Juan Bautista Alberdi

 

 

 

Bases
y puntos de partida para la organización política de la República Argentina

 

 

 

 

 

 

 

      INTRODUCCION.

      América ha sido descubierta, conquistada y poblada por las razas

      civilizadas de Europa, a impulsos de la misma ley que sacó de su suelo

      primitivo a los pueblos de Egipto para atraerlos a Grecia; más tarde a los

      habitantes de ésta para civilizar las regiones de la Península Itálica; y

      por fin a los bárbaros habitadores de Germania para cambiar con los restos

      del mundo romano la virilidad de su sangre por la luz del cristianismo.

      Así, el fin providencial de esa ley de expansión es el mejoramiento

      indefinido de la especie humana, por el cruzamiento de las razas, por la

      comunicación de las ideas y creencias, y por la nivelación de las

      poblaciones con las subsistencias.

      Por desgracia su ejecución encontró en la América del Sur un obstáculo en

      el sistema de exclusión de sus primeros conquistadores. Monopolizado por

      ellos durante tres siglos su extenso y rico suelo, quedaron esterilizados

      los fines de la conquista en cierto modo para la civilización del mundo.

      Las trabas y prohibiciones del sistema colonial impidieron su población en

      escala grande y fecunda por los pueblos europeos, que acudían a la América

      del Norte, colonizada por un país de mejor sentido económico; siendo esa

      una de las principales causas de su superioridad respecto de la nuestra.

      El acrecentamiento de la población europea y los progresos que le son

      inseparables datan allí en efecto desde el tiempo del sistema colonial.

      Entonces, lo mismo que hoy, se duplicaba la población cada veinte años, al

      paso que las Leyes de Indias condenaban a muerte al americano español del

      interior que comunicase con extranjeros.

      Quebrantadas las barreras por la mano de la revolución, debió esperarse

      que este suelo quedase expedito al libre curso de los pueblos de Europa;

      pero, bajo los emblemas de la libertad, conservaron nuestros pueblos la

      complexión repulsiva que España había sabido darles, por un error que hoy

      hace pesar sobre ella misma sus consecuencias.

      Nos hallamos, pues, ante las exigencias de una ley, que reclama para la

      civilización el suelo que mantenemos desierto para el atraso.

      Esta ley de dilatación del género humano se realiza fatalmente, o bien por

      los medios pacíficos de la civilización, o bien por la conquista de la

      espada. Pero nunca sucede que naciones más antiguas y populosas se ahoguen

      por exuberancia de población, en presencia de un mundo que carece de

      habitantes y abunda de riquezas.

      El socialismo europeo es el signo de un desequilibrio de cosas, que tarde

      o temprano tendrá en este continente su rechazo violento, si nuestra

      previsión no emplea desde hoy los medios de que esa ley se realice

      pacíficamente y en provecho de ambos mundos. Ya Méjico ha querido probar

      la conquista violenta de que todos estamos amenazados para un porvenir más

      o menos remoto, y de que podemos substraernos dando espontáneamente a la

      civilización el goce de este suelo, de cuya mayor parte la tenemos

      excluida por una injusticia que no podrá terminar bien.

      Europa, lo mismo que América, padece por resultado de esta violación hecha

      al curso natural de las cosas. Allá sobreabunda, hasta constituir un mal,

      la población de que aquí tenemos necesidad vital. ¿Llegarán aquellas

      sociedades hasta un desquicio fundamental por cuestiones de propiedad,

      cuando tenemos a su alcance un quinto del globo terráqueo deshabitado?

      El bienestar de ambos mundos se concilia casualmente; y mediante un

      sistema de política y de instituciones adecuadas, los Estados del otro

      continente deben propender a enviarnos, por inmigraciones pacíficas, las

      poblaciones que los nuestros deben atraer por una política e instituciones

      análogas.

      Esta es la ley capital y sumaria del desarrollo de la civilización

      cristiana y moderna en este continente; lo fue desde su principio, y será

      la que complete el trabajo que dejó embrionario la Europa española.

      De modo que sus constituciones políticas no serán adecuadas a su destino

      progresista, sino cuando sean la expresión organizada de esa ley de

      civilización, que se realiza por la acción tranquila de Europa y del mundo

      externo.

      Me propongo en el presente escrito bosquejar el mecanismo de esa ley,

      indicar las violaciones que ella recibe de nuestro sistema político actual

      en la América del Sur, y señalar la manera de concebir sus instituciones,

      de modo que sus fines reciban completa satisfacción.

      El espacio es corto y la materia vasta. Seré necesariamente incompleto,

      pero habré conseguido mi propósito, si consiguiese llevar las miradas de

      los estadistas de Sudamérica hacia ciertos fines y horizontes, en que lo

      demás será obra del estudio y del tiempo...

      Valparaíso, 1 º de mayo de 1852.

      BASES Y PUNTOS DE PARTIDA PARA LA ORGANIZACIÓN POLITICA DE LA REPUBLICA

      ARGENTINA

      I

      Situación constitucional del Plata.

      La victoria de Monte Caseros (1) por sí sola no coloca a la República

      Argentina en posesión de cuanto necesita. Ella viene a ponerla en el

      camino de su organización y progreso, bajo cuyo aspecto considerada, esa

      victoria es un evento tan grande como la Revolución de Mayo, que destruyó

      el gobierno colonial español.

      Sin que se pueda decir que hemos vuelto al punto de partida (pues los

      Estados no andan sin provecho el camino de los padecimientos), nos

      hallamos como en 1810 en la necesidad de crear un gobierno general

      argentino, y una constitución que sirva de regla de conducta a ese

      gobierno. Toda la gravedad de la situación reside en esta exigencia. Un

      cambio obrado en el personal del gobierno presenta menos inconvenientes

      cuando existe una constitución que pueda regir la conducta del gobierno

      creado por la revolución. Pero la República Argentina carece hoy de

      gobierno, de constitución y de leyes generales que hagan sus veces. Este

      es el punto de diferencia de las revoluciones recientes de Montevideo y

      Buenos Aires: existiendo allí una constitución, todo el mal ha

      desaparecido desde que se ha nombrado el nuevo gobierno.

      La República Argentina, simple asociación tácita e implícita por hoy,

      tiene que empezar por crear un gobierno nacional y una constitución

      general que le sirva de regla.

      Pero ¿cuáles serán las tendencias, propósitos o miras, en vista de los

      cuales deba concebirse la venidera constitución? ¿Cuáles las bases y punto

      de partida del nuevo orden constitucional y del nuevo gobierno, próximos a

      instalarse? He aquí la materia de este libro, fruto del pensamiento de

      muchos años, aunque redactado con la urgencia de la situación argentina.

      En él me propongo ayudar a los diputados y a la prensa constituyentes a

      fijar las bases de criterio para marchar en la cuestión constitucional.

      Ocupándome de la cuestión argentina, tengo necesidad de tocar la cuestión

      de la América del Sur, para explicar con más claridad de dónde viene,

      dónde está y adónde va la República Argentina, en cuanto a sus destinos

      políticos y sociales.

      II

      Carácter histórico del derecho constitucional sudamericano: su división

      esencial en dos períodos.

      Todo el derecho constitucional de la América antes española es incompleto

      y vicioso, en cuanto a los medios que deben llevarla a sus grandes

      destinos.

      Voy a señalar esos vicios y su causa disculpable, con el objeto de que mi

      país se abstenga de incurrir en el mal ejemplo general. Alguna ventaja ha

      de sacar de ser el último que viene a constituirse.

      Ninguna de las constituciones de Sudamérica merece ser tomada por modelo

      de imitación, por los motivos de los que paso a ocuparme.

      Dos períodos esencialmente diferentes comprende la historia constitucional

      de nuestra América del Sur: uno que principia en 1810 y concluye con la

      guerra de la Independencia contra España, y otro que data de esta época y

      acaba en nuestros días.

      Todas las constituciones del último período son reminiscencia, tradición,

      reforma muchas veces textual de las constituciones dadas en el período

      anterior.

      Esas reformas se han hecho con miras interiores: unas veces de robustecer

      el poder en provecho del orden, otras de debilitarlo en beneficio de la

      libertad; algunas veces de centralizar la forma de su ejercicio, otras en

      localizarlo: pero nunca con la mira de suprimir en el derecho

      constitucional de la primera época lo que tenía de contrario al

      engrandecimiento y progreso de los nuevos Estados, ni de consagrar los

      medios conducentes al logro de este gran fin de la revolución americana.

      ¿Cuáles son, en qué consisten los obstáculos contenidos en el primer

      derecho constitucional? Voy a indicarlos.

      Todas las constituciones dadas en Sudamérica durante la guerra de la

      Independencia fueron expresión completa de la necesidad dominante de ese

      tiempo. Esa necesidad consistía en acabar con el poder político que Europa

      había ejercido en este continente, empezando por la conquista y siguiendo

      por el coloniaje; y como medio de garantizar su completa extinción, se iba

      hasta arrebatar

      le cualquier clase de ascendiente en estos países. La independencia y la

      libertad exterior eran los vitales intereses que preocupaban a los

      legisladores de ese tiempo. Tenían razón: comprendían su época y sabían

      servirla.

      Se hacía consistir y se definía todo el mal de América en su dependencia

      de un gobierno conquistador perteneciente a Europa; se miraba por

      consiguiente todo el remedio del mal en el alejamiento del influjo de

      Europa. Mientras combatíamos contra España disputándole palmo a palmo

      nuestro suelo americano, y contra el ejemplo monárquico de Europa

      disputándole la soberanía democrática de este continente, nuestros

      legisladores no veían nada más arriba de la necesidad de proclamar y

      asegurar nuestra independencia, y de sustituir los principios de igualdad

      y libertad como bases del gobierno interior, en lugar del sistema

      monárquico que había regido antes en América y subsistía todavía en

      Europa. Europa nos era antipática por su dominación y por su monarquismo.

      En ese período, en que la democracia y la independencia eran todo el

      propósito constitucional, la riqueza, el progreso material, el comercio,

      la población, la industria, en fin, todos los intereses económicos, eran

      cosas accesorias, beneficios secundarios, intereses de segundo orden, mal

      conocidos y mal estudiados, y peor atendidos por supuesto. No dejaban de

      figurar escritos en nuestras constituciones, pero sólo era en clase de

      pormenores y detalles destinados a hermosear el conjunto.

      Bajo ese espíritu de reserva, de prevención y de temor hacia Europa, y de

      olvido y abandono de los medios de mejoramiento por la acción de los

      intereses económicos, diéronse las constituciones contemporáneas de San

      Martín, de Bolívar y O'Higgins, sus inspiradores ilustres, repetidas más

      tarde casi textualmente y sin bastante criterio por las constituciones

      ulteriores, que aún subsisten.

