de sus villanías!
Y
trató ella misma de salir, pero hubo de apoyarse, desfalleciente, en el
respaldo de una silla. El rostro de su marido parecía haberse dilatado; tenía
los labios hinchados y los ojos llenos de lágrimas.
-¡Dolly!
-murmuraba, dando rienda suelta a su llanto-. Piensa en los niños... ¿Qué culpa
tienen ellos? Yo sí soy culpable y estoy dispuesto a aceptar el castigo que
merezca. No encuentro palabras con qué expresar lo mal que me he portado.
¡Perdóname, Dolly!
Ella
se sentó. Oblonsky oía su respiración, fatigosa y pesada, y se sintió invadido,
por su mujer, de una infinita compasión. Dolly quiso varias veces empezar a
hablar; pero no pudo. Él esperaba.
-Tú
te acuerdas de los niños sólo para valerte de ellos, pero yo sé bien que ya
están perdidos -dijo ella, al fin, repitiendo una frase que, seguramente, se
había dicho a sí misma más de una vez en aquellos tres días.
Le
había tratado de tú. Oblonsky la miró reconocido, y se adelantó para cogerle la
mano, pero ella se apartó de su esposo con repugnancia.
-Pienso
en los niños, haría todo lo posible para salvarles, pero no sé cómo.
¿Quitándoles a su padre o dejándoles cerca de un padre depravado, sí, depravado?
Ahora, después de lo pasado -continuó, levantando la voz-, dígame: ¿cómo es
posible que sigamos viviendo juntos? ¿Cómo puedo vivir con un hombre, el padre
de mis hijos, que tiene relaciones amorosas con la institutriz de sus hijos?
-¿Y
qué quieres que hagamos ahora? ¿Qué cabe hacer? -repuso él, casi sin saber lo
que decía, humillando cada vez más la cabeza.
-Me
da usted asco, me repugna usted -gritó Dolly, cada vez más agitada-. ¡Sus
lágrimas son agua pura! ¡Jamás me ha amado usted! ¡No sabe lo que es nobleza ni
sentimiento!... Le veo a usted como a un extraño, sí, como a un extraño -dijo,
repitiendo con cólera aquella palabra para ella tan terrible: un extraño.
Oblonsky
la miró, asustado y asombrado de la ira que se retrataba en su rostro. No
comprendía que lo que provocaba la ira de su mujer era la lástima que le
manifestaba. Ella sólo veía en él compasión, pero no amor.
"Me
aborrece, me odia y no me perdonará", pensó Oblonsky.
-¡Es
terrible, terrible! -exclamó.
Se
oyó en aquel momento gritar a un niño, que se había, seguramente, caído en
alguna de las habitaciones. Daria Alejandrovna prestó oído y su rostro se
dulcificó repentinamente. Permaneció un instante indecisa como si no supiera
qué hacer y, al fin, se dirigió con rapidez hacia la puerta.
"Quiere
a mi hijo", pensó el Príncipe. "Basta ver cómo ha cambiado de
expresión al oírle gritar. Y si quiere a mi hijo, ¿cómo no ha de quererme a
mí?"
-Espera,
Dolly: una palabra más -dijo, siguiéndola.
-Si
me sigue, llamaré a la gente, a mis hijos, para que todos sepan que es un
villano. Yo me voy ahora mismo de casa. Continúe usted viviendo aquí con su
amante. ¡Yo me voy ahora mismo de casa!
Y
salió, dando un portazo.
Esteban
Arkadievich suspiró, se secó el rostro y lentamente se dirigió hacia la puerta.
"Mateo
dice que todo se arreglará" , reflexionaba, "pero no sé cómo. No veo
la manera ¡Y qué modo de gritar! ¡Qué términos! Villano, amante... -se dijo,
recordando las palabras de su mujer-. ¡Con tal que no la hayan oído las
criadas! ¡Es terrible! " , se repitió. Permaneció en pie unos segundos, se
enjugó las lágrimas, suspiró, y, levantando el pecho, salió de la habitación.
Era
viernes. En el comedor, el relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes.
Esteban Arkadievich recordó su broma acostumbrada, cuando, hablando de aquel
alemán calvo, tan puntual, decía que se le había dado cuerda a él para toda la
vida a fin de que él pudiera darle a su vez a los relojes, y sonrió. A Esteban
Arkadievich le gustaban las bromas divertidas. "Acaso", volvió a pensar,
"se arregle todo! ¡Qué hermosa palabra arreglar!", se dijo.
"Habrá que contar también ese chiste. "
Llamó
a Mateo:
-Mateo,
prepara la habitación para Ana Arkadievna. Di a María que te ayude.
-Está
bien, señor.
Esteban
Arkadievich se puso la pelliza y se encaminó hacia la escalera.
-¿No
come el señor en casa? -preguntó Mateo, que iba a su lado.
-No
sé; veremos. Toma, para el gasto -dijo Oblonsky, sacando diez rublos de la
cartera-. ¿Te bastará?
-Baste
o no, lo mismo nos tendremos que arreglar --dijo Mateo, cerrando la portezuela
del coche y subiendo la escalera.
Entre
tanto, calmado el niño y comprendiendo por el ruido del carruaje que su esposo
se iba, Daria Alejandrovna volvió a su dormitorio. Aquél era su único lugar de
refugio contra las preocupaciones domésticas que la rodeaban apenas salía de
allí. Ya en aquel breve momento que pasara en el cuarto de los niños, la
inglesa y Matrena la habían preguntado acerca de varias cosas urgentes que
había que hacer y a las que sólo ella podía contestar. "¿Qué tenían que ponerse
los niños para ir de paseo?" "¿Les daban leche?"
"¿Se buscaba otro cocinero o no?"
-¡Déjenme
en paz! -había contestado Dolly, y, volviéndose a su dormitorio, se sentó en el
mismo sitio donde antes había hablado con su marido, se retorció las manos cargadas
de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y comenzó a recordar la
conversación tenida con él.
"Ya
se ha ido", pensaba. "¿Cómo acabará el asunto de la institutriz?
¿Seguirá viéndola? Debí habérselo preguntado.
No,
no es posible reconciliarse... Aun si seguimos viviendo en la misma casa, hemos
de vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para siempre!",
repitió, recalcando aquellas terribles palabras. "¡Y cómo le quería! ¡Cómo
le quería, Dios mío! ¡Cómo le he querido! Y ahora mismo: ¿no le quiero, y acaso
más que antes? Lo horrible es que ..."
No
pudo concluir su pensamiento porque Matrena Filimonovna se presentó en la
puerta.
-Si
me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano, señora --dijo-. Si no, tendré que
preparar yo la comida, no sea que los niños se queden sin comer hasta las seis
de la tarde, como ayer.
-Ahora
salgo y miraré lo que se haya de hacer. ¿Habéis enviado por leche fresca?
Y
Daria Alejandrovna, sumiéndose en las preocupaciones cotidianas, ahogó en ellas
momentáneamente su dolor.
V
Aunque
nada tonto, Esteban Arkadievich era perezoso y travieso, por lo que salió del
colegio figurando entre los últimos.
Con
todo, pese a su vida de disipación, a su modesto grado y a su poca edad,
ocupaba el cargo de presidente de un Tribunal público de Moscú. Había obtenido
aquel empleo gracias a la influencia del marido de su hermana Ana, Alexis
Alejandrovich Karenin, que ocupaba un alto cargo en el Ministerio del que
dependía su oficina.
Pero
aunque Karenin no le hubiera colocado en aquel puesto, Esteban Arkadievich, por
mediación de un centenar de personas, hermanos o hermanas, primos o tíos,
habría conseguido igualmente aquel cargo a otro parecido que le permitiese
ganar los seis mil rublos anuales que le eran precisos, dada la mala situación
de sus negocios, aun contando con los bienes que poseía su mujer.
La
mitad de la gente de posición de Moscú y San Petersburgo eran amigos o
parientes de Esteban Arkadievich. Nació en el ambiente de los poderosos de este
mundo. Una tercera parte de los altos funcionarios, los antiguos, habían sido
amigos de su padre y le conocían a él desde la cuna. Con otra tercera parte se
tuteaba, y la parte restante estaba compuesta de conocidos con los que mantenía
cordiales relaciones.
De
modo que los distribuidores de los bienes terrenales -como cargos,
arrendamientos, concesiones, etcétera- eran amigos o parientes y no habían de
dejar en la indigencia a uno de los suyos.
Así,
para obtener un buen puesto, Oblonsky no necesitó esforzarse mucho. Le bastó no
contradecir, no envidiar, no disputar, no enojarse, todo lo cual le era fácil
gracias a la bondad innata de su carácter. Le habría parecido increíble no
encontrar un cargo con la retribución que necesitaba, sobre todo no
ambicionando apenas nada: sólo lo que habían obtenido otros amigos de su edad y
que estuviera al alcance de sus aptitudes.
Los
que le conocían, no sólo apreciaban su carácter jovial y bondadoso y su
indiscutible honradez, sino que se sentían inclinados hacia él incluso por su
arrogante presencia, sus brillantes ojos, sus negras cejas y su rostro blanco y
sonrosado. Cuando alguno le encontraba exteriorizaba en seguida su contento:
"¡Aquí esta Stiva Oblonsky!", exclamaba al verle aparecer, casi
siempre sonriendo con jovialidad.
Y,
si bien después de una conversación con él no se producía ninguna especial
satisfacción, las gentes, un día y otro, cuando le veían, volvían a acogerle
con idéntico regocijo.
En
los tres años que llevaba ejerciendo su cargo en Moscú, Esteban Arkadievich
había conseguido, no sólo atraerse el afecto, sino el respeto de compañeros,
subordinados, jefes y de cuantos le trataban. Las principales cualidades que le
hacían ser respetado en su oficina eran, ante todo, su indulgencia con los
demás -basada en el reconocimiento de sus propios defectos- y, después, su
sincero liberalismo. No aquel liberalismo de que hablaban los periódicos, sino
un liberalismo que llevaba en la sangre, y que le hacía tratar siempre del
mismo modo a todos, sin distinción de posiciones y jerarquías, y finalmente -y
era ésta la cualidad principal- la perfecta indiferencia que le inspiraba su
cargo, lo que le permitía no entusiasmarse demasiado con él ni cometer errores.
Entrando
en su oficina, Oblonsky pasó a su pequeño gabinete particular, seguido del respetuoso
conserje, que le llevaba la cartera. Se vistió allí el uniforme y entró en el
despacho.
Los
escribientes y oficiales se pusieron en pie, saludándole con jovialidad y
respeto. Como de costumbre, Esteban Arkadievich estrechó las manos a los
miembros del Tribunal y se sentó en su puesto. Bromeó y charló un rato, no más
de lo conveniente, y comenzó a trabajar.
Nadie
mejor que él sabía deslindar los límites de la llaneza oportuna y la seriedad
precisa para hacer agradable y eficaz el trabajo.
El
secretario se acercó con los documentos del día, y le habló con el tono de
familiaridad que introdujera en la oficina el propio Esteban Arkadievich.
-Al
fin hemos recibido los datos que necesitábamos de la administración provincial
de Penza. Aquí están. Con su permiso...
-¿Conque
ya se recibieron? -exclamó Esteban Arkadievich, poniendo la mano sobre ellos-.
¡Ea, señores! Y la oficina en pleno comenzó a trabajar.
"¡Si
ellos supieran", pensaba, mientras, con aire grave, escuchaba el informe,
" qué aspecto de chiquillo travieso cogido en falta tenía media hora antes
su "presidente de Tribunal"!"
Y
sus ojos reían mientras escuchaba la lectura del expediente.
El
trabajo duraba hasta las dos, en que se abría una tregua para el almuerzo.
Poco
antes de aquella hora, las grandes puertas de la sala se abrieron de improviso
y alguien penetró en ella. Los miembros del tribunal, sentados bajo el retrato
del Emperador y los colocados bajo el zérzalo4, miraron hacia la
puerta, satisfechos de aquella diversión inesperada. Pero el ujier hizo salir
en seguida al recién llegado y cerró trás él la puerta vidriera.
Una
vez examinado el expediente, Oblonsky se levantó, se desperezó y, rindiendo
tributo al liberalismo de los tiempos que corrían, encendió un cigarrillo en
plena sala del consejo y se dirigó a su despacho.
Sus
dos amigos, el veterano empleado Nikitin y el gentilhombre de cámara Grinevich,
le siguieron.
-Después
de comer tendremos tiempo de terminar el asunto -dijo Esteban Arkadievich.
-Naturalmente
-afirmó Nikitin.
-¡Ese
Fomin debe de ser un pillo redomado! -dijo Grinevich refiriéndose a uno de los
que estaban complicados en el expediente que tenían en estudio.
Oblonsky
hizo una mueca, como para dar a entender a Grinevich que no era conveniente
establecer juicios anticipados, y no contestó.
-¿Quién
era el que entró mientras trabajábamos? -preguntó al ujier.
-Uno
que lo hizo sin permiso, Excelencia, aprovechando un descuido mío. Preguntó por
usted. Le dije que hasta que no salieran los miembros del Tribunal...
-¿Dónde
está?
-Debe
de haberse ido a la antesala. No lo podía sacar de aquí. ¡Ah, es ése! -dijo el
ujier, señalando a un individuo de buena figura, ancho de espaldas, con la
barba rizada, el cual, sin quitarse el gorro de piel de camero, subía a toda
prisa la desgastada escalinata de piedra.
Un
funcionario enjuto, que descendía con una cartera bajo el brazo, miró con
severidad las piernas de aquel hombre y dirigió a Oblonsky una inquisitiva
mirada.
Esteban
Arkadievich estaba en lo alto de la escalera. Su rostro, resplandeciente sobre
el cuello bordado del uniforme, resplandeció más al reconocer al recién
llegado.
-Es
él, me lo figuraba. Es Levin -dijo con sonrisa amistosa y algo burlona-. ¿Cómo
te dignas venir a visitarme en esta "covachuela" ? -dijo abrazando a
su amigo, no contento con estrechar su mano---. ¿Hace mucho que llegaste?
-Ahora
mismo. Tenía muchos deseos de verte -contestó Levin con timidez y mirando a la
vez en torno suyo con inquietud y disgusto.
-Bien:
vamos a mi gabinete -dijo Oblonsky, que conocía la timidez y el excesivo amor
propio de su amigo.
Y,
sujetando su brazo, le arrastró tras de sí, como si le abriera camino a través
de graves peligros.
Esteban
Arkadievich tuteaba a casi todos sus conocidos: ancianos de sesenta años y
muchachos de veinte, artistas y ministros, comerciantes y generales. De modo
que muchos de los que tuteaba se hallaban en extremos opuestos de la escala
social y habrían quedado muy sorprendidos de saber que, a través de Oblonsky,
tenían algo de común entre sí.
Se
tuteaba con todos con cuantos bebía champaña una vez, y como lo bebía con todo
el mundo, cuando en presencia de sus subordinados se encontraba con uno de
aquellos "tús", como solía llamar en broma a tales amigos, de los que
tuviera que avergonzarse, sabía eludir, gracias a su tacto natural, lo que
aquello pudiese tener de despreciable para sus subordinados.
Levin
no era un "tú" del que pudiera avergonzarse, pero Oblonsky comprendía
que su amigo pensaba que él tendría tal vez recelos en demostrarle su intimidad
en presencia de sus subalternos y por eso le arrastró a su despacho.
Levin
era de la misma edad que Oblonsky. Su tuteo no se debía sólo a haber bebido
champaña juntos, sino a haber sido amigos y compañeros en su primera juventud.
No obstante la diferencia de sus inclinaciones y caracteres, se querían como
suelen quererse dos amigos de la adolescencia. Pero, como pasa a menudo entre
personas que eligen diversas profesiones, cada uno, aprobando y comprendiendo
la elección del otro, la despreciaba en el fondo de su alma.
Le
parecía a cada uno de los dos que la vida que él llevaba era la única real y la
del amigo una ficción. Por eso Oblonsky no había podido reprimir una sonrisa
burlona al ver a Levin. Varias veces le había visto en Moscú, llegado del
pueblo, donde se ocupaba en cosas que Esteban Arkadievich no alcanzaba nunca a
comprender bien, y que, por otra parte, no le interesaban.
Levin
llegaba siempre a Moscú precipitadamente, agitado, cohibido a irritado contra
sí mismo por su torpeza y expresando generalmente puntos de vista
desconcertantes a inesperados respecto a todo.
Esteban
Arkadievich encontraba aquello muy divertido. Levin, en el fondo, despreciaba
también la vida ciudadana de Oblonsky y su trabajo, que le parecían sin valor.
La diferencia estribaba en que Oblonsky, haciendo lo que todos los demás, al
reírse de su amigo, lo hacía seguro de sí y con buen humor, mientras que Levin
carecía de serenidad y a veces se irritaba.
-Hace
mucho que te esperaba --dijo Oblonsky, entrando en el despacho y soltando el
brazo de su amigo, como para indicar que habían concluido los riesgos-. Estoy
muy contento de verte ---continuó---. ¿Cuándo has llegado?
Levin
callaba, mirando a los dos desconocidos amigos de Esteban Arkadievich y
fijándose, sobre todo, en la blanca mano del elegante Grinevich, una mano de
afilados y blancos dedos y de largas uñas curvadas en su extremidad. Aquellas
manos surgiendo de los puños de una camisa adornados de brillantes y enormes
gemelos, atraían toda la atención de Levin, coartaban la libertad de sus pensamientos.
Oblonsky
se dio cuenta y sonrió.
-Permitidme
presentaros --dijo-. Aquí, mis amigos Felipe Ivanovich Nikitin y Mijail
Stanislavovich Grinevich. Y aquí -añadió volviéndose a Levin-: una personalidad
de los estados provinciales, un miembro de los zemstvos5, un
gran deportista, que levanta con una sola mano cinco puds6; el
rico ganadero, formidable cazador y amigo mío Constantino Dmitrievich Levin,
hermano de Sergio Ivanovich Kosnichev.
-Mucho
gusto en conocerle -dijo el anciano.
-Tengo
el honor de conocer a su hermano Sergio Ivanovich -aseguró Grinevich,
tendiéndole su fina mano de largas uñas.
Levin
arrugó el entrecejo, le estrechó la mano con frialdad y se volvió hacia
Oblonsky. Aunque apreciaba mucho a su hermano de madre, célebre escritor, le
resultaba intolerable que no le consideraran a él como Constantino Levin, sino
como hermano del ilustre Koznichev.
-Ya
no pertenezco al zemstvo -dijo, dirigiéndose a Oblonsky-. Me peleé con
todos. No asisto ya a sus reuniones.
-¡Caramba,
qué pronto te has cansado! ¿Como ha sido eso? -preguntó su amigo, sonriendo.
-Es
una historia larga. Otro día te la contaré -replicó Levin.
Pero
a continuación comenzó a relatarla:
-En
una palabra: tengo la certeza de que no se hace ni se podrá hacer nada de
provecho con los zemstvos -profirió como si contestase a una injuria-.
Por un lado, se juega al parlamento, y yo no soy ni bastante viejo ni bastante
joven para divertirme jugando. Por otra parte -Levin hizo una pausa- ... es una
manera que ha hallado la coterie7 rural de sacar el jugo a las
provincias. Antes había juicios y tutelas, y ahora zemstvos, no en forma
de gratificaciones, sino de sueldos inmerecidos -concluyó con mucho calor, como
si alguno de los presentes le hubiese rebatido las opiniones.
-Por
lo que veo, atraviesas una fase nueva, y esta vez conservadora -dijo Oblonsky-.
Pero ya hablaremos de eso después.
-Sí,
después... Pero antes quería hablarte de cierto asunto... -repuso Levin mirando
con aversión la mano de Grinevich.
Esteban
Arkadievich sonrió levemente.
-¿No
me decías que no te pondrías jamás vestidos europeos? -preguntó a Levin,
mirando el traje que éste vestía, seguramente cortado por un sastre francés-.
¡Cuando digo que atraviesas una nueva fase!
Levin
se sonrojo, pero no como los adultos, que se ponen encarnados casi sin darse
cuenta, sino como los niños, que al ruborizarse comprenden lo ridículo de su
timidez, lo que excita más aún su rubor, casi hasta las lágrimas.
Hacía
un efecto tan extraño ver aquella expresión pueril en el rostro varonil a
inteligente de su amigo que Oblonsky desvió la mirada.
-¿Dónde
nos podemos ver? -preguntó Levin-. Necesito hablarte.
Oblonsky
reflexionó.
-Vamos
a almorzar al restaurante Gurin -dijo- y allí hablaremos. Estoy libre hasta las
tres.
-No
-dijo Levin, después de pensarlo un momento-. Antes tengo que ir a otro sitio.
-Entonces
cenaremos juntos por la noche.
-Pero,
¿para qué cenar? Al fin y al cabo no tengo nada especial que decirte. Sólo
preguntarte dos palabras, y después podremos hablar.
-Pues
dime las dos palabras ahora y hablemos por la noche.
-Se
trata -empezó Levin- ... De todos modos, no es nada de particular.
En
su rostro se retrató una viva irritación provocada por los esfuerzos que hacía
para dominar su timidez.
-¿Qué
sabes de los Scherbazky? ¿Siguen sin novedad? -preguntó, por fin.
Esteban
Arkadievich, a quien le constaba de tiempo atrás que Levin estaba enamorado de
su cuñada Kitty, sonrió imperceptiblemente y sus ojos brillaron de
satisfacción.
-Tú
lo has dicho en dos palabras, pero yo en dos palabras no lo puedo contestar,
porque... Perdóname un instante.
El
secretario -con respetuosa familiaridad y con la modesta consciencia de la
superioridad que todos los secretarios creen tener sobre sus jefes en el
conocimiento de todos los asuntos- entró y se dirigió a Oblonsky llevando unos
documentos y, en forma de pregunta, comenzó a explicarle una dificultad.
Esteban Arkadievich, sin terminar de escucharle, puso la mano sobre la manga
del secretario.
-No,
hágalo, de todos modos, como le he dicho -indicó, suavizando la orden con una
sonrisa. Y tras explicarle la idea que él tenía sobre la solución del asunto,
concluyó, separando los documentos-: Le ruego que lo haga así, Zajar Nikitich.
El
secretario salió un poco confundido. Levin, entre tanto, se había recobrado
completamente de su turbación, y en aquel momento se hallaba con las manos
apoyadas en el respaldo de una silla, escuchando con burlona atención.
-No
lo comprendo, no... -dijo.
-¿El
qué no comprendes? -repuso Oblonsky sonriendo y sacando un cigarrillo.
Esperaba
alguna extravagancia de parte de Levin.
-Lo
que hacéis aquí -repuso Levin, encogiéndose de hombros-. ¿Es posible que puedas
tomarlo en serio?
-¿Por
qué no?
-Porque
aquí no hay nada que hacer.
-Eso
te figuras tú. Estamos abrumados de trabajo.
-Sí:
sobre el papel... Verdaderamente, tienes aptitudes para estas cosas -añadió
Levin.
-¿Qué
quieres decir?
-Nada
-replicó Levin-. De todos modos, admiro tu grandeza y me siento orgulloso de
tener un amigo tan importante... Pero no has contestado aún a mi pregunta -terminó,
mirando a Oblonsky a los ojos, con un esfuerzo desesperado.
-Pues
bien: espera un poco y también tú acabarás aquí, aunque poseas tres mil
hectáreas de tierras en el distrito de Karasinsky, tengas tus músculos y la
lozanía y agilidad de una muchacha de doce años. ¡A pesar de todo ello acabarás
por pasarte a nuestras filas! Y respecto a lo que me has preguntado, no hay
novedad. Pero es lástima que no hayas venido por aquí en tanto tiempo.
-¿Pues
qué pasa? -preguntó, con inquietud, Levin.
-Nada,
nada -dijo Oblonsky-. Ya charlaremos. Y en concreto, ¿qué es lo que te ha
traído aquí?
-De
eso será mejor hablar también después -respondió Levin, sonrojándose hasta las
orejas.
-Bien;
ya me hago cargo -dijo Esteban Arkadievich-. Si quieres verlas, las encontrarás
hoy en el Parque Zoológico, de cuatro a cinco. Kitty estará patinando. Ve a
verlas. Yo me reuniré allí contigo y luego iremos a cualquier sitio.
-Muy
bien. Hasta luego entonces.
-¡No
te olvides de la cita! Te conozco bien: eres capaz de olvidarla o de marcharte
al pueblo -exclamó, riendo, Oblonsky.
-No,
no...
Y
salió del despacho, sin acordarse de que no había saludado a los amigos de
Oblonsky hasta que estuvo en la puerta.
-Parece
un hombre de carácter -dijo Grinevich cuando Levin hubo salido.
-Sí,
querido -asintió Esteban Arkadievich, inclinando la cabeza-. ¡Es un mozo con
suerte! ¡Tres mil hectáreas en Karasinsky, joven y fuerte, y con un hermoso
porvenir...! ¡No es como nosotros!
-¿De
qué se queja usted?
-¡De
que todo me va mal! -respondió Oblonsky, suspirando profundamente.
VI
Cuando
Oblonsky preguntó a Levin a qué había ido a Moscú, Levin se sonrojó y se
indignó consigo mismo por haberse sonrojado y por no haber sabido decirle:
"He venido para pedir la mano de tu cuñada" , pues sólo por este
motivo se encontraba en Moscú.
Los
Levin y los Scherbazky, antiguas familias nobles de Moscú, habían mantenido
siempre entre sí cordiales relaciones, y su amistad se había afirmado más aún
durante los años en que Levin fue estudiante. Éste se preparó a ingresó en la
Universidad a la vez que el joven príncipe Scherbazky, el hermano de Dolly y
Kitty. Levin frecuentaba entonces la casa de los Scherbazky y se encariñó con
la familia.
Por
extraño que pueda parecer, con lo que Levin estaba encariñado era precisamente
con la casa, con la familia y, sobre todo, con la parte femenina de la familia.
Levin
no recordaba a su madre; tenía sólo una hermana, y ésta mayor que él. Así,
pues, en casa de los Scherbazky se encontró por primera vez en aquel ambiente
de hogar aristocrático a intelectual del que él no había podido gozar nunca por
la muerte de sus padres.
Todo,
en los Scherbazky, sobre todo en las mujeres, se presentaba ante él envuelto
como en un velo misterioso, poético; y no sólo no veía en ellos defecto alguno,
sino que suponía que bajo aquel velo poético que envolvía sus vidas se
ocultaban los sentimientos más elevados y las más altas perfecciones.
Que
aquellas señoritas hubiesen de hablar un día en francés y otro en inglés; que
tocasen por turno el piano, cuyas melodías se oían desde el cuarto de trabajo
de su hermano, donde los estudiantes preparaban sus lecciones; que tuviesen
profesores de literatura francesa, de música, de dibujo, de baile; que las
tres, acompañadas de mademoiselle Linon, fuesen por las tardes a horas
fijas al boulevard Tverskoy, vestidas con sus abrigos invernales de
satén -Dolly de largo, Natalia de medio largo y Kitty completamente de corto,
de modo que se podían distinguir bajo el abriguito sus piernas cubiertas de
tersas medias encarnadas-; que hubiesen de pasear por el boulevard Tverskoy
acompañadas por un lacayo con una escarapela dorada en el sombrero; todo
aquello y mucho más que se hacía en aquel mundo misterioso en el que ellos se
movían, Levin no podía comprenderlo, pero estaba seguro de que todo lo que se
hacía allí era hermoso y perfecto, y precisamente por el misterio en que para
él se desenvolvía, se sentía enamorado de ello.
Durante
su época de estudiante, casi se enamoró de la hija mayor, Dolly, pero ésta se
casó poco después con Oblonsky. Entonces comenzó a enamorarse de la segunda,
como si le fuera necesario estar enamorado de una a otra de las hermanas. Pero
Natalia, apenas presentada en sociedad, se casó con el diplomático Lvov. Kitty
era todavía una niña cuando Levin salió de la Universidad. El joven Scherbazky,
que había ingresado en la Marina, pereció en el Báltico y desde entonces las
relaciones de Levin con la familia, a pesar de su amistad con Oblonsky, se
hicieron cada vez menos estrechas. Pero cuando aquel año, a principios de
invierno, Levin volvió a Moscú después de un año de ausencia y visitó a los
Scherbazky, comprendió de quién estaba destinado en realidad a enamorarse. Al
parecer, nada más sencillo -conociendo a los Scherbazky, siendo de buena
familia, más bien rico que pobre, y contando treinta y dos años de edad-, que
pedir la mano de la princesita Kitty. Seguramente le habrían considerado un
buen partido. Pero, como Levin estaba enamorado, Kitty le parecía tan perfecta,
un ser tan por encima de todo lo de la tierra, y él se consideraba un hombre
tan bajo y vulgar, que casi no podía imaginarse que ni Kitty ni los demás le
encontraran digno de ella.
Pasó
dos meses en Moscú como en un sueño, coincidiendo casi a diario con Kitty en la
alta sociedad, que comenzó a frecuentar para verla más a menudo; y, de repente,
le pareció que no tenía esperanza alguna de lograr a su amada y se marchó al
pueblo.
La
opinión de Levin se basaba en que a los ojos de los padres de Kitty él no podía
ser un buen partido, y que tampoco la deliciosa muchacha podía amarle.
Ante
sus padres no podía alegar una ocupación determinada, ninguna posición social,
siendo así que a su misma edad, treinta y dos años, otros compañeros suyos
eran: uno general ayudante, otro director de un banco y de una compañía
ferroviaria, otro profesor, y el cuarto presidente de un tribunal de justicia,
como Oblonsky...
Él,
en cambio, sabía bien cómo debían de juzgarle los demás: un propietario rural,
un ganadero, un hombre sin capacidad, que no hacía, a ojos de las gentes, sino
lo que hacen los que no sirven para nada: ocuparse del ganado, de cazar, de
vigilar sus campos y sus dependencias.
La
hermosa Kitty no podía, pues, amar a un ser tan feo como Levin se consideraba,
y, sobre todo, tan inútil y tan vulgar. Por otra parte, debido a su amistad con
el hermano de ella ya difunto, sus relaciones con Kitty habían sido las de un
hombre maduro con una niña, lo cual le parecía un obstáculo más. Opinaba que a
un joven feo y bondadoso, cual él creía ser, se le puede amar como a un amigo,
pero no con la pasión que él profesaba a Kitty. Para eso había que ser un
hombre gallardo y, más que nada, un hombre destacado.
Es
verdad que había oído decir que las mujeres aman a veces a hombres feos y
vulgares, pero él no lo podía creer, y juzgaba a los demás por sí mismo, que
sólo era capaz de amar a mujeres bonitas, misteriosas y originales.
No
obstante, después de haber pasado dos meses en la soledad de su pueblo,
comprendió que el sentimiento que le absorbía ahora no se parecía en nada a los
entusiasmos de su primera juventud, pues no le dejaba momento de reposo, y vio
claro que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su mujer.
Comprendió, además, que sus temores eran hijos de su imaginación y que no tenía
ningún serio motivo para pensar que hubiera de ser rechazado. Y fue así como se
decidió a volver a Moscú, resuelto a pedir la mano de Kitty y casarse con ella,
si le aceptaban... Y si no... Pero no quiso ni pensar en lo que sucedería si
era rechazada su proposición.
VII
Llegó
a Moscú en el tren de la mañana y en seguida se dirigió a casa de Koznichev, su
hermano mayor por parte de madre. Después de mudarse de ropa, entró en el
despacho de su hermano dispuesto a exponerle los motivos de su viaje y pedirle
consejo.
Pero
Koznichev no se hallaba solo. Le acompañaba un profesor de filosofía muy
renombrado que había venido de Jarkov con el exclusivo objeto de discutir con
él un tema filosófico sobre el que ambos mantenían diferentes puntos de vista.
El
profesor sostenía una ardiente polémica con los materialistas, y Koznichev, que
la seguía con interés, después de leer el último artículo del profesor, le
escribió una carta exponiéndole sus objeciones y censurándole las excesivas
concesiones que hacía al materialismo.
El
polemista se puso en seguida en camino para discutir la cuestión. El punto
debatido estaba entonces muy en boga, y se reducía a aclarar si existía un
límite de separación entre las facultades psíquicas y fisiológicas del hombre y
dónde se hallaba tal límite, de existir.
Sergio
Ivanovich acogió a su hermano con la misma sonrisa fría con que acogía a todo
el mundo, y después de presentarle al profesor, reanudó la charla.
El
profesor, un hombre bajito, con lentes, de frente estrecha, interrumpió un
momento la conversación para saludar y luego volvió a continuarla, sin ocuparse
de Levin.
Este
se sentó, esperando que el filósofo se marchase, pero acabó interesándose por
la discusión.
Había
visto en los periódicos los artículos de que se hablaba y los había leído,
tomando en ellos el interés general que un antiguo alumno de la facultad de
ciencias puede tomar en el desarrollo de las ciencias; pero, por su parte,
jamás asociaba estas profundas cuestiones referentes a la procedencia del
hombre como animal, a la acción refleja, la biología, la sociología, y a
aquella que, entre todas, le preocupaba cada vez más: la significación de la
vida y la muerte.
En
cambio, su hermano y el profesor, en el curso de su discusión, mezclaban las
cuestiones científicas con las referentes al alma, y cuando parecía que iban a
tocar el tema principal, se desviaban en seguida, y se hundían de nuevo en la
esfera de las sutiles distinciones, las reservas, las citas, las alusiones, las
referencias a opiniones autorizadas, con lo que Levin apenas podía entender de
lo que trataban.
-No
me es posible admitir -dijo Sergio Ivanovich, con la claridad y precisión, con
la pureza de dicción que le eran connaturales- la tesis sustentada por Keiss;
es a saber: que toda concepción del mundo exterior nos es transmitida mediante
sensaciones. La idea de que existimos la percibimos nosotros directamente, no a
través de una sensación, puesto que no se conocen órganos especiales capaces de
recibirla.
-Pero
Wurst, Knaust y Pripasov le contestarían que la idea de que existimos brota del
conjunto de todas las sensaciones y es consecuencia de ellas. Wurst afirma
incluso que sin sensaciones no se experimenta la idea de existir.
-Voy
a demostrar lo contrario... -comenzó Sergio Ivanovich.
Levin,
advirtiendo que los interlocutores, tras aproximarse al punto esencial del
problema, iban a desviarse de nuevo de él, preguntó al profesor:
-Entonces,
cuando mis sensaciones se aniquilen y mi cuerpo muera, ¿no habrá ya para mí
existencia posible?
El
profesor, contrariado como si aquella interrupción le produjese casi un dolor
físico, miró al que le interrogaba y que más parecía un palurdo que un
filósofo, y luego volvió los ojos a Sergio Ivanovich, como preguntándole: ¿Qué
queréis que le diga?
Pero
Sergio Ivanovich hablaba con menos afectación a intransigencia que el profesor,
y comprendía tanto las objeciones de éste como el natural y simple punto de
vista que acababa de ser sometido a examen, sonrió y dijo:
-Aún
no estamos en condiciones de contestar adecuadamente a esa pregunta.
-Cierto;
no poseemos bastantes datos -afirmó el profesor. Y continuó exponiendo sus
argumentos-. No --dijo-. Yo sostengo que si, corno afirma Pripasov, la
sensación tiene su fundamento en la impresión, hemos de establecer entre estas
dos nociones una distinción rigurosa.
Levin
no quiso escuchar más y esperaba con impaciencia que el profesor se marchase.
VIII
Cuando
el profesor se hubo ido, Sergio dijo a su hermano: -Celebro que hayas venido.
¿Por mucho tiempo? ¿Y cómo van las tierras?
Levin
sabía que a su hermano le interesaban poco las tierras, y si le preguntaba por
ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pues, limitándose a hablarle
de la venta del trigo y del dinero cobrado.
Habría
querido hablar a su hermano de sus proyectos de matrimonio, pedirle consejo.
Pero, escuchando su conversación con el profesor y oyendo luego el tono de
protección con que le preguntaba por las tierras (las propiedades de su madre
las poseían los dos hermanos en común, aunque era Levin quien las
administraba), tuvo la sensación de que no habría ya de explicarse bien, de que
no podía empezar a hablar a su hermano de su decisión, y de que éste no habría
de ver seguramente las cosas como él deseaba que las viera.
-Bueno,
¿y qué dices del zemstvo? -preguntó Sergio, que daba mucha importancia a
aquella institución.
-A
decir verdad, no lo sé.
-¿Cómo?
¿No perteneces a él?
-No.
He presentado la dimisión -contestó Levin- y no asisto a las reuniones.
-¡Es
lástima! --dijo Sergio Ivanovich arrugando el entrecejo.
Levin,
para disculparse, comenzó a relatarle lo que sucedía en las reuniones.
-Ya
se sabe que siempre pasa así -le interrumpió su hermano-. Los rusos somos de
ese modo. Tal vez la facultad de ver los defectos propios sea un hermoso rasgo
de nuestro carácter. Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la
ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo
cualquiera de Europa hubiese tenido una institución análoga a la de los zemstvos
-por ejemplo, los alemanes o los ingleses-, la habrían aprovechado para
conseguir su libertad política. En cambio nosotros sólo sabemos reímos de ella.
-¿Qué
querías que hiciera? -replicó Levin, excusándose-. Era mi última prueba, puse
en ella toda mi alma... Pero no puedo, no tengo aptitudes.
-No
es que no tengas: es que no enfocas bien el asunto -dijo Sergio Ivanovich.
-Tal
vez tengas razón --concedió Levin abatido.
-¿Sabes
que nuestro hermano Nicolás está otra vez en Moscú?
Nicolás,
hermano de Constantino y de Sergio, por parte de madre, y mayor que los dos,
era un calavera. Había disipado su fortuna, andaba siempre con gente de dudosa
reputación y estaba reñido con ambos hermanos.
-¿Es
posible? -preguntó Levin con inquietud-. ¿Cómo lo sabes?
-Prokofy
le ha visto en la calle.
-¿En
Moscú? ¿Sabes dónde vive?
Levin
se levantó, como disponiéndose a marchar en seguida.
-Siento
habértelo dicho -dijo Sergio Ivanovich, meneando la cabeza al ver la emoción de
su hermano-. Envié a informarme de su domicilio; le remití la letra que aceptó
a Trubin y que pagué yo. Y mira lo que me contesta...
Y
Sergio Ivanovich alargó a su hermano una nota que tenía bajo el pisapapeles.
Levin
leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan semejante a la
suya:
Os
ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que deseo de mis queridos
hermanitos.
Nicolás
Levin.
Después
de leerla, Cónstantino permaneció en pie ante su hermano, con la cabeza baja y
el papel entre las manos.
En
su interior luchaba con el deseo de olvidar a su desgraciado hermano y la
convicción de que obrar de aquel modo sería una mala acción.
-Al
parecer, se propone ofenderme; pero no lo conseguirá -seguía diciendo Sergio-.
Yo estaba dispuesto a ayudarle con todo mi corazón; mas ya ves que es
imposible.
-Sí,
sí... -repuso Levin-. Comprendo y apruebo tu actitud... Pero yo quiero verle.
-Ve
si lo deseas, mas no te lo aconsejo -dijo Sergio Ivanovich-. No es que yo le
tema con respecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir.
Pero creo que es mejor que no vayas, y así te lo aconsejo. Es imposible ayudarle.
Sin embargo, haz lo que te parezca mejor.
-Quizá
sea imposible ayudarle, pero no quedaría tranquilo, sobre todo ahora, si...
-No
te comprendo bien -repuso Sergio Ivanovich-, lo único que comprendo es la
lección de humildad. Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a
considerar eso que llaman una "bajeza", con menos severidad. ¡Ya
sabes lo que hizo!
-¡Es
terrible, terrible! -repetía Levin.
Después
de obtener del lacayo de su hermano las señas de Nicolás, Levin decidió
visitarle en seguida, pero luego, reflexionándolo mejor, aplazó la visita hasta
la tarde.
Ante
todo, para tranquilizar su espíritu, necesitaba resolver el asunto que le traía
a Moscú. Para ello se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de
haber conseguido las informaciones que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un
coche y se dirigió al lugar donde le habían dicho que podía encontrar a Kitty.
IX
A
las cuatro de la tarde, Levin, con el corazón palpitante, dejó el coche de
alquiler cerca del Parque Zoológico y se encaminó por un sendero a la pista de
patinar, seguro de encontrar a Kitty, ya que había visto a la puerta el
carruaje de los Scherbazky.
El
día era frío, despejado. Ante el Parque Zoológico estaban alineados trineos,
carruajes particulares y coches de alquiler. Aquí y allá se veían algunos
gendarmes. El público, con sus sombreros que relucían bajo el sol, se agolpaba
en la entrada y en los paseos ya limpios de nieve, entre filas de casetas de
madera de estilo ruso, con adornos esculpidos. Los añosos abedules, inclinados
bajo el peso de la nieve que cubría sus ramas, parecían ostentar flamantes
vestiduras de fiesta.
Levin,
mientras seguía el sendero que conducía a la pista, se decía: "Hay que
estar tranquilo; es preciso no emocionarse. ¿Qué te pasa corazón? ¿Qué quieres?
¡Calla, estúpido!". Así hablaba a su corazón, pero cuanto más se esforzaba
en calmarse, más emocionado se sentía.
Se
encontró con un conocido que le saludó, pero Levin no recordó siquiera quién
podía ser.
Se
acercó a las montañas de nieve, en las que, entre el estrépito de las cadenas
que hacían subir los trineos, sonaban voces alegres. Unos pasos más allá se
encontró ante la pista y entre los que patinaban reconoció inmediatamente a
Kitty.
La
alegría y el temor inundaron su corazón. Kitty se hallaba en la extremidad de
la pista, hablando en aquel momento con una señora. Aunque nada había de
extraordinario en su actitud ni en su vestido, para Levin resaltaba entre
todos, como una rosa entre las ortigas. Todo en tomo de ella parecía iluminado.
Era como una sonrisa que hiciera resplandecer las cosas a su alrededor.
"¿Es
posible que pueda acercarme adonde está?", se preguntó Levin.
Hasta
el lugar donde ella se hallaba le parecía un santuario inaccesible, y tal era
su zozobra que hubo un momento en que incluso decidió marcharse. Tuvo que hacer
un esfuerzo sobre sí mismo para decirse que al lado de Kitty había otras muchas
personas y que él podía muy bien haber ido allí para patinar.
Entró
en la pista, procurando no mirar a Kitty sino a largos intervalos, como hacen
los que temen mirar al sol de frente. Pero como el sol, la presencia de la
joven se sentía aún sin mirarla.
Aquel
día y a aquella hora acudían a la pista personas de una misma posición, todas
ellas conocidas entre sí. Allí estaban los maestros del arte de patinar,
luciendo su arte; los que aprendían sujetándose a sillones que empujaban
delante de ellos, deslizándose por el hielo con movimientos tímidos y torpes;
había también niños, y viejos que patinaban por motivos de salud.
Todos
parecían a Levin seres dichosos porque podían estar cerca de "ella".
Sin embargo, los patinadores cruzaban al lado de Kitty, la alcanzaban, le
hablaban, se separaban otra vez y todo con indiferente naturalidad,
divirtiéndose sin que ella entrase para nada en su alegría, gozando del buen
tiempo y de la excelente pista.
Nicolás
Scherbazky, primo de Kitty, vestido con una chaqueta corta y pantalones
ceñidos, descansaba en un banco con los patines puestos. Al ver a Levin, le
gritó:
-¡Hola,
primer patinador de todas las Rusias! ¿Desde cuándo está usted aquí? El hielo
está excelente. Ande, póngase los patines.
-No
traigo patines -repuso Levin, asombrado de la libertad de maneras de Scherbazky
delante de "ella" y sin perderla de vista ni un momento, aunque tenía
puesta en otro sitio la mirada.
Sintió
que el sol se aproximaba a él. Deslizándose sobre el hielo con sus piececitos
calzados de altas botas, Kitty, algo asustada al parecer, se acercaba a Levin.
Tras ella, haciendo gestos desesperados a inclinándose hacia el hielo, iba un
muchacho vestido con el traje nacional ruso que la perseguía. Kitty patinaba
con poca seguridad. Sacando las manos del manguito sujeto al cuello por un
cordón, las extendía como para cogerse a algo ante el temor de una caída. Vio a
Levin, a quien reconoció en seguida, y sonrió tanto para él como para disimular
su temor.
Al
llegar a la curva, Kitty, con un impulso de sus piececitos nerviosos, se acercó
a Scherbazky, se cogió a su brazo sonriendo y saludó a Levin con la cabeza.
Estaba
más hermosa aún de lo que él la imaginara. Cuando pensaba en ella, la recordaba
toda: su cabecita rubia, con su expresión deliciosa de bondad y candor
infantiles, tan admirablemente colocada sobre sus hombros graciosos. Aquella
mezcla de gracia de niña y de belleza de mujer ofrecían un conjunto encantador
que impresionaba a Levin profundamente.
Pero
lo que más le impresionaba de ella, como una cosa siempre nueva, eran sus ojos
tímidos, serenos y francos, y su sonrisa, aquella sonrisa que le transportaba a
un mundo encantado, donde se sentía satisfecho, contento, con una felicidad
plena como sólo recordaba haberla experimentado durante los primeros días de su
infancia.
-¿Cuándo
ha venido? -le preguntó Kitty, dándole la mano.
El
pañuelo se le cayó del manguito. Levin lo recogió y ella dijo: -Muchas gracias.
-Llegué
hace poco: ayer... quiero decir, hoy... -repuso Levin, a quien la emoción había
impedido entender bien la pregunta-. Me proponía ir a su casa...
Y
recordando de pronto el motivo por que la buscaba, se turbó y se puso
encarnado.
-No
sabía que usted patinara. Y patina muy bien -añadió.
Ella
le miró atentamente, como tratando de adivinar la causa de su turbación.
-Estimo
en mucho su elogio, ya que se le considera a usted como el mejor patinador
-dijo al fin, sacudiendo con su manecita enfundada en guantes negros la
escarcha que se formaba sobre su manguito.
-Sí;
antes, cuando patinaba con pasión aspiraba a llegar a ser un perfecto
patinador.
-Parece
que usted se apasiona por todo -dijo la joven, sonriendo-. Me gustaría verle
patinar. Ande, póngase los patines y demos una vuelta juntos.
"¿Es
posible? ¡Patinar juntos!", pensaba Levin, mirándola.
-En
seguida me los pongo -dijo en alta voz.
Y
se alejó a buscarlos.
-Hace
tiempo que no venía usted por aquí, señor-le dijo el empleado, cogiendo el pie
de Levin para sujetarle los patines-. Desde entonces no viene nadie que patine
como usted. ¿Queda bien así? -concluyó, ajustándole la correa.
-Bien,
bien; acabe pronto, por favor -replicaba Levin, conteniendo apenas la sonrisa
de dicha que pugnaba por aparecer en su rostro. "¡Eso es vida! ¡Eso es
felicidad! ¡Juntos, patinaremos juntos!, me ha dicho. ¿Y si se lo dijera ahora?
Pero tengo miedo, porque ahora me siento feliz, feliz aunque sea sólo por la
esperanza... ¡Pero es preciso decidirse! ¡Hay que acabar con esta
incertidumbre! ¡Y ahora mismo!"
Se
puso en pie, se quitó el abrigo y, tras recorrer el hielo desigual inmediato a
la caseta, salvó el hielo liso de la pista, deslizándose sin esfuerzo, como si
le bastase la voluntad para animar su carrera. Se acercó a Kitty con timidez,
sintiéndose calmado al ver la sonrisa con que le acogía.
Ella
le dio la mano y los dos se precipitaron juntos, aumentando cada vez más la
velocidad, y cuanto más deprisa iban, tanto más fuertemente oprimía ella la
mano de Levin.
-Con
usted aprendería muy pronto, porque, no sé a qué se deberá, pero me siento
completamente segura cuando patino con usted -le dijo.
-Y
yo también me siento más seguro cuando usted se apoya en mi brazo -repuso
Levin. Y en seguida enrojeció, asustado de lo que acababa de decir. Y, en
efecto, apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando, del mismo modo como el
sol se oculta entre las nubes, del rostro de Kitty desapareció toda la
suavidad, y Levin comprendió por la expresión de su semblante que la joven se
concentraba para reflexionar.
Una
leve arruguita se marcó en la tersa frente de la muchacha.
-¿Le
sucede algo? Perdone, no tengo derecho a... -rectificó Levin.
-¿Por
qué no? No me pasa nada -repuso ella fríamente. Y añadió-: ¿No ha visto aún a mademoiselle
Linon?
-Todavía
no.
-Vaya
a saludarla. Le aprecia mucho.
"¡Oh,
Dios mío, la he enojado!", pensó Levin, mientras se dirigía hacia la vieja
francesa de grises cabellos rizados sentada en el banco.
Ella
le acogió como a un viejo amigo, enseñando al reír su dentadura postiza.
-¡Cómo
crecemos, ¿eh? -le dijo, indicándole a Kittyy ¡cómo nos hacemos viejos! ¡Tinny
bear es ya mayor! -continuó, riendo, y recordando los apelativos que
antiguamente daba Levin a cada una de las tres hermanas, equiparándolas a los
tres oseznos de un cuento popular inglés-. ¿Se acuerda de que la llamaba así?
El
no lo recordaba ya, pero la francesa llevaba diez años riendo de aquello.
-Vaya,
vaya a patinar. ¿Verdad que nuestra Kitty lo hace muy bien ahora?
Cuando
Levin se acercó a Kitty de nuevo, la severidad había desaparecido del semblante
de la joven; sus ojos le miraban, como antes, francos y llenos de suavidad,
pero a él le pareció que en la serenidad de su mirada había algo de fingido y
se entristeció.
Kitty,
tras hablar de su anciana institutriz y de sus rarezas, preguntó a Levin qué
era de su vida.
-¿No
se aburre usted viviendo en el pueblo durante el invierno? -le preguntó.
-No,
no me aburro. Como siempre estoy ocupado... -dijo él, consciente de que Kitty le
arrastraba a la esfera de aquel tono tranquilo que había resuelto mantener y de
la cual, como había sucedido a principios de invierno, no podía ya escapar.
-¿Viene
para mucho tiempo? -preguntó Kitty.
-No
sé -repuso Levin, casi sin darse cuenta.
Pensó
que si se dejaba ganar por aquel tono de tranquila amistad, se marcharía otra
vez sin haber resuelto nada; y decidió rebelarse.
-¿Cómo
no lo sabe?
-No,
no sé... Depende de usted.
Y
en el acto se sintió aterrado de sus palabras.
Pero
ella no las oyó o no quiso oírlas. Como si tropezara, dio dos o tres leves
talonazos y se alejó de él rápidamente. Se acercó a la institutriz, le dijo
algunas palabras y se dirigió a la caseta para quitarse los patines.
"¡Oh,
Dios, ayúdame, ilumíname! ¿Qué he hecho?", se decía Levin, orando
mentalmente. Pero, como sintiera a la vez una viva necesidad de moverse, se
lanzó en una carrera veloz sobre el hielo, trazando con furor amplios círculos.
En
aquel momento, uno de los mejores patinadores que había allí salió del café con
un cigarrillo en los labios, descendió a saltos las escaleras con los patines
puestos, creando un gran estrépito y, sin ni siquiera variar la descuidada
postura de los brazos, tocó el hielo y se deslizó sobre él.
-¡Ah,
un nuevo truco! ---exclamó Levin.
Y
corrió hacia la escalera para realizarlo.
-¡Va
usted a matarse! -le gritó Nicolás Scherbazky-. ¡Hay que tener mucha práctica
para hacer eso!
Levin
subió hasta el último peldaño y, una vez allí, se lanzó hacia abajo con todo el
impulso, procurando mantener el equilibrio con los brazos. Tropezó en el último
peldaño, pero tocando ligeramente el hielo con la mano hizo un esfuerzo rápido
y violento, se levantó y, riendo, continuó su carrera.
"¡Qué
muchacho tan simpático!", pensaba Kitty, que salía de la caseta con mademoiselle
Linon, mientras seguía a Levin con mirada dulce y acariciante, como si
contemplase a un hermano querido. "¿Acaso soy culpable? ¿He hecho algo que
no esté bien? A eso llaman coquetería. Ya sé que no es a él a quien quiero,
pero a su lado estoy contenta. ¡Es tan simpático! Pero ¿por qué me diría lo que
me dijo?"
Viendo
que Kitty iba a reunirse con su madre en la escalera, Levin, con el rostro
encendido por la violencia del ejercicio, se detuvo y quedó pensativo. Luego se
quitó los patines y logró alcanzar a madre a hija cerca de la puerta del
parque.
-Me
alegro mucho de verle -dijo la Princesa-. Recibimos los jueves, como siempre.
-¿Entonces,
hoy?
-Nos
satisfará su visita -repuso la Princesa, secamente.
Su
frialdad disgustó a Kitty de tal modo que no pudo contener el deseo de suavizar
la sequedad de su madre y, volviendo la cabeza, dijo sonriendo:
-Hasta
luego.
En
aquel momento, Esteban Arkadievich, con el sombrero ladeado, brillantes los
ojos, con aire triunfador, entraba en el jardín. Al acercarse, sin
embargo, a su suegra adoptó un aire contrito, contestándole con voz doliente
cuando le preguntó por la salud de Dolly.
Tras
hablar con ella en voz baja y humildemente, Oblonsky se enderezó, sacando el
pecho y cogió el brazo de Levin.
-¿Qué?
¿Vamos? -preguntó-. Me he acordado mucho de ti y estoy satisfechísimo de que
hayas venido -dijo, mirándole significativamente a los ojos.
-Vamos
-contestó Levin, en cuyos oídos sonaban aún dulcemente el eco de aquellas
palabras: "Hasta luego", y de cuya mente no se apartaba la sonrisa
con que Kitty las quiso acompañar.
-¿Al
"Inglaterra" o al "Ermitage" ?
-Me
da lo mismo.
-Entonces
vamos al "Inglaterra" --dijo Esteban Arkadievich decidiéndose por
este restaurante, porque debía en él más dinero que en el otro y consideraba
que no estaba bien dejar de frecuentarlo.
-¿Tienes
algún coche alquilado? -añadió-. ¿Sí? Magnífico... Yo había despedido el mío...
Hicieron
el camino en silencio. Levin pensaba en lo que podía significar aquel cambio de
expresión en el rostro de Kitty, y ya se sentía animado en sus esperanzas, ya
se sentía hundido en la desesperación, y considerando que sus ilusiones eran
insensatas. No obstante, tenía la sensación de ser otro hombre, de no parecerse
en nada a aquel a quien ella había sonreído y a quien había dicho: "Hasta
luego".
Esteban
Arkadievich, entre tanto, iba componiendo el menú por el camino.
-¿Te
gusta el rodaballo? -preguntó a Levin, cuando llegaban.
-¿Qué?
-El
rodaballo.
-¡Oh!
Sí, sí, me gusta con locura.
X
Levin,
al entrar en el restaurante con su amigo, no dejó de observar en él una
expresión particular, una especie de alegría radiante y contenida que se
manifestaba en el rostro y en toda la figura de Esteban Arkadievich.
Oblonsky
se quitó el abrigo y, con el sombrero ladeado, pasó al comedor, dando órdenes a
los camareros tártaros que, vestidos de frac y con las servilletas bajo el
brazo, le rodearon, pegándose materialmente a sus faldones.
Saludando
alegremente a derecha a izquierda a los conocidos, que aquí como en todas
partes le acogían alegremente, Esteban Arkadievich se dirigió al mostrador y
tomó un vasito de vodka acompañándolo con un pescado en conserva, y dijo a la
cajera francesa, toda cintas y puntillas, algunas frases que la hicieron reír a
carcajadas. En cuanto a Levin, la vista de aquella francesa, que parecía hecha
toda ella de cabellos postizos y de poudre de riz y vinaigres de toilette8,
le producía náuseas. Se alejó de allí como pudiera hacerlo de un
estercolero. Su alma estaba llena del recuerdo de Kitty y en sus ojos brillaba
una sonrisa de triunfo y de felicidad.
-Por
aquí, Excelencia, tenga la bondad. Aquí no importunará nadie a Su Excelencia
-decía el camarero tártaro que con más ahínco seguía a Oblonsky y que era un
hombre grueso, viejo ya, con los faldones del frac flotantes bajo la ancha
cintura-. Haga el favor, Excelencia -decía asimismo a Levin, honrándolo también
como invitado de Esteban Arkadievich.
Colocó
rápidamente un mantel limpio sobre la mesa redonda, ya cubierta con otro y
colocada bajo una lámpara de bronce. Luego acercó dos sillas tapizadas y se
paró ante Oblonsky con la servilleta y la carta en la mano, aguardando órdenes.
-Si
Su Excelencia desea el reservado, podrá disponer de él dentro de poco. Ahora lo
ocupa el príncipe Galitzin con una dama... Hemos recibido ostras francesas.
-¡Caramba,
ostras!
Esteban
Arkadievich reflexionó.
-¿Cambiamos
el plan, Levin? -preguntó, poniendo el dedo sobre la carta.
Y
su rostro expresaba verdadera perplejidad.
-¿Sabes
si son buenas las ostras? -interrogó.
-De
Flensburg, Excelencia. De Ostende no tenemos hoy.
-Pasemos
porque sean de Flensburg, pero ¿son frescas?
-Las
hemos recibido ayer.
-¿Entonces
empezamos por las ostras y cambiamos el plan?
-Me
es indiferente. A mí lo que más me gustaría sería el schi y la kacha9,
pero aquí no deben de tener de eso.
-¿El
señor desea kacha à la russe? -preguntó el tártaro, inclinándose hacia
Levin como un aya hacia un niño.
-Bromas
aparte, estoy conforme con lo que escojas -dijo Levin a Oblonsky-. He patinado
mucho y tengo apetito. -Y añadió, observando una expresión de descontento en el
rostro de Esteban Arkadievich-: No creas que no sepa apreciar tu elección.
Estoy seguro de que comeré muy a gusto.
-¡No
faltaba más! Digas lo que quieras, el comer bien es uno de los placeres de la
vida -repuso Esteban Arkadievich-. Ea, amigo: tráenos primero las ostras. Dos
-no, eso sería poco-, tres docenas... Luego, sopa juliana...
-Printanière,
¿no? -corrigió el
tártaro.
Pero
Oblonsky no quería darle la satisfacción de mencionar los platos en francés.
-Sopa
juliana, juliana, ¿entiendes? Luego rodaballo, con la salsa muy espesa;
luego... rosbif, pero que sea bueno, ¿eh? Después, pollo y algo de conservas.
El
tártaro, recordando la costumbre de Oblonsky de no nombrar los manjares con los
nombres de la cocina francesa, no quiso insistir, pero se tomó el desquite,
repitiendo todo lo encargado tal como estaba escrito en la carta.
-Soupe printanière, turbot à la
Beaumarchais, poularde à l'estragon, macedoine de fruits...
Y
en seguida después, como movido por un resorte, cambió la carta que tenía en
las manos por la de los vinos y la presentó a Oblonsky.
-¿Qué
bebemos?
-Lo
que quieras; acaso un poco de... champaña -indicó Levin.
-¿Champaña
para empezar? Pero bueno, como tú quieras. ¿Cómo te gusta? ¿Carta blanca?
-Cachet
blanc -dijo el tártaro.
-Sí:
esto con las ostras. Luego, ya veremos.
-Bien,
Excelencia. ¿De vinos de mesa?
-Tal
vez Nuit... Pero no: vale más el clásico Chablis.
-Bien.
¿Tomará Su Excelencia su queso?
-Sí:
de Parma. ¿O prefieres otro?
-A
mí me da lo mismo -dijo Levin, sin poder reprimir una sonrisa.
El
tártaro se alejó corriendo, con los faldones de su frac flotándole hacia atrás,
y cinco minutos más tarde volvió con una bandeja llena de ostras ya abiertas en
sus conchas de nácar y con una botella entre los dedos.
Esteban
Arkadievich arrugó la servilleta almidonada, colocó la punta en la abertura del
chaleco y, apoyando los brazos sobre la mesa, comenzó a comer las ostras.
-No
están mal -dijo, mientras separaba las-ostras de las conchas con un tenedorcito
de plata y las engullía una tras otra-. No están mal -repitió, mirando con sus
brillantes ojos, ora a Levin, ora al tártaro.
Levin
comió ostras también, aunque habría preferido queso y pan blanco, pero no podía
menos de admirar a Oblonsky.
Hasta
el mismo tártaro, después de haber descorchado la botella y escanciado el vino
espumoso en las finas copas de cristal, contempló con visible placer a Esteban
Arkadievich, mientras se arreglaba su corbata blanca.
-¿No
te gustan las ostras? -preguntó éste a Levin-. ¿O es que estás preocupado por
algo?
Deseaba
que Levin se sintiese alegre. Levin no estaba triste, se sentía sólo a disgusto
en el ambiente del restaurante, que contrastaba tanto con su estado de ánimo de
aquel momento. No, no se encontraba bien en aquel establecimiento con sus
reservados donde se llevaba a comer a las damas; con sus bronces, sus espejos y
sus tártaros. Sentía la impresión de que aquello había de mancillar los
delicados sentimientos que albergaba su corazón.
-¿Yo?-.
Sí, estoy preocupado... Además, a un pueblerino como yo, no puedes figurarte la
impresión que le causan estas cosas. Es, por ejemplo, como las uñas de aquel
señor que me presentaste en tu oficina.
-Ya
vi que las uñas del pobre Grinevich te impresionaron mucho -dijo Oblonsky,
riendo.
-¡Son
cosas insoportables para mí! -repuso Levin-. Ponte en mi lugar, en el de un
hombre que vive en el campo. Allí procuramos tener las manos de modo que nos
permitan trabajar más cómodamente; por eso nos cortamos las uñas y a veces nos
remangamos el brazo... En cambio, aquí la gente se deja crecer las uñas todo lo
que pueden dar de sí y se pone unos gemelos como platos para acabar de dejar
las manos en estado de no poder servir para nada.
Esteban
Arkadievich sonrió jovialmente.
-Señal
de que no es preciso un trabajo rudo, que se labora con el cerebro... -alegó.
-Quizá.
Pero de todos modos a mí eso me causa una extraña impresión; como me la causa
el que nosotros los del pueblo procuremos comer deprisa para ponernos en
seguida a trabajar otra vez, mientras que aquí procuráis no saciaros demasiado
aprisa y por eso empezáis por comer ostras.
-Naturalmente
-repuso su amigo-. El fin de la civilización consiste en convertir todas las
cosas en un placer.
-Pues
si ése es el fin de la civilización, prefiero ser un salvaje.
-Eres
un salvaje sin necesidad de eso. Todos los Levin lo sois.
Levin
suspiró. Recordó a su hermano Nicolás y se sintió avergonzado y dolorido.
Arrugó el entrecejo. Pero ya Oblonsky le hablaba de otra cosa que distrajo su
atención.
-¿Visitarás
esta noche a los Scherbazky? ¿Quiero decir a...? -agregó, separando las conchas
vacías y acercando el queso, mientras sus ojos brillaban de manera
significativa.
-No
dejaré de ir -repuso Levin-, aunque creo que la Princesa me invitó de mala
gana.
-¡No
digas tonterías! Es su modo de ser. Sírvanos la sopa, amigo -dijo Oblonsky al
camarero-. Es su manera de grande dame. Yo también pasaré por allí, pero
antes he de estar en casa de la condesa Bonina. Hay allí un coro, que... Como
te decía, eres un salvaje... ¿Cómo se explica tu desaparición repentina de
Moscú? Los Scherbazky no hacían más que preguntarme por ti, como si yo pudiera
saber... Y sólo sé una cosa: que haces siempre lo contrario que los demás.
-Tienes
razón: soy un salvaje -concedió Levin, hablando lentamente, pero con
agitación-, pero si lo soy, no es por haberme ido entonces, sino por haber
vuelto ahora.
-¡Qué
feliz eres! -interrumpió su amigo, mirándole a los ojos.
-¿Por
qué?
-Conozco
los buenos caballos por el pelo y a los jóvenes enamorados por los ojos
-declaró Esteban Arkadievich-. El mundo es tuyo... El porvenir se abre ante
ti...
-¿Acaso
tú no tienes ya nada ante ti?
-Sí,
pero el porvenir es tuyo. Yo tengo sólo el presente, y este presente no es
precisamente de color de rosa.
-¿Y
eso?
-No
marchan bien las cosas... Pero no quiero hablar de mí, y además no todo se
puede explicar -dijo Esteban Arkadievich-. Cambia los platos -dijo al camarero.
Y prosiguió-: Ea, ¿a qué has venido a Moscú?
-¿No
lo adivinas? -contestó Levin, mirando fijamente a su amigo, sin apartar de él
un instante sus ojos profundos.
-Lo
adivino, pero no soy el llamado a iniciar la conversación sobre ello... Juzga
por mis palabras si lo adivino o no -dijo Esteban Arkadievich con leve sonrisa.
-Y
entonces, ¿qué me dices? -preguntó Levin con voz trémula, sintiendo que todos
los músculos de su rostro se estremecían-. ¿Qué te parece el asunto?
Oblonsky
vació lentamente su copa de Chablis sin quitar los ojos de Levin.
-Por
mi parte -dijo- no desearía otra cosa. Creo que es lo mejor que podría suceder.
-¿No
te equivocas? ¿Sabes a lo que te refieres? -repuso su amigo, clavando los ojos
en él-. ¿Lo crees posible?
-Lo
creo. ¿Por qué no?
-¿Supones
sinceramente que es posible? Dime todo lo que piensas. ¿No me espera una
negativa? Casi estoy seguro...
-¿Por
qué piensas así? -dijo Esteban Arkadievich, observando la emoción de Levin.
-A
veces lo creo, y esto fuera terrible para mí y para ella.
-No
creo que para ella haya nada terrible en esto. Toda muchacha se enorgullece
cuando piden su mano.
-Todas
sí; pero ella no es como todas.
Esteban Arkadievich sonrió. Conocía los sentimientos de su amigo y
sabía que para él todas las jóvenes del mundo estaban divididas en dos clases:
una compuesta por la generalidad de las mujeres, sujetas a todas las flaquezas,
y otra compuesta sólo por "ella" , que no tenía defecto alguno y
estaba muy por encima del género humano.
-¿Qué
haces? ¡Toma un poco de salsa! -dijo, deteniendo la mano de Levin, que separaba
la fuente.
Levin,
obediente, se sirvió salsa; pero impedía, con sus preguntas, que Esteban
Arkadievich comiera tranquilo.
-Espera,
espera -dijo-. Comprende que esto para mí es cuestión de vida o muerte. A nadie
he hablado de ello. Con nadie puedo hablar, excepto contigo. Aunque seamos
diferentes en todo, sé que me aprecias y yo te aprecio mucho también. Pero,
¡por Dios!, sé sincero conmigo.
-Yo
te digo lo que pienso -respondió Oblonsky con una sonrisa-. Te diré más aún: mi
esposa, que es una mujer extraordinaria...
Suspiró,
recordando el estado de sus relaciones con ella y, tras un breve silencio,
continuó:
-Tiene
el don de prever los sucesos. Adivina el carácter de la gente y profetiza los
acontecimientos... sobre todo si se trata de matrimonios... Por ejemplo:
predijo que la Schajovskaya se casaría con Brenteln. Nadie quería creerlo. Pero
resultó. Pues bien: está de tu parte.
-¿Es
decir, que...?
-Que
no sólo simpatiza contigo, sino que asegura que Kitty será indudablemente tu
esposa.
Al
oír aquellas palabras, el rostro de Levin se iluminó con una de esas sonrisas
tras de las que parecen próximas a brotar lágrimas de ternura.
-¡Conque
dice eso! -exclamó-. Siempre he opinado que tu esposa era una mujer admirable.
Bien; basta. No hablemos más de eso -añadió, levantándose.
-Bueno,
pero siéntate.
Levin
no podía sentarse. Dio un par de vueltas con sus firmes pasos por la pequeña
habitación, pestañeando con fuerza para dominar sus lágrimas, y sólo entonces
volvió a instalarse en su silla.
-Comprende
-dijo- que esto no es un amor vulgar. Yo he estado enamorado, pero no como
ahora. No es ya un sentimiento, sino una fuerza superior a mí que me lleva a
Kitty. Me fui de Moscú porque pensé que eso no podría ser, como no puede ser
que exista felicidad en la tierra. Luego he luchado conmigo mismo y he
comprendido que sin ella la vida me será imposible. Es preciso que tome una
decisión.
-¿Por
qué te fuiste?
-¡Ah,
espera, espera! ¡Se me ocurren tantas cosas para preguntarte! No sabes el
efecto que me han causado tus palabras. La felicidad me ha convertido casi en
un ser indigno. Hoy me he enterado de que mi hermano Nicolás está aquí, ¡y
hasta de él me había olvidado, como si creyera que también él era feliz! ¡Es
una especie de locura! Pero hay una cosa terrible. A ti puedo decírtela, eres
casado y conoces estos sentimientos... Lo terrible es que nosotros, hombres ya
viejos y con un pasado... y no un pasado de amor, sino de pecado... nos
acercamos a un ser puro, a un ser inocente. ¡No me digas que no es repugnante!
Por eso uno no puede dejar de sentirse indigno.
-Y
no obstante a ti de pocos pecados puede culpársete.
-Y
sin embargo, cuando considero mi vida, siento asco, me estremezco y me maldigo
y me quejo amargamente... Sí.
-Pero
¡qué quieres! El mundo es así -dijo Esteban Arkadievich.
-Sólo
un consuelo nos queda, y es el de aquella oración tan bella de que siempre me
acuerdo: "Perdónanos, Señor, no según nuestros merecimientos, sino según
tu misericordia". Sólo así me puede perdonan
XI
Levin
bebió el vino de su copa. Ambos callaron.
-Tengo
algo más que decirte -indicó, al fin, Esteban Arkadievich-. ¿Conoces a Vronsky?
-No.
¿Por qué?
-Trae
otra botella --dijo Oblonsky al tártaro, que acudía siempre para llenar las
copas en el momento en que más podía estorbar. Y añadió:
-Porque
es uno de tus rivales.
-¿Quien
es ese Vronsky? -preguntó Levin.
Y
el entusiasmo infantil que inundaba su rostro cedió el lugar a una expresión
aviesa y desagradable.
-Es
hijo del conde Cirilo Ivanovich Vronsky y uno de los más bellos representantes
de la juventud dorada de San Petersburgo. Le conocí en Tver cuando serví allí.
Él iba a la oficina para asuntos de reclutamiento. Es apuesto, inmensamente
rico, tiene muy buenas relaciones y es edecán de Estado Mayor y, además, se
trata de un muchacho muy bueno y muy simpático. Luego le he tratado aquí y
resulta que es hasta inteligente e instruido. ¡Un joven que promete mucho!
Levin,
frunciendo las cejas, guardó silencio.
-Llegó
poco después de irte tú y se ve que está enamorado de Kitty hasta la locura. Y,
¿comprendes?, la madre...
-Perdona,
pero no comprendo nada --dijo Levin, malhumorado.
Y,
acordándose de su hermano, pensó en lo mal que estaba portándose con él.
-Calma,
hombre, calma --dijo Esteban Arkadievich, sonriendo y dándole un golpecito en
la mano-. Te he dicho lo que sé. Pero creo que en un caso tan delicado como
éste, la ventaja está a tu favor.
Levin,
muy pálido, se recostó en la silla.
-Yo
te aconsejaría terminar el asunto lo antes posible -dijo Oblonsky, llenando la
copa de Levin.
--Gracias;
no puedo beber más -repuso Levin, separando su copa-. Me emborracharía. Bueno,
¿y cómo van tus cosas?-- continuó, tratando de cambiar de conversación.
-Espera;
otra palabra -insistió Esteban Arkadievich-. Arregla el asunto lo antes
posible; pero no hoy. Vete mañana por la mañana, haz una petición de mano en
toda regla y que Dios te ayude.
-Recuerdo
que querías siempre cazar en mis tierras ---dijo Levin-. ¿Por qué no vienes
esta primavera?
Ahora
lamentaba profundamente haber iniciado aquella conversación con Oblonsky, pues
se sentía igualmente herido en sus más íntimos sentimientos por lo que acababa
de saber sobre las pretensiones rivales de un oficial de San Petersburgo, como
por los consejos y suposiciones de Esteban Arkadievich.
Oblonsky,
comprendiendo lo que pasaba en el alma de Levin, sonrió.
-Iré, iré... -dijo-. Pues sí, hombre: las mujeres son el eje
alrededor del cual gira todo. Mis cosas van mal, muy mal. Y también por culpa
de ellas. Vamos: dame un consejo de amigo -añadió, sacando un cigarro y
sosteniendo la copa con una mano.
-¿De
qué se trata?
-De
lo siguiente: supongamos que estás casado, que amas a tu mujer y que te seduce
otra...
-Dispensa,
pero me es imposible comprender eso. Sería como si, después de comer aquí a
gusto, pasáramos ante una panadería y robásemos un pan.
Los
ojos de Esteban Arkadievich brillaban más que nunca.
-¿Por
qué no? Hay veces en que el pan huele tan bien que no puede uno contenerse:
Himmlisch ist's, wenn itch bezwungen
Meine irdische Begier;
Aber doch wenn's nicht gelungen
Hatt' ich auch recht hübsch Plaisir!10.
Y,
después de recitar estos versos, Esteban Arkadievich sonrió maliciosamente.
Levin no pudo reprimir a su vez una sonrisa.
-Hablo
en serio -siguió diciendo Oblonsky-. Comprende: se trata de una mujer, de un
ser débil enamorado, de una pobre mujer sola en el mundo y sin medios de vida
que me lo ha sacrificado todo. ¿Cómo voy a dejarla? Suponiendo que nos
separemos por consideración a mú familia, ¿cómo no voy a tener compasión de
ella, cómo no ayudarla, cómo no suavizar el mal que le he causado?
-Dispensa.
Ya sabes que para mí las mujeres se dividen en dos clases... Es decir.. no...
Bueno, hay mujeres y hay... En fin: nunca he visto esos hermosos y débiles
seres caídos, ni los veré nunca; pero de los que son como esa francesa pintada
de ahí fuera, con sus postizos, huyo como de la peste. ¡Y todas las mujeres
caídas, para mí, son como ésa!
-¿Y
qué me dices de la del Evangelio?
-¡Calla,
calla! Nunca habría Cristo pronunciado aquellas palabras si llega a saber el
mal use que había de hacerse de ellas. De todo el Evangelio, nadie recuerda más
que esas palabras. De todos modos, no digo lo que pienso, sino lo que siento.
Aborrezco a las mujeres perdidas. A ti te repugnan las arañas; a mí, esta
especie de mujeres. Seguramente no has estudiado la vida de las arañas,
¿verdad? Pues yo tampoco la de...
-Hablar
así es muy fácil. Eres como aquel personaje de Dickens que con la mano
izquierda tira detrás del hombro derecho los asuntos difíciles de resolver.
Pero negar un hecho no es contestar una pregunta. Dime, ¿qué debo hacer en este
caso? Tu mujer ha envejecido y tú te sientes pletórico de vida. Casi sin darte
cuenta, te encuentras con que no puedes amar a tu esposa con verdadero amor,
por más respeto que te inspire. ¡Si entonces aparece el amor ante ti, estás
perdido! ¡Estás perdido! -repitió Esteban Arkadievich con desesperación y
tristeza.
Levin
sonrió.
-¡Sí,
estás perdido! -repitió Oblonsky-. Y entonces, ¿qué hacer?
-No
robar el pan tierno.
Esteban
Arkadievich se puso a reír.
-¡Oh,
moralista! Pero el caso es éste: hay dos mujeres. Una de ellas no se apoya más
que en sus derechos, en nombre de los cuales te exige un amor que no le puedes
conceder. La otra te lo sacrifica todo y no te pide nada a cambio. ¿Qué hacer,
cómo proceder? ¡Es un drama terrible!
-Mi
opinión sincera es que no hay tal drama. Porque, a lo que se me alcanza, ese
amor... esos dos amores... que, como recordarás, Platón define en su Simposion,
constituyen la piedra de toque de los hombres. Unos comprenden el uno, otros el
otro. Y los que profesan el amor no platónico no tienen por qué hablar de
dramas. Es un amor que no deja lugar a lo dramático. Todo el drama consiste en
unas palabras: "Gracias por las satisfacciones que me has proporcionado, y
adiós". En el amor platónico no puede haber tampoco drama, porque en él
todo es puro y claro, y porque...
Levin
recordó en aquel momento sus propios pecados y las luchas internas que
soportara, y añadió inesperadamente:
-Al
fin y al cabo, tal vez tengas razón... Bien puede ser. Pero no sé,
decididamente no sé...
-Mira
-dijo Esteban Arkadievich-: tu gran defecto y tu gran cualidad es que eres un
hombre entero. Como es éste tu carácter, quisieras que el mundo estuviera
compuesto de fenómenos enteros, y en realidad no es así. Tú, por ejemplo,
desprecias la actividad social y el trabajo oficial porque quisieras que todo
esfuerzo estuviera en relación con su fin, y eso no sucede en la vida.
Desearías que la tarea de un hombre tuviera una finalidad, que el amor y la
vida matrimonial fueran una misma cosa, y tampoco ocurre así. Toda la diversidad,
la hermosura, el encanto de la vida, se componen de luces y sombras.
Levin
suspiró, pero nada dijo. Pensaba en sus asuntos y no escuchaba a Oblonsky.
Y
de pronto los dos comprendieron que, aunque eran amigos, aunque habían comido y
bebido juntos -lo que debía haberlos aproximado más-, cada uno pensaba en sus
cosas exclusivamente y no se preocupaba para nada del otro. Oblonsky había
experimentado más de una vez esa impresión de alejamiento después de una comida
destinada a aumentar la cordialidad y sabía lo que hay que hacer en tales
ocasiones.
-¡La
cuenta! -gritó, saliendo a la sala inmediata.
Encontró
allí a un edecán de regimiento y entabló con él una charla sobre cierta artista
y su protector. Halló así alivio y descanso de su conversación con Levin, el
cual le arrastraba siempre a una tensión espiritual y cerebral excesivas.
Cuando
el tártaro apareció con la cuenta de veintiséis rublos y algunos copecks, más
un suplemento por vodkas, Levin -que en otro momento, como hombre del campo, se
habría horrorizado de aquella enormidad, de la que le correspondía pagar
catorce rublos-, no prestó al hecho atención alguna.
Pagó,
pues, aquella cantidad y se dirigió a su casa para cambiar de traje a ir a
la de los Scherbazky, donde había de decidirse su destino.
XII
La
princesita Kitty Scherbazky tenía dieciocho años. Aquella era la primera
temporada en que la habían presentado en sociedad, donde obtenía más éxitos que
los que lograran sus hermanas mayores y hasta más de los que su misma madre
osara esperar.
No
sólo todos los jóvenes que frecuentaban los bailes aristocráticos de Moscú
estaban enamorados de Kitty, sino que en aquel invierno surgieron dos
proposiciones serias: la de Levin y, en seguida después de su partida, la del
conde Vronsky.
La
aparición de Levin a principios de la temporada, sus frecuentes visitas y sus
evidentes muestras de amor hacia Kitty motivaron las primeras conversaciones
formales entre sus padres a propósito del porvenir de la joven, y hasta dieron
lugar a discusiones.
El
Príncipe era partidario de Levin y decía que no deseaba nada mejor para Kitty.
Pero, con la característica costumbre de las mujeres de desviar las cuestiones,
la Princesa respondía que Kitty era demasiado joven, que nada probaba que Levin
llevara intenciones serias, que Kitty no sentía inclinación hacia Levin y otros
argumentos análogos. Se callaba lo principal: que esperaba un partido mejor
para su hija, que Levin no le era simpático y que no comprendía su modo de ser.
Así,
cuando Levin se marchó inesperadamente, la Princesa se alegró y dijo, con aire
de triunfo, a su marido:
-¿Ves
como yo tenía razón?
Cuando
Vronsky hizo su aparición, se alegró más aún, y se afirmo en su opinión de que
Kitty debía hacer, no ya un matrimonio bueno, sino brillante.
Para
la madre, no existía punto de comparación entre Levin y Vronsky. No le agradaba
Levin por sus opiniones violentas y raras, por su torpeza para desenvolverse en
sociedad, motivada, a juicio de ella, por el orgullo. Le disgustaba la vida
salvaje, según ella, que el joven llevaba en el pueblo, donde no trataba más
que con animales y campesinos.
La
contrariaba, sobre todo, que, enamorado de su hija, hubiese estado un mes y
medio frecuentando la casa, con el aspecto de un hombre que vacilara, observara
y se preguntara si, declarándose, el honor que les haría no sería demasiado
grande. ¿No comprendía, acaso, que, puesto que visitaba a una familia donde
había una joven casadera, era preciso aclarar las cosas? Y, luego, aquella
marcha repentina, sin explicaciones... "Menos mal --comentaba la madre-
que es muy poco atractivo y Kitty -¡claro!- no se enamoró de él."
Vronsky,
en cambio, poseía cuanto pudiera desear la Princesa: era muy rico, inteligente,
noble, con la posibilidad de hacer una brillante carrera militar y cortesana. Y
además era un hombre delicioso. No, no podía desear nada mejor.
Vronsky,
en los bailes, hacía la corte francamente a Kitty, danzaba con ella, visitaba
la casa... No era posible, pues, dudar de la formalidad de sus intenciones. No
obstante, la Princesa pasó todo el invierno llena de anhelo y zozobra.
Ella
misma se había casado, treinta años atrás, gracias a una boda arreglada por una
tía suya. El novio, de quien todo se sabía de antemano, llegó, conoció a la
novia y le conocieron a él; la tía casamentera informó a ambas partes del
efecto que se habían producido mutuamente, y como era favorable, a pocos días y
en una fecha señalada, se formuló y aceptó la petición de mano.
Todo
fue muy sencillo y sin complicaciones, o así al menos le pareció a la Princesa.
Pero,
al casar a sus hijas, vio por experiencia que la cosa no era tan sencilla ni
fácil. Fueron muchas las caras que se vieron, los pensamientos que se tuvieron,
los dineros que se gastaron y las discusiones que mantuvo con su marido antes
de casar a Daria y a Natalia.
Al
presentarse en sociedad su hija menor, se reproducían las mismas dudas, los
mismos temores y, además, más frecuentes discusiones con su marido. Como todos
los padres, el viejo Príncipe era muy celoso del honor y pureza de sus hijas, y
sobre todo de Kitty, su predilecta, y a cada momento armaba escándalos a la
Princesa, acusándola de comprometer a la joven.
La
Princesa estaba acostumbrada ya a aquello con las otras hijas, pero ahora
comprendía que la sensibilidad del padre se excitaba con más fundamento.
Reconocía que en los últimos tiempos las costumbres de la alta sociedad habían
cambiado y sus deberes de madre se habían hecho más complejos. Veía a las
amigas de Kitty formar sociedades, asistir a no se sabía qué cursos, tratar a
los hombres con libertad, ir en coche solas, prescindir muchas de ellas, en sus
saludos, de hacer reverencias y, lo que era peor, estar todas persuadidas de
que la elección de marido era cosa suya y no de sus madres.
"Hoy
día las jóvenes no se casan ya como antes", decían y pensaban todas
aquellas muchachas; y lo malo era que lo pensaban también muchas personas de
edad. Sin embargo, cómo se casaban "hoy día" las jóvenes nadie se lo
había dicho a la Princesa. La costumbre francesa de que los padres de las muchachas
decidieran su porvenir era rechazada y criticada. La costumbre inglesa de dejar
en plena libertad a las chicas tampoco estaba aceptada ni se consideraba
posible en la sociedad rusa. La costumbre rusa de organizar las bodas a través
de casamenteras era considerada como grotesca y todos se reían de ella, incluso
la propia Princesa.
Pero
cómo habían de casarse sus hijas, eso no lo sabía nadie. Aquellos con quienes
la Princesa tenía ocasión de hablar no salían de lo mismo:
-En
nuestro tiempo no se pueden seguir esos métodos anticuados. Quienes se casan
son las jóvenes, no los padres. Hay que dejarlas, pues, en libertad de que se
arreglen; ellas saben mejor que nadie lo que han de hacer.
Para
los que no tenían hijas era muy fácil hablar así, pero la Princesa comprendía
que si su hija trataba a los hombres con libertad, podía muy bien enamorarse de
alguno que no la amara o que no le conviniera como marido. Tampoco podía
aceptar que las jóvenes arreglasen su destino por sí mismas. No podía
admitirlo, como no podía admitir que se dejase jugar a niños de cinco años con
pistolas cargadas. Por todo ello, la Princesa estaba más inquieta por Kitty que
lo estuviera en otro tiempo por sus hijas mayores.
Al
presente, temía que Vronsky no quisiera ir más allá, limitándose a hacer la
corte a su hija. Notaba que Kitty estaba ya enamorada de él, pero se consolaba
con la idea de que Vronsky era un hombre honorable. Reconocía, no obstante,
cuán fácil era trastornar la cabeza a una joven cuando existen relaciones tan
libres como las de hoy día, teniendo en cuenta la poca importancia que los
hombres conceden a faltas de este género.
La
semana anterior, Kitty había contado a su madre una conversación que tuviera
con Vronsky mientras bailaban una mazurca, y aunque tal conversación calmó a la
Princesa, no se sentía tranquila del todo. Vronsky había dicho a Kitty que su
hermano y él estaban tan acostumbrados a obedecer a su madre que jamás hacían
nada sin pedir su consejo.
-Y
ahora espero que mi madre llegue de San Petersburgo como una gran felicidad
-añadió.
Kitty
lo relató sin dar importancia a tales palabras. Pero su madre las veía de
diferente manera. Sabía que él esperaba a la anciana de un momento a otro,
suponiendo que ella estaría contenta de la elección de su hijo, y comprendía
que el hijo no pedía la mano de Kitty por temor a ofender a su madre si no la
consultaba previamente. La Princesa deseaba vivamente aquel matrimonio, pero
deseaba más aún recobrar la tranquilidad que le robaban aquellas
preocupaciones.
Mucho
era el dolor que le producía la desdicha de Dolly, que quería separarse de su
esposo, pero, de todos modos, la inquietud que le causaba la suerte de su hija
menor la absorbía completamente.
La
llegada de Levin añadió una preocupación más a las que ya sentía. Temía que su
hija, en quien apreciara tiempo atrás cierta simpatía hacia Levin, rechazara a
Vronsky en virtud de escrúpulos exagerados. En resumen: consideraba posible
que, de un modo a otro, la presencia de Levin pudiese estropear un asunto a
punto de resolverse.
-¿Hace
mucho que ha llegado? -preguntó la Princesa a su hija, refiriéndose a Levin,
cuando volvieron a casa.
-Hoy,
mamá.
-Quisiera
decirte una cosa... --empezó la Princesa.
Por
el rostro grave de su madre, Kitty adivinó de lo que se trataba.
-Mamá
--dijo, volviéndose rápidamente hacia ella-. Le pido, por favor, que no me
hable nada de eso. Lo sé; lo sé todo...
Anhelaba
lo mismo que su madre, pero los motivos que inspiraban los deseos de ésta le
disgustaban.
-Sólo
quería decirte que si das esperanzas al uno...
-Querida
mamá, no me diga nada, por Dios. Me asusta hablar de eso...
-Me
callaré -dijo la Princesa, viendo asomar las lágrimas a los ojos de su hija-.
Sólo quiero que me prometas una cosa, vidita mía: que nunca tendrás secretos
para mí. ¿Me lo prometes?
-Nunca,
mamá -repuso Kitty, ruborizándose y mirando a su madre a la cara-. Pero hoy por
hoy no tengo nada que decirte... Yo... Yo... Aunque quisiera decirte algo, no
sé qué... No, no se que, ni como...
"No,
con esos ojos no puede mentir", pensó su madre, sonriendo de emoción y de
contento. La Princesa sonreía, además, ante aquello que a la pobre muchacha le
parecía tan inmenso y trascendental: las emociones que agitaban ahora su alma.
XIII
Después
de comer y hasta que empezó la noche, Kitty experimentó un sentimiento parecido
al que puede sentir un joven soldado antes de la batalla. Su corazón palpitaba
con fuerza y le era imposible concentrar sus pensamientos en nada. Sabía que
esta noche en que iban a encontrarse los dos se decidiría su suerte, y los
imaginaba ya a cada uno por separado ya a los dos a la vez.
Al
evocar el pasado, se detenía en los recuerdos de sus relaciones con Levin, que
le producían un dulce placer. Aquellos recuerdos de la infancia, la memoria de
Levin unida a la del hermano difunto, nimbaba de poéticos colores sus
relaciones con él. El amor que experimentaba por ella, y del cual estaba
segura, la halagaba y la llenaba de contento. Conservaba, pues, un recuerdo
bastante grato de Levin.
En
cambio, el recuerdo de Vronsky le producía siempre un cierto malestar y le
parecía que en sus relaciones con él había algo de falso, de lo que no podía
culpar a Vronsky, que se mostraba siempre sencillo y agradable, sino a sí
misma, mientras que con Levin se sentía serena y confiada. Mas, cuando
imaginaba el porvenir con Vronsky a su lado, se le antojaba brillante y feliz,
en tanto que el porvenir con Levin se le aparecía nebuloso.
Al
subir a su cuarto para vestirse, Kitty, contemplándose al espejo, comprobó con
alegría que estaba en uno de sus mejores días. Se sentía tranquila, con pleno
dominio de sí misma, y sus movimientos eran desenvueltos y graciosos.
A
las siete y media, apenas había bajado al salón, el lacayo anunció:
-Constantino
Dmitrievich Levin.
La
Princesa se hallaba aún en su cuarto y el Príncipe no había bajado tampoco.
"Ahora...", pensó Kitty, sintiendo que la sangre le afluía al
corazón. Se miró al espejo y se asustó de su propia palidez.
Ahora
comprendía claramente que si él había llegado tan pronto era para encontrarla
sola y pedir su mano. Y el asunto se le presentó de repente bajo un nuevo
aspecto. No se trataba ya de ella sola, ni de saber con quién podría ser feliz
y a quién daría su preferencia; comprendía ahora que era forzoso herir
cruelmente a un hombre a quien amaba. Y ¿por qué? ¡Porque él, tan agradable,
estaba enamorado de ella! Pero ella nada podía hacer: las cosas tenían que ser
así.
"¡Dios
mío! ¡Que yo misma tenga que decírselo! -pensó-. ¿Tendré que decirle que no le
quiero? ¡Pero esto no sería verdad! ¿Que amo a otro? ¡Eso es imposible! Me voy,
me voy..."
Ya
iba a salir cuando sintió los pasos de él.
"No,
no es correcto que me vaya. ¿Y por qué temer? ¿Qué he hecho de malo? Le diré la
verdad y no me sentiré cohibida ante él. Sí, es mejor que pase... Ya está
aquí", se dijo al distinguir la pesada y tímida figura que la contemplaba
con ojos ardientes.
Kitty
le miró a la cara como si implorase su clemencia, y le dio la mano.
-Veo
que he llegado demasiado pronto --dijo Levin, examinando el salón vacío. Y
cuando comprobó que, como esperara, nada dificultaría sus explicaciones, su
rostro se ensombreció.
-¡Oh,
no! -contestó Kitty, sentándose junto a una mesa.
-En
realidad, deseaba encontrarla sola -explicó él, sin sentarse y sin mirarla,
para no perder el valor.
-Mamá
vendrá en seguida. Ayer se cansó mucho... Ayer...
Hablaba
sin saber lo que decía y sin separar de Levin su mirada suplicante y
acariciadora.
Él
volvió a contemplarla. Kitty se ruborizó y guardó silencio.
-Le
dije ya que no sé cuánto tiempo permaneceré en Moscú, que la cosa dependía de
usted.
Ella
inclinó más aún la cabeza no sabiendo cómo habría de contestar a la pregunta
que presentía.
-Depende
de usted porque quería... quería decirle que... desearía que fuese usted mi
esposa.
Había
hablado casi inconscientemente. Al darse cuenta de que lo más grave había sido
dicho, calló y miró a la joven.
Ella
respiraba con dificultad, apartando la vista. En el fondo se sentía alegre y su
alma rebosaba felicidad. Nunca había creído que tal declaración pudiera
producirle una impresión tan profunda.
Pero
aquello duró un solo instante. Recordó a Vronsky y, dirigiendo a Levin la
mirada de sus ojos límpidos y francos y viendo la expresión desesperada de su
rostro, dijo precipitadamente.
-Dispénseme...
No es posible...
¡Qué
próxima estaba ella a él un momento antes y cuán necesaria era para su vida! Y
ahora, ¡qué lejana, qué distante de él!
-No
podía ser de otro modo -dijo Levin, sin mirarla. Saludó y se dispuso a marchar.
XIV
Pero
en aquel instante entró la Princesa. El horror se pintó en sus facciones al ver
que los dos jóvenes estaban solos y que en sus semblantes se retrataba una
profunda turbación. Levin saludó en silencio a la Princesa. Kitty callaba y
mantenía bajos los ojos.
"Gracias
a Dios, le ha dicho que no", pensó su madre.
Y
en su rostro se pintó la habitual sonrisa con que recibía a sus invitados cada
jueves.
Se
sentó y empezó a hacer a Levin preguntas sobre su vida en el pueblo. El se
sentó también, esperando que llegasen otros invitados para poder irse sin
llamar la atención.
Cinco
minutos después entró una amiga de Kitty, casada el invierno pasado: la condesa
Nordston.
Era
una mujer seca, amarillenta, de brillantes ojos negros, nerviosa y enfermiza.
Quería a Kitty y, como siempre sucede cuando una casada siente cariño por una
soltera, su afecto se manifestaba en su deseo de casar a la joven con un hombre
que respondía a su ideal de felicidad, y este hombre era Vronsky.
La
Condesa había solido hallar a Levin en casa de los Scherbazky a principios del
invierno. No simpatizaba con él. Su mayor placer cuando le encontraba consistía
en divertirse a su costa.
-Me
agrada mucho -decía- observar cómo me mira desde la altura de su superioridad,
bien cuando interrumpe su culta conversación conmigo considerándome una necia o
bien cuando condesciende en soportar mi inferioridad. Esa condescendencia me
encanta. Me satisface mucho saber que no puede tolerarme.
Tenía
razón: Levin la despreciaba y la encontraba inaguantable en virtud de lo que
ella tenía por sus mejores cualidades: el nerviosismo y el refinado desprecio a
indiferencia hacia todo lo sencillo y corriente.
Entre
ambos se habían establecido, pues, aquellas relaciones tan frecuentes en
sociedad, caracterizadas por el hecho de que dos personas mantengan en
apariencia relaciones de amistad sin que por eso dejen de experimentar tanto
desprecio el uno por el otro que no puedan ni siquiera ofenderse.
La
condesa Nordston atacó inmediatamente a Levin.
-¡Caramba,
Constantino Dmitrievich! ¡Ya le tenemos otra vez en nuestra corrompida
Babilonia! -dijo, tendiéndole su manecita amarillenta y recordando que Levin
meses antes había llamado Babilonia a Moscú-. ¿Qué? ¿Se ha regenerado Babilonia
o se ha encenagado usted? -preguntó, mirando a Kitty con cierta ironía.
-Me
honra mucho, Condesa, que recuerde usted mis palabras -dijo Levin, quien,
repuesto ya, se amoldaba maquinalmente al tono habitual, entre burlesco y
hostil, con que trataba a la Condesa-. ¡Debieron de impresionarla mucho!
-¡Figúrese!
¡Hasta me las apunté! ¿Has patinado hoy, Kitty?
Y
comenzó a hablar con la joven. Aunque marcharse entonces era una
inconveniencia, Levin prefirió cometerla a permanecer toda la noche viendo a
Kitty mirarle de vez en cuando y rehuir su mirada en otras ocasiones.
Ya
iba a levantarse cuando la Princesa, reparando en su silencio, le preguntó:
-¿Estará
mucho tiempo aquí? Seguramente no podrá ser mucho, pues, según tengo entendido,
pertenece usted al zemstvo.
-Ya
no me ocupo del zemstvo, Princesa -repuso él-. He venido por unos días.
"Algo
le pasa" , pensó la condesa Nordston notando su rostro serio y
concentrado. "Es extraño que no empiece a desarrollar sus tesis... Pero yo
le llevaré al terreno que me interesa. ¡Me gusta tanto ponerle en ridículo ante
Kitty!"
-Explíqueme
esto, por favor -le dijo en voz alta-, usted, que elogia tanto a los
campesinos. En nuestra aldea de la provincia de Kaluga los aldeanos y las
aldeanas se han bebido cuanto tenían y ahora no nos pagan. ¿Qué me dice usted
de esto, que elogia siempre a los campesinos?
Una
señora entraba en aquel momento. Levin se levantó.
-Perdone,
Condesa; pero le aseguro que no entiendo nada ni nada puedo decirle -repuso él,
dirigiendo su mirada a la puerta, por donde, detrás de la dama, acababa de
entrar un militar.
"Debe
de ser Vronsky" , pensó Levin.
Y,
para asegurarse de ello, miró a Kitty, que, habiendo tenido tiempo ya de
contemplar a Vronsky, fijaba ahora su mirada en Levin. Y Levin comprendió en
aquella mirada que ella amaba a aquel hombre, y lo comprendió tan claramente
como si ella misma le hubiese hecho la confesión. Pero, ¿qué clase de persona
era?
Ahora
ya no se podía ir. Debía quedarse para saber a qué género de hombre amaba
Kitty.
Hay
personas que cuando encuentran a un rival afortunado sólo ven sus defectos,
negándose a reconocer sus cualidades. Otras, en cambio, sólo ven, aunque con el
dolor en el corazón, las cualidades de su rival, los méritos con los cuales les
ha vencido. Levin pertenecía a esta clase de personas.
Y
en Vronsky no era difícil encontrar atractivos. Era un hombre moreno, no muy
alto, de recia complexión, de rostro hermoso y simpático. Todo en su semblante
y figura era sencillo y distinguido, desde sus negros cabellos, muy cortos, y
sus mejillas bien afeitadas hasta su uniforme flamante, que no entorpecía en
nada la soltura de sus ademanes.
Vronsky,
dejando pasar a la señora, se acercó a la Princesa y luego a Kitty.
Al
aproximarse a la joven, sus bellos ojos brillaron de un modo peculiar, con una
casi imperceptible sonrisa de triunfador que no abusa de su victoria (así le
pareció a Levin). La saludó con respetuosa amabilidad, tendiéndole su mano, no
muy grande, pero vigorosa.
Tras
saludar a todas y murmurar algunas palabras, se sentó sin mirar a Levin, que no
apartaba la vista de él.
-Permítanme
presentarles -dijo la Princesa-. Constantino Dmitrievich Levin; el conde Alexis
Constantinovich Vronsky.
Vronsky
se levantó y estrechó la mano de Levin, mirándole amistosamente.
-Creo
que este invierno teníamos que haber coincidido en una comida -dijo con su risa
franca y espontánea-, pero usted se fue inesperadamente a sus propiedades.
-Constantino
Dmitrievich desprecia y odia la ciudad y a los ciudadanos -dijo la condesa
Nordston.
-Se
ve que mis palabras le producen a usted gran efecto, puesto que tan bien las
recuerda -contestó Levin.
Y
enrojeció al darse cuenta de que había dicho lo mismo poco antes.
Vronsky
miró a Levin y a la condesa Nordston y sonrió.
-¿Vive
siempre en el pueblo? -preguntó-. En invierno debe usted de aburrirse mucho.
-Vivir
allí no tiene nada de aburrido si se tienen ocupaciones. Y, además, uno nunca
se aburre si sabe vivir consigo mismo -respondió bruscamente Levin.
-También
a mí me gusta vivir en el pueblo -indicó Vronsky, fmgiendo no haber reparado en
el tono de su interlocutor.
-Pero
supongo que usted, Conde, no habría sido capaz de vivir siempre en una aldea
-comentó la condesa de Nordston.
-No
sé; nunca he probado a estar en ellas mucho tiempo. Pero me pasa una cosa muy
rara. Jamás he sentido tanta nostalgia por mi aldea de Rusia, con sus
campesinos calzados con lapti, como después de pasar una temporada en
Niza un invierno con mi madre. Como ustedes saben, Niza es muy aburrida.
Nápoles y Sorrento son atractivos, mas para poco tiempo. Y nunca se recuerda
tanto a nuestra Rusia como allí. Parece como si...
Vronsky
se dirigía a Kitty y a Levin a la vez, mirando alternativamente al uno y al
otro, con mirada afectuosa y tranquila. Se notaba que estaba diciendo lo
primero que se le ocurría.
Al
observar que la condesa Nordston iba a hablar, dejó sin terminar la frase.
La
conversación no languidecía. La Princesa no necesitó, por lo tanto, apelar a
las dos piezas de artillería pesada que reservaba para tales casos: la
enseñanza clásica de la juventud y el servicio militar obligatorio. Por su
parte, a la condesa Nordston no se le presentó ocasión de mortificar a Levin.
Éste
quiso intervenir varias veces en la charla, pero no se le ofreció oportunidad;
a cada momento se decía "ahora me puedo marchar", pero no se iba y
continuaba allí como si esperase algo.
Se
habló de espiritismo, de veladores que giraban, y la condesa Nordston, que
creía en los espíritus, comenzó a relatar los prodigios que había presenciado.
-¡Por
Dios, Condesa: lléveme a donde pueda ver algo de eso! -dijo, sonriendo,
Vronsky-. Jamás he encontrado nada de extraordinario, a pesar de lo mucho que
siempre lo busqué.
-El
próximo sábado, pues. Y usted, Constantino Dmitrievich, ¿cree en ello?
-¿Para
qué me lo pregunta? De sobra sabe lo que le he de contestar.
-Deseo
conocer su opinión.
-Mi
opinión es que todo eso de los veladores acredita que la sociedad culta no está
a mucha más altura que los aldeanos, que creen en el mal de ojo, en brujerías y
hechizos, mientras que nosotros...
-Entonces
¿usted no cree?
-No
puedo creer, Condesa.
-¡Pero
si yo misma lo he visto!
-También
las campesinas cuentan que han visto ellas mismas fantasmas.
-¿Es
decir, que lo que digo no es verdad?
Y
sonrió forzadamente.
-No
es eso, Macha -intervino Kitty, ruborizándose-. Lo que dice Levin es que él no
puede creer.
Levin,
más irritado aún, quiso replicar, pero Vronsky, con su jovial y franca sonrisa,
acudió para desviar la conversación, que amenazaba con tomar un cariz
desagradable.
-¿No
admite la posibilidad? -dijo-. ¿Por qué no? Así como admitimos la existencia de
la electricidad y no la conocemos, ¿por qué no ha de existir una fuerza nueva y
desconocida, la cual...?
-Cuando
se descubrió la electricidad -respondió Levin inmediatamente- se comprobó el
fenómeno y no su causa, y transcurrieron siglos antes de llegar a una
aplicación práctica. En cambio, los espiritistas parten de la base de que los
veladores les transmiten comunicaciones y los espíritus les visitan, y es
después cuando agregan que se trata de una fuerza desconocida.
Vronsky,
como hasta entonces, escuchaba con atención a Levin, visiblemente interesado
por sus palabras.
-Bien;
pero los espiritistas dicen que la fuerza existe, aunque no saben cuál es, y
añaden que actúa en determinadas circunstancias. A los sabios corresponde
descubrir el origen de esa energía. No veo por qué no ha de existir una nueva
fuerza que...
-Porque
-interrumpió de nuevo Levin- en la electricidad se da el fenómeno de que
siempre que usted frote resina con lana se produce cierta reacción, mientras
que en el espiritismo, en iguales circunstancias, no se dan los mismos efectos,
lo que quiere decir que no se trata de un fenómeno natural.
La
charla se hacía demasiado grave para el ambiente del salón y Vronsky,
comprendiéndolo, en vez de replicar, trató de cambiar de tema. Sonrió, pues,
alegremente, y se dirigió a las señoras.
-Podíamos
probar ahora, Princesa -dijo.
Pero
Levin no quiso dejar de completar su pensamiento.
-Opino
que el intento de los espiritistas de explicar sus prodigios por la existencia
de una fuerza desconocida es muy desacertado. El caso es que hablan de una
fuerza espiritual y quieren someterla a ensayos materiales.
Todos
esperaban que completase su pensamiento y él lo comprendió.
-Pues,
a mi entender, sería usted un excelente médium -dijo la condesa Nordston-. Hay
en usted algo de... extático...
Levin
abrió la boca para replicar; pero se puso rojo y no dijo nada.
-Ea,
probemos, probemos lo de las mesas -insistió Vronsky. Y dirigiéndose a la madre
de Kitty, preguntó-: ¿Nos lo permite? -mientras miraba a su alrededor, buscando
un velador.
Kitty
se levantó para ir a buscarlo. Al pasar ante Levin, se cruzaron sus
miradas. Ella le compadecía con toda su alma. Le compadecía por la pena que le
causaba.
"Perdóneme,
si puede", le dijo con los ojos. "¡Soy tan feliz!"
"Odio
a todos, incluso a usted y a mí mismo" , contestó la mirada de él.
Y
cogió el sombrero. Pero la suerte le fue también contraria esta vez. En el
instante en que todos se sentaban en torno al velador y Levin se disponía a
salir, entró el anciano Príncipe y, tras saludar a las señoras, dijo
alegremente a Levin:
-¡Caramba!
¿Desde cuándo está usted aquí? ¡No lo sabía! Me alegro mucho de verle.
El
Príncipe le hablaba a veces de usted, a veces de tú. Le abrazó y se puso a
hablar con él. No había reparado en Vronsky, que se había puesto en pie y
esperaba el momento en que el Príncipe se dirigiese a él.
Kitty
comprendía que, después de lo ocurrido, la amabilidad de su padre debía
resultar muy dolorosa para Levin. Notó también la frialdad con que el Príncipe
saludó por fin a Vronsky y cómo éste le contemplaba con amistoso asombro, sin
duda preguntándose por qué se sentiría tan mal dispuesto hacia él. Kitty se
ruborizó.
-Príncipe:
déjenos a Constantino Dmitrievich. Queremos hacer unos experimentos --dijo la
condesa Nordston.
-¿Qué
experimentos? ¿Con los veladores? Perdóneme, pero, en mi opinión, casi es más
divertido el juego de prendas -opinó el Príncipe mirando a Vronsky y adivinando
que era él quien había sugerido el entretenimiento-. Por lo menos, jugar a
prendas tiene algún sentido.
Vronsky,
más extrañado aún, contempló al Príncipe con sus ojos tranquilos. Luego empezó
a hablar con la condesa Nordston del baile que debía celebrarse la semana
siguiente.
-Asistirá
usted, ¿verdad? -preguntó a Kitty.
En
cuanto el viejo Príncipe dejó de hablarle, Levin salió procurando no llamar la
atención.
La
última impresión que retuvo de aquella noche fue la expresión feliz y sonriente
del rostro de Kitty al contestar a Vronsky a su pregunta sobre el baile que se
había de celebrar.
XV
Cuando
todos se hubieron ido, Kitty contó a su madre la conversación sostenida con
Levin. Pese a la compasión que éste le inspiraba, se sentía satisfecha de que
hubiese pedido su mano.
Estaba
segura de haber obrado bien. Pero, una vez acostada, tardó mucho en dormirse.
La imagen de Levin, con el entrecejo arrugado y los ojos bondadosos,
contemplándola triste y abatido, mientras escuchaba a su padre y miraba a
Vronsky que hablaban juntos, no se apartaba de su mente; y sentía tanta
compasión de él que las lágrimas acudieron a sus ojos. Pero luego pensó en el
hombre a quien había preferido, evocó su rostro tranquilo y decidido; la noble
serenidad y la benevolencia que emanaban de su semblante, y volvió a sentirse
alegre y feliz.
"Es
triste, es triste, pero, ¿qué puedo hacer? Yo no tengo la culpa", se
decía.
Una
voz interior le aseguraba lo contrario. No sabía si se arrepentía de haber
atraído a Levin o de haberle rechazado, y estas dudas acibaraban su dicha.
"¡Perdóname,
Dios mío, perdóname!", repitió mentalmente sin cesar, hasta que se durmió.
Entre
tanto, abajo, en el despacho del Príncipe, se desarrollaba una de las
frecuentes escenas que se producían a propósito de aquella hija tan querida.
-¡Eso
es! ¡Ni más ni menos! -gritaba el Príncipe, gesticulando, mientras se ajustaba
su bata gris-. ¡No tienes orgullo ni dignidad! ¡Estás cubriendo de oprobio a tu
hija con ese absurdo y vil proyecto de casamiento!
-Pero,
¡por Dios!, dime: ¿qué he hecho yo? -respondía la Princesa, casi llorando.
Sintiéndose
feliz y contenta después de la conversación con su hija, había entrado, como
siempre, en el despacho del Príncipe para darle las buenas noches. No tenía
intención de hablar a su marido de la proposición de Levin y la negativa de
Kitty, pero aludió a que lo de Vronsky podía considerarse como firme y sólo
faltaba que llegase su madre para formalizarlo.
El
Príncipe, al oírla, se enfureció y comenzó a proferir palabras violentas.
-¿Qué
has hecho, me preguntas? Yo te lo diré. Ante todo, tratar de pescar un novio.
¡Todo Moscú hablará de ello y con razón! Si queréis dar fiestas y veladas,
invitad a todo el mundo y no a esos galancetes preferidos, haced venir a todos
esos pisaverdes (así llamaba el Príncipe a los jóvenes de Moscú), contratad a
un pianista y que bailen todos, pero, ¡por Dios, no invitéis a los galanes con
la intención de arreglar casamientos! ¡Me da asco pensar en ello! Pero tú has
conseguido tu objeto: llenar de pájaros la cabeza de la chiquilla.
Personalmente, Levin vale mil veces más. El otro es un petimetre de San
Petersburgo, igual a los demás. ¡Parece que los fabrican en serie! Y aunque
fuera el heredero del trono, mi hija no necesita de nadie...
-Pero
¿qué he hecho yo de malo?
-Ahora
te lo diré... --empezó el Príncipe, con ira,
-Lo
sé de antemano. Y si te hiciera caso, nuestra hija no se casaría nunca. Para
eso más valdría imos al pueblo.
-Mejor
sería.
-No
te pongas así. ¿Acaso he buscado yo algo por mí misma? Se trata de un joven que
tiene las prendas, se ha enamorado de nuestra hija y ella parece que...
-¡Sí:
te lo parece a ti! ¿Y si la niña se enamora de veras y él piensa tanto en
casarse como yo? No quiero ni pensarlo... "¡Oh el espiritismo, oh, Niza,
oh, el baile!" -y el Príncipe imitaba los gestos de su mujer y hacía una
reverencia después de cada palabra-. Y si luego hacemos desgraciada a nuestra
Kateñka, entonces...
-¿Por
qué ha de ser así? ¿Por qué te lo imaginas?
-No
me lo imagino; lo veo. Para algo tenemos ojos los hombres, mientras que las
mujeres no los tenéis. Yo veo quién lleva intenciones serias: Levin. Y veo al
pisaverde, al lechugino, que no se propone más que divertirse.
-Cuando
se te mete algo en la cabeza...
-Ya
me darás la razón, pero cuando sea tarde, como en el caso de Dolly.
-Bueno,
basta. No hablemos más -interrumpió la Princesa recordando el infortunio de su
hija mayor.
-Está
bien. Adiós.
Se
besaron y se persignaron el uno al otro según la costumbre y se separaron, bien
persuadidos cada uno de que la razón estaba de su parte.
Hasta
entonces, la Princesa había estado segura de que aquella noche se había
decidido la suerte de Kitty y que no cabía duda alguna sobre las intenciones de
Vronsky; pero ahora las palabras de su marido la llenaron de turbación.
Y,
ya en su alcoba, temerosa, como Kitty, ante el ignorado porvenir, repitió
mentalmente una vez y otra: "Ayúdanos, Señor; ayúdanos, Señor ".
XV
Vronsky
no había conocido nunca la vida familiar. Su madre, de joven, había sido una
dama del gran mundo que durante su matrimonio y después de quedar viuda sobre
todo, había tenido muchas aventuras, que nadie ignoraba. Vronsky apenas había
conocido a su padre y había recibido su educación en el Cuerpo de Pajes.
Al
salir de la escuela convertido en un joven y brillante oficial, había empezado
a frecuentar el círculo de los militares ricos de San Petersburgo. Mas, aunque
vivía en la alta sociedad, sus intereses amorosos estaban fuera de ella.
En
Moscú experimentó por primera vez, en contraste con la vida esplendorosa y
agitada de San Petersburgo, el encanto de relacionarse con una joven de su
esfera, agradable y pura, que le amaba. No se le ocurrió ni pensar que habría
nada de malo en sus relaciones con Kitty.
En
los bailes danzaba con ella, la visitaba en su casa, le hablaba de lo que se
habla habitualmente en el gran mundo: de tonterías, a las que él daba, sin
embargo y para ella, un sentido particular. Aunque cuanto le decía podía muy
bien haber sido oído por todos, comprendía que ella se sentía cada vez más
unida a él. Y cuanto más experimentaba tal sensación, más agradable le era
sentirla y más dulce sentimiento le inclinaba, a su vez, hacia la joven.
Ignoraba
que aquel modo de tratar a Kitty tiene un nombre específico: la seducción de
muchachas con las que uno no piensa casarse, acción censurable muy corriente
entre los jóvenes como él. Creía haber sido el primero en descubrir aquel
placer y gozaba con su descubrimiento.
Si
hubiese podido oír la conversación de los padres de Kitty, si se hubiera
situado en su punto de vista y pensado que no casándose con ella Kitty iba a
ser desgraciada, se habría quedado asombrado, casi sin llegarlo a creer. Le era
imposible imaginar que lo que tanto le agradaba -y a ella más aún- pudiera
entrañar mal alguno. Y le era más imposible todavía imaginar que debía casarse.
Nunca
pensaba en la posibilidad del matrimonio. No sólo no le interesaba la vida del
hogar, sino que en la familia, y sobre todo en el papel de marido, de acuerdo
con la opinión del círculo de solterones en que se movía, veía algo ajeno,
hostil y, sobre todo, un tanto ridículo.
No
obstante ignorar la conversación de los padres de Kitty, aquella noche, de
regreso de casa de los Scherbazky, sentía la impresión de que el lazo
espiritual que le unía con Kitty se había estrechado más aún y que había que
buscar algo más profundo, aunque no sabía a punto fijo qué.
Mientras
se dirigía a su casa, experimentando una sensación de pureza y suavidad debida
en parte a no haber fumado en toda la noche y en parte a la dulce impresión que
el amor de Kitty le producía, iba diciéndose:
"Lo
más agradable es que sin habernos dicho nada, sin que haya nada entre los dos,
nos hayamos comprendido tan bien con esa muda conversación de las miradas y las
insinuaciones. Hoy Kitty me ha dicho más elocuentemente que nunca que me
qùiere. ¡Y lo ha hecho con tanta sencillez y sobre todo con tanta confianza! Me
siento mejor, más puro, siento que tengo corazón y que en mí hay mucho de
bueno. ¡Oh, sus hermosos ojos enamorados! Cuando ella ha dicho: "Y
además..." ¿A qué se refería? En realidad, a nada... ¡Qué agradable me
resulta todo esto! Y a ella también...".
Vronsky
comenzó a pensar dónde concluiría la noche. Meditó en los sitios a los que
podía ir.
"¿El
círculo? ¿Una partida de besik y beber champaña con Ignatiev...? No, no. ¿El Château
des fleurs? Allí encontraré a Oblonsky, habrá canciones, cancán... No;
estoy harto de eso. Precisamente si aprecio a los Scherbazky es porque en su
casa me parece que me vuelvo mejor de lo que soy... Más vale irse a
dormir."
Entró
en su habitación del hotel Diseau, mandó que le sirviesen la cena, se desnudó y
apenas puso la cabeza en la almohada se durmió con un profundo sueño.
XVII
A
las once de la mañana siguiente, Vronsky fue a la estación del ferrocarril de
San Petersburgo para esperar a su madre, y a la primera persona que halló en la
escalinata del edificio fue a Oblonsky, el cual iba a recibir a su hermana, que
llegaba en el mismo tren.
-¡Hola,
excelentísimo señor! -gritó Oblonsky -. ¿A quién esperas?
-A
mi madre -repuso Vronsky, sonriendo, como todos cuando encontraban a Oblonsky.
Y, tras estrecharle la mano, agregó-: Llega hoy de San Petersburgo.
-Te
esperé anoche hasta las dos. ¿Adónde fuiste al dejar a los Scherbazky?
-A
casa -contestó Vronsky-. Pasé tan agradablemente el tiempo con ellos que no me
quedaban ganas de ir a sitio alguno.
-Conozco
a los caballos por el pelo y a los jóvenes enamorados por los ojos -declamó
Esteban Arkadievich con idéntico tono al empleado con Levin.
Vronsky
sonrió como no negando el hecho, pero cambió en seguida de conversación.
-Y
tú, ¿a quién esperas?
-¿Yo?
a una mujer muy bonita-dijo Oblonsky.
-¡Hola!
-Honni soit qui mal y pense! Espero a mi hermana Ana.
-¡Ah,
la Karenina! -observó Vronsky.
-¿La
conoces?
-Creo
que sí. Es decir, no... Verdaderamente, no recuerdo... -contestó Vronsky
distraídamente, relacionándo vagamente aquel apellido, Karenina, con algo
aburrido y afectado.
-Pero
seguramente conoces a mi célebre cuñado Alexis Alejandrovich. ¡Le conoce todo
el mundo!
-Le
conozco de nombre y de vista... Sé que es muy sabio, muy inteligente, ¡casi un
santo! Pero ya comprenderás que él y yo no frecuentamos los mismos sitios. Él
is not in my line -dijo Vronsky.
-Es
un hombre notable. Demasiado conservador, pero es una excelente persona
-comentó Esteban Arkadievich-. ¡Una excelente persona!
-Mejor
para él -repuso Vronsky, sonriendo-. ¡Ah, estás ahí! -dijo, dirigiéndose al
alto y anciano criado de su madre-. Entra, entra...
Desde
hacía algún tiempo, aparte de la simpatía natural que experimentaba por
Oblonsky, venía sintiendo una atracción especial hacia él: le parecía que su
parentesco con Kitty les ligaba más.
-¿Qué?
¿Se celebra por fin el domingo la cena en honor de esa "diva"?
-preguntó, cogiéndole del brazo.
-Sin
falta. Voy a hacer la lista de los asistentes. ¿Conociste ayer a mi amigo
Levin? -interrogó Esteban Arkadievich.
-Desde
luego. Pero se fue muy pronto, no sé por qué...
-Es
un muchacho muy simpático -continuó Oblonsky-. ¿Qué te parece?
-No
sé -repuso Vronsky-. En todos los de Moscú, excepto en ti -bromeó-, hallo
cierta brusquedad... Siempre están enojados, sublevados contra no sé qué.
Parece como si quisieran expresar algún resentimiento...
-¡Toma,
pues es verdad! -exclamó Oblonsky, riendo alegremente.
-¿Llegará
pronto el tren? -preguntó Vronsky a un empleado.
-Ya
ha salido de la última estación -contestó el hombre.
Se
notaba la aproximación del convoy por el ir y venir de los mozos, la aparición
de gendarmes y empleados, el movimiento de los que esperaban a los viajeros.
Entre nubes de helado vapor se distinguían las figuras de los ferroviarios, con
sus toscos abrigos de piel y sus botas de fieltro, discurriendo entre las vías.
A lo lejos se oía el silbido de una locomotora y se percibía una pesada
trepidación.
-No
has apreciado bien a mi amigo -dijo Esteban Arkadievich, que deseaba informar a
Vronsky de las intenciones de Levin respecto a Kitty-. Reconozco que es un
hombre muy impulsivo y que se hace desagradable a veces. Pero con frecuencia
resulta muy simpático. Es una naturaleza recta y honrada y tiene un corazón de
oro. Mas ayer tenía motivos particulares -continuó con significativa sonrisa,
olvidando por completo la compasión que Levin le inspirara el día antes y
experimentando ahora el mismo sentimiento afectuoso hacia Vronsky-. Sí: tenía
motivos para sentirse muy feliz o muy desdichado.
Vronsky
se detuvo y preguntó sin ambages:
-¿Quieres
decir que se declaró ayer a tu belle soeur?
-Quizás
-concedió su amigo-. Se me figura que hizo algo así. Pero si se fue pronto y
estaba de mal humor, es que... Hace tiempo que se había enamorado. ¡Le
compadezco!
-De
todos modos, creo que ella puede aspirar a algo mejor-dijo Vronsky.
Y
empezó a pasear ensanchando el pecho. Añadió:
-No
le conozco bien. Cierto que su situación es difícil en este caso... Por eso
casi todos prefieren dirigirse a las... Allí, si fracasas, sólo significa que
no tienes dinero. ¡En cambio, en estos otros casos, se pone en juego la propia
dignidad! Mira: ya viene el tren.
En
efecto, el convoy llegaba silbando. El andén retembló; pasó la locomotora
soltando nubes de humo que quedaban muy bajas por efecto del frío, y moviendo
lentamente el émbolo de la rueda central. El maquinista, cubierto de escarcha,
arropadísimo, saludaba a un lado y a otro. Pasó el ténder, más despacio aún;
pasó el furgón, en el cual iba un perro ladrando, y al fin llegaron los coches
de viajeros.
El
conductor se puso un silbato en los labios y saltó del tren. Luego comenzaron a
apearse los pasajeros: un oficial de la guardia, muy estirado, que miraba con
altanería en torno suyo; un joven comerciante, muy ágil, que llevaba un saco de
viaje y sonreía alegremente; un aldeano con un fardo al hombro...
Vronsky,
al lado de su amigo, contemplando a los viajeros que salían, se olvidó de su
madre por completo. Lo que acaba de saber de Kitty le emocionó y alegró. Se
irguió sin darse cuenta; sus ojos brillaban. Se sentía victorioso.
-La
princesa Vronskaya va en aquel departamento --dijo el conductor, acercándose a
él.
Aquellas
palabras le despertaron de sus pensamientos, haciéndole recordar a su madre y
su próxima entrevista.
En
realidad, en el fondo no respetaba a su madre; ni siquiera la quería, aunque de
acuerdo con las ideas del ambiente en que se movía, no podía tratarla sino de
un modo en sumo grado respetuoso y obediente, tanto más respetuoso y obediente
cuanto menos la respetaba y la quería.
XVIII
Vronsky
siguió al conductor, subió a un vagón y se paró a la entrada del departamento
para dejar salir a una señora.
Una
sola mirada bastó a Vronsky para comprender, con su experiencia de hombre de
mundo, que aquella señora pertenecía a la alta sociedad.
Pidiéndole
permiso, fue a entrar en el departamento, pero sintió la necesidad de volverse
a mirarla, no sólo porque era muy bella, no sólo por la elegancia y la gracia
sencillas que emanaban de su figura, sino por la expresión infinitamente suave
y acariciadora que apreció en su rostro al pasar ante él.
Cuando
Vronsky se volvió, ella volvió también la cabeza. Sus brillantes ojos pardos,
sombreados por espesas pestañas, se detuvieron en él con amistosa atención,
como si le reconocieran, y luego se desviaron, mirando a la multitud, como
buscando a alguien. En aquella breve mirada, Vronsky tuvo tiempo de observar la
reprimida vivacidad que iluminaba el rostro y los ojos de aquella mujer y la
casi imperceptible sonrisa que se dibujaba en sus labios de carmín. Se diría
que toda ella rebosada de algo contenido, que se traslucía, a su pesar, ora en
el brillo de su mirada, ora en su sonrisa.
Vronsky
entró al fin en el departamento. Su madre, una anciana muy enjuta, de negros
ojos, peinada con rizos menudos, frunció levemente las cejas al ver a su
hijo y sonrió con sus delgados labios. Se levantó del asiento, entregó a la
doncella su saquito de viaje, apretó la mano de su hijo y, cogiéndole el rostro
entre las suyas, le besó en la frente.
-¿Has
recibido mi telegrama? ¿Cómo estás? ¿Bien? Me alegro mucho...
-¿Ha
tenido buen viaje? -preguntó él, sentándose a su lado y aplicando
involuntariamente el oído a la voz femenina que sonaba tras la puerta.
Adivinaba que era la de la mujer que había visto entrar.
-No
puedo estar de acuerdo... -decía la voz de la dama.
-Es
un punto de vista muy petersburgués, señora...
-Nada
de petersburgués; simplemente femenino.
-Bien:
permítame besarle la mano.
-Adiós,
Ivan Petrovich. Mire a ver si anda por ahí mi hermano y hágale venir.
Y
la señora volvió al departamento.
-¿Ha
hallado usted a su hermano? -preguntó la Vronskaya.
En
aquel momento, Vronsky recordó que aquella señora era la Karenina.
-Su
hermano está ahí fuera -dijo, levantándose-. Perdone, pero no la había
reconocido. Además, nuestro encuentro fue tan breve que seguramente no me
recuerda -añadió, saludando.
-Sí
le recuerdo -dijo ella-. Durante el camino hemos hablado mucho de usted su
madre y yo. ¡Y mi hermano sin venir! -exclamó, dejando al fin manifestarse en
una sonrisa la animación que la colmaba.
-Llámale,
Alecha -dijo la anciana condesa.
Vronsky,
saltando a la plataforma, gritó:
-¡Oblonsky:
ven!
La
Karenina no esperó a su hermano y, apenas le vio, salió del coche con paso
decidido y ligero. Al acercársele, con un ademán que sorprendió a Vronsky por
su gracia y firmeza, le enlazó con el brazo izquierdo y, atrayéndole hacia sí,
le besó. Vronsky la miraba sin quitarle ojo y sin saber él mismo por qué
sonreía. Luego, recordando que su madre le esperaba, volvió al departamento.
-¿Verdad
que es muy agradable? -dijo la Condesa refiriéndose a la Karenina-. Su marido
la instaló conmigo y me alegré, porque hemos venido hablando todo el viaje. Me ha dicho
que tú... vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux...
-No
comprendo a qué se refiere, mamá... ¿Vamos?
La
Karenina entró de nuevo para despedirse de la Condesa.
-Vaya
--dijo alegremente-: ya ha encontrado usted a su hijo y yo a mi hermano. Me
alegro, porque yo había agotado todo mi repertorio de historias y no tenía ya
nada que contar..
-Habría
hecho un viaje alrededor del mundo con usted sin aburrirme --dijo la Condesa,
tomándole la mano-. Es usted una mujer tan simpática que resulta igualmente
agradable hablarle que oírla. Y no piense usted tanto en su hijo. No es posible
vivir sin separarse alguna vez.
La
Karenina estaba en pie, muy erguida, y sus ojos sonreían.
-Ana
Arkadievna -explicó la Vronskaya- tiene un hijo de ocho años, del que no se
separa nunca, y ahora...
-Sí:
la Condesa y yo hemos hablado mucho, cada una de nuestro hijo -repuso la
Karenina.
Y
otra vez la sonrisa, esta vez dirigida a Vronsky, iluminó su semblante.
-Seguramente
la habré aburrido mucho -dijo él, cogiendo al vuelo la pelota de coquetería que
ella le lanzara.
Pero
la Karenina no quiso continuar la conversación en aquel tono y, dirigiéndose a
la anciana Condesa, le dijo:
-Gracias
por todo. El día de ayer se me pasó sin darme cuenta. Hasta la vista, Condesa.
-Adiós,
querida amiga -respondió la Vronskaya-. Permítame besar su lindo rostro. Le
digo, con toda la franqueza de una vieja, que en este corto tiempo le he tomado
afecto.
La
Karenina pareció creer y apreciar aquella frase, sin duda por su naturalidad.
Se ruborizó e, inclinándose ligeramente, presentó el rostro a los labios de la
Condesa. En seguida se irguió y, siempre con aquella sonrisa juguetona en ojos
y labios, dio la mano a Vronsky.
Él
oprimió aquella manecita y se alegró como de algo muy importante del enérgico
apretón con que ella le correspondió.
La
Karenina salió con paso ligero, lo que no dejaba de sorprender por ser algo
metida en carnes.
-Es
muy simpática -dijo la anciana.
Su
hijo pensaba lo mismo. La siguió con los ojos hasta que su figura graciosa se
perdió de vista y sólo entonces la sonrisa desapareció de sus labios. Por la
ventanilla vio cómo Ana se acercaba a su hermano, ponía su brazo bajo el de él
y comenzaba a hablarle animadamente, sin duda de algo que no tenía relación
alguna con Vronsky. Y el joven se sintió disgustado.
-¿Sigue
usted bien de salud, mamá? -dijo dirigiéndose a su madre.
-Muy
bien, muy bien. Alejandro ha estado muy amable. María se ha puesto muy guapa
otra vez. Es muy interesante
Y
comenzó a hablarle del bautizo de su nieto, para asistir al cual había ido
expresamente a San Petersburgo, refiriéndose a la especial bondad que el
Emperador manifestara hacia su hijo mayor.
-Ahí
viene Lavrenty --dijo Vronsky, mirando por la ventanilla-. Vamos, ¿quiere?
El
viejo mayordomo que viajaba con la Condesa entró anunciando que todo estaba
listo. La anciana se levantó.
-Aprovechemos
que hay poca gente para salir -dijo Vronsky.
La
doncella cogió el saquito de mano y la perrita. El mayordomo y un mozo llevaban
el resto del equipaje. Vronsky dio el brazo a su madre. Pero al ir a salir
vieron que la gente corría asustada de un lado a otro. Cruzó también el jefe de
estación con su brillante gorra galoneada. Debía de haber sucedido algo. Los
viajeros corrían en dirección contraria al convoy.
-¿Cómo?
-¿Qué? -¿Por dónde se tiró? -se oía exclamar.
Esteban
Arkadievich y su hermana volvieron también hacia atrás con rostros asustados y
se detuvieron junto a ellos.
Las
dos señoras subieron al vagón y Vronsky y Esteban Arkadievich siguieron a la
multitud para enterarse de lo sucedido.
El
guardagujas, ya por estar ebrio, ya por ir demasiado arropado a causa del frío,
no había oído retroceder unos vagones y estos le habían cogido debajo.
Antes
de que Oblonsky y su amigo volvieran, las señoras conocían ya todos los
detalles por el mayordomo.
Los
dos amigos habían visto el cuerpo destrozado del infeliz. Oblonsky hacía gestos
y parecía a punto de llorar.
-¡Qué
cosa más horrible, Ana! ¡Si lo hubieras visto! -decía.
Vronsky
callaba. Su hermoso rostro, aunque grave, permanecía impasible.
-¡Si
usted lo hubiera visto, Condesa! -insistía Esteban Arkadievich-. ¡Y su mujer
estaba allí! ¡Era terrible! Se precipitó sobre el cadáver. Al parecer, era él
quien sustentaba a toda la familia. ¡Horrible, horrible!
-¿No
se puede hacer algo por ella? -preguntó la Karenina en voz baja y emocionada.
Vronsky
la miró y salió del carruaje.
-Ahora
vuelvo, mamá -dijo desde la portezuela.
Al
volver al cabo de algunos minutos, Esteban Arkadievich hablaba sosegadamente
con la Condesa de la cantante de moda mientras la anciana miraba preocupada
hacia la puerta, esperando a su hijo.
-Vamos
ya-dijo Vronsky.
Salieron
juntos. El joven iba delante, con su madre. Ana Karenina y su hermano les
seguían.
A
la salida, el jefe de la estación alcanzó a Vronsky.
-Usted
ha dado a mi ayudante doscientos rublos -dijo-. ¿Quiere hacer el favor de
indicarme para quién son?
-Para
la viuda -respondió Vronsky, encogiéndose de hombros-. No veo qué necesidad hay
de preguntar nada.
-¿Conque
has dado dinero? -gritó Oblonsky. Y añadió, apretando la mano de su hermana-:
Es un buen muchacho, muy bueno. ¿Verdad que sí? Condesa, tengo el honor de
saludarla.
Y
Oblonsky se paró con su hermana, esperando que llegase la doncella de ésta.
Cuando
salieron de la estación, el coche de los Vronsky había partido ya. La gente
seguía hablando aún del accidente.
-Ha
sido una muerte horrible -decía un señor-. Parece que el tren le partió en dos.
-Yo
creo, por el contrario, que ha sido la mejor, puesto que ha sido instantánea
-opinó otro.
Ana
Karenina se sentó en el coche y su hermano notó con asombro que le temblaban
los labios y apenas conseguía dominar las lágrimas.
-¿Qué
te pasa, Ana? -preguntó, cuando hubieron recorrido un corto trecho.
-Es
un mal presagio -repuso ella.
-¡Qué
tonterías! -dijo Esteban Arkadievich-. Lo importante es que hayas llegado ya.
¡No sabes las esperanzas que he puesto en tu venida!
-¿Conoces
a Vronsky desde hace mucho? -preguntó Ana.
-Sí...
¿Ya sabes que esperamos casarle con Kitty?
-¿Sí?
-murmuró Ana en voz baja. Y añadió, moviendo la cabeza, como si quisiese alejar
algo que la molestara físicamente-: Ahora hablemos de ti. Ocupémonos de tus
asuntos. He recibido tu carta y, ya ves, me he apresurado a venir.
-Sí.
Sólo en ti confío -contestó Esteban Arkadievich.
-Bien:
cuéntamelo todo.
Esteban
Arkadievich se lo relató. Al llegar a su casa ayudó a bajar del coche a su
hermana, suspiró, le estrechó la mano y se fue a la Audiencia.
XIX
Cuando
Ana entró en el saloncito, halló a Dolly con un niño rubio y regordete, muy
parecido a su padre, a quien tomaba la lección de francés. El chico leía
volviéndose con frecuencia y tratando de arrancar de su vestido un botón a
medio caer. La madre le había detenido la mano repetidas veces, pero él
persistía en su intento. Al fin Dolly le arrancó el botón y se lo puso en el
bolsillo.
-Ten
las manos quietas, Gricha -dijo.
Y
se entregó a su labor de nuevo. Hacía mucho tiempo que la había iniciado y sólo
se ocupaba de ella en momentos de disgusto. Ahora hacía punto nerviosa,
levantando los dedos y contando maquinalmente.
Aunque
hubiera dicho el día antes a su marido que la llegada de su hermana nada le
importaba, lo había preparado todo para recibirla y la esperaba con verdadera
impaciencia.
Dolly
estaba abatida, anonadada por el dolor. Recordaba, no obstante, que Ana, su
cuñada, era la esposa de uno de los personajes más importantes de San
Petersburgo, una grande dame de capital. A esta circunstancia se debió
que Dolly no cumpliera lo que había dicho a su esposo y no se hubiera olvidado
de la llegada de su cuñada.
"Al
fin y al cabo, Ana no tiene la culpa", se dijo. "De ella no he oído
decir nunca nada malo y, por lo que a mí toca, no he hallado nunca en ella más
que cariño y atenciones."
Era
verdad que la casa de los Karenin, durante su estancia en ella, no le había
producido buena impresión; en su manera de vivir le había parecido descubrir
alguna cosa de falsedad. "Pero ¿por qué no recibirla?" , se decía.
"¡Que no pretenda, al menos consolarme!" , pensaba Dolly. "En
consuelos, seguridades para el futuro y perdones cristianos he pensado ya mil
veces y no me sirven para nada."
Durante
todos esos días, Dolly había permanecido sola con los niños. No quería confiar
a nadie su dolor y, sin embargo, con aquel dolor en el alma, no podía ocuparse
de otra cosa. Sabía que no hablaría con Ana más que de aquello, y si por un
lado le satisfacía la idea, por el otro le disgustaba tener que confesar su humillación
y escuchar frases vulgares de tranquilidad y consuelo.
Dolly,
que esperaba a su cuñada mirando a cada momento el reloj, dejó de mirarlo, como
suele suceder, precisamente en el momento en que Ana llegó. No oyó, pues, el
timbre, y cuando, percibiendo pasos ligeros y roce de faldas en la puerta del
salón, se levantó, su atormentado semblante no expresaba alegría, sino
sorpresa.
-¿Cómo?
¿Ya estás aquí? -dijo, besando y abrazando a su cuñada.
-Me
alegro mucho de verte, Dolly.
-Y
yo de verte a ti -repuso Dolly, con débil sonrisa, tratando de averiguar por el
rostro de la Karenina si estaba o no informada de todo.
"Seguramente
lo sabe" , pensó, viendo la expresión compasiva del semblante de su
cuñada.
-Vamos,
vamos; te acompañaré a tu cuarto -continuó, procurando retrasar el momento de
las explicaciones.
-¿Es
Gricha éste? ¡Dios mío, cómo ha crecido! -exclamó Ana, besando al niño, sin
dejar de mirar a Dolly y ruborizándose. Y añadió-: Permíteme quedarme un rato
aquí.
Se
quitó la manteleta; luego el sombrero. Un mechón de sus negros y rizados
cabellos quedó prendido en él y Ana los desprendió con un movimiento de cabeza.
-¡Estás
rebosante de dicha y de salud! -dijo Dolly, casi con envidia.
-¿Yo?
Sí... ¡Dios mío, ésa es Tania! Tiene la edad de mi Sergio, ¿no? -exclamó Ana,
dirigiéndose a la niña, que entraba corriendo. Y, tomándola en brazos, la besó
también-. ¡Qué niña tan linda! ¡Es un encanto! Anda, enséñame a todos los
niños.
Le
hablaba de los cinco, recordando no sólo sus nombres, sino su edad, sus
caracteres y hasta las enfermedades que habían sufrido. Dolly no podía dejar de
sentirse conmovida.
-Bien;
vayamos a verles -dijo-. Pero Vasia está durmiendo; es una lástima.
Después
de ver a los pequeños se sentaron, ya solas, en el salón, ante una taza de
café. Ana cogió la bandeja y luego la separó.
-Dolly
-empezó-, mi hermano me ha hablado ya.
Dolly,
que esperaba oír frases de falsa compasión, miró a Ana con frialdad. Pero Ana
no dijo nada en aquel sentido.
-¡Querida
Dolly! -exclamó-. No quiero defenderle ni consolarte. Es imposible. Sólo deseo
decir que te compadezco con toda mi alma.
Y
tras sus largas pestañas brillaron las lágrimas. Se sentó más cerca de su
cuñada y le tomó la mano entre las suyas, pequeñas y enérgicas. Dolly no se
apartó, pero continuó con su actitud severa. Sólo dijo:
-Es
inútil tratar de consolarme. Después de lo pasado, todo está perdido; nada se
puede hacer.
Mientras
hablaba así, la expresión de su rostro se suavizó. Ana besó la seca y flaca
mano de Dolly y repuso:
-Pero
¿qué podemos hacer, Dolly?, ¿qué podemos hacer? Hay que pensar en lo mejor que
pueda hacerse para solucionar esta terrible situación.
-Todo
ha concluido y nada más -contestó Dolly-. Y lo peor del caso, compréndelo, es
que no puedo dejarle; están los niños, las obligaciones, pero no puedo vivir
con él. El simple hecho de verle constituye para mí una tortura.
-Querida
Dolly, él me lo ha contado todo, pero quisiera que me lo explicases tú, tal
como fue.
Dolly
la miró inquisitiva. En el rostro de Ana se pintaba un sincero afecto, una
verdadera compasión.
-Bien,
te lo contaré desde el principio -decidió Dolly-. Ya sabes cómo me casé: con
una educación que me hizo llegar al altar, no sólo inocente, sino también
estúpida. No sabía nada. Dicen, ya lo sé, que los hombres suelen contar a las
mujeres la vida que han llevado antes de casarse, pero Stiva... -y se
interrumpió, rectificando-, pero Esteban Arkadievich no me contó nada. Aunque
no me creas, yo imaginaba ser la única mujer que él había conocido... Así viví
ocho años. No sólo no sospechaba que pudiera serme infiel, sino que lo
consideraba imposible. Y, figúrate que en esta fe mía, me entero de pronto de
este horror, de esta villanía.. Compréndeme... ¡Estar completamente segura de
la propia felicidad, para de repente... -continuaba Dolly, reprimiendo los
sollozos-, para de repente recibir una carta de él dirigida a su amante, a la
institutriz de mis niños! ¡Oh, no; es demasiado horrible!
Sacó
el pañuelo, ocultó el rostro en él y prosiguió, tras un breve silencio:
-Aun
sería justificable un arrebato de pasión. Pero engañarme arteramente, continuar
siendo esposo mío y amante de ella. ¡Oh, tú no puedes comprenderlo!
-Lo
comprendo, querida Dolly, lo comprendo... -dijo Ana, apretándole la mano.
-¿Y
crees que él se hace cargo de todo el horror de mi situación? -siguió Dolly-.
¡Nada de eso! Él vive contento y feliz.
-Eso
no -la interrumpió Ana vivamente-. Es digno también de compasión; el
arrepentimiento le tiene abatido.
-Pero
¿crees que es capaz siquiera de arrepentimiento? -interrumpió Dolly, mirando
fijamente a su cuñada.
-Sí.
Le conozco bien y no pude menos de sentir piedad al verle. Las dos le
conocemos. El es bueno, pero orgulloso. ¡Y ahora se siente tan humillado! Lo
que más me conmueve de él (Ana sabía que aquello había de impresionar a Dolly
más que nada) es que hay dos cosas que le atormentan: primero, la vergüenza que
siente ante sus hijos, y después que, amándote como te ama... Sí, sí, te ama
más que a nada en el mundo -dijo Ana precipitadamente, impidiendo que Dolly
replicase-. Pues bien, que amándote como te ama, te haya causado tanto daño.
"¡No, Dolly no me perdonará", me decía.
Dolly,
pensativa, no miraba ya a su cuñada y sólo escuchaba sus palabras.
-Comprendo
-dijo- que su situación es también terrible. Soportar esto es más penoso para
el culpable que para el que no lo es, si se da cuenta de que es él el causante
de todo el daño. Pero ¿cómo perdonarle? ¿Cómo seguir siendo su mujer, después
que ella ...? Vivir con él sería un tormento para mí, precisamente porque le he
amado.
Los
sollozos ahogaron su voz.
No
obstante, cada vez que se enternecía, y como si lo hiciera intencionadamente,
la idea que la atormentaba volvía de nuevo a sus palabras:
-Ella
es joven y guapa -continuó-. ¿No comprendes Ana? Mi juventud se ha disipado...
¿Y cómo? En servicio de él y de sus hijos. Le he servido, consumiéndome en
ello, y ahora a él le es más agradable una mujer joven, aunque sea una
cualquiera. Seguramente que ellos hablarían de mí; o tal vez no, y en este caso
es todavía peor. ¿Comprendes?
Y
el odio animó de nuevo su mirada.
-Después
de eso, ¿qué puede decirme? Jamás le creeré. Todo ha concluido, todo lo que me
servía de recompensa de mi trabajo, de mis sufrimientos... ¿Creerás que dar la
lección a Gricha, que antes era un placer para mí, es ahora una tortura? ¿Para
qué esforzarme, para qué trabajar? ¡Qué lástima que tengamos hijos! Es
horrible, pero te aseguro que ahora, en vez de ternura y de amor, sólo siento
hacia él aversión, sí, aversión, y hasta, de poder, te aseguro que llegaría a
matarle.
-Todo
lo comprendo, querida Dolly. Pero no te pongas así. Te encuentras tan ofendida,
tan excitada, que no ves las cosas con claridad.
Dolly
se calmó. Las dos permanecieron en silencio unos instantes.
-¿Qué
haré, Ana? Ayúdame a resolverlo. Yo he pensado en todo y no veo solución.
Ana
no podía encontrarla tampoco, pero su corazón respondía francamente a cada
palabra, a cada expresión del rostro de su cuñada.
-Soy
su hermana -empezó- y conozco bien su carácter: la facilidad con que lo olvida
todo -e hizo un ademán señalando la frente-, la facilidad con que se entrega y
con que luego se arrepiente. Ahora no imagina, no acierta a comprender cómo
pudo hacer lo que hizo.
-Ya,
ya me hago cargo -interrumpió Dolly-. Pero ¿y yo? ¿Te olvidas de mí? ¿Acaso
sufro menos que él?
-Espera.
Confieso, Dolly, que cuando él me explicó las cosas no comprendí aún del todo,
el horror de tu situación. Le vi sólo a él, comprendí que la familia estaba
deshecha y le compadecí. Pero después de hablar contigo, yo, como mujer, veo lo
demás, siento tus sufrimientos y no podría expresarte la piedad que me
inspiras. Pero, querida Dolly, por mucho que comprenda tus sufrimientos,
ignoro, en cambio, el amor que puedas albergar por él en el fondo de tu alma.
Si le amas lo bastante para perdonarle, perdónale.
-¡No...!
-exclamó Dolly. Pero Ana la interrumpió cogiéndole la mano y volviendo a
besársela.
-Conozco
el mundo más que tú -dijo- y sé cómo ven estas cosas las gentes como Esteban.
Tú crees que ellos hablarían de ti. Nada de eso. Los hombres así pecan contra
su fidelidad, pero su mujer y su hogar son sagrados para ellos. Mujeres como
esa institutriz son a sus ojos una cosa distinta, compatible con el amor a la
familia. Ponen entre ellas y el hogar una línea de separación que nunca se
pasa. No comprendo bien cómo puede ser eso, pero es así.
-Sí,
sí, pero él la besaría y...
-Cálmate,
Dolly. Recuerdo cuando Stiva estaba enamorado de ti, cómo lloraba recordándote,
cómo hablaba de ti continuamente, cuánta poesía ponía en tu amor. Y sé que, a
medida que pasa el tiempo, sentía por ti mayor respeto. Siempre nos reíamos
cuando decía a cada momento: "Dolly es una mujer extraordinaria" . Tú
eras para él una divinidad y sigues siéndolo. Esta pasión de ahora no ha
afectado el fondo de su alma.
-¿Y
si se repitiera?
-No
lo creo posible.
-¿Le
habrías perdonado tú?
-No
sé, no puedo juzgar...
Ana
reflexionó un momento y añadió:
-Sí,
sí puedo, sí puedo. ¡Le habría perdonado! Cierto que yo me habría transformado
en otra mujer, sí; pero le perdonaría, como si no hubiese pasado nada,
absolutamente nada...
-Sí,
así habría de ser -interrumpió Dolly, como si ya hubiera pensado en ello
antes-; de otro modo, no fuera perdón. Si se perdona, ha de ser por completo...
En fin, voy a acompañarte a tu cuarto -añadió, levantándose y abrazando a Ana-.
¡Cuánto me alegro de que hayas venido, querida! Siento el alma mucho más
aliviada, mucho más aliviada.
XX
Ana
pasó el día en casa de los Oblonsky y no recibió a nadie, aunque algunos de sus
conocidos, informados de su llegada, acudieron a verla.
Estuvo
toda la mañana con Dolly y con los niños y envió aviso a su hermano para que
fuera a comer a casa sin falta. "Ven -le escribió-. Dios es
misericordioso."
Oblonsky
comió en casa, la conversación fue general y su esposa le habló de tú, lo que
últimamente no sucedía nunca. Cierto que persistía la frialdad entre los
esposos, pero ya no se hablaba de separación y Oblonsky empezaba a entrever la
posibilidad de reconciliarse.
Después
de comer llegó Kitty. Apenas conocía a Ana Karenina y llegaba algo inquieta
ante la idea de enfrentarse con aquella gran dama de San Petersburgo de la que
todos hablaban con tanto encomio. Pero en seguida comprendió que la había
agradado. Ana se sintió agradablemente impresionada por la juventud y lozanía
de la joven, y Kitty se sintió, en seguida, prendada de ella, como suelen
prenderse las muchachas de las señoras de más edad. En nada parecía una gran
dama, ni que fuese madre de un niño de ocho años. Cualquiera, al ver la
agilidad de sus movimientos, su vivacidad y la tersura de su cutis, la habría
tomado por una muchacha de veinte, de no haber sido por una expresión severa y
hasta triste, que impresionaba y subyugaba a Kitty, que ensombrecía a veces un
poco sus ojos.
Adivinaba
que Ana era de una sencillez absoluta y que no ocultaba nada, pero adivinaba
también que habitaba en su alma un mundo superior, un mundo complicado y
poético que Kitty no podía comprender.
Después
de comer, Dolly marchó a su cuarto y Ana se acercó a su hermano, que estaba
encendiendo un cigarrillo.
-Stiva
-le dijo jovialmente, persignándole y mostrándole la puerta con los ojos-. Ve
y que Dios te ayude.
Él
la comprendió, tiró el cigarro y desapareció detrás de la puerta.
Ana
volvió al diván donde antes se hallara sentada, rodeada de los niños. Ya fuera
porque viesen que la mamá apreciaba a aquella tía o porque sintieran hacia ella
un afecto espontáneo, primero los dos mayores y luego los más pequeños, como
sucede siempre con los niños, ya después de la comida se pegaron a sus faldas y
no se separaban de ella. Entre los chiquillos surgió una especie de competencia
para ver quién se sentaba más cerca de la tía, quién cogía primero su manita,
jugaba con su anillo o, al menos, tocaba el borde de su vestido.
-Coloquémonos
como estábamos antes -dijo Ana Karenina sentándose en su sitio.
Y
de nuevo Gricha, radiante de satisfacción y de orgullo, pasó la cabeza bajo su
brazo y apoyó el rostro en su vestido.
-¿Cuándo
se celebra el próximo baile? -preguntó Ana a Kitty.
-La
semana próxima. Será un baile magnífico y muy animado, uno de esos bailes en
los que se está siempre alegre.
-¿Hay
verdaderamente bailes en que se esté siempre alegre? -preguntó Ana con suave
ironía.
-Aunque
parezca raro, es así. En casa de los Bobrischev son siempre alegres y en la de
los Nigitin también. En cambio, en la de los Mechkov son aburridos. ¿No lo ha
notado usted?
-No,
querida. Para mí ya no hay bailes donde uno esté siempre alegre -dijo Ana, y
Kitty observó en los ojos de la Karenina un relámpago de aquel mundo
particular que le había sido revelado-. Para mí sólo hay bailes en los que me
siento menos aburrida que en otros.
-¿Es
posible que usted se aburra en un baile?
-¿Por
qué no había yo de aburrirme en un baile?
Kitty
comprendió que Ana adivinaba la respuesta.
-Porque
será usted siempre la más admirada de todas.
Ana,
que tenía la virtud de ruborizarse, se ruborizó y dijo:
-En
primer lugar, no es así, y aunque lo fuera, ¿de qué habría de servirme?
-¿Irá
usted a este baile que le digo?
-Pienso
que no podré dejar de asistir. Tómalo -dijo Ana, entregando a Tania el anillo
que ésta procuraba sacar de si dedo blanco y afilado, en el que se movía
fácilmente.
-Me
gustaría mucho verla allí.
-Entonces,
si no tengo más remedio que ir, me consolaré pensando que eso la satisface.
Gricha, no me tires del pelo: ya estoy bastante despeinada -dijo, arreglándose
el mechón de cabellos con el que Gricha jugaba.
-Me
la figuro en el baile con un vestido lila...
-¿Y
por qué precisamente lila? -preguntó Ana sonriendo-. Ea, niños: a tomar el té.
¿No oís que os llama miss Hull? -dijo, apartándolos y dirigiéndolos al
comedor-. Ya se por qué le gustaría verme en el baile: usted espera mucho de
esa noche y quisiera que todos participaran de su felicidad --concluyó Ana,
dirigiéndose a Kitty.
-Es
cierto. ¿Cómo lo sabe?
-¡Qué
dichoso es uno a la edad de usted! -continuó Ana-. Recuerdo y conozco esa bruma
azul como la de las montañas suizas, esa bruma que lo rodea todo en la época
feliz en que se termina la infancia. Desde ese enorme círculo feliz y alegre
parte un camino que va haciéndose estrecho, cada vez más estrecho. ¡Cómo
palpita el corazón cuando se inicia esa senda que al principio parece tan clara
y hermosa! ¿Quién no ha pasado por ello?
Kitty
sonreía sin decir nada. "¿Cómo habría pasado ella por todo aquello? ¡Cómo
me gustaría conocer la novela de su vida!", pensaba al evocar la presencia
poco romántica de Alexis Alejandrovich, el marido de Ana.
-Sé
algo de sus cosas -siguió la Karenina-. Stiva me lo dijo. La felicito.
"Él" me gusta mucho. ¿No sabe usted que Vronsky estaba en la
estación?
-¿Estaba
allí? -dijo Kitty, ruborizándose-. ¿Y qué le dijo Stiva?
-Me
lo dijo todo... Y yo me alegré mucho. Realicé el viaje en compañía de la madre
de Vronsky. No hizo más que hablarme de él: es su favorito. Ya sé que las
madres son apasionadas, pero...
-¿Qué
le contó?
-Muchas
cosas. Y desde luego, aparte de la predilección que tiene por él su madre, se
ve que es un caballero. Por ejemplo, parece que quiso ceder todos sus bienes a
su hermano. Siendo niño, salvó a una mujer que se ahogaba... En fin, es un
héroe -terminó Ana, sonriendo y recordando los doscientos rublos que Vronsky
entregara en la estación.
Pero
Ana no aludió a aquel rasgo, pues su recuerdo le producía un cierto malestar;
adivinaba en él una intención que la tocaba muy de cerca.
-Su
madre me rogó que la visitara -dijo luego- y me placerá ver a la viejecita.
Mañana pienso ir. Gracias a Dios Stiva lleva un buen rato con Dolly en el
gabinete -murmuró, cambiando de conversación y levantándose algo contrariada,
según le pareció a Kitty.
-¡Me
toca a mi primero, a mí, a mí! -gritaban los niños que, concluido el té, se
precipitaban de nuevo hacia la tía Ana.
-¡Todos
a la vez! -respondió Ana, sonriendo.
Y,
corriendo a su encuentro, los abrazó. Los niños se apiñaron en tomo a ella,
gritando alegremente.
XXI
A
la hora de tomar el té las personas mayores, Dolly salió de su cuarto. Esteban
Arkadievich no apareció. Seguramente se había ido de la habitación de su mujer
por la puerta falsa.
-Temo
que tengas frío en la habitación de arriba -dijo Dolly a Ana-. Quiero pasarte
abajo; así estaré más cerca de ti.
-¡No
te preocupes por mí! -repuso Ana, procurando leer en el rostro de su cuñada si
se había producido o no la reconciliación.
-Quizá
aquí tengas demasiada luz -volvió Dolly.
-Te
he dicho ya que duermo en todas partes como un tronco, sea donde sea.
-¿Qué
pasa? -preguntó Esteban Arkadievich, saliendo del despacho dirigiéndose a su
mujer.
Ana
y Kitty comprendieron por su acento que la reconciliación estaba ya realizada.
-Quiero
instalar a Ana aquí abajo, pero hay que poner unas cortinas -respondió Dolly-.
Tendré que hacerlo yo misma. Si no, nadie lo hará.
"¡Dios
sabe si se habrán reconciliado por completo!", se dijo Ana, al oír el frío
y tranquilo acento de su cuñada.
-¡No
compliques las cosas sin necesidad, Dolly! -repuso su marido-. Si quieres, lo
haré yo mismo.
"
Sí, se han reconciliado" , pensó Ana.
-Sí:
ya sé cómo -respondió Dolly-. Ordenarás a Mateo que lo arregle, te marcharás y
él lo hará todo al revés.
Y
una sonrisa irónica plegó, como de costumbre, las comisuras de sus labios.
"La
reconciliación es completa" , pensó ahora Ana. "¡Loado sea
Dios!"
Y,
feliz por haber promovido la paz conyugal, se acercó a Dolly y la besó.
-¡Nada
de eso! ¡No sé por qué nos desprecias tanto a Mateo y a mí! -dijo Esteban
Arkadievich a su mujer, sonriendo casi imperceptiblemente.
Durante
toda la tarde, Dolly trató a su marido con cierta leve ironía. Esteban
Arkadievich se hallaba contento y alegre, pero sin exceso, y pareciendo querer
indicar que, aunque perdonado, sentía el peso de su culpa.
A
las nueve y media la agradable conversación familiar que se desarrollaba ante
la mesa de té de los Oblonsky fue interrumpida por un hecho trivial y
corriente, pero que extrañó a todos. Se hablaba de uno de los amigos comunes,
cuando Ana se levantó rápida a inesperadamente.
-Voy
a enseñaros la fotografía de mi Sergio --dijo con orgullosa sonrisa maternal-.
La tengo en mi álbum.
Las
diez era la hora en que generalmente se despedía de su hijo y hasta solía acostarle
ella misma antes de ir al baile. Y de repente se había entristecido al pensar
que se hallaba tan lejos de él, y hablasen de lo que hablasen su pensamiento
volaba hacia su Sergio y a su rizada cabeza, y el deseo de contemplar su
retrato y hablar de él la acometió de repente. Por eso se levantó y, con paso
ligero y seguro, fue a buscar el álbum donde tenía su retrato.
La
escalera que conducía a su cuarto partía del descansillo de la amplia escalera
principal en la que reinaba una atmósfera agradable.
Al
salir del salón se oyó sonar el timbre en el recibidor.
-¿Quién
será? -dijo Dolly.
-Para
venir a buscarme es muy pronto, y para que venga gente de fuera, es muy tarde
-comentó Kitty. .
-Será
que me traen algún documento --dijo Esteban Arkadievich.
Mientras
Ana pasaba ante la escalera principal, el criado subía para anunciar al recién
llegado, que estaba en el vestíbulo, bajo la luz de la lámpara. Ana miró abajo
y, al reconocer a Vronsky, un extraño sentimiento de alegría y temor invadió su
corazón. El permanecía con el abrigo puesto, buscándose algo en el bolsillo.
Al
llegar Ana a la mitad de la escalera, Vronsky miró hacia arriba, la vio y una
expresión de vergüenza y de confusión se retrató en su semblante. Ana siguió su
camino, inclinando ligeramente la cabeza.
En
seguida, sonó la voz de Esteban Arkadievich invitando a Vronsky a que pasara, y
la del joven, baja, suave y tranquila, rehusando.
Cuando
volvió Ana con el álbum, Vronsky ya no estaba allí, y Esteban Arkadievich
contaba que su amigo había venido sólo para informarse de los detalles de una
comida que se daba al día siguiente en honor de una celebridad extranjera.
-Por
más que le he rogado, no ha querido entrar -dijo Oblonsky-. ¡Cosa rara!
Kitty
se ruborizó, creyendo haber comprendido los motivos de la llegada de Vronsky y
su negativa a pasar.
"Ha
ido a casa y no me ha encontrado", pensó, "y ha venido a ver si me
hallaba aquí. Pero no ha querido entrar por lo tarde que es y también por
hallarse Ana, que es una extraña para él".
Todos
se miraron en silencio. Luego comenzaron a hojear el álbum.
Nada
había de extraordinario en que un amigo visitase a otro a las nueve y media de
la noche para informarse sobre un banquete que había de celebrarse al día
siguiente; pero a todos les pareció muy extraño, y a Ana se lo pareció más que
a nadie, y aun le pareció que el proceder de Vronsky no era del todo correcto.
XXII
Se
iniciaba el baile cuando Kitty entró con su madre en la gran escalera
iluminada, adornada de flores, llena de lacayos de empolvada peluca y rojo
caftán. De las salas llegaba el frufrú de los vestidos como el apagado zumbido
de las abejas en una colmena.
Mientras
ellas se componían vestidos y peinados ante los espejos del vestíbulo lleno de
plantar, sonaron suaves y melodiosos los acordes de los violines de la orquesta
comenzando el primer vals.
Un
anciano, vestido con traje civil, que arreglaba sus sienes canosas ante otro
espejo, despidiendo en torno suyo un fuerte perfume, se encontró con ellas en
la escalera y les cedió el paso, mientras contemplaba a Kitty, a quien no
conocía, con evidente placer. Un joven imberbe -sin duda uno de los galancetes
a quienes el viejo Scherbazky llamaba pisaverdes-, que llevaba un chaleco muy
abierto y se arreglaba, andando, la corbata blanca, las saludo y, después de
haber dado algunos pasos, retrocedió a invitó a Kitty a danzar. Como tenía la
primera contradanza prometida a Vronsky, Kitty hubo de prometer la segunda a
aquel joven. Un militar próximo a la puerta, que se abrochaba los guantes y se
atusaba el bigote, miró con admiración a Kitty, resplandeciente en su vestido
de color rosa.
Aunque
el vestido, el peinado y los demás preparativos para el baile habían costado a
Kitty mucho trabajo y muchas preocupaciones, ahora el complicado traje de tul
le sentaba con tanta naturalidad como si todas las puntillas, bordados y demás
detalles de su atavío no hubiesen exigido de ella ni de su familia un solo
instante de atención, como si hubiese nacido entre aquel tul y aquellas
puntillas, con aquel peinado alto adornado con una rosa y algunas hojas en
torno...
La
vieja princesa, antes de entrar en la sala, trató de arreglar el cinturón de
Kitty, pero ella se había separado, como si adivinase que todo le sentaba bien,
que todo en ella era gracioso y no necesitaba arreglo alguno.
Estaba
en uno de sus mejores días. El vestido no le oprimía por ningún lado, ninguna
puntilla colgaba. Los zapatitos color rosa, de alto tacón, en vez de oprimir,
parecían acariciar y hacer más bellos sus piececitos. Los espesos y rubios
tirabuzones postizos adornaban con naturalidad su cabecita. Los tres botones de
cada uno de sus guantes estaban perfectamente abrochados y los guantes se
ajustaban a sus manos sin deformarlas en lo más mínimo. Una cinta de terciopelo
negro ceñía suavemente su garganta. Aquella cintita era una delicia; cada vez
que Kitty se miraba en el espejo de su casa, sentía la impresión de que la
cinta hablaba. Podía caber alguna duda sobre la belleza de lo demás, pero en
cuanto a la cinta no cabía. Al mirarse aquí en el espejo, Kitty sonrió también,
complacida. Sus hombros y brazos desnudos le daban la sensación de una frialdad
marmórea que le resultaba agradable. Sus ojos brillantes y sus labios pintados
no pudieron por menos de sonreír al verse tan hermosa.
Apenas
entró en el salón y se acercó a los grupos de señoras, todas cintas y
puntillas, que esperaban el momento de ser invitadas a bailar -Kitty no entraba
jamás en aquellos grupos- le pidió ya un vals el mejor de los bailarines, el
célebre director de danza, el maestro de ceremonias, un hombre casado, guapo y
elegante, Egoruchka Korsunsky, que acababa de dejar a la condesa Bónina, con la
que danzara el primer vals.
Mientras
contemplaba con aire dominador a las parejas que bailaban, vio entrar a Kitty y
se dirigió a ella con el paso desenvuelto de los directores de baile. Se
inclinó ante ella y, sin preguntarle siquiera si quería danzar, alargó la mano
para tomarla por el delicado talle. La joven miró a su alrededor buscando a
alguien a quien entregar su abanico y la dueña de la casa lo cogió sonriendo.
-Celebro
mucho que haya llegado usted pronto -dijo él, ciñéndole la cintura-. No
comprendo cómo se puede llegar tarde.
Kitty
apoyó la mano izquierda en el hombro de Korsunsky y sus piececitos calzados de
rosa se deslizaron ligeros por el encerado pavimento al ritmo de la música.
-Bailar
con usted es un descanso. ¡Qué admirable precisión y qué ligereza! -dijo
Korsunsky, mientras giraban a compás del vals.
Eran,
con poca diferencia, las palabras que dirigía a todas las conocidas que apreciaba.
Ella
sonrió y, por encima del hombro de su pareja, miró la sala. Kitty no era una de
esas novicias a quienes la emoción del primer baile les hace confundir todos
los rostros que las rodean, ni una de esas muchachas que, a fuerza de
frecuentar las salas de danza, acaban conociendo a todos los concurrentes de
tal modo que hasta les aburre ya mirarlos. Kitty estaba en el término medio.
Así, pues, pudo contemplar toda la sala con reprimida emoción.
Miró
primero a la izquierda, donde se agrupaba la flor de la buena sociedad. Estaba
allí la mujer de Korsunsky, la bella Lidy, con un vestido excesivamente
descotado; Krivin, con su calva brillante, presente, como siempre, donde se
reunía la buena sociedad; más allá, en un grupo que los jóvenes contemplaban
sin osar acercarse, Kitty distinguió a Esteban Arkadievich y la arrogante
figura y la cabeza de Ana, vestida de terciopelo negro.
También
"él" estaba allí. La muchacha no le había vuelto a ver desde la noche
en que rechazara a Levin. Kitty le descubrió desde lejos y hasta observó que él
también la miraba.
-¿Una
vueltecita más si no está cansada? -preguntó Korsunsky, un tanto sofocado.
-No;
gracias.
-¿Adónde
la acompaño?
-Me
parece que veo a Ana Karenina. Lléveme allí.
-Como
guste.
Korsunsky,
sin dejar de bailar, pero a paso cada vez más lento, se dirigió hacia el ángulo
izquierdo del salón, murmurando constantemente:
-Pardon,
mesdames, pardon, mesdames...
Y,
abriéndose así paso entre aquel mar de puntillas, tules y encajes sin haber
enganchado una sola cinta, Korsunsky hizo describir una rápida vuelta a su
pareja, de modo que las finas piernas de Kitty, envueltas en medias
transparentes, quedaron al descubierto y la cola de su vestido se abrió como un
abanico, cayendo sobre las rodillas de Krivin. Luego Korsunsky la saludó,
ensanchó el pecho sobre su abierto frac y le ofreció el brazo para conducirla
al lado de Ana Arkadievna.
Kitty,
ruborizándose, retiró la cola de su vestido de las rodillas de Krivin y se
volvió, algo aturdida, buscando a Ana. Ana no vestía de fila, como supusiera
Kitty, sino de negro, con un traje muy descotado, que dejaba ver sus
esculturales hombros que parecían tallados en marfil antiguo, su pecho y sus
brazos torneados, rematados por finas muñecas.
Su
vestido estaba adornado con encajes de Venecia; una guirnalda de nomeolvides
adornaba sus cabellos, peinados sin postizo alguno, y prendido en el talle,
entre los negros encajes, llevaba un ramo de las mismas flores. Su peinado era
sencillo y sólo destacaban en él los bucles de sus cabellos rizados, que se
escapaban por la nuca y las sienes. En el cuello, firme y bien formado,
ostentaba un hilo de perlas.
Kitty
había visto diariamente a Ana y se había sentido prendada de ella, y la
imaginaba siempre con el vestido lila. Sin embargo, al verla vestida de negro,
reconoció que no había comprendido todo su encanto. Ahora se le aparecía de una
manera nueva a inesperada y reconocía que no podía vestir de lita, porque este
color hubiese apagado su personalidad. El traje, negro con su profusión de encajes,
no atraía la vista, pero se limitaba a servir de marco y hacía resaltar la
figura de Ana, sencilla, natural, elegante, y a la vez animada y alegre.
Cuando
Kitty se acercó al grupo, Ana, muy erguida como siempre, hablaba con el dueño
de la casa con la cabeza inclinada ligeramente hacia él.
-No,
no comprendo... pero no seré yo la que lance la primera piedra... -decía,
contestando a una pregunta que, sin duda, le había hecho él y encogiéndose de
hombros. Y en seguida se dirigió a Kitty con una sonrisa suavemente protectora.
Con
experta mirada femenina contempló rápidamente el vestido de Kitty a hizo un
movimiento de cabeza casi imperceptible, pero en el cual la joven leyó que la
felicitaba por su belleza y por su atavío.
-Usted
-dijo Ana a Korsunsky- hasta entra en el salón y sale de él bailando.
-La
Princesita es una de mis mejores colaboradoras -dijo Korsunsky, inclinándose
ante Ana Karenina, a la que no había sido presentado- Contribuye a que el baile
sea animado y alegre. ¿Un vals, Ana Arkadievna? -preguntó.
-¿Se
conocen ustedes? -inquirió el dueño de la casa.
-¿Quién
no nos conoce a mi mujer y a mí? -repuso Korsunsky-. Somos como los lobos
blancos. ¿Quiere bailar, Ana Arkadievna? -repitió.
-Siempre
que me es posible, procuro no bailar -respondió Ana Karenina.
-Pero
eso hoy es imposible.
Vronsky
se acercó en aquel momento.
-Pues
si es imposible, bailemos -dijo Ana, pareciendo no reparar en el saludo de
Vronsky y apresurándose a poner la mano sobre el hombro de Korsunsky.
"Acaso
estará enfadada con él", pensó Kitty, observando que Ana había fingido no
ver el saludo de Vronsky.
En
cuanto a éste, se acercó a Kitty, recordándole su compromiso de la primera
contradanza y diciéndole que sentía mucho no haberla visto hasta entonces.
Kitty le escuchaba admirando entre tanto a Ana, que danzaba. Esperaba que
Vronsky la invitara al vals, pero el joven no lo hizo. Kitty le miró
sorprendida. Él, sonrojándose, la invitó precipitadamente a bailar; pero apenas
había enlazado su fino talle y dado el primer paso, la música dejó de tocar.
Kitty
le miró a los ojos, que tenía tan cerca. Durante varios años había de recordar,
llena de vergüenza, aquella mirada amorosa que le dirigiera y a la que él no
correspondió.
-Pardon,
pardon. ¡Vals, vals!
-gritó Korsunsky desde el otro extremo de la sala. Y, emparejándose con la
primera joven que encontró, comenzó a bailar.
XXIII
Kitty
y Vronsky dieron algunas vueltas de vals. Luego Kitty se acercó a su madre y
tuvo tiempo de cambiar algunas palabras con Nordston antes de que Vronsky fuese
a buscarla para la primera contradanza.
Mientras
bailaban no hablaron nada particular. Vronsky hizo un comentario humorístico de
los Korsunsky, a los que describía como unos niños cuarentones; luego charlaron
del teatro que iba a abrirse al público próximamente. Sólo una frase llegó al
alma de Kitty, y fue cuando el joven le habló de Levin, asegurándole que había
simpatizado mucho con él y preguntándole si continuaba en Moscú. De todos
modos, Kitty no esperaba más de aquella contradanza. Lo que aguardaba con el
corazón palpitante era la mazurca, pensando que todo había de decidirse en
ella. No la inquietó que él durante la contradanza no la invitara para la
mazurca. Estaba segura de que bailaría con él, como siempre y en todas partes,
y así rehusó cinco invitaciones de otros tantos caballeros diciéndoles que ya
la tenía comprometida.
Hasta
la última contradanza, el baile transcurrió para ella como un sueño encantador,
lleno de brillantes colores, de sones, de movimiento. Danzó sin interrupción,
menos cuando se sentía cansada y rogaba que la dejasen descansar.
Durante
la última contradanza con uno de aquellos jóvenes que tanto la aburrían, pero
con los que no podía negarse a bailar, se encontró frente a frente con Ana y
Vronsky. No había visto a Ana desde el principio del baile y ahora le pareció
otra vez nueva a inesperada. La veía con aquel punto de excitación, que conocía
tan bien, producida por el éxito.
Ana
estaba ebria del licor del entusiasmo; Kitty lo veía en el fuego que, al
bailar, se encendía en sus ojos, en su sonrisa feliz y alegre, que rasgaba
ligeramente su boca, en la gracia, la seguridad y la ligereza de sus
movimientos.
-"¿Por
qué estará así?", se preguntaba Kitty. "¿Por la admiración general
que despierta o por la de uno sólo?" Y sin escuchar al joven, que trataba
en vano de reanudar la conversación interrumpida, y obedeciendo maquinalmente a
los gritos alegremente imperiosos de Korsunsky a los que bailaban: "Ahora
en grand rond, en chaîne", Kitty observaba a la pareja cada
vez con el corazón más inquieto.
"No;
Ana no se siente animada por la admiración general, sino por la de uno. ¿Es
posible que sea por la de él?"
Cada
vez que Vronsky hablaba con Ana, los ojos de ésta brillaban y una sonrisa feliz
se dibujaba en sus labios. Parecía como si se esforzara en reprimir aquellas
señales de alegría y como si ellas aparecieran en su rostro contra su voluntad.
Kitty se preguntó qué sentiría él, y al mirarle quedó horrorizada. Los
sentimientos del rostro de Ana se reflejaban en el de Vronsky. ¿Qué había sido
de su aspecto tranquilo y seguro y de la despreocupada serenidad de su
semblante? Cuando ella le hablaba, inclinaba la cabeza como para caer a sus
pies y en su mirada había una expresión de temblorosa obediencia. "No
quiero ofenderla -parecía decirle con aquella mirada-; sólo deseo salvarme, y
no sé cómo ..." El rostro de Vronsky transparentaba una expresión que
Kitty no había visto jamás en él.
Aunque
su charla era trivial, pues hablaban sólo de sus mutuas amistades, a Kitty le
parecía que en ella se estaba decidiendo la suerte de ambos y de sí misma. Y
era el caso que, a pesar de que en realidad hablaban de lo ridículo que
resultaba Iván Ivanovich hablando francés o la posibilidad de que la Elezkaya
pudiera hallar un partido mejor, Ana y Vronsky tenían, como Kitty, la impresión
de que aquellas palabras estaban para ellos llenas de sentido. Sólo gracias a
su rígida educación, pudo contenerse y proceder según las conveniencias,
danzando, hablando, contestando, hasta sonriendo.
Pero,
al empezar la mazurca, cuando empezaron a colocarse en su lugar las sillas y
algunas parejas se dirigieron desde las salas pequeñas al salón, Kitty se
sintió horrorizada y desesperada. Después de rehusar cinco invitaciones, ahora
se quedaba sin bailar. Hasta podía ocurrir que no la invitasen, porque dado el
éxito que tenía siempre en sociedad, a nadie podía ocurrírsele que careciese de
pareja. Era preciso que dijese a su madre que se encontraba mal a irse a casa.
Pero se sentía tan abatida que le faltaban las fuerzas para hacerlo.
Entró
en el saloncito y se dejó caer en una butaca. La vaporosa falda de su vestido
se hinchó como una nubecilla rodeándola; su delgado, suave y juvenil brazo
desnudo se hundió entre los pliegues del vestido rosa; en la mano que le
quedaba libre sostenía un abanico y con movimientos rápidos y breves daba aire
a su encendido rostro. A pesar de su aspecto de mariposa posada por un instante
en una flor, agitando las alas y pronta a volar, una terrible angustia inundaba
su corazón.
"¿Y
si me equivocase, si no hubiera nada?", se decía, recordando de nuevo lo
que había visto.
-¡Pero
Kitty! No comprendo lo que te pasa -dijo la condesa Nordston, que se había
acercado caminando sobre la suave alfombra sin hacer ruido.
A
Kitty le tembló el labio inferior y se puso en pie precipitadamente.
-¿No
bailas la mazurca, Kitty?
-No
-repuso con voz trémula de lágrimas.
-Él
la invitó ante mí a bailar la mazurca -dijo la Nordston, sabiendo muy bien que
a Kitty le constaba a quién se refería-. Y ella le preguntó si no bailaba con
la princesita Scherbazky.
-Me
es igual -contestó Kitty.
Nadie
comprendía mejor que ella su situación, pues nadie sabía que el día anterior
había rechazado al hombre a quien acaso amaba, y lo había rechazado por éste.
La
Nordston buscó a Korsunsky, con quien tenía comprometida la mazurca, y le rogó
que invitase a Kitty en lugar suyo.
Por
fortuna, Kitty no hubo de hablar mucho, porque Korsunsky, como director de
baile, había de ocuparse continuamente en la distribución de las figuras y
correr sin cesar de una parte a otra dando órdenes. Vronsky y Ana estaban
sentados casi enfrente de Kitty. Los veía de lejos y los veía de cerca, según
se alejaba o se acercaba en las vueltas de la danza, y cuanto más los miraba,
más se convencía de que su desdicha era cierta. Kitty notaba que se sentían
solos en aquel salón lleno de gente, y en el rostro de Vronsky, siempre tan
impasible y seguro, leía ahora aquella expresión de humildad y de temor que
tanto la había impresionado, que recordaba la actitud de un perro inteligente
que se siente culpable.
Ana
sonreía y le comunicaba su sonrisa. Si se ponía pensativa, se veía triste a él.
Una fuerza sobrenatural hacía que Kitty dirigiese los ojos al rostro de Ana.
Estaba hermosísima en su sencillo vestido negro; hermosos eran sus redondos
brazos, que lucían preciosas pulseras, hermoso su cuello firme adornado con un
hilo de perlas, bellos los rizados cabellos de su peinado algo desordenado,
suaves eran los movimientos llenos de gracia de sus pies y manos diminutos,
bella la animación de su hermoso rostro. Pero había algo terrible y cruel en su
belleza.
Kitty
la miraba más subyugada todavía que antes, y cuanto más la miraba más sufría.
Se sentía anonadada, y en su semblante se dibujaba una expresión tal de
abatimiento que cuando Vronsky se encontró con ella en el curso del baile tardó
un momento en reconocerla, de tan desfigurada como se le apareció en aquel
momento.
-¡Qué
espléndido baile! -dijo él, por decir algo.
-Sí
-contestó Kitty.
Durante
la mazurca, Ana, al repetir una figura imaginada por Korsunsky, salió al centro
del círculo, escogió dcs caballeros y llamó a Kitty y a otra dama. Al
acercarse, Kitty levantó los ojos hacia ella asustada. Ana la miró y le sonrió
cerrando los ojos mientras le apretaba la mano. Pero al advertir en el rostro
de Kitty una expresión de desesperación y de sorpresa por toda respuesta a su
sonrisa, Ana se volvió de espaldas a ella y empezó a hablar alegremente con
otra señora. "Sí, sí -se dijo Kitty-, hay en ella algo extraño, hermoso y
a la vez diabólico."
Ana
no quería quedarse a cenar, pero el dueño de la casa insistió.
-Ea,
Ana Arkadievna -dijo Korsunsky, tomando bajo la manga de su frac el brazo
desnudo de Ana-. Tengo una idea magnífica para el cotillón. Un bijoux.
Y
comenzó a andar, haciendo ademán de llevársela, mientras el dueño de la casa le
animaba con su sonrisa.
-No
me quedo -repuso Ana, sonriente. Y, a pesar de su sonrisa, los dos hombres
comprendieron en su acento que no se quedaría.
-He
bailado esta noche en Moscú más que todo el año en San Petersburgo y debo
descansar antes de mi viaje -añadió Ana, volviéndose hacia Vronsky, que estaba
a su lado.
-¿Se
va decididamente mañana? -preguntó Vronsky.
-Sí,
seguramente -respondió Ana, como sorprendida de la audacia de tal pregunta.
Su
sonrisa y el fuego de su mirada cuando le contestó abrasaron el alma de
Vronsky.
Ana
Arkadievna se fue, pues, sin quedarse a cenar.
XXIV
"Sin
duda hay en mí algo repugnante, algo que repele a la gente", pensaba Levin
al salir de casa de los Scherbazky y dirigirse a la de su hermano. "No
sirvo para convivir en sociedad. Dicen que esto es orgullo, pero no soy
orgulloso. Si lo fuera, no me habría puesto en la situación que me he
puesto."
Imaginó
a Vronsky dichoso, inteligente, benévolo y, con toda seguridad, sin haberse encontrado
jamás en una situación como la suya de esta noche.
"Forzoso
es que Kitty haya de preferirle. Es natural; no tengo que quejarme de nadie ni
de nada. Yo sólo tengo la culpa. ¿Con qué derecho imaginé que ella había de
querer unir su vida a la mía? ¿Quién soy yo? Un hombre inútil para sí y para
los otros."
Recordó
a su hermano Nicolás y se detuvo con satisfacción en su recuerdo. "¿No
tendrá razón cuando dice que todo en el mundo es malo y repugnante? Acaso no
hayamos juzgado bien a Nicolás. Desde el punto de vista del criado Prokofy, que
le vio borracho y con el abrigo roto, es un hombre despreciable; pero yo te
conozco de otro modo, conozco su alma y se que nos parecemos. Y yo, en vez de
buscarle, he ido a comer primero y después al baile en esa casa."
Levin
se acercó a un farol, leyó la dirección de su hermano, que guardaba en la
cartera, y llamó a un coche de punto.
Durante
el largo camino hacia el domicilio de su hermano, Levin iba evocando lo que
conocía de su vida. Recordaba que durante los cursos universitarios y hasta un
año después de salir de la universidad, su hermano, a pesar de las burlas de
sus compañeros, había hecho vida de fraile, cumpliendo rigurosamente los
preceptos religiosos, asistiendo a la iglesia, observando los ayunos y huyendo
de los placeres y de la mujer sobre todo. Recordó después cómo, de pronto y sin
ningún motivo aparente, empezó a tratar a las peores gentes y se lanzó a la
vida más desenfrenada. Recordó también que en cierto caso su hermano había
tomado a su servicio un mozo del pueblo y en un momento de ira le había
golpeado tan brutalmente que había sido llevado a los Tribunales; se acordó aún
de cuando su hermano, perdiendo dinero con un fullero, le había aceptado una
letra, denunciándole después por engaño (a aquella letra se refería Sergio
Ivanovich). Otra vez Nicolás había pasado una noche en la prevención por
alboroto. Y, en fin, había llegado al extremo de pleitear contra su hermano
Sergio acusándole de no abonarle la parte que en derecho le correspondía de la
herencia materna.
Su
última hazaña la realizó en el oeste de Rusia, donde había ido a trabajar, y
consistió en maltratar a un alcalde, por lo que fue procesado. Y si bien todo
esto era desagradable, a Levin no se lo pareció tanto como a los que
desconocían el corazón de Nicolás y su verdadera historia. Levin se acordaba de
que en aquel período de devoción, ayunos y austeridad, cuando Nicolás buscaba
en la religión un freno para sus pasiones, nadie le aprobaba y todos se
burlaban de él, incluso el propio Levin. Le apodaban Noé, fraile, etcétera, y,
luego, cuando se entregó libremente a sus pasiones, todos le volvieron la
espalda, espantados y con repugnancia.
Levin
comprendía que, en rigor, Nicolás, a pesar de su vida, no debía encontrarse más
culpable que aquellos que le despreciaban. Él no tenía ninguna culpa de haber
nacido con su carácter indomable y con su limitada inteligencia. Por otra
parte, su hermano siempre había querido ser bueno.
"Le
hablaré con el corazón en la mano, le demostraré que le quiero y le comprendo,
y le obligaré a descubrirme su alma", decidió Levin cuando, ya cerca de
las once, llegaba a la fonda que le indicaran.
-Arriba.
Los números 12 y 13 -dijo el conserje, contestando a la pregunta de Levin.
-¿Está?
-Creo
que sí.
La
puerta de la habitación número 12 se hallaba entornada y por ella salía un rayo
de luz y un espeso humo de tabaco malo. Sonaba una voz desconocida para Levin,
y al lado de ella reconoció la tosecilla peculiar de su hermano.
Al
entrar Levin, el desconocido decía:
-Todo
depende de la inteligencia y prudencia con que se lleve el asunto.
Constantino
Levin, desde la puerta, divisó a un joven con el cabello espeso y enmarañado
vestido con una poddiovka. Una muchacha pecosa, con un vestido de lana
sin cuello ni puños, estaba sentada en el diván. No se veía a Nicolás, y Levin
sintió el corazón oprimido al pensar entre qué clase de gente vivía su hermano.
Mientras
se quitaba los chanclos, Levin, cuya llegada no había notado nadie, oyó al
individuo de la poddiovka hablando de una empresa a realizar.
-¡Que
el diablo se lleve las clases privilegiadas! -dijo la voz de Nicolás tras un
carraspeo-. Macha, pide algo de cenar y danos vino si queda. Si no, envía a
buscarlo.
La
mujer se levantó, salió del otro lado del tabique y vio a Levin.
-Nicolás
Dmitrievich: aquí hay un señor -dijo.
-¿Por
quién pregunta? -exclamó la voz irritada de Nicolás.
-Soy
yo -repuso Constantino Levin, presentándose.
-¿Quién
es "yo"? -repitió la voz de Nicolás, con más irritación aún.
Se
le oyó levantarse precipitadamente y tropezar, y Levin vio ante sí, en la
puerta, la figura que le era tan conocida, la figura delgada y encorvada de su
hermano, pero su aspecto salvaje, sucio y enfermizo, la expresión de sus
grandes ojos asustados, le aterró.
Nicolás
estaba aún más delgado que cuando Levin le viera la última vez, tres años
antes. Llevaba una levita que le estaba corta, con lo que sus brazos y muñecas
parecían más largos aún. La cabellera se le había aclarado, sus labios estaban
cubiertos por el mismo bigote recto, y la misma mirada extrañada de siempre se
posaba en el que había entrado.
-¡Ah,
eres tú, Kostia! -dijo, al reconocer a su hermano.
Sus
ojos brillaron de alegría. Pero a la vez miró al joven de la poddiovka a
hizo un movimiento convulsivo con el cuello y cabeza -como si le apretase la
corbata-, que Constantino conocía bien, y una expresión salvaje, dolorida,
feroz, se pintó de repente en su rostro.
-Ya
he escrito a Sergio diciéndole que no quiero nada con ustedes. ¿Qué deseas...
qué desea usted?
Se
presentaba bien distinto a como Levin le imaginara. Constantino olvidaba
siempre la parte áspera y difícil de su carácter, la que hacía tan ingrato el
tratarle. Sólo ahora, al ver su rostro, al distinguir el movimiento convulsivo
de su cabeza, lo recordó.
-No
deseaba nada concreto, sino verte ---dijo con timidez.
Nicolás,
algo suavizado, al parecer, por la timidez de su hermano, movió los labios.
-¿Así
que vienes por venir? Pues entra y siéntate. ¿Quieres cenar? Trae tres
raciones, Macha. ¡Ah, espera! ¿Sabes quien es este señor -dijo, indicando al
joven de la poddiovka-. Se trata de un hombre muy notable: el señor
Krizky, amigo mío, de Kiev, a quien persigue la policía porque no es un
canalla.
Y,
según su costumbre, miró a todos los que estaban en la habitación. Al ver a la
mujer, de pie en la puerta y disponiéndose a salir, le gritó: "¡Te he
dicho que esperes!". Y con la indecisión y la falta de elocuencia que
Constantino conocía de siempre, comenzó, mirando a todos, a contar la historia
de Krizky, su expulsión de la universidad por formar una sociedad de ayuda a
los estudiantes pobres y a las escuelas dominicales, su ingreso como maestro en
un colegio popular y cómo después se le procesó sin saber por qué.
-¿,Conque
ha estudiado usted en la universidad de Kiev? -dijo Constantino Levin, para
romper el embarazoso silencio que siguió a las palabras de su hermano.
-Sí,
en Kiev -murmuró Krizky, frunciendo el entrecejo.
-Esta
mujer, María Nicolaevna, es mi compañera -interrumpió Nicolás-. La he sacado de
una casa de... -movió convulsivamente el cuello y agregó, alzando la voz y
arrugando el entrecejo-: Pero la quiero y la respeto y exijo que la respeten
cuantos me tratan. Es como si fuera mi mujer, lo mismo. Ahora ya sabes con
quiénes te encuentras. Si te sientes rebajado, "por la puerta se va uno
con Dios" .
Y
volvió a mirar interrogativamente a todos.
-No
veo por qué he de sentirme rebajado.
-En
ese caso... ¡Macha: encarga tres raciones, vodka y vino! Espera... No, nada,
nada, ve...
XXV
-Sí,
ya ves... -murmuró Nicolás con esfuerzo, arrugando la frente y con movimientos
convulsivos.
Se
notaba que no sabía qué hacer ni qué decir.
-¿Ves?
-siguió, señalando unas vigas de hierro atadas con cordeles que había en un
rincón-. Éste es el principio de una nueva empresa que vamos a realizar, una
cooperativa obrera de producción...
Constantino,
contemplando el rostro tuberculoso de Nicolás, no conseguía prestar atención a
sus palabras. Comprendía que su hermano buscaba en aquella empresa un áncora de
salvación contra el desprecio que sentía hacia sí mismo.
Nicolás
Levin continuaba hablando:
-Ya
sabes que el capital oprime al trabajador. Los obreros y campesinos llevan todo
el peso del trabajo y no logran salir, por mucho que se esfuercen, de su
situación de bestias de carga. Todas las ganancias, todo aquello con que
pudieran mejorar su estado, descansar a instruirse, lo devoran los dividendos
de los capitalistas. La sociedad está organizada de tal modo que, cuanto más
trabaja el obrero, más ganan los comerciantes y los propietarios, y el proletario
sigue siendo siempre una bestia de carga. Es preciso cambiar este orden de
eosas -terminó, mirando inquisitivamente a su hermano.
-Claro,
claro -dijo Constantino, contemplando con atención las hundidas mejillas de
Nicolás.
-Así
vamos a formar una cooperativa de cerrajeros en la que la producción y las
ganancias, y, sobre todo, las herramientas, que es lo esencial, sean comunes.
-¿Dónde
la instalaréis?
-En
Vosdrema, provincia de Kazán.
-¿Por
qué en un pueblo? No parece que el trabajo falte en los pueblos. No sé para qué
puede necesitar un pueblo una cooperativa de cerrajeros.
-Es
preciso hacerlo porque los aldeanos son ahora tan esclavos como antes, y lo que
os desagrada a ti y a Sergio es que quiera sacárseles de esa esclavitud -gruñó
Nicolás, irritado por la réplica.
Constantino
Levin suspiró mientras miraba la sucia y destartalada habitación. Aquel suspiro
irritó más aún a Nicolás.
-Conozco
las ideas aristocráticas de usted y de Sergio. Sé que él emplea toda la
capacidad de su cerebro en justificar la organización existente.
-No
es cierto... ¿Por qué me hablas de Sergio? -preguntó, sonriendo, Levin.
-¿Por
qué? Ahora lo verás -exclamó Nicolás al oír el nombre de su hermano-. Pero
¿para qué perder tiempo? Dime: ¿a qué has venido? Tú desprecias todo esto. Pues
bien: ¡vete con Dios! ¡Vete, vete! -gritó, levantándose de la silla.
-No
lo desprecio en lo más mínimo --dijo Constantino tímidamente-. Preferiría no
tratar de esas cosas.
María
Nicolaevna entró en aquel momento. Nicolás la miró con irritación. Ella se le
acercó y le dijo unas palabras.
-Me
encuentro mal y me he vuelto muy excitable -pronunció Nicolás, calmándose y
respirando con dificultad-. ¡Y vienes hablándome de Sergio y de sus artículos!
Todo en ellos son falsedades, deseos de engañarse a sí mismo. ¿Qué puede decir
de la justicia un hombre que no la conoce? ¿Ha leído usted su último artículo?
-preguntó a Krizky, sentándose otra vez a la mesa y separando los cigarrillos
esparcidos sobre ella para dejar un espacio libre.
-No
lo he leído -repuso sombríamente Krizky, que, al parecer, no deseaba intervenir
en la conversación.
-¿Por
qué? -preguntó Nicolás, irritado ahora contra Krizky.
-Porque
me parece perder el tiempo.
-Perdón,
¿por qué cree usted que es perder el tiempo?
-Para
mucha gente ese artículo está por encima de su comprensión.
-Pero
yo no estoy en ese caso. Yo sé leer entre líneas y descubrir sus puntos flacos.
Todos
callaron. Krizky se levantó lentamente y cogió la gorra.
-¿No
quiere cenar? Bien. Venga mañana con el cerrajero,
Cuando
Krizky hubo salido, Nicolás sonrió, guiñando el ojo.
-Tampoco
él es muy fuerte; lo veo bien.
En
aquel momento, Krizky le llamó desde la puerta.
-¿Qué
quiere? -dijo Nicolás saliendo al corredor. Constantino, al quedarse solo con
María Nicolaevna, le preguntó:
-¿Hace
mucho que está con mi hermano?
-Más
de un año. El señor está muy mal de salud: bebe mucho ---contestó ella.
-¿Qué
bebe?
-Mucho
vodka. Y le sienta muy mal.
-¿Bebe
con exceso?
-Sí
-repuso ella, mirando atemorizada hacia la puerta por la que ya entraba Nicolás.
-¿De
qué hablabáis? -preguntó éste con severidad y pasando su mirada asustada de uno
a otro, Decídmelo.
-De
nada -repuso turbado Constantino.
-Si
no lo queréis decir, no lo digáis. Pero no tienes por qué hablar con ella de
nada. Es una ramera, y tú un señor -exclamó haciendo un movimiento convulsivo
con el cuello-. Ya veo que te haces cargo de mi situación y comprendes mis
extravíos y me los perdonas. Te lo agradezco -añadió levantando la voz.
-¡Nicolás
Dmitrievich, Nicolás Dmitrievich! -murmuró María Nicolaevna, acercándose a él.
-¡Está
bien, está bien!... ¿Y la cena? ¡Ah, ahí viene! -exclamó, viendo subir al
camarero con la bandeja, ¡Póngala aquí! -añadió con irritación. Y llenándose un
vaso de vodka, lo vació de un trago.
-¿Quieres
beber? -preguntó a su hermano, animándose al punto-. Bueno, dejémosle correr a
Sergio Ivanovich; sea como sea, estoy contento de verte. Quieras o no, somos de
la misma sangre -prosiguió, mascando con avidez una corteza de pan y bebiendo
otra copa-. ¿Qué es de tu vida? Vamos, bebe. Y dime lo que haces.
-Vivo
solo en el pueblo, como antes, y me ocupo de las tierras -repuso Constantino,
mirando disimuladamente, con horror, la avidez con que comía y bebía su
hermano.
-¿Por
qué no te casas?
-No
se ha presentado aún la ocasión -respondió Constantino poniéndose rojo.
-¿Por
qué no? Tú no eres como yo, que estoy acabado y con la vida perdida. He dicho y
diré siempre que si se me hubiese dado mi parte de la herencia cuando la
necesitaba, mi existencia habría sido diferente.
Constantino
se apresuró a cambiar de tema.
-¿Sabes
que a tu Vaniuchka lo tengo en Pokrovskoe de tenedor de libros?
Nicolás
movió el cuello y quedó pensativo.
-¿Sí?
Y dime: ¿qué hay de nuevo en Pokrovskoe? ¿Y la casa? ¿Sigue como antes? ¿Y los
abedules, y el cuarto donde estudiábamos? ¿Es posible que viva aún Felipe, el
jardinero? ¡Cómo me acuerdo del pabellón y el diván! Mira: no cambies nada en
la casa, cásate y déjalo todo como estaba. Y si tu mujer es buena, iré a
verte... Ya habría ido, pero me contuvo siempre el temor de encontrarme con
Sergio.
-No
le encontrarías. Vivo independiente de él.
-Bien:
sea como sea has de escoger entre Sergio y yo -murmuró Nicolás, mirándole
tímidamente.
Aquella
timidez conmovió a Constantino.
-Si
quieres que te sea franco, no deseo intervenir en vuestra querella. Tú tienes
la culpa en la forma y él la tiene en el fondo.
-¡Has
comprendido! -exclamó jovialmente Nicolás.
-Yo,
personalmente, aprecio más tu amistad, porque...
-¿Por
qué?
Constantino
no osó decirle que era porque le veía desgraciado y necesitaba más su amistad
que Sergio. Pero Nicolás comprendió y cogió en silencio la botella de vodka.
-Basta
ya, Nicolás Dmitrievich -dijo María Nicolaevna, alargando su redondo brazo
desnudo hacia la botella.
-¡Déjame
o te pego! -gritó Nicolás.
María
Nicolaevna sonrió bondadosamente, de un modo suave, que se contagió a Nicolás,
y cogió la botella.
-¿Te
figuras que Macha no es inteligente? -dijo Nicolás-. Lo comprende todo mejor
que nosotros. ¿Verdad que parece buena y simpática?
-¿Nunca
había estado usted antes en Moscú? -le preguntó Constantino, por decir algo.
-No
la trates de usted. Se asusta. Nadie le ha hablado de usted jamas, excepto el
juez que la juzgó cuando la llevaron al Tribunal porque trató de huir de
aquella casa... ¡Dios mío! -exclamó Nicolás-. ¡Cuánta falta de sentido hay en
el mundo! ¿Para qué sirven tantas nuevas instituciones, tantos jueces de paz,
tantos zemstvos! ¡Qué estupideces!
Y
comenzó a relatar sus luchas con aquellas nuevas instituciones.
Constantino
Levin le escuchaba, y las mismas censuras que había expresado él tantas veces
le desagradaba oírlas ahora de labios de su hermano.
-Todo
eso lo veremos claro en el otro mundo -dijo bromeando.
-¿El
otro mundo? Ni me interesa ni lo deseo -dijo Nicolás, posando en el semblante
de su hermano sus ojos salvajes y asustados-. Parece que habría de ser motivo
de alegría salir de toda la vileza y maldad que nos rodea, de la nuestra y de
la de los demás; y, sin embargo, tengo miedo de la muerte, un miedo terrible -y
se estremeció-. Anda, bebe algo. ¿Quieres champaña? ¿Quieres acaso que
salgamos? Podríamos ir a oír a los zíngaros. ¿Sabes? Ahora me gustan mucho los
zíngaros y las canciones populares rusas.
La
lengua no le obedecía y su conversación saltaba de un tema a otro. Constantino,
ayudado por Macha, le convenció de no ir a sitio alguno y entre los dos le
acostaron completamente bebido. Macha prometió escribir a Constantino en caso
necesario a intentar convencer a Nicolás de que fuera a vivir con su hermano.
XXVI
Constantino
Levin salió de Moscú por la mañana y llegó a su casa por la tarde. En el vagón
trabó conversación con sus compañeros de viaje y se habló de política, de los
nuevos ferrocarriles y, de cómo en Moscú, le desanimaba la confusión de sus
ideas, se sentía descontento de sí mismo y avergonzado no sabía de qué. Pero
cuando se apeó en la estación y reconoció a Ignacio, su cochero tuerto, con el
cuello del caftán levantado, cuando a la débil luz que salía de las ventanas de
la estación vio el trineo cubierto de pieles y los caballos con las colas
atadas, cuando Ignacio le contó las novedades del pueblo, la llegada de un
comprador y que la vaca "Pava" tenía cría, le parecía a Levin que
salía del caos de sus ideas y que poco a poco desaparecían de él su vergüenza y
su descontento.
La
sola vista de Ignacio y de sus caballos le había supuesto ya un alivio, y,
cuando se puso el tulup que le trajeron, cuando se vio acomodado en el
trineo, y los caballos comenzaron a trotar, pensó en las órdenes que debía dar
a su llegada, examinó a uno de los corceles, muy veloz, pero que comenzaba ya a
perder fuerzas y que había sido en otro tiempo caballo de carreras en el Don, y
las cosas comenzaron a manifestarse a sus ojos bajo una nueva luz.
Cesó
entonces de desear ser otro. Y, satisfecho de sí mismo, sólo deseó ser mejor,
Decidió no pensar en la felicidad inasequible que le ofrecía su imposible
matrimonio y contentarse con la que le deparaba la realidad presente;
resistiría a las malas pasiones, como aquella que se apoderó de él el día en que
se decidió a pedir la mano de Kitty.
Se
acordó, después, de Nicolás, y resolvió velar por él y estar pronto a ayudarle
cuando lo necesitara, cosa que presentía para muy pronto.
La
conversación sobre el comunismo sostenida con su hermano, del que Constantino
había tratado muy ligeramente, ahora le hacía reflexionar. El cambio de las
condiciones económicas presentes le parecía absurdo, pero comparando la pobreza
del pueblo con su abundancia personal, resolvió trabajar más para sentirse más
justo y permitirse todavía menos gustos superfluos, aunque ya antes trabajaba
bastante y vivía con gran sencillez.
Y
todo ello se le figuraba ahora tan fácil de hacer que todo el camino se lo pasó
sumido en las más gratas meditaciones. Eran las nueve de la noche cuando llegó
a su casa, y se sentía animado por un sentimiento nuevo: de la esperanza de una
vida mejor.
Una
débil claridad salía de las ventanas de la habitación de Agafia Mijailovna, la
vieja aya que desempeñaba ahora el cargo de ama de llaves, y caía sobre la nieve
de la explanada que se abría frente a la casa. Agafia, que no dormía aún,
despertó a Kusmá y éste, medio dormido y descalzo, corrió a la puerta. "
Laska", la perra, salió también, derribando casi a Kusmá, y se precipitó
hacia Levin, frotándose contra sus piernas y con deseos de poner la patas sobre
su pecho sin atreverse a hacerlo.
-¡Qué
pronto ha vuelto, padrecito! -dijo Agafia Mijailovna.
-Me
aburría, Agafia Mijailovna. Se está bien en casa ajena, pero mejor en la propia
-contestó Levin, pasando a su despacho.
En
el cuarto, y a la débil luz de una bujía traída por la servidumbre, fueron
surgiendo los detalles familiares: las astas de ciervo, las estanterías llenas
de libros, el espejo, la estufa con el ventilador hacía tiempo necesitado de
arreglo, el diván del padre de Levin, la inmensa mesa y sobre ella un libro
abierto, el cenicero roto, un cuaderno escrito con notas de su mano.
Al
ver lo que le era tan conocido, Levin dudó un momento de poder organizar su
nueva vida como deseara mientras iba por el camino. Todo aquello parecía
rodearle y decirle:
"No
te alejarás de nosotros, seguirás siendo lo que eres, con tus dudas, con tu
eterno descontento de ti mismo, con tus inútiles intentos de modificarte y tus
caídas, con tu constante deseo de una imposible felicidad ..." .
Pero,
si así le hablaban aquellos objetos, en su alma otra voz le decía que no hay
por qué encadenarse al pasado y que le era imposible cambiar. Obedeciendo a
esta voz Levin se acercó a un rincón donde tenía dos pesas de un pud
cada una y comenzó a levantarlas, tratando de animarse con aquel ejercicio
gimnástico.
Tras
la puerta sonaron pasos y Levin dejó las pesas en el suelo precipitadamente.
Entró
el encargado y le dijo que, gracias a Dios, todo marchaba bien; pero que el
alforfón se había quemado algo en la secadora nueva. La noticia le llenó de
enojo. La nueva secadora había sido construida por él mismo. El encargado era
enemigo de aquella innovación y ahora anunciaba con cierto aire de triunfo que
el alforfón se había quemado. Mas Levin estaba seguro de que el quemarse se
debía a no haber tomado las precauciones que cien veces recomendara. Molesto,
pues, reprendió con severidad al encargado.
En
cambio, había una buena noticia: la de la cría de la "Pava", la
magnífica vaca comprada en la feria.
-Dame
el tulup, Kusmá -pidió Levin y dijo al encargado-: traiga una linterna;
quiero ver la cría.
El
establo de las vacas de selección estaba detrás de la casa. Levin se dirigió a
través del patio por delante de un montón de nieve que se levantaba junto a
unas lilas. Al abrir la puerta se sintió el caliente vaho del estiércol, y las
vacas, sorprendidas por la luz de la linterna, se agitaron sobre la paja
fresca. Destacó en seguida el lomo liso y ancho, negro con manchas blancas, de
la vaca holandesa. "Berkut" , el semental, con el anillo en el belfo,
estaba tumbado y pareció ir a incorporarse, pero cambió de opinión y se
limitó a mugir profundamente dos veces cuando pasaron junto a él. La magnífica
"Pava", grande como un hipopótamo, estaba vuelta de ancas, impidiendo
ver la becerra, a la que olfateaba.
Levin
examinó a la "Pava" y enderezó a la ternera que tenía la piel con
manchas blancas, sobre sus débiles patas. La vaca, inquieta, mugió, pero,
calmándose cuando Levin le acercó la cría, comenzó a lamerla con su áspera
lengua. La becerra metía la cabeza bajo las ingles de la vaca, agitando la
minúscula cola.
-Alumbra,
Fedor, acerca la linterna -decía Levin contemplando a la ternera-. Es parecida
a su madre, aunque con los colores del padre. ¡Es hermosa! Es grande y ancha de
ancas. ¿Verdad que es muy hermosa, Basilio Fedorich? -dijo Levin al encargado,
olvidándose, con la alegría que le causaba el buen aspecto de la ternera, del
asunto del alforfón.
-¿Cómo
podía ser de otro modo? -repuso el hombre-. ¡Oh!, he de decirle también que
Semen, el mercader, vino al día siguiente de marchar usted. Tendré que discutir
mucho con él, Constantino Dmitrievich. Le decía el otro día, a propósito de la
máquina...
Aquella
alusión introdujo a Levin en los pormenores de su economía, que era vasta y
complicada. Pasó con el encargado al despacho y, tras discutir con él y con
Semen, se fue al salón.
XXVII
La
casa era grande y antigua, y aunque Levin vivía solo la hacía calentar y la
ocupaba toda. Era una casa absurda y errónea que estaba en pugna con sus nuevos
planes de vida, lo veía bien; pero en aquella casa se encerraba para él todo un
mundo: el mundo donde vivieron y murieron sus padres. Ellos habían llevado una
existencia que a Levin le parecía la ideal y que él anhelaba renovar con su
mujer y su familia.
Apenas
recordaba a su madre. La evocaba como algo sagrado, y en sus sueños su esposa
había de ser la continuación de aquel ideal de santa mujer que fuera su madre.
No
sólo le era imposible concebir el amor sin el matrimonio, sino que incluso en
sus pensamientos imaginaba primero la familia y luego la mujer que le
permitiera crear aquella familia. De aquí que sus opiniones sobre el matrimonio
fueran tan diferentes de las de sus conocidos, para quienes el casarse no es
sino uno de los asuntos corrientes de la vida. Para Levin, al contrario, era el
asunto principal y del que dependía toda su dicha. ¡Y ahora debía renunciar a
ello!
Se
sentó en el saloncito donde tomaba el té. Cuando se acomodó en su butaca con un
libro en la mano y Agafia Mijailovna le dijo, como siempre: "Voy a
sentarme un rato, padrecito" y se instaló en la silla próxima a la
ventana, Levin sintió que, por extraño que pareciera, no podía desprenderse de
sus ilusiones ni vivir sin ellas. Ya que no con Kitty, había de casarse con
otra mujer. Leía, pensaba en lo que leía, escuchaba la voz del ama de llaves
charlando sin parar, y en el fondo de todo esto, los cuadros de su vida
familiar futura desfilaban por su pensamiento sin conexión. Comprendía que en
lo más profundo de su espíritu se condensaba, se posaba y se formaba algo.
Oía
decir a Agafia Mijailovna que Prójor, con el dinero que le regalara Levin para
comprar un caballo, se dedicaba a beber, y que había pegado a su mujer casi
hasta matarla. Levin escuchaba y leía, y la lectura reavivaba todos sus
pensamientos. Era una obra de Tindall sobre el calor. Se acordaba de haber
censurado a Tindall por la satisfacción con que hablaba del éxito de sus
experimentos y por su falta de profundidad filosófica. Y de repente le acudió
al pensamiento una idea agradable:
"Dentro
de dos años tendré ya dos vacas holandesas. La misma "Pava" vivirá
acaso todavía; y si a las doce crías de "Berkut" se añaden estas
tres, ¡será magnífico!".
Volvió
a coger el libro.
"Aceptemos
que la electricidad y el calor sean lo mismo; pero ¿es posible que baste una
ecuación para resolver el problema de sustituir un elemento por otro? No.
¿Entonces? La unidad de origen de todas las fuerzas de la naturaleza se siente
siempre por instinto... Será muy agradable ver la cría de "Pava"
convertida en una vaca pinta. Luego, cuando se les añadan esas tres, formarán
una hermosa vacada. Entonces saldremos mi mujer y yo con los convidados para
verlas entrar. Mi mujer dirá: "Kostia y yo hemos cuidado a esa ternera como
a una niña". "¿Es posible que le interesen estos asuntos?",
preguntará el visitante. "Sí; me interesa todo lo que le interesa a
Constantino..." Pero, ¿quién será esa mujer?"
Y
Levin recordó lo ocurrido en Moscú.
"¿Qué
hacer? Yo no tengo la culpa. De aquí en adelante las cosas irán de otro modo.
Es una estupidez dejarse dominar por el pasado; es preciso luchar para vivir
mejor, mucho mejor .. "
Levantó
la cabeza, pensativo. La vieja "Laska", aún emocionada por el regreso
de su dueño, tras recorrer el patio ladrando, volvió, meneando la cola,
introdujo la cabeza bajo la mano de Levin y, aullando lastimeramente, insistió
en que la acariciase.
-No
le falta más que hablar -dijo Agafia Mijailovna-. Es sólo una perra y sin
embargo comprende que el dueño ha vuelto y que está triste.
-¿Triste?
-¿Piensa
que no lo veo, padrecito? He tenido tiempo de aprender a conocer a los señores.
¿No me he criado acaso entre ellos? Pero ya pasará, padrecito. Con tal que haya
salud y la conciencia esté sin mancha, todo lo demás nada importa.
Levin
la miraba con fjeza, asombrado de que pudiera adivinar de aquel modo sus
pensamientos.
-¿Traigo
otra taza de té? -dijo la mujer.
Cogió
el cacharro vacío y salió.
Levin
acarició a "Laska", que persistía en querer colocar la cabeza bajo su
mano. El animal se enroscó a sus pies, con el hocico apoyado en la pata
delantera. Y, como en señal de que ahora todo iba bien, abrió la boca
ligeramente, movió las fauces y, poniendo sus viejos dientes y sus húmedos
labios lo más cómodamente posible, se adormeció en un beatífico reposo.
Levin
había seguido con interés sus últimos movimientos.
-Debo
imitarla -murmuró-. Haré lo mismo. Todo esto no es nada... Las cosas marchan
como deben...
XXVIII
El
día siguiente del baile, por la mañana, Ana Karenina envió un telegrama a su
marido anunciándole su salida de Moscú para aquel mismo día.
He
de irme, he de irme --decía explicando su repentina decisión a su cuñada en un
tono en el cual parecía dar a entender que tenía tantos asuntos que le
esperaban que no podía enumerarlos-. Sí, es preciso que me vaya hoy mismo.
Esteban
Arkadievich no comió en casa, pero prometió ir a las siete para
acompañar a su hermana a la estación.
Kitty
no fue; envió un billete excusándose con el pretexto de una fuerte jaqueca.
Dolly y Ana comieron solas con la inglesa y los niños.
Éstos,
fuese que no tuvieran el carácter constante, fuese que apreciaran en su tía Ana
un cambio con respecto a ellos, dejaron de repente de jugar con ella y se
desinteresaron en absoluto de su partida.
Ana
pasó la mañana ocupada en los preparativos del viaje. Escribía notas a sus
amigos de Moscú, anotaba sus gastos y arreglaba su equipaje. A Dolly le pareció
que no estaba tranquila, sino en aquel estado de preocupación, que tan bien
conocía por propia experiencia, que rara vez se produce sin motivo y que en la
mayoría de los casos indica sólo un profundo disgusto de sí mismo.
Después
de comer, Ana subió a su cuarto a vestirse y Dolly la siguió.
-Te
encuentro extraña hoy.
-¿Tú
crees? No, no estoy extraña. Lo que pasa es que me siento triste. Esto me
sucede de vez en cuando... Tengo como ganas de llorar. Es una tontería; ya
pasará -dijo Ana rápidamente, y ocultó su rostro enrojecido de repente,
inclinándose hacia el otro lado para rebuscar en un saquito donde guardaba sus
pañuelos y su gorro, de dormir. Sus ojos brillaban de lágrimas, que apenas
conseguía retener-. Salí de San Petersburgo de mala gana y ahora, en cambio, me
cuesta irme de aquí.
-Hiciste
bien en venir, porque has realizado una buena obra -repuso Dolly, mirándola con
atención.
Ana
volvió hacia ella sus ojos llenos de lágrimas.
-No
digas eso, Dolly. Ni hice ni podía hacer nada. Hay veces en que me pregunto el
porqué de que todos se empeñen en mimarme tanto. ¿Qué he hecho y qué podía
hacer? Has tenido bastante amor en tu corazón para perdonar, y eso fue todo.
-¡Dios
sabe lo que habría pasado de no venir tú! ¡Y es que eres tan feliz, Ana...!
¡Hay en tu alma tanta claridad y tanta pureza!
-Todos
tenemos skeletons en el alma, como dicen los ingleses.
-¿Qué
skeletons puedes tener tú? ¡Todo es tan claro en tu alma! --exclamó
Dolly.
-No
obstante, los tengo -dijo Ana. Y una inesperada sonrisa maliciosa torció sus
labios a través de sus lágrimas.
-Tus
skeletons se me figuran más divertidos que lúgubres --opinó Dolly, sonriendo
también.
-Te
equivocas. ¿Sabes por qué me voy hoy en vez de mañana? Es una confesión que me
pesa, pero te la quiero hacer --dijo Ana, sentándose en la butaca y mirando a
Dolly a los ojos.
Y,
con gran sorpresa de Dolly, su cuñada palideció hasta la raíz de sus cabellos
rizados.
-¿Sabes
por qué no ha venido Kitty a comer? -preguntó Ana-. Tiene celos de mí; he
destruido su felicidad. Yo he tenido la culpa de que el baile de anoche, del
que esperaba tanto, se convirtiese para ella en un tormento. Pero la verdad es
que no soy culpable, o si lo soy, lo soy muy poco... --dijo recalcando las
últimas palabras.
-Hablas
lo mismo que Stiva -dijo Dolly, sonriendo.
-¡Oh,
no, no soy como él! Si te cuento esto, es porque no quiero dudar ni un minuto
de mí misma.
Mas
al decirlo, Ana tuvo conciencia de su debilidad: no sólo no tenía confianza en
sí misma, sino que el recuerdo de Vronsky le causaba tal emoción que decidía
huir para no verle más.
-Oui,
Stiva, m'a raconté que
has bailado toda la noche con Vronsky y que...
-Es
cosa que haría reír el extraño giro que tomaron las cosas. Me proponía
favorecer el matrimonio de Kitty y en lugar de ello... Acaso yo contra mi
voluntad ....
Ana
se ruborizó y calló.
-Los
hombres notan esas cosas en seguida --dijo Dolly.
Y
yo siento que él lo tomara en serio. Pero estoy segura de que todo se olvidará
en seguida y que Kitty me perdonará -añadió Ana.
-Si
he de hablarte sinceramente, esa boda no me gusta demasiado para mi hermana. Ya
ves que Vronsky es un hombre capaz de enamorarse de una mujer en un día. Siendo
así, vale más que haya ocurrido lo que ocurrió.
-¡Oh,
Dios mío! ¡Sería tan absurdo eso! -exclamó Ana. Pero un rubor que delataba su
satisfacción encendió sus mejillas al oír expresado en voz alta su propio
pensamiento.
-Ahora
me voy convertida en enemiga de Kitty, por la que sentía tanta simpatía. ¡Es
tan gentil! Pero tú lo arreglarás, ¿verdad, Dolly?
Dolly
apenas pudo contener una sonrisa. Estimaba a Ana, pero le complacía descubrir
que también ella tenia debilidades.
-¿Kitty
enemiga tuya? ¡Es imposible!
-Me
gustaría irme sabiendo que me queréis todos tanto como yo os quiero a vosotros.
Ahora os quiero más que antes. ¡Ay, estoy hecha una tonta! -dijo Ana, con los
ojos inundados de lágrimas.
Luego
se secó los ojos con el pañuelo y comenzó a arreglarse,
Cuando
se disponía ya a salir, se presentó Esteban Arkadievich, muy acalorado, oliendo
a vino y a tabaco.
Dolly,
conmovida por el afecto que Ana le testimoniaba, murmuró a su oído, al
abrazarla por última vez:
-Nunca
olvidaré lo que has hecho por mí. Te quiero y te querré siempre como a mi mejor
amiga. Acuérdate de ello.
-¿Por
qué? -repuso Ana, conteniendo las lágrimas.
-Me
has comprendido y me comprendes. ¡Adiós, querida Ana!
XXIX
"¡Gracias
a Dios que ha terminado todo esto! ", pensó Ana al separarse de su
hermano, quien hasta que resonó la campana permaneció obstruyendo con su figura
la portezuela del vagón.
Ana
se acomodó en el asiento junto a Anuchka, su camarera.
"¡Gracias
a Dios que voy a ver mañana a mi pequeño Sergio y a Alexis Alejandrovich! Al
fin mi vida recobrará su ritmo habitual", pensó de nuevo.
Presa
aún de la agitación que la dominaba desde la mañana, empezó a ocuparse de
ponerse cómoda. Sus manos, pequeñas y hábiles, extrajeron del saco rojo de
viaje un almohadón que puso sobre sus rodillas; se envolvió bien los pies y se
instaló con comodidad.
Una
viajera enferma se había tendido ya en el asiento para dormir. Otras dos
dirigieron vanas preguntas a Ana, mientras una mas vieja y gruesa se envolvía
las piernas con una manta mientras emitía algunas opiniones sobre la pésima
calefacción.
Ana
contestó a las señoras, pero no hallando interés en su conversación, pidió a su
doncella que le diese su farolillo de viaje, lo sujetó al respaldo de su
asiento y sacó una plegadera y una novela inglesa.
Era
difícil abismarse en la lectura. El movimiento en torno suyo, el ruido del
tren, la nieve que golpeaba la ventanilla a su izquierda y se pegaba a los
vidrios, el revisor que pasaba de vez en cuando muy arropado y cubierto de
copos de nieve, las observaciones de sus compañeras de viaje a propósito de la
tempestad, todo la distraía.
Pero,
por otra parte, todo era monótono: el mismo traqueteo del vagón, la misma nieve
en la ventana, los mismos cambios bruscos de temperatura, del calor al frío y
otra vez al calor; los mismos rostros entrevistos en la penumbra, las mismas
voces, y Ana acabó logrando concentrarse en la lectura y enterándose de lo que
leía.
Anuchka
dormitaba ya, sosteniendo sobre sus rodillas el saco rojo de viaje entre sus gruesas
manos enguantadas, uno de cuyos guantes estaba roto.
Ana
Karenina leía y se enteraba de lo que leía, pero la lectura, es decir, el hecho
de interesarse en la vida de los demás, le era intolerable, tenía demasiado
deseo de vivir por sí misma.
Si
la heroína de su novela cuidaba a un enfermo, Ana habría deseado entrar ella
misma con pasos suaves en la alcoba del paciente; si un miembro del Parlamento
pronunciaba un discurso, Ana habría deseado pronunciarlo ella; si lady Mary
galopaba tras su traílla, desesperando a su nuera y sorprendiendo a las gentes
con su audacia, Ana habría deseado hallarse en su lugar.
Pero
era en vano. Debía contentarse con la lectura, mientras daba vueltas a la
plegadera entre sus menudas manos.
El
héroe de su novela empezaba ya a alcanzar la plenitud de su británica
felicidad: obtenía un título de baronet y unas propiedades, y Ana sentía deseo
de irse con él a aquellas tierras. De pronto la Karenina experimentó la
impresión de que su héroe debía de sentirse avergonzado y que ella participaba
de su vergüenza. Pero ¿por qué?
"¿De
qué tengo que avergonzarme?", se preguntó con indignación y sorpresa. Y
dejando la lectura, se reclinó en su butaca, oprimiendo la plegadera entre sus
manos nerviosas.
¿Qué
había hecho? Recordó la sucedido en Moscú, donde todo había sido magnífico. Se
acordó del baile, de Vronsky y de su rostro de enamorado enloquecido, de su
conducta con respecto a él... Nada había que la pudiese avergonzar. Y, no
obstante, al llegar a este punto de sus recuerdos, volvía a renacer en ella el
sentimiento de vergüenza. Parecía como si en el hecho de recordarle una voz
interior le murmurase, a propósito de él: "Tú ardes, tú ardes. Esto es un
fuego, es un fuego". Bueno, ¿y qué?
"¿Qué
significa todo eso?", se preguntó, moviéndose con inquietud en su butaca.
"¿Temo mirar ese recuerdo cara a cara? ¿Por ventura, entre ese joven
oficial y yo existen otras relaciones que las que puede haber entre dos
personas cualesquiera?"
Sonrió
con desdén y volvió a tomar el libro; pero ya no le fue posible comprender nada
de su lectura. Pasó la plegadera por el cristal cubierto de escarcha, luego
aplicó a su mejilla la superficie lisa y fría de la hoja, y poco faltó para que
estallara a reír de la alegría que súbitamente se habla apoderado de ella.
Notaba
sus nervios cada vez más tensos, sus ojos cada vez más abiertos, sus
manos y pies cada vez más crispados. Padecía una especie de sofocación y le
parecía que en aquella penumbra las imágenes y los sonidos la impresionaban con
un extraordinario vigor. Se preguntaba sin cesar si el tren avanzaba,
retrocedía o permanecía inmóvil. ¿Era Anuchka, su doncella, la que estaba a su
lado o una extraña?
"¿Qué
es lo que cuelga del asiento: una piel o un animal? ¿Soy yo a otra mujer la que
va sentada aquí?"
Abandonarse
a aquel estado de inconsciencia le causaba terror. Sentía, sin embargo, que aún
podía oponer resistencia con la fuerza de su voluntad. Haciendo, pues, un
esfuerzo para recobrarse se incorporó, dejó su manta de viaje y su capa y se
sintió mejor durante un instante.
Entró
un hombre delgado, con un largo abrigo al que le faltaba un botón. Ana
comprendió que era el encargado de la calefacción. Le vio consultar el
termómetro y observó que el viento y la nieve entraban en el vagón tras él.
Luego, todo se volvía confuso de nuevo. El hombre alto garabateaba algo
apoyándose en el tabique, la señora anciana estiró las piernas y el
departamento pareció envuelto en una nube negra. Ana escuchó un terrible ruido,
como si algo se rasgase en la oscuridad. Se diría que estaban torturando a
alguien. Un rojo resplandor la hizo cerrar los ojos; luego todo quedó envuelto
en tinieblas y Ana sintió la impresión de que se hundía en un precipicio.
Aquellas sensaciones eran, no obstante, más divertidas que desagradables.
Un
hombre enfundado en un abrigo cubierto de nieve le gritó algunas palabras al
oído.
Ana
se recobró. Comprendió que llegaban a una estación y que aquel hombre era el
revisor.
Pidió
a su doncella que le diese el chal y la pelerina y, poniéndoselos, se acercó a
la portezuela.
-¿Desea
salir, señora? -preguntó Anuchka.
-Sí:
necesito moverme un poco. Aquí dentro me ahogo.
Quiso
abrir la portezuela, pero el viento y la lluvia se lanzaron contra ella, como
si quisieran impedirle abrir, y también esto le pareció divertido. Consiguió al
fin abrir la puerta. Parecía como si el viento la hubiese estado esperando
afuera para llevársela entre alaridos de alegría. Se asió con fuerza con una
mano en la barandilla del estribo y sosteniéndose el vestido con la otra, Ana
descendió al andén. E1 viento soplaba con fuerza, pero en el andén, al abrigo
de los vagones, había más calma. Ana respiró profundamente y con agrado el aire
frío de aquella noche tempestuosa y contempló el andén y la estación iluminada
por las luces.
XXX
Un
remolino de nieve y viento corrió de una puerta a otra de la estación, silbó
furiosamente entre las ruedas del tren y lo anegó todo: personas y vagones,
amenazando sepultarlos en nieve. La tempestad, se calmó por un breve instante,
para desatarse de nuevo con tal ímpetu que parecía imposible de resistir. No
obstante, la puerta de la estación se abría y cerraba de vez en cuando, dando
paso a gente que corría de un lado a otro, hablando alegremente, deteniéndose
en el andén, cuyo pavimento de madera crujía bajo sus pies.
La
silueta de un hombre encorvado pareció surgir de la sierra a los pies de Ana.
Se oyó el golpe de un martillo contra el hierro; después una voz ronca resonó
entre las tinieblas.
-Envíen
un telegrama -decía la voz.
Otras
voces replicaron, como un eco:
-Haga
el favor, por aquí. En el número veintiocho -y los empleados pasaron corriendo
como llevados por la nieve. Dos señores, con sus cigarrillos encendidos,
pasaron ante Ana fumando tranquilamente.
Respiró
otra vez a pleno pulmón el aire frío de la noche, puso la mano en la barandilla
del estribo para subir al vagón, cuando en aquel momento, la figura de un
hombre vestido con capote militar, que estaba muy cerca de ella, le ocultó la
vacilante luz del farol. Ana se volvió para mirarle y le reconoció. Era
Vronsky. Él se llevó la mano a la visera de la gorra y le preguntó
respetuosamente si podía servirla en algo. Ana le contempló en silencio durante
unos instantes. Aunque Vronsky estaba de espaldas a la luz, la Karenina creyó
apreciar en su rostro y en sus ojos la misma expresión de entusiasmo
respetuoso que tanto la conmoviera en el baile. Hasta entonces Ana se había
repetido que Vronsky era uno de los muchos jóvenes, eternamente iguales, que se
encuentran en todas partes, y se había prometido no pensar en él. Y he aquí que
ahora se sentía poseída por un alegre sentimiento de orgullo. No hacía falta
preguntar por qué Vronsky estaba allí. Era para hallarse más cerca de ella. Lo
sabía con tanta certeza como si el propio Vronsky se lo hubiera dicho.
-Ignoraba
que usted pensase ir a San Petersburgo. ¿Tiene algún asunto en la
capital? -preguntó Ana, separando la mano de la barandilla.
Y
su semblante resplandecía.
-¿Algún
asunto? -repitió Vronsky, clavando su mirada en los ojos de Ana Karenina-.
Usted sabe muy bien que voy para estar a su lado. No puedo hacer otra cosa.
En
aquel momento, el viento, como venciendo un invisible obstáculo, se precipitó
contra los vagones, esparció la nieve del techo y agitó triunfalmente una
plancha que había logrado arrancar.
Con
un aullido lúgubre, la locomotora lanzó un silbido.
La
trágica belleza de la tempestad ahora le parecía a Ana más llena de
magnificencia. Acababa de oír las palabras que temía su razón, pero que su
corazón deseaba escuchar. Guardó silencio. Pero Vronsky, en el rostro de ella,
leyó la lucha que sostenía en su interior.
-Perdone
si le he dicho algo molesto -murmuró humildemente. Hablaba con respeto, pero en
un tono tan resuelto y decidido que Ana en el primer momento no supo qué
contestar
-Lo
que usted dice no está bien -murmuró Ana, al fin- y, si es usted un caballero,
lo olvidará todo, como yo hago.
-No
lo olvidaré, ni podré olvidar nunca, ninguno de sus gestos, ninguna de sus
palabras.
-¡Basta,
basta! -exclamó ella en vano, tratando inútilmente de dar a su rostro una
expresión severa.
Y,
cogiéndose a la fría barandilla, subió los peldaños del estribo y entró
rápidamente en el coche.
Sintió
la necesidad de calmarse y se detuvo un momento en la portezuela. No recordaba
bien lo que habían hablado, pero comprendía que aquel momento de conversación
les había aproximado el uno al otro de un modo terrible, lo que la horrorizaba
y la hacía feliz a la vez.
Tras
breves instantes, Ana entró en el departamento y se sentó. Su tensión nerviosa
aumentaba: parecía que sus nervios iban a estallar.
No
pudo dormir en toda la noche. Pero en aquella exaltación, en los sueños que
llenaban su mente, no había nada doloroso; al contrario, había algo gozoso,
excitante y ardiente.
Al
amanecer se durmió en su butaca. Era ya de día cuando despertó. Se acercaban a
San Petersburgo. Pensó en su hijo, en su marido, en sus ocupaciones domésticas,
y aquellos pensamientos la dominaron por completo.
La
primera persona a quien vio al apearse del tren fue su marido.
"¿Cómo
le habrán crecido tanto las orejas en estos días, Dios mío?", pensó al ver
aquella figura arrogante, pero fría, con su sombrero redondo que parecía
sostenerse en los salientes cartílagos de sus orejas.
Su
esposo se acercaba a ella, mirándola atentamente con sus grandes ojos cansados,
con su eterna sonrisa irónica en los labios, y esta vez la mirada inquisitiva
de Alexis Alejandrovich la hizo estremecer.
¿Acaso
esperaba encontrar a su marido distinto de como era en realidad? ¿O era que su
conciencia le reprochaba toda la hipocresía, toda la falta de naturalidad que
había en sus relaciones conyugales? Aquella impresión dormía hacía largo tiempo
en el fondo de su alma, pero sólo ahora se le aparecía en toda su dolorosa
claridad.
-Como
ves, tu enamorado esposo, tan enamorado como el primer día, anhelaba verte de
nuevo -dijo Karenin con su voz lenta y seca, empleando el mismo tono levemente
burlón que siempre usaba al dirigirle la palabra, como para ridiculizar aquel
modo de expresarse.
-¿Cómo
está Sergio? -preguntó ella.
-¡Caramba,
qué recompensa a mi entusiasmo amoroso! Pues está bien, muy bien...
XXXI
Vronsky
no trató siquiera de dormir. Permaneció sentado en su butaca con los ojos
abiertos. Ora mirando fijamente ante él, ora contemplando a los que entraban y
salían; y si antes impresionaba a los desconocidos con su inalterable
tranquilidad, ahora parecía aún más seguro de sí mismo y más lleno de orgullo.
Los seres no tenían para él en aquel momento mayor importancia que las cosas.
Tal actitud le atrajo la enemistad de su vecino de asiento, un joven muy
nervioso, empleado en el Ministerio de Justicia, que había hecho todo lo
posible para que Vronsky reparara en que él pertenecía al mundo de los vivos.
En vano le había pedido fuego, en vano le hablaba o le daba golpecitos en el
codo. Vronsky no manifestó más interés por él que por el farolillo del vagón.
Ofendido por su impasibilidad, su compañero de viaje reprimía su enojo a duras
penas.
Aquella
olímpica indiferencia no significaba que Vronsky se sintiera feliz creyendo
haber impresionado el corazón de Ana. Aun no se atrevía ni a imaginarlo, pero
el solo hecho de pensar en ello le inundaba de orgullo y de alegría. No sabía
ni quería pensar en lo que podría resultar de todo aquello.
Sólo
presentía que sus fuerzas, desperdiciadas hasta entonces, iban a unirse para
empujarle hacia un único y espléndido destino.
Verla,
oírla, estar a su lado, éste era ahora el único objeto de su vida. Estaba tan
poseído por aquel pensamiento que, apenas vio a Ana en la estación de Blagoe,
donde él bajara a tomarse un vaso de soda, no pudo menos de manifestárselo.
Estaba
satisfecho de habérselo dicho, satisfecho porque ahora ella sabía ya que la
amaba y no podría dejar de pensar en él.
Ya
en el vagón, Vronsky principió a recordar los más nimios detalles de las veces
que se habían encontrado: los gestos, las palabras de Ana. Y su corazón palpitó
ante las visiones que su imaginación le presentaba para lo porvenir.
Se
apeó en San Petersburgo tan fresco y descansado como si saliera de un baño
frío, aunque había pasado la noche sin dormir. Se paró junto a un vagón para
ver pasar a Ana.
"La
volveré a ver", se decía, sonriendo sin darse cuenta. "Acaso me
dirija una palabra, un gesto, algo ..."
Pero
al primero que vio fue a Karenin, a quien el jefe de estación acompañaba con
grandes muestras de respeto.
"¡Ah,
el marido!", dijo para sí.
Y,
al verle erguido ante él, con sus piernas rectas enfundadas en los pantalones
negros, al verle tomar el brazo de Ana con la naturalidad de quien ejecuta un
acto al que tiene derecho, Vronsky hubo de recordar que aquel ser cuya
existencia apenas considerara hasta entonces existía, era de carne y hueso y
estaba unido estrechamente a la mujer que él amaba.
Aquel
frío rostro de petersburgués, aquel aire indiferente y seguro, aquel sombrero
redondo, aquella espalda ligeramente encorvada, aquel conjunto era una realidad
y Vronsky había de reconocerlo, pero lo reconocía como un hombre que, muriendo
de sed, al encontrarse con una fuente de agua pura descubriera que estaba
ensuciada por un perro, un cerdo o una vaca que habían bebido en ella.
Lo
que sobre todo le desesperaba de Alexis Alejandrovich era su manera de andar,
moviendo sus piernas de un modo rápido y balanceando algo el cuerpo. A Vronsky
le parecía que sólo él tenía derecho a amar a aquella mujer.
Afortunadamente,
ella seguia siendo la misma, y al verla, su corazón se sintió conmovido.
El
criado de Ana, un alemán que había hecho el viaje en segunda clase, fue a
recibir órdenes. El marido le había entregado los equipajes antes de dirigirse
resueltamente hacia Ana. Vronsky asistió al encuentro de los esposos y su
sensibilidad de enamorado le permitió percibir el leve ademán de contrariedad
que hiciera Ana al encontrar a Alexis Alejandrovich.
"No
le ama, no puede amarle ...", pensó Vronsky.
Se
sintió feliz al notar que Ana, aunque de espaldas, adivinaba su proximidad. En
efecto, ella se volvió, le miró y siguió hablando con su marido.
-¿Ha
pasado usted la noche bien, señora? -preguntó Vronsky, saludando a la vez a los
dos, y dando así ocasión al esposo de que le reconociese si le placía.
-Muy
bien; gracias -repuso ella.
En
su fatigado rostro no se dibujaba la animación de otras veces, pero a Vronsky
le bastó para sentirse feliz apreciar que los ojos de Ana, al verle, se
iluminaban de alegría.
Ella
alzó la vista hacia su marido, tratando de descubrir si éste recordaba al
Conde. Karenin contemplaba al joven con aire de disgusto y como si apenas le
reconociera.
Vronsky
se sintió incomodado. Su calma y su seguridad de siempre chocaban ahora contra
aquella actitud glacial.
-El
conde Vronsky -dijo Ana.
-¡Ah,
ya; me parece que nos conocemos! -se dignó decir Karenin, dando la mano al
joven-. Por lo que veo, al ir has viajado con la madre y al volver con el hijo
-añadió arrastrando lentamente las palabras como si cada una le costara un
rublo-. ¿Qué? ¿Vuelve usted de su temporada de permiso? -y, sin aguardar la
respuesta de Vronsky, dijo con ironía, dirigiéndose a su mujer-: ¿Han llorado
mucho los de Moscú al separarse de ti?
Creía
terminar así la charla con el Conde. Y para completar su propósito, se llevó la
mano al sombrero. Pero Vronsky interrogó a Ana:
-Confío
en que podré tener el honor de visitarles.
-Con
mucho gusto. Recibimos los lunes -dijo Alexis Alejandrovich con frialdad.
Y,
sin hacerle más caso, prosiguió hablando a su mujer con el mismo tono irónico
de antes:
-¡Estoy
encantado de disponer de media hora de libertad para testimoniarte mis
sentimientos!
-Parece
como si me hablaras de ellos para realzar más su valor -repuso Ana, escuchando,
involuntariamente, los pasos de Vronsky que caminaba tras ellos.
"En
realidad no me preocupan nada", pensó para sí.
Y
luego preguntó a su esposo cómo había pasado Sergio aquellos días.
-Muy
bien. Mariette me dijo que estaba de muy buen humor. Lamento decirte que no te
echó nada de menos. No le sucedía lo mismo a tu amante esposo. Te agradezco que
hayas vuelto un día antes de lo que esperaba. Nuestro querido samovar se
alegrará mucho también.
Karenin
aplicaba el apelativo de "samovar" a la condesa Lidia Ivanovna, por
su constante estado de vehemencia y agitación. Siguió diciendo:
-Me
preguntaba diariamente por ti. Te aconsejo que la visites hoy mismo. Ya sabes
que su corazón sufre siempre por todo y por todos y ahora está particularmente
inquieta con el asunto de la reconciliación de los Oblonsky.
Lidia
era una antigua amiga de su marido y el centro de aquel círculo social que, por
las relaciones de su esposo, Ana se veía obligada a frecuentar.
-Ya
le he escrito.
-Pero
quiere saber todos los detalles. Ve, amiga mía, ve a verla, si no estás muy
cansada. Ea, te dejo. Tengo que asistir a una sesión. Kondreti conducirá tu
coche. ¡Gracias a Dios que al fin voy a comer contigo! -y añadió con seriedad-:
¡no puedes figurarte lo que me cuesta acostumbrarme a hacerlo solo!
Y
estrechándole largamente la mano y sonriendo tan afectuosamente como pudo,
Karenin la condujo a su coche.
XXXII
El
primer rostro que vio Ana al entrar en su casa fue el de su hijo, quien, sin
atender a su institutriz, corrió escaleras abajo, gritando con alegría:
-¡Mamá,
mamá, mamá!
Y
se colgó de su cuello.
-¡Ya
decía yo que era mamá! --dijo luego a la institutriz.
Pero,
como el padre, el hijo causó a Ana una desilusión. En la ausencia le imaginaba
más apuesto de lo que era en realidad; y sin embargo era un niño encantador: un
hermoso niño de bucles rubios, ojos azules y piernas muy derechas, con los
calcetines bien estirados.
Ana
sintió un placer casi físico en tenerle a su lado y recibir sus caricias, y
experimentó un consuelo moral escuchando sus inocentes preguntas y mirando sus
ojos cándidos, confiados y dulces.
Le
ofreció los regalos que le enviaban los niños de Dolly y le contó que en Moscú,
en casa de los tíos, había una niña llamada Tania que ya sabía escribir y
enseñaba a los otros niños.
-Entonces,
¿es que valgo menos que ella? -preguntó Sergio.
-Para
mí, vida mía, vales más que nadie.
-Ya
lo sabía -dijo Sergio, sonriendo.
Antes
de que Ana acabara de tomar el café, le anunciaron la visita de la condesa
Lidia Ivanovna. Era una mujer alta y gruesa, de amarillento y enfermizo color y
grandes y magníficos ojos negros, algo pensativos.
Ana
la quería mucho y, sin embargo, pareció apreciar sus defectos por primera vez.
-¿Conque
llevó a los Oblonsky el ramo de oliva, querida? -preguntó Lidia Ivanovna.
-Todo
está arreglado -repuso Ana-. Las cosas no andaban tan mal como nos figurábamos.
Ma belle soeur toma sus decisiones con demasiada precipitación y...
Pero
la Condesa, que tenía la costumbre de interesarse por cuanto no le importaba, y
solía, en cambio, no poner atención alguna en lo que debía interesarle más,
interrumpió a su amiga:
-Estoy
abatida. ¡Cuánta maldad y cuánto dolor hay en el mundo!
-¿Pues
qué sucede? -interrogó Ana, dejando de sonreír.
-Empiezo
a cansarme de luchar en vano por la verdad, y a veces me siento completamente
abatida. Ya ve usted: la obra de los hermanitos (se trataba de una institución
benéfico-patriótico-religiosa) iba por buen camino. ¡Pero no se puede hacer
nada con esos señores! -declaró la Condesa en tono de sarcástica resignación-.
Aceptaron la idea para desvirtuarla y ahora la juzgan de un modo bajo a
indigno. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, comprendieron el
verdadero alcance de esta empresa. Los demás no hacen más que desacreditarla...
Ayer recibí carta de Pravdin.
(Se
refería al célebre paneslavista Pravlin, que vivía en el extranjero.) La
Condesa contó lo que decía en su carta y luego habló de los obstáculos que se
oponían a la unión de las iglesias cristianas.
Explicado
aquello, la Condesa se fue precipitadamente, porque tenía que asistir a dos
reuniones, una de ellas la sesión de un Comité eslavista.
"Todo
esto no es nuevo para mí. ¿Por qué será que lo veo ahora de otro modo?",
pensó Ana. "Hoy Lidia me ha parecido más nerviosa que otras veces. En el
fondo, todo eso es un absurdo: dice ser cristiana y no hace más que enfadarse y
censurar; todos son enemigos suyos, aunque estos enemigos se digan también
cristianos y persigan los mismos fines que ella."
Después
de la Condesa llegó la esposa de un alto funcionario, que refirió a Ana todas
las novedades del momento y se fue a las tres, prometiendo volver otro día a
comer con ella.
Alexis
Alejandrovich estaba en el Ministerio. Ana asistió a la comida de su hijo (que
siempre comía solo) y luego arregló sus cosas y despachó su correspondencia
atrasada.
Nada
quedaba en ella de la vergüenza a inquietud que sintiera durante el viaje. Ya
en su ambiente acostumbrado se sintió ajena a todo temor y por encima de todo
reproche sin comprender su estado de ánimo del día anterior.
"¿Qué
sucedió, a fin de cuentas?", pensaba. "Vronsky me dijo una tontería y
yo le contesté como debía. Es inútil hablar de ello a Alexis. Parecería que
daba demasiada importancia al asunto."
Recordó
una vez que un subordinado de su marido le hiciera una declaración amorosa.
Creyó oportuno contárselo a Karenin y éste le dijo que toda mujer de mundo
debía estar preparada a tales eventualidades, y que él confiaba en su tacto,
sin dejarse arrastrar por celos que habrían sido humillantes para los dos.
"De
modo que vale más callar", decidió ahora Ana como remate de sus
reflexiones. "Además, gracias a Dios, nada tengo que decirle."
XXXIII
Alexis
Alejandrovich llegó a su casa a las cuatro, pero como le ocurría a menudo, no
tuvo tiempo de ver a su esposa y hubo de pasar al despacho para recibir las
visitas y firmar los documentos que le llevó su secretario.
Como
de costumbre, había varios invitados a comer: una anciana prima de Karenin, uno
de los los directores de su ministerio, con su mujer, y un joven que le habían
recomendado.
Ana
bajó al salón para recibirles. Apenas el gran reloj de bronce de estilo Pedro I
dio las cinco, Alexis Alejandrovich apareció vestido de etiqueta, con corbata
blanca y dos condecoraciones en la solapa, pues tenía que salir después de comer.
Alexis Alejandrovich tenía los momentos contados y había de observar con
estricta puntualidad sus diarias obligaciones.
"Ni
descansar, ni precipitarse", era su lema.
Entró
en la sala, saludó a todos y dijo a su mujer, sonriendo:
-¡Al
fin ha terminado mi soledad! No sabes lo " incómodo" -y subrayó la
palabra- que es comer a solas.
Durante
la comida, Karenin pidió a su mujer noticias de Moscú, sonriendo burlonamente
al mencionar a Esteban Arkadievich, pero la conversación, en todo momento de un
carácter general, versó sobre el trabajo en el ministerio y la política.
Concluida
la comida, Karenin estuvo media hora con sus invitados y después, tras un nuevo
apretón de manos y una sonrisa a su mujer, se fue para asistir a un consejo.
Ana
no quiso ir al teatro, donde tenía palco reservado aquella noche, ni a casa de
la condesa Betsy Iverskaya, que, al saber su llegada, le había enviado recado
de que la esperaba. Antes de ir a Moscú, Ana dio a su modista tres vestidos
para que se los arreglase, porque la Karenina sabía vestir bien gastando poco.
Y, al marcharse los invitados, Ana comprobó con irritación que de los tres
vestidos que le prometiera la modista tener arreglados para su regreso, dos no
estaban terminados aún y el tercero no había quedado a su gusto.
La
modista, llamada inmediatamente, pensaba que el vestido le estaba mejor de
aquella manera. Ana se enfureció de tal modo contra ella que en seguida se
sintió avergonzada de sí misma. Para calmarse, entró en la alcoba de Sergio, le
acostó, le arregló las sábanas, le persignó con una amplia señal de la cruz y
dejó la habitación.
Ahora
se alegraba de no haber salido y sentía una gran calma ínfima. Evocó la escena
de la estación y reconoció que aquel incidente, al que diera tanta importancia,
no era sino un detalle trivial de la vida mundana del que no tenía por qué
ruborizarse.
Se
acercó al lado de la chimenea para esperar el regreso de su esposo leyendo su
novela inglesa. A las nueve y media en punto sonó en la puerta la autoritaria
llamada de Alexis Alejandrovich y éste entró en la habitación un momento
después.
-Vaya,
ya has vuelto -dijo ella, tendiéndole la mano, que él besó antes de sentarse a
su lado.
-¿De
modo que todo ha ido bien en tu viaje? -inquirió Karenin.
-Muy
bien.
Ana
le contó todos los detalles: la agradable compañía de la condesa Vronsky, la
llegada, el accidente en la estación, la compasión que sintiera primero hacia
su hermano y luego hacia Dolly.
-Aunque
Esteban sea hermano tuyo, su falta es imperdonable -dijo enfáticamente Alexis
Alejaridrovich.
Ana
sonrió. Su esposo trataba de hacer ver que los lazos de parentesco no influían
para nada en sus juicios. Ana reconocía muy bien aquel rasgo del carácter de su
marido y se lo sabía apreciar.
-Me
alegro -continuaba él- de que todo acabara bien y de que hayas regresado. ¿Qué
se dice por allá del nuevo proyecto de ley que he hecho ratificar últimamente
por el Gobierno?
Ana
se sintió turbada al recordar que nadie le había dicho cosa alguna sobre una
cuestión que su esposo consideraba tan importante.
-Pues
aquí, al contrario, interesa mucho -dijo Karenin con sonrisa de satisfacción.
Ana
adivinó que su marido deseaba extenderse en pormenores que debían de ser
satisfactorios para su amor propio y, mediante algunas preguntas hábiles, hizo
que él le explicara, con una sonrisa de contento, que la aceptación de aquel
proyecto había sido acompañada de una verdadera ovación en su honor.
-Me
alegré mucho, porque eso demuestra que empiezan a ver las cosas desde un punto
de vista razonable.
Después
de tomar dos tazas de té con crema, Alexis Alexandrovich se dispuso a ir a su
despacho.
-¿No
has ido a ningún sitio durante este tiempo? Has debido de aburrirte mucho
-indicó.
-¡Oh,
no! -repuso ella, levantándose-. Y, ¿qué lees ahora?
-La poésie des enfers, del duque de
Lille. Es un libro muy
interesante.
Ana
sonrió como se sonríe ante las debilidades de los seres amados y, pasando su
brazo bajo el de su esposo, le acompañó hasta el despacho. Sabía que la
costumbre de leer por la noche era una verdadera necesidad para su marido. Pese
a las obligaciones que monopolizaban su tiempo, le parecía un deber suyo estar
al corriente de lo que aparecía en el campo intelectual, y Ana lo sabía. Sabía
también que su marido, muy competente en materia de política, filosofía y
religión, no entendía nada de letras ni belles artes, lo cual no le impedía
interesarse por ellas. Y, así como en política, filosofía y religión tenía
dudes due procuraba disipar tratando con otros de eilas, en literature, poesía
y, sobre todo, música, de todo lo cual no entendía nada, sustentaba opiniones
sobre las que no toleraba oposición ni discusión. Le agradaba hablar de
Shakespeare, de Rafael y de Beethoven y poner límites a las modernas escuelas
de música y poesía, clasificándolas en un orden lógico y riguroso.
-Te
dejo. Voy a escribir a Moscú -dijo Ana en la puerta del despacho, en el cual,
junto a la butaca de su marido, había preparadas una botella con ague y una
pantalla pare la bujía.
El,
una vez más, le estrechó la mano y la besó.
"Es
un hombre bueno, leal, honrado y, en su especie, un hombre excepcional",
pensaba Ana, volviendo a su cuarto. Pero, mientras pensaba así, ¿no se oía en
su alma una voz secreta que le decía que era imposible amar a aquel hombre? Y
seguía pensando: "Pero no me explico cómo se le ven tanto las orejas. Debe
de haberse cortado el cabello ...".
A
las doce en punto, mientras Ana, sentada ante su pupitre, escribía a Dolly,
sonaron los pasos apagados de una persona andando en zapatillas, y Alexis
Alejandrovich, lavado y peinado y con su rope de noche, apareció en el umbral.
-Ya
es hora de dormir -le dijo, con maliciosa sonrisa, antes de desaparecer en la
alcoba.
"¿Con
qué derecho la había mirado "él" de aquel modo?", se preguntó
Ana, recordando la mirada que Vronsky dirigiera a su marido en la estación.
Y
siguió a su esposo. Pero ¿qué había sido de aquella llama que en Moscú animaba
su rostro haciendo brillar sus ojos y prestando luminosidad a su sonrisa? Ahora
aquella llama parecía haberse apagado o, al menos, estaba escondida.
XXXIV
Al
irse de San Petersburgo, Vronsky había dejado a su amigo Petrizky su magnífico
piso de la calle Morskaya.
Petrizky,
un joven de familia modesta, no poseía otra fortuna que sus deudas. Se
emborrachaba todas las noches y sus aventuras, escandalosas o ridículas, le
costaban frecuentes arrestos. Pese a todo ello, todos los jefes y los
compañeros le querían.
Al
llegar a su casa hacia las once, Vronsky vio a la puerta un coche que no le era
desconocido del todo. Llamó a la puerta y oyó en la escalera risas masculinas,
un gracioso acento de mujer y la voz de Petrizky exclamando:
-¡Si
es uno de esos miserables, no le dejéis entrar!
Vronsky
entró sin anunciarse, procurando no hacer ruido, y se acercó al salón. La
baronesa Chilton, amiga de Petrizky, una rubia de carita sonrosada y acento
parisiense, vestida a la sazón con un traje de satén lila, preparaba el café
sobre una mesita. Petrizky, de páisano, y el capitán Kamerovsky, de uniforme,
estaban a su lado.
-¡Caramba,
Vronsky, tú aquí! -exclamó Petrizky, saltando de su silla-. El señor dueño cae
de improviso en su casa... Baronesa: prepárale el café en la cafetera nueva.
¡Qué agradable sorpresa! Y, ¿qué me dices de este nuevo adorno de tu salón?
Confío en que te gustará --dijo, señalando a la Baronesa-. Supongo que os conoceréis...
-¡Vaya
si nos conocemos! -dijo, sonriente, Vronsky, estrechando la mano de la mujer-.
Somos antiguos amigos.
-Me
voy -dijo ella-. Vuelve usted de viaje y... Si le molesto, me marcho.
-Está
usted en su casa, amiga mía, en su casa... Hola, Kamerovsky -añadió Vronsky,
estrechando con cierta frialdad la mano del capitán.
-¿Ve
usted qué amable? -dijo la Baronesa a Petrizky-. Usted no sería capaz de hablar
con tanta gentileza.
-Ya
lo creo. Después de comer, sí.
-Después
de comer no tiene gracia. Ea, voy a preparar el café mientras usted se arregla
-dijo la Baronesa, sentándose y manipulando cuidadosamente la cafetera nueva.
-Pedro:
dame el café; voy a poner más -dijo a Petrizky.
Le
llamaba por su nombre propio, sin preocuparse de ocultar las relaciones que le
unían con él.
-Le
mimas demasiado. ¡Mira que ponerle más café!
-No,
no le mimo... ¿Y su mujer? -dijo de pronto la Baronesa, interrumpiendo la
conversación de Vronsky con sus camaradas-. ¿No sabe que mientras estaba fuera
le hemos casado? ¿No ha traído consigo a su esposa?
-No,
Baronesa. He nacido y moriré siendo un bohemio.
-Hace
bien. ¡Déme esa mano!
Y
la Baronesa, sin dejar de mirar a Vronsky, comenzó a explicarle, bromeando, su
último plan de vida y le pidió consejos.
-¿Qué
haré si él no quiere consentir en el divorcio? ("él" era su marido).
Me propongo llevar el asunto a los Tribunales. ¿Qué opina usted? Kamerovsky,
eche una mirada al café; ¿ve?, ya se ha vertido... ¿No ve que estoy hablando de
cosas serias? Necesito recobrar mis bienes, porque ese señor -dijo con acento
despectivo-, con el pretexto de que le soy infiel, se ha quedado con mi
fortuna.
Vronsky
se divertía mucho oyéndola, le daba la razón, la aconsejaba, medio en serio y
medio en broma, como solía hacer con aquella clase de mujeres.
La
gente del ambiente en que Vronsky se movía suele dividir a las personas en dos
clases: la primera está compuesta por necios, imbéciles y ridículos, que
imaginan que los esposos deben ser fieles a sus esposas, las jóvenes puras, las
casadas honorables, los hombres decididos, firmes y dueños de sí. Estos
estúpidos opinan que hay que educar a los hijos, ganarse la vida, pagar las
deudas y cometer otras tonterías por el estilo. La segunda clase, a la que los
tipos del mundo de Vronsky se envanecen de pertenecer, sólo da valor a la
elegancia, la generosidad, la audacia y el buen humor, entregándose sin recato
a sus pasiones y burlándose de todo lo demás.
Sin
embargo, influido ahora por el ambiente de Moscú, tan distinto, Vronsky, de
momento, estaba en aquel ambiente, fuera de su centro, y lo encontraba
demasiado frívolo y superficialmente alegre. Pero pronto entró en su vida
habitual, tan fácilmente como si metiese los pies en sus zapatillas usadas.
El
café no llegó nunca a beberse. Se salió de la cafetera, se vertió en la
alfombra, ensució el vestido de la Baronesa y salpicó a todos, pero realizó su
fin: provocar el regocijo y la risa general.
-¡Bueno,
bueno, adiós! Me voy, porque si no tendré sobre mi conciencia la culpa de que
usted cometa el más abominable delito que puede cometer un hombre correcto: no
lavarse. ¿Así que me aconseja que coja a ese hombre por el cuello y...?
-Exacto;
pero procurando que sus manitas se encuentren cerca de sus labios. Así, él las
besará y las cosas concluirán a gusto de todos -contestó Vronsky.
-Bien,
hasta la noche. En el teatro Francés, ¿verdad?
Kamerovsky
se levantó también. Y Vronsky, sin esperar a que saliese, le dio la mano y se
fue al cuarto de aseo.
Mientras
se arreglaba, Petrizky comenzó a explicarle su situación. No tenía dinero, su
padre se negaba a darle más y no quería pagar sus deudas; el sastre se negaba a
hacerle ropa y otro sastre había adoptado igual actitud. Para colmo, el Coronel
estaba dispuesto a expulsarle del regimiento si continuaba dando aquellos
escándalos, y la Baronesa se ponía pesada como el plomo con sus ofrecimientos
de dinero... Tenía en perspectiva la conquista de otra belleza, un tipo
completamente oriental...
-Una
especie de Rebeca, querido. Ya te la enseñaré...
Luego,
había una querella con Berkchev, que se proponía mandarle los padrinos, aunque
podía asegurarse que no haría nada. En resumen, todo iba muy bien y era
divertidísimo.
Antes
de que su amigo pudiera reflexionar en aquellas cosas, Petrizky pasó a contarle
las noticias del dia.
Al
escucharle, al sentirse en aquel ambiente tan familiar, en su propio piso,
donde residía hacía tres años, Vronsky notó que se sumergía de nuevo en la vida
despreocupada y alegre de San Petersburgo, y lo notó con satisfacción.
-¿Es
posible? -preguntó, aflojando el grifo del lavabo, que dejó caer un chorro de
agua sobre su cuello vigoroso y rojizo-. ¿Es posible -repitió con acento de
incredulidadque Laura haya dejado a Fertingov por Mileev? Y él, ¿qué hace?
¿Sigue tan idiota y tan satisfecho de sí mismo como siempre? Oye, a propósito,
¿qué hay de Buzulkov?
-¿Buzulkov?
¡Si supieras lo que le pasa! Ya conoces su afición al baile. No pierde uno de
los de la Corte. ¿Sabes que ahora se llevan unos cascos más ligeros...? ¡Mucho
más! Pues bien: él estaba allí con su uniforme de gala... ¿Me oyes?
-Te
oigo, te oigo -afirmó Vronsky, secándose con la toalla de felpa.
-Una
gran duquesa pasaba del brazo de un diplomático extranjero y la conversación
recayó, por desgracia, en los cascos nuevos. La gran duquesa quiso enseñar uno
al diplomático y viendo a un buen mozo con el casco en la cabeza -y Petrizky
procuró remedar la actitud y los ademanes de Buzulkov- le pidió que le hiciese
el favor de dejárselo. Y él, sin moverse ¿Qué significaba aquella actitud?
Empiezan a hacerle signos, indicaciones, le guiñan el ojo... ¡Y él continúa
inmóvil como un muerto! ¿Comprendes la situación? Entonces uno... -no sé como
se llama, no me acuerdo nunca- va a quitarle el casco. Buzulkov se defiende. Y
al fin otro se lo arranca a viva fuerza y lo ofrece a la gran duquesa. "
Éste es el último modelo de cascos" , dice, volviéndolo. Y de pronto ven
que del casco sale... ¿Sabes qué? ¡Una pera, chico, una pera! ¡Y bombones, dos
libras de bombones! ¡El grandísimo animal iba bien aprovisionado!