      Contribuía a colocarnos en ese camino el ejemplo de las dos grandes

      revoluciones, que servían de modelo a la nuestra: la Revolución francesa

      de 1789 y la revolución de los Estados Unidos contra Inglaterra. Indicaré

      el modo de su influjo para prevenir la imitación errónea de esos grandes

      modelos, a que todavía nos inclinamos los americanos del sur.

      En su redacción nuestras constituciones imitaban las constituciones de la

      República Francesa y de la República de Norteamérica.

      Veamos el resultado que esto producía en nuestros intereses económicos, es

      decir, en las cuestiones de comercio, de industria, de navegación, de

      inmigración, de las que depende todo el porvenir de la América del Sur.

      El ejemplo de la Revolución francesa nos comunicaba su nulidad reconocida

      en materias económicas.

      Sabido es que la Revolución francesa, que sirvió a todas las libertades,

      desconoció y persiguió la libertad de comercio. La Convención hizo de las

      aduanas una arma de guerra, dirigida especialmente contra Inglaterra,

      esterilizando de ese modo la excelente medida de la supresión de las

      aduanas provinciales, decretada por la Asamblea nacional. Napoleón acabó

      de echar a Francia en esa vía por el bloqueo continental, que se convirtió

      en base del régimen industrial y comercial de Francia y de Europa durante

      la vida del Imperio. Por resultado de ese sistema, la industria europea se

      acostumbró a vivir de protección, de tarifas y prohibiciones.

      Los Estados Unidos no eran el mejor ejemplo para nosotros en política

      exterior y en materias económicas, aunque esto parezca extraño.

      Una de las grandes miras constitucionales de la Unión del Norte era la

      defensa del país contra los extranjeros, que allí rodeaban por el norte y

      sur a la República naciente, poseyendo en América más territorio que el

      suyo y profesando el principio monárquico como sistema de gobierno.

      España, Inglaterra, Francia, Rusia y casi todas las naciones europeas

      tenían vastos territorios alrededor de la Confederación naciente. Era tan

      justo, pues, que tratase de garantirse contra el regreso practicable de

      los extranjeros a quienes venció sin arrojar de América, como hoy sería

      inmotivado ese temor de parte de los Estados de Sudamérica que ningún

      gobierno europeo tienen a su inmediación.

      Desmembración de un Estado marítimo y fabril, los Estados Unidos tenían la

      aptitud y los medios de ser una y otra cosa, y les convenía la adopción de

      una política destinada a proteger su industria y su marina contra la

      concurrencia exterior, por medio de exclusiones y tarifas. Pero nosotros

      no tenemos fábricas, ni marina, en cuya atención debamos restringir con

      prohibiciones y reglamentos la industria y la marina extranjeras, que nos

      buscan por el vehículo del comercio.

      Por otra parte, cuando Washington y Jefferson aconsejaban a los Estados

      Unidos una política exterior de abstención y de reserva para con los

      poderes políticos de Europa, era cuando daba principio la Revolución

      francesa y la terrible conmoción de toda Europa, a fines del último siglo,

      en cuyo sentido esos hombres célebres daban un excelente consejo a su

      país, apartándolo de ligas políticas con países que ardían en el fuego de

      una lucha sin relación con los intereses americanos. Ellos hablaban de

      relaciones políticas, no de tratados y convenciones de comercio. Y ano en

      este último sentido, los Estados Unidos, poseedores de una marina y de

      industria fabril, podían dispensarse de ligas estrechas con la Europa

      marítima y fabricante. Pero la América del Sur desconoce completamente la

      especialidad de su situación y circunstancias, cuando invoca para sí el

      ejemplo de la política exterior que Washington aconsejaba a su país, en

      tiempo y bajo circunstancias tan diversos. La América del Norte por el

      liberalismo de su sistema colonial siempre atrajo pobladores a su suelo en

      gran cantidad, ano antes de la independencia; pero nosotros, herederos de

      un sistema tan esencialmente exclusivo, necesitamos de una política

      fuertemente estimulante en lo exterior.

      Todo ha cambiado en esta época: la repetición del sistema que convino en

      tiempos y países sin analogía con los nuestros, sólo serviría para

      llevarnos al embrutecimiento y a la pobreza.

      Esto es sin embargo lo que ofrece el cuadro constitucional de la América

      del Sur: y para hacer más práctica la verdad de esta observación de tanta

      trascendencia en nuestros destinos, voy a examinar particularmente las más

      conocidas constituciones ensayadas o vigentes de Sudamérica, en aquellas

      disposiciones que se relacionan a la cuestión de población, v. g., por la

      naturalización y el domicilio; a nuestra educación oficial y a nuestras

      mejoras municipales, por la admisión de extranjeros a los empleos

      secundarios; a la inmigración, por la materia religiosa; al comercio, por

      las reglas de nuestra política comercial exterior; y al progreso, por las

      garantías de reformas.

      Empezaré por las de mi país para dar una prueba de que me guía en esta

      crítica una imparcialidad completa.

      III

      Constituciones ensayadas en la República Argentina.

      La Constitución de la República Argentina, dada en 1826, más espectable

      por los acontecimientos ruidosos que originó su discusión y sanción que

      por su mérito real, es un antecedente que de buena fe debe ser abandonado

      por su falta de armonía con las necesidades modernas del progreso

      argentino.

      Es casi una literal reproducción de la Constitución que se dio en 1819,

      cuando los españoles poseían todavía la mitad de esta América del Sur. "No

      rehusa confesar (decía la Comisión que redactó el proyecto de 1826), no

      rehusa confesar que no ha hecho más que perfeccionar la Constitución de

      1819." Fue dada esta Constitución de 1819 por el mismo Congreso que dos

      años antes acababa de declarar la independencia de la República Argentina

      de España y de todo otro poder extranjero. Todavía el 31 de octubre de

      1818 ese mismo Congreso daba una ley prohibiendo que los españoles

      europeos sin carta de ciudadanía pudiesen ser nombrados colegas ni

      árbitros juris. El aplicaba a los españoles el mismo sistema que éstos

      habían creado para los otros extranjeros. El Congreso de 1819 tenía por

      misión romper con Europa en vez de atraerla; y era esa la ley capital de

      que estaba preocupado. Su política exterior se encerraba toda en la mira

      de constituir la independencia de la nueva República, alejando todo

      peligro de volver a caer en manos de esa Europa, todavía en armas y en

      posesión de una parte de este suelo.

      Ninguna nación de Europa había reconocido todavía la independencia de

      estas Repúblicas.

      ¿Cómo podía esperarse en tales circunstancias, que el Congreso de 1819 y

      su obra se penetrasen de las necesidades actuales, que constituyen la vida

      de estos nuevos Estados, al abrigo hoy día de todo peligro exterior?

      Tal fue el modelo confesado de la Constitución de 1826. Veamos si ésta, al

      rectificar aquel trabajo, lo tocó en los puntos que tanto interesan a las

      necesidades de la época presente. Veamos con qué miras se concibió el

      régimen de política exterior contenido en la Constitución de 1826. No

      olvidemos que la política y el gobierno exteriores son la política y el

      gobierno de regeneración y progreso de estos países, que deberán a la

      acción externa su vida venidera, como le deben toda su existencia

      anterior.

      "Los dos altos fines de toda asociación política—decía la Comisión que

      redactó el proyecto de 1826—son la seguridad y la libertad."

      Se ve, pues, que el Congreso Argentino de 1826 estaba todavía en el

      terreno de la primera época constitucional. La independencia y la libertad

      eran para él los dos grandes fines de la asociación. El progreso material,

      la población, la riqueza, los intereses económicos, que hoy son todo, eran

      cosas secundarias para los legisladores constituyentes de 1826.

      Así la Constitución daba la ciudadanía (art. 4°) a los extranjeros que han

      combatido o combatiesen en los ejércitos de mar y tierra de la República.

      Eran sus textuales palabras, que ni siquiera distinguían la guerra civil

      de la nacional. La ocupación de la guerra, aciaga a estos países desolados

      por el abuso de ella, era título para obtener ciudadanía sin residencia; y

      el extranjero benemérito a la industria y al comercio, que había importado

      capitales, máquinas, nuevos procederes industriales, no era ciudadano a

      pesar de esto si no se había ocupado en derramar sangre argentina o

      extranjera.

      En ese punto la Constitución de 1826 repetía rutinariamente una

      disposición de la de 1819, que era expresión de una necesidad del país, en

      la época de su grande y difícil guerra contra la corona de España.

      La Constitución de 1826, tan reservada y parsimoniosa en sus condiciones

      para la adquisición de nuevos ciudadanos, era pródiga en facilidades para

      perder los existentes. Hacía cesar los derechos de ciudadanía, entre

      muchas otras causas, por la admisión de empleos, distinciones o títulos de

      otra nación. Esa disposición copiada, sin bastante examen, de

      constituciones europeas, es perniciosa para las Repúblicas de Sudamérica

      que, obedeciendo a sus antecedentes de comunidad, deben propender a formar

      una especie de asociación de familias hermanas. Naciones en formación,

      como las nuestras, no deben tener exigencias que pertenecen a otras ya

      formadas; no deben decir al poblador que viene de fuera: "Si no me

      pertenecéis del todo, no me pertenecéis de ningún modo". Es preciso

      conceder la ciudadanía sin exigir el abandono absoluto de la originaria.

      Pueblos desiertos, que se hallan en el caso de mendigar población, no

      deben exigir ese sacrificio, más difícil para el que lo hace que útil para

      el que lo recibe.

      La Constitución unitaria de 1826, copia confesada de una constitución del

      tiempo de la guerra de la Independencia, carecía igualmente de garantías

      de progreso. Ninguna seguridad, ninguna prenda daba de reformas fecundas

      para lo futuro. Podía haber sido como la Constitución de Chile, v. g., que

      hace de la educación pública (art. 153) una atención preferente del

      gobierno, y promete solemnemente para un término inmediato (disposiciones

      transitorias) el arreglo electoral, el código administrativo interior, el

      de administración de justicia, el de la guardia nacional, el arreglo de la

      instrucción pública. La Constitución de California (art. 9º) hace de la

      educación pública un punto capital de la organización del Estado. Esa alta

      prudencia, esa profunda previsión, consignada en las leyes fundamentales

      del país, fue desconocida en la Constitución de 1826, por la razón que

      hemos señalado ya.

      Ella no garantizaba por una disposición especial y terminante la libertad

      de la industria y del trabajo, esa libertad que Inglaterra había exigido

      como principal condición en su tratado con la República Argentina,

      celebrado dos años antes. Esa garantía no falta, por supuesto, en las

      Constituciones de Chile y Montevideo.

      No garantizaba bastantemente la propiedad, pues en los casos de

      expropiación por causa de utilidad pública (art. 176) no establecía que la

      compensación fuese previa, y que la pública utilidad y la necesidad de la

      expropiación fuesen calificadas por ley especial. Ese descubierto dejado a

      la propiedad afectaba el progreso del país, porque ella es el aliciente

      más activo para estimular su población.

      Tampoco garantizaba la inviolabilidad de la posta, de la correspondencia

      epistolar, de los libros de comercio y papeles privados por una

      disposición especial y terminante.

      Y, lo que es más notable, no garantizaba el derecho y la libertad de

      locomoción y tránsito, de entrar y salir del país.

      Se ve que en cada una de esas omisiones, la ruidosa Constitución

      desatendía las necesidades económicas de la República, de cuya

      satisfacción depende todo su porvenir.

      Dos causas concurrían a eso: primera, la imitación, la falta de

      originalidad, es decir, de estudio y de observación; y segunda, el estado

      de cosas de entonces.

      La falta de originalidad en el proyecto (es decir, su falta de armonía con

      las necesidades del país) era confesada por los mismas legisladores. La

      Comisión redactora, decía en su informe "no ha pretendido hacer una obra

      original. Ella habría sido extravagante desde que se hubiese alejado de lo

      que en esa materia está reconocido y admitido en las naciones más libres y

      más civilizadas. En materia de constituciones ya no puede crearse".

      Estas palabras contenidas en el informe de la Comisión redactora del

      proyecto sancionado sin alteración dan toda la medida de la capacidad

      constitucional del Congreso de ese tiempo.

      El Congreso hizo mal en no aspirar a la originalidad. La constitución que

      no es original es mala, porque debiendo ser la expresión de una

      combinación especial de hechos, de hombres y de cosas, debe ofrecer

      esencialmente la originalidad que afecte esa combinación en el país que ha

      de constituirse. Lejos de ser extravagante la Constitución argentina, que

      se desemejare de las constituciones de los países más libres y más

      civilizados, habría la mayor extravagancia en pretender regir una

      población pequeña malísimamente preparada para cualquier gobierno

      constitucional, por el sistema que prevalece en los Estados Unidos o en

      Inglaterra, que son los países más civilizados y más libres.

      La originalidad constitucional es la única a que se pueda aspirar sin

      inmodestia ni pretensión: ella no es como la originalidad en las bellas

      artes. No consiste en una novedad superior a todas las perfecciones

      conocidas, sino en la idoneidad para el caso especial en que deba tener

      aplicación. En este sentido, la originalidad en materia de asociación

      política es tan fácil y sencilla como en los convenios privados de

      asociación comercial o civil.

      Por otra parte, el estado de cosas de 1826 era causa de que aquel Congreso

      colocase la seguridad como el primero de los fines de la Constitución.

      El país estaba en guerra con el Imperio del Brasil, y bajo el influjo de

      esa situación se buscaba en el régimen exterior más bien seguridad que

      franquicia. "La seguridad exterior llama toda nuestra atención y cuidado

      hacia un gobierno vecino, monárquico y poderoso", decía en su informe la

      Comisión redactora del proyecto sancionado. Así la Constitución empezaba

      ratificando la independencia declarada ya por actos especiales y solemnes.

      Rivadavia mismo, al tomar posesión de la presidencia bajo cuyo influjo

      debía darse la Constitución, se expresaba de este modo: "Hay otro medio

      (entre los de arribar a la Constitución) que es otra necesidad, y no puede

      decirse por desgracia, porque rivaliza con esa desgracia una fortuna; ella

      es del momento, y por lo mismo urge con preferencia a todo... Esta

      necesidad es la de una victoria. La guerra en que tan justa como

      noblemente se halla empeñada esta nación, etc.".

      Cuando se teme del exterior, es imposible organizar las relaciones de

      fuera sobre las bases de la confianza y de una libertad completas.

      Rivadavia mismo, a pesar de la luz de su inteligencia y de su buen

      corazón, no veía con claridad la cuestión constitucional en que inducía al

      país. Su programa era estrecho, a juzgar por sus propias palabras vertidas

      en la sesión del Congreso Constituyente del 8 de febrero de 1826, al tomar

      posesión del cargo de presidente de la República. "El (el Presidente,

      decía) se halla ciertamente convencido de que tenéis medios de constituir

      el país que representáis y que para ello bastan dos bases: la una que

      introduzca y sostenga la subordinación recíproca de las personas, y la

      otra que concilie todos los intereses, y organice y active el movimiento

      de las cosas." Precisando la segunda base, añadía lo siguiente: "Esta base

      es dar a todos los pueblos una cabeza, un punto capital que regle a todos

      y sobre el que todos se apoyen. . . al efecto es preciso que todo lo que

      forme la capital sea exclusivamente nacional". "El Presidente debe

      advertiros (decía a los diputados constituyentes) de que si vuestro saber

      y vuestro patriotismo sancionan estas dos bases, la obra está hecha; todo

      lo demás es reglamentario, y con el establecimiento de ellas habréis dado

      una Constitución a la nación."

      Tal era la capacidad que dominaba la cuestión constitucional, y no eran

      más competentes sus colaboradores.

      Un eclesiástico, el señor deán Funes, había sido el redactor de la

      Constitución de 1819; y otros de su clase, como el canónigo D. Valentín

      Gómez y el clérigo D. Julián Segundo Agüero, ministro de la Presidencia

      entonces, influyeron de un modo decisivo en la redacción de la

      Constitución de 1826. El deán Funes traía con el prestigio de su talento y

      de sus obras conocidas al Congreso de 1826, de que era miembro, los

      recuerdos y las inspiraciones del Congreso que declaró y constituyó la

      independencia, al cual había pertenecido también. Muchos otros diputados

      se hallaban en el mismo caso. El clero argentino, que contribuyó con su

      patriotismo y sus luces de un modo tan poderoso al éxito de la cuestión

      política de la independencia, no tenía ni podía tener, por su educación

      recibida en los seminarios del tiempo colonial, la inspiración y la

      vocación de los intereses económicos, que son los intereses vitales de

      esta América, y la aptitud de constituir convenientemente una República

      esencialmente comercial y pastora como la Confederación Argentina. La

      patria debe mucho a sus nobles corazones y espíritus altamente cultivados

      en ciencias morales; pero más deberá en lo futuro, en materias económicas,

      a simples comerciantes y a economistas prácticos, salidos del terreno de

      los negocios.

      No he hablado aquí de la Constitución de 1826, sino de un modo general, y

      señaladamente sobre el sistema exterior, por su influjo en los intereses

      de población, inmigración y comercio exterior.

      En otro lugar de este libro tocaré otros puntos capitales de la

      Constitución de entonces, con el fin de evitar su imitación.

      IV

      Constitución de Chile. Defectos que hacen peligrosa su imitación.

      La Constitución de Chile, superior en redacción a todas las de Sudamérica,

      sensatísima y profunda en cuanto a la composición del Poder Ejecutivo, es

      incompleta y atrasada en cuanto a los medios económicos de progreso y a

      las grandes necesidades materiales de la América española.

      Redactada por Mariano Egaña, más que una reforma de la Constitución de

      1828, como dice su preámbulo, es una tradición de las Constituciones de

      1813 y 1823, concebidas por su padre y maestro en materia de política,

      Juan Egaña, que eran una mezcla de lo mejor que tuvo el régimen colonial y

      de lo mejor del régimen moderno de la primera época constitucional. Esta

      circunstancia, que explica el mérito de la actual Constitución de Chile,

      es también la que hace su deficiencia.

      Los dos Egañas, hombres fuertes en teología y en legislación, acreedores

      al respeto y agradecimiento eterno de Chile por la parte que han tenido en

      su organización constitucional, comprendían mal las necesidades económicas

      de la América del Sur; por eso sus trabajos constitucionales no fueron

      concebidos de un modo adecuado para ensanchar la población de Chile por

      condiciones que facilitasen la adquisición de la ciudadanía. Excluyeron

      todo culto que no fuese el católico, sin advertir que contrariaban

      mortalmente la necesidad capital de Chile, que es la de su población por

      inmigraciones de los hombres laboriosos y excelentes que ofrece la Europa

      protestante y disidente. Excluyeron de los empleos administrativos y

      municipales y de la magistratura a los extranjeros y privaron al país de

      cooperadores eficacísimos en la gestión de su vida administrativa.

      Las ideas económicas de Juan Egaña son dignas de mención, por haber sido

      el preparador o promotor principal de las instituciones, que hasta hoy

      rigen, y el apóstol de muchas convicciones que hasta ahora son obstáculos

      en política comercial y económica para el progreso de Chile.

      "Puesto (Chile) a los extremos de la tierra, y no siéndole ventajoso el

      comercio de tráfico o arriería, no tendrá guerras mercantiles, y en

      especial la industria y agricultura, que casi exclusivamente le conciernen

      y que son las sólidas, y tal vez las únicas profesiones de una

      república...".

      En materia de empréstitos, que serán el nervio del progreso material en

      América, como lo fueron de la guerra de su independencia, Juan Egaña se

      expresaba de este modo comentando la Constitución de 1813: "No tenemos

      fondos que hipotecar, ni créditos: luego no podemos formar una deuda".

      "Cada uno debe pagar la deuda que ha contraído por su bien. Las

      generaciones futuras no son de nuestra sociedad, ni podemos obligarlas."

      "Las naciones asiáticas no son navegantes." "La localidad de este país no

      permite un arrieraje y tráfico útil." "La marina comerciante excita el

      genio de ambición, conquista y lujo, destruye las costumbres y ocasiona

      celos, que finalizan en guerras." "Los industriosos chinos sin navegación,

      viven quietos y servidos de todo el mundo".

      En materia de tolerancia religiosa, he aquí las máximas de Juan Egaña:

      "Sin religión uniforme se formará un pueblo de comerciantes, pero no de

      ciudadanos".

      "Yo creo que el progreso de la población no se consigue tanto con la gran

      libertad de admitir extranjeros, cuanto con facilitar los medios de

      subsistencia y comodidad a los habitantes; de suerte que sin dar grandes

      pasos en la población, perdemos mucho en el espíritu religioso."

      "No condenemos a muerte a los hombres que no creen como nosotros; pero no

      formemos con ellos una familia (2)".

      He aquí el origen alto e imponente de las aberraciones que tanto cuesta

      vencer a los reformadores liberales de estos días en materias económicas

      en la República de Chile.

      V

      Constitución del Perú. Es calculada para su atraso.

      A pesar de lo dicho, la Constitución de Chile es infinitamente superior a

      la del Perú, en lo relativo a población, industria y cultura europea.

      Tradición casi entera de la Constitución peruana dada en 1823, bajo el

      influjo de Bolívar, cuando la mitad del Perú estaba ocupada por las armas

      españolas, se preocupó ante todo de su independencia de la monarquía

      española y de toda dominación extranjera.