Vronsky
reía hasta saltarle las lágrimas. Durante largo rato, cada vez que recordaba la
historia del casco, rompía en francas risas juveniles, mostrando al hacerlo sus
hermosos dientes.
Una
vez informado de las noticias del momento, Vronsky se puso el uniforme con
ayuda de su criado y fue a presentarse en la Comandancia militar. Luego se
proponía ver a su hermano, pasar por casa de Betsy y hacer otra serie de
visitas que le reincorporasen a la vida de sociedad y le diesen la posibilidad
de encontrar a Ana Karenina. Salió, pues, pensando volver muy entrada la tarde,
como es costumbre en San Petersburgo.
SEGUNDA PARTE
I
A
últimos de invierno, los Scherbazky tuvieron en su casa consulta de médicos, ya
que la salud de Kitty inspiraba temores. Se sentía débil y con la proximidad de
la primavera su salud no hizo más que empeorar. El médico de la familia le
recetó aceite de hígado de bacalao, hierro más adelante y, al fin, nitrato de
plata. Pero como ninguno de aquellos remedios dio buen resultado, el médico
terminó aconsejando un viaje al extranjero.
En
vista de ello, la familia resolvió llamar a un médico muy reputado. Éste,
hombre joven aún y de buena presencia, exigió el examen detallado de la
enferma. Insistió con una complacencia especial en que el pudor de las
doncellas era una reminiscencia bárbara, y que no había nada más natural que el
que un hombre aunque fuera joven auscultara a una muchacha a medio vestir.
Él
estaba acostumbrado a hacerlo cada día y como no experimentaba, por tanto,
emoción alguna, consideraba el pudor femenil no sólo como un resto de barbarie,
sino también como una ofensa personal.
Fue
preciso someterse, porque, aunque todos los médicos hubiesen seguido igual
número de cursos, estudiado los mismos libros y hubiesen, por consiguiente,
practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones, y a pesar de que
algunos calificaron a aquel doctor de persona no muy recomendable, se resolvió
que sólo él podía salvar a Kitty.
Después
de un atento examen de la enferma, confusa y aturdida, el célebre médico se lavó
escrupulosamente las manos y salió al salón, donde le esperaba el Príncipe,
quien le escuchó tosiendo y con aire grave. El Príncipe, como hombre ya de
edad, que no era necio y no había estado nunca enfermo, no creía en la medicina
y se sentía irritado ante aquella comedia, ya que era quizá el único que
adivinaba la causa de la enfermedad de Kitty.
"Este
admirable charlatán sería capaz hasta de espantar la caza" , pensaba,
expresando con aquellos términos de viejo cazador su opinión sobre el
diagnóstico del médico.
Por
su parte, el doctor disimulaba con dificultad su desdén hacia el viejo
aristócrata. Siendo la Princesa la verdadera dueña de la casa, apenas se
dignaba dirigirle a él la palabra, y sólo ante ella se proponía derramar las
perlas de sus conocimientos.
La
Princesa compareció en breve, seguida por el médico de la familia, y el
Príncipe se alejó para no exteriorizar lo que pensaba de toda aquella farsa.
La
Princesa, desconcertada, sintiéndose ahora culpable con respecto a Kitty, no
sabía qué hacer.
-Bueno,
doctor, decida nuestra suerte: digánoslo todo.
Iba
a añadir "¿Hay esperanzas?" , pero sus labios temblaron y no llegó a
formular la pregunta. Limitóse a decir:
-¿Así,
doctor, que...?
-Primero,
Princesa, voy a hablar con mi colega y luego tendré el honor de manifestarle mi
opinión.
-¿Debo
entonces dejarles solos?
-Como
usted guste...
La
Princesa salió, exhalando un suspiro.
Al
quedar solos los dos profesionales, el médico de familia comenzó tímidamente a
exponer su criterio de que se trataba de un proceso de tuberculosis incipiente,
pero que...
El
médico célebre le escuchaba y en medio de su peroración consultó su voluminoso
reloj de oro.
-Bien
-dijo-. Pero...
El
médico de familia calló respetuosamente en la mitad de su discurso.
-Como
usted sabe -dijo la eminencia-, no podemos precisar cuándo comienza un proceso
tuberculoso. Hasta que no existen cavernas no sabemos nada en concreto. Sólo
caben suposiciones. Aquí existen síntomas: mala nutrición, nerviosismo, etc. La
cuestión es ésta: admitido el proceso tuberculoso, ¿qué hacer para ayudar a la
nutrición?
-Pero
usted no ignora que en esto se suelen mezclar siempre causas de orden moral -se
permitió observar el otro médico, con una sutil sonrisa.
-Ya,
ya -contestó la celebridad médica, mirando otra vez su reloj-. Perdone: ¿sabe
usted si el puente de Yausa está ya terminado o si hay que dar la vuelta
todavía? ¿Está concluido ya? Entonces podré llegar en veinte minutos... Pues,
como hemos dicho, se trata de mejorar la alimentación y calmar los nervios... Una
cosa va ligada con la otra, y es preciso obrar en las dos direcciones de este
círculo.
-¿Y
un viaje al extranjero? -preguntó el médico de la casa.
-Soy
enemigo de los viajes al extranjero. Si el proceso tuberculoso existe, lo que
no podemos saber, el viaje nada remediaría. Hemos de emplear un remedio que
aumente la nutrición sin perjudicar al organismo.
Y
el médico afamado expuso un plan curativo a base de las aguas de Soden, plan
cuyo mérito principal, a sus ojos, era evidentemente que las tales aguas no
podían en modo alguno hacer ningún daño a la enferma.
-Yo
alegaría en pro del viaje al extranjero el cambio de ambiente, el alejamiento
de las condiciones que despiertan recuerdos... Además, su madre lo desea...
-En
ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes no le harán más que daño. Sería
mejor que no les escuchara. Pero ya que lo quieren así, que vayan.
Volvió
a mirar el reloj.
-Tengo
que irme ya -dijo, dirigiéndose a la puerta.
El
médico famoso, en atención a las conveniencias profesionales, dijo a la
Princesa que había de examinar a Kitty una vez más.
-¡Examinarla
otra vez! -exclamó la madre, consternada.
-Sólo
unos detalles, Princesa.
-Bien;
haga el favor de pasar..
Y
la madre, acompañada por el médico, entró en el saloncito de Kitty.
Kitty,
muy delgada, con las mejillas encendidas y un brillo peculiar en los ojos a
causa de la vergüenza que había pasado momentos antes, estaba de pie en medio
de la habitación.
Al
entrar el médico se ruborizó todavía más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su
enfermedad y la curación se le figuraban una cosa estúpida y hasta ridícula. La
cura le parecía tan absurda como querer reconstruir un jarro roto reuniendo los
trozos quebrados. Su corazón estaba desgarrado. ¿Cómo componerlo con píldoras y
drogas?
Pero
no se atrevía a contrariar a su madre, que se sentía, por otra parte, culpable
con respecto a ella.
-Haga
el favor de sentarse, Princesa -dijo el médico famoso.
Se
sentó ante Kitty, sonriendo, y de nuevo, mientras le tomaba el pulso, comenzó a
preguntarle las cosas más enojosas.
Kitty,
al principio, le contestaba, pero, impaciente al fin, se levantó y le contestó
irritada:
-Perdone,
doctor, mas todo esto no conduce a nada. Ésta es la tercera vez que me pregunta
usted la misma cosa.
El
médico célebre no se ofendió.
-Excitación
nerviosa --dijo a la madre de Kitty cuando ésta hubo salido-. De todos modos,
ya había terminado.
Y
el médico comenzó a explicar a la Princesa, como si se tratase de una mujer de
inteligencia excepcional, el estado de su hija desde el punto de vista
científico, y terminó insistiendo en que hiciese aquella cura de aguas, que, a
su juicio, de nada había de servir.
Al
preguntarle la Princesa si procedía ir al extranjero, el médico se sumió en
profundas reflexiones, como meditando sobre un problema muy difícil, y después
de pensarlo mucho termino aconsejando que se hiciera el viaje. Puso, no
obstante, por condición que no se hiciese caso de los charlatanes de allí y que
se le consultara a él para todo.
Cuando
el médico se hubo ido se sintieron todos aliviados, como si hubiese sucedido
allí algún feliz acontecimiento. La madre volvió a la habitación de Kitty
radiante de alegría y Kitty fingió estar contenta también. Ahora se veía con
frecuencia obligada a disimular sus verdaderos sentimientos.
-Es
verdad, mamá, estoy muy bien. Pero si usted cree conveniente que vayamos al
extranjero, podemos ir -le dijo, y, para demostrar el interés que despertaba en
ella aquel viaje, comenzó a hablar de los preparativos.
II
Después
de marchar el médico, llegó Dolly.
Sabía
que se celebraba aquel día consulta de médicos y, a pesar de que hacía poco que
se había levantado de la cama después de su último parto (a finales de invierno
había dado a luz a una niña), dejando a la recién nacida y a otra de sus hijas
que se hallaba enferma, acudió a interesarse por la salud de Kitty.
-Os
veo muy alegres a todos --dijo al entrar en el salón, sin quitarse el
sombrero-. ¿Es que está mejor?
Trataron
de referirle lo que dijera el médico, pero resultó que, aunque éste había
hablado muy bien durante largo rato, eran incapaces de explicar con claridad lo
que había dicho. Lo único interesante era que se había resuelto ir al
extranjero.
Dolly
no pudo reprimir un suspiro. Su mejor amiga, su hermana, se marchaba. Y su
propia vida no era nada alegre. Después de la reconciliación, sus relaciones
con su marido se habían convertido en humillantes para ella. La soldadura hecha
por Ana resultó de escasa consistencia y la felicidad conyugal volvió a
romperse por el mismo sitio.
No
había nada en concreto, pero Esteban Arkadievich no estaba casi nunca en casa,
faltaba siempre el dinero para las atenciones del hogar y las sospechas de las
infidelidades de su marido atormentaban a Dolly continuamente, aunque procuraba
eludirlas para no caer otra vez en el sufrimiento de los celos. La primera
explosión de celos no podía volverse a producir, y ni siquiera el
descubrimiento de la infidelidad de su marido habría ya de despertar en ella el
dolor de la primera vez.
Semejante
descubrimiento sólo le habría impedido atender sus obligaciones familiares;
pero prefería dejarse engañar, despreciándole y despreciándose a sí misma por
su debilidad. Además, las preocupaciones propias de una casa habitada por una
numerosa familia ocupaban todo su tiempo: ya se trataba de que la pequeña no
podía lactar bien, ya que de que la niñera se iba, ya, como en la presente
ocasión, de que caía enfermo uno de los niños.
-¿Cómo
estáis en tu casa? -preguntó la Princesa a Dolly.
-También
nosotros tenemos muchas penas, mamá... Ahora está enferma Lilí, y temo que sea
la escarlatina. Sólo he salido para preguntar por Kitty. Por eso he venido en
seguida, porque si es escarlatina -¡Dios nos libre!-, quién sabe cuándo podré
venir.
Después
de marchar el médico, el Príncipe había salido de su despacho y, tras ofrecer
la mejilla a Dolly para que se la besase, se dirigió a su mujer:
-¿Qué
habéis decidido? ¿Ir al extranjero? ¿Y qué pensáis hacer conmigo?
-Creo
que debes quedarte, Alejandro -respondió su esposa.
-Como
queráis.
-Mamá,
¿y por qué no ha de venir papá con nosotras? -preguntó Kitty-. Estaríamos todos
mejor.
El
Príncipe se levantó y acarició los cabellos de Kitty. Ella alzó el rostro y le
miró esforzándose en aparecer sonriente.
Le
parecía a Kitty que nadie de la familia la comprendía tan bien como su padre, a
pesar de lo poco que hablaba con ella. Por ser la menor de sus hijas, era ella
la predilecta del Príncipe y Kitty pensaba que su mismo amor le hacía penetrar
más en sus sentimientos.
Cuando
su mirada encontró los ojos azules y bondadosos del Príncipe, que la
consideraba atentamente, le pareció que aquella mirada la penetraba,
descubriendo toda la tristeza que había en su interior.
Kitty
se irguió, ruborizándose, y se adelantó hacia su padre esperando que la besara.
Pero él se limitó a acariciar sus cabellos diciendo:
-¡Esos
estúpidos postizos! Uno no puede ni acariciar a su propia hija. Hay que
contentarse con pasar la mano por los cabellos de alguna señora difunta... ¿Qué
hace tu "triunfador", Dolliñka? -preguntó a su hija mayor.
-Nada,
papa -contestó ella, comprendiendo que se refería a su marido. Y agregó, con
sonrisa irónica-: Está siempre fuera de casa. No le veo apenas.
-¿Todavía
no ha ido a la finca a vender la madera?
-No...
Siempre está preparándose para ir..
-Ya.
¡Preparándose para ir! ¡Habré yo también de hacer lo mismo! ¡Muy bien! -dijo
dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba-. ¿Sabes lo que tienes que hacer,
Kitty? -agregó, hablando a su hija menor-. Pues cualquier día en que luzca un
buen sol te levantas diciendo: "Me siento completamente sana y alegre y
voy a salir de paseo con papa, tempranito de mañana y a respirar el aire
fresco". ¿Qué te parece?
Lo
que había dicho su padre parecía muy sencillo, pero Kitty, al oírle, se turbó
como un criminal cogido in fraganti.
"Sí:
él lo sabe todo, lo comprende todo, y con esas palabras quiere decirme que,
aunque lo pasado sea vergonzoso, hay que sobrevivir a la vergüenza."
Pero
no tuvo fuerzas para contestar. Iba a decir algo y, de pronto, estalló en
sollozos y salió corriendo de la habitación.
-¿Ves
el resultado de tus bromas? -dijo la Princesa, enfadada-. Siempre serás el
mismo... -añadió, y le espetó un discurso lleno de reproches.
El
Príncipe escuchó durante largo rato las acusaciones de su esposa y callaba,
pero su rostro adquiría una expresión cada vez más sombría.
-¡Se
siente tan desgraciada la pobre, tan desgraciada! Y tú no comprendes que
cualquier alusión a la causa de su sufrimiento la hace padecer. Parece
imposible que pueda una equivocarse tanto con los hombres.
Por
el cambio de tono de la Princesa, Dolly y el Príncipe adivinaron que se refería
a Vronsky.
-No
comprendo que no haya leyes que castiguen a las personas que obran de una
manera tan innoble, tan bajamente.
-No
quisiera ni oírte -dijo el Príncipe con seriedad, levantándose y como si fuera
a marcharse, pero deteniéndose en el umbral-. Hay leyes, sí; las hay, mujer. Y
si quieres saber quién es el culpable, te lo diré: tú y nadie más que tú,
Siempre ha habido leyes contra tales personajes y las hay aún. ¡Sí, señora! Si no
hubieran ido las cosas como no debían, si no hubieseis sido vosotras las
primeras en introducirle en nuestra casa, yo, un viejo, habría sabido llevar a
donde hiciera falta a ese lechuguino. Pero como las cosas fueron como fueron,
ahora hay que pensar en curar a Kitty y en enseñarla a todos esos charlatanes.
El
Príncipe parecía tener aún muchas cosas más por decir, pero apenas le oyó la
Princesa hablar en aquel tono, ella, como hacía siempre tratándose de asuntos
serios, se arrepintió y se humilló.
-Alejandro,
Alejandro... -murmuró, acercándose a él, sollozante.
En
cuanto ella comenzó a llorar, el Príncipe se calmó a su vez. Se aproximó
también a su esposa.
-Basta,
basta... Ya sé que sufres como yo. Pero ¿qué podemos hacer? No se trata en
resumidas cuentas de un grave mal. Dios es misericordioso... démosle gracias...
-continuó sin saber ya lo que decía y contestando al húmedo beso de la Princesa
que acababa de sentir en su mano. Luego salió de la habitación.
Cuando
Kitty se fue llorando, Dolly comprendió que arreglar aquel asunto era propio de
una mujer y se dispuso a entrar en funciones. Se quitó el sombrero y,
arremangándose moralmente, si vale la frase, se aprestó a obrar. Mientras su
madre había estado increpando a su padre, Dolly trató de contenerla tanto como
el respeto se lo permitía. Durante el arrebato del Príncipe, se conmovió
después con su padre viendo la bondad demostrada por él en seguida al ver
llorar a la Princesa.
Cuando
su padre hubo salido, resolvió hacer lo que más urgía: ver a Kitty y tratar de
calmarla.
-Mamá:
hace tiempo que quería decirle que Levin, cuando estuvo aquí la última vez, se
proponía declararse a Kitty. Se lo dijo a Stiva.
-¿Y
qué? No comprendo...
-Puede
ser que Kitty le rechazara. ¿No te dijo nada ella?
-No,
no me dijo nada de uno ni de otro. Es demasiado orgullosa, aunque me consta que
todo es por culpa de aquél.
-Pero
imagina que haya rechazado a Levin... Yo creo que no lo habría hecho de no
haber pasado lo que yo sé. ¡Y luego el otro la engañó tan terriblemente!
La
Princesa, asustada al recordar cuán culpable era ella con respecto a Kitty, se
irritó.
-No
comprendo nada. Hoy día todas quieren vivir según sus propias ideas. No dicen
nada a sus madres, y luego...
-Voy
a verla, mamá.
-Ve.
¿Acaso te lo prohíbo? -repuso su madre.
III
Al
entrar en el saloncito de Kitty, una habitación reducida, exquisita, con
muñecas vieux saxe, tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty
sólo dos meses antes. Dolly recordó con cuánto cariño y alegría habían
arreglado las dos el año anterior aquel saloncito.
Vio
a Kitty sentada en la silla baja más próxima a la puerta, con la mirada inmóvil
fija en un punto del tapiz, y el corazón se le oprimió.
Kitty
miró a su hermana sin que se alterase la fría y casi severa expresión de su
rostro.
-Ahora
me voy a casa y no saldré de ella en muchos días; tampoco tú podrás venir a
verme -dijo Daria Alejandrovna, sentándose a su lado-. Así que quisiera
hablarte.
-¿De
qué? -preguntó Kitty inmediatamente, algo alarmada y levantando la cabeza.
-¿De
qué quieres que sea, sino del disgusto que pasas?
-No
paso ningún disgusto.
-Basta
Kitty. ¿Crees acaso que no lo sé? Lo sé todo. Y créeme que es poca cosa. Todas
hemos pasado por eso.
Kitty
callaba, conservando la severa expresión de su rostro
-¡No
se merece lo que sufres por él! -continuó Daria Alejandrovna, yendo derecha al
asunto.
-¡Me
ha despreciado! -dijo Kitty con voz apagada-. No me hables de eso, te ruego que
no me hables...
-¿Quién
te lo ha dicho? No habrá nadie que lo diga. Estoy segura de que te quería y hasta
de que te quiere ahora, pero...
-¡Lo
que más me fastidia son estas compasiones! -exclamó Kitty de repente. Se agitó
en la silla, se ruborizó y movió irritada los dedos, oprimiendo la hebilla del
cinturón que tenía entre las manos.
Dolly
conocía aquella costumbre de su hermana de coger la hebilla, ora con una, ora
con otra mano, cuando estaba irritada. Sabía que en aquellos momentos Kitty era
muy capaz de perder la cabeza y decir cosas superfluas y hasta desagradables, y
habría querido calmarla, pero ya era tarde.
-¿Qué
es, dime, qué es, lo que quieres hacerme comprender? -dijo Kitty rápidamente-.
¿Qué estuve enamorada de un hombre a quien yo le tenía sin cuidado y que ahora
me muero de amor por él? ¡Y eso me lo dice mi hermana pensando probarme de este
modo su simpatía y su piedad! ¡Para nada necesito esa piedad ni esa simpatía!
-No
eres justa, Kitty.
-¿Por
qué me atormentas?
-Al
contrario: veo que estás afligida, y...
Pero
Kitty, en su irritación, ya no la escuchaba.
-No
tengo por qué afligirme ni consolarme. Soy lo bastante orgullosa para no
permitirme jamás amar a un hombre que no me quiere.
-Pero
si no te digo nada de eso -repuso Dolly con suavidad. Dime sólo una cosa
-añadió tomándole la mano-: ¿te habló Levin?
El
nombre de Levin pareció hacer perder a Kitty la poca serenidad que le quedaba.
Saltó de la silla y, arrojando al suelo el cinturón que tenía en las manos,
habló, haciendo rápidos gestos:
-¿Qué
tiene que ver Levin con todo esto? No comprendo qué necesidad tienes de
martirizarme. He dicho, y lo repito, que soy demasiado orgullosa y que nunca
nunca haré lo que tú haces de volver con el hombre que te ha traicionado, que
ama a otra mujer. ¡Eso yo no lo comprendo! ¡Tú puedes hacerlo, pero yo no!
Y,
al decir estas palabras, Kitty miró a su hermana y, viendo que bajaba la cabeza
tristemente, en vez de salir de la habitación, como se proponía, se sentó junto
a la puerta y, tapándose el rostro con el pañuelo, inclinó la cabeza.
El
silencio se prolongó algunos instantes. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación
constante se reflejó en su corazón con más fuerza ante las palabras de su
hermana. No esperaba de Kitty tanta crueldad y ahora se sentía ofendida.
Pero,
de pronto, percibió el roce de un vestido, el rumor de un sollozo reprimido...
Unos brazos enlazaron su cuello.
-¡Soy
tan desventurada, Dolliñka! -exclamó Kitty, como confesando su culpa.
Y
aquel querido rostro, cubierto de lágrimas, se ocultó entre los pliegues del
vestido de DariaAlejandrovna.
Como
si aquellas lágrimas hubiesen sido el aceite sin el cual no pudiese marchar la
máquina de la recíproca comprensión entre las dos hermanas, éstas, después de
haber llorado, hablaron no sólo de lo que las preocupaba, sino también de otras
cosas, y se comprendieron. Kitty veía que las palabras dichas a su hermana en
aquel momento de acaloramiento, sobre las infidelidades de su marido y la
humillación que implicaban, la habían herido en lo más profundo, no obstante lo
cual la perdonaba.
Y
a su vez Dolly comprendió cuanto quería saber: comprendió que sus presunciones
estaban justificadas, que la amargura, la incurable amargura de Kitty,
consistía en que había rehusado la proposición de Levin para luego ser engañada
por Vronsky; y comprendió también que Kitty ahora estaba a punto de odiar a
Vronsky y amar a Levin.
Sin
embargo, Kitty no había dicho nada de todo ello, sino que se había limitado a
referirse a su estado de ánimo.
-No
tengo pena alguna --dijo la joven cuando se calmó-. Pero ¿comprendes que todo
se ha vuelto monótono y desagradable para mí, que siento repugnancia de todo y
que la siento hasta de mí misma? No puedes figurarte las ideas tan horribles
que me inspira todo.
-¿Qué
ideas horribles pueden ser esas? -preguntó Dolly con una sonrisa.
-Las
peores y más repugnantes. No sé cómo explicártelo. Ya no es aburrimiento ni
nostalgia, sino algo peor. Parece que cuanto había en mí de bueno se ha
eclipsado y que sólo queda lo malo. ¿Cómo hacértelo comprender? -continuó al
ver dibujarse la perplejidad en los ojos de su hermana-. Si papá habla, me
parece que quiere darme a entender que lo que debo hacer es casarme. Si mamá me
lleva a un baile, se me figura que lo hace pensando en casarme cuanto antes
para deshacerse de mí. Y aunque se que no es así, no puedo apartar de mi mente
tales pensamientos... No puedo ni ver a eso que se llama "un
pretendiente". Me parece que me examinan para medirme. Antes me era
agradable ir a cualquier sitio en traje de noche, me admiraba a mí misma...
Pero ahora me siento cohibida y avergonzada. ¿Qué quieres? Con todo me sucede
igual... El médico, ¿sabes...?
Y
Kitty calló, turbada. Quería seguir hablando y decir que desde que había
empezado a experimentar aquel cambio, Esteban Arkadievich le era
particularmente desagradable y no podía verle sin que le asaltasen los más
bajos pensamientos.
-Todo
se me presenta bajo su aspecto más vil y más grosero -continuó- y ésa es mi
enfermedad. Quizá se me pase luego...
-¡No
pienses esas cosas!
-No
puedo evitarlo. Sólo me siento a gusto entre los niños. Por eso sólo me
encuentro bien en tu casa.
-Lamento
que no puedas ir a ella por ahora.
-Si
iré. Ya he padecido la escarlatina. Pediré permiso a mamá.
Kitty
insistió hasta que logró que su madre la dejara ir a vivir a casa de su
hermana. Mientras duró la escarlatina, que efectivamente padecieron los niños, estuvo
cuidándoles. Las dos hermanas lograron salvar a los seis niños, pero la salud
de Kitty no mejoraba y, por la Cuaresma, los Scherbazky marcharon al
extranjero.
IV
La
gran sociedad de San Petersburgo es, en rigor, un círculo en el que todos se
conocen y se visitan mutuamente. Mas ese amplio círculo posee sus
subdivisiones.
Así,
Ana Arkadievna tenía relaciones en tres diferentes sectores: uno en el ambiente
oficial de su marido, con sus colaboradores y subordinados, unidos y separados
de la manera más extraña en el marco de las circunstancias sociales. En la
actualidad, Ana difícilmente recordaba aquella especie de religioso respeto que
sintiera al principio hacia aquellas personas. Conocía ya a todos como se
conoce a la gente en una pequeña ciudad provinciana. Sabía las costumbres y
debilidades de cada uno, dónde les apretaba el zapato, cuáles eran sus
relaciones mutuas y, con respecto al centro principal; no ignoraba dónde
encontraban apoyo, ni como ni por qué lo encontraban, ni en qué puntos coincidían
o divergían entre ellos.
Pero
aquel círculo de intereses políticos y varoniles no la había interesado nunca y
a pesar de los consejos de la condesa Lidia Ivanovna procuraba frecuentarlo lo
menos posible.
Otro
círculo vecino a Ana era aquel a través del cual hiciera su carrera Alexis
Alejandrovich. La condesa Lidia Ivanovna era el centro de aquel círculo. Se
trataba de una sociedad de mujeres feas, viejas y muy religiosas y de hombres
inteligentes, sabios y ambiciosos.
Cierto
hombre de talento que pertenecía a aquel círculo lo denominaba "la
conciencia de la sociedad de San Petersburgo". Alexis Alejandrovich
estimaba mucho aquel ambiente y Ana, que sabía granjearse las simpatías de
todos, encontró en tal medio muchos amigos en los primeros tiempos de su vida
en la capital. Pero a su regreso de Moscú aquella sociedad se le hizo
insoportable. Le parecía que allí todos fingían, como ella, y se sentía tan
aburrida y a disgusto en aquel mundillo que procuró visitar lo menos posible a
la condesa Lidia Ivanovna.
El
tercer círculo en que Ana tenía relaciones era el gran mundo propiamente dicho,
el de los bailes, el de los vestidos elegantes, el de los banquetes, mundo que
se apoya con una mano en la Corte para no rebajarse hasta ese semimundo que los
miembros de aquél pensaban despreciar, pero con el que tenían no ya semejanza,
sino identidad de gustos.
Ana
mantenía relaciones con este círculo mediante la princesa Betsy Tverskaya,
esposa de su primo hermano, mujer con ciento veinte mil rublos de renta y que,
desde la primera aparición de Ana en su ambiente, la quiso, la halagó y la
arrastró con ella, burlándose del círculo de la condesa Lidia Ivanovna.
-Cuando
sea vieja, yo seré como ellas -decia Betsy-, pero usted, que es joven y bonita,
no debe ingresar en ese asilo de ancianos.
Al
principio, Ana había evitado el ambiente de la Tverskaya, por exigir más gastos
de los que podía permitirse y también porque en el fondo daba preferencia al
primero de aquellos círculos. Pero desde su viaje a Moscú ocurría lo contrario:
huía de sus amigos intelectuales y frecuentaba el gran mundo.
Solía
hallar en él a Vronsky y tales encuentros le producían una emocionada alegría.
Con frecuencia le veía en casa de Betsy, Vronskaya de nacimiento y prima de
Vronsky.
El
joven acudía a todos los sitios donde podía encontrar a Ana y le hablaba de su
amor siempre que se presentaba ocasión para ello.
Ana
no le daba esperanzas, pero en cuanto le veía se encendía en su alma aquel
sentimiento vivificador que experimentara en el vagón el día en que le viera
por primera vez. Tenía la sensación precisa de que, al verle, la alegría
iluminaba su rostro y le dilataba los labios en una sonrisa, y que le era
imposible dominar la expresión de aquella alegría.
Al
principio, Ana se creía de buena fe molesta por la obstinación de Vronsky en
perseguirla. Mas, a poco de volver de Moscú y después de haber asistido a una
velada en la que, contando encontrarle, no le encontró, hubo de reconocer, por
la tristeza que experimentaba, que se engañaba a sí misma, y que las asiduidades
de Vronsky no sólo no le desagradaban sino que constituían todo el interés de
su vida.
La
célebre artista cantaba por segunda vez y toda la alta sociedad se hallaba
reunida en el teatro.
Vronsky,
viendo a su prima desde su butaca de primera fila, pasó a su palco sin esperar
el entreacto.
-¿Cómo
no vino usted a comer? -preguntó Betsy.
Y
añadió con una sonrisa, de modo que sólo él la pudiera entender:
-Me
admira la clarividencia de los enamorados. Ella no estaba. Pero venga cuando
acabe la ópera.
Vronsky
la miró, inquisitivo. Ella bajó la cabeza. Agradeciendo su sonrisa, él se sentó
junto a Betsy.
-¡Cómo
me acuerdo de sus burlas! -continuó la Princesa, que encontraba particular
placer en seguir el desarrollo de aquella pasión---. ¿Qué queda de lo que usted
decía antes? ¡Le han atrapado, querido!
-No
deseo otra cosa que eso -repuso Vronsky, con su sonrisa tranquila y benévola-.
Sólo me quejo, a decir verdad, de no estar más atrapado... Empiezo a perder la
esperanza.
-¿Qué
esperanza puede usted tener? -dijo Betsy, como enojada de aquella ofensa a la
virtud de su amiga-. Entendons-nous...
Pero
en sus ojos brillaba una luz indicadora de que sabía tan bien como Vronsky la
esperanza a que éste se refería.
-Ninguna
-repuso él, mostrando, al sonreír, sus magníficos dientes-. Perdón -añadió,
tomando los gemelos de su prima y contemplando por encima de sus hombros
desnudos la hilera de los palcos de enfrente-.Temo parecer un poco ridículo...
Sabía
bien que a los ojos de Betsy y las demás personas del gran mundo no corría el
riesgo de parecer ridículo. Le constaba que ante ellos puede ser ridículo el
papel de enamorado sin esperanzas de una joven o de una mujer libre. Pero el
papel de cortejar a una mujer casada, persiguiendo como fin llevarla al
adulterio, aparecía ante todos, y Vronsky no lo ignoraba, como algo magnífico,
grandioso, nunca ridículo.
Así,
dibujando bajo su bigote una sonrisa orgullosa y alegre, bajó los gemelos y
miró a su prima:
-¿Por
qué no vino a comer? -preguntó Betsy, mirándole a su vez.
-Me
explicaré... Estuve ocupado... ¿Sabe en qué? Le doy cien o mil oportunidades de
adivinarlo y estoy seguro de que no acierta. Estaba poniendo paz entre un
esposo y su ofensor. Sí, en serio...
-¿Y
lo ha conseguido?
-Casi.
-Tiene
que contármelo -dijo ella, levantándose-. Venga al otro entreacto.
-Imposible.
Me marcho al teatro Francés.
-¿No
se queda a oír a la Nilson? --exclamó Betsy, horrorizada, al considerarle
incapaz de distinguir a la Nilson de una corista cualquiera.
-¿Y
qué voy a hacer, pobre de mí? Tengo una cita allí relacionada con esa
pacificación.
-Bienaventurados
los pacificadores, porque ellos serán salvados --dijo Betsy, recordando algo
parecido dicho por alguien-. Entonces, siéntese y cuénteme ahora. ¿De qué se
trata?
Y
Betsy, a su vez, se sentó de nuevo.
V
-Aunque
es un poco indiscreto, tiene tanta gracia que ardo en deseos de relatarlo -dijo
Vronsky, mirándola con ojos sonrientes-. Pero no daré nombres.
-Yo
los adivinaré, y será aún mejor.
-Escuche,
pues: en un coche iban dos jóvenes caballeros muy alegres.
-Naturalmente,
oficiales de su regimiento.
-No
hablo de dos oficiales, sino de dos jóvenes que han comido bien.
-Traduzcamos
que han bebido bien.
-Quizá.
Van a casa de un amigo con el ánimo más optimista. Y ven que una mujer muy
bonita les adelanta en un coche de alquiler, vuelve la cabeza y -o así se lo
parece al menos- les sonríe y saluda. Como es de suponer, la siguen. Los
caballos van a todo correr. Con gran sorpresa suya la joven se apea ante la
misma puerta de la casa adonde ellos van. La bella sube corriendo al piso alto.
Sólo han visto de ella sus rojos labios bajo el velillo y los piececitos
admirables.
-Me
lo cuenta usted con tanto entusiasmo que no parece sino que era usted uno de
los dos jóvenes.
-¿Olvida
usted lo que me ha prometido? Los jóvenes entran en casa de su amigo y asisten
a una comida de despedida de soltero. Entonces es seguro que beben, y
probablemente demasiado, como siempre sucede en comidas semejantes. En la mesa
preguntan por las personas que viven en la misma casa. Pero nadie lo sabe y
únicamente el criado del anfitrión, interrogado sobre si habitan arriba mademoiselles,
contesta que en la casa hay muchas. Después de comer, los dos jóvenes se
dirigen al despacho del anfitrión y escriben allí una carta a la desconocida.
Es una carta pasional, una declaración amorosa. Una vez escrita, ellos mismos
la llevan arriba a fin de explicar en persona lo que pudiera quedar confuso en
el escrito.
-¿Cómo
se atreve usted a contarme tales horrores? ¿Y qué pasó?
-Llaman.
Sale una muchacha, le entregan la carta y le afirman que están tan enamorados
que van a morir allí mismo, ante la puerta. Mientras la chica, que no comprende
nada, parlamenta con ellos, sale un señor con patillas en forma de salchichones
y rojo como un cangrejo, quien les declara que en la casa no vive nadie más que
su mujer y les echa de allí.
-¿Cómo
sabe usted que tiene las patillas en forma de salchichones?
-Escúcheme
y lo sabrá. Hoy he ido para reconciliarles.
-¿Y
qué ha pasado?
-Aquí
viene lo más interesante. Resulta que se trata de dos excelentes esposos: un
consejero titular y la señora consejera titular. El consejero presenta una
denuncia y yo me convierto en conciliador. ¡Y qué conciliador! Le aseguro que
el propio Talleyrand quedaba pequeñito a mi lado.
-¿Surgieron
dificultades?
-Escuche,
escuche... Se pide perdón en toda regia: "Estamos desesperados; le rogamos
que perdone la enojosa equivocación...". El consejero titular empieza a
ablandarse, trata de expresar sus sentimientos y, apenas comienza a hacerlo, se
irrita y empieza a decir groserías. Tengo, pues, que volver a poner en juego mi
talento diplomático. " Reconozco que la conducta de esos dos señores no
fue correcta, pero le ruego que tenga en cuenta su error, su juventud. No
olvide, además, que ambos salían de una opípara comida, y... Ya me comprende
usted. Ellos se arrepienten con toda su alma y yo le ruego que les
perdone." El consejero vuelve a ablandarse: "Conforme; estoy
dispuesto a perdonarles, pero comprenda que mi mujer, una mujer honrada, ha soportado
las persecuciones, groserías y audacias de dos estúpidos mozalbetes...
¿Comprende usted? Aquellos mozalbetes estaban allí mismo y yo tenía que
reconciliarles. Otra vez empleo mi diplomacia y otra vez, al ir a terminar el
asunto, mi consejero titular se irrita, se pone rojo, se le erizan las
patillas... y una vez más me veo obligado a recurrir a las sutilezas
diplomáticas ..." .
-¡Tengo
que contarle esto! -dice Betsy a una señora que entró en aquel instante en su
palco-. Me ha hecho reír mucho. Bonne chance! -le dijo a Vronsky,
tendiéndole el único dedo que le dejaba libre el abanico y bajándose el corsé,
que se le había subido al sentarse, con un movimiento de hombros, a fin de que
éstos quedasen completamente desnudos al acercarse a la barandilla del palco,
bajo la luz del gas, a la vista de todos.
Vronsky
se fue al teatro Francés, donde estaba citado, en efecto, con el coronel de su
regimiento, que jamás dejaba de asistir a las funciones de aquel teatro, y al
que debía informar del estado de la reconciliación, que le ocupaba y divertía
desde hacía tres días.
En
aquel asunto andaban mezclados Petrizky, por quien sentía gran afecto, y otro,
un nuevo oficial, buen mozo y buen camarada, el joven príncipe Kedrov; pero,
sobre todo, andaba con él comprometido el buen nombre del regimiento. Los dos
muchachos pertenecían al escuadrón de Vronsky. Un funcionario llamado Venden,
consejero titular, acudió al comandante quejándose de dos oficiales que
ofendieron a su mujer. Venden contó que llevaba medio año casado. Su joven
esposa se hallaba en la iglesia con su madre y, sintiéndose mal a causa de su
estado, no pudo permanecer en pie por más tiempo y se fue a casa en el primer
coche de alquiler de lujo que encontró.
Al
verla en el coche, dos oficiales jóvenes comenzaron a seguirla. Ella se asustó
y, sintiéndose peor aún, subió corriendo la escalera. El mismo Venden, que
volvía de su oficina, sintió el timbre y voces; salió y halló a los dos
oficiales con una carta en la mano.
Él
los echó de su casa y ahora pedía al coronel que les impusiera un castigo
ejemplar.
-Diga
usted lo que quiera, este Petrizky se está poniendo imposible -había
manifestado el coronel a Vronsky-. No pasa una semana sin armarla. Y este
empleado no va a dejar las cosas así. Quiere llevar el asunto hasta el fin.
Vronsky
comprendía la gravedad del asunto, reconocía que en aquel caso no había lugar a
duelo y se daba cuenta de que era preciso poner todo lo posible por su parte
para calmar al consejero y liquidar el asunto.
El
coronel había llamado a Vronsky precisamente por considerarle hombre
inteligente y caballeroso y constarle que estimaba en mucho el honor del
regimiento. Después de haber discutido sobre lo que se podía hacer, ambos
habían resuelto que Petrizky y Kedrov, acompañados por Vronsky, fueran a
presentar sus excusas al consejero titular.
Tanto
Vronsky como el coronel habían pensado en que el nombre de Vronsky y su
categoría de ayudante de campo, habían de influir mucho en apaciguar al
funcionario ofendido. Y, en efecto, aquellos títulos tuvieron su eficacia, pero
el resultado de la conciliación había quedado dudoso.
Ya
en el teatro Francés, Vronsky salió con el coronel al fumadero y le dio cuenta
del resultado de su gestión.
El
coronel, después de haber reflexionado, resolvió dejar el asunto sin
consecuencias. Luego, para divertirse, comenzó a interrogar a Vronsky sobre los
detalles de su entrevista.
Durante
largo rato el coronel no pudo contener la risa; pero lo que le hizo reír más
fue oír cómo el consejero titular, tras parecer calmado, volvía a irritarse de
nuevo al recordar los detalles del incidente, y cómo Vronsky, aprovechando la
última palabra de semirreconciliación, emprendió la retirada empujando a
Petrizky delante de él.
-Es
una historia muy desagradable, pero muy divertida. Kedrov no puede batirse con
ese señor. ¿De modo que se enfurecía mucho? -preguntó una vez más.
Y
agregó, refiriéndose a la nueva bailarina francesa:
-¿Qué
me dice usted de Claire? ¡Es una maravilla! Cada vez que se la ve parece
distinta. Sólo los franceses son capaces de eso.
VI
La
princesa Betsy salió del teatro sin esperar el fin del último acto.
Apenas
hubo entrado en su tocador y empolvado su ovalado y pálido rostro, revisado su
vestido y, después de haber ordenado que sirvieran el té en el salón principal,
comenzaron a llegar coches a su amplia casa de la calle Bolchaya Morskaya.
Los
invitados afluían al ancho portalón y el corpulento portero, que por la mañana
leía los periódicos tras la inmensa puerta vidriera para la instrucción de los
transeúntes, abría la misma puerta, con el menor ruido posible, para dejar paso
franco a los que llegaban.
Casi
a la vez entraron por una puerta la dueña de la casa, con el rostro ya
arreglado y el peinado compuesto, y por otra sus invitados, en el gran salón de
oscuras paredes, con sus espejos y mullidas alfombras y su mesa inundada de luz
de bujías, resplandeciente con el blanco mantel, la plata del samovar y la
transparente porcelana del servicio de té.
La
dueña se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Los invitados, tomando
sus sillas con ayuda de los discretos lacayos, se dispusieron en dos grupos:
uno al lado de la dueña, junto al samovar; otro en un lugar distinto del salón,
junto a la bella esposa de un embajador, vestida de terciopelo negro, con negras
cejas muy señaladas.
Como
siempre, en los primeros momentos la conversación de ambos grupos era poco
animada y frecuentemente interrumpida por los encuentros, saludos y
ofrecimientos de té, cual si se buscara el tema en que debía generalizarse la
charla.
-Es
una magnífica actriz. Se ve que ha seguido bien la escuela de Kaulbach -decía
el diplomático a los que estaban en el grupo de su mujer--. ¿Han visto ustedes
con qué arte se desplomó?
-¡Por
favor, no hablemos de la Nilson! ¡Ya no hay nada nuevo que decir de ella!
-exclamó una señora gruesa, colorada, sin cejas ni pestañas, vestida con un
traje de seda muy usado.
Era
la princesa Miágkaya, muy conocida por su trato brusco y natural y a la que
llamaban l'enfant terrible.
La
Miágkaya se sentaba entre los dos grupos, escuchando y tomando parte en las
conversaciones de ambos.
-Hoy
me han repetido tres veces la misma frase referente a Kaulbach, como puestos de
acuerdo. No sé por qué les gusta tanto esa frase.
Este
comentario interrumpió aquella conversación y hubo de buscarse un nuevo tema.
-Cuéntanos
algo gracioso... pero no inmoral -dijo la mujer del embajador, muy experta en
esa especie de conversación frívola que los ingleses llaman small-talk, dirigiéndose
al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.
-Eso
es muy difícil, porque, según dicen, sólo lo inmoral resulta divertido -empezó
él, con una sonrisa-. Pero probaré... Denme un tema. El toque está en el tema.
Si se encuentra tema, es fácil glosarlo. Pienso a menudo que los célebres
conversadores del siglo pasado se verían embarazados ahora para poder hablar
con agudeza. Todo lo agudo resulta en nuestros días aburrido.
-Eso
ya se ha dicho hace tiempo -interrumpió la mujer del embajador con una sonrisa.
La
conversación empezó con mucha corrección, pero precisamente por exceso de
corrección se volvió a encallar.
Hubo,
pues, que recurrir al remedio seguro, a lo que nunca falla: la maledicencia.
-¿No
encuentran ustedes que Tuchkevich tiene cierto "estilo Luis XV"?
-preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un guapo joven rubio que
estaba próximo a la mesa.
-¡Oh,
sí! Es del mismo estilo que este salón. Por eso viene tan a menudo.
Esta
conversación se sostuvo, pues, porque no consistía sino en alusiones sobre un
tema que no podía tratarse alternativamente: las relaciones entre Tuchkevich y
la dueña de la casa.
Entre
tanto, en torno al samovar, la conversación, que al principio languidecía y
sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad política,
teatral y otros semejantes, ahora se había reanimado también al entrar de lleno
en el terreno de la murmuración.
-¿No
han oído ustedes decir que la Maltischeva -no la hija, sino la madre- se hace
un traje diable rose?
-¿Es
posible ...? ¡Sería muy divertido!
-Me
extraña que con su inteligencia -porque no tiene nada de tonta- no se dé cuenta
del ridículo que hace.
Todos
tenían algo que decir y criticar de la pobre Maltischeva, y la conversación
chisporroteaba alegremente como una hoguera encendida.
Al
enterarse de que su mujer tenía invitados, el marido de la princesa Betsy,
hombre grueso y bondadoso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón
antes de irse al círculo.
Avanzando
sin ruido sobre la espesa alfombra, se acercó a la princesa Miágkaya.
-¿Qué?
¿Le gustó la Nilson? -le preguntó.
-¡Qué
modo de acercarse a la gente! ¡Vaya un susto que me ha dado! --contestó ella-.
No me hable de la ópera, por favor: no entiende usted nada de música. Será
mejor que descienda... yo hasta usted y le hablé de mayólicas y grabados. ¿Qué
tesoros ha comprado recientemente en el encante?
-¿Quiere
que se los enseñe? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!
-Enséñemelas,
sí. He aprendido con esos... ¿cómo les llaman?... esos banqueros que tienen tan
hermosos grabados. Me han enseñado a apreciarlos
-¿Ha
estado usted en casa de los Chuzburg? -preguntó Betsy, desde su sitio junto al
samovar.
-Estuve, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí.
Según me han contado, sólo la salsa de esa comida les costó mil rublos -comentó
en alta voz la Miágkaya-. Y por cierto que la salsa -un líquido verduzco- no
valía nada. Yo tuve que invitarles a mi vez, hice una salsa que me costó
ochenta y cinco copecks, y todos tan contentos. ¡Yo no puedo
aderezar salsas de mil rublos!
-¡Es
única en su estilo! -exclamó la dueña, refiriéndose a la Miágkaya.
-Incomparable
-convino alguien.
El
enorme efecto que producían infaliblemente las palabras de la Miágkaya
consistía en que lo que decía, aunque no siempre muy oportuno, como ahora, eran
siempre cosas sencillas y llenas de buen sentido.
En
el círculo en que se movía, sus palabras producían el efecto del chiste más
ingenioso. La princesa Miágkaya no podía comprender la causa de ello, pero
conocía el efecto y lo aprovechaba.
Para
escucharla, cesó la conversación en el grupo de la mujer del embajador. La
dueña de la casa quiso aprovechar la ocasión para unir los dos grupos en uno y
se dirigió a la embajadora.
-¿No
toma usted el té, por fin? Porque en este caso podría sentarse con nosotros.
-No.
Estamos muy bien aquí -repuso, sonriendo, la esposa del diplomático.
Y
continuó la conversación iniciada.
Se
trataba de una charla muy agradable. Criticaban a los Karenin, mujer y marido.
-Ana
ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Hay algo raro en ella -decía su
amiga.
-El
cambio esencial consiste en que ha traído a sus talones, como una sombra, a
Alexis Vronsky -dijo la esposa del embajador.
No
hay nada de malo en eso. Según una narración de Grimm, cuando un hombre carece
de sombra es que se la han quitado en castigo de alguna culpa. Nunca he podido
comprender en qué consiste ese castigo. Pero para una mujer debe de ser muy
agradable vivir sin sombra.
-Las
mujeres con sombra terminan mal generalmente -contestó una amiga de Ana.
-Calle
usted la boca -dijo la princesa Miágkaya de repente al oír hablar de Ana-. La
Karenina es una excelente mujer y una buena amiga. Su marido no me gusta, pero
a ella la quiero mucho.
-¿Y
por qué a su marido no? Es un hombre notable -dijo la embajadora- Según mi
esposo, en Europa hay pocos estadistas de tanta capacidad como él.
-Lo
mismo dice el mío, pero yo no lo creo -repuso la princesa Miágkaya-. De no
haber hablado nuestros maridos, nosotros habríamos visto a Alexey Alejandrovich
tal como es. Y en mi opinión no es más que un tonto. Lo digo en voz baja, sí;
pero, ¿no es verdad que, considerándole de ese modo, ya nos parece todo claro?
Antes, cuando me forzaban a considerarle como un hombre inteligente, por más
que hacía, no lo encontraba, y, no viendo por ninguna parte su inteligencia,
terminaba por aceptar que la tonta debía de ser yo. Pero en cuanto me dije: es
un tonto -y lo dijo en voz baja-, todo se hizo claro para mí. ¿No es así?
-¡Qué
cruel esta usted hoy!
-Nada
de eso. Pero no hay otro remedio. Uno de los dos, o él o yo, somos tontos. Y ya
es sabido que eso no puede una decírselo a sí misma.
-Nadie
está contento con lo que tiene y, no obstante, todos están satisfechos de su
inteligencia -dijo el diplomático recordando un verso francés.
-Sí,
sí, eso es -dijo la princesa Miágkaya, con precipitación-. Pero lo que importa es
que no les entrego a Ana para que la despellejen. ¡Es tan simpática, tan
agradable! ¿Qué va a hacer si todos se enamoran de ella y la siguen como
sombras?
-Yo
no me proponía atacarla -se defendió la amiga de Ana.
-Si
usted no tiene sombras que la sigan, eso no le da derecho a criticar a los
demás.
Y
tras esta lección a la amiga de Ana, la princesa Miágkaya se levantó y se
dirigió al grupo próximo a la mesa donde estaba la embajadora.
La
conversación allí giraba en aquel momento en torno al rey de Prusia.
-¿A
quién estaban criticando? -preguntó Betsy.
-A
los Karenin. La Princesa ha hecho una definición de Alexey Alejandrovich muy
característica -dijo la embajadora sonriendo.
Y
se sentó a la mesa.
-Siento
no haberles oído -repuso la dueña de la casa, mirando a la puerta-. ¡Vaya: al
fin ha venido usted! dijo dirigiéndose a Vronsky, que llegaba en aquel momento.
Vronsky
no sólo conocía a todos los presentes, sino que incluso los veía a diario. Por
eso entró con toda naturalidad, como cuando se penetra en un sitio donde hay
personas de las cuales se ha despedido uno un momento antes.
-¿Qué
de dónde vengo? -contestó a la pregunta de la embajadora---. ¡Qué hacer! No hay
más remedio que confesar que llego de la ópera bufa. Cien veces he estado allí
y siempre vuelvo con placer. Es una maravilla. Sé que es una vergüenza, pero en
la ópera me duermo y en la ópera bufa estoy hasta el último momento muy a
gusto... Hoy...
Mencionó
a la artista francesa a iba a contar algo referente a ella, pero la mujer del
embajador le interrumpió con cómico espanto.
-¡Por
Dios, no nos cuente horrores!
-Bien;
me callo, tanto más cuanto que todos los conocen.
-Y
todos hubieran ido allí si fuese una cosa tan admitida como ir a la
ópera -afirmó la princesa Miágkaya.
VII
Se
oyeron pasos cerca de la puerta de entrada. Betsy, reconociendo a la Karenina,
miró a Vronsky.
El
dirigió la vista a la puerta y en su rostro se dibujó una expresión extraña,
nueva. Miró fijamente, con alegría y timidez, a la que entraba. Luego se
levantó con lentitud.
Ana
entró en el salón muy erguida, como siempre, y, sin mirar a los lados, con el
paso rápido, firme y ligero que la distinguía de las otras damas del gran
mundo, recorrió la distancia que la separaba de la dueña de la casa.
Estrechó
la mano a Betsy, sonrió y al sonreír volvió la cabeza hacia Vronsky, quien la
saludó en voz muy baja y le ofreció una silla.
Ella
contestó con una simple inclinación de cabeza, ruborizándose y arrugando el
entrecejo. Luego, estrechando las manos que se le tendían y saludando con la
cabeza a los conocidos, se dirigió a la dueña.
-Estuve
en casa de la condesa Lidia. Me proponía venir más temprano, pero me quedé allí
más tiempo del que quería. Estaba sir John. Es un hombre muy interesante...
-¡Ah,
el misionero!
-Contaba
cosas interesantísimas sobre la vida de los pieles rojas.
La
conversación, interrumpida por la llegada de Ana, renacía otra vez como la
llama al soplo del viento.
-¡Sir John! Sí, sir John. Le he visto. Habla muy bien. La Vlasieva
está enamorada de él.
-¿Es
cierto que la Vlasieva joven se casa con Topar?
-Sí.
Dicen que es cosa decidida.
-Me
parece extraño por parte de sus padres, pues según las gentes es un matrimonio
por amor.
-¿Por
amor? ¡Tiene usted ideas antediluvianas! ¿Quién se casa hoy por amor? -dijo la
embajadora.
-¿Qué
vamos a hacerle? Esta antigua costumbre, por estúpida que sea, sigue aún de
moda -repuso Vronsky.
-Peor
para los que la siguen... Los únicos matrimonios felices que yo conozco son los
de conveniencia.
-Sí;
pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia queda muchas veces
desvanecida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual
no creían -replicó Vronsky.
-Nosotros
llamamos matrimonios de conveniencia a aquellos que se celebran cuando el
marido y la mujer están ya cansados de la vida. Es como la escarlatina, que
todos deben pasar por ella.
-Entonces
hay que aprender a hacerse una inoculación artificial de amor, una especie de
vacuna...
-Yo,
de joven, estuve enamorada del sacristán -dijo la Miágkaya-. No sé si eso me
sería útil.
-Bromas
aparte, creo que, para conocer bien el amor, hay que equivocarse primero y
corregir después la equivocación --dijo la princesa Betsy.
-¿Incluso
después del matrimonio? -preguntó la esposa del embajador con un ligero tono de
burla.
-Nunca
es tarde para arrepentirse -alegó el diplomático recordando el proverbio
inglés.
-Precisamente
-afirmó Betsy- es así como hay que equivocarse para corregir la equivocación.
¿Qué opina usted de eso? -preguntó a Ana, que con leve pero serena sonrisa
escuchaba la conversación.
-Yo
pienso -dijo Ana, jugueteando con uno de sus guantes que se había quitado-, yo
pienso que hay tantos cerebros como cabezas y tantas clases de amor como
corazones.
Vronsky
miraba a Ana, esperando sus palabras con el pecho oprimido. Cuando ella hubo
hablado, respiró, como si hubiese pasado un gran peligro.
Ana,
de improviso, se dirigió a él:
-He
recibido carta de Moscú. Me dicen que Kitty Scherbazkv está seriamente enferma.
-¿Es
posible? -murmuró Vronsky frunciendo las cejas.
Ana
le miró con gravedad.
-¿No
le interesa la noticia?
-Al
contrario, me interesa mucho. ¿Puedo saber concretamemente lo que le dicen?
-preguntó él.
Ana,
levantándose, se acercó a Betsy.
-Déme
una taza de té -dijo, parándose tras su silla.
Mientras
Betsy vertía el té, Vronsky se acercó a Ana.
-¿Qué
le dicen? -repitió.
-Yo
creo que los hombres no saben lo que es nobleza, aunque siempre están hablando
de ello -comentó Ana sin contestarle-. Hace tiempo que quería decirle esto
-añadió.
Y,
dando unos pasos, se sentó ante una mesa llena de álbumes que había en un
rincón.
-No
comprendo bien lo que quieren decir sus palabras -dijo Vronsky, ofreciéndole la
taza.
Ella
miró el diván que había a su lado y Vronsky se sentó en él inmediatamente.
-Quería
decirle -continuó ella sin mirarle- que ha obrado usted mal, muy mal.
-¿Y
cree usted que no sé que he obrado mal? Pero ¿cuál ha sido la causa de que haya
obrado de esta manera?
-¿Por
qué me dice eso? -repuso Ana mirándole con severidad.
-Usted
sabe por qué -contestó él, atrevido y alegre, encontrando la mirada de Ana y
sin apartar la suya.
No
fue él sino ella la confundida.
-Eso
demuestra que usted no tiene corazón -dijo Ana.
Pero
la expresión de sus ojos daba a entender que sabía bien que él tenía corazón y
que precisamente por ello le temía.
-Eso
a que usted aludía hace un momento era una equivocación, no era amor.
-Recuerde
que le he prohibido pronunciar esta palabra, esta repugnante palabra -dijo Ana,
estremeciéndose imperceptiblemente,
Pero
comprendió en seguida que con la palabra "prohibido" daba a entender
que se reconocía con ciertos derechos sobre él y que, por lo mismo, le animaba
a hablarle de amor.
Ana
continuó mirándole fijamente a los ojos, con el rostro encendido por la
animación:
-Hoy
he venido aquí expresamente, sabiendo que le encontraría, para decirle que esto
debe terminar. Jamás he tenido que ruborizarme ante nadie y ahora usted me hace
sentirme culpable, no sé de qué...
Él
la miraba, sorprendido ante la nueva y espiritual belleza de su rostro.
-¿Qué
desea usted que haga? -preguntó, con sencillez y gravedad.
-Que
se vaya a Moscú y pida perdón a Kitty -dijo Ana.
-No
desea usted eso.
Vronsky
comprendía que Ana le estaba diciendo lo que consideraba su deber y no lo que
ella deseaba que hiciera.
Si
me ama usted como dice -murmuró ella-, hágalo para mi tranquilidad.
El
rostro de Vronsky resplandeció de alegría.
-Ya
sabe que usted significa para mí la vida; pero no puedo darle la tranquilidad,
porque yo mismo no la tengo. Me entrego a usted entero, le doy todo mi amor,
eso sí... No puedo pensar por separado en usted y en mí; a mis ojos los dos
somos uno. De aquí en adelante, no veo tranquilidad posible para usted ni para
mí. Sólo posibilidades de desesperación y desgracia... o de felicidad. ¡Y de
qué felicidad! ¿No es posible esa felicidad? -preguntó él con un simple
movimiento de los labios.
Pero
ella le entendió.
Reunió
todas las fuerzas de su espíritu para contestarle como debía, pero en lugar de
ello posó sobre él, en silencio, una mirada de amor.
"¡Oh!
-pensaba él, delirante-. En el momento en que yo desesperaba, en que creía no
llegar nunca al fin... se produce lo que tanto anhelaba. Ella me ama, me lo
confiesa..."
-Bien,
hágalo por mí. No me hable más de ese modo y sigamos siendo buenos amigos
-murmuró Ana.
Pero
su mirada decía lo contrario.
-No
podemos ser sólo amigos, esto lo sabe y muy bien. En su mano está que seamos
los más dichosos o los más desgraciados del mundo.
Ella
iba a contestar, mas Vronsky la interrumpió:
-Una
sola cosa le pido: que me dé el derecho de esperar y sufrir como hasta ahora.
Si ni aun eso es posible, ordéneme desaparecer y desapareceré. Si mi presencia
la hace sufrir, no me verá usted más.
-No
deseo que se vaya usted.
-Entonces
no cambie las cosas en nada. Déjelo todo como está -dijo él, con voz trémula-.
¡Ah, allí viene su marido!
Efectivamente,
Alexey Alejandrovich entraba en aquel momento en el salón con su paso torpe y
calmoso.
Después
de dirigir una mirada a su mujer y a Vronsky, se acercó a la dueña de la casa
y, una vez ante su taza de té, comenzó a hablar con su voz lenta y clara, en su
tono irónico habitual, con el que parecía burlarse de alguien:
-Vuestro
Rambouillet está completo -dijo mirando a los concurrentes-. Se hallan
presentes las Gracias y las Musas.
La
condesa Betsy no podía soportar aquel tono tan sneering, como ella
decía; y, como corresponde a una prudente dueña de casa, le hizo entrar en
seguida en una conversación seria referente al servicio militar obligatorio.
Alexey
Alejandrovich se interesó en la conversación inmediatamente y comenzó, en
serio, a defender la nueva ley que la princesa Betsy criticaba.
Ana
y Vronsky seguían sentados junto a la mesita del rincón.
-Esto
empieza ya a pasar de lo conveniente -dijo una señora, mostrando con los ojos a
la Karenina, su marido y Vronsky.
-¿Qué
decía yo? -repuso la amiga de Ana.
No
sólo aquellas señoras, sino casi todos los que estaban en el salón, incluso la
princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a la pareja, separada del círculo
de los demás, como si la sociedad de ellos les estorbase.
El
único que no miró ni una vez en aquella dirección fue Alexey Alejandrovich,
atento a la interesante conversación, de la que no se distrajo un momento.
Observando
la desagradable impresión que aquello producía a todos, Betsy se las ingenió
para que otra persona la sustituyese en el puesto de oyente de Alexey
Alejandrovich y se acercó a Ana.
-Cada
vez me asombran más la claridad y precisión de las palabras de su marido -dijo
Betsy-. Las ideas más abstractas se hacen claras para mí cuando él las expone.
-¡Oh,
sí! -dijo Ana con una sonrisa de felicidad, sin entender nada de lo que Betsy
le decía.
Y,
acercándose a la mesa, participó en la conversación general.
Alexey
Alejandrovich, tras media hora de estar allí, se acercó a su mujer y le propuso
volver juntos a casa.
Ella,
sin mirarle, contestó que se quedaba a cenar. Alexey Alejandrovich saludó y se
fue.
El
cochero de la Karenina, un tártaro grueso y entrado en años, vestido con un
brillante abrigo de cuero, sujetaba con dificultad a uno de los caballos, de
color gris, que iba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba por el frío y
la larga espera ante las puertas de Betsy.
El
lacayo abrió la portezuela del coche. El portero esperaba, con la puerta
principal abierta.
Ana
Arkadievna, con su ágil manecita, desengachaba los encajes de su manga de los
corchetes del abrigo y escuchaba animadamente, con la cabeza inclinada, las
palabras de Vronsky, que salía acompañándola.
-Supongamos
que usted no me ha dicho nada -decía él-. Yo, por otra parte, tampoco pido
nada, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. La única felicidad
posible para mí en la vida está en esta palabra que no quiere usted oír: en el
amor.
-El
amor -repitió ella lentamente, con voz profunda.
Y
al desenganchar los encajes de la manga, añadió:
-Si
rechazo esa palabra es precisamente porque significa para mí mucho más de
cuanto usted puede imaginar -y, mirándole a la cara, concluyó-: ¡Hasta la
vista!
Le
dio la mano y, andando con su paso rápido y elástico, pasó ante el portero y
desapareció en el coche.
Su
mirada y el contacto de su mano arrebataron a Vronsky. Besó la palma de su
propia mano en el sitio que Ana había tocado y marchó a su casa feliz
comprendiendo que aquella noche se había acercado más a su objetivo que en el
curso de los dos meses anteriores.
VIII
Alexey
Alejandrovich no encontró nada de extraño ni de inconveniente en que su mujer
estuviese sentada con Vronsky ante una mesita apartada manteniendo una animada
conversación. Pero observó que a los otros invitados sí les había parecido
extraño tal hecho y hasta incorrecto, y por ello, se lo pareció también a él.
En consecuencia, Alexey Alejandrovich resolvió hablar de ello a su mujer.
De
vuelta a casa, Alexey Alejandrovich pasó a su despacho, como de costumbre, se
sentó en su butaca, tomó un libro sobre el Papado, que dejara antes allí, y
empuñó la plegadera.
Estuvo
leyendo hasta la una de la noche, como acostumbraba, más de vez en cuando se
pasaba la mano por su amplia frente y sacudía la cabeza como para apartar un
pensamiento.
Ana
no había vuelto aún. Él, con el libro bajo el brazo, subió a las habitaciones
del piso superior.
Aquella
noche no le embargaban pensamientos y preocupaciones del servicio, sino que sus
ideas giraban en tomo a su mujer y al incidente desagradable que le había
sucedido. En vez de acostarse como acostumbraba, comenzó a pasear por las
habitaciones con las manos a la espalda, pues le resultaba imposible ir al
lecho antes de pensar detenidamente en aquella nueva circunstancia.
En
el primer momento, Alexey Alejandrovich encontró fácil y natural hacer aquella
observación a su mujer, pero ahora, reflexionando en ello, le pareció que aquel
incidente era de una naturaleza harto enojosa.
Alexey
Alejandrovich no era celoso. Opinaba que los celos ofenden a la esposa y que es
deber del esposo tener confianza en ella. El porqué de que debiera tener
confianza, el motivo de que pudiera creer que su joven esposa le había de amar
siempre, no se lo preguntaba, pero el caso era que no sentía desconfianza. Al
contrario: confiaba y se decía que así tenía que ser.
Mas
ahora, aunque sus opiniones de que los celos son un sentimiento despreciable y
que es necesario confiar no se hubieran quebrantado, sentía, con todo, que se
hallaba ante algo contrario a la lógica, absurdo, ante lo que no sabía cómo
reaccionar. Se veía cara a cara con la vida, afrontaba la posibilidad de que su
mujer pudiese amar a otro y el hecho le parecía absurdo a incomprensible,
porque era la vida misma. Había pasado su existencia moviéndose en el ambiente
de su trabajo oficial: es decir, que sólo había tenido que ocuparse de los
reflejos de la vida. Pero cada vez que se hallaba con ésta tal como es, Alexey
Alejandrovich se apartaba de ella.
Ahora
experimentaba la sensación del hombre que, pasando con toda tranquilidad por un
puente sobre un precipicio, observara de pronto que el puente estaba a punto de
hundirse y el abismo se abría bajo sus pies.
El
abismo era la misma vida, y el puente, la existencia artificial que él llevaba.
Pensaba,
pues, por primera vez en la posibilidad de que su mujer amase a otro y este
pensamiento le horrorizó.
Seguía
sin desnudarse, paseando de un lado a otro con su paso igual, ora a lo largo
del crujiente entablado del comedor alumbrado con una sola lámpara, ora sobre
la alfombra del oscuro salón, en el que la luz se reflejaba únicamente sobre un
retrato suyo muy reciente que se hallaba colgado sobre el diván. Paseaba
también por el gabinete de Ana, donde había dos velas encendidas iluminando los
retratos de la familia y de algunas amigas de su mujer y las elegantes
chucherías de la mesa-escritorio de Ana que le eran tan conocidas.
A
través del gabinete de su mujer, se acercaba a veces hasta la puerta del
dormitorio y después volvía sobre sus pasos para continuar el paseo.
En
ocasiones se detenía -casi siempre en el claro entablado del comedor- y se
decía:
"Sí;
es preciso resolver esto y acabar. Debo explicarle mi modo de entender las
cosas y mi decisión".
"Pero,
¿cuál es mi decisión? ¿Qué voy a decirle?" , se preguntaba reanudando otra
vez su paseo, al llegar al salón, y no hallaba respuesta.
"A
fin de cuentas", volvía a repetirse antes de regresar a su despacho,
"a fin de cuentas, ¿qué ha sucedido? Nada. Ella habló con él largo rato.
¿Pero qué tiene eso de particular, qué?
No
hay nada de extraordinario en que una mujer hable con todos... Por otra parte,
tener celos significa rebajarla y rebajarme" , concluía al llegar al
gabinete de Ana.
Más
semejante reflexión, generalmente de tanto peso para él, al presente carecía de
valor, no significaba nada.
Y
desde la puerta de la alcoba volvía a la sala, y apenas entraba en su oscuro
recinto una voz interna le decía que aquello no era así, y que si los otros
habían observado algo era señal de que algo existía.
Y,
ya en el comedor, se decía de nuevo:
"Sí,
hay que decidirse y terminar esto; debo decirle lo que pienso de ello".
Mas en el salón, antes de dar la vuelta, se preguntaba: "Decidirse sí,
pero ¿en qué sentido?". Y al interrogarse: "Al fin y al cabo, ¿qué ha
sucedido?" , se contestaba: "Nada", recordando una vez más que
los celos son un sentimiento ofensivo para la esposa.
Pero
al llegar al salón volvía a tener la certeza de que algo había sucedido, y sus
pasos y sus pensamientos cambiaban de dirección sin por ello encontrar nada
nuevo.
Alexey
Alejandrovich lo advirtió, se frotó la frente y se sentó en el gabinete de Ana.
Allí,
mientras miraba la mesa, con la carpeta de malaquita en la que había una nota a
medio escribir, sus pensandentos se modificaron de repente. Comenzó a pensar en
Ana, en lo que podría sentir y pensar.
Por
primera vez imaginó la vida personal de su mujer, lo que pensaba, lo que
sentía... La idea de que ella debía tener una vida propia le pareció tan
terrible que se apresuró a apartarla de sí. Temía contemplar aquel abismo.
Trasladarse en espíritu y sentimiento a la intimidad de otro ser era una
operación psicológica completamente ajena a Alexey Alejandrovich, que
consideraba como una peligrosa fantasía tal acto mental.
"Y
lo terrible es que precisamente ahora, cuando toca a su realización mi
asunto", pensaba, refiriéndose al proyecto que estaba llevando a cabo,
"es decir, cuando necesitaría toda la serenidad de espíritu y todas mis
energías morales, precisamente ahora me cae encima esta preocupación. Pero ¿qué
puedo hacer? Yo no soy de los que sufren contrariedades y disgustos sin osar
mirarlos cara a cara".
"Debo
pensarlo bien, resolver algo y librarme en absoluto de esta preocupación",
pronunció en voz alta.
"Sus
sentimientos y lo que pasa o pueda pasar en su alma no me incumben. Eso es
cuestión de su conciencia y materia de la religión más que mía", se dijo,
aliviado con la idea de que había encontrado una ley que aplicar a las
circunstancias que acababan de producirse.
"De
modo", siguió diciéndose, "que las cuestiones de sus sentimientos
corresponden a su conciencia y no tienen por qué interesarme. Mi obligación se
presenta clara: como jefe de familia tengo el deber de orientarla y soy, pues,
en cierto modo, responsable de cuanto pueda suceder. Por tanto, debo advertir a
Ana el peligro que veo, amonestarla y, en caso necesario, imponer mi autoridad.
Sí, debo explicarle todo esto".
Y
en el cerebro de Karenin se formó un plan muy claro de lo que debía decir a su
mujer. Al pensar en ello consideró, sin embargo, que era muy lamentable tener
que emplear su tiempo y sus energías espirituales en asuntos domésticos y de un
modo que no había de granjearle renombre alguno.
Mas,
fuere como fuere, en su cerebro se presentaba clara como en un memorial la
forma y sucesión de lo que había de decir:
"Debo
hablarle así: primero le explicaré la importancia que tienen la opinión ajena y
las conveniencias sociales; en segundo lugar le hablaré de la significación
religiosa del matrimonio; en tercer término, si es necesario, le mencionaré la
desgracia que puede atraer sobre su hijo; y en cuarto lugar le indicaré la
posibilidad de su propia desgracia".
Alexey
Alejandrovich, intercalando los dedos de una mano con los de la otra y dando un
tirón, hizo crujir las articulaciones.
Este
ademán, aquella mala costumbre de unir las manos y hacer crujir los dedos, le
calmaba, le devolvía el dominio de sí mismo que tan necesario le era en
momentos como los presentes.
Próximo
al portal, se sintió el ruido de un coche. Alexey Alejandrovich se detuvo en
medio del salón.
Se
oyeron pasos femeninos subiendo la escalera. Ya preparado para su discurso,
Alexey Alejandrovich se apretaba los dedos, probando para ver si crujían en
algún punto, hasta que, en efecto, le crujió una articulación.
Al
percibir el ruido ya cercano de los ligeros pasos de Ana, Alexey Alejandrovich,
aunque muy satisfecho del discurso que meditara, experimentó terror pensando en
la explicación que le iba a dar a ella.
IX
Ana
entró con la cabeza inclinada y jugueteando con las borlas de su baslik.
Su
rostro resplandecía, pero no de felicidad; la luz que le iluminaba recordaba
más bien el siniestro resplandor de un incendio en una noche oscura.
Al
ver a su marido, levantó la cabeza y sonrió, como despertando de un sueño.
-¿No
estás acostado aún? ¡Qué milagro!
Se
quitó la capucha y, sin volver la cabeza, se encaminó al tocador.
-Es
hora de acostarse, Alexey Alejandrovich; es tarde ya -dijo desde la puerta.
-Tengo
que hablarte, Ana.
-¿Hablarme?
--dijo ella extrañada.
Y
saliendo del tocador, le miró.
-¿De
qué se trata? -preguntó, sentándose-. Hablemos, si es preciso. Pero deberíamos
irnos ya a dormir.
Ana
decía lo primero que le venía a los labios y ella misma se extrañaba, al
escucharse, de oírse mentir con tanta familiaridad, de comprobar lo sencillas y
naturales que parecían sus palabras y de la espontaneidad que aparentemente
existía en el deseo que expresara de dormir.
Se
sentía revestida de una impenetrable coraza de falsedad y le parecía que una
fuerza invisible la sostenía y ayudaba.
-Debo
advertirte, Ana...
-¿Advertirme
qué?
Le
miraba con tanta naturalidad, con una expresión tan jovial, que quien no la
hubiera conocido como su esposo no habría podido observar fingimiento alguno,
ni en el sonido ni en la expresión de sus palabras.
Pero
él la conocía, sabía que cuando se iba a dormir cinco minutos más tarde que de
costumbre, Ana reparaba en ello y le preguntaba la causa. No ignoraba tampoco
que su esposa le contaba siempre sus penas y sus alegrías. Por eso, el hecho de
que esta noche no quisiera reparar en su estado de ánimo, ni contarle era para
él altamente significativo. Comprendía que la profundidad de aquel alma, antes
abierta siempre para él, se había cerrado de repente.
Observaba,
por otra parte, que ella no se sentía molesta ni cohibida ante aquel hecho,
antes lo manifestaba abiertamente, como si su alma debiera estar cerrada y
fuese conveniente que ello ocurriera y debiera seguir ocurriendo en lo
sucesivo. Y él experimentaba la impresión de un hombre que, regresando a su
casa, se encontrase con la puerta cerrada.
"Quizá
encontremos todavía la llave", pensaba Alexey Alejandrovich.
-Quiero
advertirte, Ana -le dijo en voz baja- que con tu imprudencia y ligereza puedes
dar motivo a que la gente murmure de ti. Tu conversación de hoy con el príncipe
Vronsky (pronunció este nombre lentamente y con firmeza) fue tan indiscreta que
llamó la atención general.
Y
mientras hablaba miraba a Ana, a los ojos, y los ojos de su esposa le
parecían ahora terribles por lo impenetrables, y comprendía la inutilidad de
sus palabras.
-Siempre
serás el mismo -respondió ella, fingiendo no comprender sino las últimas
palabras de su marido-. Unas veces te agrada que esté alegre, otras te molesta
que lo esté... Hoy no estaba aburrida. ¿Acaso te ofende eso?
Alexey
Alejandrovich se estremeció y se apretó las manos intentando hacer crujir las
articulaciones.
-¡Por
favor, no hagas eso con los dedos! Ya sabes que me desagrada.
-Ana,
¿eres tú? -le preguntó Alexey Alejandrovich en voz baja; esforzándose
suavemente en dominarse y contener el movimiento de sus manos.
-Pero,
en fin, ¿qué significa todo eso? -dijo ella con sorpresa a la vez cómica y
sincera-. Habla, ¿qué quieres?
Alexey
Alejandrovich calló. Se pasó la mano por la frente y los ojos. En lugar
de por el motivo por el que se proponía advertir a su mujer de su falta a los
ojos del mundo, se sentía inquieto precisamente por lo que se refería a la
conciencia de ella y le parecía como si se estrellara contra un muro erigido
por él.
-Lo
que quiero decirte es esto -continuó, imperturbable y frío-, y ahora te ruego
que me escuches. Como sabes, opino que los celos son un sentimiento ofensivo y
humillante y jamás me permitiré dejarme llevar de ese sentimiento. Pero existen
ciertas leyes, ciertas conveniencias, que no se pueden rebasar impunemente.
Hoy, y a juzgar por la impresión que has producido -no fui yo solo en
advertirlo, fue todo el mundo-, no te comportaste como debías.
-No
comprendo absolutamente nada -contestó Ana encogiéndose de hombros.
"A
él le tiene sin cuidado" , se decía. "Pero lo que le inquieta es que
la gente lo haya notado."
Y
añadió en voz alta:
-Me
parece que no estás bien, Alexey Alejandrovich.
Y
se levantó como para salir de la habitación, mas él se adelantó, proponiéndose,
al parecer, detenerla.
El
rostro de Alexis Alejandrovich era severo y de una fealdad como Ana no
recordaba haberle visto nunca.
Ella
se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a quitarse, con mano
ligera, las horquillas.
-Muy
bien, ya dirás lo que quieres -dijo tranquilamente, en tono irónico-. Incluso
te escucho con interés, porque deseo saber de qué se trata.
Al
hablar, ella misma se sorprendía del tono tranquilo y natural con que brotaban
de sus labios las palabras.
-No
tengo derecho, y considero incluso inútil y perjudicial el entrar en pormenores
sobre tus sentimientos -comenzó Alexey Alejandrovich-. A veces, removiendo en
el fondo del alma sacamos a flote lo que pudiera muy bien haber continuado
allí. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero ante ti, ante mí y ante
Dios tengo la obligación de indicarte tus deberes. Nuestras vidas están unidas
no por los hombres, sino por Dios. Y este vínculo sólo puede ser roto mediante
un crimen y un crimen de esa índole lleva siempre aparejado el castigo.
-¡No
comprendo nada! ¡Y con el sueño que tengo hoy, Dios mío! -dijo ella, hablando
muy deprisa, mientras buscaba con la mano las horquillas que aún quedaban entre
sus cabellos.
-Por
Dios, Ana, no hables así --dijo él, con suavidad-. Tal vez me equivoque, pero
créeme que lo que digo ahora lo digo tanto por mi bien como por el tuyo: soy tu
marido y te quiero.
Ana
bajó la cabeza por un instante y el destello irónico de su mirada se extinguió.
Pero
las palabras "te quiero" volvieron a irritarla.
-"¿Me
ama?", pensó. "¿Acaso es capaz de amar? Si no hubiera oído decir que
existe el amor, jamás habría empleado tal palabra, porque ni siquiera sabe qué
es amor."
-Alexey
Alejandrovich, la verdad es que no te comprendo -le dijo ella en voz alta-.
¿Quieres decirme claramente lo que encuentras de...?
-Perdón;
déjame terminar. Te quiero, sí; pero no se trata de mí. Los personajes
principales en este asunto son ahora nuestro hijo y tú misma... Quizá, lo
repito, te parecerán inútiles mis palabras o inoportunas; quizá se deban a una
equivocación mía. En ese caso, te ruego que me perdones. Pero si tú reconoces
que tienen algún fundamento, te suplico que pienses en ello y me digas lo que
te dicte el corazón...
Sin
darse cuenta, hablaba a su mujer en un sentido completamente distinto del que
se había propuesto.
-No
tengo nada que decirte. Y además -dijo Ana, muy deprisa, reprimiendo a duras
penas una sonrisa-, creo que es hora ya de irse a acostar.
Alexey
Alejandrovich suspiró y sin hablar más se dirigió hacia su dormitorio.
Cuando
Ana entró a su vez, su marido estaba ya acostado. Tenía muy apretados los
labios y sus ojos no la miraban. Ella se acostó esperando a cada instante que
él le diría todavía algo. Lo temía y lo deseaba a la vez. Pero su marido
callaba. Ana permaneció inmóvil largo rato y después se olvidó de él. Ahora
veía otro hombre ante sí y, al pensar en él, su corazón se henchía de emoción y
de culpable alegría.
De
pronto sintió un suave ronquido nasal, rítmico y tranquilo. Al principio
pareció como si el mismo Alexey Alejandrovich se asustase de su ronquido y se
detuvo. Los dos contuvieron la respiración. Él respiró dos veces casi sin
ruido, para dejar oír nuevamente el ronquido rítmico y reposado de antes.
"Claro",
pensó ella con una sonrisa. "Es muy tarde ya..."
Permaneció
largo rato inmóvil, con los ojos muy abiertos, cuyo resplandor le parecía ver
en la oscuridad.
X
Una
vida nueva empezó desde entonces para Alexey Alejandrovich y su mujer.
No
es que pasara nada extraordinario. Ana frecuentaba, como siempre, el gran
mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose con Vronsky en todas
partes.
Alexey
Alejandrovich reparaba en ello, pero no podía hacer nada. A todos sus intentos
de provocar una explicación entre los dos, Ana oponía, como un muro
impenetrable, una alegre extrañeza.
Exteriormente
todo seguía igual, pero las relaciones íntimas entre los esposos experimentaron
un cambio radical. Alexey Alejandrovich, tan enérgico en los asuntos del
Estado, se sentía impotente en este caso. Como un buey, que abate sumiso la
cabeza, esperaba el golpe del hacha que adivinaba suspendida sobre él.
Cada
vez que pensaba en ello se decía que cabía probar, una vez más, que restaba la
esperanza de salvar a Ana con bondad, persuasión y dulzura, haciéndole
comprender la realidad, y cada día se preparaba para hablar con ella, pero al
ir a empezar sentía que aquel espíritu de falsedad y de mal que poseía a Ana se
apoderaba también de él, y entonces le hablaba no de lo que quería decirle ni
de lo que debía hacerse, sino con su tono habitual, con el que parecía burlarse
de su interlocutor. Y en este tono era imposible decirle lo que deseaba.
XI
Aquello
que constituía el deseo único de la vida de Vronsky desde un año a aquella
parte, su ilusión dorada, su felicidad, su anhelo considerado imposible y
peligroso -y por ello más atrayente-, aquel deseo, acababa de ser satisfecho.
Vronsky,
pálido, con la mandíbula inferior temblorosa, permanecía de pie ante Ana y le
rogaba que se calmase, sin que él mismo pudiera decir cómo ni por qué medio,
-¡Ana,
Ana, por Dios! -decía con voz trémula.
Pero
cuanto más alzaba él la voz, más reclinaba ella la cabeza, antes tan orgullosa
y alegre y ahora avergonzada, y resbalaba del diván donde estaba sentada,
deslizándose hasta el suelo, a los pies de Vronsky, y habría caído en la
alfombra si él no la hubiese sostenido.
-¡Perdóname,
perdóname! -decía Ana, sollozando, y oprimiendo la mano de él contra su pecho.
Sentíase
tan culpable y criminal que no le quedaba ya más que humillarse ante él y
pedirle perdón y sollozar.
Ya
no tenía en la vida a nadie sino a él, y por eso era a él a quien se dirigía
para que la perdonase. Al mirarle sentía su humillación de un modo físico y no
encontraba fuerzas para decir nada más.
Vronsky,
contemplándola, experimentaba lo que puede experimentar un asesino al contemplar
el cuerpo exánime de su víctima. Aquel cuerpo, al que había quitado la vida,
era su amor, el amor de la primera época en que se conocieran.
Había
algo de terrible y repugnante en recordar el precio de vergüenza que habían
pagado por aquellos momentos. La vergüenza de su desnudez moral oprimía a Ana y
se contagiaba a Vronsky. Mas en todo caso, por mucho que sea el horror del
asesino ante el cadáver de su víctima, lo que más urge es despedazarlo,
ocultarlo y aprovecharse del beneficio que pueda reportar el crimen.
De
la misma manera que el asesino se lanza sobre su víctima, la arrastra, la
destroza con ferocidad, se diría casi con pasión, así también Vronsky cubría de
besos el rostro y los hombros de Ana. Ella apretaba la mano de él entre las
suyas y no se movía. Aquellos besos eran el pago de la vergüenza. Y aquella
mano, que siempre sería suya, era la mano de su cómplice...
Ana
levantó aquella mano y la besó. Él, arrodillándose, trató de mirarla a la cara,
pero ella la ocultaba y permanecía silenciosa. Al fin, haciendo un esfuerzo,
luchando consigo misma, se levantó y le apartó suavemente. Su rostro era tan
bello como siempre y, por ello, inspiraba aún más compasión...
-Todo
ha terminado para mí -dijo ella-. Nada me queda sino tú. Recuérdalo.
-No
puedo dejar de recordar lo que es mi vida. Por un instante de esta felicidad...
-¿De
qué felicidad hablas? -repuso ella, con tal repugnancia y horror que hasta él
sintió que se le comunicaba-. Ni una palabra más, por Dios, ni una palabra...
Se
levantó rápidamente y se apartó.
-¡Ni
una palabra más! -volvió a decir.
Y
con una expresión fría y desesperada, que hacía su semblante incomprensible
para Vronsky, se despidió de él.
Ana
tenía la impresión de que en aquel momento no podía expresar con palabras sus
sentimientos de vergüenza, de alegría y de horror ante la nueva vida que
comenzaba. Y no quería, por lo tanto, hablar de ello, no quería rebajar aquel
sentimiento empleando palabras vagas. Pero después, ya transcurridos dos o tres
días, no sólo no halló palabras con que expresar lo complejo de sus
sentimientos, sino que ni siquiera encontraba pensamientos con que poder
reflexionar sobre lo que pasaba en su alma.
Se
decía:
"No,
ahora no puedo pensar en esto. Lo dejaré para más adelante, cuando me encuentre
más tranquila".
Pero
aquel momento de tranquilidad que había de permitirle reflexionar no llegaba
nunca.
Cada
vez que pensaba en lo que había hecho, en lo que sería de ella y en lo que
debía hacer, el horror se apoderaba de Ana y procuraba alejar aquellas ideas.
"Después,
después" , se repetía. "Cuando me encuentre más tranquila."
Pero
en sueños, cuando ya no era dueña de sus ideas, su situación aparecía ante ella
en toda su horrible desnudez. Soñaba casi todas las noches que los dos eran
esposos suyos y que los dos le prodigaban sus caricias. Alexey Alejandrovich
lloraba, besaba sus manos y decía:
-¡Qué
felices somos ahora!
Alexey
Vronsky estaba asimismo presente y era también marido suyo. Y ella se asombraba
de que fuese un hecho lo que antes parecía imposible y comentaba, riendo, que
aquello era muy fácil y que así todos se sentían contentos y felices.
Pero
este sueño la oprimía como una pesadilla y despertaba siempre horrorizada.
XII
En
los primeros días que siguieron a su regreso de Moscú, Levin se estremecía y se
ruborizaba cada vez que recordaba la vergüenza de haber sido rechazado por
Kitty, y se decía:
"También
me puse rojo y me estremecí y me consideré perdido cuando me suspendieron en
Física, y también cuando eché a perder aquel asunto que mi hermana me
confiara... ¿Y qué? Luego pasaron los años y al acordarme de aquellas cosas me
asombra pensar que me disgustaran tanto. Con lo de ahora sucederá igual:
pasarán los años y luego todo eso me producirá sólo indiferencia" .
Pero
al cabo de tres meses, lejos de ser indiferente a aquel dolor, le afligía tanto
como el primer día.
No
podía calmarse, porque hacía mucho tiempo que se ilusionaba pensando en el
casamiento y considerándose en condiciones para formar un hogar. ¡Y sin embargo
aún no estaba casado y el matrimonio se le aparecía más lejano que nunca!
Levin
tenía la impresión, y con él todos los que le rodeaban, de que no era lógico
que un hombre de su edad viviese solo. Recordaba que, poco antes de marchar a
Moscú, había dicho a su vaquero Nicolás, hombre ingenuo con el que le gustaba
charlar:
-¿Sabes
que quiero casarme, Nicolás?
Y
Nicolás le había contestado rápidamente, como sobre un asunto fuera de
discusión:
-Ya
es hora, Constantino Dmitrievich.
Pero
el matrimonio estaba más lejos que nunca. El puesto que soñara ocupar junto a
su futura esposa estaba ocupado y, cuando con la imaginación ponía en el lugar
de Kitty a una de las jóvenes que conocía, comprendía la imposibilidad de
reemplazarla en su corazón.
Además,
el recuerdo de la negativa y del papel que hiciera entonces le colmaban de
vergüenza. Por mucho que se repitiese que la culpa no era suya, este recuerdo,
unido a otros semejantes, que también le avergonzaban, le hacían enrojecer y
estremecerse.
Como
todos los hombres, tenía en su pasado hechos que reconocía ser vergonzosos y de
los cuales podía acusarle su conciencia. Pero los recuerdos de sus actos
reprensibles le atormentaban mucho menos que estos recuerdos sin importancia,
pero abochornantes. Estas heridas no se curan jamás.
A
la vez que en estos recuerdos, pensaba siempre en la negativa de Kitty y en la
lamentable situación en que debieron de verle todos los presentes en aquella
velada.
No
obstante, el tiempo y el trabajo hacían su obra y los recuerdos iban
borrándose, eliminados por los acontecimientos, invisibles para él, pero muy
importantes de la vida del pueblo.
Así,
a medida que pasaban los días se acordaba menos de Kitty. Esperaba con
impaciencia la noticia de que ésta se hubiese casado o fuese a casarse en
breve, confiando que, como la extracción de una muela, el mismo dolor de la
noticia había de curarle.
Entre
tanto llegó la primavera. Una primavera hermosa, definitiva, sin anticipos ni
retrocesos, una de esas pocas primaveras que alegran a la vez a los hombres, a
los animales y a las plantas.
Aquella
espléndida primavera animó a Levin, fortaleciéndole en su propósito de
prescindir de todo lo pasado y organizar de modo firme a independiente su vida
de solitario.
A
pesar de que muchos de los planes con que había regresado al pueblo no se habían
realizado, uno de ellos -la pureza de vida- lo había conseguido. No sentía la
vergüenza que habitualmente se experimenta tras la caída y así podía mirar a la
gente a la cara sin rubor.
En
febrero había recibido carta de María Nikolaevna anunciándole que la salud de
su hermano Nicolás empeoraba, pero que él no quería curarse. Al recibir la
carta, Levin se dirigió a Moscú para ver a su hermano y convencerle de que
consultara a un médico y fuera a hacer una cura de aguas en el extranjero.
Acertó a convencer a Nicolás y hasta supo darle el dinero para el viaje sin que
se irritara, con lo cual Levin quedó muy satisfecho de sí mismo.
Además
de la administración de las propiedades, lo que exige mucho tiempo en
primavera, y además de la lectura, aún le quedó tiempo para empezar a escribir
en invierno una obra sobre economía rural.
La
base de la obra consistía en afirmar que el obrero, en la economía agraria,
debía ser considerado como un valor absoluto, al igual que el clima y la
tierra, de modo que los principios de la economía rural debían deducirse no
sólo de los factores de clima y terreno, sino también en cierto sentido del
carácter del obrero.
Así
que, pese a su soledad, o quizá como consecuencia de ella; la vida de Levin
estaba muy ocupada.
Rara
vez experimentaba la necesidad de transmitir los pensamientos que henchían su
cerebro a alguien que no fuera Agafia Mijailovna, con quien tenía frecuentes
ocasiones de tratar sobre física, economía agraria y, más que nada, sobre
filosofia, ya que la filosofía constituía la materia predilecta de la anciana.
La
primavera tardó bastante en llegar. Durante las últimas semanas de Cuaresma, el
tiempo era sereno y frío. Por el día los rayos solares provocaban el deshielo,
pero por las noches el frío llegaba a siete grados bajo cero. La tierra, pues,
estaba tan helada que los vehículos podían andar sin seguir los caminos. Hubo
nieve los días de Pascua. Pero el segundo de la semana pascual sopló un viento
cálido, se encapotó el cielo y durante tres días y tres noches cayó una lluvia
tibia y rumorosa.
El
jueves el viento se calmó y sobrevino una niebla densa y gris, como para
ocultar el misterio de las transformaciones que se operaban en la naturaleza.
Al
amparo de la niebla se deslizaron las aguas, crujieron y se quebraron los
hielos, aumentaron la rapidez de su curso los arroyos turbios y cubiertos de
espuma, y ya en la Krasnaya Gorka se disipó la niebla por la tarde, las grandes
nubes se deshicieron en nubecillas en forma de vellones blancos, el tiempo se
aclaró y llegó la auténtica primavera.
Al
salir el sol matinal, fundió rápidamente el hielo que flotaba sobre las aguas y
el aire tibio se impregnó con las emanaciones de la tierra vivificada.
Reverdeció la hierba vieja y brotó en pequeñas lenguas la joven; se hincharon
los capullos del viburno y de la grosella y florecieron los álamos blancos,
mientras sobre las ramas llenas de sol volaban zumbando pubes doradas de
alegres abejas, felices al verse libres de su reclusión invernal.
Cantaron
invisibles alondras, vocingleras, sobre el aterciopelado verdor de los campos y
sobre los rastrojos helados aún; los frailecicos alborotaban en los cañaverales
de las orillas bajas, todavía inundadas de agua turbia. Y, muy altos, volaban,
lanzando alegres gritos, las grullas y los patos silvestres.
En
los prados mugía el ganado menor, con manchas de pelo no mudado aún. Triscaban
patizambos corderitos al lado de sus madres, perdidos ya los vellones de su
lana, y ágiles chiquillos corrían por los senderos húmedos, dejando en ellos
las huellas de sus pies descalzos.
En
las albercas se oía el rumor de las voces de las mujeres, muy ocupadas en el
lavado de su colada, a la vez que en los patios resonaba el golpe de las hachas
de los campesinos, que reparaban sus aperos y sus arados.
Había
llegado, pues, la auténtica primavera.
XIII
Levin
se calzó las altas botas. Por primera vez no se puso la pelliza, sino una
poddevka de paño.
Luego
salió para inspeccionar su propiedad, pisando ora finas capas de hielo, ora el
barro pejagoso, al seguir las márgenes de los arroyos que brillaban bajo los
rayos del sol.
La
primavera es la época de los planes y de los propósitos. Al salir del patio,
Levin, como un árbol en primavera que no sabe aún cómo y hacia dónde crecerán
sus jóvenes tallos y los brotes cautivos en sus capullos, ignoraba aún lo que
empezaría ahora en su amada propiedad, pero se sentía henchido de hermosos y
grandes propósitos.
Ante
todo fue a ver el ganado.
Hicieron
salir al cercado las vacas, de reluciente pelaje, que mugían deseando marchar
al prado. Una vez examinadas las vacas, que conocía en sus menores detalles,
Levin ordenó que las dejasen salir al prado y que pasasen al cercado a los
terneros.
El
pastor corrió alegremente a prepararse para salin Tras los becerros mugientes,
locos de exaltación por el ambiente primaveral, corrían las vaqueras, empuñando
sus varas, para hacerles entrar en el cercado, pisando presurosas el barro con
sus pies blancos no quemados aún por el sol.
Una
vez examinadas las crías de aquel año (los terneros lechales eran grandes como
las vacas de los campesinos, y la becerra de la "Pava" , mayor aún),
Levin ordenó que se sacaran las gamellas y se pusiera heno detrás de las
empalizadas portátiles que les servían de encierro.
Pero
sucedió que las empalizadas, que no se habían usado durante el invierno,
estaban rotas. Levin mandó llamar al carpintero contratado para construir la
trilladora mecánica, mas resultó que éste estaba arreglando los rastrillos que
ya debía haber dejado listos para Carnaval.
Levin
se sintió contrariado. Le disgustaba no poder salir de aquella desorganización
constante del trabajo, contra la cual luchaba desde hacía años con todas sus
fuerzas.
Según
se informó, las empalizadas, al no ser empleadas en el invierno, habían sido
llevadas a la cuadra y, por ser empalizadas ligeras, construidas para los
becerros, se estropearon. Para colmo, los rastrillos y aperos, que había
ordenado que reparasen antes de terminar el invierno, y para lo cual habían
sido contratados tres carpinteros, no estaban arreglados aún, y los rastrillos
sólo los reparaban ahora, cuando ya era hora de empezar los trabajos.
Levin
envió a buscar al encargado, pero no pudo esperar, y en seguida salió también
él en busca suya.
El
encargado, radiante como todo en aquel día, vestido con una zamarra de piel de
cordero, volvía de la era rompiendo una brizna de hierba entre las manos.
-¿Cómo
es que el carpintero no está arreglando la trilladora?
-Ayer
quería decir al señor que era preciso arreglar los rastrillos, que es ya tiempo
de labrar.
-¿Por
qué no los han arreglado en invierno?
-¿Para
qué quería el señor traer entonces un carpintero?
-¿Y
las empalizadas del corral de los terneros?
-He
mandado llevarlas a su sitio. ¡No sabe uno qué hacer con esta gente! -dijo el
encargado, gesticulando.
-¡Con
quien no se sabe qué hacer es con este encargado y no con esta gente! -observó
Levin, irritado. Y gritó-: ¿Para qué le tengo a usted?
Pero,
recordando que con aquello no resolvía el asunto, se interrumpió, limitándose a
suspirar.
-¿Qué?
¿Podemos sembrar ya? -preguntó tras breve silencio.
-Mañana
o pasado podremos sembrar detrás de Turkino.
-¿Y
el trébol?
-He
enviado a Basilio con Michka, pero no sé si podrán, porque la tierra está
todavía muy blanda.
-¿Cuántas
deciatinas de trébol ha mandado usted sembrar?
-Seis.
-¿Y
por qué no todas?
El
saber que habían sembrado seis deciatinas y no veinte le disgustaba
todavía más. Por teoría y por su propia experiencia, Levin sabía que la siembra
de trébol sólo daba buenos resultados cuando se sembraba muy pronto, casi con
nieve. Y nunca pudo conseguir que se hiciese así.
-No
tenemos gente. ¿Qué quiere que hagamos? Tres de los jornaleros no han acudido
hoy al trabajo. Ahora Semen...
-Habríais
debido hacerles dejar la paja.
-Ya
lo he hecho.
-¿Dónde
están, pues, los hombres?
-Cinco
están preparando el estiércol; cuatro aventan la avena para que no se estropee,
Constantino Dmietrievich.
Levin
entendió que aquellas palabras significaban que la avena inglesa preparada para
la siembra se había estropeado ya por no haber hecho lo que él ordenara.
-Ya
le dije, por la Cuaresma, que aventase la avena -exclamó Levin.
-No
se apure; todo se hará a su tiempo.
Levin
hizo un gesto de disgusto y se dirigió a los cobertizos para examinar la avena
antes de volver a las cuadras.
La
avena no estaba estropeada aún. Los jornaleros la cogían con palas en vez de
vaciarla directamente en el granero de abajo. Levin dio orden de hacerlo así y
tomó dos hombres para encargarles la siembra del trébol, con lo que su
irritación contra el encargado se calmó en parte.
Además,
en un día tan hermoso resultaba imposible enojarse.
-Ignacio
-dijo al cochero, que con los brazos arremangados lavaba la carretela junto al
pozo-: ensilla un caballo.
-¿Cuál,
señor?
-"Kolpik".
-Bien,
señor.
Mientras
ensillaban, Levin llamó al encargado, que rondaba por allí, y, para hacer las
paces, le habló de sus proyectos y de los trabajos que habían de efectuárse en
el campo.
Habría
que acarrear pronto el estiércol para que quedase terminado antes de la primera
siega. Había que labrar incesantemente el campo más apartado para mantenerlo en
buen estado. La siega debía hacerse con la ayuda de jornaleros y a medias con
ellos.
El
encargado escuchaba atentamente y se le veía esforzarse para aprobar las
órdenes del amo. Pero conservaba el aspecto de desesperación y abatimiento, tan
conocido por Levin y que tanto le irritaba, con el que parecía significar:
"Todo está muy bien; pero al final haremos las cosas como Dios
quiera".
Nada
disgustaba a Levin tanto como aquella actitud, pero todos los encargados que
había tenido habían hecho igual; todos obraban del mismo modo con respecto a
sus planes. Por eso Levin no se enfadaba ya, sino que se sentía impotente para
luchar con aquella fuerza que dijérase primitiva del "como Dios
quiera" que siempre acababa por imponerse a sus propósitos.
-Veremos
si puede hacerse, Constantino Dmitrievich -dijo, al fin, el encargado.
-¿Y
por qué no ha de poder hacerse?
-Habría
que tomar quince jornaleros más, y no vendrán. Hoy han venido, pero piden
setenta rublos en el verano.
Levin
calló. Allí, frente a él, estaba otra vez aquella fuerza. Ya sabía que, por más
que hiciera, nunca lograba hallar más de treinta y ocho a cuarenta jornaleros
con salario normal. Hasta cuarenta los conseguía, pero nunca pudo tener más. De
todos modos, no podía dejar de luchar.
-Si
no vienen, enviad a buscar obreros a Sura y á Chefirovska. Hay que buscar.
-Como
enviar, enviaré -dijo tristemente Basilio Fedorich-. Pero los caballos están
otra vez muy debilitados.
-Compraremos
caballos. Ya sé -añadió Levin, riendo- que ustedes lo hacen todo con lentitud y
mal, pero este año no les dejaré hacerlo a su gusto. Lo haré yo mismo.
-No
sé cómo lo hará, porque ya ahora apenas duerme. Para nosotros es mejor trabajar
bajo el ojo del amo.
-Ha
dicho usted que están sembrando el trébol detrás de Beresovy Dol; voy a ver
cómo lo hacen -dijo Levin.
Y
montó en " Kolpik", el caballito bayo que le llevaba el cochero.
-¡No
podrá usted atravesar el arroyo -le gritó éste.
-Iré
por el bosque en ese caso.
Y
al rápido paso del caballo, cansado de la larga inmovilidad y de que relinchaba
al pasar sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio cubierto de
barro y se halló en pleno campo.
Si
en el corral, entre el ganado, se sentía contento, ahora en el campo se sintió
más alegre aún.
Al
pasar por el bosque, meciéndose suavemente al trote de su caballo, sobre la
nieve blanda llena de pisadas que se veía aún aquí y allá, respiraba el aroma a
la vez tibio y fresco de la nieve y la tierra; y la vista de cada árbol con el
musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse le alegraba
el alma. Al salir del bosque se abrió ante él la amplia extensión del campo
lleno de un aterciopelado y suave verdor, sin calveros ni pantanos, sólo, en
algunos lugares, con restos de nieve en fusión.
No
se enojó siquiera al ver la yegua de un aldeano que, con su potro, pastaba en
sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que los hiciera salir de allí,
ni tampoco con la estúpida y burlona respuesta del campesino Ipat, al que
encontró por el camino, y que al preguntarle: "¿Qué, Ipat? ¿Sembraremos
pronto?", le contestó: "Antes hay que labrar, Constantino
Dmitrievich".
Cuanto
más se alejaba Levin, más alegre se sentía y sus planes de mejora de la
propiedad se le aparecían a cual mejor: plantar estacas en todos los campos,
mirando al sur, de modo que la nieve no pudiese amontonarse; dividir el terreno
en seis partes cubiertas de estiércol y tres de hierba, construir un corral en
la parte más lejana de las tierras, cavar un depósito para el abono y hacer
cercas portátiles para el ganado. Con ello habría trescientas deciatinas de
trigo candeal, cien de patatas, ciento cincuenta de trébol, sin cansar para
nada la tierra.
Embargado
por estas ilusiones, Levin, conduciendo cuidadosamente su caballo por los
deslindes para no pisar las plantas, se acercó a los jornaleros que sembraban
el trébol.
El
carro con la simiente no estaba en el prado, sino en la tierra labrada, y el
trigo invernizo quedaba aplastado y removido por las ruedas y por las patas del
caballo. Los jornaleros permanecían sentados en la linde, probablemente fumando
todos una misma pipa. La tierra del carro, con la que se mezclaban las
semillas, no estaba bien desmenuzada, y se había convertido en una masa de
terrones duros y helados.
Viendo
al amo, el jornalero Basilio se dirigió al carro y Minchka empezó a sembrar.
Aquello le hizo muy mal efecto, pero Levin se enojaba pocas veces contra los
jornaleros.
Cuando
Basilio se acercó, Levin le ordenó que sacase el caballo del sembrado.
-No
hace ningún daño, señor. La semilla brotará igualmente --dijo Basilio.
-Hazme
el favor de no replicar y obedece a lo que te digo -repuso Levin.
-Bien,
señor -contestó Basilio, tomando el caballo por la cabeza-. ¡Hay una siembra de
primera! -dijo, adulador-. Pero no se puede andar por el campo. Parece que
lleva uno un pud de tierra en cada pie.
-¿Por
qué no está cribada la tierra? -preguntó Levin
-Lo
está, lo hacemos sin la criba -contestó Basilio-. Cogemos las semillas y
deshacemos la tierra con las manos.
Basilio
no tenía la culpa de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho
indignaba a Levin.
En
esta ocasión Levin puso en práctica un procedimiento que había ya empleado más
de una vez con eficacia, a fin de ahogar en él todo disgusto y convertir en
agradable lo ingrato.
Viendo
a Michka, que avanzaba arrastrando enormes masas de barro en cada pie, se apeó,
cogió la sembradora de manos de Basilio y se dispuso a sembrar.
-¿Dónde
te has parado? -preguntó a Basilio.
Éste
le indicó con el pie el sitio al que había llegado y Levin comenzó a sembrar,
como pudo, la tierra mezclada con las semillas. Era muy difícil andar: la
tierra estaba convertida en un barrizal. Levin, tras recorrer un surco, empezó
a sudar y devolvió la sembradora a Basilio.
-En
verano, señor, no me riña por este surco -dijo Basilio.
-¿Por
qué? -preguntó alegremente Levin, sintiendo que el remedio empleado daba el
resultado que esperaba.
-En
verano lo verá. El surco será diferente de los otros. Mire usted cómo ha
crecido lo que yo sembré la primavera pasada. Yo, Constantino Dmitrievich,
procuro hacer el trabajo a conciencia como si fuera para mi propio padre. No me
gusta trabajar mal, ni permito que otros lo hagan. Así el amo queda contento y
nosotros también. ¡Se le ensancha a uno el corazón viendo esa abundancia!
-añadió Basilio mostrando el campo.
-¡Qué
hermosa primavera!, ¿verdad, Basilio?
-Ni
los viejos recuerdan otra parecida. He pasado por mi casa porque el viejo ha
sembrado tres octavas de trigo. Dice que crece tan bien que no puede
distinguirse del centeno.
-¿Hace
mucho que sembráis trigo?
-Desde
hace dos años, cuando usted nos enseñó a hacerlo. ¿No se acuerda que nos regaló
dos medidas? De ello, vendimos una parte y sembramos el resto.
-Bien,
desmenuza con cuidado la tierra -dijo Levin, acercándose al caballo- y vigila a
Michka. Si la siembra crece bien, te daré cincuenta copecks por deciatina.
-Muchas
gracias. Pero ya estamos contentos de usted sin necesidad de eso.
Levin
montó y se dirigió al prado en el que sembraron el trébol el año anterior, y
que ahora estaba preparado y arado para sembrar trigo. El trébol, que había
crecido mucho en el rastrojo, estaba ya muy alto. Su vivo verdor destacaba
entre los secos tallos de trigo del año pasado y la cosecha prometía ser magnífica.
El
caballo de Levin se hundía hasta las corvas y, con sus patas, chapoteaba
vigorosamente, luchando por salir de la tierra medio helada. Como no se podía
pasar por el campo arado, el caballo sólo pisaba fuerte allí donde quedaba algo
de hielo, pero en los surcos, ablandados por el deshielo, el animal se hundía
hasta los jarretes.
El
campo estaba muy bien arado. De allí a dos días se podría trabajar y sembrar.
Todo era hermoso y alegre.
Levin
regresó vadeando el arroyo. Esperaba que las aguas hubiesen bajado ya y, en
efecto, pudo pasar, espantando al hacerlo a una pareja de patos silvestres.
"Seguramente
hay también chochas", pensó Levin, y el guardabosque, al que encontró al
doblar el camino dirigiéndose a casa, le confirmó su suposición.
Levin
se encaminó a casa al trote largo, a fin de tener tiempo de comer y preparar la
escopeta para la tarde.
XIV
Al
acercarse a su casa en inmejorable disposición de ánimo, Levin oyó un ruido de
campanillas por el lado de la puerta principal.
"Ha
venido alguien por ferrocarril" , pensó. "Es la hora del tren de
Moscú. ¿Quién será? ¿Mi hermano Nicolás? Me dijo que iría a tomar las aguas en
el extranjero o que vendría a mi casa. "
En
principio, la idea de la presencia de su hermano le disgustó, sospechando que
iba a perturbar su buena disposición de ánimo, tan acorde con la alegría
primaveral. Pero, avergonzándose, abrió sus brazos espiritualmente,
experimentando una sencilla alegría y deseando de corazón que el llegado fuese
Nicolás.
Espoleó
al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que llegaba
de la estación y en la que iba un señor con pelliza.
No
era su hermano.
"¡Si
fuese al menos alguna persona simpática con la que se pudiese hablar!" ,
pensó Levin.
Y,
al reconocer a Esteban Arkadievich, exclamó alegremente, levantando los brazos:
-¡Qué
visita más agradable! ¡Cuánto me complace verte!
Y
pensaba:
"Ahora
sabré con certeza si Kitty se ha casado o cuándo se casa."
Y
sintió que en aquel día primaveral el recuerdo de Kitty no le era tan penoso.
-¿No
me esperabas? -dijo Esteban Arkadievich, saliendo del trineo.
Llevaba
barro en la nariz, en las mejillas y en las cejas, pero iba radiante de salud y
alegría.
-Ante
todo, he venido para verte -dijo, abrazando y besando a Levin-; después, para
cazar con perro y, además, para vender el bosque de Erguchovo.
-¡Muy
bien! ¿Has visto qué primavera? ¿Cómo has podido llegar en trineo?
-En
coche habría sido más difícil aún -contestó el cochero, que conocía a Levin.
-Estoy
contentísimo de verte --dijo Levin sonriendo con toda el alma, infantilmente.
Levin
acompañó a su amigo al cuarto reservado para los invitados, donde ya habían
llevado los efectos de Esteban Arkadievich: un saco de viaje, una escopeta
enfundada, una bolsa de cigarros...
Dejándole
lavarse y cambiar de ropa, Levin pasó a su despacho para dar órdenes relativas
a la labranza y al trébol.
Agafia
Mijailovna, muy preocupada como siempre del honor de la casa, abordó a Levin en
el recibidor, mareándole con preguntas sobre la comida.
-Haga
lo que quiera, pero pronto --dijo Levin.
Y
fue en busca del encargado.
A
su regreso, Esteban Arkadievich, peinado y lavado y con una sonrisa
deslumbradora en los labios, salía de su cuarto. Subieron los dos juntos.
-¡Cuánto
me alegro de haber venido! Ahora podré averiguar las cosas misteriosas que
haces aquí. Pero te aseguro que te envidio. ¡Qué bien está todo en esta casa!
--decía Esteban Arkadievich, olvidando que no siempre era primavera ni todos
los días como aquél-. Tu ama de llaves es un encanto de viejecita... Cierto que
sería mejor tener una doncella con delantalito... Pero esa anciana va muy bien
con tus costumbres austeras y tu vida monástica.
Esteban
Arkadievich contó muchas noticias interesantes y, sobre todo, una
interesantísima para Levin: que su hermano Sergio Ivanovich se proponía pasar
el verano con él, en el pueblo.
No
dijo una palabra de Kitty ni de los Scherbazky, sólo se limitó a transmitirle
recuerdos de su mujer.
Levin
le agradeció mucho la delicadeza y se sintió feliz de su visita. Como siempre
que vivía solo una temporada, había recogido en aquel tiempo gran cantidad de
sentimientos e ideas que no podía compartir con los que le rodeaban, y ahora
hablaba a su amigo de la alegría que le causaba la primavera, de sus planes
futuros con respecto a la propiedad, de sus fracasos, de sus pensamientos;
hacía comentarios sobre los libros que había leído y le habló, sobre todo, de
la idea de su obra, la base de la cual consistía, aunque él no lo advirtiese,
en una crítica de todas las obras antiguas que se habían escrito sobre el mismo
tema. Esteban Arkadievich, que era siempre amable y que todo lo comprendía con
una palabra, estaba aquel día más amable que nunca, y Levin notó, además, en su
amigo una especie de respeto y ternura hacia él que le encantaban.
Las
preocupaciones de Agafia Mijailovna y el cocinero respecto a la comida tuvieron
por resultado que los dos amigos, que tenían gran apetito, acometieran los
entremeses, comiendo mucho pan con mantequilla, caza ahumada y setas saladas.
Para colmo, Levin ordenó servir la sopa sin las empanadillas con las que el
cocinero quería deslumbrar al invitado.
Aunque
acostumbrado a otras comidas, Esteban Arkadievich lo encontraba todo excelente:
el vodka de hierbas, el pan con manteca, la caza ahumada, el vino blanco de
Crimea. Sí, todo era espléndido y exquisito.
-¡Admirable
admirable! -dijo, encendiendo un grueso cigarro después del asado---. Se dijera
que después de viajar en un vapor, entre ruidos y tambaleos, he arribado a una
costa tranquila... ¿De modo que, según tú, el factor obrero debe ser estudiado
a inspirar el modo de organizar la economía agraria? Aunque profano en estas
materias, me parece que esa teoría y su aplicación van a influir sobre el
obrero también.
-Sí;
pero no olvides que no hablo de economía política, sino de la ciencia de la
explotación de la tierra. Esta última debe, como todas las ciencias naturales,
estudiar los fenómenos, así como al obrero en los aspectos económico,
etnográfico...
Agafia
Mijailovna entró con la confitura.
-Agafia
Mijailovna -dijo el invitado, haciendo ademán de chuparse los dedos-, ¡qué caza
y qué licores tan bien preparados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Es hora ya?
Levin
miró por la ventana el sol que se ponía entre las desnudas copas de los árboles
del bosque.
-Sí
lo es. Kusmá, prepara el charabán -dijo Levin.
Y
descendieron.
Ya
abajo, Esteban Arkadievich quitó él mismo la funda de una caja de laca y, una
vez abierta, comenzó a armar su escopeta, un arma cara, último modelo.
Kusmá,
presintiendo una buena propina para vodka, no se separaba de Esteban
Arkadievich. Le ponía las medias y las botas y él le dejaba hacer de buen
grado.
-Kostia,
si llega el comerciante Riabinin, a quien he mandado llamar, ordena que le
reciban y que espere.
-¿Vendes
el bosque a Riabinin?
-Sí.
¿Le conoces?
-Le
conozco. Tuve con él asuntos que terminaron "positivamente y
definitivamente".
Esteban Arkadievich rió. Aquellas últimas palabras eran las
preferidas del comerciante.
-Sí;
habla de un modo muy divertido. ¡Veo que has comprendido a dónde va tu amo!
-añadió, acariciando a "Laska", que ladraba suavemente dando vueltas
en torno a Levin y lamiéndole, ya las manos, ya las botas, ya la escopeta.
Cuando
salieron, el charabán estaba al pie de la escalera.
-He
mandado preparar el charabán, pero no está lejos... ¿Quieres que vayamos a pie?
-No,
será mejor que vayamos montados -dijo Esteban Arkadievich, acercándose al
coche.
Sentóse,
se envolvió las piernas en una manta de viaje que imitaba una piel de tigre y
encendió un cigarro,
-No
puedo comprender cómo no fumas. Un cigarro no es sólo un placer, sino el mejor
de los placeres. ¡Esto es vida! ¡Qué bien va aquí todo! ¡Así me gustaría vivir!
-¿Quién
te prohíbe hacerlo? -dijo, sonriendo, Levin.
-¡Eres
un hombre feliz! Tienes cuanto quieres: si quieres caballos, los tienes; si
quieres perros, los tienes; si quieres caza, la tienes; siquieres fincas, las
tienes.
-Acaso
soy feliz porque me contento con lo que tengo y no me aflijo por lo que me
falta -dijo Levin pensando en Kitty.
Esteban
Arkadievich le comprendió. Miró a su amigo y no dijo nada.
Levin
agradecía a Oblonsky que no le hubiese hablado de los Scherbazky, comprendiendo
que no deseaba que lo hiciese. Pero al presente Levin sentía ya impaciencia por
saber lo que tanto le atormentaba, aunque no se atrevía a hablar de ello.
-¿Y
qué, cómo van tus asuntos? -prejuntó Levin, comprendiendo que estaba mal por su
parte hablar sólo de sí.
Los
ojos de su amigo brillaron de alegría.
-Ya
sé que tú no admites que se busquen panecillos cuando se tiene ya una ración de
pan corriente y que lo consideras un delito; pero yo no comprendo la vida sin
amor -respondió, interpretando a su modo la pregunta de Levin-. ¡Qué le vamos a
hacer! Soy así. Esto perjudica poco a los demás y en cambio a mí me proporciona
tanto placer...
-¿Hay
algo nuevo sobre eso? -preguntó Levin.
-Hay,
hay... ¿Conoces ese tipo de mujer de los cuadros de Osián? Esos tipos que se
ven en sueños... Pues mujeres así existen en la vida. Y son terribles. La
mujer, amigo mío, es un ser que por más que lo estudies te resulta siempre
nuevo.
-Entonces
vale más no estudiarlo.
-¡No!
Un matemático ha dicho que el placer no está en descubrir la verdad, sino en el
esfuerzo de buscarla.
Levin
escuchaba en silencio, y a pesar de todos sus esfuerzos, no podía comprender el
espíritu de su amigo. Le era imposible entender sus sentimientos y el placer
que experimentaba estudiando a aquella especie de mujeres. ,
XV
El
lugar indicado para la caza estaba algo más arriba del arroyo, no lejos de
allí, en el bosquecillo de pequeños olmos.
Al
llegar, dejaron el coche y Levin condujo a Oblonsky a la extremidad de un claro
pantanoso, cubierto de musgo, donde ya no había nieve. Él se instaló en otro
extremo del claro, junto a un álamo blanco igual al de Oblonsky; apoyó la
escopeta en una rama seca baja, se quitó el caftán, se ajustó el cinturón y
comprobó que podía mover los brazos libremente.
La
vieja "Laska", que seguía todos sus pasos, se sentó frente a él con
precaución y aguzó el oído. El sol se ponía tras el bosque grande. A la luz
crepuscular, los álamos blancos diseminados entre los olmos se destacaban,
nítidos, con sus botones prontos a florecer.
En
la espesura, donde aún había nieve, corría el agua con leve rumor formando
caprichosos arroyuelos. Los pájaros gorjeaban saltando de vez en cuando de un
árbol a otro. En los intervalos de silencio absoluto se sentía el ligero crujir
de las hojas secas del año pasado, removidas por el deshielo y el crecer de las
hierbas.
-¡Qué
hermoso es esto! Se siente y hasta se ve crecer la hierba -exclamó Levin, viendo
una hoja de color pizarra moverse sobre la hierba nueva.
Escuchaba
y miraba ora la tierra mojada cubierta de musgos húmedos, ora a
"Laska", atenta a todo rumor, ora el mar de copas de árboles desnudos
que tenía delante, ora el cielo que, velado por las blancas vedijas de las
nubecillas, se oscurecía lentamente.
Un
buitre batiendo las alas muy despacio volaba altísimo sobre el bosque lejano;
otro buitre volaba en la misma dirección y desapareció. La algarabía de los
pájaros en la espesura era cada vez más fuerte. Se oyó el grito de un búho.
"Laska", avanzando con cautela con la cabeza ladeada, comenzó a
escuchar con atención. Al otro lado del arroyo se sintió el cantar de un
cuclillo. El canto se repitió dos veces, luego se apresuró y se hizo más
confuso.
-¡Ya
tenemos ahí un cuclillo! -dijo Esteban Arkadievich saliendo de entre los
arbustos.
-Ya
lo oigo -repuso Levin, enojado al sentir interrumpido el silencio y con una voz
que a él mismo le sonó desagradable-. Ahora, pronto...
Esteban
Arkadievich desapareció de nuevo en la maleza y Levin no vio más que la llamita
de un fósforo y la pequeña brasa de un cigarro con una voluta de humo azul.
Chic-chic,
sonaron los gatillos de
la escopeta que Esteban Arkadievich levantaba en aquel momento.
-¿Qué
es eso? ¿Quién grita? -preguntó Oblonsky, llamando la atención a Levin sobre un
ruido sordo y prolongado como el piafar de un potro.
-¿No
lo sabes? Es el macho de la liebre. Pero basta de hablar. ¿No oyes? ¡Se oye ya
volar! -exclamó Levin alzando a su vez los gatillos.
Se
sintió un silbido agudo y lejano y en dos segundos, el espacio de tiempo
familiar a los cazadores, sonaron otros dos silbidos y luego el característico
cloqueo.
Levin
miró a derecha a izquierda, y ante sí, en el cielo azul seminublado, sobre las
suaves copas de los arbolillos, divisó un pájaro.
Volaba
hacia él directamente. Su cloqueo, tan semejante al rasgar de un tejido recio,
se sintió casi en el mismo oído de Levin, quien veía ya su largo pico y su
cuello.
En
el momento en que se echaba la escopeta a la cara, tras el arbusto que ocultaba
a Oblensky brilló un relámpago rojo. El pájaro bajó, como una flecha, y volvió
a remontarse. Surgió un segundo relámpago y se oyó una detonación.
El
ave, moviendo las alas como para sostenerse, se detuvo un momento en el aire y
luego cayó pesadamente a tierra.
-¿No
le he dado? ¿No he hecho blanco? -preguntó Esteban Arkadievich, que no podía
ver a través del humo.
-Aquí
está -dijo Levin, señalando a "Laska" que, levantando una oreja y
agitando la cola, traía a su dueño el pájaro muerto, lentamente, como si
quisiera prolongar el placer, se diría que sonriendo...
-¡Me
alegro de que hayas acertado! -dijo Levin, sintiendo a la vez cierta envidia de
no haber sido él quien matara a la chocha.
-¡Pero
erré el tiro del cañón derecho, caramba! -contestó Esteban Arkadievich cargando
el arma-. ¡Chist! Ya vuelven.
Se
oyeron, en efecto, silbidos penetrantes y seguidos. Dos chochas, jugueteando,
tratando de alcanzarse, silbando sin emitir el cloqueo habitual, volaron sobre
las mismas cabezas de los cazadores.
Se
oyeron cuatro disparos. Las chochas dieron una vuelta, rápidas como
golondrinas, y desaparecieron.
La
caza resultaba espléndida. Esteban Arkadievich mató dos piezas más y Levin
otras dos, una de las cuales no pudo encontrarse. Oscurecía. Venus, clara, como
de plata, brillaba muy baja, con suave luz, en el cielo de poniente, mientras,
en levante, fulgían las rojizas luces del severo Arturo.
Levin
buscaba y perdía de vista sobre su cabeza la constelación de la Osa Mayor. Ya
no volaban las chochas. Pero Levin resolvió esperar hasta que Venus, visible
para él bajo una rama seca, brillase encima de ella y hasta que se divisasen en
el cielo todas las estrellas del Carro.
Venus
remontó la rama, fulgía ya en el cielo azul toda la constelación de la Osa, con
su carro y su lanza, y Levin continuaba esperando.
-¿Volvemos?
-preguntó Esteban Arkadievich.
En
el bosque reinaba un silencio absoluto y no se movía ni un pájaro.
-Quedémonos
un poco más -dijo Levin.
-Como
quieras.
Ahora
estaban a unos quince pasos uno de otro.
-Stiva
--dijo de pronto Levin-, ¿por qué no me dices si tu cuñada se casa o se ha
casado ya? -y al decir esto, se sentía tan firme y sereno que creía que ninguna
contestación había de conmoverle.
Pero
no esperaba la respuesta de Oblonsky.
-No
pensaba ni piensa casarse. Está muy enferma y los médicos la han enviado al
extranjero. Hasta se teme por su vida.
-¿Qué
dices? --exclamó Levin-. ¿Muy enferma? ¿Qué tiene? ¿Cómo es que ...?
Mientras
hablaba, "Laska", aguzando los oídos, miraba al cielo y contemplaba a
los dos con reproche.
"Ya
han encontrado ocasión de hablar", pensaba la perra. "Y mientras
tanto el pájaro está aquí, volando. Y no van a verlo. "
Pero
en aquel momento los dos cazadores oyeron a la vez un silbido penetrante que
parecía golpearles las orejas.
Ambos
empujaron sus armas, brillaron dos relámpagos y dos detonaciones se
confundieron en una.
Una
chocha que volaba muy alta plegó las alas instantáneamente y cayó en la
espesura, doblando al desplomarse las ramas nuevas.
-¡Magnífico!
¡Es de los dos! -exclamó Levin y corrió con "Laska" en dirección al
bosque para buscar la chocha.
"¿No
me han dicho ahora algo desagradable?", se preguntó. "¡Ah, sí; que
Kitty está enferma! En fin, ¿qué le vamos a hacer? Pero me apena mucho", pensaba.
-¿Ya
la has encontrado? ¡Eres un as! --dijo tomando de boca de "Laska" el
pájaro palpitante aún y metiéndolo en el morral casi lleno.
Y
gritó:
-¡Ya
la ha encontrado, Stiva!
XVI
De
vuelta a casa, Levin preguntó detalles sobre la dolencia de Kitty y sobre los
planes de los Scherbazky, y aunque le avergonzaba confesarlo, hablar de ello le
producía satisfacción.
Le
satisfacía porque en aquel tema sentía renacer en su alma la esperanza, y
también por la secreta satisfacción que le proporcionaba el saber que también
sufría la que tanto le había hecho sufrir a él. Pero cuando su amigo quiso
informarle de las causas de la enfermedad de Kitty y nombró a Vronsky, Levin le
interrumpió:
-No
tengo derecho alguno y tampoco, a decir verdad, interés en entrar en detalles
familiares.
Esteban
Arkadievich sonrió imperceptiblemente al observar el rápido -y tan conocido
para él- cambio de expresión del semblante de Levin, tan triste ahora como
alegre un momento antes.
-¿Has
ultimado con Riabinin lo de la venta del bosque? -preguntó Levin.
-Sí,
todo ultimado. El precio es excelente: treinta y ocho mil rublos. Ocho mil al
contado y los demás pagaderos en seis años. He esperado mucho tiempo antes de
decidirme, pero nadie me daba más.
-Veo
que lo das regalado.
-¿Regalado?
-dijo Esteban Arkadievich con benévola sonrisa, sabiendo que Levin ahora lo
encontraría todo mal.
-Un
bosque vale por lo menos quinientos rublos por deciatina -aseveró Levin.
-¡Cómo
sois los propietarios rurales! -bromeó Esteban Arkadievich-. ¡Qué tono de desprecio
hacia nosotros, los de la ciudad! Pero luego, cuando se trata de arreglar algún
asunto, resulta que nosotros lo hacemos mejor. Lo he calculado todo, créeme, Y
he vendido el bosque tan bien que sólo temo que Riabinin se vuelva atrás. Ese
bosque no es maderable -continuó, tratando de convencer a Levin, diciendo que
no era " maderable" , de lo equivocado que estaba-. No sirve más que
para leña. No se obtienen más de treinta sajeñs por deciatina y
Riabinin me da doscientos rublos por deciatina.
Levin
sonrió despreciativamente.
"Conozco
el modo de tratar asuntos que tienen los habitantes de la ciudad. Vienen al
pueblo dos veces en diez años, recuerdan dos o tres expresiones populares y las
dicen luego sin ton ni son, imaginando que ya han hallado el secreto de todo.
¡"Maderable" ! ¡"Levantar treinta sajeñs"! Pronuncia
palabras que no entiende", pensó Levin.
-Yo
no trato de ir a enseñarte lo que tienes que hacer en tu despacho, y en caso
necesario voy a consultarte --dijo en alta voz-. En cambio, tú estás convencido
de que entiendes algo de bosques. ¡Y entender de eso es muy difícil! ¿Has
contado los árboles?
-¡Contar
los árboles! --contestó riendo Esteban Arkadievich, que deseaba que su amigo
perdiese su triste disposición de ánimo-. "¡Oh! Contar granos de arena y
rayos de estrellas, ¿qué genio lo podría hacer?" --declamó sonriente.
---Cierto;
pero el genio de Riabinin es muy capaz de eso. Y ningún comprador compraría sin
contar, excepto en el caso concreto de que le regalaran un bosque, como ahora.
Yo conozco bien tu bosque. Todos los años voy a cazar allí. Tu bosque vale
quinientos rublos por deciatina al contado y Riabinin te paga doscientos
a plazos. Eso significa que le has regalado treinta mil rublos.
-Veo
que quieres exagerar --contestó Esteban Arkadievich-. ¿Cómo es que nadie me los
daba?
-Porque
Riabinin se ha puesto de acuerdo con los demás posibles compradores, pagándoles
para que se retiren de la competencia. No son compradores, sino revendedores.
Riabinin no realiza negocios para ganar el quince o veinte por ciento, sino que
compra un rublo por veinte copecks.
-Vamos,
vamos; estás de mal humor y...
-No
lo creas ---dijo Levin con gravedad.
Llegaban
ya a casa.
Junto
a la escalera se veía un charabán tapizado de piel y con armadura de hierro y
uncido a él un caballo robusto, sujeto con sólidas correas. En el carruaje
estaba el encargado de Riabinin, que servía a la vez de cochero. Era un hombre
sanguíneo, rojo de cara, y llevaba un cinturón muy ceñido.
Riabinin
estaba ya en casa; y los dos amigos le hallaron en el recibidor. Era alto,
delgado, de mediana edad, con bigote y con la pronllnente barbilla afeitada con
esmero. Tenía los ojos saltones y turbios. Vestía una larga levita azul, con
botones muy bajos en los faldones, y calzaba botas altas, arrugadas en los
tobillos y rectas en las piernas, protegidas por grandes chanclos.
Con
gesto enérgico se secó el rostro y se arregló is levita, aunque no lo
necesitaba. Luego saludó sonriendo a los recién llegados, tendiendo una mano a
Esteban Arkadievich como si desease atraparle al vuelo.
-¿Conque
ya ha llegado usted? -dijo Esteban Arkadievich-. ¡Muy bien!
-Aunque
el camino es muy malo, no osé desobedecer las órdenes de Vuestra Señoría. Tuve
que apresurarme mucho, pero llegé a la hora. Tengo el gusto de saludarle,
Constantino Dmitrievich.
Y
se dirigió a Levin, tratando también de estrechar su mano. Pero Levin, con las
cejas fruncidas, fingió no ver su gesto y comenzó a sacar las chochas del
morral.
-¿Cómo
se llama ese pájaro? -preguntó Riabinin, mirando las chochas con desprecio-.
Debe de tener cierto regusto de...
Y
movió la cabeza en un gesto de desaprobación, como pensando que las ganancias
de la caza no debían de cubrir los gastos.
-¿Quieres
pasar a mi despacho? -preguntó Levin a Oblonsky en francés, arrugando aún más
el entrecejo-. Sí; pasad al despacho y allí podréis hablar más cómodamente y
sin testigos.
-Bien,
como usted quiera -dijo Riabinin.
Hablaba
con desdeñosa suficiencia, como deseando hacer comprender que, si hay quien
halla dificultades sobre la manera en hay que terminar un negocio, él no las
conocía nunca.
Al
entrar en el despacho, Riabinin miró buscando la santa imagen que se acostumbra
colgar en las habitaciones, pero, al no verla, no se persignó. Después miró las
estanterías y armarios de libros con la expresión de duda que tuviera ante las
chochas, sonrió con desprecio y movió la cabeza, seguro ahora de que aquellos
gastos no se cubrían con las ganancias.
-¿Qué?,
¿ha traído el dinero? -preguntó Oblonsky-. Siéntese...
-Sobre
el dinero no habrá dificultad. Venía a verle, a hablarle...
-¿Hablar
de qué? Siéntese, hombre.
-Bueno;
nos sentaremos -dijo Riabinin, haciéndolo y apoyándose en el respaldo de la
butaca del modo que le resultaba más molesto-. Es preciso que rebaje el precio,
Príncipe. No se puede dar tanto. Yo traigo el dinero preparado, hasta el último
copeck. Respecto al dinero no habrá dificultades...
Levin,
después de haber puesto la escopeta en el armario, se disponía a salir de la
habitación, pero al oír las palabras del comprador, se detuvo.
-Sin
eso se lleva ya usted el bosque regalado. Mi amigo me ha hablado demasiado
tarde, si no habría fijado el precio yo ---dijo Levin.
Riabinin
se levantó y, sonriendo en silencio, miró a Levin de pies a cabeza.
-Constantino
Dmitrievich es muy avaro ---dijo, dirigiéndose a Oblonsky y sin dejar de
sonreír---. En definitiva, no se le puede comprar nada. Yo le hubiese adquirido
el trigo pagándoselo a buen precio, pero...
-¿Querría
acaso que se lo regalara? -repuso Levin-. No me lo encontré en la tierra ni lo
robé.
-¡No
diga usted eso! En nuestros tiempos es decididamente imposible robar. Hoy, al
fin y al cabo, todo se hace a través del juzgado y de los notarios; todo
honesta y lealmente... ¿Cómo sería posible robar? Nuestros tratos han sido
llevados con honorabilidad. El señor pide demasiado por el bosque, y no podría
cubrir los gastos. Por eso le pido que me rebaje algo.
-¿Pero
el trato está cerrado o no? Si lo está, sobra todo regateo. Si no lo está,
compro yo el bosque --dijo Levin.
La
sonrisa desaparecio de súbito del rostro de Riabinin y se sustituyó por una
expresión dura, de ave de rapiña, de buitre... Con dedos ágiles y decididos,
desabrochó su levita, mostrando debajo una amplia camisa, desabrochó los
botones de cobre de su chaleco, separó la cadena del reloj y sacó rápidamente
una vieja y abultada cartera.
-El
bosque es mío, con perdón -dijo, santiguándose a toda prisa, y adelantando la
mano-. Tome el dinero, el bosque es mío. Riabinin hace así sus negocios, no se
entretiene en menudencias.
-En
tu lugar yo no me apresuraría a cogerle el dinero --dijo Levin.
-¿Qué
quieres que haga? -repuso Oblonsky con extrañeza-. He dado mi palabra.
Levin
salió de la habitación dando un portazo. Riabinin movió la cabeza y miró hacia
la puerta sonriente.
-¡Cosas
de jóvenes, niñerías! Si lo compro, crea en mi lealtad, lo hago sólo porque se
diga que fue Riabinin quien compró el bosque y no otro. ¡Dios sabe cómo me
resultará! Puede usted creerme. Y ahora haga el favor: fírmeme usted el
contrato.
Una
hora después, Riabinin, abrochando su gabán cuidadosamente y cerrando todos los
botones de su levita, en cuyo bolsillo llevaba el contrato de venta, se sentaba
en el pescante del charabán para volver a su casa.
-¡Oh,
lo que son estos señores! -dijo a su encargado-. Siempre los mismos.
-Claro
-repuso el empleado entregándole las riendas y ajustando la delantera de cuero
del vehículo-. ¿Puedo felicitarle por la compra, Mijail Ignatich?
-¡Arte,
arte! -gritó el comprador animando a los caballos.
XVII
Esteban
Arkadievich subió al piso alto con el bolsillo henchido del papel moneda que el
comerciante le había pagado con tres meses de anticipación.
El
asunto del bosque estaba terminado, la caza había sido abundante y Esteban
Arkadievich, hallándose muy optimista, deseaba disipar el mal humor de Levin.
Quería terminar el día como lo había empezado, y cenar tan agradablemente como
había comido.
Levin,
en efecto, estaba de mal humor y, pese a su deseo de mostrarse amable y
cariñoso con su caro amigo, no lograba dominarse. La embriaguez que le produjo
la noticia de que Kitty no se había casado se había ido desvaneciendo en él
poco a poco.
Kitty
no estaba casada y se hallaba enferma, enferma de amor por un hombre que la
despreciaba. Parecíale que en lo sucedido había también como una vaga ofensa
para él. Vronsky había desdeñado a quien desdeñara a Levin... Vronsky, pues,
tenía derecho a despreciar a Levin. En consecuencia, era enemigo suyo.
Pero
Levin no quería razonar sobre ello. Sentía que había algo ofensivo para él y se
irritaba no contra la causa, sino contra cuanto tenía delante. La necia venta
del bosque, el engaño en que Oblonsky cayera y que se había consumado en su
casa, le irritaba.
-¿Terminaste
ya? -preguntó a Esteban Arkadievich al encontrarle arriba-. ¿Quieres cenar?
-No
me niego. Se me ha despertado en este pueblo un apetito fenomenal. ¿Por qué no
has invitado a Riabinin?
-¡Que
se vaya al diablo!
-¡Le
tratas de un modo! -dijo Oblonsky-. Ni le has dado la mano. ¿Por qué haces eso?
-Porque
no doy la mano a mis criados y, sin embargo, valen cien veces más que él.
-Eres,
decididamente, un retrógrado. ¿Y la confraternidad de clases? -preguntó
Oblonsky.
-Quien
desee confraternizar, que lo haga cuanto quiera. A mí lo que me asquea, me
asquea.
-Eres
un reaccionario cerril.
-Te
aseguro que no he pensado nunca en lo que soy. Soy Constantino Levin y nada
más.
-Y
un Constantino Levin malhumorado -comentó, riendo, Esteban Arkadievich.
-¡Sí:
estoy de mal humor! ¿Y sabes por qué? Permíteme que te lo diga: por esa
estúpida venta que has hecho.
Esteban
Arkadievich arrugó las cejas con benevolencia, como hombre a quien acusan y
ofenden injustamente.
-Basta
-dijo-. Cuando uno vende algo sin decirlo, todos le aseguran después que lo que
vende valía mucho más. Pero cuando uno ofrece algo en venta, nadie le da nada.
Veo que tienes ojeriza a ese Riabinin.
-Es
posible... ¿Y sabes por qué? Vas a decir de nuevo que soy un reaccionario o
alguna cosa peor... Pero no puedo menos de afligirme viendo a la nobleza, esta
nobleza a la cual, a pesar de esta monserga de la confraternidad de clases, me
honro en pertenecer, va arruinándose de día en día... Y lo malo es que esa
ruina no es una consecuencia del lujo. Eso no sería ningún mal, porque vivir de
un modo señorial corresponde a la nobleza y sólo la nobleza lo sabe hacer. Que
los aldeanos compren tierras al lado de las nuestras no me ofende. El señor no
hace nada; el campesino trabaja, justo es que despoje al ocioso. Esto está en
el orden natural de las cosas, y a mí me parece muy bien; me satisface incluso.
Pero me indigna que la nobleza se arruine por candidez. Hace poco un
arrendatario polaco compró una espléndida propiedad por la mitad de su valor a
una anciana señora que vive en Niza. Otros arriendan a los comerciantes, a
rublo por deciatina, la tierra que vale diez rublos. Ahora tú, sin motivo
alguno, has regalado a ese ladrón treinta mil rublos.
-¿Qué
querías que hiciera? ¿Contar los árboles?
-¡Claro!
Tú no los has contado y Riabinin sí; y después los hijos de Riabinin tendrán
dinero para que les eduquen, y acaso a los tuyos les falte.
-Perdona;
pero encuentro algo mezquino en eso de contar los árboles. Nosotros tenemos
nuestro trabajo, ellos tienen el suyo y es justo que ganen algo. ¡En fin: el
asunto está terminado y basta! Ahí veo huevos al plato de la manera que más me
gustan. Y Agafia Mijailovna nos traerá sin duda aquel milagroso néctar de vodka
con hierbas.
Esteban
Arkadievich, sentándose a la mesa, comenzó a bromear con Agafia Mijailovna,
asegurándole que hacía tiempo que no había comido y cenado tan bien como aquel
día.
-Usted
dice algo, siquiera -repuso ella-; pero Constantino Dmitrievich nunca dice
nada. Si se le diera una corteza de pan por toda comida, tampoco diría ni una
palabra.
Aunque
Levin se esforzaba en vencer su mal humor, permaneció todo el tiempo triste y
taciturno.
Deseaba
preguntar algo a su amigo, pero no halló ocasión ni manera de hacerlo.
Esteban
Arkadievich había bajado ya a su cuarto, se había desnudado, lavado, se había
puesto el pijama y acostado y, sin embargo, Levin no se resolvía a dejarle,
hablando de cosas insignificantes y sin encontrar la fuerza para preguntarle lo
que quería.
-¡Qué
admirablemente preparan ahora los jabones! dijo Levin, desenvolviendo el trozo
de jabón perfumado que Agafia Mijailovna había dejado allí para el huésped y
que éste no había tocado- Míralo: es una obra de arte.
-Sí,
ahora todo es muy perfecto --dijo Oblonsky, bostezando con la boca totalmente
abierta-. Por ejemplo, los teatros y demás espectáculos están alumbrados con
luz eléctrica. ¡Ah, ah, ah! -y bostezaba más aún-. En todas partes hay
electricidad, en todas partes...
-Sí,
la electricidad... -respondió Levin-. Sí... ¿Oye?, ¿dónde está Vronsky ahora?
-preguntó dejando el jabón.
-¿Vronsky?
--dijo Esteban Arkadievich, concluyendo un nuevo bostezo-. Está en San
Petersburgo. Marchó poco después que tú y no ha vuelto a Moscú ni una vez. Voy
a decirte la verdad, Kostia -continuó Oblonsky, apoyando el brazo en la mesilla
de noche junto a su lecho y poniendo el rostro hermoso y rubicundo sobre la
mano, mientras a sus ojos bondadosos y cargados de sueños parecían asomar los
destellos de miríadas de estrellas. Tú tuviste la culpa, te asustaste ante tu
rival. Y yo, como te dije en aquel momento, aún no sé quién de los dos tenía
más probabilidades de triunfar. ¿Por qué no fuiste derechamente hacia el
objetivo? Ya te dije entonces que...
Y
Esteban Arkadievich bostezó sólo con un movimiento de mandíbulas, sin abrir la
boca.
"¿Sabrá
o no sabrá que pedí la mano de Kitty?", pensó Levin mirándole. " Sí:
se nota una expresión muy astuta, muy diplomática, en su semblante."
Y,
advirtiendo que se ruborizaba, Levin miró a Esteban Arkadievich a los ojos.
-Cierto
que entonces Kitty se sentía algo atraída hacia Vronsky -continuaba Oblonsky-.
¡Claro: su porte distinguido y su futura situación en la alta sociedad
influyeron mucho, no sobre Kitty, sino sobre su madre!
Levin
frunció las cejas. La ofensa de la negativa que se le había dado le abrasaba el
corazón como una herida reciente, pero ahora estaba en su casa, y sentirse entre
los muros propios es cosa que siempre da valor.
-Espera
-interrumpió a Oblonsky-. Permíteme que te pregunte: ¿en qué consiste ese porte
distinguido de que has hablado, ya sea en Vronsky o en quien sea? Tú consideras
que Vronsky es un aristócrata y yo no. El hombre cuyo padre salió de la nada y
llegó a la cumbre por saber arrastrarse, el hombre cuya madre ha tenido no se
sabe cuántos amantes... Perdona; pero yo me considero aristócrata y considero
tales a los que se me parecen por tener tras ellos dos o tres generaciones de
familias honorables que alcanzaron el grado máximo de educación (sin hablar de
capacidades y de inteligencia, que es otra cosa), que jamás cometieron
canalladas con nadie, que no necesitaron de nadie, como mis padres y mis
abuelos. Conozco muchos así. A ti te parece mezquino contar los árboles en el
bosque, y tú, en cambio, regalas treinta mil rublos a Riabinin; pero tú, claro,
recibes un sueldo y no sé cuántas cosas más, mientras yo no recibo nada, y por
eso cuido los bienes familiares y los conseguidos con mi trabajo... Nosotros
somos aristócratas y no los que subsisten sólo con las migajas que les echan
los poderosos y a los que puede comprarse por veinte copecks.
-¿Por
qué me dices todo eso? Estoy de acuerdo contigo -dijo Esteban Arkadievich
sincera y jovialmente, aunque sabía que Levin le incluía entre los que se
pueden comprar por veinte copecks. Pero la animación de Levin le complacía de
verdad-. ¿Contra quién hablas? Aunque te equivocas bastante en lo que dices de
Vronsky, no me refiero a eso. Te digo sinceramente que yo en tu lugar habría
permanecido en Moscú y...
-No.
No sé si lo sabes o no, pero me es igual y voy a decírtelo. Me declaré a Kitty
y ella me rechazó. Y ahora Catalina Alejandrovna no es para mí sino un recuerdo
humillante y doloroso.
-¿Por
qué? ¡Qué tontería!
-No
hablemos más. Perdóname si me he mostrado un poco rudo contigo -dijo Levin.
Y
ahora que lo había dicho todo, volvía ya a sentirse como por la mañana.
-No
te enfades conmigo, Stiva. Te lo ruego; no me guardes rencor -terminó Levin.
Y
cogió, sonriendo, la mano de su amigo.
-Nada
de eso, Kostia. No tengo por qué enfadarme. Me alegro de esta explicación. Y
ahora a otra cosa: a veces por las mañanas hay buena caza. ¿Iremos? Podría
prescindir de dormir a ir directamente del cazadero a la estación.
-Muy
bien.
XVIII
Aunque
la vida interior de Vronsky estaba absorbida por su pasión, su vida externa no
había cambiado y se deslizaba raudamente por los raíles acostumbrados de las
relaciones mundanas, de los intereses sociales, del regimiento.
Los
asuntos del regimiento ocupaban importante lugar en la vida de Vronsky, más aún
que por el mucho cariño que tenía al cuerpo, por el cariño que en el cuerpo se
le tenía. No sólo le querían, sino que le respetaban y se enorgullecían de él,
se enorgullecían de que aquel hombre inmensamente rico, instruido a
inteligente, con el camino abierto hacia éxitos, honores y pompas de todas
clases, despreciara todo aquello, y que de todos los intereses de su vida no
diera a ninguno más lugar en su corazón que a los referentes a sus camaradas y
a su regimiento.
Vronsky
tenía conciencia de la opinion en que le tenían sus compañeros y, aparte de que
amaba aquella vida, se consideraba obligado a mantenerles en la opinión que de
él se habían formado.
Como
es de suponer, no hablaba de su amor con ninguno de sus compañeros, no dejando
escapar ni una palabra ni aun en los momentos de más alegre embriaguez (aunque
desde luego rara vez se emborrachaba hasta el punto de perder el dominio de sí
mismo). Por esto podía, pues, cerrar la boca a cualquiera de sus camaradas que
intentase hacerle la menor alusión a aquellas relaciones.
No
obstante, su amor era conocido en toda la ciudad, Más o menos, todos
sospechaban algo de sus relaciones con la Karenina. La mayoría de los jóvenes
le envidiaban precisamente por lo que hacía más peligroso su amor: el alto
cargo de Karenin que contribuía a hacer más escandalosas sus relaciones.
La
mayoría de las señoras jóvenes que envidiaban a Ana y estaban hartas de oírla
calificar de irreprochable, se sentían satisfechas y sólo esperaban la sanción
de la opinión pública para dejar caer sobre ella todo el peso de su desprecio.
Preparaban ya los puñados de barro que lanzarían sobre Ana cuando fuese llegado
el momento. Sin embargo, la mayoría de la gente de edad madura y de posición
elevada estaba descontenta del escándalo que se preparaba.
La
madre de Vronsky, al enterarse de las relaciones de su hijo, se sintió, en
principio, contenta, ya que, según sus ideas, nada podía acabar mejor la
formación de un joven como un amor con una dama del gran mundo. Por otra parte,
comprobaba, no sin placer, que aquella Karenina, que tanto le había gustado,
que le había hablado tanto de su hijo, era al fin y al cabo como todas las
mujeres bonitas y honradas, según las consideraba la princesa Vronskaya.
Pero
últimamente se informó de que su hijo había rechazado un alto puesto a fin de
continuar en el regimiento y poder seguir viendo a la Karenina, y supo que
había personajes muy conspicuos que estaban descontentos de la negativa de
Vronsky.
Esto
la hizo cambiar de opinión tanto como los informes que tuvo de que aquellas
relaciones no eran brillantes y agradables, a estilo del gran mundo y tal como
ella las aprobaba, sino una pasión a lo Werther, una pasión loca, según le
contaban, y que podía conducir a las mayores imprudencias.
No
había visto a Vronsky desde la inesperada marcha de éste de Moscú y envió a su
hijo mayor para decirle que fuese a verla.
Tampoco
el hermano mayor estaba contento. No le importaba qué clase de amor era aquel
de su hermano, grande o no, con pasión o sin ella, casto o vicioso (él mismo,
aun con hijos, entretenía a una bailarina y por ello miraba el caso con
indulgencia, pero sí observaba que las relaciones de su hermano disgustaban a
quienes no se puede disgustar, y éste era el motivo de que no aprobase su
conducta).
Aparte
del servicio y del gran mundo, Vronsky se dedicaba a otra cosa: los caballos,
que constituían su pasión.
Aquel
año se habían organizado carreras de obstáculos para oficiales y Vronsky se
inscribió entre los participantes, después de lo cual compro una yegua inglesa
de pura sangre. Estaba muy enamorado, pero ello no le impedía apasionarse por
las próximas carreras.
Las
dos pasiones no se estorbaban la una a la otra. Al contrario: le convenían
ocupaciones y diversiones independientes de su amor que le calmasen a hiciesen
descansar de aquellas impresiones que le agitaban con exceso.
XIX
El
día de las carreras en Krasnoie Selo, Vronsky entró en el comedor del regimiento
más temprano que de costumbre, a fin de comer un bistec.
No
tenía que preocuparse mucho de no aumentar el peso, porque pesaba precisamente
los cuatro puds y medio requeridos. Pero de todos modos evitaba comer
dulces y harinas para no engordar.
Sentado,
con el uniforme desabrochado bajo el que se veía el chaleco blanco, con los
brazos sobre la mesa en espera del bistec encargado, miraba una novela francesa
que había puesto, abierta, ante el plato con el único objeto de no tener que
hablar con los oficiales que entraban y salían. Vronsky reflexionaba.
Pensaba
en que Ana le había prometido una entrevista para hoy, después de las carreras.
No la había visto desde hacía tres días y, como su marido acababa de regresar
del extranjero, él ignoraba si la entrevista sería posible o no, y no se le
ocurría cómo podría saberlo.
Había
visto a Ana la última vez en la casa de veraneo de su prima Betsy. Vronsky
evitaba frecuentar la residencia veraniega de los Karenin, pero ahora
necesitaba ir y meditaba la manera de hacerlo.
"Bien;
puedo decir que Betsy me envía a preguntar a Ana si irá a las carreras o no.
Sí, claro que puedo ir", decidió alzando la cabeza del libro.
Y
su imaginación le pintó tan vivamente la felicidad de aquella entrevista que su
rostro resplandeció de alegría.
-Manda
a decir a casa que enganchen en seguida la carretela con tres caballos -ordenó
al criado que le servía el bistec en la caliente fuente de plata.
Y
acercando la bandeja, empezó a comer.
En
la contigua sala de billar se oían golpes de tacos, charlas y risas. Por la
puerta entraron dos oficiales: uno un muchacho joven, de rostro dulce y
enfermizo, recién salido del Cuerpo de Cadetes, y otro un oficial veterano,
grueso, con una pulsera en la muñeca, con los ojos pequeños, casi invisibles, en
su rostro lleno.
Al
verlos, Vronsky arrugó el entrecejo y, fingiendo no reparar en ellos, hizo como
que leía, mientras tomaba el bistec.
-¿Te
fortaleces para el trabajo? -dijo el oficial grueso sentándose a su lado.
-Ya
lo ves --contestó Vronsky, serio, limpiándose los labios y sin mirarle.
-¿No
temes engordar? -insistió aquél, volviendo su silla hacia el oficial joven.
-¿Cómo?
-preguntó Vronsky con cierta irritación haciendo una mueca con la que exhibió
la doble fila de sus dientes apretados.
-¿Si
no temes engordar?
-¡Mozo!
¡Jerez! -ordenó Vronsky al criado sin contestar.
Y
poniendo el libro al otro lado del plato, continuó leyendo.
El
oficial grueso tomó la carta de vinos y se dirigió al joven.
-Escoge
tú mismo lo que hayamos de beber -dijo, dándole la carta y mirándole.
-Acaso
vino del Rin... -indicó el oficial joven, mirando con timidez a Vronsky y
tratando de atusarse los bigotillos incipientes.
Viendo
que Vronsky no le dirigía la mirada, el oficial joven se levantó.
-Vayamos
a la sala de billar --dijo.
El
oficial veterano se levantó, obedeciéndole, y ambos se dirigieron hacia la
puerta.
En
aquel instante entró en la habitación el capitán de caballería Yachvin, hombre
alto y de buen porte. Se acercó a Vronsky y saludó despectivamente, con un
simple ademán, a los otros dos oficiales.
-¡Ya
le tenemos aquí! -gritó, descargándole en la hombrera un fuerte golpe de su
manaza.
Vronsky,
irritado, volvió la cabeza. Pero en seguida su rostro recuperó su habitual
expresión suave, tranquila y firme.
-Haces
bien en comer, Alocha -dijo el capitán con su sonora voz de barítono-. Come,
come y toma unas copitas.
-Te
advierto que no tengo ganas.
-¡Los
inseparables! --exclamó Yachvin, mirando burlonamente a los dos oficiales, que
en aquel momento entraban en la otra sala.
Y
se sentó junto a Vronsky, doblando en ángulo agudo sus piernas, enfundadas en
pantalones de montar muy estrechos, y que resultaban demasiado largas para la
altura de las sillas.
-¿Por
qué no fuiste al teatro Krasninsky? No estuvo mal la Numerova. ¿Dónde estabas?
-Pasé
mucho tiempo en casa de los Tversky.
-¡Ah!
Yachvin,
jugador y libertino, de quien no podía decirse que fuera un hombre sin
principios, porque profesaba principios francamente inmorales, era el mejor
amigo que Vronsky tenía en el regimiento.
Vronsky
le apreciaba por su extraordinario vigor físico, que demostraba generalmente
bebiendo como una cuba, pasando noches sin dormir y permaneciendo inalterable a
pesar de todo. Pero también le estimaba Vronsky por su fuerza moral, que
demostraba en el trato con jefes y camaradas, a quienes inspiraba respeto y
temor. Demostraba también aquella energía en el juego, en el que tallaba por
miles y miles, jugando siempre, a pesar de las enormes cantidades de vino
bebidas, con tanta destreza y dominio de sí que pasaba por el mejor jugador del
Club Inglés. En fin, Vronsky estimaba y quería a Yachvin porque sabía que éste
correspondía a su aprecio y afecto, no por su nombre o riquezas, sino por sí
mismo.
De
todos los conocidos, era Yachvin el único a quien Vronsky habría deseado hablar
de su amor. Aunque Yachvin despreciaba todos los sentimientos, Vronsky
adivinaba que sólo él sería capaz de comprender aquella pasión que ahora
llenaba su vida. Estaba seguro de que Yachvin no encontraría placer en
chismorrear sobre aquello, ya que no le agradaban la murmuración ni el
escándalo. Seguramente habría comprendido su sentimiento en su justo valor, es
decir, entendiendo que el amor no es una broma ni una diversión, sino algo
serio a importante.
Vronsky,
aunque nunca le hablara de su amor, sabía que Yachvin estaba al corriente de
todo y que tenía el concepto que debía tener. y le áustaba leerlo en los ojos
de su amigo.
-¡Ah!
-exclamó Yachvin cuando Vronsky le hubo dicho que había estado en casa de los
Tversky.
Brillaron
sus ojos negros. se cogió el extremo izquierdo de su bigote y se lo metió en la
boca, según la mala costumbre que tenía.
-Y
tú, ¿qué hiciste ayer? ¿Ganaste? -preguntó Vronsky.
-Ocho
mil. Pero con tres mil no puedo contar. No van a pagármelos.
-Entonces
no importa que pierdas apostando por mí -dijo Vronsky, riendo, pues sabía que
su amigo había apostado una fuerte suma a su favor en aquellas carreras.
-No
perderé. Tu único enemigo de cuidado es Majotin.
Y
la conversación pasó a las carreras, único tema que aquel día podía interesar a
Vronsky.
-Bien,
ya he terminado -dijo éste.
Y,
levantándose, se dirigió a la puerta.
Yachvin
se levantó también, estirando sus largas piernas y su ancha espalda.
-Aún
es temprano para comer; pero me apetece beber. Espérame, ahora voy. ¡Eh! ¡Venga
vino! -gritó con voz sonora que hacía retemblar los cristales, voz célebre por
el estruendo con que daba órdenes-. ¡Pero no, no quiero! -gritó otra vez-. Si
vuelves a tu casa, voy contigo.
Y
salieron juntos.
XX
Vronsky
ocupaba en el campamento una isba finesa, muy limpia y dividida en dos
departamentos. En el campamento, Petrizky vivía también con él. Cuando Vronsky
y Yachvin entraron, Petrizky dormía aún.
-Levántate;
ya has dormido bastante -dijo Yachvin pasando al otro lado del tabique y sacudiendo
por los hombros al desgreñado Petrizky, que dormía con la cabeza hundida en la
almohada.
Petrizky
se incorporó bruscamente sobre las rodillas y miró a su alrededor.
-Ha
estado aquí tu hermano -dijo a Vronsky-. Me despertó. ¡El diablo le lleve! Ha dicho
que volvería.
Y
atrayendo otra vez la manta hacia sí, apoyó la cabeza en la almohada.
-Déjame
en paz, Yachvin -dijo a éste, que insistía en tirar de la manta-. Déjame...
-dio media vuelta y abrió los ojos-. Y si no, vale más que digas esto: ¿qué me
convendría beber ahora? Tengo en la boca un sabor tan malo que...
-Lo
mejor será beber vodka -contestó Yachvin con su voz de bajo-. ¡Tereschenko,
trae vodka y pepinos salados para el señor!. -gritó al ordenanza.
-¿Crees
que lo mejor será vodka? -preguntó Petrizky, haciendo muecas-. ¿Bebes tú? Si
bebemos los dos, de acuerdo. Y tú, Vronsky, ¿bebes? -concluyó Petrizky
levantándose y envolviéndose hasta el pecho en la manta de rayas.
Salió
por la puerta del tabique, levantó los brazos y cantó en francés:
Había en
Tule un rey...
-¿Beberás,
Vronsky? -insistió.
-Déjame
en paz -repuso Vronsky, poniéndose el uniforme que le ofrecía el ordenanza.
-¿Adónde
vas? -preguntó Yachvin-. Allí tienes la troika -añadió, viendo acercarse el
coche.
-Alas
cuadras. Además, tengo que ver antes a Briansky para hablarle de los caballos
-repuso Vronsky.
Vronsky,
en efecto, había prometido visitar a Briansky, que vivía a diez verstas de
San Petersburgo, para llevarle el dinero de los caballos. Quería aprovechar el
tiempo para realizar de paso aquella visita.
Pero
sus compañeros comprendieron en seguida que no iba sólo allí.
Petrizky,
mientras continuaba cantando, guiñó el ojo y sacó los labios, como diciendo:
"Ya sabemos quién es el Briansky que tienes que visitar".
-Procura
no volver tarde -dijo únicamente Yachvin.
Y,
cambiando de conversación, preguntó mirando a la ventana y refiriéndose al
caballo de varas de la troika que él le había vendido:
-¿Y
qué? ¿Cómo te va mi bayo?
-Espera
-gritó Petrizky, viendo que Vronsky salía ya-. Tu hermano ha dejado para ti una
carta y una nota. Pero ¿dónde están?
Vronsky
se paró.
-¿Dónde
están?
-Claro,
¿dónde están? Ésa es precisamente la cuestión --dijo con solemnidad Petrizky,
pasándose el dedo índice por encima de la nariz.
-¡Vamos,
contesta! Es una estupidez lo que estás haciendo -dijo, sonriendo, Vronsky.
-No
he encendido el fuego con ella. Deben de estar en alguna parte.
-Déjate de mentiras. ¿Dónde está la carta?
-De
veras que lo he olvidado. O ¿lo habré soñado quizá? Espera, espera... ¿Por qué
te enfadas? Si hubieras bebido, como yo ayer, cuatro botellas (cuatro por
persona), habrías olvidado también dónde tenías la carta y estarías ahora
descansando... Espera; voy a acordarme ahora mismo.
Petrizky
pasó tras el tabique y se acostó.
-¿Ves?
Yo estaba así cuando entró tu hermano... Sí, sí, sí... ¡Ahi tienes la carta!
Y
la sacó de debajo del colchón, que era donde la había guardado.
Vronsky
cogió la carta y la nota de su hermano.
Era
lo que esperaba. Su madre le escribía reprochándole que no fuese a verla. La
nota de su hermano decía que necesitaba hablarle.
Vronsky
sabía que ambas cosas hacían referencia a lo mismo.
"¿Qué
tienen que ver ellos con todo esto?", se preguntaba
Estrujó
las cartas y las guardó entre dos botones del uniforme para leerlas más detenidamente
por el camino.
A
la entrada de su casa halló dos oficiales, uno de los cuales pertenecía a su
regimiento.
-¿Adónde
vas? -le preguntaron.
-Tengo
que ir a Peterhof.
-¿Ha
llegado el caballo de Tsarkoie Selo? .
-Sí,
pero no le he visto.
-Dicen
que el " Gladiador" de Majotin cojea.
-No
es cierto. ¡Pero no sé cómo vais a saltar con el barro que hay! --dijo el otro
oficial.
-¡Aquí
están mis salvadores! -exclamó Petrizky al ver a los oficiales.
El
ordenanza estaba ante él trayendo el vodka y los pepinos salados.
-Yachvin
me ordena que beba para refrescarme -añadió. -¡Qué noche nos disteis! -dijo uno
de los oficiales-. No me dejasteis dormir ni un momento.
-¡Si
supierais cómo terminamos! -refería Petrizky-. Volkov se subió al tejado y
decía que estaba triste. Y yo dije entonces: " ¡Música! ¡La marcha
fúnebre! ". Y Volkov se durmió en el tejado al arrullo de la marcha
fúnebre...
-Bebe
primero vodka y luego agua de Seltz con mucho limón -dijo Yachvin, que
permanecía ante Petrizkv como una madre que obliga a un niño a tomar una
medicina-. Luego puedes tomar ya una botellita de champaña. Pero una sola, ¿eh?
-¡Eso
es definitivo! Espera, Vronsky: vamos a beber.
-No.
Adiós, señores. Hoy no bebo.
-¿Temes
ganar peso? Entonces beberemos solos. Tráeme agua de Seltz y limón -dijo
Petrizky al ordenanza.
-¡Vronsky!
--dijo uno de ellos al joven cuando salía.
-¿Qué?
-Deberías
cortarte el cabello. Pesa demasiado. Sobre todo el de la calva.
Realmente
Vronsky se estaba quedando calvo antes de tiempo. Él rió jovialmente, enseñando
sus dientes apretados, y, cubriéndose la calva con la gorra, salió y se sentó
en el coche.
-¡A
la cuadra! -ordenó.
Y
sacó las cartas para leerlas, pero cambió de opinión a fin de no distraerse
antes de ver el caballo.
"Las
leeré después", pensó.
XXI
La
cuadra provisional donde habían llevado su yegua el día anterior era una
construcción de madera al lado mismo del hipódromo.
Vronsky
no la había visto aún. Durante los últimos días no la sacaba a pasear él mismo,
sino su entrenador, así que ignoraba en qué estado podía hallarse la
cabalgadura.
Apenas
descendió del cabriolé, el palafrenero, que había reconocido el coche desde
lejos, llamó al entrenador.
Éste
apareció. Era un inglés seco, que calzaba botas altas y vestía chaqueta corta,
con un mechón de pelo en la barbilla. Andaba con el paso algo torpe de los
jockeys, muy separados los codos, y le salió al encuentro balanceándose.
-¿Cómo
va "Fru-Fru" ? -preguntó Vronsky en inglés.
All
rigth, sir -contestó el
inglés con voz gutural y profunda-. Será mejor que no pase a verla -añadió,
quitándose el sombrero-. Le he puesto el bocado y está agitada. Es preferible
no inquietarla.
-Voy,
voy. Quiero verla.
-Vayamos,
pues -pronunció el inglés, casi sin abrir la boca.
Y,
moviendo los codos, penetró en la cuadra con desgarbado andar.
Penetraron
en un pequeño patio que precedía al establo. El mozo de servicio, hombre de
buena estatura, vestido con un guardapolvo limpio y empujando una escoba, les
siguió.
En
la cuadra había cinco caballos en sus respectivos lugares. Vronsky sabía que
también estaba allí su competidor más temible, "Gladiador", el
caballo rojo de Majotin.
Más
que su caballo, interesaba a Vronsky examinar a "Gladiador", al que
nunca había visto hasta entonces. Pero la etiqueta vigente entre los aficionados
a caballos prohibía no sólo ver los del antagonista, sino ni siquiera preguntar
por ellos.
Mientras
avanzaba por el pasillo, el mozo abrió la puerta del segundo departamento a la
izquierda y Vronsky vio un enorme caballo rojo, de remos blancos.
Sabía
que aquél era "Gladiador", pero Vronsky volvió la cabeza con el
sentimiento de un hombre educado que vuelve el rostro para no leer la carta
abierta de un tercero, aunque su contenido le intrigue.
Luego
se acercó al departamento de "Fru-Fru".
-Ahí
está el caballo de Mah... Mak... ¡No consigo pronunciar ese nombre! -dijo el
inglés, indicando con su pulgar de sucia uña el departamento de
"Gladiador".
-¿De
Majotin? Sí; es mi competidor más temible -afirmó Vronsky.
-Si
usted lo montara, yo apostaría por usted --dijo el inglés.
-"Fru-Fru"
es más nerviosa y "Gladiador" más fuerte -repuso Vronsky,
correspondiendo con una sonrisa a aquel cumplido que se hacía a su pericia de
jinete.
-En
las cameras de obstáculos es cuestión de saber montar bien y de pluck -dijo
el inglés. Y con esta palabra quería significar osadía y arrojo. Vronsky no
sólo creía tener el suficiente, sino que estaba persuadido de que nadie en el
mundo podía tener más pluck que él.
-¿Cree
usted que es precisa mayor sudoración?
-No
es necesario. Pero, no hable tan alto, por favor -contestó el inglés-. El
caballo se inquieta -añadió señalando con la mano el departamento cerrado ante
el cual se hallaban y del que salía un ruido de cascos golpeando la pala.
Abrió
la puerta y Vronskv entró en el establo, débilmente iluminado por una
ventanita. En el establo, agitando las patas sobre la paja fresca, estaba la
yegua, baya oscura, con el freno puesto.
Ya
acostumbrado a la media luz del establo, Vronsky pudo apreciar una vez más, de
una ojeada, las características de su animal preferido.
"Fru-Fru"
tenía regular alzada y, al parecer, no carecía de defectos. Sus huesos eran
demasiado frágiles y, aunque de tórax saliente, resultaba estrecha de pecho.
Tenía la grupa algo hundida y en los remos delanteros, y más aún en los
traseros, se notaba una evidente tosquedad. Los músculos de las patas no eran
fuertes y en cambio el vientre resultaba muy ancho, lo que sorprendía
considerando la dieta y también las enjutas ancas del animal. Los huesos de las
patas no parecían, bajo las corvas, más anchos que un dedo si se los miraba de
frente, pero resultaban muy sólidos si se examinaban de lado.
La
yegua, en conjunto, salvo si se la miraba de flanco, resultaba apretada de
lados y prolongada hacia abajo. Pero poseía en grado sumo una cualidad que
hacía olvidar sus defectos: la "sangre" , como se dice con arreglo a
la expresión inglesa. Entre la red de sus nervios, sus prominentes músculos,
dibujándose a través de la piel fina, flexible y suave como el raso, parecían
tan fuertes como los huesos. La cabeza, flaca, de ojos salientes, alegres y
brillantes, se ensanchaba hacia la boca, mostrando en las fosas nasales la
membrana rica de sangre.
Toda
su figura, y sobre todo su cabeza, tenía una expresión rotunda, enérgica y
suave a la vez. Era uno de esos animales que parece que si no hablan es sólo
porque la estructura de su boca no lo permite.
Al
menos a Vronsky se le figuró que la yegua comprendía todas las impresiones que
él experimentaba mirándola.
Al
entrar Vronsky, el animal aspiró profundamente y torciendo sus ojos hasta que
las órbitas se le enrojecieron de sangre, miró a los que entraban por el lado
opuesto dando sacudidas al freno y moviendo ágilmente los pies.
-¡Vea
usted que nerviosa está! -dijo el inglés.
-¡Quieta,
querida, quieta...! -murmuró Vronsky, acercándose a la yegua y hablándole.
Cuanto
más se acercaba Vronsky, más se inquietaba el animal. Al fin, cuando él estuvo
a su lado, " Fru-Fru" se calmó y sus músculos temblaron bajo la piel
suave y fina.
Vronsky
acarició su cuello robusto, arregló un mechón de crines que le caían al lado
opuesto y acercó el rostro a las narices del animal, finas y tensas como alas
de murciélago.
La
yegua hizo una ruidosa aspiración, dejó escapar el aire por las narices
trémulas, bajó una oreja y alargó hacia Vronsky el belfo negro y fuerte, como
si quisiera coger la manga de su amo. Mas, recordando que llevaba el bocado,
comenzó a cambiar de posición sus finos remos.
-Cálmate,
querida, cálmate -dijo él, acariciándole la grupa.
Y
salió del establo satisfecho de hallar al animal en tan buena disposición.
La
excitación de la yegua se había comunicado a Vronsky, el cual sentía que la
sangre le afluía al corazón y que, igual que al animal, le agitaba un deseo de
moverse, de morder. Era una sensación que infundía temor y alegría a la vez.
-Confío
en usted -dijo al inglés-. A las seis y media, en el lugar señalado.
-Todo
marchará bien -repuso el inglés-. ¿Adónde va usted ahora, milord? -preguntó de
pronto, dando a Vronsky un tratamiento no empleado casi nunca por él hasta
entonces.
Vronsky,
extrañado, levantó la cabeza y miró, como solía, no a los ojos, sino a la
frente del inglés, asombrado de la audacia de su pregunta.
Pero,
comprendiendo que al hablar así el entrenador le consideraba no como su señor,
sino como un jinete, contestó:
-Voy
a ver a Briansky y dentro de una hora estaré en casa.
"Hoy
no hacen más que preguntarme todos lo mismo" , pensó sonrojándose, lo que
le sucedía en raras ocasiones.
El
inglés le miró atentamente y, como si adivinase a dónde iba, añadió:
-Es
muy esencial estar tranquilo antes de la carrera. No se enoje ni disguste por
nada.
All rigth
-repuso Vronsky sonriendo.
Y,
saltando a la carretela, ordenó al cochero que le llevase a Peterhorf.
Apenas
habían andado algunos pasos, el nublado que desde la mañana amenazaba descargar
se resolvió en un aguacero.
"Malo",
pensó Vronsky, bajando la capota del carruaje. "Si ya sin esto había
barro, ahora el campo será un verdadero cenagal."
Sentado
a solas en la carretela cubierta, sacó la carta de su madre y la nota de su
hermano y las leyó.
¡Siempre
lo mismo! Todos, incluso su madre y su hermano, encontraban necesario mezclarse
en los asuntos de su corazón. Aquella intromisión despertaba en él ira, que era
un sentimiento que experimentaba raras veces.
"¿Qué
tienen que ver con esto? ¿Por qué consideran todos como un deber preocuparse
por mí? Seguramente porque advierten que se trata de algo incomprensible para
ellos. ¡Cuánto me abruman con sus consejos! Si se tratara de relaciones
corrientes y triviales, como las habituales en sociedad, me dejarían tranquilo;
pero advierten que esto es diferente, que no se trata de una broma y que quiero
a esa mujer más que a mi vida. Y, como no comprenden tal sentimiento, se
irritan. Pase lo que pase, nosotros nos hemos creado nuestra suerte y no nos
quejamos de ella", pensaba, refiriéndose con aquel " nosotros" a
Ana y a sí mismo. "Y los demás se empeñan en enseñarnos a vivir, No tienen
idea de lo que es la felicidad; ignoran que fuera de este amor no existe ni
ventura ni desventura, porque no existe ni siquiera vida", concluyó
Vronsky.
Se
enojaba tanto contra la intromisión ajena, cuanto, en el fondo, reconocía que
todos tenían razón. Sentía que su amor por Ana no era una pasión momentánea,
que se disiparía como se disipan las relaciones mundanas, sin dejar en la vida
de ambos otras huellas que recuerdos agradables o desagradables.
Reconocía
lo terrible de la situación de ambos, la dificultad de ocultar su amor, de
mentir y engañar al respecto, hallándose ambos tan a la vista de todos; sí, de
mentir y engañar, y estar alerta, pensando siempre en los demás, cuando la
pasión que les unía era tan avasalladora que les hacia olvidarse de cuanto no
fuera su amor.
Recordaba
con claridad la frecuencia con que tenían que hacerlo violentando así su
naturaleza, y recordó, sobre todo, con nitidez especial la vergüenza que
experimentaba Ana al verse forzada a fingir.
Desde
que tenía relaciones con Ana sentía a menudo un extraño sentimiento de
repulsión que llegaba a dominarle por completo. Repulsión hacia Alexey
Alejandrovich, hacia sí mismo, hacia todo el mundo. Le habría costado poder
precisar aquel sentimiento, pero lo rechazaba siempre lejos de él.
Movió
la cabeza y prosiguió pensando:
"Antes
ella era desgraciada, pero se sentía orgullosa y tranquila. Ahora, en cambio,
no puede tener orgullo ni tranquilidad, aunque lo aparente. Hay que terminar
con esto", resolvió.
Por
primera vez, pues, experimentaba la necesidad de concluir con aquella farsa, y
cuanto antes mejor.
"Es
preciso abandonarlo todo y ocultarnos los dos en algún sitio, a solas con
nuestro amor", se dijo.
XXII
El
aguacero fue de corta duración, y cuando Vronsky llegaba a su destino al trote
largo del caballo de varas, que forzaba a correr los laterales sin necesidad de
acicate, el sol lucía de nuevo y los tejados de las casas veraniegas y los
añosos tilos de los jardines que flanqueaban la calle principal despedían una
claridad húmeda, y el agua goteaba de las ramas y se deslizaba por los tejados
con alegre rumor.
Vronsky
no pensaba ya en que el chaparrón pudiera enlodazar la pista, sino que se
regocijaba pensando en que, gracias a la lluvia, encontraría en casa a Ana.
Sabía
que su marido, recién llegado de una cura de aguas en el extranjero, no estaba
en la casa de verano.
Esperando
encontrarla sola, Vronsky, como hacía siempre para atraer menos la atención,
dejó el carruaje antes de llegar al puentecillo, avanzó a pie y en vez de
entrar por la puerta principal que daba a la calle, entró por la del patio.
-¿Ha
llegado el señor? -preguntó al jardinero.
-No,
señon La señora, sí, está en casa. ¡Pero entre por la puerta principal! Allí
hay criados y podrán abrirle -repuso el hombre.
-No,
pasaré por el jardín.
Y,
seguro ya de que Ana estaba sola, y deseando sorprenderla, ya que no le había
anunciado su visita para hoy y no debía esperar verle antes de las carreras, se
dirigió, suspendiendo el sable y pisando con precaución la arena del sendero
bordeado de flores, a la terraza que daba al jardín.
Había
olvidado cuanto pensara por el camino sobre las dificultades y disgustos de su
situación. Sólo sabía que iba a verla y no imaginariamente, sino viva, tal como
era.
Ya
subía, pisando siempre con cautela, para no hacer ruido, los lisos peldaños de
la escalinata, cuando de pronto recordó lo que olvidaba siempre, lo que más
penosas hacía sus relaciones con ella: el hijo de Ana, siempre con su mirada
interrogativa que tan desagradable le resultaba.
El
niño perturbaba sus citas más que nadie. Cuando estaba con ellos, ni Ana ni
Vronsky osaban decir nada que no pudiera repetirse ante terceros, ni empleaban
alusiones que el niño no pudiera entenden
No
lo habían convenido así: la cosa surgió por sí misma.
En
su presencia hablaban sólo como si fuesen simples conocidos. Pero, pese a sus
precauciones, Vronsky sorprendía a menudo fija en él una mirada atenta y
extraña, y comprobaba cierta timidez, cierta desigualdad -ya excesivo afecto,
ya despego- en el trato que le dispensaba el niño. Se diría que el pequeño
adivinaba que entre aquel hombre y su madre existía una relación profunda,
incomprensible para él.
En
realidad, el niño no comprendía aquellas relaciones y se esforzaba en concretar
los sentimientos que debía inspirarle Vronsky. Su sensibilidad infantil le
permitía notar claramente que su padre, su institutriz, el aya, todos en fin,
no apreciaban a Vronsky, sino que le miraban con repugnancia y temor, aunque no
dijeran nada de él, en tanto que su madre le trataba siempre como a su mejor
amigo.
"¿Qué
significa esto? ¿Quién es? ¿Debo quererle? No le comprendo y debe de ser culpa
mía; debo de ser un niño malo o tonto", pensaba el pequeño. Y ésta era la
causa de su expresión interrogativa y un tanto malévola y de la timidez y de la
desigualdad de trato que tanto enojaban a Vronsky.
Ver
a aquel niño despertaba en él aquel sentimiento de repulsión inmotivada que
experimentaba en los últimos tiempos.
En
verdad, la presencia del niño inspiraba a Vronsky los sentimientos de un
navegante que comprueba, por la brújula, que sigue una ruta equivocada, sin
medios para poderla rectificar, sintiéndose cada vez más extraviado y
consciente de que el cambio de dirección equivale a su pérdida.
Aquel
niño con su ingenua mirada representaba en la vida la brújula que les marcaba a
Ana y a él el grado de extravío a que sabían haber llegado, aunque se negaran a
reconocerlo.
Sergio
no se hallaba en casa. Había salido de paseo, sorprendiéndole la lluvia en
pleno campo. Ana había enviado a un criado y a una muchacha a buscarlo y ahora
estaba sola, sentada en la terraza, esperándole.
Vestía
un traje blanco con anchos bordados y, hallándose en un ángulo de la terraza,
tras las flores, no veía a Vronsky. Inclinando la cabeza de oscuros rizos,
sostenía una regadera entre sus hermosas manos ensortijadas que él conocía tan
bien.
La
hermosura de su cabeza, de su garganta, de sus manos, de toda su figura,
sorprendía siempre a Vronsky como algo nuevo.
Se
detuvo, mirándola arrobado. Pero apenas adelantó un paso ella presintió su
proximidad, soltó la regadera y volvió a él su encendido semblante.
-¿Qué
le pasa? ¿Se encuentra mal! -preguntó él en francés, acercándose.
Habría
querido precipitarse hacia ella, pero pensando que podía haber alguien que les
observara, miró primero hacia las vidrieras del balcón y se sonrojó, como
siempre que se veía obligado a mirar en torno suyo.
-No.
Estoy bien -repuso ella, levantándose y estrechando la mano que le alargaba
Vronsky-. Pero no lo esperaba.
-¡Dios
mío, qué manos tan frías! --exclamó él.
-Me
has asustado -dijo Ana-. Estoy sola, esperando a Sergio, que salió de paseo.
Vendrán por ese lado.
A
pesar de sus esfuerzos para parecer tranquila, sus labios temblaban.
-Perdóneme
que viniera. No me fue posible pasar un día más sin verla-dijo Vronsky, siempre
en francés, para eludir el ceremonioso "usted" y el comprometedor
" tú" del idioma ruso.
-¿Perdonarte
el qué? Estoy muy contenta.
-O
se encuentra usted mal o está triste -continuó Vronsky, sin soltar su mano a
inclinándose hacia Ana-. ¿En qué pensaba?
-Siempre
en lo mismo -repuso ella, sonriendo.
Decía
la verdad. En cualquier momento en que le preguntaran podía contestar sin
faltar a la verdad: pienso en uno, en su felicidad y en su desgracia.
Ahora
mismo, al llegar Vronsky, Ana pensaba precisamente en cómo era posible que a
Betsy, por ejemplo (pues estaba enterada de sus relaciones con Tuchskovich), le
resultase todo tan fácil, mientras que a ella le era tan penoso.
Y
hoy tal pensamiento la atormentaba particularmente por especiales razones.
Preguntó
a Vronsky sobre las carreras y él, viendo nerviosa a Ana, a fin de distraería,
le contó todo lo relativo a los preparativos para el concurso hípico.
"
¿Se lo digo o no?" , pensaba ella, contemplando los ojos tranquilos y
acariciadores de Vronsky. " Se siente tan feliz, tan ocupado con lo de las
carreras, que no lo comprendería en su verdadero sentido, no comprendería la
significación que encierra este hecho para nosotros..."
-Aún
no me ha dicho usted en qué estaba pensando cuando entré. Dígamelo, se lo ruego
-suplicó Vronsky, interrumpiendo su conversación.
Ana
no contestó. Inclinando levemente la cabeza, le dirigía, con la frente baja, la
mirada de sus brillantes ojos adornados de largas pestañas.
Su
mano jugueteaba con una hoja y temblaba. Vronsky reparó en ello y en su rostro
se expresó aquella sumisión, aquella obediencia ciega que tanto conmovían a
Ana.
-Veo
que le pasa algo. ¿Cómo voy a estar tranquilo sabiendo que sufre usted una pena
que no comparto? Dígamela, por Dios -insistió.
"No
le perdonaría si no comprendiese toda la importancia de... Vale más callar. ¿A
qué probarle?", pensaba Ana, mirándole.
Y
su mano y la hoja temblaban cada vez más.
-Se
lo ruego, por Dios -insistió él.
-¿Se
lo digo?
-Sí,
sí, sí.
-Estoy
embarazada -murmuró Ana lentamente, en voz baja.
La
mano, que jugaba con la hoja, tembló más aún, pero ella no separaba la vista de
él para ver cómo recibía la noticia.
Vronsky
palideció; quiso decir algo, pero se interrumpió, soltó la mano de Ana y bajó
la cabeza.
"Sí,
ha comprendido toda la importancia de este hecho", pensó Ana con gratitud.
Y
le apretó la mano.
Pero
se engañaba creyendo que él había comprendido toda la importancia de aquella
noticia tal como ella la comprendía.
En
efecto, Vronsky, al oírla, experimentó diez veces más fuertemente que de
costumbre la sensación de extraña repugnancia que solía poseerle con
frecuencia.
Por
otro lado, comprendió que la crisis que él anhelaba había llegado, que era
imposible ocultar más los hechos al marido y que de un modo a otro se tenía que
acabar por fuerza con aquel estado de cosas.
Además,
la emoción de Ana se comunicó a él casi físicamente. Le dirigió una mirada
acariciadora y sumisa, besó su mano, se incorporó y comenzó a pasear por la
terraza en silencio.
-Sí
-dijo al cabo, acercándose a ella-. Ni usted ni yo hemos considerado nuestras
relaciones como una broma. Y ahora nuestra suerte está decidida. Hay que
terminar -dijo, mirando en torno suyo- esta mentira en que vivimos.
-¿Terminar,
Alexey? ¿Y cómo? -preguntó Ana, con voz temblorosa, iluminado el rostro por una
débil sonrisa.
-Abandonando
a tu marido y uniendo nuestras vidas.
-Ya
lo están ahora -repuso ella, con voz casi imperceptible.
-Pero
no del todo.
-¿Y
qué podemos hacer, Alexey? Dímelo -repuso Ana, sonriendo con tristeza al pensar
en la delicada situación en que se encontraban-. ¿Cómo salir de todo esto?
¿Acaso no soy la esposa de mi marido?
-Para
todo hay salida. Es preciso decidirse -dijo Vronsky-. Cualquier cosa será mejor
que vivir de este modo. Yo veo perfectamente cuánto sufres por todo: por el
mundo, por tu hijo, por tu marido...
-Por
mi marido, no -dijo Ana con ingenua sonrisa-. No le conozco, no pienso en él,
no existe para mí.
-No
dices la verdad. Te conozco. Sufres por él.
-Además,
él no sabe nada -dijo Ana.
Y
de pronto sintió que las mejillas, la frente, el cuello, se le cubrían de rubor.
Lágrimas
de vergüenza acudieron a sus ojos.
-No
hablemos de él -concluyó.
XXIII
Varias
veces había probado Vronsky, aunque no tan resueltamente como ahora, a hablar
con Ana de su situación. Y cada vez encontraba la misma superficialidad y la
misma ligereza de reflexión que ahora demostraba ella al contestar a la
proposición que le hacía.
Se
diría que existía algo que Ana no quería o no podía aclarar consigo misma, como
si cada vez que empezaba a hablar de aquello la verdadera Ana se ensimismara y
resultase otra mujer, extraña a él, una mujer a quien no amaba, a la que temía
y que le rechazaba.
Pero
Vronsky, hoy, estaba resuelto, pasara lo que pasara, a decirlo todo.
-Lo
sepa o no su marido -manifestó con su tono habitual, firme y sereno-, a
nosotros nos da igual. Pero no podemos continuar así, sobre todo ahora.
-¿Y
qué quiere que hagamos? -preguntó ella, con su acostumbrada sonrisa irónica.
Había
temido que Vronsky tomara a la ligera su confidencia y ahora se sentía
disgustada contra sí misma, al ver que él deducía del hecho la necesidad
absoluta de una resolución enérgica.
-Tiene
que confesarlo todo a su marido y abandonarle.
-Bien:
imagine que se lo confieso --dijo Ana-. ¿Sabe lo qué pasaría? Se lo puedo decir
desde ahora -y una luz malévola brilló en sus ojos, tan dulces momentos antes-.
"¿Conque ama usted a ese hombre y mantiene con él relaciones ilícitas? -y
al imitar a su esposo subrayó la palabra "ilícitas", como habría
hecho Alexey Alejandrovich-. Ya le advertí sus consecuencias en el sentido religioso,
familiar y social... Usted no ha escuchado mis consejos. Pero yo no puedo
deshonrar mi nombre..." -Ana iba a añadir: " ni el de mi hijo",
pero no quiso complicar al niño en su burla, y añadió: "deshonrar mi
nombre" , y alguna cosa más por el estilo. Continuó aún-: En resumen, con
su estilo de estadista y sus palabras precisas y claras, me dirá que no puede
dejarme marchar y que tomará cuantas medidas estén a su alcance para evitar el
escándalo. Y hará, serena y escrupulosamente, lo que diga. No es un hombre,
sino una máquina. Y una máquina perversa cuando se irrita -añadió, recordando a
Alexey Alejandrovich con todos los detalles de su figura, con su modo de
hablar, acusándolo de todo lo que de malo podía encontrar en él, no
perdonándole nada por aquella terrible bajeza de que ella era culpable ante su
marido.
-Ana
-dijo Vronsky, con voz suave y persuasiva, tratando de calmarla-, de todos
modos hay que decírselo y después obrar según lo que él decida.
-¿Y
tendremos que huir?
-¿Por
qué no? No veo posibilidad de seguir así, y no sólo por mí, sino porque veo
cuánto sufre usted.
-Claro:
huir... y convertirme en su amante -dijo Ana con malignidad.
-¡Ana!
-exclamó él con tierno reproche.
-Sí
-continuó ella-: ser su amante y perderlo todo.
Habría
querido decir "perder a mi hijo", pero no le fue posible pronunciar
la palabra.
Vronsky
no podía comprender que Ana, naturaleza enérgica y honrada, pudiera soportar
aquella situación de falsedades y no quisiera salir de ella. No sospechaba que
la causa principal la concretaba aquella palabra "hijo", que Ana no
se atrevía ahora a pronunciar.
Cuando
Ana pensaba en su hijo y en las futuras relaciones que habría de tener con él
si se separaba de su esposo, se estremecía pensando en lo que había hecho y
entonces no podía reflexionar; mujer al fn, no buscaba más que persuadirse de
que todo quedaría igual que en el pasado y olvidar la terrible incógnita de lo
que sería de su hijo.
-Te
pido, lo imploro -dijo Ana de repente, en distinto tono de voz, sincero y
dulce, y cogiéndole las manos- que no vuelvas a hablarme de eso.
-Pero
Ana...
-¡Jamás!
Déjame hacen Conozco toda la bajeza y todo el horror de mi situación. ¡Pero no
es tan fácil de arreglar como te figuras! Déjame y obedéceme. No me hables más
de esto. ¿Me lo prometes? ¡No, no: prométemelo!
-Te
prometo lo que quieras, pero no puedo quedar tranquilo, sobre todo después de
lo que me has dicho. No puedo estar tranquilo cuando tú no lo estás.
-¿Yo?
-repuso ella-. Es verdad que a veces padezco. Pero eso pasará si no vuelves a hablarme
de... Sólo con hablar de ello me atormentas...
-No
comprendo... -dijo Vronsky.
-Pues
yo sí comprendo -interrumpió Ana- que te es penoso mentir, porque eres de
condición honorable, y te compadezco. Pienso a veces que has estropeado tu vida
por mí.
-Lo
mismo pensaba yo de ti en este momento -dijo Vronsky-. ¿Cómo has podido
sacrificarlo todo por mí? No podré nunca perdonarme el haberte hecho
desgraciada.
-¿Desgraciada
yo? -dijo Ana, acercándose a él y mirándole con una sonrisa llena de amor y de
felicidad-. ¡Si soy como un hambriento al que han dado de comer! Podrá quizá
sentir frío, tener el vestido roto y experimentar vergüenza, pero no es
desgraciado. ¿Yo desgraciada? No, en esto he hallado precisamente mi felicidad.
Oyó
en aquel momento la voz de su hijo que se acercaba y, lanzando una mirada que
abarcó toda la terraza, se levantó con apresuramiento.
Sus
ojos se iluminaron con un fulgor bien conocido por él, y, con un rápido
movimiento, levantó sus manos cubiertas de sortijas, tomó la cabeza de Vronsky,
le miró largamente y, acercando su rostro, con los labios abiertos y
sonrientes, le besó en la boca y en ambos ojos y luego le apartó.
Quiso
marchar de la terraza, pero Vronsky la retuvo.
-¿Hasta
cuándo? -murmuró contemplándola enajenado.
-Hasta
esta noche a la una -contestó Ana.
Y,
suspirando profundamente, se dirigió, con paso rápido y ligero, al encuentro de
su hijo.
La
lluvia había sorprendido a Sergio en el Parque grande y tuvo que esperar, con
el aya, refugiado en el pabellón principal.
-Hasta
pronto -dijo Ana a Vronsky-. Dentro de poco tengo que salir para ir a las
carreras. Betsy quedó en venir a buscarme.
Vronsky
consultó el reloj y salió precipitadamente.
XXIV
Cuando
Vronsky había mirado el reloj en la terraza de los Karenin estaba tan perturbado
y tan absorto en sus pensamientos que había visto las manecillas, pero no
reparó en la hora que era.
Salió
a la calle y, con cuidado para no ensuciarse con el barro que cubría el suelo,
se dirigió a su coche.
El
recuerdo de Ana llenaba hasta tal punto su imaginación que no se daba cuenta de
la hora ni de si tenía o no tiempo de ver a Briansky. Como sucede a menudo, no
le quedaba sino un sentido instintivo de lo que tenía que hacer, sin que la
reflexión entrase en ello para nada.
Se
acercó al cochero, que dormitaba a la sombra ya oblicua de un frondoso tilo,
miró la nube de mosquitos que volaban sobre los caballos cubiertos de sudor y,
después de haber despertado al cochero, saltó al carruaje y le ordenó que se
dirigiese a casa de Briansky.
Sólo
después de recorrer unas siete verstas se recobró, miró el reloj, vio
que eran las cinco y media y se dio cuenta de que iba con retraso.
Había
fijadas para aquel día varias carreras: las de los equipos de Su Majestad, las
de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y al fin la
carrera en que él debía tomar parte.
Aún
podía llegar a tiempo para la carrera, pero si iba a ver a Briansky muy
difícilmente llegaría a tiempo y, desde luego , después de que toda la Corte
estuviese ya en el hipódromo, Era algo improcedente. Pero había dado palabra a
Briansky y resolvió continuar, ordenando al cochero que no tuviese compasión de
los caballos.
Llegó
a casa de Briansky, se detuvo cinco minutos en ella y volvió atrás a todo
trotar.
La
rápida carrera le calmó. Cuanto había de penoso en sus relaciones con Ana, lo
indeciso que quedara el asunto después de su conversación, todo se le fue de la
memoria y ahora pensaba con placer en la carrera, a la que llegaría a tiempo
sin ninguna duda; y, de vez en cuando, la dicha de la entrevista que había de
tener con Ana aquella noche pasaba por su imaginación como una luz
deslumbradora.
La
emoción de la próxima carrera se apoderaba de él cada vez más a medida que se
iba adentrando en el ambiente de ella, dejando rezagados los coches de aquellos
que, desde San Petersburgo y las casas de veraneo, se dirigían al hipódromo.
En
su casa no había nadie: todos estaban en las carreras. El criado le esperaba a
la puerta.
Mientras
se cambiaba de ropa, el criado le anunció que la segunda carrera había
comenzado, que habían estado preguntando por él muchos señores y que el mozo de
cuadras había ido ya dos veces a buscarle.
Una
vez vestido sin apresurarse, ya que nunca se precipitaba ni perdía su
serenidad, Vronsky ordenó al cochero que le condujese a las cuadras.
Se
veía desde allí el mar de coches, de peones, de soldados que rodeaban el
hipódromo y las tribunas llenas de gente. Debía de estar celebrándose la
segunda carrera, porque en el momento que él entraba en las cuadras se oyó
sonar una campana.
Acercándose
al establo, vio a "Gladiador", el caballo rojo de piernas blancas de
su competidor Majotin, al que llevaban al hipódromo cubierto con gualdrapa de
color naranja y azul marino. Sus orejas, merced al adorno azul que llevaba
encima, parecían inmensas.
-¿Y
Kord? -preguntó al palafranero.
-En
la cuadra, ensillando el caballo.
El
establo estaba abierto y "Fru-Fru" ensillada. Iban a hacerla salir.
-¿No
llego tarde?
All
right, all right! -dijo
el inglés-. Todo va bien.
Vronsky
miró una vez más las elegantes líneas de su querida yegua, cuyo cuerpo temblaba
de pies a cabeza, y salió de la cuadra, costándole separar la vista del animal.
Llegó
a las tribunas en el momento oportuno para no atraer la atención sobre sí.
La
carrera de dos verstas acababa de terminar y ahora los ojos de todos estaban
fijos en un caballero de la Guardia, seguido de un húsar de la escolta imperial
que en aquel momento, animando a sus caballos con todas sus fuerzas, alcanzaba
la meta.
Desde
el centro de la pista y desde el exterior, la multitud se precipitaba hacia la
meta. Un grupo de oficiales y soldados expresaba con sonoras aclamaciones su
alegría por el triunfo de su oficial y camarada.
Vronsky
se mezcló en el grupo, sin atraer la atención, casi a la vez que sonaba la
campana anunciando el final de la carrera.
El
caballero de la Guardia, alto, cubierto de barro, que había llegado en primer
lugar, acomodóse con todo su peso en la silla y comenzó a aflojar el bocado de
su potro gris, que respiraba ruidosamente, cubierto todo de sudon
El
corcel, moviendo los pies con esfuerzo, refrenó la marcha veloz de su enorme
cuerpo. El caballero de la Guardia miró en torno suyo como despertando de una
pesadilla y sonrió con esfuerzo. Un grupo de amigos y desconocidos le rodeó.
Vronsky
evitaba adrede los grupos de personas distinguidas que se movían pausadamente
charlando ante las tribunas. Divisó a la Karenina y a Betsy, así como a la
esposa de su hermano. Pero no se acercó para que no le entretuviesen. Mas a
cada paso encontraba conocidos que le paraban, a fin de contarle los detalles
de las carreras y de preguntarle la causa de que llegara tan tarde.
Los
corredores fueron llamados a la tribuna para recibir los premios y todos se
dirigieron hacia allí.
El
hermano mayor de Vronsky, Alejandro, coronel del ejército, un hombre más bien
bajo, pero bien formado, como el propio Alexey, y más guapo, con la nariz y las
mejillas encendidas y el rostro de alcohólico, se le acercó.
-¿Recibiste
mi nota? --dijo-. No pude encontrarte.
A
pesar de la vida de libertinaje y, sobre todo, de embriaguez que llevaba, y que
le había hecho célebre, Alejandro Vronsky era un perfecto cortesano.
Ahora,
al hablar con su hermano de aquel asunto desagradable, sabía que tenían muchos
ojos fijos en ellos y, por tanto, afectaba un aspecto sonriente, como si
estuviese bromeando con su hermano sobre cosas sin importancia.
-La
recibí y no comprendo de qué te preocupas tú -contestó Alexey.
-Me
preocupo de que ahora mismo me hayan advertido de que no estabas aquí y de que
el lunes se te viera en Peterhof.
-Hay
asuntos que sólo deben ser tratados por las personas interesadas en ellos, y el
asunto a que te refieres es de esa clase.
-Sí;
pero en ese caso no se continúa en el servicio, no...
-Te
ruego que no te metas en eso y nada más.
El
rostro de Alexey Vronsky palideció y su saliente mandíbula comenzó a temblar,
lo que le sucedía raras veces. Hombre de corazón, se enfadaba en pocas
ocasiones; pero cuando se enojaba y comenzaba a temblarle la barbilla, era
peligroso.
Alejandro
Vronsky, que lo sabía, sonrió con jovialidad.
-Lo
principal era que quería llevarte la carta de mamá. Contéstala y no te
preocupes de nada antes de la carrera. Bonne chance! -añadió, sonriendo.
Y
se separó.
En
seguida un nuevo saludo amistoso detuvo a Vronsky.
-¿Ya
no conoces a los amigos? Buenos días, mon cher -dijo Esteban Arkadievich, quien
entre la esplendidez petersburguesa brillaba no menos que en Moscú con su
semblante encendido y sus patillas lustrosas y bien cuidadas-. He llegado ayer
y me encantará asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?
-Podemos
comer juntos mañana -repuso Vronsky, y apretándole el brazo por encima de la
manga del abrigo, mientras se excusaba, se dirigió al centro del hipódromo,
adonde llevaban ya los caballos para la gran carrera de obstáculos.
Los
caballos, cansados y sudorosos, que habían corrido ya, regresaban a sus cuadras
conducidos por los palafreneros, y uno tras otro iban apareciendo los que iban
a correr ahora. Eran caballos ingleses en su mayoría, embutidos en sus
gualdrapas que les asemejaban a enormes y extraños pajarracos. La esbelta y
bella "Fru-Fru" estaba a la derecha y, como en el establo, golpeaba
sin cesar el suelo con sus largos y elegantes remos.
No
lejos de ella quitaban su gualdrapa a " Gladiador". Las recias,
bellas y armoniosas formas del caballo, su magnífica grupa y sus cortos remos
llamaron involuntariamente la atención de Vronsky.
Fue
a acercarse a su caballo, pero una vez más le entretuvo un conocido.
-Por
allí anda Karenin buscando a su mujer -dijo el conocido-. Ella está en el
centro de la tribuna. ¿La ha visto?
-No,
no la he visto -contestó Vronsky.
Y,
sin volverse siquiera hacia la tribuna donde le decían que estaba la Karenina,
se dirigió hacia su caballo.
Apenas
tuvo Vronsky tiempo de mirar la silla, sobre la cual tenía que dar algunas
indicaciones, cuando llamaron a los corredores a la tribuna para darles números
a instrucciones sobre la carrera.
Diecisiete
oficiales, con los rostros serios y reconcentrados y algunos bastante pálidos,
se reunieron junto a la tribuna y recibieron los números.
A
Vronsky le correspondió el siete.
Sonó
la orden:
-¡A
caballo!
Notando
que, entre los demás corredores, era el centro en que convergían todas las
miradas, Vronsky se acercó a su caballo, sintiéndose algo violento, a pesar de
su serenidad habitual.
En
honor a la solemnidad de la carrera, Kord había vestido su traje de gala:
levita negra abrochada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que sostenía
sus mejillas en alto, sombrero negro y botas de montar.
Tranquilo
y con aires de importancia, como siempre, estaba ante el caballo, al que
sostenía por las riendas. "Fru-Fru" seguía temblando como si tuviera
fiebre. Su ojo lleno de fuego miraba de soslayo a Vronsky, que se acercaba.
Vronsky
introdujo el dedo bajo la cincha y la yegua torció el ojo más aún y bajó una
oreja.
El
inglés hizo una mueca con los labios, queriendo insinuar una sonrisa ante la
idea de que pudiese dudarse de su pericia en el arte de ensillar.
-Monte;
así no estará usted tan agitado.
Vronsky
dirigió la vista hacia atrás, para ver por última vez a sus competidores, pues
sabía que no podría ya verles durante toda la carrera.
Dos
de ellos estaban ya en el lugar de partida. Galzin, amigo de Vronsky y uno de
los antagonistas peligrosos, giraba en torno a su potro bayo, que no se dejaba
montar.
Un
menudo húsar de la Guardia, con estrechos calzones de montar, trotaba muy
encorvado sobre la grupa del caballo queriendo imitar a los ingleses. El
príncipe Kuzovlev cabalgaba, muy pálido, su yegua de pura sangre, de la yeguada
de Grabovsky, que un inglés llevaba por la brida.
Vronsky
y todos sus amigos conocían a Kuzovlev su "debilidad nerviosa" y el
terrible amor propio que le caracterizaba.
Sabían
que Kuzovlev tenía miedo de todo: miedo incluso de montar un caballo militar
corriente. Pero ahora, precisamente porque existía peligro, porque podía uno
romperse la cabeza y porque junto a cada obstáculo había médicos, enfermeras y
un furgón con una cruz pintada, había resuelto correr.
Las
miradas de los dos se encontraron, y Vronsky le guiñó el ojo amistosamente y
con aire de aprobación.
Pero
en realidad no veía más que a un hombre, su antagonista más terrible: Majotin
sobre "Gladiador".
-No
se precipite -dijo Kord a Vronsky- ni se acuerde de usted mismo. No contenga a
la yegua ante los obstáculos, no la fuerce; déjela obrar como quiera.
-Bien,
bien -dijo Vronsky, empuñando las riendas.
-A
ser posible, póngase a la cabeza de los corredores, pero si no lo logra, no
pierda la esperanza hasta el último momento, aunque quede muy rezagado.
Antes
de que el caballo se moviera, Vronsky, con un movimiento ágil y vigoroso, puso
el pie en el cincelado estribo de acero y asentó, con fume ligereza, su cuerpo
recio en la crujiente silla de cuero.
Su
pie derecho buscó el estribo con un movimiento maquinal y acomodó las dobles
bridas entre los dedos.
Kord
apartó las manos.
Como
vacilando sobre el pie con que debía pisar antes, "Fru-Fru" estiró el
largo cuello, dejando tensas las riendas y se movió como sobre resortes,
meciendo al jinete sobre su lomo flexible.
Kord
les, seguía apresurando el paso. El caballo, nervioso, como queriendo
desconcertar al jinete, tiraba de las riendas, ora de un lado, ora de otro, y
Vronsky trataba en vano de calmarle con la mano y con las palabras.
Se
acercaban ya al riachuelo protegido por una barrera donde estaba el lugar de
partida.
Muchos
de los jinetes iban delante, otros muchos detrás. De improviso, Vronsky sintió
tras sí, en el barro del camino, el pisar de un caballo, y Majotin le adelantó
sobre su patiblanco " Gladiador" de grandes orejas.
Majotin
sonrió mostrando sus grandes dientes, pero Vronsky le miró con seriedad. En
general, no sentía ningún aprecio por él. Pero ahora le irritaba, además, el
considerarle el más peligroso de los concursantes y el que le hubiese pasado
delante.
Excitó
a "Fru-Fru", la cual levantó la pata izquierda para trotar y dio dos
corvetas. Luego, furiosa contra aquellas bridas tenazmente tensas, trotó con
sacudidas que hacían tambalearse en la silla al jinete.
Kord
arrugó el entrecejo y echó a correr a grandes zancadas para alcanzar a Vronsky.
XXV
Eran
en total diecisiete los oficiales que intervenían en la carrera de obstáculos,
la cual se celebraba sobre una enorme elipse de cuatro verstas de longitud.
En
aquella elipse había nueve obstáculos: un arroyo, una valla de dos arquinas de
alto ante la tribuna, una zanja seca, otra con agua, un montículo de elevada
pendiente y un obstáculo de doble salto, consistente en una valla cubierta de
ramaje seco tras la cual había una zanja, invisible para el caballo, que debía
saltar, valla y zanja de una vez, so pena de matarse. Aquél era el obstáculo
más peligroso.
Había
dos zanjas más, una con agua y otra sin ella. La meta estaba ante la tribuna.
La
carrera no comenzaba en la elipse, sino a unos cien sajens de ella, a un lado.
Ya en aquel trayecto se encontraba el primer obstáculo: una valla seguida de un
arroyo que los jinetes podían, según quisieran, saltar o vadear.
Por
tres veces se alinearon los jinetes, pero siempre se adelantaba algún caballo y
era preciso volver a empezar.
El
juez de partida, coronel Sestrin, empezaba ya a irritarse.
Al
fin, a la cuarta vez, dio la señal y los caballos salieron disparados.
Los
ojos de todos, todos los prismáticos, se concentraban en el pequeño grupo de
jinetes mientras se alineaban,
-¡Han
dado ya la salida! ¡Ya corren! -se oyó gritar por todas partes, tras el
silencio que precedió a la señal de partida. Y los grupos de espectadores y los
peones aislados comenzaron a correr de un sitio a otro para ver mejor la
carrera.
Desde
el principio, el grupo de jinetes se dispersó. De dos en dos, de tres en tres,
o individualmnte, se acercaban al riachuelo.
Para
los simples espectadores, todos los caballos corrían a la vez, mas los expertos
apreciaban diferencias de segundos que tenían gran importancia para ellos.
"Fru-Fru",
nerviosa y demasiado excitada, se retrasó en el primer momento y algunos
caballos partieron antes que ella. Pero cuando aún no habían llegado al arroyo,
Vronsky, dominando al animal, que tiraba siempre de las bridas, adelantó
fácilmente a tres de los jinetes.
"Gladiador",
montado por Majotin, le llevaba ventaja. El rojo caballo galopaba, fácil y
rítmicamente, ante el propio Vronsky.
Y,
delante de todos, la magnífica yegua "Diana" llevaba sobre sus lomos
a Kuzovlev, más muerto que vivo.
Al
principio, Vronsky no era dueño del caballo ni de sí mismo; hasta llegar al
primer obstáculo, el riachuelo, no pudo dirigir los movimientos del animal.
"Gladiador"
y "Diana" llegaban a la vez al obstáculo. Casi en el mismo instante
se levantaron, saltaron sobre el riachuelo y pasaron sin esfuerzo al otro lado.
Igualmente,
"Fru-Fru" saltó tras ellos. Vronsky, apenas se sintió levantado en el
aire, vio de pronto, casi bajo las patas de su cabalgadura, a Kuzovlev, que trataba
de desembarazarse de "Diana" , caída a la otra orilla del arroyo.
Kuzovlev
había soltado las riendas después de saltar y el caballo cayó cabeza abajo con
él.
Los
detalles de la caída no los supo Vronsky hasta más tarde. Ahora sólo veía el
peligro de que "Fru-Fru" pusiese los cascos sobre la cabeza o una
pata de " Diana" .
Pero
"Fru-Fru" , como una gata al caer, hizo, mientras saltaba, un
esfuerzo de remos y grupa y, dejando a "Diana" a un lado, siguió
adelante.
"¡Oh,
mi cara yegua!", pensó Vronsky.
Tras
el salto del riachuelo, Vronsky dominaba ya completamente al animal. Proponíase
saltar el obstáculo principal detrás de Majotin, y en la distancia siguiente,
libre de obstáculos, de una longitud de doscientos sajens, tratar de pasarle.
La
valla más grande estaba ante la tribuna del Zar.
El
Emperador, toda la Corte, grandes masas de público, les contemplaban. Él y
Majotin avanzaban galopando. Majotin le llevaba un cuerpo de distancia al
llegar al "diablo", como llamaban a aquella barrera.
Vronsky
sentía los ojos del público puestos en él desde todas partes, pero no veía
nada, excepto las orejas y el cuello de su caballo, excepto la tierra que
corría a su encuentro, excepto la grupa roja y las piernas blancas de "
Gladiador", siempre a la misma distancia delante de él.
"Gladiador"
se irguió en el aire, agitó su breve cola y desapareció de los ojos de Vronsky
sin haber rozado el obstáculo.
-¡Bravo!
-se oyó gritar.
En
el mismo instante, las tablas de la barrera pasaron ante los ojos de Vronsky.
Sin una sola agitación, el caballo se levantó bajo el jinete, las tablas
desaparecieron y sólo sintió detrás de él el ruido de un ligero golpe.
"Fru-Fru",
inquieta por ver delante a "Gladiador" , había saltado demasiado
pronto, tropezando en la barrera con uno de los cascos traseros.
Pero
su carrera no se interrumpió. Vronsky recibió en el rostro una pella de barro,
comprobando casi a la vez que le separaba de "Gladiador" la misma
distancia de antes. Veía otra vez sus ancas ante sí, su cola corta Y sus patas
blancas que se movían rápidamente, pero sin agrandar la distancia.
En
el instante en que Vronsky pensaba que era preciso adelantar a Majotin,
"Fru-Fru", espontáneamente, adivinando su pensamiento sin que él la
excitase, aceleró su carrera acercándose a Majotin por el lado de las cuerdas,
que era el más favorable. Pero Majotin corría demasiado cerca de las cuerdas
impidiéndole pasar. Pensó Vronsky que el único recurso que le quedaba era
pasarle por el lado de fuera, y apenas lo hubo pensado, cuando ya "Fru-Fru"
, cambiando de pata, comenzaba a adelantarle por allí precisamente.
Los
flancos de "Fru-Fru" , que empezaban a cubrirse de sudor, estaban ya
a la altura de la grupa de su rival.
Corrieron
un rato muy juntos el uno del otro, pero al llegar al obstáculo, Vronsky, para
pasar más cerca de la cuerda, empleó las bridas y, en el mismo montículo,
adelantó a Majotin.
Al
pasarle, vio el rostro de su competidor manchado de barro y se le figuró que
sonreía. Vronsky le había adelantado, pero le sentía a sus talones y oía
incesantemente el galope sostenido y la respiración tranquila, sin muestra de
fatiga alguna, de las narices de "Gladiador" .
Los
dos obstáculos siguientes, una zanja y una valla, se salvaron con facilidad;
pero Vronsky comenzó a sentir más cercano el galope y la respiración del
caballo rival. Acució a la yegua y notó con alegría que aumentaba la velocidad
fácilmente. El ruido de los cascos de "Gladiador" volvió a sonar a la
distancia de antes.
Vronsky
estaba a la cabeza de la carrera, como se proponía y como le aconsejara Kord, y
ahora se sentía seguro del triunfo. Su emoción, su alegría y su afecto por
"Fru-Fru" crecían en él con aquella seguridad. Habría deseado mirar
tras sí, pero no se atrevía y procuraba calmarse y no acuciar a la yegua para
que corriese más, a fin de conservar sus fuerzas intactas, como adivinaba que
las conservaba "Gladiador".
No
quedaba ya más que un obstáculo: el más difícil. Si lo salvaba antes que los
demás, llegaría el primero a la meta. Estaba ya cerca de él. Vronsky y
"Fru-Fru" lo divisaban desde lejos; y a la vez, su yegua y él
experimentaron un instante de vacilación.
Notó
la inseguridad de su cabalgadura en un movimiento de sus orejas y levantó la
fusta. Pero comprendió en seguida que su temor no tenía ningún fundamento; la
yegua sabía lo que tenía que hacer.
"Fru-Fru"
adelantó el paso y, con precisión, exactamente como él lo había deseado, se
levantó en el aire con gran impulso y se entregó a la fuerza de la inercia, que
le lanzó un buen espacio más allá de la zanja. Al mismo paso, sin esfuerzo, sin
cambiar de pie, "Fru-Fru" continuó la carrera.
-¡Bravo,
Vronsky! -oyó gritar desde un grupo.
Eran
los compañeros de su regimiento que estaban próximos a aquel obstáculo, y entre
sus voces Vronsky reconoció la de Yachvin, pero no le vio.
"¡Qué
encanto de animal", pensaba Vronsky por "FruFru" , mientras
aguzaba el oído para saber lo que pasaba detrás.
"También
ha saltado", se dijo luego, al sentir cerca de él el galope de
"Gladiador" .
Quedaba
un obstáculo: una zanja con agua, de una anchura de dos arquinas.
Vronsky
no la miraba. Para llegar el primero con mucha ventaja sobre los demás, comenzó
a mover las bridas de un modo oblicuo a la marcha del caballo, haciéndole
levantar y bajar la cabeza.
Notaba
que "Fru-Fru" tenía las fuerzas agotadas: no sólo estaba cubierta de
sudor por el cuello y el pecho, sino que hasta en la cabeza y en las finas
orejas se le veían también algunas gotas, y respiraba con dificultad, de manera
entrecortada. Vronsky confiaba, sin embargo, en que para las doscientas sajens
que restaban le sobrarían aún energías.
Por
la impresión de sentirse más cerca del suelo y por una peculiar suavidad de los
movimientos de " Fru-Fru" , Vronsky se dio cuenta de que su caballo
había aumentado la velocidad. Voló sobre la zanja casi sin notarlo, como un
pájaro. Pero, en el mismo instante, el jinete advirtió con terror que, no
habiéndose apresurado a seguir el impulso del animal, él, sin saber cómo, había
hecho un movimiento en falso, un movimiento imperdonable, bajándose con
violencia en la silla.
Su
situación cambió de repente: comprendió que sucedía algo horrible. Antes de
darse cuenta de la velocidad, pasaron a su lado, como un relámpago, las patas
blancas del caballo rojo, y Majotin, de un salto, le adelantó. Vronsky tocaba
el suelo con un pie y su corcel se inclinaba hacia aquel lado.
Apenas
tuvo tiempo de libertar su pierna, cuando " Fru-Fru" cayó de costado,
respirando con dificultad y haciendo inútiles esfuerzos para levantarse,
irguiendo el fino cuello cubierto de sudor.
Ya
en tierra, agitó las patas como un pájaro herido.
El
torpe movimiento del jinete le había roto la columna vertebral.
Vronsky
no lo supo hasta mucho después. Ahora sólo veía a Majotin alejándose, mientras
él, chapoteando en la tierra sucia, permaneció inmóvil junto a la yegua tendida
de costado, que respiraba anhelosamente, alargando la cabeza hacia él y
mirándole con sus hermosos ojos.
Sin
comprender aún lo sucedido, Vronsky tiraba de las bridas del animal.
"Fru-Fru"
se agitó de nuevo como un pez fuera del agua, haciendo temblar la silla con la
afanosa respiración que henchía sus flancos. Luego levantó las patas
delanteras, pero le faltaron fuerzas para erguir las posteriores; vaciló y cayó
otra vez de lado.
Con
el rostro desfigurado de ira, pálido, temblándole la mandiibula inferior,
Vronsky dio un taconazo al animal en el vientre y de nuevo tiró de las riendas.
Pero el caballo no se movía. Hundiendo la boca en la tierra miraba a su amo con
elocuentes ojos.
-¡Oh!
-gimió Vronsky, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Oh! ¿Qué he hecho? -gritó-.
¡He perdido la carrera! ¡Y por mi culpa, por mi vergonzosa a imperdonable
culpa! ¡Y he perdido mi yegua, mi pobre y querida " Fru-Fru" ! ¿Qué
he hecho?
La
gente, el médico, su ayudante, los oficiales del regimiento de Vronsky corrieron
hacia él. Para su desgracia, se sabía ileso.
El
caballo tenía rota la columna vertebral y decidieron rematarlo. Vronsky no pudo
contestar a las preguntas, no pudo hablar con nadie. Volvió la espalda a todos
y, olvidando recoger su gorra, que había caído en tierra, marchó del hipódromo
sin saber él mismo a dónde iba. Se sentía desesperado. Por primera vez en su
vida era víctima de una desgracia, una desgracia irremediable de la que sólo él
tenía la culpa.
Yachvin
le alcanzó, llevándole su gorra, y le acompañó hasta la casa. Media hora más
tarde, Vronsky había reaccionado. Pero el recuerdo de aquella carrera persistió
durante mucho tiempo en su memoria como el más terrible y penoso de su vida.
XXVI
Las
relaciones de Alexey Alejandrovich con su mujer eran, en apariencia, las mismas
de antes. La única diferencia consistía en que él estaba ahora más ocupado que
nunca.
Como
en años anteriores, al llegar la primavera Karenin fue al extranjero para una
cura de aguas, a fin de fortalecer su salud, agotada por el exceso de trabajo
del invierno.
Volvió
en julio, según acostumbraba, y se entregó con redobladas energías a su labor
habitual. Y también como siempre, su esposa fue a la casa de veraneo, mientras
él quedaba en San Petersburgo.
Después
de la conversación sostenida al regreso de la velada en casa de la princesa
Tverskaya, Karenin no habló de sus sospechas y celos; pero el tono ligeramente
burlón habitual en él y con el cual parecía remedar a alguien le resultaba
ahora muy cómodo para sus relaciones con su mujer. Se mostraba más frío y
parecía que estuviera algo descontento a causa de aquella primera conversación
nocturna que ella no quiso continuar. En su trato con ella apenas exteriorizaba
un leve signo de descontento.
"No
quisiste explicarte conmigo... Bien: peor para ti... Ahora serás tú quien pida
la explicación y yo me negaré a ella... Sí: peor para ti."
Así
parecía hablar consigo mismo, al modo de un hombre que, esforzándose en vano en
apagar un incendio, se irritara contra su propia impotencia y dijese: "
¡Ahora vas a quemarte, en justo castigo!" .
Karenin,
hombre inteligente y experto en los asuntos ofciales, no comprendía, sin
embargo, el error de tratar así a su mujer. Y no lo comprendía porque era
demasiado terrible, porque para él era insoportable intuir la realidad de su
presente situación.
Había,
pues, cerrado aquel secreto cajón de su alma en el que guardaba sus
sentimientos hacia su familia, es decir, hacia su mujer y su hijo.
Aunque
padre cariñoso, desde fines de aquel invierno estaba muy frío con su hijo, y le
trataba del mismo modo irónico que a su mujer.
-¡Eh,
muchacho! -solía decir para dirigirse al pequeño.
Alexey
Alejandrovich, al reflexionar, se decía que ningún año había tenido tanto
trabajo como aquel en su oficina, sin reparar en que él mismo inventaba el
trabajo para no abrir el cajón en que guardaba los sentimientos hacia su mujer
y su hijo, tanto menos naturales cuanto más tiempo los guardaba encerrados en
él.
Si
alguien se hubiera atrevido a preguntarle lo que pensaba por entonces sobre la
conducta de su esposa, el sereno y reposado Alexey Alejandrovich no habría
contestado nada, pero se habría incomodado con el que le hubiese dirigido
semejante pregunta.
De
aquí la altiva y seca expresión de su rostro cuando le interrogaban sobre la
salud de su mujer, Alexey Alejandrovich deseaba no pensar en los sentimientos y
la conducta de Ana, y lo lograba, en efecto.
La
casa veraniega de los Karenin estaba en Peterhof. Generalmente, la condesa
Lidia Ivanovna pasaba también el verano allí, vecina a Ana y en continuo trato
con ella.
Pero
aquel año la Condesa no quiso vivir en Peterhof, no visitó a Ana ni una vez a
hizo entender a Alexey Alejandrovich que consideraba inconveniente la amistad
de Ana con Betsy y Vronsky.
Alexey
Alejandrovich la interrumpió severamente, diciéndole que Ana estaba por encima
de todas las sospechas, y desde entonces evitó todo trato con Lidia Ivanovna.
Se
empeñaba en no ver, y por tanto no lo veía, que muchas personas de la alta
sociedad miraban con cierta prevención a su mujer. Tampoco quería comprender ni
comprendía por qué Ana se obstinaba en ir a vivir a Tsarskoie Selo, donde
residía Betsy, cerca del campamento de la unidad de Vronsky.
Se
prohibía pensarlo y no lo pensaba; pero en el fondo de su alma, aunque no se lo
confesase ni lo demostrara, no dejando traslucir ni siquiera la más leve
sospecha, sabía con certeza que era un marido burlado y ello le colmaba de
desventura.
Antes,
muchas veces, durante los ocho años de su vida de casado, tan dichosa, Alexey
Alejandrovich, observando a las esposas infieles y a los maridos engañados, se
había dicho:
"¿Cómo
es posible llegar a esto? ¿Cómo pueden vivir sin aclarar tan horrorosa
situación?".
Mas,
ahora que la desgracia se abatía sobre él, no sólo no pensaba en aclarar situación
alguna, sino que no quería darse por enterado de ella. Y no quería precisamente
porque la situación era horrorosa en exceso, en exceso ilógica.
Desde
su regreso del extranjero había estado dos veces en la casa de verano. Una vez
comió allí y otra pasó la tarde con los invitados, pero en ninguna ocasión se
quedó por la noche, como hacía en años anteriores.
El
día de las carreras Karenin estuvo muy ocupado. Por la mañana se trazó el plan
de la jornada, resolviendo ir a ver a su mujer a la casa de verano inmediatamente
después de comer. De allí se dirigió a las carreras, a las que, por asistir
toda la Corte, Karenin no podía faltar.
El
ir a ver a su esposa se debía a que había resuelto visitarla una vez por semana
para guardar las apariencias. Además, aquel día necesitaba entregar a su mujer
el dinero preciso para los gastos de la quincena, como acostumbraba hacer.
Con
su habitual dominio de sus pensamientos, una vez que hubo pensado en todo lo
que se refería a Ana, prohibió a su imaginación ir más adelante en lo
que a ella se refería.
Karenin
pasó la mañana muy ocupado. El día anterior Lidia Ivanovna le había mandado un
folleto de un viajero célebre por sus viajes en China que estaba, a la sazón,
en San Petersburgo.
Lidia
Ivanovna acompañaba el envío de una carta pidiéndole que recibiese al viajero,
hombre interesante y útil en muchos sentidos.
Alexey
Alejandrovich no tuvo tiempo de leer el folleto la tarde antes y hubo de
terminarlo por la mañana.
Después
empezaron a acudir solicitantes, le presentaron informes, hubo visitas,
destinos, despidos, asignación de pensiones, de sueldos, correspondencia... En
fin, el trabajo, aquel "trabajo de los días laborables", como decía
Alexey Alejandrovich, que le ocupaba tanto tiempo.
Después
siguieron dos asuntos personales: recibir al médico y al administrador.
Éste
no le robó mucho tiempo; no hizo más que entregarle el dinero necesario y un
informe sobre el estado de sus asuntos, los cuales no marchaban demasiado bien.
Este año habían salido mucho y gastado, en consecuencia, mucho más, de modo que
existía déficit.
El
doctor, célebre médico de la capital, amigo de Karenin, le ocupó, en cambio,
bastante tiempo.
Alexey
Alejandrovich, que no le esperaba, quedó extrañado de su visita, y sobre todo
de la manera minuciosa con que le preguntó por su salud. Luego le auscultó, le
dio algunos golpecitos en el pecho y le palpó finalmente el hígado.
Alexey
Alejandrovich ignoraba que Lidia Ivanovna, observando que la salud de su amigo
no marchaba bien aquel año, había pedido al médico que le examinase
cuidadosamente.
-Hágalo
por mí -había dicho Lidia Ivanovna.
-Lo
haré por Rusia, Condesa -repuso el médico.
-¡Es
un hombre inapreciable! -concluyó Lidia Ivanovna.
El
médico quedó preocupado por Karenin. El hígado estaba muy dilatado, la nutrición
era insuficiente y la cura de aguas no había hecho efecto alguno.
Le
prescribió el mayor ejercicio físico posible y el mínimo de esfuerzo cerebral.
En especial le dijo que evitara todo disgusto, lo que era tan imposible para
Alexey Alejandrovich como prescindir de la respiración.
Finalmente,
el médico se fue, dejando a Karenin la desagradable impresión de que en su
organismo había algo que no marchaba bien y que era imposible remediarlo.
El
médico, al salir, encontró al administrador de Karenin, Sludin, hombre a quien
conocía mucho. Habían sido compañeros de universidad y, aunque se veían raras
veces, se estimaban recíprocamente y eran buenos amigos. A nadie, pues, mejor
que a Sludin podía exponer el doctor su opinión sobre el enfermo.
-Me
alegro de que le haya visitado -dijo Sludin-. Creo que no está bien. ¿Qué le
parece?
-Opino
-repuso el médico haciendo, por encima de la cabeza de Sludin, señal a su
cochero de que acercase el coche- lo siguiente...
Cogió
con sus manos blancas uno de los dedos de su guante de piel y lo estiró.
-Es
como este guante. Si usted, sin estirarlo, trata de romperlo, le parecerá
difícil. Pero tire cuanto pueda, oprima con el dedo y se romperá. Karenin, con
su amor al trabajo, su honradez y su tarea, está estirando hasta el máximo...
¡Y hay una presión ajena y bastante fuerte! -concluyo el doctor, arqueando las
cejas, significativo.
-¿Estará
usted en las carreras? -añadió, mientras bajaba la escalera dirigiéndose a su
coche-. ¡Sí, sí, ya comprendo que eso ocupa mucho tiempo! -exclamó en respuesta
a algo que le dijera Sludin y no había entendido bien.
Tras
el doctor, que estuvo largo rato, como dijimos, llegó el viajero célebre, y
Alexey Alejandrovich, gracias al folleto que acaba de leer y a su erudición en
la materia, sorprendió al visitante con la profundidad de sus conocimientos y
la amplitud de su visión en aquel asunto.
A
la vez que al viajero, le anunciaron la visita del mariscal de la nobleza de
una provincia, llegado a San Petersburgo para hablar con Karenin.
Cuando
éste hubo marchado, Karenin despachó los asuntos del día con su secretario.
Debía, además, hacer una visita a una relevante personalidad para un asunto de
importancia.
A
duras penas llegó a casa a las cinco, hora justa de comer. Comió con su
administrador y le invitó a que le acompañase a su casa veraniega, para ir
después a las carreras de caballos.
Alexey
Alejandrovich, sin darse cuenta, procuraba ahora que las visitas a su mujer
fuesen ante terceros.
XXVII
Ana
estaba en el piso alto, ante el espejo, prendiendo con alfileres un último lazo
a su vestido con ayuda de Anuchka, cuando sintió crujir la grava a la entrada
bajo las ruedas de un carruaje.
"Para
ser Betsy, es demasiado temprano", pensó.
Asomándose
a la ventana, vio el coche, el sombrero negro que se destacaba en él y las
orejas tan conocidas de Alexey Alejandrovich.
"¡Qué
inoportuno! ¿Será posible que venga a pasar la noche aquí?", pensó Ana.
Y
le parecieron tan horribles los resultados que podían derivarse de ello que,
para no reflexionar, se apresuró a salir al encuentro de los recién llegados
con el rostro radiante y alegre, sintiéndose llena de aquel espíritu de engaño
y fingimiento que se apoderaba de ella con frecuencia y bajo cuya influencia
comenzó a hablar, sin saber ella misma lo que diría.
-Te
agradezco la atención de haber venido -dijo Ana, dando la mano a su esposo y
saludando a su acompañante, Sludin, el amigo de confianza, con una sonrisa-.
Espero que te quedarás a dormir, ¿no?
Decía
lo primero que le inspiraba su espíritu de falsedad.
-Iremos
juntos a las carreras... Siento haber quedado con Betsy en que... Vendrá ahora
a buscarme.
Alexey
Alejandrovich hizo una mueca al oír el nombre de Betsy.
-No
separaré a las inseparables -dijo con su habitual acento burlón-. Yo iré con
Mijail Vasilievich. Los médicos me recomiendan que pasee. Daré un paseo, pues,
y me imaginaré que estoy en el balneario...
-No
hay por qué apresurarse; tenemos tiempo -repuso Ana-. ¿Quieres tomar el té?
Y
tocó el timbre.
-Sirvan
el té y digan a Sergio que ha llegado su papá. ¿Cómo estás de salud? No había
usted estado aquí nunca, Mijail Vasilievich... ¡Mire, qué terraza más
espléndida tenemos! ¡Vaya usted a verla! -decia Ana, dirigiéndose, ya a uno, ya
a otro.
Hablaba
con sencillez y naturalidad, pero demasiado y muy deprisa. Ella misma lo
notaba, tanto más cuanto que en la mirada de curiosidad de Mijail Vasilievich
le pareció leer que trataba de escudriñarla.
Mijail
Vasilievich salió a la terraza. Ana se sentó junto a su marido.
-No
tienes buena cara -le dijo.
-Hoy
me ha visitado el doctor durante una hora -dijo Karenin-. Supongo que le envió
alguno de mis amigos. ¡Les preocupa tanto mi salud!
-¿Qué
te ha dicho el médico?
Le
preguntaba por su salud, por su trabajo; le aconsejaba que fuese a vivir con
ella para descansar.
Lo
decía alegre y rápidamente, con un brillo peculiar en los ojos. Pero Alexey
Alejandrovich no daba importancia alguna a su acento. Escuchaba las palabras de
Ana, dándoles la significación literal que tenían, contestándole con sencillez,
medio en broma. Y aunque en aquella conversación no había nada de particular,
jamás en lo sucesivo pudo Ana recordar aquella escena sin experimentar un
doloroso sentimiento de vergüenza.
Entró
Sergio, precedido de su institutriz.
Si
Alexey Alejandrovich se hubiera permitido a sí mismo observarle, habría
reparado en la mirada temerosa y confusa con que el niño contemplaba primero a
su padre y a su madre después. Pero Karenin no quería ver nada y no lo veía.
-¡Hola,
muchacho! Has crecido. Te estás haciendo un hombre. ¿Cómo estás, muchacho?...
Y
tendió la mano al asustado Sergio.
Éste
era antes ya tímido en sus relaciones con su padre, pero ahora, desde que
Karenin le llamaba muchacho y desde que el niño empezó a meditar en si Vronsky
era amigo o enemigo, tendía a apartarse de su padre.
Miró
a su madre como buscando protección, ya que sólo a su lado se sentía a gusto.
Entre
tanto, Alexey Alejandrovich ponía una mano sobre el hombro de su hijo y hablaba
con la institutriz. El pequeño se sentía penosamente cohibido y Ana temía que
rompiese a llorar.
Al
entrar el niño y verle tan inquieto y temeroso, Ana se había sonrojado. Ahora
se levantó con premura, quitó la mano de su esposo del hombro del pequeño, besó
a éste, le llevó a la terraza y volvió en seguida.
-Ya
es hora -dijo, mirando su reloj-. ¿Cómo tardará tanto Betsy?
-Sí,
sí -dijo Alexey Alejandrovich.
Se
levantó y cruzándose unos con otros los dedos de las manos hizo crujir las
articulaciones.
-He
venido a traerte dinero -dijo-, porque el pájaro no se mantiene sólo de
cantos... Supongo que tendrás ya necesidad de él.
-No,
no lo necesito... Digo, sí... -replicó Ana, sin mirarle, ruborizándose hasta la
raíz del cabello-. ¿Volverás después de las carreras?
-¡Oh,
sí! -contestó Alexey Alejandrovich-. ¡Ahí está la beldad de Peterhof, la princesa
Tverskaya! -añadió, mirando por la ventana y viendo el coche inglés, con
llantas de goma, de caja muy alta y pequeña-. ¡Qué elegancia! ¡Qué riqueza! ¡Es
admirable! Entonces también nosotros nos vamos.
La
Princesa no salió del coche. Su lacayo, calzado con botines, vistiendo
esclavina y tocado con un sombrero negro, se apeó al llegar a la puerta.
-Me
voy -dijo Ana-. Adiós.
Y
después de besar a su hijo, se acercó a su marido y le dio la mano.
-Has
sido muy amable visitándome --dijo.
Alexey
Alejandrovich le besó la mano.
-Bien;
hasta luego. ¡No dejes de venir a tomar el té! -concluyó su esposa.
Y
salió, radiante y alegre.
Pero
apenas perdió de vista a su marido, recordó la impresión de sus labios en el
lugar de su mano que la habían tocado y se estremeció de repugnancia.
XXVIII
Cuando
Alexey Alejandrovich llegó a las carreras, Ana estaba sentada ya al lado de
Betsy en la tribuna donde se congregaba la alta sociedad.
Ana
vio a su marido desde muy lejos.
Dos
hombres -su marido y su amante- formaban como dos centros de su vida. Sentía su
proximidad aun sin ayuda de sus sentidos corporales.
Desde
lejos presintió la llegada de su esposo a involuntariamente le siguió con los
ojos entre las olas de muchedumbre en medio de las cuales se movía.
Le
veía acercarse a la tribuna, ora correspondiendo, condescendiente, a los
saludos humildes; ora contestando, amistosamente, pero con cierta distracción,
a sus iguales; ora espiando con atención la mirada de los poderosos y
quitándose su amplio sombrero hongo, calado hasta las puntas de las orejas.
Ana
conocía muy bien todas aquellas maneras de saludar a la gente, y todas
despertaban en ella el mismo sentimiento de antipatía.
"En
su alma no hay más que amor a los honores, ambición de triunfar" ,
pensaba. "Las ideas elevadas, el amor a la cultura, a la religión y todo
lo demás no son sino medios de llegar a la cumbre."
Por
las miradas que su esposo dirigía a la tribuna, Ana comprendió que la buscaba.
Pero
Alexey Alejandrovich no lograba descubrir a su mujer entre el mar de muselina,
cintas, plumas, sombrillas y colores.
Ana,
aun sabiendo que la buscaba, fingió deliberadamente no verle.
-¡Alexey
Alejandrovich! -gritó la condesa Betsy-. Observo que no encuentra usted a su
mujer. Está aquí.
Karenin
sonrió con su sonrisa fría.
-Deslumbran
ustedes tanto que no sabe uno adónde mirar -repuso.
Y
se dirigió a la tribuna.
Sonrió
a su mujer como debe hacerlo un marido a la esposa que ha visto minutos antes y
saludó a la Princesa y a otros conocidos, tratando a cada uno como se había de
tratar: es decir, bromeando con las señoras y cambiando cumplidos con los
hombres.
Abajo,
junto a la tribuna, estaba un ayudante general muy apreciado de Alexey
Alejandrovich y muy conocido por su talento a instrucción.
Alexey
Alejandrovich le habló.
Estaban
en un intermedio entre dos carreras y nada dificultaba su charla. El ayudante
general criticaba el deporte hípico. Alexey Alejandrovich lo elogiaba. Ana
escuchaba su voz fina y monótona sin perder una palabra, y cada una de ellas le
sonaba a falsa y le hería desagradablemente el oído.
Al
empezar la carrera de cuatro verstas con obstáculos, Ana se inclinó hacia
adelante sin quitar los ojos de Vronsky, que en aquel momento se acercaba a la
yegua y montaba.
A
la vez oía la voz de su marido, aquella voz repulsiva que hablaba sin parar. El
miedo de que Vronsky sufriese algún daño la atormentaba, y la atormentaba más
aún, sin embargo, el percibir la aguda voz incansable de Alexey Alejandrovich
con sus entonaciones tan conocidas para ella.
"Soy
una mala mujer, una mujer caída", pensaba Ana, "pero no me gusta
mentir y no puedo con la mentira. ¡Y mi marido se alimenta de ella! Lo sabe
todo, lo adivina todo... ¿Cómo puede, pues, hablar con tanta tranquilidad? Si
me hubiese matado o matado a Vronsky, le apreciaría. Pero no. No le interesan
más que la mentira y las apariencias" .
Así
reflexionaba, sin concretar cómo le habría agradado que fuera su marido y lo
que habría deseádo hallar en él.
No
comprendía tampoco que la facundia de Alexey Alejandrovich, que tanto la irritaba,
era, aquel día, una expresión de su desasosiego y su inquietud interna.
Como
un niño que habiéndose hecho daño ejercita sus músculos para calmar el dolor,
Alexey Alejandrovich necesitaba aquella actividad cerebral para apagar los
recuerdos relativos a su mujer, que en presencia de ella y de Vronsky, y oyendo
repetir este último nombre sin cesar, reclamaban su constante atención.
Y
así como para un niño es natural saltar, para él era natural hablar bien y con
inteligencia.
Ahora
decía:
-El
peligro es la condición imprescindible de las cameras de caballos entre
militares. Si Inglaterra es la nación que puede exhibir en su historia militar
los más brillantes hechos de tropas de caballería, se debe a que ha procurado
desarrollar desde siempre el vigor de animales y jinetes. En mi opinión, el
deporte tiene mucha importancia. Pero nosotros no vemos nunca más que lo
superficial...
-¿Dice
usted superficial? -interrumpió la Tverskaya-. Me han dicho que un oficial se
rompió una vez dos costillas.
Alexey
Alejandrovich sonrió con aquella sonrisa suya que descubría los dientes pero no
expresaba más.
-Admitamos,
Princesa, que no es superficial, sino profundo. Pero no se trata de eso...
Y
Karenin se dirigió de nuevo al ayudante general, con el que hablaba en serio.
-No
olvidemos que quienes corren son militares, hombres que han elegido esa
carrera. ¡Y cada vocación tiene el correspondiente reverso de la moneda! El
peligro entra en las obligaciones del militar. El terrible deporte del boxeo o
el riesgo que afrontan los toreros españoles podrá quizá ser signo de barbarie.
Pero el deporte sistematizado es signo de civilización.
-No
volveré a estas carreras; son demasiado impresionantes, ¿verdad, Ana? -dijo la
princesa Betsy.
-Impresionantes,
pero subyugan el ánimo -repuso otra señora-. Si yo hubiese sido romaná; no
habría perdido ni uno de los espectáculos del circo.
Ana,
en silencio, miraba con los prismáticos hacia un solo punto.
En
aquel momento pasaba por la tribuna un general muy alto. Interrumpiendo la
conversación, Alexey Alejandrovich se levantó a toda prisa, aunque no sin
dignidad, y saludó profundamente al militar.
-¿No
corre usted? -le preguntó el general en broma.
-Mi
carrera es mucho más difícil -contestó respetuosamente Karenin.
Y
aunque la respuesta no significaba gran cosa, el general tomó el aspecto de
quien ha oído algo muy ingenioso de boca de un hombre inteligente y en cuyas
palabras sabía él percibir bien la pointe de la sauce...
-En
estas cosas -seguía Karenin- hay dos puntos a considerar: los actores y los
espectadores. Convengo en que el amor a estos espectáculos es signo indudable
del bajo nivel mental del público, pero...
-¡Una
apuesta, Princesa! -gritó desde abajo la voz de Esteban Arkadievich-. ¿Por
quién apuesta usted?
-Ana
y yo apostamos por el príncipe Kuzovlev -contestó Betsy.
-Y
yo por Vronsky. ¿Va un par de guantes?
-Va.
-¡Qué
hermoso espectáculo! ¿Verdad?
Alexey
Alejandrovich calló mientras hablaban junto a él y luego recomenzó:
-Conforme
con que los juegos no varoniles...
Iba
a continuar, pero en aquel momento dieron la salida a los jinetes y todos se
levantaron y miraron hacia el riachuelo.
Karenin
no se interesaba por las carreras. No miró, pues, a los corredores. Sus ojos
cansados se dirigieron distraídamente al público y se posaron en Ana.
El
rostro de su mujer estaba pálido y serio. Se notaba que Ana no veía sino a uno
solo de los corredores. Contenía la respiración y su mano oprimía
convulsivamente el abanico.
Karenin,
después de haberla mirado, volvió precipitadamente la cabeza, dirigiendo la
vista a otros semblantes.
"Aquella
otra señora... y esas otras también... Están muy emocionadas; es natural",
se dijo Alexey Alejandrovich.
No
quería mirar a Ana, pero involuntariamente sus ojos se volvieron hacia ella.
Estudiaba su rostro tratando, y no queriendo a la vez, leer lo que en él estaba
tan claramente escrito y, contra su deseo, leía lo que deseaba ignorar.
La
primera caída -la de Kuzovlev en el riachuelo- impresionó a todos, pero Karenin
leía en el pálido y radiante rostro de Ana el júbilo de que aquel a quien ella
miraba no hubiera caído. Cuando Majotin y Vronsky saltaron la valla grande y el
oficial que les seguía cayó de cabeza quedando muerto en el acto, Karenin
observó que Ana no le veía ni casi reparaba en el murmullo de horror que agitaba
a los espectadores, y que apenas sentía los comentarios que se hacían en torno
a ella.
Alexey
Alejandrovich la miraba cada vez con más insistencia. Ana, aunque absorta en
seguir la carrera de Vronsky, sintió la fría mirada de su marido, que la contemplaba
de soslayo. Se volvió un momento y le miró a su vez, interrogadora, arrugando
ligeramente el entrecejo. Luego volvió a contemplar el espectáculo.
"Me
da igual", parecía haber contestado a su esposo. Y no le miró ni una vez
más.
Las
carreras resultaron desafortunadas. De diecisiete hombres que intervinieron en
la última, cayeron y se lesionaron más de la mitad. Al terminar la última
carrera, todos estaban muy impresionados. Y la impresión aumentó cuando se supo
que el Emperador estaba descontento del resultado de la prueba.
XXIX
Todos
expresaban su desaprobación en voz alta, repitiendo la frase lanzada por
alguien.
-Después
de eso, no falta ya más que el circo romano...
El
horror se había apoderado de todos, por lo cual el grito de espanto que brotó de
los labios de Ana en el momento de la caída de Vronsky a nadie llamó la
atención: no había en ello nada extraordinario. Pero poco después, el rostro de
Ana expresó un sentimiento más vivo de lo que permitía el decoro,
Perdido
por completo el dominio de sí misma, comenzó a agitarse como un ave en la
trampa, ya queriendo levantarse para ir no se sabía adónde, ya
dirigiéndose a Betsy y diciéndole:
-Vámonos,
vámonos.
Pero
Betsy, inclinada hacia abajo, hablaba con un general y no la oía.
Alexey
Alejandrovich se acercó a Ana y le ofreció el brazo galantemente.
-Vayámonos,
si quiere -dijo en francés.
Ana
escuchaba al general y no reparó en su marido.
-Dicen
que se ha roto la pierna. ¡Eso es una barbaridad! --comentaba el general.
Ana,
sin contestar a su marido, tomó los prismáticos y miró hacia el lugar donde
Vronsky había caído.
Pero
estaba bastante lejos y se había precipitado allí tanta gente que era imposible
distinguir nada.
Ana,
bajando los gemelos, se dispuso a marchar. Pero en aquel momento llegó un
oficial a caballo a informó al Emperador. Ana se inclinó hacia adelante para
escuchar lo que decía.
-¡Stiva,
Stiva! -gritó, llamando a su hermano. Mas él, aunque no estaba lejos, no la
oyó, y ella se dispuso de nuevo a marchar.
-Insisto
en ofrecerle mi brazo si quiere irse -dijo su marido, tocando el brazo de Ana.
Ésta
se separó de él con repulsión y contestó, sin mirarle a la cara:
-No,
no, déjame; me quedo.
Veía
ahora que, desde donde cayera Vronsky, un oficial corría a través del campo
hacia la tribuna.
Betsy
le hizo una señal con el pañuelo. El oficial anunció que el jinete estaba
ileso, pero que el caballo se había roto la columna vertebral.
Al
oírle, Ana se sentó y ocultó el rostro tras el abanico. Karenin veía que su
mujer no sólo no podía reprimir las lágrimas, sino que ni siquiera los sollozos
que henchían su pecho. Entonces se puso ante ella, para darle tiempo a
reponerse sin que los demás notaran su llanto.
-Le
ofrezco mi brazo por tercera vez --dijo a Ana al cabo de un instante.
Ella
le miraba, sin saber qué decir. La princesa Betsy corrió en su ayuda.
-No,
Alexey Alejandrovich. Ana y yo hemos venido juntas y le he prometido
acompañarla a casa-intervino Betsy.
-Perdón,
Princesa -dijo Karenin, sonriendo con respeto, pero mirándola fijamente a los
ojos- Observo que Ana no se encuentra bien y quiero que regresé a casa conmigo.
Ana
se volvió asustada, se puso en pie sumisa y pasó el brazo bajo el de su marido.
-Enviaré
a preguntar cómo está Vronsky y se lo avisaré -le dijo Betsy en voz baja.
Al
salir de la tribuna, Karenin hablaba, como de costumbre, con los conocidos que
iba encontrando. Ana tenía también que hablar y proceder como siempre, pero se
sentía muy agitada y avanzaba del brazo de su marido como en una pesadilla.
"¿Se
habría matado o no? ¿Sería cierto lo que decían?"
Se
sentó en silencio en el coche de Karenin, que destacó en breve de entre los
demás coches.
A
despecho de lo que había visto, Alexey Alejandrovich se negaba a pensar en la
verdadera situación de su mujer. No apreciaba más que los signos externos. Ella
se había comportado de una manera inconveniente y ahora él consideraba un deber
suyo el decírselo. Pero era muy difícil hacerlo sin ir más lejos.
Abrió
la boca para decir a Ana que su conducta era digna de censura, mas sin querer
él dijo una cosa totalmente distinta.
-¡Parece
imposible cómo, en el fondo, nos gustan a todos esos espectáculos tan bárbaros!
--comentó-. Observo...
-¿Qué?
No le comprendo -repuso Ana.
Karenin
se sintió ofendido, a inmediatamente comenzó a hablarle de lo que quería.
-He
de decirle... -comenzó.
"Ahora
viene la explicación", pensó Ana asustada.
-He
de decirle que su conducta de hoy no ha sido nada correcta -le dijo su marido
en francés.
-¿Por
qué no ha sido correcta? -preguntó Ana en voz alta, volviendo rápidamente la
cabeza y mirándole a los ojos, pero no con la fingida alegría de otras veces,
sino con una resolución bajo la cual difícilmente ocultaba sus temores.
-Cuidado
-dijo Alexey Alejandrovich señalando la abierta ventanilla delantera por la que
podía oírles el cochero.
Y,
levantándose, subió el cristal.
-¿Qué
halla usted de incorrecto en mi conducta? -repitió Ana.
-La
desesperación que no supo usted ocultar cuando cayo uno de los jinetes.
Karenin
esperaba una réplica, pero Ana callaba, mirando fijamente ante sí.
-Ya
le he rogado antes que se comporte correctamente en sociedad, para que las
malas lenguas no tengan que murmurar de usted. Hace tiempo le hablé del aspecto
espiritual de estas cosas. Ahora ya no me refiero a tal aspecto. Hablo de las
conveniencias exteriores. Usted se ha comportado incorrectamente y espero que
esto no se repetirá.
Ana
apenas oía la mitad de aquellas palabras. Temía a su marido y a la vez se
preguntaba si Vronsky se habría matado o no, y si se habrían referido a él al
decir que el jinete estaba ileso y el caballo se había roto la columna
vertebral.
Sólo
acertó a sonreír con fingida ironía cuando su marido acabó de hablar. Pero no
pudo contestarle nada, porque apenas había entendido nada de lo que él le
dijera.
Karenin
había comenzado a hablar con mucha energía, mas cuando se dio cuenta de lo que
estaba diciendo a su mujer, el temor que ésta experimentaba se le contagió. Vio
la sonrisa irónica de Ana y una extraña confusión se apoderó de su mente.
"Sonríe
de mis dudas. Ahora va a decirme lo mismo que me dijo entonces: que mis
sospechas son infundadas y ridículas..."
Sintiéndose
amenazado de oír la verdad, Karenin deseaba vivamente que su mujer le
contestase como lo había hecho entonces, que le dijese que sus sospechas eran
estúpidas y sin fundamento. Era tan terrible lo que sabía y sufría tanto por
ello que en aquel instante estaba pronto a creerlo todo.
Pero
la expresión temerosa y sombría del rostro de Ana ahora ni siquiera le prometía
el engaño.
-Puede
que me equivoque -siguió él-,y en ese caso le ruego que me perdone.
-No
se equivoca usted -dijo lentamente Ana, mirando con desesperación el semblante
impasible de su marido-. No se equivoca... Estaba y estoy desesperada. Mientras
le escucho a usted estoy pensando en él. Le amo; soy su amante. No puedo
soportarle a usted; le aborrezco. Haga conmigo lo que quiera.
E,
inclinándose en un ángulo del coche, Ana rompió en sollozos, ocultando la cara
entre las manos.
Karenin
no se movió ni cambió la dirección de su mirada. Su rostro adquirió de pronto
la solemne inmovilidad del de un muerto y aquella expresión no se modificó
durante todo el trayecto hasta la casa de verano. Una vez ante ella, Karenin
volvió el rostro hacia su mujer, siempre con la misma expresión.
-Bien.
Exijo que guarde usted las apariencias hasta que... -y la voz de Karenin
tembló-, hasta que tome las medidas apropiadas para dejar a salvo mi honor. Ya
se las comunicaré.
Salió
del coche y ayudó a Ana a apearse. Le apretó la mano, de modo que los criados
lo vieran, se sentó en el coche y volvió a San Petersburgo.
Poco
después llegaba el criado de la Princesa con un billete para Ana.
"He
mandado una carta a Alexey preguntándole cómo se encuentra. Me contesta que
está ileso, pero desesperado."
"Entonces
vendrá", pensó Ana. "¡Cuánto celebro habérselo dicho todo á mi
marido!"
Miró
el reloj. Faltaban tres horas aún para la cita. Los recuerdos de la última
entrevista la llenaban de emoción.
"¡Dios
mío, cuánta claridad aún! Es terrible, pero, ¡me gusta ver su rostro y me gusta
esta luz fantástica!. ¿Y mi marido? ¡Ah, sí! Gracias a Dios todo ha
terminado entre nosotros..."
XXX
Como
en todas partes donde se reúne gente, en la pequeña estación balnearia adonde
habían ido los Scherbazky se realizó esa especie de cristalización habitual en
la sociedad que hace que cada uno de sus miembros ocupe un lugar definido.
Así
como el frío da una forma invariable y fija a cada partícula de agua,
convirtiéndola en un fragmento determinado de nieve, así cada nuevo cliente que
llegaba al balneario ocupaba su correspondiente lugar.
Fürst
Scherbazky sammt Gemahlin and Tochter se
habían cristalizado en el puesto definido que les correspondía teniendo en
cuenta el piso que ocuparon, su nombre y las relaciones que se habían creado.
Aquel
año había llegado a las aguas una verdadera Fürstin alemana, gracias a
la cual la cristalización se realizó más rápidamente.
La
princesa Scherbazky se obstinó totalmente en presentar a Kitty a la princesa
alemana y al segundo día de llegar efectuó la ceremonia.
Kitty,
ataviada con un vestido muy sencillo, es decir muy lujoso, que había sido
encargado expresamente a París, saludó profunda y graciosamente a la Princesa.
La
princesa alemana dijo:
-Espero
que las rosas iluminen en breve ese hermoso rostro.
Y
los caminos de la vida de los Scherbazky en el balneario quedaron tan fijamente
trazados que ya no les fue posible salirse de ellos.
Los
Scherbazky conocieron a una lady inglesa, a una condesa alemana y a su hijo,
herido en la última guerra, a un sabio sueco y al señor Canut y a una hermana
suya que le acompañaba.
Pero
a quien más trataban los Scherbazky era a una señora de Moscú, Marla Evgenievna
Rtischeva, a su hija, antipática a Kitty por estar enferma, como ella, de un
amor desgraciado, y a un coronel moscovita al que Kitty veía y trataba desde
niña y al que recordaba siempre de uniforme y con espuelas, aunque ahora
llevaba el cuello al descubierto y usaba corbata de color.
Este
hombre, de pequeños ojos, era extraordinariamente ridículo y se hacía pesado
porque resultaba imposible desembarazarse de él.
Una
vez establecido aquel régimen de vida fijo, Kitty se sintió muy aburrida, y más
aún cuando su padre marchó a Carlsbad y quedó sola con su madre.
Kitty
no se interesaba por los conocidos, ya que no esperaba nada nuevo de ellos. Su
interés principal en el balneario consistía en observar a los que no conocía y
hacer conjeturas sobre ellos. Por inclinación natural de su carácter, Kitty
suponía siempre buenas cualidades en los demás y sobre todo en los
desconocidos. Y ahora, al hacer suposiciones sobre quien pudiera ser aquella
gente, sus relaciones mutuas y sus caracteres,imaginaba que éstos eran
agradables y excepcionales y en sus observaciones creía encontrar la
confirmación de su creencia.
Le
interesaba en especial una joven rusa que acompañaba a una señora enferma, rusa
también, a quien todos llamaban madame Stal.
Esta
dama pertenecía a la alta sociedad. Estaba tan enferma que no podía andar, y
sólo los días muy buenos se la veía en un cochecillo. No trataba nunca con
rusos, lo que, según la princesa Scherbazky, no se debía a su enfermedad, sino
al excesivo orgullo que alentaba en ella.
Como
Kitty pudo observar, la joven rusa que la cuidaba trataba a todos los enfermos
graves, muy abundantes allí, y les atendía con la mayor naturalidad. Siempre
con arreglo a sus observaciones, la joven no debía de ser ni pariente de madame
Stal ni una enfermera a sueldo. La señora Stal la llamaba Vareñka y los otros mademoiselle
Vareñka.
Aparte
de que a Kitty le interesaban las relaciones entre madame Stal y Vareñka, así
como entre ellas y otras personas a quienes no conocía, Kitty sentía por la
joven una simpatía explicable, como sucede a menudo, y, por las miradas que
Vareñka le dirigía, se veía que también a ella le agradaba la Princesita.
Vareñka
no era lo que puede decirse una muchacha. Parecía un ser sin juventud, a quien
tanto se le podían atribuir treinta años como diecinueve. Pero, a juzgar por
las líneas de su rostro y pese a su color enfermizo, Vareñka era más bien linda
que fea. Habría incluso sido esbelta a no ser por la delgadez extremada de su
cuerpo y el volumen de su cabeza, que no guardaba proporción con su estatura;
pero no resultaba atrayente para los hombres. Dijérasela una hermosa flor que
aún conservara sus pétalos, pero ya mustia y sin perfume...
Finalmente,
no podía cautivar a los hombres porque le faltaba lo que le sobraba a Kitty: un
reprimido ardor vital y la consciencia de sus encantos.
Vareñka
parecía estar ocupada siempre por algún trabajo que realizaba y le impedía, al
parecer, interesarse por ninguna otra cosa.
Era
precisamente esta circunstancia, que las hacía distintas, lo que atraía a Kitty
más vivamente. Parecía a ésta que en Vareñka, en su manera de vivir,
encontraría el modelo de lo que buscaba con tanto ahínco: un interés en la
vida, un sentimiento de dignidad personal que nada tuviera de común con
aquellas relaciones establecidas en el gran mundo entre muchachos y muchachas,
y que ahora le repugnaban pareciéndole una exhibición humillante, como de
mercadería en espera del comprador.
Cuanto
más observaba Kitty a su desconocida amiga, tanto más creía que era el ser
perfecto que ella imaginaba y tanto más deseaba conocerla personalmente.
Cada
una de las varias veces que las dos jóvenes se encontraban durante el día, los
ojos de Kitty parecían decir:
"¿Quién
y qué es usted? ¿Acaso un ser tan bello moralmente como imagino? ¡Pero no
piense, por Dios, que deseo imponerle mi amistad! Me basta con quererla y
admirarla". "Yo la quiero también, es usted muy gentil. Y la querría
más si tuviese tiempo ..." , se diría que contestaba la joven rusa con la
mirada.
Efectivamente,
Kitty veía muy ocupada a Vareñka; ora acompañaba a casa a los niños de una
familia rusa, ora llevaba una manta a una enferma y la envolvía en ella, ora
trataba de calmar a un enfermo excitado, ora iba a comprar pastas de té para
alguien...
A
poco de la llegada de los Scherbazky hizo su aparición en el manantial una
pareja de nuevos personajes que atrajeron la atención general sin despertar
ninguna simpatía. El era un hombre algo encorvado, de enormes manazas, vestido
con un viejo gabán que le quedaba corto, de ojos negros a la vez
ingenuos y feroces; y ella una mujer agraciada, de rostro pecoso, vestida
pobremente y con escaso gusto.
Kitty,
notando que aquella pareja era rusa, empezó a inventar a su propósito una
novela bella y entemecedora.
Pero
la Princesa, informada por la Kurlist, el diario local, de que los nuevos
viajeros eran Nicolás Levin y María Nicolaevna, informó a Kitty de que aquel
hombre era una persona poco recomendable, de modo que todas las ilusiones de la
muchacha sobre los recién llegados se desvanecieron. No tanto por los informes
de su madre como por ser aquel Levin hermano de Constantino, la pareja se hizo
todavía más desagradable a Kitty. Para colmo, la costumbre de Nicolás de
estirar la cabeza producía en la joven una repulsión instintiva.