      Como la Constitución de Chile, la del Perú consagra el catolicismo como

      religión de Estado, "sin permitir el ejercicio público de cualquier otro

      culto" (art. 3°). Sus condiciones para la naturalización de los

      extranjeros parecen calculadas para hacer imposible su otorgamiento. He

      aquí los trámites que el extranjero tiene que seguir para hacerse natural

      del Perú:

      Demandar la ciudadanía al Prefecto;

      Acompañarla de documentos justificativos de los requisitos que legitimen

      su concesión;

      El Prefecto la dirige con su informe al Ministro del Interior;

      Este al Congreso;

      La Junta del Departamento da su informe;

      El Congreso concede la gracia;

      El Gobierno expide al agraciado la carta respectiva;

      El agraciado la presenta al Prefecto del departamento, en cuya presencia

      presta el juramento de obediencia al Gobierno;

      Se presenta esta carta ante la Municipalidad del domicilio, para que el

      agraciado sea inscripto en el registro cívico (Ley de 30 de septiembre de

      1821). Esta inscripción pone al agraciado en la aptitud feliz de poder

      tomar un fusil y verter, si es necesario, su sangre en defensa de la

      hospitalaria República.

      El art. 6° de la Constitución reconoce como peruano por naturalización al

      extranjero admitido al servicio de la República; pero el art. 88 declara

      que el Presidente "no puede dar empleo militar civil, político ni

      eclesiástico a extranjero alguno", sin acuerdo del Consejo de Estado. Ella

      exige la calidad de "peruano por nacimiento" para los empleos de

      Presidente, de ministro de Estado, de senador, de diputado, de consejero

      de Estado, de vocal o fiscal de la Corte Suprema o de una corte superior

      cualquiera, de juez de primera instancia; de prefecto, de gobernador,

      etc., etc.; y lleva el localismo a tal rigor, que un peruano de Arequipa

      no puede ser prefecto en el Cuzco. Pero esto es nada.

      Las garantías individuales sólo son acordadas al peruano, al ciudadano,

      sin hablar del extranjero, del simple habitante del Perú. Así un

      extranjero, como ha sucedido hace poco con el general boliviano José de

      Ballivián, puede ser expelido del país sin expresión de causa, ni

      violación del derecho público peruano.

      La propiedad, la fortuna, es el vivo aliciente que estos países pobres en

      tantos goces ofrecen al poblador europeo; sin embargo la Constitución

      actual del Perú dispone (art. 168) que: "Ningún extranjero podrá adquirir,

      por ningún título, propiedad territorial en la República, sin quedar por

      este hecho sujeto a las obligaciones de ciudadano, cuyos derechos gozará

      al mismo tiempo". Por este artículo, el inglés, o alemán, o francés, que

      compra una casa o un pedazo de terreno en el Perú está obligado a pagar

      contribuciones, a servir en la milicia, a verter su sangre, si es

      necesario, en defensa del país, a todas las obligaciones de ciudadano en

      fin, y al goce de todos sus derechos, con las restricciones, se supone,

      del art. 88 arriba mencionado, y sin perjuicio de los años de residencia y

      demás requisitos exigidos por el artículo 6°.

      Por ley de 10 de octubre de 1828, está prohibido a los extranjeros la

      venta por menudeo en factorías, casas y almacenes. Esa ley impone multas

      al extranjero que abra tienda de menudeo sin estar inscripto en el

      Registro Cívico. Infinidad de otras leyes y decretos sueltos reglamentan

      aquel art. 168 de la Constitución.

      En 1830 se expidió un decreto que prohibe a los extranjeros hacer el

      comercio interior en el Perú.

      Por el art. 178 de la Constitución peruana sólo se concede el "goce de los

      derechos civiles al extranjero, al igual de los peruanos, con tal que se

      sometan a las mismas cargas y pensiones que éstos": es decir, que el

      extranjero que quiera disfrutar en el Perú del derecho de propiedad, de

      sus derechos de padre de familia, de marido, en fin de sus derechos

      civiles, tiene que sujetarse a todas las leyes y pensiones del ciudadano.

      Así el Perú, para conceder al extranjero lo que todos los legisladores

      civilizados le ofrecen sin condición alguna, le exige en cambio las cargos

      y pensiones del ciudadano.

      Si el Perú hubiese calculado su legislación fundamental para obtener por

      resultado su despoblación y despedir de su seno a los habitantes más

      capaces de fomentar su progreso, no hubiera acertado a emplear medios más

      eficaces que los contenidos hoy en su Constitución repelente y exclusiva,

      como el Código de Indias, resucitado allí en todos sus instintos. ¿Para

      qué más explicación que esta del atraso infinito en que se encuentra aquel

      país?

      VI

      Constitución de los Estados que formaron la República de Colombia. Vicios

      por los que no debe imitarse.

      Inútil es notar que los Estados que fueron miembros de la disuelta

      República de Colombia—Ecuador, Nueva Granada y Venezuela—han conservado el

      tipo constitucional que recibieron de su libertador el general Bolívar en

      la Constitución de agosto de 1821, inspiración de este guerrero, que

      todavía debía destruir los ejércitos españoles, amenazantes a Colombia

      desde el suelo del Perú.

      "Estamos—decía la Gaceta de Colombia de esa época—en contacto con dos

      pueblos limítrofes, el uno erigido en monarquía y el otro vacilante en el

      sistema político que debe adoptar: un congreso de soberanos ha de reunirse

      en Verona, y no sabemos si Colombia o la América toda será uno de los

      enfermos que ha de quedar desahuciado por esta nueva clase de médicos, que

      disponen de la vida política de los pueblos; un ejército respetable

      amenaza todavía la independencia de los hijos del Sol y sin duda la de

      Colombia."

      Y sin duda que en el Congreso de los potentados de Europa reunidos en

      Verona debía figurar la cuestión de la suerte de las colonias españolas en

      América. El 24 de noviembre de 1822 el duque de Wellington presentó al

      Congreso un memorándum, en el que anunciaba la intención del Gobierno

      británico de reconocer los poderes de hecho del Nuevo Mundo. Mr. de

      Chateaubriand, plenipotenciario francés en ese Congreso, patrocinando los

      principios del derecho monárquico, indicó la solución que, según el

      espíritu de su gobierno, podía conciliar los intereses de la legitimidad

      con las necesidades de la política. Esta solución, confesada por más de un

      publicista francés leal a su país, era el establecimiento de príncipes de

      la casa de Borbón en los tronos constitucionales de la América española.

      Francia obtuvo el apoyo de esa declaración, en la que dieron al memorándum

      británico, en el mismo Congreso, Austria, Prusia y Rusia, concebidas en

      sentido análogo. Eso sucedía por los años en que Colombia se daba la

      Constitución a que hemos aludido.

      Las ideas de Bolívar en cuanto a Europa son bien conocidas. Eran las que

      correspondían a un hombre que tenía por misión el anonadamiento del poder

      político de España, y de cualquier otro poder monárquico europeo de los

      ligados por intereses y sangre con España en este continente. Ellos

      presidieron a la convocatoria del Congreso de Panamá, que tenía por

      objeto, entre otros, establecer un pacto de unión y de liga perpetua

      contra España, o contra cualquier otro poder que procurase dominar la

      América; y ponerse en aptitud de impedir toda colonización europea en este

      continente y toda intervención extranjera en los negocios del Nuevo Mundo.

      Para honor de Rivadavia y de Buenos Aires, se debe recordar que él se

      opuso al Congreso de Panamá y a sus principios, porque comprendió que

      favoreciéndolo aniquilaba desde el origen sus miras de inmigración europea

      y de estrechamiento de este continente con el antiguo, que había sido y

      debía ser el manantial de nuestra civilización y progreso (3).

      El art. 13 de la Constitución del Ecuador excluye del Estado toda religión

      que no sea la católica. Las garantías de derecho público, contenidas en su

      título 11, no son extensivas al extranjero de un modo terminante e

      inequívoco. El art. 51 con que terminan dispone que: “Todos los

      extranjeros serán admitidos en el Ecuador, y gozarán de seguridad

      individual y libertad, siempre que respeten y obedezcan la Constitución y

      las leyes". Con esta reserva se deja al extranjero perpetuamente expuesto

      a ser expulsado del país por una contravención de simple policía.

      VII

      De la Constitución de Méjico, y de los vicios que originan su atraso.

      Méjico, que debía estimularse con el grande espectáculo de la nación

      vecina, ha presentado siempre al extranjero, que debía ser su salvador

      como poblador mejicano, una resistencia tenaz y una mala disposición, que,

      además de su atraso, le han costado guerras sangrientas y desastrosas. Por

      el art. 3° de su Constitución vigente, que es la de 4 de octubre de 1824,

      está prohibido en Méjico el ejercicio público de cualquier religión que no

      sea la católica romana. Hasta hoy mismo, la República en Méjico aparece

      más preocupada de su independencia y de sus temores hacia el extranjero

      que de su engrandecimiento interior, como si la independencia pudiera

      tener otras garantías que la fuerza inherente al desarrollo de la

      población, de la riqueza y de la industria en un grado poderoso.

      Por la ley constitucional mejicana (art. 23), el extranjero no puede

      adquirir en la República propiedad raíz, si no se ha naturalizado en ella,

      casado con mejicana, y arreglándose a lo demás que la ley prescribe

      relativamente a estas adquisiciones. Tampoco podrá trasladar a otro país

      su propiedad mobiliaria, sino con los requisitos y pagando la cuota que

      establecen las leyes. Allí rige la ley española (nota XIII, tít. 18, lib.

      V, Nov. Recop.) sobre que los extranjeros domiciliados o con casa de trato

      por más de un año pagan todos los derechos y contribuciones que los demás

      ciudadanos.

      Una ley de febrero de 1822 abre las puertas de Méjico a la naturalización

      de los extranjeros, con tal que llenen los requisitos exigidos por la ley

      de 14 de abril de 1828. Esos requisitos, entre otros, son: que el

      postulante exprese un año antes al Ayuntamiento su deseo de radicarse, y

      que después acredite, con citación del síndico, que es católico apostólico

      romano, que tiene tal giro e industria, buena conducta y otros requisitos

      más.

      Ese sistema ha conducido a Méjico a perder a Tejas y California, y lo

      llevará quizás a desaparecer como nación.

      El poblador extranjero no es un peligro para el sostén de la nacionalidad.

      Montevideo, con su Constitución expansiva y abierta hacia el extranjero,

      ha salvado su independencia por medio de su población, extranjera, y

      camina a ser la California del Sur.

      VIII

      Constitución del Estado Oriental del Uruguay. Defectos que hacen peligrosa

      su imitación.

      Sin embargo, es menester reconocer que el buen espíritu, el espíritu de

      progreso, más que en su Constitución, reside para Montevideo en el modo de

      ser de sus cosas y de su población, en la disposición geográfica de su

      suelo, de sus puertos, de sus costas y ríos. Conviene tener esto presente,

      para no dejarse alucinar por el ejemplo de su Constitución escrita, que

      tiene menos acción que lo que parece en su progreso extraordinario.

      Posee ventajas, sin duda alguna, que la hacen superior a muchas otras;

      pero adolece de faltas, que son resabios del derecho constitucional

      sudamericano de la primera época.

      Sancionada el 10 de septiembre de 1829, es decir tres años después de la

      Constitución unitaria argentina, a la que también concurrió Montevideo

      como provincia argentina en aquella época, no pudo escapar al imperio de

      su ejemplo.

      Por otra parte, expresión de la necesidad de constituir a Montevideo en

      Estado independiente de los países extranjeros que lo rodeaban y que lo

      habían disputado, conforme al tratado de 1828, entre el Plata y el Brasil,

      como lo dice su preámbulo, sus disposiciones obedecían al influjo de ese

      designio, que no es ciertamente el que debe ser espíritu de nuestras

      constituciones ac

      tuales.

      La Constitución de que nos ocupamos empieza definiendo el Estado Oriental.

      Toda definición es peligrosa, pero la de un Estado nuevo como ninguna. Esa

      definición que debía pecar por lata (si puede serlo bastantemente) es

      inexacta a expensas del Estado Oriental. "El Estado—dice su art. 1°—es la

      asociación política de todos sus ciudadanos comprendidos en su

      territorio." No es exacto; el Estado Oriental es algo más que esto en la

      realidad. Además de la reunión de sus ciudadanos, es Laffond, es Esteves,

      v. g., son los 20.000 extranjeros avecindados allí que, sin ser

      ciudadanos, poseen ingentes fortunas y tienen tanto interés en la

      prosperidad del suelo oriental como sus ciudadanos mismos.

      En vez de empezar por una declaración de derechos y garantías privados y

      públicos, la Constitución oriental empieza como la Constitución argentina

      de 1826, que le ha servido de modelo, con mezquinas distinciones,

      declarando quiénes son orientales y quiénes no, quiénes son de casa y

      quiénes de fuera: distinciones inhospitalarias y poco discretas de parte

      de países que no tienen población propia y que necesitan de la ajena.

      Ciertamente que la Constitución de California no empieza por definiciones

      ni distinciones de ese género.

      Como la Constitución argentina de 1826, la oriental es difícil y

      embarazosa para adquirir ciudadanos y pródiga para enajenarlos. También da

      la ciudadanía al que combate en el país, sin previa residencia; pero al

      extranjero que trae riquezas, ideas, industrias, elementos de orden y de

      progreso, le exige residencia y otros requisitos para hacerlo ciudadano.

      Tampoco se contenta con medios ciudadanos, con ciudadanos a medias, y

      expulsa del seno de su reducida familia política al oriental que acepta

      empleos o distinciones de Chile o de la República Argentina, v. g.

      La Constitución oriental carece de garantías de progreso material e

      intelectual. No consagra la educación pública como prenda de adelantos

      para lo futuro, ni sanciona estímulos y apoyos al desarrollo inteligente,

      comercial y agrícola, de que depende el porvenir de esa república. La

      constitución americana que desampara el porvenir, lo desampara todo,

      porque para estas repúblicas de un día, el porvenir es todo, el presente

      poca cosa.

      IX

      Constitución del Paraguay. Defectos que hacen aborrecible su ejemplo.

      La Constitución oriental es la que más se aproxima al sistema conveniente,

      y la del Paraguay la que más dista.

      Aunque no haya peligro de que la República Argentina quiera constituirse a

      ejemplo del Paraguay, entra en mi plan señalar los obstáculos que

      contrarían la ley del progreso en esa parte de la América del Sur, tan

      ligada a la prosperidad de las Repúblicas vecinas.

      La Constitución del Paraguay, dada en la Asunción el 16 de marzo de 1844,

      es la Constitución de la dictadura o presidencia omnipotente en

      institución definitiva y estable; es decir que es una antítesis, un

      contrasentido constitucional.

      Por cierto que la Constitución del Paraguay, para ser discreta, no debía

      ser un ideal de libertad política. La dictadura inaudita del doctor

      Francia no había sido la mejor escuela preparatoria del régimen

      representativo republicano. La nueva Constitución estaba llamada a señalar

      algunos grados de progreso sobre lo que antes existía; pero no es esto lo

      que ha sucedido. Es peor que eso; ella es lo mismo que antes existía,

      disfrazado con una máscara de constitución, que oculta la dictadura

      latente.

      El título 1º consagra el principio liberal de la división de los poderes,

      declarando exclusiva atribución del Congreso la facultad de hacer leyes.

      Pero de nada sirve eso, porque el artículo 4º lo echa por tierra,

      declarando que la "autoridad del Presidente de la República es

      extraordinaria cuantas veces fuese preciso para conservar el orden" (a

      juicio y por declaración del Presidente, se supone).

      El Presidente es juez privativo de las causas reservadas por el estatuto

      de administración de justicia.

      Hace ejércitos y dispone de ellos sin dar cuenta a nadie.

      Crea fuerzas navales con la misma irresponsabilidad.

      Hace tratados y concordatos con igual omnipotencia.

      Promueve y remueve todos los empleados, sin acuerdo alguno.

      Abre puertos de comercio.

      Es árbitro de la posta, de los caminos, de la educación pública, de la

      hacienda, de la policía, sin acuerdo de nadie.

      Reúne además todas las atribuciones inherentes al poder ejecutivo de los

      gobiernos regulares, sin ninguna de sus responsabilidades.

      Dura en sus funciones diez años, durante los cuales sólo dos veces se

      reúne el Congreso. Sus sesiones ordinarias tienen lugar cada cinco años.

      Si en países que están regenerándose y que tienen que rehacerlo todo, son

      cortas por lo mismo las sesiones anuales de seis meses, ¿se diría que son

      escasas las sesiones del Congreso del Paraguay? Tal vez no, pues retiene

      tan escaso poder legislativo el Congreso, que su reunión es casi

      insignificante.

      El Congreso tiene el poder de elegir el Presidente; pero los diputados del

      Congreso, ¿cómo son elegidos? "En la forma hasta aquí acostumbrada", dice

      el art. 1°, tít. 2 de la Constitución. La costumbre electoral a que alude

      es naturalmente la del tiempo del doctor Francia, de cuyo liberalismo se

      puede juzgar por eso solo. Es decir en buenos términos, que el Presidente

      elige y nombra al Congreso, como éste elige y nombra al Presidente. Dos

      poderes que se procrean uno a otro de ese modo no pueden ser muy

      independientes.

      El poder fuerte es indispensable en América, es verdad; pero el del

      Paraguay es la exageración de ese medio, llevada al ridículo y a la

      injusticia, desde luego que se aplica a una población célebre por su

      mansedumbre y su disciplina jesuítica de tradición remota.

      Nada sería la tiranía presente si al menos diera garantías de libertades y

      progresos para tiempos venideros. Lo peor es que las puertas del progreso

      y del país continúan cerradas herméticamente por la Constitución, no ya

      por el doctor Francia; de modo que la tiranía constitucional del Paraguay

      y el reposo, inmóvil, que es su resultado, son estériles en beneficios

      futuros y sólo ceden en provecho del tirano, es decir, hablando

      respetuosamente, del Presidente constitucional. El país era antes esclavo

      del doctor Francia; hoy lo es de su Constitución. Peor es su estado actual

      que el anterior, si se reflexiona que antes la tiranía era un accidente,

      era un hombre mortal; hoy es un hecho definitivo y permanente, es la

      Constitución.

      En efecto, la Constitución (art. 4º, tít. 10) permite salir libremente del

      territorio de la República, llevando en frutos el valor de sus propiedades

      y observando además las leyes policiales.

      Pero el artículo 5º declara que 'para entrar en el territorio de la

      República se observarán las ordenanzas anteriormente establecidas,

      quedando al Supremo Gobierno ampliarlas según las circunstancias". Si se

      recuerda que esas ordenanzas anteriores son las del doctor Francia, que

      han hecho la celebridad de su régimen de clausura hermética, se verá que

      el Paraguay continúa aislado del mundo exterior, y todavía su Constitución

      da al Presidente el poder de estrechar ese aislamiento.

      Según esas disposiciones, la Constitución paraguaya, que debiera estimular

      la inmigración de pobladores extranjeros en su suelo desierto, provee al

      contrario los medios de despoblar el Paraguay de sus habitantes

      extranjeros, llamados a desarrollar su progreso y bienestar. Ese sistema

      garantiza al Paraguay la conservación de una población exclusivamente

      paraguaya, es decir, inepta para la industria y para la libertad.

      Por demás es notar que la Constitución paraguaya excluye la libertad

      religiosa.

      Excluye además todas las libertades. La Constitución tiene especial

      cuidado en no nombrar una sola vez, en todo su texto, la palabra libertad,

      sin embargo de titularse Ley de la República. Es la primera vez que se ve

      una Constitución republicana sin una sola libertad. La única garantía que

      acuerda a todos sus habitantes es la de quejarse ante el Supremo Gobierno

      de la Nación. El derecho de queja es consolador sin duda, pero supone la

      obligación de experimentar motivos de ejercitarlo.

      Ese régimen es egoísta, escandaloso, bárbaro, de funesto ejemplo y de

      ningún provecho a la causa del progreso y cultura de esta parte de la

      América del Sur. Lejos de imitación, merece la hostilidad de todos los

      gobiernos patriotas de Sudamérica.

      X

      Cuál debe ser el espíritu del nuevo derecho constitucional en Sudamérica.

      Por la reseña que precede vemos que el derecho constitucional de la

      América del Sur está en oposición con los intereses de su progreso

      material e industrial, de que depende hoy todo su porvenir. Expresión de

      las necesidades americanas de otro tiempo, ha dejado de estar en armonía

      con las nuevas exigencias del presente. Ha llegado la hora de iniciar su

      revisión en el sentido de las necesidades actuales de América. ¡Ojalá

      toque a la República Argentina, iniciadora de cambios fundamentales en ese

      continente, la fortuna de abrir la era nueva por el ejemplo de su

      constitución próxima!

      De hoy en más los trabajos constitucionales deben tomar por punto de

      partida la nueva situación de la América del Sur.

      La situación de hoy no es la de hace 30 años. Necesidades que en otro

      tiempo eran accesorias, hoy son las dominantes.

      La América de hace 30 años sólo miró la libertad y la independencia; para

      ellas escribió sus constituciones. Hizo bien, era su misión de entonces.

      El momento de echar la dominación europea fuera de este suelo no era el de

      atraer los habitantes de esa Europa temida. Los nombres de inmigración y

      colonización despertaban recuerdos dolorosos y sentimientos de temor. La

      gloria militar era el objeto supremo de ambición. El comercio, el

      bienestar material se presentaban como bienes destituidos de brillo. La

      pobreza y sobriedad de los republicanos de Esparta eran realzadas como

      virtudes dignas de imitación por nuestros republicanos del primer tiempo.