Le
parecía, por otra parte, que en aquellos ojos grandes y feroces, que la
contemplaban con insistencia, se expresaban sentimientos de odio y de burla,
por lo que Kitty procuraba evitar a Nicolás Levin siempre que podía.
XXXI
Era
un día desapacible, había llovido toda la mañana y los enfermos, provistos de
paraguas, llenaban la galería.
Kitty
paseaba con su madre y el coronel moscovita, que presumía mucho con su
americana a la moda europea comprada en Francfort. Iban de un lado a otro de la
galería, procurando evitar a Levin, que paseaba por el extremo opuesto.
Vareñka,
con su vestido oscuro y su sombrero negro de alas bajas, paseaba con una
francesa ciega. Cada vez que se cruzaba con Kitty, ambas cambiaban miradas
amistosas.
-¿Puedo
hablarle, mamá? -preguntó Kitty, siguiendo con la mirada a su desconocida amiga
y observando que se dirigía al manantial donde podrían coincidir.
-Si
tanto empeño tienes en conocerla, me informaré primero de quién y cómo es
hablándole yo antes -repuso su madre-. ¿Qué encuentras en ella de particular?
Si quieres, te presentaré a madame Stal. He conocido a sa bella soeur -añadió
la Princesa irguiendo la cabeza con orgullo.
Kitty
sabía que su madre estaba ofendida de que madame Stal fingiera no reconocer a
los rusos; no quiso, por lo tanto, insistir.
-¡Es
verdaderamente encantadora --dijo Kitty viendo a Vareñka ofrecer un vaso de
agua a la francesa-. Cuanto hace resulta en ella espontáneo, agradable...
-Me
dan risa tus engouements -dijo la Princesa- Vale más que nos
volvamos -agrego, viendo a Levin que avanzaba en su dirección con su compañera
y con el médico alemán, a quien hablaba en alta y enojada voz.
Al
volver la espalda oyeron, no ya una voz fuerte, sino gritos. Levin gritaba y el
doctor alemán estaba irritado también. La gente les rodeó. La Princesa y Kitty
se alejaron precipitadamente y el coronel se unió al corro para saber de qué se
trataba.
Instantes
más tarde, el coronel alcanzó a las Scherbazky.
-¿Qué
pasaba? -preguntó la Princesa.
-¡Una
vergüenza! -repuso el coronel-. ¡Es terrible encontrar a un ruso en el
extranjero! Ese señor ruso ha disputado con el médico, diciéndole mil
barbaridades, acusándole de que no le cura como debe y hasta amenazándole con
el bastón. ¡Es vergonzoso!
-¡Qué
cosa tan desagradable! -comentó la Princesa-. ¿Y en qué ha terminado la cosa?
-Gracias
a la intervención de aquélla... esa del sombrero que parece una seta. Creo que
es una rusa -dijo el coronel.
-¿Mademoiselle
Vareñka? -preguntó Kitty
con admiración.
-Sí:
fue más hábil que todos. Cogió al señor ruso por el brazo y se lo llevó.
-¿Ve,
mamá? -dijo Kitty a su madre-. ¡Y todavia le extraña a usted que la admire!
Observando
al siguiente día a aquella amiga a quien no trataba aún, Kitty comprobó que
Vareñka estaba ya en tan buenas relaciones con Levin y su mujer como con sus
demás protégés. La muchacha se acercaba a ellos, les hablaba y servía de
intérprete a la mujer, que no sabía ningún idioma extranjero.
Kitty
insistió a su madre para que le permitiese tratar a Vareñka. Y, pese a lo
desagradable que le parecía a la Princesa ser ella quien iniciase el trato con
la señora Stal, que adoptaba aquella actitud orgullosa no se sabía por qué, le
habló y se informó de cuanto concernía a Vareñka, sacando la conclusión de que
si bien no había mucho bueno, tampoco había nada malo en conocerla.
Acercándose, pues, ella misma a la joven, la interrogó.
Escogió
al efecto un momento en que Kitty había ido al manantial y Vareñka se había
detenido junto a un vendedor ambulante de dulces y la abordó.
-Permítame
presentarme personalmente -dijo la Princesa, con una sonrisa llena de dignidad,
Mi hija está enamorada de usted. Quizá usted no me conozca. Soy...
-Ese
sentimiento es recíproco, Princesa -contestó Vareñka inmediatamente.
-Se
portó usted muy bien ayer con nuestro pobre compatriota --comentó la Princesa.
Vareñka
se ruborizó.
-No
recuerdo haber hecho nada -repuso.
-¿Cómo
no? Evitó usted un lance desagradable a Levin.
-¡Ah,
sí! Su compañera me llamó y yo procure calmarle. El está muy enfermo y se
encuentra descontento de su medico. Estoy acostumbrada a tratar enfermos así.
-Sé
que vive usted en Menton con su tía. Creo que madame Stal es tía suya, ¿no? He
conocido a la belle soeur de su parienta...
-No
es tía mía. Aunque la llamo mamam, no soy parienta suya -dijo Vareñka volviendo
a ruborizarse, Pero he sido educada por ella.
Lo
dijo con tal sencillez, con tanta suavidad y franqueza en su rostro, que la
Princesa justificó al punto que Kitty estuviese enamorada de aquella muchacha.
-¿Y
qué va a hacer ahora ese Levin? -preguntó la Princesa.
-Se
marcha -respondió Vareñka,
Kitty,
radiante de alegría al ver que su madre trataba ya a su desconocida amiga,
volvía en aquel momento del manantial.
-Como
ves, Kitty, tu ardiente deseo de conocer a la señorita...
-Vareñka
-precisó ésta, con una sonrisa-. Así me llaman todos.
Kitty,
ruborizándose de alegría, apretó durante largo rato la mano de su nueva amiga,
quien no correspondió al apretón, dejando su mano inerte entre los dedos de
Kitty.
Pero,
aunque su mano no correspondiese al apretón de la joven, su rostro se iluminó
con una viva sonrisa, alegre y a la vez algo melancólica, que dejaba al
descubierto unos dientes grandes pero magníficos.
-También
yo deseaba conocerla -dijo Vareñka.
-¡Pero
está usted siempre tan ocupada ...!
-¡Quia;
no tengo nada que hacer! -aseguró la muchacha.
Mas
en aquel mismo instante hubo de dejar a sus recientes amigos viendo a dos
niñitas rusas, hijas de un enfermo, que corrían hacia ella.
-¡La
llama mamá, Vareñka! -gritaban.
Y
Vareñka las siguió.
XXXII
Los
detalles de los que se enteró la Princesa relativos al pasado de Vareñka y de
sus relaciones con madame Stal, y que supo por ésta, eran los
siguientes:
Madame
Stal, de quien unos
decían que había amargado la vida de su marido, mientras otros afirmaban que
era él quien la atormentaba con su conducta crapulosa, era una mujer siempre
enferma y excitada.
Después
de divorciarse de su marido dio a luz a un niño, que murió a poco de nacen Los
parientes de madame Stal, conociendo su sensibilidad y temiendo que la
noticia la matase, suplantaron el niño muerto por una niña que había nacido la
misma noche en San Petersburgo y que era hija del cocinero de la Corte.
La
niña era Vareñka. Más adelante, madame Stal averiguó que ésta no era
hija suya, pero continuó criándola. Vareñka quedó muy pronto sola en el mundo,
por muerte de sus padres.
Madame
Sial vivía hacía más de
dos años en el extranjero, en el sur, sin moverse de la cama.
Unos
afirmaban que madame Stal fingía y se hacia un pedestal de su fama de
mujer virtuosa y piadosa, mientras otros sostenían que en realidad, en el fondo
de su alma, era un ser virtuoso y de moral acendrada, que vivía sólo para el
bien del prójimo como aparentaba.
Nadie
sabía si su religión era católica, protestante a ortodoxa, pero una cosa era
cierta: que mantenía una estrecha amistad con los altos dignatarios de todas
las iglesias y confesiones.
Vareñka
vivía siempre con ella en el extranjero, y cuantos trataban a la Stal estimaban
y querían a mademoiselle Vareñka corno la llamaban.
Enterada
de tales detalles, la Princesa no vio inconveniente en el trato de su hija con
aquella joven, tanto más cuanto que los modales y la educación de la muchacha
eran excelentes y hablaba el francés y el inglés a la perfección. En fin, lo
principal era que madame Stal había asegurado que sentía mucho que su
enfermedad la privase de tratar íntimamente a la Princesa como era su deseo.
Kitty,
después de conocer a Vareñka, se sentía cada vez más cautivada por su amiga y
cada día descubría en ella nuevas cualidades.
Sabiendo
que Vareñka cantaba bien, la Princesa le pidió que fuera a su casa una tarde
para cantar.
-Tenemos
piano, Kitty lo toca. Cierto que no es muy bueno, pero nos complacerá mucho
oírla a usted -dijo la Princesa con una sonrisa forzada, tanto más desagradable
a Kitty cuanto que advirtió que Vareñka no tenía ganas de cantar.
No
obstante, la joven acudió por la tarde llevando algunas piezas de música. La
Princesa invitó también a María Evgenievna y su hija y al coronel.
Vareñka,
indiferente por completo a que hubiese gente que no conocía, se acercó al
piano. No sabía acompañarse, pero leía las notas muy bien. Kitty, que tocaba el
piano a la perfección, la acompañaba.
-Tiene
usted un talento extraordinario de cantante -afirmó la Princesa, después que la
muchacha hubo cantado de un modo admirable la primera pieza.
María
Evgenievna y su hija alabaron a la muchacha y le dieron las gracias por su
amabilidad.
-Miren
-dijo el coronel, asomándose a la ventana- cuánta gente ha venido a escucharla.
Salieron
y vieron que, en efecto, al pie de la ventana se había reunido mucha gente.
-Celebro
infinito que les haya gustado -dijo simplemente Vareñka.
Kitty
miraba a su amiga con orgullo. Le entusiasmaban el arte, la voz, el rostro y,
más que nada, el carácter de Vareñka, que no daba importancia alguna a lo que
había hecho y recibía las alabanzas con indiferencia, con el aspecto de
limitarse a preguntar: "¿Canto más o no?".
"Si
yo estuviese en su lugar, ¡qué orgullosa me habría sentido!", pensaba
Kitty. " ¡Cuánto me hubiese satisfecho saber que había gente escuchándome
bajo la ventana! Y a ella todo eso la deja fría. Sólo la mueve el deseo de no
negarse y de complacer a mamá. ¿Qué hay en esta mujer? ¿Qué es lo que le da
fuerza para prescindir de todos y permanecer independiente y serena? ¡Cuánto
daría por saberlo y poder imitarla!", se decía Kitty, examinando el rostro
tranquilo de su amiga.
La
Princesa pidió a la joven que cantase más y ella cantó con la misma perfección
y serenidad, de pie junto al piano, llevando el compás sobre el instrumento con
su mano fina y morena.
La
segunda pieza del papel era una canción italiana. Kitty tocó la introducción y
miró a Vareñka.
-Pasemos
esto de largo -dijo ruborizándose.
Kitty
detuvo la mirada, interrogativa y temerosa, en el rostro de su amiga.
-Bueno,
bueno, pasemos a otra cosa... --dijo precipitadamente Kitty, volviendo las
hojas y adivinando que Vareñka tenía algún recuerdo relacionado con aquella
canción.
-No
-dijo la muchacha, poniendo la mano sobre la partitura y sonriendo-. Cantemos
esto.
Y
lo cantó tan serena y fría y con tanta perfección como había cantado antes.
Cuando
Vareñka acabó, todos le dieron las gracias y se aprestaron a tomar el té. Las
dos jóvenes salieron a un jardincillo que había junto a la casa.
-¿No
es cierto que tiene usted algún recuerdo relacionado con esa canción? -preguntó
Kitty-. No me explique nada -se apresuró a añadir-: dígame sólo si es verdad.
-¿Por
qué no? Se lo contaré todo -repuso Vareñka con sencillez.
-Tengo,
sí, un recuerdo que en tiempos me fue muy penoso. He amado a un hombre y solía
cantarle esa romanza.
Kitty,
en silencio, con los ojos muy dilatados, miraba conmovida a su amiga.
-Yo
le quería a él y él a mí, pero su madre se oponía a nuestra boda y se casó con
otra. Ahora vive cerca de nosotros y a veces le veo. ¿No había imaginado usted
que yo pudiera también tener mi novelita de amor? --dijo Vareñka.
Y
su rostro se iluminó con un débil resplandor que, según presumió Kitty, en otro
tiempo debía de iluminarlo por completo.
-¿Qué
no lo he pensado? Si yo fuera hombre, después de conocerla a usted no podría
amar a otra. No comprendo cómo pudo olvidarla y hacerla desgraciada por
complacer a su madre. ¡Ese hombre no tiene corazón!
-¡Oh,
sí! Es un hombre muy bueno, y yo no soy desgraciada; al contrario: soy muy
feliz. ¿No cantamos más por hoy? -agregó, aproximándose a la casa.
-¡Qué
buena es usted, qué buena! -exclamó Kitty. Y, deteniendo a Vareñka, la besó-. ¡Si
yo pudiese parecerme a usted un poco!
-¿Para
qué necesita parecerse a nadie? Es usted muy buena tal como es -replicó Vareñka
con su sonrisa suave y fatigada.
-No,
no soy buena... Pero dígame... Sentémonos aquí, se lo ruego -dijo Kitty,
haciéndola sentarse otra vez en el banco, a su lado-. Dígame: ¿acaso no es una
ofensa que un hombre desprecie el amor de una, que no la quiera?
-¡Si
no me ha despreciado! Estoy segura de que me amaba, pero era un hijo
obediente...
-¿Y
si no lo hubiese hecho por voluntad de su madre, sino por la suya propia?
-repuso Kitty, comprendiendo que descubría su secreto y notando que su rostro,
encendido con el rubor de la vergüenza, la traicionaba.
-Entonces
se habría comportado mal y yo no sufriría al perderle -repuso Vareñka con firmeza,
adivinando que ya no se trataba de ella, sino de Kitty.
-¿Y
la ofensa? -preguntó Kitty-. La ofensa es imposible de olvidar..
Hablaba
recordando cómo había mirado a Vronsky en el intervalo de la mazurca.
-¿Dónde
está la ofensa? Usted no ha hecho nada malo.
-Peor
que malo. Estoy avergonzada.
Vareñka
movió la cabeza y puso su mano sobre la de Kitty.
-¿Avergonzada
de qué? -dijo-. Supongo que no diría usted al hombre que le mostró indiferencia
que le quería...
-¡Claro
que no! Nunca le dije una palabra. Pero él lo sabía. Hay miradas que... Hay
modos de obrar.. ¡Aunque viva cien años no olvidaré esto nunca!
-Pues
no lo comprendo. Lo importante es saber si usted le ama ahora o no --concretó
Vareñka.
-¡Le
odio! No puedo perdonarme...
-¿Por
qué?
-Porque
la vergüenza, la ofensa...
-¡Si
todas fueran tan sensibles como usted! -repuso Vareñka-. No hay joven que no
pase por eso. ¡Y tiene tan poca importancia!
-Entonces,
¿cuáles son las cosas importantes? -preguntó Kitty escrutándole con mirada
sorprendida.
-Hay
muchas cosas importantes. .
-¿Cuáles
son?
-¡Oh,
muchas! -dijo Vareñka, como no sabiendo qué contestar.
En
aquel momento se oyó la voz de la Princesa que llamaba desde la ventana:
-¡Kitty,
hace fresco! Toma el chal o entra en casa.
-Cierto;
ya es hora de entrar --dijo Vareñka, levantándose-. Tengo que visitar aún a
madame Berta que me lo suplicó...
Kitty
la retenía por la mano y la miraba apasionadamente, como si le preguntase:
"¿Cuáles son esas cosas importantes? ¿Qué es lo que le infunde tanta
serenidad? Usted lo sabe: ¡dígamelo!".
Pero
Vareñka no comprendía la pregunta de Kitty, ni en qué consistía. Sólo recordaba
que tenía que ver a madame Berta y volver a casa de madame Stal a la
hora del té, que allí se tomaba a las doce de la noche. Entró, pues, en la casa,
recogió sus papeles de música, se despidió de todos y se dispuso a marchar.
-Permítame
que la acompañe -dijo el coronel.
-Claro.
¿Cómo va ir sola por la noche? -apoyó la Princesa-. Por lo menos enviaré a
Paracha con usted.
Kitty
observaba la sonrisa que Vareñka reprimía con dificultad al oír considerar
necesario que la acompañaran.
-No;
siempre voy sola y nunca me pasa nada -dijo, tomando el sombrero. Y, besando
una vez más a Kitty y omitiendo decirle lo que eran aquellas cosas importantes,
desapareció con su paso rápido y sus papeles de música bajo el brazo en la
oscuridad de la noche de verano, llevándose consigo el secreto de aquellas
cosas importantes y de lo que le proporcionaba aquella dignidad y aquella calma
tan envidiables.
XXXIII
Kitty
conoció también a madame Stal y esta amistad, unida a la de Vareñka,
influyó mucho en ella, consolándola en su aflicción.
El
consuelo consistía en que, merced a aquella amistad, se abrió un nuevo mundo
para ella, un mundo sin nada de común con el suyo anterior, un mundo elevado
desde cuya altura se podía mirar el pasado con tranquilidad. Había descubierto
que, además de la vida instintiva a que hasta entonces se entregara, existía
una vida espiritual.
Esa
vida se descubría gracias a la religión, pero una religión que no tenía nada de
común con la que profesaba Kitty desde su infancia, y que consistía en asistir
a oficios y vísperas en el "Asilo de Viudas Nobles", donde se
encontraba gente conocida, y en aprender de memoria con los "padrecitos"
ortodoxos los textos religiosos eslavos.
La
nueva idea que ahora recibía de la religión era elevada, mística, unida a
sentimientos y pensamientos hermosos. Así cabía creer en la religión no porque
estuviera ordenado, sino porque la creencia resultaba digna de ser amada.
Kitty
no llegó a tal conclusión porque se lo dijeran. Madame Stal hablaba con
Kitty como con una niña simpática, admirándola, hallando en ella los recuerdos
de su propia juventud. Sólo una vez le dijo que en todas las penas humanas no
hay consuelo sino en el amor de Dios y la fe, y que Cristo, en su infinita
compasión por nosotros, no encuentra penas tan pequeñas que no merezcan su
consuelo. Y poco después, madame Stal cambió de conversación.
Pero
en cada uno de sus movimientos, de sus palabras, de sus miradas celestiales,
como calificaba Kitty las miradas de madame Stal, y sobre todo en la
historia de su vida, que Kitty conoció por Vareñka, aprendió la joven "lo
más importante", hasta entonces ignorado por ella.
Así,
notó que, al preguntarle por sus padres, la Stal sonreía con desdén, lo que era
contrario a la caridad cristiana. También advirtió que, una vez que Kitty halló
allí a un cura católico, madame Stal procuraba mantener su rostro fuera
de la luz de la lámpara mientras sonreía de un modo peculiar.
Por
insignificantes que fueran estas observaciones, perturbaban a Kitty,
despertando dudas en ella sobre madame Stal. Vareñka, en cambio, sola en
el mundo, sin parientes ni amigos, con su triste desengaño, no esperando nada
de la vida ni sufriendo ya por nada, era el tipo de la perfección con que la
Princesita soñaba.
Kitty
llegó a comprender que a Vareñka le bastaba olvidarse de sí misma y amar a los
demás para sentirse serena, buena y feliz. Así habría deseado ser ella.
Comprendiendo ya con claridad qué era "lo más importante", Kitty no
se limitó a admirarlo, sino que se entregó en seguida con toda su alma a
aquella vida nueva que se abría ante ella. Por las referencias de Vareñka
respecto a cómo procedían madame Stal y otras personas que le nombraba,
Kitty trazó el plan de su vida para el futuro. Como la sobrina de madame Stal,
Alina, de la que Vareñka le hablaba mucho, Kitty se propuso, doquiera que
estuviese, buscar a los desgraciados, auxiliarles en la medida de sus fuerzas,
regalarles evangelios y leerlos a los enfermos, criminales y moribundos. La
idea de leer el Evangelio a los criminales, como hacía Alma, era lo que más
seducía a Kitty. Pero la joven guardaba en secreto estas ilusiones sin
comunicarlas ni a Vareñka ni a su madre.
En
espera del momento en que pudiera realizar sus planes con más amplitud, Kitty
encontró en el balneario, donde había tantos enfermos y desgraciados, la
posibilidad de practicar las nuevas reglas de vida que se imponía, a imitación
de Vareñka.
La
Princesa, al principio, no observó sino que su hija estaba muy influida por su engouement,
como ella decía, hacia madame Stal y sobre todo hacia Vareñka.
Notaba que no sólo Kitty imitaba a la muchacha en su actividad, sino que la
imitaba, sin darse cuenta, en su modo de andar, de hablar, hasta de mover las
pestañas. Pero después la Princesa reparó en que se operaba en Kitty, aparte de
su admiración por Vareñka, un importante cambio espiritual.
Veía
a su hija leer por las noches el Evangelio francés que le regalara madame Stal,
cosa que antes no hacía nunca; reparaba en que rehuía las amistades del gran
mundo y en que trataba mucho a los enfermos protegidos de Vareñka y, en
especial, a una familia pobre: la del pintor Petrov, que estaba muy enfermo.
Kitty
se mostraba orgullosa de desempeñar el papel de enfermera en aquella familia.
Todo
ello estaba bien y la Princesa no tenía nada que objetar contra aquella
actividad de su hija, tanto más cuanto que la mujer de Petrov era una persona
distinguida, y que la princesa alemana, al enterarse de lo que hacía Kitty, la
había elogiado, llamándola un ángel consolador.
Sí,
todo habría estado muy bien de no ser exagerado. Pero la Princesa advertía que
su hija tendía a exagerar y hubo de advertirla.
-Il
ne faut jamais rien outrer.
Kitty,
no obstante, nada contestaba, sino que se limitaba a pensar que no puede haber
exageración en hacer obras caritativas. ¿Acaso es exagerado seguir el precepto
de presentar la mejilla izquierda al que nos abofetea la derecha o el de dar la
camisa a quien le quita a uno el traje?
Pero
a la Princesa le desagradaban tales extremos, y más aún el comprender que su
hija ahora no le abría completamente el corazón. En realidad, Kitty ocultaba a
la Princesa sus nuevas impresiones y sentimientos no porque no quisiera o no
respetara a su madre, sino precisamente por ser madre suya.
Mejor
habría abierto su corazón ante cualquiera que ante ella.
-Hace
mucho tiempo que Ana Pavlovna no viene a casa -dijo una vez la Princesa,
refiriéndose a la Petrova-. La he invitado a venir, pero me ha parecido que
estaba algo disgustada conmigo...
-No
lo he notado --dijo Kitty ruborizándose.
-¿Hace
mucho que no les has visto?
-Mañana
tenemos que ir a dar un paseo hasta las montañas -repuso Kitty.
-Bien;
id -dijo la Princesa, contemplando el rostro turbado de su hija y esforzándose
en adivinar las causas de su confusión.
Aquel
mismo día Vareñka comió con ellos y anunció que la Petrova desistía del paseo a
la montaña. La Princesa notó que Kitty volvía a ruborizarse.
-¿Te
ha sucedido algo desagradable con los Petrov, Kitty? -preguntó la Princesa
cuando quedaron a solas, ¿Por qué no envía aquí a los niños ni viene nunca?
Kitty
contestó que no había pasado nada y que no comprendía que Ana Pavlovna pudiera
estar disgustada con ella.
Y
decía verdad. No conocía en concreto el motivo de que la Petrova hubiera
cambiado de actitud hacia ella, pero lo adivinaba. Adivinaba algo que no podía
decir a su madre, una de esas cosas que uno sabe pero que no puede ni
confesarse a sí mismo por lo vergonzoso y terrible que sería cometer un error.
Recordaba
sus relaciones con la familia Petrov. Evocaba la ingenua alegría que se pintaba
en el bondadoso rostro redondo de Ana Pavlovna cuando se encontraban, recordaba
sus conversaciones secretas respecto al enfermo, sus invenciones para impedirle
trabajar, lo que le habían prohibido los médicos, y para sacarle de paseo. Se
acordaba del afecto que le tenía el niño pequeño, que la llamaba "Kitty
mía" y no quería acostarse si ella no estaba a su lado para hacerle
dormir.
¡Qué
agradables eran aquellos recuerdos! Luego evocó la figura delgada de Petrov, su
cuello largo, su levita de color castaño, sus cabellos ralos y rizados, sus
interrogativos ojos azules que al principio asustaban a Kitty, y recordó
también los esfuerzos que hacía para aparentar fuerza y animación ante ella.
Además
se acordaba de la repugnancia que él le inspiraba al principio -como se la
inspiraban todos los tuberculosos y el cuidado con que escogía las palabras que
le tenía que decir. Volvía a ver la mirada tímida y conmovida que le dirigía
Petrov y experimentaba de nuevo el extraño sentimiento de compasión y humildad,
unido a la consciencia de obrar bien, que la embargaba en aquellos instantes.
Sí:
todo ello se había deslizado perfectamente en los primeros días. Ahora, desde
hacía poco, todo había cambiado. Ana Pavlovna recibía a Kitty con amabilidad
fingida y vigilaba sin cesar a su marido y a la joven.
¿Era
posible que la conmovedora alegría que experimentaba Petrov al llegar ella
fuera la causa de la frialdad de Ana Pavlovna?
"
Sí", pensaba Kitty; había algo poco natural en Ana Pavlovna, algo que no
era propio de su bondad en el acento con que dos días antes le dijera enojada:
-Mi
marido la esperaba; no quería tomar el café hasta que usted llegase, aunque
sentía debilidad...
"Sí;
quizá la Petrova se disgustó conmigo por haberle dado la manta a su marido. El
hecho en sí carece de importancia... Pero él la cogió turbándose y me dio
tantas veces las gracias que quedé confundida... Y luego ese retrato mío que ha
pintado tan admirable... Y lo peor es su mirada, tan dulce, tan tímida... Sí,
sí; eso es", se repetía Kitty, horrorizada. " Pero no debe, no puede
ser. ¡El pobre me inspira tanta compasión ...!"
Aquella
duda envenenaba, ahora, el encanto de su nueva vida.
XXXIV
Poco
antes de concluir el período de cura de aguas, el príncipe Scherbazky vino a
reunirse con su familia, que desde Carlsbad había ido a Baden y a Kessingen
para visitar a unos amigos rusos, para respirar aire ruso, como él decía.
Las
opiniones del Príncipe y de su esposa respecto a la vida en el extranjero eran
diametralmente opuestas.
La
Princesa lo encontraba todo admirable y, pese a su buena posición en la
sociedad rusa, en el extranjero procuraba parecer una dama europea, lo que
conseguía con dificultad, ya que, tratándose en realidad de una dama rusa,
tenía que fingir y ello la cohibía bastante.
El
Príncipe, por el contrario, encontraba malo todo lo extranjero, le aburría la
vida europea, conservaba sus costumbres rusas y fuera de su patria procuraba
mostrarse adrede menos europeo de lo que lo era en realidad.
El
Príncipe volvió más delgado, con la piel de las mejillas colgándole, pero en
excelente disposición de ánimo, que aún mejoró al ver que Kitty había curado
por completo.
Las
referencias de la amistad de su hija con madame Stal y Vareñka y las
observaciones de la Princesa sobre el cambio operado en Kitty impresionaron al
Príncipe, despertando en él su habitual sentimiento de celos hacia todo cuanto
atraía a su hija fuera del círculo de sus afectos. Le asustaba que Kitty
pudiera substrarse a su influencia, alejándose hasta parajes inaccesibles para
él.
Pero
tales noticias desagradables se hundieron en el mar de alegría y bondad que le
animaba siempre y que había aumentado después de tomar las aguas de Carlsbad.
Al
día siguiente de su regreso, el Príncipe, vestido con un largo gabán, con sus
fofas mejillas sostenidas por el cuello almidonado, se dirigió al manantial con
su hija en muy buen estado de espíritu.
La
mañana era espléndida; brillaba un sol radiante. Las casas limpias y alegres,
con sus jardincitos, el aspecto de las sirvientas alemanas, joviales en su
trabajo, de manos rojas, de rostros colorados por la cerveza; todo ello llenaba
de gozo el corazón.
Pero
al aproximarse al manantial encontraban enfermos de aspecto mucho más
deplorable aún por contraste con las condiciones normales de la bien organizada
vida alemana.
A
Kitty ya no le sorprendía tal contraste. El sol brillante, el vivo verdor, el
son de la música, le resultaban el marco natural de toda aquella gente tan
familiar para ella, con sus alternativas de peor o mejor salud, de buen o mal
humor a que estaban sujetos.
Pero
al Príncipe la luz y el esplendor de la mañana de junio, el sonar de la
orquesta que tocaba un alegre vals de moda y, sobre todo, el aspecto de las
rozagantes sirvientas le parecían ilógicos y grotescos en contraste con
aquellos muertos vivientes, llegados de toda Europa, que se movían con fatiga y
tristeza.
No
obstante el sentimiento de orgullo que le inspiraba el llevar del brazo a su
hija, lo que le daba la impresión de volver a la juventud, se sentía cohibido y
molesto de su andar seguro, de sus miembros sólidos, de su cuerpo de robusta
complexión. Experimentaba lo que un hombre desnudo sentiría encontrándose en
una reunión de personas vestidas.
-Preséntame
a tus nuevas amistades --dijo a su hija oprimiéndole el brazo con el codo-. Hoy
siento simpatía hasta por la asquerosa agua bicarbonatada que te ha repuesto de
ese modo. ¡Pero es tan triste ver esto! Oye, ¿quién es ése?
Kitty
iba nombrándole las personas conocidas y desconocidas que encontraban en el
curso de su paseo.
En
la misma entrada del jardín hallaron a madame Berta, la ciega, y el Príncipe se
sintió contento ante la expresión que animó el rostro de la anciana francesa al
oír la voz de Kitty. Madame Berta habló al Príncipe con su exagerada
amabilidad francesa, alabándole aquella hija tan bondadosa, ensalzándola hasta
las nubes y calificándola de tesoro, perla y ángel de consuelo.
-En
ese caso es el ángel número dos -dijo el Príncipe sonriendo-, porque, según
ella, el ángel número uno es la señorita Vareñka.
-¡Oh,
la señorita Vareñka es también un verdadero ángel! -afirmó madame Berta.
En
la galería encontraron a la propia Vareñka, que se dirigió precipitadamente a
su encuentro. Llevaba un espléndido bolso de costura.
-Ha
venido papá ---dijo Kitty.
Vareñka
hizo un ademán entre saludo y reverencia, con la sencillez y naturalidad que
usaba siempre en todas sus cosas.
Luego
empezó a hablar con el Príncipe como con los demás, naturalmente, sin sentirse
cohibida.
-Ya
la conozco, y bien -dijo el Príncipe con una sonrisa de la que Kitty dedujo,
con alegría, que su padre encontraba simpática a Vareñka-. ¿Adónde va usted tan
de prisa?
-Es
que mamá está aquí --dijo la muchacha dirigiéndose a Kitty-. No ha dormido en
toda la noche y el doctor le ha aconsejado que saliera. Le llevo su labor.
-¿Así
que éste es el ángel número uno? -dijo el Príncipe después de que Vareñka se
hubo marchado.
Kitty
notaba que su padre habría querido burlarse de su amiga, pero que no se atrevía
a hacerlo porque también él la había encontrado simpática y agradable.
-Vamos
a ver a todas tus amigas -añadió él-; vamos incluso a saludar a madame Stal,
si es que se digna acordarse de mí...
-¿La
conoces, papá? -preguntó Kitty con cierto temor, reparando en el fulgor irónico
que iluminó los ojos del Príncipe al mencionar a la Stal.
-La
conocí, así como a su marido, cuando ella no se había inscrito aún entre los
pietistas.
-¿Qué
significa pietista, papá? -preguntó la joven, desasosegada al saber que lo que
ella apreciaba tanto en madame Stal tenía semejante nombre.
-No
lo sé bien, francamente... Sólo sé que ella da gracias a Dios por todas las
desventuras que sufre... Por eso cuando murió su marido dio también gracias a
Dios... Pero la cosa resulta algo cómica, porque ambos se llevaban muy mal.
¿Quién es ése? ¡Qué cara! ¡Da pena verle! -exclamó el Príncipe reparando en un
hombre bajito, sentado en un banco, que vestía un abrigo castaño y pantalones
-blancos que formaban extraños pliegues sobre los descarnados huesos de sus
piernas.
Aquel
señor se quitó el sombrero, descubriendo sus cabellos rizados y ralos y su
ancha frente, de enfermizo matiz, levemente colorada ahora por la presión del
sombrero.
-Es
el pintor Petrov -respondió Kitty ruborizándose-. Y ésa es su mujer -añadió
indicando a Ana Pavlovna.
La
Petrova, como a propósito, al aproximarse ellos, se dirigió a uno de sus niños
que jugaba al borde del paseo.
-¡Qué
pena inspira ese hombre y qué rostro tan simpático tiene! ¿Por qué no te has
acercado a él? Parecía querer hablarte.
-Entonces,
vamos -dijo Kitty, volviéndose resueltamente-. ¿Cómo se encuentra hoy?
-preguntó a Petrov.
Petrov
se levantó, apoyándose en su bastón, y miró con timidez al Príncipe.
-Kitty
es hija mía -dijo Scherbazky-. Celebro conocerle.
El
pintor saludó, mostrando al sonreír su blanca dentadura que brillaba
extraordinariamente.
-Ayer
la esperábamos, Princesa -dijo a Kitty. Y al hablar se tambaleó, y repitió el
movimiento para fingir que lo hacía voluntariamente.
-Yo
iba a ir, pero Vareñka me avisó de que ustedes no salían de paseo.
-¿Cómo
que no? -dijo Petrov, sonrojándose. Luego tosió y buscó a su mujer con los
ojos-: ¡Anita, Anita! -gritó.
Y
en su delgado cuello se hincharon sus venas, gruesas como cuerdas.
Ana
Pavlovna se acercó.
-¿Cómo
mandaste dar recado a la Princesa de que no íbamos de paseo? -preguntó Petrov
irritado.
La
emoción ahogaba su voz.
-Buenos
días, Princesa -saludó Ana Pavlovna con fingida sonrisa, en tono harto distinto
al que había empleado siempre cuando hablaba con ella-. Mucho gusto en
conocerle -dijo al Príncipe-. Hace tiempo que le esperaban...
-¿Por
qué has mandado decir a la Princesa que no iríamos de paseo? -repitió su marido
en voz baja y ronca, más irritado aún al notar que le faltaba la voz y no podía
hablar en el tono que quería.
-¡Dios
mío! Creí que no iríamos -repuso su mujer enojada.
-¡Cómo
que no! Sí, iremos porque... -y Petrov tosió otra vez y agitó la mano.
El
Príncipe se quitó el sombrero y se apartó.
-¡Desgraciados!
-murmuró afligido.
-Sí,
papá -contestó Kitty-. Has de saber que tienen tres niños, que carecen de
criados y que apenas poseen recursos. La Academia le envía algo -seguía
diciendo, con animación, para calmar el mal efecto que le produjera la actitud
de la Petrova-. Allí está madame Stal -concluyó mostrando un cochecillo
en el cual, entre almohadones, envuelta en ropas grises y azul celeste, bajo
una sombrilla, se veía una figura humana.
Era
madame Stal. Tras ella estaba un robusto y taciturno mozo alemán que
empujaba el coche. A su lado iba un conde sueco, un hombre muy rubio a quien
Kitty conocía de nombre, Varios enfermos rodeaban el cochecillo, contemplando a
madame Stal con veneración, como a algo extraordinario.
El
Príncipe se acercó y en sus ojos vio Kitty de nuevo el irónico fulgor que tanto
la intimidaba.
Al
llegar junto a madame Stal, el Príncipe le habló en excelente francés,
como muy pocos lo hablan hoy, manifestándose con respeto y cortesanía.
-No
sé si usted me recuerda; pero en todo caso me permito hacerme recordar para
agradecerle sus bondades con mi hija -dijo Scherbazky quitándose el sombrero y
conservándolo en la mano.
-Encantada,
príncipe Alejandro Scherbazky -dijo la Stal, alzando hacia él sus ojos
celestiales en los que Kitty observó cierto disgusto-. Quiero mucho a su hija.
-¿Sigue
mal su salud?
-Sí,
pero ya estoy acostumbrada -contestó madame Stal.
Y
presentó al Príncipe el conde sueco.
-Ha
cambiado usted un poco --dijo Scherbazky- desde los diez a once años que no he
tenido el honor de verla.
-Sí.
Dios, que da la cruz, da también energías para soportarla. A menudo hace que
uno piense: ¿para qué durará tanto esta vida? ¡Así no; de otro modo! -ordenó
con irritación a Vareñka, que le envolvía los pies en la manta de una forma
diferente a como ella quería.
-Seguramente
dura para permitirle hacer el bien ---dijo el Príncipe riéndose con los ojos.
-Nosotros
no somos quiénes para juzgarlo -repuso madame Stal, observando la
expresión del rostro del Príncipe-. ¿Me enviará usted ese libro, querido Conde?
Se lo agradeceré mucho -dijo, de repente, dirigiéndose ahora al conde sueco.
-¡Ah!
-exclamó el Príncipe, divisando al coronel, que no estaba lejos de allí.
Y,
saludando con la cabeza a la señora Stal, se alejó con su hija y con el
coronel, que se reunió con ellas.
-He
aquí nuestra aristocracia, ¿verdad, Príncipe? -dijo en tono irónico el coronel,
que se sentía molesto con la señora Stal porque no se relacionaba con él.
-Está
igual que siempre -comentó el Príncipe.
-¿La
conocía usted antes de enfermar? Me refiero a antes de que tuviera que guardar
cama.
-Sí;
la conocí precisamente cuando enfermó y hubo de guardar cama.
-Dicen
que no se levanta desde hace diez años.
-No
se levanta porque tiene las piernas muy cortas. Es contrahecha.
-¡Imposible,
papá! -exclamó Kitty.
-Eso
dicen las malas lenguas, querida. ¡Y qué mal trata a Vareñka! ¡Oh, estas
señoras enfermas! -añadió.
-No,
papá -replicó Kitty con calor-. Vareñka la adora. ¡Y madame Stal hace
mucho bien! Pregunta a quien quieras. A ella y a Alina Stal todos los conocen.
-Puede
ser -dijo el Príncipe, apretándole el brazo con el codo-. Pero yo encuentro
mejor hacer el bien sin que nadie se entere.
Kitty
calló no porque no supiera qué decir, sino porque no quería confiar a su padre
sus pensamientos secretos. Por extraño que fuese, aunque no quería someterse a
la opinión de su padre ni abrirle el camino de su santuario íntimo, notó que
aquella imagen divina de madame Stal que durante un mes entero llevara
dentro de su alma desaparecía definitivamente, como la figura que forma un
vestido colgado desaparece definitivamente cuando se repara que no se trata
sino de eso: de un vestido colgado.
Ahora
en su cerebro no persistía sino la visión de una mujer corta de piernas que
permanecía acostada porque era deforme y que martirizaba a la pobre Vareñka
porque no le arreglaba bien la manta en tomo a los pies. Y ningún esfuerzo de
su imaginación pudo reconstruir la anterior imagen de madame Stal.
XXXV
El
buen estado de ánimo del Príncipe se contagió a su familia, a sus amigos y
hasta al alemán dueño de la casa en que habitaban los Scherbazky.
Al
volver del manantial, habiendo invitado al coronel, a María Evgenievna y a
Vareñka a tomar café, el Príncipe ordenó que sacasen la mesa al jardín, bajo un
castaño, y que sirviesen allí el desayuno.
Al
influjo de la alegría de su amo, los criados, que conocían la munificencia del
Príncipe, se animaron también. Durante media hora un médico de Hamburgo,
enfermo, que vivía en el piso alto, contempló con envidia aquel alegre grupo de
rusos, todos sanos, reunidos bajo el añoso árbol.
A
la sombra movediza de las ramas, ante la mesa cubierta con el blanco mantel,
con cafeteras, pan, mantequilla, queso y caza fambre, estaba sentada la
Princesa, tocada con su cofia de cintas lila, llenando las tazas y
distribuyendo los bocadillos.
Al
otro extremo de la mesa se sentaba el Príncipe, comiendo con apetito y hablando
animadamente en voz alta. A su alrededor se veían las compras que había hecho:
cajitas de madera labrada, juguetitos, plegaderas de todas clases. Había
comprado un montón de aquellas cosas y las regalaba a todos, incluso a Lisgen,
la criada, y al casero, con el que bromeaba en su cómico alemán chapurreado,
asegurando que no eran las aguas las que habían curado a Kitty, sino la buena
cocina del dueño de la casa y sobre todo su compota de ciruelas secas.
La
Princesa se burlaba de su marido por sus costumbres rusas, pero se sentía más
animada y alegre de lo que había estado hasta entonces durante su permanencia
en las aguas.
El
coronel celebraba también las bromas del Principe, pero cuando se trataba de
Europa, que él imaginaba haber estudiado a fondo, estaba de parte de la
Princesa.
La
bondadosa María Evgenievna reía de todo corazón con las ocurrencias de
Scherbazky y Vareñka reía de un modo suave pero comunicativo, cosa que Kitty no
le había visto nunca hasta entonces, ante las alegres chanzas del Principe.
Todo
ello animaba a Kitty, pero, no obstante, se sentía preocupada. No sabía cómo
resolver el problema que su padre le habla planteado involuntariamente con su
modo de considerar a sus amigas y aquel género de vida que ella amaba
últimamente con toda su alma.
A
este problema se unía el de sus relaciones con los Petrov, hoy puestas en claro
de un modo harto desagradable.
Viendo
la alegría de los demás, Kitty sentía crecer su agitación; y experimentaba un
sentimiento análogo al que sufría en su infancia cuando la castigaban
encerrándola en su cuarto desde el que oía a sus hermanos reír alegremente.
-¿Por
qué has comprado tantas chucherías? -preguntó la Princesa a su marido,
sirviéndole una taza de café.
-Porque,
al salir de paseo y acercarme a las tiendas, me rogaban que comprase diciendo: "Erlaucht,
Exzellenz, Durchlaucht". Al oír decir Durjlancht, me sentía
incapaz de resistir y se me iban diez táleros como por arte de magia.
-No
es verdad. Lo comprabas porque te aburrías -dijo la Princesa.
-¡Claro
que porque me aburría! Aquí todo es tan aburrido que no sabe uno dónde meterse.
-¿Es
posible que se aburra, Príncipe, con el número de cosas interesantes que hay
ahora en Alemania? -dijo María Evgenievna.
-Conozco
todo lo interesante: la compota de ciruelas, la conozco; el salchichón con
guisantes, lo conozco. ¡Lo conozco todo!
-Diga
usted lo que quiera, Príncipe, las instituciones alemanas son muy interesantes
-observó el coronel.
-¿Qué
hay de interesante? Los alemanes palmotean y gritan como niños, de contento,
porque acaban de vencer a sus enemigos; pero ¿por qué he de estar contento yo?
Yo no he vencido a nadie y, en cambio, tengo que quitarme yo mismo las botas y,
además, dejarlas junto a la puerta. Por las mañanas he de levantarme, vestirme
a ir al salón para tomar un mal té. ¡Qué distinto es en casa! Se despierta uno
sin prisas, y si está enfadado o irritado, tiene tiempo de calmarse, de meditar
bien las cosas, sin precipitaciones...
-Olvida
usted que el tiempo es oro -dijo el coronel.
-¡Según
el tiempo que sea! Hay tiempo que puede venderse a razón de un copeck por mes,
y en otras ocasiones no se daría media hora por nada del mundo... ¿No es verdad,
Kateñka? Pero ¿qué te pasa? ¿Estás triste?
-No,
no estoy triste.
-¿Se
va ya? Quédese un poco -dijo el Principe a Vareñka.
-Tengo
que volver a casa -repuso ella, levantándose y riendo aún gozosamente.
Cuando
le pasó el acceso de risa, se despidió y entró en la casa para ponerse el
sombrero.
Kitty
la siguió. Hasta la propia Vareñka se le presentaba ahora bajo un aspecto
distinto. No es que le pareciera peor, sino diferente de como ella la imaginara
antes.
-¡Hace
tiempo que no había reído como hoy! -dijo Vareñka, cogiendo la sombrilla y el
bolso-. ¡Qué simpático es su papá!
Kitty
callaba.
-¿Cuándo
nos veremos? -preguntó Vareñka.
-Mamá
quería visitar a los Petrov. ¿Estará usted allí? -preguntó Kitty mirando a su
amiga.
-Estaré
-contestó Vareñka-. Están preparándose para marchar y les prometí acudir para
ayudarles a hacer el equipaje.
-Entonces
iré yo también.
-No.
¿Por qué va a ir usted?
-¿Por
qué? ¿Por qué? -repuso Kitty abriendo desmesuradamente los ojos y asiendo la
sombrilla de Vareñka para no dejarla marchar-. ¿Por qué no?
-¡Como
ha venido su papá! Y además ellos se sienten cohibidos ante usted.
-No
es eso. Dígame por qué no quiere que visite a los Petrov a menudo. ¡No, no
quiere usted! Dígame el motivo.
-Yo
no he dicho esto -replicó Vareñka, sin alterarse.
-Le
ruego que me lo diga.
-¿Quiere
de verdad que se lo diga todo? -preguntó la muchacha.
-¡Todo,
todo! -aseguró Kitty.
-Pues
no hay nada de particular, salvo que Mijail Alexievich -aquél era el nombre del
pintor- antes quería marchar sin demora y ahora no se resuelve a partir.
-¿Y
qué más? -apremió Kitty mirándola gravemente-. Pues que Ana Pavlovna dijo que
su marido no quiere irse porque está usted aquí. Ello lo dijo sin razón alguna,
pero por ese motivo, por usted, hubo una disputa muy violenta entre los
esposos. Ya sabe lo irritables que son los enfermos...
Kitty,
más taciturna cada vez, guardaba silencio. Vareñka seguía monologando tratando
de calmarla y suavizar la explicación, porque veía que Kitty estaba a punto de
romper a llorar.
-Ya
ve que es mejor que no vaya. Usted se hará cargo; no se ofenda, pero...
-¡Me
lo merezco! ¡Me lo merezco! -dijo Kitty rápidamente, arrancando la sombrilla de
manos de su amiga sin osar mirarla a los ojos.
Vareñka
sentía impulsos de sonreír ante la infantil cólera de su amiga, pero se contuvo
por no ofenderla.
-¿Por
qué se lo merece? No comprendo -dijo.
-Lo
merezco porque todo esto que he estado haciendo era falso, fingido y no me
salía del corazón. ¿Qué tengo yo que ver con ese hombre ajeno a mí? ¡Y resulta
que provoco una disputa por meterme a hacer lo que nadie me pedía! Es la
consecuencia de fingir.
-¿Qué
necesidad había de fingir? -preguntó, en voz baja, Vareñka.
-¡Qué
estúpido y qué vil ha sido lo que he hecho! ¡No, no había necesidad de fingir
nada! -insistía Kitty, abriendo y cerrando nerviosamente la sombrilla.
-Pero
¿con qué fin fingía?
-Para
parecer más buena ante la gente, ante mí, ante Dios. ¡Para engañar a todos! No
volveré a caer en ello. Es preferible ser mala que mentir y engañar.
-¿Por
qué dice usted engañar? -dijo, con reproche, Vareñka-. Lo dice usted como si...
Pero
Kitty, presa de un arrebato de excitación, no la dejó terminar.
-No
lo digo por usted; no se trata de usted. ¡Usted es perfecta, lo sé! Sí, sé que
todas ustedes son perfectas. Pero ¿qué puedo hacer yo si soy mala? Si yo no
fuese mala, todo eso no habría sucedido. Seré la que soy, pero sin fingir. ¿Qué
me importa Ana Pavlovna? Que ellos vivan como quieran y yo viviré también como
me plazca. No puedo ser sino como soy. No es eso lo que quiero, no, no es
eso...
-¿Qué
es lo que no quiere? ¿A qué se refiere usted? -preguntó Vareñka, sorprendida.
-No,
no es eso... No puedo vivir más que obedeciendo a mi corazón, mientras que
ustedes viven según ciertas reglas... Yo las he querido a ustedes con el alma y
ustedes sólo me han querido a mí para salvarme, para enseñarme...
-No
es usted justa -observó Vareñka.
-No
digo nada de los demás; hablo de mí.
-¡Kitty!
-gritó la voz de su madre-. Ven a enseñar tu collar a papá.
Kitty,
altanera, sin hacer las paces con su amiga, tomó de encima de la mesa la cajita
con el collar y fue a reunirse con su madre.
-¿Qué
te pasa? ¿Por qué estás tan encarnada? -le dijeron, a la vez, su padre y su
madre.
-No
es nada -contestó Kitty-. En seguida vuelvo.
Y
se precipitó de nuevo en la habitación.
"Aún
está aquí", pensó. "¡Dios mío¡ ¿Qué he hecho, qué he dicho? ¿Por qué
la he ofendido? ¿Y qué hará ahora? ¿Qué le diré?" , y se detuvo junto a la
puerta.
Vareñka,
ya con el sombrero puesto, examinaba, sentada a la mesa, el muelle de la
sombrilla que Kitty había roto en su arrebato. Al entrar ésta, alzó la cabeza.
-¡Perdóneme,
Vareñka, perdóneme! -murmuró Kitty, acercándose-. No sé ni lo que le he
dicho... Yo...
-Por
mi parte le aseguro que no quise disgustarla... -dijo la muchacha, sonriendo.
Hicieron
las paces.
Pero
con la llegada de su padre había cambiado por completo todo el ambiente en que
Kitty vivía. No renegaba de lo que había aprendido, pero comprendió que se
engañaba a sí misma pensando que podría ser lo que deseaba. Le parecía haber
despertado de un sueño. Reconocía ahora la dificultad de poder mantenerse a la
altura de los hechos sin fingir ni enorgullecerse de su actitud. Sentía,
además, el dolor de aquel mundo de penas, de enfermedades, aquel mundo de
moribundos en el que vivía. Los esfuerzos que hacía sobre sí misma para amar lo
que la rodeaba le parecieron una tortura y deseó volver pronto al aire puro, a
Rusia, a Erguchovo, donde, según la habían informado, había ido a vivir con sus
hijos su hermana Dolly.
Pero
su cariño a Vareñka no disminuyó. Al despedirse, Kitty le rogó que fuera a
visitarla y a pasar una temporada con ella.
-Iré
cuando usted se case -dijo la muchacha.
-No
me casaré nunca.
-Entonces
nunca iré.
-En
ese caso lo haré aunque sólo sea para que venga. ¡Pero recuerde usted su
promesa! -dijo Kitty.
Los
augurios del doctor se realizaron: Kitty volvió curada a su casa, en Rusia.
No
era tan despreocupada y alegre como antes, pero estaba tranquila. El dolor que
sufriera en Moscú no era ya para ella más que un recuerdo.
TERCERA PARTE
I
Sergio
Ivanovich Kosnichev quiso descansar de su trabajo intelectual y, en vez de
marchar al extranjero, según acostumbraba, se fue a finales de mayo al campo
para disfrutar de una temporada al lado de su hermano.
Constantino
Levin se sintió muy satisfecho recibiéndolo, tanto más cuanto que en aquel
verano ya no contaba que llegase su hermano Nicolás.
A
pesar del respeto y cariño que sentía hacia Sergio Ivnovich, Constantino Levin
experimentaba al lado de su hermano un cierto malestar. La manera que tenía
éste de considerar al pueblo le molestaba y le hacían desagradables la mayoría
de las horas pasadas allí en su compañía.
Para
Constantino Levin el pueblo era el lugar donde se vive, es decir donde se goza,
se sufre y se trabaja.
En
cambio, para su hermano, era, de una parte, el lugar de descanso de su labor
intelectual, y de otra, como un antídoto contra la corrupción de la ciudad,
antídoto que él tomaba con placer comprendiendo su utilidad.
Para
Constantino Levin el pueblo era bueno porque constituía un campo de nobles
actividades: algo indiscutiblemente útil. Para Sergio Ivanovich era bueno
porque allí era posible y hasta recomendable no hacer nada.
Además,
Constantino estaba disgustado con su hermano por el modo que tenía éste de
considerar a la gente humilde. Sergio Ivanovich decía que él la conocía mucho y
la estimaba; a menudo hablaba con los campesinos, lo que sabía hacer muy bien,
sin fingir ni adoptar actitudes estudiadas, y en todas sus conversaciones
descubría rasgos de carácter que honraban al pueblo y que después se complacía
él en generalizar.
Este
modo de opinar sobre la gente humilde no placía a Levin, para el cual el pueblo
no era más que el principal colaborador en el trabajo común. Era grande su
aprecio hacia los campesinos y el entrañable amor que por ellos sentía -amor
que sin duda mamó con la leche de su nodriza aldeana, como solía decir él-, y
considerábase él mismo como un copartícipe del trabajo común; y a veces se
entusiasmaba con la energía, la dulzura y el espíritu de justicia de aquella
gente; pero en otras ocasiones, cuando el trabajo requería cualidades
distintas, se irritaba contra el pueblo, considerándolo sucio, ebrio y
embustero.
Si
hubieran preguntado a Constantino Levin si quería al pueblo, no habría sabido
qué contestar. Al pueblo en particular, como a la gente en general, la amaba y
no la amaba a la vez. Cierto que, por su bondad natural, más tendía a querer
que a no querer a los hombres, incluyendo a los de clase humilde.
Pero
amar o no a éstos como a algo particular no le era posible, porque no sólo
vivía con el pueblo, no sólo sus intereses le eran comunes, sino que se
consideraba a sí mismo como una parte del pueblo y ni en sí mismo ni en ellos
veía defectos o cualidades particulares, y no podía oponerse al pueblo.
Además,
vivía con gran frecuencia en íntima relación con el campesino, como señor y
como intermediario y principalmente como consejero, ya que los aldeanos
confiaban en él y a veces recorrían cuarenta verstas para pedirle consejos.
Pero
no tenía sobre el pueblo opinión definida. Si le hubiesen preguntado si conocía
al pueblo o no, habríase visto en la misma perplejidad que al contestar si le
amaba o no le amaba. Decir si conocía al pueblo era para él como decir si
conocía o no a los hombres en general.
En
principio estudiaba y sabía conocer a los hombres de todas clases y entre ellos
a los campesinos, a los que consideraba buenos a interesantes. A menudo,
observándolos, descubría en ellos nuevos rasgos de carácter que le llevaban a
modificar su opinión anterior y a formarse nuevas y distintas opiniones.
Sergio
Ivanovich hacía lo contrario. Del mismo modo que alababa y amaba la vida del
pueblo por contraste con la otra que no amaba, así amaba también a la gente
humilde por contraste con otra clase de gente, y de una manera absolutamente
idéntica conocía a esta gente como algo distinto y opuesto a los hombres en
general.
En
su metódico cerebro se habían creado formas definidas de la vida popular,
deducidas parcialmente de esta misma vida, pero deducidas también, y en mayor
parte, por oposición a la contraria.
Jamás,
pues, variaba su opinión sobre el pueblo ni la compasión que le inspiraba. En
las discusiones que los hermanos mantenían sobre aquel tema siempre vencía
Sergio Ivanovich, por poseer una opinión definida sobre los aldeanos sobre sus
caracteres, cualidades a inclinaciones, mientras que Constantino Levin no tenía
ideas fijas y firmes sobre la gente del pueblo, por lo que siempre se le cogía
en contradicción.
Para
Sergio Ivanovich, su hermano menor era un buen muchacho, con "el corazón
en su sitio" (lo que solía expresar en francés), de cerebro bastante ágil,
pero esclavo de las impresiones del momento y lleno, por ello, de
contradicciones. Con la condescendencia de un hermano mayor, Sergio Ivanovich
le explicaba a veces la significación de las cosas, pero no experimentaba
interés en discutir con él porque le vencía demasiado fácilmente.
Constantino
Levin tenía a su hermano por un hombre de inteligencia y cultura, noble en el
más elevado sentido de la palabra y dotado de grandes facultades de acción en
pro de la sociedad. Pero en el fondo de su alma y a medida que aumentaba en
años y conocía mejor a su hermano, tanto más a menudo pensaba que aquella
facultad de servir a la sociedad, de la cual Constantino Levin se reconocía
privado, quizá, al fin y al cabo, no fuera una cualidad, sino más bien un
defecto. No un defecto de algo, no una falta de buenos, nobles y honrados
deseos a inclinaciones, sino una carencia de poder de vida efectiva, de ese
impulso que obliga al hombre a escoger y desear una determinada línea de vida
entre todas las innumerables que se abren ante él.
Cuanto
más conocía a su hermano, más observaba que Sergio Ivanovich, como muchos otros
hombres que servían al bien común, no se sentían inclinados a ello de corazón,
sino porque habían reflexionado y llegado a la conclusión de que aquello estaba
bien, y sólo por tal razón se ocupaban de ello.
La
suposición de Constantino Levin se confirmaba por la observación de que su
hermano no tomaba más a pecho las cuestiones del bien colectivo y de la
inmortalidad del alma que las de las combinaciones de ajedrez o la construcción
ingeniosa de alguna nueva máquina.
Además,
Constantino Levin se sentía a disgusto en el pueblo cuando estaba su hermano
allí, sobre todo durante el verano, pues en esta época estaba siempre ocupado
en los trabajos de su propiedad y aun en todo el largo día estival le faltaba
tiempo para sí mismo, para poder atender a todo, mientras Sergio Ivanovich
descansaba. Sin embargo, aunque descansase ahora, es decir no escribiera obra
alguna, estaba tan hecho a la actividad cerebral que le gustaba explicar en
forma breve y elegante los pensamientos que acudían a su mente, y le gustaba
tener a alguien que le escuchase.
El
oyente más continuo era, naturalmente, su hermano. Por este motivo, a pesar de
la sencillez amistosa de sus relaciones, Constantino Levin no sabía cómo
arreglárselas cuando tenía que dejar solo a Sergio Ivanovich.
A
éste le gustaba tenderse en la hierba bajo el sol y permanecer así, charlando
perezosamente.
-No
sabes qué placer experimento sumergiéndome en esta pereza ucraniana. Tengo la
cabeza completamente vacía de pensamientos. Podría hacerse rodar por ella una
pelota.
Pero
Constantino Levin se aburría de estar sentado escuchando a su hermano, sobre
todo porque sabía que, mientras ellos hablaban, los campesinos debían de estar
lavando el estercolero o trabajando en el campo no preparado aún, y que si él
no estaba allí iban a hacerlo de cualquier manera. Pensaba también que
seguramente no atornillarían suficientemente las rejas de los arados ingleses y
luego las apartarían afirmando que aquellos arados eran invenciones de tontos y
que sólo el arado corriente, etcétera.
-¿No
has andado ya bastante con este calor? -le decía Sergio Ivanovich.
-No...
Tengo que pasar un momento por el despacho... -contestaba Levin.
Y
se iba al campo corriendo.
II
A
primeros de junio, el aya y ama de llaves Agafia Mijailovna, un día que bajaba
al sótano con un tarro de setas recién saladas en las manos, resbaló, cayó y se
lastimó la muñeca.
Llegó
el joven médico rural, recién salido de la Facultad y muy hablador. Miró la
mano, dijo que no estaba dislocada y se apresuró a entablar conversación con el
célebre Sergio Ivanovich.
Para
mostrarle sus ideas avanzadas, le contó todas las comadrerías de la provincia,
quejándose de la mala organización del zemstvo.
Sergio
Ivanovich le escuchaba con atención, le preguntaba... Animado por el nuevo
auditor, habló y expuso algunas observaciones justas y concretas -que fueron
respetuosamente apreciadas por el joven médico-, animándose mucho, como siempre
le ocurría después de una conversación agradable y brillante.
Cuando
el médico se hubo ido, Sergio Ivanovich quiso ir a pescar con caña; le gustaba
la pesca y se mostraba casi orgulloso de que una ocupación tan estúpida pudiera
gustarle.
Constantino
Levin, que tenía que echar un vistazo a los hombres que estaban arando y
también a los prados, ofreció a su hermano llevarle hasta el río en su
carretela.
Era
la época del año en que el grano llega ya a su madurez, cuando hay que
prepararse ya para la siembra de la próxima cosecha; se acerca la siega y el
centeno, crecido ya, con su ligero tallo verdegrís y su espiga no acabada aún
de llenar, ondea bajo el viento; la época en que las verdes avenas, con las
matas de hierba amarillentas que brotan, aisladas entre ellas, se extienden
irregularmente en los sembrados tardíos; cuando se abre el alforfón y sus
granos cubren la tierra; cuando la barbechera, pisoteada por los animales y
endurecida como la piedra, con la que no puede la raspa, se ve ya con sus
surcos trazados hasta la mitad; cuando los secos montones de estiércol llevados
a los campos al nacer y al ponerse el sol mezclan su olor al perfume de las hierbas,
y cuando en las tierras bajas, esperando la guadaña, se extienden como un mar
inmenso los prados ribereños con los negreantes montones de tallos de acederas
arrancados.
Era,
pues, la época en que se produce un corto descanso en los trabajos del campo antes
de la recolección anual que reúne todos los esfuerzos del pueblo.
La
cosecha era espléndida; los días, claros y calurosos; las noches, cortas y
húmedas de rocío.
Los
hermanos tenían que pasar por el bosque para llegar a los prados, Sergio
Ivanovich iba admirando la belleza del bosque, magnífico de hojas y verdor.
Llamaba la atención de su hermano, ora sobre un viejo tilo, oscuro en su parte
de sombra, pero rico de colorido con sus amarillos brotes prontos a florecer,
ora sobre los tallos nuevos de otros árboles que brillaban como esmeraldas.
A
Constantino Levin no le agradaba hablar ni que le hablasen de las bellezas de
la naturaleza. Las palabras despojaban de belleza al paisaje.
Respondía,
pues, a su hermano con distraídos monosílabos, mientras, contra su voluntad,
iba pensando en otras cosas.
Al
salir del bosque atrajo su atención el campo en barbecho de una colina: aquí ya
cubierto de amarilla hierba, allí labrado en cuadros, más allá salpicado de
montones de estiércol y en otros puntos arado.
Pasaba
por el campo una fila de carros. Levin los contó y se alegró al ver que
llevaban todo lo necesario. Contemplando los prados sus pensamientos pasaron a
la siega. Este momento le producía siempre una intensa emoción.
Al
llegar al prado, Levin detuvo el caballo.
El
rocío matinal humedecía aún la parte inferior de las hierbas, por lo cual, para
no mojarse los pies, Sergio Ivanovich pidió a su hermano que le llevase con la
carretela hasta el sauce que se alzaba en el lugar señalado para pescar.
Constantino Levin, a pesar del disgusto que le producía aplastar la hierba de
su prado, dirigió el coche a través de él.
Las
altas hierbas se abatían suavemente bajo las ruedas y las patas del caballo, y
en los cubos y radios de las ruedas se desgranaban las semillas.
Sergio
Ivanovich se sentó bajo el sauce, arreglando sus útiles de pesca. Levin ató el
caballo no lejos de allí y se internó en el enorme mar verde oscuro del prado,
inmóvil, no agitado por el menor soplo de viento. La hierba, suave como seda,
en el lugar adonde alcanzaba, en primavera, el agua del río al salirse de
madre, le llegaba hasta la cintura.
A
través del prado, Constantino Levin saltó al camino y encontró a un viejo, con
un ojo muy hinchado, que llevaba una colmena con abejas.
-¿Las
has cogido, Tomich? -preguntó Levin.
-¡Quia,
Constantino Dmitrievich! ¡Gracias si consigo guardar las mías! Ya se me han
marchado por segunda vez. Menos mal que sus muchachos las alcanzaron. Los que
están trabajando el campo... Desengancharon un caballo y las cogieron.
-Y
qué, Tomich: ¿qué te parece? ¿Conviene segar ya o esperar más?
-A
mi parecer, habrá que esperar hasta el día de San Pedro. Ésta es la costumbre.
Claro que usted siega siempre antes. Si Dios quiere, todo irá bien. La hierba
está muy crecida. Los animales quedarán contentos.
-¿Y
qué te parece el tiempo?
-Eso
ya depende de Dios. Quizá haga buen tiempo.
Levin
se acercó otra vez a su hermano, que, con aire distraído, estaba con la caña en
las manos.
La
pesca era mala, pero Sergio Ivanovich no se aburría y parecía hallarse de
excelente buen humor.
Levin
notaba que, animado por la charla con el médico, su hermano tenía deseos de
hablar más. Pero él quería volver a casa lo antes posible para dar órdenes de
que los segadores fueran al campo al día siguiente y resolver las dudas
relativas a la siega, que constituían en aquel momento su mayor preocupación.
-Vámonos
--dijo.
-¿Para
qué apresurarnos? Estemos aquí un rato más. Oye: estás muy mojado. En este
sitio no se pesca nada, pero se encuentra uno muy bien. El encanto de estas
ocupaciones consiste en que ponen a uno en contacto con la naturaleza. ¡Qué
bella es esta agua! ¡Parece de acero! --continuó-. Estas orillas de los ríos
cubiertas de hierba me recuerdan siempre aquella adivinanza... ¿Recuerdas?, que
dice: "la hierba dice al agua: vamos a forcejear, a forcejear"...
-No
conozco esa adivinanza-respondió Constantino Levin con voz opaca.
III
-He
estado pensando en ti -dijo Sergio Ivanovich-. ¡Hay que ver lo que sucede en tu
provincia! Por lo que me contó el médico veo que... Por cierto que ese muchacho
no parece nada tonto... Ya te he dicho, y te lo repito, que no está bien que no
asistas a las juntas rurales de la provincia y que te hayas alejado de las
actividades del zemstvo. Si la gente de nuestra clase se aparta, claro
es que las cosas habrán de ir de cualquier modo... Nosotros pagamos el dinero
que ha de destinarse a sueldos, pero no hay escuelas, ni médicos auxiliares, ni
comadronas, ni farmacias, ni nada...
-Ya
he probado -repuso Levin en voz baja y desganada- y no puedo. ¿Qué quieres que
haga?
-¿Por
qué no puedes? Confieso que no lo comprendo. No admito que sea por indiferencia
o ineptitud. ¿Será por pereza?
-Ninguna
de las tres cosas. Es que he probado y visto que no puedo hacer nada -replicó
Levin.
Apenas
pensaba en lo que le decía su hermano. Tenía la mirada fija en la tierra
labrada de la otra orilla, donde distinguía un bulto negro que no podía
precisar si era un caballo solo o el caballo de su encargado montado por aquél.
-¿Por
qué no puedes? Probaste y no resultó como querías. ¡Y por eso te consideraste
vencido! ¿Es que no tienes amor propio?
-No
comprendo a qué amor propio te refieres --contestó Levin, picado por las
palabras de su hermano-. Si en la Universidad me hubieran dicho que los demás
comprendían el cálculo integral y yo no, eso sí que habría sido un caso de amor
propio. Pero en este caso tienes que empezar por convencerte de que no careces
de facultades para esos asuntos y además, y eso es lo principal, tienes que
tener la convicción de que son importantes.
-¿Acaso
no lo son? -preguntó Sergio Ivanovich, ofendido de que su hermano no diera
importancia a lo que tanto le preocupaba a él y ofendido, también, de que Levin
casi no le escuchara.
-No
me parecen importantes y no me interesan. ¿Qué quieres? -repuso Levin,
advirtiendo ya que la figura que se acercaba.era el encargado y que seguramente
éste habría hecho retirar a los obreros del campo labrado, ya que éstos
regresaban con sus instrumentos de trabajo. "Es posible que hayan
terminado ya de arar", pensó.
-Escúchame
--dijo su hermano mayor, arrugando las cejas de su rostro hermoso a
inteligente-. Todo tiene sus límites. Está muy bien ser un hombre excepcional,
un hombre sincero, no soportar falsedades... Ya sé que todo eso está muy bien.
Pero lo que tú dices, o no tiene sentido, o lo tiene muy profundo. ¿Cómo puedes
no dar importancia a que el pueblo, al que tú amas, según aseguras...
"Jamás
lo he asegurado", pensó Levin.
-...
muera abandonado? Las comadronas ineptas ahogan a los niños, y el pueblo en
general se ahoga en la ignorancia y está a merced del primer funcionario que
encuentra. Entre tanto, tú tienes a tu alcance el medio de ayudarles y no lo
haces por encontrarlo innecesario.
Sergio
Ivanovich le ponía en un dilema: o Levin era tan poco inteligente que no
comprendía cuanto le era dable hacer o no quería sacrificar su tranquilidad,
vanidad o lo que fuera para hacerlo.
Levin
reconocía que no le quedaba más remedio que someterse o reconocer su falta de
interés por el bien común. Aquello le disgustó y le ofendió.
-Ni
una cosa ni otra -contestó rotundamente Levin-. No veo la posibilidad de...
-¿Cómo?
¿No es posible, empleando bien el dinero, organizar la asistencia médica al
pueblo?
-No
me parece posible. En las cuatro mil verstas cuadradas de nuestra
circunscripción, con los muchos lugares del río que no se hielan en invierno,
con las tempestades, con las épocas de trabajo en el campo, no veo modo de
llevar a todas partes la asistencia médica. Además, por principio, no creo en
la medicina.
-Permíteme
que te diga que eso no es razonable. Te pondría miles de ejemplos. Y luego, las
escuelas...
-¿Para
qué sirven?
-¿Qué
dices? ¿Qué duda puede caber sobre la utilidad de la instrucción? Si es
conveniente para ti, es conveniente para todos.
Constantino
Levin se sentía moralmente acorralado. Se irritó, pues, más aún a
involuntariamente explicó el motivo esencial de su indiferencia por el interés
común.
-Bien:
todo eso podrá ser muy acertado, pero no sé por qué voy a preocuparme de la
instalación de centros sanitarios, cuyos servicios no necesito nunca, y de
procurar la instalación de escuelas a las que no voy a mandar a mis hijos
jamás. Aparte de que no estoy muy seguro de que convenga enviar a los niños a
la escuela -dijo.
Por
un momento, Sergio Ivanovich quedó sorprendido ante aquella inesperada
objeción, pero en seguida formó un nuevo plan de ataque.
Calló
unos intantes, sacó la caña del agua, la cambió de posición y se dirigió,
sonriendo, a su hermano.
-Dispensa
que te diga: primero, que el auxilio médico lo has necesitado ya. Acabas de
enviar a buscar al médico rural para Agafia Mijailovna.
-Pues
creo que ésta se quedará con la mano torcida.
-Eso
no se sabe aún. Por otra parte, supongo que un campesino no analfabeto, un
operario que sepa leer y escribir, te es más útil que los que no saben.
-No.
Pregúntaselo a quien quieras -respondió Constantino Levin-. El campesino culto
es mucho peor como operario. No saben ni arreglar los caminos... y en cuanto
arreglan los puentes los roban...
-De
todos modos... -insistió Sergio Ivanovich.
Y
frunció las cejas. No le gustaban las contradicciones, y menos las que saltaban
de un tema a otro, presentando nuevas demostraciones inconexas, no sabiendo
nunca a cual contestar.
-De
todos modos, no se trata de eso. Permíteme... ¿Reconoces que la instrucción es
beneficiosa para el pueblo?
-Lo
reconozco -dijo Levin impremeditadamente.
Y
en seguida comprendió que había dicho una cosa que no pensaba. Reconoció que,
admitido aquel postulado, podía replicársele que entonces decía necedades,
cosas sin sentido. Cómo se le pudiera demostrar no lo sabía, pero estaba seguro
de que iba a demostrársele lógicamente y se dispuso a esperar tal demostración.
Ésta
fue mucho más sencilla de lo que aguardaba.
-Si
reconoces que es un bien -dijo Sergio Ivanovich-, entonces, como hombre
honrado, no puedes dejar de simpatizar con esa obra y no puedes negarte a
trabajar para ella,
-No
reconozco esa obra como buena -repuso Constantino Levin sonrojándose.
-¿Cómo?
¡Si has dicho que sí ahora mismo!
-Quiero
decir que no me parece que sea conveniente ni posible.
-No
puedes saberlo, puesto que no has aplicado tus esfuerzos a ello.
-Supongamos
-repuso Levin-, aunque yo no lo supongo, supongamos que todo sea como tú dices.
Ni aun así veo por qué habría de ocuparme yo de tal cosa.
-¿Cómo
que no?
-Acuérdate
de que ya una vez hablamos de esto y ya entonces te dije mi opinión. Pero ya
que hemos llegado otra vez a esto, explícamelo desde el punto de vista
filosófico -dijo Levin.
-No
veo qué tiene que ver con esto la filosofía -repuso Sergio Ivanovich.
Y
su tono irritó a Levin, porque parecía dar a comprender que él no tenía
autoridad para ocuparse de filosofía.
-Ahora
te lo diré yo -repuso ya acalorado-. Supongo que el móvil de todos nuestros
actos es, en resumen, nuestra felicidad personal. Y en la institución del zemstvo,
yo, como noble, no veo nada que pueda favorecer mi bienestar. Por ello
los caminos no son mejores ni pueden mejorarse. Además, mis caballos me llevan
muy bien por los caminos mal arreglados. No necesito al médico ni al puesto
sanitario. Tampoco necesito al juez del distrito, a quien nunca me he dirigido
ni dirigiré. No sólo no necesito escuelas, sino que me perjudican, según lo he
demostrado. Para mí, el zemstvo se reduce a tener que pagar dieciocho copecks
por deciatina de tierra, a la obligación de ir a la ciudad a pasar
una noche en cuartos con insectos y luego a tener que oír necedades y
disparates. Mi interés personal no me aconseja soportar eso.
-Permíteme
-interrumpió Sergio Ivanovich, sonriendo-. El interés personal no nos
aconsejaba procurar la liberación de los siervos y, sin embargo, lo hemos
procurado.
-¡No!
-interrumpió Constantino Levin, animándose-. La liberación de los siervos era
otra cosa. Allí había un interés personal. Queríamos quitar un yugo que nos
oprimía a toda la gente buena. Pero ser vocal de un consejo para deliberar
sobre cuántos deshollinadores son necesarios y sobre la necesidad de instalar
tuberías en la ciudad en la que no vivo; tener, como vocal, que juzgar a un
aldeano que robó un jamón, escuchando durante seis horas las tonterías que
sueltan defensores y fiscales, mientras el presidente pregunta, por ejemplo, a
mi viejo Alecha el tonto: "¿Reconoce usted, señor acusado, el hecho de
haber robado el jamón?", y Alecha el tonto contesta: "¿Qué...?".
Constantino
Levin, ya lanzado por este camino, comenzó a imitar al presidente y a Alecha el
tonto, como si todo ello tuviera alguna relación con lo que decían.
Sergio
Ivanovich se encogió de hombros.
-¿Qué
quieres decir?
-Quiero
decir que los derechos que mi... que son... que tratan de mis intereses, los
defenderé con todas mis fuerzas. Cuando los gendarmes registraban nuestras
habitaciones de estudiantes y leían nuestros periódicos, estaba, como estoy
ahora, dispuesto a defender mis derechos a la libertad y la cultura. Me
intereso por el servicio militar obligatorio, que afecta a mis hijos, a mis
hermanos, a mí mismo, y estoy dispuesto a discutir sobre él cuanto haga falta,
pero no puedo juzgar sobre cómo han de distribuirse los fondos del zemstvo ni
sentenciar a Alecha el tonto. No comprendo todo eso y no puedo hacerlo.
Parecía
haberse roto el dique de la elocuencia de Levin. Sergio Ivanovich sonrió.
-Entonces,
si mañana tienes un proceso, preferirás que lo juzguen por la antigua audiencia
de lo criminal.
-No
tendré proceso alguno. No cortaré el cuello a nadie y no necesito juzgados. El zemstvo
-continuaba Levin, saltando a un asunto que no tenía relación alguna con el
tema- se parece a esas ramitas de abedul que poníamos en casa por todas partes
el día de la Santísima Trinidad para que imitasen la primitiva selva virgen de
Europa. Me es imposible creer que, si riego esas ramas de abedul, van a crecen
Sergio
Ivanovich se encogió de hombros, expresando en este gesto su sorpresa porque
salieran a relucir en su discusión aquellas ramas de abedul, aunque comprendió
en seguida lo que su hermano quería dar a entender.
-Perdóname,
pero de este modo no se puede hablar --observó.
Pero
Constantino Levin quería disculparse de aquel defecto de su indiferencia hacia
el bien común y continuó:
-Creo
que ninguna actividad puede ser práctica si no tiene por base el interés
personal. Esta verdad es filosófica --dijo con energía, repitiendo la palabra
"filosófica" como subrayando que también él, como todos, tenía
derecho a hablar de filosofía.
Sergio
Ivanovich sonrió otra vez.
"También
él tiene una filosofía propia: la de servir sus inclinaciones", pensó.
-Deja
la filosofía --dijo en voz alta-. El fin principal de la filosofía de todas las
épocas consiste precisamente en encontrar la relación necesaria que debe
existir entre el interés personal y el común. Pero no se trata de eso; debo
corregir tu comparación. Los abedules que decías no estaban plantados en tierra
y éstos sí, aunque, como no están crecidos aún, hay que cuidarlos. Sólo tienen
porvenir, sólo pueden figurar en la historia, los pueblos que tienen
consciencia de lo que hay de necesario a importante en sus instituciones y las
aprecian.
Sergio
Ivanovich llevó así el tema a un terreno histórico-filosófico inaccesible para
su hermano, demostrándole todo lo injusto de su punto de vista.
-Se
trata de que a ti esto no te gusta y ello es, y perdóname, característico de
nuestra pereza rusa, de nuestra clase. Mas estoy seguro de que es un error
pasajero que no durará.
Levin
callaba. Se reconocía batido en toda la línea, pero a la vez comprendía que su
hermano no había sabido interpretar su pensamiento. No veía si no había sido
comprendido por no saber explicarse mejor y con más claridad o porque el otro
no quería comprenderle. Mas no profundizó en aquellos pensamientos y, sin
replicar a su hermano, permaneció pensativo, ensimismado en el asunto personal
que entonces le preocupaba.
Sergio
Ivanovich volteó una vez más el sedal en tomo a la caña. Luego desataron el caballo
y regresaron a casa.
IV
El
asunto personal que preocupaba a Levin durante su conversación con su hermano
era el siguiente: cuando el año pasado, habiendo ido Levin a la siega, se
enfadó con su encargado, empleó su medio habitual de calmarse: coger una
guadaña de manos de un campesino y ponerse a segar.
El
trabajo le gustó tanto que algunas veces se puso espontáneamente a guadañar;
segó todo el prado de frente de casa, y este año, ya desde la primavera, se
había formado el plan de pasar días enteros guadañando con los campesinos.
Desde
que había llegado su hermano, Constantino Levin no hacía más que pensar si
debía hacer lo proyectado o no. No le parecía bien dejar solo a su hermano
durante días enteros y además temía que Sergio Ivanovich se burlara de él.
Pero
mientras pasaba por el prado, al recordar el placer que le producía manejar la
guadaña, resolvió hacerlo. Y tras la disputa con su hermano volvió a recordar
su decisión.
"Necesito
ejercicio físico", pensó. "De lo contrario, se me agria el carácter."
Resolvió,
pues; tomar parte en la siega, aunque pareciera incorrecto con respecto a su
hermano, y miráralo la gente como lo mirara.
Por
la tarde se fue al despacho, dio órdenes para el trabajo y envió a buscar
segadores en los pueblos cercanos, a fin de segar al día siguiente el prado de
Vibumo, que era el mayor y el mejor de todos.
-Hagan
también el favor de enviar mi guadaña a Tit, para que la afile y me la tenga
lista para mañana. Quizá trabaje yo también -dijo, tratando de disimular su
turbación.
El
encargado, sonriendo, repuso:
-Bien,
señor.
Por
la noche, durante el té, Levin dijo a su hermano:
-Como
el tiempo parece bueno, mañana empiezo a segar.
-Es
muy interesante ese trabajo -dijo Sergio Ivanovich.
-A
mí me encanta. A veces he segado yo con los aldeanos. Mañana me propongo
hacerlo todo el día.
Sergio
Ivanovich, levantando la cabeza, miró a su hermano con atención.
-¿Cómo?
¿Con los campesinos? ¿Igual que ellos? ¿Todo el día?
-Sí;
es muy agradable -contestó Levin.
-Como
ejercicio físico es excelente, pero no sé si podrás resistirlo -dijo Sergio
Ivanovich sin ironía alguna.
-Lo
he probado. Al principio parece difícil, pero luego se acostumbra uno. Espero
no quedarme rezagado.
-¡Vaya,
vaya! Pero dime: ¿qué opinan de eso los aldeanos? Seguramente se burlarán de
las manías de su señor.
-No
lo creo. Ese trabajo es tan atrayente y a la vez tan difícil que no queda
tiempo para pensar.
-¿Y
cómo vas a comer con ellos? Porque seguramente no irán a llevarte allí el vino
Laffite y el pavo asado.
-No.
Vendré a casa mientras ellos descansan.
A
la mañana siguiente, Levin se levantó más temprano que nunca, pero las órdenes
que tuvo que dar le entretuvieron y, cuando llegó al prado, los segadores
empezaban ya la segunda hilera.
Desde
lo alto de la colina se descubría la parte segada del prado, con los bultos
negros de los caftanes que se habían quitado los segadores cerca del lugar
adonde llegaran en la siega de la primera hilera.
A
medida que Levin se acercaba al prado, aparecían a sus ojos los campesinos,
unos con sus caftanes, otros en mangas de camisa, que, formando una larga
hilera escalonada, avanzaban moviendo las guadañas cada uno a su manera. Levin
los contó y halló que había cuarenta y tres hombres.
Los
segadores avanzaban lentamente sobre el terreno desigual del prado, hacia la
parte donde estaba la antigua esclusa.
Levin
reconoció a algunos de ellos. Allí se veía al viejo Ermil, con una camisa
blanca larguísima, manejando la guadaña muy encorvado; luego, el joven Vaska,
que servía de cochero a Levin y que guadañaba con amplios movimientos. Allí
estaba también Tit, un campesino bajo y delgado que había instruido a Levin en
el arte de segar; iba delante y manejaba la guadaña sin inclinarse, sin
esfuerzo alguno y como si jugara.
Levin
se apeó, ató al caballo junto al camino y se unió a Tit. Éste sacó de entre los
matorrales una segunda guadaña y la ofreció a su dueño.
-Ya
está preparada, señor. Corta que da gusto -dijo Tit sonriendo y quitándose la
gorra mientras entregaba la guadaña a Levin.
Éste
la tomó y empezó a guadañar para probarla. Los segadores que ya habían
terminado su hilera salían uno tras otro al camino, sudorosos y alegres, y
saludaban, riendo, al señor.
Todos
le contemplaban, pero nadie osaba hablar, hasta que un viejo alto, con el
rostro arrugado y sin barba, que llevaba una chaqueta de piel de cordero, salió
al camino y, dirigiéndose a Levin, le dijo:
-Bueno,
señor; ya que ha comenzado, no debe quedarse atrás.
Levin
oyó una risa ahogada entre los segadores.
-Procuraré
no quedarme -repuso Levin, situándose tras Tit y esperando el momento de
empezar.
-Muy
bien; veremos cómo cumple -repitió el viejo.
Tit
dejó sitio y Levin le siguió. La hierba era baja, como sucede siempre con la
hierba que crece junto al camino, y Levin, que hacía tiempo no manejaba la
guadaña y se sentía turbado bajo las miradas de los segadores fijas en él,
guadañaba al principio con alguna torpeza, a pesar de hacerlo con vigor.
Se
oyeron exclamaciones a sus espaldas.
-Tiene
mal cogida la guadaña, con el mango demasiado arriba... Mire cómo tiene que
inclinarse -dijo uno.
-Apriete
más con el talón -indicó otro.
-Nada,
nada, ya se acostumbrará -repuso el viejo-. ¡Vaya, vaya, cómo se aplica! Hace
el corte demasiado ancho y se cansará. Guadaña demasiado aprisa. ¡Se ve bien
que trabaja para usted! Pero, ay, ay, ¡qué bordes va dejando! Antes, por cosas
así, nos daban de palos a nosotros.
La
hierba ahora era más blanda y mejor y Levin, escuchando sin contestar, seguía a
Tit, procurando guadañar lo mejor que podía. Adelantaron un centenar de pasos.
Tit avanzaba siempre sin pararse, sin mostrar el menor cansancio. Levin, en
cambio, se sentía tan fatigado que temía no poder resistirlo.
Movía
la guadaña sacando fuerzas de flaqueza a iba ya a pedir a Tit que se parase,
cuando el otro lo hizo espontáneamente, se inclinó, cogió un puñado de hierba y
después de haber secado con ella la guadaña, comenzó a afilarla.
Levin
se irguió, respiró fuerte y miró a su alrededor.
Tras
él iba otro aldeano, también cansado al parecer, puesto que, sin llegar hasta donde
estaba Levin, empezó a su vez a afilar la guadaña.
Tit
afiló la suya y la de Levin, y luego continuaron la labor.
A
la segunda vuelta pasó lo mismo. Tit caminaba sin detenerse, sin cansarse,
moviendo sin cesar su guadaña. Levin le seguía procurando no retrasarse y
sintiéndose más cansado cada vez. Pero cuando llegaba el momento en que le
faltaban las fuerzas, Tit se detenía y se ponía a afilar el instrumento.
Así
concluyeron la primera hilera. A Levin esta hilera tan larga le pareció muy
dura y difícil, pero cuando hubieron llegado al final y Tit, poniéndose la
guadaña al hombro, comenzó a caminar sobre las huellas que dejaran en la tierra
sus propios talones, y Levin hubo hecho lo propio siguiendo también sus propias
huellas, se sintió muy a gusto, a pesar del sudor que le caía en gruesas gotas
del rostro y de la nariz y de tener la espalda completamente empapada. Le
alegraba, sobre todo, la seguridad que tenía ahora de que podría resistir el
trabajo.
Lo
único que empañaba su satisfacción era el ver que su hilera no estaba bien
segada.
"Moveré
menos el brazo y más el conjunto del cuerpo", pensaba Levin, comparando la
hilera de Tit, segada como a cordel, con la suya, donde la hierba había quedado
desigual.
Según
Levin observó, Tit había recorrido muy de prisa la primera hilera, sin duda
para probar al dueño. Además, era una hilera más larga que las otras. Las
siguientes eran más fáciles, pero, con todo, Levin tenía que poner en juego
todas sus fuerzas para no rezagarse.
No
pensaba ni deseaba nada, salvo que los campesinos no le dejasen atrás y
trabajar lo mejor posible. No oía más que el rumor de las guadañas; y veía ante
sí la figura erguida de Tit que se iba alejando; el semicírculo de hierba
segada; la hierba que caía lentamente, como en oleadas; las flores que se
ofrecían ante el filo de su guadaña, y al fondo y frente a sí, el término de la
hilera, donde podría descansar al llegar.
En
medio del trabajo, y sin comprender la causa de ello, experimentó de repente
una agradable sensación de frescura en sus hombros ardientes y cubiertos de
sudor, y luego rmientras afilaban las guadañas, miró al cielo.
Había
llegado una nube baja y pesada y caían gruesas gotas de lluvia.
Algunos
segadores corrieron hacia sus caftanes. Otros, como Levin, se encogieron de
hombros, satisfechos de sentir la agradable frescura del agua.
Hicieron
una hilera más, y otra. Unas hileras eran largas, otras cortas, la hierba ora
mala, ora buena.
Levin
perdió la noción del tiempo y no sabía qué hora era. Su trabajo experimentaba
ahora un cambio que le colmaba de placer. En medio de la tarea había momentos
en que olvidaba lo que hacía y trabajaba sin esfuerzo; y entonces su hilera
resultaba casi tan igual como la de Tit. Pero en cuanto recordaba lo que estaba
haciendo y procuraba trabajar con más cuidado, sentía el peso del esfuerzo y
todo resultaba peor.
Terminada
una hilera más, iba a empezar de nuevo cuando notó que Tit se detenía y,
acercándose al viejo, le hablaba en voz baja. Ambos miraron al sol.
"¿De
qué hablarán y por qué no siguen trabajando?", pensó Levin, sin darse
cuenta de que los campesinos llevaban segando sin cesar lo menos cuatro horas y
era ya tiempo de descansar.
-Es
hora de almorzar, señor -dijo el viejo.
-¿Ya
es hora? Bueno, almorcemos.
Levin
entregó la guadaña a Tit y, en grupo con los aldeanos que se acercaban a sus
caftanes para coger el pan, se dirigió al lugar donde estaba su caballo,
pisando la hierba segada, ligeramente húmeda por la lluvia. Sólo entonces se
dio cuenta de que no había previsto bien el tiempo y de que la lluvia estaba
mojando el heno.
-La
lluvia va a echar a perder el heno -dijo.
-Eso
no es nada, señor. Ya dice el refrán que hay que guadañar con lluvia y
rastrillar con sol -respondió el viejo.
Levin
desató el caballo y se dirigió a su casa para tomar el café.
Sergio
Ivanovich se había levantado unos momentos antes.
Después
de tomar su café, Levin se fue otra vez a segar antes de que Sergio Ivanovich
tuviera tiempo de vestirse y salir al comedor.
V
Después
del almuerzo, Levin ocupó otro lugar en la siega, entre un viejo burlón, que le
pidió que se pusiera a su lado, y un joven que se había casado en otoño y
segaba aquel verano por primera vez.
El
viejo, muy erguido, con las piernas abiertas y firmes, manejaba la guadaña como
si jugase, con un movimiento recio y acompasado que parecía no costarle mayor
esfuerzo que el de mover los brazos al andar, y amontonaba haces altos de
hierba y todos iguales. Dijérase que no era él, sino su guadaña sola, la que
segaba la jugosa hierba.
Tras
Levin seguía el joven Michka. Su rostro juvenil y agradable, con los cabellos
ceñidos por hierbas entrelazadas, mostraba el esfuerzo que le costaba la faena.
Pero en cuanto le miraban sonreía. Se notaba que habría preferido morir a
mostrar debilidad.
Levin
iba entre ambos. A la hora de más calor, el trabajo no le pareció tan difícil.
El sudor que le bañaba le producía cierto frescor y el sol que le quemaba las
espaldas, la cabeza, los brazos, arremangados hasta el codo, le daba más vigor
y más tenacidad en el esfuerzo. Cada vez eran más frecuentes los momentos en
que trabajaba como sin darse cuenta, y la guadaña parecía entonces que segase
por sí sola. Eran momentos de dicha, más dichosos aún cuando, al acercarse al
río en el que terminaba el prado, el viejo secaba la guadaña con la hierba
espesa y húmeda, lavaba el acero en el río y, llenando de agua su botijo, se lo
ofrecía a Levin.
-¿Qué
me dice usted de mi kwass? ¡Es bueno! ¿Eh? --decía el viejo guiñando el
ojo.
Y,
efectivamente, nunca había tomado Levin bebida más agradable que aquel agua
tibia en la que flotaban hierbas y con el regusto del hierro oxidado del
botijo.
Luego
seguía el agradable y lento paseo, con la guadaña en la mano, durante el cual
podía enjugarse el sudor, respirar a pleno pulmón, contemplar la amplia línea de
los segadores, mirar el bosque, el campo, cuanto le rodeaba...
Cuanto
más trabajaba, más frecuentes eran en él los momentos de olvido total en los
cuales no eran los brazos los que llevaban la guadaña, sino que era ésta la que
arrastraba tras sí en una especie de inconsciencia todo el cuerpo pletórico de
vida. Y, como por arte de magia, sin pensar en él, el trabajo más recio y
perfecto se realizaba como por sí solo. Aquellos momentos eran los más felices.
En
cambio, cuando se hacía preciso interrumpir aquella actividad inconsciente para
segar alguna prominencia o agacharse para arrancar una mata de acedera, el
retorno a la realidad se hacía más penoso. El viejo lo hacía sin dificultad.
Cuando hallaba algún pequeño ribazo, afirmaba el talón y, de unos cuantos
golpes breves, segaba con la punta de la guadaña ambos lados del saliente.
Mientras lo hacia así, no apartaba, sin embargo, un momento la atención de lo
que había ante él, y ora arrancaba algún fruto silvestre y lo comía o lo
ofrecía a Levin, ora separaba una rama con la punta del pie, ora contemplaba un
nido del cual, bajo la misma guadaña, salía volando alguna codorniz, o bien
cogía con la hoja, como con un tenedor, alguna culebra que encontraba en su
camino, la mostraba a Levin y la arrojaba lejos de allí.
Para
Levin, así como para el joven que trabajaba a sus espaldas, tales cambios de
movimiento se hacían muy difíciles. Los dos, una vez hallada la forma adecuada
de moverse, se embebían en el ardor del trabajo y eran incapaces de modificar
el ritmo y observar a la vez lo que había ante ellos y segar.
Levin
no reparaba en el tiempo que transcurría. Si le hubisen preguntado cuántas
horas llevaba trabajando, habría contestado que apenas media, cuando en
realidad había llegado ya la hora de comer.
Volviendo
por el lado segado ya, el viejo señaló a Levin varios niños de ambos sexos que,
por todas partes, incluso por el sendero, aunque apenas visibles entre las
altas hierbas, se acercaban a los segadores llevando saquitos con panes y
jarros de kwass sujetos con cintas que apenas podían sostener.
-¡Eh!
¡Ya están aquí los renacuajos! ---dijo el viejo, indicando a los niños,
mientras, protegiendo sus ojos con la mano, miraba el sol.
Trabajaron
un poco más. Luego, el viejo se detuvo.
-¡Ea,
señor, ya es hora de comer! -dijo decididamente.
Acercándose
al río, los segadores se dirigieron a sus caftanes, junto a los que les
esperaban los niños que traían la comida. Los aldeanos que llegaban de más
lejos se colocaron bajo los carros y los de más cerca a la sombra de los
sauces, extendiendo antes en el suelo manojos de hierba.
Levin
se sentó junto a ellos. No tenía deseos de irse.
El
malestar que imponía a los hombres la presencia del amo se había disipado hacía
rato. Los aldeanos se preparaban a comer. Algunos se lavaban. Los niños se
bañaban en el río. Otros preparaban sitios para descansar, desataban los
saquitos de pan, destapaban los jarros de kwass.
El
viejo cortó pan, lo echó en su tazón, lo aplastó con el mango de la cuchara,
vertió agua del botijo de lata, volvió a cortar pan y, poniéndole sal, oró de
cara a oriente.
-¿Quiere
probar mi tiuria, señor? -dijo, sentándose y apoyando el tazón en las
rodillas.
La
tiuria estaba tan buena que Levin desistió de ir a casa. Comió
con el viejo, hablándole de los asuntos que podían interesarle y poniendo en
ellos la más viva atención, a la vez que le hablaba también de aquellos asuntos
propios que podían interesar a su interlocutor.
Se
sentía moralmente más cerca de su hermano y sonreía sin querer, penetrado del
sentimiento afectuoso que el viejo le inspiraba.
El
anciano se incorporó, rezó y se tendió allí mismo, a la sombra de unas matas,
poniendo bajo su cabeza un poco de hierba, y Levin hizo lo propio; y, a pesar
de que las fastidiosas moscas y otros insectos que zumbaban bajo el sol le
cosquilleaban el rostro sudoroso y el cuerpo, se durmió en seguida y no
despertó hasta que el sol, pasando al otro lado de las matas, llegó hasta él.
El
viejo, que hacía rato que no dormía, estaba sentado arreglando las guadañas de
los mozos.
Levin
miró en torno suyo y halló tan cambiado el lugar que apenas lo reconocía. El
enorme espacio de prado estaba segado ya y brillaba con una claridad
particular, nueva, con hileras de hierbas olorosas a heno bajo los rayos del
sol ya en su ocaso. Distinguíanse los arbustos, con la hierba segada en tomo,
próximos al río; el río mismo, no visible antes y ahora brillante como el acero
en sus recodos; la gente que se despertaba y se ponía en movimiento; el alto
muro de las hierbas en la parte del prado no segada aún, y los buitres que
revoloteaban incesantemente sobre el prado desnudo.
Era
un espectáculo completamente nuevo. Viendo lo que había avanzado el trabajo,
Levin comenzó a calcular cuánto se habría segado y cuánto se podría segar aún
en aquel día. Para cuarenta y tres hombres se había adelantado mucho. El enorme
prado, que en los tiempos de la servidumbre exigía treinta hombres durante dos
días para segarlo, ya estaba terminado todo, salvo en las extremidades, Pero
Levin quería tenerlo terminado lo antes posible y le contrariaba que el sol
corriese tan rápidamente.
No
sentía cansancio alguno y habría deseado seguir trabajando más y más.
-¿Qué
le parece? ¿Tendremos tiempo de segar el Machkin Verj? -preguntó al viejo.
-Sí,
si Dios quiere, aunque el sol no está ya muy alto. ¿Por qué no ofrece usted a
los mozos un poco de vodka?
Hacia
media tarde, cuando los trabajadores volvieron a sentarse para merendar y los
que fumaban encendieron sus cigarrillos, el viejo anunció que, si segaban y
terminaban en el día Machkin Verj, tendrían vodka.
-¡Pues
cómo no! Venga, Tit, empecemos... ¡Hala, de una vez! ¡Ya comeremos por la
noche! Muchachos, a vuestros sitios -se oyó gritar.
Los
guadañadores, terminando rápidamente de comer el pan, corrieron a sus puestos.
-¡A
ver quién siega más -gritó Tit. Y, echando a correr, empezó el trabajo antes
que ninguno.
-Corre,
corre -decia el viejo, siguiéndole en su velocidad sin esfuerzo---. ¡Cuidado;
voy a cortarte!
Jóvenes
y viejos segaban en competencia. A pesar de la prisa con que trabajaban, no
estropeaban la hierba y ésta iba cayendo con la misma regularidad y precisión.
A los cinco minutos habían terminado de segar el rincón que faltaba.
Todavía
los últimos guadañadores estaban terminando su tarea cuando los primeros,
echándose sus caftanes al hombro, se dirigían, atravesando el camino, hacia
Machkin Verj.
Ya
rozaba el sol las copas de los árboles cuando los segadores entraron en la
barrancada boscosa de Machkin Ved. En el centro de la quebrada, las hierbas
llegaban hasta la cintura. Era una hierba suave y blanda, jugosa, con flores
silvestres diseminadas aquí y allá.
Tras
breve consulta sobre si convenía cortar a lo largo o a lo ancho del prado,
Projor Ermilin, conocido también como famoso segador, se puso en el primer
puesto para iniciar la faena.
Recorrió
una hilera, se volvió atrás y todos le imitaron con decisión; unos segando en
las laderas de la barranca, hacia abajo; otros arriba, en el mismo límite del
bosque.
Empezaba
a caer el rocío; el sol daba ya a los que trabajaban en una de las laderas. En
el centro de la barranca comenzaba a extenderse una leve bruma. Los que segaban
en la otra pendiente se hallaban a la sombra, húmeda por el fresco recio. El
trabajo hervía.
La
hierba cortada, que con un sonido blando caía bajo el filo de las guadañas
despidiendo un fuerte aroma, quedaba amontonada en grandes haces. Los segadores
trabajaban vigorosamente, codo con codo. No se oía más que el ruido de los
botijos de lata, el ruido de las guadañas que chocaban, el chirriar de las
piedras al afilar en ellas las guadañas y los gritos alegres de los segadores,
animándose unos a otros en el trabajo.
Levin
trabajaba, como antes, entre el viejo y el mozo. El viejo, que se había puesto
su chaqueta de piel de cordero, seguía tan alegre, animado y ágil en sus
movimientos como antes.
En
el bosque, entre la hierba jugosa, había muchos hongos hinchados que todos
cortaban con las guadañas. Pero el viejo, cada vez que encontraba una seta se
inclinaba, la cogía y murmuraba, guardándosela en el pecho, entre los pliegues
del zamarrón:
-Una
golosina para mi vieja.
Resultaba
fácil guadañar la hierba aquella, blanda y húmeda, pero resultaba fatigoso
subir y bajar las empinadas cuestas de la barranca. Mas ello no incomodaba al
viejo. Moviendo la guadaña al paso corto y firme de sus pies calzados con
grandes lapti, subía poco a poco la pendiente y, aunque a veces tenía
que poner en tensión todo el cuerpo hasta parecer que los calzones iban a
escurrírsele de las caderas, no dejaba pasar una brizna de hierba ni una seta,
y continuaba bromeando con Levin y con los mozos.
Levin
le seguía; y aunque temía muchas veces caer al subir con la guadaña aquella
pendiente, difícil de escalar aun sin nada en la mano, con todo, trepaba y
hacía lo que debía hacer. Le parecía como si le empujara una fuerza exterior.
VI
Una
vez que hubieron terminado de segar Machkin Verj, los campesinos pusiéronse sus
caftanes y regresaron alegremente a sus viviendas. Levin montó a caballo, se
despidió de ellos con cierta tristeza y regresó a su casa.
Al
subir la cuesta, volvió la cabeza hacia atrás para mirar el campo. La niebla
que ascendía del río ocultaba ya a los labriegos. Sólo se oían sus broncas
voces joviales, sus risas y el ruido de las guadañas al entrechocar.
Sergio
Ivanovich había terminado de comer hacía rato y ahora estaba en su habitación
bebiendo agua con limón y hielo mientras hojeaba los diarios y revistas que
acababa de recibir por correo.
Con
los cabellos enmarañados y pegados a la frente por el sudor, con el pecho y la
espalda tostados y húmedos y profiriendo alegres exclamaciones, Levin entró
corriendo en el cuarto de su hermano.
-¡Ya
hemos segado todo el prado! ¡Ha sido una cosa magnífica! ¿Y tú? ¿Cómo estás?
-preguntó Levin, completamente olvidado de la ingrata conversación del día
antes.
-¡Dios
mío, qué aspecto tienes! -exclamó su hermano desagradablemente sorprendido al
principio por la apariencia de Levin-. ¡Pero cierra la puerta! -exclamó casi
gritando-. De seguro que has hecho entrar por lo menos diez moscas.
Sergio
Ivanovich aborrecía las moscas. En su habitación sólo abría las ventanas por
las noches y cerraba con cuidado las puertas.
-Te
aseguro que no ha entrado ni una. Y si ha entrado la cazaré. ¡No sabes qué
placer ocasiona trabajar así! ¿Cómo has pasado tú el día?
-Muy
bien. Pero ¿es posible que hayas estado segando todo el día? Me figuro que
debes de tener más hambre que un lobo. Kusmá te ha preparado la comida.
-No
tengo apetito, pues he comido allí. Lo que haré es lavarme.
-Muy
bien, ve a lavarte y luego iré yo a tu cuarto -dijo Sergio Ivanovich, moviendo
la cabeza y mirando a su hermano-. Ve a lavarte, ve...
Y,
recogiendo sus libros, se dispuso a seguir a su hermano, cuyo aspecto optimista
le animaba hasta el punto de que ahora sentía separarse de él.
-¿Y
dónde te has metido cuando la lluvia? -preguntó.
-¡Vaya
una lluvia! Unas gotas de nada. Ea; vuelvo en seguida. ¿De modo que has pasado
bien el día? Me alegro.
Y
Levin salió para cambiarse de ropa.
Cinco
minutos después los dos hermanos se reunieron en el comedor. Levin creía no
sentir apetito y parecíale sentarse a la mesa sólo por no disgustar a Kusmá,
pero cuando empezó a comer, los manjares le resultaron muy sabrosos.
Sergio
Ivanovich le miraba sonriendo.
-¡Ah!
Tienes una carta-dijo-. Kusmá: haga el favor de traerla. ¡Pero cuidado con la
puerta, por Dios!
La
carta era de Oblonsky, que escribía desde San Petersburgo. Levin la leyó en voz
alta:
"He
recibido carta de Dolly, que está en Erguechovo, y parece que las cosas no
marchan bien allí. Te ruego que vayas a verla y la aconsejes, puesto que tú
sabes de todo. Dolly se alegrará de verte. La pobrecilla está muy sola. Mi
suegra se halla todavía en el extranjero, con toda su familia" .
-Está
bien. Iré a verles -dijo Levin-. Podríamos ir los dos. Dolly es muy simpática,
¿verdad?
-¿Está
lejos?
-Unas
treinta verstas. Quizá cuarenta... Pero el camino es excelente. Será una
magnífica excursión.
-Conforme.
Me gustará mucho -contestó Sergio Ivanovich, siempre sonriente.
El
aspecto de su hermano menor le predisponía a la jovialidad.
-¡Qué
apetito tienes! -dijo mirando a Levin, quien, con el rostro y cuello atezados y
tostados por el sol, se inclinaba sobre el plato.
-¡Excelente!
No sabes lo útil que es este régimen para echar de la cabeza toda clase de
tonterías. Me propongo enriquecer la medicina con un término nuevo: la arbeitskur.
-Creo
que tú no la necesitas.
-Sí,
pero sería buena contra muchas enfermedades nerviosas.
-Sí.
Tal vez conviniera experimentarlo. Pensé ir al prado para verte guadaña en
mano, pero hacía un calor insoportable, así que no pasé del bosque. Estuve
sentado allí y luego, me llegué al arrabal y encontré a tu nodriza. La he
sondado un poco para saber lo que opinan los aldeanos de tu ocurrencia. Me ha
parecido entender que no la aprueban. La nodriza me dijo: "Ese trabajo no
es para señores". En general, creo que el sentir popular define muy
estrictamente lo que deben hacer "los señores", como ellos dicen. Y
no admiten que éstos se salgan de los límites en que el criterio de ellos ha
fijado su actuación.
-Es
posible que sea así. Pero he experimentado un placer como nunca en mi vida lo
experimenté. Y en ello no hay nada malo, ¿verdad? -dijo Levin-. Si no les
gusta, ¿qué le voy a hacer? En todo caso, creo que no hay en ello nada de
particular.
-Noto
que en general estás muy satisfecho de tu jornada de hoy -continuó Sergio
Ivanovich.
-Muy
satisfecho. Hemos segado todo el prado. Y he hecho amistad con un viejo
admirable. ¡No puedes figurarte lo admirable que es!
-De
modo que estás contento, ¿eh? Yo también. En primer término, he resuelto dos
problemas de ajedrez, uno de ellos muy divertido. Se inicia con un peón... Ya
te lo explicaré. Luego he pensado en nuestra conversación de ayer...
-¿Qué
conversación? -preguntó Levin, entornando los ojos y soplando satisfecho, una vez
terminada la comida y sin lograr acordarse en modo alguno de la conversación
del día antes.
-Me
parece que en parte tienes razón. El desacuerdo entre nosotros estriba en que
tú pones como principal móvil el interés personal, en tanto que yo pienso que todo
hombre que posea cierto grado de instrucción debe tener como móvil el interés
común. Acaso tengas razón en decir que el interés material sería más deseable.
Eres, en principio, una naturaleza demasiado primesautière, como dicen los
franceses. Quieres la actividad impetuosa, enérgica, o nada.
Levin
escuchaba a su hermano sin comprenderle y sin querer comprender; y lo único que
temía era que su hermano le preguntase algo que le permitiera advertir que
Levin no le escuchaba.
-Sí,
amiguito; así es --dijo Sergio Ivanovich dándole un golpe en el hombro.
-Sí,
claro... Pero, ¿sabes?, no insisto en mi opinión --dijo Levin con sonrisa
infantil, como disculpándose.
"¿De
qué discutimos?", pensaba, entre tanto. "Se ve que yo tenía razón y
él también. De modo que todo va bien. Ahora tengo que ir un momento al despacho
para dar órdenes."
Se
levantó y se estiró, sonriendo.
Sergio
Ivanovich sonrió también.
-Si
quieres, salgamos a dar una vuelta juntos -sugirió, no deseando separarse de su
hermano, tan animado y lozano en aquel momento-. Vamos. Si quieres, podemos
pasar antes al despacho.
-¡Dios
mío! -exclamó de pronto Levin, con voz tan fuerte que asustó a Sergio
Ivanovich.
-¿Qué
te pasa?
-¡La
mano de Agafia Mijailovna! --dijo, golpeándose la cabeza-. Me había olvidado de
ella.
-Está
mucho mejor.
-No
obstante, voy en dos saltos a verla. Antes de que te hayas puesto el sombrero
estoy de vuelta.
Y
bajó corriendo la escalera levantando, con el golpear rápido de los tacones, un
ruido como el de una carraca.
VII
Esteban
Arkadievich había ido a San Petersburgo para cumplir con una obligación, tan
comprensible para los que trabajan como incomprensible para los que no
trabajan: obligación esencial, y sin la cual no se puede trabajar, y que
consiste en hacerse recordar en el Ministerio.
Una
vez cumplido este deber, como se había llevado casi todo el dinero que había en
su casa, pasaba el tiempo muy alegre y divertido, asistiendo a las carreras
hípicas y visitando las casas veraniegas de sus amistades.
Mientras
tanto, Dolly, con sus hijos, se trasladaba al campo para disminuir, en lo
posible, los gastos.
Fue,
pues, a Erguchevo, la finca que había recibido en dote, la misma de la cual la
primavera pasada habían vendido el bosque y que distaba cincuenta verstas de
Pokrovskoe, el pueblo de Levin.
La
vieja casa señorial de Erguchevo estaba en ruinas hacía tiempo. Siendo dueño de
la propiedad el príncipe, padre de Dolly, se había reparado y se amplió el
pabellón inmediato a la casona.
Veinte
años atrás, cuando Dolly era niña, aquel pabellón era espacioso y cómodo, a
pesar de que, como todas las viviendas de este género, estaba construido
lateralmente a la avenida principal y mirando al mediodía. Ahora se derrumbaba
por todas partes.
Cuando
Oblonsky fue al pueblo para vender el bosque, Dolly le pidió que echase una
ojeada a la casa y procurase repararla de manera que quedara habitable.
Como
todos los maridos que se sienten culpables, Esteban Arkadievich se preocupaba
mucho del bienestar de su esposa. Así, hizo lo que ella le había pedido y dio
las órdenes que creyó imprescindibles. A su juicio, había que enfundar los
muebles con cretona, colgar cortinas, limpiar el jardín, construir un
puentecillo sobre el estanque y plantar flores.
Pero
olvidó muchas otras cosas necesarias cuya falta constituyó después un tormento
para Daria Alejandrovna.
A
pesar de todos los esfuerzos de Oblonsky para ser buen padre y buen esposo,
nunca conseguía recordar que tenía mujer a hijos. Sus inclinaciones eran las de
un soltero y obraba siempre de acuerdo con ellas.
Al
volver del pueblo declaró con orgullo a su mujer que todo estaba arreglado, que
la casa quedaba preciosa y que le aconsejaba que fuese a vivir allí.
La
marcha de su esposa al pueblo satisfacía a Esteban Arkadievich en todos los
aspectos: por la salud de los niños, para disminuir los gastos y para tener él
más libertad.
Daria
Alejandrovna, por su parte, consideraba necesario el viaje al pueblo por la
salud de los niños, especialmente de la niña, aún no restablecida del todo
desde la escarlatina. Deseaba también huir de Moscú para eludir las
humillaciones minúsculas de las deudas al almacenista de leña, al pescadero, al
zapatero, etcétera, que la atosigaban; y le placía, en fin, ir al pueblo,
porque contaba recibir allí a su hermana Kitty, que debía volver del extranjero
a mediados de verano y a la que habían prescrito baños de río que podría tomar
allí.
Kitty
le escribía desde la estación termal diciendo que nada le gustaría tanto como
poder pasar el verano con ella, en Erguchevo, lleno de recuerdos de la infancia
para las dos hermanas.
Los
primeros días en el pueblo fueron muy difíciles para Dolly. Había vivido allí
siendo niña y conservaba la impresión de que el pueblo era un refugio contra
todos los disgustos de la ciudad, y de que la vida rural, aunque no espléndida
(en lo que Dolly estaba de acuerdo), era cómoda y barata y saludable para los
niños. Allí debía haber de todo, y todo económico y al alcance de la mano.
Pero
al llegar al pueblo como ama de casa, comprobó que las cosas eran muy distintas
de cómo las suponía.
Al
día siguiente de llegar hubo una fuerte lluvia y por la noche el agua, calando
por el techo, cayó en el corredor y en el cuarto de los niños, cuyas camitas
hubo que trasladar al salón. No pudo encontrarse cocinera para los criados. De
las nueve vacas del establo resultó que, según la vaquera, unas iban a tener
crías, otras estaban con el primer ternero, otras eran viejas y las demás
difíciles de ordeñar. No había, pues, manteca ni leche para los niños. No se
encontraban huevos y era imposible adquirir una gallina. Sólo se cocinaban
gallos viejos, de color salmón, todos fibras. Tampoco había modo de conseguir
mujeres para fregar el suelo, porque estaban ocupadas en la recolección de las
patatas. No se podían dar paseos en coche, pues uno de los caballos se
desprendía siempre arrancando las correas de las varas.
Tampoco
había manera de bañarse en el río, porque toda la orilla estaba pisoteada por
los animales y abierta por el lado del camino. Ni siquiera era posible pasear,
ya que los ganados penetraban en el jardín por la cerca rota y había un buey
aterrador que bramaba de un modo espantoso y seguramente acometía. No existían
armarios para la ropa y los pocos que había no cerraban bien y se abrían cuando
uno pasaba ante ellos.
En
la cocina faltaban ollas de metal y calderos para la colada en el lavadero, y
en el cuarto de las criadas no había ni mesa de planchar.
Los
primeros días, Daria Alejandrovna, que en lugar del reposo y la tranquilidad
que esperaba se encontraba con tan gran número de dificultades y que ella veía
como calamidades terribles, estaba desesperada: luchaba contra todo con todas
sus energías, pero tenía la sensación de encontrarse en una situación sin
salida y apenas podía contener sus lágrimas.
El
encargado, un ex sargento de caballería al que Esteban Arkadievich había
apreciado mucho, tomándole de portero en atención a su porte arrogante y
respetuoso, no compartía en nada las angustias de Dolly ni la ayudaba en cosa
alguna, limitándose a decir, con mucho respeto:
-No
puede hacerse nada, señora... ¡Es tan mala la gente!
La
situación parecía insoluble. Mas en casa de Oblonsky, como en todas las casas
de familia, había un personaje insignificante pero útil a imprescindible:
Matrena Filimonovna. Ella calmó a la señora asegurándole que "todo se
arreglaría" (tal era su frase, que Mateo había adoptado). Además, Matrena
Filimonovna sabía obrar sin precipitarse ni agitarse.
Entabló
inmediata amistad con la mujer del encargado, y el mismo día de segar ya tomó
el té con ellos en el jardín, bajo las acacias, tratando de los asuntos que le
interesaban. En breve se organizó bajo las acacias el club de María
Filimonovna, compuesto por la mujer del encargado, del alcalde y del
escribiente del despacho. A través de este club comenzaron a solventarse las
dificultades y al cabo de una semana todo estaba, efectivamente,
"arreglado".
Se
reparó el techo, se halló una cocinera, comadre del alcalde, se compraron
gallinas, las vacas empezaron a dar leche, se cerró bien el jardín con
listones, el carpintero arregló una tabla para planchar, se pusieron en los
armarios ganchos que les impedían abrirse solos y la tabla de planchar, forrada
de paño de uniforme militar, se instaló entre el brazo de una butaca y la
cómoda, mientras en el cuarto de las criadas se sentía ya el olor de las
planchas calientes.
-¿Ve
usted cómo no había por qué desesperarse así? -dijo Matrena Filimonovna a Dolly
indicando la tabla de planchar.
Incluso
les construyeron con paja y maderos una caseta de baño. Lily empezó a bañarse y
Dolly a ver realizadas sus esperanzas de una vida, si no tranquila, cómoda al
menos, en el pueblo.
Tranquila,
con sus seis hijos, no le era posible estarlo en realidad. Uno enfermaba, otro
podía enfermar, al tercero le faltaba alguna cosa, el cuarto daba indicios de
mal carácter, etcétera.
Los
períodos de tranquilidad eran, pues, siempre muy cortos y muy raros.
Pero
tales preocupaciones y quehaceres constituían la única felicidad posible para
Daria Alejandrovna, ya que, de no ser por ellos, se habría quedado sola con sus
pensamientos sobre su marido, que no la amaba. Por otro lado, aparte de las
enfermedades y de las preocupaciones que le causaban sus hijos y del disgusto
de ver sus malas inclinaciones, los mismos niños la compensaban también de sus
pesares con mil pequeñas alegrías.
Cierto
que esas alegrías eran tan minúsculas y poco visibles como el oro en la arena y
que en algunos momentos ella sólo veía el pesar, sólo la arena; pero en otros,
en cambio, veía únicamente la alegría, únicamente el oro.
Ahora,
en la soledad del pueblo, reparaba más en tales alegrías. A menudo, mirando a
sus hijos, hacía esfuerzos para convencerse de que se equivocaba y de que, como
madre, era parcial al apreciar sus cualidades.
Pero,
pese a todo, no podía dejar de decirse que tenía unos hijos muy hermosos y que
los seis, cada uno en su estilo, eran niños como había pocos. Y Dolly,
orgullosa de sus hijos, era feliz.
VIII
A
últimos de mayo, cuando bien que mal todo había quedado arreglado, Dolly
recibió respuesta de su marido a sus quejas sobre la situación en que
encontrara la finca.
Oblonsky
le rogaba que le perdonase el no haber pensado en todo y prometía ir al pueblo
a la primera oportunidad. Pero la oportunidad tardó largo tiempo en llegar y
hasta principios de junio Dolly tuvo que vivir sola en el pueblo.
Un
domingo, durante la cuaresma de San Pedro, llevó a sus hijos a la iglesia para
que comulgasen.
En
sus conversaciones íntimas con su madre, hermana y amigos, Daria Alejandrovna
sorprendía a todos por sus ideas avanzadas en materia religiosa. Tenía su
propia religión: la metempsicosis, en la que creía firmemente, preocupándose
muy poco de los dogmas de la Iglesia.
Pero
en la vida familiar, no sólo por dar ejemplo, sino con toda su alma, cumplía
todos los mandamientos de la Iglesia. Y a la sazón la inquietaba el hecho de
que hiciera casi un año que los niños no hubiesen comulgado. Así, pues, con el
apoyo y asenso absoluto de Matrena Filimonovna, resolvió que lo hiciesen ahora,
en verano.
Desde
algunos días antes, Dolly venía pensando en cómo vestir a los niños. Al efecto,
cosieron, transformaron y lavaron los vestidos, quitaron las costuras y
deshicieron los volantes, pegaron botones y prepararon cintas. La inglesa se
encargó de hacer a Tania un vestido, cosa que costó a Dolly muchos disgustos;
en efecto: la inglesa dispuso mal las piezas, cortó en exceso las mangas y casi
estropeó el vestido, el cual caía sobre los hombros de Tania de tal modo que
daba pena; pero Matrena Filimonovna tuvo la idea de añadir algunos pedazos a la
cintura para ensancharla y hacer una esclavina, con lo que también esta vez
"todo se arregló".
Cierto
que hubo un disgusto con la inglesa, pero por la mañana el asunto quedó
terminado y a las nueve, hora en que había dicho al sacerdote que acudirían,
los niños, radiantes de alegría con sus vestidos de fiesta, estaban en la
escalera ante el cabriolé, esperando a su madre.
Engancharon
al coche, para la tranquilidad de Matrena Filimonovna, el caballo del
encargado, "Pardo", en vez del "Voron", que era menos dócil.
Daria Alejandrovna, entretenida largamente con su atavío, apareció al fin en la
escalera llevando un vestido blanco de muselina.
Dolly
se había peinado y vestido con gran esmero, casi con emoción. Antes lo hacía
por sí misma, para parecer más bella y agradar a la gente; luego, a medida que
crecía en edad, se arreglaba con menos placer, ya que veía que iba perdiendo la
belleza. Ahora se vestía no para su satisfacción, para su propio adorno, sino
porque, siendo madre de unos niños tan hermosos, no quería, descuidando su
atavío, descomponer el conjunto.
Después
de mirarse una vez más al espejo, quedó contenta de sí misma. Estaba muy bien.
No bien en el sentido de antes, cuando tenía que estar bella para asistir a un
baile, pero sí bien para lo que necesitaba ahora.
En
la iglesia no había nadie más que aldeanos, mozos y mujeres del pueblo. Pero
Daria Alejandrovna veía o creía ver que ella y sus hijos despertaban en todos
admiración.
Los
niños no sólo estaban muy hermosos con sus elegantes vestiditos, sino que se
hacían también simpáticos por su buen comportamiento.
A
decir verdad, Alecha no procedía del todo correctamente. Se volvía sin cesar
para examinar por detrás su casaquita, pero de todos modos resultaba muy
gracioso. Tania, tan seria como una mujercita, vigilaba a los pequeños. Lily
estaba bellísima con su ingenua admiración ante todas las cosas. Fue imposible
no sonreír cuando, después de comulgar, dijo:
-Please
some more.
De
regreso a casa, los niños, comprendiendo que se había realizado algo solemne, iban
muy quietecitos.
En
casa marchó todo bien al principio, pero durante el desayuno Gricha comenzó a
silbar, desobedeció a la inglesa y hubo que castigarle privándose del postre de
dulce. Dolly no habría permitido que se le castigase en un día como aquel de
haber estado presente en el desayuno, pero como no podía desautorizar a la
inglesa, confirmó el castigo de dejar a Gricha sin dulce, cosa que estropeó un
tanto la alegría general.
Gricha
lloraba afirmando que también Nicoleñka había silbado, y que si él lloraba no
era porque le hubieran dejado sin dulce, lo cual le daba lo mismo, sino porque
le disgustaba que se hubiese sido injusto con él.
La
escena resultaba demasiado dolorosa, así que Dolly resolvió hablar con la
inglesa a fin de perdonar a Gricha. Pero cuando iba a buscarla, al pasar por la
sala, Dolly presenció una escena que le llenó el corazón de tal alegría que le
asomaron lágrimas a los ojos y perdonó por sí misma al delincuente.
Éste
se hallaba en la sala, sentado sobre el alféizar de la ventana del rincón, y a
su lado estaba Tania en pie, con un plato en las manos. So pretexto de hacer
comida para las muñecas, Tania consiguió que la inglesa le permitiese llevar su
trozo de pastel al cuarto de los niños y, en lugar de hacerlo así, lo llevó a la
sala y lo dio a su hermano. Sin dejar de llorar por lo injusto de su castigo,
el chico comía el dulce, repitiendo, entre sollozos:
-Come
tú también... Los dos...
Tania,
al principio, permanecía bajo el influjo de la compasión hacia su hermano.
Luego, con la consciencia de la buena acción que estaba realizando, le asomaron
las lágrimas a los ojos y comenzó a comer también parte del dulce.
Al
ver a su madre, los niños se asustaron, pero, fijándose en su rostro,
comprendieron que obraban bien y rompieron a reír estrepitosamente, con las
bocas llenas de dulce. Trataron inútilmente de limpiarse con la mano, y entre
las lágrimas y la confitura se ensuciaron por completo los radiantes rostros.
-¡Dios
mío!, ¿qué hacéis? ¡El vestido blanco nuevo! ¡Tania, Gricha, por Dios! -decía
su madre, tratando de salvar la integridad del traje nuevo, pero sonriendo
entre sus lágrimas de felicidad y alegría.
Les
quitaron los vestidos nuevos, ordenaron a las niñas que se pusiesen las
blusitas de diario y a los niños las chaquetilla viejas y después se mandó
enganchar la lineika y otra vez, con gran contrariedad del
encargado, se puso en varas al caballo "Pardo" para ir a buscar setas
y a bañarse después. Una explosión de gritos de entusiasmo llenó el cuarto de
los niños y su ruidosa alegría no se calmó hasta que partieron.
Cogieron
una cesta llena de setas. Incluso Lily encontró una magnífica. Ordinariamente
era miss Hull quien tenía que indicárselas a Lily, pero ahora ésta la encontró
por sí sola, lo que fue acogido con exclamaciones de entusiasmo.
-¡Lily
ha encontrado una seta!
Luego
se encaminaron al río, dejaron los caballos bajo los álamos y se dirigí eron a
la caseta de baño.
Una
vez atado al árbol el caballo, que se resistía, el cochero Terenty se tendió en
la hierba, después de mullirla, a la sombra de un abedul, y comenzó a fumar su
tosco cigarrillo mientras oía los alegres gritos que los niños lanzaban en la
caseta.
Daba
mucho trabajo vigilar a todos los niños y evitar sus travesuras y era difícil
no confundir todos aquellos pantaloncitos, medias y zapatos de diferentes
piececillos, así como desatarlos, desabotonarlos, volverlos a atar y abotonar.
Pero a pesar de todo, Dolly, que era muy amante del baño y lo consideraba
también muy saludable para los niños, no conocía placer mayor que el de
aquellas excursiones al río para bañarse con todos sus hijos.
Golpear
los piececillos desnudos de los pequeños, poner las medias, coger en brazos sus
cuerpecitos desnudos, oír sus exclamaciones, ya alegres, ya asustadas, ver sus
rostros sofocados, con los ojos muy abiertos, a la vez joviales y como
temerosos, al primer contacto con el agua, estrechar contra su pecho a sus
querubines, era para ella una inexplicable felicidad.
Cuando
la mitad de los niños tenían puestos ya los trajes de baño se acercaron,
deteniéndose cerca tímidamente, unas mujeres del pueblo, bien arregladas, que
volvían del bosque de buscar borrajas y otras hierbas.
Matrena
Filimonovna llamó a una de las mujeres para que pusiera a secar una sábana y
una camisa que habían caído al agua, y DariaAlejandrovna se puso a hablar con
ellas. Al principio no hacían más que reír, tapándose la boca con la mano y sin
comprender lo que les preguntaban. Pero pronto se sintieron más audaces y
comenzaron a hablar, cautivando en seguida la simpatía de Dolly por la sincera
admiración que mostraban hacia sus hijos.
-¡Hay
que ver qué hermosura de niña! ¡Es blanca como el azúcar! -decía una de las
mujeres, contemplando a Tania-. Pero está muy delgadita.
-Sí.
Ha estado enferma.
-¿También
han bañado a ése? -preguntó otra, señalando al menor de todos.
-No.
Éste no tiene más que tres meses -contestó Dolly con orgullo.
-¡Caramba!
-Y
tú, ¿tienes hijos?
-Tenía
cuatro. Me han quedado dos: chico y chica. En la última cuaresma he destetado
al niño.
-¿Qué
edad tiene?
-Más
de un año.
-¿Cómo
le has dado el pecho tanto tiempo?
-Es
nuestra costumbre: tres cuaresmas.
Y
se entabló la conversación que más interesante resultaba para Daria
Alejandrovna. ¿Cómo había dado a luz? ¿Qué enfermadedes había tenido el niño?
¿Dónde estaba su marido? ¿Iba a casa a menudo?
Dolly
no sentía deseo alguno de separarse de aquellas mujeres, tan agradable le
resultaba la charla con ellas y tan parecidas eran sus preocupaciones.
Lo
que más agradable le resultaba era ver que aquellas mujeres la admiraban por
tener tantos hijos y por lo hermosos que eran.
Las
mujeres hicieron incluso reír a Daria Alejandrovna ofendiendo a la inglesa, que
era la causa de aquellas risas que ella no comprendía.
Una
de las mujeres estaba mirando a la inglesa, que se vestía la última de todos, y
cuando la vio que se ponía la tercera falda no pudo contener una exclamación:
-Mirad:
se pone faldas y más faldas y no acaba nunca de vestirse...
Y
todas las mujeres soltaron la carcajada.
IX
Daria
Alejandrovna, rodeada de los niños acabados de salir del baño, con los cabellos
húmedos y un pañuelo en la cabeza, se acercaba a su casa en la lineika cuando
el cochero le dijo:
-Allí
viene un señor. Me parece que es el dueño de Pokrovskoe.
Dolly
miró el camino que se extendía ante ellos y se alegro al distinguir la bien
conocida figura de Levin, vestido con sombrero y abrigo grises, que se dirigía
a su encuentro.
Siempre
le satisfacía saludarle, pero ahora le satisfacía más, ya que Levin iba a verla
rodeada de cuanto constituía su orgullo, orgullo que nadie podía comprender
mejor que él.
En
efecto, Levin, al distinguirla, se halló ante uno de los cuadros de dicha
imaginados por él para su vida futura.
-¡Daria
Alejandrovna! ¡Parece usted una gallina rodeada de sus polluelos!
-Celebro
mucho verle -dijo ella, sonriendo y alargándole la mano.
-Claro:
se siente usted tan feliz que no se le ocurrió ni darme noticias suyas. Ahora
está mi hermano conmigo. Y he recibido carta de Esteban Arkadievich diciéndome
que está usted aquí.
-¿De
Esteban? -preguntó Dolly, extrañada.
-Sí.
Me dice que se ha ido usted de la ciudad y supone que me permitirá ayudarla en
lo que necesite -habló Levin. Y dicho esto, quedó confuso, se interrumpió y
continuó andando al lado del coche, arrancando al pasar hojas de tilo y
mordisqueándolas.
Se
sentía turbado porque comprendía que a Daria Alejandrovna no había de serle
agradable la ayuda de un extraño en las cosas que habría tenido que ocuparse su
marido. Y, en efecto, a Dolly le disgustaba que Esteban Arkadievich confiase a
otros sus asuntos familiares, y adivinó en seguida que Levin lo consideraba
también así. Era precisamente por esta facultad de hacerse cargo de las cosas y
por su delicadeza por lo que Dolly le tenía en tanto aprecio.
-Yo
he supuesto -siguió Levin- que lo que eso significaba es que a usted no le
disgustaría verme. Y ello me place infinitamente. Está claro que usted, señora
de ciudad, hallará aquí muchas incomodidades. Ya sabe que, si puedo servirla en
algo, estoy a su disposición.
-Gracias
-repuso Dolly-. Al principio nos faltaban muchas cosas, pero ahora todo marcha
perfectamente merced a mi antigua niñera.
Y
señaló a Matrena Filimonovna, que, comprendiendo que hablaban de ella, sonreía
alegre y amistosamente a Levin. Le conocía, pensaba que era un buen partido
para la señorita Kitty y deseaba que todo terminase según sus deseos.
-Suba,
suba. Podemos estrechamos un poco en el asiento.
-Gracias.
Prefiero andar. A ver: ¿cuál de los niños quiere apostar conmigo a correr?
Los
niños no conocían apenas a Levin y no le recordaban cuando le velan, pero no
experimentaban ante él el sentimiento de timidez y aversión que suelen
experimentar los niños ante los adultos que fingen y que frecuentemente les
hace sufrir mucho.
La
ficción puede engañar a un hombre prudente y perspicaz, pero el niño menos
despejado la descubre por hábilmente que se la encubran y experimenta ante ella
un sentimiento de repugnancia.
Levin
podía tener muchos defectos, pero no el de fingir. Y por ello los niños le
mostraron la misma simpatía que leyeron para él en el rostro de su madre.
Al
oír su propuesta, los dos mayores saltaron del coche en seguida y se pusieron a
correr con él con tanta confianza como habrían corrido con la niñera, con miss
Hull o con su madre. Lily quiso también descender y la madre accedió,
entregándosela a Levin, quien la acomodó sobre sus hombros y se puso a correr
con ella.
-No
tenga miedo, Daria Alejandrovna; no la dejaré caer --dijo a la madre sonriendo
alegremente.
Y
mirando sus movimientos hábiles, vigorosos y prudentes, Dolly se tranquilizó y,
contemplándole, sonreía alegre y aprobadora.
En
el pueblo, con los niños y Dolly, por la que sentía gran simpatía, Levin
encontró aquella disposición de ánimo, infantil y alegre, que tanto gustaba a
Daria Alejandrovna. Corría con los niños, les enseñaba gimnasia, hacía reír a
la señorita Hull con su inglés chapurreado y hablaba a Dolly de sus ocupaciones
en el pueblo.
Después
de comer, Dolly a solas con él en el balcón se puso a hablarle de Kitty.
-¿Sabe
usted que Kitty va a venir a pasar el verano conmigo?
-¿De
veras? -repuso él poniéndose rojo.
Y,
para cambiar de conversación, añadió en seguida:
-¿Qué,
le mando dos vacas o no? Si se empeña en pagármelas, puede darme cinco rubios
al mes por cada vaca, si es que esto no ha de ser motivo de remordimiento.
-No,
gracias. Ya nos hemos arreglado.
-Entonces
voy a ver las vacas suyas y, si me lo permite, daré instrucciones sobre la
manera cómo hay que alimentarlas. Esto es lo más importante.
Y,
para eludir la charla sobre Kitty, Levin explicó a Dolly la teoría de la
economía pecuaria, que consiste en que la vaca no es sino una máquina para
transformar el pienso en leche, etcétera.
Le
estaba hablando de todo aquello, pero interiormente ardía en deseos de oír
detalles sobre Kitty y a la vez lo temía. Porque, en el fondo, le horrorizaba
perder la tranquilidad conseguida con tanto esfuerzo.
-Ya,
ya, pero todo eso exige estar muy atentos a ello. ¿Y quién se encargaría de
semejante cosa? -preguntó, con poco interés, Daria Alejandrovna.
A
la sazón dirigía la casa según la organización establecida por Matrena
Filimonovna y no quería cambiar nada. Tampoco, a decir verdad, confiaba
demasiado en los conocimientos de Levin sobre economía doméstica.
Las
ideas de que la vaca era una máquina de elaborar leche le resultaban extrañas,
le parecían que sólo habrían de servir para crear dificultades.
Ella
lo veía todo más simplemente: había que alimentar más a la "Pestruja"
y a la "Bielopajaya", que era lo que decía Matrena Filimonovna, y
evitar que el cocinero se llevara las sobras de la cocina para darlas a las
vacas de la lavandera. Esto era claro.
En
cambio, las especulaciones sobre alimento farináceo y vegetal le resultaban
dudosas y turbias. Y, además, lo principal de todo era que quería hablar a Levin
de Kitty.
-Kitty
me escribe que no desea sino soledad y silencio -dijo Dolly.
-¿Está
mejor de salud? -preguntó Levin con emoción.
-Gracias
a Dios se halla completamente bien. Yo no creí nunca que padeciera una afección
pulmonar.
-¡Me
alegra mucho saberlo! --exclamó Levin.
Y
Dolly, mirándole en silencio mientras hablaba, leyó en su rostro una expresión
suave y conmovedora.
-Escuche,
Constantino Dmitrievich --dijo Daria Alejandrovna, con su sonrisilla bondadosa
y un tanto burlona-: ¿está usted disgustado con Kitty?
-¿Yo?
No -repuso Levin.
-Pues,
si no lo está, ¿cómo no fue a vemos, ni a ellos ni a nosotros, cuando estuvo en
Moscú?
-Daria
Alejandrovna ~~dijo Levin, sonrojándose hasta la raíz del pelo-, me extraña que
usted, que es tan buena, no comprenda... ¿Cómo no siente usted, por lo menos,
compasión de mí, sabiendo que ...?
-¿Sabiendo
qué?
-Sabiendo
que me declaré a Kitty y que ella me rechazó -dijo Levin.
Y
la emoción que un instante antes le inspiraba el recuerdo de Kitty se convirtió
en irritación al pensar en el desaire sufrido.
-¿Por
qué se figura que lo sé?
-Porque
todos lo saben.
-Está
usted en un error. Yo no lo sabía, aunque lo imaginaba.
-Pues
ahora ya lo sabe.
-Yo
sólo sabía que había algo que la apenaba, y que Kitty me rogó que no hablara a
nadie de su tristeza. Si no me contó a mí lo sucedido, es seguro que no se lo
ha contado a nadie. Pero, dígame, ¿qué es lo que pasó entre ustedes?
-Ya
se lo he dicho.
-¿Cuándo
fue?
-La
última vez que estuve en su casa.
-¿Sabe
lo que voy a decirle? -repuso Dolly-. Que Kitty me da mucha pena, mucha... En
cambio, usted no siente más que el amor propio ofendido.
-Quizá,
pero... -empezó Levin.
Dolly
le interrumpió:
-En
cambio, por la pobre Kitty siento mucha compasión. Ahora lo comprendo todo.
-Sí,
sí, Daria Alejandrovna... Pues, nada, usted me dispensará, pero... -indicó
Levin, levantándose-. Hasta la vista, ¿eh?
-Espere,
espere y siéntese -dijo ella cogiéndole por la manga.
-Le
ruego que no hablemos más de eso -indicó Levin sentándose y sintiendo a la vez
renacer en su corazón la esperanza que creía enterrada para siempre.
-Si
yo no le apreciara y no le conociera como le conozco... -dijo Dolly, con
lágrimas en los ojos.
El
sentimiento que creyera muerto se adueñaba más cada vez del alma de Levin.
-Sí,
ahora lo comprendo todo -repitió Dolly-. Ustedes, los hombres, que son libres y
pueden siempre escoger, no pueden comprenderlo... Pero una joven, obligada a
esperar, con su pudor femenino, con su recato virginal, una joven que sólo les
trata a ustedes de lejos y ha de fiarse de su palabra... Una joven así puede
experimentar un sentimiento sin saber explicárselo.
-Pero
cuando el corazón habla...
-El
corazón puede hablar, piénselo bien: cuando ustedes se interesan por una
muchacha, van a su casa, la tratan, la miran, esperan, estudian lo que sienten,
analizan sus impresiones y, si están seguros de que aman, entonces piden su
mano.
-Las
cosas no son precisamente así.
-Es
igual. Ustedes se declaran cuando su amor ha madurado lo suficiente o cuando,
entre dos que les interesan, su voluntad se inclina por una. Y a ella no se le
pregunta nada. Ustedes desean que ella escoja; pero ella no puede escoger: sólo
le cabe decir sí o no.
"Sí;
la elección entre Vronsky y yo", pensó Levin.
Y
el sentimiento que resucitaba en su alma pareció morir de nuevo y atormentar su
corazón.
-Mire,
Daria Alejandrovna: así se eligen los vestidos, pero no el amor. La elección se
hace por sí sola, y una vez hecha, hecha está. Las cosas no se repiten.
-¡Oh,
cuánto orgullo! -exclamó Dolly-, ¡cuánto orgullo! -repitió aún, como si
despreciara aquel bajo sentimiento que se manifestaba en Levin, comparándolo al
otro que sólo las mujeres conocen-. Cuando usted se declaró a Kitty, ella no
estaba en situación de poder decirle nada. Dudaba entre usted y Vronsky. A éste
le veía a diario, a usted hacía tiempo que no le veía. Si Kitty hubiese tenido
más edad, claro que... Yo, por ejemplo, en su lugar, no habría dudado. Vronsky
a mí me fue siempre muy antipático. Y así salió.
Levin
recordó la respuesta de Kitty. Le había dicho: "No, no puede ser" .
-Aprecio
en mucho su confianza, pero creo que no acierta usted -expuso Levin con
sequedad-. Tenga yo razón o no, este orgullo que tanto censura usted en mí me
hace imposible pensar en Catalina Alejandrovna, ¿comprende usted?, imposible
del todo.
-Quiero
decirle aún una cosa. Hágase cargo de que le hablo de mi hermana a la que
quiero tanto como a mis hijos. No pretendo asegurarle que ella le ama, pero sí
que su negativa de entonces no significa nada.
-No
sé -repuso Levin casi con ira-. Pero no sabe usted cuánto me hace sufrir con
sus palabras. Esto es para mí como si a la madre de un niño muerto le
estuvieran diciendo: "¿Ves?, tu niño ahora sería de esta o de aquella
manera si no hubiese muerto, y tú serías feliz mirando a tu niño...".
¡Pero el niño ha muerto, ha muerto!
-¡Me
hace usted reír! --dijo Dolly, considerando con melancólica ironía la emoción
de Levin-. Sí, ahora cada vez voy comprendiéndolo mejor -continuó, pensativa-.
¿Así que no vendrá usted a vemos cuando esté Kitty?
-No.
No es que vaya a huir de Catalina Alejandrovna, pero siempre que me sea posible
le evitaré el disgusto de mi presencia.
-Es
usted el hombre más extraño --dijo Dolly, mirando a Levin, con dulzura, a la
cara-. En fin, como si no hubiéramos dicho nada... ¿Qué quieres? -preguntó en
francés a la niña, que entraba en aquel momento.
-¿Dónde
está mi paleta, mamá?
-Cuando
te hable en francés, contéstame en francés.
La
niña quería decirlo así, pero había olvidado cómo se llamaba la paleta en
francés. La madre se lo recordó y luego le dijo, siempre en francés, dónde
tenía que ir a buscarla. A Levin todo esto le disgustó.
Al
presente, nada de lo que había en aquella casa, ni siquiera los niños, le
gustaba como antes.
"¿Por
qué hablará a sus niños en francés?", pensaba. "¡Qué poco natural y
qué falso es! Los niños lo presienten. ¡Les hacen aprender el francés y a
desaprender la sinceridad!", continuaba pensando, sin saber que Daria
Alejandrovna había pensado lo mismo mil veces y había creído necesario enseñar
así a sus hijos aun a costa de la sinceridad.
-¿Va
a marcharse tan pronto? Quédese un poco más.
Levin
se quedó hasta el té, pero toda su alegría se había disipado y sentía cierto
malestar.
Después
del té, Levin salió al portal para mandar que engancharan los caballos y al
regresar encontró a Dolly con el rostro descompuesto y llenos de lágrimas los
ojos.
En
el momento de subir él había sucedido algo que destruyó toda la alegría y el
orgullo de sus hijos que había experimentado Dolly aquel día. Gricha y Tania se
habían peleado por una pelota. Ella oyó los gritos, corrió al cuarto de los
niños y halló un espectáculo lamentable. Tania tenía cogido a Gricha por los
cabellos y éste, con el rostro contraído por la cólera, daba a su hermana
puñetazos a ciegas.
Al
verlo, pareció como si algo se rompiese en el corazón de la madre y las
tinieblas ensombrecieran su vida. Comprendió que aquellos niños de los que tan
orgullosa se sentía no sólo eran niños como todos, sino hasta de los peores y
más mal educados, llenos de inclinaciones brutales y perversas, niños malos...
Dolly
ahora era incapaz de hablar ni pensar en otra cosa, y no pudo menos de referir
sus desdichas a Levin.
Levin
comprendió que Dolly sufría y trató de consolarla, asegurando que aquello no
significaba nada, que todos los niños se pegan, pero, mientras lo decía,
pensaba: "No, yo no fingiré ante mis hijos, ni les haré hablar en francés;
mis hijos no serán así. No hay que forzarlos y echarlos a perder. Y cuando no
se hace eso, los niños son excelentes. Si tengo hijos, no serán como
éstos".
Levin
se despidió para marcharse. Ella no le retuvo más.
XI
A
mediados de julio se presentó a Levin el alcalde del pueblo de su hermano,
situado a unas veinte verstas de Prokovskoe, para informarle de cómo iban los
asuntos de la siega. El principal ingreso de las fincas de su hermano consistía
en los prados. Otros años, los aldeanos arrendaban los prados a razón de veinte
rublos por deciatina. Cuando Levin asumió la dirección de la propiedad,
encontró que valían más y fijó el precio en veinticinco rublos por deciatina.
Los
aldeanos no pagaron aquel precio y, como sospechara Levin, procuraron quitarle
otros compradores. Entonces Levin fue allí a hizo segar el heno contratando
jornaleros y yendo a la parte con otros. Aunque los aldeanos se oponían con
todas sus fuerzas a la innovación, la cosa marchó bien y el primer año ya se
sacó de los prados casi el doble.
En
los años siguientes continuó la oposición de los campesinos, pero la siega se
realizó del mismo modo. Este año los aldeanos habían arrendado los prados yendo
a la tercera parte en las ganancias, y ahora el alcalde venía a comunicar a
Levin que la siega estaba concluida y que él, en previsión de que lloviese,
había llamado al encargado, en presencia del cual hizo el reparto y separó los
once almiares que pertenecían al propietario.
No
obstante, por las respuestas inconcretas a la pregunta de cuánto heno había en
el mayor de los prados, por la precipitación con que el alcalde había repartido
el heno sin habérselo ordenado y por el acento del campesino en general, Levin
comprendió que el reparto del heno no había sido cosa clara y decidió ir
personalmente a comprobarlo.
Llegó
al pueblo a la hora de comer. Dejó el caballo en casa de un anciano, esposo de
la nodriza de su hermano, y paso al colmenar para informarse de las pormenores
de la siega.
El
viejo Parmenov, hombre charlatán y de buen aspecto, acogió a Levin con júbilo,
le habló de sus abejas y de la enjambrazón de aquel año. Pero a las preguntas
sobre la siega respondió vagamente y con desgana.
Ello
confirmó a Levin sus suposiciones. Fue al prado y examinó los almiares. En cada
uno de ellos no podía haber cincuenta carretadas de heno. Para desenmascarar a
los labriegos, mandó llamar a los carros que habían transportado el heno,
ordenó que se cargase un almiar y se llevase a la era.
De
cada almiar salieron treinta y dos carros. Pese a las afirmaciones del alcalde
de que el heno estaba muy hinchado, de que se aplastaba al cargarlo en los
carros, pese a sus juramentos de que todo había sido dividido como Dios manda,
Levin insistió en que, habiéndose repartido el heno en ausencia suya, no lo
aceptaba a razón de cincuenta carretadas por almiar.
Tras
largas discusiones, se acordó que los aldeanos recibieran aquellos once
almiares para ellos, contando en cada uno cincuenta carretadas, y que se
separara de nuevo la parte de Levin.
Entre
las discusiones y los trabajos de repartir el heno se llegó al mediodía. Una
vez terminada la distribución, Levin, confiando la vigilancia de lo que faltaba
por hacer a su encargado, se sentó sobre un almiar construido en tomo a una
alta pértiga y se hundió en la contemplación del prado y en la animación que
ofrecía con las gentes en pleno trabajo.
Ante
él, en el recodo que formaba el río tras un pequeño marjal, avanzaba llenando
el aire con su alegre vocerío una abigarrada hilera de mujeres, entre el heno
removido que se extendía por el rastrojo de un color verde claro en franjas
grises y onduladas.
Tras
las mujeres seguían hombres con horcas y los montones se convertían en altas y
ligeras hacinas. A la izquierda, por el prado ya limpio, sonaba el ruido de los
carros, y, uno tras otro, alzados por las grandes horcas, desaparecían los
haces y en vez de ellos se levantaban los enormes y pesados carros, cargados de
tal modo de heno oloroso que la hierba desbordaba por las grupas de los
caballos.
-Es
preciso apresurarse mientras dura el buen tiempo. Si se hace así saldrá un heno
excelente --dijo el viejo, que se había sentado junto a Levin-. Mire, mire cómo
trabajan los mozos. Lo recogen con tanto interés como si fuera té. ¡No van tan
aprisa las aves cuando se les echa el grano, no! -añadió, indicando las
gavillas ya cargadas en los carros-. Desde la hora de comer habrán cargado como
la mitad.
Y
gritó a un mozo que de pie en la parte delantera de uno de los carros, y con
las riendas en la mano, se disponía a marchar.
-¿Es
el último?
-El
último, padrecito -contestó el mozo, reteniendo el caballo. Y se volvió para
mirar, sonriendo, a una mujer muy colorada y también sonriente que iba sentada
en la parte trasera del carro, y ambos continuaron su camino.
-¿Es
hijo tuyo? -preguntó Levin.
-El
más pequeño --contestó el viejo con dulce sonrisa.
-¡Es
un bravo mozo!
-No
puede decirse mal.
-¿Está
casado ya?
-En
la cuaresma de san Felipe hizo dos años.
-¿Tiene
hijos?
-¡Hijos!
¡Si se me ha pasado un año entero sin saber nada de...! Hasta que nos burlamos
de él y... ¡Pero qué heno tan hermoso! ¡Parece verdaderamente té! -continuó el
viejo, queriendo cambiar de conversación.
Levin
miró con más atención a Vanika Parmenov y a su mujer que, lejos de él, cargaba
otro carro de heno. Iván Parmenov, de pie en el carro, recibía, igualaba y
aplastaba los enormes haces de heno que, primero a brazadas y luego con la
horca, le pasaba su mujer, que era joven y hermosa, y trabajaba sin esfuerzo,
con agilidad y alegría. Primero la joven lo ahuecaba, después hundía en él la
horca y, con un movimiento rápido y flexible, cargaba sobre la horca todo el
peso de su cuerpo, encorvando el busto, ceñido por un cinturón rojo. Luego se
erguía mostrando su pecho lleno bajo el blanco corpiño, y con un hábil ademán
empujaba la horca a introducía el heno en el carro.
Rápidamente,
para ahorrarle todo esfuerzo superfluo, Iván recogía en sus brazos el haz de
heno que le pasaba su mujer y lo arrojaba en el carro.
Una
vez que hubo levantado con el rastrillo el heno, la mujer se sacudió las
briznas de hierba que le habían penetrado por el cuello de la camiseta, se
arregló el pañuelo rojo sobre su blanca frente, no tostada por el sol, y subió
al carro para ayudar a su marido a sujetar la carga. Iván le enseñaba el modo
de hacerlo, y a una observación de su mujer estalló en una franca carcajada.
Sus rostros expresaban un amor intenso y juvenil despertado recientemente.
XII
Una
vez sujeto el heno en el carro, Iván bajó de un salto y comenzó a llevar por la
brida a su caballo, excelente y bien nutrido.
La
mujer echó el rastrillo en el carro y, con vivo paso, moviendo los brazos al
andar, se dirigió al encuentro de las otras mujeres, que estaban sentadas en
círculo. Iván, al llegar al camino, se unió a la fila de los demás carros. Las
mujeres, con los rastrillos al hombro, radiantes en sus vivos colores, hablaban
con voz alegre y sonora mientras seguían a los carros.
Una
voz áspera y ruda de mujer entonó una canción repitiendo el estribillo.
Entonces, todos a coro, medio centenar de voces sanas, altas y rudas, iniciaron
el mismo cantar y lo concluyeron.
Las
mujeres se acercaban, cantando, hacia Levin, que sentía la impresión de que una
nube cargada de truenos de alegría se aproximaba a él.
Llegó
la nube, le alcanzó y el montón de heno en el que estaba tendido, y los demás
montones, y los carros, y el prado y hasta los campos lejanos, todo se agitó y
onduló bajo el ritmo de aquel cantar salvaje y atrevido, acompañados de gritos,
silbidos y exclamaciones de entusiasmo.
Levin
sintió envidia de aquella sana alegría. Le habría gustado participar de aquella
expresión del júbilo de vivir.
Pero
no podía hacerlo, como lo hacían ellos, y tenía que permanecer allí tendido y
mirar y escuchar.
Cuando
la gente desapareció de su vista y las canciones no llegaban ya a sus oídos,
Levin sintió el pesado dolor de su soledad, de su ociosidad física, de los
sentimientos de hostilidad que experimentaba hacia aquel mundo de campesinos.
Algunos
de ellos habían discutido con él sobre el asunto del heno, le habían tratado de
engañar y él les había increpado. Y, sin embargo, le saludaban, alegres, en voz
baja, y se veía que no sentían ni podían sentir rencor hacia él, y que ni
siquiera recordaban que habían tratado de engañarle. Todo se había hundido en
el mar del alegre trabajo común. Dios ha dado el día, Dios ha dado las fuerzas;
y el día y las fuerzas están consagrados al trabajo y en él se halla su propia
recompensa.
El
objeto que tuviera el trabajo, y cuáles pudieran ser sus frutos, constituían ya
cálculos mezquinos y extraños a aquella alegría.
Levin
solía admirar esta vida y, con frecuencia, solía experimentar envidia de los
que la vivían. Pero especialmente hoy, bajo la impresión de lo que viera en las
relaciones de Iván Parmenov con su joven esposa, Levin pensó que de él dependía
cambiar su vida de holganza, tan penosa, su vida artificial, vida de trabajo
pura y alegre como la de los demás.
El
viejo que estaba a su lado se había marchado a casa hacía rato. Los aldeanos
habían desaparecido también: los que vivían más cerca se habían ido a sus
hogares; los que vivían más lejos, se habían reunido para comer y pasar la
noche en el prado.
Levin,
sin que le vieran los labriegos, se tendió sobre el montón de heno, mirando,
oyendo, pensando.
Los
que quedaron en el prado velaron durante casi toda la corta noche de verano.
Primero se sentía su alegre charla y sus risas mientras cenaban. Luego
siguieron canciones y otra vez risas.
El
largo día de trabajo no había dejado en ellos más huellas que las de la
alegría.
Poco
antes de rayar el alba, todo calló. Sólo se oían los rumores nocturnos: el
continuo croar de las ranas en los charcos y el resoplar de los caballos en la
niebla matutina que se deslizaba sobre el prado.
Levin
se recobró, se levantó de encima del heno y, mirando las estrellas, comprendió
que ya había pasado la noche.
"Bueno,
¿qué haré y cómo lo haré?", se preguntó, tratando de aclarar ante sí mismo
cuanto había pasado y sentido de nuevo en aquella noche.
Cuanto
pensara y sintiera de nuevo se dividía en tres directrices mentales: una, la
renuncia a su vida anterior, a su cultura, que no le servía para nada. Esta
renuncia le agradaba y la encontraba fácil y sencilla.
Otra
directriz era la de la vida que había de vivir desde ahora. La sencillez,
pureza y legitimidad de esta vida las comprendía claramente, y estaba seguro de
encontrar en ellas la satisfacción, la paz y la dignidad cuya falta sentía tan
dolorosamente.
Pero
la tercera directriz de sus pensamientos giraba en tomo a la manera cómo había
de cambiar su vida de antes y emprender su nueva vida. Y aquí no imaginaba nada
que fuese claro.
"Tener
una mujer. Trabajar y sentir la necesidad de hacerlo... Y entonces, ¿abandonar
a Pokrovskoe? ¿Comprar tierras? ¿Inscribirse en la comunidad de los campesinos?
¿Casarse con una aldeana? Pero ¿cómo hacerlo?", se preguntaba sin hallar
contestación. " No he dormido en toda la noche y no puedo ver las cosas
con claridad", se dijo. "Ya lo aclararé todo después. Pero estoy
seguro de que esta noche ha decidido mi suerte. Todas mis ilusiones de antes
sobre la vida familiar son tonterías. No es aquello lo que necesito. Todo es
más sencillo y mucho mejor."
"¡Qué
hermoso es esto!, pensó mirando la especie de extraña concha de nácar formada
por blancas nubecillas retorcidas que se había detenido en el cielo sobre su
cabeza. ¡Qué hermoso es todo en esta noche maravillosa! ¿Cuándo ha podido
formarse esa concha de nubes? Hace poco he mirado el cielo y no había nada en
él, salvo dos franjas blancas. De igual modo, imperceptiblemente, ha cambiado
mi concepción de la vida."
Salió
del prado y por el camino real se dirigió al pueblo. Se levantó un vientecillo
y todo a su alrededor tomó un aspecto apagado y sombrío. Era el momento oscuro
que precede generalmente a la salida del sol, a la victoria definitiva de la
luz sobre las tinieblas.
Levin,
temblando de frío, avanzaba rápidamente mirando al suelo.
"¿Quién
vendrá", pensó al oír ruido de cascabeles. Y alzó la cabeza.
A
unos cuarenta pasos de distancia avanzaba a su encuentro por el ancho camino
cubierto de hierba que Levin seguía un coche con cuatro caballos, enganchados
en doble pareja. Los caballos del exterior se apartaban de las rodadas,
apretándose contra las varas, y el hábil cochero, sentado a un lado del
pescante, guiaba de modo que las varas quedasen sobre el refleje, con lo que
las ruedas giraban sobre el suelo liso.
Levin
no reparó más que en este detalle y, sin pensar en quién pudiera ir en
el coche, miró distraídamente al interior.
En
un rincón del asiento dormitaba una viejecita y, junto a la ventanilla, una
joven, que al parecer acababa de despertarse, se anudaba con ambas manos las
cintas de su cofia blanca. Radiante y pensativa, rebosante de vida interior,
elegante y complicada, muy ajena a Levin, miraba, por encima de él, la naciente
aurora.
Y
en el momento en que esta visión desaparecía, dos ojos límpidos y sinceros se
posaron en él, ella le reconoció, y una alegría llena de sorpresa iluminó su
rostro.
Levin
no podía equivocarse. Aquellos ojos eran únicos en el mundo. Sólo un ser en la
tierra podía concentrar para él toda la luz y todo el sentido de la vida. Era
ella. Era Kitty, que, por lo que él comprendió, se dirigía a Erguchevo desde la
estación del ferrocarril.
Y
todo lo que había agitado a Levin en aquella noche de insomnio, cuantas
decisiones tomara, todo desapareció de repente. Recordó con repugnancia sus
ideas de casarse con una campesina. Sólo allí, en aquel coche que se alejaba
por el otro lado del camino, estaba la posibilidad de solventar el problema de
su vida, de hallar aquella solución que hacía tanto tiempo le atormentaba.
Kitty
no le miró más. Ya no sonaba el ruido de los muelles del coche y apenas se sentía
el rumor de los cascabeles. Por el ladrido de los perros adivinó Levin que el
coche pasaba por el pueblo. Y él quedó solo consigo mismo, entre los campos
desiertos, cerca del pueblo, ajeno a todo, caminando por un ancho camino
abandonado.
Miró
al cielo, esperando hallar aquella concha de nubes que despertara su admiración
y que simbolizaba sus pensamientos y sentimientos de la pasada noche. En las
alturas inaccesibles se había operado un cambio misterioso. Ya no existían ni
señales de la concha, sino sólo un tapiz de vellones que cubría la mitad del
cielo, vellones que se iban empequeñeciendo a cada instante. El cielo fue
volviéndose más claro y más azul; y con la misma ternura, pero también con la
misma inaccesibilidad, contestaba a la mirada intemogadora de Levin.
"No",
se dijo Levin. "Por hermosa que sea esta vida de trabajo y sencillez, no
puedo vivirla. Porque la amo a "ella"..."
XIII
Ni
aun los más allegados a Alexey Alejandrovich sabían que aquel hombre de aspecto
tan frío, aquel hombre tan razonable, tenía una debilidad: no podía ver llorar
a un niño o a una mujer. El espectáculo de las lágrimas le hacía perder por
completo el equilibrio y la facultad de razonar.
El
jefe de su oficina y el secretario lo sabían y, cuando el caso se presentaba,
avisaban a los visitantes que se abstuvieran en absoluto de llorar ante él si
no querían echar a perder su asunto.
-Se
enfadará y no querrá escucharles -decían.
Y,
en efecto, en tales casos, el desequilibrio moral producido en Karenin por las
lágrimas se manifestaba en una imitación que le llevaba a echar sin miramientos
a sus visitantes.
-¡No
puedo hacer nada! ¡Haga el favor de salir! -gritaba en tales ocasiones.
Cuando,
al regreso de las carreras, Ana le confesó sus relaciones con Vronsky a
inmediatamente, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar, Alexey
Alejandrovich, a pesar del enojo que sentía, notó a la vez que le invadía el
desequilibrio moral que siempre despertaban en él las lágrimas.
Comprendiéndolo,
y comprendiendo también que la exteriorización de sus sentimientos estaría poco
en consonancia con la situación que atravesaban, Alexey Alejandrovich procuró
reprimir toda manifestación de vida, por lo cual no se movió para nada ni miró
a Ana.
Y
aquél era el motivo de que ofreciese aquella extraña expresión como de muerto
que sorprendiera a su mujer.
Al
llegar, la ayudó a apearse y, dominándose, se despidió de ella con su habitual
cortesía, pronunciando algunas frases que en nada le comprometían y diciéndole
que al día siguiente le comunicaría su decisión.
Las
palabras de su mujer al confirmar sus sospechas dañaron profundamente el
corazón de Karenin, y el extraño sentimiento de compasión física hacia ella que
despertaban en él sus lágrimas aumentaba todavía su dolor.
Mas,
al quedar solo en el coche, Alexey Alejandrovich, con gran sorpresa y alegría,
se sintió libre en absoluto de aquella compasión y de las dudas y celos que le
atormentaban últimamente.
Experimentaba
la misma sensación de un hombre a quien arrancan una muela que le hubiese estado
atormentando desde mucho tiempo. Tras el terrible sufrimiento y la sensación de
haberle arrancado algo enorme, algo más grande que la propia cabeza, el
paciente nota de pronto, y le parece increíble tal felicidad, que ya no existe
lo que durante tanto tiempo le amargara la vida, lo que absorbía toda su
atención, y que ahora puede vivir de nuevo, pensar a interesarse en cosas
distintas a su muela.
Tal
era el sentimiento de Alexey Alejandrovich. El dolor fue terrible a inmenso,
pero ya había pasado, y ahora sentía que podía vivir y pensar de nuevo sin
ocuparse sólo de su esposa.
"Es
una mujer sin honor, sin corazón, sin religión y sin moral. Lo he sabido y lo
he visto siempre, aunque por compasión hacia ella procuraba engañarme", se
dijo.
Y
en efecto, le parecía haberlo visto siempre. Recordaba los detalles de su vida
con ella, y éstos, aunque antes no le parecieron malos, ahora a su juicio
demostraban claramente la perversidad de su esposa.
"Me
equivoqué al unir su vida a la mía, pero en mi equivocación no hay nada de
indigno y por tal razón no he de ser desgraciado. La culpa no es mía, sino
suya", se dijo. "Ella no existe ya para mí."
Lo
que pudiera ser de Ana y de su hijo hacia el que experimentaba iguales
sentimientos que hacia su mujer, dejó de interesarle. Lo único que le
preocupaba era el modo mejor, más conveniente y más cómodo para él -y como tal,
el más justo- de librarse del fango con que ella le contaminara en su caída, a
fin de poder continuar su vida activa, honorable y útil.
"No
puedo ser desgraciado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido
un crimen. únicamente debo buscar la mejor salida de la situación en que me ha
colocado. Y la encontraré", reflexionaba, arrugando el entrecejo cada vez
más. "No soy el primero, ni el último..." Y aun prescindiendo de los
ejemplos históricos, entre los cuales le venia primero a la memoria el de la
bella Elena y Menelao, toda una larga teoría de infidelidades contemporáneas de
mujeres de alta sociedad surgieron en la mente de Alexey Alejandrovich.
"Darialov,
Poltavky, el príncipe Karibanob, el conde Paskudin, Dram... Sí, también Dram,
un hombre tan honrado y laborioso..., Semenov, Chagin, Sigonin... -recordaba-.
Cierto que el más necio ridicule cae sobre estos hombres, pero yo nunca he
considerado eso más que como una desgracia y he tenido compasión de
ellos", se decía Alexey Alejandrovich.
Esto
no era verdad, pues nunca tuvo compasión de desgracias tales, y tanto más se
había apreciado hasta entonces a sí mismo cuantas más traiciones de mujeres habían
llegado a sus oídos.
"Es
una desgracia que puede suceder a todos, y me ha tocado a mí. Sólo se trata de
saber cómo puedo salir mejor de esta situación."
Y
comenzó a recordar cómo obraban los hombres que se hallaban en casos como el
suyo de ahora.
"Darialov
se batió en duelo."
En
su juventud el duelo le preocupaba mucho, precisamente porque físicamente era
débil y le constaba. Alexey Alejandrovich no podía pensar sin horror en una
pistola apuntada a su pecho, y nunca en su vida había usado arma alguna. Tal
horror le obligó a pensar en el duelo desde muy temprano y a calcular cómo
había que comportarse al ponerse en frente de un peligro mortal. Luego, al
alcanzar el éxito y una posición sólida en la vida, hacía tiempo que había
olvidado aquel sentimiento. Y como la costumbre de pensar así se había hecho
preponderante, el miedo a su cobardía fue ahora tan fuerte que Alexey
Alejandrovich, durante largo tiempo, no pensó más que en el duelo, aunque sabía
muy bien que en ningún caso se batiría.
"Cierto
que nuestra sociedad, bien al contrario de la inglesa, es aún tan bárbara que
muchos -y en el número de estos "muchos" figuraban aquellos cuya
opinión Karenin apreciaba más- miran el duelo con buenos ojos. Pero ¿a qué
conduciría? Supongamos que le desafío", continuaba pensando. E imaginó la
noche quo pasaría después de desafiarle, imaginó la pistola apuntada a su
pecho, y se estremeció, y comprendió que aquello no sucedería nunca. Pero
seguía reflexionando: "Supongamos que me dicen lo que tengo que hacer, que
me colocan en mi puesto y aprieto el gatillo", se decía, cerrando los
ojos. " Supongamos que le mato ..."
Alexey
Alejandrovich sacudió la cabeza para apartar tan necios pensamientos.
"Pero
¿qué tiene que ver que mate a un hombre con lo que he de hacer con mi mujer y
mi hijo? ¿No tendré también entonces que pensar lo que he de decidir referente
a ella? En fin: lo más probable, lo que seguramente sucederá, es que yo resulte
muerto o herido. Es decir, yo, inocente de todo, seré la víctima. Esto es más
absurdo. Pero, por otro lado, provocarle a duelo no sería por mi parte un acto
honrado. ¿Acaso ignoro que mis amigos no me lo permitirían, que no consentirían
que la vida de un estadista, necesaria a Rusia, se pusiera en peligro? ¿Y qué
pasaría entonces? Pues que parecerá que yo, sabiendo bien que el asunto nunca
llegará a implicar riesgo para mí, querré darme un inmerecido lustre con este
desafío. Esto no es honrado, es falso, es engañar a los otros y a mí msmo. El
duelo es inadmisible y nadie espere que yo lo provoque. Mi objeto es asegurar
mi reputación, que necesito para continuar mis actividades sin
impedimento."
Su
trabajo político, que ya antes le parecía muy importante, ahora se le
presentaba como de una importancia excepcional.
Una
vez descartado el duelo, Karenin estudió la cuestión del divorcio, salida que
eligieran otros maridos que él conocía.
Recordando
los casos notorios de divorcios (y en la alta sociedad existían muchos que él
conocía perfectamente), Alexey Alejandrovich no encontró ninguno en que el fin
del divorcio fuera el mismo que él se proponía. En todos aquellos casos, el
marido cedía o vendía a la mujer infiel; y la parte que, por ser culpable, no
tenía derecho a casarse de nuevo, afirmaba falsas relaciones del esposo. En su
propio caso, Alexey Alejandrovich veía imposible obtener el divorcio legal de
modo que fuera castigada la esposa culpable. Comprendía que las delicadas
condiciones de vida en que se movía no hacían posibles las demostraciones
demasiado violentas que exigía la ley para probar la culpabilidad de una mujer.
Su
vida, muy refinada en cierto sentido, no toleraba pruebas tan crudas, aunque
existiesen, ya que el ponerlas en práctica le rebajaría más a él que a ella
ante la opinión general.
El
intento del divorcio no habría valido más que para provocar un proceso
escandaloso que aprovecharían bien sus enemigos a fin de calumniarle y hacerle
descender de su posición en el gran mundo. De modo que el objeto esencial,
obtener la solución del asunto con las mínimas dificultades, no lo llenaba el
divorcio. Además, con el divorcio o su planteamiento se evidenciaba que la
mujer rompía sus relaciones con el marido y nada le impedía ya unirse a su
amante. Y en el alma de Karenin, pese a la completa indiferencia que hacia su
mujer creía experimentar ahora, restaba aún un sentimiento que se expresaba por
el deseo de que ella no pudiese unirse libremente con Vronsky, con lo que su
delito habría redundado en beneficio de ella.
Tal
pensamiento irritaba tanto a Alexey Alejandrovich que sólo al imaginarlo se le
escapó un gemido de íntimo dolor. Se irguió, cambió de sitio en el coche y
durante un prolongado instante permaneció con el entrecejo fruncido mientras
envolvía sus pies huesudos y friolentos en la suave manta de viaje.
En
vez del divorcio legal podía, como Karibanov, Paskudin y el buen Dram,
separarse de su mujer, siguió pensando Alexey Alejandrovich cuando se sintió un
poco calmado. Pero este procedimiento tenía los mismos efectos deshonrosos que
el divorcio, y lo peor era que, como el divorcio legal, arrojaba a su mujer en
brazos de Vronsky.
"
¡No: es imposible, imposible!", dijo en alta voz, mientras comenzaba a
desenrollar otra vez la manta de viaje. "Yo no he de ser desgraciado, pero
no quiero que ni él ni ella sean dichosos."
El
sentimiento de celos que experimentara mientras ignoraba la verdad se disipó en
cuanto las palabras de su mujer le arrancaran la muela con dolor. A aquel
sentimiento lo sustituía otro: el de que su mujer no sólo no debía triunfar,
sino que debía ser castigada por el delito cometido. No reconocía que
experimentara tal sentimiento, pero en el fondo de su alma deseaba que ella
sufriese, en castigo a haber destruido la tranquilidad y mancillado el honor de
su marido. Y, estudiando de nuevo las posibilidades de duelo, divorcio y separación,
y rechazándolas todas otra vez, Alexey Alejandrovich concluyó que sólo quedaba
una salida: retener a Ana a su lado, ocultar lo sucedido ante la sociedad y
procurar por todos los medios poner fin a aquellas relaciones, lo que era el
medio más eficaz de castigarla, aunque esto no quería confesárselo.
"Debo
decirle que mi decisión es, una vez examinada la posición en que ha puesto a la
familia, y considerando que cualquier otra medida sería peor para ambas partes,
mantener el exterior "statuto quo", con el cual estoy conforme, a
condición inexcusable de que cumpla enteramente mi voluntad, es decir, suspenda
toda relación con su amante."
Y
cuando hubo adoptado definitivamente esta resolución, acudió, como un refuerzo
de ella, un pensamiento muy importante a la mente de Alexey Alejandrovich:
"Sólo
con esta decisión obro de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia",
se dijo. "Únicamente con esta solución no arrojo de mi lado a la mujer
criminal y le doy probabilidades de arrepentirse, a incluso, aunque esto me sea
muy penoso, consagro parte de mis fuerzas a su corrección y salvación."
Alexey
Alejandrovich sabía que carecía de autoridad moral sobre su mujer y que de
aquel intento de corregirla no resultaría más que una farsa, y, a pesar de que
en todos aquellos tristes instantes no había pensado ni una sola vez en buscar
orientaciones en la religión, ahora, cuando la resolución tomada le parecía
coincidir con los mandatos de la Iglesia, esta sanción religiosa de lo que
había decidido le satisfacía plenamente y, en parte, le calmaba.
Le
era agradable pensar que, en una decisión tan importante para su vida, nadie
podría decir que había prescindido de los mandatos de la religión, cuya bandera
él había sostenido muy alta en medio de la indiferencia y frialdad generales.
Reflexionando
acerca de los demás detalles, Alexey Alejandrovich no veía motivo para que sus
relaciones con su mujer no pudiesen continuar como antes. Cierto que jamás
podría volver a respetarla, pero no había ni podía haber motivo alguno para que
él destrozara su vida y sufriese porque ella fuera mala a infiel.
"Sí;
pasará el tiempo, que arregla todas las cosas, y nuestras relaciones volverán a
ser las de antes", se dijo Alexey Alejandrovich.
Y
añadió:
"Es
decir, esas relaciones se reorganizarán de tal modo que no experimentaré
desorden alguno en el curso de mi vida. Ella debe ser desgraciada, pero yo no
soy culpable y no tengo por qué ser desgraciado a mi vez".
XIV
Al
acercarse a San Petersburgo, no sólo Karenin había adoptado su decisión de una
manera definitiva, sino que hasta redactó mentalmente la carta que iba a
escribir a su mujer.
Entró
en la portería, vio las cartas y documentos que le habían llevado del
Ministerio y ordenó que los llevarán a su gabinete.
-Apaguen
y no reciban a nadie -contestó a la pregunta del portero, con satisfacción que
denotaba su buen humor, acentuando la frase "no reciban".
Ya
en su gabinete, Karenin paseó recorriéndolo dos veces en toda su longitud y se
detuvo ante su gran mesa escritorio, en la que había seis velas encendidas que
había puesto allí su ayuda de cámara.
Luego
hizo crujir las articulaciones de sus dedos, se sentó y comenzó a arreglar los
objetos que había en el escritorio. Con los codos sobre la mesa y la cabeza
inclinada de lado, reflexionó un momento y luego escribió sin detenerse ni un
segundo. Escribía en francés, sin dirigirse directamente a ella, y empleando el
"usted", que no posee en aquel idioma la frialdad que posee en el
ruso:
En nuestra
última entrevista le indiqué mi intención de comunicarle lo que he decidido
respecto a lo que hablamos.
Después de
reflexionar detenidamente, le escribo como le prometí. Mi decisión es ésta: sea
cual sea su proceder, no me considero autorizado a romper lazos con los que nos
ha unido un poder superior. La familia no puede ser deshecha por el capricho,
el deseo o incluso el crimen de uno de los cónyuges. Nuestra vida, pues, debe
seguir como antes. Eso es necesario para usted, para mí y para nuestro hijo.
Estoy seguro de que usted se arrepiente de lo que motiva la presente carta y
que me ayudará a arrancar de raíz la causa de nuestra discordia y a olvidar el
pasado. En caso contrario, puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo.
De todo ello espero hablarle en nuestra próxima entrevista. Como termina la
temporada veraniega, le pido que vuelva a San Petersburgo lo antes posible, el
martes a más tardar. Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego
que tenga en cuenta que doy una especial importancia al cumplimiento de este
deseo mío.
A. Karenin.
P. S.
Acompaño el dinero que pueda necesitar para sus gastos.
Releyó
la carta y se sintió contento, sobre todo por haberse acordado de enviar
dinero; no había un reproche ni una palabra dura, pero tampoco ninguna
condescendencia. Lo principal era que en ella había como un puente dorado para
que pudiese volven
Plegó
y alisó la carta con la grande y pesada plegadera de marfil, la puso en un
sobre, en el que metió el dinero, y llamó con la particular satisfacción que le
producía el adecuado empleo de sus bien ordenados útiles de escritorio.
-Llévala
al ordenanza para que la entregue mañana a Ana Arkadievna en la casa de verano
-dijo, levantándose.
-Bien.
¿Tomará vuecencia el té en el gabinete?
Alexey
Alejandrovich ordenó que llevasen el té allí y, jugueteando con la plegadera,
se dirigió a la butaca junto a la que había una lámpara y a su lado el libro
francés que había empezado a leer, relativo a inscripciones antiguas.
Sobre
la butaca, en un marco dorado, pendía el magnífico retrato de Ana hecho por un
célebre pintor.
Alexey
Alejandrovich lo miró. Los ojos impenetrables le miraban burlones, insolentes,
como en aquella última noche en la que habían tenido la explicación.
Todo
en aquel retrato le parecía impertinente y provocador: desde los encajes de la
cabeza, con los cabellos negros, excelentemente pintados, hasta la hermosa mano
blanca, cuyo dedo anular estaba cubierto de sortijas, todo le causaba la misma
desagradable impresión. Después de mirarlo durante un instante, Karenin se
estremeció de tal modo que sus labios temblaron y hasta emitieron un sonido
casi imperceptible:
-¡Brrr!
Volvió
la cabeza, se sentó precipitado en la butaca y abrió el libro. Trató de leer,
pero en modo alguno consiguió que despertara en él su anterior interés por las
inscripciones antiguas. Mientras miraba el libro, pensaba en otra cosa. No en
su mujer, sino en una complicación de su actividad gubernamental que surgiera
últimamente y en la que radicaba el interés principal de su trabajo del
momento.
Ahora
le parecía penetrar más profundamente que nunca en aquella complicación y
parecíale que en su cerebro surgía la idea capital -lo podía decir sin
presunción-, el pensamiento que debía aclarar todo el asunto, haciéndole
ascender en su camera, abatiendo a sus enemigos, convirtiéndole más útil aún al
Estado.
En
cuanto el criado, después de llevarle el té, hubo salido del aposento, Alexey
Alejandrovich se levantó y se dirigió a la mesa escritorio.
Apartó
a un lado la cartera que contenía los asuntos corrientes y, con una sonrisa de
satisfacción apenas perceptible, sacó el lápiz y se sumió en la lectura de los
documentos relativos a aquella complicación.
El
rasgo característico de Alexey Alejandrovich como alto funcionario del Estado,
el que le distinguía especialmente y el que, unido a su moderación, su
probidad, su confianza en sí mismo y su amor propio excesivo, había contribuido
más a encumbrarle, era su absoluto desprecio del papeleo oficial, su firme
voluntad de suprimir en lo posible los escritos inútiles y tratar los asuntos directamente,
solucionándolos con la mayor rapidez y con la máxima economía.
Ocurrió,
con esto, que en la célebre Comisión del 2 de junio se expuso el asunto de la
fertilización de la provincia de Zaraisk, asunto perteneciente al Ministerio de
Karenin y que constituía un claro ejemplo de los gastos estériles que se hacían
y de los inconvenientes de resolver los asuntos sólo en el papel. Alexey
Alejandrovich sabía que eso era justo.
El
asunto de la fertilización de Zaraisk había sido iniciado por el antecesor de
Karenin. Y en él se habían gastado y gastaban muchos fondos totalmente en
balde, ya que estaba fuera de duda que todo ello no había de conducir a nada.
Al
ocupar aquel cargo, Alexey Alejandrovich lo comprendió en seguida y pensó en
ocuparse de ello. Pero hacerlo al principio, cuando se sentía aún poco seguro,
no era razonable, teniendo en cuenta que con ello lastimaba muchos intereses.
Luego, absorbido ya por otros asuntos, simplemente se había olvidado de aquél,
que, como tantos otros, seguía su camino por fuerza de inercia. Mucha gente
comía en torno a él, y en especial una familia muy honrada y distinguida por
sus dotes musicales, ya que todas las hijas tocaban algún instrumento de
cuerda. (Alexey Alejandrovich no sólo les conocía, sino que incluso era padrino
de boda de una de las hijas mayores.)
Los
enemigos del Ministerio se ocuparon del asunto y se lo reprocharon, con tanta
menos justicia cuanto que en todos los Ministerios los había mucho más graves y
que nadie tocaba por no faltar a los conveniencias en las relaciones
interministeriales.
Pero,
puesto que ahora le lanzaban aquel guante, él lo recogería gallardamente y
pediría una comisión especial que estudiase el asunto de la fertilización de
Zaraisk. No quería, sin embargo, que la cosa quedase en manos de aquellos
señores, por lo cual exigió ante todo el nombramiento de otra comisión especial
para estudiar el asunto de la organización de la población autóctona.
Aquel
asunto se había planteado también ante la Comisión del 2 de junio, y Alexey
Alejandrovich lo presentaba con energía como muy urgente por el deplorable
estado de la citada población.
En
la Comisión, el asunto motivó discusiones de varios Ministerios entre sí. El
Ministerio enemigo de Karenin demostraba que el estado de los autóctonos era
excelente y que los cambios propuestos podían resultar funestos para la
prosperidad de aquellas poblaciones; que si algo iba mal, se debía a que el
Ministerio de Alexey Alejandrovich no cumplía las disposiciones legales. Y
ahora Karenin se proponía exigir: primero, que se nombrara otra comisión que
estudiara sobre el terreno la situación de las poblaciones autóctonas; segundo,
que si se demostraba que su situación era efectivamente la que se desprendía de
los datos oficiales que poseía la Comisión, se formara un nuevo comité técnico
que estudiara las causas de aquella situación desde el punto de vista político,
administrativo, económico, etnográfico, material y religioso; tercero, que el
Ministerio adversario presentase datos de las medidas adoptadas durante los
últimos años para evitar las malas condiciones en que ahora se encontraban los
autóctonos, y cuarto, que se pidiera a dicho Ministerio explicaciones sobre por
qué -según informes presentados a la Comisión con los números 17017 y 18308,
fechas 5 de diciembre de 1863 y 7 de junio de 1864- procedía abiertamente
contra la ley orgánica, artículo 18, y observación en el 36.
Un
animado color cubrió las mejillas de Alexey Alejandrovich mientras anotaba
rápidamente aquellas ideas. Una vez escrita la primera hoja de papel, se
levantó, llamó y mandó una nota al jefe de su despacho para que le enviasen los
informes necesarios.
Y
tras levantarse y pasear por la habitación, volvió a mirar el retrato, arrugó
las cejas y sonrió con desprecio. Leyó de nuevo el libro sobre inscripciones
antiguas y a las once se fue a dormir. Cuando, una vez en la cama, recordó lo
sucedido con su mujer, ya no le pareció tan terrible.
XV
Aunque
Ana contradecía a Vronsky con terca irritación cuando él le aseguraba que la
situación presente era imposible de sostener, en el fondo de su alma también
ella la consideraba como falsa y deshonrosa y de todo corazón deseaba
modificarla.
Al
volver de las carreras con su marido, en un momento de excitación se lo había
dicho todo, y, pese al dolor que experimentara al hacerlo, se sintió aliviada.
Cuando Karenin se hubo ido, Ana se repetía que estaba contenta; que ahora todo
quedaba aclarado, y que ya no tendría necesidad de engañar y fingir. Le parecía
indudable que su posición quedaría ya, a partir de ahora, definida para
siempre; podría ser mala, pero era definida, y en ella no habría ya sombras ni
engaños.
El
daño que se había causado a sí misma y el que causara a su marido al decirle
aquellas palabras sería recompensado por la mayor claridad en que habían
quedado sus relaciones.
Cuando,
aquella misma noche, se vio con Vronsky, no le contó lo sucedido entre ella y
su marido, aunque habría debido decírselo para definir la situación.
Al
despertar a la mañana siguiente, pensó antes que nada en lo que había dicho a
su marido, y le parecieron de tal manera duras y terribles sus palabras que no
podía comprender cómo se había decidido a pronunciarlas.
Pero
ahora estaban ya dichas y era imposible adivinar lo que podría resultar de
aquello, ya que Alexey Alejandrovich se había ido sin decirle nada.
"He
visto a Vronsky y no le he contado lo ocurrido", reflexionaba.
"Incluso
cuando se disponía a marchar estuve a punto de llamarle y decírselo todo, pero
no lo hice porque pensé que encontraría extraño que no se lo hubiese explicado
en el primer momento. ¿Por qué no se lo dije?"
Y
al tratar de contestar a tal pregunta, el rubor encendió sus mejillas.
Comprendió lo que se lo impedía, comprendió que sentía vergüenza. La situación,
que le había parecido aclarada la tarde anterior, se le presentaba de repente
no sólo como sin aclarar, sino, además, sin salida. Quedó aterrada ante el
deshonor en que se veía hundida, cosa en la cual ni siquiera había pensado. Y
al detenerse a reflexionar sobre lo que haría su marido, se le ocurrían las más
terribles ideas.
Imaginaba
que iba a llegar ahora el administrador para echarla de casa, y que su deshonra
iba a ser publicada ante todos. Se preguntaba a dónde iría cuando la echaran de
allí y no encontraba contestación.
Al
recordar a Vronsky, se figuraba que él no la quería, que empezaba a sentirse
cansado, que ella no podía ofrecérsele, y esto le hacía experimentar animosidad
contra él. Le parecía como si las palabras dichas a su marido, que
continuamente acudían a su imaginación, las hubiera dicho a todos y todos las
hubiesen oído.
No
se atrevía a mirar a los ojos a quienes vivían con ella. No osaba llamar a la
criada ni bajar a la planta baja para ver a la institutriz y a su hijo.
La
muchacha, que esperaba hacía tiempo en la puerta, escuchando, decidió entrar en
la alcoba.
Ana
la miró interrogativamente a los ojos y, sintiéndose cohibida, se ruborizó. La
criada pidió perdón, diciendo que creía que la señora la había llamado.
Traía
la ropa y un billete de Betsy, quien recordaba a Ana que aquel día irían a su
casa por la mañana Lisa Merkalova y la baronesa Stalz con sus admiradores:
Kaluchsky y el viejo Stremov, para jugar una partida de cricket.
"Venga,
aunque sea sólo para aprender algo de nuestras costumbres. La espero",
concluía el billete.
Ana
leyó y suspiró dolorosamente.
-No
necesito nada, nada -dijo a la muchacha, que colocaba frascos y cepillos en la
mesita del tocador-. Váyase. Voy a vestirme y salir. No necesito nada, nada...
Anuchka
salió de la alcoba, pero Ana, sin vestirse, continuó sentada en la misma
posición, con la cabeza baja y los brazos caídos, estremeciéndose de vez en
cuando de pies a cabeza como si fuese a hacer o decir algo y se sintiera
incapaz de ello. Repetía sin cesar, para sí: " ¡Dios mío, Dios mío! "
.
Pero
tales palabras nada significaban para ella. La idea de buscar consuelo en la
religión le resultaba tan extraña como la de buscar consuelo en su propio
marido, aunque no dudaba de la religión en que la habían educado.
Sabía
bien que el consuelo de la religión sólo era posible a base de prescindir de
aquello que era el único objeto de su vida. Y no sólo sentía dolor, sino que
comenzaba a experimentar miedo ante aquel terrible estado de ánimo que nunca
hasta entonces experimentara. Le parecía que todo en su alma comenzaba a
desdoblarse, como a veces se desdoblan los objetos ante una vista cansada. A
ratos no sabía ya lo que deseaba ni lo que temía, ni si temía o deseaba lo que
era o más bien lo que había de ser después. Y no podía precisar qué era
concretamente lo que deseaba.
"¿Qué
hacer?", se dijo al fin, sintiendo que le dolían las sienes. Y al
recobrarse se dio cuenta de que se había cogido con las dos manos sus cabellos
cercanos a las sienes y tiraba de ellos.
Se
levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.
-El
café está servido y mademoiselle y Sergio esperan -dijo Anuchka, que
había entrado de nuevo, hallando a Ana en la misma posición.
-¿Sergio?
¿Qué hace Sergio? -preguntó Ana, animándose de repente y recordando, por
primera vez durante la mañana, la existencia de su hijo.
-Parece
que ha cometido una falta -dijo Anuchka sonriendo.
-¿Qué
falta?
-Pues
ha cogido uno de los melocotones que había en la despensa y se lo ha comido a
escondidas.
El
recuerdo de su hijo hizo que Ana saliese de aquella situación desesperada en
que se encontraba. Se acordó del papel, en parte sincero, aunque más bien
exagerado, de madre consagrada por completo a su hijo que viviera en aquellos
últimos años, y notó con alegría que en el estado en que se encontraba aún
poseía una fuerza independiente de la posición en que se hallara respecto a su
marido y a Vronsky, y esta fuerza era su hijo. Fuera la que fuera la situación
en que hubiera de encontrarse no podría dejar a su hijo; aun cuando su marido
la cubriese de oprobio, y aunque Vronsky continuara viviendo independiente de
ella -y de nuevo le recordó con amargura y reproche-, Ana no podría separarse
de su Sergio. Tenía un objetivo en la vida. Debía obrar, obrar para asegurar su
posición con su hijo, para que no se lo quitasen. Y había de actuar
inmediatamente si quería evitarlo. Debía coger a su hijo y marchar. No le cabía
hacer otra cosa. Tenía que calmarse y salir de tan penosa situación. El
pensamiento de que urgía hacer algo, que tenía que tomar a su hijo
inmediatamente y marchar con él a cualquier sitio, le proporcionó la calma que
necesitaba.
Se
vistió deprisa, bajó y con paso seguro entró en el salón, donde, como de
costumbre, le esperaban el café y Sergio con la institutriz.
Sergio,
vestido de blanco, estaba de pie ante la consola del espejo, con la espalda y
cabeza inclinadas, expresando aquella atención concentrada que ella conocía y
que señalaba más su semejanza con su padre, manipulando unas flores que había
llevado del jardín.
La
institutriz presentaba un aspecto severo. Sergio exclamó, chillando como solía:
-¡Mamá!
Y
se interrumpió, indeciso. ¿Debía saludar primero a su madre, dejando las
flores, o terminar la corona antes y acercarse a su madre ya con las flores en
la mano?
Después
de saludar, la institutriz comenzó a relatar, lenta y detalladamente, la falta
cometida por el niño. Pero Ana no la escuchaba y pensaba si convendría o no
llevársela consigo.
"No,
no la llevaré", decidió. "Me iré sola, con mi hijo."
-Sí,
eso está muy mal --dijo Ana, tomando al niño por el hombro y mirándole no con
severidad, sino con timidez, lo que confundió al pequeño y le llenó de alegría.
Ana
le dio un beso.
-Déjele
conmigo -indicó a la extrañada institutriz.
Y,
sin soltar las manos de Sergio, se sentó a la mesa en que estaba servido el
café.
-Yo,
mamá... no, no... -murmuró el niño, pensando en lo que podría esperarle por
haber cogido sin permiso el melocotón.
-Sergio
-dijo Ana, cuando la institutriz hubo salido del aposento-. Eso está muy mal,
pero no lo harás más, ¿verdad? ¿Me quieres?
Sentía
que le acudían las lágrimas a los ojos. "¿Cómo puedo dejar de
quererle?", pensó, sorprendiendo la mirada, asustada y al mismo tiempo
jubilosa, de su hijo. " ¿Es posible que se una a su padre para
martirizarme? ¿Es posible que no me compadezca?"
Las
lágrimas corrían ya por su rostro, y para disimularías se levantó bruscamente y
salió a la terraza.
Después
de las lluvias y tempestades de los últimos días, el tiempo era claro y frío.
Bajo el sol radiante que iluminaba las hojas húmedas de los árboles, se sentía
la frescura del aire.
Al
contacto con el exterior, el frío y el terror se adueñaron de ella con fuerza
nueva y la hicieron estremecer.
-Ve,
ve con Mariette ---dijo a Sergio, que la seguía.
Y
comenzó a pasear arriba y abajo por la estera de paja que cubría el suelo de la
terraza.
"¿Será
posible que no me perdonen? ¿No comprenderán que esto no podía ser de otro
modo?", se dijo.
Se
detuvo, miró las copas de los olmos agitadas por el viento, con sus hojas
frescas y brillantes bajo la fría luz del sol, y le pareció que en ningún lugar
del mundo hallaría piedad para ella, que todo había de ser duro y sin
compasión, como aquel cielo frío y aquellos árboles... Y de nuevo sintió que su
alma se desdoblaba.
"No,
no pensemos en ello", se dijo. "He de preparar mi viaje: tengo que
irme. ¿Adónde? ¿Y cuándo? ¿Quién me acompañará? Sí; me iré a Moscú en el tren
de la noche, llevándome a Anuchka y a Sergio y las cosas más necesarias. Pero
antes debo escribirles a los dos."
Entró
en casa precipitadamente, pasó a su gabinete, se sentó a la mesa y escribió a
su marido:
Después de
lo sucedido, no puedo continuar en casa. Me marcho llevándome al niño. Ignoro
las leyes y no sé si el hijo debe quedarse con el padre o con la madre. Pero le
llevo conmigo porque no puedo vivir sin él. Sea generoso y déjemelo.
Hasta
llegar aquí escribió rápidamente y con naturalidad, pero la apelación a una
generosidad que Ana no reconocía a su marido y la necesidad de terminar la
carta con algo conmovedor la interrumpieron.
No puedo
hablarle de mi culpa y de mi arrepentimiento, porque...
Se
detuvo otra vez, no hallando conexión en sus pensamientos.
"No",
se dijo, "no es preciso escribir nada de esto".
Y
rompiendo la hoja, la redactó de nuevo, excluyendo la alusión a la generosidad,
y cerró la carta.
Tenía
que escribir otra a Vronsky.
"He
dicho a mi marido ...", empezó, y permaneció un rato sentada sin hallar
fuerzas para continuar. ¡Aquello era tan indelicado, tan poco femenino ...!
"Además,
¿qué puedo escribirle?", se preguntó. Y otra vez la vergüenza cubrió de
rubor sus mejillas. Recordó la tranquilidad de Vronsky y un sentimiento de
irritación contra él le hizo romper en pequeños pedazos la hoja con la frase ya
escrita.
"No
hay necesidad de escribir nada", se dijo. Y cerrando la carpeta, subió a
anunciar a la institutriz y a la servidumbre que salía aquella noche para
Moscú. Y comenzó a hacer los preparativos del viaje.
XVI
En
todas las habitaciones de la casa de verano se movían lacayos, jardineros y
porteros, llevando cosas de un lado a otro. Armarios y cómodas estaban abiertos
y dos veces hubo que ir corriendo a la tienda o comprar cordel. Por el suelo se
veían pedazos de periódicos esparcidos, dos baúles, sacos y mantas de viaje
plegadas habían sido bajados al recibidor. El coche propio y dos de alquiler
esperaban a la puerta.
Ana,
olvidando con los preparativos del viaje su inquietud interna, estaba en pie
ante la mesa de su gabinete, preparando su saco de viaje, cuando Anuchka llamó
su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba.
Ana
miró por la ventana y vio junto a la escalera al ordenanza de Alexey
Alejandrovich, que tocaba la campanilla de la puerta.
-Ve
a ver de qué se trata -ordenó Ana.
Y
serenamente dispuesta a todo, se sentó en la butaca, con las manos plegadas
sobre las rodillas.
El
lacayo llevó un abultado sobre con la dirección escrita de mano de Karenin.
-El
ordenanza espera la contestación --dijo el lacayo.
-Bien
-repuso Ana.
Y
en cuanto hubo salido el criado, abrió el sobre con trémulos dedos y un paquete
de billetes sin doblar, sujetos por una cinta, cayó al suelo.
Ana
separó la carta y la leyó empezando por el final.
"Se
darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que
doy especial importancia al cumplimiento de mi deseo ..." , leyó.
Siguió
leyéndola al revés, y volvió después a empezar la lectura desde el principio.
Al terminar, se sintió helada, y tuvo la impresión de que una gran desgracia
mucho mayor de lo que esperaba se abatía sobre ella.
Por
la mañana estaba arrepentida de lo que había confesado a su marido y deseaba no
haber pronunciado aquellas palabras. Y ahora la carta daba las palabras por no
dichas: le concedía lo que ella deseaba. Pero ahora esta carta le parecía a Ana
lo más terrible que podía imaginar.
"¡Tiene
razón, tiene razón!", pronunció para sí. "¡Siempre, siempre tiene
razón! Es cristiano, es generoso... Pero, ¡cuán vil y despreciable! ¡Y nadie lo
comprende, excepto yo! Jamás podrán comprenderlo, ni yo explicarlo. Para los
demás es un hombre religioso, moral, honrado, inteligente... Pero no ven lo que
yo he visto. No saben que durante ocho años ese hombre ha ahogado mi vida,
cuanto en mí había de vivo, sin pensar jamás que soy una mujer de carne y hueso
que necesita amor. No saben que me ofendía constantemente y se sentía
satisfecho de sí mismo. ¿No he procurado con todas mis fuerzas hallar la
justificación de mi vida? ¿No he tratado de amarle y luego de amar a mi hijo
cuando ya no podía amarle a él? Pero llegó el momento en que comprendí que no
podía seguir engañándome, que vivo, que no tengo la culpa de que Dios me haya
hecho así, que necesito vida y amor. Si me hubiera matado, si hubiera matado a
Vronsky, yo lo habría soportado todo, le habría perdonado... Pero él no es
así...
"¿Cómo
no adiviné lo que iba a decidir? Hace lo que es propio de su ruin carácter.
Seguirá viviendo conmigo ya caída. Él se quedará con la razón y a mí me hará
sucumbir, me humillará cada vez mas... -y recordó las palabras de la carta:
"puede suponer lo que la espera a usted y a su hijo"-. Esta es la
amenaza por la que me va a quitar el niño, y seguramente su ley estúpida lo
hace posible. ¿Acaso no sé por qué me lo dice? No cree en mi amor a mi hijo, o
más bien lo desprecia. Siempre se burlaba de este amor. Sí, desprecia este
sentimiento, pero sabe que no he de abandonar a mi hijo, porque sin el no me es
posible vivir, ni siquiera con el hombre a quien amo; y, en todo caso, si le
dejara y huyera, había de obrar como una mujer más baja y más deshonrada aún.
Sí, lo sabe y le consta que no tendré fuerzas para hacerlo.
"Nuestra
vida debe seguir como antes -continuó pensando, al recordar otra frase de la
carta-. ¡Pero esa vida, antes, era penosa y, últimamente, horrible! ¿Cómo será,
pues, de ahora en adelante? Y él no lo ignora, sabe que no puedo arrepentirme
de lo que siento, de lo que he hecho por amor. Sabe que nada puede resultar de
esto sino mentira y engaño, pero él necesita continuar martirizándome. Le
conozco: se que goza y nada en la mentira como un pez en el agua. Pero no le
proporcionaré ese placer. Romperé la red de mentiras en que quiere envolverme y
será lo que Dios quiera... Todo antes que la ficción y el engaño.
"¿Pero,
¿cómo lo podré hacer? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Habrá habido nunca en el mundo
mujer tan desgraciada como yo?"
-¡Pero,
basta: voy a romper con todo! -exclamó, levantándose de un salto y conteniendo
las lágrimas.
Y
se acercó a la mesa para escribirle otra carta. Pero presentía, en el fondo,
que no tendría fuerzas ya para romper nada, que no tendría fuerzas para salir
de su situación anterior por falsa y deshonrosa que fuera.
Se
sentó a la mesa, mas en vez de escribir apoyó los brazos en ella, ocultó la
cabeza entre las manos y lloró, con sollozos y temblores que agitaban todo su
pecho, como lloran los niños. Lloraba al pensar que su ilusión de que las cosas
habían quedado aclaradas estaba destruida para siempre. Sabía de antemano que
todo continuaría como antes o peor. Comprendía que la posición que ocupaba en
el mundo aristocrático, y que por la mañana le parecía tan despreciable, le era
muy preciosa, y que no tendría fuerzas para cambiarla por la despreciable de
una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para unirse a su amante. Y
comprendía también que, por más que quisiera, no podría ser más fuerte de lo
que era en realidad.
Jamás
tendría libertad para amar y viviría eternamente como una mujer culpable, bajo
la amenaza de ser descubierta a cada momento, una mujer que engaña a su marido
a fin de continuar sus relaciones deshonrosas con un extraño, un hombre libre,
cuya vida no podía ella compartir. Sabía que todo marcharía así, pero le
parecía terrible y no imaginaba de qué modo podría terminar. Y Ana lloraba, sin
contenerse, como llora un niño al que se castiga.
Oyó
los pasos del lacayo y se recobró y, ocultando el rostro, fingió que escribía.
-El
ordenanza pide la contestación -anunció el lacayo,
-¿La
contestación? --dijo Ana-. ¡Ah, sí! Que espere. Ya avisaré.
"¿Qué
escribiré?", pensaba. "¿Qué puedo decidir por mí misma? ¿Sé yo acaso
lo que quiero ni lo que deseo?"
Otra
vez le pareció que su alma se desdoblaba. Asustada de aquel sentimiento, se
aferró al primer pretexto de actividad que se le ofrecía para no pensar en si
misma.
"Debo
ver a Alexey", se dijo mentalmente, refiriéndose a Vronsky, al que siempre
llamaba así", "él podrá decirme lo que conviene hacer. Iré a casa de
Betsy. Quizá le vea allí".
Olvidaba
en absoluto que el día antes había dicho a Vronsky que no iría a casa de la
princesa Tverskaya y que él había contestado que en tal caso no iría tampoco.
Se
acercó a la mesa y escribió a su marido.
"He
recibido su carta-. A."
Y
llamando al lacayo, le dio la carta.
-Ya
no nos vamos --dijo a Anuchka cuando ésta entró.
-¿Definitivamente?
-No;
no deshagan los paquetes hasta mañana, y que me reserven el coche ahora. Voy a casa
de la Princesa.
-¿Qué
vestido debo preparar?
XVII
La
reunión que iba a jugar la partida de cricket a la que la princesa Tverskaya
había invitado a Ana consistía en dos señoras con sus admiradores.
Aquellas
dos señoras representaban un nuevo y muy selecto círculo que se autodenominaba,
a imitación de no se sabía de qué, Les sept merveilles du monde. A decir
verdad, tales señoras pertenecían a una capa muy elevada de la sociedad, pero
muy diferente a la que frecuentaba Ana. Además, el viejo Stremov, admirador de
Lisa Merkalova y uno de los hombres más influyentes de San Petersburgo, era,
ministerialmente, enemigo de Karenin. Por todas esas consideraciones, Ana no
deseaba ir, y a esas consideraciones aludían las indirectas de la carta de la
Princesa. Pero ahora se resolvió a acudir con la esperanza de encontrar a
Vronsky.
Llegó
a casa de la Tverskaya antes que los otros invitados.
En
el momento en que entraba lo hacía también el lacayo de Vronsky, que, con sus
patillas muy bien peinadas, casi parecía un caballero.
El
criado se detuvo junto a la puerta y, quitándose su gorra de visera, le cedió
el paso. Ana le reconoció y sólo entonces recordó que Vronsky le había dicho
que no iría. Probablemente enviaba aviso de ello.
Mientras
se quitaba el abrigo en el recibidor, Ana oyó que el lacayo decía, pronunciando
las en es a la manera de las personas distinguidas:
-Para
la señora Princesa, de parte del señor.
Ella
habría querido preguntarle dónde estaba ahora su señor; habría querido volverse
y darle una carta pidiendo a Vronsky que fuese a su casa o bien ir Ana misma a
casa de él. Pero nada de lo que pensaba podía hacerse, porque ya sonaba la
campanilla anunciando su llegada y ya el criado de la Princesa se colocaba, de
pie, junto a la puerta abierta, esperando que Ana entrase en las habitaciones
interiores.
-La
Princesa está en el jardín. Ahora mismo la avisan. ¿Acaso la señora desea pasar
al jardín? --dijo otro lacayo en la siguiente estancia.
Sentía
la misma impresión de inseguridad y vaguedad que sintiera en su casa. Era
imposible ver a Vronsky; había que continuar aquí, en esta sociedad tan ajena y
distante de su estado de ánimo.
Ana
llevaba el vestido que sabía que le sentaba mejor; no estaba sola; la rodeaba
ese ambiente de ociosidad suntuosa que le era habitual, y en ella se sentía más
a gusto que en su casa, pues aquí no tenía que discurrir sobre lo que había de
hacer. Aquí todo se hacía solo.
Cuando
Betsy salió a recibirla, vestida de blanco y con una elegancia que la
sorprendió, Ana le sonrió como siempre. A la princesa Tverskaya la acompañaban
Tuchkevich y una señorita pariente suya que, con gran satisfacción de sus
provincianos padres, pasaba el verano en casa de la célebre princesa.
Ana
debía de tener un aspecto especial, porque Betsy manifestó notarlo en seguida.
-He
dormido mal -repuso Ana, mientras miraba al lacayo que se les acercaba y que,
como ella supusiera, traía la carta de Vronsky.
-¡Cuánto
me alegro de que haya venido usted! -dijo Betsy-. Me siento fatigada. Quiero
tomarme una taza de té mientras llegan los demás. Usted ---dijo a Tuchkevich-
podría ir con Macha a ver cómo está el campo de cricket, ahí, donde han
cortado la hierba. Entre tanto, nosotras podremos hacernos confidencias durante
el té. We'll have a cosy chat, ¿verdad? -sonrió a Ana, mientras
le apretaba la mano con que ésta sujetaba la sombrilla.
-Pero
no puedo quedarme mucho rato. Tengo que visitar a la vieja Vrede. Hace un siglo
que se lo tengo prometido.
La
mentira, tan ajena a su carácter, le resultaba ahora tan sencilla y natural en
sociedad que hasta le daba placer. No habría podido explicarse por qué lo había
dicho, ya que un segundo antes ni siquiera pensaba en ello. En realidad, sólo
la movía el pensamiento de que, como Vronsky no estaba allí, debía asegurarse
su libertad para poder verle. Pero decir por qué precisamente había nombrado a
la vieja dama de honor, a la que no tenía más motivo de visitar que a mochas
otras, era imposible para Ana. Sin embargo, resultó después que, por muchos
medios que hubiese imaginado para ver a Vronsky, no habría podido dar con
ninguno mejor.
-De
ningún modo le dejaré marchar -repuso Betsy, escrutando el rostro de Ana-. Le
aseguro que me molestaría con usted si no fuera por lo que la quiero. Parece
que teme usted que el trato conmigo pueda comprometerla. Hagan el favor de
servirnos el té en el saloncito -ordenó, entornando los ojos, como hacía
siempre que hablaba a los criados.
Y
tomando la carta la leyó.
-Alexey
nor ha jugado una mala partida -dijo en francés-. Me escribe que no puede venir
-añadió con un acento tan natural como si no pensara ni remotamente en que el
cricket pudiera tener para Vronsky otro significado que el de ver a Ana.
Ana
sabía que Betsy estaba enterada de todo, pero al oírla hablar así de Vronsky en
presencia suya quiso persuadirse por un momento de que Betsy no sabía nada.
-¡Oh!
-dijo Ana, con indiferencia, sonriendo y como si ello le interesara poco- ¿Cómo
puede su trato comprometer a nadie?
Aquel
juego de palabras, aquel ocultamiento de secretos, tenía para Ana, como para todas
las mujeres, muchos atractivos. No era la necesidad de ocultar ni el fin para
que se fingía, sino el proceso del fingimiento en sí lo que le agradaba.
-Yo
no puedo ser más papista que el Papa -agregó-. Lisa Merkalova y Stremov son la
crema de la sociedad. Además, a ellos los reciben en todas partes, y yo -y
subrayó el yo- nunca he sido intolerante y severa. No me ha quedado tiempo para
ello.
-¿Acaso
no quiere usted encontrarse con Stremov? Déjele que rompa lanzas con su marido
en la comisión. A nosotras no nos importa eso. Como hombre de mundo, es el más
amable que conozco y un apasionado jugador de cricket, ya lo verá. Y a pesar de
su ridícula situación de viejo galanteador de Lisa, hay que ver lo bien que
afronta la situación. ¡Es un hombre simpatiquísimo! ¿No conoce usted a Safo
Stolz? Es de un estilo nuevo, nuevo completamente.
Mientras
Betsy hablaba así, Ana comprendía, por su mirada alegre e inteligente, que su
amiga adivinaba en parte su situación y estaba tratando de inventar algo para
ayudarla. Ahora se hallaban en el saloncito.
-Entre
tanto escribiré a Alexey --dijo Betsy.
Se
sentó ante una mesa, escribió unas líneas en un papel y lo puso en un sobre.
-Le
digo que venga a comer, si no, una de las señoras se quedará sin caballero.
Espere, verá usted cómo le convenzo. Perdone que la deje sola un instante. Le
suplico que me cierre la carta -dijo desde la puerta-. Yo tengo que dar algunas
órdenes...
Ana,
sin un instante de vacilación, se sentó a la mesa y escribió al pie de la carta
de Betsy, sin leerla:
Necesito
verle. Espéreme al lado del jardín de Vrede. Estaré allí a las seis.
Cerró
la carta y Betsy, al volver, la entregó en presencia suya para que la llevasen.
Efectivamente,
durante el té que sirvieron en una mesa bandeja en el saloncito, muy fresco
entonces, entre las dos mujeres medió a cosy chat que había prometido la
Tverskaya antes de que llegaran los invitados. Comenzaron a pasar revista a los
que esperaban y la conversación se detuvo en Lisa Merkalova.
-Es
muy agradable; siempre he simpatizado con ella -decía Ana.
-Hace
usted bien en apreciarla, Lisa también la quiere mucho a usted. Ayer se me
acercó después de las carreras, desesperada porque no la pudo ver. Dice que es
usted una verdadera heroína de novela y que si ella fuera hombre habría
cometido por usted mil locuras. Stremov le contesta siempre que ya las comete
sin necesidad de serlo.
-Dígame,
se lo ruego, porque no lo he comprendido nunca... -insinuó Ana, tras un corto
silencio, con acento que indicaba claramente que lo que preguntaba era más
importante para ella de lo que parecía-. Dígame, se lo ruego: ¿qué clase de
relaciones hay entre Lisa y el príncipe Kaluchsky? Ese a quien llaman Michka...
¡Apenas les he visto nunca juntos! ¿Qué hay entre ellos?
Betsy,
sonriendo con los ojos, miró atentamente a Ana.
-Es
un nuevo estilo -dijo-. Todas lo han adoptado... Se han liado la manta a la
cabeza. Ahora, que hay muchos modos de liársela...
-Sí,
ya; pero ¿qué relaciones mantiene con el príncipe Kaluchsky`?
Betsy,
súbitamente, rompió a reír con jovialidad y sin contenerse, lo que le acontecía
muy contadas veces.
-Invade
usted los dominios de la princesa Miágkaya. ¡Vaya una pregunta de niño
travieso! -y Betsy, a pesar de sus esfuerzos, no pudo contenerse y estalló al
fin en una risa contagiosa propia de la gente que ríe poco.
-¡Habría
que preguntárselo a ellos! -añadió a través de las lágrimas que la risa
arrancaba a sus ojos.
-Usted
ríe -dijo Ana, contagiada contra su voluntad por aquella risa---, pero yo no he
podido comprenderlo nunca. No comprendo el papel del marido...
-¿El
marido? El marido de Lisa Merkalova lleva a su esposa la manta de viaje y se
desvive por atenderla. En cuanto a lo demás, nadie quiere darse por enterado.
¿Usted sabe? En la sociedad selecta no se habla, ni se piensa siquiera, en
ciertos detalles de tocador.. En esto sucede lo mismo...
-¿Asistirá
usted a la fiesta de Rolandaky? -preguntó Ana para cambiar de conversación.
-Creo
que no -repuso Betsy sin mirar a su amiga.
Y
comenzó a llenar de té aromático las pequeñas tazas transparentes. Luego acercó
una taza a Ana, sacó un cigarrillo y, ajustándolo a una boquilla de plata,
empezó a fumar.
-¿Ve
usted? Yo soy feliz -dijo, sin reír ya, sosteniendo su taza en la mano-. La
comprendo a usted y comprendo a Lisa. Lisa es una de esas naturalezas ingenuas
que no distinguen el bien del mal. Al menos, no lo comprenden mientras son
jóvenes. Además, ahora sabe que esa ignorancia le conviene y tal vez ponga en
ello alguna intención... -agregó Betsy, con fina sonrisa-. Sea lo que sea, le interesa
no comprenderlo. Vera usted: una misma cosa se puede mirar desde un punto de
vista trágico, convirtiéndola en un tormento, como cabe mirarla con sencillez y
hasta con alegría. Acaso usted se incline a considerar las cosas demasiado
trágicamente...
-Quisiera
conocer a los demás como a mí misma -dijo Ana, seria y reconcentrada-. ¿Seré
peor o mejor que las demás? Yo creo que peor...
-¡Es
usted una niña! ¡Una verdadera niña! -exclamó Betsy-. ¡Mire: ya vienen!
XVIII
Se
oyeron pasos, una voz de hombre, luego otra femenina y risas, y a continuación
entraron los invitados que se esperaban: Safo Stolz y un joven llamado Vaska,
radiante, rebosando salud, y en quien se advertía que le aprovechaba la
nutrición de carne cruda, trufas y vino de Borgoña.
Vaska
saludó a las señoras y las miró, pero sólo por un momento. Entró en el salón
siguiendo a Safo y ya en él la siguió constantemente, sin apartar de ella sus
brillantes ojos, como si quisiera comérsela.
Safo
Stolz era una rubia de ojos negros. Entró andando a pasos rápidos y menudos
sobre sus pies calzados con zapatitos de altos tacones y estrechó fuertemente,
como un hombre, las manos de las señoras.
Ana
no había visto nunca hasta entonces a esta nueva celebridad y le sorprendían
tanto su belleza como la exageración de su vestido y el atrevimiento de sus
modales. Con sus cabellos propios y los postizos, de un color suavemente
dorado, se había levantado un monumento tal de peinados sobre su cabeza que
ésta había adquirido un volumen casi mayor que el del busto, bien modelado y
firme y bastante escotado por delante. Sus movimientos, al caminar, eran tan
impetuosos que a cada uno de ellos se dibujaban bajo su vestido las formas de
sus rodillas y de la parte superior de sus piernas. Involuntariamente, el que
la veía se preguntaba dónde, en aquella mole artificial, empezaba y terminaba
su lindo cuerpo, menudo y bien formado, de movimientos vivos, tan descubierto
por delante y tan disimulado y envuelto por debajo y por detrás.
Betsy
se apresuró a presentarlas.
-¿No
sabe? Casi hemos aplastado a dos soldados -empezó Safo a contar en seguida,
haciendo guiños con los ojos, sonriendo y echando hacia atrás la cola de su
vestido, que había quedado algo torcida-. He venido con Vaska... ¡Ah, sí!, es
verdad que no se conocen. Se me olvidaba.
Y,
después de nombrar a la familia del joven, le presentó Ruborizándose de su
indiscreción al llamarle Vaska ante una señora desconocida, rió sonoramente.
Vaska
saludó a Ana una vez más, pero ella, sin decirle nada, se dirigió a Safo:
-Ha
perdido usted la apuesta. Hemos llegado antes. Págueme -dijo, sonriendo.
Safo
rió con más júbilo aún.
-Supongo
que no pretenderá que lo haga ahora -dijo.
-Es
igual... Lo recibiré luego...
-Bueno,
bueno... ¡Ah! -dijo Safo, dirigiéndose a Betsy-. Se me olvidaba decirle que le
he traído un invitado: mírelo.
El
inesperado y joven invitado al que Safo había traído y olvidara presentar, era,
sin embargo, un huésped tan importante que, a pesar de su juventud, ambas
señoras se levantaron para saludarle.
Era
el nuevo admirador de Safo y, como Vaska, la cortejaba también.
Llegaron
luego el príncipe Kaluchsky y Lisa Merkalova con Stremov. Lisa era una morena
delgada, de tipo y rostro orientales, indolente, de hermosos ojos enigmáticos,
según todos decían. Su oscuro vestido armonizaba con su belleza, como Ana notó
con agrado en seguida. Todo lo que Safo tenía de brusca y viva, lo tenía Lisa
de suave y negligente. Pero para el gusto de Ana, Lisa resultaba mucho más
atractiva.
Betsy
aseguraba a Ana que Lisa era como un niño ignorante, pero Ana al verla
comprendió que Betsy no decía verdad. Lisa era en efecto una mujer viciosa a
ignorante, pero suave y resignada. Su estilo, eso sí, era el de Safo: como a
Safo, la seguían, cual cosidos a ella, dos admiradores devorándola con los ojos,
uno joven y otro viejo; pero había en Lisa algo superior a lo que la rodeaba;
algo que era como el resplandor brillante de aguas puras entre un montón de
vidrios vulgares.
Aquel
resplandor brotaba de sus hermosos ojos, verdaderamente enigmáticos. La mirada
cansada y al mismo tiempo llena de pasión de aquellos ojos rodeados de un
círculo oscuro sorprendía por su absoluta sinceridad. Mirando sus ojos,
sentíase la impresión de conocerla toda y, una vez conocida, parecía imposible
no amarla.
Al
ver a Ana, su rostro se iluminó con una clara sonrisa.
-Celebro
mucho conocerla -dijo, acercándose a ella-. Ayer, en las carreras, intenté
acercarme hasta usted, pero ya se había ido. Tenía mucho interés en verla, y
precisamente ayer. ¿Verdad que fue una cosa terrible? -dijo mirando a Ana con
una expresión que parecía descubrir toda su alma.
-Sí.
Nunca me imaginé que una cosa así pudiera ser tan emocionante -contestó Ana
ruborizándose.
Los
invitados se levantaron en aquel momento para salir al jardín.
-Yo
no voy -dijo Lisa, sonriendo y sentándose al lado de Ana-. ¿Usted no va
tampoco? ¡Mire que gustarles jugar al cricket!
-A
mí me gusta -aseguró Ana.
-¿Cómo
se arregla para no aburrirse? Sólo con mirarla a usted, ya se siente uno
alegre. Usted vive y yo me aburro.
-¿Se
aburre usted, que pertenece a la sociedad más animada de la capital? -preguntó
Ana.
-Acaso
los que no son de nuestro círculo se aburran aún más, pero nosotros, y desde
luego yo, nos aburrimos... Me aburro horriblemente...
Safo
encendió un cigarrillo y salió al jardín con dos de los jóvenes. Betsy y
Stremov quedaron ante las tazas de té.
-Sí:
¡qué aburrido es todo! -dijo Betsy-. Pero Safo dice que ayer se divirtieron
mucho en su casa.
-¡Pero
si fue aburridísimo! -afirmó Lisa Merkalova-. Fuimos todos a mi casa después de
las carreras. ¡Y siempre la misma gente, la misma, y siempre lo mismo!...
Pasamos el tiempo tendidos en los divanes. ¿Hay alguna diversión en eso? No.
¿Qué hace usted para no aburrirse? -siguió, dirigiéndose a Ana de nuevo-. Basta
mirarla para comprender que es usted una mujer que puede ser feliz o
desgraciada, pero que no se aburre. Dígame, ¿cómo se arregla para ello?
-No
hago nada -contestó Ana ruborizándose ante preguntas tan llenas de equívoco.
-Es
el mejor modo de no aburrirse -intervino Stremov.
Stremov
era un hombre de unos cincuenta años, entrecano, lozano aún, muy feo, pero de
rostro inteligente y de fuerte personalidad.
Lisa
Merkalova era sobrina de su mujer y él pasaba con ella todas sus horas libres.
Ahora,
al hallar a Ana Karenina, la esposa de su enemigo ministerial Alexey
Alejandrovich, procuró, como hombre de mundo a inteligente, mostrarse
especialmente amable con la mujer de su adversario.
-No
hacer nada es el mejor remedio para no aburrirse -continuó sonriendo
cortésmente-. Hace tiempo que le digo -añadió dirigiéndose a Lisa Merkalova-
que para no sentir el aburrimiento lo mejor es no pensar que va a aburrirse. Es
como cuando uno teme sufrir de insomnio: lo mejor es no pensar en que no va a
dormir. Es esto precisamente lo que ha dicho Ana Arkadievna...
-Me
habría gustado decirlo, porque no sólo es muy ingenioso, sino también la pura
verdad -repuso Ana, sonriendo.
-Le
ruego que me diga cómo ha de hacerse para dormir cuando se tiene sueño y para
no aburrirse constantemente.
-Para
dormir, lo mejor es haber trabajado y para no aburrirse, también.
-¿Y
para qué voy a trabajar si nadie necesita mi trabajo? Por eso finjo, a
propósito, que no sé ni quiero trabajar.
-¡Es
usted incorregible! -dijo Stremov, sin mirarla, volviéndose hacia Ana de nuevo.
Como
veía pocas veces a Ana Karenina, no podía decirle más que vulgaridades, y ahora
se las decía a propósito de su vuelta a San Petersburgo, preguntándole cuándo
sería y hablándole del aprecio en que la tenía la condesa Lidia Ivanovna; pero
se lo decía de un modo que demostraba el interés que tenía en hacérsele
agradable y más aún en mostrarle su respeto.
Entró
Tuchkevich anunciando que la reunión aguardaba a los jugadores para el cricket.
-¡No
se vaya, por favor! -dijo Lisa, al enterarse de que Ana se iba.
Stremov
unió su súplica a la de Lisa.
-Es
un contraste demasiado vivo -dijo- pasar de esta reunión a casa de la vieja
Vrede. Además, usted allí no será sino un motivo de murmuración, mientras que
aquí inspira usted sentimientos mucho mejores. Es decir, completamente opuestos
-concluyó Stremov.
Ana,
indecisa, reflexionó un momento.
Las
palabras lisonjeras de aquel hombre tan inteligente, la simpatía ingenua a
infantil que le mostraba Lisa Merkalova, todo este ambiente habitual del gran
mundo resultaba tan agradable en comparación con las terribles dificultades que
la esperaban que por un momento vaciló. ¿No sería mejor quedarse, alejando más,
así, el espinoso instante de las explicaciones?
Pero
recordando lo que la aguardaba luego, a solas en su casa, si no adoptaba una
decisión; recordando aquel gesto, terrible para ella, con que se había asido
los cabellos con las manos, se despidió y se fue.
XIX
Vronsky,
a pesar de su vida en el gran mundo, aparentemente superficial, era un hombre
que odiaba el desorden. En su primera juventud, estando todavía en el Cuerpo de
Pajes, experimentó la humillación de una negativa cuando, habiéndose endeudado,
pidió prestado dinero. Desde entonces procuró no colocarse nunca en una
situación como aquella.
Para
ello, con cierta frecuencia, variable según las circunstancias, aunque
generalmente unas cinco veces al año, se apartaba de la sociedad y ponía orden
en todas sus cosas.
A
esto lo llamaba hacer cuentas o faire la lessive.
Al
día siguiente de la cita se despertó tarde. Sin afeitarse ni bañarse, se vistió
la guerrera blanca del uniforme de verano, puso sobre la mesa dinero, cartas y
cuentas, y comenzó a ocuparse en ello.
Petrizky,
que sabía que mientras efectuaba tal operación su amigo solía estar irritado,
viéndole al despertar ocupado en el escritorio se vistió sin hacer ruido y se
fue para no estorbarle.
Todo
hombre sabe con detalle las complicaciones que le rodean y supone, sin querer,
que esas complicadas condiciones y su aclaración son una particularidad personal
suya, sin sospechar que los demás viven también entre condiciones personales
tan complicadas como las propias.
Así
le sucedía a Vronsky. Y, no sin orgullo íntimo y tampoco sin motivo, pensaba
que cualquier otro, de haberse encontrado con tantas y tan grandes
dificultades, se habría visto perdido y obligado a obrar del peor modo.
Vronsky,
en cambio, comprendía que precisamente ahora debía estudiar el estado de sus
asuntos y su situación para no complicar las cosas. Primero, y como más fácil,
estudió los asuntos de dinero.
Con
su letra menuda apuntó lo que debía sobre un pliego de papel de escribir. Sumó
y halló que sus deudas alcanzaban diecisiete mil rublos y algunos centenares,
de los que prescindió para más claridad. Luego contó su dinero y examinó las notas
del banco, y halló que sólo poseía mil ochocientos rublos y que no tendría
ingreso alguno hasta año nuevo.
Volvió
a leer la lista de deudas y la copió, dividiéndola en tres categorías. A la
primera categoría pertenecían las que había de pagar en seguida o para las
cuales, por lo menos, había de tener el dinero preparado por no permitir su
pago ni un minuto de dilación.
Estas
deudas ascendían a unos cuatro mil rubios. Mil quinientos por el caballo y dos
mil quinientos de una fianza por su joven compañero Venevsky, que en presencia
suya los había perdido jugando con un tramposo. Vronsky había querido pagar el
dinero en el momento, puesto que lo llevaba encima, pero Venevsky y Jachvin
insistieron en que pagarían ellos y no Vronsky, que no jugaba.
Todo
ello estaba muy bien, pero Vronsky sabía que con motivo de aquel sucio negocio,
y a pesar de no haber tenido en él otra participación que el responder de
palabra por Venevsky, tenía que tener preparados dos mil quinientos rublos para
echárselos al rostro al fullero y no discutir más con él.
De
modo que para esta primera y principal clase de deudas necesitaba disponer de
cuatro mil rubios. Otro grupo, de ocho mil, comprendía deudas también
importantes, en su mayoría relativas a su cuadra de carreras: el proveedor de
heno y avena, el inglés, el guarnicionero, etc. De éstas, necesitaba pagar al
menos dos mil rubios si quería quedar tranquilo. Y quedaba la última clase de
débitos -tiendas, hoteles, sastre, etcétera - de las que no tenía que
preocuparse.
Necesitaba,
de todos modos, un mínimo de seis mil rubios para los gastos corrientes y sólo
poseía mil ochocientos. Para un hombre con cien mil de renta, como todos le
atribuían, parecía que no había de tener importancia. Pero en realidad no
poseía los cien mil rubios. Los inmensos bienes de su padre, que representaban
por sí solos doscientos mil, eran propiedad indivisa de los dos hermanos.
Cuando su hermano mayor, cargado de deudas, se casó con la princesa Varia
Chirkova, hija de un decembrista, sin dinero alguno, Alexey le cedió
todas las rentas de la propiedad de su padre, reservándose únicamente
veinticinco mil rubios al año. Vronsky dijo entonces a su hermano que le
bastaría con este dinero mientras no se casara, lo que probablemente no haría
nunca. Y su hermano, comandante, por aquellos días de uno de los regimientos de
lanceros mas caros para un aristócrata y recién casado, no pudo rechazar aquel
regalo.
Su
madre, que poseía un capital propio, daba a Alexey anualmente veinte mil rubios
más, que, añadidos a aquellos veinticinco mil, no bastaban aún para sus gastos.
Ultimamente, habiendo su madre discutido con él por su marcha de Moscú y sus
relaciones con Ana, dejó de enviarle dinero. Como consecuencia, estando Vronsky
acostumbrado a gastar cuarenta y cinco mil rubios anuales y no habiendo
recibido este año más que veinticinco mil, se encontraba en una situación algo
apurada. No había que pensar en recurrir a su madre. La última carta de ella,
recibida el día antes, le irritó aún más, porque contenía la insinuación de que
estaba dispuesta a ayudarle para que obtuviera éxitos en el mundo y en su
carrera, pero no para que llevase aquella vida que escandalizaba a toda la
buena sociedad.
Aquella
tentativa de su madre para comprarle le ofendió hasta lo más profundo de su alma
y enfrió todavía más el poco afecto que sentía por ella.
No
podía, sin embargo, desdecirse de su generosidad hacia su hermano, a pesar de
presentir ahora vagamente, previendo alguna posibilidad de nuevos gastos en sus
relaciones con la Karenina, que aquella generosidad había sido concedida
demasiado irreflexivamente; y que él, aun soltero, podía tener muy bien
necesidad de los cien mil rubios de renta.
Era
imposible, sin embargo, retirar la palabra dada. Le bastaba recordar a la mujer
de su hermano, la dulce y simpática Varia, que le hacía presente siempre que
venía al caso cuánto estimaba su generosidad y cuánto le apreciaba, para que
Vronsky se sintiera en la imposibilidad de dar el menor paso en aquel sentido.
Hacerlo le parecía entonces tan imposible como pegar a una mujer, robar o
mentir.
Lo
que sí podía y debía hacer, y así lo decidió Vronsky inmediatamente, sin
ninguna vacilación, era pedir diez mil rubios a un usurero, cosa que
encontraría sin dificultad, disminuir sus gastos generales y vender su cuadra
de carreras. Esto resuelto, envió en seguida una carta a Rolandaky, que le
había ofrecido más de una vez comprarle los caballos, mandó buscar al inglés y
a un usurero a hizo cuentas sobre el dinero que tenía. Terminados todos estos
asuntos escribió a su madre dándole una respuesta áspera y fría. Sacó al fin de
la cartera tres notas de Ana, las quemó y quedó pensativo al recordar la
conversación sostenida el día anterior con ella.
XX
La
vida de Vronsky era tanto más feliz cuanto que poseía un código particular de
reglas que definían lo que debía y no debía hacer.
Este
código contenía las reglas en un número muy limitado, y Vronsky, dentro de ese
círculo, no vacilaba un momento en hacer lo que debía.
Sus
reglas definían claramente que debía pagar a los fulleros y no al sastre; que
no debía mentir a los hombres, aunque sí podia mentir a las mujeres; que no era
lícito engañar a nadie, mas sí a los maridos; que era imposible perdonar las
ofensas y que estaba permitido ofender, etc. Tales reglas podían ser ilógicas y
malas, Pero eran concretas, y Vronsky, cumpliéndolas, se sentía tranquilo y con
derecho a llevar la cabeza muy alta.
Pero
últimamente, a causa de sus relaciones con Ana, Vronsky empezaba a notar que el
código de sus reglas de vida no preveía todas las posibilidades y que se le
presentaban en el futuro complicaciones y dudas, y que para vencerlas no
hallaba el halo conductor que le guiara.
Sus
relaciones del momento con Ana y su marido se le aparecían sencillas y claras,
y el código que le servía de norma las definía con precisición.
Ella
era una mujer honrada que le había hecho presente de su amor y que, por tanto,
puesto que él, además, la amaba, merecía su máximo respeto: tanto, si no más,
como habría merecido su mujer legal. Antes se habría dejado cortar una mano que
permitirse, ni siquiera a sí mismo, ni aun con una palabra, no sólo ofenderla,
sino no guardarle todo el respeto que puede exigir una mujer.
Sus
relaciones con la sociedad también eran claras. Todos podían sospechar y
saberlo, pero nadie debía atreverse a decírselo. De lo contrario, estaba
dispuesto a hacer callar a los que hablasen y a obligarles a respetar el
inexistente honor de la mujer a quien amaba.
Sus
relaciones con el marido eran más claras aún. Puesto que Ana quería a Vronsky,
él consideraba su derecho a ella como indiscutible. El marido no era más que un
personaje engomoso que estaba de sobra. Cierto que se hallaba en una situación
lamentable, pero ¿qué podia hacerse? A lo único que el marido tenía derecho era
a exigirle una satisfacción con las arenas, a lo que Vronsky se había sentido
siempre dispuesto.
Últimamente
habían surgido, sin embargo, entre él y Ana relaciones nuevas que le asustaban
por su aspecto indefinido.
Hasta
ayer, ella no le había dicho que estaba embarazada. Y Vronsky comprendió que
esta noticia, y lo que Ana esperase de él, exigían algo que no estaba previsto
en el código que regulaba su vida. La noticia, en efecto, le había cogido
desprevenido. Al principio de anunciarle ella su estado, el corazón de Vronsky
le dictó que Ana debía abandonar a su marido, y así se lo había manifestado.
Pero ahora, al reflexionar, comprendió que era preferable no hacerlo sin dejar
de temer obrar mal al pensarlo.
"Si
le he dicho que deje a su marido, ello significa que ha de unirse a mí. ¿Y
estoy en condiciones de hacerlo? ¿Cómo puedo mantenerla si no tengo dinero?
Pero supongamos que arreglo esa cuestión material. ¿Cómo llevármela si tengo
que ocuparme de mi carrera? Para decide eso tenía que haber estado preparado
antes: es decir tener dinero y pedir el retiro."
Quedó
pensativo. La cuestión de si debía o no pedir el retiro le hizo meditar en otro
interés secreto de su vida, sólo conocido para él, pero que era el principal
estímulo que le guiaba: la ambición, ilusión acariciada desde su infancia y su
juventud. Y su ambición, que ni a sí mismo se confesaba, era tan fuerte que aun
ahora mismo luchaba con su amor. Sus primeros pasos en el mundo y en su carrera
habían sido afortunados; pero dos años antes había cometido un gran error:
queriendo demostrar su independencia y ascender más, renunció a un cargo que le
ofrecían, esperando que la negativa le daría más valor aún.
Pero
resultó que había sido demasiado audaz y le dejaron de lado; y como quiera que,
a pesar suyo, se había creado con ello la posición de un hombre independiente,
la soportaba lo mejor que podía, con inteligencia y sagacidad, procediendo como
si no se sintiera ofendido por nadie y no deseara otra cosa que vivir tranquilo
su alegre existencia.
Pero
la verdad era que desde que el año pasado había vuelto de Moscú ya no se sentía
alegre. Notaba que aquella posición independiente de hombre que lo ha podido
tener todo y no quiere nada perdía mérito y que muchos empezaban ya a pensar
que nunca habría conseguido otra cosa que ser un joven bueno y honorable.
Sus
relaciones con la Karenina, que habían provocado tantos comentarios, atrajeron
sobre él la atención general y le dieron un nuevo brillo, en que se calmó por
algún tiempo el gusano de la ambición que le roía.
Mas,
desde hacía una semana, aquel gusano despertaba con nuevo brío. Un amigo de la
infancia, hombre de su misma sociedad y círculo, camarada suyo en el cuerpo de
cadetes, y oficial de la misma promoción, Serpujovskoy, con el que Vronsky
rivalizara en las clases, en el gimnasio, en las diabluras y en las ilusiones
ambiciosas, aquel amigo había vuelto en aquellos días del Asia central,
habiendo logrado allí dos ascensos seguidos, distinción pocas veces obtenida
por los militares tan jóvenes.
En
cuanto Serpujovskoy llegó a San Petersburgo, empezó a hablarse de él como de
una estrella de primera magnitud en curso ascendente.
De
la misma edad de Vronsky y perteneciente a la misma promoción, Serpujovskoy era
ya general y esperaba un nombramiento que le diese autoridad en los asuntos
públicos, mientras Vronsky, aunque independiente, brillante y amado por una
admirable mujer, no era más que un simple capitán de caballería al que se le
dejaba ser tan libre como quisiera.
"Por
supuesto, no envidio ni puedo envidiar a Serpujovskoy", pensó, "pero
su elevación me demuestra que hay que moverse y que entonces la carrera de un
hombre como yo puede ser muy rápida. Hace años, él estaba en mi misma
situación. Si pido el retiro, quemo mis naves. Quedándome en el servicio, no
pierdo nada. Ana misma me ha dicho que no quiere alterar mi situación. Y yo,
poseyendo su amor, no tengo nada que envidiar a Serpujovskoy".
Atusándose
lentamente los bigotes, se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Sus
ojos brillaban vivamente. Se sentía en aquel estado de ánimo fuerte, tranquilo
y alegre que tenía siempre después de aclarar su situación. Todo estaba tan
neto y despejado como sus deudas después de haberlas revisado. Vronsky se
afeitó, tomó un baño frío, se vistió y se fue.
XXI
-Vengo
a buscarte. Tu aseo ha durado hoy mucho --dijo Petrizky-. ¿Qué? ¿Has terminado?
-Sí
-respondió Vronsky, sonriendo sólo con los ojos y atusándose las puntas del
bigote con tanto esmero como si, después del orden en que había dejado sus
asuntos, cualquier movimiento brusco pudiese destruirlo.
-Tras
esa ocupación quedas siempre como después de un buen baño -siguió
Petrizky-.Vengo de ver a Crisko -llamaba así al coronel del regimiento-, que lo
está esperando.
Vronsky
miraba a su compañero sin contestarle, pensando en otra cosa.
-¡Ah!
¿Viene de su casa esta música? -preguntó, sintiendo las notas del trombón, en
valses y polkas, que llegagan a sus oídos-. ¿Dan alguna fiesta?
-Es
que ha llegado Serpujovskoy.
-¡Ah,
no lo sabía! -dijo Vronsky.
Una
vez decidido que era feliz con su amor, sacrificando a él su ambición, Vronsky
no podía sentir ni envidia de Serpujovskoy ni enojo al pensar que, al llegar al
cuartel, su camarada no hubiera ido a visitarle antes que a ninguno.
Serpujovskoy era un buen amigo y Vronsky se alegraba de su triunfo.
-Me
satisface mucho...
Denin,
el coronel del regimiento, ocupaba una gran casa perteneciente a unos
propietarios rurales. Los reunidos estaban en el amplio mirador del piso bajo.
Lo
primero que atrajo la atención de Vronsky al entrar en el patio fueron los
cantores militares vistiendo sus uniformes blancos de verano, todos de pie
junto a un pequeño barril de aguardiente, y, con ellos, la figura sana y alegre
del coronel del regimiento rodeado de los oficiales. Saliendo al primer
peldaño, el coronel, en voz alta que dominaba el son de la orquesta, que tocaba
entonces un rigodón de Offenbach, daba órdenes y hacía señales con el brazo a
unos soldados que estaban algo separados.
El
grupo de soldados, un sargento de caballería y algunos oficiales, se acercaron
al balcón a la vez que Vronsky. El coronel, que había vuelto a la mesa,
reapareció de nuevo con una copa en la mano y pronunció un brindis:
-A
la salud de nuestro ex compañero, el bravo general Serpujovskoy. ¡Hurra!
Tras
el coronel, y también con la copa en la mano, salió Serpujovskoy a la escalera.
-Estás
cada vez más joven, Bondarenko --dijo, dirigiéndose al sargento de caballería
que estaba ante él, hombre de buena presencia y coloradas mejillas que prestaba
servicio como reenganchado.
Vronsky,
que no había visto a Serpujovskoy desde hacía tres años, ahora le notaba un
aspecto más varonil. Se había dejado crecer las patillas; se había hecho más
hombre, pero conservaba su esbeltez de siempre a impresionaba tanto por su
belleza como por la dulzura y nobleza de su rostro y aspecto. El único cambio
que Vronsky observó en él fue el brillo radiante, tranquilo y persistente,
aquel brillo que Vronsky conocía bien y que había observado en seguida en su
amigo, que adquieren los rostros de los que triunfan y están convencidos además
de que los demás no ignoran su éxito.
Serpujovskoy,
al bajar la escalera, vio a Vronsky y una sonrisa alegre iluminó su rostro.
Alzó la cabeza y levantó el vaso, saludándole y mostrando con este gesto que no
podía dejar de acercarse primero al sargento de caballería, que ya se estiraba
conmovido y plegaba los labios para besar al General.
-¡Ya
está aquí! -gritó el coronel-. Jachvin me ha dicho que estás de mal humor.
Serpujovskoy
besó los labios frescos y húmedos del gallardo sargento y, secándose la boca
con el pañuelo, se acercó a Vronsky.
-¡Cuánto
me alegro de verte! -dijo, estrechándole la mano y llevándole aparte.
-¡Ocúpese
de él! -gritó el coronel a Jachvin, mostrándole a Vronsky.
Y
se dirigió a los soldados.
-¿Cómo
es que no se te vio ayer en las carreras? Pensaba haberte visto allí -dijo
Vronsky, mirando a su amigo.
-Estuve,
pero llegué tarde, perdona -añadió, volviéndose hacia el ayudante para
decirle-: Haga el favor de ordenar que se distribuya esto de mi parte, a lo que
toquen cada uno, entre la tropa.
Y,
sonrojándose, sacó precipitadamente de su cartera tres billetes de cien rublos.
-Vronsky.
¿Quieres tomar algo? -preguntó Jachvin-. ¡Hola: traed algo de comer para el
Conde! ¡Y bébete esto!
La
orgía en casa del coronel continuó largo rato. Mantearon a Serpujovskoy y al
coronel. Luego, ante los cantores, bailaron el coronel y Petrizky. Finalmente,
aquél, algo cansado ya, se sentó en el banco del patio y empezó a demostrar a
Jachvin la superioridad de Rusia sobre Prusia, sobre todo en las cargas de
caballería. El bullicio se calmó por un momento. Serpujovskoy pasó un instante
al tocador de la casa para lavarse las manos y halló allí a Vronsky, que,
habiéndose quitado la guerrera y poniendo su cuello, sobre el que caían abundantes
cabellos, bajo el grifo del lavabo, se frotaba con las manos cuello y cabeza.
Una
vez que Vronsky hubo terminado de lavarse, sentóse junto a Serpujovskoy y,
acomodados los dos allí mismo en un pequeño diván, empezaron una charla muy
interesante para ambos.
-Estaba
informado de todos tus asuntos por mi mujer -dijo Serpujovskoy-. Me alegro de
que la hayas visitado a menudo.
-Es
muy amiga de Varia. Son las únicas mujeres de San Petersburgo a las que me
agrada tratar -contestó Vronsky, sonriendo, al prever el tema que iba a tocar
la conversación y que le era en extremo agradable.
-¿Las
únicas? -dijo Serpujovskoy sonriendo igualmente.
-También
yo sabía de ti por tu mujer -repuso Vrosnky, con el rostro serio, cortando así
la alusión-. Me alegro mucho de tus éxitos, pero no me han sorprendido.
Esperaba tanto o más de ti.
Serpujovskoy
sonrió de nuevo. Era evidente que le halagaba que se tuviese de él tal opinión
y no creía necesario ocultarlo.
-Yo,
al contrario: confieso que esperaba menos. Pero estoy muy satisfecho. Mi
debilidad es ser ambicioso, lo confieso.
-Acaso
no te confesaras de no haber triunfado ---dijo Vronsky.
-No
lo creo -contestó Serpujovskoy sonriendo otra vez-. No diré que no valiera la
pena vivir sin esto, pero sí que sería muy aburrido. Claro que, aunque puede
que me equivoque, creo tener algunas facultades para el campo de actividad que
he escogido y que el mando en mis manos estará sin duda mejor que en las de
otros muchos que conozco --dijo Serpujovskoy, con radiante conciencia de su éxito-.
Y por ello, cuanto más me acerco a eso, más satisfecho estoy.
-Quizá
te pase a ti así, pero no a todos. Antes también pensaba yo lo mismo; mas ahora
encuentro que no vale la pena vivir sólo por eso --dijo Vronsky.
-¡Claro,
claro! ---exclamó Serpujovskoy, riendo-. Ya he oído hablar de tu negativa a
aceptar un cargo. Te aprobé, naturalmente que sí; pero hay modos de hacer las
cosas... Creo que está bien lo que hiciste, aunque no del modo que...
-Lo
hecho, hecho. Ya sabes que no me arrepiento jamás. Y, por otra parte, me
encuentro admirablemente bien así.
-Sí,
por algún tiempo. Pero no te pasará siempre lo mismo. No hablo de lo que
renunciaste en favor de tu hermano. Es un buen chico, como este "huésped
nuestro". ¿Oyes? -añadió escuchando los hurras-. También él está alegre.
Mas a ti esto sólo no te satisface.
-No
digo que me satisfaga.
-Además,
no es eso únicamente. Hombres como tú son necesarios...
-¿A
quién?
-¡A
quién! A la sociedad a Rusia. Rusia necesita gente, necesita un partido. Si no,
todo se irá al diablo.
-¿Así
que crees que es necesario un partido como el de Bertenev contra los comunistas
rusos?
-No
-contestó Serpujovskoy, rechazando, con una mueca, que le atribuyesen tal
necedad-. Tout ça est une blague. Lo ha sido y lo será siempre. No hay
tales comunistas. Pero los intrigantes necesitan inventar partidos peligrosos,
dañinos. Es un truco viejo. No, no: lo necesario es un partido de la gente
independiente, como tu y yo.
-¿Mas,
para qué? -y Vronsky nombró a algunos que ejercían autoridad-. ¿Acaso esos no
son independientes?
-No
lo son porque, desde su nacimiento, no tienen ni han tenido una situación
independiente. No nacieron en esa proximidad a las alturas en que hemos nacido
tú y yo. A ellos se les puede comprar con dinero o con halagos. Y, para poder
sostenerse, tienen que inventar la necesidad de una doctrina, desarrollar un
programa o un pensamiento en el que no creen y que es pernicioso. Pero para
ellos sus doctrinas son el modo de gozar de un sueldo y de una residencia
oficial. Cela n'est pas plus malin que ça, cuando ves su juego. Quizá yo
sea más tonto y peor que ellos, aunque no veo por qué lo voy a ser. Pero tú y
yo tenemos una ventaja muy importante: que a nosotros es más difícil compramos.
Y gente así es más necesaria que nunca.
Vronsky
escuchaba con atención, menos atento al sentido de las palabras que al modo que
tenía Serpujovskoy de exponerlas, a su pensamiento de luchar ya contra el poder
y a la manifestación de sus simpatías y antipatías en este punto. Mientras el
otro poseía ideas al respecto, Vronsky no ponía interés más que en los asuntos
de su escuadrón.
Vronsky
reconocía que Serpujovskoy podía ser fuerte por su facultad de pensar, de ver
las cosas claras, Por aquella inteligencia y don de palabra tan raros en el
ambiente en que vivía. Y, por vergüenza que le causara, Vronsky en este sentido
envidiaba a su camarada.
-En
todo caso, para ello me haría falta una cosa esencial -contestó Vronsky-: el
deseo del poder. Lo he sentido antes, pero ahora se me ha disipado.
-Dispensa,
pero no es verdad -dijo Serpujovskoy, sonriendo.
-Es
verdad, es verdad... por ahora al menos; te lo digo con sinceridad -añadió
Vronsky.
,-Ese
"por ahora" ya es otra cosa. Y no durara siempre.
-Puede
ser -repuso Vronsky.
-Dices
"puedes ser" -continuó Serpujovskoy, como adivinando sus
pensamientos- y yo te digo que es seguro. Por eso quería verte. Tú has obrado
como debías. Pero no debes "perseverar". Sólo te ruego que me des
carte blanche... No trato de protegerte, aunque, ¿por qué no había de hacerlo?
¿Cuántas veces no me has protegido tú? Pero nuestra amistad está sobre todo
eso. Sí --dijo con una dulzura femenina, sonriéndole-. Dame carte blanche, deja
el regimiento y te situaré sin que se den cuenta...
-Pero
¡si no necesito nada! Con que las cosas sigan como hasta ahora... -dijo
Vronsky.
Serpujovskoy,
incorporándose, se plantó ante él.
-Dices
que con que las cosas sigan como hasta ahora te basta. Te comprendo. Pero
escúchame: ambos somos de la misma edad y quizá tú hayas conocido más mujeres
que yo -la sonrisa y los ademanes de Serpujovskoy indicaban que Vronsky no
debía temer nada, ya que él iba a tocar con suavidad y prudencia el punto
neurálgico-. Pero soy casado y créeme que (como ha escrito no sé quién),
conociendo sólo a una mujer a la que ames, sabes más que si hubieras conocido
millares de mujeres.
-Ahora
vamos -dijo Vronsky al oficial que se presentó en la habitación para decirles
que el Coronel les llamaba.
Vronsky
deseba ahora escuchar hasta el final lo que Serpujovskoy iba a decirle.
-Mi
opinión es ésta: la mujer es la piedra de toque esencial en la actividad del
hombre. Es difícil amar a una mujer y hacer a la vez algo útil. Para ello hay
un remedio: desviar el amor por ellas casándose. ¿Cómo te diría ...? -agregó
Serpujovskoy, al que le gustaba hacer comparaciones-. Espera, espera... Llevar
un paquete en la mano y hacer algo a la vez no es posible, pero sí lo es si te
lo echas a la espalda. El matrimo-nio es así. Lo he visto cuando me he casado.
Me sentí de pronto con las manos libres. Pero sin estar casado, y llevando ese
fardo contigo, estás con las manos tan ocupadas que no puedes hacer nada de
provecho. Fíjate en Masankov y en Krupov, que han estropeado sus carreras por
las mujeres...
-¡Vaya
unas mujeres! -dijo Vronsky, recordando a la francesa y a la artista con las
que tenían relaciones los dos mencionados.
-Tanto
peor cuanto más alta es la posición de la mujer en la sociedad, porque entonces
no se tratará ya de llevar el paquete, sino de quitárselo a otro.
-Tú
no has amado jamás -le dijo Vronsky suavemente, mirando ante sí y pensando en
Ana.
-Puede
ser. Pero acuérdate de lo que te he dicho. Y, además, piensa que todas las
mujeres son más materialistas que los hombres. Nosotros miramos el amor como
algo inmenso y ellas lo consideran siempre terre-à-terre... ¡Ahora,
ahora! ---dijo al lacayo, que se acercaba.
Pero
el lacayo no iba a llamarles, como Serpujovskoy había imaginado, sino que
llevaba una carta para Vronsky.
-La
trajo el criado de la princesa Tverskaya.
Vronsky
abrió la carta y se ruborizó.
-Me
duele la cabeza; me voy a casa --dijo a Serpujovskoy.
-Entonces,
adiós. ¿Me das carte blanche?
-Ya
hablaremos después. Nos veremos en San Petersburgo.
XXII
Eran
más de las cinco y, para llegar a tiempo y no ir con sus caballos, conocidos
por todos, Vronsky tomó el coche de alquiler que llevara a Jachvin y le ordenó
ir lo más deprisa posible.
El
viejo coche de alquiler, de cuatro asientos, era muy espacioso. Vronsky se
sentó en un ángulo, extendió las piernas sobre el asiento delantero y quedó
pensativo.
La
vaga conciencia de la claridad con que había planteado sus asuntos, el confuso
recuerdo de la amistad y alabanzas de Serpujovskoy, que le consideraba como un
hombre necesario, y principalmente la espera de la próxima entrevista, todo se
unió para infundirle una viva impresión general de la alegría de vivir.
Y
aquella impresión era tan fuerte que Vronsky, sin querer, sonreía.
Bajó
las piernas, pasó una sobre otra y con la mano se palpó la fuerte pantorrilla
que se había lastimado el día antes al caer. Después, reclinándose en el
respaldo, respiró varias veces a pleno pulmón.
"
Bien, muy bien..." , se dijo.
Antes
de ahora había experimentado también con frecuencia la alegre consciencia de su
cuerpo, pero nunca se había querido a sí mismo, a su cuerpo, como hoy. Le era
agradable sentir aquel ligero dolor en su vigorosa pierna, le era agradable la
sensación del movimiento de los músculos de su pecho al respirar.
El
mismo día, claro y frío, de agosto, que tanta desesperación infundía en Ana, a
él le excitaba y le refrescaba el rostro y el cuello, ardiente aún por el
lavado reciente.
En
aquel aire fresco, el perfume del cosmético que se aplicara en el bigote
resultábale particularmente agradable. Todo lo que veía por la ventanilla, en
el ambiente frío y puro, a la pálida luz del ocaso, era lozano, alegre y fuerte
como él mismo.
Los
tejados de los edificios, brillantes a los rayos del sol poniente, las líneas
destacadas de muros y esquinas las figuras de los transeúntes y los coches que
encontraban de vez en cuando, el inmóvil verdor de árboles y hierbas, los
campos de patatas, con sus surcos regulares, y las sombras oblicuas que
árboles, arbustos y casas proyectaban sobre aquellos mismos surcos, todo era
hermoso, como un lienzo de paisaje recién terminado y acabado de barnizar.
-¡Deprisa,
más deprisa! -dijo al cochero, sacando la cabeza por la ventanilla y dándole un
billete de tres rublos. La mano del cochero hurgó un instante en el farol
asegurando el cierre, chasqueó el látigo y el coche se deslizó veloz por el
liso camino empedrado.
"No
necesito nada, nada, excepto esta felicidad -pensaba Vronsky, mirando el
tirador de hueso de la campanilla, que pendía entre ambas portezuelas a
imaginando a Ana tal como la viera por última vez-. Y cuanto más pasa el
tiempo, más la amo. Aquí está el jardín de la casa veraniega oficial en que
vive Vrede. ¿Dónde estará Ana? ¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué me habrá citado
aquí escribiendo en la carta de Betsy?", se dijo Vronsky al llegar. Pero
ya no quedaba tiempo para pensar en ello. Mandó parar antes de llegar a la
avenida que conducía a la casa, abrió la portezuela y saltó a tierra.
En
la avenida no había nadie, pero al volver el rostro a la derecha la descubrió.
Tenía el semblante cubierto con un velo, pero por su manera de andar,
inconfundible, por la inclinación de su espalda, por el modo de levantar la
cabeza, la reconoció, y le pareció en el acto que una sacudida eléctrica
estremecía todo su cuerpo. Se sintió de nuevo ser él mismo con una fuerza
renovada, desde los movimientos elásticos de las piernas hasta el de sus
pulmones al respirar, y una sensación especial de cosquilleo en los labios.
Acercóse a Ana y le estrechó fuertemente la mano.
-¿No
te ha molestado que te llame? Necesitaba verte -dijo ella.
Y
el modo grave y severo con que plegó los labios, y que Vronsky percibió bajo el
velo, hizo cambiar en el acto su estado de ánimo.
-¿Molestarme
dices? Pero ¿por qué has venido aquí?
-Eso
nada importa -dijo Ana, poniendo su brazo sobre el de él-. Vamos. Necesito
hablarte.
Vronsky
comprendió que pasaba algo y que la entrevista no sería alegre. En presencia de
ella carecía de voluntad propia; desconocía la causa de la inquietud de Ana,
pero notaba ya que, a su pesar, se le comunicaba.
-¿Qué
pasa, pues? -preguntaba, apretando el brazo de ella con el codo y procurando
leerle en el rostro los pensamientos.
Ana
dio algunos pasos en silencio, cobrando ánimo, y de pronto se detuvo.
-Ayer
no te dije -empezó, respirando precipitada y dificultosamente- que, al volver a
casa con mi marido, se lo conté todo. Le dije que no podía ser su mujer y
que... Se lo dije todo...
Vronsky
la escuchaba, inclinando el cuerpo hacia ella sin darse cuenta, como deseando
así suavizarle las dificultades de su situación.
-Vale
más, mil veces más -dijo-, pero comprendo lo penoso que te habrá sido.
Ana
no escuchaba sus palabras; le miraba sólo al rostro, tratando de leer en él sus
pensamientos. No adivinaba que lo que el rostro de Vronsky reflejaba era el
primer pensamiento que se le había ocurrido: la inminencia del duelo. Ana no
pensaba nunca en semejante cosa y por ello dio una explicación diferente a
aquella expresión de momentánea gravedad.
Al
recibir la carta de su marido comprendió en el fondo que todo iba a seguir como
antes, que le faltarían fuerzas para renunciar a su posición en el gran mundo,
abandonar a su hijo y unirse a su amante. La mañana pasada en casa de Betsy le
afirmó más aún en esta convicción. No obstante, la entrevista con Vronsky tenía
para ella una importancia excepcional, pues confiaba en que después de ella
variaría su situación y ella se sentiría salvada.
Si
al recibir la noticia Vronsky, sin vacilar un momento, decidido y apasionado,
hubiese contestado: "déjalo todo y huyamos juntos", ella habría
abandonado a su hijo y se habría ido con él.
Pero
la noticia no produjo en Vronsky la impresión que esperaba Ana; él parecía sólo
sentirse ofendido por algo.
-No
me fue nada penoso. Todo sucedió del modo más natural -dijo Ana con
irritación-. Y mira... --dijo sacando del guante la carta de su marido.
-Comprendo,
comprendo -interrumpió Vronsky, tomando la carta, pero sin leerla y
esforzándose en calmar a Ana-. Yo sólo deseaba una cosa y te la he pedido:
terminar con esta situación para poder consagrar mi vida a tu felicidad.
-¿Por
qué me lo dices? -repuso ella-. ¿Cómo puedo dudarlo? Si lo dudara...
-¡Allí
viene alguien! -exclamó Vronsky de pronto, mostrando a dos señoras que
avanzaban hacia ellos-. Acaso nos conozcan.
Y
precipitadamente se dirigió a un paseo lateral arrastrando a Ana.
-Me
es igual -dijo ésta, y sus labios temblaban. A Vronsky le pareció que sus ojos
le examinaban con extraña irritación bajo el velo-. Te digo que no se trata de
eso, ni lo dudo, pero lee lo que me escribe. Léelo.
Y
Ana volvió a detenerse.
De
nuevo, como en el primer momento de recibir la noticia de que Ana había roto
con su marido, Vronsky, leyendo la carta, se entregó involuntariamente a la
impresión espontánea que sintiera respecto al esposo ultrajado. Ahora, mientras
tenía en las manos la carta, imaginaba involuntariamente aquel desafío que
irían a proponerle hoy o mañana en su casa, se figuraba el mismo duelo, en el
cual, con la misma expresión fría y orgullosa que ahora mostraba su rostro,
dispararía al aire, esperando la bala del ofendido. Y en seguida pasó por su
cerebro el recuerdo de lo que acabara de decirle Serpujovskoy por la mañana:
más valía no estar ligado. Pero sabía bien que no podía comunicar a Ana tal
pensamiento.
Después
de leer la carta, Vronsky alzó la vista. En sus ojos no había firmeza. Ana
comprendió en seguida que Vronsky había pensado antes en aquella posibilidad.
Ella sabía que, por mucho que Vronsky pudiera decirle, nunca le diría lo que
pensaba. Y comprendió también que su última esperanza estaba perdida. No era
esto lo que esperaba.
-¿Ya
ves de qué clase de hombre se trata? --dijo, con voz temblorosa-. Ya lo ves...
-Perdona,
pero yo me alegro de ello -repuso Vronsky-. Déjame explicarme, por Dios...
-añadió, rogándole con la mirada que le diese tiempo de aclarar sus palabras-.
Me alegro porque las cosas en ningún modo pueden quedar como él supone.
-¿Por
qué no? -dijo Ana, conteniendo las lágrimas y evidenciando que no daba ya
ninguna importancia a lo que él pudiera decirle.
Adivinaba
que su suerte estaba ya decidida.
Vronsky
quería decir que después del duelo, inminente a su juicio, aquello no podría
seguir así, pero dijo otra cosa.