      Se oponía con orgullo a las ricas telas de Europa los tejidos grotescos de

      nuestros campesinos. El lujo era mirado de mal ojo y considerado como el

      escollo de la moral y de la libertad pública.

      Todas las cosas han cambiado, y se miran de distinto modo en la época en

      que vivimos.

      No es que la América de hoy olvide la libertad y la independencia como los

      grandes fines de su derecho constitucional; sino que, más práctica que

      teórica, más reflexiva que entusiasta, por resultado de la madurez y de la

      experiencia, se preocupa de los hechos más que de los hombres, y no tanto

      se fija en los fines como en los medios prácticos de llegar a la verdad de

      esos fines. Hoy se busca la realidad práctica de lo que en otro tiempo nos

      contentábamos con proclamar y escribir.

      He aquí el fin de las constituciones de hoy día: ellas deben propender a

      organizar y constituir los grandes medios prácticos de sacar a la América

      emancipada del estado oscuro y subalterno en que se encuentra.

      Esos medios deben figurar hoy a la cabeza de nuestras constituciones. Así

      como antes colocábamos la independencia, la libertad, el culto, hoy

      debemos poner la inmigración libre, la libertad de comercio, los caminos

      de fierro, la industria sin trabas, no en lugar de aquellos grandes

      principios, sino como medios esenciales de conseguir que dejen ellos de

      ser palabras y se vuelvan realidades.

      Hoy debemos constituirnos, si nos es permitido este lenguaje, para tener

      población, para tener caminos de fierro, para ver navegados nuestros ríos,

      para ver opulentos y ricos nuestros Estados. Los Estados como los hombres

      deben empezar por su desarrollo y robustecimiento corporal.

      Estos son los medios y las necesidades que forman la fisonomía peculiar de

      nuestra época.

      Nuestros contratos o pactos constitucionales en la América del Sur deben

      ser especie de contratos mercantiles de sociedades colectivas, formadas

      especialmente para dar pobladores a estos desiertos, que bautizamos con

      los nombres pomposos de Repúblicas; para formar caminos de fierro, que

      supriman las distancias que hacen imposible esa unidad indivisible en la

      acción política, que con tanto candor han copiado nuestras constituciones

      de Sudamérica de las constituciones de Francia, donde la unidad política

      es obra de 800 años de trabajos preparatorios.

      Estas son las necesidades de hoy, y las constituciones no deben expresar

      las de ayer ni las de mañana, sino las del día presente.

      No se ha de aspirar a que las constituciones expresen las necesidades de

      todos los tiempos. Como los andamios de que se vale el arquitecto para

      construir los edificios, ellas deben servirnos en la obra interminable de

      nuestro edificio político, para colocarlas hoy de un modo y mañana de

      otro, según las necesidades de la construcción. Hay constituciones de

      transición y creación, y constituciones definitivas y de conservación. Las

      que hoy pide la América del Sur son de la primera especie, son de tiempos

      excepcionales.

      XI

      Constitución de California.

      Tengo la fortuna de poder citar en apoyo del sistema que propongo el

      ejemplo de la última Constitución célebre dada en América: la Constitución

      de California, que es la confirmación de nuestras bases constitucionales.

      La Constitución del nuevo Estado de California, dada en Monterrey el 12 de

      octubre de 1849 por una convención de delegados del pueblo de California,

      es la aplicación simple y fácil al gobierno del nuevo Estado del derecho

      constitucional dominante en los Estados de la Unión de Norteamérica. Ese

      derecho forma el sentido común, la razón de todos, entre los habitantes de

      aquellos venturosos Estados.

      Sin universidades, sin academias ni colegio de abogados, el pueblo

      improvisado de California se ha dado una Constitución llena de previsión,

      de buen sentido y de oportunidad en cada una de sus disposiciones. Se

      diría que no hay nada de más ni de menos en ella. Al menos no hay

      retórica, no hay frases, no hay tono de importancia en su forma y estilo:

      todo es simple, práctico y positivo, sin dejar de ser digno.

      Hace cinco años eran excluidos de aquel territorio los cultos disidentes,

      los extranjeros, el comercio. Todo era soledad y desamparo bajo el sistema

      republicano de la América española, hasta que la civilización vecina,

      provocada por esas exclusiones incivilizadas e injustas, tomó posesión del

      rico suelo y estableció en él sus leyes de verdadera libertad y

      franquicia. En cuatro años se ha erigido en Estado de la primera República

      del universo el país que en tres siglos no salió de oscurísima y miserable

      aldea.

      El oro de sus placeres ha podido concurrir a obrar ese resultado; pero es

      indudable que, bajo el gobierno mejicano, ese oro no hubiera producido más

      que tumultos y escándalos entre las multitudes de todas partes agolpadas

      frenéticamente en un suelo sembrado de oro, pero sin gobierno ni ley. Su

      constitución de libertad, su gobierno de tolerancia y de progreso, harán

      más que el oro, la grandeza del nuevo Estado del Pacífico. El oro podrá

      acumular miles de aventureros; pero sólo la ley de libertad hará de esas

      multitudes y de ese oro un Estado civilizado y floreciente.

      La ley fundamental de California, tradición de la libertad de

      Norteamérica, está calculada para crear un gran pueblo en pocos años.

      Ella hace consistir el pueblo de California en todo el mundo que allí

      habita, para lo que es el goce de los derechos, privilegios y

      prerrogativas del ciudadano mismo, en lo tocante a libertad civil, a

      seguridad personal, a inviolabilidad de la propiedad, de la

      correspondencia y papeles, del hogar, del tránsito, del trabajo, etc.

      (art. 1°, secciones 1 y 17).

      Garantiza que no se hará ley que impida a nadie la adquisición

      hereditaria, ni disminuya la fe y el valor de los contratos (sección 16).

      Confiere voto pasivo para obtener asiento en la legislatura y en el

      gobierno del Estado, sin más que un año y dos de ciudadanía, al extranjero

      naturalizado (arts. 4° y 5°). Sabido es que las leyes generales de la

      Confederación desde el principio de la Unión abren las puertas del Senado

      y de la Cámara de Diputados a los extranjeros que se naturalizan en los

      Estados Unidos. Los americanos sabían que en Inglaterra son excluidos del

      Parlamento los extranjeros naturalizados. Pero "la situación particular de

      las colonias de América—dice Story—les hizo adoptar un sistema diferente,

      con el fin de estimular las inmigraciones y el establecimiento de los

      extranjeros en el país, y de facilitar la distribución de las tierras

      desiertas". "Se ha notado con razón, —agrega Story—, que mediante las

      condiciones de capacidad fijadas por la Constitución, el acceso al

      gobierno federal queda abierto a los hombres de mérito de toda nación,

      sean indígenas, sean naturalizados, jóvenes o viejos, sin miramiento a la

      pobreza o riqueza, sea cual fuere la profesión de fe religiosa".

      La Constitución de California declara que ningún contrato de matrimonio

      podrá invalidarse por falta de conformidad con los requisitos de

      cualquiera secta religiosa, si por otra parte fuere honestamente

      celebrado. De ese modo la Constitución hace inviolables los matrimonios

      mixtos, que son el medio natural de formación de la familia en nuestra

      América, llamada a poblarse de extranjeros y de extranjeros de buenas

      costumbres. Pensar en educación sin proteger la formación de las familias

      es esperar ricas cosechas de un suelo sin abono ni preparación.

      Para completar la santidad de la familia (semillero del Estado y de la

      República, medio único fecundo de población y de regeneración social), "la

      protegerá por ley—son sus hermosas palabras—cierta porción del hogar

      doméstico y otros bienes de toda cabeza de familia, a fin de evitar su

      venta forzosa " (art. 9º, sección 15).

      La Constitución obliga a la legislatura a estimular por todos los medios

      posibles el fomento de los progresos intelectuales, científicos, morales y

      agrícolas.

      Aplica directa e inviolablemente para el sostén de la instrucción pública

      una parte de los bienes del Estado, y garantiza de ese modo el progreso de

      sus nuevas generaciones contra todo abuso o descuido del Gobierno. Hace de

      la educación una de las bases fundamentales del pacto político. Le

      consagra todo el tít. 10.

      Establece la igualdad del impuesto sobre todas las propiedades del Estado,

      y echa las bases del sistema de contribución directa, que es el que

      conviene a países llamados a recibir del exterior todo su desarrollo, en

      lugar del impuesto aduanero, que es un gravamen puesto a la civilización

      misma de estos países.

      En apoyo del verdadero crédito, prohibe a la legislatura dar privilegios

      para establecimiento de bancos; prohibe terminantemente la emisión de todo

      papel asimilable a dinero por bancos de emisión, y sólo tolera los bancos

      de depósito (secciones 31 y 35, art. 4º).

      No se ha procurado analizar la Constitución de California en todas sus

      disposiciones protectoras de la libertad y del orden, sino en aquellas que

      se relacionan con el progreso de la población, de la industria y de la

      cultura. Las he citado para hacer ver que no son novedades inaplicables

      las que yo propongo, sino bases sencillas y racionales de la organización

      de todo país naciente, que sabe proveer, ante todo, a los medios de

      desenvolver su población, su industria y su civilización, por

      adquisiciones rápidas de masas de hombres venidos de fuera, y por

      instituciones propias para atraerlas y fijarlas ventajosamente en un

      territorio solitario y lóbrego.

      XII

      Falsa posición de las Repúblicas hispanoamericanas. La monarquía no es el

      medio de salir de ella, sino la República posible antes de la República

      verdadera.

      Sólo esos grandes medios de carácter económico, es decir, de acción

      nutritiva y robustecedora de los intereses materiales, podrán ser capaces

      de sacar a la América del Sur de la posición falsísima en que se halla

      colocada.

      Esa posición nace de que América se ha dado la república por ley de

      gobierno; y de que la república no es una verdad práctica en su suelo.

      La república deja de ser una verdad de hecho en la América del Sur, porque

      el pueblo no está preparado para regirse por este sistema, superior a su

      capacidad.

      Volver a la monarquía de otro tiempo, ¿sería el camino de dar a esta

      América un gobierno adecuado a su aptitud? De que la república en la

      condición actual de nuestro pueblo sea impracticable, ¿se sigue que la

      monarquía sería más practicable?

      Decididamente, no.

      La verdad es que no estamos bastante sazonados para el ejercicio del

      gobierno representativo, sea monárquico o republicano.