-No
puede seguir así. Supongo que ahora le abandonarás... -y Vronsky se sonrojó-,
supongo que ahora me dejarás arreglar nuestra vida, pensar en ella... Mañana...
--dijo.
Pero
Ana no le dio tiempo a terminar:
-¿Y
mi hijo? -exclamó-. ¿No ves lo que me escribe? Tendría que abandonar a mi hijo,
y esto no quiero ni puedo hacerlo.
-¡Por
Dios! ¿Qué vale más? ¿Dejar a tu hijo o continuar esta situación humillante?
-¿Humillante
para quién?
-Para
todos, y en especial para ti.
-No
digas que es humillante... no me lo digas. Esas palabras para mí carecen de
sentido --dijo Ana, con voz temblorosa, deseando ahora que Vronsky hablase con
sinceridad, ya que sólo le quedaba su amor y deseaba seguir amándole-.
Comprende que desde el día en que lo acepté todo ha cambiado para mí. Sólo
tengo una cosa: tu amor. Siendo mío tu cariño, me siento tan elevada y tan
firme que nada puede humillarme. Estoy orgullosa de mi situación porque...
porque... orgullosa por... por... -y no supo decir por qué se sentía orgullosa.
Lágrimas de vergüenza y desesperación ahogaron su voz; se detuvo y estalló en
sollozos.
Vronsky
sintió también la sensación de algo que subía a su garganta, le cosquilleaba la
nariz y le hacía sentirse, por primera vez en su vida, a punto de llorar. No
podía decir qué era concretamente lo que le había conmovido. Sentía lástima de
Ana, sabía que no podía ayudarla y a la vez reconocía que él era la causa de su
desgracia y que había procedido mal.
-¿Acaso
no es posible el divorcio? -preguntó con voz
Ana
movió la cabeza en silencio.
-¿No
es posible llevarte a tu hijo y dejar a tu marido?
-Sí,
pero todo eso depende de él. Por ahora debo vivir en su casa -dijo Ana
secamente.
No
la habían engañado sus presentimientos. Las cosas quedaban como antes.
-El
martes iré yo a San Petersburgo y se decidirá todo -indicó Vronsky.
-Sí
-repuso Ana-. Pero no hablemos más de esto.
El
coche de Ana, que ella había despedido con orden de ir a buscarla junto a la
verja del jardin de Vrede, llegaba en aquel momento.
Ana
se despidió de Vronsky y se fue a casa.
XXIII
El
lunes celebraba sesión extraordinaria la Comisión del 2 de junio.
Alexey
Alejandrovich entró en la sala de reunión, saludó a los miembros y al
presidente, como de costumbre, y ocupo su puesto, poniendo las manos sobre los
documentos que había preparados ante él.
Entre
ellos estaban los informes que necesitaba, el resumen de la declaración que se
proponía formular.
En
realidad le sobraban los informes. Lo recordaba todo y no creía necesario
repetir en su memoria lo que había de decir. Sabía que, llegado el momento y
viendo ante sí el rostro del adversario, que en vano trataba de aparentar una
expresión indiferente, el discurso saldría por sí solo mejor que todo lo que
pudiera preparar.
Pensaba
que el fondo de su discurso sería grandioso y que cada palabra tendría suma
importancia. Y, sin embargo, mientras escuchaba el informe oficial, el aspecto
de Karenin no podía ser más inocente y más inofensivo. Nadie pensaba, mirando
sus manos blancas, de hinchadas venas, que tan suavemente acariciaban con sus
largos dedos las hojas de papel blanco puestas ante él, y viendo su cabeza,
inclinada de lado, con expresión de cansancio, que iban a brotar inmediatamente
de su boca palabras que producirían una tempestad, obligando a gritar a los
miembros, a interrumpirse unos a otros y al presidente a reclamar orden.
Cuando
la declaración concluyó, Karenin anunció, con su voz suave y fina, que tenía
que manifestar algo relativo al asunto de los autóctonos.
La
atención se concentró en él.
Alexey
Alejandrovich tosió y, sin mirar a su adversario, escogiendo, como hacía
siempre al pronunciar sus discursos, la primera persona sentada ante él -un
viejecito tranquilo y menudo que nunca exponía en la Comisión opiniones
propias-, comenzó él a explicar con voz firme y muy clara sus ideas.
Cuando
aludió a la ley básica y orgánica, su adversario se levantó de un salto y
empezó a formular objeciones. Stremov, miembro también de la Comisión, herido
en lo vivo, empezó igualmente a justificarse. La sesión se hizo tempestuosa.
Pero Karenin triunfaba y su proposición fue aceptada; quedaron nombradas nuevas
comisiones y al día siguiente, en determinados círculos de San Petersburgo, no
se hablaba más que de aquella sesión. El éxito de Alexey Alejandrovich fue
mayor de lo que él mismo esperaba.
A
la mañana siguiente, martes, Karenin, al despertar, recordó con placer su
victoria del día antes; y a pesar de querer mostrarse indiferente, no pudo
menos de sonreír cuando el jefe de su despacho, queriendo halagarle, le habló
de los rumores que corrían referentes a su triunfo en la Comisión.
Ocupado
en su trabajo cotidiano, Karenin olvidó por completo que hoy, martes, era el
día fijado por él para el regreso de Ana Arkadievna, por lo que quedó
sorprendido y desagradablemente impresionado cuando un sirviente le anunció su
llegada.
Ana
había llegado a San Petersburgo por la mañana; al recibir su telegrama se le
había mandado el coche. Alexey Alejandrovich debía pues de estar enterado de su
llegada.
Sin
embargo, cuando llegó él no fue a recibirla. Le dijeron que estaba ocupado con
el jefe del despacho. Ana ordenó que le avisasen de su regreso, pasó a su
gabinete y comenzó a arreglar sus cosas, esperando que él fuese a verla.
Transcurrió
una hora sin que Karenin apareciese. Ana salió al comedor, con el pretexto de
dar órdenes, y habló en voz alta con intención, esperando que su marido
acudiese. Pero él no fue, a pesar de que Ana le oía acercarse a la puerta de su
despacho acompañado de su jefe de oficina.
Sabía
que su esposo había de salir en seguida por asuntos del servicio y quería
hablarle antes de que se fuera para concretar sus relaciones.
Cruzó,
pues, la sala y se dirigió con decisión a su gabinete. Cuando entró, Alexey
Alejandrovich, de medio uniforme y al parecer ya pronto a salir, estaba sentado
a una mesita sobre la que tenía apoyados los codos y miraba ante sí con
tristeza. Ana le vio antes que él la viera y comprendió que era en ella en
quien pensaba.
Al
verla, él, inició un movimiento para levantarse, cambió de decisión, su rostro
se sonrojó, lo que nunca viera antes Ana, y al fin, incorporándose
precipitadamente, se dirigió a su encuentro, mirándola no a los ojos, sino más
arriba, a la frente y al cabello.
Acercándose
a su mujer, le tomó la mano y le pidió que se sentara.
-Me
alegro de que haya usted llegado -dijo, y se sentó a su lado, y quiso decirle
algo, pero no pudo.
Varias
veces intentó de nuevo hacerlo, pero siempre se interrumpía. A pesar de esperar
esta entrevista, Ana estaba preparada para despreciar a inculpar a su marido,
pero ahora no sabía qué decirle y le compadecía... El silencio, pues, duró
largo rato.
-¿Está
bien Sergio? -preguntó él, añadiendo, sin esperar respuesta-: No como hoy en
casa; tengo que salir.
-Yo
quería irme a Moscú --dijo Ana.
-No;
ha hecho usted mejor viniendo aquí --dijo él, y calló de nuevo.
Ana,
en vista de que su esposo no tenía fuerzas para empezar, se decidió a hacerlo
ella misma.
-Alexey
Alejandrovich -dijo, mirándole y sin bajar los ojos, mientras él dirigía los
suyos al cabello de su esposa-, soy una mujer culpable, una mujer mala; pero
soy la misma que era, la misma que le dije, y he venido para decirle que no
puedo cambiar.
-Nada
le pregunto de eso -respondió él de pronto, con decisión, mirándola con odio a
los ojos-. Demasiado lo suponía.
Se
advertía que, bajo la influencia de su irritación, él había recobrado el
dominio de sus facultades.
-Pero,
como le dije ya por escrito -habló crudamente con su voz delgada-, le repito
ahora. que no estoy obligado a saberlo. Lo ignoro. No todas las esposas son tan
amables como para apresurarse a comunicar a sus maridos esa
"agradable" noticia -y Karenin acentuó la palabra
"agradable"-. Lo ignoraré mientras el mundo lo ignore, mientras mi
nombre no quede deshonrado. Y por eso le advierto que nuestras relaciones deben
ser las de siempre, y sólo en caso de que usted se "comprometa"
tomaré medidas para salvaguardar mi honor.
-Sin
embargo, nuestras relaciones no pueden ser las de siempre -dijo Ana,
tímidamente, mirándole con temor.
Cuando
ella vio de nuevo aquellos gestos tranquilos, aquella voz infantil, penetrante
a irónica, su repugnancia hacia él hizo desaparecer su compasión. Y sólo tenía
miedo, pero quería aclarar su situación costara lo que costase.
-No
puedo ser su mujer, mientras yo... -empezó.
Alexey
Alejandrovich rió con risa malévola y fría.
-Sin
duda la clase de vida que usted ha escogido ha influido en sus concepciones.
Respeto y desprecio una y otra cosa tan vivamente... respeto tanto su pasado y
desprecio tanto su presente... que estaba muy lejos de indicar lo que usted ha
creído interpretar en mis palabras.
Ana,
suspirando, bajó la cabeza.
-En
todo caso -continuó él, exaltándose-, no comprendo cómo, poseyendo la
desenvoltura suficiente para declarar su infidelidad a su marido y no
encontrando en ello, a lo que parece, motivo alguno de vergüenza, lo encuentra,
en cambio, en el cumplimiento de sus deberes de esposa con respecto a su
marido.
-Alexey
Alejandrovich, ¿qué quiere usted de mí?
-Necesito
que ese hombre no la visite y que usted proceda de modo que ni el mundo ni los
criados puedan criticarla, quiero que deje de ver a ese hombre. Creo que no
pido mucho. Y a cambio de ello, disfrutará usted de los derechos de esposa
honrada sin cumplir sus deberes. Es cuanto tengo que decirle. Y ahora debo
salir. No como en casa.
Y
dicho esto, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Ana se levantó también.
Saludándola en silencio, su marido la dejó pasar delante.
XXIV
La
noche pasada por Levin sobre el montón de heno no dejó de tener consecuencias.
Los
trabajos de la propiedad en que hasta entonces se ocupara le aburrían y
perdieron todo interés para él. A pesar de la excelente cosecha, nunca, a su
parecer, se habían producido tantos choques ni tantas disputas con los
labriegos como este año, y la causa de todo ello se le ofrecía ahora con
claridad. El placer que sintiera en las tareas agrícolas, la aproximación que a
causa de ella se había producido entre él y los campesinos, la envidia que
tenía de la vida sencilla de aquellos seres, el deseo de adoptarla, que en
aquella noche pasó de deseo a intención, y sobre cuyos detalles meditara, todo
ello cambió de tal modo su punto de vista respecto al modo de llevar su
propiedad que ya no podía encontrar en estos trabajos el interés de antes, ni
podía dejar de ver su actitud desagradable ante los trabajadores, que eran la
base de todo.
Los
rebaños de vacas seleccionadas, como "Pava" ; la tierra bien labrada
y bien abonada; los nueve campos rastrillados y encambronados; las noventa deciatinas
de tierra cubierta de estiércol bien preparado; las sembradoras mecánicas,
etcétera, todo habría salido espléndido si lo hubiese hecho él mismo o con
compañeros que tuvieran las mismas ideas que él.
Pero
ahora veía claramente (mientras escribía su libro sobre economía rural que se
basaba en que el principal elemento de ella era el trabajador, lo comprendía
más) que aquel modo de llevar las cosas de la propiedad se reducía a una lucha
feroz y tenaz entre él y los trabajadores, en la que había de su lado un
continuo deseo de transformar las cosas de acuerdo con el sistema que él
consideraba mejor, mientras que los obreros se inclinaban a mantenerlas en su
estado natural.
Y
Levin observaba que en esta lucha, llevada con el máximo esfuerzo por su parte
y sin esfuerzo ni intención siquiera por la otra, lo único que se conseguía era
que la explotación no diese resultado alguno y se echasen a perder, en cambio,
de un manera totalmente inútil, unas máquinas y una tierra magníficas y unos
animales excelentes.
Lo
más grave era que no sólo se perdía estérilmente la energía empleada en ello,
sino que él mismo no podía dejar de reconocer, ahora que el sentido de su obra
aparecía claro ante sus ojos, que el fin de sus actividades no era lo
suficiente digno. Porque ¿en qué consistía la lucha? Él defendía hasta la
última migaja (no podía, por otra parte, dejar de hacerlo, porque por poco que
aflojara no habría tenido con qué pagar a los trabajadores), mientras ellos
sólo defendían la posibilidad de trabajar tranquila y agradablemente, es decir,
según como estaban acostumbrados.
Convenía
a su interés que cada hombre trabajara cuanto más mejor, que no se distrajera
ni se precipitara, procurando no estropear las aventadoras, rastrillos,
trilladoras, etcétera, y, por tanto, que pensase siempre en lo que hacía.
En
cambio, el obrero quería trabajar del modo más fácil y agradable, sin
preocupaciones sobre todo, sin pensar en nada, sin detenerse un momento a
reflexionar. Este verano, Levin lo había visto a cada paso. Mandaba guadañar el
trébol para heno, escogiendo las peores deciatinas, en que había
mezcladas hierba y cizaña, y los trabajadores guadañaban a la vez las mejores deciatinas,
destinadas para el grano, disculpándose con que se lo había mandado el
encargado y tratando de consolarle con decirle que el heno sería magnífico.
Pero él sabía que la verdad consistía en que aquellas deciatinas eran
más fáciles de guadañar. Cuando enviaba una aventadora para aventar el heno, la
estropeaban en seguida, porque al aldeano le parecía aburrido estar sentado en
la delantera mientras las aletas se movían tras él. Y le decían: "No se
apure; las mujeres lo aventarán en un momento".
Los
arados quedaban inservibles, porque el labrador no acertaba a bajar la reja y
al moverla cansaba los caballos y estropeaba la tierra. Y, sin embargo,
aseguraban a Levin que no había por qué preocuparse. Dejaban a los caballos
invadir el trigo, porque ningún trabajador quería ser guarda nocturno. Y cuando
una vez, a pesar de sus órdenes en contra, los trabajadores velaron por turno,
Vañka, que había trabajado todo el día, se durmió y luego pedía perdón de su
falta diciendo: "Usted lo ha querido".
Llevaron
las tres mejores terneras a pastar al campo de trébol guadañado, sin darles
antes de beber, y los animales enfermaron. No querían creer que las terneras
estuvieran hinchadas por el trébol y contaban como consuelo que el propietario
vecino había perdido en tres días ciento doce cabezas de ganado.
Todo
ello no era porque desearan mal a Levin o a su finca. Al contrario, él sabía
que los labriegos le apreciaban y le consideraban un propietario sin orgullo,
lo que es entre ellos la mejor alabanza. Todo sucedía porque deseaban trabajar
alegremente, sin preocupaciones, y los intereses de Levin no sólo les
resultaban ajenos a incomprensible!, sino fatalmente contrarios a los suyos,
que eran los más justos.
Hacía
tiempo que Levin se sentía descontento de cómo llevaba su propiedad. Veía que
su barco hacía agua, pero no encontraba ni buscaba por dónde, acaso engañándose
voluntariamente, ya que nada le habría quedado en la vida si dejaba de creer en
su trabajo.
Pero
ahora no podía seguir engañándose. Su actividad no sólo había dejado de tener
interés para él, sino que le repugnaba y le resultaba imposible ocuparse de
ella.
A
esto se añadía la presencia, a treinta verstas de él, de Kitty
Scherbazkaya, a la que quería y no podía ven
Cuando
estuvo en casa de Dolly, ella le invitó a ir, sin duda para que pidiese la mano
de su hermana, que ahora, según le daba a entender Daria Alejandrovna, le
aceptaría. Al ver a Kitty, Levin comprendió que seguía amándola; pero no podía
ir a casa de Oblonsky sabiendo que Kitty estaba allí. El hecho de que él se
hubiese declarado y ella le rechazara creaba entre ambos un obstáculo
insuperable.
"No
puedo pedirle que sea mi esposa sólo porque no ha podido serlo de aquel a quien
amaba", se decía Levin.
Y
este pensamiento enfriaba sus sentimientos y experimentaba casi hostilidad
hacia Kitty.
"No
sabré hablar con ella sin hacerle sentir mi reproche, no podré mirarla sin
aversión, y entonces ella me odiará más, como es natural. Y luego, ¿cómo puedo
ir allí después de lo que me ha dicho Daria Alejandrovna? ¿Cómo fingir que
ignoro lo que ella me contó? Parecerá que voy en plan de hombre magnánimo para
perdonarla. ¿Y cómo puedo mostrarme ante ella en el papel de un hombre generoso
que se digna ofrecerle su amor? ¿Para qué me habrá dicho eso Daria
Alejandrovna? Habría podido ver a Kitty por casualidad y entonces todo habría
sucedido de una manera natural. Pero ahora es imposible, imposible..."
Dolly
le envió una carta pidiéndole una silla de montar de señora para su hermana.
"Me han dicho que tiene usted una excelente. Espero que la traiga en
persona", escribía.
Aquello
le pareció insoportable. ¿Cómo era posible que una mujer inteligente y delicada
pudiese rebajar a su hermana hasta aquel punto?
Escribió
una decena de esquelas, las rompió todas y envió la silla sin contestación. No
quería prometer que iría porque no podía ir, y escribir que no iba por algún
impedimento o porque se marchaba le parecía peor.
Mandó,
pues, la silla sin respuesta, convencido de que procedía mal, y al día
siguiente, dejando los asuntos de la finca, que tan ingratos le eran ahora, en
manos de su encargado, se fue a ver a su amigo Sviajsky, que vivía en un
distrito provincial muy alejado, poseía unos espléndidos pantanos, llenos de
chochas, y el cual le había escrito hacía poco pidiéndole que cumpliese su
promesa de ir a visitarle.
Las
chochas de los pantanos del distrito de Surovsk tentaban a Levin desde mucho
atrás, pero, absorto en los asuntos de su finca, había aplazado siempre el
viaje. Ahora le placía ir allí, huyendo de la vecindad de las Scherbazky y de
las actividades de su hacienda, para entregarse a la caza, que en sus pesares
había sido siempre el mejor consuelo.
XXV
Para
ir al distrito de Surovsk no había ferrocarril ni camino de postas, así que
Levin hizo el viaje en coche descubierto con sus propios caballos.
A
medio camino se detuvo para darles pienso en casa de un labrador rico. Un viejo
calvo y fresco, de ancha barba roja, canosa en las mejillas, le abrió los
portones, apretándose contra la pared para dejar pasar la troika.
Después
de haber indicado al cochero un lugar bajo el sobradillo en el amplio patio,
nuevo, limpio y bien arreglado, en el cual se veían algunos arados inservibles,
el viejo invitó a Levin a pasar a la casa.
Una
mujer joven, muy limpia, calzando zuecos en los pies desnudos, fregaba el suelo
de la entrada. Al ver entrar corriendo al perro, que seguía a Levin, se asustó
y dio un grito. Pero en seguida se rió de su susto, ya que sabía que nada tenía
que temer.
Y
después de indicar a Levin, con su brazo con las mangas de su blusa recogidas,
la puerta de la casa, ocultó de nuevo su hermoso rostro inclinándose para
seguir lavando.
-¿Quiere
el samovar? -preguntó el viejo.
-Sí,
hágame el favor.
La
habitación era espaciosa y en ella se veía una estufa holandesa enladrillada y
una mampara. Bajo los iconos, en el rincón santo, había una mesa pintada con
motivos rurales, una banqueta y dos sillas, y junto a la entrada se veía un
pequeño armario con vajilla. Los postigos estaban cerrados, había pocas moscas
y todo se hallaba tan limpio que Levin procuró que "Laska", que,
mientras corría por los caminos, se bañaba en los charcos, no ensuciase el
suelo y le mostró un lugar en el rincón próximo a la puerta.
Después
de examinar la habitación, Levin salió al patio de detrás de la casa. La
gallarda moza de los zuecos, balanceando en el aire los cubos vacíos, le
adelantó corriendo para sacar agua del pozo.
-¡Hazlo
en seguida! -gritó el viejo, jovialmente. Y se dirigió a Levin-: ¿Qué, señor,
va a ver a Nicolás Ivanovich Sviajsky? También él viene a veces por aquí
-empezó, con evidentes ganas de charlar, acodándose en la balaustrada de la
escalera.
Mientras
el viejo le estaba contando que conocía a Sviajsky llegaron los labriegos, con
rastrillos y arados. Los caballos que tiraban de éstos eran grandes y robustos.
Dos de los mozos, vestidos con camisas de indiana y gorras de visera, debían
seguramente de pertenecer a la familia. Los otros dos, uno de edad y joven el
otro, eran, sin duda, jornaleros y vestían camisas de tela basta.
El
viejo, separándose de la escalera, se acercó a los caballos y comenzó a
desenganchar.
-¿Qué,
han arado? -preguntó Levin.
-Hemos
arado las patatas. Tenemos también algunas tierras. Fedor, no dejes escapar al
caballo grande; átale al poste. Engancharemos otro caballo.
-Padrecito,
¿han traído las rejas de arado que encargaste? -preguntó uno de los mozos, de
enorme estatura, probablemente hijo del viejo.
-Están
en el trineo -contestó el anciano, arrollando las riendas quitadas a los
caballos y echándolas al suelo-. Arréglalas mientras éstos comen.
La
moza de antes, sonriente, con las espaldas inclinadas bajo el peso de los
cubos, se paró en el zaguán. De no se sabía dónde salieron más mujeres, jóvenes
y hermosas, de mediana edad y viejas feas, algunas con niños.
El
samovar hirvió en la chimenea. Los mozos y la gente de la casa, una vez
arreglados los caballos, se fueron a comer.
Levin
sacó del coche sus provisiones a invitó al viejo a tomar el té juntos.
-Ya
lo hemos tomado hoy, pero por acompañarle... -dijo el viejo, con evidente
satisfacción.
Mientras
tomaban el té, Levin se enteró de toda la historia del viejo. Diez años atrás,
éste había arrendado a la propietaria de las tierras ciento veinte deciatinas
y el año anterior las había comprado, arrendando, además, trescientas deciatinás
al propietario vecino. La parte más pequeña de las tierras, la peor, la
subarrendaba, y él mismo con su familia y dos jornaleros, araba cuarenta deciatinas.
El viejo se quejaba de que las cosas iban mal. Pero Levin adivinó que lo
hacía por disimular y que en realidad su casa prosperaba. De haber ido mal las
cosas, el viejo no habría comprado la tierra a ciento cinco rublos, no habría
casado a sus tres hijos y a un sobrino ni habría reconstruido tres veces la
casa después de haberse incendiado tres veces, y cada vez mejor.
A
pesar de las quejas se veía que el labrador estaba justamente orgulloso de su
bienestar, de sus hijos, de su sobrino, de sus nueras, de sus caballos, de sus
vacas y, sobre todo, de la prosperidad de su casa.
Por
la conversación, Levin dedujo que el anciano no era enemigo de las
innovaciones. Sembraba mucha patata, que Levin, al llegar, vio que acababa ya
de florecer, mientras que la suya sólo comenzaba entonces a echar flor. El
viejo labraba la tierra de patata con "la arada" , según decía, que
le prestaba el propietario. También sembraba trigo candeal y uno de los
detalles que más impresionó a Levin en las explicaciones del viejo fue el que
éste aprovechase para las caballerías el centeno recogido al escardar. Levin,
viendo cómo se perdía tan magnífico forraje, había pensado muchas veces en
aprovecharlo, pero nunca lo había podido conseguir. Aquel hombre, en cambio, lo
hacía y no se cansaba de alabar la excelencia de aquel forraje.
-¡En
algo han de ocuparse las mujeres! Sacan los montones al camino y el carro los
recoge.
-A
nosotros, los propietarios, todo nos va mal con los trabajadores -dijo Levin,
ofreciéndole un vaso de té.
-Gracias
-dijo el viejo, tomándolo, pero negándose a coger el azúcar y mostrando un
terrón ya mordisqueado por él-. ¡Es imposible entenderse con los jornaleros;
son la ruina! Vea, por ejemplo, al señor Sviajsky: tiene una tierra como una
flor, pero nunca puede coger buena cosecha. ¡Y es que falta el ojo del amo!
-¡Pero
tú también trabajas con jornaleros!
-Sí,
pero nosotros somos aldeanos; y trabajamos nosotros mismos, y si el jornalero
es malo, le echamos en seguida y nos arreglamos solos.
-Padrecito,
Finogen necesita alquitrán -dijo, entrando, la mujer de los zuecos.
-Sí,
señor, sí... -dijo el viejo disponiéndose a salir.
Se
levantó, persignóse lentamente, dio las gracias a Levin y salió.
Cuando
Levin entró en el cuarto de los trabajadores para llamar al cochero, vio a
todos los hombres de la familia sentados a la mesa. Las mujeres, en pie,
servían.
El
joven y robusto hijo del viejo contaba, con la boca llena de espesa papilla,
algo muy chistoso y todos reían, y en especial la mujer de los zuecos, que
añadía en aquel momento sopa de coles en el tazón.
Era
muy posible que el atrayente rostro de la mujer de los zuecos contribuyese
mucho a aquella sensación de bienestar que produjo en Levin la casa de los
labriegos; pero, en todo caso, tal impresión había sido tan fuerte que no podía
olvidarla.
Durante
todo el camino hacia la finca de Sviajsky fue recordando aquella casa, como si
hubiese algo en la impresión sentida digno de un interés especial.
XXVI
Sviajsky
era el representante de la nobleza de su distrito. Tenía muchos más años que
Levin y estaba casado hacía ya tiempo. Vivía en su casa su joven cuñada, mujer
muy simpática a Levin, quien no ignoraba que Sviajsky y su mujer deseaban
casarle con aquella joven.
Lo
sabía con certeza, como lo saben siempre los jóvenes considerados casaderos,
aunque no hubiera osado decirlo a nadie, y sabía también que, aunque él deseaba
casarse y creía que aquella joven habría sido una excelente esposa en todos los
sentidos, tenía tantas probabilidades de casarse con ella, aun no estando
enamorado de Kitty Scherbazkaya, como de subir al cielo.
Este
pensamiento le amargaba un tanto la satisfacción que se había prometido de
aquel viaje a las tierras de Sviajsky.
Al
recibir la carta de éste invitándole a cazar, Levin pensó en ello en seguida,
pero también pensó que tales miras de su amigo eran un mero deseo sin
fundamento y resolvió ir. Además, en el fondo de su alma, deseaba probarse una
vez más volviendo a ver de cerca a la joven cuñada de Sviajsky.
La
vida de su amigo era muy grata y el propio Sviajsky, el mejor prototipo de
miembro activo de zemstvo que conociera Levin, le resultaba muy interesante.
Sviajsky
era uno de esos hombres, incomprensibles para Levin, cuyos pensamientos,
eslabonados y nunca independientes siguen un camino fijo y cuya vida, definida
y firme en su dirección, sigue un camino completamente distinto y hasta opuesto
al de sus ideas.
Sviajsky
era muy liberal. Despreciaba a la nobleza y consideraba que la mayoría de los
nobles eran, in petto, partidarios de la servidumbre y que sólo por
cobardía no lo declaraban. Creía a Rusia un país perdido, una segunda Turquía,
y al Gobierno lo tenía por tan malo que ni siquiera llegaba a criticar sus
actos en serio. Esto no le impedía, por otra parte, ser un modelo de
representante de la nobleza ni cubrirse, siempre en sus viajes, con la gorra de
visera con escarapela y el galón rojo distintivos de la institución.
Creía
que sólo era posible vivir bien en el extranjero, adonde se iba siempre que
tenía ocasión y, a la vez, dirigía en Rusia una propiedad por procedimientos
muy complejos y perfeccionados, siguiendo con extraordinario interés todo lo
que se hacía en su país.
Opinaba
que el aldeano ruso, por su desarrollo mental, pertenecía a un estadio
intermedio entre el mono y el hombre y, sin embargo, en las elecciones para el zemstvo
estrechaba con gusto la mano de los aldeanos y escuchaba sus opiniones. No
creía en Dios ni en el diablo, pero le preocupaba mucho la cuestión de mejorar
la suerte del clero. Y era partidario de la reducción de las parroquias sin
dejar de procurar que su pueblo conservase su iglesia.
En
el aspecto feminista, estaba al lado de los más avanzados defensores de la
completa libertad de la mujer, y sobre todo de su derecho al trabajo; pero
vivía con su esposa de tal modo que todos admiraban la vida familiar de aquella
pareja sin hijos en la que él se había arreglado para que su mujer no hiciera
ni pudiese hacer nada, fuera de la ocupación, común a ella y a su marido, de
pasar el tiempo lo mejor posible.
Si
Levin no hubiera tenido la facultad de querer ver a los hombres por su lado
mejor, el carácter de Sviajsky no habría ofrecido para él la menor dificultad
ni enigma. Habría pensado: "Es un miserable o un tonto", y el asunto
habría quedado claro. Pero no podía decir "tonto" porque Sviajsky
era, sin duda, además de inteligente, muy instruido y sabía llevar su cultura
con una extraordinaria naturalidad. No había ciencia que no supiese, pero sólo
mostraba sus conocimientos cuando se veía obligado.
Menos
aún podía Levin calificarle de miserable, porque Sviajsky era, indudablemente,
un hombre honrado, bueno o inteligente, consagrado con ánimo alegre a una labor
muy estimada por cuantos le rodeaban y que nunca, a sabiendas, había hecho ni
podía hacer mal alguno.
Levin
se esforzaba, pues, en comprenderle y no le comprendía, considerándole como un
enigma, y su modo de vivir como no menos enigmático.
Eran
amigos y, por tanto, Levin tenía ocasiones de sondar a Sviajsky, de llegar
hasta la base misma de su concepto de la vida. Pero siempre sus esfuerzos
resultaban vanos. Cada vez que Levin trataba de penetrar más allá de las
habitaciones de recepción del cerebro de Sviajsky, notaba que éste se turbaba
algo, que su mirada expresaba un recelo casi imperceptible, como si temiera que
Levin le comprendiese. E iniciaba una resistencia jovial.
A
raíz de su desengaño en sus actividades de propietario, Levin experimentó
particular placer en visitar a su amigo. El solo hecho de ver aquella pareja de
tórtolos felices y contentos de sí mismos, y de su nido confortable, satisfacía
ya a Levin, el cual, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida,
trataba de descubrir el secreto de Sviajsky, que daba una claridad, una alegría
y un sentido tan preciso a su vida.
Además,
Levin sabía que en casa de Sviajsky vería a los propietarios vecinos, y esto le
permitiría lo que tanto le interesaba: discutir, escuchar sus conversaciones
sobre cosechas, contratos de jornaleros, etcétera. Aunque consideradas algo
vulgares, como no ignoraba Levin, estas charlas le parecían a la sazón muy
importantes.
"Acaso
esto no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre o ahora en
Inglaterra. En ambos casos, las condiciones son definidas, pero aquí, en
nuestro país, cuando todo está trastornado y apenas empieza a organizarse el
nuevo orden, saber en qué condiciones se hará es el único problema importante
que existe en Rusia", pensaba.
La
caza resultó peor de lo que él esperaba. El pantano estaba ya seco y las
chochas habían huido. Tras un día entero de caza, sólo trajo tres piezas y,
como siempre, un excelente apetito, muy buena disposición de ánimo y el estado
mental de grata excitación que despertaba en él el ejercicio físico.
Incluso
durante la caza, cuando aparentemente no había que pensar en nada, recordaba de
vez en cuando al viejo y a su familia, y al evocarlos parecía despertar no sólo
su atención, sino una especie de decisión relacionada con ella.
Por
la noche, al tomar el té, en compañía de algunos propietarios de tierras que
visitaban a Sviajsky por asuntos de tutelaje, se entabló, como Levin esperaba,
una interesante conversación.
En
la mesa de té Levin se sentaba junto a la dueña y hubo de hablar con ella y con
la cuñada, instalada frente a él. La dueña era una mujer de rostro redondo,
rubia y bajita, toda radiante de sonrisas y hoyuelos.
Levin
trataba de indagar por mediación de ella la solución del problema que
constituía para él su marido, pero no poseía su completa libertad de ideas; no
se sentía lo suficiente desembarazado porque ante él se sentaba la cuñada. Ésta
llevaba un vestido muy especial, que a Levin le pareció que se había puesto por
él, y en el cual se abría un escote en forma de trapecio.
Aquel
escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho, y acaso por ello,
privaba a Levin de la facultad de pensar. Imaginaba, errando probablemente, que
aquel escote tendía a influirle, y no se consideraba con derecho a mirarlo, y
procuraba no hacerlo; pero tenía la impresión de ser culpable, aunque sólo
fuera por el simple hecho de que aquel escote existiese, que era preciso que
explicara algo y le era imposible hacerlo, Y, a causa de esto, se sonrojaba y
se sentía torpe e inquieto. Su estado de ánimo se comunicaba también a la linda
cuñada. La dueña, en cambio, parecía no reparar en ello y, a propósito, le
obligaba a entrar en el tema de la conversación.
-Decía
usted -manifestaba continuando la charla iniciada- que a mi marido no le
interesa nada ruso... ¡Al contrario! En el extranjero está alegre, pero nunca
tanto como cuando vive aquí. Aquí se halla en su ambiente. ¡Como tiene tanto
que hacer y se interesa por todo! ¿No ha estado usted en nuestra escuela?
-La
he visto. ¿No es esa casa cubierta de hiedra?
-Sí.
Es obra de Nastia-dijo, señalando a su hermana.
-¿Les
enseña usted misma? -preguntó Levin, esforzándose en no mirar el escote, pero
sintiendo que mirase o no hacia allí tendría que verlo igualmente.
-Sí:
enseñaba y enseño, pero tenemos, además, una buena maestra. Hemos introducido
también clases de gimnasia.
-Gracias,
no quiero más té -dijo Levin.
Y,
a pesar de reconocer que cometía una incorrección, pero sintiéndose incapaz de
continuar aquella charla, se levantó sonrojándose.
-Oigo
una conversación muy interesante -añadió- y...
Se
acercó al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño con dos
propietarios.
Sviajsky,
acomodado de lado a la mesa, sostenía la taza con la mano y apoyaba el codo
sobre la madera. Con la otra mano empujaba su barba, subiéndola hasta la nariz
como para olerla y dejándola luego caer. Sus brillantes ojos negros miraban a
un propietario de canosos bigotes que hablaba con agitación y, a juzgar por su
rostro, debía de encontrar divertido lo que decía.
El
propietario se quejaba de los aldeanos. Levin veía claramente que Sviajsky
podía contestar muy bien a aquellas quejas y aniquilar a su interlocutor con
pocas palabras, pero su posición se lo impedía y por ello escuchaba, no sin
placer, las cómicas lamentaciones del propietario.
El
hombre de los bigotes canosos era un evidente partidario de la servidumbre, un
hombre que no había salido de su pueblo y a quien apasionaba dirigir los
trabajos de su finca. Esto se deducía por su vestido, una levita anticuada y
algo raída en la que el propietario no se sentía a gusto; por sus ojos,
entornados y perspicaces; por su conversación, en buen ruso; por el tono
imperativo adquirido a través de una larga práctica de mando; por los ademanes
seguros de sus manos, grandes y bien formadas, tostadas por el sol, con un
único y antiguo anillo de boda en su dedo anular.
XXVII
-De
no inspirarme pena dejar esto, tan bien arreglado y en lo que he puesto tantos
afanes, lo habría abandonado todo, vendiéndolo y marchando como hizo Nicolás Ivanovich.
Sí, me habría ido a oír "La bella Elena" ---dijo el propietario con
una sonrisa agradable que iluminó su rostro viejo a inteligente.
-Pero
cuando no lo deja --dijo Nicolás Ivanovich Sviajsky- es señal de que le va
bien.
-Me
va bien porque la casa donde vivo es mía, porque no he de comparar nada ni
alquilar brazos para el trabajo, porque no he perdido aún la esperanza de que
el pueblo acabe teniendo sensatez. Pero ¿han visto ustedes qué manera de beber,
qué libertinaje?... Todos han repartido sus bienes... Nadie posee un caballo ni
una vaca. Se mueren de hambre, pero tome usted a uno como jornalero y verá cómo
aprovecha la primera ocasión para estropeárselo todo y le demanda todavía ante
el juez.
-Pues
la solución es que también le demande usted -dijo Sviajsky.
-¿Quejarme
yo? ¡Por nada del mundo! Contestan a uno de tal modo que hasta le hacen
arrepentirse de haberse quejado. Y si no, un ejemplo: los obreros de la fábrica
pidieron dinero adelantado y luego se fueron. ¿Y qué hizo el juez? ¡Les
absolvió! Los únicos que sostienen con firmeza la autoridad son el Juzgado
comarcal y el síndico mayor. Éste sí; les ajusta las cuentas como en el buen
tiempo antiguo, y, si no fuera así, más valdría dejarlo todo y huir al otro
extremo del mundo.
Era
evidente que el propietario trataba, con sus palabras, de excitar a Sviajsky,
pero éste, en vez de excitarse, se divertía.
-Pues
nosotros, Levin aquí presente, el señor, yo... -dijo, señalando al otro
propietario y sonriendo-, dirigimos nuestras tierras sin esos procedimientos.
-Sí,
las cosas van bien en la finca de Mijail Petrovich, pero pregúntele cómo... ¿Es
eso por ventura una explotación "racional"? -exclamó el viejo, al
parecer envanecido por haber empleado la palabra "racional".
-Mi
modo de administrar la finca es muy sencillo -dijo Mijail Petrovich-, y he de
dar gracias a Dios. Toda mi preocupación es preparar dinero para las
contribuciones de otoño. Luego vienen los aldeanos: " Padrecito, por Dios,
ayúdenos". Vienen todos, amigos míos, y me dan lástima. Yo les doy para
pasar el próximo trimestre y les digo: "Muchachos, acuérdense de que les
he ayudado y ayúdenme cuando les necesite para sembrar avena, arreglar el heno
o segar". Y así les pongo condiciones por cada contribución que les pago.
Es verdad que también hay desagradecidos entre ellos...
Levin,
que conocía desde mucho atrás aquellos métodos "patriarcales", cambió
una mirada con Sviajsky a interrumpió a Mijail Petrovich, dirigiéndose al de
los bigotes canosos.
-¿Cómo
opina usted -preguntó- que hay que dirigir las fincas?
-Como
lo hace Mijail Petrovich, o dando las tierras a medias o arrendándolas a los
campesinos. Todo esto es posible, pero con ello se destruye la riqueza del
país. Allí donde la tierra, bien cuidada durante la servidumbre, me daba nueve,
a medias me da tres. ¡La emancipación ha arruinado a Rusia!
Sviajsky
miró a Levin sonriendo y hasta le hizo una leve señal irónica.
Pero
Levin no hallaba en las palabras del propietario ningún motivo de risa. Le
comprendía mejor que a Sviajsky. Y lo demás que agregó el propietario,
demostrando por qué Rusia estaba arruinada por la emancipación, le pareció
incluso muy justo, nuevo para él a indiscutible.
Se
veía que aquel hombre expresaba sus propios pensamientos -cosa que sucede con
poca frecuencia- y que tales ideas no nacían en un cerebro ocioso en el deseo
de buscarse una ocupación, sino que tenían su origen en las condiciones de su
vida y habían sido larga y profundamente meditadas en su soledad rural.
-La
cosa es ésta: todo progreso se introduce desde arriba -decía el propietario,
con evidente deseo de probar que no era un hombre inculto-. Fijémonos en las
reformas de Pedro, Catalina y Alejandro; fijémonos en la historia europea...
Cuantas más reformas se introducen desde arriba, más mejoras hay en la vida rural.
La misma patata ha sido introducida en nuestro país a la fuerza. Tampoco se ha
labrado siempre con el arado de madera. Probablemente éste fue intróducido a la
fuerza en tiempo de los señores feudales. En nuestra época, durante la
servidumbre, nosotros, los propietarios, introdujimos innovaciones: secadoras,
aventadoras y otras máquinas modernas. Estas cosas las hemos implantado gracias
a nuestra autoridad, y los aldeanos, que al principio se resistían, nos
imitaban después. Pero, al suprimir la servidumbre nos han quitado la
autoridad, y nuestras propiedades, que estaban a un nivel muy alto, bajarán a
un estado primitivo y salvaje. Ésta es mi opinión.
-Pero
¿por qué? Si la explotación es racional, puede usted recurrir a los jornaleros
-dijo Sviajsky.
-¿Con
qué poder, quiere usted decírmelo? ¿De quién podré servirme para ello?
"
Claro: el trabajo del obrero es el primer factor de la economía rural",
pensó Levin.
-De
los jornaleros.
-Los
jornaleros no quieren trabajar bien ni con buenas máquinas. Nuestro obrero sólo
piensa en una cosa: en beber como un cerdo y, en estando borracho, estropear
cuanto se le confía. A los caballos les da demasiada agua, rompe las buenas
guarniciones, cambia una rueda enllantada por otra y se bebe el dinero, afloja
el tomillo principal de la trilladora mecánica para estropearla... Le repugna
todo lo que no se hace según sus ideas. Y por ello ha bajado tanto el nivel de
la economía rural. Las tierras se abandonan, se deja crecer el ajenjo en ellas
o se regalan a los campesinos, y allí donde se producía un millón de cuarteras
ahora se producen sólo unos pocos centenares de miles. La riqueza general ha
disminuido. Si hubiésemos hecho lo mismo, pero con tino...
Y
comenzó a explicar un plan para la manumisión de siervos con el que se habrían
remediado tales males.
A
Levin esto no le interesaba. Pero cuando el viejo terminó, Levin volvió a sus
primeros propósitos y dijo a Sviajsky, para forzarle a dar su opinión en serio:
-Que
el nivel de nuestra economía baja y que con nuestras relaciones con los
campesinos es imposible dirigir las propiedades es cosa que no está fuera de
duda -afirmó.
-Yo
no lo veo así -repuso seriamente Sviajsky-. Sólo veo que no sabemos administrar
bien nuestras fincas y que, por el contrario, el nivel de la economía durante
la servidumbre no era elevado, sino muy bajo. No tenemos buenas máquinas ni
buenos animales de labor, ni buena dirección, ni sabemos hacer cálculos.
Pregunte a un propietario y no sabrá decirle lo que es ventajoso y lo que no.
-¡Sí:
contabilidad a la italiana! -repuso el propietario irónicamente-. Pero, cuente
usted como quiera, si se lo estropean todo, no sacará ningún beneîicio.
-¿Por
qué van a estropeárselo? .Una porquería de trilladora, una apisonadora rusa, se
la estropearán, pero no mi máquina de vapor. Un caballejo ruso... ¿cómo se
llaman?, los de esa endiablada raza a los que hay que arrastrar por la cola,
esos podrán estropeárselos, pero si tiene usted buenos percherones, no se los
estropearán. Y todo así. Es preciso elevar el nivel de la vida rural.
-Para
eso hay que tener dinero, Nicolás Ivanovich. En usted está bien, pero yo tengo
un hijo, a quien debo educar en la Universidad, y otros pequeños a quienes pago
el colegio. De modo que no puedo comprar percherones.
-Para
eso están los bancos.
-¿Para
que me vendan en pública subasta lo último que me quede? No, gracias.
-No
estoy conforme con que sea posible y necesario elevar el nivel de la economía
rural -dijo Levin-. Yo me ocupo de ello, tengo medios, y, sin embargo, no
consigo nada. Ni sé para quién son útiles los bancos. Por mi parte, en todo lo
que he gastado dinero he tenido pérdidas: en los animales, pérdidas; en las
máquinas, pérdidas.
-Lo
que dice usted es muy cierto -afirmó, riendo con satisfacción, el propietario
de los bigotes canosos.
-Y
no sólo me pasa a mí -continuó Levin-. Puedo nombrar otros propietarios que
dirigen sus propiedades de una manera racional. Todos, con raras excepciones,
tienen pérdidas en sus fincas. Díganos: ¿gana usted con su propiedad? -preguntó
a Sviajsky. Y en seguida notó en los ojos de éste la momentánea expresión de
temor que notaba siempre que trataba de penetrar más allá de las habitaciones
de recibir del cerebro de Sviajsky.
Además,
tal pregunta no era muy leal por parte de Levin. Durante el té, la dueña le
había dicho que habían hecho venir aquel verano de Moscú a un contable alemán
que por quinientos rublos hizo el balance de las cuentas de la propiedad, del
que resultaba que habían tenido tres mil rublos de pérdida y algo más. Ella no
lo recordaba con exactitud, pero el alemán, al parecer, había contado hasta el
último cuarto de copeck.
El
viejo propietario sonrió al oír hablar de las ganancias de Sviajsky. Se veía
claramente que sabía muy bien las ganancias que su vecino y jefe de la nobleza
podía tener.
-Quizá
yo no obtenga beneficios -contestó Sviajsky-, pero ello sólo indicaría que soy
un mal propietario o que invierto el capital para aumentar la renta.
-¡La
rental -exclamó Levin, horrorizado-. Puede ser que exista renta en Europa,
donde ha mejorado la tierra a fuerza de trabajarla, pero nuestra tierra empeora
cuanto más trabajo ponemos en ella, es decir que la agotamos y en este caso ya
no hay renta.
-¿Cómo
que no hay renta? Pues la ley...
-Nosotros
estamos fuera de la ley. La renta, para nosotros, no aclara nada; al contrario,
lo confunde todo. Dígame: ¿cómo el estudio de la renta puede ...?
-¿Quieren
leche cuajada? Macha, haz que nos traigan leche cuajada y frambuesas -dijo
Sviajsky a su mujer---. Este año tenemos una gran abundancia de frambuesas.
Y
Sviajsky se levantó y se alejó en inmejorable disposición de espíritu, dando
por terminada la conversación donde Levin la daba por empezada.
Al
quedarse sin interlocutor, Levin continuó la charla con el propietario,
tratando de demostrarle que la dificultad estribaba en que no se querían
conocer las cualidades y costumbres del obrero.
Pero,
como todos los hombres que piensan con independencia y viven aislados, el
propietario era muy reacio a admitir las opiniones ajenas y se atenía en exceso
a las propias. Insistía en que el aldeano ruso es un cerdo y le gustan las
porquerías, y que para sacarle de ellas se necesitaba autoridad y, a falta de
ésta, palo; pero que como entonces se era tan liberal, se había sustituido el
palo, que durara mil años, por abogados y conclusiones con cuya ayuda se
alimentaba con buena sopa a aquellos campesinos sucios a inútiles y hasta se
les medían los pies cúbicos de aire que necesitaban.
-¿Cree
usted -respondía Levin, tratando de volver a la cuestión- que no se puede
encontrar un aprovechamiento de la energía del trabajador que haga productivo
su trabajo?
-Con
el pueblo ruso, no teniendo autoridad, no será posible nunca -contestó el
propietario.
-¿Cómo
es posible encontrar nuevas condiciones? --dijo Sviajsky, después de tomar la
leche cuajada, encendiendo un cigarrillo y acercándose a los que dialogaban-.
Todos los modos de emplear la energía de los trabajadores han sido definidos y
estudiados. Ese resto de barbarie, la comunidad primitiva de caución solidaria,
se descompone por sí sola; la esclavitud ha sido aniquilada; el trabajo es
libre; sus formas, concretas, y hay que aceptarlas así. Hay peones, jornaleros,
colonos, y fuera de eso, nada.
-Pues
Europa está descontenta de tales formas. Tan descontenta, que trata de hallar
otras.
-Yo
sólo digo esto -intervino Levin-. ¿Por qué no buscar nosotros por nuestra
parte?
-Porque
sería igual que si pretendiéramos volver a inventar procedimientos para la
construcción de ferrocarriles. Estos procedimientos están ya inventados.
-Pero
¿si no convienen a nuestro país, si resultan perjudiciales? -insistió Levin.
Y
otra vez observó la expresión de temor en los ojos de Sviajsky.
-¡En
este caso celebremos nuestro triunfo y proclamemos que hemos encontrado lo que
Europa buscaba! Todo eso está muy bien, pero ¿saben ustedes lo que se ha hecho
en Europa referente a la organización obrera?
-Muy
poco.
-La
cuestión apasiona ahora a los mejores cerebros europeos. Tenemos la escuela de
Schulze-Delich... Existe además una amplia literatura sobre la cuestión obrera
en el sentido más liberal, debida a Lassalle. En cuanto a la organización de
Mulhouse, es un hecho. Seguramente no la ignoran ustedes.
-Tengo
una idea... pero muy vaga.
-Aunque
diga eso, seguramente lo sabe tan bien como yo. No soy un profesor de sociología,
pero eso me interesa y le aconsejo que, si le interesa también, la estudie.
-Y
¿a qué conclusiones ha llegado?
-Perdón,
pero...
Los
propietarios se levantaron. Sviajsky, habiendo detenido una vez más a Levin en
su molesta costumbre de escrutar en las habitaciones interiores de su cerebro,
saludó a los invitados que se marchaban.
XXVIII
Aquella
noche Levin se aburría terriblemente en compañía de las señoras; le agitaba el
pensamiento de que la insatisfacción que sentía por los asuntos de sus tierras
no era exclusiva suya sino general en toda Rusia; que encontrar una
organización en la que los obreros trabajasen como en la propiedad del
campesino que vivía a mitad de camino de casa Sviajsky no era una ilusión, sino
un problema que había que resolver, que era posible resolver y que había que
intentarlo.
Después
de saludar a las señoras y haber prometido quedarse todo el día siguiente, para
ir juntos a caballo a ver un derrumbamiento que se había producido en un
bosque del Estado, Levin, antes de retirarse, pasó al despacho de su amigo para
coger los libros sobre cuestiones obreras que Sviajsky le había ofrecido.
El
despacho era una pieza enorme, con muchas estanterías de libros y dos mesas,
una grande, de escritorio, en el centro de la habitación, y otra redonda, con
periódicos y revistas en todos los idiomas dispuestos en círculo en tomo a la
lámpara.
Junto
a la mesa escritorio se veía un archivador en cuyos cajones rótulos dorados
indicaban los distintos documentos que contenían.
Sviajsky
cogió unos libros y se sentó en una mecedora.
-¿Qué
busca usted? -preguntó a Levin, que, parandose junto a la mesa redonda, miraba
las revistas-. ¡Ah, sí! Ahí hay un artículo muy interesante -agregó,
refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano-. Resulta -añadió con
alegre animación- que el principal culpable del reparto de Polonia no fue
Federico. Parece que...
Y
Sviajsky, con su peculiar claridad, refirió brevemente aquellos nuevos a
interesantes descubrimientos de indudable importancia.
Aunque
a Levin le importaba sobre todo lo de la propiedad rural, oyendo a su huésped,
se preguntaba: " ¿Cómo será el interior de este hombre? ¿En qué puede
interesarle la división de Polonia?".
Y
cuando terminó, Levin le preguntó, involuntariamente:
-Bueno,
¿y qué?... Pero no pudo obtener nada más.
Lo
único interesante era que "resultaba"... Sviajsky no explicó, sin
embargo, ni lo creyó necesario, por qué le interesaba aquello.
-Me
interesó mucho ese propietario rural tan enfadado -dijo Levin suspirando-. Es
muy inteligente y en muchas de sus cosas tiene razón.
-¿Qué
dice usted? Es un antiguo partidario de la servidumbre, como todos ellos
-repuso Sviajsky.
-Todos
ellos son los que usted representa...
-Sí,
soy el representante de la nobleza, pero los llevo en otra dirección diferente
a la que desean -rió Sviajsky.
-El
asunto me interesa mucho --dijo Levin-. Ese hombre acierta en que el cultivo
racional de fincas va mal y que las únicas que prosperan son las de usureros,
como las de aquel otro, tan callado, y la pequeña propiedad. ¿Quién tiene la
culpa?
-Sin
duda nosotros mismos. Y, además, no es cierto que la propiedad racional no
prospere. Por ejemplo, Vasilchikov...
-Prospera
la fábrica, no las tierras.
-No
sé por qué se extraña, Levin. El pueblo ruso está a un nivel moral y material
tan bajo que es natural que se resista a aceptar lo que necesita. En Europa la
propiedad racional prospera porque el pueblo está educado, lo cual significa
que nosotros debemos educar al pueblo y nada más.
-¿Es
posible, acaso, educar al pueblo?
-Para
educar al pueblo se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.
-Usted
ha dicho que el pueblo tiene un nivel muy bajo de desarrollo material. ¿En qué
pueden servirle para eso las escuelas?
-Me
recuerda usted la anécdota de los consejos sobre la enfermedad. "Pruebe a
dar al enfermo un purgante." "Ya se lo hemos dado y se siente
peor." "Póngale sanguijuelas." "También, y empeora."
"Recen." "Ya hemos rezado, y empeora..." Nosotros somos así.
Yo le menciono la economía política y usted dice que eso es peor. Le hablo de
socialismo y me contesta que es peor. Le hablo de la educación y me dice que es
peor.
-¿De
qué pueden servir las escuelas?
-Las
escuelas despertarán en el pueblo nuevas necesidades.
-Eso
no he podido comprenderlo nunca -repuso Levin con animación-. ¿Cómo van a
ayudar las escuelas al pueblo a mejorar su estado material? Dice usted que las
escuelas y la educación despertarán en el pueblo otras necesidades? Pues peor
que peor, porque el pueblo no podrá satisfacerlas. En qué el sumar y restar y
el catecismo puedan servir para mejorar el estado material no he podido
entenderlo jamás. Anteayer encontré a una aldeana con un niño de pecho en
brazos y le pregunté de dónde venía. Me contestó que el niño tenía tos ferina y
le había llevado a la curandera para que le curase. "¿Y qué ha hecho la
mujer para curar la tos ferina a la criatura?", le pregunté. "Ha
puesto el niñito sobre la pértiga del gallinero y ha murmurado no sé qué
palabras."
-¿Lo
ve usted? ¡Usted mismo lo ha dicho! Para que la aldeana no lleve a curar a su
niño a la pértiga de un gallinero es preciso...
-¡No!
--dijo Levin irritado---. Esa curación del niño en la pértiga es para mí como
la curación del pueblo en las escuelas. El pueblo es pobre a inculto. Eso lo
vemos ambos con tanta claridad como la mujer ve la tos ferina porque el niño
tose. Pero es tan incomprensible que las escuelas puedan hacer algo por la
incultura y la miseria del pueblo como lo es que el niño cure de la tos ferina
por ponérsele en la pértiga del gallinero. Lo que hay que aclarar es el motivo
de la miseria del labriego.
-En
eso, al menos, coincide usted con Spencer, que tan poco le gusta. También opina
que la cultura sólo puede ser el resultado del bienestar y las comodidades de
la vida y los frecuentes baños, como dice él, pero nunca del saber leer y
contar.
-Celebro,
o mejor dicho lamento, coincidir con Spencer. Pero sabía lo que dice hace
mucho... Las escuelas no valen para nada; sólo serán útiles cuando el pueblo,
siendo más rico y teniendo más tiempo libre, pueda frecuentarlas.
-Sin
embargo, ahora, en toda Europa la enseñanza es obligatoria.
-¿Está
usted de acuerdo en eso con Spencer o no? -repuso Levin.
Pero
en los ojos de su amigo brilló otra vez la expresión de temor y dijo sonriendo:
-¡Lo
que usted me ha contado de la tos ferina es maravilloso! ¿Es posible que lo
haya oído usted mismo?
Levin
comprendió que no podría hallar la relación entre la vida de aquel hombre y sus
ideas. Se comprendía que le era indiferente la conclusión a la que le llevaran
sus razonamientos; él necesitaba únicamente el proceso de pensar. Y se
molestaba cuando éste le conducía a un callejón sin salida. Esto era lo único
que no quería admitir y lo evitaba, cambiando la conversación con alguna
sugestión graciosa y agradable.
Todas
las impresiones del día, empezando por la del aldeano en cuyas tierras se había
detenido y la cual le servía de base de todas sus ideas y sensaciones de hoy,
agitaron profundamente a Levin. Aquel amable Sviajsky, que sostenía opiniones
sólo para use general y que, evidentemente, poseía otros fundamentos de vida,
ocultos para Levin, formaba parte de una innumerable legión de gente que
dirigía la opinión pública mediante ideas que no sentían. Aquel enfadado
propietario, acertado en sus reflexiones, deducidas a través de su experiencia
de la vida, era injusto en sus apreciaciones sobre una clase entera -y la
mejor- de los habitantes de Rusia. Todo ello, más el descontento de sus
ocupaciones y la vaga esperanza de que se hallara a todo remedio, se fundía en
Levin en un sentimiento de interior inquietud y la espera de una pronta
resolución.
Al
quedar solo en el cuarto que le habían destinado, sobre el colchón de muelles
que le hacía saltar inesperadamente pies y brazos a cada movimiento, Levin
permaneció despierto largó rato. La conversación con Sviajsky, a pesar de haber
dicho cosas muy atinadas, no logró en ningún momento interesarle, pero las
ideas del viejo propietario merecían que se pensase en ellas. Involuntariamente
recordaba sus palabras y corregía las respuestas que él le diera.
"Sí",
pensaba, "debí decirle: Usted afirma que nuestras propiedades van mal
porque el aldeano odia todos los perfeccionamientos, y en eso tiene razón. Pero
el asunto va bien donde el aldeano obra según sus costumbres, como en la casa
del viejo que vive a la mitad del camino. Nuestro descontento de las cosas
demuestra que los culpables somos nosotros y no los trabajadores. Ya hace
tiempo que obramos al modo europeo sin considerar las cualidades de la mano de
obra. Probemos a reconocer la fuerza obrera no como una fuerza ideal de
trabajadores, sino como un conjunto de aldeanos rusos, con sus instintos
propios, y organicemos la explotación de nuestras propiedades con arreglo a
ello. Imagine usted -debí decirle- que usted llevara su propiedad como el viejo
del camino, y que hubiera sabido interesar en el éxito de la labor a los
trabajadores y que hubiese aplicado el sistema de trabajo que ellos admiten.
Entonces obtendría usted, sin agotar la tierra, dos o tres veces más que ahora.
Divídalo en dos, dé la mitad a los obreros y usted recibirá más y la mano de
obra también. Para ello hay que disminuir el nivel de ganancias a interesar a
los obreros en el éxito. El cómo es cuestión de detalles, pero indudablemente
esto es posible" .
Aquellas
ideas agitaban de un modo extraordinario a Levin. Pasó sin dormir la mitad de
la noche, reflexionando sobre la manera de realizar su pensamiento. No pensaba
volver a casa al día siguiente, pero ahora resolvió marchar de madrugada.
Además, aquella cuñada del escote le despertaba un sentimiento análogo a la
vergüenza y al arrepentimiento de haber hecho algo malo.
Sobre
todo, tenía que volver pronto a casa para presentar a los campesinos un nuevo
proyecto, antes de la sementera de otoño, a fin de poder sembrar ya en las
nuevas condiciones.
Había
decidido cambiar radicalmente el modo de dirigir su propiedad.
XXIX
La
ejecución del plan de Levin ofrecía muchas dificultades, pero trabajó en ello
activamente y aunque no llegó a lo que anhelaba, llegó a lo menos, a poder creer,
sin engañarse a sí mismo, que aquel asunto merecía sus desvelos. Uno de los
principales obstáculos consistía en que la explotación estaba ya en marcha y
era imposible interrumpirlo todo para volver a empezar de nuevo. Había que
reparar la máquina mientras trabajaba.
Cuando,
la misma tarde que llegó, comunicó sus planes al encargado, éste mostró visible
satisfacción en la parte del discurso de Levin en que afirmaba que todo lo que
había hecho hasta entonces era absurdo y no ofrecía ventaja alguna. El encargado
afirmó que él venía diciéndolo desde tiempo atrás, aunque no se le escuchaba.
Pero al manifestarle Levin sus deseos de que él tomara parte como consocio, con
todos los trabajadores, en la economía de la propiedad, el hombre se sintió
invadido de un gran desánimo, y no dio opinión determinada; y como en seguida
se puso a hablar de que había que recoger y llevar mañana las restantes
gavillas de centeno y mandar que fuesen a ordeñar las vacas, Levin comprendió
que no era momento oportuno para hablarle de la nueva organización.
Al
tratar del asunto con los aldeanos proponiéndoles el arriendo de la tierra en
nuevas condiciones, Levin hallaba el mismo obstáculo esencial: estaban tan
ocupados en las tareas que no tenían tiempo para pensar en las ventajas o desventajas
de la empresa.
El
ingenuo Iván, el vaquero, pareció comprender muy bien la proposición de Levin
de participar él y toda su familia en las ganancias de la vaquería, y manifestó
al punto su conformidad. Pero cuando Levin le explicaba las ventajas del nuevo
sistema, el rostro del campesino expresaba inquietud y pesar y, para no
escucharle hasta el fin, pretextaba algún trabajo inexcusable: o bien había de
echar pienso a la vaca madre, o llevar agua o barrer el estiércol.
Otra
dificultad consistía en la invencible desconfianza de los aldeanos, que no
podían creer que el propietario persiguiese otro objeto sino sacarles lo más
posible. Estaban seguros de que su verdadero fin lo callaba y que sólo les
decía lo que mejor convenía a sus planes.
Ellos,
al explicarse, hablaban siempre mucho, pero nunca decían lo que se proponían en
realidad. Además -y Levin pensaba que el amargado propietario tenía razón- los
aldeanos imponían siempre como condición inexcusable de cualquier trato que no
se les obligaría a emplear en el trabajo nuevos métodos ni nuevas máquinas.
Estaban
conformes en que el arado moderno trabajaba mejor, en que el arado mecánico era
preferible, pero hallaban mil causas para justificar el no emplearlos ellos.
Levin
comprendía que tendría que rebajar el nivel de la economía rural y renunciar a
perfeccionamientos de una evidente ventaja. Pero pese a las dificultades, se
salió con la suya y en otoño la cosa marchaba a su gusto o, cuando menos, así
se lo parecía.
En
principio pensó arrendar toda la propiedad, tal como estaba, a los labriegos,
jornaleros y encargado, en nuevas condiciones, como consocios. Pero pronto vio
que ello era imposible y decidió dividir en partes la propiedad. El corral,
jardín, huertas, prados y campos fueron repartidos en parcelas que debían
corresponder a diversos grupos. El ingenuo Iván, el vaquero, que, según
pareciera a Levin, comprendía la cosa mejor que nadie, escogió un grupo
compuesto en su mayor parte por sus familiares y se convirtió en consocio del
establo.
El
campo apartado, dedicado a pastos, inculto desde hacía ocho años, fue elegido
por el inteligente carpintero Fedor Resunov, con seis familias de aldeanos en
nuevas condiciones de cooperación. El aldeano Churaev arrendó en iguales
condiciones todas las huertas. El resto seguiría como antes, pero aquellas tres
partes eran el principio del nuevo orden y ocupaban completamente a Levin.
Cierto
que las cosas en el establo no iban mejor que anteriormente y que Iván se
oponía tenazmente a que el local de las vacas tuviera calefacción y a que se
elaborara manteca de leche fresca, afirmando que las vacas con el frío comerían
menos y que la mantequilla de leche agria era más cómoda de guardar. Además
insistía en hablar del suelo y no le interesaba que el dinero recibido por él
no fuera sueldo, sino anticipos a cuenta de futuras ganancias. Verdad es que el
grupo de Fedor Resunov no trabajó la tierra con arados, como estaba convenido,
disculpándose con que quedaba poco tiempo. Verdad también que, aunque los
aldeanos de este grupo habían convenido llevar la tierra en nuevas condiciones,
no la consideraban común, sino arrendada, y más de una vez tanto los campesinos
del grupo como el propio Fedor solían decir a Levin: "Tal vez fuera mejor
entregarle dineros por esta tierra: sería más cómodo y nosotros tendríamos más
libertad". También, con distintos pretextos, estos aldeanos aplazaban la
construcción convenida de una granja y corral, y así llegó el invierno. Era
verdad que Churaev, que sin duda había comprendido mal las condiciones en que
recibía la tierra, quiso subarrendar los huertos, en parte, a los campesinos.
Era
verdad, en fin, que, hablando a veces con los labriegos sobre las ventajas de
la nueva explotación, Levin veía que ellos no hacían más que escuchar el sonido
de su voz, dejando comprender que él podría decir lo que quisiera, pero que a
ellos no había quien les engañase.
Lo
notaba particularmente cuando hablaba con Resunov, que era el más inteligente
de los campesinos, descubriendo en sus ojos un brillo especial que evidenciaba
que se reía de Levin y que estaba seguro de que, si alguien iba a ser engañado,
no sería ciertamente Fedor.
Pero,
a pesar de todo esto, Levin creía que la empresa prosperaba y que, llevando las
cuentas en regla a insistiendo en sus propósitos con miras al futuro, podría
demostrarles las ventajas de aquel sistema, en cuyo caso las cosas marcharían
por sí solas.
Aquellas
ocupaciones, más las de la parte de su propiedad con que se quedó y la
actividad literaria desplegada en su obra, le llenaron de tal modo todo el
verano que apenas salió a cazar.
A
finales de agosto se enteró por un criado que fue a devolverle su silla de que
las Oblonsky se habían ido a Moscú. Comprendió que al cometer la grosería, de
la que no podía acordarse sin enrojecer de vergüenza, de no contestar a Daria
Alejandrovna, había quemado sus naves y no podría volver nunca a casa de los
Oblonsky. Del mismo modo había obrado con los Sviajsky, de cuya casa se fuera
sin despedirse. Pero tampoco a aquella casa contaba volver nunca.
Todo
ello, ahora, le era igual. Su tarea de organizar la propiedad sobre nuevos
principios le ocupaba tan completamente como nunca en la vida lo hiciera
actividad alguna.
Leyó
los libros que le prestara Sviajsky, tomando notas de lo que no conocía; leyó
también otros libros político-económicos y sociológicos que trataban del mismo
asunto; pero, como suponía, no halló nada que se refiriese a lo que le
interesaba.
En
los libros de economía política, por ejemplo en los de Mill, que fue el primer
autor que Levin leyó con apasionamiento, esperando hallar a cada instante la
solución de los problemas que le preocupaban, encontró leyes deducidas de la
situación de la economía europea, pero no pudo aceptar que leyes inaplicables a
Rusia habrían de ser generales.
Lo
mismo vio en los libros socialistas: o eran hermosas e irrealizables fantasías,
que ya le sedujeran de estudiante, o simples arreglos y reparaciones del estado
de cosas que existía en Europa con el que la cuestión agraria rusa nada tenía
de común.
La
economía política decía que las leyes que regían y determinaban la riqueza
europea eran leyes generales a indudables, mientras la escuela socialista
afirmaba que el desarrollo según aquellas leyes conduce a la ruina. Y ni unos
ni otros daban ni siquiera la menor indicación sobre lo que Levin y los
campesinos rusos debían hacer con sus millones de brazos y de deciatinas a fin
de que diesen el máximo rendimiento para el bienestar común.
Una
vez que empezó, Levin leyó a conciencia cuanto se refería a su asunto y tomó la
decisión de ir en otoño al extranjero para estudiar las cosas sobre el terreno
y evitar que le sucediera con aquel problema lo que con tanta frecuencia le
había sucedido con los otros. En efecto, cuantas veces había discutido con
alguien y, empezando a comprender a su interlocutor, se disponía a exponer su
punto de vista, tantas otras se le había interrumpido diciéndole: "¿No ha
leído a Kauffman, Dubois y Michelet? Léalos; han resuelto ya la cuestión".
Pero
Levin veía ahora claramente que aquellos autores no habían resuelto nada. Veía
que Rusia tenía tierras espléndidas y espléndidos trabajadores, y que, en
algunos casos, como el de aquel viejo del camino, la tierra daba mucho, pero
que, en la mayoría de las ocasiones, cuando el capital se aplicaba a la tierra
al modo europeo, tierra y trabajadores producían poco, lo que dependía de que
los trabajadores no querían trabajar ni trabajaban más que a su manera, y que
esta resistencia no era casual, sino constante y basada en el propio espíritu
del pueblo. Levin creía que el pueblo ruso llamado a poblar y cultivar enormes
espacios no ocupados, hasta el momento en que todos lo estuviesen, empleaba,
conscientemente, procedimientos adecuados, se atenía a las costumbres
necesarias para ello, y que tales procedimientos no eran, ni con mucho, tan
malos como generalmente se creía. Y pretendía demostrarlo teóricamente en su
libro y prácticamente en su propiedad.
XXX
A
fines de septiembre llevaron madera para construir los establos en la tierra
trabajada a medias, vendieron la mantequilla y se repartieron los beneficios.
En
la práctica, todo iba bien en la propiedad, o así se lo parecía a Levin. Y para
aclararlo teóricamente y terminar la obra que, según sus ilusiones, no sólo
produciría una revolución en la economía política, sino que destruiría
completamente esta ciencia y cimentaría otra nueva, basada en las relaciones
del pueblo y la tierra, sólo necesitaba ir al extranjero, estudiar sobre el
terreno cuanto se hubiese hecho en aquel sentido y encontrar las pruebas evidentes
de que todo lo realizado en este sentido era superfluo.
Levin
no esperaba más que la venta del trigo candeal para cobrar el dinero y
marcharse. Pero empezaron las lluvias, que no permitieron recoger el grano ni
las patatas que habían quedado en el campo, se interrumpieron todos los
trabajos y hasta la venta del trigo quedó suspendida. Los caminos estaban
impracticables de barro, el agua arrastró dos molinos y el tiempo era cada vez
peor.
El
30 de septiembre salió el sol desde por la mañana y Levin, confiando en un
cambio de tiempo, comenzó seriamente a preparar el viaje.
Ordenó
vender el trigo, envió a su encargado a cobrar en casa del comprador y salió a
recorrer la propiedad para dar las últimas instrucciones antes de marchar al
extranjero.
Lo
arregló todo y, mojado del agua que caía a chorros sobre su gabán de cuero,
filtrándosele por el cuello y por las aberturas de las botas, pero en excelente
estado de ánimo, regresó a casa por la tarde.
El
tiempo empeoró más aún por la noche. El granizo castigaba de tal modo al
caballo, ya empapado, que el animal marchaba de lado, sacudiendo la cabeza y
las orejas.
Pero
Levin se sentía a gusto bajo su capucha y miraba alegremente, ora los turbios
arroyos que corrían por las rodadas, ora las gotas de lluvia que pendían de
cada ramita seca, ora las manchas blancas del granizo no fundido sobre las
tablas del puente, ora las hojas, abundantes aún, de los olmos, que rodeaban de
una capa espesa los troncos desnudos.
A
pesar del tono sombrío de la naturaleza que le rodeaba, Levin se sentía
agradablemente excitado. Su conversación con los labriegos en el pueblo lejano
le había mostrado que iban acostumbrándose al nuevo orden de cosas.
El
viejo guarda en cuya casa entró Levin a secarse parecía aprobar el actual
sistema y hasta se ofreció para entrar como consocio en la compra de animales
de labor.
"Insistiendo
con tenacidad en mi fin, lo conseguiré", pensaba Levin. "Hay que
trabajar. No es un interés personal, se trata del bien común. La manera de
trabajar las tierras, la situación de todo el pueblo, deben cambiar. En vez de
pobreza habrá riqueza y bienestar generales; en vez de enemistades, unión y
comunidad de intereses. En una palabra, será una revolución incruenta, pero una
gran revolución, primero en nuestro pequeño distrito provincial, luego en la
provincia, más tarde en Rusia y en todo el mundo. Porque una idea justa no
puede ser infructuosa. Sí, para tal fin vale la pena trabajar. Y esto lo hago
yo, Kostia Levin, el mismo que fue al baile con corbata negra y a quien la princesa
Scherbazky negó su mano; y el hecho de que sea un hombre tan insignificante y
digno de lástima nada significa. Estoy seguro de que también Franklin se sentía
pequeño y no confiaba en sí mismo al recordar lo poco que era. No: esto no
significa nada. También Franklin tenía seguramente su Agafia Mijailovna a la
que confiaba sus secretos."
Absorto
con estas ideas, Levin llegó a casa ya oscurecido.
El
encargado había ido a ver al comprador del trigo y venía con parte del dinero.
El trato con el guarda había quedado hecho y por el camino el encargado supo
que en todas partes el trigo estaba aún sin recolectar, así que los ciento
sesenta almiares propios que habían quedado sin recoger no eran nada comparados
con lo que tenían los demás.
Levin,
como siempre, después de comer se sentó en la butaca con su libro y, mientras
leía, continuó pensando en el viaje que iba emprender relacionado con su obra.
Hoy veía con especial claridad toda la importancia de su empresa, y la esencia
de sus pensamientos se iba traduciendo en su cerebro en redondos períodos, en
frases concretas.
"Tengo
que apuntarlo", pensó. "Esto constituirá la breve introducción que
antes he considerado innecesaria."
Se
levantó para acercarse a su mesa escritorio y "Laska", que estaba
tendida a sus pies, se levantó también, estirándose, y le miró como
preguntándole adónde tenía que ir.
No
tuvo tiempo de apuntar nada, porque llegaron los capataces y Levin hubo de
salir al recibidor para hablar con ellos.
Después
de darles órdenes para el día siguiente fue a su despacho y empezó a trabajar.
"Laska" se acomodó a sus pies y Agaña Mijailovna se sentó en su
puesto de siempre a hacer calceta.
Después
de escribir un rato, Levin recordó de pronto a Kitty con extraordinaria
claridad, evocando su negativa y su último encuentro, y con este recuerdo se
levantó y empezó a pasearse por la estancia.
-Está
usted aburriéndose -dijo Agafia Mijailovna-. ¿Por qué se queda en casa? Habría
hecho bien en irse a las aguas, puesto que tiene el viaje preparado.
-Me
voy pasado mañana. Pero antes tengo que dejar arreglados mis asuntos de aquí.
-¿Qué
asuntos? ¿Le parece poco lo que ha hecho por los campesinos? ¡Por algo dicen
que su señor va a recibir una buena recompensa del Zar! Pero ¡qué raro es que
se preocupe usted de ellos!
-No
me preocupo sólo de ellos; hago también una cosa útil para mí.
Agafia
Mijailovna conocía con detalle todos los planes de Levin sobre su finca. Éste
explicábale a menudo minuciosamente sus pensamientos y a veces discutía con
ella cuando no estaba de acuerdo con sus explicaciones. Pero ahora Agafia
Mijailovna había dado a sus palabras una interpretación muy diferente al
sentido con que él las dijera.
-Sabido
es que de aquello que uno debe preocuparse más es de su alma -dijo suspirando-.
Pero, mire, Parfen Denisich, que no sabía leer ni escribir, murió hace poco con
una muerte que así nos mande Dios a todos -y añadió, refiriéndose a aquel
criado fallecido recientemente-: Le confesaron y le dieron la extremaunción.
-No
me refiero a eso -repuso Levin-. Digo que trabajo por mi propio provecho.
Cuanto mejor trabajen los campesinos más gano yo.
-Haga
usted lo que quiera: el perezoso continuará en su pereza. El que tiene
conciencia trabaja bien. Si no la tiene, es inútil hacer nada.
-Pues
usted misma dice que Iván cuida mejor ahora los animales.
-Una
cosa le digo -respondió Agafia Mijailovna, y se notaba que no lo decía por
azar, sino que era el fruto de un pensamiento muy madurado-. Necesita usted
casarse. Eso es lo que tiene que hacer.
Que
ella mencionase lo que él pensaba en aquel momento disgustó y enojó a Levin.
Arrugó
el entrecejo y, sin contestarle, comenzó de nuevo a trabajar, repitiéndose
cuanto pensaba sobre la trascendencia de aquel trabajo.
De
vez en cuando escuchaba, en el silencio, el rumor de las agujas de Agafia
Mijailovna que le llevaban a recordar lo que no quería. Y fruncía de nuevo las
cejas.
A
las nueve se oyó un ruido de campanillas y el sordo traqueteo de un carruaje
avanzando por el barro.
-Vaya,
ya tiene usted visitas. Así no se aburrirá tanto ---dijo Agafia Mijailovna
dirigiéndose a la puerta.
Pero
Levin se adelantó. Su trabajo no prosperaba de momento y se alegraba de que
llegase un visitante, fuera quien fuera.
XXXI
En
la mitad de las escaleras, Levin oyó en el recibidor una conocida tosecilla,
aunque no muy clara, porque la apagaban sus propios pasos. Esperaba haberse
equivocado; vio luego una silueta alta y huesuda que le era familiar, y
parecíale que no podía engañarse, pero continuaba confiando en que sufría un
error y que aquel hombre alto que se quitaba el abrigo tosiendo no era su
hermano Nicolás.
Levin
quería a su hermano, pero vivir con él siempre había constituido para él un
tormento. Ahora, bajo el influjo del pensamiento que de pronto le acudió a la
mente y en virtud de la indicación de Agafia Mijailoyna, se encontraba en un
estado de ánimo muy confuso, y ver a su hermano le era particularmente penoso.
En
vez de un visitante, extraño, sano y alegre, que Levin esperaba que pudiera
distraerle de su preocupación, se veía obligado a tratar a su hermano, que le
comprendía a fondo, y que leería en sus pensamientos más recónditos y le
forzaría a hablar con toda sinceridad. Y Levin no lo deseaba.
Irritado
contra sí mismo por aquel mal sentimiento, bajó al recibidor. Pero apenas vio a
su hermano, aquel sentimiento de decepción personal se desvaneció en él
sustituido por la compasión.
Antes,
el aspecto de su hermano, con su terrible delgadez y su estado enfermizo, era
aterrador; pero ahora había adelgazado todavía más y se le veía completamente agotado.
Era un esqueleto cubierto sólo con la piel.
Nicolás,
de pie en el recibidor, sacudía su cuello delgado, quitándose la bufanda,
mientras sonreía de un modo lastimero y extraño. Viendo aquella sonrisa débil y
sumisa, Levin sintió que un sollozo le oprimía la garganta.
-¡Al
fin he venido a tu casa -dijo Nicolás, con voz apagada, sin apartar un segundo
los ojos del rostro de su hermano-. Hace tiempo que me lo proponía, pero me
hallaba muy mal. Ahora mi salud ha mejorado mucho -concluyó secándose la barba
con las grandes y flacas palmas de sus manos.
-Bien,
bien -contestó Levin.
Y
se asustó más aún cuando, al besar a su hermano, sintió en sus labios la
sequedad de su cuerpo y vio de cerca el extraño brillo de sus grandes ojos.
Algunas
semanas antes, Constantino Levin había escrito a Nicolás diciéndole que había
vendido la pequeña parte de tierras que quedaba sin repartir y que podía cobrar
lo que le correspondía, que eran unos dos mil rublos.
Nicolás
dijo que venía a cobrar aquella cantidad y, sobre todo, a pasar algún tiempo en
la casa natal, tocar con su planta la tierra y, como los antiguos héroes,
recibir fuerzas de ella para su futura actividad.
A
pesar de su mayor encorvamiento, de su increííble delgadez, sorprendente en su
estatura, sus movimientos eran, como siempre, rápidos a impulsivos.
Levin
le acompañó a su despacho. Su hermano se mudó con especial cuidado -cosa que
antes no hacía nunca-, peinó sus cabellos escasos y rígidos y subió, sonriendo,
al piso alto.
Estaba
de excelente humor, alegre y cariñoso como su hermano le recordaba en su
infancia, y hasta mencionó sin rencor a Sergio Ivanovich. Al ver a Agafia
Mijailovna, bromeó con ella y le preguntó por los antiguos servidores. Se
impresionó al saber la muerte de Parfen Denisich y en su rostro se dibujó una
expresión de temor; pero recobróse en seguida.
-Era
muy viejo -observó, cambiando de conversación-. Pues sí, pasaré contigo un par
de meses y luego me volveré a Moscú. Miagkov me ha prometido un empleo;
trabajaré... Quiero modiîicar mi vida -continuó diciendo-. ¿Sabes que me he
separado de aquella mujer?
-¿De
María Nicolaevna? ¿Por qué?
-Porque
era una mala mujer. Me dio muchos disgustos.
No
dijo cuáles, sintiéndose incapaz de confesar que se había separado de ella por
hacerle un té demasiado flojo y principalmente por cuidarle como a un enfermo.
-En
una palabra, quiero cambiar de raíz mi modo de vivir. He cometido tonterías,
como todos, pero no me arrepiento de ninguna. He perdido mis bienes, pero
tampoco esto me interesa. La salud es lo principal y, gracias a Dios, ahora me
he repuesto.
Levin
le oía sin saber qué decir. Seguramente Nicolás sentía lo mismo y se puso a
hacerle preguntas sobre sus asuntos. Y Levin, contento de poder hablar de sí
mismo, porque de este modo ya no necesitaba fingir, le expuso sus planes
futuros y el sentido de su actividad.
Su
hermano le escuchaba, pero era evidente que aquello no le interesaba.
Los
dos hombres se sentían tan próximos el uno al otro que el más insignificante
movimiento, hasta el tono de su voz, decía más para ambos que cuanto pudieran
expresar las palabras.
Ahora
los dos sentían lo mismo: la inminencia de la muerte de Nicolás, que pesaba
sobre todo lo demás y lo borraba. Ni uno ni otro osaban, sin embargo, hablar de
ello, y por esto todo lo que hablaban eran falsedades, pues que no expresaban
lo que había en sus pensamientos. Jamás Levin se alegró tanto como aquel día de
que llegase la hora de irse a dormir; jamás ante ningún extraño, en ninguna
visita de cumplido, estuvo tan falso y artificial.
La
conciencia de su falta de naturalidad y el arrepentimiento de ella aumentaban
cada vez más. Sentía ganas de llorar viendo a su hermano tan querido próximo a
la muerte y, no obstante, había de escucharle contar sus planes de vida.
La
casa era húmeda y sólo una pieza tenía calefacción, por lo cual Levin acomodó a
su hermano en su propio dormitorio, detrás de una mampara.
Durmiera
o no, su hermano se agitaba como un enfermo, tosía y, cuando la tos no le
aliviaba, gemía. De vez en cuando exhalaba un suspiro y exclamaba: "¡Ay,
Dios mío!". Y cuando la expectoración le ahogaba decía irritado:
"¡Ah, diablo!" .
Levin,
oyéndole, no pudo dormirse hasta muy tarde. Sus diversos pensamientos se
resumían en uno: el de la muerte.
La
muerte, como fin inmediato de todo, surgió en su cerebro por primera vez. Y la
muerte estaba aquí, con aquel hermano querido que, a medio dormir, invocaba a
Dios o al diablo, con indiferencia y por costumbre. La muerte, pues, no se
hallaba tan lejos como creyera antes. Estaba en sí mismo. Levin la sentía. Si
no hoy, mañana, y si no dentro de treinta años. Pero la muerte vendría. ¿Qué
más daba cuando viniera? Y lo que fuera aquella muerte inevitable no sólo Levin
no lo sabía ni lo meditaba nunca, sino que ni se atrevía a pensar en ella.
"Trabajo,
trato de hacer algo y olvido que todo termina, que existe la muerte."
Estaba
sentado en la cama, en la oscuridad, encorvado, abrazando sus rodillas. Retenía
la respiración para concentrar su mente y pensaba. Pero cuanto más forzaba su
pensamiento, con más claridad veía que aquello era así, que había olvidado un
pequeño detalle: que la muerte llegaría y que contra la muerte nada se podría
hacer. Era terrible, pero era así.
"Sin
embargo, todavía estoy vivo. ¿Qué debo hacer? ¿Qué haré ahora?", se decía
desesperado.
Encendió
la bujía, se levantó con precaución y se miró al espejo cabellos y rostro. Sí:
en las sienes había canas. Abrió la boca. Las muelas posteriores empezaban a
cariarse. Descubrió sus musculosos brazos. Tenía mucha fuerza, sí, pero también
Nicoleñka, que ahora respiraba a su lado con los restos de sus pulmones, había
tenido un día el cuerpo vigoroso.
Recordó
de repente cuando, de niños, dormían ambos en la misma habitación y sólo
esperaban que Fedor Bogdanovich saliera para poder tirarse los almohadones
mutuamente y reír, reír sin freno, sin que el miedo.a Fedor Bogdanovich pudiera
reprimir aquella conciencia de la alegría de vivir que desbordaba de ellos y
crecía como la espuma...
"
Y ahora Nicoleñka tiene el pecho hundido y vacío y yo... yo no sé para qué debo
vivir ni qué puedo esperar."
-¡Ejem,
ejem! ¡Ah, diablo! -exclamó su hermano-. ¿Por qué das tantas vueltas y no te
duermes?
-No
sé. Tengo insomnio.
-Pues
yo he dormido muy bien. Ni siquiera tengo sudor. Mira, toca mi camisa. ¿Verdad
que no tengo sudor?
Levin
tocó la camisa, se fue detrás de la mampara y apago la luz, pero no pudo
dormirse en mucho rato.
Apenas
había solucionado el problema de cómo vivir, se le presentaba ya otro
insoluble: la muerte.
"Mi
hermano está muriéndose. Morirá quizá para la primavera. ¿Y cómo puedo
ayudarle? ¿Qué puedo decirle? ¿Qué sé yo de la muerte, si hasta había olvidado
que existiese? ..."
XXXII
Levin
había observado que cuando los hombres extreman su condescendencia y docilidad
hasta el exceso no tardan en hacerse insoportables con sus exigencias y su
susceptibilidad exageradas, y tenía la sensación de que así había de suceder
también con su hermano.
Y,
en efecto, la docilidad de Nicolás duró poco. Desde la mañana siguiente volvió
a mostrarse irritable y se aplicaba a buscar pendencias con su hermano,
hiriéndole en los puntos más delicados de su sensibilidad.
Levin,
sin poderlo remediar, se sentía culpable. Adivinaba que, de no haber fingido y
de haberse hablado los dos, como se dice, con el corazón en la mano, esto es,
expresando sinceramente lo que pensaban y sentían, se habrían mirado a los ojos
el uno al otro y Constantino habría pronunciado una interminable retahíla de
"Vas a morir, a morir, a morir...", mientras Nicolás le habría
contestado siempre: "Lo sé y tengo miedo, tengo miedo...".
Nada
más que esto podían haberse dicho de haber hablado con el corazón en la mano.
Pero así habría sido imposible vivir y por ello Constantino se esforzaba en
hacer lo que había intentado durante toda su existencia y lo que había
observado que otros hacían tan bien, aquello sin lo cual la vida era imposible:
decir lo que no pensaba. Continuamente se daba cuenta de que no conseguía su
propósito, de que su hermano le adivinaba el juego, y ello le llenaba de
irritación.
Al
tercer día, Nicolás pidió a su hermano que le explicase su plan y, no sólo lo
criticó, sino que, adrede, lo empezó a confundir con el comunismo.
-Has
tomado un pensamiento ajeno, lo has estropeado y quieres aplicarlo aquí en
donde es inaplicable.
-Te
digo que no tiene nada que ver con el comunismo, el cual niega la propiedad, el
capital y la herencia. Yo no niego ese estímulo esencial -aunque Levin odiaba
estas palabras, desde que se ocupaba de aquella cuestión empleaba con más
frecuencia terminología extranjera-. Yo no aspiro más que a regular el trabajo.
-Es
decir, que has tomado una idea ajena, quitándole cuanto tenía de sólido, y
aseguras que es algo nuevo -dijo Nicolás, arreglándose nerviosamente la
corbata.
-Mi
idea no tiene nada de común con...
-En
aquello otro -decía Nicolás, con los ojos brillantes de irritación y sonriendo
con ironía- hay por lo menos el encanto de lo geométrico, el encanto de lo
claro y evidente. Quizá sea una utopía, pero imaginemos que pueda hacerse tabla
rasa de todo lo pasado y no haya ya ni propiedad ni familia, y según eso se
organiza el trabajo. ¡Pero tú no ofreces nada de eso!
-¿Por
qué te empeñas en confundir las cosas? Jamás he sido comunista.
-Yo
lo he sido y la idea me pareció prematura, pero razonable para el porvenir,
como el cristianismo en los primeros tiempos.
-Pues
yo no creo sino que hay que considerar la mano de obra desde el punto de vista
de la Naturaleza, estudiarla, conocer sus características y...
-Es
del todo inútil. Esa fuerza halla por sí sola, a medida que se desarrolla, el
empleo propio de su actividad. En todas partes ha habido primero esclavos y
luego trabajadores a medias. También nosotros los tenemos; existen peones,
colonos... ¿Qué buscas aún?
Levin
se agitó súbitamente al oírle porque en el fondo de su ser adivinaba que el
reproche era cierto, que acaso trataba de situarse entre el comunismo y el
sistema establecido y que probablemente ello era imposible.
-Busco
medios de trabajar con provecho para mí y para el trabajador. Quiero
arreglar... -empezó animadamente.
-No
quieres arreglar nada. Has vivido siempre así, tratando de ser un hombre
original y mostrar que si explotas a los campesinos es en nombre de una idea.
-Bien:
si lo crees así, déjame en paz contestó Levin, sintiendo que el músculo de su
mejilla izquierda temblaba involuntariamente.
-No
has tenido ni tienes opiniones personales, y no aspiras más que a satisfacer tu
amor propio.
-Bien;
supongamos que así sea y déjame en paz.
-Muy
bien, te dejo en paz y ya puedes irte al diablo. Lamento profundamente haber
venido.
Pese
a todos los esfuerzos de Levin para calmar a su hermano, Nicolás ya no quiso
escuchar nada más, diciendo que valía más separarse, y Constantino comprendió
que su hermano estaba ya harto de vivir allí.
Ya
se hallaba Nicolás preparado para marcharse cuando Levin entró en su cuarto y
le pidió, algo forzadamente, que le perdonara si le había ofendido en algo.
-¡Oh,
qué alma tan magnánima! -dijo Nicolás, sonriendo-. Si quieres quedar como
justo, te concedo ese placer. Tienes razón; admito tus excusas, pero, de todos
modos, me marcho.
Antes
de despedirse, Nicolás besó a su hermano y le dijo, mirándole con gravedad a
los ojos:
-A
pesar de todo, no me guardes rencor, Kostia.
Y
su voz temblaba.
Fueron
éstas las únicas palabras sinceras que pronunciaron.
Levin
entendió que debía interpretarlas así: "Ya ves y sabes lo mal que estoy, y
que acaso no volvamos a vernos". Lo comprendió y las lágrimas brotaron de
sus ojos. Besó una vez más a su hermano, pero no supo ni pudo decirle nada.
A
los tres días de haberse ido Nicolás, Levin marchó al extranjero.
En
el tren encontró a Scherbazky, el primo hermano de Kitty, quien se extrañó del
aspecto sombrío de Levin.
-¿Qué
te pasa? -le preguntó.
-Nada.
Pero en este mundo hay muy pocas cosas alegres. -¿Que hay pocas cosas alegres?
¿Quieres venir conmigo a París en lugar de ir a ese Mulhouse? ¡Ya verás si
aquello es alegre o no!
-Para
mí todo esto ha pasado y es hora ya de ir pensando en la muerte.
-¡Caramba!
¡Dices unas cosas! ¡Y yo que me dispongo a comenzar a vivir!
-También
yo pensaba así hace poco. Pero ahora estoy seguro de que no tardaré en morir.
Las
palabras de Levin reflejaban sinceramente su pensamiento de estos últimos
tiempos. En todas partes veía sólo la muerte o su proximidad.
No
obstante, la obra iniciada le preocupaba. Debía vivir de un modo a otro el
resto de su vida hasta que llegara la muerte. La oscuridad le cerraba todo
camino, pero precisamente, a consecuencia de aquella oscuridad, comprendía que
la única luz que podía guiarle en ella era su empresa. Y Levin se aferraba a
ella con todas las energías.
CUARTA PARTE
I
Los
Karenin, marido y mujer, seguían viviendo en la misma casa y se veían a diario;
pero eran completamente extraños entre sí. Alexey Alejandrovich se impuso la
norma de ver diariamente a su esposa para evitar que los criados adivinasen lo
que sucedía, aunque procuraba no comer en casa.
Vronsky
no visitaba nunca a los Karenin, pero Ana le veía fuera y su esposo lo sabía.
La
situación era penosa para los tres y ninguno la habría soportado un solo día de
no esperar que cambiase, como si se tratara de una dificultad pasajera y amarga
que había de disiparse sin tardar.
Karenin
confiaba en que aquella pasión pasaría, como pasa todo, que todos habían de
olvidarse de ella y que su nombre continuaría sin mancha.
Ana,
de quien dependía principalmente aquella situación y a quien le resultaba más
penosa que a nadie, la toleraba porque, no sólo esperaba, sino que creía
firmemente que iba a tener un pronto desenlace y a quedar clara. No sabía cómo
iba a producirse tal desenlace, pero estaba absolutamente convencida de que
ocurriría sin tardar.
Vronsky,
involuntariamente sometido a Ana, confiaba también en una intervención exterior
que había de zanjar todas las dificultades.
A
mediados de invierno, Vronsky pasó una semana muy aburrida. Fue destinado a
acompañar a un príncipe extranjero que visitó San Petersburgo, y al que debía
llevar a ver todo lo digno de ser visto en la ciudad. Este honor, merecido por
su noble apostura, el gran respeto y dignidad con que sabía comportarse y su
costumbre de tratar con altos personajes, le resultó bastante fastidioso. El
Príncipe no quería pasarse por alto ninguna de las cosas de interés que pudiera
haber en Rusia y sobre las cuales pudiera ser preguntado después en su casa.
Quería, además, no perder ninguna de las diversiones de allí. Era preciso,
pues, orientarle en ambos aspectos. Así, por las mañanas, salían a visitar
curiosidades y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El
Príncipe gozaba de una salud excelente y hasta extraordinaria en hombres de su
alta jerarquía, y, gracias a la gimnasia y a los buenos cuidados había
infundido a su cuerpo un vigor tal, que, pese a los excesos con que se
entregaba en los placeres, estaba tan lozano como uno de esos enormes pepinos
holandeses, frescos y verdes.
Viajaba
mucho y opinaba que una de las grandes ventajas de las modernas facilidades de
comunicación consistía en la posibilidad de gozar sobre el terreno de las
diferentes diversiones de moda en cualquier país.
En
sus viajes por España había dado serenatas y había sido el amante de una
española que tocaba la guitarra. En Suiza, había matado un rebeco en una
cacería. En Inglaterra, vestido con una levita roja, saltó cercas a caballo, y
mató, en una apuesta, doscientos faisanes. En Turquía, visitó los harenes, en
la India montaba elefantes y ahora, llegado aquí, esperaba saborear todos los
placeres típicos de Rusia.
A
Vronsky, que era a su lado una especie de maestro de ceremonias, le costaba
mucho organizar todas las diversiones rusas que diferentes personas ofrecían al
Príncipe. Hubo paseos en veloces caballos, comidas de blini, cacerías de
osos, troikas, gitanas y francachelas acompañadas de la costumbre rusa de
romper las vajillas. El Príncipe asimiló el ambiente ruso con gran facilidad:
rompía las bandejas con la vajilla que contenían, sentaba en sus rodillas a las
gitanas y parecía preguntar:
"¿No
hay más? ¿Sólo consiste en esto el espíritu ruso?"
A
decir verdad, de todos los placeres rusos, el que más agradaba al Príncipe eran
las artistas francesas, una bailarina de bailes clásicos y el champaña carta
blanca. Vronsky estaba acostumbrado a tratar a los príncipes, pero, bien porque
él mismo hubiera cambiado últimamente, o por tratar demasiado de cerca a aquel
personaje, la semana le pareció terriblemente larga y penosa. Durante toda ella
experimentaba el sentimiento de un hombre al lado de un loco peligroso,
temiendo, a la vez, la agresión del loco y perder la razón por su proximidad.
Se
hallaba, pues, en la continua necesidad de no aminorar ni un momento su aire de
respeto protocolario y severo para no mostrarse ofendido. Con gran sorpresa
suya, el Príncipe solía tratar despectivamente a las personas que se afanaban
en ofrecerle diversiones típicas. Sus opiniones sobre las mujeres rusas, a las
que se proponía estudiar, más de una vez encendieron de indignación las
mejillas de Vronsky.
La
causa principal de que el Príncipe le resultase tan insoportable era que
Vronsky, sin él quererlo, se veía reflejado en el otro, y lo que veía en aquel
espejo no halagaba en manera alguna su amor propio. Veía a un hombre necio muy
seguro de sí mismo, rebosante de salud, y esmerado en el cuidado de su persona
y nada más. Era, es verdad, un caballero, y eso Vronsky no podía negarlo. Era,
como él, llano y no adulador con sus superiores, natural y sencillo con sus
iguales y despectivamente bondadoso con sus inferiores.
Vronsky
era también así y lo consideraba como un gran mérito; pero como, en comparación
con el Príncipe, él era inferior, el trato despectivamente bondadoso que se le
dispensaba le ofendía.
"¡Qué
necio! ¿Es posible que también yo sea así?", se preguntaba.
Fuese
como fuese, al séptimo día, en una estación intermedia, de regreso de una
cacería de osos en la que durante toda la noche había el Príncipe ensalzado la
bravura rusa, pudo al fin Vronsky despedirse de él, que partía para Moscú; el
joven, después de haberle oído expresar su agradecimiento, se sintió feliz de
que aquella situación enojosa hubiese concluido y de no tener que mirarse más
en aquel espejo detestable.
II
Al
volver a casa, Vronsky halló un billete de Ana, que le escribía:
Estoy
enferma y soy muy desgraciada. No puedo salir, pero tampoco vivir sin verle.
Venga esta noche. A las siete, Alexey Alejandrovich sale para ir a un consejo y
estará fuera hasta las diez.
Vronsky
reflexionó un momento. La invitación de Ana a que fuera a verle a su casa, a
pesar de la prohibición de su marido, le parecía extraña, pero, no obstante,
decidió ir.
Aquel
invierno, Vronsky, nombrado coronel, había dejado el regimiento y vivía solo.
Después de almorzar, se tendió en el diván y, a los cinco minutos, los
recuerdos de las grotescas escenas que viviera en los últimos días, se
mezclaron en su cerebro con imágenes de Ana y del campesino que desempeñara el
papel de batidor en la caza del oso, y se durmió.
Despertó
en la oscuridad, sobrecogido de terror, y encendió precipitadamente una bujía.
"¿Qué
pasa? ¿Qué he soñado ahora? ¡Ah, sí! El campesino que organizaba la batida,
aquel campesino sucio, de barbas desgreñadas, hacia no sé qué cosa,
inclinándose, y de pronto empezó a hablar en francés... Unas palabras muy
extrañas... Pero no había en ello nada terrible. ¿Por qué me lo pareció
tanto?", se dijo.
Recordó
vivamente al campesino y las incomprensibles palabras en francés que
pronunciara, y un escalofrío de horror le hizo estremecen
"¡Qué
tontería! " , pensó.
Miró
el reloj. Eran los ocho y media. Llamó al criado, se vistió precipitadamente y
salió, olvidando el sueño y con la sola preocupación de que acudía tarde.
Cuando llegaba a casa de los Karenin, eran las nueve menos diez. Un coche
estrecho y alto, con dos caballos grises, estaba parado junto a la puerta, y
Vronsky reconoció el carruaje de Ana.
"Se
proponía ir a mi casa", pensó. "Y hubiera sido mejor. Me es
desagradable entrar aquí. Pero, es igual. No puedo esconderme." Y con la
desenvoltura, adquirida desde la infancia, del hombre que no tiene nada de qué
avergonzarse, descendió del trineo y se acercó a la puerta. Ésta se abrió en
aquel momento. El portero, con la manta de viaje bajo el brazo, apareció
llamando el coche.
Vronsky,
aunque no solía fijarse en pormenores, notó la expresión de sorpresa con que
aquél le miraba. Casi en el umbral, el joven tropezó con Alexey Alejandrovich,
cuyo rostro, exangüe y enflaquecido bajo el sombrero negro, y la corbata blanca
que brillaba entre la piel de su abrigo de nutria, quedaron un momento
iluminados por la luz del gas.
Karenin
fijó por un momento sus ojos apagados a inmóviles en el rostro de Vronsky,
movió los labios, como si masticase, se tocó el sombrero con la mano y paso.
Vronsky vio cómo, sin volver la cabeza, subía al coche, cogía por la ventanilla
la manta y los prismáticos y desaparecía.
El
joven entró en el recibidor, con el entrecejo fruncido y los ojos brillantes de
orgullo y de animosidad.
"¡Qué
situación!", pensaba. "Si este hombre se hubiera decidido a luchar, a
defender su honor, yo habría podido obrar, expresar mis sentimientos... Pero,
por debilidad o bajeza, me coloca en la desairada posición de un burlador, cosa
que no soy ni quiero ser."
Desde
su entrevista con Ana junto al jardín de Vrede, los sentimientos de Vronsky
habían experimentado un cambio. Imitando involuntariamente la debilidad de Ana,
que se había entregado toda a él y de él esperaba la decisión de su suerte,
resignada a todo de antemano, hacía tiempo que había dejado de pensar que
aquellas relaciones pudieran terminar, como había creído en aquel momento. Sus
planes ambiciosos quedaron de nuevo relegados y, reconociendo que había salido
de aquel círculo de actividad en el que todo estaba definido, se entregaba cada
vez más a sus sentimientos, y sus sentimientos le ligaban más y más a Ana.
Ya
desde el recibidor, Vronsky sintió los pasos de ella alejándose, y comprendió
que le esperaba, que había estado escuchando y que ahora volvía al salón.
-¡No!
-exclamó Ana al verle, y apenas lo hubo dicho, las lágrimas afluyeron a sus
ojos-. No, si esto continúa, lo que ha de pasar pasará muchísimo antes de lo
debido.
-¿A
qué te refieres, querida?
-¿A
qué? Llevo esperando y sufriendo una o dos horas. No, no continuaré así. Pero
no quiero enfadarme contigo. Seguramente no habrás podido venir antes. Me
callaré...
Le
puso ambas manos en los hombros y le contempló con profunda y exaltada mirada,
aunque escrutadora a la vez. Estudiaba el rostro de Vronsky buscando los
cambios que pudieran haberse producido en el tiempo que hacía que no se habían
visto. Porque, en todos sus encuentros con Vronsky Ana confundía la impresión
imaginaria -incomparablemente superior, excesivamente buena para ser
verdadera-, que él le producía, con la impresión real.
III
-¿Le
has encontrado -preguntó ella, cuando se sentaron junto a la mesa, en la que
ardía una lámpara-. Es el castigo por tu tardanza.
-Pero,
¿qué ha sucedido? ¿No tenía que asistir al consejo?
-Estuvo
allí y volvió, y ahora otra vez se va no sé adónde. Es igual. No hablemos de
eso. ¿Dónde has estado? ¿Has estado siempre con el Principe?
Ana
conocía todos los detalles de su vida. Vronsky se proponía decirle que, no
habiendo descansando en toda la noche, se había quedado dormido; pero, mirando
aquel rostro conmovido y feliz, se sintió avergonzado y, cambiando de idea,
dijo que había tenido que ir a informar de la marcha del Principe.
-¿Ha
terminado todo? ¿Se ha ido?
-Sí,
gracias a Dios. No sabes lo molesto que me ha sido.
-¿Por
qué? Al fin y al cabo llevabais la vida habitual de todos vosotros, los jóvenes
-dijo Ana, frunciendo las cejas. Y, cogiendo la labor que tenía sobre la mesa,
se puso a hacer croché, sin mirarle.
-Hace
tiempo que he dejado esa vida-repuso él, extrañado por el cambio de expresión
del rostro de Ana y tratando de comprender su significado-. Te confieso
--continuó, sonriendo y mostrando, al hacerlo, sus dientes blancos y apretados-
que durante esta semana me he mirado en el Principe como en un espejo, y he
sacado una impresión desagradable.
Ana
tenía la labor entre las manos, pero no hacía nada y le miraba con ojos
extrañados, brillantes.
-Esta
mañana ha venido Lisa, que aún no teme invitarme, a pesar de la condesa Lidia
Ivanovna --dijo Ana- y me habló de la noche de ustedes en "Atenas".
¡Qué asco!
-Quisiera
decirte...
Ella
le interrumpió:
-¿Estaba
Teresa, esa Thérèse con la que ibas antes?
-Quisiera
decirte...
-¡Cuán
bajos sois todos los hombres! ¿Es posible que imaginéis que una mujer pueda
olvidar eso? --decía Ana, agitándose más cada vez y explicándole así la causa
de su inquietud-. ¡Sobre todo, una mujer como yo, que no puede saber lo pasado!
¿Qué sé yo? ¡Sólo lo que tú me has dicho! ¿Y quién me asegura que dices la
verdad?
-Me
ofendes, Ana. ¿Es que no me crees? ¿No te he dicho que no te oculto ningún
pensamiento?
-Sí,
sí -repuso ella, esforzándose visiblemente en alejar sus celos-. Pero ¡si
supieras lo que siento! Te creo, te creo... Bueno, ¿qué me decías?
Pero
Vronsky había olvidado lo que quería decirle. Aquellos accesos de celos que,
con más frecuencia cada vez, sufría Ana, le asustaban, y, aunque se esforzaba
en disimularlo, enfriaban su amor hacia ella, a pesar de saber que la causa de
sus celos era la pasión que por él sentía.
Muchas
y muchas veces se había repetido que la felicidad no existía para él sino en el
amor de Ana, y ahora que se sentía amado apasionadamente, como puede serlo un
hombre por quien lo ha sacrificado todo una mujer, ahora Vronsky se sentía más
lejos de la felicidad que el día en que había salido de Moscú en pos de ella.
Entonces se consideraba desgraciado, pero veía la dicha ante él.
Ahora,
en cambio, sentía que la felicidad mejor había ya pasado. Ana no se parecía en
nada a la Ana de los primeros tiempos. Moral y físicamente había empeorado.
Estaba más gruesa y ahora mismo, mientras le estaba hablando de la artista, una
expresión malévola afeaba sus facciones.
Vronsky
la contemplaba como a una flor que, cortada por él mismo, se le hubiese
marchitado entre las manos, y en la cual apenas se pudiese reconocer la belleza
que incitara a cortarla. Y, no obstante, experimentaba la sensación de que
aquel amor que antes, cuando estaba en toda su fuerza, hubiese podido arrancar
de su alma, de habérselo propuesto firmemente, ahora le sería imposible
arrancarlo. No; ahora no podía separarse de ella.
-Bueno,
¿y qué ibas a decirme del Príncipe? -preguntó Ana-. ¿Ves? Ya he arrojado el
demonio de mí. (Así llamaban entre ellos a los celos)-. Sí, ¿qué habías
empezado a decirme del Príncipe? ¿Por qué te ha sido tan desagradable?
-Era
insoportable -dijo Vronsky, tratando de reanudar el hilo roto de sus
pensamientos-. El Príncipe no sale ganando cuando se le conoce bien. Podría
definirle como un animal bien nutrido, de esos que obtienen medallas en las
exposiciones, y nada más-concluyó, con un enojo que suscitó el interés de Ana.
-¿Es
posible? -contestó-. ¡Pero, si se dice que es muy culto y que ha visto mucho
mundo!
-Esa
cultura de... ellos, es una cultura especial. Está instruido sólo para tener
derecho a despreciar la instrucción, como se desprecia todo entre ellos,
excepto los placeres animales.
-A
todos os gustan los placeres animales -dijo Ana. Y Vronsky vio de nuevo en ella
aquella mirada sombría que la alejaba de él.
-¿Por
qué le defiendes? -preguntó, sonriendo.
-No
le defiendo. Me tiene sin cuidado. Sólo creo que si a ti mismo no te hubieran
gustado esos placeres, habrías podido no tomar parte en ellos. Pero te gusta
ver a Thérèse en el vestido de Eva.
-¡Otra
vez el demonio! -dijo Vronsky, cogiendo y besando la mano que Ana puso sobre la
mesa.
-No
puedo evitarlo. No sabes cuánto he sufrido esperándote. No creo ser celosa.
¡No, no lo soy! Te creo cuando estás a mi lado. Mas cuando estás lejos de mí,
entregado a esta vida tuya que yo no puedo comprender...
Se
interrumpió; se soltó de Vronsky, y volvió a su labor. Bajo el dedo anular,
comenzaron a moverse velozmente los hilos de lana blanca, brillante bajo la luz
de la lámpara y su fina muñeca se movía también rápidamente en la manga de
encajes.
Su
voz sonó de pronto, como forzada:
-¿Dónde
has encontrado a mi marido?
-Nos
hemos cruzado en la puerta.
-¿Y
lo ha saludado así?
Ana
alargó el rostro y, entornando los ojos, cambió la expresión de su semblante y
plegó las manos. Vronsky quedó sorprendido al ver en sus hermosas facciones el
mismo aspecto que asumiera Karenin al saludarle.
Sonrió,
mientras ella reía a carcajadas, con aquella dulce risa que era uno de sus
mayores encantos.
-No
le comprendo -dijo Vronsky-. Si después de vuestra explicación en la casa
veraniega hubiese roto contigo o me hubiese mandado los padrinos, me habría
parecido natural. Pero ahora no comprendo su conducta. ¿Cómo soporta esta
situación? Porque se ve que sufre mucho.
-¿Él?
-dijo Ana con ironía-. Al contrario: está contento.
-Al
fin y al cabo no sé por qué nos atormentamos tanto, cuando podía arreglarse
perfectamente y en beneficio de los tres.
-Esto
no lo hará. ¡Conozco demasiado bien esa naturaleza hecha toda de mentiras!
¿Sería posible, si sintiese algo, vivir conmigo como vive? ¿Podría un hombre
que tuviese algún sentimiento habitar bajo el mismo techo que su esposa
culpable? ¿Podría, por ventura, hablar con ella? ¿Tratarla de tú?
E
involuntariamente, Ana volvió a imitarle:
-Tú,
ma chère, tú, Ana... -y siguió-: No es un ser humano; es un muñeco. Sólo
yo lo sé, porque nadie como yo le conoce tan profundamente. Si yo estuviese en
su lugar, a una mujer como yo, hace tiempo que la habría matado y hecho pedazos
en vez de llamarla ma chére Ana. No es un hombre, es una máquina
burocrática. No comprende que soy tu mujer, que él es un extraño, que está de
sobra. En fin, no hablemos más de ese... no hablemos más...
-Eres
injusta, amiga mía -dijo Vronsky, procurando calmarla-. Pero no importa; no
hablemos de él. Dime lo que has hecho estos días. ¿Qué tienes? ¿Qué hay de tu
enfermedad? ¿Qué te ha dicho el médico?
Ana
le miraba con irónica jovialidad. Se notaba que había hallado aún otros
aspectos ridículos de su marido y que esperaba la ocasión de hablar de ellos.
Vronsky
continuaba:
-Adivino
que no se trata de enfermedad, sino de tu estado. ¿Cuándo será?
Se
apagó el brillo irónico de los ojos de Ana y otra sonrisa, indicadora de que
sabía algo que él ignoraba, y una suave tristeza, substituyeron a la anterior
expresión de su semblante.
-Pronto,
pronto... Como tú has dicho, nuestra situación es penosa y hay que aclararla.
¡Si supieras qué insoportable me resulta y cuánto daría por el derecho de
amarte libre y abiertamente! Yo no me torturaría ni te torturaría con mis
celos. Respecto a lo que dices, será pronto, pero no como esperamos...
Al
pensar en ello, Ana se consideró tan desdichada que las lágrimas brotaron de
sus ojos y no pudo continuar. Puso su mano, brillante de blancura y de sortijas
bajo la lámpara, en la manga de Vronsky.
-No
será como esperamos. No quería decírtelo, pero me obligas a ello. Pronto, muy
pronto, llegará el desenlace y todos nos separaremos y dejaremos de sufrir.
-No
comprendo -repuso Vronsky, aunque sí comprendía.
-Me
has preguntado cuándo. Y yo te contesto: pronto. Y te digo además que no
sobreviviré a ello. No me interrumpas -y Ana se precipitaba al hablar-. Lo sé,
estoy segura... Voy a morir y me alegro de dejaros libres a los dos.
Las
lágrimas brotaban sin cesar de sus ojos.
Vronsky
se inclinó sobre su mano y la besó, tratando en vano de dominar su emoción, la
cual -lo sentía bien- no tenía ningún fundamento.
-Vale
más así -dijo Ana, apretándole enérgicamente la mano-. Es el único recurso, el
único que nos queda.
Él
se recobró y levantó la cabeza.
-¡Qué
tontería! ¡Qué bobadas dices!
-Es
la verdad.
-¿El
qué es la verdad?
-Que
voy a morir. Lo he soñado.
-¿Lo
has soñado? -repitió Vronsky, recordando en el acto al campesino con quien
había soñado él.
-Sí,
lo soñé. Hace tiempo... Soñé que entraba corriendo en mi alcoba, donde tenía
que coger no sé qué, o enterarme de algo... Ya sabes lo que pasa en los
sueños... dijo Ana, abriendo los ojos con horror-. Al entrar en mi dormitorio,
en un rincón del mismo, vi que había...
-¿Cómo
puedes creer en esas necedades?
Pero
lo que decía era demasiado importante para ella, y Ana no dejó que la
interrumpiera.
-Y
he aquí que lo que había allí se movió y vi entonces que era un campesino,
pequeño y terrible, y con una barba desgreñada... Quise huir, pero él se
inclinó sobre unos sacos que tenía allí y empezó a rebuscar en ellos con las
manos.
Ana
imitaba los movimientos del campesino rebuscando en los sacos, y el horror se
pintaba en su semblante. Vronsky recordaba su sueño y sentía que también se
apoderaba de su alma el mismo horror.
-El
campesino agitaba las manos y hablaba en francés, muy deprisa, arrastrando las
erres: Il faut le battre le fer, le broyer, le pétrir. Y era
tanta mi angustia, que quise con toda mi alma despertarme y desperté, o, mejor
dicho, soñé que despertaba. Aterrada, me preguntaba a mí misma: "¿Qué
significa esto?". Y Korney me contestaba: "Morirá usted de parto,
madrecita". Y entonces desperté de verdad.
-¡Qué
tontería! -repetía Vronsky, sintiendo que su voz carecía de sinceridad.
-No
hablemos más de esto. Llama y mandaré servir el té. Pero aguarda, ya no queda
mucho tiempo, y yo...
De
repente se detuvo, su rostro mudó de expresión y a la agitación y el espanto
sucedió una atención suave y reposada, llena de beatitud. Vronsky no pudo
comprender el significado de aquel cambio. Era que Ana sentía que la nueva vida
que llevaba en ella se agitaba en sus entrañas.
IV
Después
de su encuentro con Vronsky en la puerta de su casa, Karenin fue a la ópera
italiana como se proponía. Estuvo allí durante dos actos completos y vio a
quien deseaba.
De
regreso a casa, miró el perchero y, al ver que no había ningún capote de
militar, pasó a sus habitaciones. Contra su costumbre, no se acostó, sino que
estuvo paseando por la estancia hasta las tres de la madrugada.
La
irritación contra su mujer, que no quería guardar las apariencias y dejaba
incumplida la única condición que él impusiera -recibir en casa a su amante-,
le quitaba el sosiego.
Puesto
que Ana no cumplía lo exigido, tenía que castigarla y poner en práctica su
amenaza: pedir el divorcio y quitarle su hijo.
Alexey
Alejandrovich sabía las muchas dificultades que iba a encontrar, pero se había
jurado que lo haría y estaba resuelto a cumplirlo. La condesa Lidia Ivanovna
había aludido con frecuencia a aquel medio como única salida de la situación en
que se encontraba. Además, últimamente la práctica de los divorcios había
alcanzado tal perfección que Karenin veía posible superar todas las
dificultades.
Como
las desgracias nunca llegan solas, el asunto de los autóctonos y de la
fertilización de Taraisk le daban por entonces tales disgustos que en los
últimos tiempos se sentía continuamente irritado.
No
durmió en toda la noche, y su cólera, que aumentaba sin cesar, alcanzó el
límite extremo por la mañana. Se vistió precipitadamente y, como si llevara una
copa llena de ira y temiera derramarla y perderla, quedándose sin la energía
necesaria para las explicaciones que le urgía tener con su esposa, se dirigió rápidamente
a la habitación de Ana apenas supo que ésta se había levantado.
Ana
creía conocer bien a su marido, pero, al verle entrar en su habitación, quedó
sorprendida de su aspecto. Tenía la frente contraída, los ojos severos,
evitando la mirada de ella, la boca apretada en un rictus de firmeza y desdén,
y en su paso, en sus movimientos, y en el sonido de su voz había una decisión y
energía tales como su mujer no viera en él jamás.
Entró
en la habitación sin saludarla, se dirigió sin vacilar a su mesa escritorio y,
cogiendo las llaves, abrió el cajón.
-¿Qué
quiere usted? -preguntó Ana.
-Las
cartas de su amante -repuso él.
-No
hay ninguna carta aquí -contestó Ana cerrando el cajón. Por aquel ademán,
Karenin comprendió que no se equivocaba y, rechazando bruscamente la mano de
ella, cogió con rapidez la cartera en que sabía que su mujer guardaba sus
papeles más importantes.
Ana
trató de arrancarle la cartera, pero él la rechazó.
-Siéntese;
necesito hablarle -dijo, poniéndose la cartera bajo el brazo y apretándola con
tal fuerza que su hombro se levantó.
Ana
le miraba en silencio, con sorpresa y timidez.
-Ya
le he dicho que no permitiría que recibiera aquí a su amante.
-Necesitaba
verle para...
-No
necesito entrar en pormenores, ni siquiera saber para qué una mujer casada
necesita ver a su amante.
-Sólo
quería... -siguió Ana irritándose.
La
brusquedad de su marido la excitaba y le daba valor.
.¿Le
parece, por ventura, una hazaña ofenderme? -le preguntó.
-Se
puede ofender a una persona honrada, o a una mujer honrada; pero decir a un
ladrón que lo es significa sólo la constatation d'un fait.
-No
conocía aún en usted esa nueva capacidad para atormentar.
-¿Llama
usted atormentar a que el marido dé libertad a su mujer, concediéndole un
nombre y un techo honrados sólo a condición de guardar las apariencias? ¿Es
crueldad eso?
-Si
lo quiere usted saber le diré que es peor: es una villanía-exclamó Ana, en una
explosión de cólera.
E
incorporándose, quiso salir.
-¡No!
-gritó él, con su voz aguda, que ahora sonó más penetrante, en virtud de su
excitación. Y la cogió por el brazo con sus largos dedos, con tanta fuerza que
quedaron en él las señales de la pulsera, que apretaba bajo su mano, y la
obligó a sentarse.
-¿Una
villanía? Si quiere emplear esa palabra, le diré que la villanía es abandonar
al marido y al hijo por el amante y seguir comiendo el pan del marido.
Ana
bajó la cabeza. No sólo no dijo lo que había dicho a su amante, es decir, que
él era su esposo, y que éste sobraba, sino que ni pensó en ello siquiera.
Abrumada
por la justicia de aquellas palabras, sólo pudo contestar en voz baja:
-No
puede usted describir mi situación peor de lo que yo la veo. Pero, ¿por qué
dice usted todo eso?
-¿Por
qué lo digo? -continuó él, cada vez más irritado-. Para que sepa que, puesto
que no ha cumplido usted mi voluntad de que salvase las apariencias, tomaré mis
medidas a fin de que concluya esta situación.
-Pronto,
pronto concluirá -murmuró ella.
Y
una vez más, al recordar su muerte próxima, que ahora deseaba, las lágrimas
brotaron de sus ojos.
-Concluirá
mucho antes de lo que usted y su amante pueden creer. ¡Usted busca sólo la
satisfacción de su apetito carnal!
-Alexey
Alejandrovich: no sólo no es generoso, es poco honrado herir al caído.
-Usted
sólo piensa en sí misma. Los sufrimientos del que ha sido su esposo no le
interesan. Si toda la vida de él está deshecha, eso le da igual. ¿Qué le
importa lo que él haya so... so... sopor... poportado?
Hablaba
tan deprisa, que se confundió, no pudo pronunciar bien la palabra y concluyó
diciendo "sopoportado". Ana tuvo deseos de reír, pero en seguida se
sintió avergonzada de haber hallado algo capaz de hacerla reír en aquel
momento. Y por primera vez y durante un instante se puso en el lugar de su
marido y sintió compasión de él.
Pero,
¿qué podía hacer o decir? Inclinó la cabeza y calló.
Él
calló también por unos segundos y después habló en voz, no ya aguda, sino fría,
recalcando intencionadamente algunas de las palabras que empleaba, incluso las
que no tenían ninguna particular importancia.
-He
venido para decirle... -empezó.
Ana
le miró. "Debí de haberme engañado -pensó, recordando la expresión de su
rostro de un momento antes cuando se confundió con las palabras-. ¿Es que un
hombre con esos ojos turbios y esa calma presuntuosa puede, por ventura,
sentir algo?"
-No
puedo cambiar-murmuró ella.
-He
venido para decirle que mañana marcho a Moscú y no volveré más a esta casa. Le
haré comunicar mi decisión por el abogado, a quien he encargado tramitar el
divorcio. Mi hijo irá a vivir con mi hermana -concluyó Alexey Alejandrovich,
recordando a duras penas lo que quería decir de su hijo.
-Se
lleva usted a Sergio sólo para hacerme sufrir -repuso ella, mirándole con la
frente baja-. ¡Usted no le quiere! ¡Déjeme a Sergio!
-Sí:
la repugnancia que siento por usted me ha hecho perder hasta el cariño que
tenía a mi hijo. Pero, a pesar de todo, le llevaré conmigo. Adiós.
Quiso
marchar, pero ella le retuvo.
-Alexey
Alejandrovich: déjeme a Sergio -balbuceó una vez más-. Sólo esto le pido...
Déjeme a Sergio hasta que yo... Pronto daré a luz... ¡Déjemelo!
Alexey
Alejandrovich se puso rojo, desasió su brazo y salió del cuarto sin contestar.
V
La
sala de espera del célebre abogado de San Petersburgo estaba llena cuando
Karenin entró en ella.
Había
tres señoras: una anciana, una joven y la esposa de un tendero; esperaban
también un banquero alemán con una gruesa sortija en el dedo, un comerciante de
luengas barbas y un funcionario público con levita de uniforme y una cruz al
cuello.
Se
veía que todos esperaban hacía rato. Dos pasantes sentados ante las mesas
escribían haciendo crujir las plumas. Karenin no pudo dejar de observar que los
objetos de escritorio -su máxima debilidad- eran excelentes.
Uno
de los pasantes, sin mirarle, arrugó el entrecejo y preguntó con brusquedad:
-¿Qué
desea?
-Consultar
con el abogado.
-Está
ocupado -contestó el pasante severamente mostrando con la pluma a los que
aguardaban.
Y
siguió escribiendo.
-¿No
tendrá un momento para recibirme? -preguntó Karenin.
-Nunca
tiene tiempo libre. Siempre está ocupado. Haga el favor de esperar.
-Tenga
la bondad de pasarle mi tarjeta -dijo Karenin, con dignidad, disgustado ante la
necesidad de descubrir su incógnito.
El
pasante tomó la tarjeta, la examinó con aire de desaprobación, y se dirigió
hacia el despacho.
Karenin,
en principio, era partidario de la justicia pública, pero no estaba conforme
con algunos detalles de su aplicación en Rusia, que conocía a través de su
actuación ministerial y censuraba tanto como podían censurarse cosas decretadas
por Su Majestad.
Como
toda su vida transcurría en plena actividad administrativa, cuando no aprobaba
algo suavizaba su desaprobación reconociendo las posibilidades de equivocarse y
las de rectificar todo error. Respecto a las instituciones jurídicas rusas no
era partidario de las condiciones en que se desenvolvían los abogados. Pero
como hasta entonces nada había tenido que ver con ellos, su desaprobación era
sólo teórica. Más la impresión desagradable que acababa de recibir en la sala
de espera del abogado le afirmó más en sus ideas.
-Ahora
sale --dijo el empleado.
En
efecto, dos minutos después la alta figura de un viejo jurista que había ido a
consultar al abogado y éste aparecieron en la puerta.
El
abogado era un hombre bajo, fuerte, calvo, de barba de color negro rojizo, con
las cejas ralas y largas y la frente abombada.
Vestía
presuntuosamente como un lechuguino, desde la corbata y la cadena del reloj
hasta los zapatos de charol. Tenía un rostro inteligente con una expresión de
astucia campesina, pero su indumentaria era ostentosa y de mal gusto.
-Haga
el favor --dijo, con gravedad, dirigiéndose a Karenin.
Y,
haciéndole pasar, cerró la puerta de su despacho. Una vez dentro, le mostró una
butaca próxima a la mesa de escritorio cubierta de documentos.
-Haga
el favor -repitió. Y al mismo tiempo se sentaba él en el lugar preferente,
frotándose sus manos pequeñas, de dedos cortos poblados de vello rubio, a
inclinando la cabeza de lado.
Apenas
se acomodó en aquella actitud, sobre la mesa voló una polilla. El ahogado, con
rapidez increíble en él, alargó la mano, atrapó la polilla y quedó de nuevo en
la posición primitiva.
-Antes
de hablar de mi asunto --dijo Karenin, que había seguido con sorpresa el ademán
del abogado- debo advertirle que ha de quedar en secreto.
Una
imperceptible sonrisa hizo temblar los bigotes rojizos del abogado.
-No
sería abogado si no supiese guardar los secretos que me confían. Pero si usted
necesita una confirmación...
Alexey
Alejandrovich le miró a la cara y vio que sus inteligentes ojos grises reían corno
queriendo significar que lo sabían todo.
-¿Conoce
usted mi nombre? -preguntó Karenin.
-Conozco
su nombre y su utilísima actividad -y el abogado cazó otra polilla- como la
conocen todos los rusos -terminó, haciendo una reverencia.
Karenin
suspiró. Le costaba un gran esfuerzo hablar, pero ya que había empezado,
continuó con su aguda vocecilla, sin vacilar, sin confundirse y recalcando
algunas palabras.
-Tengo
la desgracia -empezó- de ser un marido engañado y deseo cortar legalmente los
lazos que me unen con mi mujer, es decir, divorciarme, pero de modo que mi hijo
no quede con su madre.
Los
ojos grises del abogado se esforzaban en no reir, pero brillaban con una
alegría incontenible, y Karenin descubrió en ella, no sólo la alegría del
profesional que recibe un encargo provechoso; en aquellos ojos había también un
resplandor de entusiasmo y de triunfo, algo semejante al brillo maligno que
había visto en los ojos de su mujer.
-¿Desea
usted, pues, mi cooperación para obtener el divorcio?
-Eso
es, pero debo advertirle que, aun a riesgo de abusar de su atención, he venido
para hacerle una consulta previa. Quiero divorciarme, pero para mí tienen mucha
importancia las formas en que el divorcio sea posible. Es fácil que, si las
formas no coinciden con mis deseos, renuncie a mi demanda legal.
-¡Oh!
--dijo el abogado, Siempre ha sido así... Usted quedará perfectamente libre.
Y
bajó la mirada hasta los pies de Karenin comprendiendo que la manifestación de
su incontenible alegría podría ofender a su cliente. Vio otra polilla que
volaba ante su nariz y extendió el brazo, pero no la cogió en atención a la
situación de su cliente.
-Aunque,
en líneas generales, conozco nuestras leyes sobre el particular -siguió
Karenin-, me agradaría saber las formas en que, en la práctica, se llevan a
término tales asuntos.
-Usted
quiere -contestó el abogado, sin levantar la vista, y adaptándose de buen grado
al tono de su cliente que le indique los caminos para realizar su deseo.
Karenin
hizo una señal afirmativa con la cabeza. El abogado, mirando de vez en cuando
el rostro de su cliente, enrojecido por la emoción, continuó:
-Según
nuestras leyes -y su voz tembló aquí con un leve matiz de desaprobación para
tales leyes-, el divorcio es posible en los siguientes casos...
El
pasante se asomó a la puerta y el abogado exclamó:
-¡Que
esperen!
No
obstante, se levantó, dijo algunas palabras al empleado y volvió a sentarse.
-...
En los casos siguientes: defectos físicos de los esposos, paradero desconocido
durante cinco años -y empezó a doblar uno a uno sus dedos cortos, cubiertos de
vello- y adulterio -pronunció esta palabra con visible placer y continuó
doblando sus dedos-. En cada caso hay divisiones: defectos físicos del marido y
de la mujer, adulterio de uno o de otro...
Como
ya no tenía más dedos a su disposición para continuar enumerándolos, el abogado
los juntó todos y prosiguió:
-Esto
en teoría. Pero creo que usted me ha hecho el honor de dirigirse a mí para
conocer la aplicación práctica. Por esto, ateniéndome a los precedentes, puedo
decir que los casos de divorcio se resuelven todos así... Doy por sentado que
no existen defectos físicos ni ausencia desconocida -indicó.
Alexey
Alejandrovich hizo una señal afirmativa con la cabeza.
-Entonces
hay los casos siguientes: adulterio de uno de los esposos estando convicto el
culpable; adulterio por consentimiento mutuo y, en defecto de esto,
consentimiento forzoso. Debo advertir que este último caso se da muy pocas
veces en la práctica -dijo el abogado, mirando de reojo a Karenin y guardando
silencio, como un vendedor de pistolas que, tras describir las ventajas de dos
armas distintas, espera la decisión del comprador.
Pero
como Alexey Alejandrovich nada contestaba, el abogado continuó:
-Lo
más corriente, sencillo y sensato consiste en plantear el adulterio por
consentimiento mutuo. No me habría permitido expresarme así de hablar con un
hombre de poca cultura -dijo el abogado-, pero estoy seguro de que usted me
comprende.
Alexey
Alejandrovich estaba tan confundido que no pudo comprender de momento lo que
pudiera tener de sensato el adulterio por consentimiento mutuo y expresó su
incomprensión con la mirada. El abogado, en seguida, acudió en su ayuda:
-El
hecho esencial es que marido y mujer no pueden seguir viviendo juntos. Si ambas
partes están conformes en esto, los detalles y formalidades son indiferentes.
Este es, por otra parte, el medio más sencillo y seguro.
Ahora
Karenin comprendió bien. Pero sus sentimientos religiosos se oponían a esta
medida.
-En
el caso presente esto queda fuera de cuestión --dijo-. En cambio, si con
pruebas (correspondencia, por ejemplo) se puede establecer indirectamente el
adulterio, estas pruebas las tengo en mi poder.
Al
oír hablar de correspondencia, el abogado frunció los labios y emitió un sonido
agudo, despectivo y compasible.
-Perdone
usted -empezó-. Asuntos así los resuelve, como usted sabe, el clero. Pero los
padres arciprestes, en cosas semejantes, son muy aficionados a examinarlo todo
hasta en sus menores detalles --dijo con una sonrisa que expresaba simpatía por
los procedimientos de aquellos padres-. La correspondencia podría confirmar el
adulterio parcialmente; pero las pruebas deben ser presentadas por vía directa,
es decir, por medio de testigos. Si usted me honrara con su confianza,
preferiría que me dejase la libertad de elegir las medidas a emplear. Si se
quiere alcanzar un fin, han de aceptarse también los medios.
-Siendo
así... -dijo Karenin palideciendo.
En
aquel instante el abogado se levantó y se dirigió a la puerta a hablar con su
pasante, que interrumpía de nuevo:
-Dígale
a esta mujer que aquí no estamos en ninguna tienda de liquidaciones.
Y
volvió de nuevo a su sitio, cogiendo, al instalarse en el asiento, una polilla
más.
"¡Bueno
quedaría mi reps en este despacho, para primavera!", pensó, arrugando el
entrecejo.
-¿Me
hacía usted el honor de decirme...? -preguntó.
-Le
avisaré mi decisión por carta -dijo Alexey Alejandrovich, levantándose y
apoyándose en la mesa.
Quedó
así un instante y añadió:
-De
sus palabras deduzco que la tramitación del divorcio es posible. También le
agradeceré que me diga sus condiciones.
-Todo
es posible si me concede plena libertad de acción -repuso el abogado sin
contestar la última pregunta-. ¿Cuándo puedo contar con noticias de usted?
-concluyó, acercándose a la puerta y dirigiendo la vista a sus relucientes
zapatos.
-De
aquí a una semana. Y espero que al contestar aceptando encargarse del asunto me
manifeste sus condiciones.
-Muy
bien.
El
abogado saludó con respeto, abrió la puerta a su cliente y, al quedar solo, se
entregó a su sentimiento de alegría.
Tan
alegre estaba que, contra su costumbre, rebajó los honorarios a una señora que
regateaba y dejó de coger polillas, firmemente decidido a tapizar los muebles
con terciopelo al año siguiente, como su colega Sigonin.
VI
Karenin
obtuvo una brillante victoria en la sesión celebrada por la Comisión el 1 de
agosto, pero las consecuencias de su victoria fueron muy amargas para él.
La
nueva comisión que había de estudiar en todos sus aspectos el problema de los
autóctonos, fue designada y enviada al terreno con la extraordinaria rapidez y
energía propuesta por él, y a los tres meses redactó el informe.
La
vida de los autóctonos fue estudiada allí en todos los sentidos: político,
administrativo, económico, etnográfico, material y religioso. A cada pregunta
se daban bien redactadas respuestas que no dejaban lugar a duda alguna, porque
no eran producto del pensamiento humano, siempre expuesto al error, sino obra
del servicio oficial.
Cada
respuesta dependía de datos oficiales, de informes de gobernadores, obispos,
jefes provinciales y superintendentes eclesiásticos, que se basaban a su vez en
los datos de los alcaldes y curas rurales, de modo que las respuestas no podían
ofrecer más garantías de verdad.
Preguntas
como: "¿Por qué los interesados recogen malas cosechas?". O
"¿Por qué los habitantes de esas regiones conservan su religión?" ,
que jamás habrían podido contestarse sin las facilidades dadas por la máquina
administrativa y que permanecían incontestadas siglos enteros, recibieron ahora
respuesta clara y definida. Y esa respuesta coincidía con las opiniones de
Alexey Alejandrovich.
Pero
Stremov, que en la última sesión se había sentido muy picado, al recibir los
informes de la comisión apeló a una táctica inesperada para Karenin. Se pasó al
partido de éste, arrastrando consigo a varios otros, y apoyó con calor las
medidas propuestas por él, sugiriendo otras, más audaces aún, en el mismo
sentido.
Tales
medidas, más extremas que las defendidas por Karenin, fueron aprobadas, y
entonces se descubrió la táctica de Stremov. Aquellas medidas extremas
resultaron tan irrealizables en la práctica, que los políticos, la opinión
pública, los intelectuales y los periódicos cayeron, unánimes, sobre ellas,
expresando su indignación contra las medidas en sí y contra su propugnador,
Alexey Alejandrovich.
Stremov,
en tanto, se apartaba, aparentando haber seguido ciegamente el proyecto de su
rival y sentirse ahora sorprendido y consternado por lo que ocurría.
Esto
cortó las alas a Karenin. Pero, a despecho de su vacilante salud y de sus
disgustos domésticos, no se daba por vencido. En la Comisión surgieron
divisiones. Varios de sus miembros, con Stremov a la cabeza, se disculpaban de
su error alegando haber creído en la Comisión que, dirigida por Karenin, había
presentado el informe. Y sostenían que aquel informe no tenía ningún valor, que
eran sólo deseos de malgastar papel inútilmente. Alexey Alejandrovich y otros
que consideraban peligroso aquel punto de vista revolucionario en la manera de
considerar los documentos oficiales, continuaban sosteniendo los datos
aportados por la comisión inspectora.
Así
que en los altos ambientes y hasta en la sociedad se produjo una gran
confusión, y, aunque todos se interesaban mucho en el problema, nadie sabía a
punto fijo si los autóctonos padecían o si vivían bien.
En
consecuencia de esto y del desprecio que cayó sobre él por la infidelidad de su
mujer, la posición de Alexey Alejandrovich volvió a ser muy insegura.
Entonces
Karenin tuvo el valor de adoptar una resolución importantísima. Con sorpresa
enorme de los comisionados declaró que iba a pedir permiso para ir
personalmente a estudiar el asunto. Y, obteniendo, en efecto, el permiso, se
trasladó a aquellas provincias lejanas.
Su
marcha produjo gran revuelo, tanto más cuanto que, al marchar, devolvió
ofcialmente la cantidad que el Gobierno le había asignado para los gastos de
viaje calculados teniendo en cuenta que habría de necesitar doce caballos.
-Eso
me parece de una gran nobleza -decía Betsy, comentando el asunto con la
princesa Miagkaya-. ¿Por qué han de señalarse gastos de postas cuando es sabido
que ahora puede irse a todas partes en ferrocarril?
La
princesa Miagkaya no estaba conforme y la opinión de la Tverskaya casi la
irritó.
-Usted
puede hablar así porque posee muchos millones, pero a mí me conviene que mi
marido salga de inspección durante el verano. A él le es agradable y le va bien
para la salud; y a mí me vale para pagar el coche y tener otro alquilado.
Karenin,
de paso para las provincias lejanas, se detuvo tres días en Moscú.
Al
día siguiente de su llegada, fue a visitar al general gobernador. Pasaba por la
encrucijada del callejón de Gazetny, rebosante siempre de coches particulares y
de alquiler, cuando oyó que le llamaban por su nombre en voz tan alta y alegre
que no pudo dejar de volver la cabeza.
Al
borde de la acera, con un corto abrigo de moda, con un sombrero de copa baja
también de moda, sonriendo satisfecho y mostrando los dientes blancos entre los
labios rojos, estaba Esteban Arkadievich, joven y radiante, gritando con
insistencia para que su cuñado mandase parar el coche.
Con
la mano, Oblonsky sujetaba la portezuela de un carruaje detenido en la esquina,
por cuya ventanilla aparecían la cabeza de una señora con sombrero de
terciopelo y las cabecitas de dos niños. La señora sonreía bondadosamente y
hacía también señas con la mano. Era Dolly con los niños.
Alexey
Alejandrovich no deseaba ver a nadie en Moscú y menos que a nadie al hermano de
su mujer. Levantó el sombrero y quiso continuar; pero Esteban Arkadievich mandó
al cochero de Karenin que parase y corrió hacia el coche sobre la nieve.
-¿No
te da vergüenza no habernos avisado de tu llegada? ¿Desde cuándo estás aquí?
Ayer pasé por el hotel Dusseau y vi en el tarjetero "Karenin", pero
no pensé que fueras tú -dijo Oblonsky, introduciendo la cabeza por la
portezuela del coche de su cuñado-- de lo contrario, habría subido a verte.
¡Cuánto me alegro de encontrarte! -repetía, golpeando un pie contra otro, para
sacudirse la nieve-. ¡Has hecho mal en no avisarnos! -insistió.
-No
tuve tiempo. Estoy muy ocupado -repuso secamente Karenin.
-Vamos
allá con mi mujer; tiene deseos de verte.
Karenin
desplegó la manta en que se envolvía las heladas piernas, se apeó y, pisando la
nieve, se acercó a Daria Alejandrovna.
-¿A
qué es debido que nos eluda usted de esa manera, Alexey Alejandrovich?
-preguntó Dolly sonriendo.
-Estuve
muy ocupado. Celebro verla -repuso él con tono que indicaba claramente que
sentía lo contrario-. ¿Cómo está usted?
-Bien.
¿Y nuestra querida Ana?
Alexey
Alejandrovich murmuró unas palabras confusas excusándose y trató de alejarse.
Pero Esteban Arkadievich le retuvo.
-¿Qué
haremos mañana? ¡Ya! Dolly: invítale a comer. Llamaremos a Kosnichev y a Peszov
y así conocerá a la intelectualidad moscovita.
-Venga,
por favor -dijo Dolly-. Le esperamos a las cinco o a las seis. Cuando quiera.
Pero, ¿cómo está mi querida Ana? Hace tanto tiempo que...
-Está
bien -contestó Alexey Alejandrovich-. Encantado de verla...
Y
se dirigió a su coche.
-¿Vendrá
usted? -le gritó Dolly.
Karenin
murmuró algo que ella no pudo distinguir entre el ruido de los coches.
-¡Iré
a verte mañana! -gritó a su vez Esteban Arkadievich.
Alexey
Alejandrovich se hundió en su coche de tal modo que no pudiese ver a nadie ni
le viesen a él.
-¡Qué
hombre tan raro! -dijo Oblonsky a su mujer.
Miró
el reloj, hizo un movimiento con la mano ante el rostro, significando que la
saludaba cariñosamente a ella y a sus hijos, y se alejó por la calle con su
paso fanfarrón.
-¡Stiva,
Stiva! -le llamó Dolly ruborizándose.
Su
marido volvió la cabeza.
-Hay
que comprar abrigos a Gricha y Tania. Dame dinero.
-Es
igual. Di que ya los pagaré yo.
Y
desapareció saludando alegremente con la cabeza a un conocido que pasaba en
coche.
VII
Al
día siguiente era domingo. Esteban Arkadievich se dirigió al Gran Teatro para
asistir a la repetición de un ballet, y entregó a Macha Chibisova, una linda
bailarina que había entrado en aquel teatro por recomendación suya, un collar
de corales.
Entre
bastidores, en la obscuridad que reinaba allí incluso de día, pudo besar la
bella carita de la joven, radiante al recibir el regalo. Además de entregarle
el collar, Oblonsky tenía que convenir con ella la cita para después del baile.
Le dijo que no podría estar al principio de la función, pero prometió acudir al
último acto y llevarla a cenar.
Desde
el teatro, Esteban Arkadievich se dirigió en coche a Ojotuj Riad, y él
mismo eligió el pescado y espárragos para la comida. A las doce ya estaba en el
hotel Dusseau, donde había de hacer tres visitas que, por fortuna, coincidían
en el mismo hotel. Primero debía visitar a Levin, que acababa de volver del
extranjero y paraba allí, y después a su nuevo jefe, el cual, nombrado
recientemente para aquel alto cargo, había venido a Moscú para tomar posesión
de él, y, en fin, a su cuñado Karenin para llevarle a comer a casa.
A
Esteban Arkadievich le placía comer bien; pero aún le gustaba más ofrecer
buenas comidas no muy abundantes, pero refinadas, tanto por la calidad de los
manjares y bebidas como por la de los invitados.
La
minuta de hoy le satisfacía en gran manera: peces asados vivos, espárragos y la
pièce de résistance: un magnífico pero sencillo rosbif, y los
correspondientes vinos.
Entre
los invitados figurarían Kitty y Levin, y, para disimular la coincidencia, otra
prima y el joven Scherbazky. La piéce de résistance de los invitados
serían Sergio Kosnichev y Alexey Alejandrovich, el primero moscovita y
filósofo, el segundo petersburgués y práctico.
Se
proponía, además, invitar al conocido y original Peszov, hombre muy entusiasta,
liberal, orador, músico, historiador y, al mismo tiempo, un chiquillo, a pesar
de sus cincuenta años, el cual serviría como de salsa a ornamento de Kosnichev
y Karenin. "Ya se encargaría él", pensaba Oblonsky, "de hacerles
discutir entre sí".
El
dinero pagado como segundo plazo por el comprador del bosque se había recibido
ya y no se había gastado aún. Dolly se mostraba últimamente muy amable y buena,
y la idea de esta comida alegraba a Esteban Arkadievich en todos los sentidos.
Se
hallaba, pues, de inmejorable humor. Existían, no obstante, dos circunstancias
ingratas que se disolvían en el mar de su benévola alegría. La primera era que,
al hallar el día antes en la calle a su cuñado, le había visto muy seco y frío
con él y, relacionando la expresión del rostro de Karenin y el hecho de no
haberles avisado su llegada a Moscú con los chismes que sobre Ana y Vronsky
habían llegado hasta él, adivinaba que algo había ocurrido entre marido y
mujer.
Ésta
era la primera circunstancia ingrata. La segunda consistía en que su nuevo
jefe, como todos los nuevos jefes, tenía fama de hombre terrible. Decían que se
levantaba a las seis de la mañana, que trabajaba como una caballería y que
exigía lo mismo de sus subalternos. Además, se le consideraba como un oso en el
trato social y se afirmaba que seguía una norma opuesta en todo a la del jefe
anterior que tuviera hasta entonces Esteban Arkadievich.
El
día antes, Oblonsky se había presentado a trabajar con uniforme de gala y el
nuevo jefe habíase mostrado amable y le había tratado como a un amigo, por lo
cual hoy Esteban Arkadievich se creía obligado a visitarle vistiendo levita. El
pensamiento de que su nuevo jefe pudiera recibirle mal era también una
circunstancia desagradable. Pero Esteban Arkadievich creía instintivamente que
"todo se arreglaría".
"Todos
somos hombres; somos humanos y todos tenemos faltas. ¿Por qué hemos de
enfadamos y disputar?", pensaba al entrar en el hotel.
-Hola,
Basilio --dijo, saludando al ordenanza, a quien conocía, y avanzando por el
pasillo con el sombrero de través-. ¿Te dejas las patillas? Levin está en el
siete, ¿verdad? Acompáñame, haz el favor. Además, entérate de si el conde
Anichkin -era su nuevo jefe- podrá recibirme y avísame después.
-Muy
bien, señor. Hace tiempo que no hemos tenido el gusto de verle por aquí -
contestó Basilio sonriendo.
-Estuve
ayer, pero entré por la otra puerta. ¿Es éste el siete?
Cuando
Esteban Arkadievich entró, Levin estaba en medio de la habitación, con un
aldeano de Tver, midiendo con el archin una piel fresca de oso.
-¿Lo
has matado tú? -gritó Oblonsky-. ¡Es magnífico! ¿Es una osa? ¡Hola, Arjip!
Estrechó
la mano al campesino y se sentó sin quitarse el abrigo ni el sombrero.
-Anda,
siéntate y quítate esto ---dijo Levin quitándole el sombrero.
-No
tengo tiempo; vengo sólo por un momento-repuso Oblonsky.
Y
se desabrochó el abrigo. Pero luego se lo quitó y estuvo allí una hora entera,
hablando con Levin de cacerías y de otras cosas interesantes para los dos.
-Dime:
¿qué has hecho en el extranjero? ¿Dónde has estado? -preguntó a Levin cuando
salió el campesino.
-En
Alemania, en Prusia, en Francia y en Inglaterra, pero no en las capitales, sino
en las ciudades fabriles. Y he visto muchas cosas. Estoy muy satisfecho de este
viaje.
-Ya
conozco tu idea sobre la organización obrera.
-No
es eso. En Rusia no puede haber cuestión obrera. La única cuestión importante
para Rusia es la de la relación entre el trabajador y la tierra. También en
Europa existe, pero allí se trata de arreglar lo estropeado, mientras que
nosotros...
Oblonsky
escuchaba con atención a su amigo.
-Sí,
sí --contestaba--. Puede que tengas razón. Me alegro de verte animado y de que
caces osos, y trabajes, y tengas ilusiones. ¡Scherbazky que me dijo que te
encontró muy abatido y que no hacías más que hablar de la muerte!...
-¿Qué
tiene eso que ver? Tampoco ahora dejo de pensar en la muerte -repuso Levin-.
Verdaderamente, ya va llegando el momento de morir; todo lo demás son
tonterías. Te diré, con el corazón en la mano, que estimo mucho mi actividad y
mi idea, pero que sólo pienso en esto: toda nuestra existencia es como un moho
que ha crecido sobre este minúsculo planeta. ¡Y nosotros imaginamos que podemos
hacer algo enorme! ¡Ideas, asuntos! Todo eso no son más que granos de arena.
-Lo
que dices es viejo como el mundo.
-Es
viejo, sí; pero cuando pienso en ello todo se me aparece despreciable. Cuando
se comprende que hoy o mañana has de morir y que nada quedará de ti, todo se te
antoja sin ningún valor. Yo considero que mi idea es muy trascendente y, al fin
y al cabo, aun realizándose, es tan insignificante como, por ejemplo, matar
esta osa. Así nos pasamos la vida entre el trabajo y las diversiones, sólo para
no pensar en la muerte.
Esteban
Arkadievich sonrió, mirando a su amigo con afecto y leve ironía.
-¿Ves
cómo participas de mi opinión? ¿Recuerdas que me afeabas que buscase los
placeres de la vida? Ea, moralista, no seas tan severo...
-Sin
embargo, en la vida hay de bueno... lo... que... -y Levin, turbado, no pudo
terminar-. En fin: no sé; sólo sé que moriremos todos muy pronto.
-¿Por
qué muy pronto?
-Mira:
cuando se piensa en la muerte, la vida tiene menos atractivos, pero uno se
siente más tranquilo.
-Al
contrario... Divertirse en las postrimerías es más atractivo aún. En fin, tengo
que marcharme -dijo Esteban Arkadievich, levantándose por décima vez.
-Quédate
un poco más -repuso Levin, reteniéndole-. ¿Cuándo nos veremos? Me marcho
mañana.
-¡Caramba!
¿En qué pensaba yo? ¡Y venía especialmente para eso ! Ve hoy sin falta a comer
a casa. Estará tu hermano. También estará mi cuñado Karenin.
-¿Está
aquí? -indagó Levin. Y habría querido preguntar por Kitty. Sabía que a
principios de invierno ella había estado en San Petersburgo, en casa de su otra
hermana, la esposa del diplomático, y ahora ignoraba si estaba ya de vuelta.
Dudaba
si preguntar o callarse. "Vaya o no, es igual", se dijo.
-¿Vendrás?
-Desde
luego.
-Pues
acude a las cinco, de levita.
Y
Oblonsky, levantándose, se dirigió al cuarto de su nuevo jefe. El instinto no
le engañaba. El nuevo y temible jefe resultó ser un hombre muy amable. Esteban
Arkadievich almorzó con él y permaneció en su habitación tanto tiempo que sólo
después de las tres entró en la de Alexey Alejandrovich.
VIII
Karenin,
de vuelta de misa, pasó toda la mañana en su cuarto. Tenía que hacer dos cosas
aquella mañana: primero, recibir y despedir la diputación de los autóctonos que
se hallaba en Moscú y debía seguir hacia San Petersburgo; y segundo, escribir
al abogado la carta prometida.
Aquella
comisión, a pesar de haber sido creada por iniciativa de Karenin, ofrecía
muchas dificultades y hasta riesgos, de modo que él se sentía satisfecho de
haberla hallado en Moscú.
Los
miembros que la formaban no tenían la menor idea de su misión ni de sus
obligaciones. Eran tan ingenuos, que creían que su deber era explicar sus
necesidades y el verdadero estado de las cosas pidiendo al Gobierno que les
ayudase. No comprendían en modo alguno que ciertas declaraciones y peticiones
suyas favorecían al partido enemigo, lo que podía echar a perder todo el
asunto.
Alexey
Alejandrovich pasó mucho tiempo con ellos, redactando un plan del que no debían
apartarse; y, después de haberlos despedido, escribió cartas a San Petersburgo
para que allí se orientasen los pasos de la conúsión. Su principal auxiliar en
aquel asunto era la condesa Lidia Ivanovna, ya que, especializada en asuntos de
delegaciones, nadie mejor que ella sabía encauzarlas como hacía falta.
Terminado
esto, Alexey Alejandrovich escribió al abogado. Sin la menor vacilación le
autorizaba a obrar como mejor le pareciese. Añadió a su misiva tres cartas
cambiadas entre Ana y Vronsky que había hallado en la cartera de su mujer.
Desde
que Karenin había salido de su casa con ánimo de no volver a ver a su familia,
desde que estuviera en casa del abogado y confiara al menos a un hombre su
decisión, y, sobre todo, desde que había convertido aquel asunto privado en un
expediente a base de papeles, se acostumbraba más cada vez a su decisión y veía
claramente la posibilidad de realizarla.
Acababa
de cerrar la carta dirigida al abogado cuando oyó el sonoro timbre de la voz de
su cuñado, que insistía en que el criado de Karenin le anunciara su visita.
"Es
igual", pensó Alexey Alejandrovich. "Será todavía mejor. Voy a
anunciarle ahora mismo mi situación con su hermana y le explicaré por qué no
puedo comer en su casa."
-¡Hazle
pasar! -gritó al criado, recogiendo los papeles y colocándolos en la cartera.
-¿Ves?
¿Por qué me has mentido si tu señor está? -exclamó la voz de Esteban
Arkadievich apostrofando al criado que no lo dejaba pasar. Y Oblonsky entró en
la habitación-. Me alegro mucho de encontrarte. Espero que... -empezó a decir
alegremente.
-No
puedo ir -dijo fríamente Alexey Alejandrovich, permaneciendo en pie, sin
ofrecer una silla al visitante.
Se
proponía iniciar sin más las frías relaciones que debía mantener con el hermano
de la mujer a quien iba a entablar demanda de divorcio.
Pero
no contaba con el mar de generosidad que contenta el corazón de Esteban
Arkadievich.
Éste
abrió sus ojos claros y brillantes.
-¿Por
qué no puedes? ¿Qué quieres decir? -preguntó con sorpresa en francés-. ¡Pero si
prometiste que vendrías! Todos contamos contigo.
-Quiero
decir que no puedo ir a su casa porque las relaciones de parentesco que
había entre nosotros deben terminar.
-¿Cómo?
¿Por qué? No comprendo --dijo, sonriendo, Esteban Arkadievich.
-Porque
voy a iniciar demanda de divorcio contra su hermana y esposa mía. Las
circunstancias...
Pero
Karenin no pudo terminar su discurso, porque ya Esteban Arkadievich reaccionaba
y no precisamente como esperaba su cuñado.
-¿Qué
me dices, Alexey Alejandrovich? --exclamó Oblonsky con apenada expresión.
-Así
es.
-Perdona,
pero no lo creo, no lo puedo creer.
Karenin
se sentó, viendo que sus palabras no causaban el efecto que presumiera,
comprendiendo que había de explicarse, y convencido de que, fuesen las que
fuesen sus explicaciones, su relación con su cuñado iba a continuar como antes.
-Sí,
me he encontrado en la terrible necesidad de pedir el divorcio -dijo.
-Sólo
una cosa quiero decirte, Alexey Alejandrovich: sé que eres un hombre bueno y
justo. Conozco también a Ana y no puedo modificar mi opinión sobre ella.
Perdona, pero me parece una mujer excelente, perfecta. De modo que no puedo
creerte... Debe de haber algún error -afirmó.
-¡Si
sólo hubiera un error!
-Bien;
lo comprendo -interrumpió Oblonsky-. Se comprende... Pero, mira: no hay que
precipitarse. No, no hay que precipitarse.
-No
me he precipitado -contestó fríamente Karenin-. Mas en asuntos así no se puede
seguir el consejo de nadie. Mi decisión es irrevocable.
-¡Es
terrible! -exclamó Esteban Arkadievich, suspirando tristemente-. Yo, en tu
lugar, haría una cosa... ¡Te ruego que lo hagas, Alexey Alejandrovich! Por lo
que he creído entender, la demanda no está entablada aún. Pues antes de
entablarla, habla con mi mujer.. ¡Habla con ella! Quiere a Ana como a una
hermana, te quiere a ti y es una mujer extraordinaria. ¡Háblale, por Dios!
Hazlo como una prueba de amistad hacia mí; te lo ruego.
Karenin
quedó pensativo. Oblonsky le miraba con compasión, respetando su silencio.
-¿Irás
a verla?
-No
sé. Por eso no he ido a su casa. Creo que nuestras relaciones deben cambiar.
-No
veo porqué. Permíteme suponer que, aparte de nuestro trato como parientes,
tienes hacia mí los sentimientos de amistad que yo siempre lo he profesado,
además de mi sincero respeto -dijo Esteban Arkadievich estrechándole la mano-.
Aun siendo verdad tus peores suposiciones, nunca juzgaré a ninguna de las dos
partes, y no veo por qué han de cambiar nuestras relaciones. Y ahora haz eso:
ve a ver a mi mujer.
-Los
dos consideramos este asunto de distinto modo -repuso fríamente Karenin-. No
hablemos más de ello.
-¿Y
por qué no puede ir hoy a comer? Mi mujer te espera. Te ruego que vayas y,
sobre todo, que le hables. Es una mujer extraordinaria. ¡Por Dios, te lo pido
de rodillas, te lo ruego ...!
-Si
tanto se empeña, iré -dijo, suspirando, Alexey Alejandrovich.
Y,
para cambiar de conversación, le habló de asuntos que interesaban a ambos,
preguntándole por su nuevo jefe, un hombre no viejo aun para el alto cargo al
que había sido destinado.
Karenin,
ya desde mucho antes, no había sentido nunca ningún aprecio por el conde
Anichkin, y siempre había estado en pugna con sus opiniones, pero ahora no pudo
contener su odio, muy comprensible en un funcionario público que ha sufrido un
fracaso en su cargo, hacia otro que ha obtenido un puesto más alto que él.
-¿Qué?
¿Le has visto? -preguntó con venenosa ironía.
-Por
supuesto. Ayer asistió a la sesión del juzgado. Parece muy enterado de los
asuntos y es muy activo.
-Sí;
pero ¿a qué encamina su actividad? -preguntó Karenin-. ¿A obrar, o a modificar
lo que está establecido? La gran calamidad de nuestro país es la administración
a base de papeleo, de la que ese hombre es el más digno representante.
-A
decir verdad, no veo nada censurable en él. No sé en qué sentido orienta sus
ideas, pero es un buen muchacho -contestó Esteban Arkadievich-. He estado ahora
mismo en su habitación y te aseguro que es un buen muchacho. Hemos almorzado
juntos y le he enseñado a preparar aquel brebaje, que conoces ya, compuesto de
vino y naranjas, que es un refresco exquisito. Es extraño que no lo conociera
ya. Le ha gustado extraordinariamente. Te aseguro que es un hombre muy
simpático.
Esteban
Arkadievich miró el reloj.
-¡Dios
mío, más de las cuatro y aún he de visitar a Dolgovuchin! Ea, por favor, ven a
comer con nosotros. No sabes cuánto nos disgustarías a mú mujer y a mí si
faltaras.
Alexey
Alejandrovich se despidió de su cuñado de un modo muy distinto a como le
recibiera.
-Te
he prometido ir a iré -repuso tristemente.
--Créeme
que lo agradezco y espero que no te arrepentirás -dijo Oblonsky sonriendo.
Y,
mientras se ponía el abrigo, dio un ligero golpecito en la cabeza al lacayo de
su cuñado, se puso a reír y salió.
-¡A
las cinco y de levita! ¿Oyes? -gritó una vez más volviéndose desde la puerta.
IX
Eran
más de las cinco y ya estaban presentes algunos invitados cuando llegó el dueño
de la casa. Entró con Sergio Ivanovich Kosnichev y con Peszov, que en aquel
momento se habían encontrado en la puerta. Como Oblonsky decía, eran los dos
principales representantes de la intelectualidad de Moscú, y ambos gozaban de
mucho respeto por su carácter a inteligencia.
Se
estimaban mutuamente, pero eran contrarios casi en todo. Nunca estaban de
acuerdo, y no por pertenecer a distintas corrientes de ideas, sino precisamente
por sustentar las mismas. Los enemigos de su partido les consideraban iguales.
Pero dentro de su partido cada uno tenía su propio matiz. Y como nada hay más
difícil que entenderse en cuestiones casi abstractas, jamás coincidían en sus
ideas, aunque estaban acostumbrados, desde mucho tiempo atrás, a reírse
mutuamente, sin enfadarse, del error en que cada uno consideraba al otro.
Entraban,
hablando del tiempo, cuando Oblonsky les alcanzó. En el salón estaban ya el
príncipe Alejandro Dmitrievich Scherbazky, el joven Scherbazky, Turovzin, Kitty
y Karenin. Esteban Arkadievich observó en seguida que, sin su presencia, la
conversación languidecía. Daria Alejandrovna, vestida de seda gris, estaba
evidentemente preocupada por los niños, que comían solos en su cuarto; pero lo
estaba sobre todo por la tardanza de su marido, ya que ella no sabía organizar
bien aquellas reuniones. Todos estaban allí, según la expresión del viejo
Príncipe, como muchachas en visita, sin comprender el motivo que les reunía y
esforzándose en buscar palabras para no permanecer mudos.
El
bondadoso Turovzin se encontraba, y ello se veía en seguida, fuera de su
ambiente, y sonreía con sus labios gruesos, mirando a Oblonsky, como
diciéndole:
"¡Vaya,
hombre! Me has traído a una sociedad de sabios... Ya sabes que mi especialidad
es ir a echar un trago o asistir al Château des Fleurs ..."
El
anciano Príncipe callaba, mirando de soslayo a Karenin con sus ojos brillantes.
Esteban Arkadievich adivinó que ya había inventado alguna palabra con la que
pasmar a aquel personaje para ver al cual se invitaba a la gente, como si se
tratara de comer esturión.
Kitty
miraba hacia la puerta, preocupada por no ruborizarse cuando apareciera Levin.
El joven Scherbazky, a quien no habían presentado a Karenin, procuraba
demostrar que ello le era completamente indiferente.
Karenin,
según la costumbre pertersburguesa en las conlldas donde figuraban señoras,
llevaba frac y corbata blanca. Oblonsky comprendió por su rostro que sólo
acudía por cumplir su palabra, y que concurriendo a la reunión lo hacia como
quien cumple un deber penoso.
El
era, pues, el causante de la impresión glacial que sintieron los invitados
hasta la llegada del anfitrión.
Esteban
Arkadievich al entrar en el salón, disculpó su ausencia afirmando que le había
retenido cierto príncipe a quien todos conocían, que era como el testaferro de
todos sus retrasos y faltas.
En
seguida, en un momento, presentó a todos, procurando relacionar a Karenin con
Sergio Kosnichev a iniciando una charla sobre la rusificación de Polonia en la
que ambos se enzarzaron inmediatamente, así como Peszov. Dio una palmada en el
hombro a Turovzin, le cuchicheó algo muy gracioso al oído y le sentó entre su
mujer y el Príncipe.
Después
dijo a Kitty que estaba muy bonita aquel día y presentó a Karenin y Scherbazky.
Tan bien se arregló, que un momento después el salón tenía un aire agradable y
las voces sonaban alegres y animadas.
Sólo
faltaba Constantino Levin. Pero su falta resultó aún beneficiosa, porque, al
dirigirse Esteban Arkadievich al comedor, donde le encontró, se dio cuenta al
mismo tiempo de que el oporto y el jerez que habían traído eran de la casa
Desprês y no de Levé, y ordenó que el cochero fuese en seguida a esta casa para
que trajesen vinos.
-¿Me
he retrasado? -preguntó Levin, a Oblonsky, mientras se dirigían al salón.
-¿Acaso
es posible que no lo retrases alguna vez? -repuso su amigo cogiéndole del
brazo.
-¿Tienes
muchos invitados? ¿Quiénes son? -preguntó Levin sonrojándose a su pesar y
quitándose con el guante la nieve de su gorro de piel.
-Todos
son conocidos. Está Kitty también. Ven, que te presente a Karenin.
A
pesar de su liberalismo, Oblonsky sabía que a todos halagaba conocer a su
cuñado, y por esto se esforzaba en proporcionar a sus mejor amigos,
presentándoselo, un placer que Levin no estaba en aquel momento en condiciones
de apreciar plenamente.
No
había visto a Kitty, fuera del momento en que la entreviera en el camino de
Erguchovo, desde aquella infausta noche en que se había encontrado con Vronsky.
En el fondo de su alma sabía que hoy iba a verla aquí. Pero, tratando de
defender la libertad de sus pensamientos, insistía en decirse a sí mismo que no
lo sabía.
Ahora,
al enterarse de que en efecto estaba, sintió tal alegría y tal temor a la vez
que se le cortó la respiración y no supo decir lo que quería.
"¿Cómo
será ahora? ¿Estará como antes o como la vi en el coche? ¿Será verdad lo que me
dijo Daria Alejandrovna?", pensaba.
-Sí;
haz el favor de presentarme a Karenin -logró decir al fin. Y con paso
desesperadamente decidido, penetró en el salón y la vio.
Kitty
no era ya la muchacha de antes; no era la que había visto en el coche, sino
completamente distinta.
Parecía
avergonzada, temerosa, tímida, y por ello más bella aún. Ella divisó a Levin en
el mismo momento en que entraba en el salón. Le esperaba. Se alegró y su
alegría la turbó hasta tal extremo, que hubo un momento, precisamente aquel en
que Levin se dirigía hacia la dueña de la casa y la volvió a mirar, que a ella
misma, a él y a Dolly, que los estaba observando, les pareció que no podía
contenerse y que iba a ponerse a llorar.
Se
ruborizó, palideció, volvió a ruborizarse y quedó inmóvil, con un ligero temblor
en los labios, mirando a Levin. El se acercó, la saludó y le dio la mano en
silencio. Sin aquel temblor de los labios y aquella humedad que hacía más vivo
el brillo de sus ojos, la sonrisa de Kitty habría sido casi tranquila cuando le
dijo:
-Hace
mucho que no nos vemos.
Y,
con el atrevimiento de la desesperación, apretó con su mano fría la de Levin.
-Usted
a mí, no; pero yo a usted, sí -contestó él, con una sonrisa radiante de dicha-.
La vi cuando iba desde la estación a Erguchovo.
-¿Cuándo?
-preguntó ella sorprendida.
-Por
el camino de Erguchovo -repuso Levin, sintiendo que la felicidad que le llenaba
el alma ahogaba su voz. ¿Cómo había podido asociar la idea de algo que no fuese
inocente y puro a aquella encantadora criatura?
"Sí;
parece cierto lo que me dijo Daria Alejandrovna", pensó.
Esteban
Arkadievich, cogiéndole del brazo, le acercó a Karenin.
-Permítanme
presentarles -y enunció sus nombres.
-Celebro
volver a verle -dijo Alexey Alejandrovich estrechando con frialdad la mano de
Levin.
-¿Se
conocen ustedes? -preguntó Oblonsky sorprendido.
-Hemos
pasado juntos tres horas en el tren -aclaró Levin sonriendo-, pero salimos de
él intrigados como de un baile de máscaras, al menos yo.
-¡Ah!
No lo sabía -dijo Oblonsky, y añadió, señalando al comedor-: Pasen, hagan el
favor.
Los
hombres pasaron al comedor y se acercaron a la mesa de los entremeses,
preparada a un lado, y en la que había seis clases de vodka, otras tantas de
queso, con palillos de plata y sin ellos, caviar, arenques, conservas de todas
clases y platos con pequeñas rebanadas de pan francés.
Todos
permanecieron un rato ante la mesa, bebiendo el aromático vodka. La charla
sobre la rusificación de Polonia, entre Kosnichev y Karenin, se calmó en espera
de la comida.
Sergio
Ivanovich sabía muy bien cambiar una conversación seria y elevada vertiendo en
ella inesperadamente algunas gotas de sal ática, lo que hizo en esta ocasión,
modificando así el estado de ánimo de sus interlocutores.
Alexey
Alejandrovich opinaba que la rusificación de Polonia sólo se podía lograr
mediante principios superiores introducidos por la administración rusa. Peszov
sostenía que un pueblo sólo asimila a otro cuando está más poblado. Kosnichev
reconocía una cosa y otra, pero con limitaciones. Y, cuando salían del salón,
dijo, con una sonrisa para cerrar la discusión:
-Para
la rusificación de Polonia, sólo hay un medio: poner en el mundo el mayor
número posible de niños rusos. Mi hermano y yo obramos en ese sentido peor que
nadie. Pero ustedes, señores casados, y sobre todo usted, Esteban Arkadievich,
se portan como perfectos patriotas. ¿Cuántos hijos tiene usted ahora?
-preguntó, dirigiéndose con afable sonrisa al dueño de la casa y presentándole
su copita para brindar con él.
Todos
rieron, y Oblonsky más que ninguno.
-Sí;
ése es el mejor medio -dijo, masticando el queso y vertiendo un vodka especial
en la copa de uno de los invitados.
La
discusión, en efecto, concluyó con aquella broma.
-No
está mal este queso -dijo el anfitrión-. Permítanme que les ofrezca. ¿Has
empezado otra vez a hacer gimnasia? --dijo a Levin, palpándole con su mano
izquierda los bíceps.
Este
sonrió, contrajo el brazo y, entre los dedos de Esteban Arkadievich, se levantó
un bulto, redondo como un queso, bajo el fino paño de la levita de su amigo.
-¡Menudos
bíceps! ¡Eres un Sansón!
-Para
cazar osos debe de necesitarse seguramente una fuerza poco común -dijo Karenin,
que tenía una idea muy vaga de la caza, mientras untaba pan con queso,
rompiendo, al hacerlo, la rebanada, delgada como una telaraña.
Levin
sonrió.
-Ninguna.
Al contrario. Hasta un niño puede matar un oso --dijo.
Y,
haciendo un leve saludo, dejó paso a las señoras, que se acercaban a la mesa
para tomar bocadillos.
-Me
han dicho que ha matado usted un oso -dijo Kitty, tratando en vano de pinchar
con el tenedor una seta lisa y rebelde, y sacudiendo las puntillas entre las
cuales brillaba su mano blanca-. ¿Hay osos en su propiedad? -añadió, volviendo
a medias su hermosa cabecita y sonriendo.
Al
parecer, nada había de extraordinario en lo que había dicho, pero ¡qué
inexplicable significación palpitaba para él en cada sonido y cada movimiento
de sus labios, de sus ojos, de su mano, al hablar! Había en ellos súplica de
que la perdonara, confianza en él, caricia, una caricia suave y tímida, promesa
esperanza... y amor, un amor que le anegaba en felicidad.
-No.
He ido a la provincia de Tver. Al regreso encontré en el tren a su cuñado, o
mejor dicho, al cuñado de su cuñado. Fue un encuentro divertido.
Y
relató animadamente, divirtiéndole mucho, que, después de no haber dormido en
toda la noche, se introdujo en el departamento de Karenin vistiendo su pelliza
de piel de oveja.
-Al
contrario del refrán, el revisor, viendo mi indumentaria, trató de impedirme el
paso, pero empecé a soltar algunas expresiones algo fuertes... También usted
-dijo Levin dirigiéndose a Karenin, cuyo nombre había olvidado- quiso primero
hacerme salir, juzgándome por mi pelliza de piel de cordero. Pero luego
intervino en mi favor y se lo agradecí profundamente.
-En
general, los derechos de los viajeros a los asientos son muy inconcretos
-repuso Alexey Alejandrovich limpiándose los dedos con el pañuelo.
-Yo
notaba que usted estaba indeciso con respecto a mí -dijo Levin, riendo
bonachón-. Por eso me apresuré a iniciar una charla culta para tratar de borrar
el aspecto de mi zamarra.
Sergio
Ivanovich, que hablaba con la dueña y atendía a medias a su hermano, le miró de
reojo.
"¿Qué
le pasará? Tiene el aspecto de un triunfador", pensó. Ignoraba que Levin
sentía como si le crecieran alas. Sabía que Kitty oía sus palabras y que el
oírlas la halagaba, y esto le absorbía completamente. Le parecía que no sólo en
aquella estancia sino en todo el mundo, no existían más que dos seres: él, que
había alcanzado ahora ante sí mismo una enorme trascendencia, y ella. Sentíase
a una altura tal que experimentaba vértigos. Y abajo, muy abajo, parecíale ver
a aquellos simpáticos y bondadosos amigos: los Karenin, los Oblonsky y todos
los demás...
De
un modo natural, sin reparar en ello, sin mirarles, como si no hubiese otro
sitio donde ponerles, Esteban Arkadievich hizo sentar a Kitty y Levin uno al
lado del otro a la mesa.
-Puedes
sentarte aquí -dijo a Levin.
La
comida fue tan buena como la vajilla, a la que Oblonsky era muy aficionado. La
sopa Marie-Louise resultó excelente, las diminutas empanadillas, que se
deshacían en la boca como agua, no tenían reproche. Dos lacayos y Mateo, con
corbatas blancas, servían vinos y manjares sin que se reparase en ellos apenas,
hábil y silenciosamente. Si la comida resultó bien en el aspecto material, no
fue peor en lo espiritual. La conversación, ya generalizada, ya parcial, no
cesaba. Al final de la comida, los hombres se levantaron de la mesa sin dejar
de hablar, y hasta Karenin se animó.
X
A
Peszov le gustaba llevar los razonamientos hasta la última consecuencia, y no
quedó contento con las palabras finales de Sergio Ivanovich, sobre todo porque
comprendía la falta de solidez de su propia opinión.
-En
ningún momento he querido referirme exclusivamente -dijo mientras tomaba su
sopa y dirigiéndose a Karenin- a la densidad de población como medio para la
asimilación de un pueblo, sino también a la superioridad de principios.
-A
mí me parece que viene a ser lo mismo -repuso, lentamente y sin interés, su
interlocutor-. A mi juicio, un pueblo sólo puede influir sobre otro cuando
posee un desarrollo superior, en cuyo caso...
-Pero,
¿en qué consiste ese desarrollo superior? -interrumpió Peszov, que siempre se
precipitaba al hablar y ponía su alma entera en cuanto decía---. Entre
ingleses, franceses y alemanes ¿quién tiene un desarrollo superior? ¿Quién
podría asimilarse a los demás? El Rin está afrancesado y los alemanes, no
obstante, no son inferiores. ¡Tiene que haber otro principio! --exclamó.
-Creo
que la influencia depende siempre de la mayor cultura-respondió Karenin
arqueando levemente las cejas.
-¿Y
en qué se notan las señales de la cultural -preguntó Peszov.
A
mi juicio son bien conocidas -repuso Alexey Alejandrovich.
-¿Cree,
en efecto, que son bien conocidas? -intervino Sergio Ivanovich sonriendo con
fina ironía-. Ahora se admite que la verdadera cultura ha de ser clásica; pero
hay fuertes debates al respecto, y no cabe negar que el campo opuesto posee
sólidos argumentos en su favor.
-Usted,
Sergio Ivanovich, ¿es partidario de la cultura clásica...? Permítame que le
sirva vino tinto --dijo Esteban Arkadievich.
-No
expongo mi opinión en favor de ninguna de ambas culturas -dijo Sergio
Ivanovich, sonriendo condescendiente, como si hablara con un niño, y
presentando su copa-. Digo sólo que ambas partes ofrecen sólidos argumentos
-continuó, dirigiéndose a Karenin-. Por mi formación, soy clásico, pero en esa
discusión no hallo lugar para mí. No veo razones de peso que expliquen la
superioridad de los clásicos sobre los realistas.
-Las
ciencias naturales ejercen también una influencia pedagógicoformativa -añadió
Peszov-. Por ejemplo: la astronomía, la botánica, la zoología, con sus sistemas
de leyes generales.
-No
puedo estar de acuerdo -contestó Alexey Alejandrovich-. Opino que no es posible
negar que el simple proceso del estudio de las manifestaciones idiomáticas
influye sobre el desarrollo espiritual. Tampoco puede negarse que la influencia
de los escritores clásicos es en sumo grado moral, mientras que, por desgracia,
a la enseñanza de las ciencias naturales se añaden nocivas y erróneas doctrinas
que constituyen la plaga de nuestra época.
Sergio
Ivanovich iba a alegar algo, pero Peszov se adelantó, hablando con su profunda
voz de bajo, y comenzó a demostrar lo equivocado de aquella opinión. Sergio
Ivanovich esperaba pacientemente el momento de poder hablar, con evidente
expresión de triunfo en su semblante.
-Pero
-dijo al fin, sonriendo de nuevo con fina ironía y dirigiéndose a Karenin- nos
es imposible negar que es muy difícil pesar todo lo que en pro y en contra de
esas ciencias puede decirse. La cuestión de a cuál de ambas educaciones hay que
dar la preferencia no habría sido resuelta tan fácil y definitivamente si del
lado de la formación clásica no halláramos el argumento que acaba usted de
exponer: la ventaja moral-disons le mot- de la influencia antinihilista.
-Sin
duda.
-De
no ofrecer esa ventaja antinihilista las ciencias clásicas, habríamos pesado y
pensado más -dijo Sergio Ivanovich, siempre con su fina sonrisa- y habríamos
dejado que una y otra tendencia se desarrollaran libremente. Pero ahora sabemos
que las píldoras de la educación clásica contienen una fuerza curativa contra
el nihilismo y por eso las recetamos con toda seguridad a nuestros pacientes.
¿Y si en realidad no tuvieran tal poder terapéutico? -concluyó, añadiendo de
este modo a la charla su acostumbrada dosis de sal ática.
Cuando
Kosnichev mencionó las píldoras, todos rieron y, más alto y alegremente que
todos, Turovzin, que esperaba desde el principio la parte divertida de la
conversación.
Esteban
Arkadievich había acertado al invitar a Peszov, porque, gracias a él, la
conversación sobre temas elevados no cesó un momento. Apenas Sergio Ivanovich
hubo cortado con su broma la conversación, ya Peszov abordaba otro tema.
-Ni
siquiera podemos estar seguros de que tales sean las opiniones del Gobierno
-decía ahora-. El Gobierno probablemente se guía por la opinión general, siendo
indiferente a la eficacia de las medidas que adopta. Así, por ejemplo, la
cuestión de la instrucción femenina suele ser considerada como perjudicial y,
sin embargo, el Gobierno abre escuelas y universidades para la mujer.
Y
la conversación pasó en seguida al tema de la educación femenina.
Alexey
Alejandrovich manifestó que generalmente se confundía la educación femenina con
la cuestión de la libertad de la mujer, y que sólo por este sentido podía
considerase perjudicial.
-Yo
opino, al contrario, que ambas cuestiones van indisolublemente unidas --dijo
Peszov-. Es un círculo vicioso. La mujer no tiene derechos por la insuficiencia
de su instrucción, y su insuficiencia de instrucción procede de su falta de
derechos. No olvidemos que la esclavitud de la mujer es algo tan arraigado y
antiguo que a menudo no queremos comprender el abismo que nos separa de ellas.
-Dice
usted derechos... -repuso Sergio Ivanovich, que esperaba a que Peszov callase-.
¿Derechos a ocupar puestos de jurados, vocales, alcaldes, funcionarios y
miembros del Parlamento?
-Sin
duda.
-Como
rara excepción, puede admitirse la posibilidad de que las mujeres ocupen tales
puestos, pero creo que usted ha dado a la expresión un sentido demasiado amplio
al decir "derechos". Más justo sería decir "obligaciones".
Todos estarán de acuerdo conmigo en que cuando somos jurados, vocales o
telegrafistas, creemos estar cumpliendo una obligación. Por eso es más justo
decir que las mujeres tratan de cumplir deberes, y tienen razón. En ese
sentido, hay que simpatizar con su deseo de ayudar al hombre en su trabajo.
-Me
parece muy justo -confirmó Alexey Alejandrovich-. La cuestión consiste, en mi
opinión, en saber si serán capaces de cumplir con esos deberes.
-Estoy
seguro de que serán muy capaces de hacerlo cuando la instrucción se extienda
entre ellas, como ya lo vemos -opinó Oblonsky.
-¿Y
la sentencia? -medió el anciano Príncipe, que hacía tiempo escuchaba, mirando
con sus ojos pequeños y brillantes, llenos de ironía, No me importa repetirla
en presencia de mis hijas: "La mujer es un animal de cabellos largos y
de...".
-Algo
por el estilo se decía de los negros antes de emanciparlos -alegó, malhumorado,
Peszov.
-Por
mi parte encuentro muy extraño que las mujeres busquen nuevas obligaciones
-manifestó Sergio Ivanovich-, mientras vemos que, por desgracia, los hombres
huyen de ellas.
-Las
obligaciones comportan derechos. Las mujeres buscan autoridad, dinero, honores
-repuso Peszov.
-Es
como si yo buscase un puesto de nodriza y me ofendiese de que se me negase,
mientras a las mujeres las pagan por ello --dijo el anciano Príncipe.
Turovzin
rió a carcajadas y Sergio Ivanovich lamentó no haber tenido él aquella
ocurrencia.
Hasta
Karenin sonrió.
-Sí,
pero un hombre no puede amamantar -contestó Peszov- mientras que la mujer..
-Perdón,
un inglés que viajaba en un vapor llegó a amamantar él mismo a su hijo -repuso
el príncipe Scherbazky, permitiéndose esta libertad a pesar de estar presentes
sus hijas.
-Pues
podrá haber tantas mujeres funcionarias como ingleses como ése -atajó Sergio
Ivanovich.
-¿Y
qué ha de hacer una joven sin familial -intervino Esteban Arkadievich, apoyando
a Peszov en su defensa de la mujer, al acordarse de la Chibisova, en la que
ahora pensaba constantemente.
-Si
se estudiase bien la vida de esa joven, se vería que seguramente había dejado a
su familia o la de sus parientes, donde tendría sin duda la posibilidad de
hallar un trabajo propio para mujeres -terció inesperadamente Dolly, sin duda
adivinando en qué joven pensaba su marido.
-Nosotros
defendemos el principio, el ideal -alegó Peszov, con su sonora voz de bajo-. La
mujer quiere tener derecho a ser independiente y culta, y se siente oprimida y
aplastada con la idea de que ello le es imposible.
-Y
yo me siento oprimido y aplastado por la idea de que no me acepten como nodriza
en el orfelinato -insistió el anciano Principe, con gran alborozo de Turovzin,
que, en su risa, dejó caer un grueso espárrago en la salsa.
XI
Todos
participaban en la conversación general excepto Kitty y Levin.
Este,
al principio, cuando se habló de la influencia de un pueblo sobre otro, pensó
que podría opinar sobre el tema. Pero aquellas ideas, que antes le parecían de
tanta importancia, pasaban ahora como un sueño por su cerebro sin despertar en
él el menor interés. Incluso le pareció extraño que hablasen tanto de lo que a
nadie le importaba.
Kitty,
a su vez, encontraba interesante habitualmente la cuestión de los derechos
femeninos. ¡Cuántas veces pensaba en esto, recordando a su amiga del
extranjero, Vareñka, y su penosa dependencia; cuántas veces meditaba en lo que
podia ser de ella de no casarse, y cuántas veces había discutido el asunto con
su hermana!
Pero
ahora todo ello la tenía sin cuidado. Hablaba con Levin, o mejor dicho no
hablaba; sólo mantenía con él una especie de misteriosa comunicación que cada
vez les acercaba más, despertando en ambos un sentimiento de gozosa incertidumbre
ante el mundo desconocido en que se disponían a entrar.
Al
iniciar su conversación, Levin, contestando a Kitty, le dijo que la había visto
el año pasado en el coche cuando él regresaba a su casa por el camino real, de
vuelta de las faenas del campo.
-Era
muy temprano. Usted debía de acabar de despertarse. Su mamá dormía en el rincón
del coche. La mañana era espléndida. Y yo iba por el camino pensando:
"¿Quién vendrá en ese coche de cuatro caballos?". El coche pasó con
un alegre sonar de cascabeles, y yo vi por un instante su rostro en la
ventanilla, y su mano, que ataba las puntas del lazo de su cofia, mientras
usted, sentada, parecía pensar en algo... -contaba Levin, riendo-. ¡Cuánto
habría dado por saber lo que pensaba! ¿Era algo importante?
"¡A
lo mejor estaba despeinada! ", pensó Kitty. Pero viendo la embelesada
sonrisa que aquellos recuerdos despertaban en Levin, comprendió que el efecto
producido no podía haber sido malo. Se ruborizó y rió jovialmente.
-Le
aseguro que no me acuerdo.
-¡Qué
a gusto ríe Tuovzin! -exclamó Levin, viendo los ojos húmedos y el cuerpo
tembloroso de risa del aludido.
-¿Le
conoce hace mucho? -preguntó Kitty.
-¡Quién
no le conoce!
-Me
parece que le considera usted una mala persona.
-No,
eso no; le considero sólo un miserable.
-No
es cierto. ¡Le prohibo que piense eso de él! -dijo Kitty-. Yo también le
consideraba antes lo mismo; pero es un hombre muy simpático y bueno. Tiene un
corazón de oro.
-¿Cómo
conoce usted su corazón?
-Somos
muy amigos suyos. Le conozco bien. El invierno pasado, poco después de que...
usted estuviera en nuestra casa -dijo Kitty con una sonrisa culpable, pero a la
vez confiada- Dolly tuvo a todos los niños enfermos de escarlatina. Un día
Turovzin pasó por su casa. Y sintió tanta compasión de Dolly, que se quedó allí
durante tres semanas cuidando como un aya a los pequeños -refirió en voz baja.
E
inclinándose hacia su hermana, añadió:
-Estoy
contando a Constantino Dmitrievich lo que hizo Turovzin cuando tuviste a los
niños enfermos de la escarlatina.
-Es
un hombre extraordinariamente bueno -repuso Dolly mirando con dulce sonrisa a
Turovzin, que comprendió que hablaban de él.
Levin
le miró a su vez, sin poder explicarse cómo era posible que no hubiese reparado
antes en las cualidades de aquel hombre.
-Perdóneme,
perdóneme; no volveré a pensar mal de nadie -dijo, jovial y sinceramente,
expresando lo que sentía realmente en aquel momento.
XII
En
la conversación que se había iniciado sobre los derechos de la mujer, surgían
puntos delicados, relativos a la desigualdad que existía entre los cónyuges en
el matrimonio, cuestiones que era difícil tratar en presencia de las señoras.
Peszov durante la comida tocó más de una vez aquellos puntos, pero Sergio
Ivanovich y Esteban Arkadievich desviaron siempre con mucho tacto la
conversación.
Cuando
se levantaron de la mesa y las señoras salieron del comedor, Peszov no las
siguió y se dirigió a Karenin exponiéndole el motivo esencial de aquella
desigualdad, que consistía, según él, en que las infidelidades de marido y mujer
se castigan de modo distinto por la ley y por la opinión pública.
Esteban
Arkadievich se acercó precipitadamente a su cuñado ofreciéndole tabaco.
-No
fumo -repuso Karenin con calma.
-Creo
que las bases de esa opinión están en la esencia misma de las cosas -dijo.
E
intentó pasar al salón, pero en aquel momento Turovzin le habló
inesperadamente.
-¿Sabe
usted lo de Prianichnikov? -preguntó, sintiéndose animado ya por el champaña a
romper el silencio en que hacía rato permaneciera-. Me han contado -siguió,
sonriendo bonachonamente con sus labios húmedos y rojos y dirigiéndose a
Karenin, como invitado de más respeto- que Vasia Prianichnikov se ha batido en
Tver con Kritsky y le ha matado.
Oblonsky
observaba que, así como todos los golpes van siempre al dedo lastimado, hoy
todo iba a parar al punto dolorido de Karenin. Trató de llevarle fuera, pero su
cuñado preguntó:
-¿Por
qué se ha batido Prianichnikov?
-Por
culpa de su mujer. ¡Se comportó como un hombre! Desafió al otro y le mató.
-¡Ah!
-murmuró Alexey Alejandrovich. Y arqueando las cejas pasó al salón.
-Me
alegro de que haya venido hoy -dijo Dolly, que le encontró en la pequeña
antesala contigua-. Quiero hablarle. Sentémonos aquí.
Karenin,
siempre con aquella expresión indiferente que le daban sus cejas arqueadas,
sonrió y se sentó junto a Daria Alejandrovna.
-Muy
bien -dijo-, porque precisamente quería pedirle perdón por no haberla visitado
antes y despedirme de usted. Me voy de viaje mañana.
Dolly
creía en la inocencia de Ana y en su palidez se adivinaba que estaba irritada
contra aquel hombre frío a indiferente que con tanta tranquilidad iba a causar
la ruina de su inocente cuñada.
-Alexey
Alejandrovich -dijo, con desesperada decisión mirándole a los ojos-. Le
he preguntado por Ana y no me ha contestado. ¿Cómo está?
-Creo
que bien, Daria Alejandrovna -contestó Karenin sin mirarla.
-Perdone,
Alexey Alejandrovich. No tengo derecho a... Pero quiero y respeto a Ana como a
una hermana. Le pido... le ruego que me diga lo que ha pasado entre ustedes.
¿De qué la acusa?
Karenin
arrugó el entrecejo, entornó los ojos a inclinó la cabeza.
-Supongo
que su marido le habrá explicado los motivos por los cuales quiero cambiar mis
relaciones con Ana Arkadievna -dijo, siempre sin mirar a Dolly, y dirigiendo la
vista sin querer al joven Scherbazky, que pasaba por el salón.
-No
creo, no puedo creer que... -pronunció Dolly, uniendo sus manos huesudas en un
ademán enérgico-. Aquí nos molestarán. Pase a este otro cuarto, haga el favor
-dijo, levantándose y poniendo la mano en la manga de Karenin.
La
emoción de Dolly influyó en Alexey Alejandrovich. Levantándose, la siguió
sumisamente al cuarto de estudio de los niños.
Se
sentaron ante la mesa cubierta de hule rasgado por todas partes por los
cortaplumas.
-No
lo creo, no lo creo -insistió Dolly, procurando fijar la mirada huidiza de
Karenin.
-Es
imposible no creer en los hechos, Daria Alejandrovna -respondió Alexey
Alejandrovich, recalcando la palabra "hechos".
-¿Qué
le ha hecho? ¿Qué ha hecho Ana? -preguntó Dolly.
-Olvidar
sus deberes y traicionar a su marido. Eso ha hecho.
-Es
imposible. ¡Ha debido usted engañarse! -dijo Dolly cerrando los ojos y
llevándose las manos a las sienes.
Karenin
sonrió fríamente, sólo con los labios, queriendo probar a Dolly y a sí mismo la
firmeza de su convicción; pero aquella calurosa defensa de su mujer, aunque no
le hacía vacilar, abría de nuevo la herida de su alma, y se puso a hablar con
gran excitación.
-Es
imposible equivocarse cuando la propia mujer se lo confiesa al marido,
añadiendo que los ocho años de vida conyugal y el hijo que tiene han sido un
error, y que desea empezar una nueva vida -concluyó enérgicamente, produciendo
al hablar un sonido nasal.
-Me
resulta imposible, no puedo creerlo... ¡Ana y el vicio unidos! ¡Oh!
-Daria
Alejandrovna -dijo Karenin, mirando ahora de frente el rostro bondadoso y
conmovido de Dolly y sintiendo que su lengua adquiría más libertad-, habría
dado cualquier cosa por poder seguir dudando. Mientras dudaba sufría, pero no
tanto como ahora. Cuando dudaba, tenía esperanzas. Ahora ya nada espero; y, a
pesar de todo, nuevas dudas se han añadido a las que sentía y he llegado a
odiar a mi hijo, a querer incluso pensar que no es mío. Soy muy desgraciado.
Sobraba
decirlo. Dolly lo comprendió en cuanto Karenin la miró a la cara. Sintió
lástima de él y su fe en Ana vaciló.
-¡Es
horrible, horrible! ¿Y es cierto que se ha decidido usted por el divorcio?
-Estoy
decidido a ese recurso extremo. No cabe hacer otra cosa.
-¡Que
no cabe hacer otra cosa! ¡Que no cabe hacerla! -murmuró ella, con lágrimas en
los ojos.
-Lo
terrible de esta desgracia es que no se pueda, como en otros casos, incluso la
muerte, soportar la cruz. Aquí hay que obrar -dijo él, adivinando el
pensamiento de Dolly-. Hay que salir de la situación humillante en que le ponen
a uno. Es imposible compartir con otro...
-Comprendo,
comprendo bien -repuso Dolly bajando los ojos. Y calló, pensando en sí misma,
en sus dolores familiares. Pero, de pronto, con ademán enérgico, alzó la cabeza
y juntó las manos implorándole-: Escuche: usted es cristiano. Piense en ella.
¿Qué será de Ana si la abandona?
-Ya
lo he pensado, y mucho, DariaAlejandrovna-dijo Karenin, cuyo rostro se había
cubierto de manchas rojas y cuyos ojos turbios la miraban de frente. Dolly
ahora le tenía compasión-. Lo hice después de que ella misma me hubo anunciado
mi deshonra. Lo dejé todo como estaba, le di la posibilidad de enmendarse, de
guardar las apariencias -siguió, exaltándose-. Es posible salvar al que no
quiere perderse, pero si una naturaleza es tan viciosa y está tan corrompida
que hasta la misma perdición le parece una salvación, ¿qué se puede hacer?
-Todo,
menos divorciarse.
-¿Qué
es todo?
-¡Es
horrible! Ana no será la esposa de ninguno. ¡Se perderá!
-¿Y
qué puedo hacer? -repuso Alexey Alejandrovich levantando las cejas y los
hombros.
Y
el recuerdo de la última falta de su mujer le irritó tanto que recobró su
frialdad del principio de la conversación.
-Agradezco
mucho su simpatía, pero tengo que irme --dijo levantándose.
-Espere.
No debe usted causar la perdición de Ana. Quiero hablarle de mí misma. Me casé
y mi marido me engañaba. Enojada y celosa quise abandonarlo todo, marcharme...
Pero recobré el buen sentido... ¿y sabe quién me salvó? La propia Ana. Ahora ya
ve: voy viviendo, los niños crecen, mi marido vuelve al hogar, reconoce su
falta, es cada vez mejor, y yo... He perdonado y usted debe perdonar también.
Karenin
la escuchaba, pero aquellas palabras no despertaban en él eco alguno. En su
alma se elevaba otra vez la ira del día en que resolviera divorciarse. Se
recobró, Y exclamó, con voz fuerte y vibrante:
-No
quiero ni puedo perdonarla; lo considero injusto. Lo he hecho todo por esa
mujer y ella lo ha pisoteado todo en el barro, en ese barro que es el elemento
natural de su alma. No soy malo. No he odiado a nadie jamás, pero a ella la
odio con toda el alma, y el odio inmenso que le tengo por todo el mal que me ha
causado me impide perdonarla -concluyó, con la voz sofocada por un sollozo de
cólera.
-Amad
a los que os odian -murmuró Dolly tímidamente.
Karenin
sonrió con desprecio. Conocía la máxima hacía mucho, pero sabía que no convenía
a su caso.
-Podemos
muy bien amar a los que nos odian, pero a los que nosotros odiamos no.
Perdóneme haberle causado este sufrimiento. Cada uno tiene bastante con sus propias
penas.
Y,
recobrando el dominio de sí mismo, Alexey Alejandrovich se despidió
tranquilamente y se fue.
XIII
Al
levantarse de la mesa, Levin se proponía seguir a Kitty al salón, pero temía
que a ella le molestase que la cortejara tan ostensiblemente.
Se
quedó, pues, con el círculo de los hombres, interviniendo en la conversación
general y, sin dirigir la vista a Kitty, seguía sus movimientos, sus miradas y
el lugar que ocupaba en el salón.
Ahora,
sin esfuerzo alguno, cumplía la promesa que le había hecho de no pensar mal de
nadie y estimar siempre a todos.
La
conversación versó sobre la comunidad rusa, en la que Peszov veía un principio
particular que él llamaba el principio del coro. Levin no estaba conforme con
él ni con su hermano, quien, según su modo de pensar, admitía y no admitía la
comunidad rusa. Mas Levin hablaba con ellos con intención de aproximarlos y de
suavizar sus divergencias. No se interesaba ni lo más mínimo en lo que les
decía, y menos aún en lo que decían ellos, y sólo deseaba que todos se
sintieran a gusto y satisfechos.
A
la sazón, únicamente una cosa le parecía importante. Y aquella cosa estaba al
principio en el salón y luego empezó a acercarse y se detuvo en la puerta.
Levin, de espaldas, sintió una mirada y una sonrisa dirigidas a él y no pudo
dejar de volverse. Kitty estaba en el umbral, con Scherbazky, y le miraba.
-Creí
que iba usted al piano -dijo Levin aproximándose-. La música es lo que más echo
de menos en el pueblo.
-No.
Veníamos a buscarle -respondió Kitty, dirigiéndole una sonrisa-. ¡Qué ganas de
discutir! No van a convencerse nunca unos a otros...
-Es
verdad -repuso Levin-. La mayoría de las veces se discute únicamente porque no
se comprende lo que quiere decir el antagonista de uno.
Levin
solía observar que en las discusiones entre hombres inteligentes, después de
grandes esfuerzos y de enorme cantidad de sutilezas dialécticas y de palabras,
los interlocutores llegaban a la conclusión de que se esforzaban en demostrarse
mutuamente lo que sabían ya desde el principio. Veía también que el motivo de
las discusiones era siempre que les agradaban diferentes cosas y no querían
reconocerlo para no ser vencidos en el debate.
Levin,
a veces, cuando discutía, si adivinaba de repente lo que agradaba a su
adversario, comenzaba también él a verlo con agrado, se unía a su opinión y
todas las demostraciones resultaban innecesarias. Pero en otras ocasiones
sucedía lo contrario. Exponía las convicciones en cuya defensa inventaba
argumentos y, si acertaba a explicarlas bien y sinceramente, el antagonista se
convencía y abandonaba la discusión. Era esto lo que había querido decir a
Kitty.
Ella
arrugó el entrecejo tratando de comprender. Pero apenas él hubo iniciado la
explicación, Kitty vio claro lo que quería decir.
-Ya.
Es preciso saber lo que sostiene el contrincante, lo que le agrada, y entonces
es posible...
Había
adivinado y expresado el pensamiento tan mal expuesto por Levin, quien rió
jovialmente al oírla. Era sorprendente aquella transición del elocuente debate
entre Peszov y su hermano a esta lacónica manera de exponer, casi sin palabras,
las ideas más complicadas.
Scherbazky
se separó de ellos. Kitty, acercándose a la mesa de juego, que estaba
desplegada, se sentó y empezó a dibujar con tiza círculos sobre el nuevo tapete
verde.
Volvieron
a la conversación iniciada en la comida sobre la libertad y ocupaciones de la
mujer. Levin coincidía con Dolly en que una joven soltera podía encontrar
trabajo femenino en la familia. Y esto se lo confirmaba el que ninguna casa
puede prescindir de una ayudanta; que toda familia, pobre o rica, necesita
tener niñera, ya sea a sueldo, ya alguna parienta.
-No
-dijo Kitty, ruborizándose, pero mirando aún más fijamente a Levin con sus ojos
sinceros-. Una joven puede hallarse en situación de no poder vivir con su
familia, de ser despreciada, y entonces...
El
comprendió lo que se ocultaba bajo aquellas palabras.
-Sí
-dijo-, tiene usted razón, sí, sí...
Y
le bastó adivinar lo que se ocultaba en sus palabras: el miedo a quedar
soltera, la humillación .... para comprender en seguida la verdad que había
sostenido Peszov durante la comida sobre la libertad de la mujer. Amaba a Kitty
y por aquella humillación adivinó al punto lo que pasaba en su corazón, y
rectificó sin vacilar sus opiniones.
Siguió
un silencio. Kitty continuaba dibujando en la mesa. Sus ojos brillaban con
dulzura y Levin sentía que la felicidad le inundaba más cada vez.
-¡Oh!
He ensuciado toda la mesa -exclamó Kitty.
Y
dejando la tiza, hizo ademán de levantarse.
"¿Será
posible que me deje solo?", se preguntó Levin, atemorizado. Y, cogiendo la
tiza, se sentó a la mesa y dijo:
-Espere.
Hace tiempo que quería preguntarle una cosa.
La
miraba a los ojos, acariciantes, aunque ligeramente asustados.
-Bien;
pregunte -repuso Kitty.
-Mire
-repuso él, y comenzó a escribir las letras siguientes: c, u, m, d, n, p, s, s,
r, a, e, o, a, s. Estas letras significaban: "Cuando usted me dijo: no
puede ser, ¿se refería a entonces o a siempre?".
Parecía
imposible que ella pudiese descifrar el significado de aquellas letras; pero él
la miró de un modo tal como si su vida dependiese de que Kitty las
comprendiera.
La
joven le contempló con gravedad, inclinó la frente, frunciéndola y examinó las
letras. De vez en cuando, le miraba como preguntándole: "¿Es lo que me
figuro?".
-Comprendo
--dijo, al fin, ruborizándose.
-¿Sabe
qué palabra es ésta? -preguntó él, señalando la s, con la que indicara "
siempre", que significaba el fin de sus esperanzas.
-Significa
"siempre" -contestó Kitty-; pero no es así.
Levin
limpió rápidamente lo escrito, ofreció la tiza a la joven y se levantó. Ella
trazó estas letras: e, n, p, d, o, c.
Dolly
se consoló totalmente del dolor que le causara la conversación con Karenin
viendo las figuras de Kitty y Levin: ella con la tiza en la mano, mirándole con
una sonrisa, temerosa y feliz, y Levin inclinado sobre la mesa, y mirando con
encendidos ojos, ora a la mesa, ora a la muchacha.
De
pronto, el rostro de Levin se iluminó: había comprendido. Las letras
significaban: "entonces no podía decir otra cosa".
La
miró, interrogativo y tímido.
-¿Sólo
entonces? -preguntó.
-Sí
--contestó la sonrisa de Kitty.
-¿Y
a... ahora?
-Lea.
Le diré lo que quisiera, lo que quisiera con toda mi alma...
Y
escribió: q, u, o, 1, q, p, que significaba " que usted olvidara lo que pasó".
Levin
cogió la tiza con sus rígidos y temblorosos dedos, y la emoción le hizo romper
la barrita de yeso. Luego escribió las iniciales de la siguiente frase:
"No tengo nada que olvidar ni perdonar y no he dejado nunca de
amarla".
Kitty
le miró con extática sonrisa.
-He
comprendido --dijo.
Levin
se sentó y escribió una larga frase en iniciales. Kitty lo comprendió todo y,
sin pedirle confirmación, tomó la tiza y le contestó inmediatamente.
Durante
largo rato Levin no pudo adivinar lo que ella quería decide y de vez en cuando
la miraba a los ojos. La felicidad que sentía velaba su mente. Le fue imposible
encontrar las palabras a que correspondían las iniciales de Kitty, pero en los
hermosos y radiantes ojos de la joven leyó cuanto quería saber.
Entonces
escribió sólo tres letras. Antes de que terminase de trazarlas, Kitty, cogiendo
la mano de Levin, le hizo poner la respuesta: "Sí".
-¿Están
ustedes juzgando al secrétaire? -preguntó el anciano príncipe
Scherbazky, acercándose a ellos-. Vamos, Kitty. Si no, llegaremos tarde al
teatro.
Levin
se levantó y acompañó a Kitty hasta la puerta.
En
su conversación había sido dicho todo: que ella le quería y que diría a sus
padres que Levin iría a verles al día siguiente por la mañana.
XIV
Cuando
Kitty hubo salido, Levin, solo, sintió en ausencia de la joven tal inquietud y
tan vivo deseo de que llegara cuanto antes la mañana siguiente, en que volvería
a verla y a unirse con ella para siempre, que las catorce horas que le
separaban de aquel momento le llenaron de temor. Necesitaba estar con alguien,
hablar, no sentirse solo, engañar el tiempo. El más agradable interlocutor para
él habría sido Oblonsky, pero éste afirmaba tener que asistir a una reunión,
aunque en realidad iba al baile. Levin tuvo tiempo, sin embargo, de decirle que
era feliz, que le apreciaba mucho y que jamás olvidaría lo que había hecho por
él. La mirada y la sonrisa de su amigo le demostraron que éste había
comprendido perfectamente el estado de su alma.
-¿Qué?
¿Ya no está próximo el momento de morirse? -preguntó Esteban Arkadievich con
amable ironía, estrechando la mano de Levin.
-¡Nooo!
-repuso éste.
Al
despedirse de él, también Dolly le felicitó, diciéndole:
-Estoy
muy contenta de que se haya vuelto a ver con Kitty. No hay que olvidar a los
antiguos amigos...
A
Levin casi le molestaron las palabras de Daria Alejandrovna, la cual no podía
comprender en cuán alto a inaccesible lugar colocaba él aquel acontecimiento,
ya que se atrevía a mencionar en estos momentos el pasado.
Levin
se despidió de ellos y, por no quedar solo, se fue con su hermano.
-¿Adónde
vas?
-A
una reunión.
-¿Puedo
acompañarte?
-¿Por
qué no? -repuso, sonriendo, Sergio Ivanovich-. Pero, ¿qué tienes hoy?
-¿Qué
tengo? ¡Soy feliz! --dijo Levin, mientras bajaba el cristal de la ventanilla del
coche en que iban-. ¿No te importa que abra? Me ahogo... Soy muy feliz... ¿Por
qué no te has casado tú?
Sergio
Ivanovich sonrió.
-Me
alegro; ella parece una muchacha muy simpática... --empezó.
-¡Calla,
calla, calla! -gritó Levin, cogiendo con ambas manos el cuello de la pelliza de
su hermano y cerrándola sobre su boca.
¡Eran
tan vulgares, tan ordinarias, armonizaban tan mal con sus sentimientos aquellas
palabras: "Es una muchacha muy simpática"!
Sergio
Ivanovich rió alegremente, lo que rara vez le sucedía.
-En
todo caso, celebro mucho...
-Mañana,
mañana me lo dirás. ¡Silencio ahora! -insistió Levin, cerrando otra vez la
pelliza de su hermano. Y añadió-: ¡Cuánto te quiero! ¿Puedo asistir a la
reunión?
-Claro
que puedes.
-¿De
qué ha de tratarse? -preguntó Levin, sin dejar de sonreír.
Llegaron
a la reunión. Levin oyó cómo el secretario tropezaba en las palabras al leer el
acta, que al parecer no entendía ni él mismo. Pero Levin creía adivinar a
través del rostro del secretario que era un hombre bueno, simpático y
agradable, lo que se demostraba, según él, por la manera como se azoraba y se
confundía en aquella lectura.
Empezaron
los discursos. Se discutía la asignación de unas sumas y la colocación de unas
tuberías. Sergio Ivanovich atacó vivamente a dos miembros de la junta y habló
largo rato con aire de triunfo. Uno de los miembros, que había tomado notas en
un papel, quedó por un momento como asustado, pero luego contestó a Kosnichev
con tanta cortesía como mala intención. Sviajsky, presente también, dijo algunas
palabras nobles y elocuentes.
Levin,
escuchando, comprendía claramente que allí no había nada, ni sumas asignadas,
ni tuberías, pero que no se enfadaban por ello, que eran todos gente muy amable
y que todo marchaba perfectamente entre ellos. No molestaban a nadie y se
sentían a gusto. Lo más notable era que hoy le parecía verles a través de una
bruma y que por minúsculos, casi imperceptibles detalles, creía adivinar el
alma de todos y percibir que todos rebosaban bondad.
Ellos,
a su vez, sin duda, sentían también hoy una gran simpatía por Levin, ya que al
hablar con él, hacíanlo con exquisita amabilidad, incluso aquellos que no le
conocían.
-¿Estás
contento? -le preguntó su hermano.
-Mucho.
No imaginaba que llevarías esto con tanto interés, con tanto...
Sviajsky
se acercó a Levin y le invitó a tomar el té en su casa. Levin no veía ahora por
qué estaba antes descontento con Sviajsky, ni qué era lo que se obstinaba en
buscar en él. ¡Era un hombre tan inteligente y bondadoso!
-Con
mucho gusto -repuso, y le preguntó por su esposa y su cuñada. Por extraña
asociación de ideas, al unir en su mente el pensamiento de la cuñada de su
amigo y de su matrimonio, se le figuró que a nadie podía confiar mejor su dicha
que a la cuñada y la mujer de Sviajsky, por lo cual la idea de ir a
verles le colmaba de satisfacción.
Sviajsky
le preguntó por los asuntos de su pueblo, suponiendo, corno siempre, que no
podría habérsele ocurrido nada que no existiese ya en Europa, sin que tal
motivo pareciera hoy molestar a Levin. Reconocía, por el contrario, que su
amigo tenía razón, que aquello era cosa de poca monta, y que eran muy de
estimar el extraordinario tacto y suavidad con que Sviajsky procuraba eludir la
demostración de la razón que le asistía.
Las
señoras se mostraron amabilísimas. Levin experimentaba la impresión de que
sabían todo lo que concernía a su dicha, que se alegraban y que no se lo decían
por delicadeza.
Permaneció
allí una, dos y hasta tres horas, tratando de diversos temas, pero aludiendo
constantemente a lo único que inundaba su alma, sin darse cuenta de que les
tenía ya a todos fatigados y de que era hora de irse a acostar.
Sviajsky
le acompañó hasta el recibidor, bostezando y extrañado de la rara disposición
de ánimo que su amigo manifestaba aquel día.
Era
la una dada. Levin, al encontrarse en el hotel, se asustó con la idea de que
había de pasar a solas diez horas aún, consumiéndose de impaciencia. El criado
de turno encendió las bujías y se dispuso a salir, pero Levin le retuvo.
Resultó después que aquel criado, Egor, en quien antes él no reparaba nunca,
era un muchacho inteligente y simpático y, sobre todo, amabilísimo.
-Y
dime, Egor: debe de ser difícil pasar la noche sin dormir, ¿no?
-¿Qué
se le va a hacer? Es la obligación. Más tranquilo es trabajar en casas de
señores. Pero la cuentas salen mejor trabajando aquí.
Levin
supo entonces que Egor tenía familia: tres hijos y una hija, costurera, a la
que pensaba casar con el dependiente de una tienda de guarnicionería.
Con
este motivo, Levin participó a Egor su opinión de que lo esencial en el
matrimonio es el amor, y que con amor siempre se es feliz, puesto que la
felicidad está en uno mismo.
Egor
escuchó con atención, pareciendo comprender muy bien la idea de Levin, y, como
para confirmarlo, hizo el comentario, inesperado para éste, de que cuando él
servía en casa de unos señores, que eran personas excelentes, siempre había
estado satisfecho de ellos, y que ahora lo estaba también, a pesar de ser
francés el dueño.
"¡Es
un hombre admirable este Egor!", reflexionaba Levin.
-Cuando
te casaste, ¿querías a tu mujer, Egor?
-¿Cómo
no iba a quererla?
Y
veía que Egor se exaltaba y se disponía a descubrirle todos sus sentimientos
recónditos.
-Mi
vida ha sido extraordinaria. Desde chiquillo... -empezó Egor, con los ojos
brillantes, tan visiblemente contagiado por el entusiasmo de Levin como cuando
uno se contagia viendo bostezar a otro.
Pero
en aquel momento sonó un timbre. Egor salió y Levin quedó solo. No había comido
apenas en casa de Oblonsky, no tomó té ni quiso cenar en la de Sviajsky y ahora
no podía ni pensar en la cena. Tampoco había dormido la noche anterior, y
tampoco podía pensar en el sueño. En la habitación hacía fresco, pero se
ahogaba de calor. Abrió las dos hojas de la ventana y se sentó a la mesa ante
ellas. Sobre el tejado cubierto de nieve se veía una cruz labrada con cadenas,
y encima de la cruz el triángulo de la constelación del Cochero con Cabra, la
brillante estrella amarilla. Levin ora contemplaba la cruz, ora aspiraba el
aire helado que entraba suavemente en la habitación y, como en sueños, seguía
las imágenes y los recuerdos que le iba sugeriendo su imaginación.
Hacia
las cuatro oyó pasos en el corredor; miró por la puerta y descubrió a Miakin.
Era éste un jugador a quien conocía que en aquel momento regresaba del Círculo.
Su aspecto era taciturno y tosía.
"¡Pobre
desgraciado!", pensó Levin.
Y
el afecto y la compasión que sentía por aquel hombre hicieron afluir las
lágrimas a sus ojos.
Se
propuso hablarle y consolarle, pero, recordando que estaba en camisa, cambió de
decisión y se sentó de nuevo ante la ventana para bañarse en el aire fresco,
para mirar aquella cruz silenciosa, de admirable forma y llena para él de
significación, para contemplar aquella brillante estrella amarilla.
A
las seis, comenzó a sentirse en los pasillos el ruido de los enceradores,
sonaron campanas llamando a misa, y Levin comenzó a sentir frío.
Cerró
la ventana, se lavó y vistió, y salió a la calle.
XV
Las
calles estaban desiertas aún. Levin se dirigió a casa de los Scherbazky. La
puerta principal se hallaba cerrada y todo dormía.
Volvió
al hotel, subió a su alcoba y pidió café. El camarero de día, que ya no era
Egor, se lo trajo. Levin quiso iniciar una conversación con él, pero llamaron y
el camarero hubo de salir.
Levin
probó a beber el café y se llevó una pasta a la boca, pero sus dientes no
sabían qué hacer con la pasta. La escupió, se puso el abrigo y se fue a errar
por las calles. Eran algo mas de las nueve cuando se halló otra vez ante las
puertas de los Scherbazky. En la casa apenas había despertado nadie aún. El
cocinero salía en aquel momento a la compra. Era, pues, preciso esperar todavía
más de dos horas.
Toda
la noche y aquella mañana las había pasado Levin en estado de inconsciencia,
sintiéndose fuera de las condiciones de la existencia material. No comió en
todo el día, llevaba dos noches sin dormir, había pasado varias horas medio
desnudo al aire frío, y, sin embargo, no sólo se sentía fresco y fuerte, sino
completamente desligado de su cuerpo. Se movía sin esfuerzo muscular y tenía la
sensación de que lo podía todo. Estaba seguro de que, de necesitarlo, habría
conseguido volar o mover los muros de una casa.
Pasó
el tiempo que faltaba paseando por las calles, mirando sin cesar el reloj y
volviendo la cabeza a todos lados.
Entonces
vio algo muy hermoso que no volvió a ver jamás: Unos niños que iban a la
escuela -que fue lo que más le conmovió-, vio unas palomas de color azul oscuro
que volaban desde los tejados a la acera, y unos panecillos blancos,
espolvoreados con harina, expuestos por una mano invisible en una ventana.
Los
panecillos, los niños, las palomas, todo cuanto veía tenía algo prodigioso. Uno
de los niños corrió a la ventana y miró, sonriendo a Levin: una paloma sacudió
las alas con suave rumor y se levantó brillando al sol, entre el luminoso polvo
de escarcha que flotaba en el aire, y un aroma de pan recién cocido llegó desde
la ventana donde estaban expuestos los panecillos.
El
cuadro era tan extraordinariamente hermoso que Levin, mirándolo, sintió que le
afluían a los ojos lágrimas de alegría.
Describió
un gran círculo por las calles de Gazetny y Kislovka, volvió a su habitación y
se sentó en espera de las doce. En el cuarto contiguo hablaban de máquinas y de
engaños y tosían con una de esas frecuentes toses mañaneras. Aquella gente no
comprendía que las manecillas del reloj iban acercándose a las doce.
En
la calle, los cocheros de punto sabían sin duda que Levin era dichoso, porque
le rodearon con rostros satisfechos, disputando entre sí y ofreciéndole sus
servicios. Él, procurando no molestar a los demás, y prometiendo utilizar sus
servicios en otra ocasión, eligió a uno de ellos y le ordenó que le llevase a
casa de los Scherbazky. El cochero llevaba muy estirado bajo su gabán el blanco
cuello postizo de su camisa que cubría su cuello rojo, fuerte a hinchado. Y el
trineo era alto, ligero y tan excelente, que Levin no vio nunca más otro trineo
como aquél. Hasta el caballo era bueno y se esforzaba en galopar, aunque apenas
se movía del mismo sitio.
El
cochero conocía la casa de los Scherbazky y mostraba un gran respeto a su
cliente. Al llegar, hizo un ademán circular con los brazos y exclamando:
"¡Sooo!", detuvo el caballo ante la escalera.
El
portero de los Scherbazky debía de saberlo todo, según creyó Levin, a juzgar
por la sonrisa de sus ojos y por el modo especial que tuvo de decir:
-Hace
tiempo que no venía usted, Constantino Dmitrievich.
No
sólo lo sabía todo, sino que por ello estaba radiante de alegría, aunque se
esforzaba en disimularla. Mirando los ojos amables del viejo, Levin experimentó
una nueva sensación de felicidad.
-¿Están
levantados?
-Pase,
pase, haga el favor. Y esto puede usted dejarlo aquí -le dijo, observando que
se volvía para coger su gorro de piel. Levin descubrió en este detalle un motivo
más de ventura.
-¿A
quién le anuncio? -preguntó el criado.
El
joven criado era uno de esos lacayos de nuevo estilo, muy fatuos, pero era
asimismo un muchacho excelente y simpático y también lo comprendía todo...
-A
la Princesa... al Príncipe... a la Princesa... -dijo Levin.
La
primera persona a quien vio fue a la señorita Linon, que avanzaba por la sala
con sus ricitos y su rostro radiante. Iba ya a dirigirle la palabra, cuando se
sintió un ruido tras una puerta y la señorita Linon desapareció de su vista, y
Levin se sintió invadido por el ligero sobresalto de la próxima felicidad.
Apenas
la señorita Linon, dejándole, salió por la puerta opuesta, unos pasos
ligerísimos sonaron en el entarimado y la felicidad de Levin, su vida, lo que
era como él mismo, más que él mismo, lo esperado y anhelado tanto tiempo, se
acercó deprisa, muy deprisa. No andaba: volaba a su encuentro, impulsado por
una fuerza invisible.
Levin
vio dos ojos claros, sinceros, llenos también de la n-isma alegría de amar, que
llenaba su corazón; aquellos ojos, brillando cada vez más cerca, le cegaban con
su resplandor.
Kitty
se paró a su lado rozándole. Sus manos se levantaron y se posaron en los
hombros de Levin. Todo esto lo hizo sin decir palabra, corriendo hacia él y
ofreciéndosela toda ella, tímida y gozosa. Él la abrazó y juntó sus labios con
los de ella, que esperaban su beso.
Kitty
no había dormido tampoco en toda la noche. Sus padres habían dado su
consentimiento y se sentían felices con su dicha.
Ella,
queriendo ser la primera en anunciárselo, había estado esperándole toda la
mañana. Deseaba verle a solas y esto la complacía y a la vez la avergonzaba y
llenaba de timidez, porque no sabía lo que hada cuando él apareciese ante sus
ojos.
Sintió
los pasos de Levin, oyó su voz y esperó tras la puerta a que se fuese la
señorita Linon. En cuanto ésta hubo salido, Kitty, sin pensarlo, sin vacilar,
sin preguntarse lo que iba a hacer, se aproximó a él a hizo lo que había hecho.
-Vamos
a ver a mamá -dijo cogiéndole de la mano.
Levin,
durante mucho rato, fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiese
estropear con palabras la elevación de su sentimiento, cuanto porque cada vez
que iba a decir alguna cosa, sentía que en lugar de frases le brotaban lágrimas
de felicidad.
Tomó
la mano de Kitty y la besó.
-¿Es
posible que sea verdad? -dijo con voz profunda-. No puedo creer que tú me
ames...
Al
oír aquel "tú" y al ver la timidez con que Levin la miraba, Kitty
sonrió.
-Sí
-dijo ella en voz baja-. ¡Soy tan feliz hoy!
Y,
llevándole de la mano, entró en el salón; la Princesa, al verlos, respiró
apresuradamente y rompió a llorar, y en seguida después rió, y con pasos más
decididos de lo que Levin esperaba, corrió hacia él y, tomándole la cabeza
entre sus manos, le besó, humedeciéndole las mejillas con sus lágrimas.
-¡Por
fin! Está ya todo arreglado. Me siento muy dichosa. Quiérala mucho. Soy feliz,
muy feliz, Kitty.
-¡Con
qué presteza lo habéis arreglado! -exclamó el Príncipe tratando de fingir
indiferencia.
Pero
cuando el anciano se dirigió hacia él, Levin advirtió que tenía los ojos humedecidos.
-Siempre
ha sido éste mi deseo -dijo el Príncipe, tomando a su futuro yerno de la mano y
atrayéndole hacia sí-. Incluso en la época en que esta locuela inventó...
-¡Papá!
-exclamó Kitty tapándole la boca con las manos.
-Bien;
me callo -repuso su padre-. Me siento muy dicho... so... ¡Ay, qué tonto... soy!
El
anciano abrazó a Kitty, le besó la cara, luego la mano, el rostro de nuevo y,
al fin, la persignó.
Y
Levin, viendo como Kitty, durante largo rato y con dulzura, besaba la mano
carnosa del anciano Príncipe, sintió despertar en él un vivo sentimiento de
afecto hacia aquel hombre que hasta entonces había sido para él un extraño.
XVI
La
Princesa, sentada en la butaca, callaba y sonreía. Kitty, en pie junto a la de
su padre, mantenía la mano del anciano entre las suyas.
Todos
callaban.
La
Princesa fue la primera en hablar y en dirigir los pensamientos y sentimientos
generales hacia los planes de la nueva vida. Y a todos, en el primer momento,
les pareció aquello igualmente doloroso y extraño.
-¿Y
qué, cuándo va a ser la boda? Hay que recibir la bendición, publicar las
amonestaciones... ¿Qué te parece, Alejandro?
-En
este asunto el personaje principal es él -repuso el Príncipe señalando a Levin.
-¿Que
cuándo? -repuso éste, sonrojándose-. ¡Mañana! A mí me parece que la bendición
puede ser hoy y la boda mañana.
-Basta,
mon cher, déjese de tonterías.
-Entonces,
dentro de una semana.
-Está
loco, no hay duda...
-¿Por
qué no puede ser?
-Pero,
hombre, espere... -dijo la madre de Kitty, sonriendo jovialmente ante aquella
precipitación-. Ha de tratarse aún del ajuar.
"¿Es
posible que haya que tratarse del ajuar y de todas esas cosas?", se dijo
Levin horrorizado. "¿Es posible que el ajuar, y la bendición, y todo lo
demás, vaya a estropear mi felicidad? No: nada es capaz de estropearla."
Miró
a Kitty y vio que la idea del ajuar no parecía molestarla en lo más mínimo.
"Sin
duda será necesario", pensó Levin.
-Yo
no sé nada. Sólo digo lo que deseo -repuso, disculpándose.
-Ya
hablaremos. De momento, se puede preparar la bendición y anunciar la boda, ¿no?
La
Princesa se acercó a su marido, le besó y se dispuso a salir, pero él la retuvo
y la abrazó y besó suavemente, sonriendo con dulzura, como un joven enamorado.
Parecía
que los ancianos se hubieran confundido por un momento y no supiesen bien si
los enamorados eran ellos o su hija.
Cuando
los padres hubieron salido, Levin se acercó a su novia y le cogió la mano.
Dueño ya de sí mismo, capaz de hablar, tenía mucho que decirle. Pero no le
dijo, ni con mucho, lo que deseaba.
-¡Cómo
lo sabía que esto había de terminar así! Parecía que hubiese perdido toda
esperanza pero en el fondo de mi ser nunca dejé de alimentar esta seguridad
-dijo-. Creo que era una especie de predestinación.
-Yo
también -repuso Kitty . Hasta cuando...
Se
interrumpió; luego continuó mirándole con decisión con sus ojos incapaces de
mentir.
-Hasta
cuando rechacé la felicidad... Nunca he amado más que a usted. Pero confieso
que me sentía deslumbrada... ¿Podrá usted olvidarlo?
-Quizá
haya sido mejor así. También usted debe perdonarme mucho... He de decirle...
Lo
que quería decirle, lo que tenía decidido manifestarle desde los primeros días,
eran dos cosas: que no era tan puro como ella y que no tenía fe en Dios.
Ambas
cosas resultaban muy penosas, pero se consideraba obligado a conferírselas.
-¡Ahora
no!, luego -añadió.
-Bueno,
luego... Pero no deje de decírmelo. Ahora no temo nada. Quiero saberlo todo,
porque todo está ya resuelto...
Levin
concluyó la frase:
-...
Resuelto que me tomará tal como soy, ¿verdad? ¿No me rechazará?
-No,
no.
Su
conversación fue interrumpida por la señorita Linon, la cual, riendo
suavemente, con amable risa, entró para felicitar a su discípula predilecta.
Antes de que ella saliera, entraron los criados también a felicitarles. Luego
llegaron los parientes, y con ello se anunció para Levin el comienzo de aquel
estado de ánimo insólito y de bienaventuranza del que no salió hasta el segundo
día de su boda.
Levin
se sentía continuamente turbado y confundido, pero su felicidad se hacía cada
vez mayor. Tenía la impresión constante de que exigían de él muchas cosas que
no sabía, pero hacía cuanto le pedían y el hacerlo le colmaba de ventura. Creía
que su matrimonio no habría de parecerse en nada a los otros, que el hecho de
desarrollarse en las circunstancias tradicionales en las bodas habría de
estorbar a su felicidad. Pero, a pesar de haberse hecho exactamente lo que se
hacía en todas las bodas, su felicidad no hizo con ello sino crecer,
convirtiéndose en más especial, y, sin duda, en nada parecida a la
experimentada por los otros novios.
-Ahora
deberíamos comer bombones ---decía la señorita Linon.
Y
Levin iba a comprar bombones.
-Sí;
su boda me satisface mucho -afirmaba Sviajsky-. Le recomiendo que compre las flores
en casa de Fomin.
-¿Es
necesario? -preguntaba Levin.
Y
las iba a comprar.
Su
hermano le aconsejaba que tomase dinero prestado, porque habría muchos gastos,
muchos regalos que hacer..
-¡Ah!
¿Hay que hacer regalos?
Y
Levin se dirigió corriendo a la joyería de Fouldré.
En
la confitería, en la joyería, en la tienda de flores, Levin notaba que le
esperaban, que estaban contentos de verle y que compartían su dicha como todos
los que trataba en aquellos días.
Era
extraordinario que, no sólo todos le apreciaban, sino que hasta personas antes
frías, antipáticas a indiferentes, estaban ahora entusiasmadas con él, le
atendían en todo, trataban con suave delicadeza su sentimiento y participaban
de su opinión de que era el hombre más feliz del mundo, porque su novia era un
dechado de perfecciones.
Kitty
se sentía igual que él. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que
habría deseado para ella algo mejor, la muchacha se exaltó tanto, demostró con
tal calor que nada en el mundo podía ser mejor que Levin, que la Nordston se
vio obligada a reconocerlo y en presencia de Kitty ya nunca acogía a Levin sin
una sonrisa de admiración.
Una
de las cosas más penosas de aquellos días era la explicación prometida por
Levin. Consultó al Príncipe y, con autorización de éste, entregó a Kitty su
Diario, en el que se contenía lo que le atormentaba. Hasta aquel Diario parecía
escrito pensando en su futura novia. En él se expresaban las dos torturas de
Levin: su falta de inocencia y su carencia de fe.
La
confesión de su incredulidad pasó inadvertida. Kitty era religiosa, no dudaba
de las verdades de la religión, pero la exterior falta de religiosidad de su
novio no le afectó lo más mínimo.
Su
amor le hacía comprender el alma de Levin, adivinaba lo que quería y el hecho
de que a aquel estado de ánimo quisiera llamársele incredulidad en nada la
conmovía.
En
cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.
Levin
no le entregó su Diario sin una previa lucha consigo mismo. Pero sabía que
entre él y ella no podía haber secretos, y este pensamiento le decidió a obrar
como lo había hecho. No se dio cuenta, sin embargo, del efecto que aquella
confesión había de causar en su prometida; no supo adivinar sus sentimientos.
Sólo
cuando una tarde, al llegar a casa de los Scherbazky para ir al teatro, entró
en el gabinete de Kitty y vio su amado rostro deshecho en lágrimas, dolorido
por la pena irreparable que él le produjera, comprendió Levin el abismo que
mediaba entre su deshonroso pasado y la pureza angelical de su prometida. Y se
horrorizó de lo que había hecho.
-Tome,
tome esos horribles cuadernos -dijo la joven, rechazando los que tenía ante
sí-. ¿Para qué me los ha dado?... Pero no; vale más así -añadió, sintiendo
lástima al ver la desesperación que se retrataba en el semblante de su novio-.
Pero es horrible, horrible...
Levin
bajó la cabeza en silencio. ¿Qué podía hacer?
-¿No
me perdona usted? -murmuró, al fin.
-Sí.
Le he perdonado ya. ¡Pero es horrible!
No
obstante, la felicidad de Levin era tan grande que aquella confesión, en vez de
destruirla, le dio un nuevo matiz.
Kitty
le perdonó; pero él desde entonces se consideraba indigno de la joven, se
inclinaba más y más ante ella y apreciaba como mayor su inmerecida ventura.
XVII
Recordando
sin querer la impresión de las conversaciones que sostuviera durante la comida
y después de ella, Alexey Alejandrovich volvió a la solitaria habitación del
hotel.
Las
palabras de Dolly respecto al perdón no le produjeron sino un sentimiento de
pesar.
Aplicar
o no a su caso las normas cristianas era cosa ardua de la que no podía hablarse
superficialmente. Y la cuestión estaba resuelta por él hacía tiempo.
De
todo lo que allí se dijera, lo que más impresión le había producido fueron las
palabras del ingenuo y bondadoso Turovzin: "Se portó como un hombre: le
desafió y le mató".
Evidentemente,
todos compartían tal opinión, aunque no la expresaban por delicadeza.
"En
fin: es cosa resuelta; no hay que pensar más en ello", se dijo.
Y,
meditando en su futuro viaje y en el asunto que iba a estudiar, entró en su
cuarto y preguntó al conserje por su criado, que le acompañaba, El conserje
contestó que el criado había salido hacía ya algún rato. Alexey Alejandrovich
ordenó que le sirviesen té, se sentó a la mesa y tomó la guía de ferrocarriles
para estudiar el itinerario de su viaje.
-Hay
dos telegramas -dijo el criado cuando volvió y entró en la habitación-. Pido
perdón a vuecencia por haberme tomado la libertad de salir un momento.
Alexey
Alejandrovich cogió los despachos y los abrió.
El
primero contenía la noticia de haber sido designado Stremov para un cargo
ambicionado por Karenin.
Tiró
el telegrama, se sonrojó e, incorporándose, comenzó a pasear por la habitación.
Quos
vult perdere Jupiter dementat prius, se
dijo incluyendo en el tal quos a las personas que habían favorecido el
nombramiento.
No
sólo le disgustaba el hecho de que le dejaran de lado, sino que le extrañaba y
no comprendía que no viesen todos que cualquier otro habría servido mejor que
aquel charlatán de Stremov para semejante cargo. ¿Cómo no comprendían que
trabajaban para su propia ruina, que perjudicaban su propio prestigio con aquel
nombramiento?
"Será
algo por el estilo" , se dijo con amargura al coger el segundo telegrama.
Era
de su mujer. La palabra "Ana" trazada con el lápiz azul de telégrafos
fue lo primero que hirió su vista.
"Ana"
, leyó. Y luego: " Me muero. Pido, suplico venga. Perdonada, moriré más
tranquila" .
Karenin
sonrió con desdén y tiró el telegrama. Así, al primer momento, no le cabía duda
alguna de que se trataba de una argucia, de un engaño.
"No
se detiene ante ningún embuste. Pero va a dar a luz. Quizá padezca una fiebre
puerperal. Y, ¿qué fin persigue? Que yo reconozca al niño, que me comprometa y
no plantee el divorcio" , pensaba. "Pero ahí dice: "Me
muero"..."
Volvió
a leer el telegrama y, de pronto, el sentido directo de lo que en él estaba
escrito le sorprendió.
"¿Y
si fuera cierto?" , se preguntó. "¿Y si es verdad que en un momento
de dolor, ante la muerte próxima, se arrepiente sinceramente y yo,
considerándolo un engaño, me niego a acudir...? No sólo sería cruel y todos me
condenarían por ello, sino que resultaría necio por mi parte..."
-Pida
el coche, Pedro. Me voy a San Petersburgo -dijo al criado.
Había
decidido ir a San Petersburgo y ver a su esposa. Si la enfermedad era un
engaño, se marcharía sin decir nada. Si estaba efectivamente enferma y quería
verle antes de morir, la perdonaría, de hallarla viva; y si llegaba tarde,
cumpliría los últimos deberes para con ella.
Durante
el camino no pensó más en lo que debía hacer.
Al
día siguiente, con un sentinúento de fatiga y de desaseo corporal, como
consecuencia de la noche pasada en el vagón, Alexey Alejandrovich avanzaba en
coche, entre la neblina matinal de San Petersburgo, por la Perspectiva Nevsky,
desierta a aquella hora, mirando ante sí, sin pensar en lo que le esperaba.
No
podía reflexionar en ello, porque, al calcular lo que podría ocurrir, no
lograba alejar de sí la idea de que la muerte de Ana resolvería las
dificultades de su situación.
Pasaban
ante sus ojos las tiendas cerradas, los panaderos, los cocheros nocturnos, los
ayudantes de los porteros que barrían las aceras. Miraba todo aquello
procurando apagar en su interior el pensamiento de lo que le esperaba y de lo
que no osaba desear y, a pesar de todo, deseaba.
Llegó
a la puerta de su casa. Un coche de alquiler y otro particular, con el cochero
dormido, estaban junto a la escalera.
Al
entrar en el portal, Karenin pareció como si sacara del lugar más recóndito de
su cerebro la decisión tomada, y consultó con ella. En su decisión estaba
escrito que de haber engaño, marcharía conservando un sereno desdén, y, de ser
verdad, guardaría las apariencias.
El
portero abrió antes de que Alexey Alejandrovich llamara. El portero Petrov, a
quien llamaban Kapitonich, tenía hoy un aspecto muy extraño. Vestía una levita
vieja, no llevaba corbata a iba en pantuflas.
-¿Cómo
está la señora?
-Ayer
dio a luz felizmente.
Alexey
Alejandrovich se detuvo y palideció. Y sólo ahora comprendió que deseaba con
toda su alma que Ana muriese.
-¿Y
de salud?
Korvey,
con su delantal de mañana, bajaba corriendo la escalera.
-Muy
mal -contestó-. Ayer hubo consulta de médicos. El doctor está ahora en casa.
-Suban
el equipaje -ordenó Karenin.
Y,
sintiendo cierto alivio al saber que existía aún la posibilidad de la muerte,
entró en el recibidor.
En
el perchero había un capote militar. Karenin, viéndolo, preguntó:
-¿Quién
está en casa?
-El
médico, la comadrona y el príncipe Vronsky.
Alexey
Alejandrovich pasó a las habitaciones interiores.
En
el salón no había nadie. Al oír el rumor de sus pasos, la comadrona, tocada con
una cofia de cintas color lila, salió del cuarto de Ana. Se acercó a Karenin y
con la familiaridad que da la inminencia de la muerte, le tomó por el brazo y
le llevó a la alcoba.
-¡Gracias
a Dios que ha llegado! No hace más que hablar de usted --dijo la mujer.
-¡Traed
hielo en seguida! -pidió desde la alcoba la voz autoritaria del médico.
Alexey
Alejandrovich entró en el gabinete de Ana. Junto a la mesa, sentado de lado en
una silla baja, Vronsky, con el rostro oculto entre las manos, lloraba. Al oír
la voz del médico, saltó de la silla, apartó las manos de su rostro y vio a
Karenin. Al verle ante sí, quedó tan confundido que se sentó otra vez,
hundiendo la cabeza entre los hombros como si quisiera desaparecer.
Poco
después, sobreponiéndose, se levantó y dijo:
-Se
muere. Los médicos dicen que no hay salvación. Estoy a su disposición en todo,
pero permítame quedarme aquí... Al fin y al cabo... es su voluntad... y yo...
Karenin,
al ver las lágrimas de Vronsky, se sintió invadido por aquel desconcierto
espiritual que le producía siempre el aspecto del sufrimiento. Sin terminar de
escuchar las palabras de Vronsky, cruzó precipitadamente el umbral de la
alcoba.
Desde
el cuarto llegaba la voz de Ana, y su voz era animada, alegre, con una
entonación muy definida. Alexey Alejandrovich entró y se acercó al lecho. Ana
yacía en él con el rostro vuelto hacia su marido. Sus mejillas ardían, sus ojos
brillaban, las pequeñas y blancas manos salían de las mangas de la camisola y
jugaban con las puntas de las sábanas retorciéndolas.
No
sólo parecía gozar de lozanía y buena salud, sino hallarse en excelente estado
de ánimo. Hablaba deprisa, en voz alta, con inflexiones muy precisas y llenas
de sentimiento.
-Alexey...
Me refiero a Alexey Alejandrovich...¡Qué extraño y terrible sino que los dos se
llamen Alexey!, ¿verdad? Pues Alexey no me lo rehusaría. Yo lo habría olvidado
todo y él me perdonaría. ¿Por qué no viene? Es bueno, aunque él mismo no sabe
que lo es. ¡Dios mío, qué pena! Denme agua ...¡Pronto! Pero esto será malo para
ella, para mi niña. Bueno, entonces llévenla a la nodriza. Sí: estoy conforme,
valdrá más... Cuando él llegue se disgustará viéndola. Llévensela...
-Ya
ha llegado, Ana Arkadievna. Está aquí --dijo la comadrona, tratando de llamar
la atención de Ana sobre su marido.
-¡Qué
tonterías! -continuaba ella, sin verle-. Denme, denme la niña. ¡No ha llegado
aún! Dice usted que no me perdonará, porque no le conoce... Nadie le conocía,
únicamente yo... Y me daba pena. ¡Oh, sus ojos! Sergio tiene los ojos como él;
por eso no quiero mirárselos... ¿Han dado de comer a Sergio? Estoy segura de
que van a olvidarle... Y él no le habría olvidado. Hay que trasladar a Sergio a
la alcoba del rincón y decir a Mariette que duerma allí.
De
pronto, Ana se hizo un ovillo y con temor, cual si esperase un golpe, se cubrió
con las manos la cara, como para defenderse. Había visto a su marido.
-¡No,
no! -exclamó-. No la temo, no temo la muerte. Acércate, Alexey. Hice que te apresuraras
porque tengo poco tiempo... poco tiempo de vida... En seguida vendrá la fiebre
y no comprenderé nada. Pero ahora lo entiendo todo y todo lo veo..,
En
el rostro arrugado de Alexey Alejandrovich se dibujo una expresión de
sufrimiento. Cogió la mano de Ana y trató de decirle algo, pero no pudo
pronunciar una sola palabra. Su labio inferior temblaba. Luchaba con su emoción
y sólo de vez en cuando miraba a su esposa. Y cada vez que lo hacía, veía los
ojos de ella mirándole con tanta suavidad y dulzura como nunca le había mirado.
-Espera,
no sabes... Espera, espera... -y Ana se interrumpió coi-no para concentrar sus
ideas-. Sí, sí, sí... -empezó-, es lo que quería decirte. No te extrañe, soy la
misma de siempre... Pero dentro de mí hay otra, y la temo. Es esa otra la que
amó a aquel hombre y trataba de odiarte, sin poder olvidar la que antes había
sido. Pero aquélla no era yo. Ahora soy la verdadera, soy yo misma... toda
yo... Me muero, ya lo sé, puedes preguntarlo... Siento un peso en los brazos,
las piernas, los dedos...¡Mira qué dedos tan enormes! Pero todo esto va a
acabar pronto. Sólo necesito una cosa: que me perdones, que me perdones sin
reservas. Soy muy mala... El aya me decía que una santa mártir... ¿cómo se
llamaba? era peor aún... Quiero ir a Roma; allí hay un desierto... No quiero
estorbar a nadie. Sólo llevaré conmigo a Sergio y a la niña. ¡No, no puedes
perdonarme!... ¡Yo ya sé que esto no se puede perdonar! No... no vete... eres
demasiado bueno...
Con
una de sus ardientes manos, Ana retenía la de su marido mientras le rechazaba
con la otra.
La
turbación de Karenin aumentaba de instante en instante, y llegó a un grado tal
que desistió de luchar. Y de pronto sintió que lo que siempre consideraba como
un desconcierto espiritual, era, por el contrario, un estado de ánimo tan
venturoso que le daba una nueva felicidad antes desconocida.
No
pensó en que la doctrina cristiana, que él practicaba, le ordenaba perdonar y
amar a sus enemigos; pero ahora el sentimiento de amarlos y perdonarlos le
colmaba el alma.
Permanecía
arrodillado, con la cabeza apoyada sobre la articulación de uno de los brazos
de su mujer, que le quemaba como fuego a través de la camisola, y lloraba como
un niño.
Ana
abrazó su cabeza, que empezaba a perder el cabello, se acercó a él y con audaz
orgullo levantó la mirada.
-¡Así
es él!, ¿lo veis? ¡Ya lo sabía yo! Y ahora, ¡adiós todos, adiós! ¿Para qué han
venido todos esos? ¡Que se marchen! Pero, ¡sacadme esas mantas!
El
médico separó sus manos, la recogió cuidadosamente en las almohadas y tapó sus
hombros. Ella, obediente, se inclinó y miró ante sí con los ojos radiantes.
-Recuerda
una cosa... que sólo deseaba tu perdón... No pido más... ¿Por qué no viene él?
-y miraba a la puerta del cuarto donde estaba Vronsky-. Acércate, acércate y dale
la mano.
Vronsky
se acercó a la cama, contempló a Ana y se cubrió el rostro con las manos.
-¡Descúbrete
la cara y mírale: es un santo! --dijo Ana-. ¡Descúbrete la cara! -repitió con
irritación-. ¡Alexey Alejandrovich, descúbrele la cara! ¡Quiero verle!
Karenin
separó las manos de Vronsky de su rostro, que resultaba terrible por la
expresión de pena y vergüenza que transparentaba.
-Dale
la mano. Perdónale.
Alexey
Alejandrovich dio la mano a Vronsky sin reprimir ya las lágrimas que acudían a
sus ojos.
-¡Gracias
a Dios, gracias a Dios! Ahora todo está arreglado. Quiero estirar un poco las
piernas... Así, así estoy bien... ¡Con qué mal gusto han sido pintadas esas
flores! No se parecen en nada a las violetas de verdad --dijo, señalando los
papeles pintados que cubrían las paredes de la habitación-. ¡Dios mío, Dios
mío! ¿Cuándo terminará esto? Denme morfina. Doctor: déme morfina. ¡Ay, Dios
mío, Dios mío!
Y
se agitaba en el lecho.
El
médico de cabecera y los otros doctores decían que aquello era una fiebre puerperal
de la cual el noventa y nueve por cien de los casos terminan con la muerte.
Todo el día lo había pasado Ana con fiebre, delirio y frecuentes
desvanecimientos. A medianoche la enferma había perdido el conocimiento y
estaba casi sin pulso.
Esperaban
el fin de un momento a otro.
Vronsky
se fue a su casa. Por la mañana acudió para saber cómo seguía la enferma.
Karenin, hallándole en el recibidor, le dijo:
-Quédese;
quizá ella pregunte por usted.
Y
él mismo le acompañó al gabinete de su esposa.
Por
la mañana Ana entró de nuevo en un período de exaltada animación, de
conversación rápida y agitada que terminó de nuevo en un desvanecimiento.
El
tercer día el hecho se repitió, y los médicos dijeron que empezaba a haber
esperanzas.
Este
día Karenin se dirigió al gabinete donde estaba Vronsky, cerró la puerta y se
sentó frente a él.
-Alexey
Alejandrovich -dijo Vronsky, comprendiendo que llegaba el momento de las
explicaciones-, no puedo ni hablar. No sabría hacerme cargo de las cosas.
¡Tenga piedad de mí! Por terrible que sea para usted esta situación, créame, lo
es todavía más para mí.
E
hizo ademán de levantarse. Pero Karenin le sujetó por el brazo y le dijo:
-Le
ruego que me escuche; es necesario. He de manifestar los sentimientos que me
han guiado y me guían para que usted no se llame a engaño respecto a mí. Usted
sabe que opté por el divorcio y que incluso había iniciado este asunto. No le
ocultaré que antes de entablar la demanda vacilé y sufrí mucho. Confieso que me
atormentaba el deseo de vengarme, de hacerles daño a usted y a ella. Cuando
recibí el telegrama, llegué con iguales sentimientos. Más diré: he deseado la
muerte de Ana. Pero...
Alexey
Alejandrovich calló un momento, reflexionando si debía o no abrirle su corazón.
-Pero
la vi y la perdoné. Y la felicidad que experimenté perdonándola me indicó mi
deber. He perdonado sin reservas, sincera y plenamente. Quiero ofrecer la
mejilla izquierda al que me ha abofeteado la derecha. Quiero dar la camisa al
que me quita el caftán. Sólo pido a Dios que no me quiten la dicha de perdonar.
Las
lágrimas llenaban sus ojos. Su mirada lúcida y serena sorprendió a Vronsky.
-Mi
decisión está tomada. Puede usted pisotearme en el barro, hacerme objeto de
irrisión ante el mundo; pero no abandonaré a Ana y no le dirigiré jamás a usted
una palabra de reproche -continuó Alexey Alejandrovich-. Mi obligación se me
aparece ahora con claridad: debo permanecer al lado de mi esposa y permaneceré.
Si ella desea verle, le avisaré, pero ahora me parece mejor que usted se
vaya...
Karenin
se levantó, y los sollozos ahogaron sus últimas palabras.
Vronsky
se levantó también, y, medio encorvado, miraba con la frente baja a Alexey
Alejandrovich.
No
comprendía los sentimientos de aquel hombre, pero adivinaba que eran muy
elevados, incluso inaccesibles para él.
XVIII
Después
de su conversación con Karenin, Vronsky salió a escalera y se detuvo, sin darse
cuenta apenas de dónde estaba ni a dónde debía ir.
Se
sentía avergonzado, culpable, humillado y sin posibilidades de lavar aquella
humillación. Se veía lanzado fuera del camino que siguiera hasta entonces tan
fácilmente y con tanto orgullo. Sus costumbres y reglas de vida, que siempre
creyera tan firmes, se convertían de pronto en falsas a inaplicables.
El
marido engañado, que hasta aquel momento le pareciera un ser despreciable, un
estorbo incidental -y un tanto ridículo- de su dicha, era elevado de pronto por
la propia Ana a una altura que inspiraba el máximo respeto, apareciendo
repentinamente, no como malo, o falso, o ridículo, sino como bueno, sencillo y
lleno de dignidad.
Vronsky
no podía dejar de reconocerlo. Sus papeles respectivos, súbitamente, habían
cambiado. Vronsky veía la elevación del otro y su propia caída; comprendía que
Karenin tenía razón y él no. Tenía que admitir que el marido mostraba grandeza
de alma hasta en su propio dolor y que él era bajo y mezquino en su engaño.
Pero
esta conciencia de su inferioridad ante el hombre que antes despreciara
injustamente constituía la parte mínima de su pena. Se sentía incomparablemente
más desgraciado ahora, porque su pasión por Ana, que últimamente parecíale que
empezaba a enfriarse, ahora, al saberla perdida, se hacía más fuerte que nunca.
La
vio durante toda su enfermedad tal como era, leyó en su alma y le pareció que
nunca hasta entonces la había amado. Y ahora, precisamente ahora, cuando la
conocía bien, quedaba humillado ante ella y la perdía, dejándole de él sólo un
recuerdo vergonzoso. Lo más terrible de todo fue su posición humillante y
ridícula cuando Karenin separó sus manos de su rostro avergonzado.
De
pie en la escalera de la casa de los Karenin, Vronsky no sabía qué hacer.
-¿Mando
buscar un coche? -le preguntó el portero.
-Sí...
un coche.
Una
vez en casa, fatigado después de las tres noches que llevaba sin dormir,
Vronsky se tendió boca abajo en el diván apoyándose sobre los brazos. Le pesaba
la cabeza. Los más extraños recuerdos, pensamientos a imágenes se superponían
con extraordinaria rapidez y claridad: ora la poción que daba a la enferma, y
de la que llenó en exceso la cuchara; ora las manos blancas de la comadrona;
ora la extraña actitud de Karenin arrodillado ante el lecho.
"Quiero
dormir y olvidar", se dijo con la tranquila convicción de un hombre sano
seguro de que si resuelve dormirse lo conseguirá inmediatamente.
Y,
en efecto, en aquel mismo instante todo se confundió en su cerebro y comenzó a
hundirse en el precipicio del olvido. Las olas del mar de la vida comenzaban en
su inconsciencia a cerrarse sobre su cabeza, cuando de repente pareció como si
la descarga de una fuerte corriente eléctrica atravesara su cuerpo.
Se
estremeció de tal modo que hasta dio un salto sobre los muelles del diván y, al
buscar un punto de apoyo, quedó de rodillas, asustado. Tenía los ojos muy
abiertos y parecía que no hubiera llegado a dormirse. La pesadez de cabeza y la
flojedad muscular que sintiera un momento antes desaparecieron repentinamente.
"Puede
usted pisotearme en el barro ..."
Oía
las palabras de Alexey Alejandrovich y le veía ante sí; veía el rostro febril y
ardiente de Ana, con sus ojos brillantes, que miraban con amor y dulzura, no a
él, sino a Alexey Alejandrovich; veía su propia figura, estúpida y ridícula,
como sin duda había aparecido en el momento en que Karenin le apartara las
manos del rostro.
Estiró
las piernas de nuevo, se acomodó sobre el diván en la misma postura de antes y
cerró los ojos.
"Quiero
dormir, dormir...", se repitió. Pero con los ojos cerrados veía el
rostro de Ana más claramente aún, tal como lo tenía en la tarde memorable para
él de las carreras.
"Esos
días no volverán más, nunca mis... Ella quiere borrarlos de su recuerdo. ¡Y yo
no puedo vivir sin ellos! ¿Cómo reconciliarnos, cómo?", pronunció Vronsky
en voz alta, y repitió varias veces aquellas palabras inconscientemente.
Haciéndolo,impedía que se presentasen los nuevos recuerdos e imágenes que le
parecía sentir acumularse en su mente. Pero la repetición de aquellas palabras
sólo pudo contener por un breve instante el vuelo de su imaginación. De nuevo
aparecieron en su mente, uno tras otro, con extrema rapidez, los momentos
felices y junto con ellos su reciente humillación.
"Apártale
las manos", decía la voz de Ana. Alexey Alejandrovich se las apartaba y
sentía la expresión ridícula y humillante de su propio rostro.
Continuaba
tendido en el diván, tratando de dormir, aunque estaba convencido de que no lo
conseguiría, y repetía en voz baja las palabras de cualquier pensamiento
casual, intentando evitar así que aparecieran nuevas imágenes. Prestaba
atención y oía el murmullo extraño, enloquecedor, de las palabras que iba
repitiendo:
"No
supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer, no supiste apreciarla, no has
sabido hacerte valer..."
"¿Qué
es esto?", se preguntó. "¿Es que me estoy volviendo loco? Puede
ser... ¿Por qué enloquece la gente y por qué se suicida sino por esto?",
se contestó.
Abrió
los ojos, vio junto a su cabeza el almohadón bordado obra de Varia, la esposa
de su hermano. Tocó el borlón de la almohada y se esforzó en recordar a Varia,
queriendo precisar cuándo la había visto por última vez.
Pero
cualquier esfuerzo por pensar le era doloroso. "No; debo dormirme",
decidió. Acercó el almohadón de nuevo y apoyó la cabeza en él, y procuró cerrar
los ojos, cosa que no podía conseguir sino con gran esfuerzo. Se levantó de un
salto y se sentó.
"Eso
ha terminado para mí", pensó. "Debo reflexionar en lo que me conviene
hacer. ¿Qué me queda?"
Y
su pensamiento imaginó rápidamente todo lo que sería su vida separado de Ana.
"¿La
ambición, Serpujovskoy, el gran mundo, la Corte?"
No
pudo fijar el pensamiento en nada. Todo aquello tenía importancia antes, pero
ahora carecía de ella por completo.
Se
levantó del diván, se quitó la levita, se aflojó el cinturón y, descubriendo su
velludo pecho, para poder respirar con más facilidad, comenzó a pasear por la
habitación.
"Así
se vuelve loca la gente", repitió, "y así se suicidan los hombres...
para no avergonzarse ..." , añadió lentamente.
Se
acercó a la puerta y la cerró. Luego, con la mirada fija y los dientes
apretados, se acercó a la mesa, cogió el revólver, lo examinó, volvió hacia él
el cañón cargado y se sintió invadido por una profunda tristeza. Como cosa de
dos minutos permaneció inmóvil y pensativo, con el revólver en la mano, la
cabeza baja y en el rostro la expresión de un inmenso esfuerzo de concentración
mental.
"Está
claro", se dijo, como si el curso de un pensamiento lógico, nítido y
prolongado le hubiese llevado a una conclusión indudable. En realidad, aquel
"está claro" sólo fue para él la consecuencia de la repetición de un
mismo círculo de recuerdos a imágenes que pasaran por su mente decenas de veces
en aquella hora. Eran los mismos recuerdos de su felicidad, perdida para
siempre, la misma idea de que todo carecía de objeto en su vida futura, la
misma conciencia de su humillación. Era siempre una sucesión idéntica de las
mismas imágenes y sentimientos.
"Está
claro", repitió cuando su cerebro hubo recorrido por tercera vez el
círculo mágico de recuerdos y pensamientos.
Y
aplicando el revólver a la parte izquierda de su pecho, con un fuerte tirón de
todo el brazo, apretando el puño de repente, Vronsky oprimió el gatillo.
No
sintió el ruido del disparo, pero un violento golpe en el pecho le hizo
tambalearse. Trató de apoyarse en el borde de la mesa, soltó el revólver,
vaciló y se sentó en el suelo, mirando con sorpresa en tomo suyo. Visto todo
desde abajo, las patas curvadas de la mesa, el cesto de los papeles y la piel
de tigre, no reconocía su habitación.
Oyó
los pasos rápidos y crujientes de su criado cruzando el salón y se recobró.
Hizo un esfuerzo mental, comprendió que estaba en el suelo y, al ver la sangre
en la piel de tigre y en su brazo, recordó que había disparado sobre sí mismo.
"¡Qué
estupidez! No apunté bien", murmuró, buscando el arma con la mano. El
revólver estaba a su lado, pero él lo buscaba más lejos. Continuando su busca,
se estiró hacia el lado opuesto, no pudo guardar el equilibrio y cayó
desangrándose.
El
elegante criado con patillas, que más de una vez se había quejado ante sus
amigos de la debilidad de sus nervios, se asustó tanto al ver a su señor
tendido en el suelo que corrió a buscar ayuda, dejándole entre tanto perder más
y más sangre.
Al
cabo de una hora llegó Varia, la mujer del hermano de Vronsky, y con ayuda de
tres médicos, a los que envió a buscar a distintos sitios y que llegaron todos
a la vez, instaló al herido en el lecho y se quedó en su casa para cuidarle.
XIX
La
equivocación cometida por Alexey Alejandrovich consistía en que, al prepararse
a ver a su mujer, no pensó en la posibilidad de que su arrepentimiento pudiera
ser sincero, de que él la perdonara y ella no muriese.
Dos
meses después de su vuelta de Moscú aquel error se le presentó en toda su
crudeza. La equivocación no había consistido sólo en no prever tal posibilidad,
sino también en no haber conocido su propio corazón antes del día en que había
visto a su mujer moribunda.
Junto
al lecho de la enferma se entregó por primera vez en su vida al sentimiento de
humillada compasión que despertaban siempre en él los sufrimientos ajenos y del
que se avergonzaba como de una perjudicial debilidad.
La
compasión por Ana, el arrepentimiento de haber deseado su muerte y sobre todo
la alegría de perdonar, hicieron que repentinamente sintiera no sólo terminado
su sufrimiento, sino, además, una tranquilidad de espíritu nunca experimentada
antes. Notaba que, de repente, lo que había sido origen de sus dolores se
convertía en origen de la alegría de su alma. Lo que le pareciera insoluble
cuando condenaba, reprochaba y odiaba, le resultaba sencillo ahora que
perdonaba y amaba.
Perdonaba
a su mujer, compadeciéndola por sus pesares y por su arrepentimiento. Perdonaba
a Vronsky y le compadecía, sobre todo después de haberse enterado de su acto de
desesperación. Compadecía también a su hijo más que antes. Se reprochaba
haberse ocupado muy poco de él hasta entonces; incluso hacia la niña recién
nacida experimentaba un sentimiento especial, mezcla de piedad y de ternura.
Al
principio atendió sólo a la recién nacida, movido por la compasión hacia
aquella niña infeliz, que no era hija suya, que había sido olvidada por todos
durante la enfermedad de su madre y que seguramente habría muerto si Karenin no
se hubiera ocupado de ella.