      Los partidarios de la monarquía en América no se engañan cuando dicen que

      nos falta aptitud para ser republicanos; pero se engañan más que nosotros,

      los republicanos, cuando piensan que tenemos más medios de ser

      monarquistas. La idea de una monarquía representativa en la América

      española es pobrísima y ridícula; carece, a mi ver, hasta de sentido

      común, si nos fijamos sobre todo en el momento presente y en el estado a

      que han llegado las cosas. Nuestros monarquistas de la primera época

      podían tener alguna disculpa en cuanto a sus planes dinásticos: la

      tradición monárquica distaba un paso, y todavía existía ilusión sobre la

      posibilidad de reorganizarla. Pero hoy día es cosa que no ocurriría a

      ninguna cabeza de sentido práctico. Después de una guerra sin término para

      convertir en monarquía lo que hemos cambiado en repúblicas por una guerra

      de veinte años, volveríamos andando muy felices a una monarquía más

      inquieta y turbulenta que la república.

      El bello ejemplo del Brasil no debe alucinarnos; felicitemos a ese país de

      la fortuna que le ha cabido, respetemos su forma, que sabe proteger la

      civilización, sepamos coexistir con ella y caminar acordes al fin común de

      los gobiernos de toda forma, la civilización. Pero abstengámonos de

      imitarlo en su manera de ser monárquico. Ese país no ha conocido la

      república ni por un solo día; su vida monárquica no se ha interrumpido por

      una hora. De monarquía colonial pasó sin interregno a monarquía

      independiente. Pero los que hemos practicado la república por espacio de

      40 años, aunque pésimamente, seríamos peores monarquistas que

      republicanos, porque hoy comprendemos menos la monarquía que la república.

      ¿Tomaría raíz la nueva monarquía de la elección? Sería cosa nunca vista:

      la monarquía es por esencia de origen tradicional, procedente del hecho.

      ¿Nosotros elegiríamos para condes y marqueses a nuestros amigos iguales a

      nosotros? ¿Consentiríamos buenamente en ser inferiores a nuestros iguales?

      Yo desearía ver la cara del que se juzgase competente para ser electo rey

      en la América republicana. ¿Aceptaríamos reyes y nobles de extracción

      europea? Sólo después de una guerra de reconquista: ¿y quién concebiría,

      ni consentiría en ese delirio?

      El problema del gobierno posible en la América antes española no tiene más

      que una solución sensata, que consiste en elevar nuestros pueblos a la

      altura de la forma de gobierno que nos ha impuesto la necesidad; en darles

      la aptitud que les falta para ser republicanos; en hacerlos dignos de la

      república, que hemos proclamado, que no podemos practicar hoy ni tampoco

      abandonar; en mejorar el gobierno por la mejora de los gobernados; en

      mejorar la sociedad para obtener la mejora del poder, que es su expresión

      y resultado directo.

      Pero el camino es largo y hay mucho que esperar hasta llegar a su fin. ¿No

      habría en tal caso un gobierno conveniente y adecuado para andar este

      período de preparación y transición? Lo hay, por fortuna, y sin necesidad

      de salir de la república.

      Felizmente, la república, tan fecunda en formas, reconoce muchos grados, y

      se presta a todas las exigencias de la edad y del espacio. Saber

      acomodarla a nuestra edad es todo el arte de constituirse entre nosotros.

      Esa solución tiene un precedente feliz en la República sudamericana, y es

      el que debemos a la sensatez del pueblo chileno, que ha encontrado en la

      energía del poder del Presidente las garantías públicas que la monarquía

      ofrece al orden y a la paz, sin faltar a la naturaleza del gobierno

      republicano. Se atribuye a Bolívar este dicho profundo y espiritual: "Los

      nuevos Estados de la América antes española necesitan reyes con el nombre

      de presidentes".

      Chile ha resuelto el problema sin dinastías y sin dictadura militar, por

      medio de una constitución monárquica en el fondo y republicana en la

      forma: ley que anuda a la tradición de la vida pasada la cadena de la vida

      moderna. La república no puede tener otra forma cuando sucede

      inmediatamente a la monarquía; es preciso que el nuevo régimen contenga

      algo del antiguo; no se andan de un salto las edades extremas de un

      pueblo. La República francesa, vástago de una monarquía, se habría salvado

      por ese medio; pero la exageración del radicalismo la volverá por el

      imperio a la monarquía.

      ¿Cómo hacer, pues, de nuestras democracias en el nombre, democracias en la

      realidad? ¿Cómo cambiar en hechos nuestras libertades escritas y

      nominales? ¿Por qué medios conseguiremos elevar la capacidad real de

      nuestros pueblos a la altura de sus constituciones escritas y de los

      principios proclamados?

      Por los medios que dejo indicados y que todos conocen; por la educación

      del pueblo, operada mediante la acción civilizante de Europa, es decir por

      la inmigración, por una legislación civil, comercial y marítima sobre

      bases adecuadas; por constituciones en armonía con nuestro tiempo y

      nuestras necesidades; por un sistema de gobierno que secunde la acción de

      esos medios.

      Estos medios no son originales, ciertamente; la revolución los ha conocido

      desde el principio, pero no los ha practicado, sino de un modo incompleto

      y pequeño.

      Yo voy a permitirme decir cómo deben ser comprendidos y organizados esos

      medios, para que puedan dar por resultado el engrandecimiento apetecido de

      estos países y la verdad de la república en todas sus consecuencias.

      XIII

      La educación no es la instrucción.

      Belgrano, Bolívar, Egaña y Rivadavia comprendieron desde su tiempo que

      sólo por medio de la educación conseguirían algún día estos pueblos

      hacerse merecedores de la forma de gobierno que la necesidad les impuso

      anticipadamente. Pero ellos confundieron la educación con la instrucción,

      el género con la especie. Los árboles son susceptibles de educación; pero

      sólo se instruye a los seres racionales. Hoy día la ciencia pública se da

      cuenta de esta diferencia capital, y no dista mucho la ocasión célebre en

      que un profundo pensador, M. Troplong, hizo sensible esta diferencia

      cuando la discusión sobre la libertad de la enseñanza en Francia.

      Aquel error condujo a otro: el de desatender la educación que se opera por

      la acción espontánea de las cosas, la educación que se hace por el ejemplo

      de una vida más civilizada que la nuestra; educación fecunda, que Rousseau

      comprendió en toda su importancia y llamó educación de las cosas.

      Ella debe tener el lugar que damos a la instrucción en la edad presente de

      nuestras Repúblicas, por ser el medio más eficaz y más apto de sacarlas

      con prontitud del atraso en que existen.

      Nuestros primeros publicistas dijeron: "¿De qué modo se promueve y fomenta

      la cultura de los grandes Estados europeos? Por la instrucción,

      principalmente: luego éste debe ser nuestro punto de partida".

      Ellos no vieron que nuestros pueblos nacientes estaban en el caso de

      hacerse, de formarse, antes de instruirse, y que si la instrucción es el

      medio de cultura de los pueblos ya desenvueltos, la educación por medio de

      las cosas es el medio de instrucción que más conviene a pueblos que

      empiezan a crearse.

      En cuanto a la instrucción que se dio a nuestro pueblo, jamás fue adecuada

      a sus necesidades. Copiada de la que recibían pueblos que no se hallan en

      nuestro caso, fue siempre estéril y sin resultado provechoso.

      La instrucción primaria dada al pueblo más bien fue perniciosa. ¿De qué

      sirvió al hombre del pueblo el saber leer? De motivo para verse ingerido

      como instrumento en la gestión de la vida política, que no conocía; para

      instruirse en el veneno de la prensa electoral, que contamina y destruye

      en vez de ilustrar; para leer insultos, injurias, sofismas y proclamas de

      incendio, lo único que pica y estimula su curiosidad inculta y grosera.

      No pretendo que deba negarse al pueblo la instrucción primaria, sino que

      es un medio impotente de mejoramiento comparado con otros, que se han

      desatendido.

      La instrucción superior en nuestras Repúblicas no fue menos estéril e

      inadecuada a nuestras necesidades. ¿Qué han sido nuestros institutos y

      universidades de Sudamérica, sino fábricas de charlatanismo, de ociosidad,

      de demagogia y de presunción titulada?

      Los ensayos de Rivadavia, en la instrucción secundaria, tenían el defecto

      de que las ciencias morales y filosóficas eran preferidas a las ciencias

      prácticas y de aplicación, que son las que deben ponernos en aptitud de

      vencer esta naturaleza selvática que nos domina por todas partes, siendo

      la principal misión de nuestra cultura actual el convertirla y vencerla.

      El principal establecimiento se llamó colegio de ciencias morales. Habría

      sido mejor que se titulara y fuese colegio de ciencias exactas y de artes

      aplicadas a la industria.

      No pretendo que la moral deba ser olvidada. Sé que sin ella la industria

      es imposible; pero los hechos prueban que se llega a la moral más presto

      por el camino de los hábitos laboriosos y productivos de esas nociones

      honestas, que no por la institución abstracta. Estos países necesitan más

      de ingenieros, de geólogos y naturalistas que de abogados y teólogos. Su

      mejora se hará con caminos, con pozos artesianos, con inmigraciones, y no

      con periódicos agitadores o serviles, ni con sermones o leyendas.

      En nuestros planes de instrucción debemos huir de los sofistas, que hacen

      demagogos, y del monaquismo, que hace esclavos y caracteres disimulados.

      Que el clero se eduque a sí mismo, pero no se encargue de formar nuestros

      abogados y estadistas, nuestros negociantes, marinos y guerreros. ¿Podrá

      el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e industriales

      que deben distinguir al hombre de Sudamérica? ¿Sacará de sus manos esa

      fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yankee

      hispanoamericano?

      La instrucción, para ser fecunda, ha de contraerse a ciencias y artes de

      aplicación; a cosas prácticas, a lenguas vivas, a conocimientos de

      utilidad material e inmediata.

      El idioma inglés, como idioma de la libertad, de la industria y del orden,

      debe ser aún más obligatorio que el latín; no debiera darse diploma ni

      título universitario al joven que no lo hable y escriba. Esa sola

      innovación obraría un cambio fundamental en la educación de la juventud.

      ¿Cómo recibir el ejemplo y la acción civilizadora de la raza anglosajona

      sin la posesión general de su lengua?

      El plan de instrucción debe multiplicar las escuelas de comercio y de la

      industria, fundándolas en pueblos mercantiles.

      Nuestra juventud debe ser educada en la vida industrial, y para ello ser

      instruida en las artes y ciencias auxiliares de la industria. El tipo de

      nuestro hombre sudamericano debe ser el hombre formado para vencer al

      grande y agobiante enemigo de nuestro progreso: el desierto, el atraso

      material, la naturaleza brota y primitiva de nuestro continente.

      A este fin debe propenderse a sacar a nuestra juventud de las ciudades

      mediterráneas, donde subsiste el antiguo régimen con sus hábitos de

      ociosidad, presunción y disipación, y atraerla a los pueblos litorales,

      para que se inspire de la Europa, que viene a nuestro suelo, y de los

      instintos de la vida moderna.

      Los pueblos litorales, por el hecho de serlo, son liceos más instructivos

      que nuestras pretenciosas universidades.