Luego,
poco a poco, sin darse cuenta, empezó a querer a la pequeña. Muchas veces al
día entraba en el cuarto de los niños y allí permanecía sentado largo rato. De
modo que la niñera y el aya, al principio cohibidas en su presencia, se
acostumbraron a él insensiblemente.
En
ocasiones pasaba hasta media hora mirando la carita rojiza como el azafrán,
fofa y aún arrugada, de la pequeña, examinando sus manitas gordezuelas, de
dedos crispados, con el dorso de los cuales se frotaba los ojos y el arranque
de la nariz.
Alexey
Alejandrovich se sentía más sereno que nunca en aquellos momentos; estaba en
paz consigo mismo; no veía nada de extraordinario en su situación ni creía que
tuviera que cambiarla para nada,
Pero,
a medida que pasaba el tiempo, iba reconociendo con claridad que, por muy
natural que a él pudiera parecerle tal estado de cosas, los demás no
permitirían que quedasen así. Además de la bondadosa fuerza moral que guiaba su
alma, había otra tan fuerte, si no más, que guiaba su vida, y esta segunda
fuerza no podía darle la tranquilidad pacífica y humilde que deseaba.
Advertía
que todos le miraban con interrogativa sorpresa sin comprenderle, como
esperando algo de él. Y, particularmente, comprobaba la fragilidad y poca
consistencia de sus relaciones con su mujer.
Al
desvanecerse aquel momento de enternecimiento producido por la proximidad de la
muerte, Alexey Alejandrovich comenzó a comprobar que Ana le temía, se sentía
inquieta en su presencia y no osaba arrostrar su mirada. Era como si la
atormentase el deseo de decirle algo y no se decidiera a decirlo, y también
como si esperara alguna cosa de él, como si presintiese que aquellas relaciones
no podían perdurar de aquel modo.
A
finales de febrero, la recién nacida, a quien también llamaron Ana, enfermó.
Karenin fue por la mañana al dormitorio, ordenó que se avisase al médico y
marchó al Ministerio. Terminadas sus ocupaciones, volvió a casa hacia las
cuatro. Al entrar en el salón, vio que el criado, hombre muy arrogante, vestido
de librea con una esclavina de piel de oso, sostenía en las manos una capa
blanca de cebellina.
-¿Quién
ha venido? -preguntó Karenin.
-La
princesa Isabel Fedorovna Tverskaya -contestó el lacayo, sonriendo, según se le
figuró a Alexey Alejandrovich.
En
aquella dolorosa etapa, Karenin venía observando que sus amistades del gran
mundo les trataban ahora, tanto a él como a su mujer, con un interés
particular. En todos aquellos amigos descubría una especie de alegría que sólo
con dificultad conseguían ocultar, la misma alegría que viera en los ojos del
abogado y ahora en los del sirviente. Parecía que todos se hallasen
entusiasmados, como preparando la boda de alguien. Cuando encontraban a Alexey
Alejandrovich le preguntaban por la salud de Ana con alegría difícilmente
reprimida.
La
presencia de la princesa Tverskaya, tanto por los recuerdos que evocaba como
por no simpatizar con ella, era desagradable a Karenin.
En
la primera de las habitaciones de los niños, Sergio, inclinado sobre la mesa,
con los pies sobre una silla, dibujaba, acompañando su propio trabajo de
palabras alentadoras. La inglesa que sustituyera a la francesa durante la
enfermedad de Ana estaba sentada junto al niño haciendo labor. Al ver entrar a
Karenin se levantó con precipitación, hizo una reverencia y dio un leve empujón
a Sergio.
Alexey
Alejandrovich acarició la cabeza de su hijo, contestó a las preguntas de la
institutriz sobre la salud de su esposa y le preguntó lo que había dicho el
médico sobre la pequeña.
-El
doctor asegura que no es nada serio y ha recetado baños, señor.
-Pero
la niña padece aún -repuso Karenin, oyéndola gemir en la habitación contigua.
-Creo,
señor, que esa nodriza no sirve --dijo osadamente la inglesa.
-¿Por
qué lo piensa así? -preguntó él, deteniéndose.
-Lo
mismo pasó en casa de la condesa Paul, señor. Se sometió a la criatura a
tratamiento y resultó que el niño padecía hambre. La nodriza no tenía bastante
leche, señor.
Alexey
Alejandrovich quedó pensativo y, tras reflexionar unos momentos, cruzó la
puerta.
La
niña estaba tendida, volvía la cabecita y se revolvía inquieta entre los brazos
de la nodriza, negándose a tomar el enorme pecho que se le ofrecía y a callar,
a pesar del doble "¡Chist!" de la nodriza y del aya inclinadas sobre
ella.
-¿No
ha mejorado? -preguntó Karenin.
-Está
muy inquieta -contestó el aya en voz baja.
-Miss
Edward dice que acaso la nodriza no tenga leche suficiente.
-También
lo creo yo, Alexey Alejandrovich.
-¿Y
por qué no lo decía?
-¿A
quién? Ana Arkadievna está enferma aún -dijo el aya con descontento.
El
aya servía hacía muchos años en casa de los Karenin. Y hasta en aquellas
sencillas palabras creyó Karenin notar una alusión al presente estado de cosas.
La
niña gritaba más cada vez, se ahogaba y enronquecía. El aya, moviendo la mano
con aire de disgusto, se acercó a la nodriza, cogió en brazos a la criatura y
empezó a mecerla, paseando con ella.
-Hay
que decir al médico que examine a la nodriza -indicó Karenin.
La
nodriza, mujer de saludable aspecto y bien ataviada, sintiéndose temerosa de
que la despidiesen, murmuró algo a media voz, mientras ocultaba, con desdeñosa
sonrisa, su pecho opulento. Y también en aquella sonrisa vio Alexey
Alejandrovich una ironía hacia su situación.
-¡Pobre
niña! -dijo el aya, tratando de calmar a la pequeña y continuando su paseo con
ella en brazos.
Alexey
Alejandrovich se sentó en una silla y con el rostro triste, apenado, miraba al
aya pasear por la habitación.
Cuando
al fin se calmó la niña, y el aya, tras ponerla en la blanda camita y
arreglarle la almohada bajo la cabeza, se alejó de ella, Alexey Alejandrovich,
penosamente, andando sobre las puntas de los pies, se acercó a la niña.
Permaneció en silencio, contemplándola con tristeza. De repente, una sonrisa
asomó a su rostro, haciendo moverse sus cabellos y fruncirse la piel de su
frente. Luego salió del cuarto sin hacer el menor ruido.
Una
vez en el comedor, llamó y ordenó al criado que se había apresurado a acudir, que
fuese en seguida a buscar de nuevo al médico.
Sentíase
irritado contra su mujer, que se preocupaba tan poco de aquella hermosísima
niña. No quería verla en aquel estado de irritación, ni tampoco a la princesa
Betsy. Pero como Ana podía extrañarse de que no fuese a su cuarto, hizo un
esfuerzo y se dirigió allí.
Al
acercarse a la puerta pisando la tupida alfombra, llegaron sin querer a sus
oídos las palabras de una conversación que nó habría querido escuchar.
-Si
él no se marchase, yo comprendería su negativa y la de su marido. Pero Alexey
Alejandrovich debe mostrarse por encima de todo esto --decía Betsy.
-No
me niego por mi marido, sino por mí misma -contestó la voz conmovida de Ana.
-No
es posible que usted no desee despedirse del hombre que ha querido matarse por
usted.
-Por
eso mismo no quiero.
Alexey
Alejandrovich se detuvo. Su rostro expresaba un temor casi culpable. Trató de
alejarse sin ser visto. Pero reflexionando en que aquello sería poco noble,
volvió sobre sus pasos, tosió y avanzó hacia la alcoba.
Las
voces callaron; él entró. Ana estaba sentada en el sofá, envuelta en una bata
gris, con los cabellos negros, recién cortados, formando una espesa maraña
sobre su cabeza ovalada.
Como
siempre que veía a su marido, su animación desapareció de repente. Bajó la
vista y miró a Betsy con inquietud.
Ésta,
vestida a la última moda, con un sombrero colocado sobre su cabeza como una
pantalla sobre una lámpara, vistiendo un traje azul rojizo de amplias y
llamativas líneas en diagonal trazadas de un lado sobre el corpiño y de otro
sobre la falda, estaba sentada junto a Ana, manteniendo erguido el liso busto.
Inclinó la cabeza y sonriendo burlonamente, saludó a Karenin.
-¡Oh!
-exclamó, como sorprendida-. ¡Me alegra mucho hallarle en casa...! No se le ve
nunca en ninguna parte. Yo no le he encontrado desde la enfermedad de Ana. Ya
lo sé todo, sus cuidados... su... ¡Es usted un esposo admirable! -dijo con tono
significativo y afectuoso, como si le condecorara con la medalla de la bondad
por su conducta con su mujer.
Alexey
Alejandrovich saludó fríamente y besó la mano de su esposa preguntándole cómo
se encontraba.
-Parece
que me encuentro mejor -contestó Ana rehuyendo su mirada.
-Pero,
por el color encendido de su rostro diría que tiene usted fiebre -dijo Karenin,
recalcando la palabra "fiebre".
-Hemos
hablado en exceso -repuso Betsy-. Comprendo que esto es demasiado egoísmo por
mi parte; me marcho ya.
Se
levantó, pero Ana, ruborizándose de repente, le cogió el brazo.
-No,
quédese, haga el favor... Debo decirle... Y a usted también... -añadió
dirigiéndose a su marido, mientras el rubor se extendía a su frente y a su
cuello-. No puedo ni quiero ocultarle nada...
Alexey
Alejandrovich hizo crujir sus dedos y bajó la cabeza.
-Betsy
me ha dicho que el príncipe Vronsky quería visitamos antes de marcharse a
Tachkent -Ana hablaba sin mirar a su marido, y cuanto más penosos eran sus
sentimientos más se apresuraba-. Le he dicho que no puedo recibirle.
-Me
ha dicho usted, querida amiga, que eso dependía de su esposo -corrigió Betsy.
-Pues
no, no puedo recibirle, ni sirve de...
Se
interrumpió de pronto y contempló, interrogadora, a su marido, que ahora no la
miraba.
-En
una palabra, no quiero...
Alexey
Alejandrovich, acercándose, trató de cogerle la mano.
Ana,
dejándose llevar del primer impulso, retiró su mano de la de su esposo -grande,
húmeda y con gruesas venas hinchadas-, que buscaba la suya. Después, haciendo
un evidente esfuerzo sobre sí misma, la oprimió.
-Le
agradezco mucho su confianza, pero... -repuso Karenin, turbado, comprendiendo
con enojo que lo que podía explicar y decir a solas no era posible ante Betsy.
Esta se le presentaba en aquel momento como la personificación de aquella
fuerza incontrastable que había de guiar su vida a los ojos del gran mundo,
estorbándole el que se entregara libremente a sus sentimientos de perdón y de
amor.
Se
interrumpió, pues, y quedó mirando a la princesa Tverskaya.
-Entonces,
adiós, querida ---dijo Betsy levantándose.
Besó
a Ana y salió. Karenin la acompañó.
-Alexey
Alejandrovich: le tengo por un hombre generoso -dijo Betsy, deteniéndose en el
saloncito y apretándole la mano una vez más significativamente-. Soy una
extraña, pero quiero tanto a Ana y siento tanto respeto por usted, que me
permito darle un consejo. Acéptelo. Alexey Vronsky es el honor en persona y
ahora se va a Tachkent.
-Le
agradezco, Princesa, su interés y sus consejos. Pero la cuestión de a quien
reciba o no mi mujer ha de resolverla ella misma.
Habló,
según acostumbraba, con dignidad, arqueando las cejas, pero pensó en seguida
que, dijera lo que dijese, no podía haber dignidad en su situación.
Lo
comprobó con la sonrisa contenida, irónica, malévola, con que le miró Betsy
después de haber oído sus palabras.
XX
Karenin
se despidió de Betsy en la sala y volvió al lado de su mujer. Ana estaba
tendida en el diván, pero al sentir los pasos de su marido recobró
precipitadamente su posición anterior y le miró con temor. Alexey Alejandrovich
notó que ella había llorado.
-Te
agradezco tu confianza en mí -dijo, repitiendo en ruso lo que dijera ante Betsy
en francés.
Y
se sentó a su lado.
Cuando
Karenin hablaba en ruso y la trataba de tú, este "tú" producía en Ana
un irresistible sentimiento de irritación.
-Agradezco
mucho tu decisión. Creo también que, puesto que se marcha, no hay necesidad
alguna de que el príncipe Vronsky venga aquí. De todos modos...
-Sí,
ya lo he dicho yo. ¿Para qué insistir? -interrumpió de pronto Ana.
"¡No
hay ninguna necesidad", pensaba, "de que venga un hombre para
despedirse de la mujer a quien ama, por la que quiso matarse, por la que ha
deshecho su vida! ¡La mujer que no puede vivir sin él! ¡Y dice que no hay
ninguna necesidad!".
Ana
apretó los labios y puso la mirada de sus ojos brillantes en las manos de
Alexey Alejandrovich, con sus venas hinchadas, que en aquel momento se frotaba
lentamente una contra otra.
-No
hablemos más de esto -añadió, más sosegada.
-Te
he dejado resolver la cuestión por ti misma y me alegro de que... --empezó
Alexey Alejandrovich.
-De
que mi deseo coincida con el suyo -concluyó Ana, molesta de que su marido
hablara tan despacio cuando ella sabía bien lo que iba a decirle.
-Sí
-afirmó él- Y la princesa Tverskaya hace mal en intervenir en los asuntos de
una familia ajena, que son siempre delicados... Sobre todo, ella...
-No
creo nada de lo que murmuran de Betsy -interrumpió precipitadamente Ana-. Sólo
sé que me quiere sinceramente.
Alexey
Alejandrovich suspiró y calló. Ana jugueteaba, inquieta, con las borlas de su
bata, mirando a su marido con el doloroso sentimiento de repulsión física que
tanto se reprochaba pero que no podía dominan Ahora no deseaba más que una
cosa: verse libre de su desagradable presencia.
-He
enviado a buscar al médico -dijo Karenin.
-Me
encuentro bien. ¿Para qué necesito al médico?
-La
pequeña sigue quejándose y aseguran que la nodriza tiene poca leche.
-¿Por
qué no me permitiste que la amamantase cuando te lo rogué? Pero da igual: a la
niña la matarán.
Alexey
Alejandrovich comprendió muy bien lo que significaba aquel "da
igual".
Ana
llamó y mandó que le trajesen a la niña.
-Pedí
-dijo- que se me dejase amamantarla; no se me dejó hacerlo y ahora se me
reprocha.
-No
te lo reprocho, Ana.
-¡Sí
me lo reprocha usted! ¡Dios mío! ¿Por qué no habré muerto? -sollozó Ana-.
Perdóname; estoy irritada y hablo sin razón. Déjame sola ahora, haz el favor
-dijo, recobrando la serenidad.
"Esto
no puede continuar así" , se dijo resueltamente Alexey Alejandrovich al
salir del cuarto de su mujer.
Jamás
lo insostenible de su situación ante los ojos del gran mundo, jamás la aversión
de su mujer hacia él, jamás todo el poder de aquella fuerza misteriosa que,
contrapesando su estado de ánimo, guiaba su vida obligándole a ejecutar su
voluntad y a cambiar sus relaciones con su mujer, jamás todo aquello se le
presentó con tan absoluta claridad como en aquel momento.
Comprendía
con toda evidencia que el mundo y su mujer exigían de él algo, aunque no
pudiera decir concretamente qué. Y sentía elevarse en su alma un impulso de
irritación que destruía su tranquilidad y anulaba el mérito de cuanto había
hecho.
A
su juicio, valía más para Ana romper sus relaciones con Vronsky; pero, si todos
se empeñaban en que ello era imposible, estaba dispuesto hasta a permitirlas
con tal que no se deshonrase el nombre de los niños, que no los perdiese, que
no cambiase su situación. Por malo que ello fuese, peor era romper sus
relaciones, poniendo a Ana en una posición sin salida, deshonrosa, y perdiendo
él cuanto amaba.
Pero
se sentía sin fuerzas. Sabía de antemano que todos estaban contra él y que no
le permitirían hacer lo que ahora le parecía tan favorable y natural. Adivinaba
que iban a forzarle a hacer lo que, siendo peor, a los demás les parecía
necesario.
XXI
Antes
de que Betsy saliera de casa de los Karenin, se halló con Esteban Arkadievich,
que acababa de llegar de casa Eliseev, donde aquel día habían recibido ostras
frescas.
-¡Qué
encuentro tan agradable, Princesa! -exclamó Oblonsky-. Yo vengo aquí de
visita...
-Un
encuentro de un momento -dijo Betsy, sonriendo y poniéndose los guantes- porque
tengo que irme en seguida.
-Espere,
Princesa. Antes de ponerse los guantes déjeme besar su linda mano. Nada me
agrada más en la vuelta actual a las costumbres antiguas que esta de besar la
mano de las damas -y se la besá-. ¿Cuándo nos veremos?
-No
se lo merece usted -contestó ella sonriendo.
-Sí
me lo merezco, porque me he vuelto un hombre formal; no sólo arreglo mis
asuntos personales de familia, sino los ajenos también -dijo él con
intencionada expresión en su semblante.
-Me
alegro mucho -repuso Betsy, comprendiendo que hablaba de Ana.
Y,
volviendo a la sala, se pararon en un rincón.
-La
va a matar -dijo Betsy, en un significativo cuchicheo-. Esto es imposible,
imposible...
-Me
complace que lo crea usted así -mañifestó Esteban Arkadievich, moviendo la
cabeza con aire de dolorosa aquiescencia-. Precisamente para eso he venido a
San Petersburgo.
-Toda
la ciudad lo dice -añadió Betsy-. Es una situación imposible. Ella está
consumiéndose. Él no comprende que Ana es una de esas mujeres que no pueden
jugar con sus sentimientos. Una de dos: o se la lleva de aquí, a obra
enérgicamente y se divorcia. Esta situación está acabando con ella.
-Sí,
sí, claro -respondió Oblonsky, suspirando-. Ya lo he dicho; he venido por eso.
Bueno, no sólo por eso, sino también porque me han nombrado chambelán y tengo
que dar las gracias... Pero lo principal es que hay que arreglar este asunto.
-¡Dios
le ayude! -exclamó Betsy.
Esteban
Arkadievich acompañó a la Princesa hasta la marquesina, le besó de nuevo la
mano más arriba del guante, donde late el pulso y, después de decirle una broma
tan indecorosa que ella no supo ya si ofenderse o reír, se dirigió a ver a su
hermana, a la que encontró deshecha en llanto.
A
pesar de su excelente estado de ánimo, que le hacía derramar alegría por
doquiera que pasaba, Oblonsky asumió en seguida el acento de compasión
poéticamente exaltado que convenía a los sentimientos de Ana. Le preguntó por
su salud y cómo había pasado la mañana.
-Muy
mal, muy mal... Mal la mañana y el día... y todos los días pasados y futuros
-dijo ella.
-Creo
que te entregas demasiado a tu melancolía. Hay que animarse; hay que mirar la
vida cara a cara. Es penoso, pero...
-He
oído decir que las mujeres aman a los hombres hasta por sus vicios -empezó de
repente-, pero yo odio a mi marido por su bondad. ¡No puedo vivir con él!
Compréndelo: ¡sólo el verle me destroza los nervios y me hace perder el dominio
de mí misma! ¡No puedo vivir con él! ¿Y qué puedo hacer? He sido tan
desgraciada que creía imposible serlo más. Pero nunca pude imaginar el horrible
estado en que me encuentro ahora. ¿Quieres creer que, aunque es un hombre tan
excelente y bueno que no merezco ni besar el suelo que pisa, le odio a pesar de
todo? Le odio por su grandeza de alma. No me queda nada, excepto...
Iba
a decir "excepto la muerte", pero su hermano no le permitió terminar.
-Estás
enferma a irritada y exageras -dijo- Créeme que las cosas no son tan terribles
como imaginas.
Y
sonrió. Nadie, no siendo Esteban Arkadievich, se habría permitido sonreír ante
tanta desesperación, porque la sonrisa habría parecido completamente
extemporánea; pero en su modo de hacerlo había tanta benevolencia y una dulzura
tal, casi femenina, que no ofendía, sino que calmaba y proporcionaba un dulce
consuelo.
Sus
palabras suaves y serenas, sus sonrisas, obraban tan eficazmente, que se las
podía comparar con la acción del aceite de almendras sobre las heridas. Ana lo
experimentó en seguida.
-No,
Stiva, no --dijo- Estoy perdida; más que perdida, pues no puedo aún decir que
todo haya terminado; al contrario, siento que no ha terminado aún. Soy como una
cuerda tensa que ha de acabar rompiéndose. No ha llegado al fin, ¡y el fin será
terrible!
-No
temas. La cuerda puede aflojarse poco a poco. No hay situación que no tenga
salida.
-Lo
he pensado bien y sólo hay una...
Esteban
Arkadievich, comprendiendo, por la mirada de terror de Ana, que aquella salida
era la muerte, no le consintió terminar la frase.
-Nada
de eso -repuso-. Permíteme... Tú no puedes juzgar la situación como yo. Déjame
exponerte mi opinión sincera -y repitió su sonrisa de aceite de almendras-.
Empezaré por el principio. Estás casada con un hombre veinte años mayor que tú.
Te casaste sin amor, sin conocer el amor. Supongamos que ésa fue tu
equivocación.
-¡Y
una terrible equivocación! --dijo Ana.
-Pero
eso, repito, es un hecho consumado. Luego has tenido la desgracia de no querer
a tu marido. Es una desgracia, pero un hecho consumado también. Tu marido,
reconociéndolo, te ha perdonado...
Esteban
Arkadievich se detenía después de cada frase, esperando la réplica, pero Ana no
respondía.
-Las
cosas están así -continuó su hermano-. La pregunta ahora es ésta: ¿puedes
continuar viviendo con tu marido? ¿Lo deseas tú? ¿Lo desea él?
-No
sé... no sé nada...
-Me
has dicho que no puedes soportarle.
-No,
no lo he dicho... Retiro mis palabras... No sé nada, no entiendo nada...
-Permite
que...
-Tú
no puedes comprender. Me parece hundirme en un precipicio del que no podré
salvarme. No, no podré...
-No
importa. Pondremos abajo una alfombra blanda y te recogeremos en ella. Ya
comprendo que no puedes decidirte a exponer lo que deseas, lo que sientes...
-No
deseo nada, nada... Sólo deseo que esto acabe lo más pronto posible.
-Pero
él lo ve y lo sabe. ¿Y crees que sufre menos que tú soportándolo? Tú sufres, él
sufre... ¿En qué puede terminar esto? En cambio, el divorcio lo resuelve todo
-terminó, no sin un esfuerzo, Esteban Arkadievich,
Y,
tras haber expuesto su principal pensamiento, la miró de un modo significativo.
Ana,
sin contestar, movió negativamente su cabeza, con sus cabellos cortados. Pero
él, por la expresión del rostro de su hermana, súbitamente iluminado con su
belleza anterior, comprendió que si ella no hablaba de tal solución era sólo
porque le parecía una dicha inaccesible.
-Os
compadezco con toda mi alma. Sería muy feliz si pudiese arreglarlo todo -dijo
Esteban Arkadievich sonriendo ya con más seguridad-. No, no me digas nada...
¡Si Dios me diera la facilidad de expresar a tu marido lo que siento y
convencerle! ¡Voy a verle ahora mismo!
Ana
le miró con sus ojos brillantes y pensativos y no contestó.
XXII
Con
una ligera expresión de solemnidad en el rostro, tal como se sentaba en su
puesto de presidente en las sesiones del juzgado, Oblonsky entró en el despacho
de Alexey Alejandrovich.
Este,
con las manos a la espalda, paseaba por la habitación pensando en lo mismo de
lo que su cuñado había hablado con su mujer.
-¿No
te estorbo? -preguntó Esteban Arkadievich, que al ver a Karenin experimentó un
sentimiento de turbación insólito en él.
Para
disimularlo, sacó la petaca de cierre especial que acababa de comprar y, tras
oler la piel nueva, extrajo un cigarrillo.
-No.
¿Puedo servirte en algo? -dijo Karenin con desgana.
-Sí.
Quisiera... necesito... hablarte -repuso Esteban Arkadievich, sorprendido al
notar que sentía una timidez que nunca había sentido.
Aquel
sentimiento era tan inesperado y extraño, que Oblonsky no pudo creer que fuera
la voz de la conciencia diciéndole que iba a cometer una mala acción.
Sobreponiéndose con un esfuerzo, consiguió dominarse.
-Supongo
que creerás en el cariño que profeso a mi hermana y en el particular afecto y
respeto que siento por ti -dijo sonrojándose.
Alexey
Alejandrovich se detuvo, sin contestar, pero la expresión de víctima resignada
que se dibujaba en su semblante sorprendió a Esteban Arkadievich.
-Quería...
deseaba... hablarte de mi hermana y de vuestras mutuas relaciones -añadió
Oblonsky, luchando aún con su confusión.
Alexey
Alejandrovich sonrió con leve ironía, miró a su cuñado y, sin contestarle, se
acercó a la mesa, cogió una carta empezada que había en ella y la mostró a su
interlocutor.
Esteban
Arkadievich la tomó, miró con asombro aquellos ojos turbios que se fijaban en
él, inmóviles, y comenzó a leer.
Observo que
mi presencia le es penosa. Por triste que me haya sido convencerme de ello,
comprendo que es así y que no puede ser de otro modo. No la inculpo. Dios es
testigo de que, viéndola enferma, resolví con toda mi alma olvidar cuanto ha
pasado entre nosotros y empezar una vida nueva. No me arrepiento ni me arrepentiré
nunca de lo hecho. Sólo quería una cosa: el bien de usted, la paz de su alma. Y
veo que no lo he conseguido. Dígame usted misma que es lo que puede procurarle
la dicha y la paz del espíritu. Me entrego a su voluntad y a sus sentimiento de
justicia.
Esteban
Arkadievich devolvió la carta a su cuñado y siguió contemplándole perplejo sin
saber qué decirle.
Aquel
silencio era tan penoso para los dos que por los labios de Oblonsky pasó un
temblor dolorido. Sin apartar la mirada del rostro de Karenin, continuaba
callando.
-Eso
es lo único que puedo decir -habló Alexey Alejandrovich volviendo la cabeza.
-Sí,
sí --dijo Esteban Arkadievich, sin fuerzas para contestar, sintiendo que los
sollozos se agolpaban a su garganta-. Sí, sí, lo comprendo... -pronunció al fin.
-Deseo
saber lo que ella quiere -repuso Karenin.
-Temo
que ella misma no comprenda su propia situación. Ahora no puede ser juez...
Está consternada... sí, consternada por tu grandeza de alma... Si lee esta
carta, no sabrá qué decir, salvo inclinar la cabeza con más humillación aún.
-Sí,
mas, ¿qué puedo hacer entonces? ¿Cómo explicar...? ¿Cómo saber lo que quiere?
-Si
me permites exponerte mi opinión, creo que depende de ti adoptar las medidas
que encuentres necesarias para resolver esta situación.
-¿De
modo que crees que hay que acabar con este estado de cosas? -interrumpió
Karenin-. Pero ¿cómo? -añadió, pasándose la mano ante los Ojos, con ademán
insólito en él-. No veo salida posible.
-Todas
las situaciones tienen salida -afirmó Esteban Arkadievich, levantándose,
animado ya-. Hubo un momento en que tú quisiste romper... Si estás convencido
de que es imposible haceros mutuamente dichosos...
-La
felicidad puede comprenderse de diferentes modos... Pero supongamos que estoy
conforme con todo y que no quiero nada. ¿Qué salida puede tener nuestra
situación?
-¿Quieres
saber mi opinión? -repuso Esteban Arkadievich, con la misma sonrisa de aceite
de almendras que empleara al hablar con Ana.
Y
aquella sonrisa era tan persuasiva y bondadosa que, notando involuntariamente
su propia debilidad, Alexey Alejandrovich, sugestionado por ella, se sintió
dispuesto a creer cuanto le dijera su cuñado.
-Ana
no lo dirá nunca -continuó Oblonsky-. Pero sólo hay una salida posible; sólo
hay algo que ella puede desear. Y es la interrupción de vuestras relaciones y
de los recuerdos unidos a ellas. Creo que en vuestra situación es preciso
aclarar las ulteriores relaciones recíprocas, relaciones que sólo pueden
establecerse basándose en la libertad de ambas partes.
-O
sea el divorcio --dijo, con repugnancia, Karenin.
-Sí,
a mi juicio sí; el divorcio -repitió, sonrojándose, Esteban Arkadievich-. Es,
en todos los sentidos, la mejor salida para un matrimonio que se halla en
vuestra situación.
¿Qué
puede hacerse cuando los esposos encuentran imposible vivir juntos? Es algo que
puede sucederle a todo el mundo...
Alexey
Alejandrovich, respirando penosamente, cerró los ojos.
-Aquí
sólo puede haber una consideración: ¿desea o no uno de los cónyuges contraer
nuevo matrimonio? Si no se desea, la cosa es muy sencilla --continuó Esteban
Arkadievich, sintiéndose cada vez más dueño de sí.
Alexey
Alejandrovich, con el rostro contraído por la emoción, murmuró algo para sus
adentros; pero no contestó.
Lo
que a su cuñado le parecía tan sencillo, él lo había pensado mil veces; y no
sólo no le parecía muy sencillo, sino completamente imposible. El divorcio,
cuyos detalles de realización conocía ahora, parecíale a la sazón inaceptable,
porque el sentimiento de su propia dignidad y la religión que profesaba le impedían
tomar sobre sí la responsabilidad de un adulterio ficticio. Y menos aún podía
tolerar que la mujer amada y a quien había perdonado, fuese inculpada y
cubierta de oprobio. Luego, el divorcio aparecía también como iniposible por
otras causas más trascendentales aún. ¿Qué sería de su hijo si se divorciaban?
Dejarle con su madre era imposible. La madre divorciada tendría su propia
familia ilegítima, y en ella la situación y educación del hijastro tenían que
ser malas forzosamente.
¿Retener
a su hijo consigo? Habría sido una venganza por su parte y no lo deseaba.
Y,
además, el divorcio parecía aún más imposible a Karenin pensando que, al
consentir en él, causaba con ello la perdición de Ana. Habían llegado al fondo
de su alma las palabras que le dijera Dolly en Moscú, cuando afirmó que, al
optar por el divorcio, Karenin no pensaba más que en sí mismo y causaba la
ruina definitiva de su mujer. Y él, uniendo estas palabras a su perdón y a su
cariño a los pequeños, las entendía ahora a su manera.
Consentir
en el divorcio, dejar libre a Ana, significaba, a su juicio, prescindir de lo
último que le hacía amar la vida: los niños, a los que tanto quería. Y para
ella representaba quitarle el último apoyo en el camino del bien y empujarla
hacia el abismo.
Si
Ana se convertía en una mujer divorciada, Karenin sabía que iría a reunirse con
Vronsky en unas relaciones ilícitas y antirreligiosas, porque para la mujer,
según la religión, no puede haber otro esposo mientras el primero vive.
"Ana
se unirá a él y, de aquí a dos o tres años, él la abandonará, o ella tendrá
relaciones con otro", pensaba Alexey Alejandrovich. "Y yo,
consintiendo en ese ilícito divorcio, habré sido causa de su perdición."
Sí,
lo pensaba muchas veces y se persuadía de que la cuestión del divorcio, no sólo
no era muy sencilla, como decía su cuñado, sino completamente imposible.
No
creía en ninguna de las palabras de Oblonsky, se le ocurrían mil objeciones a
cada una y, con todo, le escuchaba, sintiendo que en ellas se expresaba aquella
fuerza incontrastable y enorme que guiaba ahora su vida y a la que tenía que
obedecer.
-La
única cuestión es saber en qué condiciones consientes en el divorcio. Ella no
desea nada, nada se atreve a pedirte y confía en tu bondad.
"¡Dios
mío, Dios mío, qué terrible castigo!", pensaba Karenin recordando los
detalles sobre el modo de plantear el divorcio cuando el marido se achacaba la
culpa.
Y,
con el mismo ademán con que Oblonsky se ocultaba el rostro, escondió él el suyo
entre las manos.
-Estás
conmovido; lo comprendo... Pero, si lo piensas bien...
"Al
que te hiere la mejilla izquierda, preséntale la derecha; al que te quite el
caftán, dale la camisa", recordó Alexey Alejandrovich.
-Bien
-exclamó con voz aguda- tomaré toda la responsabilidad sobre mí... Hasta les
daré mi hijo... Pero ¿no valdría más dejarlo todo como está? En fin, haz lo que
quieras...
Y
volviéndose de espaldas a su cuñado a fin de que éste no le pudiese ver, se
sentó en una silla cerca de la ventana. Sentía una gran amargura y una profunda
vergüenza, pero junto con aquella vergüenza y aquella amargura, se sentía
enternecido y gozoso por su propia humildad tan elevada.
-Créeme,
Alexey Alejandrovich, Ana apreciará mucho tu bondad. Pero se ve que ésta era la
voluntad divina -añadió.
Y
una vez que hubo dicho tales palabras, se dio cuenta de que eran una tontería,
y apenas pudo contener una sonrisa pensando en su propia necedad.
Alexey
Alejandrovich quiso contestar, pero las lágrimas se lo impidieron.
-Es
una desgracia inevitable y hay que aceptarla. Acéptala como un hecho consumado,
procurando ayudar a Ana y ayudarte a ti mismo -dijo Esteban Arkadievich.
Cuando
salió de la habitación de su cuñado, estaba profundamente conmovido, pero ello
no le impedía sentirse alegre por haber logrado resolver aquel asunto, pues tenía
el convencimiento de que Karenin no rectificaría sus palabras.
A
su satisfacción se unía el pensamiento de que, cuando el asunto quedara
terminado, podría decir a su mujer y a los amigos: "¿En qué nos
diferenciamos un mariscal y yo? En que el mariscal dirige la parada de la
guardia, sin beneficio de nadie, y yo he conseguido un divorcio en beneficio de
tres".
O
bien: "¿En qué nos parecemos un mariscal y yo? En que ...".
"
¡Bah! Ya se me ocurrirá algo mejor", se dijo Oblonsky, sonriendo.
XXIII
La
herida de Vronsky era peligrosa y, aunque la bala no había alcanzado el
corazón, el herido estuvo varios días luchando entre la vida y la muerte.
Cuando
pudo hablar por primera vez, únicamente Varia, la mujer de su hermano, estaba
junto al lecho.
-Varia
-dijo él, mirándola con gravedad-: el arma se me disparó por un descuido. Te
ruego que no me hables nunca de esto. Y dilo a todos así. Otra cosa sería
demasiado estúpida.
Varia,
sin contestarle, se inclinó hacia él y le miró a la cara con una sonrisa de
contento. Los ojos de Vronsky eran ahora claros, sin fiebre, pero en ellos se
dibujaba una expresión severa.
-¡Gracias
a Dios! -exclamó Varia-. ¿Te duele algo?
Y
Vronsky indicaba el pecho.
-Un
poco aquí.
-Voy
a anudarte mejor la venda.
Vronsky,
en silencio, apretando con fuerza las recias mandi'bulas, la miraba mientras
ella le arreglaba el vendaje. Cuando terminó, Vronsky dijo:
-Oye:
no deliro. Y te ruego que procures que, cuando se hable de esto, no se diga que
disparé deliberadamente.
-Nadie
lo dice. Pero espero que no vuelvas a tener un descuido -repuso ella con
interrogativa sonrisa.
-No
lo haré, probablemente, pero más habría valido que... Y Vronsky sonrió con
tristeza.
Pese
a tales palabras y a la sonrisa que tanto asustara a Varia, cuando la
inflamación cesó, el herido, reponiéndose, se sintió libre de una parte de sus
penas.
Con
lo que había hecho, parecíale haber borrado parcialmente la vergüenza y la
humillación que experimentara antes. Ahora podía pensar con más serenidad en
Alexey Alejandrovich, de quien reconocía toda la grandeza de alma sin sentirse,
sin embargo, rebajado por ella. Podía además, mirar a la gente a la cara sin
avergonzarse, reanudar su habitual género de existencia, vivir con arreglo a
sus costumbres.
Lo
único que no podía arrancar de su alma, a pesar de que luchaba constantemente
contra este sentimiento que le sumía en la desesperación, era el haber perdido
a Ana.
Ahora,
expiaba su falta ante Karenin, estaba, es verdad, firmemente resuelto a no
interponerse nunca entre la esposa arrepentida y su marido; pero no podía
arrancar de su alma la pena de haber perdido su amor; no podía borrar de su
memoria los momentos pasados con Ana, que antes apreciara en tan poco, y cuyo
recuerdo le perseguía ahora incesantemente.
Serpujovskoy
le había buscado un destino en Tachkent y Vronsky lo había aceptado sin la
menor vacilación. Pero, a medida que se acercaba el momento de partir, tanto
más penoso le resultaba el sacrificio que ofrecía a lo que consideraba su
deber.
La
herida quedó curada. Empezó a salir y a realizar sus preparativos de viaje a
Tachkent.
"Quiero
verla una vez y luego desaparecer, morir ...", pensaba Vronsky, mientras
hacía sus visitas de despedida.
Expresó
aquel pensamiento a Betsy. Ésta lo transmitió a Ana y volvió con una respuesta
negativa.
"Tanto
mejor", se dijo Vronsky, al saberlo. "Era una debilidad que habría
consumido mis últimas fuerzas."
Al
día siguiente, por la mañana, Betsy fue a su casa y le manifestó que había
recibido por Oblonsky la afirmación de que Karenin entablaba el divorcio. Y por
tanto, Vronsky podía ver a Ana.
Olvidándose
incluso de acompañar a Betsy hasta la puerta, olvidándose de todas sus
resoluciones, sin preguntar cuándo podía visitarla ni dónde estaba el marido,
Vronsky se dirigió inmediatamente a casa de los Karenin.
Subió
corriendo la escalera, sin ver nada ni a nadie, y con paso rápido,
conteniéndose para no seguir corriendo, pasó a la habitación de Ana.
Sin
reflexionar, sin mirar si había o no alguien en la habitación, Vronsky la
estrechó contra su pecho y cubrió de besos su rostro, manos y garganta.
Ana
estaba preparada para recibirle y había pensado en lo que le debía hablar, pero
no tuvo tiempo para decirle nada de lo que había pensado. La pasión de él la
arrebató. Habría querido calmarse, pero era tarde ya. El mismo sentimiento de
Vronsky se le había comunicado a ella.
Sus
labios temblaban y durante largo rato no pudo hablar.
-Te
has adueñado de mí... Soy tuya... -murmuró al fin, oprimiéndole el pecho con
las manos.
-Tenía
que ser así -respondió Vronsky-. Mientras vivamos, tiene que ser así. Ahora lo
comprendo.
-Es
verdad --dijo Ana, palideciendo cada vez más y besándole la cabeza-. Pero de
todos modos, esto, después de lo sucedido, es terrible.
-Todo
pasará... ¡Todo pasará y seremos felices! Nuestro amor, después de todo eso, ha
crecido, si cabe, por terrible que sea -afirmó Vronsky, alzando la cabeza y
mostrando al sonreír, sus fuertes dientes.
Y
Ana no pudo contestarle ni con palabras ni con una sonrisa, sino con la
expresión amorosa de sus ojos. Luego tomó la mano de Vronsky a hizo que la
acariciase sus mejillas frías y sus cabellos cortados.
-Con
el cabello corto no pareces la misma... Te encuentro guapa; pareces una niña...
Pero ¡qué pálida estás!
-Me
siento muy débil -respondió Ana sonriendo. Y sus labios temblaron otra vez.
-Iremos
a Italia y allí te repondrás -dijo él.
-¿Es
posible que vivamos juntos, como esposos, formando una familia? -repuso Ana,
mirándole muy de cerca a los ojos.
-Lo
único que me extraña es que antes haya sido posible lo contrario --contestó
Vronsky.
-Stiva
dice que "él" consiente en todo, pero no puedo aceptar su
magnanimidad -indicó Ana, mirando a otro lado, melancólicamente-. No quiero el
divorcio. Todo me da igual. Sólo me preocupa lo que va a decidir respecto a
Sergio.
Vronsky
no comprendía que, aun en aquella entrevista, Ana pensase en su hijo y en el
divorcio... ¿Qué le importaba todo aquello?
-No
hables de eso, ni lo pienses --dijo atrayendo hacia sí la mano de su amada para
que se ocupase sólo de él. Pero Ana no le miraba.
-¿Por
qué no habré muerto? Habría sido mejor -dijo ella-. Y lágrimas silenciosas
corrieron por sus mejillas. Mas se sobrepuso y procuró sonreír para no
entristecerle.
Según
las antiguas ideas de Vronsky, renunciar al puesto de ventaja y peligro que le
ofrecían en Tachkent era vergonzoso e imposible. Pero ahora renunció a él sin
un titubeo y, notando que en las altas esferas le desaprobaban, pidió el
retiro.
Un
mes más tarde, Ana y Vronsky marchaban al extranjero. Karenin quedó solo en su
casa con su hijo. Había renunciado al divorcio para siempre.
QUINTA PARTE
La
princesa Scherbazky consideraba imposible celebrar la boda antes de Cuaresma,
para la que sólo faltaban cinco semanas, dado que la mitad del ajuar de la
novia no podía estar preparado antes de aquel término. Mas no podía dejar de
estar de acuerdo con Levin en que aplazar la boda hasta fines de Cuaresma era
esperar demasiado, ya que la anciana tía del príncipe Scherbazky estaba
gravemente enferma y podía fallecer de un momento a otro, en cuyo caso el luto
aplazaría la boda aún más tiempo.
Por
esto, después de decidir que el ajuar se dividiría en dos partes, una mayor que
se prepararía con más calma y otra menor que estaría dispuesta en seguida, la
Princesa accedió a celebrar las bodas antes de la Cuaresma, aunque no sin
molestarse repetidas veces con Levin por no contestar nunca con seriedad a sus
preguntas ni decirle si estaba de acuerdo o no con lo que se hacía.
La
decisión era tanto más cómoda cuanto que, después de casados, los novios se
irían a su propiedad, donde para nada necesitarían la mayoría de las cosas
correspondientes a la parte mayor del ajuar.
Levin
continuaba en aquel estado de trastorno en el que le parecía que él y su
felicidad constituían el único y principal fin de todo lo existente y que no
debía pensar ni preocuparse de nada, ya que los demás lo harían todo por él.
No
tenía ni siquiera formado un plan para su vida futura, dejando la decisión a
los otros, convencido de que todo marcharía a la perfección.
Su
hermano Sergio Ivanovich, Esteban Arkadievich y la Princesa, le orientaban en
cuanto debía hacer. Y él se limitaba a conformarse con lo que decían.
Sergio
Ivanovich tomó para él dinero prestado, la Princesa le aconsejó irse de Moscú
después de la boda y Esteban Arkadievich le sugirió que fuese al extranjero.
Levin se mostró de acuerdo con todo.
"Ordenad
lo que más os agrade", se decía. "Soy feliz y mi felicidad no puede
ser mayor ni menor por lo que vosotros hagáis o dejéis de hacer."
Y
cuando comunicó a Kitty que Esteban Arkadievich les aconsejaba ir al
extranjero, le pareció sorprendente que ella no estuviese de acuerdo y que
tuviera para su vida futura sus propósitos determinados.
Kitty
sabía que en el pueblo Levin se ocupaba en una empresa que le apasionaba. Ella
no comprendía aquellas actividades de su esposo ni quería comprenderlas, pero
no por esto dejaba de considerarlas importantes; y como sabía que ellas
exigirían su presencia en el pueblo, el deseo de Kitty era ir, no al extranjero
donde nada tenían que hacer, sino a la casa de su futura residencia.
Tal
decisión, expresada muy concretamente, extrañó a Levin. Pero, como le daba
igual marchar a un sitio que a otro, pidió inmediatamente a Oblonsky, cual si
éste tuviera tal obligación, que fuese al pueblo y lo arreglase todo como mejor
le pareciera y con aquel buen gusto que era natural en él.
-Oye
-dijo Esteban Arkadievich a Levin, al volver del pueblo donde lo dejó dispuesto
todo para la llegada de los recién casados-, ¿tienes el certificado de
confesión y comunión?
-No.
¿Porqué?
-Porque
sin él no puedes casarte.
-¡Caramba!
-exclamó Levin-. Pues hace nueve años que no comulgo. No había pensado en eso.
-¡Bueno
estás tú! ---exclamó, riendo Oblonsky-. ¡Y me acusas a mí de nihilista! Esto no
puede quedar así. Tienes que confesar y comulgar.
-¡Pero
si sólo quedan cuatro días!
Esteban
Arkadievich le arregló esto también. Levin comenzó a asistir a los oficios de
la iglesia.
Para
Levin, que no tenía fe, sin dejar por ello de respetar las creencias de los
otros, era muy penosa la asistencia a los actos religiosos. Pero ahora, en
aquel estado de ánimo, condescendiente y sensible a todo, en el que se
encontraba, la obligación de fingir no sólo le resultaba penosa, sino
completamente imposible. Parecíale que en la cúspide de su felicidad, de su
esplendor íntimo, iba a cometer un sacrilegio.
Sentíase,
pues, incapaz de cumplir ninguno de aquellos deberes. Pero a todos sus ruegos
de que le procurasen el certificado sin cumplir los actos, Esteban Arkadievich
le contestaba que era imposible.
-Por
otra parte, ¿qué te cuesta? Al fin y al cabo es cuestión de dos días. El
sacerdote es un anciano muy simpático y muy inteligente. ¡Te sacará ese diente
sin que te des cuenta!
Al
acudir a la primera misa, Levin procuró refrescar sus recuerdos de juventud,
renovar en él aquel fuerte sentimiento religioso que experimentara a los
dieciséis o diecisiete años. Mas ahora comprobaba que le era imposible.
Trató
de considerarlo como una simple fórmula secundaria, análoga a la de hacer
visitas, pero tampoco esto pudo conseguir.
Respecto
a la religión, Levin, como la mayoría de sus contemporáneos, se hallaba en una
situación indefinida. No podía creer, pero a la vez no tenía la certeza de que
la religión no fuese justa y necesaria.
Y
por ello, incapaz de creer en la importancia de lo que hacía, ni de mirarlo con
indiferencia como mera formalidad, todo el tiempo que pasaba estos días en la
iglesia experimentaba cierto malestar y vergüenza. La voz de su conciencia le
decía que hacer una cosa sin comprenderla era una acción deshonesta, una
falsedad.
Durante
los oficios religiosos, Levin, escuchaba las oraciones procurando darles un
significado no distinto de sus propias ideas, o, reconociendo que no podía
comprenderlas y que debía censurarlas, procuraba no oírlas, abstrayéndose en
pensamientos, observaciones y recuerdos que con particular claridad pasaban por
su cerebro durante aquella ociosa permanencia en la iglesia.
Asistió
a misa y vísperas, y, aquella misma tarde, a la lectura de las reglas de
confesión; al día siguiente, levantándose más temprano que de costumbre y sin
tomar su desayuno, fue a la iglesia a las ocho, a fin de confesarse después de
las oraciones matinales.
En
la iglesia no había nadie, salvo un soldado, un mendigo, dos ancianas y los
clérigos.
Un
joven diácono, de ancha y bien formada espalda bajo la leve sotana, se acercó a
Levin y, luego, acercándose a la mesita próxima a la pared, comenzó a leerle
las reglas.
Oyendo
la lectura y sobre todo la repetición de las mismas palabras, " Señor, ten
misericordia ..." , que se unían en un monótono "Señor da... Señor da
...", Levin sentía la impresión de tener su pensamiento cerrado y sellado
sin poder tocarlo ni moverlo, porque de lo contrario le parecería que habría de
ser aún mayor su confusión. Y por ello, en pie tras el diácono, sin escucharle
ni compenetrarse con sus palabras, continuaba entregado a sus reflexiones.
"¡Es
extraordinaria la expresión que tienen sus manos! ", se decía, recordando
el día anterior, en que estuviera sentado con Kitty cerca de la mesa, en un
rincón del salón. Como sucedía casi siempre por aquellos días, no tenían nada
que decirse, y Kitty, poniendo la mano en la mesa, la cerraba y la abría, y,
reparando ella misma en tal movimiento, se puso a reír.
Levin
recordó que le había besado la mano, fijándose en las líneas que se unían sobre
la palma, de color suavemente sonrosado.
"¡Otra
vez "Señor da"!" , pensó, persignándose y mirando el movimiento
de la espalda del diácono, que se inclinaba al santiguarse.
"Luego
ella me cogió la mano y dijo, examinando sus líneas: "Tiene unas manos muy
bellas"..."
Y
Levin contempló su mano, luego la del diácono de cortos dedos.
-"Sí,
ahora va a terminar", se dijo. "¡Ah, no!; empieza otra vez",
rectificó, fijándose en las oraciones. "No, ya termina. Ahora marca una
genuflexión y toca el suelo con la frente. Esto señala siempre el fin."
Una
vez recibido discretamente en su mano, que ostentaba puños de terciopelo, un
billete de tres rubios, el diácono dijo que se encargaría de inscribirle para
la confesión y se alejó hacia el altar, haciendo resonar fuertemente sus
zapatos nuevos sobre el pavimento de la iglesia desierta.
Al
cabo de un momento, volvió la cabeza y llamó con la mano a Levin. Los
pensamientos de éste encerrados hasta aquel momento, se agitaron de nuevo en su
cerebro, pero se apresuró a alejarlos de sí, y se adelantó hacia la gradería,
mientras pensaba: "Ya se arreglará de un modo a otro".
Al
poner los pies en las gradas, volvió la mirada hacia la derecha y vio al
sacerdote, un anciano de barba entrecana, de ojos bondadosos y fatigados, que
de pie ante el analoy hojeaba el misal.
Haciendo
un leve saludo a Levin, el sacerdote comenzó a leer las oraciones con vez
monótona.
Al
terminar, hizo un saludo hasta el suelo y, volviéndose hacia él y mostrándole
un crucifijo, le dijo:
-"Aquí
está Cristo, en presencia invisible, para recibir su confesión. ¿Cree usted en
lo que nos enseña nuestra Santa Iglesia Apostólica?" -continuó el
sacerdote, apartando los ojos del rostro de Levin y cruzando las manos
bajo la estola en ademán de orar.
-Dudaba
y dudo de todo -contestó Levin, en voz que le sonó desagradable incluso a él.
Y
calló.
El
sacerdote esperó unos segundos, para ver si decía todavía algo, y, cerrando los
ojos y pronunciando las oes a la manera de la provincia de Vladimir, dijo:
-La
duda es propia de la debilidad humana, pero debemos orar para que Dios
misericordioso nos ilumine. ¿Cuáles son sus principales pecados? -añadió el
sacerdote sin hacer una sola pausa, como no queriendo perder tiempo.
-Mi
pecado principal es la duda. Dudo de todo. La duda me persigue casi en todo
momento.
-La
duda es propia de la debilidad humana -repitió el cura con iguales palabras-.
¿De qué duda usted en especial?
-De
todo. A veces dudo de la existencia de Dios -dijo Levin, sin querer.
Y
se horrorizó de la inconveniencia de lo que decía. Pero tas palabras de Levin
no parecieron causar al sacerdote impresión alguna.
-¿Qué
duda puede caber de la existencia de Dios? -dijo el sacerdote rápidamente, casi
con una imperceptible sonrisa.
Levin
callaba.
-¿Qué
duda puede caber sobre el Creador cuando se contemplan sus obras? -continuaba
el sacerdote con su hablar rápido y monótono-. ¿Quién adornó con astros la
bóveda celeste? ¿Quién revistió la tierra de sus bellezas? ¿Cómo podrían
existir todas estas cosas sin un Creador?
Y
miró interrogativamente a Levin.
Éste
comprendía que era poco delicado entrar en discusiones filosóficas con el
sacerdote y sólo contestó lo que se refería directamente a la cuestión.
-No
lo sé -repuso.
-Pues
si no lo sabe ¿cómo puede dudar de que Dios lo ha creado todo? -preguntó el
sacerdote con alegre sorpresa.
-No
comprendo nada -dijo Levin, sonrojándose al advertir la necedad de sus palabras
y lo inadecuadas que eran a la situación.
-Rece
a Dios e implore su misericordia... Hasta los Santos Padres tenían dudas y
pedían a Dios que fortaleciese su fe. El diablo posee un inmenso poder y hemos
de defendernos de caer bajo su dominio. Rece a Dios, implore su gracia...
¡Rece! -añadió el sacerdote con precipitación.
Y
calló un momento pensativo.
-He
oído decir que se propone usted casarse con la hija de mi feligrés a hijo
espiritual, el príncipe Scherbazky -añadió sonriendo-. Es una excelente joven.
-Sí
-contestó Levin.
Y
pensaba, sonrojándose por el sacerdote: "¿Por qué me dice esto durante la
confesión?" .
Y,
como si contestase a su pensamiento, el sacerdote habló:
-Piensa
usted contraer matrimonio y acaso Dios le conceda descendencia, ¿no es eso?
Pues, ¿qué educación podrá dar a sus hijos si no vence la tentación del diablo
que le arrastra a la incredulidad? -dijo con dulce reproche-. Si quiere usted a
sus hijos, como buen padre, deseará para ellos no sólo las riquezas, el lujo y
los honores, sino también la salvación, la clarividencia espiritual en la luz
de la verdad. ¿No es esto? ¿Y qué contestará a sus inocentes hijos cuando le
pregunten: "Papá, ¿quién ha creado todo lo que he hallado en este mundo,
la tierra, las aguas, el sol, las flores, las plantas?". ¿Por ventura les
dirá usted: "No lo sé"? Usted no puede ignorar lo que el Señor, en su
gran bondad, le revela. También pueden preguntarle sus hijos: "¿Qué me
espera en la vida futura después de morir?". Y ¿qué contestará usted si lo
ignora todo? ¿Qué les dirá? ¿Va a entregarles a la seducción del mundo y del
diablo? ¡Eso sería un grave mal!
Y
el sacerdote, inclinando la cabeza a un lado, calló, mirando a Levin con sus
ojos dulces y bondadosos.
Levin
no contestaba nada, no ya por no querer entrar en discusiones con el sacerdote,
sino porque nadie le había hecho nunca preguntas así y pensaba que para cuando
su hijo se las formulase, ya habría tenido él tiempo de resolver lo que debía
contestar.
El
sacerdote continuó:
-Entra
usted en un momento de su vida en el que hay que escoger un camino y seguirlo.
Rece para que Dios le ayude y le perdone en su misericordia -concluyó-. Nuestro
Señor Jesucristo te perdone en su inmensa misericordia y amor a los hombres,
hijo mío...
Y,
terminada la oración absolutoria, el sacerdote le bendijo y le despidió.
Aquel
día, al volver a casa, Levin se sintió alegre viendo que aquella situación
forzada había terminado sin necesidad de mentir.
Además
le quedó la vaga impresión de que lo que le dijera aquel anciano simpático y
bueno no era tan necio como al principio le había parecido, y que en sus
palabras había algo que necesitaba una aclaración.
"Naturalmente
que ahora no", pensaba Levin, "pero después, algún día ...".
Sentía
más que antes que su alma estaba turbia y no pura del todo y, con respecto a la
religión, se hallaba en el mismo estado que él veía en las almas de los demás,
en aquel estado que reprochaba a su amigo Sviajsky.
Pasó
la velada con su novia en casa de Dolly. Levin, muy alegre, explicando a
Oblonsky el estado de excitación en que se hallaba, dijo que estaba alborozado
como un perro al que enseñan a saltar por el aro y el cual, al comprender lo
que esperan de él, ladra, mueve la cola y salta con entusiasmo sobre las mesas
y los alféizares de las ventanas.
II
El
día de la boda, según costumbre (ya que la Princesa y Daria Alejandrovna insistían
mucho en que todo se hiciese según la costumbre) Levin no vio a su novia y
comió en su cuarto del hotel con tres amigos solteros que fueron a verle:
Sergio Ivanovich, Katavasov -ex compañero de Universidad y ahora profesor de
Ciencias naturales, a quien Levin halló en la calle y llevó consigo- y
Chirikov, su testigo de boda, juez municipal en Moscú y compañero de Levin en
la caza del oso.
La
comida transcurrió muy alegre. Sergio Ivanovich estaba en excelente estado de
ánimo y se divertía con las originalidades de Katavasov. Este, notando que las
apreciaban y comprendían, hacía más y más alarde de ellas. Chirikov, benévolo y
jovial, se ponía a tono con la conversación.
-De
modo -decía Katavasov, alargando las palabras, según costumbre contraída en la
cátedra- que podemos decir que nuestro amigo Constantino Dmitrievich era un
muchacho muy bien dotado. Hablo de ausentes, porque él no está aquí. Al salir
de la Universidad amaba la ciencia y los intereses de la Humanidad, pero ahora
la mitad de sus facultades está dedicada a engañarse a sí mismo y la otra mitad
a justificar ese engaño.
-No
he visto enemigo más acérrimo del matrimonio que usted -repuso Sergio
Ivanovich.
-No
soy enemigo de él. Soy amigo de la distribución del trabajo. La gente que no
puede hacer otra cosa, debe hacer hombres, y los demás contribuir a su
instrucción y felicidad. Así lo creo. Hay muchos que quieren confundir esas dos
actividades, pero yo no me cuento entre ellos.
-¡Cómo
me alegraré cuando sepa que usted está enamorado! ---dijo Levin-. ¡No deje de
invitarme a la boda!
-Ya
estoy enamorado.
-Sí,
de la jibia -indicó Levin a su hermano-. Miguel Semenich está escribiendo ahora
una obra sobre la nutrición y...
-No
confundamos las cosas. No porque se trate de mi obra, pero en realidad aprecio
la jibia...
-La
jibia no le impedirá amar a su mujer.
-La
jibia no, pero la mujer sí.
-¿Por
qué?
-Ya
lo verá por sí mismo. A usted le gustan la caza, los trabajos de la finca... Ya
lo verá, ya...
-Hoy
ha venido Arjip, y dice que en Prudnoe hay una enormidad de alces y de osos
-afirmó Chirikov.
-Pues
los cazarán ustedes sin mí.
-Claro:
en el futuro dará usted el adiós a la caza del oso. Su mujer no le dejará ir.
Levin
sonrió. La idea de que su mujer no le dejara ir a cazar le era tan
agradable que estaba dispuesto a renunciar a aquella diversión para siempre.
-De
todos modos, es lástima cazar esos osos sin usted. ¿Recuerda la última vez en
Yapilovo? ¡Qué caza tan espléndida hicimos! -dijo Chirikov.
Levin,
no queriendo decepcionarle diciéndole que dudaba que hubiese algo bueno allí
donde no estuviese Kitty, optó por callar.
-Por
algo existe esta costumbre de despedirse de la vida de soltero -dijo su
hermano-. Puedes ser muy feliz, pero, de todos modos, siempre es lamentable
perder la libertad.
-Confiéselo:
¿no es verdad que siente el deseo del novio de la comedia de Gogol que quiere
huir de la boda saltando por la ventana?
-Seguro
que sí, pero no quiere confesarlo -afirmó Katavasov.
Y
rió a carcajadas.
-¿Por
qué no? La ventana está abierta. ¡Vámonos ahora mismo a Tver! La osa está sola
y podemos buscarla en su cubil. Ea, marchémonos en el tren de las cinco y que
se arreglen aquí como quieran -dijo, riendo, Chirikov.
-Les
juro -aseguró Levin sonriente- que por más que hago no consigo encontrar en mi
alma ese sentimiento de dolor por la pérdida de mi libertad.
-En
su alma reina tal caos ahora que es imposible encontrar nada en ella -dijo
Katavasov-. Aguarde un poco y cuando la tenga algo más en orden, ya me lo
dirá...
-No.
Bien podía, aparte de mi sentimiento -no quiso decir "de mi amor" - y
de la felicidad que experimento, lamentar perder la libertad. Pero, por el
contrario, me siento satisfecho de perderla.
-¡Malo!
¡Es un caso desesperado! -exclamó Katavasov-. ¡Bebamos por su curación o porque
se realice, siquiera, la centésima parte de sus ilusiones! Con esto ya, tendrá
tanta felicidad como es posible hallar en la tierra.
Después
de comer, los amigos se marcharon para tener tiempo de vestirse antes de la
boda.
Al
quedar solo y recordar la conversación de aquellos solterones, Levin se
preguntó una vez más si existía en su alma algún sentimiento de dolor por la
libertad que perdía y del que ellos hablaban tanto, y sonrió al formularse
aquella pregunta. "¡Libertad! ¿Para qué quiero la libertad? La dicha consiste
en amar y desear, y pensar con los sentimientos de ella, es decir, en no tener
libertad alguna. ¡Eso es la felicidad!"
"Pero,
¿acaso conoces sus pensamientos y deseos?" , murmuró una voz en su
interior.
La
sonrisa desapareció de su rostro y Levin quedó pensativo. De repente le invadió
una extraña sensación de temor y de duda, una duda que se extendía a todas las
cosas. "¿Y si ella no me quiere y se casa sólo por casarse? ¿Y si ella
misma no sabe lo que se hace?" , se preguntaba. "¿Y si sólo se da
cuenta después de casarse conmigo de que no me quiere ni me puede querer?"
Y
los peores y más extraños pensamientos acerca de Kitty invadieron su cerebro.
Sentía celos de Vronsky, como hacía un año, como si la velada en que la había
visto con él hubiera sido el día antes. Sospechaba que ella no le había dicho
todo lo que tenía que decirle.
Se
levantó precipitadamente.
"No,
es imposible quedar así", se dijo, desesperado. "Voy a verla y le
preguntaré por última vez. Le diré: "Aún somos libres... ¿No valdría más
suspenderlo todo? Esto sería inejor que la infelicidad eterna, la deshonra, la
infidelidad"..."
Con
el corazón dolorido, enojado contra todos, contra sí mismo y contra ella, salió
del hotel y se dirigió a casa de su novia.
La
encontró en las habitaciones posteriores, sentada sobre un baúl, dando órdenes
a una muchacha y revolviendo montones de multicolores vestidos puestos sobre
los respaldos de las sillas y tirados por el suelo.
-¡Oh!
-exclamó Kitty, radiante de alegría al verle-. ¿Cómo? Tú... usted -hasta aquel
último día le había hablado indistintamente de "usted" y de
"tú" -. No te esperaba. Estoy repartiendo mis vestidos de soltera,
mirando a quién puedo regalárselos...
-Muy
bien -dijo él mirando súbitamente a la muchacha.
-Sal,
Duniascha... Ya te llamaré cuando... -ordenó Kitty-. Pero, ¿qué te pasa?
-preguntó, continuando decididamente su tuteo después de que la criada hubo
salido. Ella veía la extraña expresión de su rostro, agitado y sombrío, y tuvo
miedo.
-Kitty,
sufro mucho y no puedo soportarlo solo... -repuso Levin, con desesperación,
deteniéndose ante ella y mirándola suplicante.
Veía
bien, por la mirada franca y cariñosa de su novia que no le saldría nada de lo
que quería decirle, pero necesitaba que ella misma le sacase de dudas.
-He
venido a decirte que todavía estamos a tiempo, que aún es posible deshacer y
arreglar...
-¡No
lo comprendo! ¿Qué te pasa?
-Lo
que te he dicho mil veces y no puedo dejar de pensar: que no te merezco... No
es posible que consientas en casarte conmigo. Piénsalo bien. Te has equivocado,
no puedes amarme... Vale más que me lo digas -seguía Levin sin mirarla-. Seré
desgraciado. Que diga lo que quiera la gente; todo será preferible a la
infelicidad. Mejor será que lo hagamos ahora que estamos todavía a tiempo.
-No
te comprendo -repuso Kitty asustada-. ¿Es posible que quieras renunciar y que
no... ?
-Sí,
si no me amas.
-¿Estás
loco? --exclamó ella enrojeciendo de indignación.
Pero
el rostro de Levin inspiraba en aquel momento tanta compasión que Kitty,
conteniendo su enojo, quitó los vestidos de la butaca y se sentó a su lado.
-¿Qué
piensas? Dímelo todo.
-Pienso
que no puedes amarme. ¿Por qué me habrías de amar?
-¡Dios
mío! ¿Qué puedo decir? -exclamó Kitty llorando.
-¡Oh!
¿Qué he hecho? -se lamentó Levin. Y arrodillándose ante ella le besó las manos.
Cuando
cinco minutos después entró la Princesa en la habitación los halló
reconciliados por completo. No sólo Kitty aseguró a su novio que le quería,
sino que, al preguntarle el motivo de que le quisiera, se lo explicó. Le dijo
que le quería porque le comprendía plenamente, porque sabía cuáles eran sus
anhelos y porque sabía también que todo lo que él anhelaba era justo.
A
Levin la explicación le pareció bastante clara. Cuando la Princesa entró en la
estancia, los dos estaban sentados al borde del baúl revisando los trajes y
discutiendo a propósito de si la joven debía regalarle a Duniascha el vestido
de color castaño que llevaba cuando Levin se le declaró, o si, como quería él,
no debía regalar a nadie aquel vestido y regalar a la muchacha el azul.
-¿No
comprendes que Duniascha es morena y no le sentaría bien el azul? Ya lo he
pensado todo.
Al
enterarse del motivo de la visita de Levin, la Princesa casi se enfadó, y
riendo le envió a su casa para que se vistiera y no estorbara el peinado de
Kitty, ya que estaba a punto de llegar Charles, el peluquero francés.
-Está
ya bastante desmejorada de estos días que no come nada, y aún vienes a
molestarla con tus tonterías -le dijo la Princesa-. ¡Vete, vete, querido!
Levin,
avergonzado, pero ya tranquilo, volvió a su hotel. Su hermano, Daria
Alejandrovna y Esteban Arkadievich le estaban esperando para bendecirle con el
icono. No había tiempo que perder. Daria Alejandrovna tenía que ir a
casa para recoger a su hijo, el cual, muy compuesto y pulido, con el pelo
rizado, debía llevar la santa imagen acompañando a la novia.
Además,
había que buscar un coche para enviarlo al padrino de boda y hacer volver al
que se llevaría Sergio Ivanovich... Había, pues, muchas cosas importantes en
que pensar. Era preciso no perder tiempo, porque eran ya las seis y media.
La
ceremonia de la bendición careció de seriedad. Oblonsky se puso al lado de su
mujer en una actitud solemne y cómica a la vez, levantó la imagen y, ordenando
a Levin que se arrodillase, le bendijo con bondadosa a irónica sonrisa y le
besó tres veces. Dolly hizo lo mismo, pero de una manera precipitada y
disponiéndose a partir en seguida, preocupada con el enredado asunto de los
coches.
-He
aquí lo que podemos hacer -dijo dirigiéndose a su marido--: tú ve con nuestro
coche a buscar al niño, y Sergio Ivanovich tendrá la amabilidad de ir allá
y hacemos enviar el coche después.
-Con
mucho gusto.
-Y
nosotros iremos en seguida con el chiquillo... ¿Está todo preparado? -preguntó
Esteban Arkadievich.
-Sí
-contestó Levin.
Y
ordenó a Kusmá que le ayudase a vestirse.
III
Mucha
gente, mujeres sobre todo, rodeaban la iglesia, deslumbrante con todas las
luces encendidas para la boda. Los que no habían podido entrar se agrupaban
junto a las ventanas, empujándose, discutiendo y mirando a través de las rejas.
Más
de veinte coches se habían alineado ya a lo largo de la calle, bajo la
vigilancia de los guardias. Un oficial de policía, ufano con su uniforme de
gala, desafiaba el frío a la entrada del templo.
Llegaban
carruajes sin cesar. Ora entraban señoras adornadas con flores, recogiéndose
las colas de los vestidos, ora llegaban caballeros que se quitaban sus
sombreros negros o sus gorras de uniforme al entrar en la iglesia.
En
el interior habían sido ya encendidas las arañas y todos los cirios ante los
¡conos. El dorado brillo de la luz sobre el fondo rojo del iconostasio y de los
soportes de los cirios, las baldosas, las alfombrillas, las banderas situadas
arriba, junto a ambos coros, las graderías del analoy, los antiguos libros
ennegrecidos por el tiempo, las sotanas y casullas, todo estaba inundado de
luz.
A
la derecha de la iglesia caldeada, entre fracs y corbatas blancas, uniformes de
gala, sedas, terciopelos, satenes, cabellos,flores, hombros y brazos
descubiertos y largos guantes, se elevaba un murmullo contenido y animado que
resonaba extrañamente bajo la alta cúpula.
Cada
vez que se sentía el chirrido de la puerta al abrirse, disminuía el murmullo y
todos volvían la cabeza esperando ver aparecer a los novios.
Pero
la puerta se abóió aún más de diez veces y siempre era un invitado o invitada
atúasados que se sumaban al círculo de los concurrentes, a la derecha; o bien
alguna señora del público que, engañando al oficial de policía o con permiso de
él, se unía a los extraños, a la izquierda.
Los
allegados y el público en general habían pasado por todas las fases de la
espera.
Suponían
al principio que los novios llegarían de un instante a otro y no daban
importancia al retraso. Pero luego miraban más frecuentemente hacia las puertas
preguntándose si no habría sucedido algo.
A1
fin, la tardanza comenzó a parecer ya inconveniente y parientes a invitados
procuraron simular que no se preocupaban ya de los novios y que sólo les
interesaban las propias conversaciones.
El
arcediano tosía con impaciencia, como recordando el valor del tiempo, y su tos
hacía vibrar los cristales de las ventanas. En el coro se oía ahora a los
cantores que, irritados, probaban la voz o se sonaban.
El
sacerdote enviaba constantemente al diácono o al sacristán para informarse de
si había llegado ya el novio, y hasta él mismo, con su sotana color lila y su
cinturón bordado, se acercaba a menudo hasta las puertas laterales del altar.
A1
fin una señora, mirando el reloj, dijo:
-Esto
es muy extraño.
Todos
los invitados, inquietos, empezaron a expresar en alta voz su descontento y
sorpresa. Uno de los testigos salió a enterarse de lo que pasaba.
Entre
tanto, Kitty vestida con su traje blanco, su largo velo y su corona de flores
de azahar, acompañada de la madrina de boda y de su hermana Lvova, estaba en la
sala de casa de los Scherbazky y miraba por la ventana aguardando en vano desde
hacía media hora el aviso de su testigo de boda de que el novio había llegado a
la iglesia.
Por
su parte, Levin, con los pantalones puestos, pero sin chaleco ni frac, paseaba
de una parte a otra por su habitación del hotel asomándose sin cesar a la
puerta y mirando el pasillo. Pero en el pasillo no aparecía aquel a quien
esperaba, y había de volver, desesperado, a la alcoba, agitando los brazos y
dirigiéndose a Esteban Arkadievich, que fumaba tranquilamente.
-¿Habrá
habido alguna vez hombre en tan necia situación? --decía Levin.
-Sí,
es bastante necia --convenía Oblonsky, sonriendo con suavidad-. Pero cálmate;
lo la traerán ahora mismo.
-¡Oh!
--exclamaba Levin, con ira contenida-. ¡Y estos absurdos chalecos, tan
abiertos! ¡Es imposible! -decía, mirando la pechera arrugada de su camisa-. ¿Y
qué hacemos si se han llevado ya los equipajes a la estación del ferrocarril?
--exclamaba exasperado.
-Entonces
te pondrás la mía.
-¡Ya
podíamos haberlo hecho hace tiempo!
-No
conviene dar motivo de burla. Cálmate, todo se arreglará.
Había
sucedido que, cuando Levin llamó a Kusmá para que le ayudase a vestirse, el
viejo criado le llevó el frac, chaleco y lo demás necesario excepto la camisa.
-¿Y
la camisa? -preguntó Levin.
-La
lleva usted puesta -contestó Kusmá con tranquila sonrisa.
Kusmá
no había tenido la previsión de preparar una camisa limpia y, al recibir orden
de arreglar las cosas y mandarlas a casa de los Scherbazky, de la que los
recién casados saldrían aquella misma noche, lo cumplió a la letra, colocándolo
todo en las maletas menos el traje de frac.
La
camisa que Levin llevaba desde por la mañana estaba arrugada y era imposible
emplearla en la boda, dada la moda reinante de los chalecos abiertos. Pensaba
mandar a buscar una en casa de los Scherbazky, pero tuvieron que desistir de
ello en vista de lo lejos que vivían.
Mandaron,
pues, a comprar una camisa, pero el criado volvió al cabo de un momento
diciendo que, por ser domingo, estaban cerradas todas las tiendas.
Fueron
a casa de Esteban Arkadievich, pero trajeron una camisa muy ancha y corta, con
lo que, al fin, no les quedó otra solución que mandar a casa de los Scherbazky
a que abrieran los baúles.
Y,
mientras esperaban al novio en la iglesia, él, como una fiera enjaulada,
paseaba por la habitación, se asomaba al pasillo y recordaba con horror y
desesperación lo que había dicho a Kitty y lo que ella podía pensar ahora.
Al
fin, el culpable Kusmá entró en la habitación, casi sin aliento, trayendo la
camisa.
-Por
poco no la alcanzo. Estaban ya poniendo las cosas en el carro -dijo.
Tres
minutos después, sin mirar el reloj para no irritar aún más la herida, Levin se
halló corriendo por el pasillo.
-Con
correr ya no ganas nada -decía Esteban Arkadievich, siguiéndole sin
precipitarse y sonriendo-. Te aseguro que todo se arreglará, todo...
IV
-¡Ya
han llegado! -¡Ya están! -¿Quién es? -¿Aquél, el más joven? -Y ella, la
pobrecita está más muerta que viva... -Estas exclamaciones brotaban de la
multitud, cuando Levin, uniéndose a la novia en la entrada, penetró con ella en
la iglesia.
Esteban
Arkadievich contó a su mujer la causa del retraso. Los invitados sonreían,
haciendo comentarios a media voz. Levin no veía a nadie ni nada. Miraba a su
novia sin apartar los ojos de ella.
Todos
afirmaban que la joven estaba muy desmejorada desde estos últimos días, y que
con la corona estaba menos bella que de costumbre, pero Levin no lo creía así.
Miraba
el alto peinado de Kitty, con su largo velo blanco, con blancas flores; miraba
la alta gorguera que, con singular gracia virginal, cubría los lados de la
garganta, dejando al descubierto la parte delantera; miraba su cintura finísima
y le parecía su novia más hermosa que nunca, no porque las flores, el velo y el
vestido traído de París añadieran nada a su belleza, sino porque, pese al
artificial esplendor de su atavío, la expresión de su querido rostro, de su
mirada, de sus labios, era la misma ingenua sinceridad de siempre.
-Empezaba
ya a creer que te habías escapado -dijo Kitty sonriéndole.
-Me
ha pasado una cosa tan necia que me avergüenza referírtela -dijo él.
Y
se dirigió a Sergio Ivanovich, que se le acercaba.
-¡Vaya
una historia esa de la camisa! -dijo éste a su hermano, moviendo la cabeza y
sonriendo.
-Sí,
sí -contestó Levin sin comprender lo que le decían.
-Hay
que tomar una decisión, Kostia -intervino Esteban Arkadievich, con aire de
fingida preocupación- acerca de un asunto muy importante. Me preguntan si encienden
cirios nuevos o ya quemados.
Y,
plegando los labios en una sonrisa, añadió:
-La
diferencia es de diez rublos. Yo he resuelto ya, pero temo que no estés
conforme...
Levin,
comprendiendo que se trataba de una broma, sonrió.
-Ea,
¿quemados o no? Es cosa muy importante.
-Sí,
sí, nuevos...
-¡Oh,
encantados! ¡Cosa resuelta! -dijo, sonriendo, Oblonsky-. Pero ¡cómo se atonta
la gente en estos casos! -comentó, dirigiéndose a Chirikov, mientras Levin le
miraba desconcertado y se volvía hacia su novia.
-Pon
atención en ser la primera en pisar la alfombra, Kitty -aconsejó la condesa
Nordson acercándose-. ¡Vaya unas bromas que gasta usted! -afirmó dirigiéndose a
Levin.
-¿Estás
muy impresionada? -preguntó María Dmitrievna, la anciana tía.
-¿Sientes
frío? Estás pálida... Aguarda; inclínate un poco --dijo Lvova, la hermana de
Kitty.
Y,
con un ademán circular de sus hermosos y redondos brazos, arregló las flores de
la cabeza de la novia y la miró sonriendo.
Dolly,
se acercó, quiso decir algo, pero no pudo pronunciar ni una palabra, y se puso
a llorar, y en seguida después rió, aunque sin naturalidad.
Kitty
contemplaba a todos con los mismos ojos abstraídos de Levin.
Entre
tanto, los clérigos se revestían con sus hábitos sacerdotales, y el sacerdote,
acompañado por el diácono, salieron al analoy, levantado en el atrio de la
iglesia, mientras aquél se dirigió a Levin y le dijo algo que éste no entendió.
-Dé
usted la mano a la novia y condúzcala al altar -le dijo el testigo.
Levin,
durante un momento, no pudo entender lo que le indicaban que hiciera. O bien
cogía a Kitty con la mano que no debía, o le tomaba la izquierda en vez de la
derecha.
Sus
amigos, que le corregían constantemente, viendo que sus indicaciones resultaban
inútiles, estaban ya por dejar que se las compusiera como mejor supiera cuando
él comprendió finalmente que tenía que coger la de la novia sin cambiar de
posición. Entonces el sacerdote dio algunos pasos ante ellos y se detuvo frente
al analoy.
Los
parientes y conocidos les siguieron, entre cuchicheos y rumor de roces de
vestidos.
Alguien,
agachándose, arregló la cola del traje de la novia. Luego se hizo en la iglesia
tal silencio que se sentía hasta el caer de las gotas de cera de los cirios.
El
sacerdote, un anciano, con el solideo, con los mechones de plata de sus
cabellos peinados tras ambas orejas, sacando sus menudas manos arrugadas de la
pesada casulla recamada de plata con una cruz dorada en la espalda, cambiaba la
disposición de algunos objetos en el analoy.
Esteban
Arkadievich se acercó al sacerdote, le habló en voz baja y, guiñando un ojo a
Levin, retrocedió de nuevo.
El
sacerdote -que era el mismo que había confesado a Levin-, encendió dos cirios
ornados con flores, manteniéndolos inclinados en la mano izquierda, de modo que
la cera fuese cayendo en gotas lentamente, y se volvió hacia los novios.
Después de mirarles con ojos tristes y cansados, suspiró y, sacando la mano
derecha de la casulla, bendijo al novio, y del mismo modo, pero con cierta
blanda dulzura, puso los dedos doblados para la bendición sobre la cabeza de
Kitty. En seguida les ofreció los cirios encendidos y, tomando el incensario,
se alejó de ellos con pasos mesurados.
"¿Es
posible que todo esto sea verdad?", se dijo Levin mirando a su novia.
La
veía de perfil algo desde arriba y por el apenas perceptible movimiento de sus
labios y de sus pestañas comprendió que ella sentía su mirada. Kitty no volvió
la vista pero su gorguera arrugada se levantó un tanto hacia su pequeña oreja
sonrosada, y Levin, en este movimiento apenas perceptible, creyó adivinar el
suspiro ahogado en el pecho de Kitty, y vio temblar su manecita cubierta con el
largo guante.
Su
inquietud por lo sucedido con la camisa, las conversaciones con parientes y
amigos, el descontento de su ridícula situación, todo desapareció en un
momento, y experimentó, a la vez, temor y alegría.
El
arcediano, alto y arrogante, con una dalmática de brocado de plata, bien
peinados los rizos que ornaban su cabeza, se adelantó decididamente y,
levantando el horario entre los dedos con un ademán familiar, se detuvo ante el
sacerdote.
-¡Bendícenos,
padre!
Y
su voz resonó solemne, lenta, agitando las capas del aire. -Bendito sea Dios,
Nuestro Señor, por los siglos de los siglos -contestó el anciano sacerdote con
voz suave y melodiosa sin dejar de arreglar los objetos en el analoy.
Y,
llenando toda la iglesia desde los ventanales hasta las bóvedas, el acorde del
coro invisible se elevó, armonioso y amplio, creció, se detuvo un momento y
luego se apagó suavemente:
Como
siempre, se oró por la paz de todos, por la salvación, por el Sínodo, por el
Zar y por los siervos de Dios, Constantino y Catalina, que iban a casarse.
Parecía
que la iglésia toda retumbara y lanzara hacia el cielo la voz del arcediano:
-Oremos
porque Dios les conceda un amor perfecto y tranquilo y no los abandone jamás.
Levin
escuchaba con sorpresa aquellas palabras.
"¿Cómo
han adivinado que lo que necesito es precisamente la ayuda de Dios?",
pensaba recordando sus temores y dudas recientes. "¿Qué sé ni qué puedo
hacer, si me falta esa ayuda en esta terrible preocupación? Sí, la ayuda divina
es lo que necesito ahora ..."
Cuando
el arcediano concluyó la oración, el sacerdote se dirigió a los desposados.
"Dios
eterno, que uniste a los que estaban separados", leía en su libro, con voz
blanda y melodiosa, "que les diste la unión del amor indestructible, que
otorgaste tu bendición a Isaac y Rebeca, como lo hemos leído en los libros
santos. Bendice a tus siervos Constantino y Catalina y condúcelos por el
sendero del bien, y derrama sobre ellos los beneficios de tu misericordia y tu
bondad. Alabados sean el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por todos los
siglos de los siglos."
"¡Amén!"
llenaron de nuevo el aire las voces del coro.
"Unió
a los que estaban separados y les dio la unión del amor indestructible... ¡Qué
profunda significación tienen estas palabras y en qué armonía están con mis
sentimientos de este momento" , pensaba Levin. "¿Sentirá ella lo que
siento yo?"
Volviéndose,
encontró la mirada de su novia, y por su expresión le pareció que sí lo sentía.
Pero se engañaba. Kitty no comprendía apenas las palabras de la oración, ni
casi las escuchaba. No podía escucharlas ni entenderlas por el inmenso
sentimiento de alegría que llenaba su alma con creciente intensidad, alegría de
ver realizarse plenamente lo que hacía mes y medio estaba consumado en su alma;
lo que durante aquellas seis semanas había constituido su gozo y su tortura.
Su
alma, aquel día en que con su vestido castaño, en la sala de la casa de la
calle Arbat, se acercara a Levin ofreciéndosele sin decir nada; su alma, aquel
día y en aquel momento, rompió con todo el pasado a inició una vida nueva,
desconocida para ella, a pesar de que su vida continuaba, en apariencia, la
misma de siempre.
Aquellas
seis semanas fueron la época más dichosa y más atormentada de su vida. Y toda
ella, sus anhelos y sus esperanzas se concentraban en aquel hombre a quien aún
no comprendía, al que le unía un sentimiento menos comprensible aún que el
hombre en sí, un sentimiento que ora la repelía ora la atraía y le inspiraba
una completa indiferencia hacia su vida anterior: las cosas, las costumbres,
las personas que antes la querían como ahora y a quienes ella quería también;
indiferencia hacia su madre, entristecida por aquel sentimiento, hacia su querido
padre, tan bueno, a quien antes amara más que a nada en el mundo.
Y
Kitty pasaba de asustarse de tal indiferencia a alegrarse de la causa que la
motivaba. No podía pensar ni desear nada fuera de su vida con aquel hombre.
Pero
aquella nueva vida no había llegado aún y ni siquiera se la imaginaba con
claridad. Sólo existía la espera, el temor y la alegría de algo nuevo y
desconocido.
Ahora,
la espera, lo desconocido y el dolor de renunciar a su vida pasada, todo iba a
acabar para empezar lo nuevo. Lo nuevo no podía, sin embargo, dejar de
despertar en ella un cierto temor, por lo que tenía de ignorado, pero fuese
como fuese, ahora en su alma no se verificaba más que la consagración de lo que
hacía ya seis semanas se había realizado en ella.
Volviéndose
al analoy, el sacerdote tomó con dificultad el pequeño anillo de Kitty
y, pidiendo la mano a Levin, le colocó el anillo sobre la primera falange. ,
-El
siervo de Dios Constantino se une con la sierva de Dios Catalina.
Y,
poniendo el anillo grande en el dedo de Kitty, un dedo pequeño y sonrosado de
una increíble fragilidad, el sacerdote repitió las mismas palabras.
A
pesar de sus esfuerzos los contrayentes no conseguían nunca adivinar lo que
tenían que hacer. Cada vez se equivocaban y el sacerdote se veía obligado a
cada momento a corregirles.
Al
fin, una vez hecho lo necesario y trazadas las cruces con los anillos, el
sacerdote entregó a Kitty el anillo grande y a Levin el pequeño. Ellos
volvieron a confundirse y por dos veces se entregaron mutuamente los anillos,
siempre al contrario de como lo debían hacer.
Dolly,
Chirikov y Esteban Arkadievich se adelantaron para corregirles. Hubo un poco de
confusión, la gente cuchicheaba y sonreía, pero la solemnidad y la humilde
expresión de los rostros de los novios no se modificaron. Por el contrario, al
equivocarse de mano, los dos miraban con mayor gravedad que antes, y la sonrisa
con la que Oblonsky anunció que cada uno debía ponerse su propio anillo, expiró
involuntariamente en sus labios, comprendiendo que cualquier sonrisa podía ser
una ofensa para los desposados.
-¡Oh,
Dios! que desde el principio creaste al hombre -leía el sacerdote después de
cambiar los anillos- y le has dado a la mujer por compañera para la
continuación del género humano. Tú, Dios y Señor Nuestro, que enviaste tu
verdad a tus siervos, a nuestros padres, elegidos por ti de generación en
generación para conservarla y obedecerte. Dígnate mirar a tus siervos
Constantino y Catalina y santifica sus desposorios en una misma fe y un mismo
pensamiento de concordia y de amor.
Levin
tenía cada vez más clara la sensación de que todo lo que había pensado sobre el
matrimonio, sus sueños sobre la manera en que organizaría su vida eran cosas
pueriles, y que esta nueva situación de ahora no la había comprendido jamás, y
a la sazón la comprendía menos que nunca.
Sentía
en su pecho una opresión más viva por momentos, y las lágrimas afluyeron a sus
ojos contra su voluntad.
V
En
la iglesia estaban todos los parientes y conocidos, todo Moscú.
Durante
la ceremonia, bajo la clara iluminación de la iglesia, en el grupo de señoras y
señoritas elegantemente ataviadas y de hombres con corbata blanca, fraques o
uniformes, no cesaba de oírse un continuo murmullo, discretamente sostenido en
voz baja, iniciado en su mayor parte por los hombres, mientras las mujeres
preferían observar los detalles de ese acto religioso que siempre despierta en
ellas tan vivo interés.
En
el grupo más próximo a la novia estaban sus dos hermanas. Dolly, la mayor, y la
bella y serena Lvova llegada del extranjero.
-¿Por
qué Mary va de color lila, casi de negro, en una boda? -preguntó la
Korsunskaya.
-Es
el único color que va bien con el de su cara -contestó la Drubeskaya-. Me
extraña que celebren la boda por la noche. Es costumbre de comerciantes.
-Es
más hermoso. Yo también me casé por la noche -repuso la Korsunskaya suspirando
al recordar lo bella que estaba aquel día, lo ridículamente enamorado de ella
que estaba entonces su marido y lo distinto que era todo ahora.
-Dicen
que quien es testigo de boda más de diez veces ya no se casa. Quise serlo ahora
por décima vez para asegurarme, pero ya estaba ocupado el puesto -afirmó el
conde Siniavin a la linda princesa Charskaya, que alimentaba ilusiones con
respecto a él.
Esta
contestó sólo con una sonrisa. Miraba a Kitty pensando en el momento en que
ella estuviera con el conde Siniavin como ahora Kitty y calculando de qué modo
recordaría al Conde su broma.
Scherbazky
decía a la Nicolaeva, la antigua dama de honor de la Emperatriz, que él estaba
resuelto a colocar la corona nupcial sobre el peinado de Kitty para que fuera
feliz.
-No
tenía que haberse puesto postizos. No me gusta ese fasto -replicó la Nicolaeva,
bien resuelta a casarse con boda sencilla si el viejo viudo a quien perseguía
hacía tiempo se decidía a unirse con ella.
Sergio
Ivanovich decía a Daria Dmitrievna, en broma, que la costumbre de emprender un
viaje después de la boda se imponía por esa vergüenza que siempre experimentan
los recién casados.
-Su
hermano puede estar orgulloso. La novia es muy hermosa. ¿No le envidia usted?
-Ya
he pasado por ese sentimiento, Daria Dmitrievna -repuso Sergio Ivanovich.
Y
su rostro adoptó inesperadamente una expresión severa y melancólica.
Oblonsky
relataba a su cuñada una anécdota sobre un divorcio.
-Tenemos
que arreglar la corona de flores -repuso ella sin escucharle.
-Es
lástima que Kitty haya perdido tanto -decía la condesa Nordston a Lvova-.
¿Verdad que, de todos modos, él no merece ni un dedo de tu hermana?
-A
mí él me gusta mucho -contestó Lvova-. No porque sea ya mi futuro beau
frére. Vea con qué naturalidad se mueve. Es muy difícil comportarse así en
esta situación y no parecer ridículo. Él no parece ridículo ni afectado; se le
ve sólo conmovido.
-¿Contaba
usted que se casase con él?
-Casi.
Siempre me ha gustado Levin.
-Ya
veremos quién de los dos pisa primero el tapiz. He aconsejado a Kitty...
-Lo
mismo da. En nuestra familia todas somos esposas obedientes.
-Pues
yo, cuando me casé con Basilio, pisé la primera, con intención. ¿Y usted,
Dolly?
Dolly
estaba a su lado y las oía, pero no contestó. Sentíase profundamente conmovida,
y las lágrimas llenaban sus ojos.
No
podía decir nada sin llorar. Alegre por Kitty y por Levin, evocaba su boda,
miraba a su marido, olvidaba lo presente y recordaba sólo su primer a inocente
amor.
Recordaba
no sólo su boda, sino la de cuantas mujeres conocía; las evocaba en el momento
solemne y único en que, como Kitty ahora, estaban ellas bajo la corona nupcial,
con el corazón henchido de amor, de temor y de esperanza, renunciando al pasado
y entrando en el desconocido futuro.
Y
entre todas las novias que recordaba, estaba su querida Ana, sobre los detalles
de cuyo divorcio se había informado poco antes. También Ana, pura como Kitty,
había estado un día con corona de flores de azahar, con velo blanco... Y
ahora... "¡Es terrible!", murmuró.
No
sólo las hermanas, amigos y parientes seguían con atención todos los pormenores
de la ceremonia: los seguían también las mujeres del público que no conocían a
Kitty y que les miraban conteniendo la respiración, temiendo perder un solo
movimiento o una expresión del rostro de los novios. Llenas de enojo, dejaban
sin respuesta los comentarios de los hombres, indiferentes, que bromeaban o
hablaban de otra cosa.
-¿Por
qué llora? ¿La casan a disgusto?
-¿Obligarla,
con lo buen mozo que es? ¿Será tal vez un príncipe?
-Esa
que va vestida de satén blanco, ¿es hermana suya? Escucha, escucha, cómo grita
el diácono: "La esposa debe temer a su marido."
-¿El
coro es el del monasterio de Chudov?
-No;
del Sínodo.
-He
preguntado a un criado. Dicen que se la lleva en seguida a sus tierras.
Aseguran que es muy rico. Por eso la casan...
-Pues
hacen muy buena pareja.
-¿Decía
usted, María Vasilievna, que los miriñaques se llevan huecos? Pues mire a
aquella del traje encarnado... Dicen que es la mujer de un embajador. ¡Qué
recogida lleva la falda! Mire, otra vez...
-¡Qué
bonita está la novia! La han adomado como a una corderita. Digan lo que
quieran, en estas ocasiones da lástima miramos a nosotras, las mujeres.
Así
hablaban los espectadores de ambos sexos que habían podido introducirse en la
iglesia.
VI
Concluida
la ceremonia de los desposorios, el sacristán puso ante el analoy un trozo de
tela rosa; el coro cantó un salmo complicado y difícil en el que el tenor y el
bajo se daban la réplica, y el sacerdote, volviéndose hacia los esposos, les
señaló la alfombra en el suelo.
Pese
a haber oído con frecuencia que quien pisara primero el tapiz sería el que
regiría la familia, ni Levin ni Kitty lo recordaron al dar aquellos pocos pasos.
No oyeron tampoco los comentarios y discusiones que se suscitaron en aquel
momento sobre quién había pisado el primero, o si lo habían hecho los dos a la
vez, como algunos afirmaban.
Después
de las preguntas de rigor respecto a si querían contraer matrimonio y no lo
habían prometido a otros, y de las respuestas que tan extrañas les sonaban,
empezó otra ceremonia religiosa.
Kitty
se esforzaba en oír las oraciones y comprender su sentido, pero no pudo. Una
impresión de solemnidad y radiante alegría inundaba su alma cada vez más, a
medida que transcurría la ceremonia, privándola de poder concentrarse.
Ahora
rezaban:
"Dios
haga que sean puros y bondadosos los frutos de tu vientre y que os sintáis
alegres mirando a vuestros hijos ..."
Las
plegarias recordaban que Dios había creado a la mujer de una costilla de Adán,
y que por eso " el hombre dejará padre y madre, y se unirá a la mujer, y
formará con ella una misma carne y una misma sangre, lo que era un gran
misterio". Luego se deseaba que Dios bendijera a los desposados y les
hiciese fecundos, como a Isaac y Rebeca, Moisés y Séfora, y que vieran a los
hijos de sus hijos.
"¡Cuán
hermoso es todo esto!", pensaba Kitty, oyéndolo. "No, no puede ser de
otro modo."
Y
su animado rostro irradiaba una sonrisa alegre que involuntariamente se
transmitía a cuantos la miraban.
"¡Pongánselas
del todo!", se oyó aconsejar cuando el sacerdote colocó sobre la cabeza
las coronas nupciales, y Scherbazky, con mano temblorosa, sostuvo en el aire la
corona sobre la cabellera de Kitty.
-Póngamela
-murmuró ella sonriendo.
Levin,
mirándola, se sorprendió de la alegre irradiación del rostro de Kitty. Sin
querer, aquel sentimiento se le comunicó y se notó radiante y dichoso como
ella.
Escucharon
con alegría la lectura de la epístola de san Pablo y el resonar de la voz del
arcediano en la última estrofa, tan esperada por el público. Con alegría,
también, bebieron en un cáliz redondo el vino caliente y aguado, y se sintieron
más alegres aún cuando, apartando la casulla y tomándolos a los dos bajo ella,
el sacerdote les hizo andar en tomo al analoy mientras el bajo cantaba:
"Alégrate,
Isaías..."
Scherbazky
y Chirikov, que sostenían las coronas nupciales, enredándose en la cola del
vestido de la novia, sonreían también, joviales, ya atrasándose, ya tropezando
en los novios, al pararse el sacerdote.
La
chispa de alegría encendida en Kitty parecía comunicarse a todos los presentes
en la iglesia, y a Levin se le figuraba que hasta el sacerdote y el diácono
tenían también como él deseos de sonreír.
Una
vez quitadas las coronas de las cabezas, el sacerdote leyó la última oración y
felicitó a los jóvenes desposados. Levin miró a Kitty. Jamás la había visto
antes tal como estaba ahora, encantadora en la luz nueva y radiante de la
felicidad que animaba su rostro.
Levin
quería hablarle, pero ignoraba si habían terminado ya las ceremonias. El
sacerdote le sacó de dudas, sonriéndole bondadosamente y diciéndoles en voz
baja:
-Bese
usted a su esposa, y usted, esposa, a su marido.
Y
les cogió los cirios de las manos.
Levin
besó suavemente los labios sonrientes de Kitty, la ofreció el brazo y,
sintiéndola extrañamente próxima a él, la sacó de la iglesia. No podía creer
que todo lo sucedido fuese real, y sólo comenzó a darle fe cuando sus miradas,
tímidas y asombradas, se encontraron, y sintió en aquel momento con plena
verdad que los dos no formaban ya más que uno.
Después
de la cena, aquella misma noche, los recién casados se fueron al campo.
VII
Hacía
tres meses que Ana y Vronsky viajaban por el extranjero.
Después
de visitar Venecia, Roma y Nápoles, llegaron a una pequeña ciudad italiana
donde pensaban permanecer algún tiempo.
El
maestresala, arrogante mozo de pelo brillante partido por una raya que
comenzaba en el mismo cogote, con frac y camisa blanca de batista, colgantes
sobre su vientre varias baratijas, metidas las manos en los bolsillos y
arrugando las cejas desdeñosamente, hablaba con altanería a un señor que estaba
ante él.
Al
oír los pasos que subían la escalera lejos de la entrada, y viendo que era el
conde ruso que ocupaba las mejores habitaciones del hotel, sacó respetuosamente
las manos del bolsillo e, inclinándose, le explicó que el enviado había vuelto
y que el alquiler del palacio era cosa resuelta. El encargado estaba conforme
con las condiciones.
-Lo
celebro -dijo Vronsky-. ¿Está en el hotel la señora?
-Salió
a paseo y ha vuelto ya -repuso el maestresala.
Vronsky
se quitó el sombrero flexible de anchas alas, se enjugó con el pañuelo el sudor
de la frente y de los cabellos, que se dejaba crecer hasta la mitad de la
oreja, peinándolos hacia atrás para cubrirse la calva, y después de mirar al
hombre que hablaba con el maestresala, que parecía muy turbado, y el cual le
miraba a su vez, se dispuso a salir.
-Este
caballero es ruso y desea hablarle --dijo el mayordomo.
Con
un sentimiento de enojo de no poder rehuir en ningún sitio a los conocidos, y
satisfecho a la vez de encontrar algún entretenimiento en la monotonía de su
vida, Vronsky miró otra vez a aquel señor que se había apartado y por un momento
brillaron los ojos de los dos.
-¡Golenischev!
-¡Vronsky!
Era,
en efecto, Golenischev, compañero de Vronsky en el Cuerpo de Pajes.
Durante
su estancia allí, Golenischev había pertenecido al partido liberal. Del Cuerpo
de Pajes había salido con un título civil, sin ninguna intención de entrar en
servicio. Desde entonces se habían visto sólo una vez, y en aquella ocasión,
Vronsky comprendió que su amigo, habiendo elegido una actividad liberal a
intelectual, despreciaba su título y su camera militar. Por esto, al verle, le
trató con aquella fría altivez que él sabía y con la cual parecía querer decir:
"Puede gustarte o no mi modo de vivir; me es igual. Pero, si quieres
tratarme, me has de respetar".
Golenischev
se había mantenido despectivamente indiferente al tono de Vronsky. De modo que
aquel encuentro les separó aún más. Y, no obstante, ahora los dos, al verse,
lanzaron una exclamación de alegría. Vronsky no podía esperar que le alegrase
tanto el encuentro con aquel amigo, pero se debía seguramente a que él mismo
ignoraba hasta qué punto se aburría. Olvidó la ingrata impresión del último
encuentro y con rostro alegre y franco tendió la mano a su ex compañero.
Igual
expresión de contento substituyó a la expresión inquieta que un momento antes
se dibujaba en el rostro de Golenischev
-¡Cuánto
celebro verte! -dijo Vronsky, mostrando, al sonreír amistosamente, sus dientes
blancos y fuertes.
-Yo
supe que había aquí un Vronsky, pero ignoraba que fueras tú. Siento una alegría
sincera.
-Entra,
haz el favor... Y ¿qué haces aquí?
-Trabajar.
Llevo aquí más de un año.
-¡Ah!
--dijo Vronsky con interés-. Pasa, pasa.
Y,
siguiendo la costumbre rusa de hablar en francés cuando no se quiere ser
entendido por los criados, Vronsky dijo en aquella lengua:
-¿Conoces
a la Karenina? Viajamos juntos -y, al hablar, miraba intencionadamente a
Golenischev-. Voy a verla ahora.
-No
lo sabía ---contestó indiferente Golenischev, aunque estaba enterado--. ¿Hace
mucho que estás aquí? -preguntó.
-Tres
días -repuso Vronsky, mirando de nuevo con atención el rostro de su amigo.
"Es
un hombre correcto y considera el asunto como debe", se dijo,
comprendiendo el significado de la expresión del semblante de su amigo y su
cambio de conversación. "Puedo presentárselo a Ana. Tomará las cosas en el
sentido más razonable."
En
los tres meses que Ana y Vronsky llevaban juntos en el extranjero, tratando
gentes nuevas, Vronsky se preguntaba siempre cómo consideraría tal o cual
persona sus relaciones con Ana.
En
la mayoría de los casos, encontraba en los hombres la debida
"comprensión" . Pero si a ellos y a él les hubiesen preguntado en qué
consistía aquella "debida comprensión", unos y otro se habrían visto
en un grave aprieto.
En
general, los que comprendían "debidamente", según Vronsky, no
comprendían de ningún modo, y procedían como suele proceder la gente educada
tratándose de las cosas difíciles a insolubles de que está llena la vida: se
mantenían en una actitud correcta, evitando alusiones y preguntas
desagradables. Fingían comprender el sentido de la situación, la aceptaban y
hasta la aprobaban, considerando inoportuno y superfluo entrar en
explicaciones.
Vronsky
adivinó en seguida que Golenischev era una de estas personas, y por ello se
sintió doblemente contento al hallarle. Y, en efecto, Golesnichev trató a la
Karenina, cuando su amigo le pasó a las habitaciones de ella, tan correctamente
como Vronsky pudiera desear, evitando sin esfuerzo toda charla que pudiese
motivar la menor molestia.
No
conocía de antes a Ana y le sorprendió su belleza, y sobre todo la sencillez
con que aceptaba su situación.
Ana
se ruborizó cuando Vronsky le presentó a su amigo, y el infantil rubor que
cubrió su rostro bello y franco cautivó a Golenischev. Lo que más le
impresionó, sin embargo, fue que ella, como para no dejar duda alguna en
presencia de extraños, llamó en seguida "Alexey" a Vronsky y dijo que
iban a vivir juntos en una casa alquilada que allí llamaban palazzo.
Tan
simple y recto modo de proceder impresionó agradablemente a Golenischev, quien,
reparando en los modales de Ana, resueltos, francos y alegres, y conociendo
como conocía a Karenin y a Vronsky, pareció comprenderla muy bien; y hasta
pareció comprender lo que ella no podía en modo alguno: el que pudiese
mostrarse tan decididamente alegre y feliz a pesar de haber causado la
desgracia de su esposa, abandonándole a él y a su hijo, y haber perdido su
buena fama.
-Ese
palacio se menciona en la guía -dijo Golenischev, refiriéndose al que alquilaba
Vronsky-. Hay un excelente Tintoretto de los últimos años del pintor.
-Hoy
hace muy buen día. Vayamos y veremos la casa una vez más -propuso Vronsky a
Ana.
-Con
mucho gusto. Voy a ponerme el sombrero. ¿Dice que hace calor? -preguntó ella,
parándose en la puerta y mirando a Vronsky interrogativa.
Y
el rubor cubrió otra vez sus mejillas.
Por
la mirada de Ana, Vronsky comprendió que ella no sabía los términos en que él
deseaba quedar con Golenischev y que temía no comportarse como él deseaba.
La
contempló con mirada larga y suave.
-No,
no mucho -contestó.
Ana
creyó comprender que él estaba satisfecho de ella; y, dirigiéndole una sonrisa,
salió con rápido paso.
Los
amigos se miraron con cierta confusión en el rostro, como si Golenischev,
admirando a Ana, quisiera decir algo de ella sin saber qué, y como si Vronsky
lo deseara y a la vez lo temiera.
-Sí...
-empezó Vronsky, para entablar conversación-. ¿Conque vives aquí? ¿Sigues
trabajando en lo mismo? -continuó, recordando que Golenischev le había dicho
que escribía.
-Sí,
estoy escribiendo la segunda parte de Los dos principios -respondió
Golenischev, satisfechísimo al oír la pregunta-. Para ser más exacto, no
escribo aún: preparo y selecciono el material. Será un libro muy vasto. Tratará
casi sobre todos los problemas. En Rusia no quieren comprender que somos
herederos de Bizancio.
Y
Golenischev inició una explicación larga y animada.
Vronsky
se sintió avergonzado al principio, ignorando de qué trataba la primera parte
de Los dos principios, de la que el autor le hablaba como de algo muy conocido.
Pero
luego, cuando Golenischev se explicó y Vronsky pudo seguirle, aun sin conocer
la obra, le escuchó con gran interés, porque su amigo se expresaba con gran
claridad. Sólo le disgustaba y extrañaba la irritada emoción con que
Golenischev trataba el objeto que le interesaba.
A
medida que iba hablando, le brillaban más los ojos, con mayor rapidez replicaba
a imaginarios contrincantes y más inquieta y ofendida expresión iluminaba su
semblante.
Recordando
a su amigo como un niño delgado y vivo, bondadoso y noble, siempre el primero
en el Cuerpo de Pajes, Vronsky no podía comprender ni aprobar la causa de tal
irritación. Le disgustaba, sobre todo, que Golenischev, hombre distinguido, se
pusiese al nivel de aquellos escritores venales que le irritaban. Él creía que
no valía la pena, aunque por otra parte no dejaba de comprender que su amigo
era desgraciado, y le compadecía. La desgracia, casi la locura, se leía en su
rostro animado, incluso hermoso, cuando, sin apenas notar que Ana había salido,
seguía exponiendo sus ideas con precipitado ardor.
Al
salir Ana con capa y sombrero y, con un rápido ademán de su bella mano que
jugaba con el quitasol, ponerse al lado de Vronsky, éste, con un sentimiento de
alivio, separo sus ojos de la doliente nada de Golenischev y los puso con
renovado amor en su hermosa amiga, llena de vida y de alegría.
Golenischev,
tranquilizándose a duras penas, permaneció unos momentos triste y taciturno.
Pero Ana, que estaba entonces en una excelente disposición de ánimo, le
distrajo en seguida con su trato sencillo y alegre.
Probando
varios temas de conversación, le llevó, al fin, a la pintura, de la que
Golenischev hablaba con mucho conocimiento. Ana le escuchaba con atención.
Andando,
llegaron a la casa que iban a alquilar y la visitaron.
Cuando
volvían, Ana dijo a Golenischev:
-Estoy
contenta de una cosa... Alexey tendrá un buen atelier. No dejes de
quedarte con aquella habitación -indicó a Alexey, en ruso, comprendiendo que
Golenischev, en la soledad en que vivían, se convertía en un amigo ante quien
no tenía por qué fingir.
-¿Pintas?
-preguntó Golenischev dirigiéndose a Vronsky.
-Sí.
Hace tiempo lo practiqué y ahora empiezo de nuevo -repuso éste sonrojándose.
-Tiene
mucho talento -dijo Ana con alegre sonrisa-. Claro, que yo no soy quién para
decirlo... Pero los entendidos se lo dicen también.
VIII
En
este primer período de su libertad y de su rápida convalecencia, Ana se sentía
indeciblemente feliz.
El
recordar la desgracia de su marido no estorbaba su felicidad. De una parte, tal
recuerdo era demasiado terrible para pensar en él, y de otra, aquella
desventura había sido fuente de tanta dicha que no sentía remordimiento.
El
recuerdo de cuanto le había sucedido tras la enfermedad, la reconciliación con
su esposo, la ruptura, la noticia de la herida de Vronsky, su visita, la preparación
del divorcio, la marcha de la casa conyugal, el adiós a su hijo, todo le
parecía una pesadilla de la que no despertó sino al hallarse con Vronsky en el
extranjero.
El
recuerdo del mal causado a su marido le producía un sentimiento como de
repugnancia análogo al de quien, ahogándose, lograra desprenderse de otro que
se hubiera aferrado a él y viera entonces que el otro se ahogaba. Esto era un
mal, pero también la única salvación, y más valía no recordar los terribles
detalles.
Un
pensamiento consolador acudía a su cerebro al pensar en lo que había hecho al
principio de su ruptura con Karenin. Ahora, evocando el pasado, sólo se atenía
a este pensamiento: "He causado la inevitable desgracia de ese hombre,
pero no me aprovecho de ella, ya que también sufro y sufriré en el futuro al
perder lo que más aprecio: mi nombre de mujer honrada y mi hijo. He obrado mal
y por eso no quiero el divorcio ni la felicidad, y sufriré mi deshonra y la
separación del ser a quien tanto quiero".
Pero,
pese a su intenso deseo de sufrir, no sufría ni notaba para nada la deshonra.
Con el vivo tacto que ambos poseían, eludían en el extranjero a los rusos, no
se ponían nunca en falsas situaciones y siempre hallaban gente que fingía
comprender su posición mutua mucho mejor que epos.
La
separación de su hijo, a quien tanto quería, tampoco la atormentó demasiado al
principio. La niña, hija de Vronsky, era muy graciosa y cautivó su cariño desde
que quedó sola con ella, así que rara vez se acordaba de Sergio.
Su
deseo de vivir, acrecido con la convalecencia, era tan fuerte y las condiciones
de su vida tan nuevas y agradables, que Ana se sentía inmensamente dichosa.
Cuanto
más conocía a Vronsky, más le amaba. Le amaba por sí mismo y por el amor en que
él la tenía. El poseerle por completo colmaba su ventura. Su proximidad le
alborozaba. Los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, se le hacían
más queridos.
Su
aspecto físico, muy cambiado al vestir de hombre civil, le era tan atractivo
como podía serlo para una joven enamorada. En cuanto hacía, decía o pensaba
Vronsky, Ana hallaba algo especial, elevado y noble.
La
admiración que sentía por él llegaba a veces a asustarla. Ana trataba de hallar
en su amado algo que no fuera agradable. No se atrevía a dejarle ver la
conciencia que tenía de su propia insignificancia. Parecíale que, al verlo,
Vronsky había de dejar de amarla más pronto, y ella nada temía tanto como
perder su amor, aunque no tenía motivo alguno de temor a este respecto.
No
podía dejar de estarle agradecida por su nobleza para con ella, de mostrarle
cuánto la respetaba... Admirábale que, teniendo tanta vocación para las armas,
en las que podía haber llegado a ocupar un elevado cargo, hubiera sacrificado
su ambición por ella sin mostrar el mas pequeño arrepentimiento. Vronsky se
mostraba más atento y cariñoso que nunca, y la preocupación de que ella no se
diera cuenta de la irregularidad de su situación no le abandonaba jamás.
Él,
tan enérgico en su trato con ella, no sólo no la contrariaba nunca, sino que
parecía no tener voluntad y ocuparse únicamente de cumplir sus deseos. Y Ana,
aunque la intensidad de la atención que le consagraba, la atmósfera de cuidados
en que la envolvía, llegaran, a veces, a fatigarla, no podía dejar de
agradecérselo.
En
cuanto a Vronsky, aunque se había realizado lo que deseara por tanto tiempo, no
era feliz. No tardó en advertir que la realización de sus deseos no le
procuraba más que un grano de la montaña de dicha que esperó. ¡Eterna
equivocación del hombre que espera la felicidad del cumplimiento de sus
anhelos! Al principio de unirse Vronsky a Ana y vestir el traje civil, sintió
el atractivo de una libertad general que antes no conocía, así como la libertad
en el amor, y fue feliz, mas por poco tiempo.
En
breve sintió nacer en su alma el deseo de los deseos: la añoranza.
Involuntariamente se asía a todos los caprichos pasajeros considerándolos como
deseo y fin. Tenía que ocupar en algo las dieciséis horas hábiles del día, ya
que vivían en plena libertad, fuera del círculo de vida social que ocupara su
tiempo en San Petersburgo.
Era
imposible pensar en las distracciones de soltero que en sus anteriores viajes
fuera de su patria había buscado siempre, ya que un solo ensayo produjo en Ana,
al retrasarse él en la cena con los amigos, una insólita tristeza.
Resultaba
imposible relacionarse con la sociedad local y rusa por la situación equivoca
en que estaban. Visitar las curiosidades del país, aparte de que las habían va
visto todas, no tenía para él, hombre inteligente y ruso, la inexplicable
importancia que le dan los ingleses.
Así
como un animal hambriento coge cualquier objeto que halla esperando encontrar
alimento en él, Vronsky, sin darse cuenta, se asía, ya a la política, ya a los
libros nuevos, ya a los cuadros.
Como
en su juventud había mostrado alguna aptitud para la pintura y, no sabiendo en
qué gastar su dinero, había empezado a coleccionar grabados, ahora se entregó a
aquella afición, poniendo en ella su voluntad sin objetivo que necesitara
satisfacerse.
Tenía
el don de comprender el arte a imitarlo con buen gusto. Pensando poseer
facultades de pintor, meditó en la clase de pintura por la cual optaría:
religiosa, histórica, de costumbres o realista, y, tras corta vacilación,
empezó a trabajar.
Comprendía
todos los estilos y era capaz de interesarse por uno a otro, pero no le era
posible comprender que era preciso ignorar las diversas clases que hay de
pintura a inspirarse únicamente en lo que brota del alma, sin preocuparse del
género a que perteneciera. Desconociendo esto, Vronsky, al pintar, no se
inspiraba en la vida, sino en el medio de vida ya delimitado por el arte. Así
se inspiraba rápidamente y con suma facilidad, y pronto y sin dificultad
conseguía que lo que pintaba se pareciese al género pictórico deseado.
Le
gustaba, más que ninguna, la escuela francesa, graciosa y efectista, y en tal
estilo comenzó a pintar el retrato de Ana en traje italiano. El retrato pareció
excelente a cuantos lo vieron y también a él.
IX
El
viejo y abandonado palazzo -de altos techos, frescos en los muros y suelo
de mosaico, con grandes cortinas de seda en las altas ventanas, jarrones en las
consolas y chimeneas de puertas esculpidas con lóbregas y desiertas estancias
llenas de cuadros-, desde que se instalaron en él, mantenía en Vronsky la
agradable equivocación de que no era un propietario ruso y un coronel retirado,
sino un aficionado exquisito, un mecenas, y hasta un pintor modesto que
abandonaba el mundo, relaciones y ambiciones por la mujer amada.
Al
trasladarse al palacio, el papel elegido por él halló su ambiente adecuado. Por
medio de Golenischev conoció a varias personas interesantes, y durante los
primeros tiempos se sintió a gusto.
Pintaba
apuntes del natural bajo la dirección de un profesor italiano y estudiaba la
vida medieval de Italia. Últimamente, aquélla le había cautivado hasta el punto
de empezar a usar el sombrero al descuido y la capa sobre los hombros, como en
el medievo italiano, lo que le sentaba admirablemente.
-Vivimos
sin saber nada -dijo Vronsky a Golenischev una mañana en que éste fue a
visitarle-. ¿Has visto el cuadro de Mijailov? -preguntó, mostrándole un
periódico de Rusia recibido aquel día. En él figuraba un artículo sobre un
pintor ruso que vivía en aquella misma ciudad y había terminado un cuadro del
que se hablaba hacía tiempo y que se había adquirido ya por anticipado.
En
el artículo se reprochaba al Gobierno y a la Academia de Bellas Artes el que un
pintor tan notable careciera de estímulo y ayuda.
-Lo
he leído -repuso Golenischev-. Claro que a Mijailov no le faltan aptitudes,
pero su orientación es completamente equivocada: considera la figura de Cristo
y la pintura religiosa según las ideas de Ivanov, Strauss y Renan.
-¿Qué
representa el cuadro? -preguntó Ana.
-Cristo
ante Pilatos. Cristo está presentado como un hebreo, con todo el realismo de la
nueva escuela.
Llevado
por aquella pregunta a uno de sus temas favoritos, Golenischev empezó a
explicar:
-No
comprendo tales errores. Cristo ya tiene su encarnación definida en el arte de
los maestros antiguos. Si quieren presentar, en vez de a Dios, a un
revolucionario o un santo, que muestren a Sócrates, a Franklin o a Carlota
Corday, pero no a Cristo. Escogen para el arte a un personaje que no puede
llevarse al arte, y luego...
-¿Es
cierto que es tan pobre ese Mijailov? -preguntó Vronsky, pensando que él, como
mecenas ruso, aparte de que el cuadro fuera malo o bueno, debía ayudar a aquel
pintor.
-No
lo creo. Es un retratista notable. ¿Has visto su retrato de la Vasilchikova?
Pero parece que ahora no quiere pintar más retratos, con lo cual es posible que
necesite dinero... Claro que...
-¿Podríamos
pedirle que hiciera el retrato de Ana Arkadievna? -dijo Vronsky.
-¿Para
qué? -repuso ella-. Después de pintarme tú, no quiero otros retratos. Más vale
que pinte a Anny -así llamaban a la niña-. Ahí viene -añadió, mirando por la
ventana a la nodriza, una belleza italiana, que había sacado a la niña en
brazos aljardín.
Y
luego volvió la cara para contemplar a Vronsky.
La
hermosa nodriza, cuya cabeza pintaba él para su cuadro, era el único dolor
oculto que había en la vida de Ana.
Vronsky,
pintándola, admiraba su hermosura y su aire medieval, y Ana había de reconocer
que temía tener celos de la italiana, y por ello trataba con especial afecto
tanto a la nodriza como a su hijita.
Vronsky
miró por la ventana, puso sus ojos en los de Ana y luego, volviéndose hacia
Golenischev, le preguntó:
-¿Conoces
a ese Mijailov?
-Le
veo a veces. Pero es un hombre raro y sin instrucción alguna, uno de esos
hombres que se encuentran ahora con frecuencia, de esos librepensadores,
educados d'emblée en las concepciones de la incredulidad, la negación y
el materialismo.
Y
Golenischev, sin ver o no queriendo ver que también Ana y Vronsky deseaban
hablar, prosiguió:
-Antes,
sucedía que el hombre de ideas libres estaba educado en normas religiosas, en
la ley y la moralidad, llegando a las ideas libres mediante luchas y trabajos.
Pero ahora surge un tipo nuevo de gente de ideas libres que crece sin saber
siquiera que existen leyes de moral y religión y que hay autoridad. Se desarrollan
en la negación de todo, es decir, como salvajes. Mijailov es de ésos. Al
parecer, es hijo de un mayordomo de Moscú y no recibió instrucción alguna. Al
entrar en la Academia y adquirir fama, como no es tonto, se quiso cultivar. Y
se dirigió a lo que le parecía la fuente de la cultura: los periódicos. En
otros tiempos, un hombre, supongamos un francés, que hubiera
querido-instruirse, se habría dedicado a estudiar a los clásicos: teólogos,
trágicos, historiadores y filósofos, y comprendería todo el esfuerzo
intelectual que habría tenido que desarrollar. Pero en Rusia, éste cayó en
derechura sobre la literatura negativa, absorbió rápidamente todo el extracto
de la ciencia negativa, y he aquí formado al hombre... Veinte años atrás habría
encontrado en esa literatura los signos de la lucha con la autoridad, con las
creencias seculares, y en esta lucha habría comprendido que antes había
existido algo más. Pero ahora da con una literatura que no hace dignas de
discusión tales ideas, sino que dice sencillamente: "No hay nada. Sólo
existen la evolución, la selección, la lucha por la vida y nada más". Yo,
en mis artículos...
-¿Saben
-dijo Ana, que por las miradas que hacía rato cambiaba con Vronsky, comprendía
que a éste no le interesaba la cultura del pintor, sino que no tenía más
intención que ayudarle-, saben lo que debemos hacer? -sugirió, interrumpiendo
decididamente a Golenischev, entusiasmado en sus explicaciones-. Vayamos a
verle.
Golenischev,
serenándose, consintió, gozoso, en ir. Pero como el pintor vivía en un lugar
muy apartado de la ciudad, resolvieron tomar un coche.
Una
hora después, Ana, al lado de Golenischev y Vronsky en el asiento delantero, se
acercaban a una fea casa de moderna construcción en un barrio apartado.
Informados
por la mujer del portero de que Mijailov permitía visitar su estudio, pero que
ahora estaba en su casa, cercana a él, le enviaron sus tarjetas pidiéndole que
les dejara examinar sus cuadros.
X
El
pintor Mijailov estaba trabajando, como de costumbre, cuando le llevaron las
tarjetas del conde Vronsky y de Golenischev. Por la mañana no se había movido
de su estudio, trabajando en su gran lienzo. De vuelta a su casa, se enfadó con
su mujer por no haber sabido ésta contestar adecuadamente a la dueña de la
casa, que pedía el dinero del alquiler.
-¡Ya
lo he dicho veinte veces que no tienes que darle explicación alguna! Eres una
tonta rematada, pero lo eres todavía más cuando te pones a explicarte en
italiano -dijo, después de una larga disputa.
-Pues
no dejes pasar tanto tiempo sin pagar. Yo no tengo la culpa. Si hubiera tenido
dinero...
-¡Déjame
en paz, por Dios! -exclamó Mijailov con voz lastimera.
Y,
tapándose los oídos con las manos, se fue a su cuarto de trabajo, tras el
tabique, y cerró la puerta, diciéndose que su mujer era una necia.
Se
sentó a la mesa, abrió la carpeta y empezó a dibujar con extraordinaria
animación.
Nunca
trabajaba con tanto ardor y acierto como cuando la suerte le era adversa y,
sobre todo, como cuando discutía con su mujer.
"¡Quisiera
desaparecer!", pensaba, mientras continuaba su tarea.
Estaba
dibujando la figura de un hombre encolerizado. Ya había hecho el dibujo antes,
pero no había quedado contento de él.
"No,
el otro era mejor. ¿Dónde estará?"
Salió
de su cuarto con aspecto sombrío y, sin mirar a su esposa, preguntó a la niña
mayor dónde estaba el papel que les había dado.
El
papel con el dibujo desdeñado apareció, pero sucio y manchado de estearina. No
obstante, Mijailov tomó el dibujo, lo puso en la mesa, se apartó y lo miró
entornando los ojos.
De
pronto sonrió y agitó alegremente las manos.
-¡Esto
es, esto! -exclamó.
Y,
cogiendo el lápiz, empezó a dibujar con gran entusiasmo. La mancha de estearina
daba al hombre una nueva actitud.
Mientras
trazaba aquella nueva actitud, recordó de pronto el rostro enérgico, de
saliente barbilla, del comerciante a quien compraba los cigarros, y Mijailov
dio aquel rostro y aquella barbilla a la figura que dibujaba. Una vez hecho,
rió con júbilo. De repente, la figura, antes muerta y artificial, cobraba vida
y se le aparecía con carácter tan definido que no podía pedirse más.
Cabía,
no obstante, corregir el dibujo según las exigencias de la figura; podíase y se
debía abrir más las piernas, cambiar del todo la posición del brazo izquierdo,
descubrir la frente levantando algo los cabellos. Al hacer tales correcciones,
no cambiaba, sin embargo, la figura, sino que prescindía de lo que la ocultaba.
Era como si le quitase los celos que la envolvían y la hacían imprecisa.
Cada
nueva línea que trazaba el pintor daba más relieve a la figura, mostrándola en
todo su vigor, tal como se le apareciera de pronto bajo la mancha de estearina.
Cuando,
cuidadosamente, daba la última mano al dibujo, le llevaron las tarjetas.
-Voy
en seguida...
Se
acercó a su mujer.
-Mira,
Sacha, no te enfades -dijo, sonriendo con dulce timidez-. La culpa ha sido de
los dos. Ya lo arreglaré todo.
Y,
después de reconciliarse con su esposa, se vistió el abrigo color de aceituna
con cuello de terciopelo, se puso el sombrero y marchó al estudio.
La
figura que, al fin, había conseguido fijar sobre el cartón quedaba olvidada.
Ahora, la visita de aquellos rusos distinguidos, que habían llegado en coche a
su estudio le tenía alegre y agitado.
De
aquel cuadro suyo, colocado en un caballete en el estudio, Mijailov, en el
fondo de su alma, tenía una sola opinión: que nadie había pintado nunca un
cuadro semejante. No creía que valiese más que los de Rafael, pero sí que lo
que él quería expresar en el lienzo nadie lo había expresado aún.
Esta
convicción estaba firmemente arraigada en su ánimo desde hacía mucho tiempo,
desde que lo empezara a pintar, pero, a pesar de ello, la opinión ajena, fuese
la que fuese, tenía para él una enorme importancia y despertaba en su alma una
emoción muy viva.
La
más leve observación que le demostrara que los críticos veían una mínima parte
de lo que él encontraba en su cuadro le agitaba hasta lo más profundo de su
ser. En general atribuía a sus jueces más capacidad de comprensión que la que
él poseía, y siempre esperaba que, en sus palabras, había de descubrir algo que
él no había podido ver en su cuadro.
Se
acercó con paso rápido a la puerta del estudio, y, a pesar de su emoción, la
figura suavemente iluminada de Ana, que estaba a la sombra de la entrada,
escuchando las animadas explicaciones de Golenischev, mientras trataba de
dirigir una mirada al pintor que se aproximaba, hizo en éste una viva
impresión.
Sin
que ni él mismo se diera cuenta, Mijailov captó y asimiló toda la gracia de
aquella figura, como cazara al vuelo la barbilla del vendedor de cigarros,
guardándola en el rincón de su cerebro de donde había de extraerla cuando la
necesitó.
Los
visitantes, ya desilusionados por lo que Golenischev les contara del pintor,
quedaron aún más decepcionados ante su aspecto.
De
mediana estatura, corpulento, de andar balanceante y amanerado, Mijailov, con
su sombrero castaño y su abrigo color de aceituna, con sus pantalones estrechos
cuando hacía tiempo que se llevaban anchos, producía una impresión que la
vulgaridad de su ancho rostro y la mezcla de timidez y pretensiones de dignidad
que se pintaban en él hacían aún más desagradable.
-Hagan
el favor -les dijo, tratando de adoptar un aire indiferente, mientras hacía
pasar a sus visitantes y les abría la puerta del estudio.
XI
Al
entrar en el estudio, el pintor Mijailov miró una vez más a los visitantes. La
expresión del rostro de Vronsky, sobre todo de sus pómulos, se grabó en su
imaginación.
Aunque
su sensibilidad artística trabajaba sin cesar, acumulando más y más materiales,
aunque sentía una emoción cada vez mayor al acercarse el momento de exponer su
cuadro, Mijailov, rápida y sutilmente, se formó una idea sobre aquellas tres
personas basándose en apenas perceptibles indicios.
Sabía
que Golenischev era un ruso que vivía en la ciudad. No recordaba su apellido ni
dónde le había visto, ni lo que había hablado con él. Sólo recordaba su rostro,
como el de todas las personas que encontraba, y sabía que lo había clasificado
ya en la inmensa categoría de los rostros sin expresión, a pesar de su falso aire
de originalidad.
Los
cabellos largos y la frente despejada daban una aparente individualidad a aquel
semblante de expresión minúscula, infantil, inquieta y concentrada sobre el
arranque de la nariz.
A
juicio de Mijailov, Vronsky y Ana debían de ser rusos de la alta sociedad y muy
ricos, artísticamente tan ignorantes corno todos aquellos rusos opulentos que
fingían amar y apreciar el arte.
"Seguramente
han visto todas las antigüedades; ahora están visitando los estudios de los
pintores modernos -el charlatán alemán, el prerrafaelista inglés- y han venido
a ver mi estudio para completar la revista", pensaba.
Conocía
bien las costumbres de los dilettanti -tanto peores cuanto más
informados- de visitar los estudios de los pintores modernos sólo con el fin de
poder decir que el arte decae y que cuanto más conocen a los modernos más se
persuaden de lo inimitables que son los maestros antiguos.
Esperaba
esto, lo veía en sus rostros, en la indiferente negligencia con que hablaban
entre sí, mirando los maniquíes y bustos y paseando de un lado a otro en espera
de que él descubriese su cuadro.
Y,
no obstante, cuando removió sus estudios, levantó las cortinas y descubrió el
lienzo, Mijailov se sintió invadido por una viva emoción, tanto más cuanto que,
a pesar de su juicio de que todos los nobles y ricos rusos tenían forzosamente
que ser unos estúpidos, Vronsky, y sobre todo Ana, habían causado en él una
excelente impresión.
-Aquí...
¿Quieren verlo? -dijo Mijailov, apartándose del cuadro con su andar
balanceante-. Es Cristo ante Pilatos...
Mateo,
capítulo XXVII -murmuró, sintiendo que sus labios empezaban a temblar de
emoción.
Y
retrocedió, colocándose detrás de ellos.
Durante
los pocos segundos en que los visitantes miraron en silencio el cuadro, él lo
contemplaba también con ojo indiferente a imparcial. Parecíale ahora que
el juicio superior y justo sobre su pintura había de ser pronunciado por
aquellos tres visitantes a quienes había despreciado un momento antes.
Olvidó
cuanto había pensado de su cuadro anteriormente, en los tres o cuatro años que
llevaba pintándolo; olvidó todos sus méritos, fuera de duda para él,
contemplándolo con la mirada severa, crítica y desapasionada de sus visitantes
y no hallaba en él nada bueno.
Veía
en primer término el rostro de Pilatos, impaciente en su despecho, y el rostro
sereno de Cristo; veía después las figuras de los criados de Pilatos y el
semblante de Juan observando la escena.
Cada
rostro lentamente surgido en su interior, en medio de búsquedas y errores, con
su carácter peculiar; cada figura tantas veces cambiada de sitio, para la
armonía del conjunto; los tonos, matices y colores conseguidos con tanto
trabajo, todo, mirado por los ojos de sus visitantes, le parecía trivial y
repetido ya mil veces.
Lo
que más estimaba de él, el semblante de Cristo, centro del cuadro, que tanto le
entusiasmara cuando lo descubrió, perdió todo su mérito al mirarlo con ojos ajenos.
Veía
una repetición, bien pintada -y aún no muy bien, porque ahora notaba en ella
muchos defectos- de los innumerables Cristos de Tiziano, Rafael, Rubens, de los
mismos guerreros y del invariable Pilatos. Todo aquello era trivial, mezquino y
viejo a incluso mal pintado, con excesivo color y poca energía. Los visitantes
tendrían razón en proferir algunas frases de fingido elogio en presencia del
pintor, y compadecerle y burlarse de él cuando quedaran solos.
Le
pareció pesar durante largo rato aquel dilatado silencio, aunque en realidad no
duró más de un minuto. Para interrumpirles y mostrar que no estaba conmovido,
Mijailov, con un esfuerzo sobre sí mismo, habló a Golenischev.
-Creo
que ya he tenido el gusto de conocerle --dijo, mirando con inquietud, ora a
Ana, ora a Vronsky, a fin de no perder un detalle de la expresión de sus
rostros.
-Así
es: nos vimos en casa de Rossi. ¿No se acuerda? En la velada en que declamó
aquella señorita italiana, la nueva Raquel... --dijo con naturalidad
Golenischev, apartando sin pesar los ojos del cuadro para hablar con el pintor.
Advirtiendo,
sin embargo, que Mijailov esperaba su juicio sobre el lienzo, dijo:
-Su
cuadro ha mejorado mucho desde la última vez que lo vi. Y como entonces,
también ahora me sorprende extraordinariamente la figura de Pilatos. ¡Es tan
comprensible este hombre, bueno, simpático, pero, en el fondo de su alma, un
funcionario "que no sabe lo que se hace" ! No obstante, me parece...
El
movible rostro de Mijailov se iluminó de repente. Sus ojos brillaron.
Fue a decir algo, pero la emoción no se lo permitió y fingió una tos.
A
pesar de lo poco que apreciaba el gusto artístico de Golenischev, a pesar de la
insignificancia de aquella justa observación sobre la expresión del rostro de
Pilatos como funcionario, a pesar de lo humillante que pudiese parecer un
comentario tan minúsculo silenciando lo principal, Mijailov se sintió entusiasmado
de aquella observación.
Él
opinaba sobre la figura de Pilatos lo mismo que Golenischev le había dicho. Que
aquel comentario fuese uno de los millones de comentarios justos que pudieran
hacerse sobre su pintura no disminuía a sus ojos la importancia de la
observación de Golenischev. Sentía que sus palabras despertaban su simpatía
hacia el otro y le hacían pasar del estado de abatimiento en que se encontraba
a un estado de alegre entusiasmo.
El
cuadro, en el acto, se animaba a sus ojos con inexplicable complejidad en
cuanto tenía de vivo.
Trató
de decir que él entendía también así a Pilatos, pero le temblaron los labios y
fue incapaz de pronunciar una palabra.
Vronsky
y Ana hablaban en voz baja, como suele hacerse en las exposiciones, en parte
por respeto al pintor y en parte por no decir en voz alta alguna tontería, tan
fácil de decir en cuestiones de arte.
Mijailov,
pareciéndole que el lienzo les había impresionado también, se les acercó.
-¡Qué
extraordinaria expresión la de Cristo! --dijo Ana.
De
cuanto veía, era aquello lo que más le gustaba. Le parecía, además, que,
tratándose de la figura principal del cuadro, el elogio había de placer al
pintor.
-Se
le nota que siente compasión de Pilatos -añadió.
Tal
observación pertenecía también a los millones de ellas que podían hacerse sobre
un cuadro y sobre la figura de Cristo. Había dicho que sentía compasión de
Pilatos, y era lógico que se viera en él la expresión de amor, de serenidad
ultraterrena, de sentimiento de la proximidad de la muerte y de conciencia de
la inutilidad de las palabras.
Estaba
claro que Pilatos debía tener una expresión de funcionario y Cristo había de
tenerla de compasión, ya que uno encamaba la vida mortal y otro la vida
espiritual. Todo esto y mucho más pasó por la mente de Mijailov, y, no
obstante, su rostro volvió a iluminarse de entusiasmo.
-Sí.
Está muy bien pintada esa figura. ¡Y cuánta atmósfera en tomo de ella! Parece
que habría de ser posible darle la vuelta -dijo Golenischev, seguramente
queriendo signifcar que no estaba conforme con el significado a idea de la
figura.
-Es
de una maestría excepcional -afirmó Vronsky-. ¡Cómo se destacan estas figuras
del segundo término! ¡Esto tiene una técnica perfecta! -agregó, dirigiéndose a
Golenischev, como dándole a entender, siguiendo su charla de antes, que él
desesperaba de adquirir aquella habilidad.
-Sí,
es excepcional -confirmaron Golenischev y Ana.
Pese
al estado de exaltación en que se hallaba, la referencia a la técnica hirió
dolorosamente a Mijailov.
Mirando
con enojo a Vronsky, se puso serio de repente. Oía con frecuencia la expresión
"técnica" a ignoraba por completo lo que la gente entendía por ella.
Sabía que indicaban así la facultad mecánica de pintar y dibujar completamente
fuera de la idea del cuadro. Observaba a menudo, como en la presente alabanza,
que contraponían la técnica al verdadero mérito, como si fuera posible pintar
con arte una mala composición. Sabía que hay que tener mucha atención y esmero
para, al quitar todas aquellas pinceladas que no expresaban nada interno, no
estropear la obra de arte, pero en ello aquí no había ni arte pictórico ni
técnica alguna.
Si
a un niño o a una cocinera se les hubiera revelado lo que veía él, también
ellos habrían podido expresar lo que veían. Y el más hábil y diestro pintor técnico
no habría podido pintar nada sólo con su facultad mecánica de no haber
descubierto antes los límites del argumento y el contenido.
Además,
sabía que, hablando de técnica, era imposible elogiarle por ella. En cuanto
había pintado y pintaba, reconocía defectos que saltaban a la vista, hijos de
la escasa atención con que corregía sus cuadros de detalles materiales y que ya
no podía corregir sin estropear la obra. Y en casi todas las figuras y rostros
veía aún restos de defectos no bien corregidos que afeaban el cuadro.
-Sólo
objetaría una cosa, si me lo permitiera -notó Golenischev.
-Lo
celebro y se lo ruego -dijo Mijailov esforzándose en sonreír.
-Que,
en su cuadro, Cristo es un hombre-Dios y no un Dioshombre. Aunque ya sé que era
eso lo que usted se proponía.
-No
puedo pintar un Cristo que no llevo en mi alma -repuso Mijailov, huraño.
-Sí;
pero entonces permítame expresar mi idea. Su cuadro es tan bueno, que mi
observación no puede perjudicarle, y, además, es sólo mi opinión personal. En
usted, el motivo mismo es diferente. Tomemos por ejemplo a Ivanov. Yo considero
que si se reduce a Jesús al papel de figura histórica, habría sido preferible
que Ivanov hubiese elegido otro tema histórico, más fresco, no tocado todavía
por nadie.
-¡Pero
si es el tema más grande que se presenta al arte!
-Sabiéndolos
buscar se encuentran también otros. Sucede, no obstante, que el arte no admite
discusión ni razones. Y ante el lienzo de Ivanov, tanto para el creyente como
para el que no lo es, se presenta la misma duda: "¿Es Dios o no es
Dios?". Y eso destruye el conjunto de la impresión.
-¿Por
qué? A mí me parece -dijo Mijailov- que para las personas cultas no puede ya
haber discusión.
Golenischev
se mostró disconforme con esta opinión y, aferrándose a su primera idea sobre la
unidad de impresión necesaria en el arte, venció a Mijailov, que, excitado, no
supo decir nada en favor de su tesis.
XII
Hacía
tiempo que Ana y Vronsky cambiaban miradas, cansados de la erudita charla de su
amigo.
Al
fin, Vronsky se acercó a un pequeño cuadro sin esperar a que el pintor le
invitara.
-¡Oh,
qué hermoso, qué hermoso! ¡Qué encanto! ¡Qué maravilla! -exclamaron al unísono
él y Ana.
"¿Qué
les habrá gustado tanto?", se preguntó Mijailov, que no se acordaba ya de
aquel cuadro, pintado por él tres años antes. Los sufrimientos que le había
costado y los entusiasmos que despertara en él en aquellos meses que le tuvo
absorbido noche y día, estaban olvidados, como los olvidaba siempre apenas
terminaba su obra. En cuanto a aquélla, incluso le desagradaba verla y la había
expuesto únicamente porque esperaba la visita de un inglés que quería
comprarlo.
-Es
un estudio de hace tiempo -dijo.
-Es
admirable -afirmó Golenischev, notándose que sentía con sinceridad la
fascinación de aquel lienzo.
Dos
niños, al pie de un alto arbusto, pescaban con caña. El mayor acababa de tender
la suya y en aquel instante, colocado detrás de un arbusto, iba sacando el hilo
con atención concentrada a fin de no perder el corcho de vista.
El
otro, menor, tendido en la hierba y acodado en ella, con su cabecita de
cabellos rubios y enmarañados apoyada en sus manos, miraba el agua con
pensativos ojos azules. ¿En qué pensaba?
El
entusiasmo ante aquel cuadro despertó en Mijailov la emoción de antes, pero no
le placía aquel inútil sentimiento referente a algo ya pasado y así, aunque le
halagaban los elogios, trató de desviar la atención de aquel cuadro y
concentrarla en un tercero.
Pero
Vronsky le preguntó si quería venderlo. A Mijailov, emocionado con la visita,
le resultaba desagradable hablar ahora de dinero.
-Está
expuesto para la venta, claro... -repuso con gravedad frunciendo el entrecejo.
Cuando
todos los visitantes se hubieron ido, Mijailov se sentó frente al cuadro de
"Cristo ante Pilatos" y mentalmente se repitió lo que le dijeran y lo
que podía sobreentender en las palabras de los visitantes.
Y,
cosa extraña, lo que tanto valor tenía para él cuando estaban presentes, perdía
de pronto toda importancia ahora que mentalmente se ponía fuera del punto de
vista de ellos.
Ahora,
mirando el cuadro con ojo de artista, adquiría la certeza absoluta de su
perfección y la seguridad de su transcendencia, sentimiento que necesitaba para
alcanzar aquella tensión que excluía todo otro interés y sin la cual no le era
posible trabajar.
No
obstante, el pie de Cristo le parecía ahora algo desproporcionado. Cogió la
paleta y empezó a trabajar. Mientras corregía el pie, miraba sin cesar la
figura de Juan, en segundo término, y en el que no se fijaron los visitantes,
pero que él sabía que era un modelo de perfección.
Concluido
el pie, pensó en trabajar en aquella figura, pero se sentía demasiado conmovido
para poder hacerlo. No podía trabajar ni en frío ni cuando se sentía emocionado
y lo veía todo exageradamente. De la frialdad a la inspiración había sólo un
peldaño, y era entonces cuando le resultaba posible pintar. Hoy tuvo, pues, que
abandonar el trabajo.
Fue
a tapar el cuadro, pero se detuvo con el paño en la mano mirando embelesado la
figura de Juan.
Al
fin, apartó la mirada con pena, dejó caer el paño, y cansado, pero feliz,
volvió a su casa.
Vronsky,
Ana y Golenischev, de regreso, iban animados y alegres.
Hablaban
de Mijailov y de sus cuadros. La palabra "talento", que ellos
definían como una facultad natural, casi física, independiente del alma y el
corazón, y con la que nombraban cuanto produjera el pintor, surgía en su charla
con frecuencia, ya que necesitaban nombrar algo que no comprendían, pero de lo
que deseaban hablar.
Afirmaban
que no se podía negar talento a Mijailov, pero que tal talento no había podido
desarrollarse por falta de cultura, desgracia común a los pintores rusos. Mas
el cuadro de los niños quedó grabado en su memoria, y de vez en cuando lo
mencionaban de nuevo.
-¡Qué
maravilla! ¡Qué bien logrado y qué sencillo es! Él mismo no comprende el mérito
que tiene. No hay que perder la ocasión. Debemos comprarlo --dijo Vronsky.
XIII
Mijailov
vendió el cuadro a Vronsky y aceptó hacer el retrato de Ana.
El
día fijado acudió y empezó a trabajar.
Desde
la quinta sesión, el retrato sorprendió a todos, y más que a nadie a Vronsky,
no sólo por el parecido con el original sino en especial por su belleza.
Asombraba
el acierto con que Mijailov había sabido reproducir la peculiar belleza de Ana.
"Parecía
necesario conocerla y amarla como yo para encontrar lo más querido a íntimo de
su expresión espiritual", pensaba Vronsky, aunque en realidad sólo a
través de aquel retrato había conocido lo querido a ínfimo de tal expresión.
Pero era tan exacta que a él y a otros les parecía conocerla desde mucho antes.
-¡Tanto
tiempo luchando para no hacer nada! -decía Vronsky, refiriéndose al retrato de
Ana que pintaba él-. Y este hombre la ha captado apenas la ha visto. ¡He aquí
lo que significa la técnica!
-Eso
se adquiere -le consolaba Golenischev, a juicio del cual Vronsky tenía talento
y, sobre todo, la cultura que da un concepto elevado del arte.
La
convicción de que Vronsky tenía talento se afirmaba tanto más en Golenischev
cuanto que él mismo necesitaba elogios y apoyo moral de parte de su amigo para
obtener elogios de sus ideas en artículos de prensa. Y Golenischev opinaba que
los elogios y ayuda debían ser recíprocos.
Mijailov,
en casa ajena, y sobre todo en el palazzo de Vronsky, resultaba un
hombre diferente por completo a como era en su estudio. Se mostraba
desagradablemente respetuoso, cual si temiera mantener amistad con gente a
quien no respetaba.
Trataba
de excelencia a Vronsky y jamás, pese a las repetidas invitaciones de él y de
Ana, se quedaba a comer cuando iba a las sesiones.
Ella
mostraba a Mijailov, a causa de su retrato, una profunda gratitud y le trataba
más amablemente que a los otros.
Vronsky
iba más allá de la amabilidad y era evidente que le interesaba conocer la
opinión que el pintor tenía sobre su cuadro. Golenischev no perdía ocasión de
imbuir a Mijailov las verdaderas ideas sobre el arte.
Pero
Mijailov era igualmente frío con todos. Ana notaba por su mirada que le
agradaba contemplarla; pero él rehuía el conversar con ella. Y cuando Vronsky
le hablaba de pintura, Mijailov callaba, tozudo, como igualmente calló ante el
cuadro de Vronsky y ante las conversaciones de Golenischev, que, por lo que se
comprendía, no le interesaban en absoluto.
En
general, al conocer más a Mijailov le perdieron completamente la simpatía, por
su carácter reservado y desagradable, casi hostil; y se sintieron todos
satisfechos cuando, concluidas las sesiones, dejó de acudir al palacio, dejando
un espléndido retrato en su poder.
Golenischev
fue el primero en anunciar el pensamiento general de que Mijailov tenía celos y
envidia de Vronsky.
-Si
no envidia, ya que es hombre de talento, le irrita que un cortesano, un hombre
rico, un conde (pues todos ésos odian estas cosas) haga sin esfuerzo especial
lo mismo, si no mejor que él, a lo que ha consagrado toda su vida. Lo esencial
es la cultura que él no posee.
Vronsky
defendía a Mijailov, pero en el fondo de su alma creía lo mismo, ya que, según
sus ideas, un hombre de más baja extracción que él debía necesariamente
envidiarle.
El
retrato de Ana, una figura pintada por ambos, debía mostrar sus respectivas
diferencias, pero Vronsky no las veía. Mas, después de concluir Mijailov el
retrato, dejó él de pintar el suyo, considerándolo superfluo.
Continuaba
trabajando en su lienzo de tema medieval. Él, Golenischev y, sobre todo Ana,
encontraban que el cuadro era excelente, porque se parecía mucho más a los
cuadros célebres que el de Mijailov.
Mijailov,
por su parte, a pesar de que el retrato de Ana le había proporcionado momentos
deliciosos, estaba más satisfecho que ninguno de que hubieran concluido las
sesiones y de no estar obligado a oír las disgresiones de Golenischev sobre
arte, así como de poder olvidar la pintura de Vronsky.
Sabía
que no era posible prohibir a Vronsky que jugase con la pintura, comprendía que
éste y todos los aficionados tenían derecho a pintar cuanto quisieran, pero
ello le molestaba. Es imposible impedir a un hombre que haga una gran muñeca de
cera y la bese. Pero si este hombre llega con su muñeca, se sienta ante dos
enamorados y acaricia la figura como el enamorado a su amante, el enamorado se
sentirá profundamente molesto. Este mismo sentimiento experimentaba Mijailov al
ver la pintura de Vronsky, que encontraba ridícula; le producía enojo y piedad
y le hacía sentirse ofendido.
La
pasión de Vronsky por la pintura y la Edad Media duró poco. Tenía el suficiente
buen gusto en cuestión de pintura para advertir que era mejor no continuar.
Presentía vagamente que los defectos del lienzo, no muy visibles al principio,
serían horribles si llegaba al final.
Le
pasó lo mismo que a Golenischev, quien comprendía en el fondo que no tenía nada
que decir y que se engañaba con la idea de que su pensamiento no estaba maduro
y que debía desarrollarlo y elegir materiales.
Pero
ello irritaba y fatigaba a Golenischev, mientras que Vronsky no se engañaba ni
atormentaba, y, sobre todo, no se irritaba contra sí mismo. Con su decisión
característica, dejó de pintar sin explicarlo ni tratar de justificarse.
Pero,
sin tal ocupación, su vida y la de Ana, que estaba extrañada del desengaño de
Vronsky, le pareció tan monótona en la ciudad italiana que encontró de pronto
el palacio tan viejo y sucio, tan desagradables las manchas de las cortinas,
las grietas del suelo y el yeso desconchado de las comisas; y le resultó tan
ingrato tratar siempre, a Golenischev, al mismo profesor italiano y al mismo
viajero alemán, que experimentaron una imperiosa necesidad de cambiar de
existencia y decidieron regresar a Rusia.
Vronsky
quería dividir las propiedades con su hermano y Ana deseaba ver a su hijo. Se
proponían pasar el verano en la gran propiedad de la familia Vronsky.
XIV
Levin
llevaba casado más de dos meses. Era feliz, pero no tan completamente como
había esperado. A cada momento le salía al paso una decepción de sus antiguas
ilusiones, o bien encontraba en otro un encanto inesperado.
Aunque
dichoso, veía, al hacer vida familiar, que ésta era muy diferente de lo que él
había creído. Experimentaba lo que un hombre que, admirando primero los suaves
movimientos de una barca en un lago, entrara luego él mismo en la embarcación.
Veía
que había poco tiempo para estar inmóvil sobre las aguas, que había que pensar,
sin olvidarlo ni un momento, en el rumbo, que no podía tampoco echar en olvido
que debajo había agua, que era preciso remar y que las manos, no acostumbradas,
sentían dolor, y, en fin, que lo que es muy fácil de ver, resulta difícil de
hacer aunque sea agradable.
De
soltero, ante la vida conyugal de los otros, con sus pequeñas miserias, sus
disputas y celos, Levin se limitaba a sonreír con ironía desde el fondo de su
alma. Pensaba que en su futura vida de casado no sólo no podría haber nada
parecido, sino que incluso creía que sus formas exteriores habían de ser en
todo distintas a las de los demás.
Y
de pronto, en vez de esto, resultaba que su vida de casado no sólo no se
organizaba de un modo peculiar, sino que se componía precisamente de aquellas
mismas pequeñeces que tanto despreciara antes, y que ahora, contra su deseo
adquirían una importancia extraordinaria. Ahora veía que su solución no era
empresa tan fácil como antes le había parecido. Aunque pensaba conocer muy bien
la vida familiar, él, como todos los hombres, no la imaginaba sino como un goce
del amor no obstaculizado por nada y del que debían apartarse todas las
pequeñas preocupaciones.
Según
él, una vez hecho su trabajo, debía descansar en la dicha del amor. Kitty debía
ser amada y nada más. Pero Levin olvidaba, como todos los hombres, que ella
también tenía que trabajar. Y le sorprendía que aquella gentil y poética Kitty
pudiera, no ya en las primeras semanas, sino en los primeros días de su vida
conyugal, pensar, acordarse y preocuparse de manteles, muebles, colchones para
los huéspedes, bandejas, comidas, etc.
Ya
de novios le había impresionado la firmeza con que Kitty se había negado a
hacer el viaje al extranjero, prefiriendo ir al campo, como si pensara ya en
algo que era preciso hacer, y pudiese, aparte del amor, pensar en otras cosas.
Esto
le ofendió entonces y ahora le ofendía: su preocupación por detalles materiales
a los que él no daba ninguna importancia. Y Levin, que la amaba, aunque
burlándose de su esposa por todo ello, no podía dejar de admirarla.
Sonreía
al verla colocar muebles llevados de Moscú, arreglar de un modo personal y
nuevo su habitación común, colgar las cortinas, ordenar las habitaciones
destinadas en el futuro a los invitados y a Dolly, aderezar el cuarto de su
nueva doncella, encargar la comida al viejo cocinero, discutir con Agafia
Mijailovna retirándole la custodia de las provisiones.
Observaba
cómo el viejo cocinero sonreía admirado, cómo Agafia Mijailovna movía la
cabeza, cariñosa y pensativa ante las nuevas disposiciones de la joven señora
referentes a la despensa, y encontraba gentilísima a Kitty cuando, entre risas
y lágrimas, decía que la doncella Macha, acostumbrada a considerarla corno una
señorita, no la obedecía.
Levin
sonreía entre divertido y extrañado, pero, a pesar de todo, le parecía que
habría sido mejor que su joven esposa no se ocupara de aquellas cosas.
No
comprendía Levin lo que representaba para ella, el cambio que se había
producido en su vida, el hecho de que antes, cuando estaba en su casa, si
quería col con Kwass o bien bombones no podía conseguir a veces ni una cosa ni
otra; y que ahora le fuese posible encargar todo lo que quería, comprar
montañas de bombones, gastar cuanto se le antojaba, comer coles con Kwass o
bombones a su gusto y hacer traer los dulces que le gustasen.
Ahora
Kitty pensaba con alegría en la llegada de Dolly con los niños; sobre todo
porque encargaría para éstos sus golosinas preferidas, mientras Dolly podría
apreciar el nuevo orden que reinaba allí.
Sin
saber porqué, los quehaceres de la casa le interesaban en extremo. Sintiendo
por instinto la proximidad de la primavera y sabiendo que aún habría días de
mal tiempo, arreglaba su nidito lo mejor que podía, apresurándose a construir y
a aprender cómo había que construir.
La
preocupación de Kitty por las cosas pequeñas del hogar, tan distinta al elevado
ideal de felicidad que Levin se había formado al principio de su matrimonio,
era uno de sus desengaños. Pero la gentileza con que ella se entregaba a tales
ocupaciones -sin que Levin comprendiera porqué, aunque le encantaba- constituía
a la vez uno de los atractivos de su nueva vida.
Otra
decepción mezclada de encanto eran las discusiones.
Levin
no había imaginado nunca que entre su mujer y él pudiera haber otras relaciones
que las dulces y amorosas, y de pronto, desde los primeros días de su
casamiento, desde que ella le dijo que él no la quería, que sólo se quería a sí
mismo, lo que afirmaba llorando, y agitando las manos con
desesperación,empezaron entre ellos las disputas. La primera se produjo un día
en que Levin había ido a la granja nueva: queriendo volver por el atajo se
extravió y estuvo ausente media hora más de lo esperado.
Volvía
a casa pensando en ella, en su amor, en su dicha, y, cuanto más se acercaba,
más ternura sentía hacia Kitty. Al entrar corriendo en la habitación, henchido
de tales sentimientos, más vivos aún que el día en que se dirigiera a casa de
los Scherbazky a pedir su mano, la halló inesperadamente seria, como no la
viera nunca.
Intentó
besarla y ella le rechazó.
-¿Qué
te pasa?
-Traes
muchas ganas de fiesta -repuso ella queriendo aparecer tranquila y mordaz.
Pero,
apenas abrió la boca, las reconvenciones dictadas por unos celos absurdos, todo
lo que la había atormentado durante aquella media hora que había pasado sentada
a la ventana, brotó como un torrente en sus palabras.
Sólo
entonces comprendió Levin lo que no comprendiera antes, cuando la sacó de la
iglesia después de la boda: es decir, que no sólo Kitty era algo muy suyo, sino
que él mismo no sabía dónde terminaba ella y empezaba él. Lo comprendió por el
doloroso sentimiento de escisión que experimentó en aquel instante. Primero se
ofendió, pero en seguida después se dijo que no podía ofenderle que Kitty fuera
una parte de sí mismo.
Experimentó
al principio lo que un hombre que, sintiendo un violento golpe por detrás y
volviéndose enojado y anheloso de venganza en busca del agresor, halla que él
mismo se ha lastimado por descuido; no tiene contra quien volverse, y le es
preciso calmarse y soportar el dolor.
Nunca
en los días que siguieron había de experimentarlo tan vivamente, pero entonces
tardó mucho en recobrar su tranquilidad. Ahora debía justificarse y mostrar a
Kitty su error, pero hacerlo significaba enfadarla más aún, aumentando la
separación que motivaba su pena.
Su
natural impulso le aconsejaba disculparse; pero algo más fuerte le pedía que nó
agravase la separación entre los dos. Quedar bajo una inculpación injusta era
doloroso, pero herirla con el pretexto de justificarse lo era todavía más.
Como
un hombre medio dormido que sufre un dolor, quería arrancar de sí lo que le
dolía y, al despertar, notaba que lo que le dolía era su propio cuerpo. Debía,
pues, procurar ayudar al punto dolorido a sufrir el dolor, y eso fue lo que
Levin procuró.
Hicieron
las paces. Ella, reconociendo su culpa, sin decirlo, se mostró más cariñosa aún
y ambos experimentaron en su amor una felicidad redoblada.
Mas
ello no impidió que tales disputas se repitiesen por los motivos más fútiles a
inesperados. Sucedían a menudo, porque aún ignoraban los dos lo que era
importante para ambos y porque al principio estaban frecuentemente en mala
disposición de ánimo. Si uno estaba de buen humor y otro de malo, la paz no se
alteraba, pero si ambos coincidían en su mal humor, surgían disputas por
motivos inconcebiblemente baladíes, hasta el punto de que luego, a veces, no
podían recordar por qué habían discutido.
Cierto
que cuando los dos estaban de buen humor, sentían redoblada la alegría de
vivir; pero, con todo, aquel primer tiempo fue penoso para los dos, y durante
él sintieron más fuertemente la opresión de la cadena que los ligaba.
En
conjunto, la luna de miel, esto es, el mes siguiente a la boda, del que Levin
esperaba tanto, no sólo no fue de miel, sino que quedó en el recuerdo de ambos
como la época más penosa y humillante de toda su vida.
Los
dos procuraron tachar, en su existencia futura, todas las líneas grotescas y
vergonzosas de aquellos primeros tiempos, en que ambos, pocas veces en un
estado de espíritu tranquilo, no se mostraban casi nunca tal como eran.
Sólo
al tercer mes de matrimonio, después de un viaje a Moscú, donde pasaron un mes,
su vida entró en un terreno de mayor comprensión.
XV
Habían
vuelto hacía poco de Moscú y estaban satisfechos de su soledad. El, sentado
ante el escritorio de su gabinete, escribía. Ella, con el vestido color lila
que llevaba en los primeros días de su matrimonio, el vestido que Levin
recordaba y quería especialmente, se hallaba sentada bordando en el divan de
cuero que había estado siempre en el despacho del padre y el abuelo de Levin, y
trabajaba en una labor de broderie anglaise.
Levin
pensaba y escribía, sin dejar de sentir la presencia de su mujer. Los trabajos
de su hacienda y la obra en que debía exponer su nuevo modo de dirigir las
fincas, no habían quedado olvidados. Pero así como antes tales ideas y
ocupaciones le parecían insignificantes en comparación a la oscuridad que
rodeaba la vida, ahora le parecían secundarias y mínimas en comparación a la
vida que le esperaba inundada de radiante luz.
Continuando
sus trabajos, notaba que el centro de gravedad de su atención había pasado a
otro objeto, y en consecuencia de ello veía las cosas con más claridad.
Antes,
su trabajo era para él la justificación de la vida, pareciéndole que, sin él,
la existencia era demasiado sombría. Y ahora necesitaba el trabajo para que su
existencia no fuese demasiado monótona por exceso de luz.
Trabajando
otra vez y releyendo lo escrito, halló con satisfacción que era un asunto del
que valía la pena ocuparse. Muchos de sus pensamientos de antes le parecían
superfluos y exagerados, pero muchos puntos dudosos le resultaban evidentes
ahora que en su memoria repasaba nuevamente todo lo hecho en aquellos días.
Escribía
a la sazón un nuevo capítulo sobre las causas de la mala situación del cultivo
agrícola en Rusia. Demostraba que la pobreza rusa no procedía sólo del mal
reparto de tierras y de la orientación equivocada, sino que contribuía a ella
la civilización extranjera, adoptada de una manera anómala en los últimos
tiempos en el país, sobre todo en los medios de comunicación, en los
ferrocarriles, que implicaron la centralización en las ciudades, en el
desarrollo del lujo y, por consiguiente en la creación, en detrimento de la
agricultura, de nuevas industrias; en la explotación exagerada del crédito y su
acompañante el juego de bolsa.
A
su juicio, en un desarrollo normal de la riqueza de un estado, aquellos
elementos debían surgir sólo cuando estuviera bien desarrollado el cultivo
agrícola y elevado a condiciones normales o al menos defnidas, entendiendo que
la riqueza de un país debe crecer progresivamente y procurando que otras
fuentes de riqueza no adelanten al cultivo agrario. En fin, creía que los
medios de comunicación debían corresponder a un determinado estado de la
agricultura, y que, dado el mal sistema ruso de explotar el campo, los
ferrocarriles, resultado de una necesidad política y no económica, llegaron
antes de tiempo, y, en lugar de ayudar al cultivo agrícola, como se e'speraba,
y provocar el desarrollo de las industrias y el crédito, lo habían paralizado.
Sostenía
que así como el desarrollo parcial y prematuro de una parte del organismo
animal estorbaría el normal crecimiento, así en Rusia al desarrollo de la
riqueza general lo habían perjudicado el crédito, los transportes, el aumento
industrial, sin duda necesarios en Europa, pero inoportunos en Rusia donde no
habían causado más que perjuicios, eliminando lo esencial y corriente, que era
la organización de la agricultura.
Mientras
Levin escribía, Kitty pensaba en la poca espontánea amabilidad con que su
marido había tratado al joven príncipe Charsky, que en Moscú se había permitido
cortejarla con tan escaso tacto, el día antes de marchar.
"Tiene
celos", pensaba. "¡Dios mío qué tonto es y qué encantador! ¡Celos! Si
supiera que todos son para mí tan indiferentes como Pedro, el cocinero" ,
se decía, mientras miraba la nuca y el cuello rojo de Levin. "Siento mucho
interrumpir su trabajo, pero ya tendrá tiempo de volver a él. Quiero verle la
cara. ¿Se molestará si le miro? Quiero que se vuelva. ¡Vuélvete, vuélvete, lo
quiero!"
Y
Kitty abrió más los ojos, para aumentar el efecto de su mirada.
"Sí:
todo eso se lleva el jugo y produce una falsa apariencia de prosperidad",
murmuró Levin, dejando de escribir. Y notando que Kitty le miraba, sonrió.
-¿Qué?
-preguntó levantándose.
"Se
ha vuelto", pensó ella.
-Nada,
quería que volvieras la cabeza -dijo en voz alta, y mirándole y tratando de
averiguar si estaba descontento de que le hubiera interrumpido el trabajo.
-¡Qué
bien estamos aquí los dos solos! ¡Quién me lo hubiera dicho! -repuso él,
acercándose a su esposa con sonrisa radiante de felicidad.
-Yo
también me siento muy a gusto -repuso ella-. No quiero ir a ningún sitio, y
menos a Moscú.
-¿Qué
pensabas? -preguntó Levin.
-Pensaba...
Pero no; anda, trabaja, no te distraigas -respondió Kitty, frunciendo los
labios-. Además, yo también tengo que cortar unas piezas.
Y
comenzó a hacerlo con las tijeras.
-Dime
lo que pensabas -insistió él, sentándose a su lado y mirando el movimiento de
las tijeritas.
-¿En
qué? En Moscú, en tu nuca...
-¿En
pago de qué poseo esta felicidad? Es demasiado hermoso para ser natural -dijo
Levin besándole la mano.
-Creo
lo contrario: lo natural es siempre lo mejor.
-Te
sale un rizo por aquí -dijo Levin, volviendo suavemente la cabeza de Kitty-.
¿Ves? Pero no, no, estamos trabajando y...
Mas
ya no hicieron nada, y, cuando Kusmá entró anunciando que el té estaba servido,
se separaron bruscamente como dos culpables.
-¿Han
venido los criados de la ciudad? -le preguntó Levin a Kusmá.
-Ahora
mismo. Están arreglando las cosas.
-Vuelve
pronto --dijo Kitty-. Si no, leeré sola el correo. Luego podemos tocar el piano
a cuatro manos...
Una
vez solo, guardando sus papeles en una cartera nueva, comprada por Kitty, fue a
lavarse las manos en un nuevo lavabo, y con nuevos efectos de tocador que
también con ella habían aparecido.
Levin
sonreía a sus pensamientos y a la vez movía la cabeza con reproche. Le
atormentaba una sensación parecida al remordimiento.
En
su vida, ahora, había algo vergonzoso, afeminado...
"No
está bien vivir así" , pensaba. "En casi tres meses no he hecho nada.
Hoy me puse por primera vez a trabajar y apenas empezado lo dejé... Hasta
descuido mis ocupaciones diarias. Nunca visito la finca a pie ni a caballo.
Unas veces por mí, otras por ella, jamás dejo sola a Kitty, creyendo que va a
aburrirse. ¡Y cuando pienso que antes suponía que la vida de soltero no valía
nada y que la verdadera empezaba con el matrimonio! Pero en tres meses
transcurridos jamás he vivido de manera tan ociosa a inútil. Esto es imposible.
Hay que empezar a trabajar. Claro que ella no es culpable; no puedo
reprochárselo. Yo debía ser más firme, defender mi libertad masculina. Si no,
me acostumbraré a esto. Pero ella no tiene la culpa", se repetía.
Mas
a un hombre descontento le es difícil no culpar de algo a los demás y, sobre
todo, al más próximo, el motivo de su descontento.
Y
Levin se decía que Kitty no era la culpable ("es imposible que ella sea
culpable de nada"), sino su educación superficial y libre. ("¡Aquel
tonto de Charsky! Ya sé que ella quería atajarle, pero no pudo.") Y
concluía: "Sí, fuera del interés de la casa (y éste es innegable que lo
tiene), aparte de sus vestidos y su broderie anglaise, Kitty no se
interesa seriamente ni por los asuntos propios, ni por la economía doméstica,
ni por los campesinos, ni por la música, a pesar de que es entendida en ella,
ni por la lectura. No hace nada y está completamente satisfecha" .
Y
Levin la censuraba en el fondo de su alma sin comprender aún que Kitty se
preparaba a aquel período de actividad en que sería a la vez esposa y dueña de
casa y habría de cuidar, nutrir y educar a sus hijos. No comprendía que ella
sentía esto por instinto y que, al prepararse para aquel tremendo trabajo, no
reconvenía los felices momentos de despreocupación y de dicha de amar que
gozaba ahora, mientras construía alegremente su futuro nido.
XVI
Cuando
Levin subió, su mujer estaba ante un nuevo samovar de plata y un servicio de
tazas también nuevo. Había hecho sentar a Agafia Mijailova ante la mesita de
té, y leía una carta de Dolly, con la que cruzaba continua y frecuente correspondencia.
-¿Ve?
Su señora me ha hecho sentarme con ella -dijo Agafia Mijailovna, sonriendo
amistosamente a Kitty. Y en las palabras de la anciana, Levin leyó el final del
drama desarrollado últimamente entre ambas mujeres. Veía que, a pesar del dolor
ocasionado por Kitty al aya al quitarle las riendas del gobierno doméstico,
ella había vencido al fin, consiguiendo hacerse querer.
-Toma,
aquí hay una carta para ti -dijo Kitty tendiéndole una llena de faltas
ortográficas-. Es de una mujer... al parecer aquella de tu hermano. No la he
leído. Y ésta es de mi familia. Dolly ha llevado al baile infantil de casa de
Sarmatsky a Gricha y a Tania. Tania vestía de marquesa...
Levin
no la escuchaba. Sonrojándose, tomó la carta de María Nicolaevna, la ex amante
de su hermano Nicolás.
En
su primera carta, ella le dijo que Nicolás la había echado a la calle sin
culpa, añadiendo con flema ingenuidad que, aunque vivía en la miseria, no pedía
ni deseaba nada, atormentándola sólo el pensamiento de que Nicolás, a causa de
su decaída salud, iría cada día peor, y pedía a Levin que se preocupase por él.
Ahora
decía otra cosa. Había encontrado a su hermano en Moscú, se habían unido de
nuevo y habían marchado a una capital de provincia en donde Nicolás había
hallado un empleo. últimamente, había, sin embargo, discutido con el jefe y
había tomado la decisión de trasladarse de nuevo a Moscú, pero había enfermado
en el camino y era muy poco probable que pudiera reaccionar. "Siempre se
acuerda de usted y además no tenemos ya dinero."
-Mira
lo que Dolly dice de ti... -empezó Kitty, sonriente.
Pero
de pronto se detuvo, observando el cambio en la expresión del rostro de su
esposo.
-¿Qué
te pasa? ¿Qué tienes?
-Mi
hermano Nicolás se está muriendo. Tengo que irme.
-¿Cuándo?
-Mañana.
-¿Puedo
ir contigo?
-¿Para
qué, Kitty? -dijo Levin con reproche.
-¿Para
qué? -repuso ella ofendida por la desgana con que Levin acogía su
ofrecimiento---. ¿Acaso no puedo ir? ¿Es que voy a estorbarte?
-Yo
me voy porque mi hermano se muere. Pero tú...
-¡Lo
mismo que tú!
"
En un momento tan grave para mí, ella no piensa más que en que se aburrirá
sola", se dijo Levin. Y este pensamiento le llenó de aflicción.
-Es
imposible --dijo severamente.
Agafia
Mijailovna previendo una disputa conyugal, dejó la taza y salió.
Kitty
no la vio siquiera. El tono de las últimas palabras de su esposo la ofendía, en
especial porque era evidente que él no daba ninguna importancia a lo que ella
decía.
-Pues
yo te digo que si te vas, me voy contigo por encima de todo -insistió con
irritada precipitación-. ¿Por qué dices que es imposible? ¿Por qué lo es?
-Porque
tengo que ir Dios sabe a dónde, por Dios sabe qué caminos, pernoctando
en las posadas... Me estorbarás -dijo Levin procurando conservar su sangre
fría.
-No
estorbaré. No necesito nada especial. Donde tú estés, puedo estar yo.
-Además,
está allí esa mujer con la que no puedes intimar...
-No
sé nada y no quiero saber nada de nadie. Sólo sé que mi cuñado se muere, que mi
marido se va y que yo voy con él para...
-Kitty,
no te enfades. Pero este asunto es grave y me enoja que confundas un
sentimiento de simpatía con el afán de no quedar sola. Si temes aburrirte sola
aquí, vete a Moscú.
-¿Lo
ves? Siempre me atribuyes pensamientos viles y bajos -repuso Kitty, irritada,
llorosa y ofendida-. No he pensado en nada de eso. Sólo sé que mi deber es
acompañar a mi marido en sus penas. Pero tú quieres ofenderme adrede, adrede no
quieres entenderme...
-¡Es
horrible! ¡Soy un esclavo! --exclamó Levin, levantándose, sin poder reprimir su
enfado. Pero inmediatamente comprendió que se hacía daño a si mismo.
-Entonces,
¿por qué te has casado? Para arrepentirte, bien podías haber seguido libre
-repuso ella. Y levantándose de un salto, corrió al salón.
Cuando
él la siguió, Kitty lloraba. Él trató de calmarla, buscando palabras que, si no
lograran convencerla, la tranquilizaran al menos. Pero ella no le escuchaba ni
aceptaba ninguno de sus argumentos.
Levin
se inclinó, cogió su mano, que se le resistía, y la besó, besó sus cabellos, la
mano otra vez... Ella continuaba callando.
Pero
cuando él le cogió la cabeza con ambas manos y dijo: "¡Kitty!", ella,
repentinamente, se serenó, lloró un poco y ambos hicieron las paces.
Resolvieron
ir juntos al día siguiente. Levin aseguró a su mujer que creía que ella sólo
deseaba ir para ser útil y admitió que la presencia de María Nicolaevna junto a
su hermano no representaba ninguna inconveniencia.
Pero,
en el fondo, Levin estaba descontento de Kitty y de sí mismo. De ella, porque
no había sabido aceptar el dejarle marchar solo cuando así le convenía. (¡Y qué
extraño le era pensar que él, que hacía tan poco tiempo no osaba aún creer en
la felicidad de que ella pudiera amarle, ahora se sentía desgraciado porque le
amaba en exceso!) Y descontento de sí mismo, porque no había sabido mostrar
firmeza de carácten
Además,
en el fondo de su ser, no podía aceptar que Kitty tuviese que ver algo con la
mujer que vivía con su hermano; y pensaba con horror en las complicaciones que
podían producirse.
El
solo hecho de que su esposa hubiese de estar en una misma habitación con
aquella mujer le hacía estremecerse de repugnancia y horror.
XVII
La
fonda de la capital de provincia en que estaba Nicolás Levin era una de esas
fondas provincianas que se construyen según adelantos modernos, con las mejores
intenciones de limpieza, confort y hasta elegancia, pero, que, debido al
público que las frecuenta, se convierten en sucias tabernas con pretensiones de
modernidad, resultando por ello aún peores que las antiguas fondas en las que
nada se hacía para disimular el desaseo.
Ésta
había llegado ya a aquel estado. En la entrada, fumando un cigarrillo, estaba
un soldado de sucio uniforme que debía de ser el portero; se veía después una
escalera de hierro colado, sombría y desagradable, un camarero de expresión
desvergonzada, vistiendo un raído frac, una sala con un ramo de flores de cera
cubiertas de polvo sobre la vieja mesa. La suciedad, el descuido y el polvo que
reinaban por todas partes con, al lado de ello, cierta presunción de modernidad
que olía a estación de ferrocarril, produjeron en Levin, por contraste con su
vida de recién casado, una penosa impresión, en especial porque la impresión de
falsedad que causaba la fonda no estaba en relación con lo que les esperaba.
Resultó
como siempre que, después de haberles preguntado de qué precio querían la
habitación, no había ninguna buena: una de éstas la ocupaba un revisor del
ferrocarril, otra un abogado de Moscú y la tercera la princesa Astafieva, que
se había detenido allí de regreso de sus propiedades.
Sólo
había disponible una sucia alcoba a cuyo lado les prometieron otra libre para
la noche.
Enojado
contra su mujer al ver que sucedía lo que había temido, es decir, que en el
momento de su llegada, cuando más preocupado estaba por la situación de su
hermano, había de ocuparse de ella en vez de precipitarse hacia Nicolás, Levin
la acompañó a la habitación que les destinaban.
-Ve,
ve -dijo Kitty, en voz baja y tímida, mirándole como si comprendiera su culpa.
Levin
salió en silencio y halló en el pasillo a María Nicolaevna, que, informada de
que habían llegado, acudía, sin osar entrar. Seguía igual que cuando la vio en
Moscú: el mismo vestido de lana, los brazos y la garganta descubiertos, y el
mismo rostro bondadoso, con pecas, algo más lleno que antes.
-¿Cómo
está? ¿Cómo se siente?
-Muy
mal; ya no se levanta. Todo el tiempo le ha estado esperando. Pero usted... su
señora...
Como
Levin al principio no entendió lo que la inquietaba, ella se explicó:
-Me
iré a la cocina -murmuró-. Su señor hermano estará muy contento. Ha oído hablar
de la señorita y la conoce de cuando estábamos en el extranjero.
Levin,
comprendiendo que le hablaba de su mujer, no supo qué contestar.
-Vamos,
vamos -dijo.
Pero
apenas dieron un paso, se abrió la puerta de la habitación y apareció Kitty.
Levin
se sonrojó de vergüenza a ira contra su mujer, que se ponía y le ponía en
situación tan embarazosa. Maria Nicolaevna se ruborizó más aún. Sofocada,
encarnada hasta saltársele las lágrimas, cogió con ambas manos las puntas de su
pañuelo y empezó a arrollarlas con sus dedos rojos sin saber qué hacer ni qué
decir.
Primero,
Levin sólo vio la mirada de ávido interés con que Kitty escudriñaba a aquella
mujer, a aquella terrible mujer incomprensible para ella.
Pero
eso sólo duró un momento.
-¿Qué,
cómo está? -dijo Kitty, dirigiéndose primero a su marido y luego a la mujer.
-El
pasillo no es un lugar a propósito para hablar -dijo Levin, mirando con
irritación a un hombre que pasaba, muy estirado y al parecer absorto en sus
preocupaciones.
-Entonces,
pasen -indicó Kitty a Maria Nicolaevna, ya serena. Pero viendo el rostro
espantado de su esposo, añadió-: Y si no, es mejor que vayan ustedes y envíen
luego pormí.
Volvió
a su habitación y Levin fue a la de su hermano.
Lo
que vio allí y lo que experimentó fue muy distinto de lo que esperaba. Creía
que encontraría a Nicolás en el mismo estado de confianza, propio de los
tuberculosos, y que tanto le había sorprendido durante la estancia de su
hermano en el campo, en otoño.
Esperaba
hallar los síntomas físicos de la muerte próxima aumentados: más debilidad y
enflaquecimiento, pero, en fin, la misma apariencia aproximada. Y suponía que
había de experimentar ante su hermano el mismo sentimiento de perderlo, el
mismo horror ante la muerte que antes notara, aunque en mayor grado.
En
la habitación, pequeña y sucia, cubiertas de salivazos sus paredes pintadas, se
oía hablar tras el delgado tabique. En la atmósfera impregnada de olor a
suciedad, sobre la cama, separada de la pared, había un cuerpo cubierto con una
manta. Una de las manos de este cuerpo, y unida de un modo incomprensible al
antebrazo igualmente delgado en toda su longitud, estaba sobre la manta. La
cabeza descansaba de lado en la almohada.
Levin
veía los cabellos, ralos y cubiertos de sudor, sobre las sienes y la frente,
lisa, que parecía transparente.
"Es
imposible que ese terrible cuerpo sea mi hermano Nicolás", pensó. Pero,
acercándose más, le vio el rostro y se disiparon sus dudas. A pesar del
horrible cambio del semblante, le bastó a Levin contemplar los vivos ojos,
que Nicolás alzó para mirar al que entraba, le bastó observar un leve
movimiento bajo los bigotes, para comprender la terrible verdad: que aquel
cuerpo muerto era su hermano vivo.
Los
brillantes ojos se posaron con seriedad y reproche en el hermano, que
acababa de entrar. Y al punto se estableció entre ambos una interna
comunicación. Levin, en aquella mirada, percibió un reproche y le remordió su
propia felicidad.
Cuando
Constantino le cogió la mano, Nicolás sonrió. Era una sonrisa débil, apenas perceptible
y, no obstante la sonrisa, la severa expresión de sus ojos no cambió.
-No
esperarías encontrarme así... --dijo con dificultad.
-Sí...
no... -respondió Levin, sin hallar palabras-. ¿Por qué no me avisaste antes?
Quiero decir, en mi boda. Pregunté por ti en todas partes...
Hablaba
por no callar, pero no sabía qué decin Su hermano no le respondía nada,
mirándole con fijeza y esforzándose evidentemente en penetrar en el sentido de
cada palabra.
Levin
dijo a su hermano que su mujer había llegado con él. Nicolás manifestó su
alegría, pero arguyó que temía hacerla pasar dado el estado en que se
encontraba.
Hubo
un silencio. De pronto, Nicolás se movió y empezó a decir algo. Por la
expresión de su rostro, Levin creyó que iba a oír algo significativo a importante,
pero su hermano sólo habló de su salud. Culpaba al médico y lamentaba que no
estuviese allí cierto célebre doctor moscovita, y Levin comprendió, por
aquellas palabras, que Nicolás albergaba esperanzas aún.
Aprovechando
el primer silencio, Levin se levantó para librarse por un instante de aquel
sentimiento penoso y dijo que iba a llamar a su mujer.
-Bueno;
diré que hagan un poco de limpieza. Aquí todo está sucio y lleno de mal olor.
Macha, arregla esto --dijo el enfermo con dificultad-. Y cuando lo hayas
arreglado, vete -añadió, mirando interrogativamente a su hermano.
Levin
no contestó. Se paró en el pasillo. Había dicho a Nicolás que iba a traer a
Kitty, pero, ahora, comprendiendo lo que sentía, decidió, al contrario, tratar
de persuadirla de que no entrara en el cuarto del enfermo.
"¿Para
qué ha de atormentarse como yo?", se dijo.
-¿Cómo
está? -preguntó Kitty con aterrorizado semblante.
-¡Es
terrible! ¿Por qué has venido? -dijo Levin.
Ella
calló unos momentos, mirándole con timidez y compasión. Luego, acercándose a
él, le cogió por el codo con ambas manos.
-Acompáñame
allí, Kostia. Los dos soportaremos mejor el dolor. Sólo te pido que me lleves y
te vayas. Comprende que verte a ti sin verle es doblemente doloroso. Allí,
quizá podré seros útil a ti y a él. Te suplico que me lo permitas -rogó a su
marido como si la dicha de su vida dependiera de aquello.
Levin
hubo de consentir, y, repuesto y olvidando por completo a María Nicolaevna, se
dirigió con Kitty al cuarto de su hermano.
Andando
con paso ligero, sin cesar de mirar a su marido y mostrándole su rostro animoso
y lleno de piedad, Kitty entró en la alcoba del enfermo y, volviéndose
suavemente, cerró la puerta sin ruido. Siempre silenciosa, se aproximó al lecho
donde aquél yacía y se puso de modo que él no necesitase volverse para verla.
Tomó con su mano joven y fresca la enorme manaza de él, se la apretó con aquel
calor con que saben hacerlo las mujeres, calor que expresa compasión sin
ofender, y empezó a hablar al doliente.
-Nos
vimos en Soden, pero no fuimos presentados -dijo-. No pensaría usted entonces
que iba a ser hermana suya...
-Y
usted, ¿me habría reconocido? -preguntó él, iluminado su rostro por una
sonrisa.
-¡En
el acto! Ha hecho muy bien en avisamos. No pasaba día sin que Kostia me hablase
de usted y se preocupase por su estado...
La
animación del enfermo duró poco. Apenas ella concluyó de hablar, el rostro de
Nicolás recobró su expresión severa y de reproche, la expresión de la envidia
del moribundo a los que quedan vivos.
Temo
que no esté usted bien aquí -dijo Kitty, volviéndose y exaniinando la
habitación con rápida mirada-. Hay que pedir otro cuarto al dueño de la fonda.
Debemos estar más cerca --dijo a su marido.
XVIII
Levin
no podía mirar con calma a su hermano ni permanecer tranquilo en su presencia.
Al entrar en la alcoba del paciente, sus ojos y su atención se nublaban y no
lograba ver ni comprender los detalles del estado de Nicolás.
Notaba
el terrible olor, veía la suciedad y el desorden, su actitud, sus geniidos,
pero tenía la sensación de que no podía hacer nada.
No
se le ocurría, para ayudarle, la idea de estudiar cuidadosamente el estado de
su hermano, de observar cómo se hallaba bajo la manta el cuerpo del enfermo,
cómo tenía dobladas sus enfaquecidas piernas y espaldas, a fin de hacerle
adoptar una posición que le aliviara en algo los sufrimientos.
Cuando
pensaba en estos detalles, un escalofrío le recorría hasta la medula. Estaba
persuadido de que era imposible hacer nada, ni para prolongar la vida de
Nicolás, ni para atenuar sus sufrimientos.
El
enfermo adivinaba el sentimiento de su hermano, su conciencia respecto a la
inutilidad de toda ayuda, y se irritaba, cosa que apenaba doblemente a Levin.
Estar en el cuarto del enfermo le atormentaba, y no estar en él le parecía peor
aún. No hacía, pues, más que entrar y salir bajo diferentes pretextos,
sintiéndose incapaz de quedarse solo.
Kitty
sentía, pensaba y obraba muy diversamente. El enfermo había despertado en ella
compasión, y la compasión produjo en su alma de mujer un sentimiento que nada
tenía que ver con el de repugnancia y horror que había despertado en su marido,
y que se expresaba en la necesidad de obrar, enterarse con todo detalle del
estado del paciente y hacer lo posible para ayudarle.
No
dudando de que debía hacerlo, no dudaba tampoco de la posibilidad de
realizarlo, y, en seguida, puso manos a la obra.
Los
detalles cuyo pensamiento aterraban a su marido, ocuparon desde el primer
momento la atención de Kitty. Envió a uno a buscar el médico, envió a otro a la
farmacia, mandó a la criada que venía con ella y a María Nicolaevna barrer el
suelo, limpiar el polvo y fregar. Por su parte, no se quedaba tampoco atrás:
limpiaba un objeto, ponía en orden otro, arreglaba las ropas bajo la manta...
Por orden suya se sacaban cosas de la habitación del enfermo y se llevaban
otras de más utilidad.
Entraba
ella misma en la habitación sin preocuparse de hallar clientes en el pasillo,
traía a la alcoba del enfermo sábanas, toallas, almohadas, camisas, y otras
veces, ya usadas, las sacaba de ella.
El
criado que servía la comida a los ingenieros en la sala común, acudía a veces a
la llamada de Kitty con irritado semblante, pero no podía desatender las
órdenes que ella le daba, porque lo hacía con tan suave insistencia que no se
la podía desobedecer.
Levin
no la aprobaba, ni creía que lo que hacía fuera útil para el paciente. Sobre
todo, temía que su hermano pudiera enojarse. Pero Nicolás permanecía sosegado,
si bien algo confuso, y seguía con interés las ¡das y venidas de su cuñada.
Al
volver de casa del médico, adonde le enviara Kitty, Levin halló que estaban,
por orden de la joven, mudando de ropa al enfermo. Su tronco largo y blanco,
con salientes omoplatos y prominentes costillas, estaba al descubierto, y María
Nicolaevna y el criado luchaban inútilmente por colocar las mangas de la camisa
en el flaco brazo, caído contra la voluntad del enfermo.
Kitty,
al entrar Levin, cerró con precipitación la puerta. No miraba al enfermo, pero
cuando éste volvió a gemir se acercó a él.
-¡Vamos!
-dijo.
-No
se acerque... Yo mismo... -repuso él irritado.
Kitty
comprendió que Nicolás se avergonzaba de aparecer desnudo en su presencia.
-No
le miro, no... -repuso ella arreglándole la manga-. María Nicolaevna: pase allí
y póngale ese lado -añadió.
-Ve,
por favor, a mi cuarto y, trae un frasco que hay en el saquito, en el bolsillo
del lado -dijo a su marido-. Entre tanto, terminarán de limpiar aquí.
Al
volver con el frasco, Levin halló al enfermo ya en la cama. Todo a su alrededor
tenía otro aspecto. El olor desagradable había sido sustituido por el de una
mezcla de perfume y vinagre que Kitty, sacando los labios a hinchando sus
encarnadas mejillas, esparcía a través de un tubito por la habitación.
En
ningún sitio había ya polvo; al pie del lecho se veía una alfombra. En la mesa
estaban ordenados los frascos, la botella y la ropa necesaria, bien plegada,
así como la broderie anglaise en que trabajaba Kitty.
En
otra mesa había agua, medicamentos y una bujía. Lavado y peinado, entre las
sábanas blancas y los almohadones mullidos, vistiendo la camisa limpia con
cuello blanco del que salía su garganta delgadísima, el enfermo descansaba
mirando a Kitty fijamente, con una expresión llena de renovada esperanza.
El
médico, a quien Levin halló en el casino, no era el que hasta entonces
atendiera a Nicolás y del que éste se sentía descontento.
El
nuevo médico aplicó el fonendoscopio, escuchó la respiración del enfermo, meneó
la cabeza, prescribió una medicina insistiendo con especial meticulosidad en el
modo de administrarla y después ordenó el régimen a observar. Aconsejó huevos
crudos o apenas pasados por agua y agua de Seltz con leche recién ordeñada, a
una determinada temperatura.
Cuando
el médico se fue, Nicolás dijo a su hermano algo de lo que éste sólo percibió
las últimas palabras: "Tu Katia..." .
Pero
en la mirada de Nicolás, Levin comprendió que el enfermo la estaba alabando. En
seguida Nicolás hizo venir a su lado a Katia, como él la llamaba.
-Katia
-dijo-, me siento mucho mejor. Con usted me habría curado hace tiempo. Estoy
muy bien...
Le
tomó la mano y fue a llevarla a sus labios, pero, temiendo que ello la
desagradase, desistió de su propósito y soltándole la mano se limitó a
acariciarla. Kitty, con ambas manos, estrechó la del enfermo.
-Ahora,
póngame del lado izquierdo y váyanse a dormir -dijo Nicolás.
Nadie
le entendió, excepto Kitty. Y lo comprendió porque estaba en todo momento con
la atención puesta en las necesidades del enfermo.
-Ponle
del otro lado -dijo a su marido-. Siempre duerme de ese... Ayúdale. Llamar a
los criados es desagradable y yo no puedo... ¿Usted no puede hacerlo? -preguntó
a María Nicolaevna.
-Le
tengo miedo -repuso la mujer.
Pese
al horror que inspiraba a Levin enlazar aquel cuerpo terrible y asir bajo la
manta aquellos miembros cuya delgadez le asustaba, animado por el ejemplo de su
mujer y con una decisión en el rostro que ella no le conocía, introdujo las
manos entre las ropas y cogió a su hermano.
A
despecho de su fuerza extraordinaria, le asombró el peso de aquellos miembros
sin vida. Mientras le volvía al otro lado, sintiendo en tomo a su cuello aquel
brazo delgado y enorme, Kitty, rápidamente, sin que lo notasen, volvió la
almohada, la sacudió y arregló la cabeza y cabellos del enfermo, que otra vez
se le pegaban a las sienes.
Nicolás
retuvo en su mano la de Levin y éste notó que su hermano quería hacer algo con
ella, llevándola no sabía a dónde.
Le
dejó hacer, con el corazón estremecido...
Nicolás
llevó la mano de su hermano a la boca y la besó. Agitado por los sollozos y sin
fuerzas para hablar, Levin salió de la habitación.
XIX
"Ha
descubierto a los niños y a los pobres de espíritu, lo que ha ocultado a los
sabios", pensaba Levin de su mujer, mientras hablaba con ella aquella
noche.
Evocaba
las palabras del Evangelio no porque se considerase sabio, sino porque no podía
ignorar que era más inteligente que su mujer y que Agafia Mijailovna, ni podía
desconocer tampoco que, cuando pensaba en la muerte, lo hacía con todas las
fuerzas de su alma. Constábale también que muchos cerebros de hombres habían
filosofado sobre la muerte y no sabían sobre ella ni la centésima parte que su
mujer y Agafia Mijailovna.
Por
diferentes que fueran Agafia Mijailovna y Kafa, como la llamaba su hermano y
como ahora le gustaba también llamarla a Levin, en aquel asunto eran
completamente iguales. Ambas sabían, sin duda, lo que era la vida y la muerte,
y aunque no pudiesen contestar ni comprender las preguntas que Levin pudiera
formularse a aquel respecto, ninguna de las dos dudaba de la trascendencia de
tal fenómeno, y no sólo se lo explicaban de una manera completamente igual sino
que compartían esta opinión con millares de personas.
Y
la prueba de que ambas sabían muy bien lo que era la muerte era que las dos
conocían cómo se tenía que obrar con los moribundos sin asustarse de ellos. En
cambio, Levin y otros que hablaban a menudo de la muerte era indudable que la
ignoraban, puesto que la temían y no sabían cómo obrar en su presencia. De
haber estado Levin a solas con su hermano, nada habría hecho sino mirarle con
horror y esperar con horror mayor aún, incapaz de hacer otra cosa.
Ni
aun sabía qué decir, cómo mirar, cómo andar. Hablar de cosas secundarias le
parecía ofensivo para el enfermo, y hablar de la muerte, de cosas sombrías, le
resultaba imposible también.
"Si
le miro, pensará que le estudio; si no le miro, que pienso en otra cosa. Si
ando de puntillas se molestará, y andar con naturalidad sería vergonzoso."
Kitty,
al contrario, no tenía tiempo de pensar en ello; ocupada sólo de su enfermo,
parecía tener clara conciencia de la conducta que había de seguir con él y
lograba salir airosa en todo lo que intentaba.
Hablaba
al enfermo de sí misma, de su boda; sonreía compasiva, le acariciaba y refería
casos de curación, y lo decía de una manera tan adecuada que también en ello
demostraba que conocía la muerte.
La
prueba de que la actividad de Kitty y de Agafia Mijailovna no era maquinal,
consistía en que no se reducía a cuidados físicos, al deseo de aliviar los
sufrimientos del enfermo, sino que, además de esto, ambas querían para el
paciente algo más, más importante y sin relación alguna con tales cuidados
materiales.
Agafia
Mijailovna, hablando del anciano criado fallecido, decía:
"Gracias
a Dios, comulgó y recibió la extremaunción... Dios nos dé a todos una muerte
semejante."
Además
de cuidarse de la ropa, las medicinas y la bebida, Kitty, ya el primer día,
supo persuadir al enfermo de la necesidad de comulgar y recibir la
extremaunción.
Al
dejar a su hermano por la noche, Levin pasó a sus habitaciones y se sentó, con
la cabeza baja, sin saber qué hacen No pensaba en que no había cenado, en que
no estaba arreglado para dormir, y no osaba ni hablar a su esposa, ante la cual
se sentía como avergonzado.
Kitty,
al contrario, estaba más activa a incluso más animada que nunca. Ordenó que les
sirviesen la cena, arregló las cosas y ayudó a preparar las camas sin olvidarse
de poner en ellas polvos insecticidas.
Estaba
llena de esa animación y agilidad mental que se despierta en los hombres la
víspera de un combate, de una lucha, de un momento peligroso y decisivo de su
vida, una de esas ocasiones en que los hombres prueban su valor para siempre y
que acreditan que todo su pasado no ha transcurrido en balde, sino que sirvió
de preparación para tal momento.
Trabajaba
bien y con rapidez, y antes de media noche todos los objetos estaban limpios y
ordenados de tal modo que la habitación de la fonda parecía su propia casa: las
camas hechas, los cepillos, peines y espejitos sacados del baúl y las toallas
en sus sitios. La mesa estaba preparada.
Levin
sentía que todo, comer, hablar, dormir, era imperdonable, y parecíale que cada
uno de sus movimientos resultaba inadecuado a la situación. Pero cuando Kitty
ordenaba los cepillos, por ejemplo, lo hacía con tanta naturalidad que no se descubría
en ello nada de irreverente.
Sin
embargo, no probaron bocado y, aunque tardaron mucho en acostarse, en largo
rato les fue imposible dormir.
-Estoy
muy contenta de haberle convencido de que reciba la extremaunción -decía Kitty,
sentada, con su ropa de noche, ante un espejo plegable, peinando con un peine
apretado sus cabellos perfumados y suaves-. Yo no he asistido nunca a esa
ceremonia, pero mamá dice que rezan por la curación...
-¿Crees
que má hermano se puede curar? -preguntó Levin, mirando la fina raya de los
cabellos de su mujer, que desaparecía a medida que ella pasaba el peine más
abajo por su cabeza.
-He
preguntado al médico y dice que no vivirá más de tres días. Pero, ¿qué saben
ellos? No obstante, me alegro de haberle convencido --dijo Kitty, mirando a su
marido bajo sus cabellos-. Todo es posible -añadió, con la expresión astuta que
podría decirse que había en su rostro siempre que hablaba de religión.
Después
de la conversación que sobre temas religiosos habían sostenido siendo novios,
no habían vuelto a tocarlos jamás, pero Kitty continuaba asistiendo a la
iglesia y rezando sus oraciones, siempre con el tranquilo convencimiento de que
cumplía con un deber.
A
pesar de las seguridades en contra dadas por Levin, Kitty estaba segura de que
él era tan buen cristiano como ella, si no mejor, y que cuanto le decía al
respecto era una de esas tontas bromas masculinas, como las que decía sobre la broderie
anglaise: que las gentes razonables cosen los agujeros y ella los hacía a
propósito, y otras cosas por el estilo.
-Esa
mujer -dijo Levin, aludiendo a María Nicolaevna-, no supo arreglar nada.
Confieso que estoy muy contento de que hayas venido. Eres tan pura que...
Tomó
su mano y no la besó, porque, hacerlo hallándose la muerte tan próxima, le
parecía una especie de profanación, y se limitó a estrechársela y a contemplar
con mirada llena de arrepentimiento los ojos de Kitty, que se aclararon
al notario.
-Encontrándote
solo aquí, habrías sufrido más --dijo ella, alzando sus manos para ocultar el
alegre rubor que cubrió sus mejillas.
Anudó
los cabellos en su nuca y los sujetó con horquillas.
-Antes
--continuó -no sabía nada de esto. Pero aprendí mucho en Soden.
-¿Es
posible que hubiera allí enfermos como él?
-Los
había peores.
-Me
resulta terrible no poder verle como de joven. ¡No sabes lo buen muchacho que
era! Yo entonces no le comprendía.
-Lo
creo... Me parece que habríamos sido muy amigos.
Y
miró a su marido, asustada de lo que había dicho. Los ojos se le llenaron de
lágrimas.
-Lo
" habríais sido ..." -repuso él, tristemente-. Era de esos hombres de
los que se dice que no están hechos para este mundo.
-Tenemos
muchos días de fatigas por delante. Vamos a dormir -repuso Kitty, consultando
su minúsculo reloj.
XX
Al
día siguiente, el enfermo comulgó y recibió la extremaunción. Durante la
ceremonia, Nicolás oró con fervor. En sus grandes ojos, fijos en el icono
puesto sobre la mesa, plegada y cubierta con un paño de color, había tanta
imploración vehemente, tanta esperanza, que Levin le miraba aterrado, porque
sabía que aquella imploración y aquella esperanza harían más dolorosa la
separación de la vida que su hermano amaba tanto.
Levin
conocía a Nicolás y su modo de pensar, le constaba que su falta de fe no
procedía de que le fuera más cómodo vivir sin ella, sino de que, poco a poco,
las explicaciones científicas de los fenómenos universales la habían borrado de
su alma.
El
retorno, pues, de su hermano a la fe no era sincero, hijo de la reflexión, sino
momentáneo, egoísta, nacido de una vana esperanza de curarse.
Levin
sabía que Kitty había avivado aquella esperanza relatándole casos
extraordinarios de curaciones oídas por ella, y esto hacia aun mas penosa para
él la mirada llena de ruego y esperanza de su hermano, y la vista de aquella
mano que se levantaba con dificultad para trazar la señal de la cruz sobre
aquella frente de piel tirante y ante aquellos hombros salientes y aquel pecho
hueco y ronco que ya no podía abrigar en sí la vida por la que oraba el
enfermo.
Durante
la ceremonia, Levin hizo lo que, a pesar de su incredulidad, había hecho en
tantas ocasiones: dirigirse a Dios y suplicarle:
"Si
existes, haz que cure este hombre, y así nos salvarás a él y a mí."
A
raíz de la extremaunción, el paciente experimentó una repentina mejoría. En una
hora no tosió ni una vez, sonreía, besaba la mano de Kitty, le daba las gracias
con lágrimas en los ojos, decía que se sentía bien y fuerte, que no le dolía
nada y tenía apetito.
Incluso
se incorporó él mismo en la cama cuando le llevaron la sopa y pidió una croqueta
de carne más.
A
pesar de su estado desesperado, y de lo evidente que parecía, con sólo mirarle,
que no podía curar, Kitty y Levin le hallaron, durante una hora, en un estado
indescriptible, de feliz y temerosa emoción.
-Está
mejor.
-Sí,
mucho mejor.
-Es
extraordinario.
-No
hay nada de extraordinario. Sea como sea, está mejor.
Así
se decían el uno al otro en voz baja.
El
engaño duró poco. El enfermo durmió tranquilamente media hora y luego despertó
la tos. De repente en él y en todos los que le rodeaban desaparecieron todas
las esperanzas. La realidad del sufrimiento las había destruido por completo, y
ni en Levin, ni en Kitty, ni en el moribundo quedó rastro alguno de lo que
sintieran en aquel momento.
Sin
ni siquiera aludir a lo que creía media hora antes, hasta como si se
avergonzase de recordarlo, Nicolás pidió que le dieran a respirar el frasco de
yodo cubierto de un papel agujereado.
Levin
se lo dio y la misma mirada de emocionada esperanza con que el enfermo recibió
la extremaunción, se pinto en su rostro al insistir sobre las palabras del
médico de que el aspirar yodo produce nlllagros.
-¿No
está Katia aquí? -preguntó Nicolás, mirando la habitación cuando su hermano
repitió de mal grado las palabras del médico---. Si no está, te diré que he
hecho todo esto por ella. ¡Es tan buena! Pero ni tú ni yo podemos engañamos. En
esto sí que creo...
Y
oprimiendo el frasco con su mano huesuda comenzó a aspirar el yodo.
A
las ocho de la noche, mientras Levin y su mujer tomaban el té en su habitación,
María Nicolaevna llegó corriendo sofocada.
-Ha
perdido el color y le tiemblan los labios -dijo-. Está muriéndose. Temo que
muera en seguida.
Los
tres se apresuraron, Nicolás estaba incorporado en la cama, apoyado en el
brazo, con la larga espalda inclinada y la cabeza muy baja.
-¿Qué
sientes? -preguntó Levin después de un silencio.
-Siento...
que me voy -repuso el enfermo con dificultad, pero con gran precisión,
pronunciando lentamente las palabras, sin alzar la cabeza y no dirigiendo más
que los ojos hacia arriba, sin llegar al nivel del rostro de su
hermano-. Katia, váyase -añadió luego.
Levin
se levantó de un salto y en voz baja, pero decidida, suplicó a su mujer que
saliera.
-Me
voy -dijo de nuevo Nicolás.
-¿Por
qué te lo figuras? -respondió Levin, por decir algo.
-Porque...
me voy -insistió Nicolás, como si hubiese tomado apego a la palabra---. Esto es
el fin.
María
Nicolaevna se acercó a él.
-Harías
mejor en tenderte en la cama. Te encontrarías más cómodo --dijo.
-Pronto
estaré tendido -repuso Nicolás en voz baja- y muerto... -agregó con amarga
ironía-. Bueno: tendedme si queréis.
Levin
colocó a su hermano de espaldas, se sentó a su lado y, conteniendo la
respiración, le miró a la cara. El moribundo yacía con los ojos cerrados
y de vez en cuando los músculos de su frente se movían, como en el hombre que
piensa en algo con insistencia y profundidad.
Involuntariamente,
Levin, junto a su hermano, pensaba en lo que en el espíritu de éste se cumplía
en aquel momento, pero, pese a todos sus esfuerzos mentales, por la expresión
de aquel rostro tranquilo y sereno, por el movimiento de los músculos de su
frente, comprendía que para el moribundo se aclaraba, se aclaraba lo que para
Levin permanecía oscuro.
-Sí,
sí... eso es -pronunció lentamente el agonizante-. Esperad -y calló de nuevo-.
¡Eso es! -volvió a decir, tranquilizado, como si todo se hubiese ya hecho claro
para él-. ¡Oh, Dios mío! -exclamó con un hondo suspiro.
María
Nicolaevna le tocó los pies.
-Se
le están poniendo fríos -dijo.
Durante
un rato muy largo, según le pareció a Levin, el enfermo permaneció inmóvil.
Pero aún vivía y de vez en cuando suspiraba. Levin se sentía cansado de su
tension mental. Pero, a pesar de ello, no podía comprender lo que su hermano
definía con aquel "eso es", y veía que el moribundo le había dejado
atrás hacía rato.
Ya
no pensaba en la muerte en sí, sino en lo que debía hacer ahora: cerrarle los
ojos, vestirle, tapar el ataúd...
Y,
lo que era más extraño, se sentía indiferente del todo; no experimentaba ni
pena ni dolor por la muerte de su hermano, y menos aún piedad por él. Más bien
experimentaba un sentimiento de envidia por lo que sabía ahora el agonizante y
él ignoraba.
Mucho
tiempo permaneció junto al lecho, esperando el fin. Pero el fin no llegaba.
La
puerta se abrió y Kitty apareció en el umbral. Levin se levantó para detenerla,
mas, al disponerse a hacerlo, sintió un movimiento del moribundo.
-No
te vayas -dijo Nicolás adelantando la mano.
Levin
se la cogió y con la otra hizo a su mujer una enojada señal para que saliera.
Media
hora, una hora, permaneció con la mano del agonizante en la suya. Ya no pensaba
en la muerte. Pensaba en lo que estaría haciendo Kitty, que se encontraba en la
habitación de al lado; en si el médico tendría casa propia. Y sentía deseos de
comer y dormir.
Soltó
suavemente la mano de Nicolás y tocó sus pies. Estaban fríos, pero el enfermo
respiraba aún.
Otra
vez Levin se dispuso a irse hacia la puerta, y otra vez su hermano se movió y
dijo:
-No
te vayas...
Amaneció.
El enfermo seguía lo mismo.
Levin,
con cuidado, soltó su mano, se fue a su cuarto, sin mirar al moribundo, y se
durmió.
Al
despertar, en vez del anuncio de la muerte de Nicolás, como esperaba, supo que
seguía igual.
Había
vuelto a sentarse en la cama, tosía, comía, hablaba, no mencionaba la muerte a
insistía en sus esperanzas de curarse. Estaba más huraño a irritable que
anteriormente. Nadie, ni aun su hermano ni Kitty, podían calmarle. Se enfadaba
contra todos, decía a todos cosas desagradables, les reprochaba sus
sufrimientos a insistía en que llamaran a un médico de Moscú.
A
todas las preguntas, contestaba con la misma rencorosa expresión de reproche:
-Sufro
horriblemente, de un modo insoportable...
Sufría
cada vez más, en efecto, sobre todo de desolladuras que ya no era posible
curar, y sentía una irritación creciente contra los que le rodeaban, a quienes
culpaba de todo y en especial de que no hicieran venir el médico de Moscú.
Kitty
procuraba ayudarle con todas sus fuerzas, pero era en vano, y Levin veía que,
aunque no quisiese reconocerlo, ella misma se atormentaba física y moralmente.
El
sentimiento de que aquel hombre había de morir, experimentado por todos la
noche en que se había despedido de la vida, cuando llamó a su hermano, había
casi desaparecido.
Todos
sabían que el fin era inevitable y que no podía tardar. El único deseo de todos
era que muriese cuanto antes; pero lo ocultaban y le daban medicinas, buscaban
médicos y drogas; y le engañaban y se engañaban a sí mismos.
Todo
era una mentira vil; ultrajante, sacrílega. Y la mentira causaba tanto mayor
dolor a Levin cuanto que era entre todos quien más amor sentía por el enfermo.
Preocupado
desde tiempo atrás por la idea de reconciliar a sus dos hermanos, antes de que
muriese Nicolás, había escrito a Sergio Ivanovich, y al recibir respuesta de éste,
la leyó al enfermo.
Sergio
Ivanovich decía que le era imposible ir, pero pedía perdón a su hermano con las
expresiones más conmovedoras.
El
enfermo no dijo nada.
-¿Qué
contesto? -preguntó Levin-. Supongo que ya no estarás enfadado contra él.
-Ni
lo más mínimo -repuso Nicolás, con irritación, al oír la pregunta de Levin-.
Escríbele que me envíe el médico.
Pasaron
otros tres terribles días. El enfermo seguía igual. Cuantos le veían
experimentaban ahora el deseo de que muriese pronto: el dueño y el criado de la
fonda, todos los huéspedes, el médico, María Nicolaevna, Levin y Kitty. El
único que no lo expresaba era él, que continuaba, por el contrario,
indignándose de que no hiciesen venir el médico de Moscú, seguía tomando
medicinas y hablaba continuamente de vivir.
Sólo
en algunas ocasiones, cuando el opio le proporcionaba el olvido de sus
sufrimientos, decía, medio dormido, lo que los demás pensaban en su interior:
"¡Ojalá venga el final cuanto antes!". O bien: " ¿Cuándo
terminará todo esto?".
Los
sufrimientos, aumentando gradualmente, le preparaban para la muerte.
Cualquier
posición que adoptase le hacía sufrir, no perdía en ningún momento la
conciencia de su estado, y no había un lugar ni un músculo de su cuerpo que no
padeciera y le atormentara. Hasta el recuerdo, la impresión, la idea de aquel
cuerpo despertaban en él tanta repugnancia como el cuerpo mismo. La presencia
de los demás, sus conversaciones, los propios recuerdos, todo eran para él
motivo de martirio.
Cuantos
le rodeaban lo sentían y, en su presencia, se constreñían inconscientemente en
sus ademanes y conversaciones y en la expresión de sus deseos. La vida del
enfermo les unía en un mismo sentimiento de que sufrían y en el deseo de
librarse de aquel sufrimiento.
En
él se cumplía evidentemente esa transformación que lleva a mirar la muerte como
la satisfacción de los deseos, como una felicidad.
Antes,
cualquier deseo producido por un dolor o una necesidad: hambre, sed, fatiga, se
satisfacía por función de su cuerpo produciéndole un placer, pero ahora sus
privaciones y sufrimientos no obtenían satisfacción, y el intento de
satisfacerlos no hacía sino producir nuevas torturas. Y por esto, todos sus
deseos se juntaban ahora en un único deseo: librarse de todos sus sufrimientos
librándose de su cuerpo, que era el origen de ellos.
Mas,
como no encontraba palabras para expresar aquel deseo, continuaba, por
costumbre, reclamando la satisfacción de aquellos deseos que no podían ya
satisfacerse.
-Volvedme
del otro lado -decía. Y a continuación pedía que le pusiesen de nuevo del lado
de antes-. Traedme caldo. Llevaos ese caldo. Contadme algo; ¿por qué calláis?
-yen cuanto empezaban a hablar cerraba los ojos y expresaba cansancio,
indiferencia y repugnancia.
El
décimo día de llegar a la ciudad, Kitty enfermó. Tenía dolor de cabeza y mareo
y en toda la mañana no pudo levantarse. El médico afirmó que la enfermedad
provenía de fatiga y emociones y le recomendó tranquilidad espiritual.
Pero
después de comer, Kitty se levantó y fue como siempre; con su labor, a la habitación
del enfermo.
El
la miró seriamente al verla entrar y sonrió con desagrado cuando Kitty le dijo
que se sentía mal.
Todo
aquel día el enfermo estuvo sonándose sin cesar y gimiendo. De repente, su
rostro se aclaró por un momento y bajo el bigote se dibujó una sonrisa. Las
mujeres allí presentes comenzaron a arreglarlo.
-¿Cómo
se encuentra? -le preguntó Kitty.
-Me
duele -repuso él con dificultad.
-¿Dónde?
-En
todas partes.
-Ya
verán como hoy se muere -dijo María Nicolaevna en voz baja. Pero el enfermo,
muy sensible, pudo oírlo, como observó Levin.
Nicolás
lo oyó, en efecto, mas tales palabras no le produjeron impresión. Su mirada
seguía teniendo la misma expresión concentrada y de reproche.
-¿Por
qué piensa usted eso? -le preguntó Levin cuando salió con ella al pasillo.
-Porque
ha estado cogiéndose -respondió María Nicolaevna.
-¿Qué
quiere decir "cogiéndose"?
-Esto
-dijo María Nicolaevna, tirando de los pliegues de su vestido.
Levin
notó que, en efecto, Nicolás se pasaba el día cogiéndose las ropas y tirando de
ellas como para arrancárselas.
La
predicción de la mujer fue exacta.
Al
anochecer, el enfermo ya no tenía fuerzas para alzar las manos y no hacía más
que mirar ante sí con reconcentrada expresión en su mirada.
Incluso
cuando Kitty y su hermano se inclinaban sobre él de modo que pudiera verles,
seguía mirando de la misma manera. Kitty llamó al sacerdote para rezar la
oración de los agonizantes.
Mientras
el sacerdote recitó la oración, el enfermo no dio señal alguna de vida, pero
hacia el final se estiró, suspiró y abrió los ojos. Levin, Katia y María
Nicolaevna estaban junto a su lecho.
Concluida
la oración, el sacerdote tocó la fría frente con el crucifijo, luego la
envolvió lentamente en la estola y tras un silencio de un par de minutos tocó
la manaza fría y exangue.
-Ha
muerto -dijo el sacerdote.
Y
se dispuso a alejarse. Pero entonces los labios de Nicolás se movieron y,
claros en el silencio, brotando de las profundidades del pecho, se oyeron unos
sonidos decisivos y penetrantes:
-Todavía
no... Pronto...
Su
rostro se aclaró por un momento y, bajo su bigote, se dibujó una sonrisa. Las
mujeres allí presentes comenzaron a arreglarlo.
El
aspecto de su hermano y la proximidad de la muerte renovaron en Levin el
sentimiento de horror que le invadiera aquella noche de otoño en que Nicolás
había llegado a la finca, en el pueblo, ante lo que había de enigmático, de
próximo a inevitable en la muerte.
Ahora
este sentimiento era más vivo que antes. Se sentía menos capaz aún de penetrar
en su misterio y veía su inminencia más terrible aún.
Pero
ahora sentía que la proximidad de su mujer le salvaba de la desesperación. A
despecho de la muerte, experimentaba la necesidad de vivir y de amar. Sentía
que el amor le salvaba y que, bajo aquella amenaza, el amor renacía siempre más
fuerte y más puro.
Apenas
se produjo ante sus ojos el inescrutable misterio de la muerte, sobrevino otro
igualmente insondable: el del amor y la vida.
El
médico, confirmando lo que había ya supuesto antes, les comunicó que Kitty
estaba encinta.
XXI
Desde
que Alexey Alejandrovich comprendió por las palabras de Betsy y Oblonsky que lo
que se exigía de él era que dejase tranquila a su mujer y no la importunara con
su presencia, cosa que también ella deseaba, se sintió tan anonadado que nada
pudo decir por sí mismo.
Él
mismo no sabía lo que quería y, entregándose en manos de los que tanto placer
hallaban en organizar sus asuntos, aceptaba cuanto le proponían.
Únicamente
cuando Ana se fue de casa y la inglesa envió a preguntarle si ella debía comer
con él o sola, comprendió su situación por primera vez y se horrorizó.
Lo
que era peor en su situación es que en modo alguno podía unir y relacionar lo
pasado con lo que ahora sucedía. No le atormentaba el recuerdo de aquellos días
en que viviera feliz con su mujer, pues el tránsito de aquel pasado, el estado
presente de cosas, al saber la infidelidad de ella, lo había sobrepasado con
sus sufrimientos, y si bien aquella situación se había hecho penosa para él,
también por otra parte, se le había hecho comprensible.
Si
en aquel momento, al anunciarle su infidelidad, su mujer le hubiera abandonado,
se habría sentido desgraciado y triste pero no en la situación sin salida,
inexplicable para él mismo, en que se hallaba al presente.
Le
era imposible de todo punto, ahora, relacionar su reciente perdón, su ternura,
su amor a la esposa enferma y a la niña de otro, con lo que al presente
sucedía, en que, como recompensa a todo ello, se veía solo, cubierto de
oprobio, deshonrado, inútil para todo y objeto del desprecio general.
Los
dos primeros días siguientes a la marcha de su mujer, Karenin recibió visitas,
vio al encargado del despacho, asistió a la comisión y fue al comedor, como de
costumbre.
Sin
darse cuenta de por qué lo hacía, concentraba todas las fuerzas de su alma en
simular aspecto tranquilo y hasta indiferente.
Contestando
a las preguntas del servicio sobre el destino que debía darse a los efectos y
habitaciones de Ana, Alexey Alejandrovich se esforzaba en afectar la actitud de
un hombre para quien lo sucedido no tenía nada de imprevisto ni salía en nada
de la órbita de los sucesos corrientes. Y preciso es confesar que lo lograba:
nadie pudo descubrir en él el menor síntoma de desesperación.
Al
día siguiente de la marcha de Ana, cuando Korney le presentó la cuenta de un
almacén de modas que ella olvidara pagar, anunciándole que estaba allí el
encargado, Alexey Alejandrovich dio orden de hacerle pasar.
-Perdone,
Excelencia, que me permita molestarle. Pero si debo dirigirme a su señora
esposa, le ruego que me dé su dirección.
Karenin
quedó pensativo, así le pareció al menos al encargado y, de pronto,
volviéndose, se sentó a la mesa; permaneció un rato en la misma actitud, con la
cabeza entre las manos, probó a hablar repetidas veces, pero no lo consiguió.
Comprendiendo
los sentimientos de su señor, Korney rogó al encargado que volviera otro día.
Una
vez solo, Karenin se dio cuenta de que le faltaban las fuerzas para seguir
mostrándose firme y tranquilo como se había propuesto.
Dio
orden de desenganchar el coche, que le esperaba, dijo que no recibiría a nadie
y no salió a comer.
Reconocía
que era imposible soportar la presión del desprecio general, la animosidad que
leía en el rostro del encargado de la tienda, de Korney, y de todos, sin
excepción, de cuantos encontraba desde hacía dos días.
Comprendía
que no podría hacer frente al odio de la gente concitado contra él, porque tal
odio procedía, no de que él hubiera sido malo (en cuyo caso podía procurar ser
mejor), sino de que era vergonzosa y despreciablemente desgraciado. Sabía que
por lo mismo que su corazón estaba destrozado, la gente no tendría compasión de
él. Tenía la impresión de que sus semejantes le aniquilarían como los perros
ahogan al animal herido que aúlla de dolor.
Le
constaba que su única salvación respecto a la gente consistía en ocultarles sus
heridas. Y eso había intentado durante dos días, pero ahora le faltaban las
fuerzas para proseguir lucha tan desigual.
Su
desesperación aumentaba con la conciencia que tenía de encontrarse
completamente solo con su dolor. Ni en San Petersburgo ni fuera de allí tenía
persona alguna a quien pudiera hacer participe de sus sentimientos, alguien que
pudiese comprenderle, no como a un alto funcionario y miembro del gran mundo,
sino simplemente como a un hombre afligido.
Alexey
Alejandrovich había crecido huérfano. Eran dos hermanos. No recordaba a su
padre, y su madre había muerto cuando él no contaba diez años aún. No eran
ricos. El tío Karenin, alto funcionario y favorito del Zar en otros tiempos,
había cuidado de su educación.
Terminados
los cursos en el instituto y la universidad, con diplomas, Alexey
Alejandrovich, ayudado por el tío, emprendió una brillante carrera, y a partir
de entonces se consagro por entero a la ambición del cargo oficial.
Ni
en el instituto, ni en la universidad, ni en el trabajo entabló Karenin amistad
con nadie. Su hermano, el más cercano a él en espíritu, empleado en el
ministerio de Asuntos Exteriores, que había vivido casi siempre en el
extranjero, murió a poco del casamiento de Alexey Alejandrovich.
Siendo
Karenin gobernador, la tía de Ana, señora rica de su provincia, se ingenió para
poner en relación con su sobrina a aquel hombre que, aunque ya no joven, lo era
todavía para gobernador, y le puso en situación que no le quedó otra alternativa
que declararse o dejar la ciudad.
Alexey
Alejandrovich dudó mucho. Midió todos los aspectos en pro y en contra y observó
que no había motivo alguno que le obligase a prescindir de su regla general: la
de abstenerse en la duda.
Pero
la tía de Ana le hizo saber, mediante un conocido, que había comprometido ya la
reputación de la joven y que su deber de caballero le obligaba a pedir su mano.
Alexey Alejandrovich lo hizo así, pidió la mano de Ana y le consagró, de novia
y de esposa, todo el afecto de que era capaz.
Aquel
sentimiento de cariño hacia Ana excluyó de su corazón sus últimas necesidades
de mantener relaciones cordiales con los hombres. Y ahora no tenía íntimo
alguno entre sus conocidos. Contaba con muchas de las llamadas relaciones, pero
no con amistades. Había numerosas personas a las que podía invitar a comer, a
participar en algo que le interesase, recomendar a algún protegido suyo,
criticar con ellas en confianza a otras personas y a los miembros más
destacados del Gobierno, pero las relaciones con esas personas estaban
limitadas por un círculo muy definido por las costumbres y las conveniencias y
del que era imposible salir.
Tenía,
es verdad, un íntimo amigo de la universidad con el que conservó amistad a
través del tiempo y con el que habría podido hablar de sus amarguras
personales, pero ese amigo era inspector de Enseñanza de un distrito
universitario lejano de la capital. De modo que las personas más allegadas y
con quienes parecía más posible desahogar su tristeza eran su médico y el jefe
de su departamento.
Mijail
Vasilievich Sliudin, el jefe de su departamento, era un hombre sencillo,
inteligente, bueno y honrado por el que Alexey sentía simpatía y afecto, pero
un trabajo continuado en común durante cinco años había levantado entre ellos
una barrera que impedía las explicaciones cordiales.
Karenin,
al terminar de firmar los documentos, guardó silencio largo rato, mirando a
Mijail Vasilievich, a punto de desahogarse con él, pero no se supo decidir. Ya
había preparado la frase: "¿Ha oído hablar de lo que me pasa?", pero
terminó diciéndole, como siempre:
-Bien;
prepáremelo todo para mañana.
Y
con esto le despidió.
La
otra persona bien dispuesta hacia él, el médico, había acordado un pacto tácito
con Karenin: que los dos tenían mucho que hacer y no podían perder tiempo en
bagatelas.
En
sus amigas, empezando por la condesa Lidia Ivanovna, Karenin no pensó siquiera.
Las mujeres, por el hecho de serlo, no despertaban en él sino sentimientos de
repulsión.
XXII
Karenin
olvidaba a la condesa Lidia Ivanovna, pero ella no se olvidaba de él, y en
aquel momento de terrible desesperación y soledad, acudió a casa de Alexey
Alejandrovich y entró en su despacho sin hacerse anunciar.
Le
encontró sentado, con la cabeza entre las manos.
-J'ai
forcé la consigne -dijo
ella, entrando con pasos rápidos y respirando con dificultad por la emoción y
por la rapidez de su marcha.
-Lo
sé todo, Alexey Alejandrovich, amigo mío -continuó, apretando con fuerza la
mano de él y poniendo en los de Karenin sus ojos hermosos y pensativos.
Alexey
Alejandrovich, con el entrecejo arrugado, se levantó, soltó su mano y le
ofreció una silla.
-Haga
el favor de sentarse, Condesa. No recibo porque me encuentro mal...
Y
sus labios temblaron.
-¡Amigo
mío! -repitió la Condesa sin apartar su mirada de él.
De
pronto sus cejas se levantaron por su extremo interior formando un triángulo
sobre su frente; su rostro amarillo y feo se afeó todavía más, pero Alexey
Alejandrovich comprendió que ella le compadecía y que estaba a punto de llorar.
Se
sintió conmovido; cogió la mano regordeta de la Condesa y se la besó.
-Amigo
mío -siguió ella, con voz entrecortada por la emoción -no se entregue al dolor.
Su pena es muy grande, pero debe consolarse.
-Estoy
deshecho, muerto, ya no soy un hombre -respondió Karenin, soltando la mano de
la Condesa, sin dejar de mirar sus ojos llenos de lágrimas-. Mi
situación es terrible, porque no encuentro en ninguna parte, ni aun en mí
mismo, un punto de apoyo.
-Ya
lo encontrará... No lo busque en mí, aunque le pido que crea en mi sincera
amistad -dijo ella con un suspiro-: Nuestro apoyo es el amor divino, el amor
que El nos legó... ¡Su carga es fácil!... -agregó con la mirada entusiasta que
tan bien conocía Karenin-. El le ayudará y le socorrerá.
Aunque
en tales palabras había aquella exagerada humildad ante los propios
sentimientos y aquel estado de espíritu místico, nuevo, exaltado, introducido
desde hacía poco en San Petersburgo, y que a Karenin le parecía superfluo, el
oír en labios de la Condesa, y en aquel momento, le conmovió.
-Me
siento débil, aniquilado. No pude prever nada, y tampoco ahora comprendo nada.
-¡Amigo
mío! -repetía Lidia Ivanovna.
-No
me apena lo que he perdido, no... No lo siento. pero no puedo dejar de
avergonzarme ante la gente de la situación en que me hallo. Es lamentable, pero
no puedo, no puedo...
-No
fue usted quien realizó aquel acto sublime. ¡Fue El quien lo dictó a su
corazón! ¡Aquel acto de perdón que ha despertado la admiración de todos!
---exclamó la condesa Lidia Ivanovna, alzando la vista, exultante-. ¡Por esto
no puede usted avergonzarse de su acto!
Alexey
Alejandrovich frunció el entrecejo y juntando los dedos comenzó a hacer crujir
las articulaciones.
-Es
preciso conocer todos los pormenores -dijo con su voz delgada---. Las fuerzas
de un hombre tienen su límite, Condesa, y yo he llegado al de las mías. Todo el
día de hoy he tenido que dar órdenes en casa, derivadas -recalcó la palabra
"derivadas" -de mi nuevo estado de hombre solo. Los criados, la
institutriz, las cuentas... Este fuego minúsculo me ha abrasado y no puedo más.
Ayer mismo, durante la comida... casi abandoné la mesa. No podía sostener la
mirada de mi hijo. No me preguntaba qué era lo que había pasado, pero quería
preguntármelo y no me atrevía a mirarle... y aun esto no es todo...
Karenin
iba a hablar de la cuenta que le habían llevado, pero su voz tembló y se
interrumpió. El recordar aquella cuenta en papel azul, por un sombrero y unas
cintas, le fue tan penoso que sintió lástima de sí mismo.
-Comprendo,
amigo mío -dijo la condesa Lidia Ivanovna-. Lo comprendo. Espero que usted
reconozca la sinceridad de mis sentimientos hacia usted. En todo caso, sólo he
venido para ofrecerle mi ayuda, si en algo le puedo ayudar. ¡Si pudiera
librarle de esas pequeñas y humillantes preocupaciones!... Lo que hace falta
aquí es una mujer, una mano femenina. ¿Permite que me encargue de ello?
Karenin,
en silencio, le apretó la mano con gratitud.
-Ocupémonos
de Sergio. Yo no estoy fuerte en asuntos prácticos, pero lo haré. Seré su ama
de llaves. No me lo agradezca. No soy yo quien lo hago.
-No
puedo dejar de agradecerle...
-Y
ahora, amigo mío, no se entregue al sentimiento de que me ha hablado, no se
avergüence de lo que representa el más alto grado de la perfección cristiana.
"Los que se humillan, serán ensalzados." Y no me agradezca nada. Hay
que agradecérselo todo a Él y pedir su ayuda. Sólo en Él encontraremos calma,
consuelo, salvación y amor --dijo ella, alzando los ojos al cielo. Y Karenin,
de su silencio, dedujo que rezaba. Alexey Alejandrovich la había escuchado
atentamente, y las mismas expresiones que antes, si no desagradables, le
parecían superfluas, ahora le resultaban naturales y consoladoras. Cierto que
no le placía la exageración puesta de moda en aquellos días. Era un creyente
que se interesaba por la religión ante todo en el sentido político, y la nueva
doctrina, que permitía ciertas interpretaciones nuevas abriendo la puerta a
discusiones y análisis, le era desagradable por principio.
Antes
le habló de ella con frialdad y hasta con aversión, nunca discutía con la
Condesa, una de las más fervientes adeptas, y contestaba siempre con un
silencio obstinado a todas sus insinuaciones.
Pero
hoy escuchaba todas sus palabras con placer, sin que se levantara en su alma la
menor objeción.
-Le
estoy infinitamente agradecido, tanto por lo que hace como por sus palabras
--dijo ella cuando acabó de rezar.
La
condesa Lidia Ivanovna estrechó una vez más las dos manos de su amigo.
-Ahora
empezaremos a obrar -dijo, tras un silencio, secándose los restos de sus
lágrimas.
Y
prosiguió:
-Voy
a ver a Sergio. Sólo en caso de extrema necesidad apelaré a usted.
Y
dicho esto, se levantó y salió.
Subió
al cuarto de Sergio y, cubriendo de lágrimas las mejillas del asustado niño, le
dijo que su padre era un santo y que su madre había muerto.
La
Condesa cumplió lo prometido, tomando sobre sí todas las preocupaciones
relacionadas con la casa.
Mas
no había exagerado al decir que no estaba fuerte en asuntos prácticos. Cuantas
órdenes daba tenía que rectificarlas después por imposibles de cumplir. Korney,
el criado de Karenin, sin que nadie lo observase, era el que ahora llevaba en
realidad la dirección de la casa de su amo, y era también él quien anulaba las
órdenes de la Condesa.
Pero,
con todo, la ayuda de Lidia Ivanovna era efectiva: dio un apoyo moral a Alexey
Alejandrovich en la conciencia del cariño y el respecto que sentía por él, y,
sobre todo, en el hecho de que ella le hubiese convertido, de creyente frío a
indiferente, en un adepto de la nueva doctrina cristiana tan en boga
últimamente en San Petersburgo, lo que le proporcionaba un gran consuelo. La
conversión no fue nada difícil, ya que él, como Lidia Ivanovna y otros que
compartían tales ideas, carecían por completo de profundidad de imaginación,
facultad en virtud de la cual las mismas representaciones de la imaginación
exigen, para hacerse aceptar, una cierta verosimilitud.
No
le parecía imposible y absurdo que la muerte eterna, existente para los
incrédulos, no existiera para él, y que, una vez poseedor de la fe completa, de
la que él mismo era juez, su alma se hallase libre de pecado, y tuviese, aun en
vida, la certeza de la salvación.
Cierto
que Alexey Alejandrovich sentía vagamente la ligereza y error de tal doctrina.
Sabía que cuando perdonó a su mujer, sin pensar que lo hacía obedeciendo a una
fuerza superior, se entregó a tal sentimiento por completo y experimentó más
felicidad que ahora que pensaba a cada momento que Cristo estaba en su alma y
que él cumplía su voluntad incluso cuando firmaba documentos. Pero ahora le era
necesario pensar así, sentir en su humillación aquella elevación imaginaria
desde la que, despreciado por los demás, podía despreciarlos a su vez,
aferrándose a su quimérica salvación, como si fuese verdadera.
XXIII
A
la condesa Lidia Ivanovna la habían casado con un hombre rico, noble, más bueno
que noble y más libertino que bueno. Ella era entonces una muchacha muy joven
aún y de naturaleza exaltada. Al segundo mes, su marido la dejó, respondiendo a
sus efusiones de ternura con la burla y hasta muchas veces con una hostilidad
que los que conocían el buen corazón del Conde y no veían defecto alguno en el
carácter entusiasta de Lidia, no podían comprenden Desde entonces, aunque no
divorciados, vivían aparte, y cuando el marido hallaba a su mujer la trataba
con una emponzoñada ironía cuya causa era difícil comprender.
Hacía
tiempo que la Condesa había dejado de amar a su marido, pero desde entonces
siempre había estado enamorada de alguien. Con frecuencia estaba enamorada de
varias personas a la vez, tanto de hombres como de mujeres, generalmente de los
que destacaban por una determinada actividad. Se enamoraba de cuantos nuevos
príncipes y princesas emparentaban con la familia imperial. Ahora estaba
enamorada de un arzobispo, de un vicario, de un cura, de un periodista, de un
eslavófilo, de Komisarov, de un ministro, de un médico, de un misionero
inglés y de Karenin.
Todos
esto amores, con sus alternativas de entusiasmo o enfriamiento, no le impedían
sostener las más complicadas relaciones con la Corte y el mundo distinguido.
Pero desde que, a raíz de la desgracia de Karenin, comenzó a ocuparse del
bienestar de éste, Lidia Ivanovna comprendió que ninguno de aquellos amores era
verdadero y que sólo de Alexey Alejandrovich estaba en realidad enamorada.
El
sentimiento que experimentaba por él le parecía más fuerte que todos los
precedentes. Analizándolo y comparándolo con aquéllos, veía claramente que no
se habría enamorado de Komisarov si éste no hubiese salvado la vida del Zar, ni
de Ristich Kudjizky de no existir la cuestión eslava, mientras que amaba a
Karenin por sí mismo, por su alma elevada e incomprendida, por el querido
sonido de su fina voz, de prolongadas entonaciones, por su mirada cansada, por
su carácter, por sus manos blancas de hinchadas venas.
No
sólo se alegraba al verle, sino que buscaba en el rostro de él las muestras de
la impresión que ella suponía que debía producirle. Quería agradarle no sólo
por su conversación, sino también por su persona.
En
obsequio a Karenin, cuidaba más su apariencia y se complacía en forjarse
ilusiones sobre lo que habría podido pasar de no estar ella casada y de ser él
libre.
Cuando
él entraba en la estancia, se ruborizaba de emoción, y no podía reprimir una
sonrisa de gozo cuando le decía algo agradable.
Estos
últimos días se había enterado de que Ana y Vronsky estaban en San Petersburgo,
y la Condesa vivía sus días de más intensa emoción. Tenía que salvar a Karenin
impidiéndole ver a Ana; incluso debía evitarle la penosa noticia de que aquella
terrible mujer se hallaba en la misma ciudad que él y donde en cada momento
podía encontrarla.
Lidia
Ivanovna, mediante sus conocidos, se informaba de lo que pensaba hacer aquella
"gente asquerosa", como llamaba a Ana y Vronsky, y procuró durante
aquellos días orientar todos los movimientos de su amigo de modo que no les
encontrara.
Un
joven ayudante de regimiento que facilitaba a Lidia Ivanovna las noticias de
cuanto Vronsky hacía, a cambio de una recomendación que esperaba de ella, le
dijo que Ana y Vronsky, arreglados sus asuntos, se disponían a partir al día
siguiente.
Lidia
Ivanovna empezaba, pues, a tranquilizarse, cuando al día siguiente recibió una
carta cuya letra reconoció en seguida: era de Ana.
El
sobre era grueso como un libro, y la carta, escrita en papel oblongo y
amarillo, estaba muy perfumada.
-¿Quién
la ha traído? -preguntó la Condesa.
-El
criado de un hotel.
Lidia
Ivanovna no pudo sentarse durante un rato para leer la carta. La emoción le
produjo hasta un ataque del asma que padecía.
Una
vez calmada, leyó la siguiente misiva en francés:
Madame la
Comtesse:
Los
sentimientos cristianos de su corazón me animan al imperdonable impulso de
escribirle. La separación de mi hijo me hace muy desgraciada. Le ruego que me
permita verle por una vez antes de marchar. Perdóneme que le recuerde mi
existencia. Me dirijo a usted y no a Alexey Alejandrovich, porque no quiero
hacer sufrir a ese hombre generoso con un recuerdo mío. Conozco su amistad
hacia Alexey Alejandrovich y sé que usted me comprenderá. ¿Me enviará usted a
Sergio?, ¿voy yo a verle a la hora que usted me fije, o bien preferiría
indicarme usted cuándo y dónde puedo verle fuera de casa?
Conociendo
la grandeza de alma de aquel de quien depende la decisión de este asunto, estoy
segura de que no se me negará. No puede usted imaginar el deseo que tengo de
ver a mi hijo. Y por eso no puede usted figurarse la gratitud que despertará en
mí su ayuda.
Ana.
Todo
en aquella carta irritabá a Lidia Ivanovna: el contenido, la alusión a la
grandeza de alma de Karenin y el tono desenvuelto con que le parecía estar
escrita.
-Diga
que no hay contestación -ordenó la Condesa.
Y
en seguida se fue al escritorio y redactó un billete para Karenin diciéndole
que esperaba hallarle a la una en la recepción de Palacio.
"Necesito
hablarle de un asunto grave y doloroso. Allí nos pondremos de acuerdo sobre
dónde podemos vernos. Más vale que sea en mi casa donde haga preparar "su
té". Es necesario. El nos da la cruz y las fuerzas para soportarla",
añadió, a fin de prepararle poco a poco.
Generalmente,
la Condesa enviaba dos o tres billetes al día a Karenin. Le agradaba este
procedimiento por estar para ella rodeado de cierta distinción y misterio de
que carecían las comunicaciones personales.
XXIV
La
recepción de Palacio había terminado.
Al
marchar, todos comentaban las últimas noticias, los honores otorgados y los
cambios de destino de varios altos funcionarios.
-¿Qué
diría usted si a la condesa María Borisvna le hubieran dado el ministerio de la
Guerra y nombrado jefe de Estado Mayor a la princesa Vatkovskaya? --decía un
anciano de uniforme bordado en oro a una dama de honor, alta y bella, que le
preguntaba por los nuevos nombramientos.
-Que
en este caso me habrían debido de nombrar a mí ayudanta de regimiento -repuso,
sonriendo, la dama de honor.
-Para
usted hay otro destino: el ministerio de Cultos, con Karenin como ayudante.
Y
el anciano saludó a un hombre que se acercaba:
-Buenos
días, Príncipe.
-¿Qué
decían de Karenin? -preguntó el Príncipe.
-Que
él y Putiakov han recibido la condecoración de Alejandro Nevsky.
-¿No
la tenía ya?
-No.
Mírenle -dijo el anciano.
Y
mostró con su sombrero bordado a Karenin, en uniforme de corte, con una nueva
banda cruzada al hombro, que se había parado en una de las puertas de la sala
con un alto miembro del Consejo Imperial.
-Se
siente feliz y satisfecho como una moneda nueva -añadió el anciano apretando la
mano de un arrogante chambelán que llegaba.
-Ha
envejecido mucho -repuso el chambelán.
-Las
preocupaciones... Siempre está redactando proyectos... Ahora, al desgraciado
que atrapa no le suelta hasta habérselo explicado todo, punto por punto.
-¿Dice
que ha envejecido? Claro. Il fait des passions. Creo que la condesa
Lidia Ivanovna tiene ahora celos de su mujer.
-Vamos,
no hable mal de Lidia Ivanovna...
-¿Es
un mal que esté enamorada de Karenin?
-¿Es
cierto que está aquí la Karenina?
-Aquí,
en Palacio, no, pero sí en San Petersburgo. La encontré con Vronsky en la calle
Morskaya, bras dessus, bras dessous...
-C'est
un homme qui n'a pas...
--comenzó el chambelán.
Pero
se detuvo para dejar paso y saludar a un personaje de la familia imperial.
Mientras
así hablaban de Karenin, criticándole y burlándose de él, éste, cerrando el
paso al miembro del Consejo Imperial de quien se había apoderado, no
interrumpía ni por un momento la explicación de su proyecto financiero a fin de
que no pudiese marcharse.
Casi
por los mismos días en que su mujer le dejó, a Karenin le sucedió lo peor que
puede ocurrirle a un funcionario: el dejar de ascender en la escala de su
Ministerio.
Era
un hecho real, y todos, menos él, veían claramente que su carrera había
terminado.
Fuera
por su lucha con Stremov, por la desgracia sufrida con su mujer, o simplemente
porque hubiese llegado al límite que había de alcanzar, aquel año era evidente
para todos que no alcanzaría ya ningún ascenso en el servicio.
Cierto
que aún ocupaba un cargo elevado y que era miembro de muchos consejos y
comisiones, pero se le consideraba un hombre acabado del que nadie esperaba
nada ya.
Escuchaban
cuanto hablaba y proponía como si fuera cosa conocida hacía mucho tiempo a
innecesaria. Mas él no lo notaba y, por el contrario, viéndose alejado de la
actividad directa de la máquina gubernamental, apreciaba más claramente los
defectos y errores en la actividad ajena, y consideraba un deber mostrar los
medios de corregirlos.
A
poco de separarse de su mujer, escribió una memoria sobre los nuevos
tribunales, la primera de toda una larga serie, que nadie le había pedido,
sobre los diversos aspectos de la administración.
Alexey
Alejandrovich no sólo no se daba cuenta de su situación en el mundo
burocrático, lo que pudiera haberle afligido, sino que estaba más satisfecho
que nunca de sus actividades.
"El
casado se preocupa de las cosas mundanas y de cómo hacerse más agradable a su
mujer, pero el no casado se preocupa de las cosas de Dios y de cómo servirle
mejor" , dice el apóstol San Pablo. Alexey Alejandrovich, que ahora se
guiaba en todo por la Santa Escritura, recordaba a menudo aquel texto.
Parecíale que, desde que le abandonara su esposa, servía mejor que antes al
Señor en todos sus proyectos.
La
evidente impaciencia que mostraba el miembro del Consejo no molestaba a
Karenin. Y no interrumpió sus explicaciones hasta que aquél, aprovechando que
pasaba un miembro de la familia imperial, se le escapó.
Una
vez solo, Karenin bajó la cabeza, se absorbió en sus pensamientos y miró
distraídamente a su alrededor. Luego se dirigió hacia donde esperaba hallar a
Lidia Ivanovna.
"¡Qué
sanos están y qué fuertes están físicamente!", pensó Karenin mirando al
chambelán de buen porte y bien peinadas patillas y al príncipe de rojo cuello
oprimido en el uniforme, junto a los que debía pasar.
"Con
razón se dice que todo va mal en el mundo", se dijo, mirando otra vez de
reojo las piernas del chambelán.
Y
moviendo los pies lentamente, con su habitual aspecto de fatiga y dignidad,
Alexey Alejandrovich saludó a aquellos dos hombres que hablaban de él y buscó
con los ojos, en la puerta, a la condesa Lidia Ivanovna.
-Alexey
Alejandrovich -le dijo el anciano, con un brillo maligno en los ojos, cuando
Karenin pasó ante él, saludándole con una fría inclinación de cabeza-, todavía
no le he felicitado.
Y
señaló la condecoración.
-Gracias
-contestó Karenin-. Hoy hace un día muy hermoso -añadió, subrayando, como
acostumbraba, la expresión "hermoso".
Sabía
que se burlaban de él, pero como no esperaba de ellos otra cosa, se mostraba
perfectamente indiferente.
Al
ver los amarillentos hombros de Lidia Ivanovna emergiendo del corsé -la Condesa
llegaba en aquel instante a la puerta-, al ver sus hermosos ojos pensativos que
le llamaban, Karenin sonrió mostrando sus dientes blancos y fuertes y se acercó
a ella.
Lidia
Ivanovna --como siempre le sucedía últimamentehabía tardado mucho en vestirse.
El fin que perseguía haciéndolo con tanto esmero era ahora distinto del de
treinta años atrás. Entonces lo que quería era embellecerse con lo que fuera y
cuanto más mejor. Ahora, por el contrario, había de adornarse forzosamente de
modo que no correspondía a sus años y aspecto, y debía, por tanto, preocuparse
de que el contraste de su atavío con su apariencia no fuera demasiado
ostensible. Por lo que toca a Karenin lo había conseguido; él, no sólo no lo
notaba, sino que la encontraba incluso atractiva.
Para
Alexey Alejandrovich la Condesa era, en el mar de enemistad y burla que le
rodeaba, la única isla de buena disposición y hasta de amor hacia él.
A
lo largo de toda una hilera de miradas irónicas, los ojos de Alexey
Alejandrovich se dirigían a la enamorada mirada de ella con tanta naturalidad
como una planta hacia la luz.
-Le
felicito -dijo ella indicándole la banda.
Karenin,
conteniendo una sonrisa de placer, se encogió de hombros y cerró los ojos, como
dando a entender que tal cosa no le importaba. Sin embargo, la Condesa sabía
que él, aunque no lo confesara, hallaba en ello sus principales alegrías.
-¿Cómo
está nuestro ángel? -preguntó Lidia Ivanovna, aludiendo a Sergio.
-No
puedo decir que esté muy contento de él -repuso Karenin, arqueando las cejas y
abriendo los ojos-. Tampoco Sitnikov lo está.
Sitnikov
era el profesor a quien estaba confiada la educación de Sergio.
-Como
ya le he dicho, en Sergio hay cierta indiferencia hacia las cuestiones
fundamentales que deben interesar el espíritu de todos los hombres y de todos
los niños -siguió Alexey Alejandrovich, tratando de lo único que le interesaba
después del servicio: la educación de su hijo.
Cuando
Karenin, ayudado por la Condesa, volvió a la vida activa, lo primero en que
hubo de pensar fue en la educación de aquel hijo que había quedado a su
cuidado.
No
habiéndose ocupado nunca antes de problemas de educación, Alexey Alejandrovich
consagró algún tiempo al estudio teórico del asunto. Después de leer varios
libros antropológicos, pedagógicos y didácticos, elaboró un plan de educación
y, buscando al mejor profesor de San Petersburgo para instruir al niño, comenzó
la obra, que le preocupaba constantemente.
-Pero,
¿y su corazón? Yo encuentro en el niño el corazón de su padre, y con un corazón
así no puede ser malo -dijo la Condesa afectuosamente.
-Tal
vez tenga razón... En cuanto a mí, cumplo mi deber. No puedo hacer otra cosa.
-Venga
a mi casa -dijo Lidia Ivanovna tras un largo silencio-. Tenemos que hablar de
algo muy penoso para usted. Yo lo habría dado todo por librarle de ciertos recuerdos,
pero otros no opinan así. He recibido una carta de ella. Está aquí, en San
Petersburgo.
Karenin
se estremeció al oír aludir a su mujer, pero en seguida se dibujó en su rostro
la impasibilidad que expresaba su completa impotencia en aquel asunto.
-Lo
esperaba -dijo.
La
condesa Lidia Ivanovna le miró extasiado. Lágrimas de admiración ante la
grandeza de alma de aquel hombre asomaron a sus ojos.
XXV
Cuando
Karenin entró en el pequeño y acogedor gabinete de la Condesa, lleno de
porcelanas antiguas y con las paredes cubiertas de retratos, la dueña no se
hallaba aún allí. Estaba cambiándose de traje. Sobre la mesa redonda había un
mantel, un servicio de china y una tetera de plata que funcionaba con alcohol.
Karenin
miró, distraído, los innumerables y bien conocidos retratos que ornaban el
gabinete y, sentándose a la mesa, abrió el Evangelio que había en ella.
El
roce del vestido de seda de la Condesa le distrajo de su ocupación.
-Ahora
sentémonos tranquilamente -dijo ella, sonriendo, al pasar con prisas entre la
mesa y el diván-. Y hablaremos durante el té.
Tras
una palabras preparatorias, respirando con dificultad y ruborizándose, Lidia
Ivanovna entregó a su amigo la carta que recibiera.
Él
la leyó y luego guardó un prolongado silencio.
-Creo
que no tengo derecho a negarle esto -dijo con timidez, alzando la vista.
-Usted
no ve mal en nada, amigo mío.
-Por
el contrario, todo me parece mal. Pero, ¿es justo esto?
Su
rostro expresaba indecisión, súplica de consejo, ayuda y orientación en aquel
asunto que no sabía resolves
-¡No!
-interrumpió la Condesa-. Todo tiene sus limites. Comprendo la inmoralidad -no
era sincera del todo, ya que nunca había comprendido lo que lleva a las mujeres
a la inmoralidad-, pero la crueldad, no. ¿Y con quién? ¿Con usted...? ¿Es posible
que ose habitar en la misma ciudad que usted? Nunca se es demasiado viejo para
aprenden Ahora empiezo a comprender su superioridad y la bajeza de ella.
-¿Quién
puede tirar la primera piedra? -repuso Karenin, visiblemente satisfecho de su
papel-. La he perdonado todo y no puedo privarla de una exigencia de su amor...
su amor hacia su hijo.
-¿Amor
realmente, amigo mío? ¿Es sincero eso? Supongamos que usted la ha perdonado y
la perdona. Pero, ¿tenemos derecho a influir en el alma de ese ángel? Él imagina
que su madre está muerta, reza por ella y pide a Dios que le perdone sus
pecados. Y más vale que sea así... ¿Qué va a pensar el niño ahora?
-No
sé -contestó Karenin visiblemente conturbado.
La
Condesa se cubrió el rostro con las manos y calló. Rezaba.
-Si
quiere usted oír mi consejo -dijo después de haber rezado, descubriéndose el
rostro- le diré que no le recomiendo que haga tal cosa. ¿Acaso no veo cómo
sufre usted, cómo sangran de nuevo sus heridas? Admitamos que prescinda usted
de sí mismo, pero esto, ¿a qué le conduciría? A nuevos sufrimientos para usted
y torturas para el niño. Si quedase en ella algo humano, ella misma lo debería
desear. Así se lo aconsejo sin vacilaciones. Si me lo permite, le escribiré.
Karenin
consintió y Lidia Ivanovna escribió, en francés, la siguiente carta:
Señora:
El hacer que
su hijo la recuerde puede provocar en él preguntas imposibles de contestar sin
despertar en el alma del niño sentimientos reprobatorios de lo que debe ser
sagrado para él. Le ruego por eso que considere la negativa de su marido en un
sentido de amor cristiano.
Ruego a Dios
Omnipotente que sea misericordioso con usted.
La Condesa
Lidia.
La
carta obtuvo el secreto fin que la Condesa se ocultaba incluso a sí misma:
ofender a Ana en lo más profundo de su alma.
En
cuanto a Karenin, al volver de casa de la Condesa, no pudo aquel día entregarse
a sus ocupaciones habituales con la tranquilidad de ánimo propia de un creyente
salvado, tal como antes se sentía.
El
recuerdo de su mujer, tan culpable ante él, y ante la que se había conducido
como un santo, como con razón decía Lidia Ivanovna, no habría debido turbarle,
pero, a pesar de todo, no se sentía tranquilo, no comprendía el libro que
estaba leyendo, no podia alejar de sí la evocación torturadora de sus relaciones
con ella, de las faltas que con respecto a Ana le parecía haber cometido.
El
recuerdo de cómo recibiera, volviendo de las cameras, la confesión de su
infidelidad le atormentaba como un remordimiento, en especial al acordarse de
que él únicamente le había pedido que guardase las apariencias y al pensar en
que no había desafiado a Vronsky.
También
le torturaba el recuerdo de la carta que le escribiera entonces, sobre todo, el
perdón que le había concedido, perdón completamente estéril, y el recuerdo de
la piña del otro, que hacía arder su corazón de vergüenza y arrepentimiento.
El
mismo sentimiento de vergüenza y arrepentimiento experimentaba ahora al evocar
su pasado con ella y las torpes palabras con que, tras larga indecisión, había
pedido su mano.
"¿Qué
culpa tengo yo?", se preguntaba.
Tal
pregunta motivaba siempre otra: ¿cómo sienten, aman y se casan hombres como
Vronsky, Oblonsky o aquel chambetán de gruesas piernas?
Y
recordaba toda una procesión de hombres de aquellos, fuertes, pictóricos, seguros
de sí mismos, que siempre despertaban en todas partes su curiosa atención.
Apartaba
de sí tales pensamientos, tratando de convencerse de que no vivía para la
existencia terrestre, pasajera, sino para la eterna, y que en su alma reinaban
la paz y el amor.
Mas
el hecho de que en tal vida, pasajera a insignificante según le parecía,
hubiera cometido algunos errores le atormentaba tanto como si no existiese la
salvación eterna en que creía. La tentación duró, no obstante, porn, y de nuevo
se restableció en el alma de Karenin la tranquilidad y elevación gracias a las
cuales podia olvidar lo que no deseaba recordar para nada.
XXVI
-Kapitonich
-dijo Sergio, colorado y alegre, al volver de pasear la víspera del día de su
cumpleaños, entregando su poddievska al viejo portero, que le sonreía
desde lo alto de su estatura---. ¿Ha venido hoy aquel empleado de la mejilla
vendada? ¿Le ha recibido papá?
-Le
recibió, señorito. En cuanto salió el secretario, le anuncié -dijo el portero,
guiñando jovialmente el ojo-. Déjeme que le ayude a quitarse...
-Sergio
-dijo el preceptor eslavo, parándose en la puerta que dabs a las habitaciones
interiores-. Quítese usted mismo los chanclos.
Aunque
Sergio oyó la voz débil del preceptor, no le hizo caso. De pie, agarrándose al
cinturón del portero agachado, le miraba el rostro.
-¿Y
le concedió papá lo que necesitaba?
Kapitonich
hizo con la cabeza una señal afirmativa.
Tanto
Sergio como el portero se interesaban por aquel empleado, que había ido allí ya
siete veces a pedir no se sabía qué a Alexey Alejandrovich. El niño le había
encontrado en el vestíbulo y oyó cómo suplicaba con voz lastimera al portero
que le anunciase, diciendo que a él y a sus hijos no les quedaba otro recurso
que dejarse morir.
Sergio
encontró al funcionario otra vez y, a partir de entonces, se interesó por él.
-¿Y
estaba muy alegre? -preguntó.
-Figúrese.
Salía casi saltando...
-¿Han
traído algo? -preguntó Sergio, después de una pausa.
-Una
cosa de la Condesa, señorito -dijo el portero en voz baja.
Sergio
comprendió en seguida que aquello de que hablaba el portero era el regalo que
Lidia Ivanovna le hacía por su cumpleaños.
-¿Dónde
está?
-Korney
se lo llevó a papá. Debe de ser una cosa muy buena.
-¿Cómo
es de grande? ¿Así?
-Algo
menos, pero muy buena...
-¿Un
libro?
-No,
otra cosa... Ande, ande; le está llamando Basilio Lukich --dijo el portero,
oyendo los pasos del preceptor, que se acercaba, y librándose suavemente de la
manita calzada a medias con un guante azul, que se asía a su cinturón, y
señalando con la cabeza a Lukich.
-Voy
en seguida, Basilio Lukich -dijo Sergio con la sonrisa alegre y afectuosa que
desarmaba siempre al severo preceptor.
Sergio
estaba demasiado alegre; se sentía demasiado feliz para no compartir con el
portero la satisfacción familiar de que le había informado en el jardín de
Verano la sobrina de la condesa Lidia Ivanovna.
Tal
alegría le parecía particularmente importante, sobre todo por coincidir con la
del humilde funcionario y la que le proporcionaba la idea de los juguetes que
le habían traído. A Sergio le parecía que en este día todos habían de estar
alegres y satisfechos.
-¿Sabes
que papá ha recibido la condecoración de Alejandro Nevsky?
-Sí.
Ya han venido a felicitarle.
-¿Y
está contento?
-¡Cómo
no va a estar contento recibiendo esa condecoración del Zar? Eso significa que
lo merece -repuso el portero, severo y grave.
Sergio
quedó pensativo y escudriñó el conocido rostro del portero hasta en sus menores
detalles, en especial su barbita entre las dos patillas, en la que nadie
reparaba excepto Sergio, que la miraba siempre desde abajo.
-¿Hace
mucho que no te visita tu hija?
La
hija del portero era bailarina en el Teatro Imperial.
-Entre
semana no puede venir. También ellas estudian. Y usted tiene que estudiar
igualmente. Váyase, señorito.
Entrando
en la habitación, Sergio, en vez de sentarse a estudiar, expresó al maestro su
suposición de que lo que le habían regalado debía de ser una máquina.
-¿Qué
piensa usted? -le preguntó.
Basilio
Lukich sólo pensaba que tenía que estudiar la lección de gramática, porque el
profesor llegaba a las dos.
-Dígame,
Basilio Lukich -suplicó el niño, ya sentado a la mesa de estudio, con el libro
en la mano-: ¿qué condecoración hay más importante que la de Alejandro Nevsky?
¿Sabe usted que se la han otorgado a papá?
Basilio
Lukich contestó que la condecoración superior era la de Vladimiro.
-¿Y
más que ésa?
-La
de Andrés Pervosvanny es superior a todas.
-¿Y
no hay otra más alta?
-No
lo sé.
-¿Cómo?
¿Tampoco usted lo sabe?
Sergio,
apoyando los codos en la mesa, quedó pensativo.
Sus
pensamientos eran complejos y varios. Imaginaba que su padre iba a recibir de
repente las condecoraciones de Andrés y Vladimiro y que, en consecuencia, se
mostraría mucho más indulgente para la lección de hoy; pensaba que cuando fuera
mayor, recibiría él también todas aquellas condecoraciones y asimismo las que
se crearan superiores a la de Andrés. Apenas las crearan, Sergio las merecería.
Y si las creaban más altas aún, también él había de obtenerlas al punto.
Pensando
así pasó el tiempo y, cuando llegó el profesor, la lección de tiempo, lugar y
modo no estaba estudiada, y el profesor quedó, no sólo descontento, sino hasta
triste, ya que hizo afligirse al niño.
No
se creía culpable de no haber estudiado la lección, ya que, a pesar de todo su
deseo, no había podido hacerlo.
Mientras
su maestro había estado con él, parecíale comprender; pero en cuanto quedó solo
no pudo recordar ni entender más que una frase tan breve y obvia como que
"de repente" era un modo adverbial; pero comprendió, en todo caso,
que había disgustado al maestro.
Escogió
un momento en que el profesor miraba, en silencio, el libro.
-Mijail
Ivanovich, ¿cuándo es su santo? -le preguntó bruscamente.
-Mejor
sería que atendiese usted a sus lecciones. El día del santo de uno no tiene importancia
para una persona inteligente. Es un día como otro cualquiera en el que hay que
trabajar como siempre.
Sergio
miró atentamente al profesor, examinó su barba rala, sus lentes que descendían
más abajo de la señal que le hacían sobre la nariz, y quedó tan hundido en sus
reflexiones que no entendió ya nada de lo que le explicaba.
Se
hacía cargo de que el profesor no pensaba lo que decía, y lo adivinaba por el
tono en que habían sido pronunciadas aquellas palabras.
"¿Por
qué se habrán puesto todos de acuerdo en hablar de un modo aburrido a inútil?
¿Por qué me rechaza? ¿Por qué no me quiere?"
Así
se preguntaba con tristeza sin hallar contestación.
XXVII
A
esta lección seguía la de su padre. Mientras él venía, Sergio se sentó a la
mesa, jugueteando con el cortaplumas y pensando.
En
el número de las ocupaciones predilectas de Sergio figuraba la de buscar a su
madre en el paseo. No creía en la muerte en general, ni en particular en la de
su madre, aunque Lidia Ivanovna se lo dijera y papá se lo hubiera confirmado.
Por eso, aun después de decirle que había muerto, cuantas veces salía a pasear
continuaba buscándola.
Toda
mujer llena, graciosa, de cabellos oscuros, le parecía su madre. En cuanto veía
una mujer así, se elevaba en él un sentimiento tan dulce que se ahogaba, y las
lágrimas le acudían a los ojos. Esperaba que ella, en aquel momento, se
acercase a él y se levantase el velo. Vería todo su rostro sonreírle, la
abrazaría, percibiría su perfume y la suavidad de su mano y lloraría de dicha,
como una noche en que se tendió a sus pies y ella le hacía cosquillas y él reía
mordiéndole su blanca mano llena de sortijas.
Cuando
supo casualmente por el aya que su madre no había muerto y que su padre y Lidia
Ivanovna se lo habían dicho así porque ella era mala (en lo cual él, como la
quería tanto, no creyó en modo alguno), siguió esperándola y buscándola todavía
con más ahínco.
Hoy,
en el Jardín de Verano, había visto una señora alta, con velo lila, a la que
había seguido con la mirada, sintiendo el corazón estremecido, pensando que era
ella, mientras la estuvo viendo avanzar a su encuentro por el caminito.
Pero
la señora no llegó a su lado; desapareció no se sabía por dónde. Y hoy Sergio
sentía más cariño que nunca hacia su madre y, mientras esperaba a su padre, sin
darse cuenta, rayó con el cortaplumas todo el borde de la mesa, mirando ante sí
con ojos brillantes y pensando en ella.
-Ya
viene papá -interrumpió Basilio Lukich.
Sergio
se levantó de un salto, corrió hacia su padre y, después de besarle la mano, le
miró atentamente, esperando descubrir en su rostro señales de alegría relativas
a la condecoración de Alejandro Nevsky.
-¿Te
has divertido en el paseo? -preguntó Karenin, sentándose en su butaca,
acercando la Biblia y abriéndola.
Aunque
Alexey Alejandrovich decía a menudo a Sergio que todo cristiano debe conocer
bien la Historia Sagrada, él mismo solía consultar la Biblia a menudo, y su
hijo no dejaba de observarlo.
-Sí,
me divertí mucho, papá -repuso el niño, sentándose de lado en la silla y
balanceándola, lo cual le estaba prohibido-. He visto a Nadeñka -se refería a
una sobrina de Lidia Ivanovna que vivía en casa de ésta- y me ha dicho que le
han dado a usted una nueva condecoración. ¿Está usted satisfecho, papá?
-Ante
todo, no te balancees así -repuso su padre-. Y luego, lo que debe agradar es el
trabajo y no su recompensa. Desearía que te fijaras mucho en esto. Si trabajas
y estudias tus lecciones sólo por el premio, el trabajo te parecerá muy pesado.
Pero cuando trabajes por amor al trabajo, hallarás en él la mejor recompensa.
Alexey
Alejandrovich hablaba así recordando cómo se había sostenido a sí mismo con la
idea del deber durante el aburrido trabajo de aquella mañana, consistente en
firmar ciento dieciocho documentos.
El
dulce y alegre brillo de los ojos de Sergio se apagó, y bajó la vista al
encontrar la de su padre. Aquel tono, bien conocido, era el que empleaba
siempre con él, y Sergio sabía cómo debía acogerlo. Su padre le hablaba como
dirigiéndose a un niño imaginario -o así le parecía a Sergio-, a un niño como
los que se hallan en los libros y a los que Sergio no se parecía en nada.
Pero
el niño procuraba entonces fingir que era uno de aquellos niños de los libros.
-Espero
que lo comprendas -concluyó su padre.
-Sí,
papá -respondió Sergio, fingiendo ser aquel niño imaginario.
La
lección consistía en escribir de memoria algunos versículos del Evangelio y en
dar un repaso al Antiguo Testamento.
Sergio
conocía bastante bien los versículos del Evangelio, pero ahora, mientras los
recitaba, se fijó en el hueso de la frente de su padre, y al observar el ángulo
que formaba con la sien, el chiquillo se confundió en los versículos y el final
de uno lo colocó en el principio de otro que empezaba con la misma palabra.
Karenin
notó que el niño no comprendía lo que estaba diciendo y se irritó.
Arrugó
el entrecejo y empezó a decir lo que Sergio oyera ya cien veces y no podía
recordar por comprenderlo demasiado bien, al estilo de la frase "de
repente", que era un modo adverbial.
Miraba,
pues, a su padre con asustados ojos pensando sólo en una cosa: en sí le
obligaría a repetir lo que decía ahora, como sucedía a veces.
Pero
su padre no le hizo repetir nada y pasó a la lección del Antiguo Testamento,
Sergio recitó bien los hechos, pero cuando pasó a explicar la significación
profética que tenían algunos, manifestó una total ignorancia, a pesar de que ya
había sido otra vez castigado por no saber la misma lección.
Y
cuando no pudo ya contestar absolutamente nada y quedó parado, rayando la mesa
con el cortaplumas, fue al tratar de los patriarcas antediluvianos. No
recordaba a ninguno de ellos, excepto a Enoch, arrebatado vivo a los cielos.
Antes recordaba los nombres, pero ahora los había olvidado completamente, sobre
todo porque de todas las figuras del Antiguo Testamento la que prefería era la
de Enoch, y porque junto a la idea del rapto del profeta se mezclaba en su
cerebro una larga cadena de pensamientos a los que se entregaba también ahora,
mientras miraba con ojos extáticos la cadena del reloj y un botón a medio
abrochar del chaleco de su padre.
Sergio
se negaba en redondo a creer en la muerte, de la que le hablaban tan a menudo.
No creía que pudieran morir las personas a quienes quería, y, sobre todo, él
mismo. Le parecía imposible a incomprensible.
Pero
como le decían que todos terminaban muriendo, lo preguntó a personas en quienes
confiaba y todos se lo confirmaron. El aya decía también que sí, aunque de mal
grado. Pero Enoch no había muerto, lo que probaba que no todos mueren.
"¿Por
qué no puede todo el mundo hacerse agradable a Dios para ser llevado vivo a los
cielos?", pensaba Sergio. Los malos, es decir, los que Sergio no quería,
sí podían morir, pero los buenos debían ser todos como Enoch.
-A
ver: ¿cuáles fueron los patriarcas?
-Enoch,
Enoch...
-Ya
lo has dicho. Mal, muy mal, Sergio... Si no tratas de saber lo que más
importancia tiene para un cristiano, ¿cómo puede interesarte lo demás? -dijo el
padre, levantándose-. Estoy descontento de ti y también lo está Pedro
Ignatievich -se refería al sabio pedagogo-. Tendré que castigarte.
Padre
y profesor estaban, en efecto, descontentos de Sergio. Y, a decir verdad, el
niño era bastante desaplicado. Pero no podía decirse que fuera un niño de pocas
aptitudes. Al contrario: era más despejado que otros a los que el profesor le ponía
como ejemplo. A juicio de su padre, Sergio no quería estudiar lo que le
mandaban. Pero en realidad no podía estudiar porque en su alma había exigencias
más apremiantes que las que le imponían su padre y su profesor. Y como aquellas
dos clases de exigencias estaban en oposición, Sergio luchaba contra sus
educadores abiertamente.
Tenía
nueve años, era un niño, pero conocía su alma, la quería y la cuidaba como el
párpado cuida del ojo y, sin la llave del afecto, no permitía a nadie penetrar
en ella. Sus educadores se quejaban, pero él no quería estudiar y, sin embargo,
su alma rebosaba de ansia de saber. Y aprendía de Kapitorich, del aya, de
Nadeñka, de Basilio Lukich, mas no de sus maestros. El agua con que el padre y
el pedagogo trataban de mover las ruedas de su molino, ya goteaba y trabajaba
por otro lado.
El
padre castigó a Sergio prohibiéndole ir a casa de la sobrina de Lidia Ivanovna,
pero el castigo más que entristecerle le alegró. Basilio Lukich estaba de buen
humor y le enseñó a hacer molinos de viento.
Pasó,
pues, toda la tarde trabajando y meditando en cómo podría hacer un molino en el
cual uno pudiese girar asiéndose a las aspas o atándose a ellas.
No
pensó en su madre en toda la tarde, pero una vez acostado la recordó de pronto
y rogó a Dios, a su manera, para que dejara de ocultarse y le visitara al día
siguiente, que era el de su cumpleaños.
-Basilio
Lukich, ¿sabe por lo que he rezado, además de lo de todos los días?
-Por
estudiar mejor.
-No.
-Por
recibir juguetes.
-No.
No lo adivinará. Es una cosa magnífica... pero es un secreto. Cuando llegue, se
lo diré... ¿No lo adivina?
-No,
no, no lo adivino. Dígamelo... -repuso Basilio Lukich, sonriendo, lo cual
ocurría pocas veces-. En fin, duérmase, más valdrá... Voy a apagar la vela.
-Sin
la vela veo mejor lo que quiero ver y por lo que he rezado. ¡Por poco le
descubro mi secreto! -exclamó Sergio, riendo alegremente.
Cuando
se llevaron la vela, Sergio vio y sintió a su madre. Estaba de pie ante él y le
acariciaba con su mirada amorosa. Luego había molinos, cortaplumas... En la
mente de Sergio todo se fue confundiendo hasta que se durmió.
XXVIII
Vronsky
y Ana, al llegar a San Petersburgo, se hospedaron en uno de los mejores
hoteles. Vronsky se instaló en el piso bajo, y Ana, con la niña, la nodriza y la
doncella, en un departamento de cuatro habitaciones.
El
mismo día de su llegada, Vronsky visitó a su hermano, y encontró allí a su
madre, venida de Moscú para sus asuntos.
Su
madre y su cuñada le recibieron como siempre, le preguntaron por su viaje al extranjero,
hablaron de sus conocidos y no dijeron ni una palabra de sus relaciones con
Ana.
Pero
cuando su hermano le visitó al siguiente día, le preguntó por ella. Alexey
Vronsky le declaró francamente que consideraba sus relaciones con Ana como un
matrimonio legal y que esperaba arreglar el divorcio y casarse entonces, pero
que para él Ana era ya su mujer como cualquier otra, y le rogaba que lo dijese
así a su madre y a su cuñada.
-Si
la buena sociedad no lo aprueba, me da igual -añadió Vronsky-. Pero si mi
familia quiere conservar conmigo relaciones de parentesco, debe hacerlas
extensivas a mi mujer.
Su
hermano mayor, que respetaba siempre las ideas del otro, no sabía qué decir,
hasta que el mundo sancionara o no esta decisión. Pero, como él personalmente no
tenía nada que oponer, entró con Alexey a ver a Ana.
En
presencia de su hermano, como ante los demás. Vronsky la trató de usted, como a
una amiga íntima. Pero quedaba sobreentendido que el hermano conocía aquellas
relaciones y se habló de que Ana fuera a la finca de los Vronsky.
Pese
a su tacto mundano, Vronsky, en virtud de la falsa posición en que se
encontraba, incurría en un extraño error. Debía haber comprendido que el mundo
estaba cerrado para él y para Ana. Pero actualmente nacía en su cerebro la vaga
idea de que, si eso era así antiguamente, ahora, dado el rápido progreso humano
(a la sazón era muy partidario de todos los progresos), el punto de vista de la
sociedad había cambiado y por tanto la cuestión de si ellos serían recibidos en
sociedad o no, no estaba aún decidida.
"Claro
que los círculos de la Corte no la recibirán", se decía, "pero los
allegados deben y pueden comprendernos".
Se
puede muy bien estar sentado con las piernas encogidas y sin cambiar de
posición durante varias horas sabiendo que nada impedirá cambiar de postura.
Pero si se sabe que obligatoriamente se ha de permanecer sentado con las
piernas encogidas, se sufren calambres y los pies tiemblan y necesitan
estirarse.
Lo
mismo sentía Vronsky respecto al gran mundo. Aunque en el fondo de su alma
sabía que estaba cerrado para ellos, quería probar a ver si, con el cambio de
las costumbres, los aceptaba.
No
tardó en darse cuenta de que el mundo seguía abierto para él personalmente,
pero no para Ana. Como en el juego del gato y el ratón, los brazos que se
alzaban para darle paso se bajaban al ir a pasar ella.
Una
de las primeras mujeres distinguidas a quienes Vronsky vio, fue a su prima
Betsy.
-¡Al
fin! -exclamó alegremente Betsy-. ¿Y Ana? ¡Cuánto me alegro de verle! ¿Dónde
han estado? Deben de encontrar muy feo San Petersburgo después de su espléndido
viaje. ¡Ya me imagino su luna de miel en Roma! ¿Y el divorcio? ¿Lo han
obtenido?
Vronsky
notó que el entusiasmo de Betsy decaía algo cuando le contestó que aún no
habían conseguido el divorcio.
-Van
a lapidarme -dijo Betsy-, pero, no obstante, visitaré a Ana. Sí, iré de todos
modos. ¿Permanecerán aquí por mucho tiempo?
El
mismo día, en efecto, visitó a Ana. Pero su tono era totalmente distinto del de
antes. Se la notaba orgullosa de su atrevimiento y quería que Ana apreciase la
fidelidad de sus sentimientos amistosos.
Sólo
estuvo unos diez minutos. Habló de las novedades del mundo y al marcharse dijo:
-No
me han dicho cuándo obtendrán el divorcio. Aunque yo me he liado la manta a la
cabeza habrá algunas orgullosas que la recibirán fríamente mientras no estén
casados. Y con lo sencillo que es eso ahora... Ça se fait... ¿Así que se
van el viernes? Siento que no nos podamos ver más por ahora...
Por
el acento de Betsy, Vronsky podía comprender lo que debía esperar del gran
mundo, pero aun hizo una prueba más con la familia.
No
ponía mucha esperanza en su madre. Sabía que ésta, tan entusiasmada con Ana
cuando la conoció, era ahora inflexible con ella pensando que había arruinado
la carrera de su hijo. Pero Vronsky confiaba mucho en su cuñada Varia.
Parecíale que ella, incapaz de tirar la primera piedra, resolvería con toda
naturalidad ver a Ana y recibirla en su casa.
Al
día siguiente de llegar, fue, pues, a visitarla y, hallándola sola, le expuso francamente
su deseo.
Varia,
después de oírle, le contestó:
-Ya
sabes, Alexey, que te aprecio y estoy dispuesta a hacer por ti todo lo que sea.
Pero he callado porque en nada puedo seros útil a Ana Arkadievna y a ti
-pronunció "Arkadievna" con una entonación particular-. No pienses,
te lo ruego -prosiguió- que la censuro. Eso nunca. Quizá yo en su lugar habría
hecho lo mismo. No puedo entrar en detalles -continuó con timidez mirando el
rostro grave de Vronsky-; pero las cosas hay que llamarlas por su nombre. Tú
quieres que yo vaya a su casa, que lá reciba y que con eso la rehabilite ante
el mundo. Pero, compréndelo, esto "no puedo hacerlo". Tengo hijos,
debo vivir en sociedad por mi marido. Si visito a Ana Arkadievna ella
comprenderá que no puedo invitarla a casa o que debo hacerlo de manera que no
se encuentre aquí con nadie, y eso la ofenderá también No puedo levantarla
de...
-No
creo que Ana haya caído más bajo que cientos de mujeres que vosotros recibís
-interrumpió Vronsky con mayor gravedad.
Y
se levantó, adivinando que la decisión de su cuñada era irrevocable.
-Te
ruego, Alexey, que no te enfades conmigo. Comprende que no tengo la culpa...
Y
Varia le miraba con tímida sonrisa.
-No
me enfado contigo -repuso él, siempre serio-, pero esto en ti me es doblemente
penoso y lo siento porque rompe nuestra amistad. Ya comprenderás que para mí no
puede ser de otro modo.
Y
con esto, Vronsky la dejó.
Reconoció,
pues, que sus esfuerzos eran vanos y que debía pasar aquellos días en San
Petersburgo como en una ciudad desconocida, evitando su relación con el mundo
de antes, para no sufrir escenas desagradables y no soportar dolorosas ofensas.
Una
de las cosas principalmente ingratas en su situación era que su nombre y el de
Karenin se oían en todas partes. Imposible hablar de nada sin que el nombre de
Alexey Alejandrovich surgiera en la conversación, imposible ir a parte alguna
sin riesgo de encontrarle.
Así,
al menos, le parecía a Vronsky, de la misma manera que a un enfermo a quien le
duele el dedo se le antoja que todos los golpes van a parar a él.
A
Vronsky la existencia en San Petersburgo le fue todavía más penosa, porque
durante todo aquel tiempo advirtió en Ana una actitud incomprensible para él.
Algo
la atormentaba, sin duda, y algo le ocultaba. No mostraba reparar en las
afrentas que emponzoñaban la vida de él y que, dada su aguda sensibilidad,
debían forzosamente de haberle sido también a ella muy dolorosas.
XXIX
Uno
de los fines principales del viaje a Rusia, era, para Ana, ver a su hijo.
Desde
que salió de Italia, la idea de verle no dejó un momento de conmoverla, y,
cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor le parecía el encanto y la
transcendencia de aquel encuentro con el niño.
Figurábasele
sencillo y natural ver a su hijo hallándose en la misma ciudad que él; pero,
una vez en San Petersburgo, se hizo evidente su situación ante la sociedad y
comprendió que no sería nada fácil arreglar aquella entrevista.
Llevaba
ya dos días en la ciudad, y aunque la idea de verle no la dejaba un momento, no
había adelantado ni un solo paso en aquel camino.
Ana
reconocía que no tenía derecho a ir abiertamente a casa de Karenin, a riesgo de
encontrarle, y que podía muy bien suceder que le prohibieran la entrada, cosa
que la habría llenado de vergüenza.
Sólo
el pensar en escribir a su marido y cruzar cartas con él, le suponía ya un
tormento. únicamente cuando no se acordaba de su marido podía estar tranquila.
Ver a su hijo en el paseo, enterándose de a dónde y cuándo salía el niño, no le
bastaba. ¡Se preparaba tanto para esa entrevista, tenía tantas cosas que
decirle, deseaba tan ardientemente besarle y poderle estrechar entre sus
brazos!
La
vieja aya de Sergio podía orientarla y aconsejarla en ello. Pero el aya no
estaba en casa de Karenin. Estas dudas y en la búsqueda del aya, pasaron dos
días.
Al
informarse de las relaciones que unían ahora a Karenin y a Lidia Ivanovna, Ana
decidió al tercer día escribir a la Condesa.
Aquella
carta, que le costó tanto trabajo, y en la que mencionaba intencionadamente la
grandeza de alma de su marido, estaba escrita con la esperanza de que la viese
él y, continuando en su papel magnánimo, le concediera lo que pedía.
El
enviado que llevara la carta trajo una respuesta cruel e inesperada: que no
había contestación.
Jamás
se sintió tan humillada como en aquel momento en que, llamando al enviado, le
oyó detallar cómo le habían hecho esperar y cómo luego le dijeron que no había
respuesta.
Ana
se sintió humillada y ofendida, pero reconocía que, desde su punto de vista, la
condesa Lidia Ivanovna tenía razón.
Su
dolor era tanto más hondo, cuanto que había de soportarlo ella sola. No podía
ni quería compartirlo con Vronsky. Sabía que, aunque era él la causa principal
de su desventura, la entrevista con su hijo había de parecerle una cosa sin
importancia. A su juicio, Vronsky no podría comprender nunca toda la intensidad
de su sufrimiento, y temía, como nunca había temido, experimentar hacia él un
sentimiento hostil al notar el tono frío en que habría, sin duda, de hablarle
de aquello.
Ana
pasó en casa todo el día, meditando medios para conseguir su propósito, hasta
que, al fin, decidió escribir una carta a su marido. Ya la tenía redactada
cuando le llevaron la de Lidia Ivanovna.
El
silencio de la Condesa la había hecho conformarse, pero su carta y lo que pudo
leer en ella entre líneas la irritaron tanto, le pareció tan excesiva aquella
maldad ante su natural cariño a su hijo, que se indignó contra los demás y dejó
de inculparse a sí misma.
"¡Qué
frialdad! ¡Qué fingimiento!", se decía. "Quieren ofenderme y hacer
sufrir al niño. ¿Y he de obedecerles? ¡Jamás! Ella es peor que yo, que, al
menos, no miento."
Y
decidió en seguida que al día siguiente, cumpleaños de Sergio, iría a casa de
su marido, sobornaría a los criados, los engañaría; pero vería a su hijo, costara
lo que costara, y destruiría el terrible engaño de que rodeaban a la
desgraciada criatura.
Fue
a un almacén de juguetes, compró un sinfín de cosas y estudió un plan.
Temprano,
a cosa de las ocho de la mañana, antes de que Alexey Alejandrovich se hubiera
levantado, acudiría a la casa. Llevaría en la mano dinero para el portero y el
lacayo, a fin de que ellos la dejasen entrar y, sin levantarse el velo, les
diría que iba de parte del padrino de Sergio para felicitarle y que le habían
encargado que pusiera los juguetes por sí misma junto a la cama del niño.
Lo
único que no preparó fue las palabras que diría a su hijo, pues por más que lo
había meditado no se le ocurrió lo que le había de decir.
Al
día siguiente, a las ocho de la mañana, Ana, apeándose de un coche de alquiler,
llamó a la puerta principal de la casa que un día fuera suya.
-Vaya
a ver quién es. Parece una señora -dijo Kapitonich aún a medio vestir, con
abrigo y chanclos, mirando por la ventana a la mujer que había junto a la
puerta.
El
ayudante del portero era un hombre desconocido para Ana. Apenas abrió la
puerta, ella entró, sacó rápidamente del manguito un billete de tres rublos y
se lo deslizó en la mano.
-Sergio,
Sergio Alejandrovich -dijo Ana.
Y
continuó rápida su camino.
El
criado, una vez examinado el dinero, la detuvo en la puerta siguiente.
-¿A
quién desea ver? --dijo.
Notando
la turbación de la desconocida, salió Kapitonich en persona al encuentro de la
desconocida, la hizo pasar y le preguntó qué quería.
-Vengo
de parte del príncipe Skeradumov a ver a Sergio Alejandrovich.
-El
señorito no está levantado aún -repuso el portero mirándola con atención.
Ana
no esperaba que el aspecto invariable de la casa donde había vivido nueve años
pudiera causarle tan vivo efecto. Recuerdos alegres y penosos se elevaron uno
tras otro en su alma, haciéndole olvidar por un momento el objeto de su visita.
-¿Desea
esperar? -preguntó Kapitonich, ayudándole a quitarse el abrigo de pieles.
Al
hacerlo, la miró al rostro, la reconoció y, sin decirle nada, la saludó con
respeto.
-Haga
el favor de entrar, Excelencia -dijo después.
Ana
quiso hablarle, pero la voz se le ahogó en la garganta. Y, mirando al viejo con
aire culpable, subió la escalera con pasos leves y rápidos.
Kapitonich,
inclinándose hacia delante y tropezando con los chanclos en los escalones, la
seguía corriendo, tratando de alcanzarla.
-Está
allí el preceptor. Quizá no se haya vestido. Iré a anunciarla.
Ana
seguía subiendo la escalera tan conocida sin entender lo que le decía el
anciano.
-Aquí,
a la izquierda, haga el favor. Perdone que no esté limpio aún... El señorito
duerme ahora en el cuarto del diván -murmuró el portero, esforzándose en
recobrar la respiración-. Perdone, Excelencia, pero conviene esperar un poco.
Iré a mirar..
Y,
adelantándose a Ana, abrió a medias una alta puerta y desapareció tras ella.
Ana
esperó.
El
portero salió de nuevo.
-El
señorito acaba de despertar --dijo.
En
el mismo momento en que el anciano portero pronunciaba estas palabras, Ana oyó
un bostezo infantil. En aquel sonido reconoció a su hijo y le pareció ya verle
ante ella.
-¡Déjeme!
¡Déjeme, y váyase! -pronunció Ana, cruzando la alta puerta.
A
la derecha de la entrada había una cama y en ella estaba sentado el niño que,
vestido sólo con una camisita, terminaba de desperezarse, inclinando el cuerpo.
En
el momento en que sus labios se juntaron de nuevo, se dibujó en ellos una
sonrisa feliz, y con aquella sonrisa el niño se dejó caer otra vez en el lecho,
vencido por un suave sueño.
-¡Sergio!
-llamó Ana, acercándose con paso cauteloso.
Durante
su separación, y más aún en aquellos días en que la inundaba tan viva ternura
por su hijo, Ana le imaginaba como un niño de cuatro años, ya que fue a aquella
edad cuando más le había querido. Pero ahora no, estaba tal como le dejó.
Su
aspecto difería mucho del de un niño de cuatro años; había crecido y
adelgazado. ¡Oh, qué delgado tenía el rostro, qué cortos los cabellos y qué
largos los brazos! ¡Cuán diferente era de cuando ella le había dejado!
Pero
era él, con su misma forma de cabeza, con sus labios, con su suave cuello y sus
anchos hombros.
-¡Sergio!
-repitió al oído mismo del niño.
Sergio
se incorporó sobre un codo, movió la cabeza a ambos lados como buscando algo y
abrió los ojos.
Por
algunos segundos miró silencioso a interrogativo a su madre, inmóvil ante él.
De
pronto, rió lleno de dicha y, cerrando de nuevo sus ojos cargados de
sueño, se dejó caer otra vez, pero no hacia atrás, sino en los brazos de su
madre.
-¡Sergio,
querido niño mío! -exclamó Ana, sofocada, abrazando el amado cuerpecito.
-¡Mamá!
-contestó el niño, moviéndose en todas direcciones para que su cuerpo rozara
por todas partes los brazos de su madre.
Sonriendo
medio dormido, siempre con los ojos cerrados, y apoyándose con sus manos
gordezuelas en la cabecera de la cama, se asió a los hombros de su madre y se
dejó caer sobre su regazo, exhalando ese agradable olor que sólo tienen los
niños en el lecho. En seguida empezó a frotarse el rostro contra el cuello y
los hombros de su madre.
-Ya
sabía --dijo, abriendo los ojos-, que habías de venir. Hoy es el día de mi
cumpleaños... Me he despertado ahora mismo y voy a levantarme...
Y,
mientras hablaba, se quedó de nuevo dormido.
Ana
le miraba con afán, viendo cuánto había crecido y cambiado en su ausencia.
Reconocía y desconocía a la vez sus piernas desnudas, ahora tan largas, sus
mejillas enflaquecidas, los cortos rizos de su nuca, que tantas veces había
besado.
Estrechaba
todo aquello contra su corazón y no podía hablar, ahogada por las lágrimas.
-¿Por
qué lloras, mamá? -preguntó el niño, despertando por completo, ¿Por qué lloras,
mamá? -gritó con voz quejumbrosa.
-No
lloraré más. Lloro de alegría. ¡Hace tanto que no te he visto! No, no lloraré
más, no lloraré... -dijo, devorando sus lágrimas y volviendo la cabeza-. Ea, ya
es hora de vestirte -añadió, recobrando algo de su serenidad, después de un
silencio.
Y,
sin soltar sus manos, se sentó al lado de la cama en una silla, sobre la que
estaba la ropa del pequeño.
-¿Cómo
te vistes sin mí? ¿Cómo ...? -dijo, tratando de expresarse con voz natural y
alegre.
Pero
no pudo terminar y volvió una vez más la cara.
-No
me lavo ya con agua fría; papá no me deja. ¿Has visto a Basilio Lukich? Vendrá
ahora... ¡Ah, te has sentado sobre mi vestido!
Sergio
rió a carcajadas. Ana le miró, sonriendo.
-¡Mamá,
querida mamá! -gritó el chiquillo, lanzándose de nuevo a ella y abrazándola.
Parecía
que sólo ahora, al ver su sonrisa, comprendió lo que pasaba.
-Esto
no te hace falta -siguió el niño quitándole el sombrero.
Y
cuando Ana estuvo sin él, Sergio como si en aquel momento la viese por primera
vez, se precipitó a ella para besarla.
-¿Qué
pensabas de mí? ¿Creías que había muerto?
-No
lo creí nunca.
-¿No
lo creíste, hijito mío?
-¡Sabía
que no, sabía que no! -respondió el niño empleando su frase predilecta.
Y
cogiendo la mano de su madre, que acariciaba sus cabellos, la oprimió contra
sus labios y la besó.
XXX
Entre
tanto, Basilio Lukich que, al principio no había comprendido quién era aquella
señora, suponiendo por la conversación que aquella era la esposa que había
abandonado a su marido, y a la que no conocía, por no estar ya en la casa
cuando él llegara allí, dudaba si debía entrar o no y si procedía avisar a
Karenin.
Pensando,
al fin, que su deber era despertar diariamente a Sergio a una hora fija y que
para hacerlo no debía preocuparse de quien estuviese allí, fuera su madre o
cualquier otra persona, ya que a él sólo le incumbía cumplir su obligación,
Basilio Lukich vistióse, se acercó a la puerta y la abrió.
Pero
las caricias de madre a hijo, el tono de su voz y lo que se decían, le forzó a
cambiar de decisión. Movió la cabeza y cerró la puerta, con un suspiro.
"Esperaré
diez minutos más", se dijo, tosiendo y secándose las lágrimas.
Entre
los criados, mientras tanto, reinaba gran agitación Todos sabían que había
llegado la señora, que Kapitonich la había dejado entrar, que ahora estaba en
el cuarto del niño, y que el señor entraba a verle todos los días a cosa de las
nueve...
Todos
comprendían que el encuentro de los esposos era una cosa imposible, y que
debían hacer cuanto estuviese en sus manos para impedirlo.
Korney,
el ayuda de cámara, bajó a la portería para saber quién había dejado pasar a
Ana, y al saber que era Kapitonich dirigió al viejo una severa represión.
El
portero callaba obstinadamente, pero cuando Korney dijo que merecía que le
despidiesen, Kapitonich se acercó al criado y, agitando las manos ante su
rostro, le dijo:
-¿Acaso
tú no la habrías dejado entrar? He servido diez años aquí y sólo he visto en
ella bondad. ¡Me habría gustado verte a ti decirle que hiciera el favor de
marcharse! ¡Claro, que tú sabes nadar en todas las aguas! Más valdría que
pensaras en lo que robas al señor y en los abrigos de castor que le quitas...
-¡Soldado!
--exclamó Korney con desprecio, y se volvió hacia el aya, que entraba en aquel
instante.
-¿Sabe
María Efinovna que la ha dejado entrar sin decir nada a nadie? Y Alexey
Alejandrovich va a salir ahora mismo e irá al cuarto del chico...
-¡Qué
cosas, qué cosas! -exclamaba el aya-. Podía usted entretener un rato al señor,
Korney Vasilievich, mientras yo subo corriendo para hacerla salir.. ¡Qué cosas,
Dios mío, qué cosas!
Cuando
el aya penetró en el cuarto de Sergio, éste contaba a su madre que él y Nadeñka
se habían caído en la montaña rusa y dieron tres volteretas.
Ana
escuchaba el sonido de su voz, veía su rostro y el juego de su expresión,
sentía su mano, pero no entendía lo que le hablaba.
Tenía
que marchar y dejarle. No pensaba ni comprendía otra cosa. Oía los pasos de
Basilio Lukich, que se acercaba a la puerta tosiendo, oía los del aya, que
llegaba ya, pero continuaba sentada, como convertida en piedra, sin fuerzas
para hablar ni para levantarse.
-¡Oh,
mi señora! ---dijo el aya, acercándose, y besando sus manos y hombros-. ¡Qué
alegría ha dado Dios a nuestro niño el día de su cumpleaños! No ha cambiado
usted nada, nada...
-No
sabía que usted vivía ahora en casa, aya querida --dijo Ana, serenándose por un
momento.
-No
vivo aquí, vivo con mi hija. He venido para felicitar a Sergio, mi querida
señora Ana Arkadievna.
De
pronto, rompió a llorar y volvió a besar las manos de Ana.
Sergio,
con ojos y sonrisa radiantes, asiéndose con una mano a su madre y con la otra
al aya, pisoteaba el tapiz con sus piernas llenas y descalzas. El efecto
conmovedor con que su querida aya trataba a su madre, le colmaba de júbilo.
-Mamá:
el aya viene mucho a verme y cuando viene... --empezó a contar el niño. Pero se
detuvo al observar que el aya hablaba en voz baja a Ana, en cuyo rostro se
dibujó el terror y algo parecido a la vergüenza, lo cual le sentaba muy mal.
Se
inclinó hacia su hijo.
-Queridito
mío... -murmuro.
No
dijo "adiós", pero el niño lo leyó en la expresión de su rostro,
-¡Oh
querido, queridísimo Kutik! --continuó Ana, dando al niño el nombre con que le
llamaba de pequeño-. ¿No me olvidarás? Tú...
No
pudo hablar más.
¡Cuántas
palabras pensó después que podía haberle dicho en este momento! Pero ahora no
sabía ni podía decirle nada.
Y,
sin embargo, Sergio comprendió cuanto ella hubiera querido decirle. Comprendió
que era desgraciada y que le quería, y hasta comprendió que el aya decía en voz
baja a su madre:
-Siempre
viene hacia las nueve...
Y
adivinó que hablaban de su padre y que ella y él no debían verse.
Todo
esto lo comprendía, mas no comprendía el motivo, ni por qué se dibujaba el
terror en el semblante de su madre. Sin duds ella no era culpable de nada, pero
temía a su marido y se avergonzaba de algo.
Habría
deseado hacer una pregunta que le aclarase aquellas dudas, pero no se atrevía a
hacerla porque veía que su madre sufría, y sentía piedad de ella. Apretándose
contra su cuerpo, murmuró en voz baja.
-No
te vayas todavía. El tardará algo en venir..
La
madre le apartó un poco para ver si el niño se daba cuenta de lo que decía, y
en su rostro asustado leyó que el niño no sólo hablaba de su padre, sino que
hasta parecía preguntar qué debía pensar de él.
-Sergio,
querido hijito, ama mucho a tu padre. Es mejor y más bueno que yo. Yo me he
portado mal con él. Cuando seas mayor lo comprenderás.
-¡No
hay nadie más bueno que tú! -gritó el niño con desesperación a través de sus
lágrimas.
Y
cogiéndola por los hombros, la apretó con toda su fuerza con sus brazos
temblorosos y tensos.
-¡Mi
pequeño, n-ú querido Sergio! -dijo Ana.
Y
se puso a llorar débilmente, como un niño, como lloraba él.
En
aquel instante se abrió la puerta y apareció Basilio Lukich.
Próximos
a otra puerta sonaron pasos. El aya dijo en voz baja:
-Ya
viene.
Y
entregó el sombrero a Ana.
Sergio
se deslizó en la cama y rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
Ana
separó aquellas manos, besó una vez más el rostro húmedo de lágrimas y con
rápido paso salió de la alcoba.
Alexey
Alejandrovich avanzaba en dirección opuesta. Al verla, se detuvo a inclinó la
cabeza.
Aunque
sólo un momento antes Ana afirmaba que él era mejor y más bueno que ella, en la
mirada rápida que le dirigió, al distinguir su figura en todos sus detalles, la
invadieron los habituales sentimientos de aversión, de odio y de envidia de que
le hubiera quitado a su hijo.
Con
rápido ademán se bajó el velo y salió de allí casi a la carrera.
No
había tenido tiempo de desenvolver los paquetes que con tanta ternura y
tristeza comprara el día anterior en la tienda para su hijo y se los llevó
consigo en el mismo estado.
XXXI
A
pesar de su inmenso deseo de ver a su hijo, a pesar del mucho tiempo que hacía
que meditaba y preparaba la entrevista, Ana no esperaba que hubiese de
impresionarla tan profundamente.
De
vuelta a su solitario cuarto del hotel, no pudo comprender durante largo rato
por qué estaba allí.
"Todo
aquello ha terminado y vuelvo a estar sola", se dijo al fin.
Y,
sin quitarse el sombrero, se dejó caer en una butaca próxima a la chimenea.
Fijó
la mirada en el reloj de bronce próximo a la ventana y comenzó a reflexionar.
La doncella francesa que trajera del extranjero entró para saber si debía
vestirla.
Ana
la miró sorprendida y dijo:
-Luego.
El
criado llevó el café.
-Luego
-volvió a decir.
La
nodriza italiana, que acababa de vestir a la niña, entró y se la presentó a
Ana.
La
pequeña, llenita y bien nutrida, al ver a su madre tendió como siempre sus
bracitos hacia ella, con las palmas de las manos vueltas hacia abajo y,
sonriendo con su boca sin dientes, comenzó a mover las manitas como un pez las
aletas, produciendo un ruido seco con los pliegues almidonados de su faldón.
Era
imposible no sonreír, no besar a la niña; imposible no dejarle coger el dedo,
al que ella se asió chillando y saltando con todo su cuerpo, imposible también
no ofrecerle los labios que ella, persiguiendo un beso, tomó con su boquita.
Ana
la cogió en brazos, la hizo saltar en ellos, besó su fresca mejilla... Pero, al
ver a la pequeña, comprendió con claridad que lo que sentía por ella no era ni
siquiera afecto comparado con lo que experimentaba por Sergio.
Todo
en aquella niña era gracioso, pero, sin saber por qué, no llenaba su corazón.
En el primer hijo, aunque fuera de un hombre a quien no amaba, había
concentrado todas sus insatisfechas ansias de cariño. La niña había nacido en
circunstancias más penosas y no se había puesto en ella ni la milésima parte de
los cuidados que se dedicaran al primero.
Además,
la niña no era aún más que una esperanza, mientras que Sergio era ya casi un
hombre, un hombre querido, en el cual se agitaban ya pensamientos y
sentimientos. Sergio la comprendía, la amaba, la estudiaba, pensaba Ana,
recordando las palabras y las miradas de su hijo.
¡Y
estaba separada de él para siempre!, no sólo materialmente, sino también en lo
moral, y esta situación no tenía remedio.
Ana
entregó la niña a la nodriza, dejó marchar a ésta y abrió el medallón que
contenía el retrato de Sergio casi con la misma edad que ahora tenía la niña.
Luego
se levantó y, quitándose el sombrero, tomó de una mesita el álbum en que había
fotografías de él a diferentes edades, y, para compararlas, las sacó todas.
Quedaba
una, la última y la mejor. Sergio, vestido con camisa blanca, sentado a
horcajadas sobre la silla entornaba los ojos y sonreía. Era su expresión más
característica y aquella en la que había salido con más naturalidad.
Ana
trató de sacar aquella fotografía con sus pequeñas manos blancas, con sus dedos
largos y delgados, tirando de las puntas de la cartulina. Pero la fotografía se
resistió y no pudo sacarla. Como no tenía plegadera a mano, sacó la fotografía
inmediata, que era un retrato de Vronsky 'con sombrero redondo y cabellos
largos, hecho en Roma, para empujar con ella el de Sergio.
"¡Ah,
es él!", se dijo al ver la fotografía.
Y
de pronto recordó quién era la causa de su actual dolor. En toda la mañana no
le había recordado una sola vez.
Pero
ahora, viendo aquel rostro noble y varonil, tan conocido y querido, Ana sintió
de pronto que la inundaba una ola de ternura hacia Vronsky.
"¿Dónde
estará? ¿Por qué me deja sola con mis penas?", pensó de pronto, con un
sentimiento de reproche, olvidando que ella misma ocultaba a Vronsky todo lo
referente a su hijo.
Envió
a buscarle, rogándole que subiera en seguida, y le esperó imaginando, con el
corazón palpitante, las palabras con que iba a contárselo todo, y las
expresiones de amor con que él la consolaría.
El
criado subió diciendo que el señor tenía una visita, pero que iría en seguida,
y que deseaba saber si ella podía recibirle en compañía del príncipe Jachvin,
que había llegado a San Petersburgo.
"No
vendrá solo... ¡Y no me ha visto desde ayer a la hora de comer! " , pensó.
"No podré explicárselo todo... Vendrá con Jachvin..."
De
pronto le acudió a la mente un terrible pensamiento. ¿Habría dejado Vronsky de
amarla?
Recordando
los hechos de los últimos días, parecíale ver en cada uno de ellos la
confirmación de sus sospechas.
El
día antes Vronsky no había almorzado en casa; además insistió en que en San
Petersburgo se instalaran separadamente; y ahora no venía solo, para evitar
verla cara a cara.
"
Debería decírmelo, debo saberlo... Si lo supiera, ya acertaría yo lo que me
convendría hacer", se decía Ana, sintiéndose sin fuerzas para imaginar la
situación en que quedaría cuando se cerciorase de la indiferencia de Vronsky.
Pensando
que él había dejado de amarla, sentíase en un extraño estado de excitación,
casi desesperada.
Llamó
a la doncella y se fue al tocador. Al vestirse, se ocupó de su atavío más que
todos aquellos días, como si Vronsky, en caso de que la hubiera dejado de amar,
pudiese enamorarse de nuevo viéndola mejor vestida y peinada.
El
timbre sonó antes de que hubiera terminado.
Cuando
salió al salón, no fue la mirada de Vronsky, sino la de Jachvin, la primera que
halló.
Vronsky
contemplaba las fotografías de su hijo que ella había dejado sobre la mesa y no
se apresuró a mirarla.
-Ya
nos conocemos --dijo Ana, poniendo su manecita en la manaza de Jachvin, que la
saludaba confuso, ya que, en contraste con su enorme estatura, era un hombre de
una gran timidez.
-Nos
conocimos en las carreras, el año pasado. ¡Démelas! --dijo Ana, dirigiéndose
ahora a Vronsky y asiendo con un rápido ademán los retratos que él examinaba, y
mirándole significativamente con sus ojos brillantes.
-¿Qué
tal este año las carreras? -preguntó luego a Jachvin-. Yo he asistido a las del
Corso, en Roma. Ya sé que a usted no le gusta la vida extranjera -agregó,
sonriendo dulcemente-. Le conozco bien y sé todas sus preferencias a pesar de
las pocas veces que nos hemos visto.
-Lo
siento, porque todas mis preferencias son, en general, de muy mal gusto -dijo
Jachvin, mordiéndose la guía izquierda del bigote.
Después
de charlar un rato, y viendo que Vronsky consultaba el reloj, Jaclivin preguntó
a Ana si estaría mucho tiempo en San Petersburgo e, irguiendo su imponente
figura, cogió su gorra de uniforme.
-Creo
que no mucho -repuso Ana mirando a Vronsky con inquietud.
-¿De
modo que ya no nos veremos? -preguntó a su amigo levantándose-. ¿Dónde comes
hoy?
-Vengan
a comer los dos conmigo --dijo Ana, enfadándose consigo misma al notar que se
ruborizaba como siempre que mostraba su situación ante una persona más-. La
comida aquí no es gran cosa, pero así se verán ustedes... Alexey, de sus
compañeros de regimiento, es a usted a quien aprecia más.
-Muchas
gracias -contestó Jaclivin con una sonrisa en la que Vronsky leyó que Ana le
había agradado.
Jachvin
saludó y salió. Vronsky quedó un poco atrás.
-¿Te
vas también? -preguntó Ana.
-Se
me hace tarde --contestó él.
Y
gritó a Jachvin:
-¡Ahora
te alcanzo!
Ana
cogió la mano de Vronsky y, sin apartar la mirada de él, buscando en su mente
lo que pudiera decir para retenerle, dijo:
-Espera,
quiero decirte una cosa.
Le
cogió la mano y la apretó contra su rostro.
-
¿Te disgusta que le haya invitado a comer? -añadió.
-Has
hecho muy bien -repuso Vronsky, con tranquila sonrisa, descubriendo las apretadas
hileras de sus dientes y besándole la mano.
-Alexey,
¿sigues siendo el mismo para mí? -preguntó Ana, apretando la mano de él entre
las suyas-. Sufro mucho aquí, Alexey. ¿Cuándo nos vamos?
-Pronto,
pronto... No sabes lo penosa que me resulta también a mí la vida aquí-dijo él
retirando su mano.
-Ve,
ve -repuso Ana ofendida.
La
dejó y salió de la habitación rápidamente.
XXXII
Cuando
Vronsky volvió, Ana no estaba aún en casa.
A
poco de irse él, según le dijeron, había llegado una señora y ambas se habían
marchado juntas.
Que
ella saliera sin decirle a dónde iba, lo que no había sucedido hasta ahora, y
que por la mañana hubiese hecho lo mismo, todo ello unido a la extraña
expresión del rostro de Ana y al tono hostil con que por la mañana, en
presencia de Jachvin, le había arrebatado las fotografías de su hijo, obligó a
Vronsky a reflexionar.
Se
dijo que debía hablar con ella y la esperó en el salón.
Pero
Ana no volvió sola, sino con su tía, la vieja solterona princesa Oblonskaya,
que era la señora que había ido allí por la mañana y con la que Ana había
salido de compras.
Al
parecer, ella no veía la expresión, interrogativa y preocupada, del rostro de
Vronsky, mientras le contaba alegremente lo que había comprado por la mañana.
Él notó que le pasaba algo extraño. En sus ojos brillantes, cuando por un
momento se detuvieron en Vronsky, había una atención forzada, y hablaba y se
movía con aquella rapidez nerviosa que en los primeros tiempos de sus
relaciones con ella le seducía y que ahora le inquietaba y llenaba de disgusto.
La
mesa estaba servida para cuatro. Todos se preparaban a pasar al comedorcito,
cuando llegó Tuschkevich con un recado de la princesa Betsy para Ana.
Betsy
le pedía perdón por no poder ir a saludarla antes de que marchase, ya que
estaba indispuesta, y rogaba a su amiga que fuese a visitarla de seis y media a
nueve.
Vronsky
la miró al advertir que la hora que se le señalaba indicaba que se tomaban
medidas para impedir que Ana coincidiese con nadie, pero ella pareció no
advertirlo.
-Siento
que no me sea posible ir precisamente a esa hora -dijo Ana con sonrisa
imperceptible.
-La
Princesa lo sentirá mucho.
-También
yo.
-¿Irá
usted a oír a la Patti? -preguntó Tuschkevich.
-¿La
Patti? Me da usted una idea. Iría con gusto si fuese posible encontrar un
palco.
-Yo
lo puedo buscar -ofreció Tuschkevich.
-Se
lo agradecería mucho. ¿Quiere comer con nosotros?
Vronsky
se encogió levemente de hombros.
Decididamente,
no comprendía la actitud de Ana. ¿Por qué había hecho venir a la vieja
Princesa, por qué invitaba a comer a Tuschkevich y -lo que era más
sorprendente-, por qué le pedía el palco?
¿Cómo
era posible, en su situación, ir a oír a la Patti en un espectáculo de abono al
que asistiría todo el gran mundo conocido? La miró con gravedad, y ella le
correspondió con una mirada atrevida cuya significación Vronsky no pudo
comprender y no supo si era alegre o desesperada.
Durante
la comida, Ana estuvo agresivamente alegre, y hasta pareció coquetear con
Tuschkevich y con Jachvin.
Cuando
se levantaron de la mesa, mientras Tuschkevich iba a buscar el palco, y Jachvin
salió para fumar, Vronsky bajó con él a sus habitaciones.
Permaneció
allí unos minutos y volvió rápidamente arriba.
Ana
estaba ya vestida con un traje de terciopelo claro que se había hecho en París
y que dejaba ver parte de su busto. En la cabeza llevaba una rica mantilla
blanca que realzaba su rostro y conjuntaba muy bien con su belleza
resplandeciente.
-¿Es
que está usted realmente decidida a ir al teatro? -preguntó Vronsky, procurando
eludir su mirada.
-¿Por
qué me lo pregunta con ese temor? -repuso ella, ofendida de nuevo al notar que
él no la miraba ¿Es que me está prohibido ir?
Al
parecer, ella no comprendía el significado de sus palabras.
-Claro
que nada lo prohibe -contestó Vronsky frunciendo el entrecejo.
-Lo
mismo digo yo -repuso Ana, con intención, sin comprender la ironía de su tono y
desplegando calmosamente su guante largo y perfumado.
-¡Por
Dios, Ana! ¿Qué le pasa? -exclamó Vronsky, como si tratase de despertarla a la
realidad en el mismo tono que lo hacía su marido en otros tiempos.
-No
comprendo lo que me pregunta.
-Bien
sabe que no es posible ir.
-¿Por
qué? No voy sola. La princesa Bárbara ha ido a vestirse y me acompañará.
Vronsky
se encogió de hombros, perplejo y desesperado.
-¿No
sabe ...? --empezó.
-Ni
lo quiero saber -contestó Ana, casi a gritos-. No quiero... ¿Acaso me
arrepiento de lo hecho? ¡No, no y no! Y si hubiera empezado así desde el
principio, habría sido mejor. Para usted y para mí lo único importante es una
cosa: si nos amamos o no. ¡Y nada más! ¿Por qué vivimos aquí separados, sin
apenas vemos? ¿Por qué no he de ir al teatro? Te quiero y todo lo demás
me da igual -añadió en ruso, mirándole con un brillo en los ojos incomprensible
para Vronsky-con tal que tú no hayas cambiado. ¿Por qué me miras así?
Él
la miraba, en efecto, examinando la belleza de su rostro y su vestido, que le
sentaba admirablemente. Pero ahora su belleza y su elegancia eran,
precisamente, lo que despertaba su irritación.
-Usted
sabe que mis sentimientos no pueden cambiar pero le pido, le ruego, que no vaya
---dijo otra vez en francés con una suave súplica en su voz, pero con fría
mirada.
Ana
no oía sus palabras; sólo veía el frío de su mirada, y contestó con enfado:
-Le
ruego que me diga por qué no puedo ir.
-Porque
esto puede motivar.. algún... algo...
Vronsky
titubeó.
-No
le entiendo. Jachvin n'est pas compromettant y la princesa Bárbara no
vale menos que otras. ¡Ah, aquí viene!
XXXIII
Vronsky
experimentó por primera vez un sentimiento de enojo contra Ana por su
voluntaria incomprensión de la situación presente, sentimiento que se hacía más
vivo por la imposibilidad de explicarle la causa de su disgusto.
De
decir francamente lo que pensaba, habría debido decirle:
"Presentarse
con ese vestido en unión de la Princesa, tan conocida por todos, significa, no
sólo reconocer su papel de mujer perdida, sino, además, desafiar a toda la alta
sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre."
Y
eso no se lo podía decir.
"Pero,
¿cómo es posible que ella no lo comprenda? ¿Qué le sucede?", se preguntaba
Vronsky, sintiendo a la vez que su respeto hacia Ana disminuía tanto como
aumentaba su admiración por su belleza.
Con
el entrecejo arrugado volvió a su habitación y, sentándose junto a Jachvin
-quien, con los pies estirados sobre una silla, bebía coñac con agua de Seltz-,
ordenó que le llevaran la misma bebida.
-Volviendo
a lo de "Moguchy", el caballo de Lankovsky -dijo Jachvin-, es un buen
animal y te aconsejo que lo compres.
Y
prosiguió, mirando el rostro grave de su amigo:
-Es
un poco caído de grupa, pero de cabeza y de patas no deja nada que desear.
-Creo
que lo compraré -repuso Vronsky.
Se
interesó en la charla sobre caballos, pero continuamente pensaba en Ana,
escuchando sin querer los pasos que sonaban en el corredor y mirando el reloj
de la chimenea.
-Ana
Arkadievna ha ordenado que les diga que sale para el teatro -dijo el criado,
entrando.
Jachvin
vertió una copa más de coñac en el agua de Seltz, bebió y se levantó,
abrochándose el uniforme.
-¿Vamos?
-dijo, sonriendo levemente bajo el bigote y mostrando con su sonrisa que
comprendía el descontento de Vronsky, aunque no le daba importancia.
-Yo
no voy -repuso Vronsky, serio.
-Yo
no puedo dejar de ir. Lo he prometido. Hasta luego, pues. Y, si no, ¿por qué no
vas a butacas? Quédate con la de Krasinsky -dijo Jachvin, saliendo.
-Tengo
que hacer.
"La
mujer propia da muchas preocupaciones y la que no lo es, más aún", pensó
Jachvin, al salir del hotel.
Vronsky,
una vez solo, se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.
"Hoy
es la cuarta de abono. Eso significa que asistirá todo San Petersburgo.
Seguramente estarán allí mi madre y Egor con su mujer.. Ahora Ana entra, se
quita el abrigo, aparece en plena luz... Y con ella Tuschkevich, Jachvin, la
princesa Bárbara ..." , pensaba Vronsky, imaginando la entrada de Ana en
el teatro.
"¿Y
yo? O dirán que tengo miedo, o que me he librado en Tuschkevich de la
obligación de protegerla. Por donde quiera que se mire, es absurdo. ¡Absurdo,
absurdo! ¿Por qué se empeñará en ponerme en esta situación?", se preguntó,
agitando violentamente las manos.
Este
ademán le hizo tropezar con la mesita en la que estaba la botella de coñac y el
agua de Seltz, y faltó poco para que la derribase.
Al
tratar de sostenerla, la hizo caer y, enojado, dio un puntapié a la mesa y
llamó al ayuda de cámara.
-Si
quieres estar a mi servicio, acuérdate de lo que debes hacer. ¡Que no vuelva a
pasar esto! ¡Llévatelo! -dijo al criado que entraba.
El
sirviente, sabiendo que la culpa no era suya, trató de justificarse; pero, al
mirar a su señor, comprendió por su rostro que valía más callan Así, pues,
inclinándose sobre la alfombra, balbuceó unas excusas y comenzó a separar las
botellas y copas rotas de las que habían quedado intactas.
-Eso
no es cosa tuya. Manda al lacayo que lo recoja y prepárame el frac.
Vronsky
entró en el teatro a las ocho y media.
La
función estaba en su apogeo. El anciano acomodador, al quitar a Vronsky el
abrigo de piel, le reconoció, le llamó "Vuecencia" y le dijo que no
era necesario que recogiese el número del abrigo, sino que bastaba con que al
salir llamase a Fedor.
En
el pasillo, bien iluminado, no había nadie, fuera del acomodador y de dos
lacayos que, con sendas pellizas al brazo, escuchaban junto a la puerta.
Tras
la puerta entomada oíanse los acordes de un staccato de la orquesta y una voz
femenina que cantaba una frase musical.
La
puerta se abrió dando paso al acomodador y la frase, que concluía, hirió el
oído de Vronsky. Pero la puerta se cerró en seguida y Vronsky no oyó el final
de la frase ni la cadencia, y sólo por la explosión de aplausos que retumbó
comprendió que la romanza estaba terminando.
Al
entrar en la sala, iluminada por arañas y lámparas de gas, continuaban aún los
aplausos. En el escenario, la cantante, espléndida con sus hombros escotados y
sus brillantes, se inclinaba y sonreía. El tenor, que la tenía de la mano, la
ayudaba a coger los ramos de flores que volaban sobre la orquesta. Luego ella
se acercó a un señor de cabellos peinados a raya y lustrosos de cosmético, que
extendía sus largos brazos por encima del borde del escenario brindándole un
objeto.
El
público de palcos y butacas se agitaba, se echaba hacia delante, gritaba,
aplaudía.
El
director de orquesta, desde su altura, ayudaba a transmitir los objetos y se
arreglaba cada vez la blanca corbata.
Vronsky
pasó al centro de la platea, se detuvo y miró en derredor. Se fijo con menos
interés que de costumbre en el ambiente, tan conocido y habitual, en el
escenario, en el bullicio, en el poco atrayente rebaño de los espectadores del
teatro, que estaba lleno a rebosar.
Como
siempre, se veían las mismas señoras en los mismos palcos, y como siempre, tras
ellas se veían oficiales; en butacas, las mismas mujeres multicolores,
uniformes, levitas; la misma sucia gentuza en el paraíso; y entre toda aquella
gente, en las primeras filas y los palcos, unas cuarenta personas, unos
cuarenta hombres y mujeres "de verdad". Fue en este oasis donde
Vronsky detuvo al punto su atención, dirigiéndose allí al momento.
El
acto terminaba cuando entró, por lo que, sin pasar al palco de su hermano,
cruzó ante él y se colocó próximo a la rampa, al lado de Serpujovskoy, quien,
doblando la rodilla y golpeando con el tacón en la rampa, le llamó sonriendo al
verle de lejos.
Vronsky
no había visto a Ana todavía, y, a propósito, no miraba hacia ella, pero por la
dirección de las miradas sabía dónde se encontraba.
Discretamente
empezó a observar, esperando lo peor: buscaba a Alexey Alejandrovich.
Afortunadamente, éste no estaba hoy en el teatro.
-¡Qué
poco te ha quedado de militar! Pareces un artista, un diplomático o algo por el
estilo -le dijo Serpujovskoy.
-En
cuanto he vuelto a Rusia, he adoptado el frac -contestó Vronsky, sonriendo y
sacando lentamente los gemelos.
-Confieso
que en eso te envidio. Yo, cuando vuelvo del extranjero, me pongo esto --dijo
Serpujovskoy, tocándose las charreteras- y siento en seguida que no soy libre.
Hacía
tiempo que Serpujovskoy había desesperado de que su amigo hiciese carrera, pero
le quería como siempre y ahora se mostraba particularmente amable con él.
Vronsky,
escuchándole a medias, pasaba los gemelos de los palcos de platea a los del
primer piso.
Junto
a una señora con turbante y un anciano calvo, que pestañeaba, malhumorado ante
el binóculo de Vronsky, en continua busca, vio de pronto a Ana, orgullosa,
bellísima y sonriente, entre sedas y encajes.
Estaba
en el quinto palco de platea, a unos veinte pasos de él, y sentada en la
delantera del palco, ligeramente inclinada, hablaba en aquel momento con
Jachvin.
La
postura de su cabeza sobre sus amplios y hermosos hombros y la radiación
contenidamente emocionada de sus ojos y todo su rostro, le recordaban a Vronsky
tal como era cuando la vio por primera vez en el bade en Moscú.
Pero
a la sazón consideraba su belleza de otro modo, con un sentimiento privado de
todo misterio, y, por ello, su belleza, si bien le atraía más que antes, le
disgustaba a la vez.
No
miraba hacia él, pero Vronsky sabía que ya le había visto.
Cuando
dirigió de nuevo los gemelos hacia allí, vio que la princesa Bárbara, muy
encarnada, reía forzadamente, mirando sin cesar al palco próximo. Pero Ana,
plegando el abanico y dando golpecitos con él en el terciopelo encamado de la
barandilla del palco, no veía ni quería ver lo que pasaba en aquel palco.
El
rostro de Jachvin presentaba igual expresión que cuando perdía en el juego.
Frunciendo las cejas y mordiendo cada vez más la guía izquierda de su bigote,
miraba también de reojo al palco inmediato.
En
éste, el de la izquierda, estaban los Kartasov. Vronsky los conocía y sabía que
Ana los conocía también. La Kartasova, una mujer pequeña y delgada, estaba de
pie en el palco, de espaldas a Ana, poniéndose la capa que le sostenía su
marido. Mostraba un rostro pálido y enojado y hablaba con agitación.
Kartasov,
un hombre grueso y calvo, trataba de calmar a su mujer, mirando sin cesar hacia
Ana.
Cuando
su esposa salió, Kartasov tardó mucho en seguirla, buscando la mirada de Ana,
con evidente deseo de saludarla. Pero, probablemente a propósito, Ana,
volviéndose sin mirarle, hablaba a Jachvin, que le escuchaba inclinando la
cabeza hacia ella.
Kartasov
salió sin saludar y el palco quedó vacío.
Vronsky
no podía saber lo que había sucedido entre Ana y ellos, pero sí que era algo
terriblemente ofensivo para su amada. No sólo lo adivinó por lo que había
visto, sino principalmente por el rostro de Ana, que sin duda había reunido
todas sus fuerzas para mantenerse en el papel que se había impuesto: mostrar
una completa calma exterior.
Y
en ello había triunfado plenamente. Quien no la conociera, quienes no
conocieran su mundo, quienes nada supieran de las exclamaciones de indignación
y sorpresa de las mujeres que comentaban que osara presentarse en su mundo, tan
llamativa con su mantilla de encajes, en toda su belleza -esos habrían admirado
la impasibilidad y hermosura de Ana, sin sospechar que se sentía como una
persona expuesta a la vergüenza pública.
Vronsky,
comprendiendo que había sucedido algo a ignorando a punto fijo lo que fuera,
experimentaba una torturadora inquietud, y en la esperanza de saberlo decidió
ir al palco de su hermano.
Eligiendo
la salida de la platea más alejada del palco de Ana, Vronsky tropezó al pasar
con el coronel del regimiento en que servía antes, que estaba hablando con dos
conocidos suyos.
Oyó
mencionar el nombre de los Karenin y notó que el coronel se apresuraba a
pronunciar el suyo propio, mirando intencionadamente a los que hablaban.
-¡Hola
Vronsky! ¿Cuándo se va a pasar por el regimiento? No podemos despedirnos de
usted sin celebrarlo... Usted es uno de los nuestros -dijo el coronel.
-No
tengo tiempo. Lo siento mucho... Hablaremos otra vez -repuso Vronsky.
Y
subió corriendo la escalera para dirigirse al palco de su hermano. La anciana
condesa, madre de Vronsky, siempre peinando sus ricitos de color de acero,
estaba también en aquel palco. En el pasillo del primer piso, Vronsky encontró
a Varia con la princesa Sorokina.
Apenas
divisó a su cuñado, Varia condujo a su acompañante al lado de su madre y, dando
la mano a Vronsky, mostrando una emoción que pocas veces había visto en ella,
empezó a hablarle de lo que tanto le interesaba.
-Eso
ha sido bajo y vil. Madame Kartasova no tenía derecho a... Porque madame
Karenin... --empezó Varia.
-¿Qué
ha pasado? No sé nada.
-Pero,
¿no te lo han dicho?
-Comprende
que debo ser lógicamente el último en enterarme.
-¿Habrá
alguien más malvado que esa Kartasova?
-¿Qué
ha hecho?
-Me
lo contó mi marido. Ha injuriado a la Karenina. Su esposo empezó a hablar con
ésta desde su palco y la Kartasova le armó un escándalo. Cuentan que dijo en
voz alta palabras ofensivas para la Karenina y salió.
-Le
llama su mamá, Conde -anunció la princesa Sorokina apareciendo en la puerta del
palco.
-Te
esperaba -dijo su madre sonriendo con ironía-. No se te ve en ningún sitio...
Su
hijo notaba que la anciana no podía reprimir una sonrisa alegre.
-Buenas
noches, mamá. Venía a saludarla -dijo él, fríamente.
-¿Por
qué no vas à faire la cour à madame Karenina -añadió su madre cuando la
princesa Sorokina se hubo alejado-. Elle fait sensation. On oublie la Patti
pour elle.
-Ya
le he rogado, mamá, que no me hable de eso -respondió Vronsky arrugando el
entrecejo.
-Digo
lo que dicen todos.
Vronsky,
sin responder, tras cambiar unas palabras con la princesa Sorokina, se alejó.
En la puerta encontró a su hermano.
-¡Oh,
Alexey! ---exclamó éste. Esa mujer es una idiota y nada más. ¡Qué asco!
Precisamente ahora iba a ver a Ana. Vayamos juntos.
Vronsky
no le escuchaba. Bajó rápidamente la escalera, comprendiendo que debía hacer
algo, aunque no sabía qué.
Estaba
irritado contra Ana, que se había puesto y le había puesto en aquella falsa
situación, y a la vez la compadecía.
Bajó
a la platea y se acercó al palco de Ana. Stremov, en pie ante el palco, hablaba
con ella.
-Ya
no hay tenores. Le moule en est brisé.
Vronsky
saludó a Ana y a Stremov.
-Me
parece que ha llegado usted tarde y se ha perdido la mejor aria -dijo ella,
mirándole con ironía, según él pensó.
-Soy
poco entendido --contestó Vronsky, mirándola con gravedad.
-Como
el príncipe Jachvin, que opina que la Patti canta demasiado alto -repuso Ana,
sonriendo-. Gracias -añadió, tomando con su pequeña mano cubierta por el largo
guante el programa que él había cogido del suelo.
Pero,
de pronto, su hermoso rostro se estremeció; se levantó y se retiró al fondo del
palco.
Viendo
que en el acto siguiente el palco quedaba vacío, Vronsky, seguido por los
"¡chist!" del público que escuchaba en silencio los suaves sones de
la cavatina, dejó la platea y se fue a casa.
Ana
había llegado ya.
Cuando
Vronsky entró en sus habitaciones, ella vestía aún el mismo traje que en el
teatro, Sentada en la butaca más cercana a la puerta, junto a la pared, miraba
ante sí. Le vio, y al punto adoptó la postura de antes.
-¡Ana!
-exclamó Vronsky.
-¡Tú
tienes la culpa de todo! -gritó ella, entre lágrimas de ira y desesperación,
levantándose.
-Te
pedí, te rogué, que no fueras al teatro. Sabía que surgirían disgustos.
-¡Disgustos!
-exclamó Ana-. Fue algo terrible. No lo olvidaré ni en la hora de mi muerte.
Dijo que era deshonroso sentarse a mi lado.
-Palabras
de una estúpida -contestó Vronsky-. Pero tú no debiste arriesgarte a provocar..
-Detesto
tu calma. No debías haberme conducido a esto. Si me amases...
-¿A
qué viene ahora hablar de amor, Ana?
-Si
me amases como te amo, si sufrieras como yo sufro... -siguió ella, mirándole
con expresión de temor.
Vronsky
sentía piedad y despecho a la vez.
Le
aseguró que la amaba, comprendiendo que era lo único que la podía tranquilizar
por el momento, y, aunque la reprochaba en el fondo, no le dijo nada que pudiera
disgustarla.
Y
aquellas seguridades de amor, que, de puro triviales, le avergonzaban, Ana las
oía con emoción y se calmaba poco a poco escuchándolas.
Al
día siguiente, ya completamente reconciliados, se fueron al campo, a la
hacienda de los Vronsky.
SEXTA PARTE
I
Daria
Alejandrovna pasaba el verano con Bus hijos en Pokrovskoe, en casa de su
hermana Kitty Levina.
Como
la casa de los Oblonsky estaba completamente en ruinas, Kitty y Levin
convencieron a Dolly de que se instalara allí con ellos, decisión que fue
aprobada de buen grado por Esteban Arkadievich. Afirmaba éste que sentía mucho
que el trabajo no le permitiera pasar el verano con su familia, lo que habría
sido para él la máxima felicidad.
Quedó,
pues, en Moscú, y de vez en cuando iba al campo y pasaba allí un par de días.
Además
de los Oblonsky, sus niños y la institutriz, también estaba allí aquellos días
la anciana princesa madre de Kitty, que consideraba deber suyo velar por la
hija inexperta que se hallaba "en aquel estado".
Estaba
también con ellos Vareñka, la amiguita de Kitty en el extranjero, la cual,
cumpliendo su promesa de visitarla cuando se casase, había ido a pasar una
temporada con ella. Todos eran parientes y amigos de la mujer de Levin. Y,
aunque éste los quería a todos, lamentaba que se turbase su ambiente y orden
habituales con aquel "elemento Scherbazky", como solía decir para sí.
De
allegados propios sólo estaba en su casa aquel verano Sergio Ivanovich, pero
aun éste no tenía, en realidad, en su modo de ser nada de los Levin, sino de
los Kosnichev, de modo que el ambiente de los suyos desaparecía por completo.
En
aquella casa, durante tanto tiempo desierta, había tanta gente ahora, que casi
todas las habitaciones estaban ocupadas, y a diario la anciana princesa, al
sentarse a la mesa, tenía que contar a todos y poner a comer en una mesita
aparte a alguno de sus decimosegundo o decimotercero nietos.
Kitty,
que se ocupaba activamente de la casa, tenía no poco trabajo en encontrar
gallinas, pavos y patos, que se consumían en enormes cantidades dado el apetito
que mostraban los invitados, y en particular los niños, aquel verano.
Durante
la comida de aquel día, toda la familia estaba reunida a la mesa. Los hijos de
Dolly, la institutriz y Vareñka trazaban planes sobre los sitios donde habían
de ir a buscar Betas. Sergio Ivanovich, a quien todos tenían por su
sabiduría e inteligencia un respeto rayano en adoración, sorprendió a todos
interviniendo en la charla sobre las setas.
-Permítanme
que les acompañe. Me gusta mucho buscar setas -dijo, mirando a Vareñka-. Me
parece una agradable ocupación.
-¿Por
qué no? Con mucho gusto -repuso ella ruborizándose.
Kitty
cambió con Dolly una significativa mirada. Aquella proposición de Sergio
Ivanovich confirmaba ciertas sospechas que Kitty albergaba hacía algún tiempo.
Temiendo
que advirtiesen su gesto, se puso a hablar en seguida con su madre.
Después
de comer, Sergio Ivanovich se sentó ante su taza de café junto a la ventana del
salón, continuando la charla iniciada con su hermano y, mirando de vez en
cuando hacia la puerta por la que habían de pasar los niños al salir de
excursión. Levin se había instalado en el alféizar de la ventana, junto a él.
Kitty,
en pie cerca de su marido, esperaba el momento de que cesase aquella
conversación, que le interesaba poco, para decirle unas palabras.
-Has
mejorado mucho desde que te casaste -empezó Sergio Ivanovich, mirando a Kitty
con una sonrisa y evidentemente poco interesado en el coloquio con su hermano,
aunque siguiera fiel a su pasión de discutir las cosas más paradójicas.
-No
te conviene para la salud estar de pie, Katia -le dijo su marido, acercándole
una silla y mirándola significativamente.
-Es
verdad. Mas yo debo dejaros -dijo Sergio Ivanovich, viendo que los niños salían
corriendo, con gran algazara.
Tania,
con sus medias muy estiradas, agitando el cesto y el sombrero de Sergio
Ivanovich, se precipitó rápidamente hacia éste.
Una
vez junto a él, con atrevimiento, brillándole los ojos, tan parecidos a los
hermosos ojos de su padre, la niña alargó el sombrero a Sergio Ivanovich y fue
a ponérselo ella misma, suavizando su audacia con una sonrisa tímida y dulce.
-Vareñka
espera -dijo, poniéndole cuidadosamente el sombrero al leer en la mirada de
Sergio Ivanovich que se lo permitía.
Vareñka
se hallaba en la puerta vistiendo un trajecito de algodón amarillo, con un
pañuelo blanco a la cabeza.
-Ya
voy, Bárbara Andrievna ---dijo Sergio, terminando la taza de café y echándose
al bolsillo el pañuelo y la pitillera.
-¡Cuán
encantadora es mi Vareñka! --dijo Kitty a su marido, apenas se levantó Sergio
Ivanovich, y de modo que éste lo pudiese oír.
-¡Qué
hermosa es, qué notablemente bella! ¡Vareñka! -llamó Kitty-. ¿Estaréis en el
bosque del molino? Iremos allí luego...
-Olvidas
tu estado por completo, Kitty -dijo la anciana princesa cruzando la puerta con
precipitación-. ¡No grites tanto!
Vareñka,
al oír la voz de Kitty y la reprensión de la madre, se acercó rápidamente a
aquélla. La ligereza de sus movimientos, los colores que cubrían su animado
rostro, todo denotaba en ella un estado de espíritu excepcional.
Kitty,
que sabía bien la causa de ello y lo observaba con interés, no la había llamado
ahora sino para bendecirla mentalmente por el importante hecho que, a su
juicio, debía suceder hoy, después de comer, en el bosque.
Le
dijo, pues, en voz baja:
-Vareñka,
sería muy feliz si sucediera una cosa.
-¿Vendrá
usted con nosotros? -dijo Vareñka a Levin, conmovida y fingiendo no haber oído
a Kitty.
-Iré
hasta la era y me quedaré allí.
-¿Para
qué necesitas ir a la era? -preguntó su mujer.
-Para
ver los furgones nuevos y revisarlos -dijo Levin-. Y tú, Kitty, ¿dónde estarás?
-En
la terraza.
II
Toda
la sociedad femenina estaba reunida en la terraza.
En
general, les gustaba sentarse allí, pero hoy tenían, por otra parte, una tarea
concreta. Además de la costura de camisitas, faldones y mantillas en que
estaban ocupadas todas, tenían que hervir la confitura por un método ignorado
por Agafia Mijailovna, es decir, sin añadir agua.
Agafia
Mijailovna, encargada hasta entonces de aquel menester, convencida de que lo
que se hacía en casa de Levin no podía hacerse mejor, había, a escondidas,
aguado las fresas y fresones, segura de que no podía prepararse de otro modo.
La
habían sorprendido en esta operación y ahora se hacía la preparación en
presencia de todos, y a fin de que la vieja criada se convenciera de que
también la confitura sin agua resultaba excelente.
Agafia
Mijailovna, con el rostro encarnado y afligido, los cabellos revueltos y los
delgados brazos descubiertos hasta el codo, hacía girar lentamente la cacerola
sobre el hornillo y miraba tristemente las fresas, deseando con toda su alma
que quedaran duras y no se pudiesen comer.
La
anciana princesa, comprendiendo que en ella, autora principal de aquella
innovación, se centraba el enojo de Agafia Mijailovna, fingía estar ocupada en
otras cosas y no interesarse por las fresas, y hablaba de asuntos indiferentes
con sus hijos, pero no apartaba la vista del fogón.
-Siempre
compro yo misma los vestidos para las muchachas cuando hay saldos en las
tiendas -decía la Princesa, continuando la conversación iniciada.
Y
añadió, dirigiéndose a Agafia:
-¿No
cree usted que conviene espumarlo ahora, querida? No lo hagas tú, Kitty; hace
demasiado calor junto al hornillo.
-Yo
lo haré -dijo Dolly.
Y,
levantándose, comenzó a pasar la cuchara sobre la espuma del azúcar, dando de
vez en cuando golpecitos con la cuchara y desprendiendo lo que se había pegado
en ella en un plato, ya cubierto por una espuma de tono amarillo rosado, bajo
la que corría la melaza color de sangre.
"¡Con
cuánto gusto tomarán esto mis niños, después, a la hora del té!", pensaba
Dolly, recordando que a ella de niña le extrañaba que a las personas mayores no
les gustara lo mejor: lo que se espumaba al hacer las confituras.
-Stiva
dice que lo mejor es regalarles dinero -manifestó en voz alta, siguiendo la
interesante conversación acerca de lo que era mejor regalar a los criados.
-¿Es
posible? ¡Dinero! --exclamaron a la vez la Princesa y Kitty-. Lo que ellos
aprecian más es un regalo...
-Yo,
por ejemplo, compré el año pasado a nuestra Matrena Semenovna un vestido que no
era de popelín, pero sí muy parecido -añadió la Princesa.
-Ya
me acuerdo. Lo llevaba el día del santo de usted.
-Un
modelo encantador, con un dibujo sencillo y fino... De no llevarlo ella, me
habría encargado uno igual para mí. Es bonito y no cuesta caro; es del estilo
del de Vareñka.
-Creo
que ya está -dijo Dolly, dejando deslizar el jarabe de la cuchara.
-Cuando
empieza a caer en grumos, ya está a punto... Habrá que hervirlo un poco más,
Agafia Mijailovna.
-¡Qué
moscas tan pesadas! -exclamó Agafia-. Sí, sí, parece que resulta lo mismo...
-¡Qué
bonito es; no lo espantéis! -exclamó de pronto Kitty, mirando un gorrión que se
había posado en la balaustrada y que, alcanzando un fresón, había empezado a
picarlo.
-No
te acerques tanto al hornillo -insistió su madre.
À
propos de Vareñka -dijo
Kitty, hablando en francés, como hacían siempre cuando querían que Agafia
Mijailovna no les entendiese-, no sé por qué me parece, mamá, que hoy va a
decidirse algo. Ya sabe usted a lo que me refiero. ¡Cuánto me alegraría!
-¡Vaya
casamentera -dijo Dolly-, ¡Y con cuánta habilidad y prudencia arregla sus
entrevistas!
-Dígame
lo que opina, mamá.
-¿Qué
voy a opinar? Él -por "él" sobreentendían siempre a Sergio Ivanovich-
puede aspirar al mejor partido de Rusia. Aunque ya no es muy joven, todavía
muchas le aceptarían con gusto. Vareñka es muy buena, pero él podía...
-Creo
que es imposible imaginar una mejor que ella. Primero, porque es encantadora...
-empezó Kitty, doblando un dedo.
-Desde
luego a él le gusta mucho. Eso es verdad -confirmó Dolly.
-Además
él goza en el gran mundo de una situación que le permite casarse con quien
quiera, dejando de lado consideraciones de fortuna y de posición. Sólo necesita
una cosa: una esposa buena, simpática, tranquila...
-Desde
luego, con ella puede uno vivir muy tranquilo -afrmó Dolly.
-En
tercer lugar, ella le amará. No hay que olvidar esto. Así que todo irá bien.
Espero que cuando vuelvan del bosque esté todo arreglado. Lo veré en seguida en
sus ojos. ¡Cuánto me alegraré! ¿Qué piensas tú, Dolly?
-No
te excites tanto; no te conviene -dijo su madre.
-No
me excito, mamá. Me parece que él se declarará hoy.
-¡Es
tan extraño el momento que suelen elegir los hombres para declararse! Siempre
se atienen a un límite, que luego rompen de pronto --dijo Dolly, pensativa,
sonriendo al recordar sus relaciones con Esteban Arkadievich.
-¿Cómo
se te declaró a ti papá? -preguntó de repente Kitty a su madre.
-No
hubo nada de extraordinario. Fue la cosa más natural del mundo --contestó la
Princesa.
Pero
su rostro se iluminaba al recordarlo.
-Bien,
pero ¿cómo? ¿Le quería usted antes de que le dejaran hablar con él?
Kitty
experimentaba un placer especial pudiendo hablar con su madre de igual a igual
de estas cosas esenciales en la vida de una mujer.
-Claro
que él me quería. Iba a vemos al pueblo donde teníamos la propiedad...
-Pero,
¿cómo se decidió la cosa, mamá?
-¿Creéis
haber inventado vosotras algo nuevo? Siempre ha sido igual. La cosa se decide
con miradas, con sonrisas.
-¡Qué
bien se explica usted, mamá!
-Precisamente
con miradas y sonrisas --confirmó Dolly.
-¿Qué
le decía él?
-¿Y
qué te decía a ti Kostia?
-Me
lo escribía con tiza. ¡Es maravilloso! ¡Oh, cuánto tiempo me parece haber
transcurrido ya desde entonces!
Y
las tres mujeres quedaron silenciosas pensando en lo mismo.
Kitty
fue la primera en romper el silencio. Recordó el invierno anterior a su boda y
su pasión por Vronsky.
-¡Aquel
primer amor de Vareñka! -dijo, recordándolo por natural asociación de ideas-.
Quisiera hablar con Sergio Ivanovich, prepararle... Todos los hombres tienen
tantos celos de nuestro pasado, que...
-No
todos -repuso Dolly-. Tú lo crees así por tu marido. Estoy segura de que está
todavía atormentado por el recuerdo de Vronsky.
-Cierto
-contestó Kitty, con pensativa mirada, sonriendo.
-¡No
sé en qué puede inquietarle tu pasado! ---exclamo la Princesa, pronta a la
susceptibilidad, apenas su vigilancia maternal parecía ser puesta en duda-.
¿Que Vronsky te hacía la corte? Eso les pasa a todas las jóvenes.
-No
es eso a lo que nos referíamos -repuso Kitty ruborizándose.
-Espera
-continuó su madre-. Tú misma no quisiste dejarme hablar con Vronsky. ¿Te
acuerdas?
-¡Oh,
mamá! ---dijo Kitty con apenada expresión.
-¿Quién
puede deteneros en estos tiempos?... Vuestras relaciones no podían pasar de
ciertos límites. En caso contrario, yo misma le habría detenido. Por otra
parte, no debes excitarse... Haz el favor de recordar con calma y tranquilidad
cómo pasaron las cosas...
-Estoy
del todo tranquila, mamá.
Dolly
sugirió:
-¡Qué
conveniente fue para Kitty que Ana llegara entonces! ¡Y qué lamentable para
Ana! Precisamente pasó lo contrario de lo que parecía -añadió, sorprendida de
su pensamiento-. ¡Qué feliz se consideraba Ana entonces y qué desgraciada
Kitty! Y todo ha resultado al revés... Yo pienso mucho en Ana.
-No
se lo merece. Es una mujer perversa, odiosa, sin corazón -dijo la madre,
incapaz de olvidar que Kitty, por culpa de ella, se había casado con Levin y no
con Vronsky.
-¿A
qué hablar de todo eso? -repuso Kitty enojada---. Yo no pienso en ello, ni
quiero pensar. No, no quiero pensar -repitió.
Y
prestó oído a los pasos, tan conocidos, de su esposo, que subía la escalera.
-¿De
qué hablaban y a qué viene ese "no quiero pensar"? -preguntó Levin
entrando en la terraza.
Pero
nadie contestó y él no insistió en la pregunta.
-Siento
haber perturbado este reino femenino -dijo Levin, mirándolas a todas
involuntariamente y comprendiendo que hablaban de algo de lo que no habrían
hablado en su presencia.
Por
un momento pareció compartir los sentimientos de Agafia Mijailovna, su
descontento porque no hiciesen la confitura con agua, y de un modo general por
la influencia de los Scherbazky.
No
obstante, sonrió y se acercó a su mujer.
-¿Qué
tal? -preguntó, mirándola con la misma expresión con que actualmente la miraban
todos.
-Estoy
muy bien ---contestó Kitty, sonriendo-. ¿Y tú?
-Los
furgones que han llegado cargan tres veces más que los carros. ¿Vamos a buscar
a los niños? He ordenado que enganchen.
-¿Cómo
quieres que Kitty vaya en la tartana? -dijo la madre con reproche.
-Iremos
al paso, Princesa.
Levin
nunca trataba a su suegra de mamá, como todos los yernos, lo que desagradaba a
la Princesa. Pero él, aunque la quería y respetaba como ninguno, no podía
decidirse a hacerlo, porque con ello le habría parecido profanar el recuerdo de
su madre difunta.
-Venga
con nosotros, mamá -dijo Kitty.
-No
quiero ser testigo de esas imprudencias.
-Pues
iré a pie. Me sentará bien -y Kitty, levantándose, se acercó a su esposo y tomó
su brazo.
-Te
sentará bien, pero todo tiene sus límites.
-¿Ya
está hecha la confitura? -preguntó Levin, sonriendo, a Agafia Mijailovna y
queriendo ponerla de buen humor-. ¿Resulta bien por el nuevo método?
-Parece
que sí. Para nosotros, está demasiado hervida.
-Así
resulta mejor, Agaîia Mijailovna, porque no se pondrá agria. Si no, como no
tenemos hielo, no habría donde guardarla -dijo Kitty, comprendiendo en seguida
el intento de su marido y procurando también calmar a la vieja-. En cambio, sus
conservas saladas son tan buenas que mamá dice que no las ha comido iguales en
ninguna parte.
Y,
sonriendo, arregló la pañoleta de la anciana.
Agafia
Mijailovna miró a Kitty con cierto enfado.
-No
trate de consolarme, señorita. Me basta verla a usted con él para sentirme
contenta.
Aquella
brusca expresión: "con él", conmovió a Kitty.
-Venga
a buscar setas con nosotros y nos enseñará dónde las hay.
Agafia
Mijailovna sonrió y movió la cabeza como diciendo: "Quisiera enfadarme con
usted, pero es imposible" .
-Haga
el favor de hacer lo que voy a aconsejarle -dijo la Princesa-. Encima de cada
pote ponga un papel empapado en ron. Así, aunque le falte hielo, nunca se
echará a perder la confitura.
III
Kitty
se alegró de quedar sola con su marido, porque en el rostro de él, que
reflejaba tan vivamente todos sus sentimientos, vio una sombra de tristeza en
el momento en que, entrando en la terraza, le preguntó de qué habían hablado y
ella no contestó.
Cuando,
marchando ante todos, a pie, perdieron de vista la casa y salieron al camino
polvoriento, llano, cubierto de espigas y granos de centeno, ella se apoyó más
en el brazo de su esposo y le apretó contra sí.
Levin
olvidó la reciente impresión desagradable y, a solas con Kitty, el recuerdo de
cuyo estado no le abandonaba jamás, experimentó una vez más el sentimiento,
alegre y puro, de hallarse próximo a la mujer querida.
No
tenía de qué hablarle, pero deseaba oír el sonido de su voz, que había cambiado
durante su embarazo.
En
su voz y en sus ojos había ahora la dulzura y la gravedad de las personas
concentradas en una ocupación que les es grata.
-¿No
te cansarás? Apóyate más en mi brazo -dijo Levin.
-No
me canso. Me alegro de estar a solas contigo. Aunque me siento a gusto con los
demás, añoro nuestras veladas invemales en que quedábamos los dos solos...
-Entonces
estábamos bien y ahora mejor. Las dos cosas son excelentes -repuso Levin
apretándole el brazo.
-¿Sabes
de lo que hablábamos cuando llegaste?
-¿De
la confitura?
-De
eso y de cómo suelen declararse los hombres.
-Ya
-dijo Levin.
Escuchaba
más el sonido de la voz de Kitty que las palabras que le decía, pensando
siempre en el camino que iba al bosque y evitando los sitios en que Kitty
pudiera dar un mal paso.
-Hablábamos
de Sergio Ivanovich y de Vareñka. ¿Te has dado cuenta de que... Yo deseo
vivamente... -continuó ella-. ¿Qué te parece?
Y
Kitty le miró a la cara.
-No
sé qué pensar. Sergio, en ese sentido, me resulta muy raro. Ya lo he
referido...
-Sí,
que estuvo enamorado de una muchacha que murió.
-Cierto.
Eso sucedió siendo yo niño. Y lo sé porque me lo contaron. Me acuerdo bien de
cómo era en aquella época: un hombre apuesto y atrayente. Desde entonces le veo
cómo procede con las mujeres. Se muestra amable con ellas, incluso le gustan
algunas... pero las considera personas, no mujeres concretamente. Ya me
entiendes...
-Ahora,
con Vareñka, parece, sin embargo, que es diferente...
-Quizá.
Pero es preciso conocerle. Es un hombre muy extraño. Sólo vive una vida
espiritual. Tiene un alma demasiado pura y elevada.
-¿En
qué puede rebajarle ese sentimiento?
-No
le rebajaría. Pero él está habituado a llevar una existencia puramente
espiritual; no sabría reconciliarse con la realidad, y Vareñka, al fin y al
cabo, es una realidad...
Levin
se había acostumbrado ahora a expresar directamente sus pensamientos sin
tomarse el trabajo de revestirlos de palabras precisas. Sabía que su mujer, en
momentos como éste, le entendía con medias palabras.
Y
Kitty, en efecto, le comprendió.
-Oh,
no, Vareñka pertenece más a la vida espiritual que a la real. No es como yo.
Comprendo que una mujer como yo no puede gustarle a tu hermano.
-No,
él te quiere mucho y a mí me es muy grato que los míos te quieran.
-Sí,
es muy bueno conmigo, pero...
-Pero
no como el difunto Nikoleñka. Llegasteis a quereros mucho -concluyó Levin. Y
añadió-: ¿Por qué no confesarlo? A veces me reprocho al pensar que acabaré
olvidándole. ¡Qué hombre tan admirable y tan terrible era mi hermano Nicolás!
Sí... Y ¿de qué hablábamos? -preguntó tras un silencio.
-Entonces,
¿crees que él no puede enamorarse? -insistió Kitty, traduciendo a su idioma las
palabras de Levin.
-No
es que no pueda enamorarse -repuso él sonriendo-. Pero no es lo bastante débil
para... Siempre le he envidiado; hasta ahora, que soy feliz, le envidio.
-¿Le
envidias que no sea capaz de enamorarse?
-Le
envidio porque vale más que yo -contestó Levin sonriendo-. No vive más que para
sí. Toda su vida obedece al deber. Y por eso puede estar siempre tranquilo y
contento,
-¿Y
tú no? -dijo Kitty con sonrisa irónica y afectuosa. No habría podido decir qué
camino seguían sus pensamientos para llevarla a sonreír, pero consideraba que
su marido, al elogiar de aquel modo a su hermano y rebajarse tanto él no era
sincero. Sabía que esta falta de sinceridad procedía del cariño a su hermano,
de una especie de vergüenza de ser demasiado feliz y, sobre todo, de su deseo
constante de ser mejor.
-¿Así
que tú estás descontento? -insistió, con la misma sonrisa, feliz de descubrir
en él aquellos sentimientos.
La
incredulidad de ella respecto a su satisfacción alegraba a Levin, porque
involuntariamente le obligaba a exponer las causas de su descontento.
-Soy
feliz, pero no estoy contento de mí mismo.
-¿Cómo
puedes estar descontento si eres feliz?
-No
sé cómo explicarlo. Ahora no siento en mi alma otro interés sino el que tú, por
ejemplo, no des un paso en falso. ¡No saltes así! --exclamó, interrumpiendo el
diálogo para reprocharle al verla que realizaba un movimiento demasiado vivo
para pasar sobre una gruesa rama seca caída en el camino-. Pero cuando pienso
en mí y me comparo con otros, sobre todo con mi hermano, siento que no valgo
nada...
-¿Por
qué? --exclamó Kitty con la misma sonrisa-. ¿No haces lo mismo que los demás?
¿Y tu granja, y tu propiedad, y tu libro?
-No...
Ahora lo noto sobre todo por culpa tuya --dijo él, apretándole el brazo-. Sí,
es por culpa tuya... Todo lo hago de cualquier manera. Si pudiese apasionarme
por esas cosas como por ti... Pero últimamente lo hago todo como una lección
que me obligaran a aprender de memoria...
-Entonces,
¿qué dirás de papá? -preguntó Kitty-. No debe de valer nada tampoco, puesto que
no ha hecho nada en beneficio de la Humanidad.
-¿El?
¿Pero acaso tengo yo la bondad, la sencillez, la claridad de ideas de tu padre?
Yo, al no hacer nada, me atormento. ¡Y todo eso te lo debo a ti! Cuando tú no
estabas, cuando no existía esto -dijo Levin, indicando con una mirada el
vientre de Kitty, lo que ella comprendió en seguida-, todas mis fuerzas se
empleaban en mi actividad, pero ahora no puedo hacerlo y me avergüenzo de ello.
Lo hago todo como quien recita una lección, finjo...
-Entonces,
¿querrías cambiarte por Sergio Ivanovich? -preguntó Kitty-. ¿Habrías querido
ocuparte del bien colectivo y dedicarte a esta tarea señalada, y nada más?
-Claro
que no -repuso Levin-. En cualquier caso, soy tan feliz, que no sé nada de
nada... ¿Crees que se declarará hoy mi hermano? -interrogó, después de un
silencio.
-Sí
y no. Pero me agradaría mucho que sucediese. Espera...
Kitty
se inclinó para coger una margarita silvestre que crecía al borde del camino.
-Mira
a ver si se declarará o no -dijo, dándole la flor.
-Sí,
no... -empezó Levin, deshojando los blancos y recios pétalos de la flor.
-¡Alto!
-exclamó Kitty, que seguía con afán el movimiento de sus dedos, cogiéndole la
mano-. ¡Has arrancado dos de una vez!
-Entonces
este pequeño no se cuenta -dijo él, arrancando un pequeño pétalo apenas
crecido-. Mira, la tartana: ¡nos ha alcanzado!
-¿Estás
cansada, Kitty? -gritó su madre.
-En
modo alguno.
-Si
lo estás, siéntate aquí. Los caballos son mansos y andan despacio.
Pero
no valía la pena subir; estaban ya cerca del lugar y continuaron el camino
todos a pie.
IV
Vareñka
estaba muy atractiva, con su pañuelo blanco sobre la negra cabellera, rodeada
de niños, ocupándose alegremente de ellos y visiblemente conmovida por la
posibilidad de que el hombre que le gustaba se le declarase.
Sergio
Ivanovich, a su lado, la miraba sin cesar, recordando las agradables
conversaciones que había mantenido con ella y comprendiendo cada vez más
claramente que experimentaba por la joven un sentimiento especial, que ya
sintiera otra vez, mucho tiempo hacía, en su primera juventud. Sí, sólo una
vez...
La
impresión de alegría que le causaba su proximidad fue creciendo sin cesar hasta
el momento en que, al darle una seta, una enorme seta de tallo delgado, con los
bordes vueltos hacia afuera, la miró a los ojos y observó el rubor que su
emoción tímida y alborozada hacía subir a su rostro. Él mismo se turbó y le
sonrió con una de aquellas sonrisas que dicen tantas cosas.
"De
ser así", se dijo, "debo pensarlo antes de resolverme, sin dejarme
llevar, como un chiquillo, de la influencia del momento".
-Voy
a separarme de todos para buscar setas por mi cuenta -pronunció en voz alta
Sergio Ivanovich-, porque, si no, mis hallazgos van a pasar inadvertidos.
Y
se alejó del lindero del bosque por cuya suave alfombra pasaban, entre los
viejos álamos poco frondosos, hacia el interior, donde a los troncos blancos de
los álamos se unían los grises de los olmos y los oscuros de los avellanos.
Habiéndose
apartado unos cuarenta pasos, Sergio Ivanovich se encontró detrás de un
avellano en pleno florecimiento, cuyas ramas con sus racimos de un rojo rosado
le ocultaban a los ojos de sus acompañantes, y se detuvo.
Todo
estaba en calma en tomo suyo. Sólo en torno de los álamos a cuya sombra se
encontraba, zumbadores moscas volaban como un enjambre de abejas, y a lo lejos
se oían de vez en cuando las voces de los niños.
De
pronto, muy cerca, en el lindero del bosque, sonó la voz de contralto de
Vareñka llamando a Gricha. Una sonrisa alegre iluminó el rostro de Sergio
Ivanovich y, al tener conciencia de su sonrisa, movió la cabeza en señal de
desaprobación, y, sacando un cigarro del bolsillo, se dispuso a fumar.
Estuvo
mucho rato sin conseguir inflamar el fósforo que frotaba en el tronco de un
abedul. La suave pelusa de la blanca corteza se pegaba al fósforo y apagaba la
llama.
Al
fin consiguió encender uno y el aromático humo del cigarro se elevó ante él
como un ondulante velo hacia las ramas colgantes del abedul.
Siguiendo
con la vista las volutas del humo, Sergio Ivanovich continuó su camino pensando
en su situación.
"¿Por
qué no?", se decía. "Si esto fuera una explosión de sentimientos, una
pasión, si hubiera sentido esta inclinación, que ya puedo llamar recíproca, y
notara, a la vez, que ello iba contra mi modo de vivir; si, entregándome a esta
inclinación observara que traiciono mi vocación y mú deber.. Pero no hay nada
de eso... Sólo puedo alegar en contra que, al perder a María, prometí ser fiel
a su memoria. Sólo esto puedo oponer a mi sentimiento y desde luego comprendo
que es importante."
Pero
mientras se hacía estas reflexiones advertía a la vez que para él no podían
tener ninguna importancia, salvo tal vez la de que estropearía a los ojos de
los demás su papel de fiel enamorado.
"Aparte
de esto, por mucho que busque, no encontraré nada contra mi sentimiento. Si
hubiera escogido sólo ateniéndome a la razón, no habría hallado nada
mejon"
Pensando
en cuantas mujeres conocía, no lograba recordar ninguna que reuniese aquellas
cualidades que él, reflexionando fríamente, había siempre deseado para su
esposa.
Vareñka
tenía el encanto y lozanía de la juventud, pero no era una niña, y si le amaba
era conscientemente, como debe amar una mujer.
Pero
había algo todavía mejor, y era que ella no sólo estaba apartada de las
opiniones del gran mundo, sino que, evidentemente, el gran mundo le repugnaba,
sin prejuicio de conocerlo y de saberse mover en él dignamente, sin lo cual Sergio
Ivanovich no podía concebir a la compañera de su vida.
Además,
Vareñka era religiosa, pero no como una niña, al modo de Kitty, religiosa y
buena por instinto, sino con conocimiento de causa, ordenando su vida según los
principios religiosos.
Incluso
en otros detalles, Sergio Ivanovich hallaba en ella cuanto pudiera desear en su
esposa: Vareñka era pobre y vivía sola en el mundo, y no traería con ella una
caterva de parientes y su influencia en casa del marido, como sucedía con
Kitty, y estaría obligada en todo a su marido, cosa que había deseado también
siempre para su futura vida conyugal.
Y
la joven que reunía todas aquellas condiciones le amaba, lo que él, aunque
modesto, no podía dejar de observar. Y Sergio Ivanovich la amaba también.
Había
un obstáculo: su edad. Pero en su familia eran todos fuertes y vivían muchos
años. No representaba apenas cuarenta y recordaba que sólo en Rusia se
considera viejos a los hombres cincuentones.
En
Francia un cincuentón está dans la force de l'âge y un cuarentón es un jeune
homme. ¿Qué significaba la edad si él se sentía tan joven de espíritu como
veinte años atrás? ¿Acaso no era juvenil el sentimiento que experimentaba ahora
cuando, al salir desde el centro del bosque a su límite, veía bajo los oblicuos
rayos del sol, inundada en su luz, la graciosa figura de Vareñka, con su
vestidito amarillo?
Ella,
con el cesto al brazo, pasó con rápido andar ante el tronco de un abedul. La
impresión que le causara Vareñka se unió en él a una perspectiva que le
sorprendió por su belleza: el campo de avena que empezaba a amarillear, anegado
en los rayos oblicuos del sol, y más allá, el añoso bosque, también salpicado
de manchas amarillas, que desaparecía en la lejanía azul...
Su
corazón se estremeció de alegría, su alma se llenó de ternura y Sergio
Ivanovich se decidió.
En
aquel momento, Vareñka, que se había inclinado para coger una seta, se erguía
con gentil ademán.
Sergio
Ivanovich tiró el cigarro con un rápido movimiento y se dirigió hacia ella.
V
"Bárbara
Andrievna: cuando yo era muy joven aún, forjé un ideal de mujer a quien amar y
a quien hacer mi esposa. Después de largos años de vida, he hallado en usted lo
que buscaba. La amo y le ofrezco mi nombre."
Así
se preparaba a hablar Sergio Ivanovich cuando estaba a diez pasos de Vareñka,
la cual, arrodillada y defendiendo una seta de los asaltos de Gricha, llamaba a
la pequeña Macha.
-Ven,
ven, pequeña, ven. ¡Aquí hay muchas! --decía con su agradable voz.
Viendo
acercarse a Sergio Ivanovich no cambió de postura, pero él advirtió en todo su
aspecto que sentía su proximidad y se alegraba.
-¿Ha
encontrado usted muchas? -preguntó,-volviendo hacia él su hermoso rostro, que
sonreía con dulzura enmarcado en el blanco pañuelo.
-Ninguna.
¿Y usted? -repuso Sergio Ivanovich.
Vareñka,
ocupada con los niños que la rodeaban, no contestó.
-¡Otro!
-dijo, mostrando a la pequeña Macha un hongo minúsculo sobre un delgado tallo
cortado en la mitad de su esponjosa cabeza rosada por una brizna de hierba seca
que había crecido bajo el hongo.
Vareñka
se incorporó cuando Macha cogió el honguito, rompiéndolo en dos frescos
pedazos.
-Esto
me recuerda mi infancia -dijo Vareñka, dejando a los niños para aproximarse a
Sergio Ivanovich.
Anduvieron
unos pasos en silencio.
Vareñka
adivinaba que él quería hablar; sabía ya de qué, y la alegría y el temor le
oprimían el alma.
Se
alejaron tanto que todos les perdieron de vista; pero él seguía callando.
Vareñka optó por callar también. Después de un silencio, resultaba más fácil
hablar de lo que les interesaba que a raíz de unas palabras sobre las setas.
Pero,
como involuntariamente, Vareñka dijo de improviso:
-¿De
modo que usted no ha encontrado nada? Claro... En el bosque siempre hay menos
setas que en los linderos.
Sergio
Ivanovich suspiró sin contestar. Le desagradaba que ella hablara de las setas.
Habría querido hacerla volver a sus primeras palabras sobre su infancia; pero,
también como a la fuerza, tras una pausa le contestó:
-He
oído decir que los hongos blancos crecen en los linderos del bosque, pero no sé
distinguirlos.
Pasaron
otros varios minutos. Se alejaron más de los niños y ahora estaban
completamente solos.
El
corazón de Vareñka latía de tal modo que ella percibía sus latidos. Se daba
cuenta de que se ruborizaba, palidecía y volvía a ruborizarse.
Ser
esposa de un hombre como Kosnichev después de la posición en que viviera con la
señora Stal, le parecía que era más de lo que podía desear. Estaba, por otra
parte, convencida de que le amaba.
Sentía
que ahora iba a decidirse todo, y se asustaba de lo que le diría y de lo que le
dejaría de decir.
Sergio
Ivanovich comprendía también que había que explicarse ahora o no lo harían
nunca. Todo en la mirada, el rubor y los ojos de Vareñka delataba una fuerte
emoción. Kosnichev la compadecía.
Pensaba
aun que no decirle nada ahora, sería ofenderla. Se repitió mentalmente todo lo
aducido en pro de su decisión; se repitió incluso las palabras con las que
quería expresársela.
Pero,
por una inesperada asociación de ideas, en vez de decirle lo que pensaba, le
preguntó:
-¿Qué
diferencia hay entre el hongo blanco y el hongo de álamo?
Los
labios de Vareñka temblaron de emoción al contestar:
-La
cabeza no difiere apenas, pero el tallo sí.
Y,
después de pronunciar estas palabras, comprendieron ambos que todo había
terminado, que lo que debía decirse no se diría. Y su mutua emoción, que había
alcanzado su punto máximo, empezó a calmarse.
-El
tallo del hongo de álamo recuerda la barba de un hombre moreno sin afeitar
-dijo, ya completamente tranquilo, Sergio Ivanovich.
-Es
cierto -repuso Vareñka sonriente.
Y,
sin darse cuenta, cambiaron el rumbo de su paseo y se acercaron a los niños.
Vareñka
sentía dolor y vergüenza, pero a la vez experimentaba cierta sensación de
alivio.
De
vuelta a casa y repasando todos los motivos que podía tener para casarse,
Sergio Ivanovich halló que había pensado equivocadamente. No podía traicionar
la memoria de María.
-¡Calma,
calma, calma, niños! -gritó Levin, casi irritado, poniéndose ante su mujer para
defenderla cuando los chiquillos, entre gritos de alegría, venían corriendo a
su encuentro.
Detrás
de los niños salieron del bosque Sergio Ivanovich y Vareñka.
Kitty
no necesitó preguntar nada. En los rostros serenos y como avergonzados de los
dos la joven comprendió que sus esperanzas no se habían realizado.
-¿Y
qué? -preguntó su marido cuando volvían a casa.
-No
toma -dijo Kitty, recordando a su padre en el modo de reír y hablar, lo que
Levin observaba a menudo en ella con placer.
-¿Qué
quiere decir "no toma"?
-Esto;
mira lo que hacen -repuso Kitty, cogiendo la mano de su marido, llevándosela a
la boca y tocándola con sus labios cerrados-. Le besa la mano como se le besa a
un obispo.
-Pero,
¿quién es el que " no toma"? -preguntó Levin riendo.
-Ni
el uno ni el otro. Mira, es así como debe hacerse.
Y
Kitty besó la mano de su marido.
-Cuidado.
Ahí vienen unos aldeanos.
-No,
no han visto nada...
VI
Mientras
los niños tomaban el té, los mayores, sentados en el balcón, hablaban como si
nada hubiera sucedido, a pesar de que todos, en especial Sergio Ivanovich y
Vareñka, sabían que se había producido un hecho muy importante, aunque
negativo.
Tanto
él como ella experimentaban un sentimiento análogo al de un alumno después de
un examen desfavorable, cuando queda en la misma clase o le hacen salir del
colegio.
Todos
los presentes, comprendiendo también que había sucedido algo, hablaban con
animación de cosas indiferentes.
Levin
y Kitty esta tarde se sentían particularmente felices y enamorados. El que
ellos fueran felices con su amor, parecía una desagradable alusión a los que
querían serlo y no podían, por lo que experimentaban un sentimiento de pesar.
-Acuérdense
de lo que les digo. Alexandre no vendrá hoy -aseguró la Princesa.
Aguardaban
para aquella tarde la llegada de Oblonsky y el anciano príncipe había escrito
que quizá fuera él también.
-Y
sé muy bien por qué -continuó la anciana señora-; según él a los recién casados
hay que dejarlos solos durante los primeros tiempos.
-Papá
nos tiene abandonados. Hace mucho que no le vemos -dijo Kitty-. Además, ¿acaso
somos recién casados? ¡Si somos veteranos ya!
-Pues
si él no viene, yo os dejaré, hijas --dijo la Princesa suspirando
melancólicamente.
-¿Por
qué, mamá? --exclamaron ellas.
-Pensad
en lo triste que se sentirá él ahora...
Insólitamente,
la voz de la anciana tembló.
Sus
hijas callaron y cruzaron una mirada, con la que querían significar:
"Mama
siempre encuentra algún motivo de tristeza."
Ignoraban
que, por bien que ella se hallara en casa de Kitty y por útil que se
considerara allí, sufría y estaba apenada por sí misma y por su esposo desde
que su hija menor, la preferida, se había casado dejando su hogar tan vacío.
-¿Qué
quiere usted? -preguntó Kitty a Agafia Mijailovna, que se acercaba con aire de
importancia y de misterio.
-Es
que la cena...
-Anda,
ve a dar órdenes mientras yo le tomo la lección a Gricha. Hoy no ha estudiado
nada -dijo Dolly.
-Esa
lección debo darla yo. Ya voy, Dolly -repuso Levin levantándose de un salto.
Gricha
había ingresado ya en el instituto y tenía que preparar sus lecciones durante
el estío. Dolly, que en Moscú estudiaba hasta latín con su hijo, al llegar al
campo se impuso la norma de repetir con él al menos las lecciones más difíciles
de aritmética y latín.
Levin
se ofreció a hacerlo en su lugar, pero ella, viendo una vez cómo Levin tomaba
la lección al niño, y notando que no lo hacía como el profesor repasador en
Moscú, se disgustó y, procurando no ofender a su cuñado, le dijo resueltamente
que había que repasar las lecciones tal como estaban en el libro, según hacía
el profesor de Moscú, y que por ello prefería dar ella misma las lecciones a su
hijo.
Levin
se sentía enojado contra Esteban Arkadievich, que en su despreocupación
descuidaba la vigilancia de los estudios de sus hijos, dejando a la madre aquel
cuidado del que ella no entendía nada, y lo estaba también contra los
profesores que enseñaban tan mal a los niños.
No
obstante, prometió a su cuñada dirigir los estudios de su hijo como ella
quería, y seguía dando clase a Gricha, pero no por su método propio, sino por
el del libro, motivo por el cual no lo hacía de buena gana y a menudo, como
había sucedido hoy, olvidaba la hora de la clase.
-Iré
yo, Dolly quédate aquí -dijo-. Lo repasaremos todo con arreglo al libro.
Únicamente cuando venga Stiva y salgamos de caza dejaremos un porn las lecciones.
Y
Levin se dirigió al cuarto de Gricha.
Vareñka,
a su vez, se ofreció a cumplir el trabajo de Kitty. También allí, en la casa
feliz y bien administrada de los Levin, había sabido hacerse útil.
-Yo
me cuidaré de la cena. Usted siéntese -dijo.
Y
se dirigió a Agafia Mijailovna.
-Seguramente
no han encontrado pollos y tendremos que apelar a los nuestros -dijo Kitty.
-Ya
lo veremos Agafia Mijailovna y yo.
Y
Vareñka desapareció con el ama de llaves.
-¡Qué
muchacha tan simpática! -dijo la Princesa.
-No
es simpática, mamá, sino, encantadora como pocas.
-¿De
modo que viene Esteban Arkadievich? -preguntó Sergio Ivanovich, que al parecer
no quería continuar la charla sobre Vareñka-. Es difícil hallar dos cuñados
menos semejantes -agregó con fina sonrisa-. El uno es animadísimo, vive en
sociedad como pez en el agua, y el otro, nuestro Kostia, es entusiasta,
sensible; pero, en sociedad, o permanece extático, o se agita sin ton ni son
como un pez fuera de su elemento.
-Sí,
es muy poco prudente -dijo la Princesa, dirigiéndose a él-. Precisamente quería
decide que a ella -e indicó a Kitty- le es imposible permanecer aquí y tendrá
que trasladarse a Moscú. Él dice que más vale mandar venir al médico.
-Kostia
hará todo lo necesario, mamá, está conforme con todo -atajó Kitty, molesta al
ver que su madre hacía a Sergio Ivanovich juez en aquel asunto.
Mientras
hablaban, en el camino se oyeron relinchos de caballos y ruido de ruedas sobre
la arena.
Aún
no había tenido tiempo Dolly de levantarse a ir al encuentro de su marido, cuando
Levin saltó del piso de abajo, donde Gricha estudiaba y ayudó a bajar al
chiquillo.
-¡Es
Stiva! -gritó Levin bajo el balcón-. No te apures, Dolly; ya hemos terminado.
Y
como un niño, echó a correr hacia el coche.
-¡Hola,
bola, hola! -gritaba Gricha, dando saltos po el camino.
-Viene
otro... ¡Debe de ser papá! -gritó Levin, deteniéndose-. Kitty, no bajes la
escalera. Es muy empinada. Más vale que des la vuelta.
Pero
Levin se equivocó tomando por su suegro al que venía en el landolé.
Al
llegar al carruaje, vio junto a Oblonsky, no al Principe, sino a un joven,
guapo, grueso, tocado con una gorra escocesa de la que pendían largas cintas.
Era
Vaseñka Veselovsky, primo de los Scherbazky, brillante joven tan petersburgués
como moscovita, "muchacho excelente y apasionado cazador", según le
presentó Esteban Arkadievich.
Nada
turbado por la decepción que produjo al aparecer sustituyendo al anciano
príncipe, Veselovsky saludó alegremente a Levin, recordándole que se habían
conocido en otra ocasión, y cogió a Gricha al vuelo, levantándolo sobre el
perdiguero que traía consign Esteban Arkadievich.
Levin
no subió al landolé y lo siguió a pie por el camino.
Se
sentía algo disgustado por el hecho de que no hubiese acudido su suegro, a
quien apreciaba más cuanto más trataba, y disgustado también por la llegada de
aquel Veselovsky, hombre extraño a la familia, que, a su juicio, no hacía otra
cosa que estorbar.
Y
aún le pareció más ajeno y superfluo cuando, al llegar a la escalinata donde
estaban todos, observó que Veselovsky besaba la mano de Kitty con especial
afecto y galantería.
-Su
esposa y yo somos cousins y, además, viejos amigos -afirmó
Vaseñka, apretando de nuevo con fuerza la mano de Levin.
-¿Cómo
estamos de caza? -preguntó Esteban Arkadievich a su amigo.
A
Oblonsky casi no le quedaba tiempo de decir una palabra amable a cada uno de
los presentes.
-Vaseñka
y yo -añadió- venimos con intenciones infernales... ¿Sabe, mamá, que él, desde
hace no sé cuánto, no estaba en Moscú? Allí tienes una cosa para ti, Tania.
Sácala de la zaga del landolé.
Y
Esteban Arkadievich se volvía a todos lados.
-Estás
mucho mejor, Doleñka -dijo a su mujer, besándole la mano una vez más,
reteniéndosela en una de las suyas y acariciándosela con la otra.
Levin,
un momento antes de excelente humor, miraba ahora a todos sombríamente,
encontrándolo todo mal.
"¿A
quién besaría ayer con esos mismos labios?" , se dijo, observando el
cariño con que Oblonsky trataba a su mujen Y, contemplando a Dolly, experimentó
la misma sensación de desagrado.
"Puesto
que ella no cree en su amor, ¿por qué está tan alegre? ¡Es abominable!",
pensó.
Miró
a la Princesa, a quien tanta simpatía tuviera unos momentos antes, y se sintió
vejado por el modo cómo saludaba a aquel Vaseñka con su gorra de cintas,
tratándole como si estuviera en su propia casa.
Incluso
su hermano, que salió a la escalera, le desagradó, al observar la fingida
amistad con que saludaba a Oblonsky, ya que Levin sabía que no le apreciaba ni
sentía ningún respeto por él.
También
Vareñka le disgustó, viéndola saludar a aquel hombre, con su aspecto de sainte-nitouche,
cuando no pensaba en el fondo más que en casarse lo antes posible.
Pero
lo que llevó al colmo su despecho fue el ver a Kitty, que dejándose arrastrar
por el entusiasmo general, contestaba con una sonrisa, que a él le pareció
llena de significación, a la sonrisa feliz de aquel individuo que consideraba
su llegada al pueblo como una fiesta para él y para los demás.
Todos
entraron en la casa hablando ruidosamente. Pero apenas se hubieron sentado,
Levin volvió la espalda y salió.
Kitty
comprendió que a su marido le pasaba algo. Trató de hallar un momento para
hablarle a solas, pero él la dejó, pretextando tener que trabajar en el
despacho. Hacía tiempo que los asuntos de la finca no le parecían tan importantes
como hoy.
"Ellos
están de fiesta, pero yo debo atender a cosas que no tienen nada de festivas,
que no pueden esperar y sin las que es imposible vivir", pensaba.
VII
Levin
no volvió hasta que le llamaron para la cena.
En
la escalera, Kitty hablaba con Agafia Mijailovna de los vinos necesarios para
cenar.
-¿A
qué tantos rentilgos? Que sirvan el de siempre.
-No,
a Stiva no le gusta ése... ¿Qué te pasa, Kostia? -dijo Kitty, dirigiéndose a
él.
Pero
Levin, fríamente, sin esperarla, entró en el comedor a grandes pasos y se unió
a la conversación que mantenían Oblonsky y Veselovsky.
-¿Vamos
de caza mañana? -preguntó Esteban Arkadievich.
-Vayamos,
sí -dijo Veselovsky, sentándose de lado en una silla y poniendo una de sus
robustas piernas sobre la otra.
-Por
mi parte, con mucho gusto. ¿Ha ido usted de caza ya este año? -preguntó Levin a
Vaseñka, mirando con atención sus piernas y desplegando una fingida amabilidad
que Kitty conocía y que la disgustó.
-No
sé si hallaremos chochas -siguió-; pero fúlicas hay muchísimas. Tendremos que
salir temprano. ¿No se fatigará usted? Y tú, Stiva, ¿no estás cansado?
-¿Cansado
yo? ¡Aún no me he sentido cansado nunca! Si queréis, esta noche, en vez de
dormir, salimos a pasear...
-Muy
bien... ¡Esta noche no se duerme! -apoyó Veselovsky.
-¡Oh,
ya estamos bien seguros de que tú eres muy capaz de no dormir y de no dejar
dormir al prójimo! -afirmó Dolly, con la ligera ironía con la que ahora trataba
siempre a su marido-. Pero a mí me parece que es hora ya de acostarse, y me
voy. No quiero cenar.
-¡Quédate,
Dolleñka! -exclamó su esposo, pasando a su lado, en la mesa-. Tengo muchas
cosas que contarte.
-Seguramente
no serán más que tonterías.
-Mira;
Veselovsky ha estado en casa de Ana y va a ir otra vez. Viven sólo a
setenta verstas de aquí. También yo me propongo visitarles. Ven, Veselovsky.
Veselovsky,
aproximándose a las señoras, se sentó junto a Kitty.
-Puesto
que ha pasado usted por su casa, cuéntenos qué tal está -le dijo Dolly.
Levin
quedó al otro extremo de la mesa y, mientras hablaba con la Princesa y Vareñka,
veía cómo entre Oblonsky, Dolly, Kitty y Veselovsky se mantenía una charla
animada y misteriosa. Y notaba, además, en el rostro de su mujer la expresión
de un sentimiento serio, mientras, sin apartar los ojos, miraba el agradable
semblante de Veselovsky, quien hablaba con animación.
-Están
muy bien -iecía Veselovsky, refiriéndose a Vronsky y Ana-. No soy quién para
juzgar, pero en su casa se siente la impresión de vivir como en una verdadera
familia.
-¿Y
qué piensan hacer?
-Parece
que se proponen pasar el invierno en Moscú.
-Me
gustaría que nos encontráramos en su casa. ¿Cuándo piensas ir? -preguntó
Oblonsky a Vaseñka.
-Pasaré
el mes de julio con ellos.
-¿Tú
irás? -preguntó Esteban Arkadievich a su mujer.
-Hace
tiempo que me lo proponía y no dejaré de hacerlo -repuso Dolly-. Conozco a Ana
y la compadezco. Es una mujer excelente. Iré sola, cuando tú te marches, para
no estorbar a nadie. Sí, es mejor que vaya cuando tú no estés allí.
-¡Magnífico!
-aprobó Esteban-. ¿Y tú, Kitty?
-¿Para
qué voy a ir yo? -repuso ella, ruborizándose y mirando a su marido.
-¿Conoce
usted a Ana Arkadievna? -preguntó Veselovsky-. Es una mujer admirable.
-Sí
-dijo Kitty, ruborizándose más aún.
Se
levantó y se acercó a su marido.
-¿De
modo que mañana vas de caza?
Durante
aquellos breves instantes en que Kitty había estado con Veselovsky,
ruborizándose, los celos de Levin habían ido creciendo con rapidez.
Ahora,
al escuchar las palabras que ella le dirigía, las interpretó de un modo
especial. Por extraño que luego al recordarlo le pareciese, a la sazón pensaba
que, al preguntarle Kitty si iba a cazar, sólo le interesaba saber si esto
sería del agrado de Veselovsky, de quien Kitty, a su juicio, estaba ya
enamorada.
-Iré
-contestó Levin con voz forzada, que hasta a él le sonó desagradablemente.
-Más
vale que paséis aquí el día de mañana, porque, si no, Dolly no tendrá tiempo de
estar ni un momento con su marido. Podéis salir de caza pasado... -propuso
Kitty.
Levin
traducía así tales palabras: "No me separes de él. No me importa que te
vayas tú, pero déjame disfrutar del trato de este muchacho tan agradable".
-Si
quieres, esperaremos hasta pasado mañana -contestó Levin con exagerada
amabilidad.
Entre
tanto, y sin sospechar las torturas que producía su presencia, Vaseñka se
levantó de la mesa y siguió a Kitty, mirándola, sonriente y afectuoso.
Levin
sorprendió su mirada, palideció y por un momento se le cortó la respiración. Su
corazón hervía de ira.
"¿Cómo
se permite mirar así a mi mujer?" , se decía.
-Entonces,
¿vamos mañana? -preguntó Vaseñka, sentándose junto a Levin y cruzando las
piernas, como tenía por costumbre.
Los
celos de Levin aumentaron. Ya se veía convertido en un marido engañado, al que
la mujer y el amante sólo necesitan para que les procure placeres y vida
cómoda.
Y,
sin embargo, como buen huésped, interrogó amablemente a Veselovsky sobre
cuestiones de caza; le habló de su escopeta y sus botas y consintió en ir a
cazar el siguiente día.
Afortunadamente
para Levin, la Princesa acabó con sus sufrimientos aconsejando a Kitty que se
acostara. Pero aun esto le proporcionó un nuevo motivo de tormento. Al
despedirse de la joven, Vaseñka fue a besarle de nuevo la mano. Mas Kitty, con
ingenua brusquedad -que su madre le reprochó luego-- retiró la mano, diciendo:
-En
nuestra casa no existe esta costumbre...
A
juicio de Levin, la culpa era de ella, por haber consentido en que la tratara
de aquel modo, y también por la poca destreza con que le demostró después que
aquel trato no le placía.
-¿Quién
puede tener deseos de ir a la cama con este tiempo? -comenzó Oblonsky,
que ahora, después de los vasos de vino bebidos en la cena, se hallaba en un
estado de alma dulce y poético-. Mira, Kitty -dijo, mostrándole la luna que
asomaba entre los tilos-. ¡Qué maravilla! Veselovsky, éste es el momento
adecuado para una serenata. ¿Sabéis que tiene una voz estupendá? Por el camino
hemos cantado mucho los dos... Además, trae unas magníficas romanzas nuevas...
Podría cantar con Bárbara Andrievna.
Cuando
todos se hubieron acostado, Oblonsky pasó bastante tiempo aún paseando con
Veselovsky. Desde la casa se oían sus voces tratando de cantar a dúo una nueva
pieza.
Levin,
sentado en el dormitorio conyugal, les oía cantar, frunciendo las cejas, y
escuchaba sin contestar las preguntas que Kitty le dirigía a propósito de su
actitud, que la tenía preocupada.
Al
fin le preguntó, sonriendo tímidamente:
-¿Quizá
te ha molestado alguna cosa de Veselovsky?
Entonces,
sin poder contenerse, él se lo dijo todo, y como lo que decía le ofendía a él
mismo, ello no hacía sino aumentar su irritación.
Permanecía
ante Kitty con un terrible brillo en los ojos bajo el arrugado entrecejo, y
oprimiéndose el pecho con sus manos vigorosas, como para contenerse. La
expresión de su rostro habría resultado severa y hasta feroz si a la vez no
expresara un sufrimiento que conmovió a Kitty. Los pómulos le temblaban, se le
entrecortaba la voz.
-Como
supondrás, no tengo celos, ni puedo tenerlos. Esa palabra es detestable. No es
que crea que... En fin, no puedo decir lo que siento, pero es terrible. No
tengo celos, pero me siento ofendido, afrentado por el hombre que osa mirarte
de ese modo.
-Pero,
¿de qué modo me ha mirado? -preguntaba Kitty, tratando de recordar todas las
palabras y ademanes de aquella noche en sus menores detalles.
En
el fondo, reconocía que hubo algo inconveniente en el modo con que Veselovsky
la había seguido al otro extremo de la mesa, pero no se atrevía a confesárselo,
y menos aún a decírselo a Levin, por no acrecentar sus sufrimientos.
-¿Qué
atractivos puedo tener para...?
-¡Oh!
-exclamó Levin, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Más valdría que callases!
¡De modo que si fueras atractiva... !
-Óyeme,
Kostia, no seas así... -dijo Kitty, mirándole con expresión compasiva-. ¿Cómo
puedes pensar...? ¡Si para mí los hombres no existen, no existen, no existen!
¿O es que quieres que no me trate con nadie?
Al
principio le habían ofendido sus celos, disgustada de que hasta la más pequeña
a inocente diversión le fuera prohibida, pero ahora habría sacrificado con gusto,
no tales pequeñeces, sino todo, por devolverle la tranquilidad y librarle de la
pena que experimentaba.
-¿Comprendes
lo cómico y horrible de mi situación -seguía él en voz baja, desesperado-. Está
en mi casa, no ha hecho nada malo en realidad, aparte de esa costumbre suya de
cruzar las piernas, que él considera como un detalle más de elegancia, y tengo
que ser amable con él...
-¡Cómo
exageras, Kostia! -exclamó Kitty, contenta en el fondo del amor inmenso que
Levin le demostraba con sus celos.
-Lo
horrible es que ahora, cuando eras más que nunca sagrada para mí, cuando éramos
tan felices, tan infinitamente felices, llega ese hombre insignificante y... ¿Y
qué puedo decir contra él? ¡No tengo nada que ver con hombre semejante! ¡Pero
mi felicidad, tu felicidad...!
-Ya
sé por qué ha pasado todo esto -dijo Kitty.
-¿Por
qué? Dímelo...
-He
notado cómo nos mirabas mientras hablábamos durante la cena.
-¡Ah!
-exclamó Levin, inquieto.
Ella
le explicó de lo que hablaban. Al contarlo, le sofocaba la emoción.
Levin
calló. Luego miró el rostro pálido y disgustado de su esposa y se llevó las
manos a la cabeza.
-¡Qué
dolor te he causado! Perdóname, Katia. Ha sido una locura. ¡Qué mal me he
portado, Katia! ¿Es posible que me haya torturado semejante tontería?
-No
sabes cuánto lo siento. ¡Te compadezco con toda mi alma!
-¿A
mí, a mí? ¡Si estoy loco! Pero, ¡que hayas sufrido tú! Es horrible pensar que
un extraño pueda destruir así nuestra felicidad.
-Claro,
esto es lo que ofende...
-Bien,
para castigo de mi culpa, le invitaré a pasar con nosotros todo el verano y le
colmaré de amabilidades -dijo Levin, besándole las manos-. Ya verás...
Mañana... ¡Ah, es verdad que mañana vamos de caza!
VIII
Al
día siguiente, muy de mañana, antes de que los niños se levantasen, los
vehículos en que iban a cazar el charabán y un carro- estaban ante la entrada.
"Laska",
adivinando que había cacería, después de ladrar y saltar a su antojo, estaba
ahora en el charabán al lado del cochero, mirando con inquietud y reproche la
puerta, por la que tanto tardaban en aparecer los cazadores.
El
primero en salir fue Veselovsky, con flamantes botas altas que le llegaban
hasta la mitad de sus robustas piernas, con camisa verde de cazador, tocado con
una gorra con cintas, ciñendo una canana nueva, que olía a cuero, y empuñando
su escopeta inglesa nueva también, sin cordón ni correa.
"Laska"
corrió a su encuentro, festejándole y preguntándole a su modo, con sus saltos,
si los demás saldrían en breve, pero, no recibiendo contestación, volvió a su
puesto de espera y allí aguardó de nuevo, con la cabeza de lado y una oreja
aguzada.
Al
fin, la puerta se abrió con estrépito y salió, dando saltos y cabriolas,
"Krak" , el pointer de Oblonsky, y tras él el propio Oblonsky, con un
cigarro en la boca y la escopeta en la mano.
-¡Calla,
" Krak" , calla! -ordenó afectuosamente a su perro, que le ponía las
patas sobre el vientre y el pecho, aferrándose a su morral.
Esteban
Arkadievich llevaba botas viejas, bandas hechas de ropa usada, unos calzones
rotos y una zamarra. En la cabeza ostentaba los restos de un sombrero. En
cambio, su escopeta de nuevo sistema era un verdadero primor, y su morral y
canana, aunque gastados, eran de cuero de primera calidad.
Veselovsky,
hasta entonces, no había comprendido la verdadera elegancia del cazador,
consistente en llevar ropa y zapatos viejos y en cambio efectos de caza
inmejorables. Ahora, mirando a Oblonsky, esplendoroso entre aquellos andrajos,
con su figura distinguida y jovial de verdadero señor, decidió que para la
próxima cacería se vestiría del mismo modo.
-Veo
que nuestro huésped se retrasa-dijo Vaseñka Veselovsky.
-Hombre,
piense en su joven esposa... -repuso Oblonsky, sonriendo.
-Por
cierto que es encantadora.
-Ya
estaba vestido. Debe de ser que ha ido otra vez a verla.
Esteban
Arkadievich acertaba. Levin había vuelto a despedirse de nuevo de su mujer y a
preguntarle otra vez si le perdonaba la sandez de la noche anterior, así como
para rogarle que hiciese el menor ejercicio posible. Sobre todo, debía
apartarse de los niños, que podían empujarla y hacerle daño. Además, quería
saber una vez más de labios de Kitty que no la disgustaba que él se fuera por
un par de días; y finalmente le hizo prometer que al día siguiente, y por un
hombre a caballo, le mandaría una nota, aunque fuesen sólo dos líneas, para
informarle de cómo seguía.
Kitty,
como siempre, sentía separarse por aquellos dos días de su marido, pero, al ver
su figura corpulenta y vigorosa, con sus botas de cazador y su blusa blanca,
irradiando esa animación peculiar de los cazadores que ella no podía
comprender, olvidó su tristeza, compensada por la alegría de él, y le despidió
con jovialidad.
-Perdonen,
señores -dijo Levin, corriendo al encuentro de sus compañeros-. ¿Han puesto ahí
el almuerzo? ¿Y cómo es que han enganchado al "Rojo" a la derecha? En
fin, es igual. ¡Cállate, "Laska" ! Anda, acuéstate.
-Llévalos
al rebaño de becerros -agregó, dirigiéndose al vaquero, que le esperaba al pie
de la escalera para preguntarle lo que debía hacer con los ternerillos.
-Perdonen
--concluyó-. Allí viene otro a fastidiarme.
Saltó
del charabán en que ya se había acomodado y saltó al encuentro del maestro
carpintero, quien, con una vara de medir en la mano, se acercaba a él.
-Ayer
no pasaste por el despacho y hoy vienes a entretenerme... ¿Qué quieres?...
-Permítanos
añadir unos peldaños a la escalera. Con tres más habrá bastante. Así lo
arreglaremos bien. Será mucho más descansado...
-¡Más
valdría que me hubieses obedecido! -contestó Levin con enfado-. Te dije que
pusieras los soportes y luego colocarás los peldaños. Ahora ya no hay arreglo.
Haz lo que te he ordenado y construye una escalera nueva.
Ocurría
que el maestro carpintero había estropeado una escalera, que construía para el
pabellón, haciendo los soportes por separado sin calcular la pendiente. Los
peldaños quedaron demasiado inclinados, y ahora el carpintero quería agregar
tres más, dejando la misma armazón.
-Esto
sería mejor --dijo.
-¿Cómo
vas a arreglarte con tus tres escalones?
-No
se preocupe --contestó el otro, con sonrisa desdeñosa-; ya cuidaré yo de que
quede bien. La iremos montando desde abajo, y llegará arriba -añadió con gesto
persuasivoprecisamente donde ha de llegar.
-Pero
los tres peldaños la alargarán. ¿Hasta dónde va a llegar?
-La
pondremos desde abajo, y ya verá cómo queda bien -repitió el carpintero con
persuasión y terquedad.
-¡Llegará
al techo!
-No
llegará. La subiremos de modo que quede justa.
Levin,
con la baqueta del arma, empezó a dibujar la escalera en el polvo del camino.
-¿Lo
ves? -preguntó al carpintero.
-Como
usted quiera -repuso el hombre, cambiando de expresión repentinamente y
mostrando que había comprendido al fin-. Ya veo que hay que hacer una escalera
nueva.
-Pues
hazlo como te mando -exclamó Levin, sentándose en el charabán-. ¡Vamos! -ordenó
al cochero-. Felipe: sujeta los perros.
Ahora
que dejaba tras sí todas las preocupaciones familiares y domésticas,
experimentaba tan viva alegría de vivir que no tenía ni deseos de hablar.
Sentía la emoción concentrada que experimenta todo cazador acercándose al
cazadero.
Lo
único que le interesaba era pensar si hallarían piezas en las marismas de
Volpino, si "Laska" se portaría bien o no en comparación con
"Krak", y si él mismo tendría buena puntería. ¿Cómo arreglarse para
quedar bien ante un invitado nuevo? ¿Se mostraría Oblonsky mejor cazador que
él? Tales eran los pensamientos que le ocupaban en aquel momento.
Oblonsky,
sintiendo lo mismo, iba taciturno también. Sólo Veselovsky hablaba alegremente
sin cesar.
Escuchándole,
Levin se avergonzaba de lo injusto que había sido el día antes con él. Vaseñka
era un buen muchacho, sencillo, bondadoso y muy jovial. Si Levin le hubiera
conocido de soltero, de seguro que los dos habrían sido buenos amigos.
Cierto
que a Levin le contrariaba algo su modo despreocupado de considerar la vida y
su elegancia un poco desenvuelta. Parecía concederse una especial importancia
por el hecho de tener largas uñas y llevar una gorrita escocesa y por lo demás
que le distinguía. Pero todo podía perdonársele por su simplicidad y honradez.
Levin
admiraba además su buena educación, su excelente pronunciación francesa a
inglesa y su elegancia mundana.
Vaseñka,
entusiasmado con el caballo del Don que corría al lado izquierdo, lo elogiaba
sin cesar.
-¡Qué
hermoso sería montar un caballo de la estepa y galopar por ella! ¿Verdad?
-decía.
Y,
aunque de manera imprecisa, se veía ya cabalgando por la estepa sobre aquel
caballo, en una carrera salvaje y poética.
Además
de su buen porte, agradable presencia y de la gracia de sus ademanes, resultaba
atractiva su ingenuidad. Bien porque su carácter fuera realmente simpático a
Levin, o porque éste quisiera hoy encontrarlo todo bueno en Vaseñka para
redimir su falta de anoche, el caso era que Levin esta mañana se sentía a gusto
con él.
Cuando
habían recorrido unas tres verstas, Vaseñka reparó en que no tenía sus
cigarros ni su billetero; ignoraba si los había dejado sobre la mesa o los
había perdido. El billetero contenía trescientos setenta rublos, y, dada la
importancia de la suma, Vaseñka deseaba asegurarse de que no lo había perdido.
-Oiga,
Levin. ¿Podría llegarme a casa en un momento montando en ese caballo de la
izquierda? ¡Sería admirable! -dijo, preparándose ya a cabalgar.
-No.
¿Para qué? -repuso Levin, calculando que Vaseñka debía pesar lo menos seis puds-.
Que vaya el cochero.
El
cochero se fue montado a buscar el billetero y los cigarros y Levin tomó en sus
manos las riendas.
IX
-Dinos
qué itinerario vamos a seguir -preguntó Oblonsky. -El plan es éste: ahora nos
dirigiremos a las tierras pantanosas donde abundan las fúlicas. Después de
Grozdevo empiezan magníficas marismas llenas de chochas y también de fúlicas.
Ahora hace calor, pero como hay unas veinte verstas, llegaremos al
oscurecer, y a esa hora podremos cazar... Pasaremos la noche allí y mañana
seguiremos hacia los grandes pantanos.
-¿No
hay nada por el camino?
-Sí;
pero tendríamos que detenernos, y hace tanto calor... Hay dos lugares
excelentes, pero dudo que hallemos algo en ellos.
Levin
sentía deseos de pararse en aquellos lugares, pero como distaban poco de casa,
podía ir a ellos siempre que quisiera. Además eran sitios reducidos, y
había poco espacio para los tres. Por esta causa les mintió diciéndoles que
allí había poca caza. Mas, al pasar ante una de las pequeñas marismas, ante las
cuales Levin trataba de pasar de largo, el experto ojo de cazador de Oblonsky
distinguió en seguida la hierba del pantano.
-¿Y
si nos detuviéramos ahí? -exclamó señalando el lugar.
-¡Vayamos,
Levin! ¡Es un lugar magnífico! -gritó Vaseñka. Y Levin tuvo que acceder.
Apenas
se detuvieron, los perros, corriendo a porfía, se dirigieron hacia el pantano.
-¡"Krak",
"Laska"!
Los
perros regresaron.
-Para
los tres habrá poco espacio. Me quedaré aquí dijo Levin, confiando en que sus
amigos no hallarían más que las cercetas que se habían remontado asustadas por
los perros, y volaban, con su vuelo balanceante, graznando lúgubremente sobre
las marismas.
-No,
Levin, vayamos juntos -insistió Veselovsky.
-Les
aseguro que estaremos aprestados. ¡Ven, "Laska" ! ¿Necesitan el otro
perro?
Levin
permaneció junto al charabán, mirando con envidia a los cazadores. Uno y otro
recorrieron todo el cazadero, pero excepto una fúlica y varias cercetas, una de
las cuales mató Vaseñka, no había nada.
-Ya
han visto que no trataba de ocultarles el lugar -dijo Levin-. Ya sabía yo que
era perder el tiempo.
-De
todos modos nos hemos divertido -repuso Vaseñka, subiendo torpemente al
charabán, con el arma y la cerceta en la mano-. ¿La he alcanzado bien, verdad?
¿Falta todavía mucho para llegar al pantano?
De
pronto los caballos se encabritaron, lanzándose a correr; Levin dio con la
cabeza contra el cañón de una de las escopetas, y en aquel momento le pareció
oír un disparo. Pero, en realidad, el disparo se había producido antes.
Lo
sucedido fue que Vaseñka, había olvidado bajar uno de los gatillos, que se
disparó. La carga fue, afortunadamente, a dar en tierra sin herir a nadie.
Oblonsky
meneó la cabeza y miro con reproche a Veselovsky, aunque riendo, pero Levin no
tuvo valor para decirle nada, especialmente porque cualquier reproche habría
parecido motivado por el riesgo que había corrido y por el bulto que el choque
con el arma le había producido en la frente.
Veselovsky
se mostró al principio sinceramente disgustado, pero luego rió de la alarma de
tan buena gana, y tan contagiosamente, que Levin no pudo tampoco contener la
risa.
Al
llegar a las marismas de más allá, que por ser bastante grandes debían
entretenerles cierto tiempo, Levin trató de nuevo de persuadirles de que no,
pero Veselovsky se empeñó en detenerse también aquí.
El
lugar era angosto y Levin, como buen huésped, volvió a quedarse con los coches.
Apenas
llegaron, " Krak" corrió hacia unos pequeños montículos de tierra.
Veselovsky fue el primero en seguir al perro. Aún no había llegado Oblonsky,
cuando salió volando una fúlica.
Oblonsky
falló el tiro y el ave se ocultó en un prado no segado. Entonces se la dejó a
su compañero. "Krak" volvió a encontrarla, la hizo levantar y
Veselovsky la mató, regresando después a los coches.
-Ahora
vaya usted y yo cuidaré de los caballos --dijo.
Levin
empezaba a sentir la envidia natural en un cazadon Entregó las riendas a
Veselovsky y se dirigió hacia las marismas.
"Laska"
ladraba hacía tiempo, quejándose de su injusta preterición. Ahora corrió
rectamente al sitio donde había caza, paraje ya conocido por Levin, entre los
montículos, a los que aún no había llegado "Krak".
-¿Por
qué no detienes a tu perro? -gritó Oblonsky.
-No
espantará la caza -respondió Levin alegremente, mirando a su perra y
siguiéndola.
"Laska",
a medida que se aproximaba, buscaba con mayor interés. Un pajarillo de las
marismas la distrajo por un momento. El perro describió un círculo ante los
montículos, luego otro, y, de repente, se estremeció y se quedó parado.
-¡Ven
Stiva! -llamó Levin, sintiendo que su corazón latía con más fuerza.
Dijérase
que en su oído se había descorrido un cerrojo y que todos los sonidos
comenzaban a impresionarlo desmesuradamente y en desorden, pero de un modo
preciso. Oía los pasos de Esteban Arkadievich confundiéndolos con el lejano
pisar de los caballos, sintió un crujido en el montículo de tierra que pisó y
lo tomó por el vuelo de un pájaro, y, más lejos, percibió un chapoteo que no
podía explicarse.
Eligiendo
sitio donde apostarse, se acercó al perro.
-¡Listo!
--ordenó a "Laska".
Se
levantó una chocha. Levin apuntó, pero en aquel momento el sonido del chapoteo,
que había oído antes, se hizo más fuerte, uniéndosela ahora la voz de Vaseñka,
que gritaba de un modo extraño.
Levin,
aunque veía que apuntaba a la chocha un poco bajo, disparó. Una vez convencido
de que había fallado el tiro, miró a sus espaldas y vio que los caballos del
charabán, que estaban en el camino, se habían internado en el terreno
pantanoso, donde se hallaban atascados. Veselovsky, para presenciar la caza,
los había hecho entrar allí.
"¡Parece
que le impulsa el mismísimo diablo!", gruñó Levin dirigiéndose al
carruaje.
-¿Por
qué diablos los ha hecho entrar? -le preguntó secamente. Y llamó al cochero
para que le ayudase a sacar los caballos.
A
Levin le disgustaba que le hubieran estorbado el disparo, que le empantanaran
los animales y, sobre todo, que ni Veselovsky ni Oblonsky les ayudaran, al
cochero y a él; aunque, a decir verdad, ni uno ni otro tenían la menor idea de
cómo habían de desengancharse.
Sin
contestar palabra a las afirmaciones de Vaseñka de que allí todo estaba seco,
Levin trabajaba junto al cochero tratando de sacar los caballos. Pero, luego,
enardecido ya por el esfuerzo y viendo que Veselovsky se esforzaba con tanto
ardor en tirar del charabán que hasta rompió un guardabarros, Levin se reprochó
su actitud, debida en gran parte a su resentimiento del día anterior, y procuró
suavizar su trato con especial amabilidad.
Cuando
todo estuvo arreglado y los coches volvieron a la carretera, Levin ordenó sacar
el almuerzo.
-Bon
appétit, bonne conscience! Ce poulet va tomber jusqu'aufond de mes bottes! -dijo Vaseñka, ya alegre de nuevo, al
concluir el segundo pollo-. Nuestras desventuras han terminado y todo marchará
por buen camino. Pero, como debo ser castigado por mis culpas, me sentaré en el
pescante. ¿Verdad? Aunque no soy Automedonte, verá qué bien les llevo
-insistió, cuando Levin le pidió que dejara las riendas al cochero-. No, no.
Debo pagar mi culpa. ¡Voy muy bien en el pescante!
Y
lanzó los caballos al galope.
Levin
temía que Vaseñka fatigase a los caballos, sobre todo al rojizo de la
izquierda, al que el joven no sabía guiar, pero involuntariamente se plegó a su
jovialidad escuchando las canciones que, en el pescante, fue cantando durante
todo el camino, oyéndole contar cosas divertidas, escuchando sus explicaciones
sobre la manera de guiar, a la inglesa four-in-hand.
Sintiéndose
en la mejor disposición de ánimo deseable, llegaron los cuatro a las grandes
marismas de Grozdevo.
X
Vaseñka
apresuró tanto a los caballos que llegaron a las marismas demasiado pronto, con
mucho calor aún.
Al
acercarse a los grandes pantanos objetivo principal de los cazadores, Levin
pensó, inconscientemente, en el modo de deshacerse de Vaseñka y cazar solo, sin
estorbos. Oblonsky parecía desear lo mismo. En su rostro, Levin leyó la
preocupación propia de todo verdadero cazador antes de empezar la caza, así
como cierta expresión de bondad maliciosa peculiar en él.
-¿Cómo
nos distribuimos? -preguntó Esteban Arkadievich-. El lugar es magnífico y veo
que hasta hay buitres en él -añadió señalando varias grandes aves que volaban
en círculo sobre las marismas-. Donde hay buitres, hay caza.
-Escuchen
--dijo Levin con gravedad, arreglándose las altas botas y repasando los
gatillos de su escopeta-. ¿Ven aquel islote?
Señalaba
uno que destacaba por su oscuro verdor sobre el vasto prado húmedo, a medio
segar, que se veía a la derecha del río.
-Las
marismas empiezan ante nosotros, aquí mismo, ¿ven?, donde se ve ese verdor, y
se extienden hacia la derecha, allí donde están los caballos. Allí, en aquellos
montículos de tierra, hay fúlicas, y también en torno al islote, junto a
aquellos álamos, y hasta en las cercanías del molino, ¿ven?, allí donde forma
como una pequeña ensenada... Ese sitio es el mejor. Allí cacé una vez
diecisiete fúlicas. Nos encontraremos junto al molino.
-¿Quién
sigue la derecha y quién la izquierda? -preguntó Oblonsky-. Puesto que el lado
derecho es más ancho, id los dos por él y yo seguiré el izquierdo -dijo con tono
indiferente en apariencia.
-¡Muy
bien! Vayamos por aquí y cazaremos a gusto. ¡Vamos, vamos! -exclamó Vaseñka.
Levin
no tuvo más remedio que acceder y ambos se separaron de Oblonsky.
Apenas
entraron en las marismas, los dos perros comenzaron a correr y buscar ahí donde
los matorrales eran más espesos. Por el modo de husmear de "Laska" ,
lenta a indecisa, Levin comprendió que no tardarían en ver levantarse una
bandada de aves.
-Veselovsky:
vaya a mi lado --dijo en voz baja, al compañero que chapoteaba detrás, y cuya
dirección del arma, después del disparo involuntario en el pantano de
Kolpensoe, era natural que interesara a Levin.
-No
tema que dispare sobre usted...
Pero
Levin lo pensaba así sin poder evitarlo, y recordaba las palabras de Kitty al
despedirse:
-No
vayáis a mataros uno a otro sin querer...
Los
perros se acercában cada vez más, muy apartados entre sí y cada uno en una
dirección.
La
espera era tan intensa que Levin confundió con el graznar de un ave el chapoteo
de su propio tacón al sacarlo del barro, y apretó el cañón del arma.
"¡Cua,
cua!", sintió encima de su cabeza.
Vaseñka
disparó contra un grupo de patos silvestres que revoloteaban sobre las marismas
y que se acercaron de repente a los cazadores.
Apenas
Levin tuvo tiempo de volver la cabeza cuando se levantó una chocha, luego otra,
después una tercera y, en fin, hasta ocho piezas que se elevaron sucesivamente.
Oblonsky
mató una al vuelo, cuando el animal iba a describir su zigzag, y el ave cayó
como un bulto informe en el barrizal.
Sin
precipitarse, Esteban Arkadievich apuntó a otra que volaba bajo hacia el
islote. Sonó el tiro y el ave cayó. Se la veía saltar entre la hierba segada,
agitando el ala, blanca por debajo, que no había sido alcanzada por el disparo.
Levin
no fue tan afortunado. Disparó sobre la primera chocha demasiado cerca y erró
el tiro. La encajonó cuando volaba más alta, pero en aquel momento otra chocha
saltó a sus pies y Levin se distrajo y erró nuevamente el tiro.
Mientras
cargaban las escopetas, surgió otra chocha, y Veselovsky, que ya había cargado,
disparó, y la descarga fue a dar en el agua. Oblonsky recogió las aves que
había matado y miró a Levin con los ojos brillantes de alegría.
-Separémonos
ahora --dijo Oblonsky.
Silbó
a su perro, preparó el arma y, cojeando ligeramente, se alejó en una dirección,
mientras sus compañeros seguían la opuesta.
Con
Levin pasaba siempre lo mismo: que cuando marraba los primeros tiros, se ponía
nervioso, se irritaba y no acertaba ya ni uno en todo el día. Así sucedió
también esta vez. Había gran números de chochas, que volaban a cada momento a
los pies de los cazadores y a ambos lados del perro. Levin, pues, podía
resarcirse, pero cuando más disparaba, más avergonzado se sentía ante
Veselovsky, que tiraba como Dios le daba a entender, alegremente, sin hacer
blanco casi nunca, pero sin desconcertarse por ello ni perder su calma.
Levin,
impaciente, se precipitaba, estaba cada vez más nervioso y disparaba con la
certeza de no matar ave alguna.
"Laska"
parecía comprenderlo también. Buscaba con menos interés y se habría dicho que
miraba a los cazadores con reproche y sorpresa. Los disparos se seguían unos a
otros. Los cazadores estaban envueltos en humo de pólvora y, sin embargo, en el
morral no había más que tres chochas.
Una
de ellas había sido cazada por Veselovsky y las otras dos pertenecían a ambos.
Mientras
tanto, al otro lado de las marismas sonaban disparos menos frecuentes, pero a
juicio de Levin, más eficaces. Casi siempre, tras cada disparo de Oblonsky, se
oía su voz, gritando:
-¡"Krak",
"Krak"!
Y
Levin, oyéndole, se sentía cada vez más excitado.
Las
chochas volaban ahora en bandadas. Constantemente se percibían sus chapoteos en
el cieno y en el aire se escuchaban sus graznidos. Se levantaban, giraban y
luego volvían a posarse, a la vista de los cazadores. Los buitres no se veían
ya por parejas, sino a docenas, que volaban sin cesar sobre las marismas.
Llegados
hacia la mitad de los terrenos pantanosos, Levin y Veselovsky se encontraron en
el límite de un prado perteneciente a unos campesinos. Largas franjas que
arrancaban del lado mismo del carrizal dividían el prado, la mitad del cual
estaba ya segado.
Aunque
en la parte sin guadañar había menos probabilidades de hallar caza que en la
segada, Levin, habiendo convenido con Oblonsky en encontrarse, siguió adelante
con su compañero.
-¡Eh!
¡Cazadores! -gritó un campesino que se sentaba junto a un carro desenganchado-.
¡Vengan a comer con nosotros, que tenemos buen vino!
Levin
volvió la cabeza.
-¡Vengan!
¡Vengan! -gritó alegremente otro labriego barbudo, de colorado rostro,
mostrando al sonreír sus blancos dientes y alzando en el aire una verdosa
botella que brillaba al sol.
-Qu'est-ce
qu'ils disent? -preguntó
Veselovsky.
-Nos
convidan a beber vodka. Seguramente han hecho hoy el reparto del heno... Yo
bebería con gusto -dijo Levin no sin malicia, mirando a su compañero y
esperando que éste se sintiera seducido por el vodka y quisiera ir.
-¿Y
por qué nos convidan?
-Ya
ve: son buena gente... Vaya, vaya. Le divertirá.
-Allons,
c'est curieux...
-Vaya;
encontrará allí el sendero que lleva al molino exclamó Levin.
Y
al volverse vio con placer que Vaseñka, encorvándose y tropezando con sus
cansados pies, y llevando el fusil a brazo, salía del carrizal para acercarse a
los labriegos,
-¡Ven
tú también! -llamó el campesino a Levin-. Te daremos empanada.
Levin
dudó por un momento. Comenzó a andar hundiendo los pies en el fango, pues se
sentía fatigado y apenas los podía levantar. Con gusto se habría comido, sin
embargo, un pedazo de pan y se habría bebido detrás un vaso de vodka. Pero en
aquel momento su perro se detuvo y Levin sintió que su cansancio desaparecía de
repente, y a paso ligero se dirigió a su encuentro.
A
sus pies se alzó una chocha. Disparó y la mató, pero el perro seguía inmóvil.
Apenas tuvo tiempo de azuzarle, cuando de los mismos pies del animal voló otra
chocha. Levin hizo fuego. Pero el día era poco afortunado. Erró el tiro, y al
ir a buscar el ave muerta tampoco la halló.
Recorrió
el carrizal de arriba abajo, pero sin fruto. "Laska" no creía que su
amo hubiese matado al animal y, cuando le mandaba que lo buscase, fingía
hacerlo, pero en realidad no buscaba nada.
De
modo que tampoco sin Vaseñka, al que Levin achacaba su mala suerte, iba la cosa
mejor. Aunque aquí había también muchas becadas, Levin erraba lastimosamente
tiro tras tiro.
Los
rayos oblicuos del sol poniente eran muy calurosos aún. El traje, chorreante de
sudor, se le pegaba al cuerpo. La bota izquierda, llena de agua, le pesaba
enormemente. Las gotas de sudor le corrían por el rostro manchado de pólvora;
se notaba la boca amarga, sentía el olor de pólvora y de cieno, y a sus oídos
llegaba el incesante chapoteo de las chochas.
Los
cañones de la escopeta estaban tan recalentados que era imposible tocarlos; el
corazón de Levin palpitaba en breves y rápidos latidos; sus manos temblaban de
emoción, y sus pies cansados tropezaban y se enredaban en hoyos y montículos.
Pero seguía andando y disparando.
Por
fin, tras un tiro errado vergonzosamente, Levin arrojó al suelo la escopeta y
el sombrero.
"Necesito
serenarme", se dijo.
Cogió
de nuevo el arma y el sombrero, llamó a " Laska" y salió del
carrizal.
Ya
en un sitio seco, se sentó en una prominencia del terreno, se descalzó, quitó
el agua de la bota, se acercó al pantano, bebió de aquel agua que sabía a moho,
humedeció los cañones calientes del arma y se lavó las manos y la cara.
Una
vez fresco y animado con el firme propósito de no perder su sangre fría, volvió
a un lugar donde había visto posarse un ave.
Mas,
aunque se esforzaba en estar tranquilo, sucedía lo mismo de antes. Su dedo
oprimía el gatillo antes de apuntar bien. Todo iba de peor en peor.
Sólo
tenía cinco piezas en el morral cuando salió de las marismas para dirigirse al
álamo donde debía encontrar a Esteban Arkadievich.
Antes
de divisarle, Levin vio a su perro, "Krak", que salió corriendo de
entre las raíces de un álamo, sucio del barro negro y pestilente de la ciénaga.
Con aspecto triunfante, olfateó a "Laska".
Detrás
de "Krak", surgió, a la sombra del álamo, la gallarda figura de
Oblonsky. Avanzaba rojo, sudoroso, con el cuello desabrochado, cojeando como
antes.
-¡Qué!
¿Habéis disparado mucho? ---dijo, sonriendo alegremente.
-¿Y
tú? -preguntó Levin.
La
pregunta era superflua, porque su amigo llevaba el morral rebosante.
-No
me ha ido mal.
Llevaba
catorce piezas.
-Es
un excelente cazadero. A ti seguramente te ha estorbado Veselovsky. Es muy
molesto cazar dos con un solo perro ---dijo Esteban Arkadievich, para atenuar
el efecto de su triunfo.
XI
Cuando
Levin y Oblonsky entraron en casa del aldeano donde Levin solía parar, ya se
hallaba allí Veselovsky.
Sentado
en el centro de la habitación y asiéndose con ambas manos al banco en que se
sentaba, reía con su risa contagiosa, mientras el hermano de la dueña, un
soldado, tiraba de sus botas llenas de cieno tratando de quitárselas.
-He
llegado ahora mismo. Ils ont été charmants. Me han dado de beber, de
comer... ¡Y qué pan! Délicieux! Tienen un vodka tan bueno como nunca lo
he bebido. ¡No quisieron aceptarme dinero! Y no cesaban de decirme que no me
ofendiera.
-¿Por
qué iban a aceptarle dinero? ¿No le han convidado? ¿Acaso tienen el vodka para
venderlo? -dijo el soldado, logrando al fin sacar la bota ennegrecida.
A
pesar de la suciedad de la vivienda, manchada por las botas de los cazadores y
por los perros enfangados, que se lamían mutuamente; a pesar del olor mixto de
ciénaga y pólvora que llenó la casa; a pesar de la falta de cuchillos y
tenedores, los amigos tomaron el té y cenaron con el agrado con que sólo se
come cuando se está de caza.
Una
vez aseados, se dirigieron al pajar, ya bien barrido, donde los cocheros les
habían improvisado camas.
Después
de fluctuar sobre perros, escopetas y recuerdos e historias de caza, la
conversación se centró en un tema interesante para todos.
Vaseñka
exteriorizó su entusiasmo sobre aquella noche pasada en un pajar, entre el olor
del heno, el encanto del carro roto -que así se lo parecía, porque le habían
bajado la delantera para convertirlo en lecho-, entre los simpáticos campesinos
que le invitaran a vodka y los perros que se tendían cada uno al pie de la cama
de su amo. Oblonsky contó después la deliciosa cacería en que participara el
verano anterior en las tierras de Maltus.
Maltus
era una conocida personalidad de las compañías de ferrocarriles que poseía una
gran fortuna.
Esteban
Arkadievich habló de las marismas que el tal personaje tenía arrendadas en la
provincia del Tver, de cómo aguardó a los invitados, de los dogcarts en que les
llevó y de la tienda cercana al pantano en que estaba preparado el almuerzo.
-Yo
no comprendo ---dijo Levin, incorporándose sobre su montón de heno- cómo no te
repugna toda esa gente. Reconozco que la comida con vino Laffitte es muy grata,
pero, ¿no te disgusta ese lujo en tales personas? Toda esa gente gana el dinero
como lo ganaban en otro tiempo nuestros arrendatarios de aguardientes, y se
burlan del desprecio público porque saben que sus riquezas mal adquiridas les
salvarán, al fin y al cabo, de este desprecio.
-Tiene
usted razón. ¡Mucha razón! -exclamó Veselovsky-. Cierto que Oblonsky va a
sitios así por bonhomie, pero no falta quien diga: Puesto que Oblonsky
va...
-No
es eso -y Levin adivinaba en la oscuridad que Oblonsky sonreía al hablar de
aquello-. No considero ese medio de ganar dinero menos honrado que el de
nuestros campesinos, comerciantes o nobles. Unos y otros se han hecho ricos con
su trabajo y su inteligencia...
-¿Qué
trabajo? ¿El de obtener una concesión y revenderla?
-Trabajo
es, ya que, si no existieran personas como Maltus y otros parecidos, no tendríamos
aún ferrocarriles.
-Pero
no es un trabajo comparable con el de un campesino o el de un sabio.
-Admitámoslo;
pero es un trabajo, puesto que su actividad produce frutos: los ferrocarriles.
Claro, que tú crees que los ferrocarriles son inútiles.
-Eso
es otra cosa. Estoy dispuesto a reconocer su utilidad. Pero toda ganancia
desproporcionada al trabajo hecho es deshonrosa.
-¿Quién
puede definir en eso las proporciones justas?
-La
ganancia por trabajos deshonrosos, lograda con malas artes -repuso Levin,
comprendiendo que no podía marcar el límite entre lo honrado y lo no honrado-,
como, por ejemplo, la de los bancos, es injusta. Es parecida a las enormes
fortunas que se hacían cuando existía el sistema de los arrendamientos, sólo
que ha variado de forma. Le roi est mort, vive le roi! Apenas
desaparecidos los arrendamientos, surgieron los bancos y los ferrocarriles,
modos análogos de ganar dinero sin trabajar.
-Quizá
sea así; pero en todo caso es muy ingeniosa.. ¡Quieto "Krak" ! -gritó
Oblonsky a su perro, que se rascaba y se agitaba en el heno. Y continuó
serenamente, sin precipitarse, convencido de la verdad de lo que decía-: No hay
una línea divisoria entre el trabajo honroso y el deshonroso. ¿Es honrado que
gane yo más sueldo que mi jefe de sección, que entiende más que yo del trabajo?
-No
lo sé.
-Te
lo explicaré mejor. Supongamos que lo que tú recibes de beneficio por trabajar
tu propiedad son cinco mil rubios y que el aldeano que nos alberga, dueño de su
finca, no saca de ella, a pesar de todo su trabajo, más que cincuenta rubios.
Esto es tan poco honrado como que yo gane más que el jefe de sección de mú
departamento y como que Maltus gane más que un obrero ferroviario. A mi
parecer, la hostilidad que existe en la sociedad contra esa gente no tiene fundamento,
y creo que procede de celos, de envidia...
-Eso
no es verdad -repuso Veselovsky-. Aquí, no cabe envidia. Es que se trata de
algo poco limpio...
-Perdonen
-interrumpió Levin-. Dices que no es honrado que este aldeano gane cincuenta
rubios y yo cinco mil. Eso no es justo, lo confieso y...
-Verdaderamente;
nosotros pasamos el tiempo comiendo, bebiendo, cazando y sin hacer nada de
provecho, mientras los campesinos se matan a trabajar -dijo Veselovsky, quien
se notaba que pensaba en ello por primera vez en su vida y que por eso hablaba
con tanta sinceridad.
-Ya
sé que tú piensas y sientes así, pero no por eso le darás tus propiedades
-agregó Oblonsky, con intención deliberada de molestar a Levin. últimamente
había surgido cierta hostilidad entre los dos cuñados. Dijérase que desde que
cada uno estaba casado con una hermana, existía cierta rivalidad sobre quién
había organizado mejor su vida.
Y
ahora esta rivalidad se traslucía en la conversación, que derivaba a aspectos
personales.
-No
les doy mis tierras porque no me las piden y, de querer hacerlo, no habría
podido, no tengo a quien regalarlas -dijo Levin.
-Ofréceselas
a este labriego. Verás cómo las acepta.
-¡Cómo?
¿Buscándole y firmando un acta de venta?
-No
sé cómo, pero si estás convencido de que no tienes derecho a...
-No
estoy convencido. Al contrario: considero que a lo que no tengo derecho es a
regalarlas, que me debo a mi propiedad, a mi familia...
-Perdona.
Si consideras que tal desigualdad es injusta, ¿por qué no obras en
consecuencia?
-Ya
lo hago, en el sentido negativo de procurar no hacer mayor la diferencia que
existe entre el campesino y yo.
-Dispensa
que te diga que eso es un sofisma.
-Realmente,
es una explicación algo sofística -apoyó Veselovsky-. ¿Cómo? ¿No duermes
todavía? -dijo al campesino, que entraba en el pajar.
-¡Qué
voy a dormir! Creía que los señores estaban durmiendo, pero como les oigo
charlar.. Tengo que sacar el garabato. ¿No me morderán los perms? -preguntó,
andando con cautela sobre sus pies descalzos.
-¿Y
dónde vas a dormir tú?
-Hoy
pernoctamos en el campo.
-¡Qué
magnífica noche! -dijo Vaseñka, contemplando por la puerta, abierta ahora, de
la casa, el charabán desenganchado y el paisaje iluminado por la luz
crepuscular. ¿Oyen esas voces de mujeres que cantan...? ¡Y, en verdad, que no
lo hacen nada mal! ¿Quiénes cantan? -preguntó al labriego.
-Las
muchachas de la propiedad cercana.
-Vamos
a pasear. No podremos dormir... Anda, Oblonsky.
-¡Si
pudiéramos imos y descansar a la vez! -suspiró Esteban Arkadievich, estirándose
sobre su lecho-. ¡Pero se reposa tan a gusto aquí!
-Entonces
iré solo -dijo Vesolovsky, levantándose con presteza y poniéndose las botas-.
Hasta luego, señores. Si me divierto, les llamaré. Me han invitado ustedes a
cazar y no les olvidaré ahora...
-Es
un muchacho muy simpático -dijo Oblonsky, cuando su amigo se marchó y el
campesino cerró la puerta.
-Sí,
muy simpático -convino Levin, pensando en su reciente conversación.
Le
parecía haber expresado lo más claramente posible sus pensamientos a ideas, y
sin embargo los otros dos, hombres inteligentes y sinceros, le habían
contestado al unísono que se consolaba con sofismas. Esto le desconcertaba.
-Sí,
amigo mío -siguió Oblonsky-. Una de dos: o reconocemos que la sociedad actual
está bien organizada, y entonces hemos de defender nuestros derechos, o
reconocemos que gozamos de ventajas injustas, como hago yo, y las aprovechamos
con placer.
-No,
si sintieses la injusticia de estos bienes, no podrías aprovecharlos con
placer... o al menos no podría yo. Lo esencial para mí es no sentirme culpable.
-Oye:
¿y si nos fuéramos con Vaseñka? -dijo Oblonsky, visiblemente cansado por el
esfuerzo mental que exigía la discusión-. Me parece que ya no dormiremos. ¡Ea,
vamos allá!
Levin
no contestó. Le preocupaba la expresión que había empleado de que él obraba con
justicia aunque en sentido négativo.
"¿Cabe
ser justo sólo negativamente?" , se preguntaba.
-¡Qué
aroma exhala el heno fresco! -dijo su cuñado levantándose-. No podré dormir...
Vaseñka debe de hacer de las suyas. ¿No oyes su voz y cómo ríen? ¿Qué, vamos?
¡Anda!
-No,
no voy -respondió Levin.
-¿Acaso
lo haces también por principio? -tlijo Oblonsky, buscando su gorra en la
obscuridad.
-No
es por principio, pero, ¿a qué voy a ir?
-Vas
a tener muchas contrariedades en la vida... -dijo Esteban Arkadievich,
incorporándose, después de haber encontrado la gorra.
-¿Por
qué?
-¿Crees
que no he notado los términos en que estás con tu mujer? Me parece haber oído
que entre vosotros es importantísima la cuestión de si te vas dos días de caza
o no... Eso en la luna de miel está bien, pero para toda la vida sería
insoportable. El hombre tiene sus propios intereses como tal y debe ser
independiente. El hombre ha de ser enérgico -concluyó, abriendo las puertas del
pajar.
-¿Quieres
decir con eso que debo cortejar a las criadas? -preguntó Levin.
-¿Por
qué no, si es divertido? Ça ne tire pas à conséquence... A mi mujer eso
no le perjudica y a mí me divierte. Lo importante es que se guarde respeto a la
casa, que en ella no suceda nada. Pero no hay que atarse las manos.
-Acaso
aciertes... -repuso secamente Levin, volviéndose del otro lado-. Bueno: mañana
hay que levantarse temprano. Yo no despertaré a ninguno. Al amanecer, saldré a
cazar.
-Messieurs,
venez-vite! -gritó la
voz de Vaseñka, que llegaba a buscarles-. Charmante! ¡La hé descubierto
yo! Charmante! Es una verdadera Gretchen... Y ya somos amigos...
Les aseguro que es una preciosidad -continuó diciendo, en un tono de voz con el
que parecía dar a entender que aquella encantadora criatura había sido creada
especialmente para él y se sentía satisfecho de que se la hubieran creado tan a
su gusto.
Levin
fingió dormir.
Oblonsky,
poniéndose las pantuflas y encendiendo un cigarro, salió del pajar, y sus voces
se fueron perdiendo.
Levin
tardó mucho en dormirse. Oía a los caballos masticar el heno, y luego sintió al
dueño de la casa y a su hijo mayor marcharse al campo. Finalmente, percibió
cómo el soldado se arreglaba para dormir al otro lado del pajar, con su
sobrino, hijo menor del amo.
Oyó
al niño explicar a su tío la impresión que le habían causado los perros, que le
parecieron enormes y terribles, y preguntarle que a quién iban a coger aquellos
animales. El soldado, con voz ronca y soñolienta, contestó que los cazadores se
irían por la mañana al carrizal y harían fuego con sus escopetas, y al fin,
para librarse de las preguntas del chiquillo, le dijo:
-Duerme,
Vasika, duerme. Si no, ya verás lo que te pasa...
A
poco el soldado empezó a roncar; todo estaba en calma. Sólo se oía el relinchar
de los caballos y el graznar de las chochas en las marismas.
Levin
se preguntaba: "¿Es posible que yo no sea más que un ser negativo? Y si es
así, ¿qué culpa tengo?".
Comenzó
a pensar en el día siguiente. "Saldré muy temprano y procuraré serenarme.
Hay muchas chochas y también fúlicas. Al volver, encontraré la cartita de
Kitty. Quizá Stiva tenga razón. Me muestro poco enérgico con ella. Pero, ¿qué
puedo hacer? Otra vez lo negativo..."
Entre
sus sueños oyó la risa y el animado charlar de sus amigos. Abrió los ojos por
un momento. En la puerta del pajar charlaban los dos, a la luz de la luna, muy
alta ya. Esteban Arkadievich comentaba la lozanía de la muchacha, comparándola
con una avellanita recién sacada de la cáscara, y Veselovsky, con su risa
alegre, repetía unas palabras probablemente dichas por el labriego: "Usted
procure salirse con la suya ...".
Levin
repitió, medio dormido:
-Mañana
al amanecer, señores...
Y
se durmió.
XII
Al
despertarse a la aurora, Levin trató de hacer levantar a sus compañeros.
Vaseñka
de bruces, con las medias puestas y las piernas estiradas, dormía tan
profundamente que fue imposible obtener de él respuesta alguna.
Oblonsky,
entre sueños, se negó a salir tan temprano. Incluso "Laska", que
dormía enroscada en el extremo del heno, se levantó, perezosa y desganada,
estirando y enderezando a disgusto las patas traseras.
Levin
se calzó, cogió el arma, abrió la puerta con cuidado y salió.
Los
cocheros dormían junto a los coches; los caballos dormitaban también. Sólo uno
de ellos comía indolentemente su ración de avena. Aún se sentía mucha humedad.
-¿Por
qué te has levantado tan pronto, hijo? -preguntó la vieja casera, con tono
amistoso, como a un viejo conocido.
-Voy
a cazar tiíta. ¿Por dónde he de ir para salir al carrizal? -preguntó él.
-Llegarás
en seguida por detrás de casa, cruzando nuestras eras, buen hombre, y luego por
los cáñamos, donde hallarás un sendero, que es el que debes seguir.
Pisando
con cuidado, con los pies descalzos, la vieja acompañó a Levin, a través de las
eras, hasta el camino que había indicado, y una vez en él, habló:
-Siguiendo
este sendero, llegarás derechito al carrizal. Nuestros mozos ayer llevaron allí
los caballos.
"Laska"
corría alegre por el camino. Levin le seguía con paso ligero, rápido, siempre
mirando hacia el cielo. Quería llegar a los pantanos antes de la salida del
sol. Pero el sol no perdía el tiempo. La media luna, que aún iluminaba el
paisaje cuando Levin salió de la casa, ya no brillaba mas que como un trozo de
mercurio. Apuntaba la aurora. Las manchas indefinidas sobre el campo vecino
aparecían ya claramente como montones de centeno. El rocío, invisible aún en la
penumbra matinal, y que llenaba los altos cáñamos, mojaba a Levin los pies y el
cuerpo hasta más arriba de la cintura. En el silencio diáfano de la campiña
dormida se oían los más tenues sonidos. Una abeja pasó, volando, al lado mismo
de una de sus orejas. Levin miró con atención y vio otras muchas. Todas salían
desde el seto del colmenar, volaban por encima del cáñamo y desaparecían en
dirección del carrizal. El camino, como había indicado la vieja, llevó a Levin
directamente a los pantanos. Se adivinaban éstos desde lejos por el vapor que
despedían y bajo el cual aparecían indefinidos como islas los esparanganios y
las matas de codeso.
Al
borde de las marismas y a ambos lados del camino, se veían hombres y chiquillos
que habían pernoctado allí. Estaban echados, durmiendo, abrigados con sus
caftanes. No lejos de ellos distinguíanse tres caballos trabados, uno de los
cuales hacía resonar las cadenas que le sujetaban. "Laska" iba al
lado de su amo, mirándole de cuando en cuando, como pidiéndole permiso para
alejarse.
Al
llegar al primer montículo del carrizal, Levin revisó los pistones de la
escopeta y dejó marchar al perro. Uno de los caballos -un robusto potro de tres
años- al ver a "Laska" se espantó y, levantando la cola y
relinchando, trató de huir. Los otros caballos se asustaron también, y a
saltos, con las patas trabadas, salieron del carrizal, produciendo con sus
cascos, en el agua y la tierra arenosa, un ruido como de latigazos.
"Laska"
se paró, miró a los caballos y luego a Levin como preguntándole qué había de
hacer. Éste la acarició y, con un silbido, dio la señal de que podía comenzar
la caza. La perra corrió alegremente por la tierra blanda, penetró en los
aguazales, y no tardó en percibir el olor a ave, que, ente los otros mil de
hierbas pantanosas, raíces, moho y estiércol de caballos, era el que la
excitaba más. Ahora este olor se extendía por todas partes sobre las tierras
pantanosas, sin que fuera fácil precisar de dónde salía. " Laska"
corría de un lado para otro, venteando, muy abiertas sus narices. El olor se
percibió, de pronto, más fuerte. La perra se paró en seco y miró atentamente,
vacilante, como sin poder precisar todavía dónde se hallarían las aves, pero
seguro que estaban cerca y debían de ser en gran número. "Laska"
avanzó cautelosamente, husmeando todas las matas, cuando la distrajo la voz de
su dueño:
-¡"Laska"
allí! -tiijo Levin indicando al otro lado.
La
perra miró a Levin como preguntándole si no sería mejor que continuase la
búsqueda que estaba llevando a cabo, pero el amo repitió la orden con voz
severa. "Laska" corrió al ribazo de tierra cubierto de agua que le
indicaba su dueño. Sabía que allí no podía haber nada, pero tenía que obedecer.
Lo recorrió todo, segura de no encontrar nada, y volvió al lugar que había
dejado. Ahora, cuando Levin no la estorbaba, sabía bien lo que tenía que hacer,
y sin mirar a sus pies, tropezando con los montoncillos de tierra que
encontraba en su camino y hundiéndose en el agua, pero levantándose al punto
con un fuerte impulso de sus patas elásticas y fuertes, comenzó a describir
círculos en tomo a un punto determinado.
El
olor de los pájaros se percibía cada vez más fuerte y definido. De repente, la
perra, pareció comprender con claridad que una de las aves estaba allí, a cinco
pasos, detrás de un saliente de tierra, y quedó inmóvil. Sus cortas piernas no
le permitían ver nada frente a ella, pero el olfato no la engañaba. Inmóvil, la
boca y las narices muy abiertas, el oído alerta y la cola tensa agitada sólo en
su extremidad, respiraba penosamente; pero, con cautela, gozábase en la espera
y, con más cautela aún, miraba a su dueño, volviéndose más con los ojos que con
la cabeza. Levin, con el semblante que el perro conocía, pero con una mirada
que le parecía terrible, avanzaba tropezando y con una lentitud extraordinaria,
según le parecía al animal.
Al
advertir que "Laska" se bajaba al suelo y entreabría la boca,
comprendió Levin que las chochas estaban allí y, rogando a Dios que no le
fallase la caza, sobre todo en aquel primer pájaro, se dirigió corriendo,
aunque con precaución, hacia donde se encontraba el perm. Subió la pequeña loma
y al mirar entre dos montecillos de tierra descubrió con los ojos lo que
"Laska" había olfateado: una chocha bastante grande, que en aquel
momento volvió la cabeza hacia ellos, alargó el cuello y permaneció en actitud
de escuchar. Luego abrió ligeramente las alas, las volvió a cerrar, y, moviendo
pesadamente la cola, se alejó, desapareciendo detrás de uno de los montecillos.
-¡Busca,
"Laska"! ¡Busca! -gritó Levin, azuzando al perro.
"Pero,
si no puedo ir! ", pensaba el animal. "¿Adónde iré? Desde aquí las
olfateo y si avanzo no sabré dónde están ni qué son." Pero el dueño la
empujó con la rodilla y con voz excitada le volvió a gritar:
-¡Busca,
" Laska"! ¡Busca!
"Bueno,
lo haré como quieres", pareció pensar aún el animal, " pero no
respondo del éxito". Y salió disparado hacia adelante. Ahora ya no
olfateaba nada, no seguía rastro alguno-, sólo veía y sentía sin comprender.
A
diez pasos del lugar donde se encontraba antes se levantó una fúlica. Su agudo
chillido y su ruido de alas característico estremeció el aire. Se oyó un
disparo y el pájaro se desplomó en la hondonada húmeda. Otro pájaro se levantó
detrás de él, sin que el perro interviniese. Cuando Levin le vio estaba ya
lejos. Pero el disparo le alcanzó. El pájaro voló unos veinte pasos más, se
levantó como una pelota y, luego, dando vueltas, cayó pesadamente en el carrizal.
"Laska"
trajo a Levin las dos aves y aquél las metió en el zurrón, pensando:
"Vaya, hoy ya es otra cosa".
-Tendremos
buena caza, "Laska", ¿verdad?
Levin
volvió a cargar su escopeta y se puso de nuevo en camino.
El
sol había salido ya por completo. La luna había perdido su brillo, si bien
blanqueaba aún sobre el ciclo. No se veía ni una estrella. Los montoncillos de
tierra, que antes relucían cubiertos por el rocío plateado, ahora estaban como
dorados, El azul nocturno de las hierbas se había convertido en un verdor
amarillento. Las avecillas del pantano buscaban las sombras de los arbustos,
cerca del arroyo. Un buitre estaba posado sobre un montón de centeno, mirando a
un lado y otro del carrizal. Las chochas volaban en todas direcciones. Un
chiquillo, descalzo, hacía correr a los caballos, trabados aún, riéndose de sus
torpes movimientos. Un viejo, sentado, se rascaba bajo el caftán. Otro
chiquillo corrió hacia Levin y le dijo:
-Señor,
ayer había aquí muchos patos.
Levin
continuó su cacería, seguido de lejos por el pequeño.
De
un solo disparo, afortunado, mató tres chochas ante el chiquillo, que expresó
su entusiasmo haciendo varias cabriolas.
XIII
El
proverbio de los cazadores que dice que si se mata la primera pieza, la caza
será feliz, resultó cierto. Levin tuvo una cacería afortunada.
A
las diez de la mañana regresó a la casa, fatigado y hambriento, pero feliz,
después de haber andado unas treinta verstas, con diecinueve piezas y un grueso
pato que llevaba atado a la cintura porque no cabía ya en el morral.
Sus
compañeros se habían levantado ya y hasta habían comido.
Levin
entró gritando alegre y jactanciosamente:
-¡Eh!
¡Mirad! ¡Diecinueve piezas! ¡Traigo diecinueve!
Y
se puso a contarlas ante ellos, gozando con la admiracion, y gozando también
con la envidia de Esteban Arkadievich. Las aves no tenían el hermoso aspecto de
cuando iban volando o se movían graciosamente sobre el suelo, sino que estaban
ya con las plumas lacias y muchas apelmazadas y cubiertas de negruzca sangre;
pero representaban, efectivamente, una buena caza.
Levin
se sintió todavía más feliz al recibir una carta de su esposa, que le había
traído un hombre.
Kitty
le decía:
Estoy
completamente bien y alegre. No te preocupes por mí; puedes estar más tranquilo
que antes, pues tengo otro ángel guardián. Vlasievna (era la comadrona, un
nuevo a importante personaje en la vida de Levin) vino a verme y la hemos hecho
quedarse aquí hasta que vuelvas. Me encontró completamente bien. Todos los
demás están también contentos y sanos. No te apresures por volver y, si la caza
es buena, quédate un día más.
Las
dos alegrías que había recibido -la buena caza y la carta de Kitty- eran tan
grandes, que le pasaron casi inadvertidos dos contratiempos. Uno era que el
caballo rojo, que al parecer había trabajado demasiado el día antes, no comía y
tenía un aspecto abatido. El cochero decía que estaba reventado.
-Ayer
le fatigaron demasiado, Constantino Dmitrievich. Recuerde usted que le hicieron
correr durante diez verstas sin ningún miramiento.
Otra
circunstancia le produjo de momento un disgusto: de las provisiones que Kitty
había preparado, con tal abundancia que creían que habían de tener víveres para
una semana, no quedaba nada ya. Levin regresaba de la caza, como antes dijimos,
con intenso apetito y, recordando con tal precisión las ricas empanadillas que
les había cocinado su mujer, que, al acercarse a la casa, percibía ya el olor y
el gusto en la boca, de igual modo que su perra percibía el olfato de la caza.
En cuanto se hubo despojado de sus arreos, gritó, pues, a Filip:
-¡Eh!
A ver esas empanadillas, que tengo un hambre canina.
La
decepción fue grande cuando le dijeron que no sólo no quedaban empanadillas,
sino que tampoco quedaban pollos.
-¡Vaya
un apetito! --comentó Esteban Arkadievich, riéndose a indicando a Vaseñka-. Yo
no sufro por falta de apetito, pero lo que es ése... Parece imposible lo que
come.
-¡Qué
le vamos a hacer! -exclamó Levin, mirando sombríamente a Veselovsky. Y pidió:
-Filip,
tráeme carne, pues.
-La
carne se la han comido y los huesos los han echado a los perros -contestó
Filip.
-¡Hubieran
podido, al menos, dejarme algo! -lamentó, casi llorando, el hambriento, Levin-.
Entonces, prepara un ave -añadió- y pide para mí aunque sea sólo un porn de
leche.
Cuando
se hubo bebido la leche, en buena cantidad, se le pasó el enojo y hasta se
sintió avergonzado de haberlo mostrado ante un extraño y rió el trance.
Por
la tarde, salieron de nuevo al campo a cazar y hasta Veselovsky mató algunas
piezas.
Ya
de noche, regresaron a la casa.
Tanto
la ida como la vuelta la pasaron divertidísimos. Veselovsky cantaba
alegremente; refería su estancia entre los campesinos que le ofrecieron vodka y
constantemente le imploraban " que no ofendiese"; el fracaso que tuvo
al querer coger avellanas; su plática picaresca con la chica de la propiedad
vecina y la sentencia de otro labriego, que le preguntó si era casado y, al
contestarle que no, le dijo: "pues más que mirar a las mujeres de otros,
debías procurarte una propia". Todo lo cual le divertía de tal modo que,
recordándolo, no cesaba de reír.
-En
general, estoy muy contento con nuestro viaje -decía-. ¿Y usted, Levin?
-preguntó.
-Yo
lo estoy también mucho -contestó Levin sinceramente, pues ya no sentía
animosidad contra Vaseñka, sino que, por el contrario, comenzaba a cobrarle
afecto.
XIV
Al
día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya recorrido toda su finca,
Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.
-Entrez!
-gritó aquél.
Levin
entró y le halló en paños menores.
-Perdóneme
-se disculpó Veselovsky-, estaba acabando mis ablutions.
-No
se apresure -contestó Levin, sentándose en el alféizar de la ventana. ¿Ha
dormido usted bien?
-Como
un leño. No me he despertado ni una sola vez.
-¿Qué
toma usted, té o café?
-Ni
una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero
es mi costumbre. También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted
los caballos.
Habiendo
Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio,
volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.
-¡Qué
magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables impresiones! -dijo Veselovsky al
saludar a Kitty, que se hallaba sentada ante el samovar-. ¡Qué lástima que las
señoras estén privadas de estos placeres!
Otra
vez le pareció a Levin ver algo humillante en la sonrisa, en la expresión de
triunfo con que Veselovsky se dirigió a su mujer.
La
Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María
Vlasievna y Esteban Arkadievich, hablaba de la necesidad de trasladar a Kitty a
Moscú para la época del parto, y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para
hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedieron a su
casamiento le disgustaban los preparativos, que, por su insignificancia,
ofendían la grandeza de lo que se iba a realizar, le disgustaban todavía más
los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos
con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones sobre la
manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y
misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran
importancia, y otras cosas semejantes.
El
acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería
niño), que se le había prometido, pero en el cual, a pesar de todo, no podía
creer -tan extraordinario le parecía-, se le presentaba de un lado como una
inmensa felicidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, del otro, como un
suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de
venir, y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara
de un acontecimiento ordinario producido por los hombres, despertaba en él un
sentimiento de ira y de humillación.
La
Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimientos y atribuía a ligereza y
a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas
que a ella tanto le interesaban, y de hablar de ellas. Así no le dejaba
tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había
hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich buscar el piso, cómo pensaba
arreglarlo...
Levin
rehuía:
-No
sé nada de eso, Princesa... Hagan lo que quieran...
-Pues
hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mudanza?
-No
sé... No sé... Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú,
hasta sin médicos... Pero hagan como quiera Kitty.
-Con
Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera,
Natalia Galizina murió a consecuencia de un mal parto.
-Bien,
bien. Como usted diga, así se hará.
Y
mostraba un gesto sombrío.
Pero
lo que le tenía así no era la conversación con la Princesa, por mucho que le
desagradara, sino la que sostenían Vaseñka y Kitty.
Veselovsky
estaba inclinado hacia su mujer, hablándole casi al oído con su sonrisa
sarcástica, de dominador, y ella le escuchaba ruborizada y con emoción bien
visible. Había algo impuro en la actitud de ambos.
"No,
esto no es posible", se decía Levin.
Y
de nuevo se le oscurecieron los ojos; de nuevo, sin la más leve transición,
descendió de la altura de su felicidad, de la calma y la dignidad, y se hundió
en el abismo de la desesperación, la humillación y la ira, y sintió asco de
todo y de todos.
-Obren
ustedes como quieran, Princesa -dijo, volviendo a mirar hacia su mujer.
-¡Qué
pesada eres, corona de Monomaj! -le dijo Esteban Arkadievich, en tono de
broma y aludiendo, no sólo a la conversación con la Princesa, sino a la actitud
que tenía Levin y que aquél había advertido bien.
Entró
Daria Alejandrovna y todos se levantaron para saludarla.
Vaseñka
se levantó sólo un instante, y, con la falta de cortesía propia de los jóvenes
modernos, se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza y volvió junto a
Kitty, continuando su conversación con ella sin dejar de reír.
-¡Qué
tarde te has levantado hoy, Dolly! -dijo Levin.
-Macha
me ha dado muy mala noche. Ha dormido muy mal y hoy está de un pésimo humor
-explicó Dolly.
Vaseñka
hablaba con Kitty de lo mismo que el día anterior: de Ana. Afirmaba que el amor
debe ser puesto por encima de las conveniencias sociales.
Esta
conversación era desagradable a Kitty por su fondo y por el tono en que era
llevada y, sobre todo, porque sabía que el verla así con Veselovsky molestaba a
su marido.
Habría
querido cortarla. Pero Kitty era demasiado sencilla e inocente para saber lo
que había de hacer a fin de conseguirlo y hasta para ocultar el pequeño a
inocente placer que le causaban -mujer al fin- las atenciones de Veselovsky.
Pensaba, incluso, que acaso lo que hiciera con tal fin sería mal interpretado.
Efectivamente, cuando preguntó a Dolly "qué tenía Macha" y Vaseñka,
al ser cortada su conversación, se puso a mirar a Dolly con indiferencia, a
Levin la pregunta le pareció una astucia falta de naturalidad y repugnante.
-¿Qué,
pues? ¿Iremos hoy a buscar setas? -preguntó Dolly.
-Vamos...
Yo también iré --dijo Kitty.
Kitty
habría preguntado a Vaseñka si él iba también. No hizo la pregunta, pero sólo
con pensarlo se ruborizó.
En
aquel momento Levin pasó a su lado con andar decidido.
-¿Adónde
vas, Kostia? -le preguntó, intranquila, a su marido.
La
expresión culpable de Kitty confirmó a Levin sus sospechas.
Contestó
desabridamente, sin mirar siquiera a su esposa.
-En
mi ausencia llegó el mecánico alemán y todavía no le he visto.
Bajó
al piso inferior y aun no había salido de su gabinete, cuando oyó los pasos,
tan conocidos por él, de Kitty, que iba rápidamente a su encuentro.
-¿Qué
quieres? -preguntó Levin-. Este señor y yo estamos ocupados.
-Perdone
usted -dijo ella al mecánico-, necesito decir algunas palabras a mi marido.
El
alemán quiso salir, pero Levin le contuvo:
-No
se moleste.
-El
tren sale a las tres -objetó el otro-. Temo no poder llegar a tiempo.
Levin
no le contestó y salió de la estancia en unión de Kitty.
-¿Qué
tienes que decirme? -preguntó a ésta en francés y sin mirarla.
Kitty
sentía un temblor irresistible en todo su cuerpo; tenía lívido el semblante; y
en general, un aspecto lamentable de abatimiento.
Levin
lo presentía y no quería verlo.
-Quiero
decir... quiero decirte -balbuceó ella-. Quiero decir que así... así es
imposible... imposible vivir. Que esto es un martirio...
-No
hagas escenas aquí -le atajó Levin con irritación-. Puede venir gente...
Estaban,
efectivamente, en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua,
pero allí estaba la inglesa dando lección a Tania.
-Salgamos
al jardín -propuso, en vista de ello.
En
el jardín hallaron al campesino que cuidaba de él y que estaba limpiando el
sendero. Sin tener en cuenta ya que el jardinero le veía, que ella lloraba y él
estaba conmovido y los dos tenían aspecto de sufrir una gran desgracia,
siguieron adelante, rápidos. Sólo pensaban en que necesitaban darse
explicaciones, de disuadirse mutuamente y de este modo librarse del martirio
que ambos experimentaban.
-Así
es imposible vivir. Yo sufro, tú sufres... ¿Y por qué? --dijo Kitty cuando, al
fin, se hubieron sentado en un banco solitario, en un rincón del paseo de los
tilos.
-Dime
una cosa -replicó Levin, poniéndose delante de ella en la misma forma que la
noche anterior: los puños crispados, apretados contra el pecho, las piernas
abiertas, erguidos el torso y la cabeza, la mirada muy fija en los ojos de su
mujer-. ¿No había en su postura, en su tono, algo inconveniente, impuro,
humillante para mí? Dime la verdad.
-Había
-confesó Kitty, con voz temblorosa-. Pero Kostia -se disculpó-, ¿qué puedo
hacer yo? Esta mañana quise tomar otro tono; pero ese hombre... ¿Para qué habrá
venido? -añadió entre sollozos que sacudían todo su cuerpo, que ya iba
abultándose por el embarazo-. ¡Tan felices que éramos!
El
jardinero pudo observar, con sorpresa, cómo primero iban los dos presurosos,
aunque nadie los perseguía, y cariacontecidos y que, luego, cuando nada
particularmente alegre podían haber encontrado en aquel banco, volvían con
rostros tranquilos y hasta radiantes.
XV
Una
vez que hubo acompañado a su mujer al piso de arriba, Levin entró en la parte
de la casa habitada por Dolly. Ésta estaba también muy disgustada aquel día.
Daria Alejandrovna se paseaba por la habitación y decía airada y enérgicamente,
hasta con saña, a la niña, que permanecía acurrucada en un rincón y sollozando.
-Y
te quedarás aquí, en este mismo sitio, todo el día. Y comerás sola. Y no verás
ninguna muñeca. Y no te haré ningún vestido nuevo. ¡Ah! Es una niña muy
perversa -explicó a Levin-. ¿De dónde sacará estas malas inclinaciones?
Levin
se sintió contrariado. Quería consultar a Dolly su asunto y vio que llegaba en
mala ocasión.
-Pero,
¿qué es lo que ha hecho? -preguntó con indiferencia.
-Ella,
con Gricha, han ido a donde crece la frambuesa y allí... ni te puedo decir lo
que estaban haciendo. Mil veces echo de menos a miss Elliot. Esta otra inglesa
no vigila nada, es una máquina. Figurez-vous que la petite...
Y
Daria Alejandrovna contó lo que ella llamaba el "crimen de Macha".
-Eso
no demuestra nada, no demuestra ninguna mala inclinación; es una travesura de
niños y nada más -la calmó Levin.
-Pero
veo que tú también estás disgustado -advirtió Dolly-. ¿Por qué has venido? -le
preguntó-. ¿Qué pasa en el salón?
Por
el tono de las preguntas comprendió Levin que le sería fácil decir a Dolly lo
que quería.
-No
estuve allí, en el salón -explicó-. He estado en el jardín, hablando a solas
con Kitty... Hemos reñido otra vez, ya la segunda desde que vino Stiva.
Dolly
le miró con sus ojos inteligentes y comprensivos.
-Y
dime, con la mano puesta en el corazón -continuó Levin-, ¿no había... no en
Kitty, no, pero sí en este señor... un tono que puede ser desagradable y hasta
ofensivo para el marido?
-¿Cómo
te diré...? -dudó Daria Alejandrovna-. Quédate en el rincón -ordenó a Macha, la
cual, al observar una sonrisa en el rostro de su madre, se había vuelto-. En el
ambiente del gran mundo -siguió Dolly diciendo a Levin- es así como se comporta
toda la juventud; a una mujer joven y linda hay que hacerle la corte, y el
marido mundano debe, además, estar contento del éxito de su mujen
-Sí,
sí -comentó Levin sombrío-. Pero, ¿tú lo has observado?
-No
sólo yo, sino también Stiva lo observó. En seguida, después del té, me dijo: Je
crois que Veselovsky fait un petit brin de cour à Kitty.
-Está
bien, ya estoy tranquilo. Voy a echarle en seguida de casa.
-¿Qué
dices? ¿Estás loco? -clamó Dolly, horrorizada-. Vamos, Kostia, serénate -le
suplicó. Luego, dirigiéndose a la chiquilla, riéndose, le dijo-: Ahora puedes
ir con Fanny. -Y añadió a Levin-: No. Si quieres, voy a hablar con Stiva. Él se
lo llevará de aquí. Le puedo decir que estás esperando invitados... que no
conviene para nuestra casa...
-No,
no. Quiero decírselo yo.
-Pero,
¿vas a reñir con él?
-No
será nada trágico; al contrario, me divertiré. De verdad. Sí, sí, será muy
divertido -aseguró, los ojos brillantes entre alegres y amenazadores.
-Ahora
-defendió a la chiquilla- has de perdonar a la pequeña criminal.
La
culpable les miró y quedó indecisa, baja la cabeza, mirando de reojo a su
madre, buscando su mirada.
Daria
Alejandrovna miró, en efecto, a la chiquilla y ésta, llorando, vino a
refugiarse en el regazo de su madre. Dolly le puso su mano, delgada y fina,
suavemente, cariñosamente, sobre la cabeza y la acarició con dulzura.
Levin
salió pensando: "¿Qué tenemos en común con él?". Y se dirigió
resuelto, derechamente, a buscar a Veselovsky.
Al
llegar al vestíbulo, dio orden de enganchar el landolé para ir a la
estación.
-Ayer
se rompió el muelle --contestó el lacayo.
-Entonces,
otro coche corriente. Pero, pronto... ¿Dónde está el invitado?
Levin
encontró a Vaseñka en el momento en que éste, habiendo sacado de su baúl las
cosas, se probaba las polainas de montar.
Ya
fuera que en el rostro de Levin hubiera algo especial o bien que el mismo
Vaseñka hubiese comprendido que ce petit brin de cour que había
emprendido resultaba inoportuno en aquella familia, lo cierto es que la entrada
de Levin en la habitación le conturbó, tanto como es posible en un hombre del
gran mundo.
-¿Usted
monta con polainas? -le preguntó Levin.
-Sí,
es mucho más limpio --contestó Vaseñka, poniendo su gruesa pierna sobre una
silla y abrochando el último corchete de la polaina. Y sonreía a la vez,
aparentando estar alegre y tranquilo.
Indudablemente
Vaseñka era un buen mozo, y en aquel momento tenía una mirada de bondad y hasta
de timidez.
Levin
sintió compasión de él y vergüenza de sí, del paso que iba a dar siendo el
dueño de la casa.
Sobre
la mesa estaba el bastón que ellos habían roto por la mañana, al querer
levantar algunas pesas. Levin tomó en la mano aquel resto del bastón y, sin
decir palabra, se puso a romper más la punta.
Tras
un largo silencio, muy embarazoso para los dos, Levin continuó:
-Quería...
Calló
otra vez.
De
repente, recordó a Kitty y todo lo que había pasado, y mirando fijamente a los
ojos a Veselovsky, le dijo:
-He
ordenado enganchar los caballos para usted.
-¿Qué
quiere decir eso? -preguntó Vaseñka-. ¿Adónde debo ir?
-A
la estación del ferrocarril ---contestó Levin, sombrío y arrancando pedacitos
de madera al bastón.
-¿Se
marcha usted? ¿Ha pasado algo?
-Resulta
que estoy esperando a unos invitados -pronunció Levin con energía. Y
rápidamente, a la vez que arrancaba más pedacitos de madera del bastón con las
puntas de sus fuertes dedos, siguió-: No, no espero invitado alguno ni ha
pasado nada; pero le pido que se marche de aquí sin tardanza... Usted puede
explicarse como quiera n-ú escasa cortesía.
Vaseñka
se irguió, altivo, habiendo comprendido al fin.
-Pero
yo le pido a usted una explicación -dijo, con acento fume.
-No
puedo explicarle nada -replicó Levin tranquila y lentamente, reprimiendo el
temblor de sus pómulos-. Mejor será para usted no preguntarme.
Y
como había acabado de desgajar los pedazos de bastón que ya estaban tronchados,
Levin agarró los extremos del trozo que quedaba y, aunque resistente, lo rompió
también en pedacitos. Por último, cogió al vuelo una astilla que caía al suelo.
Seguramente
el aspecto de aquellos fornidos brazos, de los músculos en fuerte tensión, la
decisión que denotaban los ojos brillantes, la tranquilidad y seguridad
de la voz, pausada y serena, convencieron a Vaseñka más que las palabras. Así,
se encogió de hombros, sonrió con desdén y sólo dijo:
-¿Podré
ver a Oblonsky?
-Le
mandaré aquí ahora mismo.
-¡Qué
idiotas! --comentó Esteban Arkadievich al contarle su amigo que le echaban de
la casa; y, habiendo encontrado a Levin en el jardín, donde aquél se paseaba en
espera de ver la salida de su huésped, le dijo: -Mais c'est ridicule! ¿Qué
mosca te ha picado? Mais c'est du demier ridicule! Qué tiene de
particular que un joven...
Pero
el punto en el cual la mosca había picado a Levin todavía dolía, sin duda,
porque éste palideció de nuevo y replicó rápidamente:
-Por
favor, no me digas nada. No puedo hacer otra cosa. Siento mucha vergüenza ante
ti y ante él. Pero pienso que para él no será una gran pena marcharse y, en
cambio, su presencia nos es desagradable a mi mujer y a mí.
-Pero
esto es ofensivo para él. Et puis c'est ridicule.
-Su
estancia aquí es para mí, ofensiva y penosa (y no por culpa mía). Yo no sé por
qué deba sufrir...
-Pues
yo no esperaba esto de tu parte. On peut être jaloux, mais à ce point c'est
du dernier ridicule!
Levin
dio rápidamente media vuelta y se marchó al fondo del jardín, donde continuó,
solo, sus paseos.
No
tardó en oír el ruido de la tartana, y, entre los árboles, vio cómo Vaseñka,
sentado sobre un montón de heno (por desgracia la tartana no tenía el asiento
bien arreglado) con su gorra escocesa encasquetada, bamboleándose por el
traqueteo del coche al cruzar los baches o salvar piedras, se alejaba por la
avenida.
Luego
vio que el lacayo salía corriendo de la casa y paraba el carruaje.
-¿Qué
sucederá?, pensó Levin.
Se
trataba del mecánico alemán, del cual él se había olvidado por completo.
El
mecánico, tras muchos saludos, dijo algo a Veselovsky, subió a la tartana y
ésta siguió con los dos viajeros.
Esteban
Arkadievich y la Princesa estaban indignados por la conducta de Levin. Él mismo
se sentía no sólo ridicule en cierta manera, sino hasta culpable y
avergonzado. Pero recordando lo que él y su mujer habían sufrido, al
preguntarse si habría hecho lo mismo otra vez, Levin se contestaba que en
ocasión análoga procedería de la misma manera.
Pero,
al final del día, y a despecho del incidente, todos, excepto la Princesa, que
no perdonaba a su yerno aquella descortesía, estaban extraordinariamente
animados y alegres, como suele ocurrir con los niños finalizando su castigo, o
con los mayores que asisten a una recepción oficial al terminar las ceremonias.
Así
que por la noche, en ausencia de la Princesa, hablaban de la salida forzosa de
Vaseñka como de una cosa ocurrida hacía mucho tiempo. Y Dolly, que heredara de
su padre el don de contar las cosas con gracia, les hacía estallar de risa
cuando, por enésima vez, y siempre con nuevas invenciones humorísticas, contaba
que ella estaba a punto de ponerse lacitos para lucirse ante el huésped y salir
así al salón, cuando oyó el ruido del carruaje.
-¿Y
quién iba en él? -decía-. ¡El propio Vaseñka! Con su gorrita escocesa y las
polainas, sentado sobre el heno. ¡Si al menos hubiesen ordenado prepararle el
landolé!... Y luego oigo: " Esperen, esperen". Pensé: han tenido
compasión de él. Pero véo que sientan a un grueso alemán y a él le levantan, le
hacen que vaya de pie. ¡Y adiós mis lacitos! -terminaba simulando hallarse muy
contrariada-. Mi fracaso era cierto.
XVI
Daria
Alejandrovna realizó su propósito de ir a visitar a Ana. Comprendía que
los Levin tenían razones bien fundadas para no desear relacionarse para nada
con Vrosky y estaba segura de que su viaje afligiría a su hermana y causaría un
disgusto a su cuñado; pero, por otra parte, consideraba un deber suyo visitar a
Ana y deseaba demostrarle que, a pesar del cambio en su situación, sus
sentimientos para con ella no habían variado.
Para
no causar a Levin nuevas molestias, Daria Alejandrovna mandó alquilar en el
pueblo los caballos necesarios. Pero, su cuñado, al enterarse de ello, se
sintió disgustado y se lo censuró vivamente.
-¿Por
qué piensas que ha de desagradarme tu viaje? No me has dicho ni una vez que
querías ir. Además, si me resultara desagradable, más me resultaría aún si no
aprovechas mis caballos. El que los alquiles en el pueblo es un motivo de
disgusto para mí. Pero, hay otra cosa peor, y es que se comprometerán y no
cumplirán su palabra. Tengo, como sabes, caballos suficientes y buenos, y
coches; si no quieres ofenderme: tómalos para tu viaje.
Daria
Alejandrovna hubo de aceptar el ofrecimiento de su cuñado y éste, el día fijado
preparó para el viaje cuatro caballos, y con un acompañamiento de trabajadores
de la finca que iban a pie y en caballerías, salieron para aquel destino.
Constituía
un gran trastorno para Levin, pues necesitaba los caballos para la Princesa y
la comadrona, que habían de marcharse entonces también; mas el deber de
hospitalidad le impedía permitir que Daria Alejandrovna recurriese a otras
gentes. Sabía, además, que los veinte rublos que pedían a su cuñada por los
caballos constituían para ella una pesada carga, dada su difícil situación
económica.
La
comitiva era muy abigarrada y nada brillante, pero Daria llegaría así con
seguridad absoluta, fácilmente y dentro del mismo día, a la propiedad de
Vronsky.
Por
consejo de Levin, Daria Alejandrovna salió antes del amanecer. El camino era
bueno y el coche cómodo; los caballos corrían ágiles; y en la delantera, junto
al cochero, en el lugar del lacayo, iba el encargado que, en vez de aquél,
había destacado Levin, para mayor seguridad. Dolly se durmió y no despertó
hasta la posada en la que habían de cambiar de tiro.
Daria
Alejandrovna tomó el té en la misma casa de Sviajsky donde Levin se detenía
durante sus viajes. Charló con las mujeres, los niños y el viejo sobre el conde
Vronsky, de quien el viejo hizo grandes elogios.
A
las diez de la mañana continuó su viaje.
Cuando
estaba en casa, ocupada constantemente en los quehaceres que le daban los
niños, Daria Alejandrovna no tenía tiempo para pensar en ninguna otra cosa;
pero ahora, durante las cuatro horas que duró esta parte del viaje, acudieron a
su mente todos los recuerdos de su vida y los fue repasando en sus aspectos más
diversos. Sus pensamientos -que a ella misma le parecían extraños- volaron
también hacia los niños. La Princesa y Kitty (más conîiaba en la última) le
habían prometido cuidarles. Sin embargo, estaba preocupada por ellos.
"Quizá", temía, " Macha empezaría con sus travesuras. Acaso un
caballo pisara a Gricha, o Lilly padeciese otra indigestión" . Luego pensó
en el futuro. Primero, en el inmediato. " En Moscú, para este invierno,
habría que mudarse de piso. Habremos de cambiar los muebles del salón, y hacer
un abrigo a la hija mayor." Después, el porvenir de sus hijos: "Las
niñas, menos mal, no ofrecen tantas complicaciones; pero, ¡los niños!" . Y
se dijo: " Está bien que me ocupe de Gricha ahora porque estoy más libre y
no he de tener ningún hijo. Con Stiva, naturalmente, no hay que contar.
Siguiendo así y con ayuda de la buena gente, sacaré adelante a mis hijos. Pero
si vuelvo a estar embarazada..." .Y Dolly reflexionó que era muy injusto
considerar los dolores del parto como señal de la maldición que pesa sobre la
mujer. "¡Es tan poca cosa en comparación con lo que cuesta el
criarlos!" , se dijo, recordando la última prueba por la que había pasado
en este aspecto y la muerte de su último niño. Y le vino a la memoria la
conversación que, a propósito de esto, había tenido con la nuera de la casa
donde habían cambiado los caballos. Aquélla, a la pregunta de Dolly de si tenía
niños, contestó alegremente:
-Tuve
una niña, pero Dios se me la llevó. Esta cuaresma la enterré.
-¿Y
lo sientes mucho? -preguntó, también, Daria Alexandrovna.
-¿Por
qué lo he de sentir? -contestó la joven-. El viejo tiene muchos nietos aun sin
ella. Y me daba mucho trabajo. No podía atender a otros quehaceres más
importantes... No podía trabajar ni hacer nada más que ocuparme de ella... Era
un fastidio.
A
Daria Alejandrovna esta contestación le había parecido repugnante en labios de
aquella simpática muchacha, cuyo rostro expresaba bondad; pero ahora, al
recordar involuntariamente aquellas palabras, se dijo que, a pesar del cinismo
que había en ellas no dejaban de tener un fondo de verdad. Pensaba entonces
Daria Alejandrovna en sus embarazos: en el mareo, la pesadez de cabeza, la
indiferencia hacia todo y, principalmente, en la deformación, en su fealdad.
"La misma Kitty, jovencita y tan linda, ha perdido mucho. Yo, cuando estoy
embarazada, me vuelvo horrible." "Luego los partos, los terribles
sufrimientos y el momento más terrible aún de dar a luz... Y el dar el pecho,
las noches sin dormir, las grietas, los dolores irresistibles si se retira la
leche..." Y recordando aquellos dolores por que ella había pasado en casi
todos sus alumbramientos, Daria Alejandrovna se estremeció. "Y por otro
lado" , siguió, " las enfermedades de los pequeños, las noches en
vela, los días enteros sin descanso, con la constante inquietud del miedo a la
muerte". " ¿Y los mil disgustos de la educación de los hijos? El
"crimen" de la pequeña Macha en el jardín, las clases con los niños,
el latín difícil, incomprensible para ellos." "Y si, como final,
llega la muerte..." Y Daria Alejandrovna rememoró, con horror y dolor
profundo, el fallecimiento y el entierro de su último niño, atacado por la
terrible difteria: los gestos horrorosos provocados por la tos y los ahogos; el
resuello de la garganta oprimida, llena de purulentas e inflamadas llagas; el
último y supremo esfuerzo con la inminente asfixia -desorbitados y
sanguinolentos los ojos; congestionadas las facciones, hinchadas, reventando
las venas; crispadas las manos; enarcados el torso y las piernecitas-. Luego,
el pequeño ataúd, tan fúnebre aun con sus colores claros -rosa y blanco- y sus
adornos de pasamanería; el yerto cuerpecito, de frentecilla lívida con ricitos
rubios; la boquita, morada, abierta como en gesto de extrañeza. Después el
desgarrador adiós final, el lúgubre martilleo sobre los clavos que sujetaban la
tapa de la caja, la partida del cortejo; todo entre la indiferencia de la gente.
Y mientras, ella, en su dolor de madre, en la angustiosa opresión de su pecho,
que le ponía un nudo en la garganta, se sentía morir, y lágrimas de fuego
corrían por sus mejillas.
"¿Y
todo para qué?" , seguía la mente de Daria Alejandrovna. "¿Qué resultará
de todo ello? Vivir sin un momento de tranquilidad, ora embarazada, ya dando el
pecho; siempre de mal humor, riñendo, torturándome yo y torturando a los demás,
causando repugnancia a mi marido. Así habré pasado mi vida y saldrán niños
infelices, mal educados, acaso niños mendigos. Ya este año, si no hubiéramos
pasado el verano en casa de Levin, no sé qué habríamos hecho. Es verdad que
Kostia y Kitty son tan delicados que no nos damos cuenta de nada, pero esto no
puede durar. También ellos tendrán niños y no podrán ayudamos; ahora mismo van
ya algo mal de recursos. ¿Quién nos ayudará? ¿Papá, que se ha quedado sin nada?
De modo que ni educar a los niños podré. Quizá lo llegaría a hacer con la ayuda
de otros, pero humillándome... Y supongamos lo mejor: que los niños no se
mueren y puedo educarlos de algún modo. En este caso lo único que conseguiré es
que no vayan por mal camino. ¿Y para esto tuve tanto trabajo, pasé tanto
sufrimiento? ¡Para esto perdí mi vida!"
De
nuevo Dolly recordó las palabras de la joven campesina y otra vez pensó que
eran repugnantes; pero no pudo dejar de repetirse que en ellas había una parte
de verdad.
-¿Qué?
¿Aún estamos lejos? -preguntó de repente al encargado, para distraerse de
aquellos pensamientos.
-Desde
este pueblo, según dicen, hay siete verstas.
El
landolé, tras atravesar la calle principal del pueblo, llegó a un puentecillo,
por el cual, hablando con voces alegres y sonoras, pasaba un grupo de mujeres,
con bultos atados sobre las espaldas. Las mujeres se pararon mirando con
interés al coche. Todos aquellos rostros le parecieron a Daria Alejandrovna
sanos y alegres y que pregonaban la alegría de vivir.
"Todos
viven, todos gozan" , continuó pensando, en tanto que pasaba ante las
mujeres, atravesaba el puentecillo y, llevada con buen trote, entraba en la
montaña. Iba cómoda, suavemente, dulcemente mecida, pero seguía con negros
pensamientos. "Todos gozan, sí, y yo voy como si hubiera salido de la
prisión, como si estuviese abandonando el mundo. Solamente ahora, por un momento,
me he dado cuenta de todo... Todos viven... estas mujeres; y la hermana Nataly;
y Vareñka y Ana, a la cual voy a ver; sólo yo no vivo.
"Y
criticar a Ana..." , pensó después. "¿Y por qué? ¿Soy yo mejor? Por
lo menos, tengo un marido al cual amo... No como quisiera yo, pero le amo...
Mientras que Ana no amaba al suyo. ¿Qué culpa tiene ella? Ella quiere vivir.
Dios nos ha impreso este deseo en el alma. Es muy posible que yo hubiese hecho
lo mismo. Hasta ahora no sé si hice bien o mal escuchándola en aquel trance
terrible en que vino a mi casa, en Moscú. Entonces debí dejar a mi marido y
empezar de nuevo mi vida. Podía amar y ser amada verdaderamente. ¿Es por
ventura más honrado lo que hago ahora? No me inspira ningún respeto. Lo
necesito" , pensó, refiriéndose a su marido, "y lo soporto. ¿Es esto
mejor? En aquel tiempo podía yo agradar aún; me quedaba belleza". Daria
Alejandrovna sintió ahora deseos de mirarse en el espejito que llevaba en su
saco de viaje y fue a sacarlo. Pero viendo al cochero y al encargado en el
pescante, pensó que alguno de ellos podía volver la cabeza y verla en aquella
actitud y se sintió vergonzada de su propósito.
Daria
Alejandrovna desistió de aquella idea, pero, aun sin mirarse en el espejo,
pensaba que todavía no era tarde para un nuevo amor; y recordó a Sergio
Ivanovich, que estaba particularmente amable con ella; y al amigo de Stiva, el
bueno de Turovsin, que cuidó a su lado a los niños cuando éstos tuvieron la
escarlatina y que estaba enamorado de ella; y también a un hombre, muy joven
aún, el cual decía, como le contó su propio marido, que "ella era la más
guapa de todas las hermanas". Y las aventuras mis pasionales a
irrealizables se presentaron a su imaginación.
"Ana
obró bien y no seré yo quien la censure. Es feliz, hace feliz a otro hombre y
no estará abatida como yo. Seguramente que, como siempre, estará fresca,
espiritual y llena de interés por todo", pensaba Daria Alejandrovna. Y una
sonrisa de picardía fruncía sus labios, sobre todo porque, al pensar en el
idilio de Ana, imaginaba para sí misma un idilio semejante con el hombre que
forjaba su imaginación locamente enamorado de ella. También ella, como Ana, lo
revelaría a su marido. Y las imaginarias sorpresas y consiguiente turbación de
Esteban Arkadievich le hicieron sonreír.
En
estos pensamientos llegaron a la revuelta en que habían de dejar el camino para
entrar en Vosdvijenskoe.
XVII
El
cochero paró los caballos y miró a ver si encontraba a quién preguntar por la
finca. Detrás, en un campo de centeno, cerca de un carro, sentados sobre la
tierra, se veían varios campesinos.
El
encargado fue a saltar para ir hacia ellos, pero, cambiando de opinión, se puso
a llamarles a gritos.
El
vientecillo que producía el caminar del coche, parado éste, se había
desvanecido, y el aire estaba en calma. Los tábanos se pegaron a los caballos,
cubiertos de sudor, y éstos se defendían de ellos rabiosamente movimiento
constantemente la cabeza, las patas, sacudiéndose con la cola. Cesó el ruido
metálico de las guadañas, que estaban cabruñando los campesinos.
Uno
de éstos se levantó y se dirigió al coche, andando poco a poco, con precaución
por ir con los pies descalzos sobre un camino reseco y lleno de guijos.
-¡Más
deprisa, gandul! -gritó el encargado, ¡A ver si llegas de una vez!
El
viejo -de cabellos blancos, ondulados y atados con una tirita de corteza de
árbol, de espalda curvada, manchada de sudor- apresuró el paso, andando a
pequeños saltos y, llegando al coche, con su mano derecha, renegrida y arrugada
por el sol, el aire y los años, agarrada al guardabarro, y con el pie izquierdo
en vilo, dijo con gesto obsequioso:
-¿Preguntan
por Vosdvijenskoe, la casa de los señores, la finca del Conde? Pues en cuanto
salgan de aquí, encontrarán un recodo a la izquierda. Sigan derechamente el
camino que les llevará allí. ¿Y a quién van a ver? ¿Al mismo Conde?
-Y
dígame: ¿están en casa, buen hombre?-, preguntó Daria Alejandrovna no sabiendo
de qué modo, aun con aquel labriego, había de hablar de Ana.
-Creo
que están -dijo el viejo, bajando el pie izquierdo y alzando el derecho para
dar ahora descanso a éste, que dejó en el polvo su huella, marcando claramente
los cinco dedos. Creo que están en casa -siguió, con ganas de hablar---. Ayer
también vinieron invitados... Tienen siempre una barbaridad de invitados...
¿Qué quieres? --chilló a su vez, a un mozo que le gritaba algo desde el carro.
Luego continuó-: Esto es... Hace poco que pasaron todos por aquí, montados a
caballo. Querían ver el rastrojo... Ahora seguramente están en casa... ¿Y
ustedes quiénes son?
-Nosotros
venimos de muy lejos -dijo el cochero-. ¿De modo que está cerca de aquí?
-Te
digo que aquí mismo. A poca distancia -decía el campesino, pasando su mano
derecha por la aleta...
Un
joven, sano, fuerte, se acercó también y le interrumpió:
-¿Saben
si habrá trabajo por la cosecha?
-No
lo sé, amigo.
-Así,
pues, vas hacia la izquierda y llegarás directamente allí -terminó el
campesino, separándose de mala gana de los viajeros.
El
cochero hizo correr a los caballos, pero, cuando tomaba la revuelta, el viejo,
les gritó:
-¡Párate!
¡Eh, querido, vuélvete!
El
cochero paró los caballos.
-Allí
viene el mismo señor -volvió a gritar el campesino-. Vean cómo corren.
Y
mostraba a cuatro jinetes y a dos personas que iban en un charabán, y que eran
Vronsky, su jockey, Veselovsky y Ana montados en sendos cáballos, y la princesa
Bárbara y Sviajsky, que ocupaban el carruaje. Habían salido de la finca para
dar un paseo y ver cómo trabajaban en el rastrojo las máquinas recientemente
adquiridas.
Al
ver el coche, los jinetes apresuraron el andar de sus caballos. Delante, al
lado de Veselovsky, iba Ana, que llevaba con paso tranquilo su caballo inglés,
pequeño y fuerte, de crines y cola cortas. La hermosa cabeza de Ana, con los
cabellos negros, que desbordaban del alto sombrero, sus hombros rectos, el
talle fino, su actitud tranquila y graciosa, formaban una bonita estampa de
amazona que, a la vez que la admiraron, llenaron a Dolly de sorpresa.
En
el primer momento le pareció algo inconveniente que Ana montara a caballo.
Daria Alejandrovna consideraba aquello como una coquetería que no iba bien con
su situación. Pero, cuando la vio de cerca, rectificó aquel juicio. Era todo
tan sencillo, tranquilo y digno en la figura y la actitud de Ana que nada podía
resultar más natural.
Al
lado de ella, sobre el fogoso caballo militar, alargando hacia delante sus
gruesas piernas, con su gorrita escocesa de largas cintas que flotaban por
detrás, visiblemente orgulloso de sí mismo, iba Vaseñka Veselovsky.
Daria
Alejandrovna, al reconocerle, no pudo reprimir una sonrisa.
Detrás
iba Vronsky. Montaba un caballo de pura sangre, de color bayo oscuro y que
aparecía agitado por el galope. Para retenerle, Vronsky tenía que tirar
fuertemente de las riendas.
Les
seguía un hombre vestido de jockey.
Sviajsky
con la Princesa, en un charabán nuevo, llevado por un magnífico caballo negro
de carreras, iban a los alcances de los jinetes.
Cuando
Ana reconoció a Dolly en la pequeña figura de mujer acurrucada en un rincón del
viejo landolé, su rostro se iluminó de alegría.
-¡Ella!
-exclamó.
Y
lanzó su caballo al galope.
Al
llegar junto al coche, saltó sin ayuda de nadie, y, recogiendo el vuelo de sus
faldas de amazona, corrió al encuentro de Dolly.
-Yo
esperaba y no osaba esperar... ¡Qué alegría! No puedes imaginarte mi alegría
-decía Ana, ora juntando su rostro al de Dolly y besándola, ora separándose un
poco y mirándola sonriente, con cariño-. ¡Qué alegría, Alexey! -dijo a Vronsky,
que saltaba del caballo y se acercaba a ellas.
Vronsky,
quitándose su alto sombrero gris, saludó a Dolly.
-No
sabe usted cuánto nos alegra su llegada -dijo, dando un particular significado
a las palabras y con franca sonrisa, que descubría sus fuertes y blancos
dientes.
Vaseñka
Veselovsky, sin bajarse del caballo, se quitó su gorrita y saludó a Dolly,
agitando alegremente las cintas por encima de su cabeza.
-Es
la princesa Bárbara -contestó Ana a la mirada interrogativa de Dolly, cuando se
acercó a ellos el charabán.
-¡Ah!
-dijo Daria Alejandrovna. Y, contra su deseo, su rostro expresó descontento.
La
princesa Bárbara era tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía mucho
tiempo y no le inspiraba ningún respeto. Sabía que había pasado toda su vida
viviendo como un parásito en las casas de sus parientes ricos; pero el que
ahora viviera en la de Vronsky, hombre completamente ajeno a ella, lo sintió
como una ofensa para la familia de su marido. Ana se dio cuenta de la expresión
de disgusto que se pintaba en el rostro de su amiga y se confundió; se puso
roja y tropezó con el vuelo de su falda de amazona, que había soltado en aquel
momento.
Daria
Alejandrovna se acercó al charabán, que se había parado, y saludó fríamente a
la Princesa.
Sviajsky,
a quien también conocía, le preguntó cómo estaban el extravagante de su amigo y
su joven esposa; y después de echar una ojeada a los caballos, que no formaban
pareja, y al landolé que tenía las aletas recompuestas, Sviasky propuso a las
damas que pasasen al charabán.
-No,
seguiré en este vehículo -rehusó Dolly.
-El
caballo es tranquilo y la Princesa guía bien -insistieron.
-No.
Quédense como están -decidió Ana-. Nosotras iremos en el landolé.
Y,
cogiendo a Dolly del brazo, se la llevó consigo a aquel coche.
Daria
Alejandrovna miraba con interés el charabán, tan lujoso como no lo había visto
nunca; a los magníficos caballos; a todas aquellas personas que la rodeaban,
tan elegantemente vestidas, tan bien ataviadas. Pero lo que más la admiraba era
el cambio que advertía en su querida Ana. Otra mujer menos observadora o que no
hubiese conocido antes a su cuñada y, sobre todo, que no hubiera pensado lo que
durante su viaje pensó Dolly, no habría observado nada de particular en ella.
Pero ahora Dolly estaba sorprendida de encontrar en Ana aquella belleza que
solamente en los momentos de delirio amoroso se ve en las mujeres. Todo en ella
era bello: los hoyuelos de las mejillas y de la barbilla; la forma y el color
de los labios; la sonrisa alada; el brillo de los ojos; la rapidez y la gracia
de los movimientos; el tono de la voz; hasta la manera en que, medio en serio,
medio en broma, contestara a Veselovsky al pedirle éste permiso para montar su
caballo y enseñarle a galopar con las cuatro patas estiradas. Todo en ella
respiraba un encanto del que Ana parecía consciente y que la colmaba de gozo.
Cuando
se sentaron en el landolé, las dos mujeres se sintieron algo turbadas: Ana, por
la mirada atenta a interrogadora de Dolly, y ésta porque, después de las
palabras de desdén de Sviasky para su landolé, sentía vergüenza y también pesar
de no haber podido ofrecer a Ana otro carruaje mejor.
El
cochero y el encargado sentían, también, rubor por la pobreza, el mal estado y
la mala presencia de su equipo.
El
encargado, para ocultar su confusión, se dedicó a ayudar a las señoras a
acomodarse en el carruaje. Filip se puso sombrío y se hizo propósito de no
doblegarse ante aquella superioridad. Por lo pronto, sonrió con ironía al negro
caballo de carrera. "Este caballo", se decía, "está bien
únicamente para paseo y no podría ni hacer cuarenta verstas con calor y solo".
Los
campesinos abandonaron sus carros y se acercaron a mirar, llenos de curiosidad
y alegres, haciendo diversos y sabrosos comentarios.
-¡Qué
contentos se ponen al verla ...! Se ve que hacía tiempo que no se veían --dijo
el viejo de los cabellos ceñidos con la tira de corteza.
-Tío
Gerasim; vaya por ese potro negro y tráigalo para llevar las gavillas, pues lo
hará en un momento.
-Mire,
mire. Aquel de los calzones, ¿es un hombre o una mujer? --dijo uno de ellos,
indicando a Vaseñka, que se sentaba en la silla de señora del caballo de Ana.
-No,
hombre, no. ¿No ves cómo ha saltado a la silla?
-¿Qué,
mozos, hoy ya no dormimos?
-¿Qué
es eso de dormir hoy? -dijo el viejo. Y mirando al sol, la cabeza ladeada y la
mano derecha haciendo visera sobre los ojos, añadió: -Seguro que ya pasa de
mediodía. Tomad los garabatos y a la faena.
XVIII
Ana
miraba el rostro de Dolly, delgado, con huellas de cansancio y polvo del camino
en las arrugas. Iba a decir lo que estaba pensando (que Dolly había adelgazado
mucho), pero recordó que ella estaba mucho más guapa que antes (la misma mirada
admirativa de su cuñada se lo había advertido), suspiró, y en vez de ello, se
puso a hablar de sí misma.
-Me
miras -dijo- y piensas si puedo ser feliz en mi situación. Pues bien: da
vergüenza confesarlo, pero, sí, soy feliz, imperdonablemente feliz. Me ha
sucedido una cosa maravillosa; algo así como despertar de un sueño espantoso y
darme cuenta de que todo aquello que me aterraba era cosa de un sueño. Yo he
despertado de mi pesadilla. Pasé por momentos dolorosos, aterradores, pero
ahora, sobre todo, desde que estamos aquí, ¡soy tan feliz!
Y,
sonriendo tímidamente, dirigió sus ojos al rostro de Daria Alejandrovna, con
mirada interrogadora.
-Estoy
muy contenta -contestó Dolly, sonriendo, aunque con poco entusiasmo-. Estoy muy
contenta, sí, por ti. ¿Por qué no me has escrito?
-¿Por
qué? Porque no me atrevía a hacerlo. Te olvidas de mi situación.
-¿Conmigo
no te atreviste? Si hubieses sabido como yo... Considero que...
Daria
Alejandrovna quiso contarle sus pensamientos de aquella mañana, pero sin saber
por qué, en aquel momento le parecieron fuera de lugar.
-Bueno,
de esto ya hablaremos luego -eludió-. ¿Y qué son estas construcciones?
-preguntó en seguida para cambiar de conversación y señalando a los techos,
rojos y verdes, que se veían entre las acacias y las lilas-. Parece una pequeña
ciudad.
Pero
Ana no le contestó.
-No,
no, dime cómo consideras mi situación. ¿Qué piensas de ello?
-Pienso
que... -empezó a decir Dolly.
En
este momento, Vaseñka Veselovsky, enseñando al caballo a galopar con las patas
extendidas, pasó ante ellas.
-Va
bien, Ana Arkadievna -gritó.
Ana
ni lo miró siquiera, para volver a la conversación interrumpida.
Pero
Daria Alejandrovna pensó de nuevo que era poco conveniente una larga
conversación sobre aquello en el coche y expresó su pensamiento en pocas
palabras.
-No
considero nada -dijo-. Siempre te he querido, y cuando se ama a una persona se
la ama tal como es, aunque no sea como uno quisiera que fuese.
Ana
separó su mirada de Daria Alejandrovna y, con el ceño fruncido (su nueva
costumbre, que Dolly no conocía aún) quedó pensativa, queriendo descifrar el
significado de aquellas palabras.
Al
cabo de un rato, habiendo comprendido lo que Daria Alejandrovna había querido
decir, volvió a mirarla y, lentamente y con firmeza, le dijo:
-Si
tuvieses pecados, te serían perdonados por haber venido aquí y por estas
palabras.
Dolly
vio que brotaban abundantes lágrimas de los ojos de Ana y le estrechó la mano
en silencio.
-¿Pero
qué son estas construcciones? -insistió para cortar aquella situación-.
¡Cuántas hay!
-Son
las casas de los empleados -explicó Ana-, la fábrica, las cuadras. Aquí empieza
el paseo. Todo estaba abandonado y Alexey lo arregló. Tiene mucho cariño a esta
hacienda y -lo que no esperaba de él en modo alguno- se interesa en gran manera
por los trabajos. Desde luego, tiene una inteligencia privilegiada y una gran
voluntad. Todo lo que emprende lo hace admirablemente. Y, no sólo no se aburre,
sino que trabaja con pasión. Se ha convertido en un amo ordenado, económico y
hasta avaro con las cosas de la propiedad. Sólo en esto, ¿eh?
Ana
hablaba con aquella sonrisa y alegría con las que hablan las mujeres de los
secretos que sólo ellas conocen o de las cualidades del hombre amado.
-¿Ves
esta gran construcción? Es el nuevo hospital. Calculo que costará más de cien
mil rublos. En estos momentos es su dada. ¿Y sabes por qué lo hace? Los
campesinos le pidieron que les rebajase el arriendo de unos prados; él se negó
a ello; yo se lo reproché, llamándole avariento y entonces él, para demostrar
que no se negaba a aquella pretensión por avaricia, sino por no considerarla
justa, comenzó este hospital que, como digo, le costará una buena cantidad. Si
quieres, esto c'est une petitesse; pero, después de esto, le quiero más.
Ahora verás la casa -siguió-. Es la de sus abuelos y está por fuera tal y como
se la dejaron, pues Vronsky no quiere hacer en ella cambio alguno.
-¡Es
soberbia! -exclamó Dolly, viendo la casa, grande, pero bien proporcionada en
sus tres dimensiones, en sus huecos; con esbeltas columnas y otros bellos
adornos; y que resaltaba, con aspecto grandioso, entre el verdor, de diferentes
matices, de los árboles del jardín.
-¿Verdad
que es bonita? Y desde arriba tiene unas vistas maravillosas.
Entraron
en un camino cubierto de grava menuda, al borde del cual dos jardineros iban
colocando piedras huecas para formar con flores, tiestos rústicos, vistosos,
que adomaran el paseo.
El
coche se paró a la entrada de la casa, bajo un gran pórtico, al pie de una
escalinata.
-¡Mira!
Ellos ya han llegado -dijo Ana, viendo allí los caballos que montaban sus
compañeros de paseo-. ¿Verdad que este caballo es magnífico? Es
"Kol", mi preferido. Llévenlo de aquí y dénle azúcar. ¿Dónde está el
Conde? -preguntó a dos lacayos que, vestidos de lujosos uniformes, salieron
presurosamente a su encuentro-. ¡Ah! Está aquí -se contestó, al ver a Vronsky y
Veselovsky, que venían hacia ellas.
-¿Dónde
piensas alojar a la Princesa? -preguntó Vronsky, en francés, a Ana. Y, sin
esperar contestación, saludó una vez más a Dolly, besándole la mano y dijo-:
Creo que lo mejor sería instalarla en la habitación grande, la del balcón.
-¡Oh,
no! Eso sería demasiado lejos -objetó Ana, a la vez que daba a su caballo el
azúcar traído por un criado-. Mejor será -añadió- en la habitación del ángulo.
Así estaremos más cerca. Vamos -instó a Daria Alejandrovna, cogiéndola del
brazo-. Et vous oubliez votre devoir -dijo a Veselovsky, el cual también
había salido a la escalinata.
-Pardon,
j'en ai tout plein les poches -contestó
éste, sonriendo, a introduciendo los dedos en los bolsillos del chaleco.
-Pero
ha llegado usted demasiado tarde -insistió Ana, secándose la mano derecha, que
el caballo le había llenado de baba al tomar el azúcar-. ¿Y por cuánto tiempo
has venido? -preguntó a Dolly-. ¿Por un día? Eso es imposible.
-Así
lo he prometido. Además, los niños... -quiso explicar Dau-ia Alejandrovna.
-No,
Dolly, queridita. Bueno, ya lo veremos... Vamos, vamos.
Y
Ana llevó a su cuñada a la alcoba que le destinaban.
No
tenía aquella habitación la solemnidad que Vronsky había propuesto, y Ana se
creyó obligada a excusarse por no proporcionarle otra mejor, y no obstante,
estaba amueblada con un lujo que Dolly no había visto en parte alguna y que le
recordaba las de los mejores hoteles del extranjero.
Ana
llevaba todavía puesto su traje de amazona. Dolly no había recompuesto aún su
rostro, fatigado, cubierto de polvo por el viaje. Pero charlaban animadamente.
-¡Qué
contenta estoy de que hayas venido! Háblame de los tuyos. A Stiva le he visto
aquí, de paso. Pero él no sabe decir nada de los niños. ¿Cómo está mi querida
Tania? Me figuro que estará ya muy crecida.
-Sí,
es ya muy mayor --contestó Daria Alejandrovna cortamente, con frialdad sin
saber por qué, al extremo de que ella misma se extrañaba de hablar así de sus
hijos-. Vivimos muy bien en la casa de los Levin -siguió explicando.
-Pues
si hubiera sabido -dijo Ana- que no me despreciabais... podíais haber venido
todos aquí. Stiva es un buen y viejo amigo de Alexey.
De
repente, algo confusa, se ruborizó.
-Es
la alegría de verte la que me hace decir todas estas necedades -siguió-. En
verdad, queridita, estoy muy contenta de verte (y besaba a Dolly). No me has
dicho todavía lo que piensas de mí y quiero saberlo. Pero estoy contenta de que
me veas así, tal como soy. Lo que principalmente deseo es que no piensen que
quiero demostrar algo. No quiero demostrar nada: solamente quiero vivir. No
quiero mal a nadie, excepto a mí misma... A esto tengo derecho, ¿verdad? De
todos modos, éste es tema para una conversación muy larga; luego hablaremos de
todo ello. Ahora voy a vestirme. Te mandaré la muchacha.
XIX
Al
quedarse sola, Daria Alejandrovna examinó detenidamente la habitación. Tanto
ésta como todas las demás de la casa que había visto daban la impresión de
abundancia y de un lujo del cual sólo sabía algo Dolly por las novelas
inglesas, pues nunca lo había visto tal, no ya en el campo, sino en ningún otro
lugar de Rusia. Todo era nuevo allí, empezando por los papeles pintados y el tapiz
que cubrían las paredes. La cama tenía muelles, colchón y una cabecera
especial. Por almohadas había pequeños cojines con finísimas fundas. El lavabo
era de mármol y había también, en la habitación, tocador, sofá, mesillas de
noche, mesas y mesitas, un reloj de bronce sobre la chimenea, visillos y
cortinas, todo nuevo, lujoso, muy caro.
La
doncella, muy presumida, que vino a ofrecerle sus servicios, estaba peinada y
vestida a la moda y con mayor lujo que la misma Dolly. Su cortesía, limpieza y
buena disposición para servirle le eran agradables, pero a Daria Alejandrovna
le molestaba su presencia, pues le producía vergüenza que le viera la blusita
remendada que había tenido la mala ocurrencia de ponerse para el viaje. Dolly
se avergonzaba ahora de los mismos remiendos y zurcidos por los cuales se
vanagloriaba en su casa de buena administradora, que calculaba que para su
blusita necesitaba veinticinco arquinas de batista, que, a sesenta y
cinco copecks, importaban más de quince rublos, aparte de los adornos y
el trabajo, y guardaba este dinero para otras necesidades.
Daria
Alejandrovna se sintió muy aliviada de esta molestia cuando entró en la
habitación su antigua conocida Anuchka diciendo que a la presumida doncella la
llamaba su señora y que ella se quedaría allí para sustituirla.
Anuchka
parecía sentirse feliz de la llegada de Daria Alejandrovna y charlaba sin
cesar. Dolly observó que la sirvienta ardía en deseos de dar su opinión
respecto a la situación de su señora y, sobre todo, referente al amor del Conde
por Ana Arkadievna, y varias veces inició ese tema. Pero Dolly la cortaba, sin
vacilar, en seguida.
-He
crecido al lado de Ana Arkadievna; ella es para mí lo más caro del mundo... No
somos nosotros quienes debemos juzgar.. Pero amar, sí que parece que la ama.
-Entrega
esto para lavar, si es posible -atajó Daria Alejandrovna.
-Sí,
señora. Toda la ropa se lava con máquina, y para los pequeños lavados tenemos
dedicadas dos mujeres... El Conde mismo lo vigila todo... Es un marido...
La
entrada de Ana puso fin a las expansiones de Anuchka con gran satisfacción de
Daria Alejandrovna.
Ana
se había puesto un vestido sencillo de batista que Dolly examinó con
admiración. Sabía lo que significaba en cuanto a dinero aquella sencillez.
-Tu
antigua conocida -dijo Ana a Dolly, señalando a Anuchka.
Ana
ahora ya no se turbaba, estaba completamente tranquila. Dolly veía que se había
repuesto de la impresión que le produjo su llegada y se expresaba en aquel tono
superficial, indiferente, con el cual creía cerrar el sagrario de sus
sentimientos y de sus pensamientos más íntimos y queridos.
-
¿Y cómo va tu pequeña, Ana? -preguntó Dolly.
-¿Any?
-así llamaba Ana a su hija-. Está bien. Se ha puesto mucho mejor. ¿Quieres
verla? Vamos y la verás. Hemos tenido muchos contratiempos con las niñeras.
Ahora tenemos una buena ama -una italiana-. Muy buena, sí, pero, ¡tan tonta!
que quisimos volver a mandarla a su país, pero la niña está tan acostumbrada a
ella que hemos desistido de hacerlo.
-¿Y
cómo lo habéis arreglado... ?
Dolly
iba a hablar respecto al apellido de la niña, pero, al ver que se ensombrecía
el rostro de Ana, cambió el sentido de la pregunta.
-¿Cómo
lo habéis arreglado para separarla del pecho? -dijo.
-Has
querido preguntar otra cosa, ¿no? -dijo Ana, frunciendo el ceño de modo que de
sus ojos no se le veían más que las pestañas pintadas-. Has querido preguntar
por su apellido, ¿verdad? Esto atormenta a Alexey. Ella no tiene apellido. Es
decir, tiene uno: Karenina. De todos modos -siguió, esclarecido ya el
rostro---, de esto ya hablaremos luego. Vamos a que veas la pequeña. Verás qué
linda está. Ya anda a gatas.
El
lujo que tanto admiraba a Daria Alejandrovna lo advirtió aún más en esta
habitación. Allí había cochecitos que habían hecho enviar de Inglaterra,
diversos aparatos para enseñar a andar, un diván especial, mecedoras y bañeras.
Todo muy moderno, nuevo, inglés, sólido, excelente y costoso. La habitación era
grande, muy alta y clara.
Cuando
ellas entraron, la niña, vestida solamente con camisetita, estaba sentada en
una pequeña butaca cerca de la mesa y tomaba su caldo, con el que se manchaba
profusamente. A su lado se veía a una muchacha rusa que le daba de comer,
comiendo ella al mismo tiempo, y que estaba destinada exclusivamente a la
habitación de la niña.
Ni
la nodriza ni el aya estaban allí. Las dos se encontraban en la habitación
contigua, de donde llegaba el eco de una conversación, sostenida en un francés sui
géneris, en el cual sólo ellas podían expresarse y comprenderse.
Al
oír la voz de Ana, la inglesa, bien vestida, alta, de rostro desagradable,
peinada con bucles, entró precipitadamente. Se apresuró a disculparse ante Ana,
a pesar de que ésta no le había hecho observación alguna, y a cada palabra de
su dueña, repetía: Yes, yes, my lady.
La
niña tenía cejas y cabellos negros, rostro colorado, con su cuerpecito fuerte,
rojizo como la piel de una gallina. No obstante el gesto ceñudo con que las
miró al entrar, la pequeña gustó a Daria Alejandrovna, y hasta envidió su
aspecto sano. Le gustó también la manera cómo se arrastraba. Ninguno de sus
niños -comparó- se arrastraron de aquella manera. Cuando se la ponía sobre la
alfombra y se la sostenía cogiéndole por detrás de su vestidito, estaba
verdaderamente encantadora. Mirando a Dolly y a su madre, con el vivo mirar de
sus ojos negros y grandes, sonriente, visiblemente contenta (sin duda intuía
que estaban admirándola), caminaba por el suelo a cuatro pies, con sus
piernecitas muy abiertas y apoyada, también, en sus bracitos. Lo hacía sin
dificultad, moviendo ágilmente y con rapidez sus miembros y todo su cuerpo
robusto.
Pero
la forma de criar y educar a la niña no gustaron a Daria Alejandrovna, y menos
aún le gustó la inglesa que cuidaba de ella. Lo único que explicaba que Ana,
tan conocedora de la gente, pudiera tener para su niña un aya tan antipática y
poco respetable, era que ninguna buena aya habría querido entrar en una familia
tan irregular como aquella.
Daria
comprendió, también, que Ana, la nodriza, la niñera y la niña no estaban
acostumbradas las unas a las otras, que las visitas de la madre debían de ser
poco corrientes.
Ana
quiso dar a la niña un juguete y no lo encontró.
Lo
que más extrañó a Dolly fue que, al preguntar cuántos dientes tenía la niña, la
madre no lo supo decir, pues no estaba enterada de los dos dientes que le
habían salido últimamente.
-A
veces tengo la impresión de que aquí sobra mi presencia --dijo Ana saliendo de
la habitación y levantando la cola de su vestido para no tocar los juguetes que
había al lado de la puerta-. No estaba así con mi primer niño...
-Y
yo pensaba que sería lo contrario -comentó, tímidamente, Dolly.
-¡Oh,
no! ¿Sabes? Vi a Sergio -dijo Ana entornando los ojos como si viera en su
interior algo lejano. De esto hablaremos también después -siguió-. Bueno, no
vayas a creer... No parezco yo misma. Estoy como una hambrienta a la cual
pusieran ante una comida abundante y no supiera por dónde empezar. La comida
abundante eres tú y las conversaciones que hemos de cambiar y que no puedo
tener con nadie. Pues bien: no sé por cuál empezar. Mais je ne vous ferai
grâce de rien. Habrás de escuchármelo todo. ¡Ah! Además, debo hacerte un
bosquejo de la sociedad que encontrarás aquí. Verás. Empecemos por las señoras.
La princesa Bárbara. La conoces y sé la opinión que tenéis de ella tú y Stiva.
Tu marido dice que toda su vida se reduce a demostrar su superioridad sobre la
tía Katerina Paulovna. Esto es la pura verdad. Pero es buena y le estoy
agradecida. En San Petersburgo hubo un momento en que yo necesité una chaperon.
En aquel instante llegó ella. Pero te aseguro que es buena. Facilitó mucho
mi situación allí, en San Petersburgo. Aquí estoy tranquila, soy completamente
feliz. De esto hablaremos también luego. Pero volvamos a nuestros huéspedes.
¿Conoces a Sviajsky? Es el representante de la Nobleza de la provincia y un
hombre muy digno, aunque creo que necesita algo de Alexey. Comprenderás que,
dada su fortuna y viviendo aquí, Alexey puede tener mucha influencia. Luego
tenemos a Tuchkevich. Ya le has visto. Estaba con Betsy; ahora le han dejado y
se han venido aquí. Como dice Alexey, Tuchkevich es uno de esos hombres que son
agradables si se les toma por lo que ellos quieren aparentar. Et puis, il
est comme il faut, como dice la princesa Bárbara. Tenemos, también, a
Veselovsky. A éste ya le conoces. Es un chico muy agradable -y una sonrisa
picaresca frunció los labios de Ana-. ¿Que historia rara tuvo con Levin? Él nos
ha contado algo, pero no le creemos. Il est très gentil et naif -añadió
con la misma sonrisa-. Los hombres -siguió Ana- necesitan distracciones y
Alexey no puede vivir sin tener gente a su lado, y por eso tenemos esta
sociedad. Es preciso que haya en la casa animación y alegría para que Alexey no
desee algo nuevo. Luego verás al encargado de los negocios de Alexey, un
alemán, un hombre muy bueno que conoce bien el asunto. Él le aprecia mucho.
Luego el médico, un hombre joven. No es completamente nihilista; pero, ¿sabes?,
es de los que andan en el asunto. Ahora, que es un médico excelente. Luego
viene el arquitecto... Une petite cour.
XX
-Aquí
tiene, Princesa, a Dolly, a la que tanto quería usted ver -dijo Ana, saliendo,
junto con Daria Alejandrovna, a la gran terraza de piedra donde, sentada ante
el bastidor, bordando un antimacasar para el conde Alexey Kirilovich, estaba la
princesa Bárbara.
-Dice
-añadió Ana- que no quiere tomar nada antes de la comida, pero usted ordenará
que sirvan el desayuno. Mientras, yo voy a buscar a Alexey y les traeré a todos
aquí.
La
princesa Bárbara acogió a Dolly cariñosamente y, con tono algo protector, se
puso a explicarle en seguida que vivía en la casa de Ana porque ésta la amaba,
de siempre, más que a su hermana, Katerina Paulovna, que la había educado.
Ahora, cuando todos habían abandonado a Ana, ella había considerado un deber
ayudarla en este período transitorio, el más penoso de su vida.
-Cuando
se ultime el divorcio, volveré de nuevo a mi sociedad, pero ahora, mientras
pueda ser útil, cumpliré mi obligación por más penoso que pueda ser, y no haré
como hacen los demás. ¡Y qué buena eres! ¡Qué bien has hecho viniendo! Ellos
viven como los mejores esposos. Dios los juzgará. No vamos a juzgarlos
nosotros. ¿Y Birinsovsky con Aveneva? ¿Y el mismo Nicandrov? ¿Y Vasiliev y
Mamonova? ¿Y Lisa Neptunova? De ellos nadie dijo nada y todos les recibían. Y, además,
c'est un interieur si joli, si comme il faut. Tout à fait à l'anglaise. On
se réunit au matin au breakfast, et puis on se sépare. Todos hacen lo que
quieren hasta la cena. La cena es a las siete. Stiva ha hecho bien en dejarte
venir. Es preciso que mantenga relaciones con ellos. ¿Sabes? Por medio de su
madre y hermano, puede hacer mucho. Además, ellos hacen muy buenas obras. ¿No
te han hablado de su hospital? Será admirable. Todo viene de París.
La
conversación fue interrumpida por Ana, que encontró a los hombres de la casa en
la sala de billar y ahora volvía con ellos. Hasta la comida aún faltaban dos
horas, y se dedicaron a buscar un medio de pasar aquel tiempo. El día era
hermoso y en Vosdvijenskoe había muchos modos de distraerse, todos distintos de
los que estaban en use en Pokrovskoe.
-¿Una
partida de tenis? -propuso, con su bella sonrisa, Veselovsky-. Nosotros dos
jugaremos de compañeros, Ana Arkadievna.
-No.
Hace calor. Sería mejor pasear por el jardín o dar un paseo en la barca para
enseñar las orillas a Daria Alejandrovna -indicó Vronsky.
-Estoy
conforme con todo -aprobó Sviajsky.
-Pienso
que para Dolly lo más agradable sería pasear por el jardín, ¿no es verdad?
Luego ya iremos en la barca ---dijo Ana.
Se
decidieron por esto último.
Veselovsky
y Tuchkevich se dirigieron a la caseta de baños, prometiendo preparar la barca
y esperarles allí.
En
parejas -Ana con Sviajsky y Dolly con Vronsky- pasearon por la avenida del
jardín.
Dolly
estaba algo cohibida y preocupada por aquel ambiente completamente nuevo para
ella. El principio, teóricamente, no ya justificaba sino que hasta aprobaba lo
hecho por Ana. Como sucede a menudo a las mujeres, aun a las completamente
honradas y a las más virtuosas, cansadas de la vida normal, Dolly, no solamente
perdonaba el amor culpable sino que hasta lo envidiaba. Pero, en realidad, en
aquel medio que le era extraño, entre aquella refinada elegancia, desconocida
para ella, Daria Alejandrovna se sentía a disgusto. Sobre todo le era
desagradable ver a la princesa Bárbara, que lo perdonaba todo con tal de
disfrutar de las comodidades de que gozaba.
En
general, Dolly aprobaba, como decimos, lo hecho por Ana, pero ver al hombre que
había sido la causa de todo le producía un sentimiento de malestar.
Además,
Vronsky nunca le había gustado. Le consideraba un orgulloso que no tenía nada
de qué enorgullecerse como no fuera su capital. Pero, contra su voluntad, aquí,
en su propia casa, se imponía aún más que antes a ella, y Dolly se sentía a su
lado cohibida, privada de libertad.
Con
Vronsky experimentaba un sentimiento parecido a lo que sentía ante la camarera
a causa de su blusita vieja. No era que se avergonzara ante la doncella, pero
sentía que ésta advirtiera sus remiendos. Tampoco con Vronsky se avergonzaba,
pero se sentía molesta por ella misma.
Ahora,
confusa, buscaba un tema de conversación. A pesar de que consideraba que a
causa de su orgullo habrían de serle desagradables los elogios de su casa y del
jardín, no encontrando otro tema mejor, le dijo que le había gustado la casa.
-Sí,
es una bonita construcción, de buena arquitectura antigua -dijo Vronsky
satisfecho por la alabanza.
-Me
ha gustado, también, mucho el jardín. ¿Estaba antes así, delante de la casa?
-continuó Daria Alejandrovna.
-¡Oh,
no! -contestó Alexey.
Su
rostro se iluminó de placer.
-¡Si
hubiese usted visto esto en primavera! -indicó.
Luego
atrajo su atención sobre los diferentes detalles que adornaban la casa y el
jardín.
Hablaba
y mostraba aquello con verdadera emoción.
Se
adivinaba que, habiendo consagrado mucho trabajo, tiempo y dinero a arreglar y
adornar su finca, Vronsky sentía necesidad de hablar de ello, y que le
alegraban el alma las alabanzas que Daria Alejandrovna le prodigaba.
Si
quiere ver el hospital y no está usted cansada... No está lejos... ¿Vamos?
-propuso tras mirar el rostro de Dolly y ver que no denotaba cansancio ni
aburrimiento.
Daria
Alejandrovna aceptó de buen grado.
-Ana,
¿tú vendrás también? -preguntó Vronsky a Ana.
-Vamos,
¿no? -consultó Ana a Sviajsky-. Pero será necesario avisar -añadió- a
Veselovsky y Tuchkovich, para que no estén los pobres preparando inútilmente la
barca. Es un monumento -dijo a Dolly con aquella astuta sonrisa con la que
antes le hablara del hospital.
-¡Oh!
Es una obra capital ---comentó Sviajsky.
Y,
para que no pareciera que adulaba a Vronsky, en seguida hizo una observación
que podía contener una ligera censura.
-Sin
embargo, Conde -le dijo- me sorprende que haciendo tanto por el pueblo en
sentido sanitario, se muestre tan indiferente por las escuelas.
-C'est
devenu tellement commun, les écoles! -replicó
Vronsky-. Pero no es sólo por este motivo, sino porque me he ido entusiasmando
con la idea. Es por aquí -indicó a Daria Alejandrovna indicándole la salida
lateral del paseo.
Las
señoras abrieron sus sombrillas y, después de unas cuantas vueltas, salieron a
un sendero que coma por el límite de la finca.
Al
salir de la puertecilla, Daria Alejandrovna vio ante ella, sobre un altozano,
una construcción grande, roja, de forma caprichosa, casi ya terminada, cuyo
tejado, de zinc, sin pintar brillaba todavía al sol.
Al
lado de aquella construcción ya acabada se estaba levantando otra.
Subidos
sobre los andamios, los obreros vertían masa de los cubos, las alisaban con las
paletas o ponían ladrillos.
-¡Qué
rápidas van las obras! -dijo Sviajsky. Cuando estuve aquí la última vez no
había techo todavía.
-En
otoño estará terminado. En el interior está ya listo casi todo -explicó Ana.
-Y
esta nueva construcción, ¿qué es?
-Son
los locales destinados para el médico y la farmacia --contestó Vronsky.
Al
ver al arquitecto, que se acercaba, con su clásico abrigo corto, pidió permiso
a las señoras, fue a su encuentro y sostuvo con él una animada conversación.
-Le
digo que el frontis resulta demasiado bajo -dijo Vronsky a Ana, que, aproximándose,
le preguntaba de qué trataban.
-Ya
le dije yo -comentó- que tenían que levantar los cimientos.
-Sí,
está claro que habría sido mejor, Ana Arkadievna; pero ya es tarde. No podemos
hacer nada.
-Sí,
me interesa mucho esta obra -contestó Ana a Sviajsky, el cual había expresado
su sorpresa por sus conocimientos de arquitectura-. Hay que obrar de modo que
la nueva construcción armonice con la del hospital. Pero ha sido ideada
demasiado tarde y empezada sin plan.
Habiendo
terminado la conversación con el arquitecto, Vronsky se unió, de nuevo, a las
señoras y las acompañó por el interior del hospital.
Aunque,
por fuera aún se estaban terminando algunos detalles, como las comisas, y en el
piso de abajo pintaban todavía, en el piso superior casi todo estaba terminado.
Subiendo por la ancha escalera de hierro fundido entraron en la primera
habitación. Era una pieza de vastas dimensiones. Las paredes estaban pintadas
imitando mármol; las enormes ventanas, de cristal, ya estaban puestas.
únicamente el suelo, que debía ir entarimado, estaba aún sin terminar. Los
carpinteros, que cepillaban unas tablas, dejaron su trabajo y, quitándose las
cintas que sujetaban sus cabellos, saludaron a las señoras.
-Es
el recibidor -explicó Vronsky. Aquí habrá un gran pupitre, una mesa, un armario
y nada más.
-Vamos
aquí. No os acerquéis a la ventana -dijo Ana.
Luego
probó si la pintura estaba fresca, y dijo:
-Alexey,
esto ya está seco.
Del
recibimento pasaron al corredor, donde Vronsky les enseñó la ventilación, que
tenía un sistema modernísimo. Desde de allí les llevó a ver las bañeras, de
mármol; las camas, con magníficos muelles. Después les fue mostrando una tras
otra las diversas salas, la despensa, el ropero, las estufas, de nuevo modelo;
las carretillas que, sin producir ruido, habían de llevar por el pasillo los
objetos necesarios, y muchas otras cosas curiosas. Sviajsky lo apreciaba todo
como un buen conocedor en cosas modernas.
Dolly
estaba realmente sorprendida de cuanto veía, y queriendo comprenderlo todo no
cesaba de hacer preguntas, lo que procuraba a Vronsky un visible placer.
-Sí.
Me parece que su hospital será el único bien organizado en toda Rusia -dijo
Sviajsky.
-¿Y
no tendrá usted aquí un departamento de maternidad -preguntó Dolly-. Es tan
necesario en un pueblo -añadió-. Cuantas veces yo...
No
obstante su cortesía, Vronsky la interrumpió:
-Esto
no es una casa de maternidad: es un hospital y está destinado sólo a
enfermedades. Eso sí, para todas, excepto las contagiosas --explicó luego-. ¿Y
esto? Mírelo -siguió, haciendo rodar hacia Daria Alejandrovna una butaca que
acababa de recibir, para los convalecientes-. Mírelo solamente -insistió. Y se
sentó en la butaca y la puso en movimiento-. El enfermo -dijo- no puede andar,
está débil aún, tiene los pies en cura o simplemente doloridos; pero le es
necesario tornar el aire. Pues bien: con esto puede moverse, pasear, dirigirse
a donde quiera.
Daria
Alejandrovna se interesaba por todo. Todo le gustaba; y más que nada el propio
Vronsky, con su animación tan natural a ingenua.
"Sí,
es un hombre bueno, simpático", pensaba Dolly, a veces sin escucharle,
pero mirándole, observando la expresión de su rostro. Y mentalmente se ponía en
el lugar de Ana y comprendía que ésta hubiera podido enamorarse de él.
XXI
-No.
Pienso que la Princesa está cansada y que los caballos no le interesan --dijo
Vronsky a Ana, que propuso ir a las cuadras, pues Sviajsky quería ver el nuevo
patio allí habilitado-. Vayan ustedes y yo acompañaré a casa a la Princesa. Así
charlaremos por el camino. Digo, si quiere usted -consultó a Dolly.
-No
entiendo nada de caballos y con mucho gusto iré con usted -contestó Dolly algo
sorprendida porque, por el rostro de Vronsky y su tono, adivinó que quería algo
de ella.
No
se equivocó. Apenas entraron en el jardín, después de haber atravesado la
verja, Vronsky miró hacia donde se habían ido Ana y Sviajsky y, seguro de que
aquéllos no podían oírle ni verles, le dijo sonriendo y con mirar animado:
-Habrá
usted adivinado ya que quería hablarle reservadamente. No creo equivocarme
pensando que es usted una verdadera amiga de Ana.
Se
quitó el sombrero y se secó, con el pañuelo, la incipiente calva.
Daria
Alejandrovna no le contestó; tan sólo le miró algo asustada. Ahora que se
habían quedado solos, los ojos sonrientes y la expresión decidida del rostro de
Vronsky sólo despertaban en ella un sentimiento de temor. Las más diferentes
suposiciones acerca de lo que él quería decirle pasaron rápidas por su mente.
"Va a pedirme que venga aquí a pasar el verano, junto con mis niños, y me veré
obligada a negarme... O me dirá que, una vez en Moscú, abra círculo para Ana...
O quizá me hable de Vaseñka Veselovsky y de sus relaciones con Ana... O de
Kitty... ¿De qué se sentirá culpable?..."
Dolly
sólo preveía cosas desagradables, pero no adivinaba aquello de que Vronsky
quería realmente hablarle.
-Usted
tiene mucha influencia con Ana. Ella la quiere entrañablemente -siguió él-.
Deseo que me ayude...
Daria
Alejandrovna miró interrogativamente y con timidez el rostro enérgico de
Vronsky, el cual en algunos momentos aparecía radiante, iluminado, parcial o
totalmente, por los rayos de sol que pasaban entre los tilos y, en otros, de
nuevo en la sombra, adquiría tonos duros. Esperaba que el Conde explicara qué
era lo que quería de ella, en qué le había de ayudar, pero éste calló y siguió
andando en silencio, mientras jugueteaba con el bastón levantando piedrecitas
de las que cubrían el paseo.
Al
cabo de largo rato, le dijo:
-Usted
ha venido a nuestra casa. Usted es la única de entre las antiguas amigas de Ana
que lo ha hecho. No cuento a la princesa Bárbara, que lo ha hecho por otros
motivos, no: ella ha venido a buscar comodidad, placeres, y usted ha venido, no
porque considere normal nuestra situación actual, sino porque quiere a Ana como
siempre y desea ayudarla... ¿Lo he comprendido bien? Y miraba
interrogativamente a Dolly.
-¡Oh,
sí! -dijo Daria Alejandrovna cerrando su sombrilla- pero...
-No...
-le interrumpió Vronsky, y olvidando que, de aquel modo, dejaba en mala
situación a su interlocutora, se detuvo y la obligó a detenerse también-. Nadie
siente mejor que yo ni más profundamente lo terrible de la situación de Ana...
Lo comprenderá usted si me hace el honor de considerarme hombre de corazón.
¡Soy la causa de esta situación y lo siento en el alma!
-Lo
comprendo -dijo Daria Alejandrovna, admirando con cuánta sinceridad y firmeza
había dicho Vronsky aquellas palabras-. Pero precisamente por ser la causa de
todo esto -añadió Dolly- usted exagera sin duda. Temo yo que... Su posición es
muy delicada en el mundo, lo comprendo.
-¡El
mundo es un infierno! -dijo Vronsky frunciendo las cejas sombrío-. Imposible
imaginarse los sufrimientos morales que ha tenido ella que pasar en San
Petersburgo en dos semanas. Le pido que me crea...
-Sí,
pero desde que están ustedes aquí, y mientras ni usted ni Ana sientan la
necesidad de la vida mundana...
-¡La
vida mundana! -dijo Vronsky con desdén-. ¿Qué necesidad puedo tener yo de esa
vida?
-Entre
tanto, ustedes son felices y están tranquilos. Y es muy posible que sea siempre
así. En cuanto a Ana, es feliz, completamente feliz. Ha encontrado ya el tiempo
de decírmelo.
Y
Daria Alejandrovna sonrió involuntariamente porque, al decir aquello, le acudió
la duda de si, efectivamente, Ana era feliz.
Vronsky
parecía sin embargo no dudar de ello.
-Sí,
sí -dijo-. Yo sé que después de todos esos sufrimientos se ha animado de nuevo
y es feliz. Es feliz en el presente. Pero, ¿y yo? Temo lo que nos espera...
Perdón, ¿usted quiere ir a algún sitio concreto?
-No...
Es igual...
-Entonces,
sentémonos aquí.
Daria
Alejandrovna se sentó en un banco, en un rincón del paseo. Vronsky se quedó de
pie, ante ella.
-Veo
que Ana es feliz -dijo-. Pero no sé si podrá continuar así.
La
duda de si realmente sería feliz Ana asaltó de nuevo y con más fuerza a Dolly.
Vronsky
continuó:
-¿Hemos
hecho bien o mal? Ésta es otra cuestión. La suerte está echada -sentenció,
hablando parte en ruso y parte en francés-. Estamos unidos para toda la vida.
Sí, estamos unidos inseparablemente por los lazos más sagrados para nosotros
-los del amor-. Tenemos una niña, podemos tener otros hijos, a los cuales la
ley y las condiciones de nuestra situación reservan severidades que Ana, ahora,
respirando por todos los sufrimientos, de todas las penas pasadas, no ve, no
quiere ver. Y se comprende... Pero, yo no puedo cerrar los ojos. Mi hija no es
mi hija según la ley: ¡es una Karenina! Y yo no puedo soportar este engaño
-terminó Vronsky con gesto enérgico y sombrío. Dirigió una mirada interrogativa
a Dolly, que le miró a su vez, pero permaneció callada.
Alexey
continuó:
-Mañana
podemos tener un hijo. Por la naturaleza será hijo mío; por la ley, será
Karenin, y no podrá ser el heredero de mi fortuna. Ni de mú nombre siquiera. Y
con cuantos hijos pudiéramos tener, resultaría lo mismo: que entre ellos y yo
no habría lazo legal alguno. Ellos serían Karenin. ¡Imagine cuán terrible es
esta situación! He probado a exponerle todo esto a Ana, pero oír hablar de esto
la irrita. Ella no comprende y yo no puedo explicárselo todo. Ahora no ve más
que es feliz. "Soy feliz con tu amor; lo demás no me importa." Así
piensa, sin duda. Yo también sería feliz así, pero... Yo debo tener mis
ocupaciones. He encontrado una aquí que me gusta y de la que estoy orgulloso,
pues considero que mi trabajo es más noble que los empleos de mis compañeros en
la Corte o en el servicio militar. Es indudable que no cambiaría mi trabajo por
el de ellos. Con esto estoy contento y no necesitamos más para nuestra dicha.
Me gusta esta actividad. Cela n'est pas un pis-aller; al contrario...
Daría
Alejandrovna creyó que en este punto de su explicación, Vronsky se confundía,
se alejaba del tema principal de la conversación. No comprendía bien el sentido
de lo que le decía. Vronsky había empezado a hablar de sus más sagrados
sentimientos y preocupaciones -de Ana, de sus hijos, de la imposibilidad de
hablar de todo esto con ella-; ahora trataba de sus actividades en el pueblo,
resultando que esta cuestión formaba parte, también, al igual que las
relaciones con Ana, de sus íntimos pensamientos.
Él,
recobrándose, continuó:
-Lo
principal, trabajando así, es estar convencido de que la obra no va a morir con
uno, que tendrá herederos. Y, precisamente, esto es lo que yo no tengo.
Imagínese usted la situación del hombre que sabe que los hijos suyos y de la
mujer amada legalmente no serán sus hijos, sino que aparecerán como hijos de
otro; y hasta en este caso, precisamente de aquél que les odia, que no quiere
saber... ¡Es terrible!
Vronsky
calló de nuevo, visiblemente conmovido.
-Sí...
Claro que lo comprendo. Pero, ¿qué puede hacer Ana? -dijo Daria Alejandrovna.
-Bien.
Esto precisamente me lleva al fin que persigue esta conversación -contestó
Vronsky, calmándose con un esfuerzo-. Esto depende de Ana. El marido de ella
estaba conforme con el divorcio; tanto, que el de usted casi nos arregló el
asunto. Ahora estoy seguro de que no se negaría, tampoco, a hacerlo. Sólo hace
falta que le escriba Ana. En aquel tiempo, él dijo clara y terminantemente que,
si ella le decía que quería el divorcio, él no se opondría. Se comprende -dijo
Vronsky, sombrío--: es una de esas crueldades farisaicas de las cuales sólo es
capaz la gente de sus sentimientos. Él sabe lo penoso que es para Ana todo
recuerdo suyo y, conociendo esto, le exige una carta. Comprendo que para ella
eso ha de ser muy doloroso. Pero los motivos son tan importantes que es preciso passer
par dessus toutes ces fineses de sentiments. Il y va du bonheur et de
l'existence d'Anne et de ses enfants. No
hablo de mí, aunque sufro, sufro mucho -y Vronsky, con los puños crispados, los
ojos centelleantes, hizo un gesto amenazador a alguien causante de tales
sufrimientos-. Así, Princesa, me agarro a usted como a un áncora de salvación.
Ayúdeme a convencer a Ana para que escriba esa carta a su marido pidiéndole que
acceda al divorcio.
-Sí,
lo haré de buen grado -balbuceó Daria Alejandrovna, pensativa, recordando su
último encuentro con Alexey Alejandrovich-. Sí, está claro -añadió con
decisión, recordando a Ana.
-Emplee
su influencia en ello, convénzala de que escriba esa carta... Yo no quiero ni
casi puedo hablarle de ello.
-Bien.
Lo haré, le hablaré. Pero, ¿cómo es que ella misma no lo piensa? -preguntó
Daria Alejandrovna recordando de repente la extraña costumbre que había
adquirido Ana de fruncir las cejas. Y advirtió que este gesto lo había hecho
precisamente cuando su conversación tocaba estos temas, tan sagrados para ella.
"Dijérase que cierra los ojos", pensó Dolly, "para no ver su
propia vida".
-Le
hablaré sin falta -prometió firmemente Daria Alejandrovna.
Vronsky,
hondamente conmovido, con mirada significativa y un fuerte apretón de manos, le
expresó su agradecimiento.
Se
levantaron y se dirigieron a la casa.
XXII
Cuando
Dolly llegó a la casa, Ana, que estaba ya allí, le miró con atención a los
ojos, queriendo averiguar la conversación que había tenido con Vronsky, pero no
le preguntó nada.
-Parece
que ya es la hora de comer -dijo- y nosotras todavía no hemos hablado de
nuestras cosas. Confío en que podremos hacerlo por la noche. Ahora debemos ir
a arreglarnos para pasar al comedor. Pienso que también querrás cambiarte
de traje. Hemos ensuciado éstos en la construcción...
Dolly
se dirigió a su cuarto y sintió deseos de reír: no tenía otra vestido que
ponerse. Lo que llevaba era lo mejor de su ropero. A fin de señalar algún
cambio en su atavío, pidió a la doncella que le limpiara el traje, cambió los
puños y se puso otro lacito y puntillas sobre la cabeza.
-Es
todo lo que he podido hacer -dijo Dolly sonriendo a Ana, la cual salió con otro
vestido muy sencillo, que, según advirtió Dolly, era el tercero de aquella
mañana.
-Sí,
nosotros observamos una etiqueta demasiado rígida -comentó Ana, como
excusándose por su elegancia-. Alexey está muy contento de tu llegada -dijo
luego-. Nunca ni por nada le he visto tan feliz. Decididamente está enamorado
de ti -añadió en tono de broma, sonriente-. ¿No estás cansada? -se interesó
después.
Comprendieron
que antes de la comida no podrían hablar nada.
Al
entrar en el salón, ya encontraron allí a la princesa Bárbara y a los hombres,
con levitas negras todos, excepto el arquitecto, que iba de frac.
Vronsky
presentó a Dolly al encargado de su finca y también al arquitecto, aunque éste
ya se lo había presentado durante la visita al hospital.
Deslumbrante
con su oronda y afeitada cara, su cuello y su camisa almidonados y el lacito de
su corbata blanca, el mayordomo anunció que la comida estaba servida; y todos
se dirigieron al comedor.
Vronsky
pidió a Sviajsky que diese su brazo a Ana Arkadievna y él se acercó a Dolly.
Veselovsky, adelantándose a Tuschkevich, ofreció el brazo a la princesa
Bárbara; así que Tuschkovich, el encargado de la finca y el doctor no tuvieron
pareja y entraron solos.
La
comida, el comedor, vajilla, criados, vino y viandas, no solamente estaban en
armonía con el tono lujoso general de la casa, sino que aun eran más ricos y
nuevos los objetos, y más costosos, escogidos y abundantes los manjares
servidos.
Daria
Alejandrovna observaba este lujo, tan nuevo para ella, y, como dueña de casa,
aunque no tenía esperanza de aplicar algún día nada de lo que veía a la suya
propia -¡aquel lujo estaba tan lejos de su modo de vivir!- involuntariamente
entraba en todos los detalles y se preguntaba quién sería el que lo disponía.
Vaseñka Veselovsky, su marido, incluso Sviajsky y otros hombres que ella
conocía jamás pensaban en estas cosas a incluso procuraban que sus invitados
creyeran que todo estaba tan bien arreglado en la casa que no les había costado
trabajo alguno organizarlo, que todo se había hecho como por sí mismo. Y Daria
Alejandrovna sabía bien que por sí mismas no se hacen ni las más sencillas
papillas para los niños; se decía que, por tanto, para que en aquella comida
tan complicada estuviera todo tan bien dispuesto, alguien debía de haber puesto
en ello muy aplicada atención. Y por la mirada con que Alexey Alejandrovich
revisó la mesa a hizo señal al mayordomo para comenzar a servir, y la manera en
que la invitó a ella a elegir entre el potaje de verdura y el.caldo, Dolly
comprendió que todo aquello se hacía y sostenía por los cuidados del mismo
dueño. Se veía que Ana no participaba en ello más que Veselovsky, o Sviajsky, o
la Princesa, todos los cuales no eran allí más que invitados que, sin
preocupación alguna, alegremente, gozaban de lo que otro había preparado para ellos.
Ana
sólo era la dueña para llevar la conversación.
Y
esta conversación, sumamente difícil de sostener en esta mesa, no muy grande,
pero con personas, como el encargado y el arquitecto, que pertenecían a otro
ambiente muy distinto y se esforzaban en no mostrarse intimidados ante aquel
lujo desacostumbrado, y no se atrevían a tomar parte en la charla ni sostener
largo tiempo un diálogo, esta conversación, Ana la llevaba, a pesar de todo,
con su tacto habitual, con naturalidad y hasta con placer, como observaba Daria
Alejandrovna.
Comentaron
jocosamente cuánto se habían aburrido Tuschkevich y Veselovsky paseando los dos
solos en la barca; Tuschkevich contó anécdotas a incidencias de los últimos
concursos de canoas en el Yacht-Club de San Petersburgo. Ana, aprovechando una
pausa, se dirigió al arquitecto para hacerle hablar.
-Nicolás
Ivanovich -dijo-. Sviajsky se ha sorprendido de los progresos de la nueva
construcción desde que él estuvo aquí la última vez, y hasta a mí, que las veo
cada día, me asombra la rapidez con que van las obras.
-¡Se
trabaja tan bien con Su Excelencia! ---dijo el arquitecto con sonrisa cortés
(era un hombre de gran dignidad, respetuoso y tranquilo). Es muy distinto tener
asuntos con las autoridades de la provincia. Allí hay que emplear montones de
papel, mientras que aquí expongo al señor Conde mis ideas, las estudiamos
juntos y en tres palabras todo queda comprendido y resuelto.
-Vamos,
al estilo americano -dijo Sviajsky, sonriendo.
-Sí,
señor. Allí elevan los edificios de modo racional.
La
conversación derivó a los abusos de las autoridades de los Estados Unidos, pero
Ana en seguida la llevó a otro tema para interrumpir el silencio del encargado.
-¿Has
visto alguna vez las máquinas segadoras? -dijo a Dolly-. Volvíamos de verlas
cuando lo encontramos. Yo no las había visto hasta entonces.
-¿Y
cómo funcionan? -preguntó Daria Alejandrovna.
--Completamente
igual que unas tijeras. Hay una plancha y sobre ella muchas tijeras pequeñas.
Así:
Y
Ana, con sus manos, blancas y hermosas, cubiertas de sortijas, tomó un cuchillo
y un tenedor y se puso a hacer una demostración del trabajo de las máquinas.
Estaba segura de que su explicación no serviría para adquirir ningún
conocimiento sobre el particular, pero, persuadida también de que hablaba de modo
agradable y de que eran admiradas sus bellas manos, continuaba explicando.
-Más
bien se parece eso a los cortaplumas -dijo provocativamente Veselovsky, que no
apartaba sus ojos de Ana.
Ana
sonrió imperceptiblemente y no le contestó.
-¿No
es verdad, Karl Federevich, que se parecen a las tijeras? -preguntó al
encargado.
-Ja
-contestó el alemán-.
Es ist ein ganz einfaches Ding.
Y
se puso a explicar la construcción de la máquina.
-Es
lástima que esta máquina no ate también. En la Exposición de Viena vi otras
que, además de segar, ataban las gavillas con alambre -dijo Sviajsky-. Aquéllas
serían aún más provechosas.
-Es kommt drauf
an... Der Preis vom
Draht muss ausgerechnet werden.
Y
el alemán, alterado ya su silencio, se dirigió a Vronsky:
-Das
lässt sich ausrechnen, Erlaucht.
Karl
Fedorovich quiso sacar de su bolsillo una libreta con un lápiz, en la cual
hacía todos sus cálculos, pero, recordando que estaba en la mesa y observando
la fría mirada de Vronsky, se abstuvo.
-Zu
kompliziert, macht zu viel Klopot -concluyó.
-Wünscht
man Dochods so hat man auch Klopots -dijo
Vaseñka Veselovsky haciendo burla del alemán-. Adoro el alemán -añadió con su
acostumbrada risita y dirigiendo una mirada a Ana.
-Cessez
-le impuso ella medio
serio medio en broma.
-Nosotros
pensábamos encontrarle a usted en el campo, Vas¡I¡ Semenich --dijo luego Ana al
doctor, un hombre de aspecto enfermizo-. ¿Estaba usted allí?
-Estuve
y desaparecí -contestó el doctor con hosca ironía.
-Entonces
ha dado usted un estupendo paseo.
-Estupendo.
-¿Y
cómo está la salud de la "vieja"? Espero que no tenga el tifus.
-Aunque
no tiene el tifus, no está bien.
-¡Qué
lástima! --dijo ella.
Y
habiendo cumplido de aquel modo con la gente de fuera de la casa, Ana dirigió
su atención a sus amigos.
-De
todos modos, Ana Arkadievna, será muy difícil construir la máquina con su
explicación --dijo en broma Sviajsky.
-¿Por
qué? -replicó Ana con sonrisa que decía claramente que ella sabía que en su
explicación había un punto de afectación no desprovista de gracia, observada
también por Sviajsky.
Este
nuevo rasgo de coquetería en el carácter de Ana sorprendió desagradablemente a
Dolly.
-Pero,
en cambio, los conocimientos de Ana Arkadievna en arquitectura son
sorprendentes --dijo Tuschkevich.
-¡Claro
que sí! Ayer le oí hablar de "colocar el cabrío", y " los
plintos" -dijo irónicamente Veselovsky-. ¿Es así como se pronuncia?
-No
hay nada de particular en ello cuando tengo que verlo y oírlo tantas veces
--dijo Ana-. Y usted -agregó dirigiéndose a Veselovsky- estoy segura de que no
sabe ni siquiera de qué se hacen las casas.
Daria
Alejandrovna advertía que, aunque reprobando el tono de coquetería en que le
hablaba Veselovsky, Ana, involuntariamente, lo adoptaba a su vez.
En
esta ocasión, Vronsky obraba de modo completamente distinto al de Levin. Se
veía que no daba ninguna importancia a las charlas de Veselovsky con su mujer y
hasta, al contrario animaba a aquél en sus bromas.
-Sí,
díganos, Veselovsky, ¿con qué se unen las piedras? -le preguntó.
-Está
claro: con cemento.
-¡Bravo!
¿Y qué es el cemento?
-Algo
así como... ¿cómo diré?, una masa líquida y pegajosa --expuso Veselovsky
provocando la risa general.
La
conversación entre los comensales, excepto el doctor, el arquitecto y el
encargado, sumidos de nuevo en un obstinado silencio, no paraba, ora
deslizándose placenteramente o punzante, a hiriendo a alguien. En cierto punto,
fue Daria Alejandrovna la que se sintió herida en sus sentimientos. Se acaloró
de tal modo que llegó a ponerse roja, y hasta un poco después, no se le ocurrió
que acaso habría proferido alguna palabra inconveniente. Sviajsky había aludido
a Levin, refiriendo sus extrañas ideas de que las máquinas son nocivas en la
propiedad rusa.
-No
tengo el gusto de conocer a ese señor -dijo Vronsky, sonriendo con ironía-, pero
seguramente él no ha visto nunca las máquinas que censura. Y si ha visto
alguna, seguramente no era una máquina extranjera sino cualquiera rusa... Pues,
¿qué dudas pueden caber sobre esta cuestión?
-En
general, tiene ideas turcas -dijo Veselovsky dirigiéndose, con su eterna
sonrisa, a Ana.
-No
puedo defender sus ideas porque no sabría -dijo Daria Alejandrovna acalorada,
pero con energía-. Lo que sí puedo decir es que es un hombre culto, y que si él
estuviera aquí, le contestaría debidamente...
-Le
quiero mucho y somos buenos amigos -dijo Sviajsky bonachonamente-. Mais
pardon, il est un peu toqué. Por ejemplo, afirma que el zemstvo y los
jueces municipales no son necesarios y no quiere intervenir en nada.
-Es
nuestra indiferencia rusa -comentó Vronsky, echando agua helada de una botella
en su alta copa. Es no sentir las obligaciones que nos imponen nuestros
derechos, es negar esas obligaciones.
-No
conozco hombre más severo en el cumplimiento de sus obligaciones -opuso Daria
Alejandrovna, irritada por el tono de superioridad con que el Conde había
hablado.
-Yo,
al contrario -continuó Vronsky, a quien, al parecer interesaba vivamente la
conversación-. Yo, por el contrario, digo, estoy muy agradecido por el honor
que me han hecho, gracias a Nicolás Ivanovich (indicando a Sviajsky) de haberme
elegido juez municipal honorario. Considero para mí muy importante la
obligación de ir a la Junta para juzgar las cuestiones de los campesinos,
aunque se trate sólo de un caballo. Y consideraré un gran honor que me nombren
vocal del zemstvo. Sólo de este modo podré pagar los beneficios de que
disfruto como propietario de tierras. Por desgracia, no se comprende la
importancia que deben alcanzar en el Estado los grandes terratenientes.
A
Daria Alejandrovna le extrañaba que Vronsky hablara en aquella forma de sí
mismo, de sus ideas sentado a su mesa, en su propia casa. Era verdad que Levin,
cuyas ideas, eran completamente opuestas, las defendía también con igual
energía y también en su casa, sentado a la mesa... Pero a Levin le quería y,
por eso, lo encontraba natural en él.
-¿Así,
Conde, que podremos contar con usted para la próxima sesión? -preguntó
Sviajsky-. Pero hay que ir pronto, para estar ya allí el día ocho. Si me
hubiera otorgado el honor de venir a mi casa...
-Pues
yo estoy en parte conforme con tu cuñado -dijo Ana a Dolly-. Temo que
actualmente el número de obligaciones sociales haya aumentado de una manera
exagerada, aunque probablemente por motivos diferentes, -añadió con una
sonrisa-. Como antes había tantos empleados que parecía que se necesitaba uno
para cada asunto, así ahora necesitan para todo la actividad de la gente.
Alexey sólo lleva aquí seis meses y me parece que es ya miembro de cinco o seis
distintas instituciones sociales: la tutoría, juez, vocal, agregado, hasta algo
que trata de los caballos. Du train que cela va, todo el tiempo se le
irá en esas obligaciones. Temo, sin embargo, que toda esa cantidad de cargos
sea sólo una fórmula. ¿De cuántas sociedades es usted miembro, Nicolás
Ivanovich? -preguntó a Sviajsky-. Me parece que de más de veinte, ¿no?
Ana
hablaba en broma, pero en su tono se advertía una cierta irritación.
Daria
Alejandrovna, que observaba con atención a Ana y a Vronsky, en seguida lo notó.
Observó, también, que durante esta conversación el rostro de Vronsky adquiría
al punto una expresión severa y obstinada. Al advertirlo y darse también cuenta
de que la princesa Bárbara se apresuraba a hablar de los conocidos de San
Petersburgo para cambiar de conversación, recordó que Vronsky le había hablado
en el jardín muy poco oportunamente de su actividad social, y Dolly comprendió
en seguida que en aquella cuestión iba ligada una disensión íntima entre los
dos amantes.
La
comida, los vinos, la vajilla, el servicio, todo esto estaba muy bien, pero el
carácter impersonal y de tirantez que se notaba en ella, Dolly lo había visto
ya en las comidas de gala, en los bailes de gran mundo, de los que había
perdido ya la costumbre. Verlo, no obstante, en un día corriente, en una
sociedad reducida, casi en familia, despertaba en ella una impresión
desagradable.
Después
de la comida pasaron, a reposar, a la terraza. Luego jugaron una partida de lawn-tennis.
Los
jugadores, separados en dos grupos, se pusieron sobre el croquet ground cuidadosamente
apisonado y nivelado, a ambos lados de la red tendida entre dos columnitas
doradas.
Daria
Alejandrovna probó a jugar, pero no pudo en mucho tiempo entender el juego.
Cuando acabó de comprenderlo, estaba cansada ya y lo abandonó y se sentó junto
a la princesa Bárbara, observando las incidencias de las jugadas. Su compañero
de partida tampoco jugó más, pero los otros continuaron.
Svianjsky
y Vronsky jugaban bien y seriamente. Vigilaban la pelota que les tiraban sin
precipitarse ni perder tiempo, corrían con destreza a su encuentro, se
estiraban, saltaban y paraban con habilidad y la devolvían diestramente con la
raqueta, al otro lado de la red.
Veselovsky
jugaba peor que los demás. Se excitaba demasiado; pero, con su alegría, animaba
a los otros jugadores. Sus risas y exclamaciones no cesaban de oírse un
momento. Como los otros hombres, tras pedir permiso a las señoras, se había
quitado la levita, y sù recia y hermosa figura, en mangas de camisa, el rostro
colorado y cubierto de sudor y sus movimientos impresionaban de tal modo, que
aquella noche Daria Alejandrovna tardó mucho en dormirse recordando la figura
de Veselovsky moviéndose sobre la pista.
Durante
el juego, Daria Alejandrovna no se sintió alegre: no le agradaba el trato algo
libre que observaba entre Veselovsky y Ana; y le desagradaba, también, aquella
falta de naturalidad que se nota en las personas mayores cuando se divierten en
un juego infantil sin niños. Pero, para no desanimar a los demás y pasar el
tiempo de algún modo, después de descansar un rato, de nuevo se unió a los
jugadores y fingió divertirse.
Todo
aquel día tuvo la impresión de que estaba representando en un teatro con
actores mejores que ella y que la torpeza con que desempeñaba su papel
estropeaba toda la obra.
Había
ido con intención de pasar dos días allí, si se encontraba muy bien; pero,
durante la partida de tenis, tomó la resolución de marcharse al día siguiente.
Aquellas
mismas preocupaciones de madre que aborreciera tanto durante el camino, ahora,
después del día pasado sin sus hijos, se le presentaban bajo otro aspecto y la
instaban a volver junto a ellos.
Cuando,
después del té de la tarde y el paseo en barca que dieron por la noche, Daria
Alejandrovna entró en su habitación, se quitó el vestido y se arregló sus
cabellos, ya escasos, para pasar la noche, experimentó un gran alivio.
Hasta
le era desagradable pensar que Ana iba a entrar entonces en su habitación. En
aquel momento Dolly ansiaba quedar a solas con sus pensamientos.
XXIII
Iba
ya a meterse en la cama, cuando entró Ana, en camisón.
Durante
el día, en varias ocasiones, había intentado hablar a Dolly de sus cosas
íntimas, sobre las cuales quería su opinión, y cada vez, después de pocas
palabras, se había interrumpido. "Luego, cuando nos quedemos solas,
hablaremos... ¡Tenemos que decimos tantas cosas!"
Ahora
se hallaban solas y Ana no sabía de qué hablar. Estaba sentada cerca de la
ventana, mirando a Dolly, y repasaba mentalmente aquellas reservas de
conversaciones cordiales, íntimas, que antes le habían parecido inagotables, y
no encontraba nada. En este momento le parecía que todo lo que tenían que
hablar se lo habían ya dicho.
-¿Y
cómo está Kitty? -preguntó, por fin, tras un suspiro profundo y mirando a Dolly
con aire culpable.
Y
en seguida, precipitadamente, reflejando una gran ansiedad,añadió:
-Dime
la verdad. ¿No está enfadada conmigo?
-¿Enfadada?
No -contestó Daria Alejandrovna.
-No
está enfadada, pero me desprecia.
-¡Oh,
no! Pero ya sabes que en estos casos no se perdona.
-Sí,
sí -suspiró Ana volviendo el rostro y mirando a la ventana-. Pero no es mía la
culpa -siguió-. ¿Y quién tiene la culpa? ¿Qué significa tener la culpa? ¿Cómo
podía pasar de otro modo?... Pues, ¿qué piensas? Por ejemplo, ¿acaso podía
ocurrir que tú no hubieses sido la mujer de Stiva?
-De
verdad, no lo sé... Pero dime...
-Sí,
sí. No hemos acabado de hablar de Kitty. ¿Es feliz? Dicen que él es un hombre
excelente.
-¡Oh!
Es poco decir " es un hombre excelente": no conozco un hombre mejor
que él.
-¡Ah!
¡Cuánto me alegra lo que dices! No sabes lo que me satisface, Dolly. "Es
poco decir que es un hombre excelente" -repitió.
Dolly
sonrió.
-Pero
hablemos de ti --dijo-. Has de tener como castigo una larga y quizá enojosa
conversación conmigo. He hablado con... con...
Dolly
no sabía cómo nombrar a Vronsky, porque tan desagradable le era llamarle Conde
como Alexey Kirilovich llanamente.
-Con
Alexey -le apuntó Ana-. Ya sé que habéis hablado. Pero yo quisiera preguntarte
qué te parece mi vida.
-¿Cómo
podré decirlo así, de una vez? No sé...
-No,
dímelo, a pesar de todo... Ya ves mi vida. Pero no olvides que nos ves viviendo
durante el verano y no estamos solos. Nosotros llegarnos aquí cuando apenas
comenzaba la primavera y vivimos solos, y solos volveremos a vivir, luego,
porque no aspiro a nada mejor que esto. Pero imagínate que vivo sola, sin él,
lo cual sucederá. Veo, por todos los indicios, que se va a repetir a menudo,
que la mitad del tiempo se lo va a pasar fuera de casa -dijo Ana, levantándose
y sentándose más cerca de su cuñada-. Naturalmente -siguió, interrumpiendo a Dolly
que quiso replicarle-, naturalmente, yo no le retendré por la fuerza. Y no le
retengo. ¿Que hay carreras en las cuales toman parte sus caballos ...? Pues
tendrá que asistir. Ello me satisface, pero pienso en mí... Pienso en mí, en mi
situación... Pero, ¿por qué te hablo de todo esto? -y, sonriendo, le
preguntó--: ¿De qué te habló, pues, Alexey?
-Me
habló de lo mismo que yo quería hablarte y por esto me es fácil ser su abogado.
De si hay alguna posibilidad, de si es posible... -Daria Alejandrovna se paró buscando
las palabras- de si cabe arreglar mejor tu situación... Ya sabes cómo considero
las cosas... Pero de todos modos, si es posible, hay que casarse...
-Es
decir, ¿el divorcio? ---dijo Ana-. ¿Sabes que la única mujer que vino a verme
en San Petersburgo fue Betsy Tverskaya? ¿La conoces? Au fond c'est la
femme la plus dépravée qui existe. Estaba en relaciones con Tuschkevich,
más que nada por placer de engaitar a su marido. Y ella me dijo que no volvería
a verme más hasta que mi situación estuviera regularizada. ¡Ella me dijo eso!
No pienses que te comparo. Te conozco, querida Dolly. Pero, involuntariamente,
he recordado... Entonces, ¿qué te ha dicho Alexey? -insistió.
-Ha
dicho que sufre por ti y por él... Puede ser que digas que esto es egoísmo,
pero ¡es un egoísmo tan legítimo, tan noble! Antes que nada, quiere legalizar a
su hija y ser tu marido, tener sus derechos sobre ti.
-¿Qué
esposa puede ser esclava hasta el grado en que lo soy yo por mi situación? -le
interrumpió Ana sombríamente.
-Y
lo que quiere sobre todo es que tú dejes de sufrir.
-Esto
es imposible... ¿Y qué más?
-Pues
lo más legitimo: quiere que vuestros hijos lleven su nombre.
-¿Qué
hijos? --dijo Ana, sin mirar a Dolly y frunciendo los ojos.
-Anny
y los que vengan.
-Por
lo que se refiere a lo último, puede estar tranquilo: no tendré más hijos.
-¿Cómo
lo puedes decir?
-No
tendré hijos porque no quiero.
A
pesar de su agitación, Ana no pudo menos de sonreír al ver las expresiones
ingenuas de sorpresa, interés y espanto que se dibujaron sucesivamente en el
rostro de Dolly.
-El
doctor me dijo, después de mi enfermedad...
-¡No
puede ser! --exclamó Dolly con los ojos desmesuradamente abiertos.
Para
ella, aquél era uno de esos descubrimientos cuyos efectos y consecuencias son
tan enormes que en el primer momento nos dejan anonadados, sintiendo solamente
que es imposible comprenderlos bien y que será preciso pensar en ellos
detenidamente.
Este
descubrimiento, que le explicaba de súbito lo que hasta entonces le había
resultado incomprensible, cómo en muchas familias había sólo uno o dos niños,
despertó en ella tantos pensamientos, ideas y sentimientos contrapuestos que,
de momento, no pudo decir nada a Ana, y sí mirarla con sus grandes ojos
abiertos enormemente, con una expresión de profunda extrañeza.
Era
eso mismo lo que ella había deseado, pero ahora, al enterarse de cómo era
posible, estaba horrorizada. Sentía que era una solución demasiado sencilla
para una cuestión tan complicada.
-Nest-ce
pas immoral? -pudo
decir, al fin, después de un largo silencio.
-¿Por
qué? Piensa que tengo para escoger dos cosas: o estar embarazada, es decir,
como enferma inútil, o ser la amiga, la compañera de mi marido -dijo Ana
pronunciando las últimas palabras en tono intencionadamente superficial y
ligero.
"Sí,
está claro, está claro" , se decía Daria Alejandrovna.
Eran
los mismos argumentos que ella se había hecho, pero ahora no encontraba en
ellos ninguna persuasión.
-Para
ti, para otras, puede haber dudas aún, pero para mí... -dijo Ana, adivinando
los pensamientos de Dolly-. ¿No comprendes? No soy su esposa, me ama, sí, y me
amará... ntientras me ame. ¿Y cómo podré retener su amor? ¿Con esto? -y Ana
adelantó sus blancos brazos ante su vientre.
Con
la rapidez extraordinaria con que sucede en los momentos de emoción, los
pensamientos y recuerdos pasaban en torbellino por la mente de Daria
Alejandrovna.
"Yo"
, pensaba, " no, atraía a Stiva y, claro, se fue con otra, y asimismo,
como aquella primera mujer con quien me traicionó no supo retenerle, y estar
siempre hermosa y alegre, la dejó y tomó otra. ¿Y es posible que Ana pueda
atraer y retener con esto al conde Vronsky? Desde luego, si él busca esto,
encontrará maneras y vestidos más atractivos y alegres; y por blancos, por
magníficos que sean sus brazos desnudos, por hermoso que sea su cuerpo, su
rostro animado bajo la negra cabellera, él encontrará siempre algo mejor, como
lo busca y encuentra mi marido, mi repugnante, miserable y querido
marido".
Dolly
no contestó y suspiró profundamente.
Ana
advirtió que suspiraba, y se afirmó en su idea de que Dolly, aun estando
conforme con sus argumentos, no aprobaría su decisión.
-Dices
que esto no está bien --continuó, creyendo que lo que iba a exponer era tan
firme que no admitía réplica alguna-. Hay que reflexionar, que pensar en mi
situación. ¿Cómo puedo desear niños? No hablo de los sufrimientos, que no los
temo. Pero pienso, "¿qué serán mis hijos?" . Unos desgraciados que
llevarán un apellido ajeno. Por su estado ¡legal, serán puestos en trance de
tener que avergonzarse de su madre, de su padre, y hasta de haber nacido...
-Pero
precisamente por esto -insinuó Dolly- te es conveniente, necesario, el divorcio
y vuestro casamiento.
Ana
no la escuchaba: pensaba exponerle los mismos argumentos con que tantas veces
había querido persuadirse a sí misma.
-¿Para
qué me servirá la razón, si no la empleo en no traer desgraciados al mundo?
Miró
a Dolly y, sin esperar contestación, continuó:
-Me
sentiría siempre culpable ante estas criaturas desdichadas. Si no vienen al
mundo no hay desventura, pero si naciesen y fuesen desgraciados, solamente yo
sería la culpable.
También
estos argumentos se los había hecho Dolly a sí misma; y, no obstante, ahora no
los entendía.
"¿Cómo
se puede ser culpable ante seres que no existen?", pensaba.
De
repente, le acudió este pensamiento:
"¿Podría
haber sido mejor en algún sentido, para mi querido Gricha, que no hubiese
venido al mundo?"
Esto
le pareció tan extraño, tan terrible, que sacudió su cabeza para disipar la
confusión de sus pensamientos.
-No
sé... No lo sé... Esto no está bien -sólo pudo decir Dolly, con expresión de
repugnancia en su rostro.
-Sí...
Pero no olvides lo principal: que ahora no me encuentro en la misma situación
que tú. Para ti la cuestión es "si quieres todavía tener hijos", para
mí es " si me está permitido tenerlos". Hay, pues, entre ambos casos,
una gran diferencia. Yo, comprenderás, que en mi situación, no puedo desearlos.
Daria
Alejandrovna no replicó. Comprendió de repente, que se encontraba ya tan
alejada de Ana, que entre ellas existían cuestiones sobre las cuales no se
pondrían nunca de acuerdo, que era mejor no hablar más.
XXIV
-Por
esto es aún más necesario normalizar tu situación si es posible -insistió
Dolly.
-Sí...
Sí es posible... -dijo Ana en un tono completamente distinto, suave y
tristemente.
-¿Es
acaso imposible el divorcio? Me han dicho que tu marido consiente.
-Dolly,
no quiero hablar de esto.
-Bien,
no hablemos -se apresuró a decir Daria Alejandrovna, al ver la expresión de
sufrimiento del rostro de Ana-. Veo -añadió- que tomas las cosas demasiado
sombríamente.
-¿Yo?
Nada de eso. Estoy muy alegre... muy contenta... Ya lo has visto. Je fais
même des passions. Veselovsky.
-Sí.
Y, si he de decirte la verdad, no me gusta el tono de ese hombre -dijo Daria
Alejandrovna, queriendo cambiar de conversación.-¡ Bah! Nada. Esto hace
cosquillas a Alexey y nada más... Él es un chiquillo y le tengo absolutamente
en mis manos. ¿Sabes? Hago de él lo que quiero. Es igual que tu Gricha...
De
repente, Ana volvió al tema del divorcio:
-¡Dolly!
Dices que me tomo las cosas demasiado sombríamente... No puedes comprender.. Es
demasiado terrible... Lo que hago es esforzarme en no ver nada.
-Pues
a mí me parece que es preciso mirar. Hay que hacer todo lo que sea posible.
-Pero,
¿qué es posible?... Nada... Dices "debes casarte con Alexey" y que yo
no pienso en esto. ¡Que yo no pienso en esto! -repitió Ana. La emoción coloreó
sus mejillas. Se levantó, enderezó el busto, suspiró profundamente y se puso a
pasear por la habitación, deteniéndose de cuando en cuando.
-¿Qué
yo no pienso? No hay ni un día ni una hora que no piense en ello. Y me irrito
contra mí misma al pensarlo, porque estos pensamientos pueden volverme loca.
¡Volverme local -repitió Ana exaltadamente-. Cuando lo pienso, ya no puedo
dormir sin morfina... Pero está bien: hablemos de ello con la mayor
tranquilidad posible. Me dicen "el divorcio". Primero, él no
accederá. "El" está ahora bajo la influencia de la condesa Lidia
Ivanovna..
Recostada
sobre el respaldo de la silla, Daria Alejandrovna seguía, volviendo la cabeza y
con la mirada, los movimientos de Ana con ojos llenos de comprensión.
-Hay
que probar ---dijo con voz débil.
-Supongamos
que hemos probado -siguió Ana-. ¿Qué significa esto? ---dijo, repitiendo una
idea sobre la cual había, evidentemente, meditado mil veces y que se sabía de
memoria-. Esto significa que yo, aunque le odio, reconozco, no obstante, mi
culpa, que le considero un hombre generoso y debo rebajarme para escribirle...
Supongamos que, haciendo un esfuerzo, me decido a hacerlo. O bien recibiré una
contestación humillante o su consentimiento... Pues bien, he recibido su
consentimiento...
Ana
estaba en este momento en el rincón más lejano de la habitación y se había
detenido allí jugando distraídamente con la cortina.
-Hemos
supuesto que recibo el consentimiento. ¿Y mi hijo? No me lo darán. Y crecerá,
despreciándome, en la casa de su padre, al cual he abandonado. ¿Comprendes que
quiero a dos seres, a Sergio y a Alexey igualmente, más que a mí misma?
Ana
volvió al centro de la habitación y se paró ante Dolly, oprin-tiéndose el pecho
con las manos. Dentro del blanco salto de cama su figura resaltaba
particularmente alta y ancha. Bajó la cabeza y, con los ojos brillantes de
lágrimas, miraba de arriba abajo la figura pequeña, delgadita, miserable de
Dolly, que se encontraba ante ella con su blusita escocesa y su cofia de
dormir, temblorosa toda de emoción.
-Amo
sólo a estos dos seres -siguió- y uno de ellos excluye al otro. No puedo
unirlos, y esto es lo único que necesito. Y si no lo tengo, todo me da igual.
Todo, todo, me da igual... Se terminará de uno a otro modo, pero de esto no
quiero ni hablar. Así que no me reproches nada, no me critiques. Con tu pureza
no puedes comprender lo que sufro...
Ana
se acercó a Dolly, se sentó a su lado, y, mirándola con ojos que expresaban un
hondo sufrimiento, un inmenso pesar por su culpa, tomó la mano de su cuñada.
-¿Qué
piensas? ¿Qué piensas de mí? No me desprecies... No merezco desprecio... Soy
muy desgraciada. Si hay en el mundo un ser desgraciado, ése soy yo -dijo, y,
volviendo el rostro, lloró amargamente.
Cuando
Dolly se quedó sola, rezó sus oraciones y se metió en la cama.
Mientras
había oído hablar a Ana, la había compadecido con toda su alma; pero ahora le
era imposible pensar en ella: los recuerdos de su casa, de sus hijos, se
presentaron en su imaginación con un nuevo encanto, con una luz nueva y
radiante.
Aquel
mundo suyo le pareció ahora tan querido, que se propuso no pasar por nada fuera
de él ni un día más, y decidió partir al siguiente, sin falta.
Mientras
tanto, Ana había vuelto a su habitación, cogió una copita, vertió en ella
algunas gotas de una medicina cuya parte principal era morfina y, habiéndola
bebido, se sentó y permaneció así inmóvil algún tiempo, y se dirigió a la cama
con el ánimo calmado y alegre.
Cuando
entró en el dormitorio, Vronsky la miró atentamente, buscando en su rostro las
huellas de la larga conversación que suponía había tenido con Dolly. Pero en la
expresión del rostro de Ana, que ocultaba su emoción, no encontró nada fuera de
su belleza que, aunque acostumbrada, ofrecía siempre un nuevo atractivo para
él. Fuese simplemente por quedar admirado, absorto, ante la belleza de su amada
o porque ésta despertara en él deseos que absorbieron sus pensamientos, Vronsky
nada preguntó. Esperó a que ella misma le hablara.
Pero
Ana se limitó a decir:
-Estoy
muy contenta de que te haya agradado Dolly... ¿No es verdad?
-La
conozco desde hace mucho tiempo. Parece que es muy buena, mais excessivement
terre-à-terre. De todos módos, me place mucho que haya venido.
Tomó
la mano de Ana y le miró interrogativamente a los ojos.
Ana,
interpretando en otro sentido esta mirada, le sonrió.
A
la mañana siguiente, no obstante los ruegos de los dueños de la casa, Daria
Alejandrovna partió.
Con
su caftán ya viejo, su gorra parecida a las de los cocheros de alquiler, sobre
los desaparejados caballos enganchados al landolé de aletas remendadas, con
aire sombrío, llegó Filip de mañana, a la entrada, cubierta de arena, de la
casa de los Vronsky.
La
despedida de la princesa Bárbara y los hombres resultó a Daria Alejandrovna
desagradable.
Después
de haber pasado juntos un día, tanto ella como ellos sentían claramente que no
se comprendían, no congeniaban, y que lo mejor para unos y otros era mantenerse
alejados.
Sólo
Ana estaba triste.
Sabía
que ahora, tras la marcha de Dolly, nunca más iban a despertar en su alma, la
emoción, la alegría que había despertado en ella la llegada de aquella amiga.
Había sido doloroso, remover ciertos sentimientos, pero, de todos modos, Ana
sabía que éstos eran la mejor parte de su alma y que rápidamente se cubriría
con los sufrimientos, el pesar, la tristeza, de aquella vida de lucha que
llevaba.
Al
salir al campo, Daria Alejandrovna experimentó en su alma una agradable
sensación de alivio. Sentía deseos de preguntar si les había gustado la
estancia en la casa de Vronsky, cuando, de repente, el cochero Filip, dijo,
hablando el primero:
-Son
ricos, pero sólo nos dieron tres medidas de avena... Los caballos se la habían
comido ya antes de que despertaran los gallos. ¡Claro! Con tres medidas no hay
para nada... Hoy día, la avena la venden los guardas por cuarenta y cinco
copecks solamente. En nuestra casa, a los que vienen de fuera les damos
tanta avena cuanta quieren comer los caballos...
-Es
un señor muy avaro ---comentó el encargado.
-¿Y
sus caballos, te gustaron? -preguntó Dolly.
-Los
caballos, a decir verdad, son buenos... Y la comida no es mala... Pero, no sé
por qué, me pareció todo muy triste, Daria Alejandrovna... No sé cómo le habrá
parecido a usted... -dijo, volviendo a aquélla su rostro bonachón.
-A
mí también... ¿Qué, llegaremos para la noche?... Tenemos que llegar.
Al
entrar en casa y habiendo encontrado a todos completamente bien y
particularmente afectuosos y alegres, Daria Alejandrovna, con gran animación,
contó todo su viaje: lo bien que la habían recibido; el lujo y buen gusto de la
vida de los Vronsky; sus diversiones... Y no dejó que hiciera nadie la menor
observación contra ellos.
-Hay
que conocer a Ana y a Vronsky. Ahora les he conocido bien y sé cuán amables y
buenos son -decía Dolly, sinceramente, olvidando aquel sentimiento indefinido
de disgusto y malestar que había experimentado cuando estaba allí.
XXV
Siempre
en las mismas condiciones, sin tomar medidas para el divorcio, Vronsky y Ana
pasaron el verano y parte del otoño en el campo.
Habían
decidido no ir a ningún otro lugar; pero cuanto más tiempo se quedaban
solos y sobre todo en el otoño, sin invitados, tanto más veían los dos que
tendrían que cambiar de vida, que no podrían resistir la que llevaban.
Aparentemente,
era tan buena que no cabía otra mejor: había abundancia de todo, salud, tenían
una hija en quien mirarse y ocupaciones en qué emplearse y distraerse.
Aunque
no había invitados a quienes deslumbrar, Ana se ocupaba igualmente de ameglarse
y adornarse.
Leía
mucho, tanto novelas como otros libros que estaban de moda. Se hacía enviar
todas las obras de las cuales se hablaba en la prensa y en las revistas
extranjeras y las leía con aquella atención profunda que se tiene solamente en
la soledad. Además, todas las cuestiones en que se ocupaba Vronsky, ella las
estudiaba en los libros y revistas de la especialidad; así que sucedía a menudo
que aquél se dirigía a ella con preguntas sobre agricultura, arquitectura o
asuntos deportivos, e incluso acerca de cuestiones de las yeguadas.
Vronsky
se maravillaba de su memoria, de sus conocimientos, que había comprobado más de
una vez, pues, incluso, al principio, dudando de ello, le pedía confirmación de
sus explicaciones y ella se la daba con gran seguridad, buscándola en los
libros correspondientes.
Había
tomado también gran interés en la instalación del hospital. No sólo ayudaba,
sino que ella misma había concebido y organizado muchas cosas.
Pero,
de todos modos, su preocupación principal era ella misma, su persona, el deseo
de aparecer siempre hermosa a los ojos de su amado, para que no echara de menos
todo lo que él había dejado por ella. El deseo, no sólo de agradarle, sino de
servirle, se había convertido en el fin primordial de su vida.
Vronsky
se sentía conmovido ante tanta abnegación; pero, al mismo tiempo, le pesaban
las redes amorosas con las cuales Ana quería retenerle. Cuanto más tiempo
pasaba, más cogido se sentía en ellas y tanto más deseaba librarse o, al menos,
probar si estaban estorbando su libertad.
Sin
este deseo, que aumentaba constantemente, de ser fibre, de no tener escenas
desagradables cada vez que había de salir a la ciudad, para las juntas o las
cameras, Vronsky habría estado completamente satisfecho de su vida. El papel
que había escogido, de rico propietario de tiemas, clase social que debía
componer el núcleo esencial de la aristocracia rusa, no solamente lo había
encontrado de su gusto, sino que al cabo de medio año de estar viviéndolo, le
procuraba cada vez mayor placer. Sus asuntos, que le atraían más y más,
ocupándole continuamente, llevaban una marcha próspera. No obstante las enormes
sumas que le costaban el hospital, las máquinas, las vacas que había hecho
traer de Suiza y muchas otras cosas, Vronsky estaba seguro de que no
disminuiría su fortuna, sino que la vería aumentada.
Cuando
se trataba de la venta de las maderas, trigo, lanas, arriendo de tierras,
Vronsky sabía mantenerse firme como el pedernal y obtener precios altos,
remuneradores. En los asuntos de administración, tanto en aquella finca como en
las demás propiedades, empleaba siempre los procedimientos más sencillos, menos
peligrosos, y se mostraba económico y calculador hasta en las cosas más
insignificantes. No obstante toda la astucia y habilidad del alemán, que le
llevaba a hacer compras y le presentaba unas cuentas según las cuales al
principio en un negocio había más gastos que ingresos, pero que, obrando con
cautela, podía hacerse con menos dinero, en la forma que él indicaba, y obtener
mayores y más seguros beneficios, Vronsky no cedía si consideraba que los
gastos eran exagerados. Solamente daba su conformidad a tales dispendios cuando
lo que iban a traer o tenían que arreglar era nuevo o desconocido en Rusia y
destinado a despertar admiración. Por otra parte, no se decidía a grandes
gastos más que cuando tenía las sumas necesarias disponibles sin quebranto de
otras atenciones, y para decidirse a estos gastos entraba en todos los
pormenores, buscando y rebuscando el mejor empleo de su dinero.
Era
evidente que con este modo de llevar la propiedad no derrochaba sus bienes,
sino que, por el contrario, los hacía crecer.
En
el mes de octubre tenían que celebrarse las elecciones de la Nobleza en la
provincia de Kachin, donde estaban las propiedades de Vronsky, Sviajsky,
Kosnichev, Oblonsky y una pequeña parte de las de Levin.
Por
las personas que tomaban parte en ellas y otras circunstancias, estas
elecciones atraían la atención general. De ellas se hablaba mucho, y se hacían
grandes preparativos, y habitantes de Moscú, San Petersburgo y aun del
extranjero, se trasladaron allí para tomar parte en ellas.
Hacía
mucho tiempo que Vronsky había prometido a Sviajsky asistir, y diez días antes
de las elecciones, éste, que le visitaba con mucha frecuencia, fue a buscarle a
sus tierras.
La
víspera, entre Vronsky y Ana se había producido una discusión con motivo de
este viaje.
Era
el de otoño, el tiempo más triste y aburrido para la vida en el campo. Por esto
calculaba Vronsky que su ausencia había de ser desagradable a Ana y, preparado
ya para la marcha, se la anunció con una expresión fría y decidida, como nunca
empleara hasta entonces con ella.
Pero,
con gran sorpresa suya, Ana recibió la noticia con gran tranquilidad; sólo le
preguntó cuándo pensaba volver y se limitó a sonreír cuando él la miró con
atención y sin comprenderla.
Vronsky
sabía que cuando ella se encerraba en sí misma de aquel modo, era señal de que
había tomado alguna importante resolución y no quería que le descubriesen lo
que meditaba. Temía, pues, que ahora se encontrase en este caso; pero deseaba
de tal modo evitar una escena de enojosas explicaciones, que fingió creer, y en
parte lo creía sinceramente, que ella le había comprendido.
-Espero
que no te aburras- le dijo.
-Eso
espero yo -dijo Ana-. Ayer recibí una caja de libros de Gottier. No me
aburriré.
-"¿Quiere
adoptar ese tono? Tanto mejor", pensó Vronsky. "Si no, siempre
estaríamos con las mismas historias."
Vronsky,
se marchó, pues, a Kachin sin hablar con Ana. Era la primera vez, desde que
habían comenzado sus relaciones, que esto sucedía, pero, aunque le inquietaba y
le dolía, en el fondo Vronsky se dijo que, a pesar de todo, era lo mejor.
"Al
principio será como ahora" , pensaba. "Algo indefinido, vago; luego,
ella se acostumbrará. De todos modos, puedo dárselo todo, pero no mi
independencia de hombre."
XXVI
En
septiembre, Levin se trasladó a Moscú para estar presente en el parto de Kitty.
Ya
llevaba viviendo allí, sin hacer nada, un mes entero, cuando Sergio Ivanovich,
que se ocupaba de la propiedad de su hermano en la provincia de Kachin y que
tomaba gran interés en la cuestión de las futuras elecciones, se presentó allí,
requiriéndole para ir a votar, ya que tenía derecho a ello en la comarca
de Selesnov. A Levin le interesaba ir a Kachin por tener allí pendiente
un asunto de una hermana suya que vivía en el extranjero, relacionado con una
tutela y la obtención de una cantidad en concepto de indemnización.
Levin
estaba indeciso, pero Kitty, que veía que su marido se aburría en Moscú, le
aconsejó ir y hasta, sin consultarle, puesto que esperaba una negativa,
le encargó el uniforme de la Nobleza. El gasto de ochenta rublos, que costó el
uniforme, determinó a Levin a ir a Kachin a intervenir en las elecciones.
Llevaba
ya seis días en aquella provincia asistiendo diariamente a la reunión a
intentando a la vez arreglar los asuntos de su hermana, que no se enderezaban,
sin embargo, de ningún modo. Los representantes de la Nobleza estaban todos muy
ocupados en las elecciones y resultaba imposible arreglar un asunto por
sencillo que fuese como aquel que gestionaba Levin, que dependía del tutelaje.
Y para el otro asunto -la indemnización- encontraba también obstáculos. Tras
prolongadas gestiones, consiguióse hallar la solución, y estaba ya el dinero
preparado, pero el notario, aunque hombre muy amable y servicial, no pudo
entregar el talón porque necesitaba la firma del presidente, el cual se hallaba
en las sesiones de las elecciones y no había otorgado poderes a nadie.
Todas
estas gestiones, el ir de aquí para allá, el hablar con hombres muy
amables, que comprendían lo desagradable de la posición del solicitante pero no
podían ayudarle, todo esto, que no daba resultado alguno, producía en Levin un
sentimiento penoso, parecido al fastidioso estado de debilidad que se siente
cuando se quiere emplear la fuerza corporal en un sueño. Lo había experimentado
con frecuencia, mientras hablaba con el abogado, el hombre más bondadoso que
pudiera hallarse, el cual hacía todo lo posible a imaginable, sin omitir ningún
medio que pudiera sacar a Levin del apuro.
-Pruebe
esto -decía-. Vaya a tal parte.
Y
formulaba un plan tan completo como era posible para salvar el obstáculo fatal
que se oponía a la solución. Pero en seguida añadía:
-No
creo, sin embargo, que consiga nada, pero pruebe.
Y
Levin probaba, iba allí donde le indicaba. Todos eran buenos y amables, pero
resultaba que aquel obstáculo, que quería evitar, se levantaba de nuevo
desbaratándolo todo.
Lo
que sobre todo le molestaba, lo que no podía comprender de ningún modo era con
quién estaba luchando, a quién aprovechaba que aquel asunto no se ultimase.
Parceía que nadie, ni siquiera su mismo abogado, lo supiera. Si Levin hubiera
podido comprenderlo, como comprendía, por ejemplo, que para llegar a la
ventanilla de la estación de ferrocarril es preciso esperar turno, no se habría
sentido tan molesto y enojado. Pero nadie sabía o no quería explicarle por qué
existían aquellas dificultades que tanta contrariedad le producían.
No
obstante, Levin, desde su casamiento, había cambiado mucho de carácter; era
paciente, y si no comprendía por qué todo estaba arreglado de aquel modo, se
decía con toda tranquilidad que, sin saberlo todo, no se podía juzgar, y que,
probablemente, sería, sin duda, necesario que fuera así. Y procuraba no
indignarse.
Ahora,
estando presente en las elecciones y tomando parte en ellas, Levin tampoco
formaba juicio alguno, y, al contrario, procuraba comprender lo mejor posible
aquellas cuestiones de las cuales hombres honrados y a quienes respetaba se
ocupaban con tanta seriedad a interés.
Desde
su casamiento, a Levin se le descubrían muchos nuevos y serios aspectos de la
vida que antes, por su manera superficial de considerarlos, le parecían
despreciables. Así, suponía ahora también una gran importancia a las elecciones
y se esforzaba en descubrirla.
Sergio
Ivanovich le explicó su significación y la trascendencia del cambio que
esperaban de ellas. El, representante provincial de la Nobleza tenía en sus
manos, según la Ley, muchos a importantes asuntos (las tutorías -por una de las
cuales sufría Levin ahora-; las enormes sumas de los nobles; las escuelas
mixtas, femeninas, masculinas y militar; la educación popular para el nuevo
orden de cosas; y, por fin, el zemstvo). El entonces presidente de la
Nobleza -Snetkovera un hombre a la antigua, recto y sincero, un hombre que
había gastado su fortuna haciendo muchas buenas obras; bondadoso, honrado a su
modo, pero que no comprendía las necesidades del nuevo tiempo. En todo y
siempre, se ponía de parte de los nobles y obstaculizaba abiertamente la
educación popular y daba al zemstvo, que tanta importancia había de
tener, un espíritu de casta. Por ello, en el lugar de este representante de la
Nobleza, tenían que colocar un hombre moderno, culto, activo, completamente
nuevo en aquel ambiente y que llevara las cuestiones en forma de poder sacar de
los derechos otorgados a la nobleza, no como tal, sino como elemento del zemstvo,
todas las ventajas de autonomía que fuera posible. En la rica provincia de
Kachin, que siempre iba delante de las otras en estas cuestiones, estaban las
fuerzas necesarias para llevar el asunto con provecho y de modo que sirviera de
ejemplo a otras provincias y a toda Rusia. Por esto tenían gran importancia
aquellas elecciones, en las que se proponía nombrar presidente, en lugar de a
Snetkov, a Sviajsky o, aun mejor, a Nievedovsky, catedrático, hombre
extraordinariamente inteligente, gran amigo de Sergio Ivanovich.
La
sesión inaugural la abrió el Gobernador con un discurso en el que exhortó a los
nobles a que eligieran los funcionarios, no por simpatía personal, sino por sus
méritos y mirando el bien de la Patria. Añadió que él, el Gobernador, su esposa
y la alta nobleza de Kachin, cumplirían, como en otras ocasiones, tan sagrado
deber y no traicionarían la honrosa confianza del Monarca.
Al
terminar su discurso, el Gobernador se dirigió a la salida y los nobles le
siguieron entre gran animación, hasta con entusiasmo, y le rodearon mientras se
ponía la pelliza y hablaba amistosamente con el Presidente de la Nobleza.
Levin,
que deseaba comprenderlo todo y no dejar que escapase nada a su atención,
estuvo allí, entre la gente y así pudo oír cómo el gobernador decía:
-Haga
el favor de decir a María Ivanovna que mi mujer siente mucho que tenga que ir
al asilo.
Luego,
los nobles se pusieron sus abrigos y se dirigieron a la catedral.
En
la catedral, levantando el brazo con los demás y repitiendo las palabras del
arcipreste, Levin juró firmemente cumplir sus deberes según los deseos del
Gobernador.
Las
ceremonias religiosas impresionaban siempre a Levin y cuando pronunció las
palabras "beso la cruz" y vio que la gente allí reunida, viejos y
jóvenes, repetían lo mismo, se sintió conmovido.
Al
día siguiente y durante el tercero, se trató de las cuentas de la Nobleza y del
colegio femenino. Eran asuntos que, según Sergio Ivanovich, no tenían ninguna
importancia, y Levin, ocupado en los propios, dejó de asistir a la reunión.
El
cuarto día, en la mesa presidencial se procedió a la revisión de las cuentas de
la Nobleza de la provincia. Y entonces, por primera vez, hubo lucha entre el
partido nuevo y el viejo. La Comisión a la cual estaba confiado comprobar las
cuentas informó que estaban conformes, justas. El presidente de la Nobleza se
levantó y, con los ojos humedecidos por las lágrimas, dio las gracias a los
nobles por la confianza que le otorgaban. Los nobles le aplaudieron con
entusiasmo y le estrecharon la mano... Pero en aquel momento, uno de los del
partido de Sergio Ivanovich dijo que él había oído decir que la Comisión no
había revisado las cuentas, considerando esto como una ofensa al Presidente.
Uno de los miembros de la Comisión, imprudentemente, confirmó el hecho.
Seguidamente, un señor pequeño y muy joven, en apariencia inofensivo, pero vivo
de genio, batallador y dialéctico, dijo que "al Presidente de la Nobleza
le habría resultado agradable dar informe de las cuentas, pero que la
delicadeza excesiva de los miembros de la Comisión, le había privado de esta satisfacción
moral" . Los miembros de la Comisión renunciaron a su declaración y Sergio
Ivanovich comenzó a demostrar lógicamente que era preciso declarar que las
cuentas habían sido comprobadas o que no lo habían sido, y desarrolló
detalladamente este dilema. A Sergio Ivanovich le replicó un orador muy
elocuente, del partido contrario. Luego habló Sviajsky, y de nuevo el joven
batallador. La discusión duró largo tiempo y terminó sin que, en resumen,
ocurriera nada.
Levin
estaba sorprendido de que sobre aquello se discutiera tanto, sobre todo porque,
cuando preguntó a su hermano si efectivamente había habido malversación de
fondos, Sergio Ivanovich le contestó:
-¡Oh!
¡No! Es un hombre honrado. Pero este modo de obrar, tan antiguo, de gobernar
paternalmente, como en familia, los asuntos de la Nobleza, hay que cambiarlo.
Al
día siguiente habían de celebrarse las elecciones de los presidentes
comarcales, y la jornada, en algunas comarcas, resultó bastante tumultuosa.
En
la de Selesnov, Sviajsky fue elegido sin votación y aquel día se dio en su casa
una espléndida y alegre comida.
XXVII
Al
sexto día debían celebrarse las elecciones de Presidente provincial de la
Nobleza. Las salas grandes y las pequeñas estaban llenas de nobles vestidos de
diferentes uniformes. Muchos de ellos habían llegado allí aquel mismo día.
Conocidos y amigos que no se habían visto desde hacía mucho tiempo, unos
venidos de Crimea, otros de San Petersburgo, otros del extranjero, se
encontraban en las salas.
Los
debates se celebrarían cerca de la mesa presidencial, bajo el retrato del
Emperador.
Los
nobles se agrupaban en dos partidos.
Por
la animosidad y desconfianza de las miradas, por las conversaciones,
interrumpidas cuando se aproximaba gente del otro bando, y porque algunos se
iban entonces, hablando en voz baja, hasta el pasillo lejano, se veía que cada
partido ocultaba secretos al otro.
Por
su aspecto exterior, los nobles se dividían en dos clases: los viejos llevaban
sus antiguos uniformes de nobleza, con espadas y sombreros, o los uniformes correspondientes
a sus empleos en la marina, la caballería o la infantería. Los uniformes de los
viejos nobles estaban hechos al estilo antiguo: con pliegues sobre las
hombreras. A muchos les estaban pequeños, cortos de talla o estrechos, como si
sus portadores hubieran crecido desde que les habían sido confeccionados.
Los
jóvenes llevaban uniformes desabrochados con el talle bajo, anchos los hombros,
chalecos blancos, o bien, los uniformes con cuellos negros y laureles bordados,
distintivo del ministerio de Justicia. Los uniformes de la Corte que aquí y
allá adornaban la sala pertenecían al partido joven.
Pero
la división en jóvenes y viejos no coincidía con la agrupación en partidos.
Como observó Levin, algunos de los clasificados como jóvenes por su vestir pertenecían
al partido "viejo"; y, al contrario, algunos de los nobles más viejos
hablaban en voz baja con Sviajsky y se veía que eran adictos a éste, de los más
decididos partidarios del partido nuevo.
Levin
había seguido a su hermano hasta una sala pequeña, donde los de su grupo
fumaban, bebían, tomaban bocadillos y charlaban. Se había acercado a uno de los
corros y escuchaba su conversación, y ponía en tensión todas sus fuerzas
tratando de comprender lo que decían.
Sergio
Ivanovich estaba en el centro del grupo.
Ahora
escuchaba a Sviajsky y a Kliustov, el presidente de otra comarca, que
pertenecía, también, a su partido.
Kliustov
no quería ir a pedir a Snetkov que se presentara a la elección, y
Sviajsky trataba de convencerle, explicándole la conveniencia de hacerlo.
Sergio Ivanovich, por su parte, dio su aprobación a aquel plan.
Levin
no comprendía para qué querían pedir al partido enemigo que presentase a la
elección a aquel a quien querían derrotar.
Esteban
Arkadievich, que acababa de tomar un bocadillo y beber, secando su boca con un
pañuelo perfumado, de batista con rayas en el borde, y que vestía uniforme de
gentilhombre, se acercó a ellos.
-Estamos
en nuestro puesto, Sergio Ivanovich -dijo, alisándose las patinas.
Y,
escuchando lo que hablaban, apoyó la opinión de Sviajsky.
-Basta
tener una comarca: la de Sviajsky, que pertenece abiertamente a la oposición
-dijo, en palabras bien comprensibles para todos menos para Levin.
-¿Qué,
Kostia? Parece que vas tomando gusto a estas cosas -añadió Sergio Ivanovich,
dirigiéndose a Levin y tomándole el brazo.
Levin,
en efecto, se habría alegrado de tomar gusto a aquella cuestión, pero no pudo
comprender de qué se trataba y, separándose unos pasos de los que hablaban,
expresó a Esteban Arkadievich su sorpresa de que pidieran al Presidente
provincial que presentase su candidatura.
-Oh,
sancta simplicitas!
-dijo Esteban Arkadievich. Y explicó a Levin claramente y en pocas palabras de
qué se trataba-. ¿No comprendes que con las medidas que hemos tomado es preciso
que Snetkov se presente? Si Snetkov renunciara a presentarse, el partido viejo
podría escoger otro candidato y desbaratar nuestros propósitos. Si el distrito
de Sviajsky es el único que se abstiene de pedir que se presente, habrá empate,
y entonces nosotros lo aprovecharemos para proponer un candidato de los
nuestros.
Levin
no comprendió bien lo que le explicaba su cuñado y quiso pedir algunas
aclaraciones.
Pero
en aquel momento, entre ruidosas conversaciones, se dirigieron todos a la sala
grande.
-¿Qué?
-¿Qué pasa? -¿A quién? -¿La confianza? -¿A quién? -¿Qué? -¿Deniegan? -No es
confianza; es que niegan a Flerov. -¿Qué es esto de que está juzgado? -Así
nadie tendrá derecho. -¡Es una vileza! ¡La ley! -oyó Levin gritar por todas
partes y, junto con todos, que se apresuraban no sabía hacia dónde, y que al
parecer tenían que oír algo y no sabía qué, se dirigió al gran salón, y, casi
llevado en vilo por los otros nobles, se acercó a la mesa de las elecciones
provinciales, junto a la cual discutían el Presidente de los nobles, Sviajsky y
otros cabecillas.
XXVIII
Levin
se hallaba bastante lejos de la mesa electoral. Un noble, que estaba a su lado
y respiraba fatigosamente, y otro que metía gran ruido con sus zapatos, le
impedían oír lo que se decía.
De
lejos le llegaba la voz suave del Presidente. Luego oyó la voz agria del señor
batallador y también la de Sviajsky.
Fue
cuanto Levin pudo comprender que estaban discutiendo sobre el espíritu de un
artículo de la ley y sobre la significación que había de darse a las palabras
"hacer objeto de una encuesta".
La
gente dejó pasar a Sergio Ivanovich, que se dirigía a la mesa.
Éste,
después de haber escuchado el discurso del señor batallador, dijo que lo mejor
era consultar el artículo de la ley y pidió al secretario que lo buscase.
Sergio
Ivanovich lo leyó y se puso a explicar su significación, pero entonces le
interrumpió un propietario de tierras alto, grueso, encorvado, con los bigotes
teñidos, vestido con un uniforme estrecho que le levantaba el cuello por
detrás. Éste se acercó a la mesa y, dando un golpe sobre ella con su sortija,
gritó:
-¡A
votar! ¡En seguida a votar! No hay por qué hablar más.
De
pronto, se levantaron varias voces a la vez.
El
noble alto, el de la sortija, gritaba más que ninguno, poniéndose más y más
irritado. Era imposible en aquel guirigay apreciar lo que unos y otros decían.
Aquel
señor opinaba lo mismo que Sergio Ivanovich, pero, por lo que se veía, odiaba a
éste y su partido, y este sentimiento se lo comunicó a los de su bando y
despertó en ellos una resistencia muy tenaz, aunque de carácter menos agresivo.
Hablaban a gritos, con gran irritación, y por un momento se produjo un terrible
alboroto, que obligó al Presidente provincial a gritar también, reclamando
orden.
-¡A
votar! ¡A votar! El que sea noble lo comprenderá. Nosotros vertimos nuestra
sangre... La confianza del Monarca... ¡No hay que escuchar al Presidente!... No
puede mandarnos... No se trata de eso. ¡A votar en seguida! ¡Qué asco!...
-decían gritos irascibles que sonaban por todas partes. Las miradas y los
rostros estaban aún más irritados e inflamados que las palabras y expresaban un
odio irreconciliable.
Levin
seguía sin comprender de qué se trataba y le pareció imposible que se pusiera
tanta pasión en discutir si se debía o no votar la opinión referente a Flerov.
Como
después le explicó Sergio Ivanovich, Levin había olvidado aquel silogismo según
el cual, para el bien general, era preciso que se destituyera al Presidente;
para destituir al Presidente necesitaban la mayoría de votos; para tener
mayoría de votos, debían dar el derecho de votar a Flerov; y por otorgar o no a
Flerov este derecho a votar se había discutido el artículo de la ley.
-Un
voto puede decidirlo todo y, cuando se quiere ser útil a la causa común -dijo
Sergio Ivanovich-, hay que ser serio y consecuente.
Pero
Levin había olvidado la explicación y estaba apesadumbrado de ver en tal estado
de irritación a aquellos hombres, todos simpáticos, buenos y todos respetables.
Y para librarse de aquel sentimiento, salió de la sala sin esperar el final, y
se dirigió a otra, donde no había más que los camareros cerca de los
mostradores.
Al
ver a los criados que, con rostros tranquilos y animados, se ocupaban en secar
y disponer la vajilla, experimentó un sentimiento de alivio, como si hubiera
dejado una habitación de olor sofocante y pestilente para pasar al aire puro.
Levin
se puso a pasear por la sala, mirando a todos ellos con placer.
Le
divirtió el ver a un criado, de patillas canosas, que, para mostrar desdén a
otros que se mofaban de él, les enseñaba de qué forma habían de plegar las
servilletas.
Estaba
a punto de entablar conversación con el viejo lacayo, cuando el secretario del
tutelaje de la Nobleza -un viejecillo que poseía la facultad de conocer
completos los nombres de todos los nobles de la provincia- le distrajo de
aquella idea.
-Haga
el favor de venir Constantino Dmitrievich -le dijo-. Le está buscando su
hermano. Se vota la opinión...
Levin
entró otra vez en la sala, recibió una bolita blanca y, siguiendo a su hermano,
se acercó a la mesa, cerca de la cual, con rostro significativo, irónico,
pasándose continuamente la mano derecha por la barba y oliéndola luego, estaba
Sviajsky.
Sergio
Ivanovich puso la mano en el cajón y metió su bolita procurando ocultar dónde
lo hacía. Hecho esto, dejó paso a Levin, quedándose allí mismo.
-¿Dónde
la he de meter?
Lo
dijo en voz baja, mientras que a su lado estaban hablando y esperaba que su
pregunta no fuera oída por los demás; pero los que hablaban callaron de súbito
y su pregunta, tan inconveniente, fue oída por los que estaban allí.
Sergio
Ivanovich frunció las cejas y le contestó muy serio y secamente:
-Allí
donde le dicten sus convicciones.
Algunos
sonrieron. Levin se sonrojó y, precipitadamente, metió una mano bajo el paño
(la derecha, que eran donde tenía la bolita). Luego recordó que debía meter
también la otra mano (la izquierda) y la metió. Pero ya era tarde y, aún más
confuso, se alejó, con precipitación, hasta las filas de atrás.
-Ciento
veintiséis votos en pro y noventa y ocho en contra -se oyó decir al secretario
que no pronunciaba nunca la erre.
En
aquel momento estalló una carcajada general: en el cajón había encontrado un
botón y dos nueces.
Estaba
otorgado a Flerov el permiso para votar. El partido nuevo había ganado la
lucha.
Pero
el viejo no se daba por vencido. Levin oyó que pedían a Snetkov que presentara
la candidatura; vio cómo los nobles le rodeaban y vio cómo él hablaba con los
nobles sin entender lo que decían.
Snetkov
les estaba diciendo, en efecto, que les agradecía mucho la confianza y el
cariño que le mostraban y que él creía inmerecido, pues todo lo que había hecho
era por afecto a la Nobleza, a la cual había consagrado doce años de trabajo.
Repitió varias veces estas palabras:
"He
trabajado con todas mis fuerzas, con todo mi corazón, y les aprecio y les estoy
agradecido", y, de repente, se detuvo porque las lágrimas le sofocaban y
salió de la sala.
Aquellas
lágrimas provocadas por la conciencia de la injusticia, que con él se cometía,
por su amor a la Nobleza, o bien por la tirantez de la situación en la cual se
encontraba, sintiéndose rodeado de enemigos, conmovieron a la mayoría de los
nobles, y también Levin experimentó hacia Snetkov un sentimiento de afecto y
simpatía.
Al
salir, el Presidente provincial tropezó con Levin a la puerta.
-Perdón,
perdón -le dijo como a un desconocido. Pero, al reconocerle, le sonrió
tímidamente. A Levin le pareció que había querido decirle algo, pero no había
podido por la emoción que experimentaba. La expresión de su rostro, toda su
figura -vestía de uniforme, con medallas y pasamanería y con pantalones
blancos-, le recordaron a Levin el animal perseguido que ve crecer el peligro
en torno a él. Esta expresión del rostro del Presidente era más conmovedora
para él porque no más lejos que el día anterior había ido a casa de Snetkov
para el asunto del tutelaje y lo había visto con toda su dignidad de hombre
honrado, rodeado de toda su familia. Habitaba una casa espaciosa, con muebles
antiguos de familia; los lacayos, algo sucios, pero muy correctos, eran
antiguos siervos que, aunque liberados, no habían cambiado de señor. Levin vio
cómo Snetkov acariciaba dulcemente, con gran cariño, a su nietecita, una niña
muy hermosa, hija de su hija. Recordó a la esposa del Presidente, una señora
gruesa, bondadosa, que llevaba una cofia con puntillas y se abrigaba con un
chal turco; recordó al hijo, un excelente muchacho, estudiante del sexto curso,
el cual al volver del colegio, saludó a su padre besándole la mano con respeto
y cariño, y las frases afectuosas de aliento que el anciano le dirigió y sus
ademanes, que habían despertado en Levin un vivo sentimiento de simpatía hacia
Setkov. Ahora, conmovido por aquellos recuerdos, buscaba decir algo agradable
al anciano.
-Así
que será usted de nuevo nuestro Presidente -le dijo para animarle.
-Lo
dudo -contestó Snetkov mirando de reojo alrededor suyo. Estoy cansado... Ya soy
viejo... Hay gente más digna y joven que yo... Que trabajen ellos.
Y
el Presidente desapareció por la puerta de al lado.
Llegó
el momento más solemne. Iba a empezar la votación. Los cabecillas de uno y otro
bando contaban las bolas blancas y negras con los dedos.
Las
discusiones por causa de Flerov no sólo dieron al nuevo partido la ventaja del
voto de éste, sino que, además, les permitió ganar tiempo y hacer venir a otros
tres nobles más, los cuales, por los manejos de los del partido viejo, no
habían asistido a la anterior votación. Para ello, los de este partido, habían
emborrachado a dos de aquellos nobles, que tenían debilidad por el vino, y al
tercero le habían quitado el uniforme. Pero los del nuevo partido, al enterarse
de esto, tuvieron tiempo durante las discusiones respecto a Flerov, para mandar
vestir al noble dejado sin uniforme, recoger a los que se habían emborrachado,
y llevarlos a la votación.
-He
traído a uno. Le he echado un cubo de agua encima y parece que podrá pasar
-dijo el noble al que habían enviado a buscar al borracho, explicando el caso a
Sviajsky.
-¿No
está demasiado ebrio? ¿No se caerá? -preguntó Sviajsky meneando la cabeza.
-No.
Está bastante bien. Sólo temo que aquí puedan darle más de beben Ya he dado
orden en la cantina de que de ningún modo le sirvan más bebida.
XXIX
La
estrecha sala en la cual se bebía y tomaban bocadillos estaba llena de nobles.
La agitación iba constantemente en aumento y en todos los rostros se leía la
inquietud.
Los
más animados eran, sin embargo, los cabecillas, que sabían todos los detalles y
el número de bolas. Eran los dirigentes del combate en perspectiva. Los demás,
como los soldados, se preparaban para la batalla, pero en tanto que comenzaba
ésta buscaban pasar el rato divirtiéndose. Unos tomaban algo de pie o sentados
a una de las mesitas; otros se paseaban por la sala o charlaban con sus amigos
a quienes hacía tiempo que no habían visto.
Levin
no tenía ganas de comer; no era fumador. No quería juntarse con los suyos, es
decir, con Sergio lvanovich, Esteban Arkadievich, Sviajsky y otros, que
mantenían animada conversación, porque con ellos estaba Vronsky, vestido con su
uniforme de caballerizo del Emperador. Aun el día antes Levin le había visto en
las elecciones y había evitado su encuentro, no queriendo saludarle.
Ahora
se acercó a la ventana y se sentó observando a los grupos y escuchando lo que
se decía a su alrededor. Le entristecía el ver que todos hablaban animados,
preocupados a interesados, y únicamente él y un viejecito de boca sin dientes,
con uniforme de la Marina, sentado a su lado, solitario, moviendo con un tic
nervioso sus labios, estaban indiferentes, inactivos.
-¡Es
un canalla!... Le voy a contar... Pero no. ¿Es decir que en tres años no ha
podido reunir el dinero? -decía un propietario de tierras, bajito, encorvado,
de cabellos alisados con pomada y que le caían sobre el cuello bordado del
uniforme. Y al mismo tiempo daba golpes en el suelo con los tacones de sus
botas nuevas, seguramente compradas para las elecciones. Y, después de lanzar
una mirada de fuego a Levin dio media vuelta rápidamente y se alejó.
-Sí,
es un asunto poco limpio -exclamó con voz débil un pequeño propietario de
tierras.
Luego,
un grupo de terratenientes, rodeando a un grueso general, se aproximó
rápidamente, hacia Levin, en busca, evidentemente, de un sitio donde poder
hablar sin ser oídos.
-¿Cómo
se atreve a decir que ordené que le robasen los pantalones? Presumo que debió
de venderlos para beber. Y quiero escupirle por muy príncipe que sea. ¡No tiene
derecho a decirlo! ¡Es una porquería!
-Pero,
y perdone, ellos se basan en el artículo de la ley. Su mujer debe ser inscrita
como noble -hablaban en otro grupo.
-¡Al
diablo con el artículo de la ley! Lo digo con el corazón en la mano... Para eso
hay nobles... Hay que tener confianza.
-Excelencia,
vamos a tomar un fine champagne.
Otro
grupo iba tras uno de los nobles a quienes habían emborrachado, que pasaba
gritando.
-Y
yo le aconsejé siempre a María Semenovna que lo arrendase, porque ella no
podría obtener nunca ganancias -decía, con voz agradable, un propietario de
tierras, de bigotes canosos, con uniforme de coronel de Estado Mayor.
A
aquel propietario Levin le había visto ya otra vez en casa de Sviajsky y en
seguida le reconoció. El noble le miró también, y se saludaron afectuosamente.
-Mucho
gusto. Le recuerdo muy bien, ¿cómo no? Nos vimos el año pasado en casa del
Presidente.
-¿Y
cómo van las cosas de su propiedad? -preguntó Levin.
-Como
siempre, perdiendo --contestó el hombre poniéndose a su lado y con la sonrisa
sumisa y la expresión tranquila y resignada del que está convencido de que las
cosas no pueden ir de otra manera. Y usted, ¿cómo es que está en nuestra
provincia? ¿Ha venido a tomar parte en nuestro pequeño coup d'État? -preguntó
a su vez, pronunciando mal pero con seguridad las palabras francesas.
-Aquí
ha venido toda Rusia. Hasta gentileshombres y casi ministros -siguió el
propietario, indicando la figura representativa de Esteban Arkadievich, que,
con uniforme de gentilhombre, en pantalones blancos, se paseaba con un general.
-Debo
confesarle que comprendo muy poco la importancia de las elecciones de la
Nobleza ---dijo Levin.
El
propietario de tierras le miró.
-¿Y
qué tiene que comprender? No tiene ninguna importancia. Es una institución en
decadencia, que sigue su movimiento por la fuerza de la inercia. Mire usted los
uniformes. Parecen decir: "Es una reunión de jueces, de miembros de
comisiones, pero no de nobles".
-¿Y
por qué, entonces, viene usted? -preguntó Levin.
-Por
la fuerza de la costumbre. Luego, que hay que sostener las relaciones. Es una
obligación moral en cierto sentido. Y además, a decir verdad, tengo mi interés:
mi yerno quiere presentar su candidatura para los miembros obligatorios de la
Comisión. No es rico y quiero ayudarle a pasar. Y estos señores, ¿para qué
vienen? -dijo indicando al señor batallador que hablaba ante la mesa electoral.
-Es
la nueva generación de la nobleza.
-Que
es nueva, conformes... pero no es nobleza. Son propietarios de tierras por
haberlas comprado y nosotros lo somos por haberlas heredado... ¿Pueden ser
considerados como gentileshombres los que atacan de este modo a la nobleza?
-Pero
usted dice que es una institución caduca...
-Caduca
o acabada. Pero, sea como sea, hay que tratarla con más respeto. Tenemos el
caso de Snetkov... Somos Buenos o malos; pero hace miles de años que existimos.
¿Sabe usted? Por ejemplo: nosotros queremos delante de la casa un jardincillo y
debemos alisar para ello la tierra y allí tenemos un árbol centenario... Es un
árbol todo torcido, viejo; pero por plantar florecillas y hacer un jardín no va
usted a cortar el viejo árbol; dispondrá usted la tierra en forma que le permita
aprovecharlo. En un año no es posible hacer crecer un árbol igual -dijo el
propietario. Y en seguida cambió de tema.
-¿Y
cómo van las cosas de su propiedad?
-No
van bien. Me producen ¡un cinco por ciento!
-Pero
usted no cuenta su trabajo, que también vale algo. Le diré de mí mismo que
antes de ocuparme de la propiedad trabajaba y ganaba tres mil rublos. Ahora
trabajo más que cuando estaba en el servicio, y, como usted, gano el cinco por
ciento y ¡gracias a Dios! Y mi trabajo lo doy de balde.
-Entonces,
¿para qué lo hace? Si es sólo para perder..
-¿Qué
quiere que haga? Es costumbre y sé que debo obrar así... le diré más -continuó
el propietario apoyado en la ventana y animado ya-. Mi hijo no tiene
inclinación alguna al cultivo de las tierras. Seguramente será un sabio.
Entonces no habrá quien lo continúe. Y, de todos modos, sigo trabajando. Ahora
he plantado un jardín.
-Sí,
sí -repuso Levin. Es la pura verdad. Siempre digo que no hay verdadera ganancia
y sigo cultivando mi hacienda. Siente uno cierta obligación respecto a las
tierras.
-Y
más le contaré -siguió el propietario-. Un día vino a visitarme un vecino,
comerciante. Dimos un paseíto por la propiedad, por el jardín...
"No", me dijo, " Esteban Vasilievich, todo lo tiene usted en
orden, pero el jardín está abandonado (y conste que yo lo cuido muy bien). Yo
en su lugar" , siguió diciendo el comerciante, "los tilos los
cortaría, naturalmente cuando hay que cortarlos: cuando tienen savia. Posee
usted un millar; de cada uno saldrán dos buenas cestas, y hoy esto representa
un capital... También cortaría los troncos de los tilos".
-Y
con este dinero compraría vacas o tierras a bajo precio y las arrendaría a los
campesinos -terminó Levin, con sonrisa que demostraba que más de una vez había
hecho él cálculos semejantes-. Y con ello se haría una fortuna mientras -que
usted y yo... Que Dios nos ayude solamente a guardar lo que tenemos y dejarlo
así a nuestros hijos.
-He
oído que se ha casado usted... -indicó el propietario.
-Sí
-contestó Levin con orgullo y placer-. Es muy extraño en el actual estado de
cosas, ¿no? Nosotros vivimos sin ganar y somos como las antiguas vestales,
puestas solamente para guardar un fuego sagrado.
El
propietario sonrió bajo sus bigotes blancos.
-Entre
nosotros -siguió la conversación- está también, por ejemplo, nuestro amigo
Nicolás Ivanovich Sviajsky o el conde Vronsky, que ahora vive aquí. Éstos
quieren organizar la agricultura en mayor escala, pero hasta ahora, fuera de
goner el capital, no han obtenido otro resultado.
-¿Y
por qué nosotros no hacemos como los comerciantes? ¿Por qué no cortamos los
jardines para vender la madera? -preguntó Levin, volviendo al pensamiento que
le había asaltado antes.
-Pues
por la razón de que, como ha dicho usted muy bien, somos una especie de
vestales para guardar el fuego sagrado. Vender la madera no es asunto de
nobles. Y nuestra obra de noble se hace, no aquí, en las elecciones, pero sí
allí, en nuestro rincón. Hay también un instinto nuestro, propio, que nos
indica lo que debemos hacer y lo que no. Con los campesinos pasa lo mismo;
según vengo observando, cuando el campesino es bueno arrienda cuantas tierras
puede... Puede ser mala la tierra, pero él sigue labrándola... También lo hace
sin calcular que ha de perder en ella...
-Así
somos nosotros -dijo Levin.
Y
terminó, al ver que Sviajsky se le acercaba.
-He
tenido una gran satisfacción en encontrarle.
-Nos
vemos por primera vez desde que nos conocimos en su casa de usted, y estábamos
charlando como dos Buenos amigos -dijo el noble a Sviajsky.
¿Qué? ¿Han
criticado las nuevas instituciones? -dijo éste humorísticamente, con una
sonrisa.
-Algo de eso
hemos hecho.
-Nos hemos
desahogado.
XXX
Sviajsky
cogió por el brazo a Levin y le llevó a su grupo. Ahora Levin ya no podia
rehuir a Vronsky, el cual estaba con Esteban Arkadievich y Sergio Ivanovich y
le miraba directamente mientras se aproximaba a ellos.
-Mucho
gusto. Me parece que tuve el placer de encontrarle en la casa de la princess
Scherbazky -dijo Vronsky dándole la mano.
-¡Oh,
sí! Me acuerdo muy bien de nuestro encuentro --contestó Levin enrojeciendo.
Y
en seguida se volvió a su hermano y se puso a hablar con él.
Con
ligera sonrisa, Vronsky continuó hablando con Sviajsky, evidentemente sin
ningún deseo de proseguir la conversación con Levin; pero éste, mientras
charlaba con su hermano, no dejaba de observar a Vronsky con propósito de
decide algo y reparar, con esto, su brusquedad.
-¿Y
de qué se trata ahora? -dijo mirando a Vronsky y a Sviajsky.
-De
Snetkov: de si se decide o se niega a presentar su candidatura.
-¿Y
él está conforme o no?
-Es,
precisamente, esto: que no dice que sí ni que no -repuso Vronsky.
-Y
si él se niega, ¿quién presentará su candidatura?
-Quien
quiera --contestó Sergio Ivanovich.
-Sólo
que no seré yo -dijo Vronsky dirigiendo, confundido, una mirada irascible a un
señor de aspecto irritado que estaba al lado de Sergio Ivanovich.
-Entonces,
¿quién? ¿Neviedovsky? -preguntó Levin, sintiéndose interesado por la cuestión.
Esta
pregunta le resultó aún peor ya que Neviedovsky y Sviajsky eran los dos que se
disputaban la candidatura.
-Por
lo que se refiere a mí -afirmó el señor irritado--- de ningún modo.
Era
el mismo Neviedovsky. Sviajsky se lo presentó a Levin y se saludaron
cortésmente.
-¿Qué?
Parece que la cosa también te entusiasma -dijo Esteban Arkadievich a Levin,
guiñando al mismo tiempo el ojo a Vronsky-. Esto es una especie de carrera...
Se pueden hacer apuestas.
-Sí,
esto me exalta -dijo Vronsky-. Y una vez que se empieza hay ganas de ver la
terminación. ¡La lucha! --exclamó frunciendo las cejas y apretando sus fuertes
mandíbulas.
-Este
Sviajsky es un hombre de un gran sentido práctico. Lo ve todo con una
claridad...
-¡Oh,
sí! --contestó Vronsky distraídamente.
Hubo
un silencio durante el cual, por mirar algo, Vronsky dirigió su mirada a Levin,
a sus pies, a su uniforme, luego a su rostro, y al ver sus ojos puestos en él,
contemplándole sombríamente dijo:
-¿Y
cómo es que usted que habita en su pueblo, no es su juez de paz? Pues no veo
que su uniforme sea el que corresponde a este cargo.
-Porque
considero que la institución de los jueces de paz es una tontería -contestó
Levin, que esperaba ocasión para hablar con Vronsky y corregir la falta de
cortesía que había cometido al saludarle.
-Pienso
lo contrario -dijo Vronsky con tranquila sorpresa.
-Es
un juguete -insistió Levin-. No necesitamos jueces de paz. Durante siete años
no he tenido más que un asunto. Y el que tuve fue arreglado de la peor manera.
El juez está a cuarenta verstas de mi propiedad. Se está obligado por un asunto
en el que se discuten dos rublos a mandar a buscar un abogado que nos cuesta
quince.
Y
Levin contó como un campesino había robado harina al molinero y, cuando éste se
lo afeó al labriego, el tal presentó pleito a aquél, acusándole de difamación.
Todo esto era inoportuno y ridículo y él mismo se dio cuenta apenas había
terminado de contarlo.
-¡Oh,
eres un hombre muy original! -le dijo Esteban Arkadievich con su sonrisa más
dulce. Pero... Vamos. Parece que ya están votando.
Y
los dos se separaron del grupo.
-No
comprendo -dijo Sergio Ivanovich, que había observado la brusquedad de Levin en
el momento de saludar a Vronsky- no comprendo cómo se puede estar privado hasta
tal punto de tacto político. Esto es lo que nosotros los rusos no tenemos. El
Presidente de la Nobleza es nuestro adversario y tú estás con él, ami
cochon, y le pides que presente su candidatura... Mientras que el conde
Vronsky... No quiero decir que me haré amigo suyo. Me ha invitado a comer en su
casa, pero está claro que no iré. Ahora bien: él es nuestro, de nuestro
partido. ¿Por qué, pues, hacer de él un enemigo? Luego has preguntado a
Neviedovsky si va a presentar su candidatura. Esto es improcedente.
-¡Ah!
No comprendo nada... Todo esto son tonterías -contestó Levin sombrío.
-Dices
que todo esto son tonterías, pero cuando empiezas a hacerlas lo confundes todo.
Levin
calló y los dos juntos entraron en la sala.
No
obstante sentir el ambiente un poco falso y aunque no todos se lo habían
pedido, el Presidente de la Nobleza se decidió a presentar su candidatura. Toda
la sala estaba en silencio y el Secretario declaró, en voz alta, que se iba a
votar para la presidencia de la Nobleza al comandante de caballería de la
Guardia, Mijail Stepanovich Snetkov.
Los
presidentes comarcales de la Nobleza, con los platitos que contenían las bolas,
se pusieron en marcha, yendo desde sus mesas a la del Presidente provincial; y
las elecciones comenzaron.
-Pon
la bola en la mano derecha -murmuró Esteban Arkadievich a Levin cuando,
siguiendo a su presidente y junto con su hermano, se acercaban a la mesa.
Pero
Levin había olvidado la explicación que le dieron de la forma en que habían de
actuar para ganar las elecciones; y pensó que Esteban Arkadievich quizá se
habría equivocado indicándole que pusiera la bola en el mano derecha, ya que
Snetkov era el enemigo. Al acercarse a la mesa, tenía la bola en la mano
derecha, pero temiendo que, en efecto, Esteban Arkadievich hubiera sufrido un
error, delante mismo del cajón la cambió de mano.
El
perito puesto al lado de la mesa para inspeccionar la votación y que sólo por
el movimiento del codo conocía dónde se ponía la bola, hizo una mueca de
descontento. No, no tenía necesidad de desarrollar demasiado su facultad de
penetración para conocer dónde la había metido Levin.
Todos
callaron y se oyó el ruido de las bolas al moverlas para contarlas.
Luego
una voz proclamó el resultado, el número de bolas en pro y las que había en
contra.
El
Presidente resultaba elegido por gran mayoría.
Todos,
con gran estruendo, tumultuosamente, se dirigieron a las puertas.
Snetkov
entró y muchos nobles le rodearon felicitándole.
-Bueno,
¿ya hemos terminado? -preguntó Levin a su hermano.
-No
ha hecho sino empezar -le contestó sonriendo Sviajsky en vez de Sergio
Ivanovich. El-candidato para presidente puede aún obtener más bolas.
Levin
se olvidó completamente de estas palabras. Sólo recordó ahora que allí se
decidía una cuestión muy delicada, pero no quería averiguar en qué consistía.
De pronto, se sintió triste y tuvo deseos de huir de toda aquella gente. Ya que
no se le prestaba atención y nadie le necesitaba, se dirigió, procurando pasar
inadvertido, a la sala pequeña en que se tomaban los bocadillos. Y cuando vio a
los criados, se sintió aliviado. El más anciano de ellos le ofreció algo de
comer y él aceptó.
Comió
croquetas con alubias y, después de charlar con el lacayo, que le habló de los
señores a quienes servía, Levin, no queriendo entrar de nuevo en la sala, donde
se sentía tan a disgusto, se dirigió a las tribunas con la intención de ver qué
sucedía allí.
Las
tribunas estaban llenas de damas muy compuestas, adornadas con ricos vestidos,
las cuales se inclinaban sobre las balaustradas y, con gran interés, procuraban
no perder ni una palabra de lo que se hablaba abajo, en la sala. Al lado de las
señoras estaban, sentados o de pie, profesores de colegios, con sus clásicas
levitas, y oficiales.
En
todas partes hablaban de las elecciones, de que el Presidente estaba cansado y
de la rnarcha de los debates.
En
un grupo, Levin oyó alabar a su hermano. Una señora decía a un abogado:
-¡Qué
dichosa me siento de haber oído hablar a Kosnichev! Vale la pena quedarse sin
comer. ¡Es maravilloso! ¡Con qué tono habla y con qué claridad! En el Palacio
de Justicia ninguno de ustedes habla como él. Sólo Maindel lo hace algo bien,
pero ni siquiera él llega a la elocuencia de Kosnichev.
Habiendo
encontrado un sitio libre cerca de la balaustrada, Levin se inclinó y se puso a
mirar y escuchar.
Todos
los personajes estaban sentados, separados, en razón de comarcas, por pequeños
tabiques.
En
el centro de la sala estaba un hombre de uniforme que, con voz alta y suave,
proclamaba:
-Presenta
su candidatura para Presidente provincial de la Nobleza el comandante de
caballería del Estado Mayor, Eugenio Ivanovich Apujtin.
Después
de un rato de silencio, se oyó la voz débil de un viejo:
-Rehúsa.
-Candidatura
del Consejero de la Corte, Pedro Petrovich -proclamó de nuevo el hombre que
estaba en el centro.
-Rehúsa
--contestó una voz joven y chillona.
Se
oyó el nombre de otro candidato y de nuevo un "rehúsa".
Así
pasó cerca de una hora.
Levin,
apoyado en la balaustrada, estaba mirando y escuchando.
Primero,
la ceremonia le sorprendió y quiso comprender lo que significaba; luego,
convencido de que no podría entenderlo nunca se sintió aburrido. Y, al recordar
la emoción a irritación que veía en todos los rostros, se entristeció, decidió
marcharse y salió de la tribuna.
Al
pasar por la puerta, vio a un colegial de aspecto abatido, con los ojos
hinchados por el llanto, que paseaba arriba y abajo. En la escalera encontró a
una señora que corría, calzada con zapatitos de altos tacones y seguida del
ayudante del Procurador de los Tribunales.
-¡Ya
la dije que no llegara usted tarde! -exclamaba el jurista mientras Levin daba
paso a la señora.
Levin
estaba ya en la escalera de la salida principal y sacaba el número del
guardarropa cuando le alcanzó el Secretario y le instó:
-Constantino
Dmitrievich, haga el favor de venir. Ya están votando.
Se
votaba al mismo Neviedovsky, que tan categóricamente habíarehusado.
Levin
se dirigió a la sala, que encontró cerrada. El Secretario llamó; abrieron la
puerta y antes de entrar él, salieron dos propietarios de tierras con el rostro
encendido, sofocado.
-Ya
no puedo más -dijo uno de ellos.
Detrás
de los propietarios apareció el rostro descompuesto del Presidente, que
reflejaba un gran cansancio y hondo disgusto.
-Te
he mandado que no dejaras salir a nadie -dijo el Presidente al ujier.
-He
abierto para dejar entrar, Excelencia.
-¡Dios
mío! -y con un suspiro profundo, andando penosamente, pausado y con la cabeza
inclinada, el Presidente se dirigió a través de la sala a la mesa electoral.
Como
daban por seguro sus partidarios, Neviedovsky, habiendo obtenido mayor número
de votos que su rival, fue proclamado Presidente provincial de la Nobleza.
Muchos
estaban animados, alegres, llenos de entusiasmo; otros muchos se mostraban
descontentos y apesadumbrados. El antiguo Presidente era presa de gran
desesperación.
Cuando
Neviedovsky salía de la sala, la gente le rodeó y le siguió con entusiasmo, del
mismo modo como había seguido al Gobernador el primer día, al abrir las
elecciones, y del mismo modo que había seguido a Snetkov cuando éste, en su
día, había sido elegido presidente.
XXXI
Aquel
día Vronsky ofreció una comida al Presidente provincial elegido y a muchos de
los adeptos del partido nuevo.
Vronsky
había ido a la ciudad por las elecciones y porque se aburría en el pueblo, por
mostrar a Ana su derecho a la libertad, y también porque quería pagar a
Sviajsky, con su ayuda, los esfuerzos que había hecho a su favor en las
elecciones del zemstvo. Pero más que nada había ido por cumplir con
todos sus deberes de noble y agricultor, la posición que había elegido ahora
como campo de su actividad. Pero Vronsky no esperaba de ningún modo que las
elecciones le hubieran interesado en tanta manera. Era un hombre completamente
nuevo entre los nobles rurales, mas, a pesar de ello, alcanzaba un éxito
indudable y no se equivocaban pensando que había ya adquirido una gran
influencia en aquel medio.
Contribuían
a ello su riqueza y distinción, su cualidad de noble de alta categoría; el
espléndido departamento que en la ciudad había dejado a su disposición su
antiguo conocido Schirkov, que ahora se ocupaba de asuntos financieros y había
abierto en Kachin un banco que marchaba prósperamente; el estupendo cocinero
que Vronsky se había traído de su finca; la amistad con el Gobernador, que era
amigo íntimo suyo y además protegido de otro amigo de Vronsky; y, sobre todo,
le ayudaba a ello su trato sencillo, afable a igual, que obligó a la mayoría de
los nobles a modificar la opinión de soberbio en que casi todos le tenían.
Él
mismo sentía que, excepto aquel señor tan raro, casado con Kitty Scherbazky
que, à propos de bottes le había dicho, con desenfrenada irritación,
una porción de tonterías, cada noble que él conocía se convertía en seguida en
partidario y amigo suyo.
Vronsky
sabía fijamente -y los demás se lo reconocían de buen grado- que Neviedvsky le
debía mucho de su éxito. Y ahora, en la mesa de su casa festejando la elección
de aquél, experimentaba, por su protegido, el sentimiento agradable de la
victoria.
Las
mismas elecciones le habían interesado de tal modo que había resuelto que si
estaba casado ya cuando se celebraran las próximas, dentro de tres años
presentaría su candidatura. Era como si, después de haber ganado el premio en
las carreras de caballos por medio del jockey, le entrasen ganas de tomar parte
en las pruebas personalmente.
Ahora,
celebrando la victoria de su jockey Neviedovsky en la carrera electoral,
Vronsky presidía la mesa. A su derecha estaba sentado el joven gobernador,
general del séquito del Emperadon El Gobernador era para todos los comensales
el amo de la provincia, el hombre que había abierto solemnemente las elecciones
pronunciando el discurso y que, como observara Vronsky había despertado el
respeto y hasta el servilismo de la mayoría. Pero para Vronsky era Maslov
Kátika, apodo con el que era conocido en el Cuerpo de pajes, que ahora se
sentía confuso delante de Vronsky, y a quien procuraba éste mettre à son
aise.
A
la izquierda, estaba sentado Neviedovsky, con su rostro joven, impasible y como
lleno de hiel, a quien Vronsky trataba con naturalidad y respeto.
Sviajsky
soportaba su fracaso con buen humor. Para él no era un fracaso -decía,
levantando su copa y dirigiéndose a Neviedovsky-. Habría sido imposible
-explicaba- encontrar un representante mejor para la nueva dirección que debía
seguir la Nobleza. Y por esto estaba de todo corazón al lado del éxito de hoy y
lo celebraba sinceramente.
Esteban
Arkadievich también se sentía feliz de haber pasado el tiempo de una manera tan
agradable y de que todos estuviesen satisfechos.
Durante
la comida, que fue espléndida, se recordaron los episodios de las elecciones.
Sviajsky imitó cómicamente el discurso lacrimoso del antiguo Presidente y, de
paso, dijo a Neviedovsky que "Su Excelencia" tendría que elegir un
modo mejor y no tan sencillo como las lágrimas para justifcar la inversión de
los fondos.
Otro
noble, gran humorista, dijo que había hecho venir a sus lacayos calzados de
medias para el baile del Presidente, ya que éste tenía la costumbre de dar las
fiestas así; y ahora habría de vestirlos de nuevo si el Presidente actual no
daba baile con los lacayos calzando medias.
Al
dirigirse a Neviedovsky, lo hacían continuamente llamándole "nuestro
Presidente provincial" y "Vuestra Excelencia". Y lo decían con
el mismo placer con el cual se dirigían a una señora joven llamándola madame o
por el apellido de su marido.
Neviedovsky
aparentaba que no sólo le era indiferente el nombramiento, sino que hasta tenía
en poco este título; pero se veía claramente que le hacía feliz su elección y
que hacía esfuerzos para no demostrar un entusiasmo poco conveniente en el
medio liberal en que se encontraba.
Durante
la comida se enviaron algunos telegramas a la gente conocida que se interesaba
por las elecciones y Esteban Arkadievich, el cual estaba muy animado y alegre,
mandó uno a Daria Alejandrovna que decía así: "Neviedovsky elegido por
mayoría de diecinueve bolas. Enhorabuena. Lo comunicarás". Esteban
Arkadievich, muy ufano, leyó el telegrama en voz alta y dijo: "Quiero
alegrarles con esta agradable noticia". Y, en efecto, Daria Alejandrovna,
al recibir el telegrama, se limitó a suspirar por el rublo que habían gastado
en ello y pensó que su marido lo había mandado después de una comida, ya que
Esteban Arkadievich tenía la debilidad de, al final de cada banquete a que
asistía, faire jouer le télégraphe.
Todo,
junto con la espléndida comida, y los vinos extranjeros, resultó digno,
sencillo y animado. Veinte personas, todas de las mismas ideas, gente liberal,
activa, nueva y, al mismo tiempo, espiritual y honrada, habían sido las
elegidas por Sviajsky para esta fiesta. Se brindó con alegría "por el
nuevo Presidente" y "por el Gobernador" y "por el Director
del Banco" y "por nuestro amable anfitrión".
Vronsky
estaba contento, porque nunca había imaginado encontrar un ambiente tan
agradable en la provincia.
Al
final, la alegría se hizo aún más general.
El
Gobernador pidió a Vronsky que fuera al concierto que, a beneficio de los
"Hermanos Eslavos", había organizado su esposa, la cual, por su
parte, deseaba conocer al Conde.
-Habrá
un gran baile y verá usted a nuestras bellezas. Será algo extraordinario.
-Not
in my line -contestó
Vronsky, al cual agradaba mucho esta expresión. Pero sonrió y prometió ir.
Un
momento antes de levantarse de la mesa, cuando todos reposaban, fumando, el
ayuda de cámara de Vronsky se acercó a éste trayéndole una carta sobre una
bandeja.
-Acaba
de llegar de Vosdvijenskoe con un enviado especial --dijo con expresión
significativa.
-Es
sorprendente cómo se parece a Sventizky, el vicepresidente de los Tribunales
-dijo en francés uno de los invitados refiriéndose al ayuda de cámara, mientras
Vronsky leía la carta. A medida que leía su rostro se iba ensombreciendo.
La
carta era de Ana.
Aun
antes de haberla leído, Vronsky conocía su contenido. Suponiendo que las
elecciones iban a terminar en cinco días, él había prometido a Ana volver a su
casa el viernes. Era sábado y Vronsky sabía que la carta estaría llena de
reproches por no haber vuelto en el día indicado. Sin duda la nota que él había
enviado explicando el retraso no habría llegado aún a poder de ella.
El
contenido de la carta era, efectivamente, el que Vronsky había imaginado. Pero,
además, le decía algo inesperado y doloroso; Any estaba muy enferma. " El
doctor dice que puede tratarse de una pulmonía. Sola, yo pierdo la cabeza. La
princesa Bárbara no es una ayuda, sino un estorbo. Te he esperado anteayer y
ayer, y ahora mando ésta para saber dónde estás y qué haces. Quise ir yo misma,
pero cambié de idea pensando que acaso lo desagradara. Dime algo para saber qué
debo hacer."
"La
niña enferma y Ana queriendo venir. ¡La hija está enferma y ella emplea aún
este tono hostil!", pensó Vronsky.
El
contraste entre la alegría inocente de las elecciones y el recuerdo de aquel
amor sombrío, agobiador, al cual debía volver, hundió a Vronsky en una gran
confusión.
Pero
debía volver, y aquella misma noche, en el primer tren, regreso a su casa.
XXXII
Antes
del viaje de Vronsky para asistir a las elecciones, Ana había reflexionado en
que las escenas que se repetían con ocasión de cada viaje que él hacía, en vez
de estrechar los lazos que les unían, podían debilitarlos aún más, y decidió
hacer todo el esfuerzo posible sobre sí misma para soportar tranquila la
separación.
Pero
el tono frío y severo que empleó Vronsky aquella vez para anunciarle su viaje y
la mirada que le dirigió, la ofendieron, y ya antes de su partida Ana había
perdido la tranquilidad.
Luego,
al quedarse sola, recordando y analizando aquel tono y aquella mirada, que
expresaban el deseo de Vronsky de hacer use de su derecho a la libertad, Ana
llegó a la misma conclusión de siempre: a la conciencia de su humillación.
"Tiene,
claro está, perfecto derecho a marcharse adonde y cuando quiera. Y, no sólo a
marcharse, sino, también, a dejarme sola. Él tiene todos los derechos y yo
ninguno. Pero, sabiéndolo, no debía hacerlo... De todos modos, ¿que ha hecho?
Me miró con expresión fría y severa. Esto, naturalmente, es una cosa indefimda,
impalpable; pero ante esto no ocurría y esta mirada suya significa mucho",
pensaba. "Esa mirada dice bien claramente que empieza enfriarse su
pasión." No obstante, a pesar de estar convencida de que Vronsky comenzaba
a perderle cariño, no veía cómo podría ella cambiar, modificar su actitud con
él, hacer que ésta fuera igual que antes cuando, con sólo su amor y sus
atractivos, ella le sabía retener.
Y,
como antes, trabajando de día y tomando morfina por la noche, conseguía Ana
ahogar sus terribles pensamientos sobre la situación en que quedaría si Vronsky
dejara de amarla.
"Es
verdad", pensó, "que queda todavía un remedio para retenerle".
Ana fuera de su amor no deseaba nada. Este remedio era el divorcio y su
casamiento, y Ana empezó a desearlo y se decidió a consentir en la primera
ocasión en que Vronsky o su hermano le hablaran de ello.
Con
tales pensamientos pasó cinco días, que fueron los que había de durar la
ausencia de él.
Los
paseos, las conversaciones con la princesa Bárbara, las visitas al hospital y,
principalmente, la lectura -un libro tras otro- ocuparon todo su tiempo.
Pero
al sexto día, cuando llegó el cochero sin él, Ana sintió que no podía ya ahogar
más su pena y su inquietud por lo que Vronsky pudiera estar haciendo allí. En
este tiempo enfermó su hija. Ana quiso atenderla y tampoco en esto halló
distracción, porque la enfermedad de la niña no era de cuidado. Además, no
obstante sus esfuerzos, no llegaba a querer a la niña, y el amor no podía ni
sabía fingirlo.
Al
anochecer de aquel día, al encontrarse sola, el terror de que él la abandonase
se hizo en Ana tan vivo que casi se decidió a ir a la ciudad ella misma, pero,
después de pensarlo mucho, se limitó a escribir aquella carta contradictoria
que Vronsky había recibido, y que, sin releerla, le fue mandada por un
mensajero.
A
la mañana siguiente, al recibir la contestación, Ana se arrepintió de haberlo
hecho.
Pensaba
ahora con terror en la posibilidad de que Vronsky volviese a dirigirle la
mirada severa del día de la partida, sobre todo al enterarse de que el estado
de la niña no inspiraba ningún cuidado.
Sin
embargo, a pesar de todo, estaba contenta por haberle escrito. Él se sentía
molesto, renunciaría de mala gana a su libertad para volver a su lado, pero, al
fin y al cabo, volvería, que es lo que Ana ansiaba con toda el alma, porque de
este modo lo tendría con ella, le vería, podría seguir cada uno de sus
movimientos...
Estaba
sentada en el salón y, a la luz de la lámpara, leía un nuevo libro de Taine,
con el oído atento a los ruidos del exterior, donde soplaba un fuerte viento,
esperando a cada punto la llegada del coche. Repetidas veces le había parecido
oír el ruido de las ruedas, pero era siempre un engaño; hasta que, al fin, no
sólo oyó el ruido de las ruedas, sino también las exclamaciones del cochero y
el traqueteo del carruaje, que se detuvo en la entrada cubierta delante de la
casa. Hasta la princesa Bárbara, que disponía su solitario, lo afirmó.
Ana,
con el rostro encendido por la emoción, se levantó para dirigirse a su
encuentro, como otras veces cuando regresaba Vronsky de viaje, pero, antes de
llegar a la puerta, se detuvo y permaneció en la misma habitación.
De
repente se sintió avergonzada de su engaño y, mas que nada, temerosa, pensando
en qué forma le recibiría. Todos sus temores se le habían desvanecido y ya no
temía sino el descontento de Vronsky. Recordó que la hija llevaba ya dos días
completamente bien y hasta se sintió irritada contra ella de que se hubiera
restablecido precisamente cuando había mandado la carta anunciando que se
hallaba gravemente enferma.
Al
recordar, sin embargo, que él estaba allí, él, con sus brazos, con sus ojos, se
olvidó de todo, y al oír su voz corrió a su encuentro alegre, inundada de
felicidad.
-¿Y
Any? ¿Cómo está? -le preguntó Vronsky, desde abajo, con temor, viendo a Ana que
bajaba corriendo las escaleras a su encuentro.
Él
estaba sentado en una silla mientras el lacayo le sacaba sus botas forradas.
-Está
mejor.
-¿Y
tú? -le preguntó él, sacudiéndose el traje.
Ana,
con ambas manos, tomó una de las de Vronsky, la pasó por su espalda para que el
brazo de él le rodeara el talle y, estrechados así, le nllró fijamente,
embelesada.
-Bueno,
estoy contento -le dijo Vronsky, examinando fríamente su peinado, el vestido,
sus adornos, que sabía que se había puesto para él.
Aquellas
atenciones le placían; pero, ¡lo había visto todo tantas veces!
Y
la expresión severa, como de piedra, aquella expresión que Ana temía tanto, se
fijó en el rostro de Vronsky.
-Estoy
contento -repitió-. ¿Y tú estás bien? -le preguntó, y, después de secarse con
el pañuelo su barba mojada, le besó la mano.
"Es
igual", pensaba Ana; "lo que yo quería era que estuviera él aquí,
porque cuando está aquí no se atreve, no puede no amarme".
El
resto de la velada transcurrió animado y alegre, con la presencia también de
Bárbara, la cual se lamentó de que, en ausencia de él, Ana tomara morfina.
-¿Qué
queréis que haga? No podía dormir. Me estorbaban los pensamientos. Cuando él
está aquí, no la tomo nunca... Casi nunca...
Vronsky
contó los diversos episodios de las elecciones, y con sus preguntas, Ana supo
llevarle a lo que más le gustaba: a hablar de sus éxitos.
Ella
le refirió, por su parte, cuanto de interesante había sucedido en la casa, y
sus noticias fueron todas felices y alegres.
Pero
cuando, ya tarde, los dos quedaron solos, al ver que de nuevo le tenía a su
lado, Ana quiso borrar la mala impresión de su carta y le preguntó:
-Confiesa
que el recibir mi carta te fue desagradable. ¿Me has creído o no?
Apenas
lo hubo dicho, comprendió que por grande que fuese su cariño, Vronsky no se lo
perdonaba.
-Sí,
la carta era muy extraña. Me decías que Any estaba grave y que querías venir tú
en persona...
-Las
dos cosas eran verdad.
-No
lo dudo.
-No;
sí lo dudas... Veo que estás descontento.
-En
modo alguno. Lo que me contraría es que no quieras comprender que uno tiene
obligaciones...
-¿Es
obligación ir al concierto?
-Bueno,
no hablemos más de esto...
-¿Y
por qué no hablar? -insistió Ana,
-Sólo
quiero decir que se presentarán deberes imperiosos... Ahora mismo, muy pronto,
tendré que ir a Moscú por los asuntos de la casa... Ana, ¿por qué te irritas?
¿No sabes que no puedo vivir sin ti?
-Si
es así... -, dijo Ana, cambiando súbitamente de tono-. Si vienes aquí, estás un
día y luego te marchas de nuevo, si estás cansado de esta vida...
-Ana,
eres cruel. Ya sabes que estoy pronto a sacrificarlo todo, hasta mi vida...
Pero
ella no le escuchaba.
-Si
vas a Moscú, iré yo también. No quiero quedarme aquí. Debemos separarnos
definitivamente, o vivir juntos.
-Tú
sabes que ése es mi único deseo. Pero para esto...
-¿Hay
que obtener el divorcio? Voy a escribir en seguida a mi marido. Veo que no
puedo vivir así... Pero iré contigo a Moscú.
-Parece
que me amenazas... Pues bien: mi más ardiente deseo es separarme de ti --dijo
Vronsky sonriendo.
Pero
en sus ojos, al pronunciar aquellas dulces palabras, brillaba no sólo una
mirada fría, sino irritada, la mirada de un hombre exasperado por aquella obstinación.
Ana
vio su mirada y comprendió hasta el fondo su significado: "¡Qué
desgracia!", leyó en los ojos de Vronsky
Fue
una impresión que duró un instante, pero Ana no la olvidó nunca más.
Ana
escribió la carta a su marido pidiéndole que accediera al divorcio.
Y
a fines de noviembre, separándose de la princesa Bárbara, la cual debía ir a
San Petersburgo, marchó con Vronsky a Moscú, donde, esperando cada día la
contestación de Alexey Alejandrovich y luego el divorcio, se instalaron juntos
como marido y mujer.
SÉPTIMA PARTE
I
Más
de dos meses llevaban los Levin viviendo en Moscú, y el término fijado por los
entendidos para el parto de Kitty había pasado ya, sin que nada hiciera prever
que el alumbramiento hubiera de producirse en un término inmediato.
El
médico y la comadrona, y Dolly y su madre y, sobre todo, el mismo Levin, que no
podían pensar sin terror en aquel acontecimiento, empezaban ya a sentirse
impacientes e inquietos. únicamente Kitty se sentía completamente tranquila y
feliz.
Distintamente
sentía ahora nacer en sí un gran afecto, un gran amor para el niño que había de
venir, y, también, un gran orgullo de sí misma; y se complacía en estos nuevos
sentimientos.
Su
niño, a la sazón, era, no sólo una parte de ella, sino que a veces vivía ya por
sí mismo, independiente de la madre. En estas ocasiones, con el rebullir del
nuevo ser, solía experimenter fuertes dolores, pero al mismo tiempo gozaba con
nueva a intense alegría.
Todos
aquellos a quienes ameba estaban a su lado, y todos eran buenos con ella, la
cuidaban con tan tiernas solicitudes y se lo hacían todo tan agradable, que a
no saber que todo debía terminar muy pronto, Kitty no habría deseado vide mejor
y más agradable. Sólo una cosa le enturbiaba el encanto de aquella vide: que su
marido no fuese como ella le quería, que hubiese cambiado tanto.
A
Kitty le agradaba el tono tranquilo, cariñoso y acogedor con que se mostraba
siempre en la finca. En la ciudad, en cambio, parecía estar siempre inquieto y
preocupado, temiendo que alguien pudiera ofenderle o -y esto era lo principal-
ofenderla a ella.
Allí,
en el campo, sintiéndose en su lugar, jamás se precipitaba y no se le veía
nunca preocupado. En cambio, aquí andaba siempre apresurado, como temiendo no
tener nunca tiempo de hacer lo que llevara entre manos, aunque casi nunca
tuviera nada que hacer.
A
Kitty le parecía casi un extraño, y la transformación que se había operado en
su marido despertaba en ella un sentimiento de piedad.
Nadie
sino ella experimentaba, sin embargo, este sentimiento, pues no había nada en
la persona de él que excitara la compasión, y cada vez que en sociedad había
querido Kitty conocer la impresión que producía Levin en los demás, pudo ver,
casi con un sentimiento de celos, que no sólo no producía lástima, sino que,
por su honradez, por su tímida cortesía, algo anticuada, con las mujeres, su
recia figura y su rostro expresivo, se atraía la simpatía general.
No
obstante, como había adquirido el hábito de leer en su alma, estaba convencida
de que el Levin que veía ante ella no era el verdadero Levin.
A
veces, en su interior, Kitty le reprochaba el no saber adaptarse a la vida de
la ciudad; pero, también, a veces, se confesaba a sí misma que le sería muy
difícil ordenar su vida en la ciudad de tal forma que la satisficiera a ella.
En
realidad, ¿qué podía hacer? No le gustaba jugar a las cartas. No iba a ningún
círculo. ¿Tener amistad con los hombres alegres, ser una especie de Oblonsky?
Kitty sabía ahora que aquello significaba beber y luego, una vez bebidos, ir
Dios sabía adónde. Y ella nunca había podido pensar sin horror en los lugares a
donde debían ir los hombres en tales ocasiones. Tampoco el " gran
mundo" le atraía. Para atraerle habría debido frecuentar el trato de
mujeres jóvenes y bellas, cosa que a Kitty no podía en modo alguno gustarle.
¿Quedarse en casa con ella, con su madre y sus hermanas? Pero por muy
agradables y divertidas que fueran para ella estas conversaciones de Alin y
Nadin, como llamaba el viejo Príncipe a tales charlas entre hermanos, Kitty
sabía que a su esposo le habían de aburrir. ¿Qué debía, pues, hacer? Al
principio iba a la biblioteca para tomar apuntes y anotaciones, pero, como él
confesaba, cuanto menos hacía, tanto menos tiempo tenía libre, y además, se
quejaba de que, habiendo hablado de su libro demasiado, ahora tenía una gran
confusión de pensamientos y hasta había perdido para él todo interés.
Esta
vida en Moscú tenía, sin embargo, una ventaja: aquí no se suscitaba entre ellos
ninguna discusión.
Ya
fuese por las condiciones especiales de la vida de la ciudad o porque, tanto él
como ella, se hubiesen hecho más prudentes y razonables a este respecto, el
caso era que su temor de que en Moscú se renovasen las escenas de celos había
resultado completamente injustificado.
En
este aspecto se había producido un hecho muy importante para los dos: el
encuentro de Kitty con Vronsky.
La
vieja princesa María Borisovna, madrina de Kitty, que quería mucho a su
ahijada, hizo presentes sus deseos de verla. Kitty que, por su estado, no salía
a ninguna parte, fue, sin embargo, acompañada por su padre, a ver a la
honorable anciana y encontró a Vronsky en su casa.
De
lo ocurrido en este encuentro, Kitty no pudo reprocharse a sí misma sino que,
cuando reconoció los rasgos tan familiares de Vronsky en su traje de paisano,
se le cortó la respiración, le afluyó al corazón toda la sangre y sintió el
rostro encendido de rubor. Pero esto duró sólo algunos segundos. Todavía su
padre, que intencionadamente se había puesto a hablar con Vronsky en voz alta,
no había terminado de saludarle, cuando Kitty estaba ya completamente repuesta
de su emoción y dispuesta a mirar a Vronsky y hasta a hablarle, si era preciso,
del mismo modo que hablaría con la princesa María Borisovna, a hacerlo de forma
-y esto era lo principal- que todo, hasta la entonación y la más leve sonrisa
pudieran ser aprobadas por su marido, la presencia invisible del cual parecíale
presentir en todos los momentos de aquella escena.
Cruzó,
pues, algunas palabras con su antiguo amado y sonrió tranquila cuando bromeó
sobre la asamblea de Kachin, llamándola "nuestro Parlamento" (era
preciso sonreír para mostrar que había comprendido la broma). En seguida
volvióse hacia María Borisovna y no miró ya a Vronsky ni una vez más hasta que
él se levantó para despedirse, porque no hacerlo entonces habría sido
evidentemente una falta de consideración.
Kitty
estaba agradecida a su padre por no haberle dicho nada acerca de su encuentro
con Vronsky. Durante el paseo que según costumbre dieron juntos y por la
particular dulzura con que la trató, Kitty comprendió que su padre estaba
satisfecho de ella. También ella misma estaba satisfecha de sí. Nunca se había
creído capaz de poder manifestar ante su antiguo amado la firmeza y
tranquilidad que manifestó, de poder dominar los sentimientos que en presencia
de él había sentido despertar en su alma.
Levin
se sonrojó mucho más que ella cuando le dijo que había encontrado a Vronsky en
la casa de María Borisovna.
Le
fue difícil decírselo y aún más contarle los detalles de aquel encuentro,
porque él nada le preguntó y sólo la miraba con las cejas fruncidas.
-Siento
mucho que no hayas estado presente -dijo Kitty-. No en la misma habitación,
porque con tu presencia no habría podido obrar tan naturalmente. Ahora mismo me
ruborizo más, mucho más, que entonces -decía, conmovida hasta el punto de
saltársele las lágrimas-. Lo que siento es que no pudieras verlo desde un lugar
oculto...
Los
ojos, que le miraban tan francamente, dijeron a Levin que Kitty estaba contenta
de sí misma; y a pesar de que allí, ahora, se ruborizaba, él se sintió
tranquilo y empezó a dirigirle preguntas, que era precisamente lo que ella
quería.
Cuando
lo supo todo, hasta aquel detalle de que, en el primer momento, Kitty no había
podido dominar su emoción, pero que luego se había sentido tan tranquila como
si se encontrara ante cualquier hombre, Levin se calmó totalmente, y dijo que a
partir de entonces no se conduciría ya con Vronsky tan estúpidamente como lo
había hecho en su primer encuentro en las elecciones, sino que, incluso, pensaba
buscarle y mostrarse con él lo más amable posible.
-¡Es
un sentimiento penoso el de huir, el de encontrarse con un hombre y tener que
considerarle casi un enemigo! -dijo Levin-. Me siento dichoso, muy dichoso.
II
-Por
favor, haz una visita, aunque sólo sea de paso, a los Bolh -dijo Kitty a su
marido cuando éste, a las once de la mañana, entró en su habitación para
despedirse al salir de casa-. Sé que comes en el Círculo, que papá lo ha
inscrito de nuevo. ¿Y por la mañana qué vas a hacer?
-Sólo
voy a ver a Katavasov -contestó Levin.
-¿Y
por qué sales tan temprano?
-Katavasov
me prometió presentarme a Metrov. Quiero hablarle de mi obra. Es un sabio muy
conocido en San Petersburgo -explicó Levin.
-¡Ah!
¿Es el autor del artículo que has alabado tanto? -inquirió Kitty.
-Además,
quizá vaya al Juzgado por el asunto de mi hermana.
-¿Y
el concierto? -preguntó Kitty.
-¿Qué
voy a hacer solo en el concierto?
-Tendrías
que ir. Es una fiesta magnífica, toda a base de piezas modernas que tanto te
interesan... Yo en tu lugar no dejaría de ir...
-En
todo caso, antes de comer vendré aquí.
-Ponte
la levita. Así podrás ir directamente a casa de la condesa de Bolh.
-¿Y
es necesaria esa visita?
-Sí,
es necesaria. El Conde estuvo en nuestra casa. ¿Y qué trabajo te cuesta? Vas
allí, te sientas, hablas cinco minutos del tiempo, te levantas y te vas.
-¿Quieres
creer que he perdido tanto esas costumbres que hasta dudo de saber comportarme
debidamente? Fíjate: va a verles un hombre casi desconocido, se sienta, se
queda allí sin tener ninguna necesidad. Estorba a aquella gente, se molesta él
mismo y luego se marcha...
Kitty
rió de buena gana.
-Pero,
¿cuando estabas soltero no hacías esas visitas? -lo dijo sonriendo aún.
-Las
hacía, pero siempre experimentaba vergüenza; y ahora estoy tan desacostumbrado,
que te juro que preferiría quedarme dos días sin comer y no hacer esta visita.
¡Siento tanta vergüenza! Me parece incluso que se van a enfadar y que dirán:
"¿Y para qué vendrá este hombre sin tener necesidad de vernos?".
-No,
no se enfadarán. De esto yo te respondo ---dijo Kitty, mirando al rostro a su
marido y sonriéndole, burlona y cariñosa.
Luego
le tomó una mano y le dijo:
-Adiós.
Te pido que hagas esa visita.
Ya
iba a marcharse, tras haber besado la mano a su mujer, cuando ella le paró.
-Kostia.
¿Sabes que sólo me quedan cincuenta rublos?
-Bien.
Pasaré por el banco. ¿Cuánto quieres? --contestó Levin con la expresión de
desagrado que Kitty conocía ya en él.
-No,
espera -dijo ella reteniéndole por la mano-. Hablemos. Esto me inquieta. Creo
que no pago nada que no deba pagar, pero el dinero desaparece con tanta rapidez
que a veces pienso que gastamos más de lo que podemos.
-Nada
de eso -contestó Levin, aunque mirándola ceñudo y tosiendo ligeramente.
Kitty
conocía también aquel modo de toser. Aquel gesto y aquella tosecilla eran señal
de descontento, si no de ella, de sí mismo.
En
efecto, Levin estaba descontento no de que hubieran gastado mucho dinero, sino
de que Kitty le hubiese recordado que -como él sabía bien, pero procuraba olvidarlo-
sus cosas no marchaban como él quería.
-He
ordenado a Sokolov -dijo a su esposa- vender el trigo y cobrar adelantado el
arriendo del molino. No te preocupes; de todos modos, tendremos dinero.
-Temo
que gastamos demasiado...
-No...
Nada... Nada, querida... Adiós querida -repitió Levin.
-Te
aseguro que a veces siento que hayamos dejado el pueblo. Me arrepiento de haber
escuchado a mamá. ¡Estábamos tan bien allí! En cambio aquí molesto a todos, y,
por otra parte, gastamos tanto dinero...
-No,
no... En manera alguna... Desde que estoy casado no he dicho ni una sola vez
que me haya arrepentido de nada.
-¿Y
es verdad que piensas así? -preguntó ella mirándole a los ojos.
Levin
lo había dicho sin pensarlo, sólo para tranquilizarla; pero cuando vio que los
ojos, claros, puros, de ella le miraban interrogativamente, lo repitió con toda
su alma. Recordó luego lo que esperaban para pronto y se dijo entre sí:
"La olvido demasiado".
Y
tomándola por las manos, le preguntó cariñosamente y con cierta ansiedad:
-¿Y
cuándo ...? ¿Cómo te sientes?
-He
contado tantas veces y me he equivocado, que ahora ya no sé ni pienso nada.
-¿Y
no temes ...?
Kitty
sonrió con despreocupación.
-Nada.
-En
todo caso, estaré en la casa de Katavasov.
-No,
no pasará nada. No pienses en ello. Iré a dar un paseo en coche con papá, por
la avenida. Pasaremos a ver a Dolly. Antes de la comida te espero. ¡Ah! ¿Sabes
que la situación económica de Dolly vuelve a ser insostenible? Debe en todas
partes, no tiene dinero... Ayer hablé con mamá y con Arsenio (así llamaba ella
al marido de su hermana Lvova) y decidimos mandaros a ti y a él a hablar
seriamente con Stiva. Es absolutamente imposible que las cosas sigan de este
modo... Con papá no se puede hablar de esto... Pero si tú y Arsenio...
-Pero,
¿qué podemos hacer nosotros? ---objetó Levin.
-De
todos modos, pasa a ver a Arsenio y háblale. Él te dirá lo que hemos decidido.
-Bien
pasaré a verle. Con él siempre me pongo de acuerdo. A propósito: si voy al
concierto, iré con Nataly. Adiós, pues.
En
la escalinata, Kusmá, el criado que tenía ya cuando estaba soltero, detuvo a
Levin.
-A
"Krasavchik" le han herrado de nuevo -"Krasavchik" era el
caballo que enganchaban a la izquierda del tiro que los Levin habían llevado
del pueblo- y todavía cojea -dijo Kusmá-. ¿Qué hago, señor?
En
los primeros días de su estancia en Moscú, Levin se ocupaba continuamente de
los caballos que había traído del campo. Quería organizar este asunto de lá
mejor manera y más económica, pero, al fin, había tenido que recurrir a los
caballos de alquiler, porque los suyos le resultaban demasiado caros.
-Manda
a buscar al veterinario. Quizá tenga una magulladura en ese casco.
-¿Y
para Katerina Alejandrovna? -preguntó Kusmá.
A
Levin le sorprendió, como en el primer tiempo de su estancia en Moscú, que para
ir de Vosdvijenskoe a Sivzev Vrajek hubiera que enganchar un pesado carruaje
con un par de fuertes caballos que salvasen el barro pegajoso y la nieve y,
después de un cuarto de versta, dejarlos allí cuatro horas pagando por ello
cinco rublos.
-Ordena
al cochero de alquiler que traiga un par de caballos para nuestro coche -dijo.
-Sí,
señor.
Y
después de haber resuelto tan fácilmente, con tanta sencillez, gracias a las
condiciones de vida en la ciudad, aquella cuestión que en el pueblo hubiera
requerido tanto trabajo y atención personal, Levin salió a la escalera y,
habiendo llamado a un coche de alquiler, se sentó en él y se dirigió a la calle
Nikitskaya.
Una
vez instalado en el coche, dejó de pensar en el dinero para pensar únicamente
en aquel sabio petersburgués que se dedicaba a sociología y en la conversación
que había de tener con él.
Al
principio de llegar a Moscú, a Levin le sorprendieron aquellos gastos extraños
para él, habitante de un pueblo; gastos sin utilidad, pero imprescindibles que
había que hacer a cada paso. Pero ahora ya estaba acostumbrado. Le pasó en este
aspecto lo mismo que dicen que ocurre a los borrachos: la primera copa -se
dice- les sienta como un tiro; la segunda como si se tragaran un halcón; y, al
pasar de la tercera, las otras copitas parecen pajarillos. Cuando Levin cambió
por primera vez cien rublos en Moscú para comprar las libreas al lacayo y al
portero, libreas que, contra la opinión de Kitty y la Princesa, juzgaba él
perfectamente inútiles, pensó que el dinero que estas libreas iban a costar
correspondía a la labor de dos obreros durante todo el verano, es decir, de
trescientos días de labor -desde la Pascua hasta la Cuaresma, en otoño-, de
trabajo penoso, diario, desde bien temprano, en el amanecer, hasta ya caída la
tarde, y también este gasto fue para él un trago amargo. En cambio los otros
cien, cambiados para comprar las provisiones de la comida que dieron a los
parientes y que costó veintiocho rublos, aunque despertaron en él el recuerdo
de que aquel dinero correspondía a nueve cuartas de avena, las cuales la genie,
con sudor y rudo trabajo, había segado, ligado, trillado, aventado y tamizado,
los gastó, a pesar de todo, con más facilidad.
Y
ahora, hacía ya tiempo, los billetes que cambiaba no le despertaban estas reflexiones
y volaban como pajarillos ligeros. Levin no se preguntaba ya si el placer que
el dinero le procuraba correspondía al esfuerzo que costaba obtenerlo.
Había
olvidado también su principio de que había que vender el trigo al más alto
precio posible.
El
centeno, cuyo precio Levin había sostenido alto durante tanto tiempo, era
vendido ahora a cincuenta cópecs el cuarto, más barato que lo daban hacía un
mes, y ni el pensamiento de que con gastos como aquellos les sería imposible
vivir todo el año sin contraer deudas le precupaba ya.
Necesitaba
sólo una coca: tener dinero en el banco, saber que al día siguiente podían
hacer frente a las necesidades de la vida y no preocuparse de nada más.
Hasta
entonces las cosas se habían deslizado sin obstáculos, las necesidades de la
casa habían quedado siempre cubiertas. De pronto, Levin había descubierto que
en la cuenta corriente no quedaba dinero, ni sabía tampoco dónde lo podría
obtener; por lo cual no era extraño que al mentárselo Kitty se pusiera de mal
humor.
Ahora
no tenía, sin embargo, tiempo de pensar en ello.
Pensaba
sólo en Katavasov y en Metrov, al cual iba a conocer inmediatamente.
III
En
esta su nueva estancia en Moscú, Levin reanudó la gran amistad que le unía con
su compañero de universidad, el profesor Katavasov, al cual no había visto
desde su casamiento.
Katavasov
le atraía por la claridad y sencillez de sus ideas.
Levin
pensaba que la claridad de pensamiento de Katavasov provenía de la escasez de
ideas, mientras que el profesor pensaba que la falta de coordinación en los
pensamientos de Levin era debida a indisciplina de su cerebro.
Pero
la claridad de Katavasov le era agradable a Levin, como la abundancia de ideas
indisciplinadas lo era para Katavasov, y los dos se encontraban y discurian con
evidente satisfacción.
Levin
le había leído algunas partes de su obra a su amigo, el cual la encontró de
mucho interés.
El
día anterior, al encontrar a Levin en una conferencia pública, Katavasov le
dijo que el famoso Metrov, uno de cuyos recientes artículos habían entusiasmado
a Levin, se encontraba en Moscú y estaba muy interesado por lo que le había
dicho él de su obra; que al día siguiente por la mañana, a las once, Metrov les
esperaría en su casa y se alegraría mucho de conocerle.
-¡Hola!
¿Ya está usted aquí? Decididamente, amigo mío, veo que va haciéndose usted
puntual. Bueno, hombre, me agrada mucho verle -dijo Katavasov al encontrar a su
amigo en el saloncito-. Oí la campanilla, pero pensé " no puede ser que
sea ya él". ¿Y qué? ¿Qué me dice de los montenegrinos? Son guerreros de
raza, ¿no?
-¿Qué
ha pasado? -preguntó Levin.
Katavasov,
en pocas palabras, le informó de las últimas noticias, y, entrando en el
despacho, le presentó a un señor de alta estatura, fuerte y de presencia muy
agradable. Era Metrov.
La
conversación versó un momento sobre la política y los comentarios que en las
altas esferas de San Petersburgo habían suscitado los últimos acontecimientos.
Metrov refirió una conversación, una fuerte discusión, que se aseguraba había
habido entre el Emperador y uno de los ministros. Katavasov dijo haber oído
también, como cosa muy segura, que el Emperador había dicho todo lo contrario.
Levin buscó una explicación que, tomando algo, lo más verosímil, de cada
versión, diera la justa, la más aproximada a la realidad de lo ocurrido. Y
seguidamente cambiaron de terra.
-Mi
amigo tiene casi terminado un libro sobre la economía rural -dijo Katavasov-.
Yo no soy un especialista en la materia, pero, como naturalista, la idea
fundamental del libro ha despertado mi interés. Lo que más me ha gustado de él
es que no toma al hombre como algo que está fuera de las leyes zoológicas, sino
que, al contrario, examina su situación y el medio en que se encuentra y en
esta relación busca las leyes para el desarrollo de su teoría.
-Es
muy interesante -comentó Metrov.
-A
decir verdad -explicó Levin- empecé a escribir un libro sobre economía rural,
pero, por fuerza, habiéndome ocupado de la primera máquina de la agricultura
-del obrerollegué a resultados completamente insospechados -dijo sonrojándose.
Y
poniendo un gran cuidado en sus palabras, pues sabía que Metrov había escrito
un artículo contra su punto de vista, Levin se puso a explicar sus opiniones
sobre la cuestión. Miraba en tanto con gran atención a su interlocutor, como
explorando el terreno que pisaba, queriendo ver cómo reaccionaba aquél ante
tales ideas, mas en el rostro tranquilo a inteligente del sabio nada lograba
adivinar.
-Pero,
¿en qué ve usted condiciones particulares al obrero ruso? -preguntó Metrov, al
fin-. ¿En sus cualidades zoológicas, por decirlo así, o en las condiciones en
las cuales se encuentra?
Levin
veía que esta pregunta, en sí misma, contenía ya una oposición a sus ideas
sobre aquel asunto, pero continuó explicando su pensamiento, que consistía en
creer que el campesino ruso tiene un punto de vista respecto a la tierra muy
distinto del que sustentan los campesinos de otros pueblos. Y, para demostrarlo
Levin se apresuró a añadir que este punto de vista del pueblo ruso proviene de
considerarse predestinado a poblar los enormes espacios libres de Oriente.
-Es
muy fácil equivocarse extrayendo conclusiones de la predestinación general de
un pueblo -dijo Metrov interrumpiéndole-. El estado del obrero siempre depende
de sus relaciones con la tierra y el capital.
Y
ya, no dejando hablar más a Levin, Metrov se puso a exponer la particularidad
de su ciencia.
En
qué consistía la particularidad de tal ciencia, Levin no lo entendió, en primer
lugar, porque no se esforzó en comprenderlo.
Levin
veía que, como otros, y no obstante su artículo en que refutaba la ciencia de
los economistas, Metrov consideraba la posición del obrero ruso sólo desde el
punto de vista de capital, sueldo y renta. Y lo hacía así a pesar de reconocer
que en la mayor parte de Rusia -la zona oriental-, la renta era aún nula; que
el sueldo para las nueve décimas partes de la población rusa -de ochenta
millones de habitantes- significaba sólo no morirse de hambre, que, en fin, el
capital no estaba representado sino por los instrumentos de trabajo más primitivos.
En
muchas cosas, Metrov no estaba de acuerdo con los economistas, y tenía su
teoría propia respecto a la remuneración de los obreros, teoría que expuso de
manera detallada.
Levin
le escuchaba de mal grado y hasta le replicaba, le interrumpía para exponerle
su idea, la cual pensaba que haría innecesaria la explicación de Metrov. Luego,
convencido de que cada uno de ellos consideraba la cuestión de un modo tan
distinto que nunca podrían comprenderse, dejó de oponer objeciones y se limitó
a escuchar.
A
pesar de que ahora no le interesaba ya lo que estaba diciendo, Levin le
escuchaba con gusto, halagado en el fondo de que un sabio de tanto renombre le
expusiera sus ideas con el calor, atención y confianza con que lo hacía. Levin
lo atribuía a sus méritos, sin saber que Metrov, después de haber hablado de
ello con todos sus íntimos, no dejaba de aprovechar cuantas ocasiones se le
presentaban para tratarlo con cada hombre que encontraba dispuesto a
escucharle, y que hallaba, por otra parte, un gran placer en hablar de una
cuestión que le apasionaba y que él, el gran sabio, no veía aún clara.
-Con
todo eso se nos va a hacer tarde -dijo Katavasov, mirando el reloj, cuando
Metrov acabó la exposición de sus ideas-. Hoy se da en la Sociedad de Amigos de
la Ciencia una conferencia para conmemorar el cincuentenario de la muerte de
Sviatich -añadió-. Pedro Ivanovich y yo vamos allí. He prometido presentar una
comunicación acerca de la obra de Sviatich en la Zoología. Vente con nosotros.
Será muy interesante.
-Sí,
es verdad; ya es tiempo de ir -dijo Metrov-. Vamos todos juntos y de allí
iremos a mi casa, si usted quiere, Levin. Allí podría usted leerme su obra. Me
gustaría mucho.
-En
cuanto a esto, me es imposible complacerle, pues todavía no la tengo terminada.
Pero con mucho gusto iré a la conferencia -contestó Levin.
-Y
esto, ¿lo ha oído usted? -le preguntó Katavasov en otra habitación, donde había
ido a ponerse el frac.
Y
les explicó una opinión que se apartaba de todas las expuestas anteriormente.
Luego
hablaron de los asuntos de la universidad.
La
cuestión universitaria era un acontecimiento muy importante aquel invierno en
Moscú.
En
el Consejo, tres catedráticos ancianos no habían aceptado la opinión de los
jóvenes, y los jóvenes habían presentado una memoria particular.
Según
la opinión de algunos, esta memoria era detestable; según otros, no podía ser
más justa y sencilla.
Los
catedráticos se dividieron en dos grupos: unos, a los cuales pertenecía
Katavasov, veían en el campo adversario el engaño y la delación; los otros
veían en sus contrarios puerilidad y poco respeto a las autoridades
universitarias.
Aunque
Levin no pertenecía ya a la universidad, muchas veces desde que vivía en Moscú,
había escuchado, hablado y hasta discutido sobre aquel asunto y tenía formada
su opinión sobre él, por lo que, ahora, tomó también parte en la conversación
de Katavasov y Metrov, que se continuó en la calle mientras se dirigían los
tres a pie al edificio de la universidad antigua, al lado de la cual se había
construido la nueva universidad.
La
conferencia había empezado ya. A la mesa donde tomaron asiento Katavasov,
Metrov y Levin, estaban sentados seis hombres, y uno de ellos muy inclinado
sobre el papel, leía un manuscrito.
Levin
se sentó en una de las sillas desocupadas que había alrededor de la mesa y, en
voz baja, dirigiéndose a un estudiante que estaba sentado a su lado, preguntóle
de qué trataba la exposición.
-La
biografía -contestó secamente, con cierto descontento, el estudiante.
A
pesar de que a Levin no le interesaba la biografía del sabio, hubo de
escucharla, quieras que no, y conoció, de este modo, detalles nuevos a
interesantes de la vida de aquel famoso hombre de ciencia.
Cuando
el lector hubo terminado, el Presidente le dio las gracias y leyó, a su vez,
unos versos que el poeta Ment había escrito para aquel jubileo a quien dedicó
algunas palabras de gratitud.
Luego,
Katavasov, con su voz fuerte y aguda, leyó su memoria sobre las obras
científicas del sabio.
Cuando
Katavasov hubo terminado, Levin miró el reloj, vio que era ya la una dada, y
pensó que no tendría tiempo de leer a Metrov su obra antes del concierto, cosa
que por otra parte había dejado de ofrecer interés para él. Durante la
conferencia meditó también sobre la conversación que habían sostenido. Ahora veía
claro que sus ideas eran al menos tan importantes como las del sabio, y que los
pensamientos de los dos podrían ser aclarados y llegar a algo práctico con la
condición de trabajar cada cual separadamente en la orientación elegida.
Comunicarse mutuamente sus ideas y emplearse en discutirlas, le parecía ahora
perfectamente inútil.
Decidió,
por lo tanto, rehusar la invitación de Metrov y, al final de la conferencia, se
acercó a éste para hacérselo saber.
Metrov
le presentó al Presidente, con el cual estaba hablando en aquel momento de las
últimas noticias políticas; le repitió lo mismo que había dicho anteriormente a
Levin, y éste formuló las mismas objeciones que había formulado ya por la
mañana, aunque y, para variarlas en algo, expuso una nueva idea que, en aquel
momento precisamente, había acudido a su cerebro.
Luego
pasaron a hablar de la cuestión universitaria.
Como
quiera que Levin había ya oído todo aquello infinidad de veces y no le
interesaba, se apresuro a decir a Metrov que sentía mucho no poder aceptar su
invitación, saludó y se dirigió a casa de Lvova.
IV
Casado
con Natalia, hermana de Kitty, Lvov había pasado toda su vida en las capitales
y en el extranjero, donde se había educado y había actuado después como
diplomático.
El
año anterior había dejado el servicio diplomático, no porque le hubiese
sucedido nada desagradable (cosa imposible en él), sino para pasar al servicio
del ministerio de la Corte, en Moscú, y tener así la posibilidad de dar una
educación superior a sus dos hijos.
No
obstante la diferencia bien marcada entre sus costumbres a ideas, y aunque Lvov
era mucho más viejo que Levin, durante aquel invierno los dos cuñados se habían
sentido unidos por una sincera amistad.
Lvov
estaba en casa y Levin entró en su gabinete sin anunciarse.
Vestido
con una bata, con cinturón y zapatillas de gamuza, Lvov estaba sentado en una
butaca y con su pincenez de cristales azules leía en un libro colocado sobre un
pupitre, mientras que, con una mano, entre dos dedos, sostenía con cuidado, a
distancia, un cigarrillo encendido a medio consumir.
Su
rostro, joven aún, al cual los cabellos rizados, blancos y brillantes, daban un
aire aristocrático, al aparecer Levin se iluminó con una sonrisa de alegría.
-Ha
hecho usted muy bien en venir. Precisamente quería mandarle una carta... ¿Cómo
está Kitty? Siéntese aquí, por favor. (Lvov se levantó y acercó a Levin una
mecedora.) ¿Ha leído usted la última circular en el Journal de
Saint-Petersburg? La encuentro muy bien -comentó con acento ligeramente
afrancesado.
Levin
refirió a su cuñado lo que había dicho a Katavasov sobre los rumores que
circulaban en San Petersburgo y, después de haber charlado de otras cuestiones
políticas, le contó su encuentro con Metrov y su impresión de la conferencia,
cosa que despertó en el otro un extraordinario interés.
-Le
envidio que pueda frecuentar ese mundo tan interesante de la ciencia -dijo, y
animándose, continuó, en francés ahora, porque en este idioma se explicaba con
más comodidad-. A decir verdad, tampoco tendría tiempo; mi trabajo y mis
ocupaciones con los niños no me lo permitirían y, además (lo confieso
sinceramente) no tengo la suficiente preparación.
-No
lo pienso así -dijo Levin con una sonrisa y conmovido como siempre ante las
palabras de su cuñado, por saber que respondían, no a un deseo de aparentar
modestia, sino a un sentimiento profundo y sincero.
-Repito
que es así, y ahora me doy cuenta de mi escasa cultura. Hasta para enseñar a
mis niños tengo que refrescar frecuentemente mi memoria y aun a veces repasar
mis estudios. Porque, para educar a los hijos, no basta procurarles maestros;
hay que ponerles también observadores, tal como en su propiedad tiene usted
obreros y capataces. Ahora estoy leyendo esto -Lvov indicó la gramática de
Buslaev que, por ejemplo, tenía sobre el pupitre-. Se lo exigen a Michka y es
tan difícil... ¿Quiere usted explicarme qué es lo que dice aquí?
Levin
le objetó que se trataba de materias que debían ser aprendidas sin intentar
profundizar en ellas, pero Lvov no se dejó convencer.
-Usted
se ríe de mí...
-Al
contrario. Usted me sirve de ejemplo para tu porvenir y, viéndole, aprendo a
pensar en lo que habré de hacer cuando tenga que encargarme de la educación de
mis hijos.
-Poco
podrá usted aprender de mí.
-Sólo
puedo decirle una cosa: no he visto niños mejor educados que los suyos y no
quisiera más sino que los míos lo fueran como ellos.
Lvov
quiso contenerse para no expresar la satisfacción que le causaban aquellas
palabras, pero su rostro se iluminó con una sonrisa.
-Eso
sí; quisiera que fuesen mejores que yo. Es todo lo que deseo. Usted no se
figura el trabajo que dan chicos como los míos, que por nuestra forma de vivir,
casi siempre en el extranjero, estaban tan atrasados en sus estudios.
-Ya
adelantarán. Son muchachos despiertos a inteligentes. Lo principal es la
educación moral, y en este aspecto he aprendido mucho viendo a sus hijos.
-Usted
dice "la educación moral"... Es imposible imaginar hasta qué punto es
difícil eso. Apenas ha salvado usted una parte, se enfrenta con otra y de nuevo
comienza la lucha. Si no fuera por el apoyo de la religión (se acordará usted
de lo que hablamos sobre este asunto), ningún padre podría, con sus medios
solamente, llevar adelante la educación de sus hijos.
Esta
conversación, que interesaba siempre a Levin, fue interrumpida por la bella
Natalia Alejandrovna, que entraba vestida ya para ir al concierto.
-No
sabía que estuviese usted aquí -dijo desviando aquella conversación tan
repetida y aburrida para ella. ¿Y cómo está Kitty? Hoy como en casa de ustedes
-dijo a Levin-. ¿Lo sabías, Arseny? Tú tomarás el coche... -se dirigió a su
marido.
Los
esposos se pusieron a discutir sobre lo que tenían que hacer aquel día. Como el
marido, por obligaciones del servicio, debía ir a la estación a recibir a un
personaje y la mujer quería asistir al concierto y luego a una conferencia
pública de la Comisión del Sudeste, tenían que meditar y resolver varias
cuestiones relacionadas con todo ello, en las cuales entraba también Levin como
persona de la casa. Decidieron, al fin, que Levin iría al concierto con Natalia
Alejandrovna y a la conferencia, y desde allí mandarían el coche a Arsenio, el
cual, a su vez, iría a buscar a su mujer para llevarla a casa de Kitty. En el
caso de que Lvov no terminara a tiempo sus quehaceres, mandaría el coche y
Levin acompañaría a Natalia Alejandrovna a su casa.
-Levin
quiere halagarme -dijo Lvov-. Me asegura que nuestros niños están muy bien
dotados, cuando yo les reconozco tantos defectos.
-Arseny
exagera, lo digo siempre -comentó la mujer---. Si buscas la perfección -dijo
luego a su marido-, nunca estarás contento. Eso es imposible. Papá dice, y yo
lo pienso también, que cuando nos educaban a nosotros se pecaba en un sentido,
nos tenían en el entresuelo mientras los padres habitaban en el principal; ahora,
por el contrario, los padres viven en la despensa y los hijos en el principal.
Ahora los padres ya no han de vivir, sino sacrificarlo todo por los hijos.
-¿Y
por qué no ha de ser así si es agradable? -dijo Lvov, sonriendo con su hermosa
sonrisa y acariciando la mano de su mujer---. Quien no lo conozca podría pensar
que no eres madre sino madrastra.
-No,
la exageración no va bien en ningún caso - insistió Natalia Alejandrovna con
tranquilidad, poniendo en su sitio la plegadera.
-Ahí
les tiene usted. ¡Ea, pasen acá los niños perfectos! --dijo Lvov dirigiéndose a
sus dos hermosos hijos, que entraban en aquel momento.
Los
niños saludaron a Levin y se acercaron a su padre con evidente deseo de decirle
algo.
Levin
quiso hablarles y oír lo que iban a decir a Lvov, pero en este momento Natalia
Alejandrovna se puso a hablar con él y en seguida entró en la habitación
Majotin, compañero de Lvov en el servicio, el cual, vestido con el uniforme de
la Corte, venía a buscarle para ir juntos a recibir al personaje que llegaba.
Al punto se entabló entre ellos una conversación, que resultó interminable,
sobre la Herzegovina, la princesa Korinskaya, el Ayuntamiento y sobre la muerte
inesperada de la Apraxina.
Levin,
con todo esto, se olvidó del encargo que le había dado Kitty para Arsenio,
pero, cuando se disponía a salir, lo recordó:
-¡Ah!
Kitty me encargó hablarle sobre Oblonsky -dijo ahora, al detenerse Lvov en la
escalera, acompañándoles a su esposa y a él.
-Sí,
sí, maman quiere que nosotros, les beaux fréres, le dirijamos una reprimenda
-dijo Lvov, poniéndose rojo-. ¿Y por qué debo hacerlo yo?
-Entonces
lo haré yo -repuso, sonriendo, Natalia Alejandrovna, que esperaba el final de
la conversación, habiéndose puesto ya su capa de zorro blanco... Ea, vamos.
V
En
el concierto ejecutaban dos piezas interesantes.
Una
era El rey Lear en la estepa y otra el cuarteto dedicado a la memoria de Bach.
Las
dos obras eran nuevas, compuestas en estilo moderno, y Levin desaba fomar
juicio acerca de ellas. Con esta intención, después de haber acompañado a su
cuñada a la butaca, se puso al lado de una columna, decidido a escuchar con
toda atención.
Procuró
no distraerse, no estropear la impresión de la obra mirando los movimientos del
director de orquesta, solemne con su corbata blanca, lo que entretiene tanto la
atención en los conciertos. Tampoco quería mirar a las mujeres, tocadas con
sombreros, cuyas cintas, especialmente destinadas a tales fiestas, ocultaban
delicadamente sus lindas orejas, ni a todas aquellas fisonomías no preocupadas
por nada o sólo por las cuestiones más diversas fuera de la música. Quiso sobre
todo evitar a los aficionados, grandes habladores casi todos, y con los ojos
fijos en el espacio se puso a escuchar.
Pero
cuanto más oía la fantasía de " El rey Lear" tanto más lejos se
sentía de poder formar una opinión definida. Juntándose las melodías sin cesar,
empezaba la expresión musical del sentimiento para en seguida diluírse en los
principios de nuevas expresiones según el capricho del compositor, dejando como
única impresión la de la búsqueda penosa de una difícil instrumentación. Pero
estos trozos que a veces encontraba excelentes, otras le eran desagradables por
inesperados, o bien provocados sin ninguna preparación. Alegría y tristeza, y
desesperación, y dulzura, y exaltación, se sucedían con la incoherencia de las
ideas de un loco para desaparecer después de la misma manera.
Durante
la audición, Levin experimentaba continuamente la impresión de un sordo
contemplando una danza.
Cuando
la pieza hubo terminado, se sintió perplejo a invadido de una inmensa fatiga
provocada por la tensión nerviosa a que inútilmente se había sometido.
Desde
todas partes se escucharon grandes aplausos. Todos se levantaron, se movieron
de una parte a otra y empezaron a hablar. Queriendo aclarar su desconcierto con
la impresión de otros, Levin se dirigió al encuentro de los inteligentes en
música y tuvo la suerte y la alegría de ver a uno de los que gozaban de más
crédito hablando con su amigo Peszov.
-Es
pasmoso -decía Peszov, con su profunda voz de bajo. Buenos días, Constantino
Dmitrievich... El pasaje más vivo, el más rico en melodías, es aquel en que
aparece Cordelia, en que la mujer, das ewig Weibisgche, entra en lucha
con el Destino... ¿No es cierto?
-¿Y
qué tiene que ver con esto Cordelia? -preguntó tímidamente Levin, olvidando por
completo que aquella fantasía presentaba al rey Lear en la estepa.
-Aparece
Cordelia... Mire: aquí... -dijo Peszov, dando golpecitos con los dedos al
programa satinado que tenía en la mano y alargándolo a Levin.
Sólo
entonces Levin recordó el título de la fantasía y se apresuró a leer,
traducidos al ruso en el programa, al dorso de éste, los versos de Shakespeare.
-Sin
esto, es imposible seguir la música -dijo Peszov dirigiéndose a Levin porque su
otro interlocutor se había marchado y no tenía con quién hablar.
En
el intermedio, entre Levin y Peszov se entabló una discusión sobre las
cualidades y los defectos de las directrices seguidas por Wagner en su música.
Levin decía que el error de Wagner, como el de todos sus seguidores, consiste
en querer introducir la música en el campo de otro arte, y que yerra también la
poesía cuando describe los rasgos de un rostro, lo que debe dejarse a la
pintura.
Como
ejemplo de tal error Levin adujo el del escultor que quiso cincelar en mármol
rodeando la figura del poeta en el pedestal las pretendidas sombras de sus
inspiraciones.
-Estas
sombras del escultor tienen tan poco de sombras, que se tiene la impresión de
que se sostienen merced a la escalera --concluyó Levin. Y se sintió satisfecho
de su frase.
Pero
apenas la había dicho, cuando se dio cuenta de que acaso la había dicho ya en
otra ocasión y precisamente al mismo Peszov, y se sintió turbado.
Peszov,
por su parte, demostraba que el arte es único y que puede llegar a su máxima
expresión sólo en la unión de todos sus aspectos.
La
segunda obra del concierto, Levin no pudo escucharla. Peszov, a su lado, le
habló casi todo el tiempo, criticando esta composición por su sencillez,
demasiado exagerada, azucarada, artificial, y comparándola con la ingenuidad de
los prerrafaelistas en la pintura.
A
la salida, Levin encontró muchos conocidos, con los cuales habló de política,
de música y de amigos y conocidos comunes.
Entre
otros, encontró al conde Bolh, de la visita al cual se había ya olvidado por
completo.
-Bueno,
pues, vaya ahora -le indicó Lvova, a la que habló de aquel olvido-. Puede ser
que no le reciban, con lo que ganaría tiempo, y podría ir a buscarme en seguida
a la Comisión. Yo estaré todavía allí.
VI
-¿Acaso
no reciben hoy? -preguntó Levin a la entrada de la casa de la condesa de Bohl.
Sí,
reciben. Haga el favor de pasar -dijo el portero quitando el abrigo a Levin.
"Que
lástima", pensó suspirando Levin. Se quitó un guante y, arreglándose el
sombrero, se dirigió al primer salón. "¡Para qué habré venido!", iba
diciéndose para sí. "¿Y qué les diré?"
Pasado
el primer salón, Levin encontró, a la puerta del siguiente, a la condesa de
Bohl, que con el rostro grave y severo daba órdenes a su criado.
Al
ver a Levin, la Condesa sonrió y le rogó que pasara al saloncito contiguo, del
cual salían rumores de conversación.
En
él estaban sentados, en sendas butacas, los dos hijos de la Condesa y un
coronel moscovita que ya conocía Levin. Este se acercó a ellos, saludó y se
sentó con su sombrero sobre las rodillas.
-¿Cómo
está su esposa? ¿Estuvo usted en el concierto? Nosotros no hemos podido ir.
Mamá tuvo que asistir a un funeral.
-Sí,
lo he oído decir. ¡Qué muerte tan inesperada! -dijo con indiferencia Levin.
Vino
la Condesa, se sentó en un diván y le preguntó también por su mujer y por el
concierto.
Levin
repitió su sorpresa por la muerte repentina de la Apraxina.
-De
todos modos, siempre había tenido una salud muy frágil --comentó.
-¿Estuvo
usted ayer en la ópera?
-Sí.
La Lucca estuvo soberbia.
-Sí,
estuvo muy bien -dijo Levin. Y, sin importarle lo que pudieran pensar de él, se
puso a repetir lo que había oído decir respecto al talento particular de la
cantante.
La
condesa Bohl fingía escucharle.
Le
pareció que había dicho ya bastante, se calló, y entonces el Coronel, que hasta
entonces había guardado silencio, comenzó a hablar a su vez. Habló de la ópera,
del nuevo alumbrado, y, tras hacer alegres pronósticos acerca de la folle
journée que se preparaba en casa de Tiurnin, rió, recogió su sable con gran
ruido, se levantó y se fue.
Levin
se levantó también, pero por el gesto que hizo la Condesa, comprendió que aún
era pronto para irse, que debía quedarse un par de minutos más por lo menos. Se
sentó, pues, de nuevo, atormentado por la estúpida figura que hacía a incapaz
de encontrar un motivo de conversación.
-¿Usted
no va a la conferencia pública de la Comisión del Sudeste? -le preguntó la
Condesa-. Dicen que es muy interesante.
-No
estaré en la conferencia, pero he prometido a mi cuñada pasar a buscarla allí
-contestó Levin.
Hubo
otro silencio.
La
madre y el hijo cambiaron una mirada.
"Bueno,
parece que ahora ya es tiempo", pensó Levin. Y se levantó.
La
Condesa y los dos hijos le dieron la mano, rogándole que dijera mille choses
de su parte a su mujer.
El
portero, al ponerle su abrigo, le preguntó: "¿Dónde para el señor en
Moscú?". Y en seguida lo anotó en una libreta grande y elegantemente
encuadernada.
"A
mí me da igual", pensó Levin, " pero, de todos modos, me molesta y
¡es tan ridículo todo esto!". Se consoló, no obstante, pensando que todo
el mundo hacía visitas como aquélla.
Se
dirigió de allí a la conferencia pública donde había de encontrar a su cuñada
para ir juntos a su casa una vez terminado el acto.
Había
allí una numerosa concurrencia, y se veía a casi toda la alta sociedad.
Al
llegar él, todavía hacían la exposición general, la cual le aseguraron que era
muy interesante.
Cuando
se dio fin a la lectura y el Comité se reunió para tratar diversas cuestiones,
Levin encontró también a Sviajsky, el cual le invitó a ir a la Sociedad de
Agricultores, donde, según él, se daba también aquel día una conferencia de
gran interés. Encontró, asimismo, a Esteban Arkadievich, que venía de las
carreras de caballos y a otros muchos conocidos suyos, con todos los cuales
conversó sobre la conferencia sobre una nueva obra teatral que acababa de
estrenarse y sobre un proceso que apasionaba a la gente, y a propósito del
cual, seguramente a causa del cansancio que empezaba a experimentar, cometió un
error que, después, tuvo que lamentar. Comentando la pena impuesta a un
extranjero juzgado en Rusia y hablando de que sería injusto castigarle con la
expulsión del país, Levin repitió esta frase, que había oído anteriormente
conversación con un conocido:
"Me
parece que mandarle fuera de Rusia es igual que castigar al sollo echándole al
río."
Y
luego recordó aun que este pensamiento, que él había presentado como propio,
era tomado de una fábula de Krilov, y que el conocido de quien lo oyera lo
había recogido, a su vez, de un artículo publicado en un periódico.
Después
de haber ido a su casa, junto con su cuñada, y habiendo encontrado a Kitty
alegre y en perfecto estado de salud, Levin se fue al Círculo.
VII
Llegó
al Círculo a la hora justa, en el momento en que socios a invitados se reunían
en él.
Levin
no había estado allí desde el tiempo en que, habiendo salido ya de la
universidad, vivía en Moscú y frecuentaba la alta sociedad. Recordaba con todo
detalle el local, y cómo estaban dispuestas todas las dependencias; pero había
olvidado por completo la impresión que antes le producía.
Seguro
de sí y sin vacilar, llegó al patio, ancho, semicircular y, dejando el coche de
alquiler, subió la escalinata. Cuando le vio el portero, de flamante uniforme
con ancha banda, le abrió la puerta sin hacer ruido y le saludó.
Levin
vio en la portería los chanclos y abrigos de los miembros del Círculo, que, ¡al
fin!, habían comprendido que cuesta menos trabajo despojarse de aquellas
prendas y dejarlas abajo, en el guardarropa, que subir con ellas al piso de
arriba. En seguida oyó el campanillazo misterioso que sonaba siempre al subir
la escalera, de pendiente moderada y cubierta con una rica alfombra. Vio en el
rellano la estatua, que recordaba bien, y en la puerta de arriba al tan conocido
y ya envejecido tercer portero, con la librea del Círculo, el cual abría
siempre la puerta sin precipitarse pero sin tardanza, examinando detenidamente
al que llegaba. Y Levin sintió de nuevo la sensación de descanso, de
tranquilidad, de bienestar que experimentaba siempre hacía años al entrar en el
Círculo.
-Haga
el favor de dejarme el sombrero -le dijo el portero, viendo que había olvidado
esta costumbre del Círculo de dejar los sombreros en la porteria-. Hace tiempo
que el señor no ha venido por aquí... El Príncipe le inscribió ayer. El
príncipe Esteban Arkadievich no ha llegado todavía.
El
portero conocía, no sólo a Levin, sino, también, a todos sus parientes y
amigos, y en seguida le fue nombrando, de entre epos, a todos los que en aquel
momento se encontraban allí.
Después
de haber pasado por la primera sala, en la que se veían grandes biombos, y por
la habitación de la derecha, donde estaba sentado el vendedor de frutas, y
adelantando a un viejo que iba despacio, entró en el comedor, lleno de animación
y de ruido.
Levin
pasó por delante de las mesas, casi todas ya ocupadas, mirando a los
concurrentes. Aquí y allá veía las gentes más diversas, jóvenes y viejos, unos
íntimos, otros conocidos. No había ni un rostro enfadado ni preocupado. Parecía
que todos habían dejado en la portería sus disgustos y preocupaciones y se
habían juntado allí para gozar, sin cuidados, de los bienes materiales de la
vida. Allí estaban Sviajsky, y Scherbazky, y Neviedovsky, y el viejo príncipe,
y Vronsky, y Sergio Ivanovich.
-¡Ah!
¿Por qué has tardado tanto? -le preguntó el viejo Principe dándole una
palmadita cariñosa en el hombro-. ¿Cómo está Kitty? -añadió, arreglando la
servilleta y colocándosela en el ojal del chaleco.
-Está
bien. Las tres comen en casa.
-¡Ah!
" Alinas-Nadinas..." Aquí ya no tenemos sitio para ti... Ve allí, a
aquella mesa, y ocupa en seguida el puesto que hay vacante -dijo el viejo
Príncipe volviendo la cabeza. Y, con gran cuidado, tomó de manos del lacayo el
plato de sopa de lota.
-Levin,
ven aquí -le llamó, de algo lejos, una voz alegre.
Era
Turovzin.
Estaba
sentado junto a un joven militar desconocido para Levin, y a su lado había dos
sillas reservadas inclinadas contra la mesa.
Después
de las fatigosas conversaciones de aquel día, la vista de aquel amable
libertino, por quien había sentido siempre simpatía y que le recordaba el día
de su declaración a Kitty, a la que había estado presente, fue para Levin un
motivo de particular alegría.
-Son
las sillas para usted y Oblonsky, que vendrá ahora mismo -le dijo su antiguo
amigo.
El
militar, que permanecía sonriente, de pie, era el petersburgués Gagin.
Turovzin
les presentó.
-Oblonsky
siempre llega tarde -dijo luego-. ¡Ah! Allí viene.
-¿Has
llegado ahora? -preguntó Oblonsky acercándose a ellos y dirigiéndose a Levin.
¡Buenas! ¿Has bebido ya vodka? ¿No? Pues vamos...
Levin
se levantó y, junto con Oblonsky, se acercó a una gran mesa, donde había
bocadillos y garrafas llenas de vodka y otras bebidas. Parecía que entre dos
docenas de bocadillos de diversas clases, ya se podía elegir a gusto; pero
Esteban Arkadievich pidió otra cosa especial, que en seguida le trajo uno de
los criados.
Los
dos cuñados bebieron unas copitas de vodka, tomaron unos bocadillos y volvieron
a su mesa.
En
seguida, cuando aún comían la sopa de pescado, a Gagin le sirvieron el champaña
y ordenó que llenaran cuatro copas.
Levin
no rehusó el vino que le ofrecía su amigo y pidió, por su parte, otra botella.
Tenía
apetito y sed y comía y bebía con gran gusto; y con mayor gusto aún, tomaba
parte en las conversaciones, sencillas y alegres, de sus compañeros de mesa.
Bajando
la voz, Gagin contó una de las últimas anécdotas de San Petersburgo, la cual,
aunque indecente y simple, era tan divertida, que Levin estallo en una fuerte
carcajada que atrajo la atención de los que estaban en las mesas, aun los más
lejanos.
-Es
por el estilo de "esto precisamente no me gusta..." ¿Conoces ese
chiste? -dijo Esteban Arkadievich-. ¡Ah! Es estupendo. Trae una botella más
-ordenó al criado. Y empezó a contar la anécdota.
-De
parte de Pedro Illich Vinovsky, quien les ruega que acepten -le interrumpió un
criado viejecito, ofreciéndole dos finas copas llenas de burbujeante champaña.
Esteban
Arkadievich tomó una de las copas y, mirando por encima de la mesa, cambió una mirada
con un hombre calvo, de bigotes rubios, que estaba sentado unas mesas más alla,
y le hizo, con la cabeza, una señal de agradecimiento y saludo.
-¿Quién
es? -preguntó Levin.
-Le
encontraste un día en mi casa... ¿No recuerdas? Es un buen mozo.
Levin
repitió el gesto de su cuñado y tomó la copa que le ofrecían.
La
anécdota de Esteban Arkadievich era también divertida. Levin contó otra que
agradó igualmente. Luego hablaron de caballos, de las carreras que se habían
celebrado aquel día y de la brillante victoria obtenida por el
"Atlasny" de Vronsky, que había ganado el premio. La comida
transcurrió con todo ello tan agradablemente para Levin que apenas se dio
cuenta de nada.
-¡Ah!
¡Aquí están! -dijo Esteban Arkadievich, ya al final de la comida, alargando su
mano, por encima de la silla, a Vronsky y a un alto coronel de la Guardia
Imperial que se dirigían hacia ellos.
La
alegría que reinaba en el Círculo se reflejaba también en el rostro de Vronsky,
el cual, muy animado, se apoyó en el hombro de Esteban Arkadievich y le dijo
algo al oído. Y con la misma sonrisa alegre adelantó la mano a Levin, que se la
estrechó efusivamente.
-Estoy
muy contento de encontrarle de nuevo -dijo Vronsky-. Aquel día, el de las
elecciones, estuve buscándole, pero me dijeron que ya se había marchado usted.
-Sí,
me marché aquel mismo día -contestó Levin-. Ahora mismo hablábamos de su
caballo -siguió-. Le felicito.
-Usted
también tiene caballos, ¿no?
-No.
Mi padre sí tenía, yo no. Pero me acuerdo y entiendo de ellos.
-¿Dónde
has comido? -preguntó Esteban Arkadievich a Vronsky.
-Estamos
en la segunda mesa. Detrás de las columnas.
-Le
han festejado ---dijo el coronel-. Ganó el segundo premio del Emperador. Si
tuviese yo tanta suerte con las cartas como él con los caballos... Pero, estoy perdiendo
un tiempo precioso. Voy a la "sala infernal" -añadió. Y se alejó de
la mesa.
-Es
Jachvin ---contestó Vronsky a Turovzin, que le había preguntado quién era aquel
jefe militar. Y se sentó al lado de ellos, en la silla que había vacante.
Habiendo
bebido la copa de champaña que le ofrecieron, Vronsky pidió otra botella.
Ya
fuera por la impresión que le produjo el Círculo, ya por el vino que había
bebido, Levin se sentía feliz. Entabló con Vronsky una animada conversación
sobre caballos y se sintió aún más feliz al comprobar que no experimentaba
animosidad alguna contra él. Hasta le dijo, entre otras cosas, que su mujer le
había dicho que le había encontrado en la casa de la princesa María Borisoyna.
-¡Ah!
La princesa María Borisovna... ¡Es un encanto! -comentó Esteban Arkadievich. Y
contó una anécdota referente a ella que hizo reír a todos.
Con
tanta gana, tan francamente rió Vronsky, que Levin se sintió completamente
reconciliado con él.
-¿Qué?
¿Hemos terminado? -preguntó Esteban Arkadievich-. Vamos, pues -añadió
sonriente.
VIII
Al
dejar la mesa, Levin se dirigió, con Gagin, a la sala de billares. Sentíase
extraordinariamente ligero.
En
el salón grande encontró a su padre político.
-¿Qué?
¿Cómo encuentras nuestro templo de la ociosidad? -le preguntó el Príncipe
tomándole del brazo-. Vamos. Echaremos un vistazo... daremos una vuelta y
visitaremos el local...
-Sí,
también yo tenía esa intención. Me parece muy interesante.
-Sí,
para ti es interesante. Ahora, yo ya tengo otros intereses... Cuando miras a aquellos
viejecitos, seguro que piensas que han nacido así, "machacados"
---dijo el Príncipe mostrándole un miembro del Círculo con el labio inferior
colgando y que al andar apenas movía los pies, calzados con zapatos flexibles.
-¿Qué
quiere decir "machacado"?
-Es
un apodo que damos en el Círculo, ¿sabes? Cuando en las Pascuas se juega con
huevos, si éstos chocan fuertemente, quedan machacados. Así somos nosotros: a
fuerza de frecuentar el Círculo nos vamos "machacando". ¿Conoces al
príncipe Chechensky? A ti esto te hace reír, pero a mí no, porque, mirándoles
pienso que muy pronto seré también uno de epos -añadió. Y Levin comprendió por
el rostro de su suegro que éste quería contarle alguna anécdota divertida.
-No,
no le conozco.
-¿Cómo?
¿No conoces al famoso príncipe Chechensky? Bien, es igual... Es un hombre que
siempre juega al billar. Hace tres años no estaba todavía entre los "
machacados" y lanzaba bravatas, y llamaba " machacados" a los
demás. Pero un día llegó al Círculo y a nuestro portero, ¿sabes?, Vasili, ese
grueso, que gusta tanto de decir palabras chistosas; pues bien: el príncipe
Chechensky, se acerca a él y le pregunta: "¿Qué, Vasili, quién hay en el
Círculo? ¿Han llegado ya algunos de los "machacados"? Y nuestro
hombre le contesta: "Usted es el tercero"". ¿Qué te parece?
De
este modo, hablando, y saludando a los amigos y conocidos que encontraban a su
paso, Levin, junto con el Príncipe recorrió todas las salas: la grande, donde
ya estaban puestas las mesas, y se habían organizado diversas partidas con los
jugadores de siempre; la sala de los divanes, donde se jugaba al ajedrez y
donde estaba Sergio Ivanovich, hablando con un desconocido; la sala de los
billares, en cuyo recodo había un diván, en el cual, con alegre compañía y
bebiendo champaña, estaba Gagin. Echaron, también, una ojeada a la " sala
infernal", donde rodeando una mesa, sentados o de pie, se hallaban muchos
socios, entre ellos Jachvin, haciendo "apuestas" en el juego de azar
o entretenidos mirando el juego.
Procurando
no hacer ruido, entraron en la obscura biblioteca, donde, cerca de las lámparas
con pantalla, estaban sentados un señor joven, con el rostro sofocado y leyendo
periódico tras periódico, y un general calvo que parecía muy interesado por lo
que estaba leyendo.
Estuvieron
también en la sala que el Príncipe llama "de los sabios". En ella
había tres señores que discutían animadamente las últimas noticias de política.
-Príncipe,
haga el favor de venir. Todo está ya dispuesto -le dijo en aquel momento uno de
sus compañeros de diversiones. Y el Príncipe se marchó con su tertulio.
Levin
se sentó y se puso a recordar todas las conversaciones que había tenido durante
la mañana; pero se sintió aburrido; y, levantándose precipitadamente, salió en
busca de Oblonsky y Turovzin pensando que con ellos hallaría al menos
distracción.
Turovzin
estaba sentado en un diván en la sala de los billares, teniendo cerca de él, en
una mesita, un cubilete con un brebaje.
Esteban
Arkadievich y Vronsky hablaban de algo cerca de la puerta, en un rincón de la
sala.
-No
es que ella se aburra, pero esta posición tan indefinida... -oyó Levin al
pasar.
Quiso
alejarse, pero Esteban Arkadievich le llamó.
-¡Levin!
-le gritó, con los ojos humedecidos, como solía tenerlos siempre que bebía
mucho o estaba emocionado. Esta vez la causa era, sin embargo, otra.
-Levin,
no te marches --dijo y apretó a éste fuertemente el brazo bajo su codo para
impedirle que se marchara.
-Es
mi amigo más sincero y mejor -dijo luego a Vronsky-. Tú también me eres muy
querido. Y deseo que os hagáis buenos amigos, porque los dos sois excelentes
personas.
-¿Por
qué no? Sólo nos falta besamos -dijo Vronsky con bondadosa y burlona sonrisa,
dando a Levin la mano, que él estrechó afectuoso, fuertemente, mientras decía:
-Me
alegro, me alegro mucho.
-¡Mozo!
Trae una botella de champaña --ordenó Esteban Arkadievich al criado.
-Yo
también me alegro mucho -dijo Vronsky.
Pero,
a pesar de los deseos de Esteban Arkadievich y de ellos dos mismos, de entablar
conversación, no encontraron de qué hablar y aparecían mustios y aburridos.
-¿Sabes?
Levin no conoce a Ana --dijo Esteban Arkadievich a Vronsky-. Y yo quiero
llevarle a tu casa para presentarles y que se conozcan.
-¿Es
posible? --dijo Vronsky-. Ana se sentirá muy contenta... Yo iría con vosotros,
también, a casa, pero me preocupa Jachvin. Me quedaré aquí hasta que termine su
juego.
-¿Y
qué, va mal?
-Está
perdiendo, como siempre, y soy el único que puede contenerle.
-
¿Qué? ¿Jugamos una partida? -propuso Esteban Arkadievich-. Levin, ¿quieres
jugar? Coloca los bolos --ordenó al marcador.
-Ya
hace rato que están preparados -contestó éste que, en efecto, había ya
dispuesto los bolos en triángulo y se entretenía en rodar la roja.
-Bien;
vamos a jugar.
Después
de la partida, Vronsky y Levin se sentaron a la mesa, al lado de Gagin, y
Levin, aceptando la propuesta de Esteban Arkadievich, se puso a jugar a las
cartas apuntando a los ases.
Vronsky
estaba sentado al lado de la mesa, rodeado de conocidos que sin cesar venían a
hablarle o iba, de cuando en cuando, a la "sala infernal" para ver
cómo marchaba en su juego Jachvin.
Levin,
después de la fatiga cerebral que había sentido por la mañana, experimentaba
ahora una sensación agradable de descanso. El hecho de no sentir ya animosidad
alguna contra Vronsky, le hacía sentirse dichoso, y una impresión de
tranquilidad y de placer invadía continuamente su espíritu.
Terminada
la partida, Esteban Arkadievich le tomó por el brazo.
-¿Vamos
a ver a Ana? Ahora mismo, ¿no? Ella estará en casa. Hace tiempo que le prometí
llevarte. ¿A dónde vas esta noche?
-A
decir verdad, a ninguna parte. He prometido a Sviajsky ir a la Asociación de
Agricultores. Pero es igual. Podemos ir a ver a Ana.
-¡Estupendo!
Vamos. Entérate de si ha llegado mi coche -encargó Esteban Arkadievich al
criado.
Levin
se acercó a la mesa, pagó la apuesta perdida a los ases --cuarenta rublos-;
pagó, de una manera particularmente misteriosa, el gasto que había hecho en el
Club, que el criado viejecito que había en la puerta conocía, y moviendo mucho
los brazos, a través de diversas salas, se dirigió hacia la puerta.
IX
-¡El
coche de Oblonsky! -gritó, con voz de bajo profundo, el portero.
El
carruaje se adelantó hasta la entrada del Círculo y Levin y Esteban Arkadievich
subieron a él y se dirigieron a la casa de Ana.
Solamente
algunos momentos más -en tanto que el coche salía del zaguán- le duró a Levin
la sensación de bienestar que había experimentado en el Círculo. Apenas el
carruaje salió a la calle y sintió las sacudidas que daba rodando sobre un
pavimento desigual, y oyó los gritos de un cochero de alquiler con el que se
cruzaron, y percibió, a la luz tenue de los faroles la muestra roja de un café
y tienda de comestibles, aquella sensación placentera se le desvaneció.
Reflexionó
ahora sobre los hechos de aquel día y se preguntó si hacía bien yendo a la casa
de Ana. ¿Qué iba a decir de esto Kitty?
Pero
Esteban Arkadievich no le dejó que se preocupara, y, como si hubiese adivinado
sus pensamientos, le dijo:
-No
sabes lo que me alegra que vayas a ver a Ana. ¿Sabes? Dolly hacía tiempo que lo
deseaba. Lvov estuvo ya en su casa y ahora la visita de vez en cuando. Aunque
es mi hermana, puedo decir que es una mujer inteligente,y agradable, muy
interesante. Su situación, sin embargo, es muy penosa, sobre todo ahora...
-¿Y
por qué lo es sobre todo ahora?
-Porque
llevamos unas negociaciones con su marido para tramitar el divorcio. Él está
conforme, pero hay complicaciones a causa del hijo. Y el asunto, que debió
quedar terminado en poco tiempo, dura ya más de tres meses. En cuanto se ultime
el divorcio, Ana se casará con Vronsky. ¡Qué tonta es esta antigua costumbre de
andar a vueltas con los cánticos! "Regocíjate, Isaías." Nadie cree ya
en el divorcio, Ana vive en Moscú. Aquí todos les conocen a él y a ella. Y no sale
a ninguna parte, ni ve a parientes ni amigas, excepto Lvov y Dolly, porque,
¿comprendes?, estas cosas estorban la felicidad de la gente. Entonces, casada
ya con Vronsky, la posición de Ana será tan regular como la tuya y la mía.
-¿Y
a qué se deben esas complicaciones? -preguntó Levin.
-¡Ah!
Es una historia larga y aburrida. Todo está tan poco claro, indefinido... Lo
cierto es que, esperando, Ana no quiere que la traten sólo por compasión. Hasta
esa idiota de la princesa Bárbara se ha marchado de la casa considerando
inconveniente permanecer con ella. Otra mujer, en su situación, no habría
podido encontrar recursos morales para vivir... Y ya verás cómo ha arreglado
ella su vida con tranquilidad y dignamente. A la izquierda, por la calle
pequeña, enfrente de la iglesia -ordenó Esteban Arkadievich sacando la cabeza
por la ventanilla.
-¡Oh,
qué calor tengo! -dijo a continuación. Y, no obstante el frío (doce grados bajo
cero), echó atrás su pelliza, que llevaba ya bastante desabrochada.
-Pero
Ana tiene, según creo, una hija -dijo Levin-. Esto debe también de ocuparla
mucho.
-¿Imaginas
que toda mujer ha de ser una hembra, une couveuse -replicó Esteban
Arkadievich--- que ha de pasarse el día al lado de sus hijos? No. Ana cría y
educa a su hija, y, a mi parecer, de una manera excelente, pero no es ésta su
ocupación principal. En primer lugar, Ana escribe. Ya veo que sonríes
irónicamente, pero no tienes motivo. Escribe un libro para niños. No habla a
nadie de esto, pero a mí me lo ha leído y yo le he dado a leer el manuscrito a
Vorkuev. ¿Sabes a quién me refiero? El editor ese que me parece que escribe
también. Es un hombre que entiende de estas cosas y me ha dicho que la obra es
interesante. No pienses, por esto, que Ana es una escritora. Nada de eso. Antes
que nada es una mujer de gran corazón... Ya la verás... Ahora tiene recogidos
en su casa una niña inglesa y una familia entera, de los cuales se ocupa ella
personalmente.
-¿Se
dedica, pues, a la filantropía?
-Ya
quieres ver en ello algo malo, ¿no? No es una cosa al estilo de los
"filantrópicos", sino hecha de todo corazón y bien. Ellos tenían, o
mejor dicho, Vronsky tenía un entrenador inglés, un hombre muy entendido en su
especialidad pero un borracho, delirium tremens. Llegó a tal extremo de
embrutecimiento, que abandonó a su familia, dejándola en la miseria. Ana se
enteró, se interesó por ellos y ha terminado por encargarse de todos.
No
sólo les ayuda con dinero, sino que ella misma enseña a los chicos el ruso para
que puedan ingresar en el colegio, y a la niña la recogió en su casa... Ya la
verás.
El
coche entró en el patio de la casa de Ana, y Esteban Arkadievich llamó con un
fuerte campanillazo.
A
la entrada de la casa había un trineo.
Sin
preguntar al hombre que les abrió la puerta si estaba en casa o no Ana,
Oblonsky entró en el primer vestíbulo. Levin le seguía, dudando aún si hacía
bien en ir allí.
Al
mirarse en el espejo, vio que estaba muy sofocado. Pero seguro de que no estaba
ebrio, siguió a Esteban Arkadievich, que subió por la escalera alfombrada.
Una
vez en el piso superior, Oblonsky preguntó al criado, que le saludó como a
persona de la casa, que quién estaba de visita con Ana Arkadievna y aquél le
contestó que era el señor Vorkuev.
-¿Dónde
están?
-En
el despacho.
Tras
atravesar el pequeño comedor, de paredes de madera oscura, Esteban Arkadievich
y Levin entraron en una pieza débilmente iluminada por una lámpara cuya
pantalla amortiguaba casi por completo la luz. Otra lámpara con reflector
estaba fijada en la pared a iluminaba un retrato de mujer, pintado al óleo y de
tamaño natural, que llamó en seguida la atención de Levin.
Era
el retrato de Ana Arkadievna hecho en Italia por el pintor Mijailov.
Oblonsky
continuó hacia donde estaba su hermana y la voz de hombre que se oía se calló.
Entre
tanto Levin continuaba junto al cuadro, fascinado, sin poder apartar los ojos
de él. Estaba admirado y conmovido hasta el punto de olvidar dónde se hallaba y
de no oír a los que estaban hablando cerca de él. Lo que tenía ante sí no le
parecía un cuadro, sino una mujer viva, deliciosa, con preciosos cabellos
negros rizados; bellos hombros y brazos descubiertos; ligera y encantadora
sonrisa en sus labios finos, rojos y sombreados por ligero vello; una mujer en
fin que parecía mirarle dulce y dominadora, con ojos ensoñadores que le conturbaban.
¿Era posible que aquella hermosa criatura existiera en realidad?
De
repente, oyó tras de sí la voz de aquella misma mujer cuya efigie estaba
contemplando.
-Me
alegra mucho su visita -le dijó Ana Arkadievna saliendo a su encuentro.
Y
Levin vio, a la media luz del gabinete, la misma imagen del retrato con vestido
de color azul oscuro alternado con otros colores.
Su
actitud y sus ademanes eran distintos a los que tenía en el retrato, pero sí la
misma expresión en el rostro y la misma belleza que tan bien había sabido
captar el pintor.
En
la realidad estaba menos brillante que en el retrato, pero, en cambio, había en
ella algo nuevo y atrayente que faltaba en aquél: una alegre y dulce animación.
X
Ana
Arkadievna no ocultó a Levin la alegría que experimentaba al verle.
Y
en la forma con que ella le dio la mano, en cómo le presentó a Vorkuev y le
mostró la niña -muy bonita, de cabellos rojizos- que estaba sentada allí,
haciendo labor, llamándola "su pequeña y querida protegida", en todo
esto, Levin reconoció los modales que tanto le admiraban de una mujer de gran
mundo, siempre tranquila y natural.
-Me
alegra mucho su visita -repitió. Y en sus labios estas palabras, tan sencillas,
adquirieron para él una significación particular.
-Ya
le conocía a usted hace tiempo -siguió Ana, dirigiéndose a Levin-y le quiero
por su amistad con Stiva y por su mujer de usted. La traté muy poco tiempo,
pero me dejó la impresión de una hermosa flor, precisamente de una flor. ¡Y
pronto será madre!
Ana
hablaba con soltura, sin precipitarse, mirando ya a Levin, ya a su hermano.
Levin comprendió que producía en ella una excelente impresión, se sintió
desembarazado y feliz y le habló con naturalidad, agradablemente. Le parecía
conocerla desde la infancia.
-Ivan
Petrovich y yo nos hemos quedado aquí en el despacho de Vronsky para poder
fumar -dijo Ana a Esteban Arkadievich, que le preguntó si les estaba permitido
fumar. Y, mirando a Levin y sin preguntarle si fumaba o no, cogió una lujosa
pitillera y le alargó un cigarrillo.
-¿Cómo
te encuentras hoy? -le preguntó su hermano.
-Nada...
Nervios... Como siempre.
-¿No
es verdad que este retrato es una obra maestra? -preguntó Esteban Arkadievich a
Levin, viéndole contemplar el cuadro.
-No
he visto en mi vida un retrato mejor -contestó Levin.
-Se
parece mucho, ¿verdad? -dijo Vorkuev.
Levin
comparó el retrato con el original.
El
rostro de Ana, en el momento en que Levin la miró, resplandeció con una
claridad particular; y éste, al cruzar su mirada con la de ella, se sonrojó.
Para
ocultar su emoción, quiso preguntar a Ana si hacía mucho tiempo que no había
visto a Daria Alejandrovna, pero precisamente en aquel instante ella le dijo:
-Ahora
mismo hablábamos con Ivan Petrovich de los últimos cuadros de Vaschenkov.
¿Usted los ha visto?
-Sí,
los he visto -contestó Levin.
-¡Oh!
Perdón, le he interrumpido... Usted quería decir..
Levin
hizo la pregunta que había pensado respecto a Daria Alejandrovna.
Ana
contestó que hacía poco tiempo que Daria Alejandrovna le había visitado.
-Por
cierto que cuando estuvo aquí, parecía muy disgustada de lo que le pasaba a
Gricha en el colegio. Al parecer, el maestro de latín era poco justo con el
muchacho -añadió.
Levin
volvió a la conversación sobre los cuadros de Vaschenkov.
-Sí,
he visto los cuadros y no me gustaron -dijo.
Ya
no hablaba ahora torturándose continuamente, como lo había hecho aquella
mañana. Cada palabra de Ana adquiría para él una significación particular. Y.
si agradable le era hablarle, escucharla le era más agradable todavía.
Ana
conversaba con naturalidad y desenvoltura, sin dar importancia alguna a lo que
decía, y dándola en cambio grande a lo que decía su interlocutor.
Hablaron
de las directrices que seguía el arte; de la nueva ilustración de la Biblia
hecha por un pintor francés. Vorkuev criticaba a este pintor por su crudo
realismo. Levin le objetó que aquel realismo era una reacción natural y
beneficiosa contra el convencionalismo, que los franceses habían llevado en el
arte hasta un extremo al que no había llegado ninguna nación. Y añadió que los
pintores franceses, en el hecho de no mentir, veían ya poesía.
Nunca
una idea espiritual expuesta por él había procurado a Levin tanto placer como
ésta.
Ana,
comprendiéndole, se sintió animada, le aprobó, y, sonriendo, dijo:
-Río,
como se ríe cuando se ve un retrato muy parecido. Lo que usted ha dicho ahora
caracteriza completamente el actual arte francés -la pintura y hasta la
literatura: Zola, Daudet-. Tal vez haya sido siempre así: Se empieza por
realizar sus conceptions por medio de figuras convencionales,
imaginarias; pero, luego, todas las combinaisons artificiales, todas las
figuras imaginarias, acaban por fatigar, y entonces se empiezan a concebir
figuras más justas y naturales.
-Esto
es verdad --dijo Vorkuev.
-Entonces,
¿ustedes estuvieron en el Círculo? -preguntó Ana a su hermano.
"Sí,
sí, he aquí una mujer", pensaba Levin, olvidándose de todo y mirando
absorto el rostro bello y animado de Ana, el cual en aquel momento, a
inopinadamente, cambió de expresión.
Levin
no oyó lo que Ana decía en voz baja a su hermano, al oído, pero el cambio que
se había manifestado en su rostro le impresionó. Aquel rostro antes tan hermoso
en su tranquilidad, expresó de pronto una curiosidad extraña y después ira y
orgullo. Pero eso duró sólo un instante. Ana frunció las cejas como recordando
algo desagradable,
-Pues,
al fin y al cabo, eso no le interesa a nadie -comentó para sí. Y, dirigiéndose
a la inglesa, dijo:
-Please
order the tea in the drawing-room.
La
niña se levantó y salió de la habitación.
-¿Qué
tal ha hecho sus exámenes? -preguntó Esteban Arkadievich, señalando a la
pequeña.
-Muy
bien. Es una niña inteligente y tiene muy buen carácter --contestó Ana.
-Acabarás
queriéndola más que a tu propia hija.
-Se
ve bien que eso lo dice un hombre. En el amor no hay más y menos... A mi hija
la quiero con un amor y a ésta con otro diferente.
-Y
yo digo a Ana Arkadievna -intervinó Vorkuev- que si ella hubiera puesto una
centésima parte de la energía que emplea para esta inglesa en la obra común de
educación de los niños rusos, habría hecho una obra grande y útil.
-Diga
usted lo que quiera, yo no puedo hacer eso. El conde Alexey Kirilovich me
animaba mucho a ello -y al pronunciar estas palabras, Ana miró tímidamente y
como interrogándole a Levin, que le contestó con una mirada afirmativa y
respetuosa-. El Conde, como digo, me animaba a ocuparme de la escuela del
pueblo y he ido varias veces allí... Son muy simpáticos, sí; pero no pude
interesarme por ellos. Usted dice: "energía". La energía se basa en
el amor y no es posible adquirir amor a la fuerza; no se puede ordenar que se
ame. A esta niña le tomé cariño sin saber yo misma porqué.
Ana
miró de nuevo a Levin. Y su sonrisa y su mirada le dijeron claramente que
hablaba sólo para él, que tenía en mucho su opinión, y que sabía de antemano
que se comprendían.
-La
entiendo muy bien -dijo Levin-. En la escuela y en otras instituciones
semejantes no es posible poner el corazón y pienso que, precisamente por esta
razón, todas las instituciones filantrópicas dan tan malos resultados.
Ana
sonrió.
-Sí,
sí -afirmó después-. Por mi parte, nunca lo pude hacer. Je n'ai pas le coeur
assez large como para querer a un asilo entero de niños, incluyendo los
malos. Cela ne m'a jamais réussi! ¡Y, no obstante, hay tantas mujeres
que se han creado con esto una position sociale! Y ahora, precisamente
ahora, cuando tan necesaria me sería una ocupación cualquiera, es cuando puedo
menos --dijo con expresión melancólica y confiada, dirigiéndose a su hermano,
pero hablando en realidad para Levin.
De
pronto frunció las cejas y cambió de conversación.
Levin
comprendió por aquel gesto que Ana estaba descontenta de sí misma, pesarosa de
haber hablado de sí.
-¿Y
usted qué hace? -dijo dirigiéndose ahora directamente a Levin-. Pasa usted por
ser un mal ciudadano, pero yo he tomado siempre su defensa...
-¿Y
cómo me defendía usted?
-Según
los ataques... Bueno, ¿quieren ustedes tomar el té?
Ana
se levantó y cogió un libro encuadernado en tafilete.
-Démelo
usted, Ana Arkadievna -dijo Vorkuev indicando el libro-. Es merecedor de...
-¡Oh,
no! No está bien terminado...
-Ya
le he hablado a Levin de él -dijo Esteban Arkadievich a su hermana.
-No
debiste hacerlo. Mis escritos son por el estilo de aquellas cestitas de madera
que me vendía Lisa Markalova, hechas por los presos. A fuerza de paciencia,
aquellos desgraciados hacían milagros -dijo, dirigiéndose también ahora a
Levin.
Y
éste descubrió un rasgo nuevo en aquella mujer que tanta admiración había ya
despertado en él. Además de ser inteligente, espiritual y hermosa, tenía una
sinceridad admirable que le llevaba a no disimular en nada todo lo que de
penoso tenía su situación.
Dicho
aquello, Ana suspiró y, de repente, su rostro adquirió una expresión seria y
triste, y quedó inmóvil, como petrificada.
Con
ese aspecto parecía aún más bella que antes; pero esta expresión era nueva,
estaba fuera de aquel círculo de expresiones que irradiaban alegría y producían
felicidad y que el pintor había sabido reproducir tan bien en el retrato.
Levin
miró una vez más al cuadro, mientras Ana tomaba por el brazo a su hermano, y un
sentimiento de ternura y de compasión, que le sorprendieron a él mismo, se
despertó en su alma por aquella mujer.
Ana
pidió a Levin y Vorkuev que pasaran al salón y ella se quedó en la habitación a
solas con su hermano para hablar secretamente con él.
"Hablarán
ahora del divorcio, de Vronsky, de lo que hace éste en el Círculo, de
mí..." , pensó Levin. Y le preocupaba tanto lo que pudieran estar hablando
los dos hermanos, que no atendía a lo que Vorkuev le decía en aquel momento de
las cualidades de la novela para niños escrita por Ana.
Durante
el té continuó la conversación, agradable y llena de interés.
No
sólo no hubo un momento de silencio, sino que, al contrario, se desenvolvía tan
rápida y agradablemente como si hubiera de faltarles tiempo para decir todo lo
que querían exponer.
Y
todo lo que decía Ana a Levin le parecía interesante, a incluso los relatos o
comentarios de Vorkuev y Esteban Arkadievich adquirían para él una profunda
significación por el interés que ponía en ellos y las atinadas observaciones
que hacía.
Mientras
seguía la interesante conversación, Levin se extasiaba continuamente ante la
belleza, la inteligencia y la cultura y a la vez la sencillez y sinceridad de
Ana.
Él
escuchaba o hablaba, pero incluso entonces pensaba constantemente en ella, en
su vida interior, y no apartaba de Ana sus ojos, queriendo, por sus gestos y su
mirada, adivinar sus sentimientos. Y él, que antes la juzgaba con severidad,
ahora la justificaba y, al mismo tiempo, la compadecía; y la idea de que
Vronsky no llegara a comprenderla completamente le oprimía el alma.
Habían
dado ya las diez de la noche cuando Esteban Arkadievich se levantó para
marcharse. (Vorkuev se había marchado ya.) A Levin le había pasado el tiempo
tan agradablemente, que le pareció que acababan de llegar y se levantó
pesaroso.
-Adiós
-dijo Ana, reteniendo la mano de Levin y mirándole a los ojos con una mirada
que le conturbó-. Me siento muy dichosa de que la glace soit rompue.
Mas,
seguidamente, ella retiró su mano y frunció el ceño.
-Dígale
a su esposa -encargó a Levin- que la quiero como siempre. Y que si ella no
puede perdonarme, le deseo que no me perdone nunca. Para perdonar es preciso
padecer lo que yo he padecido. Y de esto deseo de corazón que la libre Dios.
-Sí,
se lo diré... se lo diré... repuso Levin sonrojándose.
XI
"¡Qué
mujer tan extraordinaria, tan simpática y digna de compasión!", pensaba
Levin mientras salía, acompañado de Esteban Arkadievich, al aire frío de la
calle.
-¿Qué
te ha parecido? ¿No te lo dije yo? -preguntó Oblonsky, observando que su cuñado
estaba completamente entregado al recuerdo de Ana.
-Sí
-contestó Levin pensativo-. Es una mujer extraordinaria. No sólo es inteligente
sino, también, de una admirable cordialidad. La compadezco con toda el alma.
-Ahora,
si Dios quiere, todo se arreglará. Y puesto que ves lo que te ha pasado en este
caso, en adelante no formes juicios prematuros sobre la gente -añadió Esteban
Arkadievich en tanto que abría la puerta de su carruaje.
-Y
adiós -se despidió-, que vamos por caminos diferentes.
Levin
se dirigió a su casa, en la que entró sin dejar de pensar en Ana, en la
conversación tan sencilla que con ella había tenido, en todos los cambios que
había observado en su fisonomía, en su situación, que despertaba en él una
piedad profunda.
Al
entrar en su casa, Kusmá le comunicó que Katerina Alejandrovna se encontraba
bien, que hacía pocos momentos que se habían marchado de allí las hermanas, y
le entregó dos cartas. Una era de su encargado, Sokolov, el cual le decía que
no había vendido el trigo porque ofrecían tan sólo cinco rublos y medio y que
no tenía de dónde sacar más dinero; la otra carta era de su hermana
reprochándole el que su asunto no estuviera aún terminado.
Levin,
con el ánimo alegre, resolvió en seguida, con extraordinaria facilidad, la
cuestión del trigo, que en otra ocasión le habría dado mucho que pensar.
"Pues
bien: si no dan más, lo venderemos a cinco rublos y medio."
En
cuanto a las quejas de su hermana no despertaron en él más que este
pensamiento:
"Es
extraordinario lo ocupado que tenemos aquí todo el tiempo".
Se
sentía culpable ante su hermana por no haber hecho aún lo que ésta le había
pedido, pero encontró fácil disculpa.
"Es
verdad que hoy no he ido tampoco al Juzgado", se acusaba. "Pero es
que hoy", se disculpaba luego, " no he tenido, realmente, tiempo de
hacerlo".
Y,
después de haber decidido ocuparse de aquel asunto al día siguiente, se dirigió
a las habitaciones que ocupaba su esposa.
Mientras
se dirigía hacia allí, repasaba mentalmente todo lo que había hecho durante el
día; las conversaciones que había escuchado y aquellas en las que había tomado
parte. En todas ellas -se confesaba- habían tratado de cuestiones por las
cuales no se habría interesado en otra ocasión, sobre todo estando solo, en el
pueblo, pero ahora, aquí, le habían resultado interesantes. Tan sólo en dos
ocasiones encontraba haber hecho algo que no le satisfacía plenamente: una era
su símil del sollo en los comentarios respecto a la pena impuesta a un extranjero;
la otra era "algo no bien definido" que había en aquella dulce
compasión o tierno afecto que se había despertado en él hacia Ana.
Levin
encontró a su mujer triste y aburrida.
La
comida entre las tres hermanas había resultado animada, pero se habían cansado
de esperarle, y la animación fue decayendo hasta no saber qué decirse. Luego
las hermanas se marcharon, y Kitty quedó sola con sus pensamientos, preocupada
por la tardanza de su marido.
-¿Y
tú qué has hecho durante todo el día? -le preguntó Kitty, mirándole a los ojos,
en los que advertía cierto brillo sospechoso. No obstante, y a fin de no
contenerle en su efusión, disimuló y escuchó con dulce sonrisa de aprobación la
referentecia de lo que había hecho aquella noche.
-En
el Círculo me encontré con Vronsky -explicó Levin-, y me alegré de verle. Todo
sucedió de la manera mas natural. ¿Lo comprendes, verdad? La tirantez que había
entre nosotros ha dejado ya de existir. Era una situación absurda que tenía que
terminar. No vayas a creer por esto que intente ahora buscar su sociedad -y
mientras decía estas palabras Levin se puso rojo, pensando que "por no
buscar su sociedad" había ido a visitar a Ana a la salida del Círculo.
-¡Y
decimos que el pueblo bebe! -exclamó después-. No sé quién bebe más, si el
pueblo o nuestra clase... El pueblo bebe en los días de fiesta, pero
nosotros...
Kitty
oía extrañada las incoherencias de su marido. ¿A qué venía aquello de si el
pueblo bebía o si los aristócratas bebían? ¿Qué les importaba a ellos? A ella,
lo que le interesaba ahora era averiguar por qué causa se había él sonrojado,
cosa que había observado muy bien.
-¿Y
luego dónde estuviste?
-Esteban
Arkadievich me pidió con gran interés que visitara a su hermana.
Y
al decir esto se sonrojó de nuevo y sintió que las dudas sobre si habría hecho
bien o mal visitando a Ana se le desvanecían para dejar paso al convencimiento
de que había obrado de una manera inconveniente.
Los
ojos de Kitty relampaguearon, pero se contuvo, disimuló su emoción y exclamó
sencillamente:
-¡Ah!
-Espero
que no te enfades porque haya ido allí. Me lo pidió, como te digo, Esteban
Arkadievich, y Dolly también lo deseaba -continuó Levin.
-¡Oh,
no! -dijo ella con una mirada que nada bueno predecía.
-Es
una mujer muy simpática, digna de compasión -dijo Levin tratando de convencer a
Kitty-. Me dio para ti un encargo conmovedor. -Y le repitió las palabras que le
había dicho para su esposa.
-Sí,
sí, está claro. Es una mujer digna de compasión -dijo Kitty con voz
indiferente. Y, en seguida, le preguntó-: ¿De quién has recibido carta?
Levin
explicó la correspondencia que había recibido, y sosegado por el tono tranquilo
de su esposa, se marchó al gabinete para cambiarse de traje.
Al
volver, encontró a su mujer en la misma butaca, en la misma actitud en que la
había dejado. Cuando Levin se le acercó, ella le miró con tristeza y rompió a
sollozar.
-¿Qué
es eso? ¿Qué te pasa? -preguntó él, que ya había adivinado lo que "le
pasaba".
-Te
has enamorado de esa mala mujer -decía Kitty entre sollozos-. Te ha
hechizado... Lo he visto en tus ojos... Sí, sí... ¿Qué puede resultar de eso?
Has ido al Círculo... Has bebido... Has bebido... Has jugado a las cartas... Y
luego has ido... ¡Adónde has ido!... ¡No, vámonos de aquí...! ¡Esto no puede
durar! ¡Yo me voy mañana mismo!
Durante
un largo rato Levin trató inútilmente de calmarla.
No
lo consiguió sino prometiéndole no visitar más a Ana, cuya perniciosa
influencia junto con el vino que había bebido, habían perturbado su razón. Lo
que más sinceramente reconoció fue, sin embargo, que el vivir tanto tiempo en
Moscú, dedicado sólo a conversar, a fumar en exceso, a comer abundamentemente y
a beber más abundantemente aún, habían acabado por hacer de él un estúpido. Y
con igual sinceridad le prometió que nada de aquello volvería a suceder.
Así
hablaron hasta altas horas de la noche. Cuando se acostaron, ya completamente
reconciliados, eran las tres.
XII
Cuando
Esteban Arkadievich y Levin se hubieron marchado, Ana se puso a pasear a lo
largo de la habitación.
Aunque
inconscientemente (como lo hacía todo en los últimos tiempos), Ana había hecho
durante toda la noche cuanto le había sido posible para enamorar a Levin. Sabía
que había logrado su propósito tanto como era posible en una noche y tratándose
de un hombre casado y honesto enamorado de su mujer.
También
él le había gustado y, a pesar de la gran diferencia que existía entre Vronsky
y Levin, su tacto de mujer le había permitido descubrir en ambos aquel rasgo
común gracias al cual Kitty había podido sentirse atraída por los dos. Y, no
obstante, apenas se hubo despedido, Ana dejó de pensar en él para pensar en
Vronsky de nuevo.
Un
solo pensamiento la perseguía de una manera obsesiva: "Si tal efecto causo
en un hombre casado", se decía, "y enamorado de su mujer, ¿por qué
sólo él se muestra tan frío conmigo? Yo sé que Alexey me ama", siguió
pensando" . "Pero ahora hay algo nuevo que nos separa. ¿Por qué no ha
estado aquí en toda la noche? Encargó a Stiva que me dijera que no podía dejar
a Jachvin en su juego... ¿Es que es un niño ese Jachvin? Supongamos que sea
así, puesto que él nunca miente. Sin embargo, dentro de esta verdad hay alguna
otra cosa. Aprovecha todas las ocasiones para mostrarme que tiene otras
obligaciones que le impiden estar más conmigo. Sé que es así y estoy
conforme... Mas, ¿por qué ese afán de decírmelo? ¿Quiere hacerme comprender que
su amor hacia mí no debe coartar su libertad? Pues bien: no necesito esas
demostraciones; lo que preciso que me demuestre es su cariño. Debía comprender
todo lo penosa que es mi vida aquí, en Moscú. ¿Es que esto es vivir? No, no
vivo; paso el tiempo esperando este desenlace que nunca acaba de llegar. ¡Otra
vez estoy sin contestación! Stiva dice que no puede ir a casa de Alexey
Alejandrovich, y yo no puedo escribir de nuevo. No puedo hacer nada, no puedo
emprender nada para salir de esta situación. Tan sólo puedo procurarme pequeños
entretenimientos -la familia inglesa, leer, escribir- para ir mal pasando el
tiempo, pues todo esto no es sino un engaño, como la morfina. Vronsky debía
tener compasión de mí", terminó. Y lágrimas de piedad por su propia suerte
le inundaron los ojos.
Oyó
el nervioso campanillazo de Vronsky, y, precipitadamente, se secó las lágrimas,
se sentó en una butaca al lado de la lámpara, abrió un libro y fingió leer para
que él creyese que estaba tranquila. Creía conveniente mostrar algún
descontento porque él no había vuelto a la hora prometida, pero no extremar el
enfado, y, sobre todo, no despertar en él compasión. Ella se compadecía a sí
misma, pero no quería en manera alguna compasión de él; de él sólo quería amor.
No quería tampoco luchar, pero, involuntariamente, se colocaba en plan de
combate.
-¿No
te has aburrido? -le preguntó él, acercándose a Ana, animado y alegre-. ¡Qué
pasión más terrible es el juego! -comentó luego.
-No,
no me he aburrido -contestó Ana-. Ya hace tiempo que aprendí a no aburrirme en
estas largas esperas. Además, han estado aquí Stiva y Levin.
-Sí,
me dijeron que venían a visitarte. ¿Te ha gustado Levin? -preguntó Vronsky,
sentándose al lado de Ana.
-Mucho.
Hace poco que se han marchado. ¿Qué ha hecho Jachvin?
-Al
principio ganó diecisiete mil rublos. Le llamé para que abandonara el juego.
Casi se decidió, pero, luego volvió a jugar, y ahora está perdiendo.
-Entonces,
¿a qué te quedaste tú allí? -dijo Ana, levantando sus ojos hacia él.
Su
mirada se cruzó con la de Vronsky, que en aquel momento era fría y agresiva.
-Has
dicho a Stiva -siguió- que te quedabas allí para evitar que Jachvin jugara
demasiado, y resulta que esto no era verdad, que fue sólo un pretexto, puesto
que ahora le has dejado en el juego y perdiendo por añadidura.
Y
sus palabras, su entonación, sus ademanes, todo en ella reflejaban deseos de
discusión, de lucha...
Vronsky
contestó fríamente y con firmeza:
-Primero,
no le he pedido a Stiva que te dijera nada. Segundo, nunca digo lo que no es
verdad. Y tercero y principal: he tenido ganas de quedarme en el círculo y me
quedé.
-Y
después de un breve silencio añadió-: Ana, ¿a qué vienen estas recriminaciones?
-Y se inclinó hacia ella y extendió, abierta, su mano derecha esperando que
ella pondría entre aquélla las suyas.
Ana
se sintió conmovida y dichosa ante aquel gesto de ternura; pero una fuerza
extraña y maligna -un sentimiento de lucha- la impelía a no dejarse dominar.
No
correspondió, pues, a aquel gesto de su amado, sino que le dijo con más
irritación:
-Naturalmente:
has querido quedarte allí y te has quedado. Haces todo lo que quieres. Está
bien. Pero, ¿para qué me lo dices? ¿Para qué? -dijo más enardecida cada vez-.
¿Acaso te discute alguien tus derechos? Si quieres tener razón, quédate con
ella.
La
mano de Vronsky se cerró con enojo, su cuerpo se enderezó y en su rostro se
pintó una expresión más decidida aún y tenaz.
-Para
ti es una cuestión de tozudez -dijo Ana de repente, al encontrar una palabra
que definiera justamente los pensamientos y el sentir de Vronsky, un
calificativo para aquella expresión de su rostro que tanto la irritaba-. Para
ti se trata sólo de salir vencedor en esta lucha conmigo, mientras que para
mí...
La
invadió una inmensa compasión por sí misma, y, casi llorando, continuó:
-¡Si
supieras lo que representa esto para mí! ¡Si pudieras comprender lo que
significa para mí tu hostilidad, esta hostilidad, que ahora, en este instante,
siento tan cruelmente! ¡Me encuentro al borde de una gran desgracia y siento
miedo de mí misma!
Ana
volvió la cabeza para ocultar sus sollozos.
-Pero,
¿a qué te refieres? -pregúntó Vronsky, horrorizado de sus pensamientos. Y,
asustado ante la desesperación que ella manifestaba, se le acercó de nuevo, le
tomó la mano acariciándosela, a inclinándose, se la besó. Luego le dijo
cariñosamente, esforzándose en convencerla:
-¿De
qué te quejas? ¿Acaso busco diversiones fuera de casa? ¿Es que no huyo del
trato con otras mujeres?
-¡No
faltaría más! -exclamó Ana.
-Pues
dime: ¿qué debo hacer para que estés contenta? Estoy pronto a hacer todo lo que
me digas con tal de que seas feliz -decía Vronsky- ¡Qué no haría yo, Ana, para
librarte de todas tus penas!
-No
es nada... no es nada... -dijo ella, sintiéndose dichosa de nuevo-. Ni yo misma
sé lo que quiero... Acaso la soledad... Los nervios... Pero no hablemos más de
esto -y cambió la conversación procurando disimular la victoria conseguida-.
¿Cómo han ido las carreras? No me has contado nada todavía.
Vronsky
pidió la cena y se puso a contar las incidencias de las carreras de caballos,
pero por su tono y por sus miradas, que se hacían a cada momento más fríos, Ana
comprendió que, a pesar de su precaución, Vronsky no le perdonaba la derrota
sufrida, que reaparecía en él aquel sentimiento de tozudez contra el cual venía
luchando. Parecía incluso que estaba más frío y duro que antes, como
arrepentido de haberse dejado dominar por ella.
Ana
recordó las palabras que le habían proporcionado el triunfo sobre él
("estoy al borde de una gran desgracia, y siento miedo de mí misma"),
mas comprendió que este recurso era peligroso, quizá contraproducente, y
desistió de emplearlo otra vez.
Ana
percibía claramente en ambos, a la par de su amor, otro sentimiento antagónico
formado por recelos y dudas en ella y ansias de libertad y voluntad de dominio
por parte de él; y desesperó de poder dominar en ella aquel sentimiento, y
sabía que tampoco él lo podría dominar.
XIII
No
hay situación a la que el hombre no se acostumbre, especialmente si todos los
que le rodean la soportan como él.
Tres
meses antes, Levin no se hubiera creído capaz de dormir tranquilo en las
condiciones en que estaba viviendo ahora (sin fin definido, desordenadamente,
con gastos superiores a sus recursos econónimos, emborrachándose como lo había
hecho aquella noche en el Círculo, y, sobre todo, sosteniendo relaciones
amistosas con el hombre del cual, en algún tiempo, había estado enamorada su
mujer). Le habría quitado el sueño, también, pensar que había visitado a una
mujer a la que se consideraba como una mujer perdida, sentirse cautivado por
ella, y se lo habría quitado, sobre todo, el pesar de haber disgustado a su
querida Kitty.
No,
Levin antes no habría dormido tranquilo con el peso de todo aquello sobre la
conciencia, pero esta noche, ya fuera por el cansancio del ajetreo que había
tenido durante todo el día, ya por no haber dormido la noche anterior o por los
efectos del vino, se durmió en un sueño profundo.
A
las cinco de la mañana, el ruido de una puerta que se abría le despertó. Se
incorporó de un salto y miró alrededor.
Kitty
había abandonado la cama. Pero en el gabinete contiguo se veía luz y sintió los
pasos de ella, que se movía por aquella estancia.
-¿Qué
hay Kitty? -le preguntó, alarmado-. ¿Qué haces?
-No
pasa nada -contestó Kitty entrando en el cuarto con la luz encendida-. Me sentí
algo indispuesta -explicó sonriente y con acento cariñoso.
-¿Qué,
ya empieza eso? ¿Hay que ir a buscar a la comadrona? -preguntó él. Y comenzó a
vestirse apresuradamente.
-No,
no -contestó Kitty sonriendo. Y le detuvo y le obligó a acostarse de nuevo.
-No
es nada -explicó-. Sentí un pequeño malestar. Pero ya ha pasado.
Y
Kitty apagó la luz y se metió otra vez en la cama, quedando quieta y tranquila.
A
Levin le resultaba sospechosa aquella tranquilidad en la respiración,
pareciéndole que Kitty hacía esfuerzos por no aparecer agitada, y más que nada
consideraba extraña la expresión dulce y animada con que ella, al volver a la
habitación, le había dicho " no es nada", sin duda -pensaba élpara
tranquilizarle.
Pero
Levin tenía tanto sueño que, apenas hubo acabado de hablar, se quedó dormido en
seguida.
Solamente
después se acordó del acento tranquilo de Kitty y comprendió lo que había
pasado en el alma de su mujer durante aquellos momentos en que ella, inmóvil
pero con el alma llena de inquietudes, de dudas, de temores, de alegrías y de
sufrimientos físicos, esperaba el hecho más transcendental de su vida.
A
las siete sintió la mano de Kitty sobre su hombro y le oyó decir algo, aunque
no la entendió, porque hablaba en voz baja, con un débil murmullo, dudando
entre la necesidad de despertarle y la lástima de estropearle el tranquilo
sueño de que estaba gozando.
-Kostia,
no te asustes -le dijo, al fin-, pero me parece que habrá que mandar a buscar a
Elisabeta Petrovna.
La
luz estaba otra vez encendida y Kitty, sentada en la cama, tenía en sus manos
la labor en que estaba trabajando aquellos días (una prenda para el niño que
esperaba).
-Por
favor, no te asustes. Yo no tengo miedo alguno -dijo ella al ver la cara de
espanto de Levin. Y cariñosamente le apretó la mano contra su pecho y luego se
la llevó a los labios.
Levin
se incorporó precipitadamente, se tiró de la cama, se puso la bata y se quedó
sentado en el lecho, sin saber lo que hacía, sin apartar los ojos de su esposa.
Sabía
lo que tenía que hacer, tenía que ocuparse en seguida de todo lo preciso para
aquel trance, pero no se movía, no podía apartar la mirada de aquel rostro
querido que tantas veces había contemplado. Ahora descubría en él una expresión
nueva, mezcla de ansiedad y de alegría. ¡Cuán miserable se consideraba al
recordar el disgusto que aquella misma noche le había ocasionado al verla ahora
ante sí tal como estaba en aquel instante! El rostro de Kitty le parecía más bello
que nunca, encendido y rodeado de los rubios cabellos que se escapaban de su
cofia de noche, radiante de alegría y de resolución.
Nunca
aquel alma cándida y transparente se le había aparecido ante los ojos con tanta
claridad, toda entera y sin velo alguno, y Levin se sentía ante ella
maravillado y sorprendido.
Kitty
le miraba sonriendo.
De
pronto, sus cejas temblaron, levantó la cabeza y, acercándose rápidamente a su
esposo, lo cogió por la mano, le atrajo hacia sí, le abrazó fuertemente y le
besó, sofocándole con su aliento. Debía de sentir fuertes dolores, y le
abrazaba como buscando un lenitivo, y a Levin le pareció, como siempre, que él
era el culpable de aquel dolor.
Sin
embargo, la mirada de Kitty, en la que había una gran dulzura, le decía que
ella, no sólo no le reprochaba, sino que le amaba más por aquellos mismos
sufrimientos.
"Pues
si no soy yo el culpable, ¿quién es?", se dijo involuntariamente Levin,
como buscando al culpable con ánimo de darle su castigo.
Pero
en seguida se dio cuenta de que allí no había culpable a quien castigar.
Kitty
sufría, se quejaba, mas se sentía orgullosa de sus sufrimientos, que la
colmaban de alegría, y hacían que los deseara.
Levin
presentía que en el alma de ella nacía y se desarrollaba algo cuya grandeza y
sublimidad escapaba a su comprensión.
-Yo
haré avisar a mamá mientras corres en busca de El¡sabeta Petrovna...
¡Kostia!... No, no es nada, ya ha pasado.
Se
apartó de Levin para llegar al timbre y oprimió el botón.
-Ahora
ya puedes ¡rte. Pacha vendrá en seguida. Ya estoy bien -terminó.
Y
Levin vio, con sorpresa, que Kitty tomaba su labor y se ponía a trabajar
tranquilamente.
En
el instante en que él salía por una de las puertas de la habitación, entraba la
criada de servicio por la otra. Se paró y oyó cómo Kitty daba órdenes precisas
a la muchacha y, junto con ésta, empezaba a mover la cama.
Levin
se vistió y, mientras enganchaban los caballos, porque a aquella hora no había
coches de alquiler, subió corriendo al dormitorio. Entró en la habitación de
puntillas (como llevado por alas le pareció). Dos sirvientas iban de un lado a
otro de la habitación atareadas, trasladando cosas y arreglándolas, mientras
Kitty se paseaba dando órdenes y sin dejar de hacer labor a la vez.
-Ahora
voy a casa del médico. Han ido ya a buscar a Elisabeta Petrovna. De todos
modos, pasaré yo por allí. ¿Necesitas algo más? -le preguntó.
Kitty
le miró sin contestar, y, frunciendo las cejas a causa del intenso dolor que
experimentaba, le despidió con un ademán.
-¡Sí,
sí... ve ...!
Cuando
atravesaba el comedor, oyó un débil gemido que salía del dormitorio, y de nuevo
se restableció el silencio. Se detuvo, y, durante un largo rato, no pudo
comprender lo que sucedía.
"Sí,
es ella", se dijo al fin. Y, llevándose las manos a la cabeza, corrió
escaleras abajo.
"
¡Señor, Dios mío, perdóname y ayúdanos! " , imploró.
Y
el hombre sin fe repetió varias veces la misma imploración, y le brotaba de lo
más profundo del alma.
En
momentos como aquel, de incertidumbre y angustia, Levin olvidaba todas sus
dudas respecto a la existencia de Dios y, considerándose impotente, recorría al
Todopoderoso implorándole que le ayudase. Su escepticismo había desaparecido al
punto de su alma, como el polvo barrido por el vendaval. Él no se sentía con
fuerzas para afrontar debidamente aquel trance, ¿y a quién podría recurrir
mejor que a Aquel en cuyas manos creía ahora entregada a la que era todo su
amor, su alma y aun su propia vida?
El
caballo no estaba todavía enganchado y Levin, con la gran ansiedad y tensión
nerviosa que le dominaba, no quiso esperar y comenzó a caminar a pie,
encargando a Kusmá que le alcanzase con el carruaje.
En
la esquina encontró un trineo de alquiler del servicio de noche que se acercaba
veloz. Sentada en él iba Elisabeta Petrovna, con una capa de terciopelo y la
cabeza cubierta con un pañuelo de lana.
-¡Loado
sea Dios! --dijo Levin con alegría al reconocer el rostro, pequeño y rosado de
la comadrona, cuya expresión era entonces severa y hasta preocupada. Salió al
encuentro del trineo y sin hacerle parar, le fue siguiendo a pie sin dejar de
correr.
-¿Sólo
dos horas dice usted? ¿Sólo dos? -preguntó ella-. A Pedro Dmitrievich le
encontrará en su casa, pero no hace falta que le dé prisa. ¡Ah!, oiga: entre en
una farmacia y compre opio.
-¿Cree
usted que todo irá bien? ¡Dios mío, perdóname y ayúdanos! -exclamó Levin.
En
aquel momento su trineo salía del portal de su casa. De un salto se colocó al
lado de Kusmá y ordenó a éste que le llevara a casa de Pedro Dmitrievich lo más
rápidamente posible.
XIV
El
médico no estaba levantado aún.
El
criado, ocupado en limpiar los cristales de sus lámparas de petróleo y sin
dejar su trabajo, dijo a Levin que "el señor había ido a dormir tarde y le
había ordenado que no le despertara. Ahora", añadió, "que creo que se
levanta pronto". Absorto en su trabajo, apenas le había mirado, y aquella
atención hacia las lámparas y su indiferencia ante las palabras de Levin, al
primer momento indignaron a éste. Pero reflexionó en seguida y comprendió que
nadie sabía lo que ocurría en su interior ni estaba obligado a compartir sus
sentimientos, y se dijo que, por esta razón, debía obrar con tranquilidad y
firmeza para romper el hielo de la indiferencia de los otros y alcanzar el fin
que perseguía.
"No
debo precipitarme ni omitir nada, tal debe ser mi regla de conducta", se
dijo, satisfecho de sentir toda su atención todos sus fuerzas físicas
absorbidas por la tarea que se había impuesto.
Puesto
que el médico no estaba levantado todavía, Levin cambió su plan. Así, decidió
ordenar a Kusmá que fuera, con una carta suya, a buscar a otro médico. Él iría
a la farmacia para adquirir el opio y si, a su regreso, Pedro Dmitrievich no
estaba aún levantado, trataría de conseguir del criado como fuera, de grado o
por fuerza, que despertara a su señor y le diese su recado.
En
la farmacia el mancebo ponía en unas obleas cierta medicina que esperaba un
cochero, y lo hacía con la misma atención con que el criado de Pedro
Dmitrievich limpiaba las lámparas; y, con igual indiferencia que el criado,
dijo a Levin que no podía atenderle en aquel momento, que esperase.
Procurando
no irritarse ni precipitarse, Levin explicó al farmacéutico para qué necesitaba
el opio, le hizo ver que se trataba de un caso de urgencia y le rogó que le
despachara cuanto antes. El mancebo consultó en alemán a alguien que se
encontraba detrás de un biombo, y, habiendo recibido el consentimiento de
aquella persona, tomó sin prisas un frasco, vertió una pequeña cantidad de su
contenido en otro frasco pequeño, le puso una etiqueta, lo cerró con precinto
y, no obstante las indicaciones y apremios de Levin, se dispuso a envolverlo en
un papel.
Levin,
intranquilo, nervioso, no pudo soportar ya más aquella dilación, arrebató el
frasco de las manos del mancebo y salió de la farmacia corriendo, derribando
sillas, y cerrando violentamente las grandes puertas con cristales.
Pedro
Dmitrievich no estaba aún levantado y el criado se ocupaba en colocar un tapiz,
y también esta vez se negó a despertar a su señor.
Sin
precipitarse, Levin sacó de su cartera un billete de diez rublos, se lo dio al
criado, y pronunciando las palabras lentamente, pero sin perder tiempo, le
explicó que su señor (¡qué grande a importante le parecía a Levin ahora aquel
Pedro Dmitrievich, a quien tan insignificante había visto siempre!) el propio
Pedro Dmitrievich, le había prometido ir a la hora que fuese y que seguramente
no se enfadaría porque le despertaran en aquel momento.
El
criado consintió en ello y se dirigió a las habitaciones de arriba, indicando a
Levin que pasara a la sala de espera.
A
través de la puerta, éste oyó cómo el doctor se levantaba, iba de un lado a
otro, se lavaba y decía algo.
Pasaron
unos tres minutos, que a él le parecieron más de una hora, y no pudiendo
esperar más, se levantó y dijo, con acento suplicante, desde la puerta de la
sala:
-¡Pedro
Dinitrievich! ¡Pedro Dmitrievich! ¡Por Dios! Perdóneme y recíbame como esté.
Han pasado más de dos horas...
-En
seguida... en seguida --contestó la voz del doctor.
Levin
adivinó, sorprendido, que el doctor sonreía, y se sintió algo aliviado de su
angustia.
Sin
embargo, insistió:
-Permítame
un momento.
Pasaron
otros diez minutos mientras el médico se ponía las botas y el traje y se
peinaba.
-¡Pedro
Dmitrievich! -comenzó a hablar de nuevo Levin, con voz lastimera. Pero, en aquel
momento, el médico vestido ya y peinado, penetró en la sala.
"Esta
gente no tienen conciencia", se dijo para sí, "mientras los otros se
mueren, ellos se están peinando".
-¡Buenos
días! -le saludó el doctor, dándole la mano, y como queriendo burlarse de él
con su calma-. No se apresure usted.
Luego,
con gran traquilidad, le preguntó:
-Bueno,
¿qué ha pasado hasta ahora?
Procurando
no omitir detalle alguno a interrumpiéndose constantemente para rogarle que
fuera con él a asistir a Kitty cuanto antes, inmediatamente si era posible,
Levin contó al doctor todo lo que había ocurrido hasta el momento en que había
salido de casa.
-No
se apresure usted, hombre, no se apresure -le dijo el doctor con calma-.
Ustedes no entienden de esas cosas... A pesar de que seguramente no habrá
necesidad de mí, he prometido ir a iré... Pero no hay ningún motivo para
apresurarse... Siéntese usted, hágame el favor. ¿Quiere café?
Levin
le dirigió una mirada, mezcla de asombro a ira, pensando si aquel hombre
estaría chanceándose de él.
El
doctor lo comprendió y dijo sonriendo:
-Ya
sé... Ya sé lo que son estos casos, puesto que he asistido a muchos y yo mismo
tengo hijos. Nosotros, los maridos, somos en estos momentos la gente más torpe
Ïlor. El marido de una de mis clientes, habitualmente, . el parto de su esposa,
corre a refugiarse en la cuadra.
-¿Qué
cree usted que ocurrirá, Pedro Dmitrievich? ¿Cree que todo saldrá bien?
-Todo
indica un feliz desenlace.
-¿Así
que va usted a venir en seguida? -preguntó, mirando con ira al criado, que traía
al doctor el café.
-Dentro
de una hora.
-¡No,
por Dios! -suplicó Levin.
El
médico empezó a tomar su café, mientras él callaba, intranquilo y angustiado.
-A
los turcos les zurran de lo lindo. ¿No ha leído usted los telegramas de ayer?
-dijo Pedro Dmitrievich mientras mojaba, con gran calma, el panecillo en el
café y se lo iba comiendo poco a poco.
-No,
no puedo más -exclamó Levin, levantándose de un salto-. ¿Así que vendrá usted
dentro de un cuarto de hora? -volvió a preguntar.
-De
una media hora.
-¿Palabra
de honor?
Levin
llegó a su casa al mismo tiempo que la Princesa, y los dos se acercaron a la
puerta del dormitorio. La Princesa tenía lágrimas en los ojos y sus manos
temblaban. Al verle, le abrazó y se puso a llorar.
-¿Cómo
va eso, querida Elisabeta Petrovna? -preguntó la Princesa a la comadrona, que
salía en aquel momento de la habitación de Kitty con el rostro radiante aunque
preocupada.
-Todo
va bien -dijo la comadrona-. Pero persuádanla -añadió- a que se esté en la
cama. Así sentirá menos los dolores.
Cuando
Levin, al despertar aquella mañana, comprendió que había llegado el momento del
alumbramiento, resuelto a sostener el valor de su esposa, se había prometido no
pensar en nada, ocultar sus emociones y, sobre todo, su intranquilidad y su
incertidumbre durante las cinco horas que, según los entendidos, debía durar la
prueba, y mantener el ánimo sereno para consolarla y animarla con su presencia.
Pero,
cuando al volver de la casa del médico vio que Kitty continuaba sufriendo,
empezó a suspirar y a levantar los ojos al cielo, a temer que no podría
resistirlo y se pondría a llorar o tendría que huir, y con mirada suplicante
repitió con insistencia sus invocaciones a Dios:
"¡Señor,
perdóname y ayúdanos!"
Pasó
una hora de horrible tortura para él, pasó otra y otra, hasta las cinco que le
habían indicado que duraría el parto, y al cabo de las cuales esperaba el final
de su tribulación, pero después de aquel tiempo el estado de Kitty seguía
igual.
Se
sentía desesperado. Sufría horriblemente no viendo término a los dolores de su
esposa. A menudo pensaba, contando las palpitaciones, que su corazón iba a
estallar, y sentía agotarse su paciencia.
Y
pasaban minutos tras minutos, horas y más horas sin que se aclarara aquella
situación.
Todas
sus condiciones habituales de vida, comidas, sueño, aseo, distracciones -de las
cuales Levin creía que no podría prescindir, habían desaparecido, no existían
para él. Perdió la noción del tiempo. Aquellos momentos en que Kitty le llamaba
a su lado y con sus manos sudorosas apretaba las suyas con gran ansia, con
fuerza extraordinaria, y se las abandonaba después, con expresión de
agotamiento, le parecían horas; o bien el tiempo se le pasaba sin sentirlo.
Levin se sorprendió cuando Elisabeta Petrovna encendió la luz y en un reloj que
había tras de un biombo, vio que eran las cinco de la tarde. Si le hubieran
dicho que eran las diez de la mañana, igualmente se habría sorprendido.
Advertía
tan poco el paso del tiempo como lo que en él ocurría. Veía el rostro de Kitty,
ya excitado, ya sorprendido, o sonriente, o con gesto de dolor. Veía también a
la Princesa, encendida, angustiada, sin voluntad, con el rostro enmarcado de
bucles blancos, cubierto de lágrimas que devoraba mordiéndose los labios. Veía
a Dolly y al doctor, que fumaba gruesos cigarros, y a Elisaveta Petrovna, con
el rostro firme, decidido y tranquilizador; y al viejo Príncipe, que se paseaba
por la sala con el ceño fruncido. Pero Levin no se daba cuenta de que cuando
cada uno de ellos entraba en la habitación, cambiaba de sitio o postura, o se
marchaba. La Princesa tan pronto estaba en la habitación junto al doctor, como
en el gabinete, donde habían puesto la mesa. Y en el sitio que ocupaba la
Princesa veía, después, a Dolly, sin que se diese cuenta para nada de sus
entradas y salidas. Si le hacían algún encargo lo ejecutaba inconscientemente.
Recordaba
que le habían enviado a alguna parte y no podía precisar para qué, ni cuándo,
ni adónde había ido. También, en otro momento, le habían mandado llevar una
mesa y un diván a la habitación. Lo había hecho deprisa, y sólo después se dio
cuenta de que los había llevado para pasar él la noche.
Le
habían mandado al gabinete a preguntar algo al doctor, y éste, después de
haberle contestado, se puso a hablar del desorden que reinaba en el
Ayuntamiento.
Le
habían mandado también al dormitorio para llevar a la Princesa la Santa Imagen
de la casulla de plata dorada, y Levin, en unión de la vieja camarera de la
Princesa, subió al sagrario para sacar la imagen y rompió la lamparilla. La
vieja camarera le consoló de aquel accidente y le dio ánimo respecto al estado
de Kitty. Levin llevó la Santa Imagen y la colocó con gran cuidado a la
cabecera de su mujer, detrás de los almohadones. Pero, dónde, cómo y por qué
había hecho todo aquello no lo recordaba. Tampoco comprendía por qué la
Princesa le cogía la mano, le miraba con compasión y le pedía que se calmase;
por qué Dolly le pedía que comiera; ni por qué el médico le miraba tan serio y
con tanta compasión y le hacía beber unas gotas.
Sabía
y sentía que estaba en la misma situación, en igual estado de inconsciencia que
hacía casi un año en la fonda de aquella capital de provincia, cerca del lecho
de muerte de su hermano Nicolás. Entonces se trataba de una muerte y ahora de
una vida. Pero igual que antes el dolor, la alegría abría ahora en la vida
habitual de Levin un claro en el cual advertía algo superior que no acababa de
comprender pero que le elevaba el alma a una altura a que no llegara nunca y
adonde su razón no alcanzara.
"¡Señor,
perdóname y ayúdanos!", repetía sin cesar, con la naturalidad y la fe con
que lo había hecho en su infancia y durante su juventud, aquellos períodos de
su vida tan lejanos que parecían definitivamente olvidados, pero que hábían
dejado en su alma un sedimento que ahora le subía a los labios.
Durante
aquellas horas interminables, Levin conoció alternativamente dos diferentes
estados de ánimo: uno, cuando alejado de Kitty estaba con el doctor, que fumaba
uno tras otro gruesos cigarros, apagándolos en el borde del cenicero, lleno ya
de ceniza, o bien cuando estaba con Dolly o con el Príncipe y hablaban de
política, de la enfermedad de María Petrovna o sobre otro tema cualquiera, en
animada conversación. En estos momentos, Levin olvidaba por completo lo que le
estaba -ocurriendo a su esposa y sentía firme su ánimo y despierto su
pensamiento. El otro estado de espíritu por que pasaba era cuando estaba en
presencia de Kitty, cerca de su cabecera, y se sentía otro ser completamente
distinto: sentía como si su corazón fuera a romperse y rezaba sin cesar. Cada
vez que en un momento de olvido oía de nuevo un grito que le llegaba del
dormitorio, Levin caía en el mismo error: al oírlo, daba un salto y corría
allí, con intención de disculparse; luego, por el camino, se acordaba de que no
era el causante de aquellos sufrimientos, y sentía deseos de defender y de
ayudar a su mujer. Al mirarla veía, sin embargo, que le era imposible ayudarla,
se horrorizaba y clamaba una vez más: "¡Señor, perdóname y
ayúdanos!".
Cuanto
más tiempo pasaba, tanto más doloroso sentía Levin el contraste de aquellos dos
sentimientos; más tranquilo se sentía fuera de su presencia, hasta el punto de
olvidarse de todo; y más vivo era su sentimiento de impotencia cuanto más
hondos eran los sufrimientos de su mujer. Pero, a pesar de todo, cuando oía su
voz, corría al lado de ella a ayudarla.
A
veces, cuando le llamaba, sentía ira y deseos de increparla, pero, al ver el
rostro de Kitty sumiso y sonriente y oyendo sus palabras: "¡Cómo te
atormento, Kostia! Perdóname", Levin quería volverse contra Dios; y al
recordar a Dios, en seguida le imploraba que le perdonara y les ayudase.
XV
Levin
no sabía si era tarde o temprano. Las velas estaban ya casi consumidas. Dolly,
que salía entonces del gabinete, rogó al doctor que descansara.
Levin,
sentado cerca del doctor, escuchaba una anécdota que éste le refería de un
charlatán magnetizador, y miraba a la vez y con aire abstraído la ceniza que se
iba formando en su cigarro.
Era
un período de tranquilidad y Levin se había olvidado por completo del parto.
Ahora escuchaba las palabras del doctor y las comprendía plenamente.
De
súbito se oyó un grito estremecedor. El grito era tan terrible que Levin ni
siquiera pudo levantarse, como otras veces -de un salto- y correr a la alcoba,
sino que se quedó sentado, inmóvil, con la respiración cortada, mirando al
doctor aterrada a interrogativa.
Pedro
Dmitrievich, ladeando la cabeza, escuchó. Luego sonrió a hizo un gesto de
satisfacción.
Todo
lo que ocurría era tan extraordinario que ya nada podía sorprender a Levin.
"Sin
duda debe de ser así", se dijo. Y continuó sentado.
Pero,
poco después, no pudiendo, a pesar de todo, explicarse aquel grito, se levantó
y, de puntillas, entró en el dormitorio, pasó por detrás de Elisabeta Petrovna
y la Princesa y se colocó en su sitio de siempre, a la cabecera de la cama.
No
se oía ya ningún grito, pero comprendió que allí, por más que nada advirtiese
ni comprendiese nada, había sucedido algo extraordinario. El rostro de
Elisabeta Petrovna estaba severo y pálido; sus mandíbulas temblaban ligeramente
y sus ojos estaban fijos en Kitty. El rostro congestionado, atormentado, de su
mujer, cubierto de sudor y con un mechón de cabellos pegados a la frente, se
había vuelto hacia él, buscaba la mirada de su esposo, y con sus manos,
levantadas por encima de la cama, le pedía su mano.
-No
te marches... No te marches... Yo no temo, no temo... -dijo rápidamente,
tomando entre las suyas sudorosas las manos frías de su marido y acercándoselas
a la cara-. Mamá... Toma mis pendiente que me están estorbando... Tú no
temas... ¿Será pronto, Elisabeta Petrovna?
Hablaba
precipitadamente y con voz entrecortada. Quería sonreír, pero de pronto su
rostro se alteró horriblemente y de su garganta brotó un quejido horrible,
fuerte, agudo y prolongado.
-¡No!
Es terrible... Voy a morir... Voy a morir... Vete, vete -dijo a Levin.
Y
de su garganta brotó de nuevo el mismo grito estremecedor.
Levin
se cogió la cabeza con las manos y salió corriendo de la habitación.
-No
es nada, no es nada, todo va bien --oyó decir a Dolly detrás de él. Pero, a
pesar de lo que le decían, él pensaba que todo estaba perdido.
Se
quedó en la habitación contigua, apoyando su cabeza en el quicio de la puerta.
Seguía oyendo aquel grito nunca escuchado, semejante a un espantoso aullido, y
sabiendo que la que gritaba de aquel modo era su Kitty.
Ya
hacía tiempo que, ante tanto dolor, había renegado de su deseo de tener un
hijo. Ahora le odiaba y no pedía a Dios sino que salvase la vida de ella; lo
única que deseaba era que cesaran sus sufrimientos.
-¿Qué
es esto, Dios mío? Doctor, ¿qué es esto? -decía Levin cogiendo de la mano al
doctor, que entraba en aquel momento, en la habitación.
-Se
está terminando --dijo el doctor. Y tenía un rostro tan serio cuando dijo estas
palabras, que Levin entendió que aquel "se está terminando"
significaba que Kitty estaba muriéndose.
Fuera
de sí, corrió al dormitorio, donde lo primero que vio fue el rostro de
Elisabeta Petrovna, más fruncido y severo que el del médico. Kitty, su querida
Kitty, no estaba ya allí. En su lugar había una criatura atormentada, con el
rostro descompuesto y terrible, de cuya boca brotaban sin cesar estremecedores
gritos, y a la que era imposible reconocer.
Levin
apoyó su cara contra la madera de la cama y le parecía que su corazón iba a
estallar.
Los
horribles lamentos sonaron sin interrupción durante algún tiempo, cada vez más
estremecedores. Pero de pronto, y como habiendo llegado ya su último límite, se
dejaron de oír.
Levin
no quería dar crédito a sus oídos, pero la duda no era ya posible: los lamentos
habían cesado y sólo se oía un suave ruido de ropas removidas y respiraciones
fatigadas y, por último, la voz de Kitty, su viva y suave voz, llena de
inefable felicidad que decía: "i Se terminó!".
El
levantó la cabeza con temor.
Con
los brazos caídos, desmayados, sobre la colcha extraordinariamente hermosa y
dulce, ella le miraba en silencio, iniciando una sonrisa que no llegaba a
terminar.
Y
de repente, de aquel mundo misterioso y terrible, tan lejos de la vida ordinaria,
en el que había vivido aquellas últimas veintidós horas, Levin se sintió
transportado a su mundo habitual, a su mundo de antes, y que ahora encontraba
iluminado por una luz de felicidad tan radiante que no la pudo soportar.
Lágrimas de alegría le inundaron los ojos, y los sollozos le brotaron con tanta
intensidad que sacudieron todo su cuerpo y durante largo rato le impidieron
pronunciar palabra.
Arrodillado
ante la cama, ponía sus labios sobre las manos de su mujer y las besaba
frenéticamente, mientras ella respondía a estas caricias con un movimiento
débil de sus dedos exangües.
En
tanto, a los pies de la cama, entre las manos hábiles de Elisabeta Petrovna, se
agitaba cual la luz vacilante de una pequeña lámpara la débil llama de aquel
ser que un segundo antes no existía, pero que muy pronto haría valer sus
derechos a la vida y engendraría a su vez a otros semejantes.
-¡Vive!
¡Vive! ¡Y es un niño! ¡No se apure! - oyó Levin a Elisabeta Petrovna, que con
una mano golpeaba ligeramente la espalda del niño.
-Mamá,
¿es verdad? -preguntó con voz débil Kitty.
Le
contestaron sólo los sollozos de la Princesa.
Y
en el silencio, como respuesta indudable a la pregunta de la madre, se oyó una
voz, bien distinta de las que hablaban, en tono bajo, en la habitación contigua.
Era el vagido del que acababa de nacer.
Si
un momento antes le hubieran dicho a Levin que Kitty había muerto y él también,
que estaban juntos los dos en la gloria y tenían hijos que eran ángeles, y que
Dios estaba allí mismo, con ellos, él no habría mostrado ninguna extrañeza.
Pero, ahora, vuelto al mundo de lo real, hacía esfuerzos en su pensamiento para
no dudar de que ella estaba viva y sana y comprender que aquel ser que chillaba
tan desesperadamente era un hijo suyo. Sí: Kitty estaba viva, y sus sufrimientos
habían terminado, y él era infinitamente feliz. Todo esto lo comprendía con
claridad. Pero, ¿y el niño? ¿Qué era el niño? ¿De dónde y para qué venía? Levin
no pudo asimilar este pensamiento en mucho tiempo. Le parecía que aquel ser
sobraba.
XVI
A
las nueve de la noche, el viejo príncipe, Sergio Ivanovich y Esteban
Arkadievich estaban sentados con Levin y, habiendo hablado ya respecto a la
joven madre, trataban ahora de otras cuestiones relativas al caso.
Levin
les escuchaba sin prestarles atención alguna. Mientras hablaban, él recordaba
los temores y sufrimientos que había experimentado hasta la mañana de aquel
día. Recordaba su estado de la víspera, antes de que pasara nada de todo
aquello, y le parecía que desde entonces habían transcurrido cien años.
Se
sentía en una altura inaccesible de la cual quería descender para no ofender,
con su falta de atención, a aquellos que estaban hablándole. Pero mientras
seguía aquella conversación relativa a la nueva situación de su familia, Levin
no dejaba de pensar en su mujer, en el estado de su salud; y pensaba también en
su hijo, de cuya existencia, aunque procurando convencerse, dudaba todavía.
Aquel
mundo femenino, al que ya desde su boda consideraba con otra significación,
bajo el aspecto de futuras esposas, ahora lo veía a una altura tal, formado por
madres, que ni siquiera podía llegar a él en su imaginación.
Estaba
escuchando cómo hablaban de la comida que habían tenido el día anterior en el
Círculo y, entre tanto, pensaba: "¿Qué hará ahora Kitty? ¿Estará
durmiendo? ¿Cómo se sentirá? ¿Qué estará pensando? ¿Chillará aún el pequeño
Dimitri?"
Y,
cortando inopinadamente la conversación, se levantó y salió de la estancia.
-Mándame
aviso de si puedo verla -le encargó el Príncipe.
-Bien,
ahora -contestó Levin sin detenerse y se dirigió apresuradamente a la
habitación de su mujer.
Kitty
no dormía. Hablaba con su madre, en voz baja, referente al próximo bautizo del
niño. En tanto, descansaba, arreglados su rostro y su cuerpo; peinada de nuevo,
con una cofia azul celeste cubriéndole la cabeza, los brazos sobre la colcha y
recostada dulcemente en la almohada.
Al
ver a Levin, que se quedó en la puerta mirándola, le indicó con los ojos que se
acercara. Su mirada, siempre tan clara, hacíase más clara todavía a medida que
él se aproximaba. En su rostro se advertía aquel cambio de terrenal a
ultraterreno, aquella expresión de serenidad que se observa en los rostros de
los muertos, con la diferencia de que en éstos es de despedida y en el de Kitty
era de alegre salutación, de bienvenida.
La
emoción que había experimentado durante el parto, volvió a apoderarse de él.
Kitty le tomó su mano y le preguntó si había dormido.
Levin,
vencido por la emoción, no pudo contestar, y avergonzado de su debilidad,
volvió el rostro.
-Pues
yo he dormido un buen rato --dijo ella- y he olvidado todo lo que he sufrido, y
ahora, Kostia, me siento tan bien otra vez...
Le
miraba y, de repente, llegaron hasta ella los gritos del niño, y la expresión
de su rostro cambió.
-Démelo,
Elisabeta Petrovna, démelo. Quiero que Kostia lo vea.
-Bien,
que el papá lo vea -dijo Elisabeta Petrovna, levantando y acercando una forma
extraña, colorada, que se movía---. Pero esperen un momento; antes tenemos que
arreglarle.
Y
Elisabeta Petrovna puso aquella forma movible y colorada -el niño- sobre la
cama, le desenvolvió, le echó polvos en sus carnecitas, separando,
cuidadosamente con un dedo, sus junturas, sus arruguitas, y le vistió de nuevo.
Mirando
a aquel minúsculo y lamentable ser, Levin hacía vanos esfuerzos en su alma para
encontrar en ella algún sentimiento paternal. Sentía sólo repugnancia. Pero
cuando dejaron desnudo al niño y vio sus brazos, tan delgaditos, tan diminutos,
los pies de color azafranado, hasta en los dedos mayores, que eran muy
distintos de otros dedos; y al ver, también, que la comadrona apretaba aquellos
brazos que querían abrirse y los cerraba como si tuvieran muelles blandos, y
cómo le movía para envolverle en las vestiduras de hilo, Levin sintió tanta
lástima de aquel ser y tanto temor de que Elisaveta Petrovna le hiciera daño,
que retuvo las manos de la comadrona.
Elisabeta
Petrovna no.
-No
tema, hombre, no tema -le dijo.
Cuando
el niño estuvo arreglado y convertido en una especie de crisálida, Elisabeta
Petrovna le hizo girar, presentándole por todos sus lados, como si estuviera
orgullosa de él y de su labor, y apartándose para que Levin pudiera verle en
toda su belleza.
Kitty,
que no separaba un momento los ojos del recién nacido, exclamó de nuevo:
-Démelo,
démelo -y hasta quiso levantarse para coger a su hijo.
-¿Qué
hace usted, Catalina Alejandrovna? No debe usted hacer estos movimientos.
Espere, que se lo daré. Ahora, en cuanto acabe de verle su papaíto... Qué buen
mozo, ¿eh?
Y
Elisabeta Petrovna levantó en una de sus manos (la otra, con sólo los dedos,
sostenía la débil nuca para evitar cualquier movimiento peligroso) a aquella
extraña figura, rojiza y movible. Tenía el rostro oculto por los bordes de los
pañales, pero se le veían las naricillas, los ojos, cerrados y algo torcidos, y
los labios que hacían ademán de chupar.
-¡Es
una criatura magnífica! -volvió a ensalzar Elisabeta Petrovna.
Levin
suspiró con pesar. Aquella criatura magnífica le despertaba solamente un
sentimiento de repugnancia y compasión. Cuando Elisabeta Petrovna lo acercó al
pecho de la madre, y auxilió a ésta en su inexperiencia, Levin no quiso mirar.
De
repente, una risa nerviosa de Kitty, provocada por la impresión que le causaba
el niño tomando el pecho, hizo volverle la cabeza.
-Ya
basta, basta ya --decía Elisabeta Petroyna; pero Kitty dejó mamar al niño hasta
que quedó dormido en sus brazos.
-Mírale
ahora -dijo la madre, volviendo el niño de forma que Levin pudiera verle el
rostro.
El
niño arrugó aún más su carita de viejecillo y estornudó.
Levin,
conteniendo con dificultad las lágrimas de enternecimiento que acudían a sus
ojos, besó a su mujer y salió de la habitación.
Los
sentimientos que le inspiraba aquel pequeño ser eran completamente distintos de
lo que él esperaba. No se sentía alegre, y mucho menos feliz. Por el contrario,
experimentaba un miedo nuevo y atormentador. Miedo a que Kitty pudiera verse de
nuevo en el trance de tener que pasar por los sufrimientos que había pasado.
Miedo al nuevo rincón vulnerable que habría a partir de ahora en su vida, en el
temor de que aquella criatura hubiese de sufrir. Y este sentimiento era tan
fuerte en él que no le dejó percibir la extraña sensación de alegría
irracionable mezclada con un orgullo que había experimentado oyendo estornudar
al niño.
XVII
Los
asuntos de Esteban Arkadievich marchaban de mal en peor.
Dos
terceras partes del dinero que debía percibir por la venta de su bosque estaban
ya gastadas y, con un descuento del diez por ciento, Oblonsky tomó por
adelantado casi todo lo que le faltaba cobrar de la parte restante. El
comerciante que había comprado el bosque no le daba más dinero, principalmente
porque, por primera vez en su vida, Daria Alejandrovna, haciendo valer sus
derechos a aquellos bienes, se había negado a firmar en el contrato haber
recibido dinero a cuenta de aquella tercera parte del bosque. Todo el sueldo de
Esteban Arkadievich se había ido en los gastos de la casa y en pagar pequeñas
deudas que él tenía siempre. Los Oblonsky habían quedado, pues, sin un céntimo
y sin tener dónde encontrar dinero.
"Esto
es desagradable y fastidioso y no debe continuar así", pensaba Esteban
Arkadievich. Y pensaba también que la causa de aquella situación tan difícil
era el escaso sueldo que percibía. El puesto que ocupaba resultaba muy bien
remunerado hacía cinco años, pero, con el encarecimiento de la vida, su sueldo
no llegaba para nada. Petrov, director de un banco, percibía doce mil rubios; a
Sventisky, como miembro de una sociedad, le daban diecisiete mil; Mitin,
fundador de un banco, cobraba cincuenta mil. "Se ve que estoy dormido y me
han olvidado", pensaba Esteban Arkadievich.
Entonces
decidió escuchar, observar, orientarse hacia otros cargos más remuneradores. Al
final del invierno había puesto ya la mirada en uno muy bien retribuido y
comenzó las gestiones para obtenerlo. Inició las primeras desde Moscú, por
mediación de sus tíos, tías y amigos; y luego, cuando el asunto estuvo ya
madurado, se trasladó a San Petersburgo para darle fin.
Existían
puestos de todas las categorías, desde mil hasta cincuenta mil rubios de sueldo
anual. El que quería Esteban Arkadievich era el de miembro de la Comisión de
las Agencias Reunidas de Balances de Crédito Mutuo y de los Ferrocarriles del
Sur. Este puesto, como todos los de esta índole, exigía unos conocimientos y
una actividad tales como difícilmente podían hallarse en un hombre solo. Como
este hombre no se encontraba, procuraban al menos encontrar para ellos un
hombre "honrado" .
Esteban
Arkadievich, no sólo era un hombre honrado, sino un honradísimo hombre, con la
especial significación que tiene esta palabra en Moscú cuando dicen "
honradísimo hombre de acción", " honradísimo escritor",
"honradísima institución" "honradísima dirección de ideas",
lo que significaba que la institución o el hombre, no sólo son probos, sino también,
si llegare el caso, capaces de oponerse al propio Gobierno. En Moscú, Esteban
Arkadievich frecuentaba la sociedad donde esta palabra estaba en boga, y era
considerado como un "honradísimo ciudadano" . Por esta razón, más que
por otra, tenía más derecho que otros a ocupar aquel cargo.
El
cargo, que producía de seis a diez mil rublos anuales, y que Oblonsky podía
ocuparlo sin dejar su puesto oficial en el Ministerio, dependía de dos
ministerios, de una señora y de dos judíos. Todas estas personas estaban
preparadas ya en su favor, pero, no obstante, necesitaba verlas en San
Petersburgo. Además, Esteban Arkadievich había prometido a su hermana obtener
una respuesta definitiva de su marido con respecto al divorcio. Dolly le dio
cincuenta rublos, y con este dinero, Oblonsky se marchó a San Petersburgo.
Sentado
en el gabinete de Karenin, Esteban Arkadievich escuchaba la lectura que éste le
hacía de su memoria relativa al mal estado de las finanzas rusas, y esperaba el
momento en que Alexey Alejandrovich terminara de leer y comentar para tratar
con él de los asuntos que allí le llevaban: el divorcio y la obtención del
cargo a que aspiraba.
-Sí,
todo esto es muy justo -dijo Oblonsky, cuando su cuñado, quitándose los pince-nez,
sin los cuales ahora no podía leer, le miró interrogativamente después de haber
terminado la lectura-. Pero de todos modos el principio esencial de nuestros
tiempos es la libertad.
-Sí,
mas yo establezco otro principio que abraza, también, el de libertad -dijo
Alexey Alexandrovich, recalcando las palabras " que abraza" . Y se
puso de nuevo los pince-nez, y, después de haber hojeado el manuscrito,
escrito con buena Tetra, de anchos y claros caracteres, leyó otra vez lo
referente a aquel principio a que aludía.
-Si
no acepto el sistema de protecciones, no es para favorecer a los particulares
-explicó-, sino para que las clases superiores a inferiores, en el mismo grado,
encuentren un medio mejor de vida -decía Karenin mirando a Oblonsky por encima
de los pince-nez-. Pero "ellos" no lo comprenden, no lo
quieren comprender. "Ellos" están muy ocupados en otras cosas: unos
en sus intereses personales; otros en tratar de deslumbrar con sus frases
huecas... Esteban Arkadievich sabía que cuando Karenin se ponía a hablar de lo
que estaban pensando o haciendo "ellos" (aquellos mismos que no
querían aceptar sus proyectos y, según decía, eran la causa de todo el mal que
padecía Rusia), significaba que la conversación tocaba a su fin. Por este
motivo, con mucho gusto renegó del principio de libertad y se mostró de acuerdo
con Alexey Alejandrovich, el cual, al fin, quedó callado, hojeando su
manuscrito.
-¡Ah!
A propósito -dijo Esteban Arkadievich entonces, aprovechando aquel estado de
ánimo de su cuñado-, quería pedirte que, cuando tengas ocasión de ver a Pomoszky,
le digas que tengo un gran interés en ser designado para el puesto que van a
instituir de miembro de la Comisión de las Agencias Reunidas de Balances de
Crédito Mutuo y de los Ferrocarriles del Sur. (Esteban Arkadievich estaba tan
encariñado con este puesto, que pronunciaba ya su título rápidamente y sin
equivocarse.)
Alexey
Alejandrovich le preguntó en qué consistía la labor de aquella Comisión y quedó
pensativo, reflexionando si en la actividad de ella había algo contrario a sus
proyectos. Pero como la actividad de la nueva institución era muy complicada y
los proyectos de Karenin alcanzaban un amplio campo, no pudo de momento decidir
y, quitándose otra vez los pincenez, dijo:
-Indudablemente,
podré decirle algo a Pomozsky, pero, ¿para qué quieres ocupar este puesto,
precisamente?
-Se
trata de un buen sueldo. Creo que hasta nueve mil rublos, y mis medios...
-¡Nueve
mil rublos! -exclamó Alexey Alejandrovich, y frunció el entrecejo.
La
importancia de este sueldo le recordó que la futura actividad de Esteban
Arkadievich en aquel cargo tal vez fuera contraria a la principal idea de sus
proyectos, que era la economía.
-Considero,
y así lo he expuesto en mi memoria, que en nuestros tiempos esos sueldos
exorbitantes no son más que una prueba de la falsa assiette económica de
nuestra administración.
-Pero,
¿cómo quieres que sea? -refutó Esteban Arkadievich-. Si el director de un banco
gana diez mil rublos de sueldo, y un ingeniero gana veinte mil, es porque el
trabajo lo vale. Esto tienes que reconocerlo.
-Yo
considero que el sueldo es el pago por una mercancía y debe regularse por la
ley de la oferta y la demanda. Y cuando veo, por ejemplo, que de la Escuela
Superior de Ingenieros salen dos alumnos igualmente instruidos y capaces y uno
logra un sueldo de cuarenta mil rublos y el otro ha de conformarse con dos mil;
cuando veo que ponen como directores de bancos, con un sueldo enorme, a
juristas que no poseen noción alguna de aquella especialidad, entonces concluyo
que esos nombramientos no están regulados por la ley de la oferta y la demanda,
sino hechos por favoritismo y con parcialidad. Y esto es un abuso intolerable
que tiene una influencia desastrosa en los servicios del Estado. Considero...
Esteban
Arkadievich se apresuró a interrumpir a su cuñado.
-Debes
tener en cuenta -dijo- que se trata de una institución nueva, indudablemente
útil, al frente de la cual se necesitan sobre todo hombres "honrados"
-terminó, recalcando las palabras "hombres honrados".
Pero
la significación moscovita de "hombre honrado" era incomprensible
para Alexey Alejandrovich.
-La
honradez es una cualidad negativa -sentenció.
-De
todos modos -insistió Oblonsky- me harás un gran favor hablándole de mí a
Pomoszky. Así trabaré conversación con él más fácilmente.
-Lo
haré con gusto, pero me parece que este asunto depende de Bolgarinov --dijo
Alexey Alejandrovich.
-Bolgarinov
está completamente de acuerdo -afirmó Oblonsky.
Y
se sonrojó al decirlo, porque aquella mañana, precisamente, había hecho una
visita a aquel hebreo y la tal visita le había dejado un recuerdo bastante
desagradable. Esteban Arkadievich estaba plenamente convencido de que la causa
a la que quería dedicarse era nueva, útil y honrada. Pero aquella mañana,
cuando Bolgarinov, de manera evidentemente deliberada, le había hecho esperar
dos horas en la antesala de su despacho junto con otros visitantes, Oblonsky se
sintió desconcertado y molesto, tanto por el hecho de que a él, al príncipe
Oblonsky, descendiente de Riurick, le hubiese tocado esperar dos horas en la
antesala de un judío, como por no haber seguido por primera vez en su vida el
ejemplo de sus antepasados de servir al Gobierno, entrando en una nueva esfera
de actividad. No obstante, durante aquellas dos horas de espera, paseando
animado por la sala o atusándose las patillas, o entablando conversación con
otros solicitantes, Esteban Arkadievich había imaginado un ingenioso calembour
a propósito de aquella espera en la casa de un judío. Esteban Arkadievich
ocultaba a los demás a incluso a sí mismo el sentimiento que experimentaba. No
obstante, no sabía bien si su malestar procedía del temor de que no le
resultase bien el calembour o de alguna otra causa. Cuando, por fin, Bolgarinov
le recibió, lo hizo con extrema amabilidad, visiblemente satisfecho de poder
humillarle y no dejándole ninguna esperanza sobre el éxito de su gestión.
Esteban
Arkadievich se apresuró a olvidar aquel incidente. Sólo ahora, al recordarlo,
se había ruborizado.
XVIII
-Tengo
que hablarte también de otro asunto -dijo Esteban Arkadievich después de un silencio-.
Ya lo debes adivinar... de Ana.
Cuando
Oblonsky pronunció el nombre de su hermana, el rostro de Alexey Alejandrovich
mudó completamente de color y, en vez de con la animación que expresaba, se
cubrió con una máscara de fatiga y de inmovilidad.
-Concretamente,
¿qué queréis de mí? -preguntó Karenin, volviéndose en su butaca, cerrando sus
pince-nez y mirando a su interlocutor.
-Una
decisión, sea la que sea, Alexey Alejandrovich. Me dirijo a ti no como...
como... -"Como a un marido ofendido" iba a decir Esteban Arkadievich,
pero temió herir la susceptibilidad de su cuñado, y sustituyó estas palabras
por " como a un hombre de Estado", y, al fin, no pareciéndole bien
tampoco ésta, dijo:
-Me
dirigio a ti como a un hombre, un hombre bueno y un sincero cristiano. Debes
tener compasión de ella.
-¿Y
en qué? -preguntó en voz baja Karenin.
-Sí,
debes tener compasión de ella. Si la hubieses visto como yo, que he pasado un
invierno con ella, el alma se te llenaría de piedad. Su situación es
verdaderamente terrible... Sí, terrible... -insistió.
-Creía
-contestó Karenin, con voz más segura, casi chillona- que Ana Arkadievna había
conseguido lo que quería y se buscó ella misma...
-¡Alexey
Alejandrovich, por favor! Dejemos las recriminaciones. Lo hecho hecho está y
sabes muy bien que lo que ella desea y espera es el divorcio.
-Yo
suponía que Ana Arkadievna renunciaba al divorcio en el caso de quedarme yo con
el chico. El silencio equivaldría, pues, a una respuesta, y ya daba este asunto
por terminado ---dijo casi gritando Karenin.
-Por
favor, no te acalores -repuso Esteban Arkadievich, dando unas palmaditas
afectuosas en las rodillas de su cuñado-. El asunto no está terminado. Si me
lo, permites, haré una recapitulación de él: Cuando os separasteis, te portaste
con tanta grandeza de alma, dándole la libertad, el divorcio, todo .... que Ana
se sintió conmovida por tu generosidad... Sí, conmovida; no lo dudes. Se sintió
así hasta el punto de que en los primeros momentos, viéndose culpable ante ti,
no pudo pensar y no pensó en detalles, y fue cuando renunció a todo. Pero la
realidad, el tiempo, le han mostrado que su situación es dolorosa,
insoportable.
-La
situación de Ana Arkadievna no puede interesarme --contestó Karenin levantando
la vista y fijándola, fría y severa, en Esteban Arkadievich.
-Permíteme
que no lo crea -replicó suavemente Oblonsky-. Su situación -continuó- es
agobiadora para ella y no ofrece ventaja alguna a nadie. Me dirás que se la ha
merecido... Ana lo reconoce, y precisamente por eso no te lo pide directamente;
no se atreve a hacerlo. Pero yo, todos sus parientes, todos los que la
queremos, te lo rogamos. ¿Por qué atormentarla tanto? ¿Qué ganas con eso?
-Perdóname,
pero me parece que me pones en el lugar del acusado -interrumpió Alexey
Alejandrovich.
-No,
no, nada de esto -dijo Esteban Arkadievich dándole palmaditas cariñosas en la
mano, como si estuviera seguro de que con este rasgo de afecto ablandaría a su
cuñado-. Yo sólo lo digo: su posición es penosa. Tú puedes aliviarla sin perder
nada por tu parte. Yo arreglaré las cosas de tal modo que no te darás cuenta de
nada. Pero, ¡si lo habías prometido
-La
promesa fue hecha antes y yo pensaba que la cuestión del hijo lo arreglaría
todo. Además, esperaba que Ana Arkadievna tendría la suficiente grandeza de
alma... -dijo Alexey Alejandrovich con gran dificultad, con voz temblorosa y
poniéndose intensamente pálido.
-Ella
lo confía todo a tu magnanimidad -insistió Esteban Arkadievich-. Sólo pide,
ruega, suplica, una cosa: que la saquen de la situación insoportable en que se
encuentra. Ahora ya no pide que le devuelvas su hijo. Alexey Alejandrovich, tú
eres un hombre bueno. Ponte por un momento en su lugar. El divorcio es para
ella cuestión de vida o muerte. Si no lo hubieras prometido antes, ella se
habría conformado con la situación en que está y habría ajustado a ella su
vida, viviendo en el campo. Pero tú lo prometiste, ella lo ha escrito y se ha
trasladado a Moscú, donde cada encuentro con un antiguo amigo o conocido es
para ella como un puñal en el pecho. Y lleva seis meses así, esperando cada día
tu decisión, como un condenado a muerte que tuviera durante meses y meses la
cuerda arrollada al cuello, prometiéndole ya la muerte, ya el indulto. Ten
compasión de ella y yo me encargo de arreglarlo todo de modo que no tengas
perjuicios, ni sufrimientos, ni molestias. Vos scrupules...
-No
hables de esto, no hables de esto -le interrumpió con gesto de asco Alexey
Alejandrcvich-. Lo que ocurre es que acaso prometí lo que no podía prometer.
-¿Así
lo niegas, pues, a cumplirlo?
-Nunca
he rehusado cumplir mis compromisos en todo lo que me es posible, pero necesito
tiempo para reflexionar, para ver si lo que he prometido está dentro de lo
posible.
-No,
Alexey Alejandrovich -dijo Oblonsky, levantándose airadamente-. No quiero creerlo...
Ana es todo lo desgraciada que puede ser una mujer y tú no puedes rehusarle lo
que te pide y le prometiste. En tal caso...
-Se
trata de saber si podía o no prometerlo... Vous professez d'étre un libre
penseur... Pero yo, como un hombre que tiene fe, no puedo, en una cuestión
tan transcendental, obrar contra la ley cristiana.
-Pero
en las sociedades cristianas, entre nosotros, a lo que sé, el divorcio está
permitido -repuso Esteban Arkadievich-. El divorcio está permitido por nuestra
Iglesia. Y vemos...
-Está
permitido, pero no en este aspecto...
-Alexey
Alejandrovich, no lo reconozco -dijo Oblonsky con dureza. Y, tras un pequeño
silencio durante el cual reflexionó sobre la situación que creaba la negativa
de Karenin-: ¿No eras tú quien lo perdonó todo -siguió en tono persuasivo- (y
nosotros te lo supimos apreciar y agradecer) y el que, movido por un
sentimiento cristiano, estaba pronto a todos los sacrificios? ¿No eras tú el
que dijiste: "Cuando te pidan la camisa, da el caftán"? Y ahora...
-Ahora
te ruego que no hables más de esto. Terminemos nuestra conversación -contestó
Alexey Alejandrovich levantándose de repente, muy pálido, temblándole la
mandiíbula inferior y con voz lastimera.
-¡Ah!
Bien. Te ruego que me perdones si te he causado dolor --dijo Esteban
Arkadievich con sonrisa equívoca y alargándole la mano-. Por mi parte, no he
hecho más que cumplir fielmente lo que se me había encargado.
Alexey
Alejandrovich le dio la mano, quedó pensativo unos momentos y le dijo:
-Debo
reflexionar y buscar consejo. Pasado mañana haré saber mi respuesta definitiva.
XIX
Esteban
Arkadievich iba a marcharse ya cuando entró Korney y anunció:
-Sergio
Alexievich.
-¿Quién
es este Sergio Alexievich? -preguntó Esteban Arkadievich a Karenin, pero en
seguida recordó y dijo:
-¡Ah!
Sí, mi sobrino Serguey. Pensé que se trataba de algún jefe de un departamento
ministerial...
"Ana
me ha pedido que le vea", pensó también Oblonsky y recordó la expresión
del rostro de su hermana, tímida y lastimera, cuando le había dicho, despidiéndose
de él: "Haz por verle de cualquier modo. Entérate detalladamente de dónde
está, quién está a su lado y, si esto fuera posible... ¿Verdad que es posible,
Stiva, obtener el divorcio y tener a mi hijo conmigo?".
Esteban
Arkadievich veía ahora que no podía ni siquiera pensar en tal cosa; de todos
modos, se alegró de ver al menos a su sobrino y poder así dar noticias directas
a su hermana.
Alexey
Alejandrovich hizo presente a su cuñado que a Sergio no le decían nunca nada de
su madre y le rogó que él se abstuviera asimismo de hablarle de ella.
-Sergio
ha estado muy enfermo -explicó- después del último encuentro con su madre, que
nosotros no habíamos previsto, y a consecuencia, precisamente, de la impresión
que recibió. Hasta hemos temido por su vida. Una cura bien llevada y baños de
mar han repuesto su salud. Ahora, por consejo del médico, le he internado en un
colegio. Efectivamente, el trato con los compañeros le ha producido una
reacción beneficiosa y está completamente sano y estudia muy bien.
-¡Pero,
si está hecho un hombre! Realmente ya no es Serguey sino un completo Sergio
Alexievich --comentó Esteban Arkadievich sonriendo y mirando extasiado al
hermoso muchacho, ancho de espaldas, vestido con marinera azul y pantalón
largo, de palabra fácil y ademanes desenvueltos en que encontraba convertido al
pequeño Serguey.
El
niño saludó a su tío como a un desconocido; pero, al reconocerle, se sonrojó y,
como si se sintiese ofendido a irritado por algo, le volvió la espalda con
precipitación.
Luego
se acercó a su padre y le presentó su cuaderno con las notas obtenidas en la
escuela.
-Esto
ya está bien. Sigue así -comentó su padre.
-Está
ahora más delgado y ha crecido mucho. Ha dejado de ser un niño y es un mocetón.
Así me gusta -dijo Esteban Arkadievich-. ¿Me recuerdas? -preguntó al niño.
Sergio
miró a su padre rápidamente, como consultándole lo que debía hacen
-Le
recuerdo, mon oncle -contestó mirándole. Y de nuevo bajó la vista.
Esteban
Arkadievich atrajó hacia sí al niño y le cogió la mano.
-¿Qué,
cómo van las cosas? -le dijo con acento cariñoso, pero cohibido, sin saber bien
lo que decía, aunque deseando hablar con él y que le hablase.
Ruborizándose
y sin contestar, el niño tiró suavemente de la mano que le había cogido su tío
y, apenas logró soltarse, se separó de él, miró interrogativamente a su padre,
pidiéndole permiso para retirarse y, al contestarle con un gesto afirmativo,
salió de la habitación apresuradamente, como un pájaro al que dejasen en
libertad.
Había
pasado un año desde que Sergio Alexievich viera a su madre por última vez, y
desde entonces nunca había vuelto a oír a hablar de ella. Este año le habían
internado en un colegio, donde conoció y cobró afecto a otros niños también
internados allí. Los pensamientos y recuerdos de su madre, que después de su
entrevista con ella le hicieron enfermar, ahora habían dejado de inquietarle,
y, si a veces volvían a su mente, los rechazaba considerándolos vergonzosos,
propios de niñas pero no de niño. Sabía que entre sus padres se había producido
una discordia que les había separado y que él debía estar con su padre. Y
procuraba acostumbrarse a esta idea.
Ver
a su tío, tan parecido a su madre, le fue desagradable, por despertar en él
aquellos recuerdos que consideraba vergonzosos. Y aún le fue más desagradable
la visita por algunas palabras que oyó cuando esperaba a la puerta del despacho
y que, por la expresión de los rostros de su padre y su tío, adivinó que se
referían a su madre. Y, para no inculpar al padre, puesto que con él vivía y de
él dependía y, principalmente, por no entregarse al sentimiento que él
consideraba denigrante, Sergio procuró no mirar a Esteban Arkadievich y no
pensar en lo que éste le recordaba.
Al
salir del gabinete, Esteban Arkadievich encontró a Sergio en la escalera y le
llamó, y le preguntó, mostrándole gran interés y afecto, cómo pasaba el tiempo
en la escuela y en las clases, qué hacía luego y otros detalles de su vida.
Sergio,
ausente su padre, contestó muy comunicativo, más hablador.
-Ahora
jugamos al ferrocarril -explicó-. Vea usted, es así: dos chicos se sientan en
un banco figurando ser viajeros; otro, se coloca de pie delante del banco, de
espaldas a éste; los tres se enlazan con las manos y los cinturones (todo esto
estápermitido) y, abiertas antes las puertas, corren por todas las salas. ¡Es
muy difícil ser el conductor!
-¿El
conductor es el que está de pie, delante del banco?
-Sí.
Y hay que ser muy atrevido y listo. Es muy difícil. Sobre todo cuando el tren
se para de golpe, o cae alguno...
-Sí,
eso no será tan fácil --comentó Esteban Arkadievich, mirando con tristeza
aquellos ojos animados que tanto se parecían a los de la madre; ojos que ya no
eran infantiles, que no reflejaban ya completamente inocencia.
Y
aunque Oblonsky había prometido a Karenin no hablar a Sergio de su madre, no
pudo contenerse y súbitamente le preguntó:
-¿Te
acuerdas de tu madre?
-No,
no me acuerdo -dijo Sergio rápidamente, y, poniéndose intensamente rojo, bajó
la vista y quedó inmóvil y pensativo. Esteban Arkadievich no pudo obtener de él
ni una palabra más. El preceptor ruso le encontró media hora más tarde en la
misma postura, sin haber salido de la escalera, y no pudo comprender qué le
ocurría: si estaba disgustado o si lloraba.
-¿Es
que se hizo daño cuando se cayó? -inquirió el preceptor-. Ya decía yo -comentó
a renglón seguido que este juego es muy peligroso. Habrá que decírselo al
director para que no lo permita.
-Si
me hubiera hecho daño -contestó secamente Sergio- nadie me lo habría notado.
Téngalo por seguro.
-¿Qué
le ha sucedido, pues?
-Déjeme...
Qué si me acuerdo, que si no me acuerdo. ¿Qué tiene que ver él con esto? ¿Por
qué debo acordarme? Déjenme en paz -terminó dirigiéndose, no a su instructor,
sino a otras personas ausentes a quienes veía todavía en su pensamiento.
XX
Como
siempre que iba a la capital, Esteban Arkadievich no pasaba su tiempo
inútilmente en San Petersburgo.
Además
de hacer las gestiones que allí le llevaban -ahora el divorcio de Ana, su
colocación- se dedicaba a lo que él llamaba " refrescarse".
Moscú,
a pesar de sus cafés chantants y demás diversiones, y de los ómnibus, siempre
le había parecido a Oblonsky monótono y triste como un agua muerta, sobre todo
cuando estaba con él su familia, y la vida de allí había llegado a veces a
pesarle en el espíritu como una losa de plomo de la que necesitaba "
refrescarse" .
Viviendo
mucho tiempo en Moscú, sin ausentarse, Oblonsky llegaba a sentirse inquieto de
su mal humor, de su mujer con sus continuos reproches, de su salud y de la
educación de sus hijos, de los pequeños intereses, de sus servicios, y hasta de
las deudas, pues hasta las deudas llegaban a intranquilizarle.
Pero
le bastaba llegar a San Petersburgo y vivir el ambiente de aquella ciudad
" donde la gente vivía, no vegetaba simplemente" (otra frase de
Oblonsky), para que todo su malestar se fundiese en el nuevo ambiente como la
cera al fuego.
¿Su
mujer? Oblonsky había hablado precisamente aquel día con el príncipe
Chechensky, quien tenía esposa a hijos -hijos ya mayorcitos, unos hombrecitos,
pajes ya-; y al lado de ésta tenía otra familia ¡legal, en la cual había
también hijos. Aunque todos los de familia legítima eran buenos, el príncipe
Chechensky se sentía mucho más feliz con los de la otra. Y hasta a veces
llevaba al mayor de los hijos legítimos a esta otra casa, considerando -así se
lo aseguraba a Oblonskyque esto era muy útil y provechoso para aquél.
"¿Qué habrían dicho de esto en Moscú?", pensaba Oblonsky.
¿Los
hijos? En San Petersburgo los hijos no estorbaban la vida de los padres. Los
hijos se educaban en los colegios y allí no existía aquella costumbre, tan de
moda en Moscú (por ejemplo, el príncipe Lvov), de tener a los hijos con todo
lujo y los padres conformarse con no disfrutar de nada, con no tener nada más
que el trabajo y las preocupaciones que da la familia.
Allí,
en San Petersburgo, entendían que el hombre necesitaba vivir libremente, y para
sí n-ismo, sin obligaciones que entorpeciesen sus caprichos o sus necesidades.
¿El
servicio, el trabajo? Tampoco allí eran cosa penosa, agobiante moral y
físicamente, para desesperarse, como sucedía en Moscú. En San Petersburgo,
había mucho campo abierto, buen porvenir para el trabajo, fuese de la clase que
fuese. Un encuentro, una ayuda prestada, una palabra bien dicha, saber
representar bien comedias o decir versos, o chistes... Cualquier cosa de éstas,
y, de repente, un hombre se encontraba en un puesto elevado, como por ejemplo,
Brianzov, al cual Esteban Arkadievich había encontrado el día antes convertido
en una de las figuras más importantes. "Un servicio así, sí que es interesante",
pensaba Esteban Arkadievich.
Sin
embargo, lo que ejercía una influencia más tranquilizadora en el ánimo de
Esteban Arkadievich era el punto de vista que se tenía en San Petersburgo
referente a las cuestiones pecuniarias. Bartniansky, que gastaba por lo menos
cincuenta mil rublos al año, según el tren que llevaba, le había dicho a este
propósito cosas extraordinarias.
El
día anterior, antes de la comida, se habían encontrado, y Esteban Arkadievich
dijo a Bartniansky:
-Según
me han dicho estás en buenas relaciones con Mordvinsky. ¡Si es así podrías
prestarme un gran servicio hablándole en favor mío! Hay un puesto que desearía
ocupar: miembro de la Comisión...
-Es
igual que no me lo digas -le interrumpió Bartniansky- no lo recordaría ni haría
nada de lo que me pides. ¿Por qué te metes en esos asuntos ferroviarios con
judíos? Es un asco...
Esteban
Arkadievich no quiso rebatirle esta impresión, explicarle que se trataba de un
asunto serio: tenía la seguridad de que Bartniansky no le había entendido.
-Necesito
dinero... Hay que vivir -le dijo simplemente.
-¿Pero
no vives?
-Vivo,
pero tengo deudas.
-¿Qué
me dices? ¿Muchas? -preguntó Bartniansky, mirando a su amigo con compasión.
-Muchas...
Unos veinte mil rublos.
Bartniansky
dejó escapar una alegre y sonora carcajada.
-¡Oh,
hombre feliz! -dijo-. Yo tengo deudas por millón y medio de rublos; no poseo
nada... Y, como ves, aun voy viviendo.
Y
Esteban Arkadievich pudo comprobar con los hechos la verdad de aquella
afirmación.
-Givajov
-siguió explicando Bartniansky- tenía trescientos mil rublos de deudas y ni un
cópec en dinero... ¡y vivía! ¡Y de qué manera! Al conde Krivzov hacía ya tiempo
que le consideraban perdido económicamente y, sin embargo, sostenía dos
mujeres. Petrovsky había gastado cinco millones que no eran suyos y continuaba
viviendo como siempre, le confiaban, incluso, alguna administración, y, como
director, percibía veinte mil rublos de sueldo.
Por
otra parte, San Petersburgo producía en Esteban Arkadievich una acción
terapéutica que le era muy agradable: le hacía sentirse más joven. En Moscú,
Oblonsky veía que tenía canas, debía reposar después de cada comida, andaba
encorvado, subía las escaleras paso a paso y respirando con gran dificultad, no
encontraba aliciente en compañía de las mujeres jóvenes y bellas, no bailaba en
las veladas... En cambio, en San Petersburgo, aquel agotamiento físico y
espiritual desaparecía y se sentía como si le hubiesen quitado diez años de
encima. En San Petersburgo experimentaba lo mismo que el sexagenario príncipe
Pedro Oblonsky, el cual, habiendo regresado del extranjero hacía poco tiempo,
le explicaba:
-Aquí
no sabemos vivir. He pasado el verano en Baden, pues bien: allí me sentía
completamente como un hombre joven. Veía a una mujer jovencita y... ¿sabes?...
los pensamientos... Comes, bebes y hay fuerza, animación. He vuelto a Rusia.
Tuve que ver a mi mujer... y, además..., en el pueblo... No lo creerás, pero
sólo en dos semanas de vivir allí me volví abandonado, apático: me puse bata y
no volví a vestirme ya para las comidas. ¿Las jovencitas ...? Nada, ni hablar
de ellas... Me volví un viejo de la cabeza a los pies. No hacía más que pensar
en la salvación de mi alma. Me marché a París y allí me repuse inmediatamente.
Esteban
Arkadievich sentía y pensaba lo mismo que Pedro Oblonsky. En Moscú se
abandonaba de tal modo, que, de vivir allí mucho tiempo, "Dios me libre de
eso", se decía, acabaría por no pensar más que en la salvación de su alma,
mientras que en San Petersburgo se sentía un hombre fuerte y audaz, dispuesto a
todo.
Entre
la princesa Betsy Tverskaya y Esteban Arkadievich existían antiguas y muy
extrañas relaciones. Esteban Arkadievich le hacía la corte en broma a la
Princesa y, también en tono de chanza, le decía las cosas más indecentes,
seguro de que esto era lo que más le gustaba.
Al
día siguiente de su conversación con Karenin, Esteban Arkadievich fue a visitar
a Betsy Tverskaya. Se sentía tan joven y tan decidido, en aquel escarceo de
frases atrevidas y de bromas picantes llegó tan lejos, que ya no veía manera de
volverse atrás como quería, ya que Betsy Tverskaya no sólo no le gustaba, sino
que hasta despertaba en él repugnancia. La situación a que sin darse cuenta
había llegado era mantenida por la Princesa, a la que Oblonsky gustaba
extraordinariamente, y que le incitaba por aquel camino en el curso de la
conversación. La Princesa Miagkaya, llegada inesperadamente, que interrumpió su
íntimo coloquio, le salvó de la situación.
-¡Ah,
usted aquí! --dijo la princesa Miágkaya al ver a Esteban Arkadievich-. ¿Y cómo
va su pobre hermana? No me mire usted así con esa extrañeza. Aunque todos se
echaron como lobos sobre su reputación y su honra, incluso aquellos que son mil
veces peores, yo encuentro que Ana hizo muy bien. No puedo perdonar al conde
Vronsky que no me la presentara cuando estuvo en San Petersburgo. Habría ido
con ella a todas partes. Transmítala mis cariñosos recuerdos. ¿Y qué? ¿Qué
hace? Hábleme de ella.
-Su
situación es muy difícil. Ella... ---empezó a decir Esteban Arkadievich,
creyendo que, efectivamente, la princesa Miágkaya se interesaba por la
situación de Ana.
Pero,
según su costumbre, la Princesa le interrumpió para no dejar de hablar.
-Ana
ha hecho lo que todas, excepto yo. Ahora, que otras lo hacen y lo ocultan; y
ella no ha querido engañar a nadie, en lo que ha hecho muy bien. Y aún hizo
mejor separándose de su marido, de ese estúpido Alexey Alejandrovich. Perdóneme
si le desagrada este juicio. Todos dicen que Karenin es muy inteligente, pero
yo he sostenido siempre que es un tonto. Sólo ahora, cuando se ha hecho amigo
de Lidia Ivanovna y de Landau, reconocen todos que es un estúpido. A mí me
gusta no estar nunca de acuerdo con la gente, pero esta vez no puedo.
-Pues,
ya que le conoce usted bien haga el favor de explicarme qué significa esto
-dijo Esteban Arkadievich a la princesa Miágkaya-. Ayer estuve a visitar a
Karenin para hablarle del asunto de mi hermana y le pedí una contestación clara
y definitiva; no me la dio, sino que me dijo que ya la pensaría y me la
enviaría a mi residencia; y esta mañana, en vez de la respuesta prometida, me
ha mandado una invitación para la velada que celebrarán hoy en la casa de la
condesa Lidia Ivanovna.
-¡Ah!
Pues eso es -explicó, hablando con gran animación, la princesa Miágkaya- que
van a consultar sobre ese asunto a Landau, y le preguntarán, seguramente, qué
decisión debe tomar.
-¿Y
por qué van a consultar a Landau? ¿Quién es ese Landau?
-¡Cómo!
¿Usted no conoce a Jules Landau? Le fameux Jules Landau, le clairvoyant?
También éste es un idiota, pero de él depende la suerte de su hermana de usted.
Eso pasa cuando se vive en provincias: no se enteran ustedes de nada. ¿Sabe
usted? Landau era un commis en un almacén de París. Un día fue a
consultar a un doctor. Se durmió en la sala de espera y, en sueños, empezó a
dar consejos a todos los enfermos que le consultaban. Los consejos eran
verdaderamente extraordinarios, y se afirmó que con ellos logró muchas curas.
La mujer de Julio Meledinsky tenía a su marido muy enfermo; oyó hablar del caso
Landau a hizo que éste le examinara y diagnosticara su enfermedad. Dicen que
Landau ha curado a Meledinsky. Por mi parte, no creo que Julio Meledinsky haya
ganado nada con las curas del francés, porque lo veo tan débil y flaco como
siempre; pero los Meledinsky se entusiasmaron con Landau hasta el punto de
traerle con ellos a Rusia. Aquí muchos recurren a él en cuanto se sienten
enfermos y dicen que está logrando curas maravillosas. Una de éstas la ha
conseguido con la condesa Bezzubova. Y ella se ha sentido tan reconocida, que ha
prohijado a Landau.
-¡Cómo!
¿Le ha prohijado?
-Como
lo oye usted. Ahora ya no es Landau sino el conde Bezzubov. La cuestión es que
Lidia --que sin duda no tiene la cabeza en su sitio- le quiere mucho y no hace
nada, no decide nada, sin consultar con él. Y, por lo visto, Karenin, que ha
intimado igualmente con el francés, tampoco decide nada sin saber su opinión.
Así que la suerte de su hermana (creo que está bien explicado) se halla en
manos de este Landau, llamado, de otro modo, conde Bezzubov.
XXI
Después
de la espléndida comida con que Bartniansky le obsequió en su casa, con café y
cigarros y coñac en gran cantidad, Esteban Arkadievich, ya con algún retraso
sobre la hora que le habían fijado, se dirigió desde allí a casa de la condesa
Lidia.
-¿Quién
está con la Condesa -preguntó al portero-. ¿Está el francés? -insinuó
campechanamente, al ver en el perchero el abrigo de Alexey Alejandrovich, que
conocía muy bien, y un sencillo sobretodo lleno de broches que le era
desconocido.
-Están
Alexey Alejandrovich Karenin y el conde Bezzubov -contestó, muy serio, el
portero.
"La
princesa Miágkaya tenía razón", pensó Esteban Arkadievich mientras subía
la escalera. " ¡Es en verdad una mujer extraña! Sin embargo, ahora me
convendría cautivarla. Tiene una gran influencia y, si dijera una palabra en
favor mío a Pomorsky, podría dar por solucionado mi asunto."
Todavía
habían llegado pocos invitados, pero en el saloncito, con lindas cortinillas de
labores afiligranadas, todas las lámparas estaban encendidas.
Bajo
una de las lámparas, sentados cerca de una mesa redonda, estaban la Condesa y
Alexey Alejandrovich, hablando algo en voz baja. Un hombre más bien bajo, seco
y con las piernas torcidas, con formas de mujer y el rostro muy pálido pero
hermoso, ojos grandes y brillantes y cabellos largos, que le caían sobre el
cuello de la levita, estaba en un rincón de la habitación, al otro extremo,
mirando la pared cubierta de retratos.
Habiendo
saludado a la dueña de la casa y a Alexey Alejandrovich, Esteban Arkadievich
miró involuntariamente una vez más a aquel hombre desconocido para él y cuyo
aspecto le parecía extraordinario.
-Monsieur
Landau -dijo la Condesa, dirigiéndose a aquel hombre, con una suavidad y una
precaución que sorprendieron a Oblonsky.
Landau
se acercó al grupo y la Condesa les presentó.
El
francés estrechó la mano que le alargaba Oblonsky con su mano derecha, rápida y
sudorosa, y en seguida se alejó y se puso a mirar de nuevo los retratos.
-Me
complace mucho verle, y especialmente en el día de hoy --dijo la Condesa a
Esteban Arkadievich, indicándole un asiento al lado de Karenin.
-Le
he presentado como Landau -añadió en voz baja y mirando inmediatamente a
Alexey- pero en realidad es el conde Bezzubov, como usted sabrá seguramente,
aunque él rechaza este título.
-Sí,
lo he oído -contestó Esteban Arkadievich-. Y dicen -añadió, con ánimo de
congraciarse con la Condesaque ha curado completamente a la condesa Bezzubova.
-Hoy
ha venido a verme. Da lástima verla -dijo la Condesa, dirigiéndose a Alexey
Alejandrovich-. Esta separación será terrible para ella. Es en verdad un duro
golpe.
-Pero,
decididamente, ¿se va? -preguntó Alexey Alejandrovich.
-Sí,
se va a París. Ayer oyó una voz -contestó la condesa Lidia Ivanovna, mirando a
Esteban Arkadievich.
-¡Ah!...
Una voz... -repitió Oblonsky pensando que tenía que obrar con la mayor
prudencia posible en este ambiente en el que observaba y presentía cosas muy
particulares cuyo secreto él no poseía.
Se
produjo un momento de silencio, después del cual Lidia Ivanovna, como empezando
a hablar del objeto más importante de la conversación, dijo a Oblonsky con fina
sonrisa:
-Hace
tiempo que le conozco y estoy muy contenta de tratarle personalmente. Les
amis de mes amis sont mes amis. Pero, para ser amigo, hay que compenetrarse
con el estado de alma y temo que usted no lo hace con respecto al alma de
Alexey Alejandrovich. Ya comprenderá usted a qué me refiero -dijo a Esteban
Arkadievich levantando hacia él sus hermosos ojos.
-En
realidad, Condesa, no conozco bien la posición de Alexey Alejandrovich -dijo
Oblonsky, no comprendiendo bien qué era lo que quería decirle y firme en su
propósito de congraciarse con ella, procurando llevar aquella conversación,
inexplicable aún para él, a términos generales.
-¡Oh!
No me refiero a cambios exteriores -dijo severamente la Condesa, siguiendo al
mismo tiempo, con mirada enamorada, a Alexey Alejandrovich, que se había
levantado y se acercaba a Landau-. Su corazón es lo que ha cambiado porque se
ha dado a otro corazón. Y temo que usted no haya meditado bastante sobre esta
maravillosa transformación obrada en él.
-Quiero
decir que... claro... así... en general... no conozco, no puedo comprender esta
transformación. Éramos amigos de siempre, de toda la vida y ahora... -dijo
Esteban Arkadievich, correspondiendo con otra mirada suave a la de la Condesa y
mientras meditaba en cuál de los dos ministerios tendría más influencia para
pedirle la recomendación con más probabilidades de eficacia.
-La
transformación sufrida no puede mitigar en él el sentimiento de amor al
prójimo. Al contrario: lo hace más elevado, lo purifica. Pero... temo que usted
no me comprenda. ¿Quiere tomar té? -dijo la Condesa, indicando con la mirada al
criado que traía el té en una bandeja.
-Sí,
francamente, no lo comprendo del todo, Condesa... Claro... su desgracia...
-Sí...
su desgracia... Su desgracia, que le ha dado una mayor felicidad, ya que su
corazón se ha renovado y se ha llenado de Él, al que nunca había comprendido ni
amado -dijo la Condesa poniendo los ojos en Alexey Alejandrovich con mirada
acariciadora.
"Creo
que podré pedirle que diga algo en los dos ministerios", pensó mientras
tanto Oblonsky. A continuación contestó:
-¡Oh!
Seguramente. Pero, a mi parecer, estas transformaciones son tan íntimas que
nadie, ni aun las personas más allegadas, osan hablar de ellas.
-Al
contrario -replicó Lidia Ivanovna; hemos de hablar de ellas, y ayudamos los
unos a los otros.
-Indudablemente
-aprobó Oblonsky con sonrisa aduladora; pero -añadió- hay diferencias en el
modo de apreciar las cosas... Y además...
-En
lo que se refiere a la verdad sagrada, no puede haber diferencias -dijo con
energía y severidad la Condesa.
-¡Oh,
sí!... Claro... Pero... -y Oblonsky, confuso, quedó callado.
Comprendía
que se trataba de religión, pero no se consideraba preparado para tratar de
este tema y temía herir los sentimientos de la Condesa, a la que no renunciaba
a utilizar para sus fines referentes al asunto de su empleo.
-Me
parece que ahora se dormirá -murmuró Alexey Alejandrovich, acercándose a Lidia
Ivanovna.
Esteban
Arkadievich volvió la cabeza hacia donde estaba Landau y vio a éste sentado
cerca de la ventana, apoyados sus codos en los brazos del sillón y con la
cabeza inclinada sobre el pecho.
Al
observar que todas las miradas se dirigían a él, el francés levantó la cabeza y
sonrió, con sonrisa ingenua y pueril.
-No
le presten atención -recomendó Lidia Ivanovna. Y, con mucho cuidado,
suavemente, acercó una silla para Alexey Alejandrovich-. He observado... -dijo
luego, volviendo a la conversación interrumpida. Pero en aquel momentó entró un
criado con una carta, que entregó a la Condesa, con lo cual la conversación
quedó cortada de nuevo.
Lidia
Ivanovna la leyó rápidamente y tras pedir perdón a Esteban Arkadievich y Alexey
Alejandrovich, escribió con extraordinaria rapidez unas líneas de contestación,
la entregó a un criado, volvió a su puesto cerca de la mesa y continuó la
conversación que tenían empezada.
-He
observado -dijo- que los habitantes de Moscú, sobre todo los hombres, son la
gente más indiferente en materia de religión.
-¡Oh,
no, Condesa! Me parece que los moscovitas tienen fama de ser muy fumes -se
defendió Esteban Arkadievich.
-Sí,
pero por lo que puedo comprender, usted, por desgracia, pertenece a los
indiferentes -dijo Karenin con sonrisa fatigada.
-¿Cómo
es posible ser indiferentes? -repuso en tono de recriminación Lidia Ivanovna.
-En
ese aspecto -añadió Esteban Arkadievich, con su sonrisa más dulce- no soy
indiferente, sino que he adoptado una actitud de espera. Pienso que para mí no
ha llegado aún el momento.
-Alexey
Alejandrovich y Lidia Ivanovna cambiaron miradas expresivas.
-No
podemos saber nunca en estas cuestiones si ha llegado o no el momento para
nosotros -dijo Alexey Alejandrovich muy serio-. No debemos pensar si estamos
preparados o no: la gracia divina no se rige por consideraciones humanas. A
veces no desciende sobre los que laboran ya y, en cambio, se fija en los no
iniciados, como sobre Saúl.
-No.
Parece que no se duerme aún -dijo Lidia Ivanovna, que seguía con la vista los
movimientos del francés. Éste, en aquel momento, se levantó y se acercó a
ellos.
-¿Me
permiten escucharles? -preguntó.
.
-¡Oh, sí! No habíamos querido incomodarle -contestó Lidia Ivanovna, mirándole
con dulzura---. Siéntese usted con nosotros.
-No
hay que cerrar los ojos para no perder la luz -sentenció Alexey Alejandrovich.
-¡Ah!
¡Si supiese usted, tan sólo, qué felicidad experimentamos sintiendo su continua
presencia en nuestra alma! -dijo la condesa Lidia Ivanovna sonriendo
beatíficamente.
-Pero
el hombre puede sentirse incapaz de remontarse a esa altura -contestó Esteban
Arkadievich, a sabiendas de que mentía, pero no atreviéndose a exponer su modo
de pensar -tan libre- delante de una persona que sentía y opinaba lo contrario
y que con una sola palabra en su favor podía procurarle el puesto anhelado.
-¿Es
que quiere usted decir que el pecado no nos lo permite? -le interrogó Lidia
lvanovna-. Seria una opinion falsa. Para los que creen que no hay pecado: sus
pecados les son perdonados. Pardon -volvió a suplicar al entrar el criado con
otra carta. La leyó y contestó verbalmente diciendo: "Mañana, en casa de
la Gran Duquesa, dígaselo así". Luego continuó la conversación-: Para el
que cree, el pecado no existe.
-Pero
la fe sin obras es fe muerta -objetó Esteban Arkadievich, recordando este texto
del catecismo y defendiendo ya su independencia, si bien con fina sonrisa
aduladora para la Condesa.
-He
aquí el famoso pasaje de la epístola de Santiago -dijo Alexey Alejandrovich.
Y,
añadió, dirigiéndose a Lidia Ivanovna con tono de reproche, al parecer por
haber vuelto sobre aquel aspecto de la cuestión cuando ya lo habían tratado
ellos más de una vez:
-¡Cuánto
mal ha producido la falsa interpretación de este pasaje! Nada repugna tanto a
la fe como esta interpretación. Decir " no hago buenas obras significa que
no tengo fe". Y así no está escrito en ninguna parte, sino que se ha dicho
precisamente lo contrario.
-¡Trabajar
para Dios, con esfuerzo continuo, con ayunos, para salvar su alma! -dijo la
condesa Lidia Ivanovna, con desprecio y repugnancia-. Ésa es la concepción
salvaje de nuestros monjes... siendo así que eso no está dicho en ninguna
parte. Es mucho más sencillo y fácil -añadió, mirando a Oblonsky con la misma
sonrisa reconfortante con la cual, en la Corte, animaba a las jóvenes damas de
honor cuando las veía cohibidas por el nuevo ambiente.
-Estamos
salvados por Cristo, que sufrió por nosotros. Estamos salvados por nuestra fe
-dijo Alexey Alejandrovich apoyando también con su mirada las palabras de Lidia
Ivanovna.
-Vous
comprennez l'anglais? -le preguntó la Condesa. Y, habiendo recibido una
contestación afirmativa, se levantó y se puso a buscar algo en un pequeño
estante-librería que había en la misma habitación.
Luego
vino con un libro y presentándoselo a Alexey Alejandrovich, le dijo:
-¿Quiere
usted leer Safe and Happy o Under the wing?
Y
sentándose de nuevo, abrió el libro diciendo:
-Es
muy corto. Aquí está descrito el camino por el cual se llega a la fe y se
adquiere una felicidad ultraterrena. El hombre que tiene fe no puede ser
desgraciado aunque esté solo. Ya lo verá usted.
Lidia
Ivanovna iba a empezar a leer cuando entró otro criado.
-¿Es
la Borosdina? -preguntó la Condesa-. Dígale que mañana a las dos.
Durante
unos momentos Lidia Ivanovna quedó pensativa, mirando frente a sí con sus
hermosos ojos, con una mirada distraída, desmayada sobre su pierna derecha la
mano en que sostenía el libro, reteniendo con un dedo la página que iba a leer.
Luego,
tras un suspiro, continuó la conversación.
-Sí
--dijo-. Así obra la verdadera fe. ¿Conoce usted el caso de Mary Sanina? Había
perdido su hijo único y estaba desesperada. ¿Y qué sucedió? Pues que encontró a
este amigo (y señalaba al libro) y ahora agradece a Dios la muerte de su niño.
Ésta es la felicidad que nos da la fe.
-¡Oh,
sí!... Ciertamente... -dijo Esteban Arkadievich pensando con gran contento que
iban a leer y que así tendría tiempo de darse cuenta exacta de la situación.
"Creo"
, pensó, " que será mejor no pedir nada hoy. Lo que tengo que procurar es
marcharme de aquí antes de enredar más las cosas".
-Esto
va a aburrirle, ya que usted no sabe inglés. Pero es corto -dijo la Condesa
dirigiéndose a Landau.
-¡Oh!
Lo comprenderé -contestó éste con dulce sonrisa. Y cerró suavemente los ojos.
Alexey
Alejandrovich y Lidia Ivanovna intercambiaron nllradas significativas y comenzó
la lectura.
XXII
Esteban
Arkadievich se sentía disgustado y perplejo ante aquellas conversaciones, tan
nuevas para él.
Después
de la monotonía de la vida moscovita, la de San Petersburgo ofrecía tal complejidad
que le mantenía en un estado de continua excitación. Esta complejidad, en las
esferas conocidas y próximas a él, la comprendía y hasta incluso la deseaba. En
cambio, hallarla en este ambiente desconocido, tan ajeno a él, le aturdía, le
desconcertaba.
Escuchaba
a la condesa Lidia Ivanovna y sintiendo sobre sí la mirada de los ojos
-ingenuos o llenos de malicia, no lo sabía bien- del francés Landau, Esteban
Arkadievich empezó a experimentar una particular pesadez de cabeza.
Los
pensamientos más diversos pasaban por su cerebro: "Mary Sanina se alegra
de que se haya muerto su hijo". " ¡Qué bien me iría ahora poder fumar
un cigarrillo! " " Para salvarse basta con la fe. Los monjes no
entienden nada de eso; solamente la condesa Lidia Ivanovna lo sabe."
" ¿Y por qué siento esta pesadez de cabeza? ¿Es a causa del coñac o de
todas estas extravagancias?" "De todos modos, parece que hasta ahora
no he hecho nada inconveniente." "Pero hoy no puedo pedirle
nada." " He oído decir que obligan a rezar. Acaso vaya a obligarme a
hacerlo. Pero sería demasiado estúpido." "Y qué galimatías está
leyendo?" "Pero pronuncia muy bien." "Landau es un
Bezzubov." "¿Y por qué Landau es un Bezzubov?"
De
repente, Esteban Arkadievich sintió que sus mandíbulas empezaban a abrirse para
bostezar. Hizo como que se atusaba las patillas para, con la mano, disimular el
bostezo y se recobró.
Luego
sintió que estaba durmiéndose y pensó que iba a roncar.
Volvió
en sí al oír la voz de la condesa Lidia Ivanovna que decía:
-Se
ha dormido.
Se
enderezó rápidamente, asustado, como un culpable cogido en falta. Pero, en
seguida se tranquilizó, y comprendió que aquellas palabras de la Condesa no se
referían a él sino a Landau.
El
francés, en efecto, estaba dormido o fingía dormir.
Esteban
Arkadievich pensó que en aquel mundo extraordinario si él se hubiera dormido
habría ofendido a todos, mientras que, por el contrario, el sueño de Landau les
alegraba extraordinariamente, sobre todo a la condesa Lidia Ivanovna.
La
Condesa ponía un gran cuidado en no producir el menor ruido, recogíase incluso
la falda de su vestido de seda, y estaba tan conmovida que, al dirigirse a
Karenin, no le nombró como siempre Alexey Alejandrovich, sino que dijo:
-Mon
ami, donnez-lui la main.
Al
criado, que entraba de nuevo, le impuso silencio con un Psss de sus labios
fruncidos, y le ordenó en voz muy baja:
-Diga
que no recibo.
El
francés dormía -o fingía dormir, como se ha dichocon la cabeza apoyada en el
respaldo del sillón; y con una de sus manos, sudorosa, enrojecida (la otra
reposaba sobre sus rodillas) hacía unos ligeros movimientos como si procurara
coger algo al vuelo.
Alexey
Alejandrovich se levantó. Lo hizo con gran cuidado, pero tropezó con la mesa,
dio un traspiés, fue a parar cerca del francés y puso su mano sobre la diestra
de éste.
Esteban
Arkadievich se levantó también y se restregó y abrió desmesuradamente los ojos
para despabilarse más y cerciorarse de que no estaba durmiendo y soñando. Miró
con gran extrañeza a todos y viendo que todo aquello era realidad y no un sueño,
sintió que perdía la cabeza.
-Que
la personne qui est arrivée la dernière, celle qui demande, qu'elle sorte.
Qu'elle sorte! -dijo el francés sin abrir los ojos
-Vous
m'excuserez, mais vous voyez... -dijo
la Condesa a Esteban Arkadievich- mais vous voyez... Revenez vers dix
heures, encore mieux demain!
-Qu'elle
sorte! -gritó impaciente
el francés.
-C'est
moi, n'est-ce pas? -preguntó
Esteban Arkadievich. Y, habiendo recibido una respuesta afirmativa, olvidando
lo que quería pedir a Lidia Ivanovna y que iba a hablar a Karenin de la
cuestión del divorcio, renunciando a todo lo que allí le llevara, con el deseo
de salir cuanto antes, Esteban Arkadievich abandonó la habitación rápidamente,
andando de puntillas, y desde el portal dio un salto hasta la calle. Luego,
durante un buen rato, habló y bromeó con el cochero de alquiler que le llevaba,
queriendo recobrarse de las impresiones recibidas en casa de la condesa Lidia
Ivanovna, del malestar que le habían producido las escenas allí presenciadas.
En
el Teatro Francés, adonde llegó cuando representaban el último acto, y luego en
el Restaurante Tártaro, bebiendo champaña en abundancia, en el ambiente
habitual suyo, Esteban Arkadievich pareció respirar mejor.
Sin
embargo, durante toda la noche no consiguió apartar de sí el malestar de
aquella visita.
Al
volver a casa de Pedro Oblonsky, donde se alojaba durante sus estancias en San
Petersburgo, Esteban Arkadievich encontró una carta de Betsy, que le decía que
sentía vivos deseos de terminar la conversación que habían empezado, para lo
cual le pedía que fuese a verla al día siguiente.
Apenas
había terminado de leer aquella insinuante misiva, que le produjo una impresión
desagradable, cuando abajo, èn los pisos inferiores, oyó un ruido como de
hombres que llevasen un pesado fardo.
Salió
a la escalera y vio que se trataba del "rejuvenecido" Pedro Oblonsky,
conducido en brazos, tan ebrio que no podía subir la escalera.
Al
ver a su sobrino, Pedro Oblonsky pidió a los que le llevaban que le pusieran en
pie y, apoyándose en Esteban Arkadievich, entró con él en su habitación. Una
vez allí se puso a contarle cómo había pasado la noche, quedando poco después
dormido en la misma butaca donde se había sentado.
Esteban
Arkadievich se sentía abatido, lo que le sucedía muy pocas veces y no pudo
dormir en mucho tiempo. Todo lo que recordaba le daba asco; y más que nada,
recordaba como algo muy vergonzoso la noche pasada en la casa de la condesa
Lidia lvanovna.
Al
día siguiente recibió la respuesta de Alexey Alejandrovich con respecto al divorcio.
Era una negativa rotunda, terminante.
Esteban
Arkadievich comprendió que esta decisión había sido inspirada por las palabras
que durante su sueño -real o fingido- había pronunciado el francés.
XXIII
Para
emprender algo en la vida de familia es preciso que exista entre los esposos un
completo acuerdo, una situación de mutua compenetración basada en el amor: o
bien, un divorcio absoluto, una separación total.
Cuando
las relaciones entre los esposos son indefinidas y no se desenvuelven en
ninguna de aquellas situaciones, nada puede ser llevado entre ellos a feliz
término.
Muchos
matrimonios pasan años enteros así, en lugares desagradables a incómodos, y en
una no menos desagradable e incómoda situación, sólo por no tomar una decisión
cualquiera.
Vronsky
y Ana se encontraban en este caso. Tanto para el uno como para la otra, la vida
en Moscú, en aquella época de polvo y calor, cuando el sol no brillaba ya como
en primavera, los árboles de los boulevards estaban cubiertos de hojas y las
hojas llenas de polvo, se les hacía insoportable. No obstante, no acababan de
marcharse, como tenían decidido hacía tiempo, a su finca de Vosdvijenskoe, sino
que continuaban viviendo en Moscú. Y cada día se sentían más aburridos y
desesperados, porque hacía tiempo que no se ponían de acuerdo.
La
animadversión que les separaba parecía no tener una causa externa, y todas las
tentativas para explicarse, en vez de mejorar su situación parecían agravarla
todavía más. Era una especie de irritación interior que para ella tenía su origen
en el enfriamiento del amor de Vronsky, y para él, en el pesar de haberse
puesto, por ella, en una situación penosa y difícil que Ana, en lugar de
hacerla llevadera, la hacía aún más desagradable.
Así,
hasta los intentos de una explicación entre los dos que lo aclarase todo a
hiciera desaparecer aquel estado de recelos e irritación latente, acababa
siempre en fuertes disputas.
Para
Ana todo lo de Vronsky -sus costumbres, sus pensamientos, sus deseos, todo su
modo de ser físico y moral- estaban dirigidos al amor; y este amor lo
ambicionaba sólo para ella. Ahora, sintiendo enfriarse en Vronsky su pasión, no
podía dejar de pensar que acaso una parte de aquel amor lo consagraba a otra a
otras mujeres, y los celos la devoraban.
No
teniendo motivos de celos, los inventaba. Al más leve indicio los pasaba de un
objeto a otro: ya tenía celos de aquellas mujeres despreciables con las cuales,
gracias a sus relaciones de soltero, podía entrar fácilmente en contacto; ya lo
sentía de las mujeres de la alta sociedad con las que pudiera encontrarse, o
bien de una mujer imaginaria con la cual había de casarse después de romper con
ella. Este último pensamiento era el que con más frecuencia la atormentaba,
porque en un momento de confianza, de confesiones mutuas, de confidencias,
Vronsky, imprudentemente, le había dicho que su madre le comprendía tan poco
que se había permitido aconsejarle que se casara con la princesa Sorokina.
Los
celos, pues, la llenaban de indignación, la tenían constantemente irritada
contra Vronsky y la llevaban a buscar sin cesar motivos en que alimentar sus
sentimientos desesperados.
Para
ella, Vronsky era el único culpable de sus sufrimientos, cualquiera que fuera
su causa. La demora en la respuesta de Karenin respecto al divorcio, debida a
la indecisión de su marido, la soledad, el aburrimiento y los desaires que le
proporcionaba la vida en Moscú. Todo, absolutamente todo, era culpa de él.
"Si
él me quisiera", se decía, "habría comprendido lo agobiante que es mi
situación y habría hecho todo lo posible por sacarme de ella".
También
Vronsky era culpable de que vivieran en Moscú y no en la hacienda, pues esto se
debía, pensaba Ana, a que él no podía vivir en el pueblo, apartado de sus
relaciones de ciudad como ella quería.
Y
también Vronsky era el culpable de que se viese separada para siempre de su
hijo.
Anochecía.
Sola,
esperando que regresara Vronsky de una comida que daba un amigo para celebrar
su despedida de soltero, Ana paseaba a lo largo del gabinete de Alexey, en el
cual le gustaba estar para ver todos sus objetos y porque era la habitación de
la casa donde repercutía menos el ruido de los carruajes rodando por el
empedrado, y mientras paseaba, iba pensando en todos los detalles de la última
discusión tenida con su amado.
Tras
recordar todas las palabras ofensivas cruzadas entre ambos durante la disputa,
Ana pensó en las que la habían provocado.
No
podía comprender que la disputa se hubiera producido por una causa tan fútil a
inofensiva.
Efectivamente,
la causa visible fue que Vronsky censuró los colegios femeninos de la Escuela
Media, diciendo que no tenían ninguna utilidad. Ana defendió aquellas
instituciones y Vronsky insistió mostrando poca estima por la instrucción
femenina en general, incluso hacia Hanna, la niña inglesa a quien ella protegía
y de la cual dijo, despectivamente, que "ni necesitaba siquiera saber
física". Esto irritó a Ana, que vio también en las palabras de él un
menosprecio hacia sus conocimientos y buscó una frase con qué molestar a
Vronsky, vengándose con ella del dolor que le causaba, y así le dijo:
-No
esperaba yo que comprendiese usted mis sentimientos como parece que ha de
comprenderlos el hombre que ama; pero me creía al menos con derecho a esperar
más de su delicadeza.
Vronsky
se sintió, en efecto, irritado por sus palabras, y le replicó de una manera
desagradable.
Ana
no recordaba lo que ella le había entonces contestado, pero él sin más causa
que el deseo de herirla, le dijo:
-Confieso
que su apego a esa niña, que tiene recogida, me es desagradable, porque no me parece
natural.
La
crueldad con que Vronsky atacaba aquel pequeño mundo que ella se había
constituido para mejor soportar su aislamiento del otro, de la sociedad, la
injusticia con que la inculpaba de falta de naturalidad en lo que hacía, la
hicieron estallar.
-Es
en verdad una pena que sólo los sentimientos groseros y materiales sean
comprensibles para usted y sólo éstos sean naturales. -Y salió airadamente de
la habitación.
Cuando
el día anterior por la noche Vronsky fue a verla, ninguno de los dos hizo alusión
a la disputa que habían tenido, pero ambos sentían aún en sus espíritus un
fuerte resquemor.
Hoy
Vronsky había estado fuera de casa todo el día, y a Ana, en su soledad, le
pesaba tanto el haber discutido con él que deseaba olvidarlo todo, perdonarlo,
reconciliarse con su amado justificándole y hacerse ella responsable de todo.
"Sólo
yo tengo la culpa de todo", se decía. "Estoy irascible, tontamente
celosa. Sí, se lo diré así, y haremos las paces, olvidaremos todas nuestras
disputas, nuestros recelos, y marcharemos al campo, y allí estaré más tranquila
y más acompañada. Hasta puede que él me quiera más y yo recobre la
felicidad."
De
repente, recordó aquello que la había exasperado más en la disputa -el decirle
que fingía, que lo que hacía carecía de naturalidad-, y comprendió que se lo
había dicho sólo para herirla.
"Yo
sé lo que él quiso decirme: que no es natural que, no queriendo a mi propia
hija, quiera a una niña ajena. ¿Qué sabe él del amor a los hijos? ¿Qué sabe él
de mi amor a Sergio, al que he sacrificado por él? Pero este deseo suyo de
mortificarme, de hacerme mal... No; él ama a otra mujer, no cabe duda, no puede
ser de otro modo."
Y
al advertir que, a pesar de sus deseos de calmarse y restablecer sus relaciones
con Vronsky, volvía a sus celos y su irritación, Ana se horrorizó de sí misma.
"¿Acaso
será imposible? ¿No podré con la idea de reconocerme culpable a mí misma? El es
justo y honrado y me ama", reflexionaba luego, " y yo le amo también.
En estos días obtendré el divorcio y se normalizará nuestra situación, ¿qué más
quiero? Debo estar tranquila, confiada. Echaré la culpa de esta discordia sobre
mí. Sí, ahora, cuando venga, le diré que estuve injusta, aunque realmente no lo
estuve; y haremos las paces y nos marcharemos de aquí".
Y,
para no pensar más en lo sucedido y no volver a irritarse, Ana hizo que le
llevaran los baúles y se entretuvo en colocar en ellos lo que habían de llevar
al campo.
A
las diez de la noche llegó Vronsky.
XXIV
-¿Qué,
te has divertido? -preguntó Ana, con expresión tímida y dócil, saliendo al
encuentro de Vronsky.
-Como
siempre -repuso él.
Por
el tono y la actitud de Ana comprendió Vronsky inmediatamente que se hallaba en
uno de sus mejores momentos y, aunque ya estaba acostumbrado a los cambios en
el carácter de su amada, se alegró, porque también él se sentía particularmente
contento y de excelente humor.
-¿Qué
veo? -comentó con voz y ademanes alegres, señalando con satisfacción los
baúles, que estaban preparados, Eso sí que está bien.
-Sí,
tenemos que marcharnos de aquí -explicó Ana-. He salido a dar un paseo y he
gozado tanto, que he sentido deseos de volver al campo. ¿No tienes tú aquí nada
que te retenga?
-Sólo
deseo eso, irnos al pueblo. Vengo en seguida y hablaremos. Ahora voy.á
cambiarme de ropa. Ordena que me sirvan el té.
Y
Vronsky pasó a su gabinete.
Al
quedarse sola, Ana volvió su pensamiento a la conversación que acababa de tener
con Vronsky y se dijo que había algo humillante en aquellas palabras: "Eso
sí que está bien". "Así hablan a un niño cuando renuncia a sus
caprichos", pensaba. Y era aún más humillante por el contraste entre el
tono de ella, tímido y contrito, y el tono seguro de él.
Y
Ana advirtió que en su ánimo se levantaba de nuevo un sentimiento de ira contra
Vronsky, pero hizo un esfuerzo sobre sí misma y, cuando volvió él, le acogió
con la misma sonrisa de antes.
Cuando
Vronsky se sentó, Ana, a su lado, le contó, repitiendo en cierto modo las
palabras que había preparado, cómo había pasado el día y sus planes para el
viaje.
-¿Sabes?
He tenido como una inspiración -decía-. ¿Por qué hemos de esperar aquí el
divorcio? ¿No da igual esperarlo en el campo? Yo no puedo estar aquí. He
perdido la paciencia y no quiero ni oír hablar del divorcio. He decidido que
esto no tenga influencia en mi vida. ¿Estás conforme?
-¡Oh,
sí! -dijo, Vronsky mirando, con alguna inquietud, el rostro conmovido de Ana.
-Y
vosotros, ¿qué habéis hecho? ¿Quién más estuvo? -preguntó después de un momento
de silencio.
Vronsky
nombró a los invitados, y contó que la fiesta había resultado excelente y la
reunión animada. Hubo un concurso de barcas a remo.
-Todo
resultó muy agradable -añadió-, pero en Moscú las cosas no pueden pasar sin ridicule.
Se presentó una señora -la profesora de natación de la reina de Suecia- y quiso
mostramos su arte.
-¡Cómo!
¿Ha nadado ante vosotros? -preguntó Ana Arkadievna frunciendo el ceño.
-Con
un horrible costume de natation. Figúrate una mujer fea y vieja con las
carnes enrojecidas. Bueno, ¿y cuándo nos marchamos?
-¡Qué
fantasía más loca! ¿Y qué? ¿Había algo de particular en su manera de nadar?
-preguntó Ana, sin contestar a la pregunta de éste y con una sombra de
preocupación en el semblante.
-Absolutamente
nada de particular, ¿no te digo? Era una cosa completamente estúpida. Entonces,
¿cuándo piensas que nos marchemos de aquí?
Ana
Arkadievna sacudió su cabeza como queriendo alejar un pensamiento desagradable.
-¿Cuándo?
-dijo, Cuanto antes mejor. Para marcharnos mañana no tenemos tiempo, pero
podemos marchar pasado mañana.
-Espera.
Pasado mañana es domingo y debo ir a casa de maman -dijo Vronsky confuso,
porque en cuanto nombró a su madre sintió fija sobre él la mirada de Ana, en la
que se reflejaba una sospecha.
La
confusión de Vronsky reforzó la desconfianza de ella, que se ruborizó y se
separó de él.
Ahora
Ana no pensaba en la profesora de la reina sueca; pensaba sólo en la princesa
Sorokina, que vivía en un pueblo cerca de Moscú, al lado de la condesa
Vronskaya.
-Puedes
ir mañana -dijo ella.
-No.
El dinero y los poderes, que son el objeto de mi visita, no es posible
obtenerlos mañana.
-Siendo
así, es mejor que lo dejemos.
-¿Y
por qué?
-Más
tarde no quiero partir. Me marcho el lunes o nunca.
-¿Y
por qué? -preguntó extrañado Vronsky-. Eso no tiene sentido.
-Para
ti no tiene sentido porque no te preocupas de mí -dijo ella en tono agresivo-.
No quieres comprender cómo sufro. La única que me entretenía aquí era Hanna, y
tú me has acusado con respecto a ella de hipocresía. Ayer me dijiste que no
quiero a mi hija, que finjo querer a esa inglesa y que esto no es natural... Me
gustaría saber qué vida puede ser natural para mí.
Ana
se dio cuenta de lo que decía y se horrorizó de haber cambiado su decisión de
estar tranquila, en paz con su amado. Pero a pesar de ello, sentía que ya no
podía volverse atrás sin desmerecer a incluso perder su propia estimación, y
sentía, además, que no podía resignarse a aquella injusticia que Vronsky había
cometido con ella.
-Nunca
he dicho eso -trató de convencerla él-. Dije sólo que no aprobaba ese cariño
improvisado.
-¿Por
qué tú que tanto te envaneces de tu rectitud, no dices la verdad?
-Nunca
me envanezco de mi rectitud, pero jamás digo lo que no es verdad -contestó él
en voz baja y conteniendo la cólera que empezaba a sentir. Siento mucho que no
respetes...
-El
respeto ha sido inventado para disimular la ausencia del amor. Si no me quieres
ya, mejor y más noble es que me lo digas.
-¡Esto
se hace insoportable! -exclamó Vronsky levantándose airado de la silla. Y, de
pie ante Ana, le dijo lentamente:
-¿Por
qué pones a prueba mi paciencia? -y en un tono que quería significar que podía
decir muchas cosas más, pero que se contenía, añadió-: Mi paciencia tiene un
límite.
-¿Qué
quiere usted decir con eso? -preguntó Ana en tono de reto, aunque horrorizada
por la expresión del rostro de él, sobre todo de sus ojos, que la miraban
amenazadores, con dureza.
-Quiero
decir... -empezó Vronsky. Y tras unos momentos de duda, acabó:
-Debo
preguntarle qué quiere usted de mí.
-¿Qué
puedo querer sino que usted no me abandone, como piensa hacer? -dijo Ana, comprendiendo
todo lo que él no le había terminado de decir-. Pero no es eso, no, lo que
quiero; eso es ya una cosa secundaria: quiero su amor, y usted no me ama. Es
decir, que todo ha terminado.
Ana
se dirigió a la puerta.
-Espera...
Espera -la llamó Vronsky.
Y
sin desarrugar el pliegue sombrío de sus cejas, pero cogiéndola cariñosamente
de las manos, le dijo:
-¿Quieres
decirme qué te sucede? He dicho que hay que aplazar la salida de aquí por tres
días y, por contestación a esto, tan sencillo y claro, me has dicho que miento,
que soy un hombre sin honor.
-Sí,
y lo repito: el hombre que me echa en cara que lo ha sacrificado todo por mí es
peor que un hombre sin honor: es un hombre sin corazón -dijo Ana recordando las
palabras que pronunciara él en la discusión que habían tenido antes.
-¡Decididamente,
es imposible -exclamó Vronsky soltando con desaliento las manos de Ana.
"Me
odia, esto está claro", se dijo ella. Y sin decir ni una palabra más ni
volver la cabeza, y con pasos vacilantes, salió de la habitación.
"Ama
a otra mujer. Esto es evidente", se decía entrando en su cuarto.
"Quiero amor y no lo encuentro. Es decir, que ya no hay nada entre
nosotros y debemos acabar de una vez. ¿Pero, cómo?", se preguntó,
sentándose en una butaca ante el espejo.
A
continuación se puso a pensar a dónde iría una vez que se separara de Vronsky.
" ¿A casa de la tía que me educó? ¿A la de Dolly? ¿O, sencillamente, me
iré sola al extranjero?" Pensó después en lo que estaría haciendo él en
aquel momento, solo en su gabinete: en si aquella discusión había sido decisiva
o si aún sería posible la paz entre ellos; en qué murmurarían de ella sus
conocidos de San Petersburgo; en cómo la miraría Alexey Alejandrovich.
Muchos
otros pensamientos con respecto a lo que podía ocurrir si rompía sus relaciones
con Vronsky pasaban por su mente; pero Ana no se entregaba por completo a
ellos. En su espíritu palpitaba una idea que, aunque imprecisa, era la que más
le interesaba. Al recordar a Alexey Alejandrovich se acordó de las palabras que
le había dicho en su enfermedad, después de haber dado a luz: "¿Por qué no
habré muerto?". Y ahora el recuerdo de estas palabras despertó en su alma
el sentimiento que habían despertado entonces. " ¡Sí, morir!", se
dijo. Y la idea llenó su espíritu de una manera fija, imperiosa, obsesionante.
"La
vergüenza y la deshonra de Alexey Alejandrovich, y de Sergio, y mi terrible
vergüenza, todo quedaría salvado con mi muerte. Y, al verme muerta, y por su
causa, él se arrepentiría, me compadecería, me amaría y, no pudiendo ya
remediarlo, se desesperaría y sufriría." Una sonrisa de compasión por sí
misma le dilató los labios y, mientras, sentada en una butaca, quitándose y
poniéndose las sortijas de la mano izquierda, la vista fija ante ella, iba
imaginando los sufrimientos de Vronsky ante su muerte.
Un
rumor de pasos -los pasos de él- que se acercaban, la distrajeron de estos
pensamientos.
Ana
ni le miró, simulando que estaba ocupada en arreglarse sus sortijas.
Vronsky
se acercó a ella y, tomándole con suavidad una mano, le dijo en voz baja y
dulcemente:
-Ana,
vámonos pasado mañana si quieres. Estoy conforme con todo.
Ella
siguió callada.
-¿Qué
dices a esto, Ana? -preguntó él.
-Ya
lo sabes -contestó ella rápida y enérgicamente, y sin fuerzas luego para
contener su emoción se puso a llorar.
-Déjame,
déjame -decía entre sollozos-. Me marcho mañana... Haré más... ¿Quién soy yo?
Una perdida... Una piedra colgada de tu cuello... No quiero hacerte sufrir, no
quiero... Te dejaré libre... ¡No me quieres! ¡Amas a otra!
Vronsky
le rogó que se tranquilizase; le aseguró que no tenía ningún motivo para estar
celosa, que jamás había dejado de amarla y que la amaba más que nunca.
-Ana,
¿por qué te martirizas y me mortificas de este modo? -le decía besándole las
manos con ternura. En su rostro había ahora suavidad, y Ana, en la voz de él y
en sus ojos, creyó adivinar el llanto.
Y,
pasando de golpe de los celos más insensatos a una ternura exaltada y llena de
pasión, cubrió de arrebatados besos la cabeza, el cuello, las manos de su
amado...
XXV
La
reconciliación era completa. Ana, desde por la mañana, se puso a hacer los
preparativos para la salida de Moscú. Aunque todavía no habían decidido si se
marcharían el lunes o el martes, porque ambos se cedían el uno al otro la
decisión, se ocupaba activamente en los preparativos de la partida.
Estaba
en su habitación, ante el baúl abierto, metiendo en él las cosas que iba a
llevar, cuando Vronsky habiéndose vestido antes de la hora acostumbrada, entró
a verla.
-Ahora
voy a ver a maman. Ella me mandará el dinero por medio de Egor. Y mañana
podremos irnos.
A
pesar de la buena disposición de ánimo en que se encontraba, Ana creyó advertir
algo sospechoso en la forma en que Vronsky acababa de hablar de su viaje a la
casa veraniega de su madre.
-No,
mañana, no -contestó-. Ni yo misma tendría tiempo de arreglar mis cosas.
Y
quedó pensativa.
"Esto
quiere decir", pensaba, "que era posible arreglar los asuntos como
decía yo y él porfió que no".
-Ve
al comedor --dijo a Vronsky-, que yo iré allí ahora mismo. Sólo dejaré fuera
estas cosas que necesito- y entregó varias prendas a Anuchka, que ya tenía en
sus brazos otras ropas.
Vronsky
estaba comiendo un filete cuando Ana entró en el comedor.
-No
puedes imaginar cuánto me aburren estas habitaciones -dijo a Vronsky, sentándose
a su lado para tomar su café-. No hay nada tan horrible como estas chambres
garnies. No tienen expresión; les falta el alma. Este reloj, estas cortinas
y, lo principal, estos papeles pintados de las paredes, todo esto ha sido una
pesadilla para mí. Pienso en Vosdvijenskoe como en la tierra prometida. No
mandes todavía allí los caballos.
-No,
los enviarán cuando nos hayamos marchado de aquí. ¿Tú quieres ir a alguna
parte?
-Quería
ir a casa de Wilson. Tengo que llevarle mis trajes. Entonces, ¿decididamente
nos marchamos mañana? -preguntó con voz alegre.
De
pronto su rostro se tomó sombrío. El ayuda de cámara de Vronsky le trajo a éste
para que lo firmara el recibo de un telegrama que acababa de llegar de San
Petersburgo. No esperaba Vronsky nada de particular en aquel telegrama, pero,
como deseando ocultar algo a Ana, dijo al criado que tenía que extender el
recibo en el gabinete y se dirigió allí con precipitación.
Al
volver, dijo a Ana:
-Mañana,
sin falta, estará todo terminado.
-¿De
quién es el telegrama? -preguntó Ana sin prestar atención a aquellas palabras.
-De
Stiva --contestó Vronsky de mal grado.
-¿Y
por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secreto puede haber entre Stiva y yo?
Vronsky
llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que trajera el telegrama.
-No
quería mostrártelo porque no dice nada de particular. Stiva tiene debilidad por
el telégrafo. No sé a qué viene telegrafiar cuando no hay nada decisivo.
-¿Se
trata del divorcio?
-Sí,
pero dice que no ha podido obtener nada, que para estos días le ha prometido
una respuesta decisiva. Míralo, léelo.
Ana
cogió el despacho con manos temblorosas y leyó lo que Vronsky le había dicho.
El telegrama terminaba así: "Hay pocas esperanzas, pero haré lo posible y
lo imposible".
-Ayer
te dije que me es indiferente que se lleve a cabo o no el divorcio -dijo Ana
ruborizándose, No había necesidad ninguna de ocultarme esas dificultades que
señala Stiva. "Así puede ocultar y seguramente oculta su correspondencia
con las otras mujeres", pensó también.
-Jachvin
quería venir hoy por la mañana -dijo Vronsky-. Parece ser que ganó a Peszov
todo lo que éste tenía y hasta más de lo que puede pagar. Cerca de sesenta mil
rublos.
-¡No
es eso! -interrumpió ella, irritada porque Vronsky cambiara de conversación.
"¿Era que pensaba que la disgustaba no obtener el divorcio, no poder
retenerle casándose con él", pensó-. ¿Por qué has creído -le dijo, con
irritaciónque esa noticia me iba a doler hasta el punto de que era conveniente
ocultármela? Te he dicho que no quiero ni pensar en el divorcio y me gustaría
que tú te interesaras en esa cuestión tan poco como yo...
-Me
intereso porque me gusta la claridad -contestó Vronsky.
-La
claridad en nuestra unión no consiste en la forma externa, sino en el amor
--dijo Ana aún más irritada, no por las palabras de Vronsky, sino por la fría
tranquilidad con que hablaba él-. ¿Por qué deseas mi divorcio? -insistió.
"¡Dios
mío! Otra vez el amor", pensó Vronsky frunciendo el ceño.
-Ya
lo sabes... Por ti y por los niños -contestó.
-No
tendremos más niños.
-Pues
lo siento mucho.
-Lo
necesitas por los niños. Eso es: en mí no piensas -dijo Ana, que no había oído
completa la frase "por ti y por los niños".
La
probabilidad de tener más hijos era cuestión que habían discutido los dos hacía
tiempo y que a ella la irritaba. El deseo de Vronsky de tener hijos lo
consideraba Ana como una prueba de indiferencia hacia su belleza, que, como era
natural, desaparecería o aminoraría con un nuevo embarazo y alumbramiento.
-He
dicho que por ti también -aclaró Vronsky-. Y más que por nada, por ti -añadió
frunciendo el ceño como si sufriera algún dolor- porque estoy seguro de que la
mayor parte de tu malestar proviene de tu situación indefinida.
"Ahora
ha dejado de fingir y se ve claramente el odio frío que siente por mí",
pensó Ana sin atender las palabras de él pero viendo con horror en sus ojos a
un juez frío y cruel que la condenaba.
-Siento
mucho que no entiendas o no quieras entender -dijo Vronsky deseando aclarar aún
más su idea-. El carácter "indefinido" de la situación consiste en
esto: tú crees que yo soy libre...
-En
lo que respecta a esto puedes estar completamente tranquilo -contestó Ana. Y,
dejando de prestarle atención, se puso a tomar su café.
Cogió
la taza con la mano, la levantó, separando el dedo meñique, la acercó a la boca
y bebió paladeando. Después de tomar así unos sorbos, miró a Vronsky y en la
expresión de su rostro le pareció adivinar que a él le eran desagradables su
mano, su gesto y el ruido que producía con los labios al sorber el café.
-A
mí me es completamente indiferente lo que piense tu madre y cómo quiera casarte
-dijo Ana, poniendo otra vez la taza sobre la mesa, temblándole la mano.
-No
hablábamos de esto -cortó Vronsky.
-Pues
es de eso precisamente de lo que tenemos que hablar. Y cree que a mí, una mujer
sin corazón, sea vieja o no, sea tu madre o la madre de otro cualquiera, no me
interesa, no quiero conocerla.
-Ana,
te suplico que respetes a mi madre -le rogó Vronsky.
-La
mujer que no adivina dónde están la felicidad y el honor de su hijo no tiene
corazón -insistió ella.
-Repito
mi ruego de que no faltes al respeto a mi madre, a la que quiero y respeto
-volvió a decir Vronsky, levantando la voz y mirándola con severidad.
Ana
sostuvo la mirada de él sin contestar. Recordó en aquel momento con todo detalle
la escena de la reconciliación del día antes y las caricias que él le había
prodigado y pensó: "¡Cuántas mujeres habrán conocido las mismas caricias!
¡Cuántas acaso las conocen aún!".
-Tú
no amas a tu madre. Eso es una frase hueca, palabras y nada más -le dijo,
mirándole con odio.
-¡Ah!
¿Lo crees así? Pues hay que...
-Hay
que terminar y estoy decidida a ello -interrumpió ella. Y se dispuso a salir
del comedor.
En
aquel momento entró Jachvin.
Ana
se detuvo y saludó al que llegaba.
"¿Por
qué cuando se sentía con el alma combatida por una tempestad, cuando se
disponía a dar un paso decisivo en su vida, a llevar a cabo una determinación
que podía tener las más terribles consecuencias para ella, por qué en aquel
preciso instante se veía obligada a fingir ante un extraño que, no obstante,
tarde o temprano lo conocería todo?" Estas preguntas pasaron rápidas por
su mente; y en seguida, ahogando su íntimo dolor, se sentó y se puso a hablar
tranquilamente con el que acababa de llegar.
-¿Qué,
como va su asunto? ¿Ha cobrado usted su crédito?
-Parece
que va por buen camino, aunque creo que no podré recibirlo todo. No obstante,
el miércoles he de marchar de aquí. Y ustedes, ¿cuándo se marchan? -preguntó a
su vez Jachvin. Y, mirando a Vronsky, que tenía el ceño fruncido, adivinó que
entre ellos se había producido una disputa.
-Creo
que nos iremos pasado mañana -dijo Vronsky.
-Pues
me parece recordar que hace ya tiempo que querían ustedes marcharse -comentó
Jachvin.
-Ahora
ya está completamente decidido -dijo Ana, mirando a los ojos de Vronsky
fijamente y de modo que comprendiera que no había ni la más remota posibilidad
de reconciliación entre ellos. Y tranquilamente siguió hablando con Jachvin.
-¿Es
posible -le dijo- que usted no tenga compasión de ese pobre Peszov?
-Jamás
me he preguntado en estos casos, Ana Arkadievna, si he de tener o no compasión.
Todo lo que poseo lo tengo aquí -y Jachvin señalaba al bolsillo izquierdo de su
chaleco-. Ahora soy un hombre rico, pero hoy iré al Círculo y quizá salga de
allí convertido en un mendigo. Y considero que el que se pone a jugar en contra
de mí quiere dejarme hasta sin camisa, como yo a él; y así luchamos. Esto es lo
que nos da emoción, lo que constituye la salsa del juego.
-Y
si estuviese usted casado, ¿qué diría su mujer?
Jachvin
rió.
-Por
eso no me he casado -dijo en tono de broma- y jamás he tenido intención de
hacerlo.
-¿Y
Helsingfors? -dijo Vronsky entrando en la conversación y mirando a Ana, que
sonreía. Pero, al encontrarse sus miradas, el rostro de ella adoptó de repente una
expresión severa y fría con lo que parecía querer decir que las cosas estaban
igual.
-¿Es
posible que no se haya usted enamorado nunca? -preguntó Ana a Jachvin.
-¡Oh,
Dios mío! ¡Cuántas veces! Pero, compréndalo: ¿puede uno ponerse a jugar a las
cartas pensando levantarse de la mesa cuando llegue el momento del rendez-vous?
Yo puedo ocuparme del amor, pero a condición de no hacer esperar al
juego... Así obro en esta cuestión.
-No
le pregunto por un entretenimiento cualquiera, sino por un amor verdadero, por..
Ana
iba a decir "Helsingfors", pero no quiso repetir aquella palabra que
había dicho ya Alexey.
Entonces
llegó Voitov, para tratar la compra de un semental, y Ana se levantó y salió de
la habitación.
Antes
de salir de casa, Vronsky entró en la habitación de su amada. Ella quiso
simular que estaba buscando algo encima de la mesilla, pero, avergonzada de
fingir, le miró resueltamente con una mirada fría y le preguntó en francés:
-¿Qué
quiere usted?
-Recoger
los documentos de "Hambette", pues lo he vendido --explicó él con un
tono que más que las palabras parecía decirle "no tengo tiempo para
explicaciones y, además, éstas serían inútiles".
"No
tengo culpa alguna", pensaba Vronsky. " Si quiere mortificarse ella
mi sma, tant pis pour elle.
Mas,
al salir de la habitación, le pareció que Ana le había dicho algo y su corazón
se estremeció de piedad por ella; retrocedió y le preguntó afectuosamente:
-¿Qué
dices, Ana?
-Nada
-contestó ella fría y tranquila.
"Si
no dices nada, tant pis", se dijo él, indiferente de nuevo. Y dio
media vuelta y salió de la habitación.
Al
cerrar la puerta, vio en el espejo la imagen de Ana. Tenía el rostro pálido,
los ojos llorosos, y le temblaban el cuerpo y las manos.
Vronsky
quiso volver de nuevo para decirle algo que la librara de aquella tribulación
que al parecer sufría pero dudó un momento, pensó que no le recibiría bien, y
continuó hacia la calle.
Todo
este día lo pasó Vronsky fuera de su casa.
Cuando
volvió, ya bien entrada la noche, la doncella le dijo que Ana Arkadievna tenía
una fuerte jaqueca y rogaba que no la molestaran.
XXVI
Nunca
había sucedido que Ana y Vronsky pasaran un día entero enemistados, y el que
ahora hubiera sucedido era para Ana claro indicio de que el amor de Vronsky
hacia ella había desaparecido, o se había entibiado al menos. " ¿Cómo, si
no, habría sido posible que él la mirara de aquella manera tan fría que le
había dirigido al entrar en la habitación a recoger la documentación del
caballo?; ¿cómo habría podido ver que su corazón se rompía a pedazos y seguir
adelante, tranquilo a indiferente? No es que esté frío; es que me odia porque
ama a otra mujer. Esto está claro", pensaba Ana.
Y,
recordando las duras palabras de Vronsky y pensando en otras que él no le había
dicho, pero que ella presumía que quería decirle, se sentía todavía más hundida
en la desesperación.
"
No le retengo", le hacía decir ella. "Usted puede ir a donde
quiera... Probablemente usted no quiere divorciarse de su marido para volver a
vivir con él. Vuelva usted. Si necesita dinero... ¡Cuántos rublos necesita
usted?"
Las
palabras más duras y crueles, los gestos del hombre más brutal imaginábalos Ana
en su amado dirigidos a ella, y con estos pensamientos crecía su ira contra él
y se decía que no le perdonaría jamás.
Luego
pensó: "¿Y no fue ayer mismo cuando me juró amor como un hombre honrado y
sincero? ¿No me dijo varias veces que estaba desesperada sin motivo?".
Todo
aquel día, excepto las horas que invirtió en ir al establecimiento de
Wilson, lo pasó Ana atormentada por la duda de si todo habría terminado, o si
quedarían aún esperanzas de reconciliación; de si se marcharía en seguida o
iría a verle.
Estuvo
esperándole todo el día, y por la noche, cuando al retirarse a su habitación
había dado orden de que le dijeran que tenía una fuerte jaqueca, pensaba:
"Si
a pesar de todo entra a verme es que me ama; si hace lo contrario, y respeta o
finge acatar mi indicación, es que no siente el menor interés por mí, que ni
siquiera le importa que esté yo enferma, es decir, que todo ha terminado entre
nosotros. Y en este caso", siguió pensando, "decidiré lo que debo
hacer".
Al
sentir la llegada de Vronsky, puso toda su atención en lo que él hacía. Oyó la
llegada del coche, la llamada a la puerta de la calle, sus pasos, su
conversación con la camarera y cómo se retiraba a sus habitaciones. Entonces
pensó:
"Se
ha conformado con lo que le han dicho; no ha querido averiguar más, no ha
querido ni siquiera verme. Esto signifca que todo ha terminado."
Y
cómo único recurso para resucitar el cariño en su corazón y castigarle con el
remordimiento, para vencer, en suma, en aquella lucha, se le presentó de nuevo,
clara y obsesionante, la idea de la muerte.
Ahora
le daba ya todo igual: no le importaba ir o no a Vosdvijenskoe; ni conseguir o
no el divorcio. Nada necesitaba. Sólo quería una cosa: castigarle.
Cuando
preparó su habitual dosis de opio y pensó que podía morir con sólo beberse todo
el frasco, le pareció tan fácil y sencillo que volvió a pensar, con gran
complacencia, en cómo sufriría, se arrepentiría y, aunque ya tarde, amaría su
recuerdo.
Se
metió en la cama, apagó todas las luces, excepto una, cuya llama se estaba
extinguiendo ya, y quedó inmóvil, estirada, con los ojos abiertos, mirando
hacia el techo esculpido en el cual la sombra de la pantalla había fijado
extrañas figuras. Su pensamiento representaba entonces a Vronsky ante su cuerpo
inerte, cuando ella hubiese desaparecido ya completamente, cuando no quedase
más que su recuerdo. "¿Cómo pude", se diría él, "decirle
palabras tan crueles como las que le dije? ¿Cómo pude salir de la habitación
sin dirigirle una palabra, viéndola tan afligida? Pero ahora ya no está
aquí", dirá, "ahora se ha ido para siempre ...".
De
repente, la sombra que hacía la pantalla se movió, se extendió a todo el techo;
nuevas sombras brotaron de otros puntos de la habitación al encuentro de
aquélla. Pero por un momento se desvanecieron, se juntaron de nuevo con gran
rapidez, se movieron tumultuosamente, se entremezclaron hasta fundirse. Y todo
se sumió en la oscuridad.
"Es
la muerte", pensó Ana.
Y
se sintió sobrecogida por un horror tal que, con los ojos espantados,
muy abiertos, y su cuerpo en fuerte tensión nerviosa, estuvo mucho tiempo sin
poderse mover. Al fin, con gran esfuerzo, su mano temblorosa pudo coger las
cerillas que tenía encima de la mesilla y encender otra luz que reemplazara a
la que se había consumido produciendo aquellas sombras y figuras extrañas que
tanto terror habían infundido en su espíritu.
Y
ensanchando su pecho suspiró hondamente como si se librara de un gran peso; se
sintió libre de la horrible visión que oprimía su pecho y murmuró:
"No,
no... Vivir... ¡Quiero vivir! Le amo y él también me ama. Hemos discutido, pero
esto pasará".
Y
la alegría de volver a la vida cuando se creía ya entre las garras de la
muerte, inundó sus ojos de lágrimas, que se deslizaron suavemente por
sus mejillas, pálidas aún. Luego, para huir de su soledad, para ahuyentar de su
alma los restos de aquel terror pasado, se dirigió al gabinete de Vronsky.
Estaba
durmiendo con un sueño profundo.
Ella
se le acercó, le iluminó con la vela el rostro, que estaba sereno, tranquilo, y
le contempló con arrobamiento. Ahora, en aquella actitud, a Ana le gustaba más;
sintió con mayor intensidad su amor y, conmovida, no pudo contener las
lágrimas. Luego pensó que si le despertaba en aquel momento la miraría con su
mirada fría, seguro de ser justo, y que antes de hablarle de su amor, ella
habría tenido que mostrarse severa con él como él se mostraba con ella.
Regresó, sin despertarle, a su habitación y, después de una segunda dosis de
opio, cuando amanecía ya, se durmió con un sueño pesado pero intranquilo, ya
que no dejaba de sentir palpitaciones en su corazón y en las venas, en las
sienes, en las manos, y continuaba con sus pensamientos.
Por
la mañana tuvo una horrible pesadilla que la había atormentado ya otra vez
antes de sus relaciones con Vronsky. Un viejecillo con la barba mal peinada,
inclinado sobre el lecho, manipulaba los hierros de la cama repitiendo unas
palabras sin sentido. Y Ana, como siempre que tenía esta pesadilla (y en esto
consistía precisamente todo el horror) sentía que el viejecillo no le prestaba
atención, y continuaba manipulando los hierros de la cama.
Ana
se despertó con un fuerte dolor de cabeza; inundada toda de sudor.
Cuando
se levantó, recordó, muy vagamente, todo lo que la había ocurrido durante el
día anterior.
"Hubo
una discusión, lo que había habido tantas veces... Dije que tenía jaqueca y él
no entró en mi habitación... Mañana nos vamos de aquí. Tengo que verle y
prepararme para el viaje", se dijo.
Al
enterarse de que Vronsky estaba en el despacho, se dirigió allí. Cuando cruzaba
el salón, oyó que a la entrada de la casa se paraba un carruaje. Miró por la
ventana y vio un coche lujoso, a una de cuyas ventanillas se asomaba una joven
con sombrero color lila, ordenando algo al lacayo, quien llamó a la puerta y
entró en la casa. Después de una pequeña conversación en el piso de abajo,
alguien pasó a las habitaciones superiores y en el salón de al lado resonaron
los pasos de Vronsky. Éste, con andar rápido, bajó la escalera. Ana se acercó
de nuevo a la ventana y algo separada de ésta, procurando que no la vieran,
observó otra vez lo que pasaba en la calle con las viajeras del coche. Ahora,
Vronsky, sin sombrero, bajaba la escalinata; se acercó al carruaje. La joven
del sombrero lila le entregó un paquete. Él le dijo unas palabras sonriendo. El
coche se alejó y Vronsky subió la escalera corriendo.
Ana
sintió que la bruma que cubría su cerebro se desvanecía de repente. Los
sentimientos del día interior, aumentados con un nuevo dolor, oprimían su
corazón enfermo. Ahora no comprendía cómo había podido rebajarse hasta el punto
de quedarse un día más en su casa. "No estaré con él un día más", se
dijo.
Y
entró en el gabinete de Vronsky para comunicarle su decisión de marcharse de la
casa y separarse de él inmediatamente.
-Era
la Sorokina, con su hija, que me han traído dinero y los documentos de mamá.
Ayer no pude recibirles. ¿Y tu jaqueca? ¿Estás mejor? -le dijo él sin querer
advertir la expresión sombría y trágica de su rostro.
Ana
le miraba fijamente, de pie en medio de la habitación. Él la miró a su vez,
frunciendo el ceño un momento, y continuó leyendo la carta que acababa de
recibir. Ella dio media vuelta y, lentamente, se dirigió a la salida de la
habitación. Vronsky pensó un momento en llamarla y hacerla volver, pero la dejó
llegar hasta la puerta sin decirle nada, sin que se oyera en la habitación más
que el ruido de los pasos de Ana y el de las hojas de la carta, que él iba
volviendo.
-¡Ah!
A propósito --dijo Vronsky cuando ella llegaba ya a la puerta-. Decididamente
nos vamos mañana, ¿no?
-Se
irá usted, yo no -contestó Ana, volviéndose ligeramente.
-Ana,
así es imposible vivir -exclamó Vronsky.
-Se
irá usted, yo no -repitió.
-¡Esto
está haciéndose de nuevo insoportable!
-Usted
se arrepentirá de esto -añadió ella y salió.
Asustado
por el tono de desesperación con que había pronunciado estas palabras, Vronsky
se levantó de un salto y corrió tras ella, pero a los pocos pasos, pensándolo
mejor, se detuvo, reflexionó unos momentos, y volvió a la silla que ocupaba, se
sentó y con los dientes apretados y la vista fija en el suelo quedó sumido en
hondas reflexiones.
"Lo
he probado todo", se dijo; "no me queda sino un recurso: dejarla
hacer". Y se preparó para ir a la ciudad y a la casa veraniega de
su madre, de quien le era preciso obtener la firma de unos documentos
referentes a su herencia.
Ana
oyó el ruido de sus pasos en el gabinete y luego a través del comedon Cerca del
salón, Vronsky se paró, pero no se dirigió a la habitación de Ana como ella
esperaba, sino que dio a un criado orden de entregar el caballo a Voitov cuando
éste fuese a buscarlo. Luego oyó cómo se adelantaba el coche hasta la entrada
de la casa; sintió abrirse la puerta de ésta y le vio salir. De repente, se
volvió, dijo algo a uno de los criados, quien corrió a la habitación de su
dueño, cogió los guantes que Alexey se había dejado olvidados y volvió a bajar
las escaleras corriendo para entregarlos a su señor. Ana se acercó a la ventana
y vio que Vronsky, sin mirar al criado, cogió los guantes, luego tocó con la
mano derecha la espalda del cochero, le dijo algo y, sin volver la vista a la
casa, subió al coche, y se acomodó en él en su postura habitual: con las
piernas cruzadas. El coche partió seguidamente y a poco desaparecía tras la
esquina.
XXVII
"¡Se
marchó! ¡Todo ha terminado!" , se dijo Ana.
Estaba
en pie cerca de la ventana. Sus pensamientos, la oscuridad en que estaba la
habitación por haberse apagado la luz y el recuerdo de la terrible pesadilla
que había tenido, llenaron su alma de terror.
"No,
esto no puede ser", exclamó y, cruzando apresuradamente la habitación,
oprimió el timbre con insistencia.
Sentía
ahora tanto miedo de estar sola que, sin esperar la llegada del criado, se
dirigió al encuentro de éste.
-Entérese
a dónde ha ido el Conde -le dijo.
El
criado contestó que el Conde se dirigía a las cuadras
-El
señor Conde -añadió- dijo, también, que el coche volvería en seguida por si la
señora quería salir.
-Bien.
Espere. Voy a escribir una carta, y la hará llevar por Mijailo a las cuadras
inmediatamente.
Ana
se sentó y escribió en un papel de cartas:
Tengo
yo la culpa... Vuelve a casa... Tenemos que hablar... Por Dios, ven... Siento
miedo...
Cerró
la carta y se la entregó al criado. Luego, en su temor de quedarse sola, salió
tras éste y entró en el cuarto de la niña.
"¿Qué
es esto? Éste no es mi Sergio. ¿Dónde están sus ojos azules, sus caricias, su
tímida y dulce sonrisa?" Éste fue su primer pensamiento al ver a la niña,
gordita, colorada, con ojos negros y cabellos rizados, en vez de a Sergio, a
quien ella, perturbada y confundida, pensaba encontrar en aquella habitación.
La
niña, sentada cerca de la mesa, se entretenía en golpearla, insistentemente,
con un corcho que había sacado de una garrafa. Al entrar su madre, volvió la
cabeza y puso en ella sus ojos negros y pequeños con una mirada sin expresión.
La
inglesa preguntó a Ana por su salud y ella contestó que se encontraba bien ya,
añadiendo que al día siguiente se irían al campo. Luego se sentó junto a la
niña y se puso a jugar con ella, moviendo el tapón de la garrafa. Mas, la risa
clara y sonora de la niña y el movimiento que hizo con sus cejas le recordaron
tan vivamente a Vronsky, que, conteniendo sus sollozos, se levantó bruscamente
y salió de la habitación.
"¿Es
posible que todo haya terminado? No, no es posible" , pensaba. "Él
volverá. ¿Pero cómo podrá explicarme la animación, la sonrisa expresiva que
tenía mientras hablaba con Sorokina? Escucharé, a pesar de todo, lo que me
diga, le creeré. Si no le creo, sólo me queda un camino. ¡Y esto no lo
quiero!"
Ana
miró el reloj. Habían pasado doce minutos desde que mandara el recado a
Vronsky. "Un poco más. Nada más que diez minutos. ¿Y si no vuelve? No, no
es posible... No está bien que me vea con los ojos así... Comprenderá que he
llorado... Voy a lavarme... Sí... sí. ¿Estoy ya peinada o no" , se
preguntó de repente. Y no recordándolo, se tocó la cabeza. " Sí; estoy
peinada... Pero, ¿cuándo me he peinado?... No me acuerdo" , dudando aún,
se miró una vez más al espejo. "¿Qué es esto?" , se dijo al ver en el
espejo su rostro alterado, y los ojos con un brillo extraño, que la miraban con
expresión de espanto. "¿Soy yo esa mujer?"
Volvió
a mirarse en el espejo para ver toda su figura y creyó sentir que, como en
otras ocasiones semejantes, Vronsky se le acercaba por detrás y la acariciaba y
besaba frenéticamente su espalda, su nuca... Un estremecimiento recorrió todo
su cuerpo, como si Vronsky estuviera realmente allí, prodigádola besos y
caricias, a inconscientemente se llevó sus manos a la boca y las besó con
frenesí.
"¿Qué
es esto", dijo luego. " ¿Será que me he vuelto loca?"
Y
corrió hacia el dormitorio donde Anuchka arreglaba algunas cosas.
-Anuchka
-llamó.
Y
no dijo más: se detuvo ante la doncella mirándola fijamente y sin recordar lo
que iba a decirle.
-Quería
usted ir a ver a Daria Alejandrovna -dijo Anuchka, como ayudándole a recordar
que era esto lo que quería decirle.
-¿A
Daria Alejandrovna?... Sí... iré... -respondió Ana distraídamente, mientras
calculaba.
"Quince
minutos en ir allí, quince para volver. Ya estará regresando... Ahora en
seguida llegará."
Sacó
su reloj y lo miró para ver qué hora era.
"¿Y
cómo pudo marcharse dejándome así? ¿Cómo puede vivir sin haberse reconciliado
conmigo?" Se acercó a la ventana y se puso a mirar a la calle, esperando
ver volver al criado o que llegara Vronsky.
"Quizá
me haya equivocado en mis cálculos", pensó al ver que ni el criado ni él
aparecían. Y en el momento en que se dirigía al salón para comprobar en el
reloj de péndulo si el suyo iba bien, se oyó el ruido de un carruaje que se
paraba ante la puerta.
Ana
se asomó ávidamente a la ventana y vio el coche de Vronsky. Su corazón palpitó
con más fuerza y aceleró sus latidos. Pero ni Vronsky ni nadie subía la
escalera. En el piso de abajo se oían voces, mas la de él no se oía.
El
criado que había llevado la carta y que era quien acababa de llegar con el
coche, se adelantó hacia ella.
Ana
le preguntó por su encargo.
-No
hemos encontrado al señor Conde... Ya se había marchado a la estación del
ferrocarril de Nijni.
-¿Cómo?
¿Que se había marchado? -preguntó Ana, con acento de consternación.
El
criado, colorado y alegre como siempre, le confirmó lo que le había dicho y le
devolvió la carta.
"¡Ah!,
sí; es verdad. No la ha recibido" , se dijo. Reflexionó un instante y
ordenó:
-Vaya
con esta carta a la finca de la condesa Vronskaya. Está cerca de Moscú. Y
tráigame en seguida la respuesta.
"Y
yo, ¿qué haré?" , pensó. " Sí, iré a ver a Dolly. Es verdad... Ella
vino... Si no, me volveré loca... ¡Ah! También puedo enviarle un
telegrama." Y Ana escribió este despacho:
Necesito
hablarle. Venga en seguida.
Entregó
el telegrama al criado y se marchó a ponerse el traje de calle. Ya vestida y con
sombrero, Ana miró a los ojos a Anuchka. La doncella estaba tranquila, pero en
sus pequeños y bondadosos ojos grises se leía una viva compasión.
-Anuchka
querida, ¿qué debo hacer? -le dijo Ana sollozando y dejándose caer, abatida, en
el sillón.
-¿Y
por qué se desespera usted tanto, Ana Arkadievna? Esto sucede siempre... Váyase
usted a ver a Daria Alejandrovna y distráigase un poco -le dijo Anuchka,
consolándola.
-Sí,
iré -dijo Ana, recobrándose-. Si en mi ausencia llega un telegrama, me lo
mandas a casa de Daria Alejandrovna... Y si no, déjalo... Yo volveré...
"Sí,
no hay que pensar en nada, sino en hacer algo... Y lo principal es marcharse,
salir de esta casa", se dijo Ana, Y de repente se horrorizó, percibiendo
el rápido y agitado latir de su corazón. Salió precipitadamente y se sentó en
el coche.
-¿Adónde
desea la señora que la llevemos? -preguntó Pedro antes de sentarse en el
pescante.
-A
la Snomenskaya, a casa de Oblonsky.
XXVIII
El
cielo estaba despejado. Durante toda la mañana había caído una lluvia menuda y
ahora el tiempo se había ido aclarando. Los tejados de chapa, las lows de las
aceras, los cantos rodados del pavimento de las calles, las ruedas y las
guarniciones del coche, todo brillaba bajo los rayos radiantes del sol de mayo.
Eran las tres de la tarde, y las calles presentaban gran animación. Sentada
cómodamente en el coche, que se balanceaba con suavidad sobre los muelles, bien
templados, al rápido correr de los caballos, Ana Arkadievna repasaba de nuevo
en su mente cuanto le había sucedido y todo lo que había pensado en aquellos
últimos días.
Ahora,
despejada su cabeza por el aire puro y fresco que entraba en el coche, y bajo
las impresiones que se iban sucediendo ante su mirada en el exterior, su
situación se le aparecía completamente distinta a como la veía en su casa. La
idea de la muerte no se le aparecía en este momento tan terrible y tampoco se
le aparecía como inevitable.
Ahora
sólo se reprochaba la humillación a que había descendido escribiendo a Vronsky.
"
Le he implorado su perdón... Me he considerado culpable... Me he sometido...
¿Por qué? ¿Es que no puedo vivir sin él?" Y, sin contestarse, se puso
maquinalmente a mirar la gente que pasaba, las casas, los escaparates. Leía los
rótulos de los establecimientos. " Despacho y depósito."
"Dentista." Y, mientras tanto, iba reflexionando con antiguos y
nuevos pensamientos sobre su situación y las resoluciones que había de tomar,
lo que iba a hacer ..
"Le
contaré todo a Dolly... Ella no aprecia a Vronsky. Sentiré vergüenza, dolor,
pero se lo diré todo. Dolly me quiere y seguiré su consejo. No quiero someterme
a él. No le permitiré que haga de mí un juguete de sus caprichos.
"Filipov. Kalachi". Dicen que trae la crema de San
Petersburgo. ¡El agua de Moscú es tan buena!... Y también existen los depósitos
de agua de Mitischi y hay tortas." Y recordó que hacía mucho tiempo,
cuando ella tenía diecisiete años, iba con su tía al monasterio de la Santísima
Trinidad. "Fuimos en caballos. No había ferrocarril aún. ¿Pero es posible
que fuera yo aquella niña que tenía las manos tan rojas? ¿Cuántas cosas de las
que me parecían entonces hermosas a inaccesibles se han convertido para mí en
insignificantes; y, en cambio, lo que entonces tenía a mi alcance ahora me es
inaccesible o lo he perdido para siempre. ¿Cómo habría podido yo creer en
aquellos días que llegaría a una humillación semejante? ¡Qué contento y
orgulloso se pondrá al recibir mi carta! Pero voy a demostrarle... Qué mal
huelen estas pinturas. ¿Por qué estarán siempre pintando y construyendo? "Modas
y adornos"", leyó en otro rótulo. Un hombre la saludó. Era el marido
de Anuchka. Recordó que Vronsky les llamaba " nuestros parásitos".
" ¿Nuestros? ¿Por qué decía nuestros? Es terrible que no podamos arrancar
de raíz el pasado. Es imposible arrancarlo, pero podemos desechar sus
recuerdos. Y, yo lo voy a hacer." Y se acordó entonces de que también a
Alexey Alejandrovich le había borrado de su memoria. "Dolly va a creer que
abandono a mi segundo marido y por esto, seguramente, no me dará la razón...
Pero ¿es que por ventura la quiero tener? ¡No puedo! "
Sintió
ganas de llorar, pero en aquel momento, dos jóvenes, sonrientes y alegres, se
cruzaron con el coche, ella pensó: " ¿De qué se reirán? Seguramente su
alegría tendrá por causa el amor. No saben que el amor es sólo llanto y
amargura".
Corrían
tres niños jugando a los caballos.
"¡Sergio!",
pensó Ana. " Lo perderé todo y no le tendré a él."
"Sí,
si Vronsky no vuelve lo perderé todo. Quizá llegó tarde para tomar el tren. Y
acaso está ya en casa. De nuevo estoy buscando mi humillación. Entraré en la
habitación de Dolly y le diré: "Soy desgraciada. Lo merezco: soy culpable;
pero de todos modos, compadéceme y ayúdame". Estos caballos... este
coche... ¡Cuán repugnante soy en este coche! Todo esto le pertenece a él. No
los veré más."
Ana
subió la escalera de la casa de Dolly con toda la prisa que le permitieron sus
piernas y su corazón, que latía violenta y apresuradamente.
Mientras,
volvía a pensar en lo que diría a su amiga.
-¿Hay
alguna visita? -preguntó antes de pasar al recibimiento.
-Catalina
Alejandrovna -contestó el criado que le abrió la puerta.
"Kitty,
la misma Kitty de la cual estuvo enamorada Vronsky", pensó Ana. Aquella
misma mujer que "él" recordaba con cariño. "Se arrepintió, no se
casó con ella y ella me recuerda con odio; sabe que Vronsky se halla unido a
mí."
En
el momento en que llegó, las dos hermanas hablaban del modo de amamantar a los
niños.
Cortando
aquella conversación, Dolly salió al encuentro de Ana.
-¡Ah!
¿Todavía no tu has marchado? Quería pasar por tu casa -le dijo, mientras la
saludaba besándola cariñosamente-. Hoy hemos recibido una carta de Stiva.
-Nosotros
hemos recibido un telegrama -contestó Ana, mirando en torno para ver a Kitty.
-Stiva
me dice que no entiende qué es lo que quiere Alexey Alejandrovich, pero que no
vendrá sin una contestación.
-Entendí
que tienes una visita -dijo Ana.
-Sí,
está Kitty. Se ha quedado en el cuarto de los niños. Ha estado muy enferma.
-Ya
lo sé. ¿Puedo leer la carta de Stiva?
-La
traeré en seguida. Alexey Alejandrovich no ha rechazado la petición, Stiva
tiene esperanza -dijo Dolly parándose en la puerta.
-Yo
no espero ni deseo nada -dijo Ana.
"¿Considera
Kitty humillante para ella encontrarse conmigo? Quizá los otros tengan razón.
Pero ella, que estaba enamorada de Vronsky. Ella no debía mostrármelo, aunque
sea verdad. Sé que ninguna mujer decente puede recibirme por mi situación. Sé
que en el momento en que me uní a Vronsky lo sacrifiqué todo. Lo he sacrificado
todo por él y ésta es mi recompensa. ¡Oh, cómo le odio! ¿Y para qué he venido
aquí? Me siento todavía peor, más oprimida."
De
la habitación contigua le llegaban las voces de Dolly y su hermana, que
hablaban entre sí.
"¿Qué
le diré ahora? ¿Consolaré, por ventura, a Kitty siendo yo tan desgraciada? ¿Me
someteré a su protección? No. Tampoco Dolly podrá comprender nada. No tengo
nada que decirles. Me interesaría sólo ver a Kitty y mostrarle cómo lo
desprecio todo y a todos, lo indiferente que me es todo."
Dolly
entró con la carta.
Ana
leyó lo que decía Esteban Arkadievich y comentó:
-Lo
sabía y no me interesa.
-¿Y
por qué? No hay que desanimarse: al contrario. Yo tengo esperanzas --dijo Dolly
mirando a su cuñada con sorpresa.
Dolly
no la había visto nunca tan irritada.
-¿Cuándo
te marchas? -le preguntó.
Ana
entornó los ojos y mró ante sí sin contestar.
Luego
preguntó a Dolly, mirando a la puerta de la habitación en que estaba Kitty y
ruborizándose:
-¿Por
qué se esconde Kitty de mí?
-¡Qué
tontería! Está dando el pecho a su niño y la cosa no va bien. Yo la
aconsejaba... Se alegrará mucho de verte. Vendrá en seguida -dijo Dolly,
manifestando cierta confusión-. ¡Ah! Aquí está.
Al
enterarse de que Ana estaba en la casa, Kitty había decidido no salir a verla,
pero su hermana la había persuadido de que, al menos, la saludase.
Así,
Kitty, haciendo un esfuerzo sobre su voluntad, salió a ver a Ana y,
ruborizándose, se le acercó y le dio la mano.
-Estoy
muy contenta de verla -le dijo con voz temblorosa.
Se
mostraba cohibida por la lucha que había sostenido entre su enemistad hacia Ana
y el deseo de mostrarse condescendiente con ella; pero en el momento en que vio
su rostro, hermoso y lleno de simpatía, su animosidad desapareció.
-No
me habría extrañado -dijo Ana- que no hubiera usted querido encontrarse
conmigo. Estoy acostumbrada a esto. Está usted enferma, ¿no? Sí, está algo
cambiada.
Kitty
sentía que Ana la miraba con enemistad, pero la disculpó comprendiendo la
situación en que se encontraba, y hasta sintió hacia ella cierta lástima.
Hablaron
de Stiva y de la enfermedad del niño, pero era evidente que nada de aquello
interesaba a Ana.
-He
venido sólo por despedirme de ti -dijo Ana a Dolly levantándose para marcharse.
-¿Cuándo
se van ustedes? -le preguntó Dolly.
Ana,
sin contestar a esta pregunta, se dirigió a Kitty.
-Sí,
estoy muy contenta de haberla visto -dijo con una sonrisa-. ¡He oído tanto
bueno de usted en todas partes, incluso de su marido! Vino a verme y me alegró
mucho su visita -dijo con intención evidente de herir a Kitty-. ¿Dónde está
ahora? -añadió aún.
-Se
marchó al campo -contestó ella ruborizándose.
-Salúdele
de mi parte; no lo olvide usted.
-Con
mucho gusto -dijo ingenuamente Kitty, mirando con compasión a Ana.
-Adiós,
Dolly.
Y,
tras besar a Dolly y dar la mano a Kitty, Ana salió precipitadamente.
-Siempre
es la misma, siempre tan atractiva. Es en verdad hermosa -comentó Kitty al
quedarse a solas con su hermana-. Pero hay algo en ella que inspira compasión.
Algo muy penoso, infinitamente penoso.
-Y
hoy tiene algo particular -dijo Dolly-. Cuando la acompañaba hasta el
vestíbulo, me pareció que iba a llorar.
XXIX
Ana
se sentó en el coche, en peor estado de ánimo que cuando había salido de su
casa. A sus sufrimientos de antes se había añadido el sentimiento de
humillación que le había producido su encuentro con Kitty.
-¿Adónde
ordena la señora que la lleve? ¿A casa? -le preguntó Pedro.
-Sí,
a casa --dijo Ana sin pensarlo.
"¡Cómo
me miraban! Les debí de parecer un ser extraño, curioso, incomprensible. ¿De
qué puede hablar ese hombre a aquel otro con tanto entusiasmo?", pensó
mirando a dos hombres que pasaban. "¿Es que es posible contar a otro lo
que se está sintiendo?"
"
Quería contar a Dolly todo lo sucedido, pero he hecho muy bien en no decirle
nada. ¡Qué contenta se habría puesto con mi desgracia! Lo habría ocultado, pero
el principal sentimiento habría sido de alegría, porque yo estoy purgando ahora
los placeres por los cuales me envidiaba. Kitty se habría alegrado más aún.
¡Qué bien la veo ahora! La veo como si fuera transparente. Sabe que me mostré amable
con su marido, y tiene celos de mí y me odia. Además, me desprecia. A sus ojós,
soy una mujer inmoral. Si lo fuera habría intentado enamorar a su marido. Lo
habría intentado", dijo. "¡Pero, si lo intenté! Y ese hombre, ¡qué
satisfecho está de sí mismo!", pensó, mirando a un señor que iba en un
coche en dirección opuesta a la suya, gordo, colorado, con aire bien visible de
satisfacción. "Se habrá confundido", se dijo aún, viéndole que la
saludaba quitándose su brillante chistera,y levantándola por encima de su
también reluciente calva. "El pobre hombre habrá pensado que me conocía.
Tan poco como él me conocen otros muchos, incluso algunos que me tratan. Ni yo
misma me conozco. No conozco sino mes appétits, como dicen los
franceses. Toma, al menos ésos saben bien lo que quieren", se dijo viendo
a dos chiquillos que acababan de parar a un vendedor de helados. Éste bajó la
heladora que traía sobre la cabeza y, enjugándose el rostro sudoroso con la
punta de la servilleta, sacaba unas porciones sucias de su mercancía.
"Todos queremos algo dulce, sabroso. Si no hay bombones, nos conformarnos
con un mal helado. También Kitty lo ha hecho así: no ha podido tener a Vronsky,
tiene a Levin. Aparte de esto me envidia; me envidia y me odia. Todos nos
odiamos los unos a los otros. Yo odio a Kitty y ella me odia a mí. Ésta es la
verdad. "Tiutkin-Coiffeur... (leyó en un rótulo). Je me fais
coiffer pour Tiutkin. Cuando vuelva", pensó, "le haré reír con
esta necedad", y sonrió. Pero en aquel instante recordó que no tenía a nadie
a quien hacer reír, nadie con quien bromear. "Además no hay nada alegre ni
ridículo", siguió pensando. "Ahora tocan las campanas a vísperas. Y
este comerciante está persignándose con tanto cuidado como si fuera a perder
algo. ¿Para qué sirven todas estas iglesias, estas campanadas, estas mentiras?
Sólo para ocultar que todos nosotros no s odiamos los unos a los otros. Igual
que esos cocheros de punto, que están peleándose con tanta ira. Jachvin dice
que el que juega con él quiere dejarle sin camisa y él quiere dejarle sin ella
al otro. ¡Ésta es la única verdad! "
Arrebatada
por estos pensamientos hasta el punto de olvidarse de su situación, apenas se
dio cuenta de que había llegado y de que el coche se detenía a la entrada de su
casa.
Al
ver al portero, que vino a su encuentro, Ana recordó que había enviado una
carta y un telegrama a Vronsky. -¿Hay contestación al telegrama? -preguntó.
-Ahora lo miraré --dijo el portero. Y después de rebuscar en su mesa, de uno de
los cajones sacó un sobre cuadrado que contenía un telegrama y se lo dio a Ana.
Ésta lo abrió con mano temblorosa y leyó:
No puedo ir
antes de las diez. -Vronsky.
-Y
ese Mijailo, al que mandé con una carta, ¿no ha vuelto todavía?
-No,
señora --contestó el portero.
-¡Ah!
Si es así, ya sé lo que tengo que hacer -dijo Ana sintiendo que su espíritu se
llenaba de una ira inmensa y de un deseo ardiente de venganza. "Yo misma
iré a encontrarle donde está, y antes de irme para siempre se lo diré todo.
Nunca he odiado a nadie como a este hombre", pensaba, mientras corría
hacia su habitación.
Al
ver el sombrero de su amado en el perchero del recibidor, Ana se estremeció de
aversión. No se daba cuenta de que el telegrama de Vronsky era la respuesta al
suyo, y que él no había podido aún recibir su carta. Ahora se le imaginaba
hablando tranquilamente con su madre y con la Sorokina, que gozarían desde allí
con sus sufrimientos.
"¡Sí:
debo ir en seguida!", se dijo. No sabía concretamente a dónde tenía que
ir; sólo comprendía que quería huir de los sentimientos que experimentaba en
aquella casa. Los criados, las paredes, todo despertaba en ella una profunda
aversión.
Sentía
en la cabeza una gran pesadez.
"Sí,
debo ir a la estación del ferrocarril y, si no está, seguir hasta la casa y
sorprenderle", miró en un periódico el horario de los trenes. Por la noche
pasaba un tren a las ocho y dos minutos. "Sí, tendré tiempo", pensó.
Mandó
enganchar caballos de refresco y se ocupó de poner en su saco de viaje los
objetos indispensables para una ausencia de algunos días. Sabía que allí no
volvería más. Entre los mil confusos proyectos que desfilaban por su mente,
decidió vagamente que, después de la escena que pudiera tener con la Condesa a
su llegada, seguiría su viaje por ferrocarril hasta Nijgorod y se detendría en
el primer pueblo.
La
comida estaba ya preparada.
Ana
se acercó a la mesa, miró el pan y el queso; pero el sólo olor de las viandas
le daba náuseas y decidió no comer.
Ordenó
que le prepararan el coche y salió.
La
casa proyectaba ya una gran sombra que atravesaba toda la calle. Era un
atardecer claro y brillaba todavía el sol.
Anuchka,
que le llevó el equipaje hasta el coche, Pedro, que lo colocó dentro del
carruaje, y el cochero, que expresaba descontento, todos le alteraban los
nervios, despertaban su irritación con sus palabras y sus ademanes.
-No
lo necesito, Pedro.
-¿Y
quién le va a comprar el billete?
-Bueno;
haz lo que quieras... Todo me da igual.
Pedro
subió al pescante de un salto y, con la mano apoyada en la cintura, ordenó al
cochero ir a la estación.
XXX
"Otra
vez estoy en la calle. De nuevo lo comprendo todo", se dijo Ana en el
momento en que se puso en marcha el carruaje. Y mientras el coche rodaba, con
suave balanceo y fuerte trepidación, saltando sobre los guijarros del
empedrado, mil pensamientos iban pasando por su mente. "¿Qué es lo último
en que pensé antes? ¡Ah, sí! Tiutkin-Coiffeur. No, no es eso. ¡Ah, sí!, lo que
decía Jachvin: "la lucha por la existencia y el odio son lo único que
mueve a los hombres". Vosotros hacéis mal en ir allí", se dirigía
mentalmente a varios hombres que iban en un coche tirado por cuatro caballos,
dirigiéndose a las afueras, con ánimo bien visible de divertirse. "Tampoco
el perro que lleváis va a serviros de nada. No podréis huir de vosotros
mismos."
Luego,
dirigiendo su mirada a un punto al que, volviendo su cabeza, miraba fijamente
Pedro, Ana vio a un obrero que, completamente ebrio, con la cabeza
bamboleándosele, era llevado por un guardia en un coche de alquiler.
"Este
hombre es más feliz", pensó Ana. "El conde Vronsky y yo hemos buscado
también el placer, pero nuestra dicha no ha sido la que esperábamos."
Y
Ana examinó por primera vez a esta clara luz con que ahora lo veía todo, sus
relaciones con Vronsky, sobre las cuales había procurado no pensar. "¿Qué
buscaba él en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su amor
propio." Recordó las palabras de Vronsky, la expresión de perro sumiso que
había en su rostro en los primeros tiempos de su amor, y la firme,
resuelta,imperiosa y triunfante expresión de después. "Tal vez hubiera
amor, pero más que nada había orgullo y vanidad. Ahora, ha terminado. Ya no
tiene de qué vanagloriarse, sino de qué avergonzarse. Tomó de mí todo lo que
quiso y ahora no me necesita. Ahora le soy un estorbo, aunque procura no mostrarse
desatento conmigo. Ayer se le escapó la confesión de que quiere el divorcio y
casarse conmigo para quemar sus naves. Me quiere, sí; pero, ¿cómo me quiere? The
rest is gone... Lo único que quiere es despertar la admiración del mundo.
¡Y está tan satisfecho de sí mismo", pensó mientras miraba a un empleado
de comercio que iba montado en un caballo de carreras. "Sí: ya no tengo
para él ningún atractivo. Si me marcho, en el fondo de su alma se alegrará.
Esto no es una suposición mía: lo veo con claridad, gracias a esta luz
bienhechora que me descubre el verdadero sentido de la vida y de las relaciones
humanas.
"Mi
amor se vuelve por momentos más apasionado y más orgulloso mientras que el suyo
está apagándose; y así nos alejamos el uno del otro; y nada podemos hacer para
cambiar esta situación. Para mí, él lo es todo y exijo que se me entregue
completamente, en cambio él tiende más y más a alejarse de mí. Antes de
nuestras relaciones íbamos uno al encuentro del otro y ahora nos dirijimos
irresistiblemente por caminos opuestos. Y es imposible que cambiemos. Él me
dice, y yo misma me lo he dicho, que estoy tontamente celosa. No es verdad: no
estoy celosa: estoy descontenta. Pero ..."
Agitada
por un pensamiento que brotó de súbito en su cerebro, cambió de sitio en el coche
y quedó extasiada, con la vista en un punto indefinido, y la boca abierta como
si fuera a hablar. " Si pudiese ser algo más que una amante apasionada que
busca sólo sus caricias. Pero no Puedo ni quiero ser otra cosa. Y así solo
despierto en él desagrado, mientras su frialdad me llena a mí de ira. Es una
cosa fatal y no puede ser de otro modo. ¿Es que si tuviera el convencimiento de
que no me engaña, que no tiene proyecto alguno con respecto a Sorokina, que no
está enamorado de Kitty, ni me hará traición, me sentiría feliz? Lo cierto es
que él no me ama; lo demás, ¿qué me puede importar? Es verdad que también sin
quererme, podría mostrarse amable y dulce conmigo, impulsado por el sentimiento
del deber. Y esto sería mil veces peor que el odio: esto sería el infierno. ¡Y
precisamente lo que hay ahora es esto! Ya hace tiempo que no me ama. Y donde
ternúna el amor empieza el odio.
"No
conozco estas calles tan pinas... casas... más casas. Y en las casas tanta
gente... Hay un sinfín de gente y todos se odian los unos a los otros.
"
¡Bueno, imaginaré lo que necesito para ser feliz... Bien... Recibo el divorcio
de Alexey Alejandrovich. Me dan a Sergio y me caso con Vronsky..."
Y
al recordar a Alexey Alejandrovich, Ana se lo imaginó con extraordinaria
precision, como si lo tuviera ante ella con sus ojos dóciles, apagados, sin
vida; con las venas azules transparentándose en sus blancas manos; con las
peculiares entonaciones de su voz; con los dedos de las manos cruzados y
haciéndolos crujir; y la idea de sus relaciones, calificadas también de amor,
la hizo estremecer con un sentimiento de repugnancia.
"Bien:
obtendré el divorcio y seré la mujer de Vronsky. ¿Acaso Kitty dejará entonces
de mirarme como me ha mirado hoy? No... ¿Y Sergio dejará de preguntar por mi
vida y por qué tengo dos maridos? Y entre Vronsky y yo, ¿qué nuevo sentimiento
va a brotar? ¿Será posible una nueva sensación que, si no nos hace felices,
consiga al menos que no nos sintamos desgraciados? ¡No, no, y no! ", se
contestó sin vacilar. "¡Esto es imposible! El abismo que nos separa es
demasiado profundo. Yo causo su desgracia y él la mía. Se han hecho todas las
tentativas, pero la máquina se ha estropeado.
"Allí,
esa mendiga, con el niño en los brazos, imagina que le tengo lástima. ¿No
estamos todos en este mundo sólo para odiarnos los unos a los otros,
atormentamos nosotros mismos y hacer sufrir a los demás? Ahí van esos
colegiales. Ríen. Y Sergio, ¿qué hará? También pensé que le quería. Sentía
ternura por él. Y, sin embargo, he podido vivir sin verle. Lo he cambiado por
otro amor y no me he quejado del cambio mientras este otro amor me daba
satisfacción."
Y
aquello que llamaba "otro amor" se le apareció entonces bajo un
aspecto repugnante. No obstante, la claridad con que veía ahora su propia vida
y la de todos los demás, la llenaba de un extraño placer.
"Así
somos todos: yo, Pedro y el cochero Teodoro y ese comerciante y la gente que
vive en las riberas del Volga.
"¿Adónde
invitan a ir esos carteles? A todas partes, ¿no?", se dijo, cuando llegaba
ya a la estación de Nijni -un edificio bajo a insignificante- y unos mozos se
apresuraban hacia ella, para llevar el equipaje.
-¿Quiere
la señora tomar el billete hasta Obiralovka? -preguntó Pedro.
Había
olvidado por completo a dónde se dirigía y para que iba a aquel lugar, y tuvo
que hacer un gran esfuerzo para comprender la pregunta de su criado.
-Sí
-le dijo al fin entregándole el monedero con el dinero. Y cogiendo su saquito
rosa de viaje, bajó del coche.
Ana
se dirigió, entre la gente, a la sala de espera de primera clase.
Poco
a poco volvió a recordar todos los detalles de su situación y se puso a pensar
otra vez en las decisiones que podía elegir.
Y
de nuevo, ya la esperanza, ya la desesperación, avivaron el dolor de su
corazón, que palpitaba con violencia.
Sentada
en el diván con forma de estrella, esperaba el tren, mirando a los que entraban
y salían de aquel local. Y todos despertaban en ella una invencible
repugnancia.
Ana
se dijo que al llegar a la estación mandaría una carta a Vronsky y se puso a
pensar en lo que le escribiría.
Luego
decidió que se presentaría de improviso en casa de la Condesa.
"Él
estaría en aquel momento con su madre, se decía, lamentándose de su situación
sin comprender los sufrimientos de ella; entonces ella, Ana, entraría en la habitación,
y... ¿Qué le dirían?"
Y
Ana pensó que tal vez pudiera todavía ser feliz.
"¡Cuán
terrible -se dijo-, es amar y odiar a un mismo tiempo! ¡Con qué violencia me
palpita el corazón!"
XXXI
Se
oyó, fuerte y clara, una campanada.
Pasaron
ante Ana precipitadamente y con ruido de fuertes pisadas y voces, varios
hombres jóvenes y mal parecidos que la miraron insolentemente.
Atravesando
la sala, se acercó Pedro, con su librea, sus lustrosos zapatos y su rostro
estúpido, para acompañarla hasta el vagón.
Al
pasar Ana, los jóvenes que habían pasado corriendo, callaron, la miraron y uno
de ellos murmuró al oído de otro algo que entendió ella que sería una grosería.
Ana
subió el estribo y se sentó sola en un departamento de primera clase, sobre el
diván de muelles, tan sucio, que apenas se adivinaba que en algún tiempo había
sido blanco, colocando el saco a su lado.
Pedro,
sonriendo estúpidamente, levantó ante la ventana su sombrero galoneado en señal
de despedida.
El
conductor cerró de golpe la puerta y ajustó el cierre del vagón.
Una
dama, vestida de un modo extravagante, atravesó el andén. Llevaba polisón. Ana
la desnudó mentalmente y se horrorizó de su fealdad.
Unas
niñas pasaron corriendo y riéndose.
-Catalina
Andreievna lo tiene todo, ma tante -gritó la niña.
"Son
todavía niñas y ya fingen", se dijo Ana. Y, para no ver a nadie, se
levantó rápidamente y se sentó al otro lado del departamento.
Un
hombrecillo sucio, con una gorra por debajo de la que asomaban mechones de
enredados cabellos, pasó por delante de la ventana, examinando las ruedas del
vagón.
"Hay
algo que me resulta conocido en este hombre", pensó al verle Ana. Y de
pronto recordó su sueño (aquel hombre le pareció el viejecito de sus
pesadillas) y, aterrada, corrió hacia la puerta.
El
conductor abrió para dar paso a un matrimonio.
-¿Quiere
usted salir? -preguntó a Ana.
Ella
no contestó.
Ni
el conductor ni ninguno de los dos esposos advirtieron la expresión de horror
que se pintaba en su semblante.
Ana
volvió a su sitio y se sentó.
Los
dos esposos se sentaron frente a ella, examinando discretamente, pero con
atención, su vestido. Tanto el uno como el otro le parecieron repugnantes. El
marido le pidió permiso para fumar, con deseo evidente de entablar conversación
con ella. Ana, con una leve señal de cabeza, le dio su consentimiento. Pero se
vio en seguida que sentía más deseos de hablar que de fumar, pues apenas
obtenido el permiso, comenzó a hacerlo con su mujer sobre naderías, y con el
sólo propósito de llamar la atención de Ana, lo que ella advirtió con claridad.
"Están
aburridos y se odian el uno al otro", se dijo. Y sintió que le era
imposible no odiar, por su parte, a los dos, tan disformes y despreciables.
Se
oyó la segunda campanada; el ruido de las carretillas con los bagajes, y gritos
y risas.
Ana
pensaba que nadie tenía por qué alegrarse; aquellas risas la herían
dolorosamente, y habría querido taparse los oídos para no oírlas.
Por
fin, se oyó la tercera campanada, un silbido de la locomotora, el chirrido de
los enganches y el convoy se puso en movimiento.
El
marido se persignó.
"Me
gustaría saber lo que piensa al hacer ese gesto", se dijo Ana.
Por
no mirar a la mujer, sentada frente a frente de ella, Ana dirigió su mirada a
la gente que quedaba en el andén tras despedir a los viajeros y que parecía
deslizarse en dirección opuesta a la que llevaba el tren.
El
vagón en que iba ella salió del andén, pasó frente a una pared de piedra, cruzó
el disco y dejó atrás algunos vagones estacionados en otras vías. Las ruedas,
bien engrasadas, producían un ruido fuerte, como de duro machaqueo al saltar
las junturas de los railes. El ruido se hizo más rápido; la ventanilla se
iluminó con el claro sol de la tarde y una ligera brisa agitó la cortinilla.
Ana
respiró con agrado el aire fresco y olvidando a sus compañeros de viaje, se
entregó de nuevo a sus reflexiones, mecida blandamente por el traqueteo del
vagón.
"¿Qué
estaba yo pensando antes? ¡Ah, sí! Que no encontraré una situación en la cual
mi vida no sea un tormento; que todos hemos sido creados para sufrir; que todos
sabemos a inventamos medios para engañarnos a nosotros mismos. Y cuando vemos
la verdad no sabemos qué hacer."
-Por
eso le ha sido dada al hombre la razón: para librarse de lo que le inquieta
--dijo la mujer de delante en francés y visiblemente satisfecha de su frase,
haciendo muecas y chasqueando la lengua.
Parecía
que sus palabras fuesen una contestación a los pensamientos de ella.
"Librarse
de lo que le inquieta ..." , repitió.
Y
mirando al marido, grueso y colorado, y a la mujer, muy delgada, Ana comprendió
que la mujer estaba enferma y se consideraba incomprendida; que el marido, con
su aire satisfecho, no le hacía caso y hasta quizá la engañaba con alguna otra;
y que por esto la mujer había pronunciado aquellas palabras.
A
Ana le parecía ver con clarividencia toda la historia de las vidas de aquel
matrimonio, penetrar en los rincones más secretos de sus almas.
Pero
en ello había poco que la interesara y continuó reflexionando:
"Si
algo me inquieta, tengo la razón para librarme de ello; es decir, debo
librarme. ¿Y por qué no he de poder apagar la luz cuando ya no hay nada que
mirar, cuando sólo siento asco de todo? Y ¿por qué ese conductor corre por este
estribo? ¿Por qué están gritando esos jóvenes del vagón de al lado?
¿Por
qué hablan? ¿Por qué ríen? Todo eso es mentira, engaño, maldad".
Cuando
llegó a la estación de destino, Ana bajó del vagón entre un grupo de viajeros
y, apartándose de ellos como de leprosos, se puso a recapacitar sobre el motivo
que la había llevado allí y lo que se proponía hacer.
Entre
la gente que la rodeaba, de mal aspecto, ruidosa, y que no la dejaban tranquila
un momento, le era difícil coordinar sus ideas. Los mozos de equipajes la
asediaban ofreciéndole sus servicios; pasaban ante ella hombres jóvenes o
viejos y algunos se detenían a mirarla con insolencia, le guiñaban el ojo o le
dirigían frases groseras. Había otros que paseaban taconeando ruidosamente
sobre las tablas del andén; otros hablaban en voz alta o gritaban; mientras
algunos, caminando con torpeza, tropezaban con ella y obstaculizaban su camino.
Recordó
que, si no había allí contestación a su carta, debía proseguir su viaje, y
entonces paró a un mozo y le preguntó si estaba por allí el cochero del conde
Vronsky.
-¿El
conde Vronsky? Ha estado aquí. Ha venido a recibir a la princesa Sorokina, que
llegó con su hija. Y ese cochero, ¿qué aspecto tiene?
Mientras
Ana estaba hablando con el mozo, se le acercó Mijailo, colorado, elegante con
su poddevka azul y luciendo una cadena, el cual, visiblemente satisfecho por
haber cumplido tan bien el encargo, le entregó una carta.
Ana
la abrió y leyó, con gran ansiedad, palpitándole aún con más fuerza el corazón.
"Siento
mucho que la carta no haya llegado a tiempo. Iré a las diez", había
escrito Vronsky con letra descuidada.
-Esto
es... Tal como lo esperaba... -dijo Ana con sonrisa sarcástica.
-Bien.
Vuélvete a casa -ordenó al cochero.
Pronunció
estas palabras con voz débil, muy tenue, porque el rápido latir de su corazón
le impedía casi hablar.
"No...
no permitiré que me atormentes de este modo", pensó después. Y esta
amenaza no iba dirigida a Vronsky, concretamente; tampoco se refería con ella a
un propósito sobre sí misma, sino a la causa misma de sus torturas.
Se
dirigió al otro extremo del andén.
Dos
doncellas que estaban paseando volvieron la cabeza para mirarla a hicieron un
comentario en voz alta sobre su vestido. "Son verdaderas", dijeron de
las puntillas que llevaba. Los jóvenes no la dejaban tranquila. La miraban al
rostro con insolencia, pasaban y repasaban por su lado y le decían palabras que
no llegaba a entender o no quería. El jefe de la estación le preguntó si tomaba
aquel tren. El chico que vendía kwass no apartaba sus ojos de ella.
"Dios
mío, ¿adónde iré?", pensó Ana.
Al
final del andén se paró.
Una
señora y unos niños que habían ido a recibir a un señor con lentes y que reían
y hablaban con voces muy animadas, callaron al verla y, después de haber pasado
ella, se volvieron para mirarla. Ana apresuró el paso y llegó hasta el límite
del andén.
Se
acercaba un tren de mercancías.
Las
maderas del andén trepidaron bajo sus pies, se movieron, dándole la sensación
de que se encontraba otra vez de viaje.
De
repente, se acordó del hombre que había muerto aplastado el día de su primer
encuentro con Vronsky y comprendió lo que tenía que hacer. Con paso rápido,
ligero, bajó las escaleras que iban del depósito de agua a la vía y se detuvo
al lado mismo del tren que pasaba.
Examinaba
tranquila las partes bajas del tren: los ganchos, las cadenas, las altas ruedas
de hierro fundido. Con rápida ojeada midió la distancia que separaba las ruedas
delanteras de las traseras del primer vagón, calculando el momento en que
pasaría frente a ella.
"Allí"
, se dijo, mirando la sombra del vagón y la tierra mezclada con carbón
esparcido sobre las traviesas. "Allí en medio. Así le castigaré y me
libraré de todos y de mí misma." Quiso tirarse bajo el vagón, pero le fue
difícil desprenderse del saquito, cuyas asas se le enredaron en la mano,
impidiéndole ejecutar su idea con aquel vagón. Tuvo que esperar el siguiente.
Un sentimiento parecido al que experimentaba cuando, al bañarse, iba a entrar
en el agua, se apoderó de ella, y se persignó.
Aquel
gesto familiar despertó en su alma una ola de recuerdos de su niñez y su
juventud y, de repente, las tinieblas que cubrían su espíritu se desvanecieron
y la vida se le presentó con todas las alegrías luminosas, radiantes, del
pasado. Pero, no obstante, no apartaba la vista del segundo vagón, que, por
momentos, se acercaba. Y en el preciso instante en que ante ella pasaban las
ruedas delanteras, Ana lanzó lejos de sí su saquito de viaje y, encogiendo la
cabeza entre los hombros, se tiró bajo el vagón.
Cayó
de rodillas y, con un movimiento ligero, abrió los brazos, como si tratara de
levantarse.
En
aquel instante se horrorizó de lo que hacía. "¿Dónde estoy? ¿Qué hago?
¿Por qué?", se dijo. Quiso retroceder, apartarse, pero algo duro, férreo,
inflexible, chocó contra su cabeza, y se sintió arrastrada de espaldas.
"¡Señor,
perdóname!", exclamó, consciente de lo inevitable y sin fuerzas ya.
El
hombrecito de sus pesadillas, diciendo en voz baja algo incomprensible,
machacaba y limaba los hierros.
Y
la luz de la vela con que Ana leía el libro lleno de inquietudes, engaños,
penas y maldades, brilló por unos momentos más viva que nunca y alumbró todo lo
que antes veía entre tinieblas. Luego brilló por un instante con un vivo
chisporroteo; fue debilitándose... y se apagó para siempre.
OCTAVA PARTE
I
Pasaron
casi dos meses y el veranillo iba ya por su mitad. Sólo hasta entonces Sergio
Ivanovich no se decidió a salir de Moscú.
En
su vida, durante aquel tiempo, se habían producido varias novedades. Hacía un
año que, tras seis de trabajo, había terminado su libro titulado Ensayo de una
descripción de las bases y regímenes gubernamentales de Rusia y de Europa. El
prefacio y algunos fragmentos habían sido publicados ya en revistas, y los
pasajes más importantes se los había leído a la gente de su círculo. De modo
que los conceptos contenidos en la obra no eran una novedad absoluta para el
público; pero, con todo, Sergio Ivanovich esperaba que la aparición de su obra
despertase un gran interés y que, aunque no originase una revolución en la
ciencia, produjese, al menos, sensación en el ambiente intelectual.
Hacía
un año que después de un minucioso repaso, el libro había sido editado y
enviado a las librerías.
Aunque
no preguntaba a nadie nada sobre su obra, aunque contestaba con fingida
indiferencia a las preguntas de sus an-igos acerca de ella, y ni siquiera
interrogaba a los libreros sobre la marcha de la venta, Sergio Ivanovich seguía
con atención las impresiones que su libro despertara en sociedad y en el mundo
literario.
Pero
pasaron una, dos y tres semanas sin que advirtiese impresión alguna en la
gente.
Sus
amigos, los especialistas y los sabios hablaban en ocasiones de su obra,
evidentemente por cortesía. Sus demás conocidos, nada interesados por el
contenido de un libro científico, no le preguntaban nunca por él.
Así
la gente, ocupada ahora en otras cosas, acogió la publicación con completa
indiferencia. Y la crítica, durante todo un mes, no hizo comentario alguno
sobre la producción de Sergio Ivanovich.
Este
hacía cálculos sobre el tiempo que pudieran tardar los críticos en ocuparse de
la obra, pero pasaron dos meses y el silencio continuaba igual.
Sólo
el Sievernij Juk, en un artículo humorístico que trataba del cantante
Drabanti, quien había perdido la voz, dijo algunas palabras despectivas sobre
el libro de Kosnichev. Tales palabras mostraban que la crítica estaba ya hecha
hacía tiempo, y que la obra había sido entregada a la burla general.
Finalmente,
al tercer mes, un periódico publicó una crítica del libro.
Kosnichev
conocía al autor del artículo: le había encontrado una vez en casa de Golubzov.
Se
trataba de un periodista joven y enfermo, muy audaz como escritor, pero muy
poco erudito y tímido en sus relaciones personales.
A
pesar del desprecio que sentía por el autor, Sergio Ivanovich comenzó la
lectura de la crítica con el máximo respeto.
Era
algo terrible. El periodista había interpretado la obra de un modo imposible de
comprender. Daba, no obstante, algunos extractos de ella, escogidos con tal
habilidad, que para los que no la hubiesen leído -y era palmario que casi no la
había leído nadie- resultaba evidente que la obra no pasaba de ser un conjunto
de palabras huecas a incluso empleadas inoportunamente (lo que subrayaban los
signos de interrogación), y que su autor era un hombre totalmente inculto. Y lo
peor era que el artículo resultaba tan ingenioso que el propio Kosnichev no
habría desdeñado emplear su ingeniosidad, que era lo que lo hacía más terrible.
A
pesar de la estricta imparcialidad con que Sergio Ivanovich meditó los
argumentos del publicista, no se detuvo en los defectos que le achacaba, ni en
los errores de que hacía burla, sino que, involuntariamente, su pensamiento le
llevó a recordar su encuentro con el cronista y la conversación que había
sostenido con él.
"¿Le
habré ofendido en algo?", se preguntaba.
Y
al acordarse de que en su encuentro con aquel joven periodista, le había
corregido unas palabras acreditativas de su ignorancia, Sergio Ivanovich
encontró la explicación del artículo.
A
esto siguió un silencio absoluto en la prensa y en todas partes y Sergio
Ivanovich comprendió que su trabajo de seis años, realizado con tanto cariño,
no dejaba huella alguna.
Su
situación era entonces tanto más penosa cuanto que, terminado el trabajo
literario que le había ocupado todo aquel tiempo, se pasaba ocioso mucha parte
del día.
Kosnichev,
inteligente, instruido, sano, no sabía a qué dedicar su actividad. Las charlas
en salones, reuniones, congresos y comités -es decir, en todos los lugares
donde cabía discutir- ocupaba parte de su tiempo. Pero él, residente en la
ciudad hacía muchos años, no se prodigaba por completo a las conversaciones
como su inexperto hermano cuando llegaba a Moscú. Así que le quedaba mucha
energía inempleada.
Afortunadamente
para él, en aquel tiempo que le fue tan doloroso en virtud del poco éxito de su
libro, la cuestión de los disidentes vino a sustituir a la de los amigos
americanos, a la del hambre en Samara y a la del espiritismo, la del problema
eslavo, que antes apenas se trataba en sociedad; y Sergio Ivanovich, ya antes
estimador de este asunto, ahora se consagró a él enteramente.
En
el mundillo de Kosnichev no se hablaba ni discutía de otra cosa que de la
guerra servia. Cuanto hace en general la gente ociosa para matar el tiempo, se
hacía ahora en beneficio de los eslavos. Los bailes, conciertos, discursos,
modas, y hasta las tabernas y cervecerías, servían para proclamar la adhesión a
los hermanos de raza.
Sergio
Ivanovich no estaba de acuerdo, en detalle, con mucho de lo que se comentaba y
escribía.
Veía
que la cuestión eslava se había convertido en un tema de moda, uno de esos que,
cambiando de tiempo en tiempo, sirven de distracción a la sociedad.
Comprobaba
también que muchos se ocupaban del asunto con fnes de vanidad o provecho.
Reconocía que los periódicos decían muchas cosas innecesarias a fin de atraer
la atención sobre ellos por gritar más fuerte que los demás. Y notaba, sobre
todo, que en aquel momento de entusiasmo general, bullían y gritaban más todos
los fracasados y resentidos: los generales sin ejército, los ministros sin
ministerio, los jefes de partido sin partidarios.
Apreciaba
que en todo aquello había mucho de ridículo y de frívolo, pero a la vez
descubría un entusiasmo creciente, indudable, que unía a todas las clases
sociales, un entusiasmo con el que forzosamente había de simpatizar.
La
matanza de eslavos, de gente de la misma religión, había despertado compasión
hacia las víctimas a indignación contra los opresores. El heroísmo con que
servios y montenegrinos luchaban por la gran causa había hecho nacer en todo el
pueblo ruso el deseo de ayudar a sus hermanos, no sólo con palabras, sino con
obras.
Había
aún otro hecho que llenaba de alegría a Sergio Ivanovich, y era la
manifestación de la opinión pública. El pueblo manifestaba sus deseos de una
manera defnida. El alma popular se expresaba, como decía él. Y cuanto más
profundizaba aquel movimiento, más se convencía de que estaba destinado a
alcanzar proporciones inmensas, a hacer época.
Sergio
Ivanovich olvidó su libro, sus decepciones, y se consagró por entero a aquella
gran tarea. A partir de aquel momento estuvo ocupado constantemente y no le
quedaba ni tiempo para contestar a las muchas cartas y consultas que le
dirigían.
Después
de trabajar así la primavera y parte del estío, en julio decidió ir a casa de
su hermano.
Pensaba
descansar un par de semanas en el mismo corazón del pueblo, en una alejada
campiña, para gozar del espectáculo de aquel despertar del alma popular que él
y todos los habitantes de las ciudades estaban persuadidos de que existía.
Katavasov,
que hacía tiempo quería cumplir la promesa dada a Levin de visitarle en su
pueblo, acompañó a Sergio Ivanovich en su viaje.
II
Apenas
Kosnichev y Katavasov llegaron a la estación del ferrocarril de Kursk,
extraordinariamente animada en aquel momento, y mientras salían del coche y
examinaban los equipajes que el lacayo acababa de llevar, llegaron cuatro
carruajes de alquiler cargados de voluntarios.
Señoras
con ramos de flores salieron a recibirles y, seguidos de una gran muchedumbre,
entraron en la estación.
Una
de las señoras salió de la sala y se dirigió a Kosnichev.
-¿También
ha venido usted a despedirles? -preguntó en francés.
-No.
Es que voy a descansar al pueblo con mi hermano, Princesa. ¡Usted nunca falta a
estas despedidas! -indicó con imperceptible sonrisa, Kosnichev.
-¡A
ninguna! ¡Ya hemos despedido a ochocientos! Malvinsky no quería creerme...
-Más
de ochocientos. Si contamos con los que han salido directamente de Moscú, pasan
de mil -corrigió Sergio Ivanovich.
-¡Ya
lo decía yo! -exclamó con alegría la dama-. ¿Es cierto que se ha recaudado
cerca de un millón de rublos?
-Más,
Princesa.
-¿Ha
leído el telegrama de hoy? Han vuelto a batir a los turcos.
-Lo
he leído -contestó él.
Se
referían a un despacho que afirmaba que los turcos habían sido batidos durante
tres días seguidos en tres puntos y que se aguardaba un combate decisivo.
-A
propósito -dijo la Princesa-, hay un joven distinguido que ha querido ir y le
han opuesto no sé qué dificultades. Quería pedirle que... Le conozco, ¿sabe?
Quisiera que escribiera una carta en su favor. Es recomendado de la condesa
Lidia Ivanovna.
Una
vez averiguados los detalles que conocía la Princesa sobre el joven aspirante a
voluntario, Sergio Ivanovich, pasando la sala de primera clase, escribió la
carta a la persona de quien dependía el asunto y se la entregó a la Princesa.
-¿Sabe
quién va también en este tren? El conde Vronsky -dijo la Princesa, con
significativa y triunfal sonrisa, cuando Sergio, reuniéndose con ella, le
entregó la carta.
-Sabía
que se iba, pero ignoraba cuándo. ¿En ese tren?
-Le
he visto. Sólo le acompaña su madre. Al fin y al cabo, es lo mejor que podía
hacer.
-Claro,
se comprende.
Mientras
hablaban, la gente que rodeaba a los voluntarios se dirigió hacia el mostrador
de la fonda de la estación.
Ellos
se dirigieron allí también y oyeron a un señor que, en alta voz, con una cops
en la mano, arengaba a los voluntarios.
-Servís
a la fe, a la Humanidad, a nuestros hermanos -decía aquel hombre subiendo cada
vez más el tono de la voz-. Nuestra madre Moscú os bendiga pot la gran causa a
la que vais a servir. ¡Viva! -concluyó corno un trueno y temblándole el llanto
en la voz.
El
viva fue contestado pot todos, y nuevos grupos de gente afluyeron a la sala.
Poco faltó para que derribaran a la Princesa.
-¡Qué
entusiasmo, Princesa! -exclamó Esteban Arkadievich, apareciendo radiante, con
una alegre sonrisa en los labios-. ¿Verdad que ha hablado bien? Son palabras
que llegan al alma. ¡Bravo! ¡Ah, sí, también está aquí Sergio Ivanovich! ¿Pot
qué no dice usted también algunas frases alentadoras? ¡Lo hace usted tan bien!
-añadió con sonrisa suave y afectuosa, tocando ligeramente el brazo de
Kosnichev.
-No,
me voy.
-¿Adónde?
-Al
campo, al pueblo de mi hermano.
-Entonces
verá usted allí a mi esposa. Aunque le he escrito, haga el favor de decirle que
me ha visto y que all right! Ella lo entenderá. De todos modos, tenga la
amabilidad de indicarle que he sido nombrado miembro de la Comisión Mixta. Sí,
ella lo entenderá... Les petites misères de la vie humaine, ¿sabe? -dijo
la Princesa, como disculpándose- ¡Ah! La Miagkaya, no Lisa, sino la Biblich,
envía mil fusiles y dote hermanas de la caridad. ¿Qué le decía yo?
-Ya
lo había oído decir -repuso Kosnichev de mala gana.
-Siento
que se vaya usted -agregó Oblonsky-. Mañana damos una comida en honor de dos
que se marchan: uno, Dimmer-Bartniansky, de San Petersburgo, y otro un amigo
nuestro, Veselovsky. Los dos se van, y eso que Veselovsky se casó hace poco.
¡Qué valiente! ¿Verdad, Princesa? -preguntó a la dama.
La
Princesa, sin contestar, miró a Kosnichev. Pero que Sergio Ivanovich y la
señora mostraran, ostensiblemente, deseos de deshacerse de él, no parecía
turbar a Oblonsky. Miraba, sonriente, ora la pluma del sombrero de la Princesa,
ora a un lado y a otro, como recordando algo. Viendo a una señora que llevaba
una alcancía pats los donativos en pro de los voluntarios, Esteban Arkadievich
la llamó y depositó un billete de cinco rublos.
-Mientras
me quede dinero no puedo ver con indiferencia esas alcancías -dijo-. ¿Qué me
cuentan del telegrama de hoy? ¡Qué valerosos son los montenegrinos!
Cuando
la dama le dijo que Vronsky se iba en aquel tren, Oblonsky exclamó:
-¿Qué
me dice usted?
Su
rostro expresó tristeza pot un momento, pero un minuto después, al entrar,
alisándose las patinas, en la sala en que estaba el Conde, ya había olvidado su
llanto sobre el ataúd de su hermana y sólo veía en Vronksy un héroe y un viejo
amigo.
-No
se puede negar que, con todos sus defectos, es un temperamento ruso,
típicamente eslavo -dijo la Princesa a Kosnichev cuando Oblonsky se alejó de
ellos-. Pero temo que a Vronsky le disguste verle. Sea como sea, me conmueve la
suerte de ese hombre. Procure hablarle durante el viaje -concluyó.
-Sí,
si puedo...
-Nunca
he simpatizado con él. Pero este rasgo me hace perdonarle muchas cosas. No sólo
va a la guerra él mismo, sino que lleva un escuadrón a sus expensas.
-Ya
me lo han dicho.
Sonó
la campana. Todos corrieron a las puertas.
-Ahí
está -dijo la Princesa, señalando a Vronsky que, con un largo abrigo y un
sombrero negro de anchas alas, iba del brazo de su madre, mientras Oblonsky, a
su lado, le hablaba con animación.
Vronsky,
con las cejas fruncidas, miraba ante sí, como si no oyera a Esteban
Arkadievich.
No
obstante, seguramente por indicación de su amigo, Vronsky miró hacia la
Princesa y Sergio Ivanovich y se quitó el sombrero en silencio. Su rostro
envejecido, de doliente expresión, parecía petrificado.
Subió
a la plataforma sin hablar, dejó pasar primero a su madre y desapareció en el
departamento del coche.
Resonaron
las notas del himno nacional.
Se
oyó gritar en las plataformas:
-¡Dios
guarde al Zar!
Siguieron
hurras y vítores. Uno de los voluntarios, un muchacho muy joven, alto, de pecho
hundido, saludaba destacándose de los demás, agitando sobre la cabeza su
sombrero de fieltro tosco y un ramo de flores.
Tras
él, dos oficiales y un hombre ya maduro, de larga barba, tocado con una sucia
gorra, saludaban también.
III
Después
de haberse despedido de la Condesa, Sergio Ivanovich y Katavasov, que ya se
habían juntado, entraron en el vagón totalmente lleno y el tren se puso en
marcha.
En
la estación de Zarizino un grupo de jóvenes rodeó el tren cantando:
"Gloria al Zar." Otra vez los voluntarios se mostraron en los vagones
y saludaron, pero Kosnichev no detenía ya en ellos su atención. Los conocía
tanto, en su tipo real, que lograban ya despertar su atención. En cambio,
Katavasov, que, dadas sus ocupaciones, no había tenido ocasión de observar
continuamente preguntas a su amigo sobre los voluntarios.
Sergio
Ivanovich le aconsejó que pasara a segunda clase y hablara allí personalmente
con ellos. Katavasov siguió su consejo.
En
la primera parada, pasó a segunda clase y vio a los voluntarios. Cuatro de
ellos iban sentados en un rincón del coche, hablando en voz alta, convencidos
de que la atención de los viajeros de Katavasov, que acababa de entrar, estaba
concentrada en ellos. El joven alto, de pecho hundido, hablaba más fuertemente
que ninguno. Parecía estar algo borracho, y explicaba un episodio que le había
ocurrido en la escuela. Frente a él se sentaba un oficial no joven ya, con la
guerrera austríaca del uniforme de la Guardia.
Escuchaba,
sonriendo, el relato, y a veces hacía callar al joven. Un tercero, con uniforme
de artillería, se sentaba en un baúl, a su lado, y un cuarto dormitaba.
Katavasov
trabó conversación con el joven y supo que era un rico comerciante moscovita
que había disipado su fortuna antes de cumplir los veintidós años. No agradó a
Katavasov, porque era un joven mimado, poco varonil y de débil salud. Se le
notaba seguro, sobre todo ahora que había bebido, de realizar un hecho heroico,
y se vanagloriaba de él de una manera harto desagradable.
El
oficial retirado también causó a Katavasov mal efecto. Era uno de esos hombres
que lo han visto todo. Había servido en los ferrocarriles, sido procurador,
poseído fábricas, y hablaba de todo ello sin venir a cuento, empleando
inadecuadamente expresiones técnicas.
En
cambio el artillero despertó la simpatía de Katavasov. Hombre modesto y
reposado, se le notaba respetuoso ante la sabiduría del ex oficial de la
Guardia y la heroica abnegación del ex comerciante y no hablaba de sí mismo.
Cuando
Katavasov le preguntó el motivo de que fuese a Servia, repuso con sencillez:
-Como
van todos... Hay que ayudar a los servios. Me dan lástima.
-Precisamente
faltan artilleros --dijo Katavasov.
-Pero
he servido poco en artillería. Quizá me destinen a caballería o infantería.
-¿Cómo
van a mandarle a infantería cuando lo que más necesitan son artilleros?
-respondió Katavasov, calculando por la edad de su interlocutor que debía de
tener algún grado.
-He
servido poco en artillería -repitió-. Soy sargento retirado.
Y
comenzó a explicar los motivos de no haberse presentado a los exámenes.
Todo
ello en conjunto produjo en Katavasov una impresión ingrata y cuando los
voluntarios se apearon a beber en una estación, resolvió contrastar su
impresión desfavorable con la de algún otro. Había allí un viajero, un anciano
vestido con capote militar, que había estado escuchando todo aquel rato la
charla de Katavasov con los voluntarios y ahora, al quedar solos los dos, se
dirigió a él:
-¡Qué
posiciones tan diferentes las de estos hombres que marchan a la guerra! ---dijo
con vaguedad, deseando expresar su opinión y deseando conocer la del viajero.
El
anciano era un militar que había hecho dos campañas. Sabía apreciar lo que es
un buen soldado, y por el aspecto y charla de aquellos señores y por la
desenvoltura con que aplicaban los labios a la bota en el camino, deducía que
eran malos militares.
Además,
el viajero vivía en una ciudad provinciana y habría deseado contar a Katavasov
que de su población se había ido voluntario un recluta expulsado del servicio,
borracho y ladrón, al que nadie quería dar trabajo. Pero sabiendo por
experiencia que en el estado de exaltación en que estaba la gente era peligroso
exponer su opinión opuesta a la de los demás, y sobre todo peligroso criticar a
los voluntarios, el viejecito quedó observando a su interlocutor.
-Sí,
allí necesitan hombres -dijo, sonriendo con los ojos.
Hablaron
del último parte y los dos ocultaron la sorpresa que les producía el hecho de
que, estando los turcos batidos en todas partes, se aguardase para el día
siguiente un combate decisivo. Y se separaron sin haberse expresado sus
opiniones.
Katavasov,
al entrar en su coche, contra sus costumbre, no se sintió con valor para
exponer su opinión con sinceridad, y dijo a Sergio Ivanovich que los
voluntarios le habían parecido unos excelentes muchachos.
En
una de las estaciones importantes, nuevamente se recibió a los que iban a la
guerra con canciones y gritos de entusiasmo, nuevamente aparecieron postulantes
de ambos sexos y señoras provincianas con ramos de flores acompañando a los
voluntarios a la fonda de la estación. Pero estas manifestaciones no podían ya
compararse con la de Moscú.
IV
Durante
la parada en una capital de provincia, Kosnichev, en vez de ir a la fonda, se
quedó paseando en el andén.
Al
pasar la primera vez ante el departamento de Vronsky, vio echada la cortina de
la ventanilla, pero la segunda vez distinguió en ella a la anciana Condesa, que
le llamó.
-Ya
lo ve usted; también hago el viaje. Acompaño a Alexey hasta Kursk.
-Me
lo habían dicho -repuso Sergio Ivanovich, parándose ante la ventanilla y
mirando al interior-. ¡Qué hermoso rasgo! -añadió, al ver que Vronsky no estaba
dentro.
-Sí,
pero, ¿qué iba a hacer después de su desgracia?
-¡Qué
horrible ha sido! --exclamó Kosnichev.
-¡No
sabe lo que yo he sufrido! Entre, entre... ¡No sabe lo que yo he sufrido!
-repitió cuando Sergio Ivanovich se hubo sentado a su lado en el diván-. ¡No
puede figurárselo! Alexey pasó seis semanas sin hablar con nadie y sin comer
más que cuando yo se lo suplicaba. Era imposible dejarle solo un momento.
Vivíamos en el piso de abajo, y tuvimos cuidado en quitarle todo aquello con
que pudiera suicidarse. Pero, ¿quién puede preverlo todo? Ya sabe usted que ya
una vez había intentado suicidarse, por ella también... -agregó la anciana,
frunciendo las cejas al recordarlo-. Ella ha terminado como debía terminar una
mujer así. Incluso eligió una muerte baja, vil...
-No
somos nosotros quienes hemos de juzgarla, Condesa -dijo Sergio Ivanovich
suspirando-. Pero reconozco que todo eso habrá sido muy penoso para usted.
-¡Horrible!
Figúrese que yo estaba en nuestra finca. Y Alexey, ese día, se hallaba en casa.
Trajeron una carta. Él escribió la respuesta y la envió. No sabíamos que ella
estaba en la estación. Apenas entró en la habitación por la noche, Mary me dice
que una señora se había lanzado bajo el tren en la estación. Me pareció que se
me caía el mundo encima. ¡Mi primer pensamiento fue que era ella! Lo primero
que mandé fue que no se dijese nada a mi hijo. Pero ya se lo habían dicho. Su
cochero se encontraba allí y lo había visto todo. Cuando entré en su cuarto,
corriendo, él estaba como loco; daba miedo verle. Corrió a la estación sin
decir palabra. No sé lo que pasó allí, pero le trajeron a casa como muerto...
No le habría usted conocido. El médico dijo: Prostration complète. Luego,
casi cayó en la locura. En fin, ¿a qué hablar? -dijo la Condesa haciendo un
ademán-. Era un cosa horrible. Diga usted lo que quiera, ella ha obrado como
una mala mujer. Pasiones tan desesperadas no conducen a nada bueno. ¿Qué quiso
probar con su muerte, quiere usted decírmelo? Se ha perdido a sí misma y ha
causado la perdición de dos hombres excelentes: su marido y mi hijo...
-¿Y
qué hace su marido? -preguntó Kosnichev.
-Se
llevó a la niña. Aliocha, al principio, estaba conforme con todo. Pero ahora le
duele mucho haber entregado su hija a un extraño... Y no puede retirar su
palabra. Karenin acudió al entierro. Procuramos que no se encontrara con
Aliocha. ¡Había de ser tan penoso para él verse con el marido! En cuanto a
Karenin la cosa era más soportable, pues la muerte de su esposa le ha dejado
libre. En cambio mi pobre hijo lo ha sacrificado todo por ella: el servicio, su
madre, su posición... Y ni aun así tuvo ella compasión de él y le aniquiló por
completo y deliberadamente. Usted podrá pensar lo que quiera, pero hasta en su
muerte se ha mostrado una mala mujer, sin religión, sin nada... Dios me
perdone, pero, viendo el estado de mi hijo, no puedo dejar de maldecir su
memoria.
-Y
él, ¿cómo está ahora?
-Dios
nos ha ayudado con esto de la guerra de Servia. Soy una vieja y no entiendo
nada de estas cosas, pero estoy segura de que esto lo ha enviado Dios. Claro
que, como madre, tengo miedo, y, además, según dicen, ce n'est pas très bien
vu à Saint-Petersbourg. Pero, ¿qué vamos a hacer? Sólo esto podia
reanimarle. Su amigo Jachvin perdió su fortuna a las cartas y resolvió ir a
Servia. Visitó a mi hijo y le persuadió. Y él ahora está interesado. Hable con
mi hijo, se lo ruego. Le alegrará mucho verle. Háblele, por favor... Mire: está
paseando por allí...
Sergio
Ivanovich contestó que lo haría con mucho gusto y pasó al otro lado del tren.
V
En
las largas sombras que a la luz del sol proyectaban la s pilas de sacos sobre
el andén, Vronsky paseaba con el largo abrigo puesto, el sombrero calado sobre
los ojos, y las manos metidas en los bolsillos.
Cada
veinte pasos se detenía y daba una rápida vuelta.
Sergio
Ivanovich, al aproximársele, creyó notar que Vronsky, aunque le veía, fingía no
reparar en él. Pero tal actitud le dejó indiferente, porque ahora se sentía muy
por encima de aquellas susceptibilidades.
A
sus ojos, Vronsky, en aquellos momentos, era un hombre de importancia
para las actividades de la causa y Sergio Ivanovich consideraba deber suyo
animarle y estimularle. Así se acercó a él sin vacilar.
Vronsky
se detuvo, le miró, le reconoció, y, avanzando unos pasos hacia él, le dio un
fuerte apretón de manos con efusión.
-Tal
vez no tenga usted deseos de ver a nadie -dijo Kosnichev-. ¿Podría serle útil
en algo?
-A
nadie me sería menos desagradable de ver que a usted -repuso Vronsky-. Perdone,
pero es que no me queda nada agradable en la vida.
-Lo
comprendo y por eso quería ofrecerle mi ayuda --dijo Sergio Ivanovich,
escudriñando el rostro, visiblemente dolorido, de su interlocutor-. ¿No
necesita usted alguna carta de recomendación para Risich o Milán?
Vronsky
pareció comprender con dificultad lo que le decía. Al fin contestó:
-¡Oh,
no! Si no le importa, demos un paseo. En los coches el aire está muy cargado.
¿Una carta? No; gracias. Para morir no hacen falta recomendaciones. ¿Acaso me
sirven para los turcos? -dijo, sonriendo sólo con los labios mientras sus ojos
conservaban una expresión grave y dolorida.
-Quizá
le facilitará las cosas al entrar en relaciones, necesarias en todo caso, con
alguien ya preparado. En fin, como guste... Celebré saber su decisión. Se
critica tanto a los voluntarios, que la resolución de un hombre como usted
influirá mucho en la opinión pública.
-Como
hombre, sirvo, porque mi vida a mis ojos no vale nada -dijo Vronsky-. Y tengo
bastante energía física para penetrar en las filas enemigas y matar o morir. Ya
lo sé. Me alegra que exista algo a lo que poder ofrendar mi vida, esta vida que
no deseo, que me pesa... Así, al menos, servirá para algo.
Y
Vronsky hizo con la mandíbula un movimiento de impaciencia provocado por un
dolor de muelas que le atormentaba sin cesar, impidiéndole incluso hablar como
quería.
-Renacerá
usted a una vida nueva, se lo vaticino -dijo Kosnichev, conmovido-. Librar de
la esclavitud a nuestros hermanos es una causa digna de dedicarle la vida y la
muerte. ¡Que Dios le conceda un pleno éxito en esta empresa y que devuelva a su
alma la paz que tanto necesita! -añadió.
Y
le tendió la mano.
Vronsky
la estrechó con fuerza.
-Como
instrumento, puedo servir de algo. Pero como hombre soy una ruina -contestó
recalcando las palabras.
El
tremendo dolor de una muela le llenaba la boca de saliva y le impedía hablar.
Calló y examinó las ruedas del ténder, que se acercaba lentamente deslizándose
por los railes.
Y
de improviso, un malestar interno, más vivo aún que su dolor, le hizo olvidarse
de sus sufrimientos físicos.
Mirando
el ténder y la vía, bajo el influjo de la conversación con aquel conocido a
quien no hallara desde su desgracia, Vronsky de repente la recordó a
"ella" , es decir, lo que quedaba de ella cuando él, corriendo como
un loco, había penetrado en la estación.
Allí,
en la mesa del puesto de gendarmería, tendido, impúdicamente, entre
desconocidos, estaba el ensangrentado cuerpo en el que poco antes palpitaba aún
la vida. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, con sus pesadas trenzas y sus
rizos sobre las sienes; y en el bello rostro, de roja boca entreabierta, había
una expresión inmóvil, rígida, extraña, dolorosa sobre los labios y terrible en
los ojos quietos, entornados. Se diría que estaba pronunciando las tremendas
palabras que dirigiera a Vronsky en el curso de su última discusión: "¡Te
arrepentirás de esto!" .
Y
Vronsky procuraba recordarla tal como era cuando la encontró por primera vez,
también en la estación, misteriosa, espléndida, enamorada, buscando y
procurando felicidad, no ferozmente vengativa como la recordaba en el último
momento.
Trataba
de evocar sus más bellas horas con Ana, pero aquellos momentos habían quedado
envenenados para siempre.Ya no podía recordarla sino triunfante, cumpliendo su
palabra, su amenaza de hacerle sentir aquel arrepentimiento profundo e inútil
ya. Y Vronsky había dejado de sentir el dolor de muelas y los sollozos
desfiguraban ahora su cara.
Después
de dar un par de paseos a lo largo de los montones de sacos, Vronsky, una vez
sereno, dijo a Kosnichev:
-¿No
tiene usted nuevas noticias desde ahora? Los turcos han sido batidos por
tercera vez y se espera un encuentro decisivo.
Y
después de discutir sobre la proclamación de Milan como rey y de las enormes
consecuencias que podía acarrear semejante hecho, al sonar la segunda campanada
se separaron y se dirigieron a sus coches.
VI
Como
ignoraba cuándo saldría de Moscú, Sergio Ivanovich no había telegrafiado a su
hermano para que le mandase el coche a la estación.
Levin
no se hallaba en casa cuando su hermano y Katavasov, negros de polvo, llegaron,
sobre el mediodía, en el coche alquilado en la estación, a la entrada de la
casa de Pokrovskoe.
Kitty,
sentada en el balcón con su padre y su hermana, reconoció a su cuñado y bajó
corriendo a recibirle.
-¿No
le da vergüenza no habernos avisado de su llegada? --dijo, dando la mano a su
cuñado y presentándole la frente para que se la besase.
Así
les hemos ahorrado molestias y de todos modos hemos llegado bien -respondió
Sergio Ivanovich-. Pero estoy tan cubierto de polvo, que me asusta tocarla.
Andaba muy ocupado, y no sabía cuándo podría marcharme... Sigue usted como
siempre -añadió sonriendo--: gozando de su tranquila felicidad, fuera de las
corrientes vertiginosas, en este sereno remanso. Nuestro amigo Teodoro
Vassilievich se ha decidido también a venir al fin...
-Pero
conste que no soy un negro -indicó Katavasov-. Voy a lavarme para ver si me
convierto en algo semejante a un hombre. -Hablaba con su humor habitual. Tendió
la mano a Kitty y sonrió con sus dientes que brillaban en su rostro ennegrecido
por el polvo.
-Kostia
se alegrará mucho. Ha ido a la granja. Ya debía estar de vuelta.
-El
siempre ocupado en las cosas de su propiedad... Claro, en este tranquilo rincón
---dijo Katavasov-. En cambio, nosotros, en la ciudad, no vemos nada fuera de
la guerra servia. ¿Qué opina de eso nuestro amigo? Seguramente de un modo
distinto a los demás.
-No...
Opina como todos -repuso, confusa, Kitty, mirando a su cuñado-. Voy a mandar a
buscarle. Papá está aquí con nosotros. Ha llegado hace poco del extranjero.
Dio
orden de que fuesen a buscar a Levin y de que condujeran a los recién llegados
a lavarse, uno en el gabinete y otro en la habitación de Dolly. Luego, una vez
dadas instrucciones para preparar el desayuno de los huéspedes, Kitty, aprovechando
la libertad de movimientos de que había estado privada durante su embarazo, se
dirigió, corriendo, al balcón.
-Son
Sergio Ivanovich y el profesor Katavasov -dijo. -Sólo ellos nos faltaba con
este calor... -respondió el anciano Príncipe.
-No,
papá. Son muy simpáticos y Kostia les quiere mucho -afirmó Kitty, sonriente,
con aire implorativo, al observar la expresión irónica del rostro de su padre.
-Si
no digo nada...
-Vete
con ellos, querida -rogó Kitty a su hermana- y hazles compañía. Han visto a tu
marido en la estación y dicen que está bien. Voy corriendo a ver a Mitia. No le
he dado de mamar desde la hora del té. Ahora habrá despertado y estará
llorando.
Y
Kitty, sintiendo que a su pecho afluía abundante la leche, se dirigió
rápidamente al cuarto del pequeño.
El
lazo que unía a la madre con el niño era todavía tan íntimo, que por el solo
aumento de la leche conocía Kitty cuando su hijo tenía necesidad de alimento.
Antes de entrar en el cuarto, sabía ya que el pequeño estaría llorando. Y así
era, en efecto. Al oírlo, Kitty apresuró el paso. Cuanto más deprisa iba, más
gritaba el niño. Su voz era sana, pero impaciente, famélica.
-¿Hace
mucho que está gritando? -preguntó Kitty al aya, sentándose y disponiéndose a
amamantarle-. Démelo ¡Pronto! ¡Oh, qué lenta es usted! ¡Traiga! Ya le anudará
el gorro después.
El
niño se ahogaba llorando.
-No,
no, querida señora -intervino Agafia Mijailovna, que apenas se movía del cuarto
del niño---. Hay que arreglarle bien... "¡Ahaaa, ahaaa!" -decía
tratando de calmar al pequeño, casi sin mirar a la madre. El aya llevó al niño
a Kitty, mientras Agafia la seguía con el rostro enternecido.
-Me
conoce, me conoce. Créame, madrecita Catalina Alejandrovna... Tan cierto como
hay Dios que me ha conocido -aseguraba la anciana refiriéndose al niño.
Kitty
no la atendía. Su impaciencia aumentaba a compás de la impaciencia del niño.
Con las prisas todo se hacía más difícil y el pequeño no lograba encontrar lo
que buscaba y se desesperaba.
Al
fin, tras unos ruidos sofocados, que demostraban que había chupado en falso,
consiguió lo que quería y la madre y el hijo, sintiéndose calmados, callaron.
-El
pobre está completamente sudado --dijo Kitty, en voz baja, tocándole-. Y, ¿por
qué dice usted que la reconoce? -preguntó mirando al niño de reojo.
Y
le parecía que su mirada, bajo el gorrito que le caía sobre los ojos,
evidenciaba cierta malicia, mientras sus mejillas se hinchaban rítmicamente y
sus manecitas de palmas rojizas describían movimientos circulares.
-No
es posible. De conocer a alguien, habría sido primero a mí -siguió Kitty,
contestando a Agafia Mijailovna.
Y
sonrió.
Sonreía
porque, a pesar de lo que decía, en el fondo de su corazón le constaba, no sólo
que el niño conocía a Agafia Mijailovna, sino que conocía y comprendía muchas
cosas que todos ignoraban, y que ella, su propia madre, sólo había llegado a
saber gracias a él. Para Agafia Mijailovna, para el aya, para el abuelo, para
su padre, Mitia era simplemente un ser vivo, sólo necesitado de cuidados
materiales, pero para su madre era ya un ente de razón con el que le unía una
historia entera de relaciones espirituales.
-Ya
lo verá usted, si Dios quiere, cuando despierte. Cuando yo le haga así, el
rostro se le pondrá claro como la luz de Dios ---dijo Agafia Mijailovna.
-Bien.
Ya lo veremos entonces -repuso Kitty-. Ahora váyase. El niño quiere dormir.
VII
Agafia
Mijailovna salió de puntillas. El aya bajó la cortina, ahuyentó las moscas que
se habían introducido bajo el velo de muselina de la camita, logró expulsar a
un moscardón que se debatía contra los vidrios de la ventana, y se sentó,
agitando una rama de álamo blanco medio marchita sobre la madre y el niño.
-¡Qué
calor hace! -comentó-. ¡Si al menos mandara Dios una lluvia!
-Sí.
¡Chist! -repuso Kitty, meciéndose suavemente y oprimiendo con cariño la
manecita regordeta -que parecía atada con un hilo a la muñeca-, que Mitia movía
sin cesar, abriendo y cerrando los ojos.
Aquella
manita atraía a Kitty; habría querido besarla, pero se contenía por temor de
despertar al pequeño.
Al
fin la mano dejó de moverse y los ojos del niño se cerraron. Sólo de vez
en cuando Mitia, sin dejar de mamar, alzaba sus largas y curvas pestañas y
miraba a su madre con ojos que a media luz parecían negros y húmedos.
El
aya dejó de mover la rama y se adormeció.
Arriba
sonaba la voz del Príncipe y se oía a Kosnichev reír a carcajadas.
"Hablan
animadamente ahora que yo no estoy", pensaba Kitty. "Siento que
Kostia no esté. Debe de haber ido a visitar las colmenas. Aunque me entristece
que se vaya con tanta frecuencia, no me parece mal, puesto que le distrae. Está
más animado y mejor que en primavera. ¡Se le veía tan concentrado en sí mismo,
sufría tanto! Me daba miedo, temía por él... ¡Qué tonto es!" pensó riendo.
Sabía
que lo que atormentaba a su marido era su incredulidad. Pero, a pesar de que
ella, en su fe ingenua, creía que no había salvación para el incrédulo, y que,
por lo tanto, su marido estaba condenado, la falta de fe de aquel cuya alma le
era más cara que cuanto existía en el mundo, no le producía la menor inquietud.
Cada vez que pensaba en ello sonreía y se repetía para sí misma: "Es un
tonto".
"
¿Por qué pasará el año leyendo libros filosóficos?", pensaba. "Si
todo está explicado en esos libros, puede comprenderlo rápidamente. Y si no lo
está, ¿a qué los lee? Él mismo afirma que desearía creer. Pues, ¿por qué no
cree? Seguramente porque piensa demasiado. Y piensa tanto porque está mucho a
solas. Siempre a solas, siempre... Con nosotros no puede hablar de todo. Estos
huéspedes le agradarán, sobre todo Katavasov. Le gustará discutir con él",
se dijo.
Y
en seguida se puso a pensar en dónde sería más cómodo preparar el lecho para
Katavasov, bien solo o con Sergio Ivanovich.
De
pronto le asaltó una idea que le estremeció de inquietud desasosegando incluso
a Mitia, que la miró con severidad.
"Me
parece que la lavandera no ha traído aún la ropa. Si no lo advierto, Agafia
Mijailovna es capaz de poner a Sergio Ivanovich ropa ya usada sin lavar
..."
Aquel
pensamiento hizo afluir la sangre al rostro de Kitty.
"Voy
a dar órdenes", decidió.
Y,
volviendo a sus pensamientos de un momento antes, recordó que se referían a
algo sobre el alma, en lo que no había acabado de reflexionar. Trató de
concretar sus ideas.
"¡Ah!
Kostia es un incrédulo", se dijo con una sonrisa.
"Pues
que se quede sin fe, ya que no la tiene... Es mejór que ser como la señora
Stal, o como yo fui en el extranjero. El no es capaz de fingir." Y a su
imaginación se presentó un rasgo de la bondad de su esposo.
Dos
semanas antes Dolly había recibido una carta de su marido en la que, pidiéndole
disculpas, le rogaba que salvase su honor vendiendo su parte en la propiedad
para pagar las deudas que él tenía contraídas.
Dolly
se desesperó. Sentía hacia su marido odio, desprecio y compasión; resolvió
separarse de él y negarse a lo pedido, pero al fn consindó en vender parte de
la propiedad.
Fue
entonces cuando Levin se acercó a su mujer y le propuso, lleno de confusión, y
no sin grandes precauciones, cuyo recuerdo la hacía sonreír conmovida, un
medio, en el que ella no había pensado, de ayudar a Dolly sin ofenderla y que
consistía en ceder a su hermana la parte de la propiedad que correspondía a
Kitty.
"¿Cómo
puede ser un incrédulo, si posee ese corazón, ese temor de ofender a nadie, ni
siquiera a un niño? Lo hace todo para los demás y nada para sí mismo. Sergio
Ivanovich considera deber de mi marido ser su administrador, Dolly con sus
hijos está bajo su protección. Y luego, los campesinos que acuden diariamente a
él, como si Kostia estuviera obligado a servirles...
"¡Ojalá
seas como tu padre!", murmuró para sí, entregando el niño al aya y rozando
con los labios su mejilla.
VIII
Desde
que, viendo morir a su hermano predilecto, Levin examinó los conceptos de la
vida y la muerte, a través de aquellas que él llamaba nuevas ideas, es decir,
aquellas que desde los veinte a los treinta y cuatro años suplieron a sus
opiniones infantiles y de adolescente, quedó horrorizado, no tanto ante la
muerte como ante la vida, de la cual no conocía ni en lo más mínimo lo que era,
por qué existe y de dónde procede.
El
organismo, su descomposición, la indestructibilidad de la materia, la ley de la
conservación de la energía, la evolución, eran las expresiones que sustituían a
su fe de antes.
Aquellas
palabras y las concepciones que expresaban eran sin duda interesantes desde el
punto de vista intelectual, pero en la realidad de la vida no acabaran nada.
Levin
se sintió como un hombre al que hubieran reemplazado su gabán de invierno por
un traje de muselina y el cual, al notar frío, sintiera, no en virtud de
razonamientos, sino por la sensación física de todo su ser, que se hallaba
desnudo y condenado a sucumbir.
Desde
entonces, aunque casi inconscientemente y continuando su vida de antes, Levin
no dejó un momento de experimentar aquel temor de su ignorancia. Reconocía,
además, vagamente, que las que él llamaba "sus convicciones" no sólo
eran producto de la ignorancia, sino que le hacían, además, inaccesibles los
conocimientos que tan imperiosamente necesitaba.
Al
principio su matrimonio y las obligaciones y alegrías inherentes a él, ahogaron
sus meditaciones; pero últimamente, después del parto de su mujer, cuando vivía
ocioso en Moscú, aquella cuestión que requería ser resuelta se presentaba ante
Levin con redoblada insistencia y cada vez más a menudo.
El
problema se planteaba así para él: " Si no admito las explicaciones que da
el cristianismo a las cuestiones de mi vida, ¿qué admito?".
Y
en todo el arsenal de sus ideas no hallaba ni remotamente la respuesta.
Era
como un hombre que en tiendas de juguetes y almacenes de armas buscase
alimentos.
Involuntariamente,
inconscientemente, buscaba en sus lecturas, en sus conversaciones, en los
hombres que le rodeaban, una relación con aquellos problemas y su resolución.
Lo
que más le extrañaba y afligía era que la mayoría de los hombres de su ambiente
y edad, después de cambiar, como él, su antiguas creencias por las nuevas
ideas, iguales a las suyas, no veían mal alguno en tal cambio y vivían
completamente tranquilos y contentos.
De
modo que a la cuestión principal se unían otras dudas para atormentar todavía
más. ¿Sería sincera aquella gente o fingiría? ¿Acaso ellos comprendían mejor y
más claramente que él las respuestas que da la ciencia a las preguntas que le
preocupaban? Y Levin se ponía a estudiar con interés las ideas de aquella gente
y los libros que podían contener las soluciones tan deseadas.
Lo
único que encontró desde que empezó a ocuparse de aquello, fue que se engañaba
al suponer, a través de los recuerdos de su época universitaria y juvenil, que
la religión no existía y que su época había pasado.
Todos
los hombres buenos que conocía y con quienes mantenía relaciones eran
creyentes. El anciano Príncipe, Lvov, a quien tanto estimaba, Sergio Ivanovich,
todas las mujeres, y hasta su propia esposa, creían lo que él creyera en su
infancia y adolescencia, y lo mismo el noventa y nueve por ciento del pueblo
ruso, aquel pueblo cuya vida le inspiraba tanto respeto, y que era creyente
casi en su totalidad.
Después
de haber leído muchos libros, Levin se convenció de que los materialistas,
cuyas ideas compartía, no daban a éstas ninguna significación particular, y en
lugar de explicar estas cuestiones -sin cuya solución él no podía vivir-, se
aplicaban a resolver otros problemas que no ofrecían para él el menor interés,
como la evolución de los organismos, la explicación mecánica del alma y otras
cosas por el estilo.
Además,
durante el parto de su mujer, le había sucedido un caso extraordinario. El
incrédulo se había puesto a rezar y entonces rezaba con fe. Pero pasado aquel
momento, su estado de ánimo de entonces no consiguió hallar lugar alguno en su
vida.
No
podía reconocer que entonces había alcanzado la verdad y que ahora se
equivocaba, porque en cuanto comenzaba a reflexionar serenamente todo se le desmoronaba.
Tampoco podía reconocer que había errado al rezar, porque el recuerdo de aquel
estado de ánimo le era querido, y, considerándolo como una prueba de debilidad,
le habría parecido que profanaba la emoción de aquellos instantes.
Esta
lucha interior pesaba dolorosamente en su ánimo y Levin buscaba con todas sus
fuerzas la solución.
IX
Semejantes
pensamientos le torturaban con más o con menos intensidad, pero no le
abandonaban nunca. Leía y meditaba y cuanto más lo hacía, más se alejaba del
fin perseguido.
En
los últimos tiempos, en Moscú y en el pueblo, persuadido de que no podía hallar
la solución en los materialistas, leyó y releyó a Platón, Espinoza, Kant,
Schelling, Hegel y Schopenhauer, los filósofos que explican la vida según un
criterio no materialista.
Sus
ideas le parecían fecundas cuando las leía o cuando buscaba él mismo
refutaciones de otras doctrinas, en especial contra el materialismo. Pero
cuando leía o afrontaba la resolución de problemas, le sucedía siempre lo
mismo. Los términos imprecisos tales como "espíritu",
"voluntad", "libertad", " sustancia" , ofrecían
en cierto modo a su inteligencia un determinado sentido sólo en la medida en
que él se dejaba prender en la sutil red que le tendían con sus explicaciones.
Pero apenas olvidaba la marcha artificial del pensamiento y volvía a la vida
real, para buscar en ella la confirmación de sus ideas, toda aquella
construcción artificiosa se derrumbaba como un castillo de naipes y le era
forzoso reconocer que se le había deslumbrado por medio de una perpetua
transposición de las mismas palabras, sin recurrir a ese "algo" que,
en la práctica de la existencia, importa más que la razón.
Durante
una época, leyendo a Schopenhauer, Levin substituyó la palabra
"voluntad" por "amor", y esta nueva filosofía le resultó
satisfactoria durante un par de días mientras no se alejaba de ella.Pero luego
también ésta decayó al enfrentarla con la vida y la vio revestida de unos
ropajes de muselina que no calentaban el cuerpo.
Su
hermano le aconsejó que leyera las obras teológicas de Jomiakov.
Levin
leyó el segundo tomo y, pese a su estilo polémico, elegante a ingenioso, se
sintió sorprendido por sus ideas sobre la Iglesia. Le asombró al principio la
manifestación de que la comprensión de las verdades teológicas no está
concedida al hombre, sino a la unión de hombres reunidos por el amor, esto es,
a la Iglesia.
Esta
teoría reanimó a Levin: primero la Iglesia, institución viva que une en una
todas las esencias humanas, que tiene a Dios a su cabeza y que, por este motivo,
es sagrada a indiscutible; luego aceptar sus enseñanzas sobre Dios, la
creación, la caída, la redención, le pareció mucho más fácil que empezar por
Dios, lejano y misterioso y pasar luego a la creación, etc. Pero después,
leyendo la historia de la Iglesia por un escritor católico y la historia de la
Iglesia por un escritor ortodoxo, y viendo cómo las dos Iglesias combatían
entre sí, Levin perdió la confianza en la doctrina de Jomiakov sobre la
Iglesia, y también aquella construcción se derrumbó ante él como las
filosóficas.
Vivió
aquella primavera momentos terribles y no parecía el mismo.
"No
puedo vivir sin saber lo que soy y por qué estoy aquí. Y puesto que no puedo
saberlo, no puedo vivir", se decía.
"
En el tiempo infinito, en la infinidad de la materia, en el infnito espacio,
una burbuja se desprende de un organismo, dura algún tiempo y luego estalla. Y
esa burbuja humana soy yo ..."
Se
trataba de una ficción atormentadora, pero en ella consistía el último y único
resultado de todos los trabajos realizados durante siglos por el pensamiento
humano en aquella dirección; era ésta la última doctrina que se encuentra en la
base de casi todas las actividades científicas. Era ésta la convicción
dominante y Levin la adoptó -sin que él mismo supiese explicarse ni cuándo ni
cómo-, como la interpretación más clara.
Mas
no sólo le pareció que no podía ser verdad, sino que constituía una ironía
cruel de una fuerza malévola y abominable a la que resultaba imposible
someterse.
Era
preciso liberarse de aquella fuerza. Y la liberación estaba en manos de cada
uno. Había que cortar tal dependencia del mal y no había sino un medio: la
muerte.
Y
Levin, aquel hombre feliz en su hogar, fuerte y sano, se sentía muchas veces
tan cerca del suicidio que hasta llegó a ocultar las cuerdas para no
estrangularse y temió salir a cazar por miedo a que le acometiese la idea de
dispararse contra sí mismo con la escopeta.
Pero
ni se estranguló ni se disparó un tiro, sino que continuó viviendo.
X
Cuando
Levin pensaba qué cosa era él y por qué vivía, no encontraba contestación y se
desesperaba; mas cuando dejaba de hacerse estas preguntas, sabía quién era él y
para qué vivía, porque su vida era recta y sus fines estaban bien definidos, e
incluso en los últimos tiempos su vida era más firme y decidida que nunca.
Al
regresar al campo en los primeros días del mes de junio, Levin volvió a sus
habituales ocupaciones; y los trabajos agrícolas, sus tratos con los labriegos,
sus relaciones con familiares, amigos y conocidos, los pequeños problemas de su
casa, los asuntos que sus hermanos le tenían encargados, la educación de su
hijo, la nueva obra en el colmenar que había comenzado aquella primavera, todo
esto ocupaba totalmente su tiempo.
Se
interesaba en tales ocupaciones, no porque las justificara con puntos de vista
sobre el bien común como lo hacía antes; al contrario, desengañado de una parte
por el fracaso de sus empresas anteriores en favor de la comunidad, y demasiado
ocupado, de la otra, por sus pensamientos y por la gran cantidad de asuntos que
llovían sobre él de todas partes, Levin dejaba a un lado todas sus antiguas
ideas sobre el bien general y se dedicaba por completo a aquellos asuntos
simplemente porque le parecía que debía hacerlo así y que no podía obrar de
otro modo.
En
otros tiempos (es decir, en su infancia, y ahora estaba ya en plena madurez)
cuando hacía o procuraba hacer algo que fuera un bien para el pueblo, para
Rusia, a incluso para la Humanidad, Levin sentía que aquel impulso le llenaba
de satisfacción; pero la misma actividad que antes le parecía tan grande, útil
y hermosa, ahora se le figuraba empequeñecida y aun a punto de desaparecer.
Después
de su casamiento, que empezó a limitar sus actividades a los asuntos o
cuestiones particulares suyas o de sus allegados, no sentía aquella
satisfacción, pero sí la de saber que su obra era necesaria y ver que sus
intereses o los que le confiaban iban bien y mejoraban constantemente.
Ahora,
incluso contra su voluntad, penetraba cada vez más en los problemas de la
tierra, pensando que, como el arado, no podía librarse del surco.
Indudablemente,
era necesario que la familia viviera como lo hicieran los padres y los abuelos
y educar en los mismos principios a los hijos. Esto lo consideraba Levin tan
necesario como el comer cuando se siente hambre, y era igualmente tan preciso
como preparar la comida, o llevar la máquina económica de la propiedad que
tenía en Pokrovskoe de modo que produjera beneficios.
Así,
consideraba un deber indiscutible el pagar sus deudas, y no menos que éste el
de mantener la tierra recibida de los padres en tal estado que el hijo, al
heredarla, sintiera agradecimiento hacia su padre por ello, como Levin lo había
sentido hacia el suyo por todo lo que había plantado y edificado.
Y
para esto no había que dar en arriendo las tierras, sino ocuparse por sí
"sino del cultivo, abono de los campos, cuidar los bosques y plantar
nuevos árboles, criar animales...
Creía
también un deber suyo cuidar de los asuntos de Sergio Ivanovich y de su
hermana; ayudar a los campesinos que acudían a él en busca de consejo,
siguiendo la antigua costumbre; cosas todas estas que no podía dejar de hacer,
como no puede dejarse caer a un niño que se tiene en los brazos.
Tenía
que ocuparse de preparar un cómodo alojamiento a su cuñada, con sus niños a
quienes habían invitado a pasar con ellos el verano. Tenía también que atender
a las necesidades de su mujer y de su hijo y pasar algún rato con ellos, cosa
que, por otra parte, no requería de él esfuerzo alguno, ya que cada día le
costaba más pasar mucho tiempo alejado de aquellos seres queridos.
Y
todo esto, junto con la caza y el cuidado de las abejas, llenaba por completo
la vida de Levin, aquella vida que él consideraba a veces sin sentido.
Pero,
además de que Levin conocía perfectamente lo que debía hacer, sabía también
cómo había que hacerlo, cuál asunto era el más importante y cómo debía
atenderlo y desarrollarlo.
Sabía
que tenía que contratar la mano de obra cuanto más barata mejor, pero no debía
esclavizar a los obreros adelantándoles dinero y pagándoles jornales inferiores
al precio normal, como sabía que podía hacerse. Podía venderse paja a los
campesinos en los años malos, aunque inspirasen piedad; pero era preciso
suprimir la posada y la taberna, aunque diesen ganancias, para evitarles gastos
que contribuían a su ruina. Había que castigar severamente la tala de árboles;
pero le era imposible imponer una multa porque los animales ajenos entraran en
sus prados o labrantíos; y, aunque eso irritaba a los guardias y hacía
desaparecer el miedo a las multas, Levin dejaba marchar tranquilamente a los
animales ajenos que penetraban en su propiedad.
Prestaba
dinero a Pedro para librarle de las garras de un usurero que le exigía un
rédito del diez por ciento mensual, pero no cancelaba ni aplazaba el pago del
arrendamiento a los campesinos que se resistían a satisfacerlo en su día. No
perdonaba al encargado que no se hubiese segado una pradera a tiempo,
perdiéndose la hierba, pero comprendía y disculpaba que no se hubiese segado
antes la hierba del nuevo bosque, que era muy extenso y presentaba grandes
dificultades para aquella labor. Era imposible condonar al obrero los jornales
que perdía no yendo al trabajo. La muerte del padre le parecía una causa muy
justificada y la lamentaba; pero había que hacer el descuento correspondiente a
los días no trabajados. Ahora bien, no se podía dejar de pagar su mensualidad a
los viejos criados de la casa aunque no fuesen ya útiles para ningún trabajo.
Levin
sabía, también, que al volver a su casa encontraría en su despacho a muchos
campesinos que estaban esperándole desde hacía varias horas para consultarle
sus asuntos, pero sentía que su primer deber era ver a su esposa, que se
encontraba mal de salud, aunque aquellos campesinos hubieran de esperar algún
tiempo más. En cambio, si acudían a verle en el momento de instalar las abejas,
que era la ocupación que más le gustaba, la dejaba en manos del viejo criado y
les atendía aunque no le interesase en lo más mínimo su conversación.
Si
obrando así hacía bien o mal no quería saberlo, y hasta huía las conversaciones
y pensamientos sobre estos temas. Sabía que las discusiones le llevaban a la
duda y que ésta entorpecía la labor que había de realizar. No obstante, cuando
no pensaba, vivía y sentía constantemente en su alma la presencia de un juez
implacable que le señalaba cuándo obraba bien y qué era lo que hacía mal; y en
este caso su conciencia se lo advertía en seguida.
Sin
embargo, Levin continuamente, muchas veces, se preguntaba qué era él y por qué
y para qué estaba en el mundo; y el no hallar una contestación concreta le
atormentaba hasta tal punto que pensaba en el suicidio. Pero, a pesar de ello,
continuaba firme en su camino.
XI
El
día en que Sergio Ivanovich llegó a Pokrovskoe había sido uno de los días más
llenos de emociones para Levin.
Era
la temporada activa de los trabajos del campo, la que exige del campesino un
esfuerzo mayor, un espíritu de sacrificio desconocido en otras profesiones;
esfuerzo que rendiría más si los mismos que lo realizan tuvieran conciencia de
ello y lo supieran valorar, si no se repitiese anualmente y sus resultados no
fueran tan simples.
Segar
y recoger el centeno y la avena, apilarlos en las eras, trillar y separar los
granos para semilla y hacer la sementera en otoño, todo esto parece sencillo,
corriente y hacedero; pero, para hacerlo en las tres o cuatro semanas que
concede la Naturaleza, es necesario que todos, empezando por los más viejos y
hasta los chiquillos, toda la gente labriega, trabaje sin parar un momento,
tres veces más que de ordinario, alimentándose con kwas con cebolla y pan
moreno, aprovechando para el trabajo las noches y no durmiendo sino tres o
cuatro horas al día. Y esto se hace cada año en toda Rusia.
Habiendo
pasado la mayor parte de su vida en su propiedad y en relaciones estrechas con
el pueblo, Levin sentía siempre en esta temporada el contagio de aquella
animación general.
Al
amanecer, en los carros de transporte, iba a las primeras labores del centeno o
a los campos de avena. Volvía a su casa cuando calculaba que su mujer y su
cuñada estarían levantándose; tomaba con ellas su desayuno de café y se dirigía
a pie a la granja, donde estarían trabajando con la nueva trilladora para
preparar las semillas.
Y
durante todo este día, hablando con el encargado y los campesinos, charlando,
en su casa, con su mujer, con Dolly, con los hijos de ésta o con su suegro,
Levin pensaba, además, relacionándolo todo con esta cuestión, en las preguntas
que le inquietaban: "¿Qué soy yo? ¿Dónde estoy? ¿Para qué estoy
aquí?"
En
pie, sintiendo la agradable frescura del hórreo cubierto de olorosas ramas de
avellano o apoyado contra las vigas de álamo recién cortado que sostenían el
techo de paja, Levin, miraba a través de las puertas abiertas, ante las cuales
danzaba el polvo, seco y acre, de la trilladora, o contemplaba la hierba de la
era bañada por el ardiente sol, y la paja fresca, recién sacada del almiar, o
seguía el vuelo de las golondrinas de pecho blanco y cabecitas abigarradas que
se refugiaban chillando bajo el alero y se detenían agitando las alas sobre el
ancho portal abierto; y, mientras, continuaba con sus extraños pensamientos.
"¿Para
qué se hace todo esto? ¿Por qué estoy aquí, obligándoles a trabajar? ¿Por qué
todos se matan trabajando y queriendo mostrarme su celo? ¿Por qué trabaja tanto
esa vieja Matriona, mi antigua conocida?" (Levin la había curado, cuando,
en un incendio, le había caído encima una viga), se dijo, mirando a una mujer
delgada que, apoyando firmemente su pies, quemados por el sol, contra el suelo
duro y desigual, removía con su rastrillo las mieses.
"
En algún tiempo", pensó Levin, " esta mujer fue hermosa, pero, si no
hoy, mañana, o dentro de diez años, cualquier día, acabará de todos modos bajo
tierra y no quedará nada de ella. Como tampoco quedará nada de esa muchacha
presumida, de vestido rojo, que con movimientos hábiles y delicados separa la
espiga de la paja. También a ésa la enterrarán, y muy pronto harán los mismo
con esa pobre bestia", pensó, mirando a un caballo que, con el vientre
hinchado y respirando con dificultad, arrastraba un pesado carro. " Y a
Feódor, que echa ahora el trigo a la trilladora, con su barbita llena de paja y
su camisa rota, también le enterrarán. Y, sin embargo, él deshace las gavillas
y da las órdenes, grita a las mujeres, arregla la correa del volante. Y, no
sólo a ellos los enterrarán, sino que a mí, también. Nada ni nadie de lo que
hay aquí permanecerá. ¿Para qué, pues, todo?"
Así
pensaba Levin y al mismo tiempo miraba al reloj, calculando cuánto se podía
trillar en una hora, para señalar la faena que debían realizar durante el día.
"
Pronto hará una hora que han empezado el trabajo y no han hecho más que
comenzar la tercera pila", pensó. Y se acercó a Feódor, y, levantando la
voz para dominar el ruido de la trilladora, le ordenó que pusiera menos trigo
en la máquina.
-Echas
demasiado Feódor. ¿Ves? La máquina se para. Échalo más igual...
Feódor,
ennegrecido por el polvo que se le pegaba al rostro cubierto de sudor, replicó
algo que no pudo oírse por el ruido de la máquina. Pero pareció no haber
comprendido lo que el dueño le decía. Éste se acercó a la trilladora, apartó a
Feódor y se puso él en su lugar.
Después
de trabajar así hasta casi la hora de ir a comer, Levin saltó del hórreo en
unión del echador y al lado de un montón de amarillento centeno preparado ya
para trillarlo y separar la semilla, se puso a discutir con él.
El
echador era de aquel lugar donde Levin, hacía ya tiempo, había cedido la tierra
según el principio cooperativo. Ahora estas tierras las llevaba el guarda en arriendo.
Levin habló de ellas con Feódor y le preguntó si no las arrendería el año
próximo Platon, un campesino rico del mismo lugar.
-La
tierra es muy cara, Constantino Dmitrievich. A Platon no le resultaría
-contestó Feódor, sacando de debajo de la camisa sudada las espigas que se le
habían introducido allí.
-¿Y
cómo es que Kirilov saca provecho?
-A
Mitiuja -así llamaba Feódor, despectivamente, al guarda-, a Mitiuja le es muy
fácil sacar provecho: va apretando y sacará lo suyo. Éste no tiene compasión de
alma cristiana, mientras que el tío Fokanich -así llamaba al viejo Platon- no
quita el pellejo a nadie. Aquí dará en préstamo y en otra parte perdonará una
deuda. Así resulta que recibe todo lo que le pertenece. Es un buen hombre.
-¿Y
por qué perdona tanto a los demás?
-Porque
las personas no son todas iguales. Hay hombres que sólo viven para sí mismos,
como, por ejemplo, Mitiuja. Ese se preocupa sólo de su barriga. Fokanich, en
cambio, es un viejo muy recto: vive para su alma y no se olvida de Dios.
-¿Qué
quieres decir "no se olvida de Dios"? ¿Y qué es eso de que "vive
para su alma"? -preguntó Levin con extrañeza.
-Ya
se sabe: lo justo es lo que Dios manda. Hay gente muy distinta: unos que lo
hacen y otros que no. Usted, por ejemplo, no trata mal a la gente.
-Sí,
sí. Adiós -se despidió Levin sofocado por la emoción.
Y,
volviendo al hórreo, tomó su bastón y se dirigió a su casa.
Al
oír que Fokanich "vivía para su alma, siendo justo, como Dios manda",
pensamientos vagos, pero fecundos, habían acudido en tropel a su mente,
dirigidos todos a un único fin, cegándole el entendimiento.
XII
Levin
iba por el camino andando a grandes pasos, atento, no tanto a sus pensamientos,
que todavía no había logrado ordenar, cuanto a aquel estado de ánimo que hasta
entonces no había experimentado.
Las
palabras del campesino Feódor produjeron en su alma el efecto de una chispa
eléctrica que en un momento fundió y transformó un enjambre de pensamientos
hasta entonces vagos y desordenados que no habían dejado de atormentarle. Hasta
en el momento en que hablaba del arriendo de las tierras, habían estado
preocupándole.
Sentía
brotar en su alma algo nuevo y, sin saber todavía lo que era, experimentaba con
ello una gran alegría.
"Hay
que vivir, no para nuestras propias necesidades, sino para Dios. Pero, ¿para
qué Dios? ¿Es posible decir una cosa más privada de sentido común? Feódor ha
dicho que hay que vivir, no sólo para nuestras propias necesidades, esto es,
para lo que comprendemos, lo que nos atrae y deseamos, sino para algo incomprensible,
para ese Dios al cual nadie puede comprender ni definir... ¿Qué es esto? ¿Acaso
no habré comprendido las palabras sin sentido de Feódor? Y si no he comprendido
lo que decía, ¿he dudado por ventura de que fuese justo? ¿Lo he encontrado
necio, impreciso y vago?
"No;
lo he comprendido por completo, tal como él lo comprende. Lo he comprendido tan
bien y tan claramente como lo que mejor pueda comprender en la vida, y jamás en
mi existencia he dudado de ello ni puedo dudar. Y, no sólo yo, sino todos lo
comprenden perfectamente; no dudan de ello y todos están de acuerdo en
aceptarlo.
"¡Y
yo que buscaba, deplorando no ver un milagro! Un milagro material me habría
convencido. ¡Y, no obstante, el único
milagro
posible, el que existe siempre y nos rodea por todas partes, no lo observaba,
no lo veía!
"Feódor
dice que el guarda Kirilov vive sólo para su vientre. Eso es claro y
comprensible. Todos nosotros, como seres racionales, no podemos vivir de otro
modo sino para el vientre. Y de pronto Feódor dice que no se debe vivir para el
vientre y que se debe vivir para la verdad y para Dios, y yo, con una sola
palabra, le comprendo.
"Y
yo, y millones de seres que vivieron siglos antes y viven ahora, sabios,
labriegos y pobres de espíritu -los sabios que han escrito sobre esto, lo dicen
en forma incomprensible- coinciden en lo mismo: en cuál es el fin de la vida y
qué es el bien. Sólo tengo, común con todos los hombres, un conocimiento firme
y claro que no puede ser explicado por la razón, que está fuera de la razón y no
tiene causas ni puede tener consecuencias.
"Si
el bien tiene una causa, ya no es bien, y si tiene consecuencias (recompensa)
tampoco lo es. De modo que el bien está fuera del encadenamiento de causas y
efectos.
"Y
conozco el bien y lo conocemos todos.
"¿Puede
haber milagro mayor?
"¿Es
posible que yo haya encontrado la solución de todo? ¿Es posible que hayan
terminado todos mis sufrimientos?", pensaba Levin, avanzando por el camino
polvoriento, sin sentir ni calor ni cansancio y experimentando la impresión de
que cesaba para él un largo padecer.
Aquella
impresión despertaba en su espíritu una paz tan honda que apenas osaba creer en
ella. La emoción le ahogaba, le flaqueaban las rodillas y le faltaban las
fuerzas para seguir andando. Salió del camino, se internó en el bosque y se
sentó a la sobra de los olmos, sobre la hierba no segada aún. Se quitó el
sombrero que cubría su cabeza empapada de sudor y, apoyándose en un brazo, se
tendió en la jugosa y blanda hierba del bosque.
"Es
preciso reflexionar y comprender", pensaba, con los ojos fijos en la
hierba que se erguía ante él, mientras seguía con la mirada los movimientos de
un insecto verde que trepaba por un tallo de centinodia y se detenía retenido
por una hoja de borraja. " Pero, ¿qué he descubierto?", se preguntó,
apartando la hoja de borraja para que no obstaculizara al insecto y acercando
otra hierba para que el animalillo pasara por ella. "¿Por qué esta
alegría? ¿Qué he descubierto en resumen?
"Nada.
Sólo me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido la calidad de la fuerza
que me dio la vida en el pasado y me la da ahora también. Me libré del engaño,
conocí a mi señor...
"Antes
yo decía que mi cuerpo, como el cuerpo de esta planta y de ese insecto -a la
sazón el insecto, sin querer escalar la hierba, había abierto las alas y volaba
a otro lugarseguía las transformaciones de la materia según las leyes físicas,
químicas y fisiológicas. Y que en todos nosotros, como en los álamos, las nubes
y las nebulosas se produce una evolución. ¿Evolución de qué? ¿En qué? Una
evolución infinita, una lucha... ¿Cómo es posible una dirección y una lucha en
el infinito? Y yo me extrañaba de que, a pesar de mi constante tensión mental
en tal dirección, no se me aclaraba el sentido de la vida, el sentido de mis
deseos, de mis aspiraciones... Pero ahora declaro que conozco el sentido de mi
vida; vivir para Dios, para el alma... Y este sentido, a pesar de su claridad,
es misterioso y milagroso. Éste es también el sentido de cuanto existe. Y el
orgullo... -se tendió de bruces y comenzó a atar entre sí los tallos de hierba
procurando no romperlos-. No sólo existe el orgullo de la inteligencia, sino la
estupidez de la inteligencia. Pero lo peor es la malicia... eso, la malicia del
espíritu, la truhanería del espíritu", se repitió.
Y
en seguida recorrió todo el camino de sus ideas durante aquellos dos años, cuyo
principio fue un pensamiento claro y evidente sobre la muerte al ver a su
hermano querido enfermo sin esperanzas de curación.
En
aquellos días había comprendido claramente que para él y para todos no existía
nada en adelante sino sufrimiento, muerte, olvido eterno; pero a la vez había
reconocido que así era imposible vivir, que precisaba explicarse su vida de
otro modo que como una ironía diabólica, o, de lo contrario, pegarse un tiro.
Él
no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que continuó viviendo, sintiendo y pensando,
a incluso en aquella época se casó, y experimentó muchas alegrías y fue feliz
entonces que no pensaba para nada en el sentido de la vida.
¿Qué
significaba, pues, aquello? Que vivía bien y pensaba mal.
Vivía,
sin comprenderlo, a base de las verdades espirituales que mamara con leche de
su madre, pero pensaba, no sólo no reconociendo tales verdades, sino
apartándose de ellas deliberadamente.
Y
ahora veía claramente que sólo podía vivir merced a las creencias en que fuera
educado.
"¿Qué
habría sido de mí y cómo habría vivido de no tener esas creencias si no supiese
que hay que vivir para Dios y no sólo para mis necesidades?
"
Hubiese robado, matado, mentido. Nada de lo que constituyen las mayores
alegrías de mi vida habría existido para mí."
Y
aun con los máximos esfuerzos mentales no podía imaginar el ser bestial que
hubiese sido de no saber para qué vivía.
"
Buscaba contestación a mi pregunta. El pensamiento no podía contestarla, porque
el pensamiento no puede medirse con la magnitud de la interrogación. La
respuesta me la dio la misma vida con el conocimiento de lo que es el bien y lo
que es el mal.
"
Y ese saber no me ha sido proporcionado por nada; me ha sido dado a la vez que
a los demás, puesto que no pude encontrarlo en ninguna parte.
"¿Dónde
lo he recogido? ¿He llegado por el razonamiento a la conclusión de que hay que
amar al prójimo y no causarle daño? Me lo dijeron en mi infancia y lo creí,
feliz al confirmarme los demás lo que yo sentía en mi alma. ¿Y quién me lo
descubrió? No lo descubrió la razón. La razón ha descubierto la lucha por la
vida y la necesidad de aplastar a cuantos me estorban la satisfacción de mis
necesidades.
"Tal
es la deducción de la razón. La razón no ha descubierto que se amase al
prójimo, porque eso no es razonable."
XIII
Levin
recordó una escena que había presenciado poco antes entre Dolly y sus hijos.
Los
niños, habiendo quedado solos, comenzaron a cocer frambuesas a la llama de unas
bujías y a echar la leche por la boca como un surtidon Dolly, al sorprenderlos,
comenzó a explicarles, en presencia de Levin, el mucho trabajo que a las
personas mayores les costaba preparar aquello que destruían, y que tal trabajo
se hacía por ellos; que si rompían las tazas, no tendrían donde tomar el té, y
si arrojaban la leche al suelo, se quedarían sin comer y morirían de hambre.
A
Levin le sorprendió la tranquila incredulidad con que los niños parecían
escuchar las palabras de su madre. Sólo se sentían descontentos de ver
interrumpido su interesante juego, De lo que su madre les decía no creían una
palabra. Y no lo creían porque no podían comprender el conjunto de todo aquello
de que gozaban, y les era imposible, por tanto, imaginar que estaban destruyendo
lo que necesitaba para vivir.
"Todo
esto está bien", pensaban; "pero, ¿acaso lo que nos dan tiene tanto
valor? Siempre es lo mismo, hoy como ayer, y como mañana, y nosotros no tenemos
que pensar en ello. Pero ahora hemos querido inventar algo nuevo, personal. Y
así hemos metido las frambuesas en las tazas y las hemos cocido a la llama de
la vela, y nos hemos llenado la boca de leche y la hemos lanzado como un
surtidor. Esto es divertido y nuevo.
"¿Y
acaso no hacemos nosotros lo mismo? ¿No lo he hecho yo buscando mediante la
razón la significación de las fuerzas de la Naturaleza y el sentido de la vida
humana?", continuaba pensando Levin.
"¿No
hacen lo mismo todas las teorías filosóficas, llevándonos mediante el
razonamiento, de un modo extraño a la vida humana, a la revelación de verdades
que el hombre sabe ya desde mucho tiempo y sin las cuales no podría vivir? ¿No
se ve claramente en el desarrollo de la teoría de cada filósofo que él sabe de
antemano, como el labriego Feódor y no más claramente, el verdadero sentido de
la vida, y que tiende sólo a demostrar por caminos equívocos verdades
universalmente reconocidas?
"Que
se deja a los niños solos, para que ellos mismos adquieran lo que les hace
falta, construyan las tazas, ordeñen la leche, etc. ¿Realizarían travesuras? Se
morirían de hambre. Que se nos deje a nosotros, entregados a nuestras pasiones
y pensamientos, sin la idea del Dios único y creador. ¿Qué haríamos, sin tener
noción del bien y el mal, sin explicamos el mal moral?
"¡Probemos
sin esas ideas a construir algo! Lo destruiríamos todo, porque nuestras almas
están saciadas. ¡Somos niños, nada más que niños!
"¿De
dónde procede ese alegre conocimiento que tengo y me es común con el aldeano, y
que me produce la paz del espíritu? ¿De dónde lo he sacado?
"Yo,
educado como cristiano en la idea de Dios, habiendo llenado mi vida con los
bienes espirituales que me dio el cristianismo, pletórico y rebosante de esos
bienes, yo, como esos niños, destruyo, es decir, quiero destruir lo que me
sustenta. Pero en las horas graves de mi vida, como los niños al sentir hambre
y frío, acudo a Él y, no menos que los niños a quienes la madre riñe por sus
travesuras infantiles, siento que el exceso a que me llevaron irás anhelos de
niño no han sido castigados. Y lo que sé, no lo sé por la razón, sino que ha
sido concedido directamente a mi alma, lo siento por mi corazón, por mi fe en
lo que dice la Iglesia.
"¿La
Iglesia? ¡La Iglesia!", repitió Levin.
Cambió
de postura y, apoyándose en el codo, miró a lo lejos, más allá del rebaño que,
en la otra orilla, bajaba hacia el río.
"¿Puedo
creer en cuanto profesa la Iglesia?", se dijo, buscando, para probarse,
cuanto pudiera destruir la tranquilidad de espíritu de que gozaba en aquel
momento.
Y
comenzó a meditar en las doctrinas de la Iglesia que más extrañas le parecían y
más le turbaban.
"
¿La creación? ¿Cómo explicaba yo la existencia? ¿Por la existencia misma? ¡Con
nada! ¿Y el diablo y el pecado? ¿Cómo explicar el mal? ¿Y el Redentor? No sé
nada, absolutamente nada, ni puedo saberlo. Nada excepto lo que se me ha
comunicado a la vez que a los demás."
Y
ahora encontraba que no existía doctrina eclesiástica alguna que destruyera lo
esencial: la fe en Dios y en el bien como único destino del hombre.
Cada
una de las creencias de la Iglesia podía ser explicada por la creencia en el
servicio de la verdad en vez del servicio de las necesidades. Y no sólo cada
dogma no la destruía, sino que estaba hecho para cumplir el milagro fundamental
que constantemente se presenta en la tierra y que consiste en que es posible a
todos los hombres y a cada uno, a millones de personas diferentes, sabios y
necios, niños y ancianos, reyes y mendigos, a todos, a Lvov, a Kitty y a los
demás, comprender sin dudas la misma cosa y crear la vida del alma sin la cual
no vale la pena vivir y que es lo único que apreciamos.
Levin,
tumbado ahora de espaldas, miraba el cielo alto sin nubes.
"¿Acaso
no sé que eso es el espacio infinito y no una bóveda? Pero por más esfuerzos
que haga, por más que aguce la mirada, no puedo dejar de ver este espacio como
una bóveda y como algo limitado, y, a pesar de mis conocimientos sobre el
espacio infinito, tengo indudable razón cuando veo una bóveda azul y sólida; y
más aún que cuando me esfuerzo para ver más allá."
Levin
había ya dejado de pensar. Ahora tenía sólo el oído atento a las voces
misteriosas que resonaban en su alma con un eco de alegría y de entusiasmo.
"¿Acaso
será esto la fe?", se dijo, no osando creer en su felicidad. "
¡Gracias, Dios mío! ", murmuró, ahogando los sollozos que le subían a la
garganta y secándose con ambas manos las lágrimas que llenaban sus ojos.
XIV
Levin
miraba frente a sí y veía el rebaño de ovejas que pastaba guardado por el
mastín y el pastor. Luego vio su tílburi tirado por " Voronoy" y cómo
el cochero, al llegar al rebaño, hablaba algo con el pastor. Poco después, oía
cerca de él el ruido de las ruedas y los resoplidos del caballo.
Estaba,
sin embargo, tan absorto en sus pensamientos, que ni siquiera se le ocurrió que
el coche se dirigía hacia él. Unicamente lo advirtió cuando el cochero,
hallándose ya a su lado, le habló:
-Me
manda la señora. Han llegado su hermano y otro señor.
Levin
se sentó en el cochecito y tomó las riendas.
Estaba
aún como acabado de despertar de un sueño y durante mucho rato apenas se dio
cuenta de lo que hacía ni de dónde estaba. Miraba a su caballo, al que sujetaba
por las riendas, cubiertos de espuma las patas y el cuello; miraba al cochero
Iván, sentado a su lado; recordaba que le esperaba su hermano; pensaba que su
mujer estaría inquieta por su larga ausencia y procuraba adivinar quién era
aquel señor que había llegado con su hermano. Y el hermano, y su mujer, y el
desconocido se le presentaban ahora en su imaginación de modo distinto a como
los veía antes; le parecía que ahora sus relaciones con todos habrían de ser
muy diferentes.
"Ahora
no habría entre mi hermano y yo la separación que ha habido siempre entre
nosotros; ahora no disputaremos ya nunca. Nunca más tendré riñas con Kitty. Con
el huésped que ha llegado, quienquiera que sea, estaré amable, seré bueno; lo
mismo que con los criados y con Iván. Con todos seré un hombre distinto."
Reteniendo
con las riendas tensas al caballo, que resoplaba impaciente, como pidiendo que
le dejaran correr en libertad Levin miraba a Iván, sentado a su lado, el cual
sin tener nada que hacer con las manos las ocupaba en sujetarse la camisa, que
se le levantaba a hinchaba con el viento.
Levin
buscaba pretexto para entablar conversación con él. Quiso decirle que había
apretado demasiado la barriguera. Pensó en seguida que esto le parecería un
reproche y quería tener una conversación amable; pero ningún otro tema sobre el
cual conversar le acudía a la imaginación.
-Señor,
haga el favor de guiar a la derecha. Allí hay un tronco -le dijo Iván, con
ademán de coger las riendas.
-Te
ruego que no toques las riendas y no me des lecciones -contestó Levin
ásperamente.
La
intervención del cochero le irritó como de costumbre. Y en seguida pensó, con
tristeza, que estaba equivocado al creer que su estado de ánimo podía cambiar
fácilmente.
A
un cuarto de versta de la casa, Levin vio a Gricha y a Tania que corrían a su
encuentro.
-Tío
Kostia, allí vienen mamá y el abuelito, y Sergio Ivanovich y un señor -decían
los niños subiendo al coche.
-¿Y
quién es ese señor?
-Un
hombre muy terrible que no cesa de mover los brazos. Así -dijo Tania,
levantándose del asiento a imitando el gesto habitual de Katavasov.
-¿Es
viejo o joven? -preguntó Levin, al cual el ademán de Tania le recordaba a
alguien, pero sin poder precisar a quién.
"¡Ah",
se dijo, "al menos que no sea una persona desagradable!".
Sólo
al dar vuelta al camino y ver a los que iban a su encuentro, Levin recordó a
Katavasov, con su sombrero de paja, moviendo los brazos como había indicado
Tania.
A
Katavasov le gustaba mucho hablar de filosofía, aunque la comprendía mal, como
un especialista de ciencias naturales que era que nunca estudiaba filosofía.
Durante su estancia en Moscú, Levin había discutido mucho con él sobre estas
cuestiones. Lo primero que recordó Levin al verle fueron aquellas discusiones
en las que aquél ponía siempre un gran empeño en quedar vencedor.
"No,
no voy a discutir, ni a exponer a la ligera mis pensamientos por nada del
mundo", se dijo aún.
Saltando
del ribulri y, tras saludar a su hermano y a Katavasov, Levin preguntó por
Kitty.
-Se
llevó a Mitia a Kolok -así se llamaba el bosque que había cerca de la casa-. Ha
querido arreglarle allí porque en la casa hace demasiado calor -explicó Dolly.
Levin
aconsejaba a su mujer que no llevase el niño al bosque, porque lo consideraba
peligroso, por lo cual esta noticia le desagradó.
-Siempre
anda llevando al pequeño de un lugar a otro -dijo el viejo Príncipe-. Le he
aconsejado que le llevase a la nevera.
-Kitty
pensaba ir luego al colmenar, suponiendo que estarías allí. Podríamos ir hacia
allá -dijo Dolly.
-¿Y
qué estabas haciendo tú? -preguntó Sergio Ivanovich a su hermano, al quedarse
atrás con él.
-Nada
de particular. Me ocupo, como siempre, de los asuntos de la propiedad -contestó
Levin-. ¿Y por cuánto tiempo has venido? -preguntó, a su vez, a Sergio
Ivanovich-. Te esperaba hace ya días.
-Por
un par de semanas -contestó Sergio-. Tengo mucho que hacer en Moscú.
En
esto, los ojos de los dos se encontraron, y no obstante su deseo de estar afectuoso
con Sergio y amable y sencillo con el Príncipe, Levin sintió que le irritaba
mirar a su hermano y bajó la vista sin saber qué decir.
Buscando
temas de conversación que fueran agradables a Sergio Ivanovich, aparte de la
guerra servia y la cuestión eslava, a las cuales había aludido de manera velada
al hablar de sus ocupaciones en Moscú, se puso a hablarle de la obra que había
publicado últimamente.
-¿Y
las críticas de tu libro? -le preguntó-. ¿Qué tal te tratan?
Sergio
Ivanovich sonrió comprendiendo que no era espontánea la pregunta.
-Nadie
se ocupa de él y yo menos que nadie -contestó con displicencia. Y, cambiando de
conversación, se dirigió a Dolly:
-Daria
Alejandrovna, mire... Va a llover-dijo, indicando con su paraguas unas nubes
blancas que corrían sobre las copas de los álamos.
Y
bastaron estas palabras para que aquella frialdad que quería evitar Levin en
sus relaciones con su hermano se estableciera entre los dos.
Levin
se acercó a Katavasov.
-¡Qué
acertado ha estado usted decidiéndose a venir!
-Ya
hace tiempo que quería haberlo hecho. Ahora podremos discutir con más calma...
¿Ha leído usted a Spencer?
-No
lo he terminado -dijo Levin-. De todos modos, ahora no lo necesito.
-¡Cómo!
Es interesante... ¿Por qué no lo necesita?
-Quiero
decir que la solución de las cuestiones que me interesan en la actualidad no la
encontraría en él ni en sus semejantes. Ahora...
Levin
iba a decir que le interesaban otras cuestiones más que los temas filosóficos,
pero observó la expresión tranquila y alegre que tenía el rostro de Katavasov
y, acordándose de sus propósitos, no quiso destruir su buen humor
contrariándole con sus nuevas ideas.
-De
todos modos, ya hablaremos después -añadió, condescendiente-. Si vamos al
colmenar, es por aquí, por este sendero --dijo, dirigiéndose a los demás.
Al
llegar, por el camino estrecho, a una explanada rodeada de brillantes flores de
"Juan-María" y donde crecían también espesos arbustos de verde oscuro
chenusitza, Levin hizo sentar a sus acompañantes en los bancos y troncos
instalados allí para los visitantes del colmenar a la sombra fresca y agradable
de unos álamos tiernos, y él se dirigió al colmenar para traer pan, pepinos y
miel fresca.
Con
gran cuidado y atento al zumbido de las abejas que cruzaban el aire
ininterrumpidamente, llegó por un sendero hasta el colmenar.
Al
entrar, una abeja se lanzó hacia él zumbando y se le enredó en la barba. Se
deshizo de ella y pasó al patio, cogió una redecilla que estaba colgada en una
pared, se la puso, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y siguió
hacia las colmenas.
En
filas regulares, atadas a estaquitas, estaban las colmenas viejas, cada una con
su historia, que él conocía; a lo largo de la cerca que rodeaba el colmenar se
veían las nuevas instaladas aquel año.
A
la entrada de las colmenas revoloteaban nubes de abejas y de zánganos, mientras
las obreras volaban hacia el bosque atraídas por los tilos en flor y regresaban
cargadas del dulce néctar. Y todo el enjambre, obreras diligentes, zánganos
ociosos, guardianas despiertas dispuestas a lanzarse sobre cualquier extraño al
colmenar que tratara de acercarse allí, dejaban oír las notas más diversas en
el aire encalmado que se confundían en un continuo y bronco zumbido.
En
la otra parte de la cerca, el encargado del colmenar cepillaba una tabla.
El
viejo campesino no vio a Levin y éste no le llamó.
Estaba
contento de quedarse solo para recobrar la tranquilidad de su ánimo, que ya se
había alterado en aquel corto contacto con la realidad.
Recordó,
con pesar, que se había enfadado contra Iván, que había demostrado frialdad a
su hermano y hablado con ligereza a Katavasov.
"
¿Es posible que todo aquello haya sido cosa de momento y que pase todo sin
dejar huella?", se dijo.
Y
en aquel mismo instante sintió con alegría que algo nuevo a importante acaecía
en su alma. Sólo por unos instantes la realidad había hecho desaparecer, como
cubriéndola por un negro velo, aquella calma espiritual hallada por él y que
ahora recobraba de nuevo, porque sólo había permanecido oculta en el interior
de su alma.
Así
como las abejas que volaban alrededor suyo y amenazaban picarle le distraían,
le hacían perder la tranquilidad material, obligándole a encogerse, a
resguardarse, del "sino modo las preocupaciones que le habían asaltado a
partir del momento en que montara en el tílburi con el cochero, habían privado
de tranquilidad a su alma; pero esto había durado tan sólo mientras estuvo
entre Iván, el Príncipe, Katavasov y Sergio Ivanovich. Lo mismo que, a pesar de
las abejas, conservaba su fuerza física, así sentía de nuevo dentro de él la
fuerza espiritual que había recibido.
XV
-¿Sabes
a quién ha encontrado tu hermano en el tren, Kostia? -preguntó Dolly, después
de repartir a los niños pepinos y miel-. A Vronsky. Va a Servia.
-Y
lleva un escuadrón a sus expensas -añadió Katavasov.
-Es
una cosa digna de él -dijo Levin-. Pero, ¿es que todavía marchan voluntarios?
-preguntó, mirando a su hermano.
Sergio
Ivanovich, ocupado en sacar del trozo de panal que tenía en su plato una abeja
viva, pegada a la miel, con la punta de un cuchillo, no le contestó.
-¡Cómo
no! ¡Si viera usted los que había ayer en la estación! -repuso Katavasov
mordiendo ruidosamente su pepino.
-Pero,
¿cómo es eso? Explíquemelo, Sergio Ivanovich. ¿A qué van esos voluntarios y
contra quién han de guerrear? -preguntó el viejo Príncipe, continuando una
conversación iniciada, al parecer, en ausencia de Levin.
-Contra
los turcos -contestó Kosnichev, sonriente y tranquilo.
Había
logrado librar a la abeja aún viva y ennegrecida de miel que agitaba las
pequeñas patas, y con cuidado la pasó de la punta del cuchillo sobre una hoja
de olmo.
-¿Y
quién ha declarado la guerra a los turcos? ¿Iván Ivanovich Ragozov, la condesa
Lidia Ivanovna y la señora Stal?
-Nadie
ha declarado la guerra; pero la gente se compadece de sus hermanos de raza y
quiere ayudarles -dijo Sergio Ivanovich.
-El
Principe no dice que no se les ayude -intervino Levin-, defendiendo a su
suegro-. Se refiere a la guerra. El Príncipe sostiene que los particulares no
pueden intervenir en la guerra sin autorización del Gobierno.
-Mira,
Kostia. Una abeja volando. ¡Nos va a picar! -exclamó Dolly defendiéndose del
insecto.
-No
es una abeja, sino una avispa -aclaró Levin.
-Veamos,
explíquenos su teoría -dijo Katavasov, sonriente, a Levin, a %n de provocar una
discusión-. ¿Por qué los particulares no han de poder it a la guerra?
-Mi
contestación es la siguiente: la guerra es una cosa tan brutal, feroz y
terrible, que no digo ya un cristiano, sino ningún hombre puede tomar sobre sí
personalmente la responsabilidad de empezarla. Sólo el Gobierno puede ocuparse
de eso y ser por necesidad arrastrado a la guerra. Además, según la costumbre y
el sentido común, cuando se trata de asuntos de gobierno, y sobre todo de
guerras, todos los ciudadanos deben abdicar de su voluntad personal..
Sergio
Ivanovich y Katavasov hablaron a la vez, exponiendo sus objeciones, que ya
tenían preparadas.
-Hay
casos en que el Gobierno no cumple la voluntad de los ciudadanos, y entonces el
pueblo declara espontáneamente su voluntad --dijo Katavasov.
Pero
Kosnichev no parecía apoyar el criterio de Katavasov. Frunció las cejas y dijo:
-No
debe usted plantear así la cuestión. Aquí no hay declaración de guerra, sino la
expresión de un sentimiento humanitario, cristiano. Están matando a nuestros hermanos,
a gente de nuestra raza y fe. Y no ya a nuestros hermanos y correligionarios,
sino simplemente a mujeres, ancianos y niños. El sentimiento grita y los rusos
corren a ayudar a terminar con esos horrores. Figúrate que vas por la calle y
ves unos borrachos golpeando a una mujer o a un niño. No creo que to detuvieras
a preguntar si se ha declarado la guerra a ese hombre o no, sino que to
lanzarías en defensa del ofendido.
-Pero
no mataría al otro -atajó Levin.
-Sí
le matarías.
-No
lo sé. De ver un caso así, me entregaría al sentimiento del momento. No puedo
decirlo de antemano. Pero semejante sentimiento no existe ni puede existir
respecto a la opresión de los eslavos.
-Quizá
no exista para ti, pero existe para los demás -contestó, frunciendo el entrecejo
involuntariamente, Segio Ivanovich-. Aún viven en el pueblo las leyendas de los
buenos cristianos que gimen bajo el yugo del "infiel agareno". El
pueblo ha oído hablar de los sufrimientos de sus hermanos y ha levantado la
voz.
-Puede
ser -dijo Levin evasivamente-. Pero no to veo. Yo pertenezco al pueblo y no
siento eso.
-Tampoco
yo -añadió el Príncipe-. He vivido en el extranjero, he leído la prensa y
confieso que ni siquiera antes, cuando los horrores búlgaros, entendí la causa
de que los rusos, de repente, comenzaran a amar a sus hermanos eslavos mientras
yo no sentía por ellos amor alguno. Me entristecí mucho, pensando ser un
monstruo o atribuyéndolo a la influencia de Carlsbad... Pero al llegar aquí me
tranquilicé viendo que hay mucha gente que sólo se preocupa de Rusia y no de
sus hermanos eslavos. También Constantino Dmitrievich piensa así --dijo
señalándole.
-En
este caso, las opiniones personales no significan nada -respondió Kosnichev-;
las opiniones personales no tienen ningún valor ante la voluntad de toda Rusia
expresada con unanimidad.
-Perdone,
pero no lo veo. El pueblo es ajeno a todo eso -repuso el Príncipe.
-No
papá. Acuérdate del domingo en la iglesia -dijo Dolly, que escuchaba la
conversación-. Dame la servilleta, haz el favor --dijo al anciano, que
contemplaba, sonriendo, a los niños-. Es imposible que todos...
-¿Qué
pasó el domingo en la iglesia? -preguntó el Príncipe-. Al cura le ordenaron
leer y leyó. Los campesinos no comprendieron nada. Suspiraban como cuando oyen
un sermón. Luego se les dijo que se iba a hacer una colecta en pro de una buena
obra de la Iglesia y cada uno sacó un cópec, sin saber ellos mismos para
qué.
-El
pueblo no puede ignorarlo. El pueblo tiene siempre conciencia de su destino y
en momentos como los de ahora ve las cosas con claridad -declaró Sergio
Ivanovich categóricamente, mirando al viejo encargado del colmenar, como
interrogándole.
El
viejo, arrogante, de negra barba canosa y espesos cabellos de plata, permanecía
inmóvil sosteniendo el pote de miel y mirando dulcemente a los señores desde la
elevación de su estatura sin entender ni querer entender lo que trataban, según
se evidenciaba en todo su aspecto.
-Sí,
señor -afirmó el viejo, moviendo la cabeza, como contestando a las palabras de
Sergio Ivanovich.
-Pregúntenle
y verán que no sabe ni entiende nada de eso -dijo Levin. Y añadió, dirigiéndose
al viejo-: ¿Has oído hablar de la guerra, Mijailich? ¿No oíste lo que decían en
la iglesia? ¿Qué te parece? ¿Piensas que debemos hacer la guerra en defensa de
los cristianos?
-¿Por
qué hemos de pensar en eso? Alejandro Nicolaevich, el Emperador, piensa por
nosotros en este asunto y pensará por nosotros en todos los demás que se
presenten...Él sabe mejor... ¿Traigo más pan? ¿Hay que dar más a los
chiquillos? -se dirigió a Daria Alejandrovna, indicando a Gricha que terminaba
su corteza de pan.
-No
necesito preguntar -dijo Sergio Ivanovich-. Vemos centenares y millares de
hombres que lo dejan todo para ayudar a esa obra justa. Llegan de todas las
partes de Rusia y expresan claramente su pensamiento y su deseo. Traen sus
pobres groches y van por sí mismos a la guerra y dicen rectamente por
qué lo hacen. ¿Qué significa esto?
-Eso
significa, a mi juicio --dijo Levin que comenzaba a irritarse otra vez-, que en
un pueblo de ochenta millones se encuentran, no ya centenares, sino decenas de
miles de hombres que han perdido su posición social, gente atrevida, pronta a
todo, que siempre está dispuesta a enrolarse en las bandas de Pugachev o
cualquier otra de su especie, y que lo mismo va a Servia que a la China...
-Te
digo que no se trata de centenares ni de gente perdida, sino que son los
mejores representantes del pueblo --dijo Sergio Ivanovich con tanta irritación
como si estuvieran defendiendo sus últimos bienes-. ¿Y los dineros recogidos?
¡Aquí sí que el pueblo expresa directa y claramente su voluntad!
-Esa
palabra "pueblo" es tan indefinida... -dijo Levin-. Sólo los
escribientes de las comarcas, los maestros y el uno por mil de los campesinos y
obreros saben de qué se trata. Y el resto de los ochenta millones de rusos,
como Mijailich, no sólo no expresan su voluntad, sino que no tienen ni idea
siquiera de sobre qué cuestión deben expresarla. ¿Qué derecho tenemos, pues, a
decir que se expresa la voluntad del pueblo?
XVI
Experto
en dialéctica, Sergio Ivanovich, sin replicar a la última objeción de Levin,
llevó la conversación a otro punto de vista.
-Si
quieres averiguar -dijo- por un medio aritmético el espíritu del pueblo, es
claro que será muy difícil que llegues a conocerlo. En nuestro país no está aún
implantado el sufragio, y no puede ser introducido, porque no expresaría la
voluntad popular; pero para saber cuál es ésta existen otros caminos: se
percibe en el ambiente, se siente en el corazón. Ya no hablo de aquellas
corrientes bajo el agua que se mueven en el mar muerto del pueblo y que son
claras para toda persona que no tenga prevención, miras particulares en el
estricto sentido de la palabra. Todos los partidos del mundo intelectual, antes
enemigos irreconciliables, ahora se han fundido en una sola idea, las
discordias se han terminado. Toda la prensa dice lo mismo; todos han sentido
una fuerza titánica que les empuja en la misma dirección.
-Sí,
lo dicen todos los periódicos -repuso el Príncipe-. Esto es verdad. Pero de tal
modo dicen todos lo mismo, que semejan las ranas en el pantano antes de la
tempestad. Hacen tanto ruido, que no se oye ningún otro...
-Si
son ranas o no lo son, no lo discuto. Yo no edito periódicos y no quiro
defenderlos. Pero sí he de señalar la unidad de opiniones en el mundo
intelectual -digo Sergio Ivanovich, dirigiéndose a su hermano.
Levin
iba a contestar, pero el viejo Príncipe se le adelantó.
-En
cuanto a esa unidad de opiniones se puede decir otra cosa -dijo-. Tengo un yemo
-Esteban Arkadievich, ustedes ya le conocen-. Ahora se le nombra miembro de no
sé qué comisión y algo más que ahora no recuerdo. En este puesto no hay nada
que hacer, pero Dolly -esto no es un secreto- percibirá un sueldo de ocho mil
rublos. Vayan ustedes a preguntarle si ese cargo tiene alguna utilidad; él les
demostrará que no hay otro más necesario. Y no es un hombre embustero; pero le
es imposible no creer en la utilidad de los ocho mil rublos.
-Sí,
es verdad, Stiva me ha pedido que diga a Daria Alejandrovna que obtuvo el
puesto --dijo Sergio Ivanovich, con visible desagrado, producido por las
palabras del Príncipe.
-Pues
así es también la unanimidad en las opiniones de los periódicos. Me han
explicado que cuando hay guerra, duplican la tirada. Entonces, ¿cómo pueden
dejar de considerar trascendentales la suerte del pueblo, la situación de los
eslavos, etcétera, etcétera, etcétera?
-Confieso
que no tengo demasiada afición a los periódicos, pero hablar así me parece
injusto -, dijo Sergio Ivanovich.
-Yo
les pondría una sola condición -continuó el Príncipe. Alfonso Karr lo dijo muy
bien antes de la guerra con Prusia: " ¿Usted piensa que la guerra es
necesaria? Muy bien. Quien predica la guerra, que vaya en una legión especial,
delante de todos en los ataques, en los asaltos".
-¡Estarían
muy bien los redactores de los periódicos en esa posición!,-comentó Katavasov,
riéndose a carcajadas porque se imaginaba a los periodistas conocidos suyos en
aquella legión escogida.
-Como
que huirían al primer disparo, no servirían más que de estorbo -dijo Dolly.
-Si
trataran de huir -completó el Príncipe- se les colocarían detrás las
ametralladoras o los cosacos con látigos.
-Eso
es una broma, y una broma de dudoso gusto, perdonadme que os lo diga, Príncipe
-dijo Sergio Ivanovich con acritud.
-No
veo que sea una broma... -empezó Levin. Pero Sergio Ivanovich le interrumpió:
-Cada
miembro de la sociedad está llamado a cumplir la obra que le coresponde y los
intelectuales cumplen la suya orientando a la opinión pública, y la unánime y
completa expresión de la opinión pública es lo que honra a la prensa y al mismo
tiempo es un hecho que ha de llenamos de alegría. Hace veinte años habríamos
callado; pero ahora se oye la voz del pueblo ruso, que está pronto a levantarse
como un hombre y a sacrificarse por sus hermanos oprimidos. Es un gran paso y
una patente demostración de la fuerza de...
-Pero
es que no se trata de sacrificarse, sino también de matar turcos -insinuó
tímidamente Levin-. El pueblo está presto a sacrificarse por su alma, pero no a
matar -añadió con firmeza, relacionando esta conversación con los pensamientos
que le preocupaban.
-¿Cómo
por su alma? Explíqueme esto. Comprenda que para un especialista en ciencias
naturales esta expresión ofrece algunas dificultades --dijo Katavasov con
sonrisa irónica.
-Ya
sabe usted muy bien lo que quiero decir.
-Pues
le juro que no tengo ni la más mínima idea -contestó con risa sonora Katavasov.
-"No
traigo la paz, sino la espada", dijo Cristo -replicó por su parte, Sergio
Ivanovich, citando, como cosa clara, aquella parte del Evangelio que más
confundía a Levin.
-Eso
es... Sí, señor --dijo el viejo criado Mijailich, contestando a la mirada que
casualmente le había dirigido Sergio.
Levin
se ruborizó de enojo, no porque se sintiera vencido, sino porque no había podido
contenerse y evitar la discusión.
"No,
no debo discutir con ellos", pensó. " Ellos están protegidos por una
coraza impenetrable, y yo estoy desnudo. Habría debido callarme."
Comprendía
que le era imposible persuadir a su hermano y a Katavasov, y aún menos veía la
posibilidad de estar de acuerdo con ellos. Lo que ellos predicaban era aquel
orgullo de espíritu que casi le había hecho perecer a él. No podía estar
conforme con que ellos, tomando en consideración lo que decían los charlatanes
voluntarios que venían de las capitales, dijeran que éstos, junto con los
periódicos, expresaban la voluntad y el pensamiento populares, pensamiento y
voluntad que se basaban en la venganza y en la muerte. No podía estar conforme
con esto porque no veía la expresión de tales pensamientos en el pueblo, entre
el cual vivía, ni tampoco encontraba estos pensamientos en sí mismo (y no podía
considerarse de otro modo sino como uno más entre los miembros que constituían
el pueblo ruso) y, sobre todo, porque, junto con el pueblo, no podía comprender
en qué consiste el bien general; pero sí creía firmemente que alcanzar este
bien general era posible solamente cumpliendo severamente la ley del Bien. Y
por ello, no podía desear la guerra ni hablar en su favor. Levin veía su
opinión junto a la de Mijailich y el verdadero pueblo, cuyo pensamiento había
quedado plasmado en la leyenda de la llamada a los Varegos: " Venid
sobre nosotros y gobernadnos. En cambio os prometemos obediencia. Todo el
trabajo, todas las humillaciones, todos los sacrificios, los tomamos sobre
nosotros; vosotros juzgad y decidid".
Y
ahora, según Sergio Ivanovich, el pueblo renunciaba a este derecho comprado a
un precio tan elevado.
Levin
habría querido decir también que si la opinión pública es un juez impecable,
¿por qué la revolución no era igualmente tan legal como el movimiento en pro de
los eslavos?
Pero
todo esto no eran más que pensamientos que no podían decidir nada. Una sola
cosa se veía palpable: que la discusión sobre este punto irritaba a Sergio
Ivanovich y que era mejor, por lo tanto, no discutin
Y
Levin calló y atrajo la atención de sus huéspedes hacia las oscuras nubes que
habían acabado de cubrir amenazadoramente todo el cielo. Y comprendiendo que la
lluvia no iba a tardar, se dirigieron todos a la casa.
XVII
El
Príncipe y Sergio Ivanovich subieron al cochecillo, mientras que los otros,
apresurando el paso, emprendían a pie el regreso hacia la casa.
Pero
las nubes, unas claras, otras oscuras, se acercaban con acelerada rapidez, y
deberían correr mucho más si querían llegar a casa antes de que descargarse la
lluvia.
Las
nubes delanteras, bajas y negras como humo de hollín, avanzaban por el cielo
con enorme velocidad.
Ahora
sólo distaban de la casa unos doscientos pasos, pero el viento se había
levantado ya y el aguacero podía sobrevenir de un momento a otro.
Los
niños, entre asustados y alegres, corrían delante chillando. Dolly, luchando
con las faldas que se le enredaban a las piernas, ya no andaba, sino que
corría, sin quitar la vista de sus hijos.
Los
hombres avanzaban a grandes pasos, sujetándose los sombreros. Cerca ya de la
escalera de la entrada, una gruesa gota golpeó y se rompió en el canalón de
metal. Niños y mayores, charlando jovialmente, se guarecieron bajo techado.
-¿Dónde
está Catalina Alejandrovna? -preguntó Levin al ama de llaves, que salió a su
encuentro en el recibidor con pañuelos y mantas de viaje.
-Creíamos
que estaba con usted.
-¿Y
Mitia?
-En
el bosque, en Kolok. El aya debe de estar con él.
Levin,
cogiendo las mantas, se precipitó al bosque.
Entre
tanto, en aquel breve espacio de tiempo, las nubes habían cubierto de tal modo
el sol que había oscurecido como en un eclipse. El viento soplaba con violencia
como con un propósito tenaz, rechazaba a Levin, arrancaba las hojas y flores de
los tilos, desnudaba las ramas de los blancos abedules y lo inclinaba todo en
la misma dirección: acacias; arbustos, flores, hierbas y las copas de los
árboles.
Las
muchachas que trabajaban en el jardín corrían, gritando, hacia el pabellón de
la servidumbre. La blanca cortina del aguacero cubrió el bosque lejano y la
mitad del campo más próximo acercándose rápidamente a Kolok. Se distinguía en
el aire la humedad de la lluvia, quebrándose en múltiples y minúsculas gotas.
Inclinando
la cabeza hacia adelante y luchando con el viento que amenazaba arrebatarle las
mantas, Levin se acercaba al bosque a la carrera.
Ya
distinguía algo que blanqueaba tras un roble, cuando de pronto todo se inflamó,
ardió la tierra entera, y pareció que el cielo se abría encima de él.
Al
abrir los ojos, momentáneamente cegados, Levin, a través del espeso velo de
lluvia que ahora le separaba de Kolok, vio inmediatamente, y con horror, la
copa del conocido roble del centro del bosque que parecía haber cambiado
extrañamente de posición.
"¿Es
posible que le haya alcanzado?", pudo pensar Levin aun antes de que la
copa del árbol, con movimiento más acelerado cada vez, desapareciera tras los
otros árboles, produciendo un violento ruido al desplomarse su gran mole sobre
los demás.
El
brillo del relámpago, el fragor del trueno y la impresión de frío que sintió
repentinamente se unieron contribuyendo a producirle una sensación de horror.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! Haz que no haya caído el roble sobre epos -pronunció.
Y
aunque pensó en seguida en la inutilidad del ruego de que no cayera sobre ellos
el árbol que ya había caído, él repitió su súplica, comprendiendo que no le
cabía hacer nada mejor que elevar aquella plegaria sin sentido.
Al
llegar al sitio donde ellos solían estar, Levin no halló a nadie.
Estaban
en otro lugar del bosque, bajo un viejo tilo, y le llamaban. Dos figuras
vestidas de oscuro -antes vestían de claro- se inclinaban hacia el suelo.
Eran
Kitty y el aya. La lluvia ahora cesó casi del todo. Comenzaba a aclarar cuando
Levin corrió hacia ellas. El aya tenía seco el borde del vestido, pero el de
Kitty estaba todo mojado y se le pegaba al cuerpo. Aunque no llovía,
continuaban en la misma postura que durante la tempestad: inclinadas sobre el
cochecito, sosteniendo la sombrilla verde.
-¡Están
vivos! ¡Gracias a Dios! -exclamó Levin, corriendo sobre el suelo mojado con sus
zapatos llenos de agua.
Kitty,
con el rostro mojado y enrojecido, se volvía hacia él, sonriendo tímidamente
bajo el sombrero, que había cambiado de forma.
-¿No
te da vergüenza? ¡No comprendo que seas tan imprudente!
-Te
juro que no tuve la culpa. En el momento en que nos disponíamos a regresar,
tuvimos que mudar al pequeño. Cuando terminamos, la tempestad ya... -se
disculpó Kitty.
Mitia
estaba sano y salvo, bien seco y dormido.
-¡Loado
sea Dios! No sé lo que me digo...
Recogieron
los pañales mojados, el aya sacó al niño del cochecillo y le llevó en brazos.
Levin caminaba junto a su mujer reprochándose la irritación con que le hablara
y, a escondidas del aya, apretaba su brazo contra el propio.
XVIII
Durante
todo el día, mientras se desarrollaban las más diversas conversaciones, en las
que intervenía como si sólo participara en ellas lo externo de su inteligencia,
Levin, no obstante al desengaño del cambio que debía pesar sobre él, sentía
incesantemente, con placer, la plenitud de su corazón.
Después
de la lluvia la excesiva humedad impedía salir de paseo. Además, las nubes de
tormenta no desaparecían del horizonte y pasaban unas veces por un sitio, otras
por otro, ennegrecido el cielo, acompañadas a intervalos por el fragor de los
truenos. El resto del día lo pasaron, pues, todos en la casa.
No
se discutió más, y después de la comida se encontraban todos de excelente
humor.
Katavasov,
al principio, hizo reír mucho a las señoras con sus bromas originales, que
siempre gustaban cuando se le empezaba a conocer; pero luego, interpelado por
Kosnichev, suspendió sus interesantísimas observaciones sobre la diferencia de
vida, caracteres y hasta de fisonomías entre los machos y hembras de las moscas
caseras.
Sergio
Ivanovich, también de buen humor, explicó a petición de su hermano, durante el
té, su punto de vista sobre el porvenir de la cuestión de Oriente, de modo tan
sencillo y agradable que todos le escucharon con placer.
Kitty
fue la única que no pudo atenderle hasta el final, porque la llamaron para
bañar a Mitia.
Algunos
momentos después, llamaron también a Levin al cuarto del niño.
Dejando
el té, y, lamentando interrumpir una charla interesante, se inquieto a la vez
al ver que le llamaban, ya que sólo lo hacían en ocasiones importantes, Levin
se dirigió a la alcoba de Mitia.
A
pesar de lo interesante del plan -que Levin no oyera hasta el fin- expuesto por
Sergio Ivanovich respecto a que los cuarenta millones de eslavos liberados debían,
en unión de Rusia, abrir una nueva era en la historia del mundo; a pesar de su
inquietud a interés por el hecho de que le llamaran, en cuanto se encontró
solo, al salir del salón recordó sus pensamientos de por la mañana.
Y
todo aquello de la importancia del elemento eslavo en la historia universal le
pareció tan insignificante en comparación con lo que sucedía en su alma que por
el momento lo olvidó todo y se sumió en el mismo estado de espíritu en que
estuviera durante la mañana.
Ahora
no recordaba el proceso de sus ideas, como lo hacía antes, ni tampoco lo
necesitaba. Se hundía en seguida en el sentimiento que le guiaba, en relación
con estas ideas, y hallaba que aquel sentimiento era más fuerte y definido en
su alma que antes.
Ya
no le sucedía ahora como anteriormente, cuando en los momentos en que
encontraba un consuelo imaginario, le era forzoso restablecer todo el proceso
de sus ideas para hallar el sentimiento. Al contrario, a la sazón, la sensación
de alegría y serenidad era más viva que antes, y el pensamiento no alcanzaba
hasta la altura del sentimiento.
Levin,
caminando por la terraza y mirando las estrellas que aparecían en el cielo ya
oscurecido, recordó de repente y se dijo: "Sí, mirando al cielo, pensaba
que la bóveda que veo no es una ilusión; pero no llevé mis pensamientos hasta
el final, algo no quedó bien meditado. Pero, sea como sea, no puede haber
objeción. Hay que reflexionar sobre ello y entonces todo quedará claro
...".
Y
al penetrar en la alcoba del niño, se acordó de lo que se había ocultado a sí
mismo. Y era que si la principal demostración de la Divinidad consistía en su
revelación de lo que es el bien, en ese caso, ¿por qué la revelación se limita
sólo a la Iglesia cristiana? ¿Qué relación tienen con esta revelación las doctrinas
budistas y mahometanas que también profesan y hacen el bien?
Parecíale
encontrar ya la contestación a tal pregunta cuando, antes de contestarse, entró
en el cuarto del niño.
Kitty,
con los brazos remangados, se inclinaba sobre la bañera donde estaba el pequeño
jugando con el agua, y al oír los pasos de su marido volvió el rostro hacia él
y le llamó con una sonrisa.
Sostenía
con una mano la cabeza del niño, que estaba tendido de espalda en el agua,
agitando los piececillos, y con la otra, contrayéndola rítmicamente, Kitty
oprimía la esponja contra el cuerpo regordete del pequeño.
-¡Mírale,
mírale! -dijo cuando su esposo se acercó a ella-. Agafia Mijailovna tiene
razón: ya nos conoce...
Era
evidente que, desde aquel día, Mitia reconocía a todos los que le rodeaban.
En
cuanto Levin se acercó a la bañera le hicieron asistir a un experimento que
tuvo un éxito completo.
La
cocinera, llamada expresamente, se inclinó hacia el niño, quien frunció las
cejas y movió la cabeza negativamente. Luego se inclinó Kitty y el niño sonrió
con júbilo, apoyó las manitas en la esponja y produjo con los labios un extraño
sonido de contento.
No
sólo la madre y el aya, sino hasta el mismo Levin, se entusiasmaron.
Con
una mano sacaron al niño de la bañera, le vertieron más agua por encima, le
envolvieron en la sábana, le secaron y después, cuando comenzó a emitir su
prolongado grito habitual, se lo entregaron a su madre.
-Me
alegro mucho de que empieces a quererle -dijo Kitty a su marido después de que
con el niño al pecho, se sentó en su lugar acostumbrado-. Estoy muy contenta.
Ya empezaba a disgustarme. Decías que no experimentabas nada hacia él...
-¿He
dicho que no sentía nada? Sólo decía que me había decepcionado.
-¿Te
había decepcionado el niño, quizá?
-No
él, sino yo con respecto a mi sentimiento por él. Esperaba más. Esperaba una
especie de sorpresa, de sentimiento nuevo y agradable que florecería en mi
alma. Y de pronto, en lugar de eso, sentí repugnancia, compasión...
Kitty
le escuchaba atentamente, teniendo al niño entre ambos y ajustándose a los
finos dedos las sortijas que se quitara para bañar a Mitia.
-Y
lo principal es que sentía mucho más temor y compasión por él que placer. Hoy,
después del momento de temor que pasé durante la tormenta, comprendí cuánto le
quiero.
Kitty
mostraba una radiante sonrisa.
-¿Te
asustaste mucho? -preguntó-. Yo también. Pero ahora que todo ha pasado tengo
más miedo aún... Iré a ver el roble. ¡Qué simpático es Katavasov! Todo el día
se ha mostrado muy amable. ¡Y tú eres tan bueno con tu hermano, y te portas tan
bien con él cuando quieres! Anda, ve con ellos. Aquí, después del baño, hace
siempre demasiado calor...
XIX
Al
salir del cuarto del niño y quedarse solo, Levin recordó otra vez aquel
pensamiento en el cual había algo que no estaba claro.
En
vez de ir al salón, desde el cual llegaban las voces de los demás, se detuvo en
la terraza y apoyándose en la balaustrada contempló el cielo.
Había
anochecido por completo. Al sur, hacia donde miraba, no se veían nubes. Al lado
opuesto se extendía el nublado y allí brillaban los relámpagos y se oían
lejanos truenos.
Levin
escuchaba el lento caer de las gotas de agua desde los tilos en el jardín,
contemplaba el conocido triángulo de estrellas que tanto conocía, y la difusa
Vía Láctea, que cruzaba a aquel triángulo por el centro.
Cada
vez que brillaba un relámpago, no sólo la Vía Láctea sino las brillantes
estrellas desaparecían, pero cuando el relámpago cesaba, las estrellas, como
lanzadas por una mano certera, reaparecían en el mismo sitio.
"¿Y
qué es lo que me hace todavía dudar?" , preguntó Levin, presintiendo que,
aunque la ignoraba aún, la solución de sus dudas estaba ya preparada en su
alma.
"Sí,
la única, evidente a indudable manifestación de la Divinidad son las leyes del
bien, expuestas al mundo por la revelación, y las cuales siento en mí y a cuyo
reconocimiento no me incorporo, sino que estoy unido forzosamente con una
comunidad de creyentes que se llama Iglesia. Pero los hebreos, los mahometanos,
confucianos y budistas, ¿qué son? Y aquella era la pregunta que resultaba
peligrosa. ¿Es posible que centenares de millones de seres humanos estén
privados del mayor bien de la vida, sin el que la vida misma no tiene
sentido?"
Permaneció
pensativo; pero en seguida se corrigió.
"¿Qué
pregunto? Pregunto sobre la relación con la Divinidad de diversas doctrinas
religiosas de la Humanidad toda. Pregunto sobre la manifestación general de
Dios a todo el mundo, incluso a las nebulosas del firmamento... ¿Qué hago? A
mí, personalmente, a mi corazón, se me abre un conocimiento indudable,
incomprensible para la razón, y he aquí que me obstino en explicar con razones
y palabras ese conocimiento.
"¿Acaso
no sé que las estrellas no se mueven?", se preguntó, mirando el brillante
astro que había cambiado de posición sobre las altas ramas del álamo.
"
Sin embargo, mirando el movimiento de las estrellas no puedo apreciar el de
rotación de la Tierra y por tanto acierto al decir que las estrellas se mueven.
"¿Habrían
los astrónomos podido comprender y calcular algo sólo teniendo en cuenta los
diversos y complicados movimientos de la Tierra? Todas sus extraordinarias
conclusiones de los cuerpos celestes se basan sólo en el movimiento aparente de
los astros en torno a la Tierra inmóvil, en ese movimiento que contemplo ahora
y que, tal como es para mí, fue para millones de hombres durante siglos, y ha
sido y será siempre igual, y por eso puede ser comprobado directamente.
"Y
así como habrían sido superfluas y discutibles las conclusiones de los
astrónomos no basadas en la observación del cielo visible, en relación con un
meridiano y un horizonte, igualmente superfluas y discutibles habrían sido mis
conclusiones de no bastarse en la comprensión del bien, que ha sido, es y será
igual para todos, y que me es revelado por el cristianismo, y en el cual puede
siempre confiar mi espíritu. No tengo, pues, derecho a resolver la cuestión de
las relaciones de otras doctrinas con la Divinidad."
-Pero,
¿estás todavía aquí? -preguntó de repente la voz de Kitty, que se dirigía al
salón por aquel mismo camino-. ¿Estás disgustado por algo? -agregó, mirando su
rostro a la luz de las estrellas.
Mas
no habría podido distinguirlo a no ser por el fulgor de un relámpago que ocultó
en aquel momento la claridad de las estrellas a iluminó la faz de su marido. A
aquel resplandor fugaz, Kitty lo examinó y, al verlo jubiloso y sereno,
floreció en sus labios una sonrisa.
"Ella
me comprende" , pensó Levin. " Ella sabe en lo que estoy pensando.
¿Se lo digo o no? Sí, voy a decírselo."
Pero
en el momento en que iba a empezar a hablar, Kitty habló también.
-Oye,
Kostia, ¿quieres hacerme un favor? Ve a la habitación del rincón a ver si la
han arreglado bien para Sergio Ivanovich. A mí me da cierta vergüenza... ¿Le
habrán puesto el lavabo nuevo?
-Bien;
voy a ver -dijo Levin, incorporándose y besándola.
"No,
no debo hablarle" , pensó, cuando Kitty pasó delante de él. " Se
trata de un misterio que sólo yo debo conocer y que no puede explicarse con
palabras.
"
Este nuevo sentimiento no me ha modificado, no me ha deslumbrado ni me ha hecho
feliz como esperaba; como en el amor paternal no ha habido sorpresa ni
arrebatamiento... No sé si esto es fe o no es fe. No sé lo que es. Pero sí sé
que este sentimiento, de un modo imperceptible, ha penetrado en mi alma con el
sufrimiento y ha arraigado en ella firmemente.
"Me
sentiré irritado como antes contra Iván, el cochero, seguiré discutiendo lo
mismo, expresaré inadecuadamente mis pensamientos, continuará levantándose un
muro entre el santuario de mi alma y los demás, incluso entre mi espíritu y el
de mi mujen Seguiré culpándola de mis sobresaltos para luego arrepentirme de
ello; mi razón no comprenderá por qué rezo y sin embargo seguiré rezando...
Todo como antes...
"
Pero a partir de hoy mi vida, toda mi vida, independientemente de lo que pueda
pasar, no será ya irrazonable, no carecerá de sentido como hasta ahora, sino
que en todos y en cada uno de sus momentos poseerá el sentido indudable del
bien, que yo soy dueño de infundir en ella."
FIN