      La industria es el único medio de encaminar la juventud al orden. Cuando

      Inglaterra ha visto arder Europa en la guerra civil, no ha entregado su

      juventud al misticismo para salvarse; ha levantado un templo a la

      industria y le ha rendido un culto, que ha obligado a los demagogos a

      avergonzarse de su locura.

      La industria es el calmante por excelencia. Ella conduce por el bienestar

      y por la riqueza al orden, por el orden a la libertad: ejemplos de ello

      son Inglaterra y los Estados Unidos. La instrucción en América debe

      encaminar sus propósitos a la industria.

      La industria es el gran medio de moralización. Facilitando los medios de

      vivir, previene el delito, hijo las más veces de la miseria y del ocio. En

      vano llenaréis la inteligencia de la juventud de nociones abstractas sobre

      religión; si la dejáis ociosa y pobre, a menos que no la entreguéis a la

      mendicidad monacal, será arrastrada a la corrupción por el gusto de las

      comodidades que no puede obtener por falta de medios. Será corrompida sin

      dejar de ser fanática. Inglaterra y los Estados Unidos han llegado a la

      moralidad religiosa por la industria; y España no ha podido llegar a la

      industria y a la libertad por simple devoción. España no ha pecado nunca

      por impía; pero no le ha bastado eso para escapar de la pobreza, de la

      corrupción y del despotismo.

      La religión, base de toda sociedad, debe ser entre nosotros ramo de

      educación, no de instrucción. Prácticas y no ideas religiosas es lo que

      necesitamos. Italia ha llenado de teólogos el mundo; y tal vez los Estados

      Unidos no cuentan uno solo. ¿Quién diría, sin embargo, que son más

      religiosas las costumbres italianas que las de Norteamérica? La América

      del Sur no necesita del cristianismo de gacetas, de exhibición y de

      parada; del cristianismo académico de Montalembert, ni del cristianismo

      literario de Chateaubriand. Necesita de la religión el hecho, no la

      poesía; y ese hecho vendrá por la educación práctica, no por la prédica

      estéril y verbosa.

      En cuanto a la mujer, artífice modesto y poderoso que, desde su rincón,

      hace las costumbres privadas y públicas, organiza la familia, prepara el

      ciudadano y echa las bases del Estado, su instrucción no debe ser

      brillante. No debe consistir en talentos de ornato y lujo exterior, como

      la música, el baile, la pintura, según ha sucedido hasta aquí. Necesitamos

      señoras y no artistas. La mujer debe brillar con el brillo del honor, de

      la dignidad, de la modestia de su vida. Sus destinos son serios; no ha

      venido al mundo para ornar el salón, sino para hermosear la soledad

      fecunda del hogar. Darle apego a su casa, es salvarla; y para que la casa

      la atraiga, se debe hacer de ella un Edén. Bien se comprende que la

      conservación de ese Edén exige una asistencia y una laboriosidad

      incesantes, y que una mujer laboriosa no tiene el tiempo de perderse, ni

      el gusto de disiparse en vanas reuniones. Mientras la mujer viva en la

      calle y en medio de las provocaciones, recogiendo aplausos, como actriz,

      en el salón, rozándose como un diputado entre esa especie de público que

      se llama la sociedad, educará los hijos a su imagen, servirá a la

      República como Lola Montes, y será útil para sí misma y para su marido

      como una Mesalina más o menos decente.

      He hablado de la instrucción.

      Diré ahora cómo debe operarse nuestra educación.

      XIV

      Acción civilizadora de Europa en las Repúblicas de Sudamérica.

      Las Repúblicas de la América del Sur son producto y testimonio vivo de la

      acción de Europa en América. Lo que llamamos América independiente no es

      más que Europa establecida en América; y nuestra revolución no es otra

      cosa que la desmembración de un poder europeo en dos mitades, que hoy se

      manejan por sí mismas.

      Todo en la civilización de nuestro suelo es europeo; la América misma es

      un descubrimiento europeo. La sacó a luz un navegante genovés, y fomentó

      el descubrimiento una soberana de España. Cortés, Pizarro, Mendoza,

      Valdivia, que no nacieron en América, la poblaron de la gente que hoy la

      posee, que ciertamente no es indígena.

      No tenemos una sola ciudad importante que no haya sido fundada por

      europeos. Santiago fue fundada por un extranjero llamado Pedro Valdivia y

      Buenos Aires por otro extranjero que se llamó Pedro de Mendoza.

      Todas nuestras ciudades importantes recibieron nombres europeos de sus

      fundadores extranjeros. El nombre mismo de América fue tomado de uno de

      uno de esos descubridores extranjeros, Américo Vespucio, de Florencia.

      Hoy mismo, bajo la independencia, el indígena no figura ni compone mundo

      en nuestra sociedad política y civil.

      Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos

      nacidos en América. Cráneo, sangre, color, todo es de fuera.

      El indígena nos hace justicia; nos llama españoles hasta el día. No

      conozco persona distinguida de nuestra sociedad que lleve apellido

      pehuenche o araucano. El idioma que hablamos es de Europa. Para

      humillación de los que reniegan de su influencia, tienen que maldecirla en

      lengua extranjera. El idioma español lleva su nombre consigo.

      Nuestra religión cristiana ha sido traída a América por los extranjeros. A

      no ser por Europa, hoy América estaría adorando al sol, a los árboles, a

      las bestias, quemando hombres en sacrificio y no conocería el matrimonio.

      La mano de Europa plantó la cruz de Jesucristo en la América antes gentil.

      ¡Bendita sea por esto sólo la mano de Europa!

      Nuestras leyes antiguas y vigentes fueron dadas por reyes extranjeros, y a

      favor de ellos tenemos hasta hoy códigos civiles, de comercio y

      criminales. Nuestras leyes patrias son copias de leyes extranjeras.

      Nuestro régimen administrativo en hacienda, impuestos, rentas, etc., es

      casi hoy la obra de Europa. ¿Y qué son nuestras constituciones políticas

      sino adopción de sistemas europeos de gobierno? ¿Qué es nuestra gran

      revolución, en cuanto a ideas, sino una faz de la Revolución de Francia?

      Entrad en nuestras universidades, y dadme ciencia que no sea europea; en

      nuestras bibliotecas, y dadme un libro útil que no sea extranjero.

      Reparad en el traje que lleváis, de pies a cabeza, y será raro que la

      suela de vuestro calzado sea americana. ¿Qué llamamos buen tono, sino lo

      que es europeo? ¿Quién lleva la soberanía de nuestras modas, usos

      elegantes y cómodos? Cuando decimos confortable, conveniente, bien, comme

      il faut, ¿aludimos a cosas de los araucanos?

      ¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto?

      ¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucania, y

      no mil veces con un zapatero inglés?

      En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que

      ésta: 1°, el indígena, es decir, el salvaje; 2°, el europeo, es decir,

      nosotros, los que hemos nacido en América y hablamos español, los que

      creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios de los indígenas).

      No hay otra división del hombre americano. La división en hombre de la

      ciudad y hombres de las campañas es falsa, no existe; es reminiscencia de

      los estudios de Niebuhr sobre la historia primitiva de Roma. Rosas no ha

      dominado con ganchos, sino con la ciudad. Los principales unitarios fueron

      hombres del campo, tales como Martín Rodríguez, los Ramos, los Miguens,

      los Díaz Vélez: por el contrario, los hombres de Rosas, los Anchorena, los

      Medrano, los Dorrego, los Arana, fueron educados en las ciudades. La

      mazorca no se componía de gauchos.

      La única subdivisión que admite el hombre americano español es en hombre

      del litoral y hombre de tierra adentro o mediterráneo. Esta división es

      real y profunda. El primero es fruto de la acción civilizadora de la

      Europa de este siglo, que se ejerce por el comercio y por la inmigración,

      en los pueblos de la costa. El otro es obra de la Europa del siglo XVI, de

      la Europa del tiempo de la conquista, que se conserva intacto como en un

      recipiente en los pueblos interiores de nuestro continente, donde lo

      colocó España, con el objeto de que se conservase así.

      De Chuquisaca a Valparaíso hay tres siglos de distancia: y no es el

      instituto de Santiago el que ha creado esta diferencia en favor de esta

      ciudad. No son nuestros pobres colegios los que han puesto el litoral de

      Sudamérica trescientos años más adelante que las ciudades mediterráneas.

      Justamente carece de universidades el litoral. A la acción viva de la

      Europa actual, ejercida por medio del comercio libre, por la inmigración y

      por la industria, en los pueblos de la margen, se debe su inmenso progreso

      respecto de los otros.

      En Chile no han salido del Instituto los Portales, los Rengifo y los

      Urmeneta, hombres de Estado que han ejercido alto influjo. Los dos Egañas,

      organizadores ilustres de Chile, se inspiraron en Europa de sus fecundos

      trabajos. Más de una vez los jefes y los profesores del Instituto han

      tomado de Valparaíso sus más brillantes y útiles inspiraciones de

      gobierno.

      Desde el siglo XVI hasta hoy no ha cesado Europa un sólo día de ser el

      manantial y origen de la civilización de este continente. Bajo el antiguo

      régimen, Europa desempeñó ese papel por conducto de España. Esta nación

      nos trajo la última expresión de la Edad Media, y el principio del

      renacimiento de la civilización en Europa.

      Con la revolución americana acabó la acción de la Europa española en este

      continente; pero tomó su lugar la acción de la Europa anglosajona y

      francesa. Los americanos de hoy somos europeos que hemos cambiado de

      maestros: a la iniciativa española ha sucedido la inglesa y francesa. Pero

      siempre es Europa la obrera de nuestra civilización. El medio de acción ha

      cambiado, pero el producto es el mismo. A la acción oficial o

      gubernamental ha sucedido la acción social, de pueblo, de raza. La Europa

      de estos días no hace otra cosa en América que completar la obra de la

      Europa de la Edad Media, que se mantiene embrionaria, en la mitad de su

      formación. Su medio actual de influencia no será la espada, no será la

      conquista. Ya América está conquistada, es europea y por lo mismo

      inconquistable. La guerra de conquista supone civilizaciones rivales,

      Estados opuestos—el salvaje y el europeo, v. g. Este antagonismo no

      existe; el salvaje está vencido, en América no tiene dominio ni señorío.

      Nosotros, europeos de raza y de civilización, somos los dueños de América.

      Es tiempo de reconocer esta ley de nuestro progreso americano, y volver a

      llamar en socorro de nuestra cultura incompleta a esa Europa, que hemos

      combatido y vencido por las armas en los campos de batalla, pero que

      estamos lejos de vencer en los campos del pensamiento y de la industria.

      Alimentando rencores de circunstancias, todavía hay quienes se alarman con

      el solo nombre de Europa; todavía hay quienes abrigan temores de perdición

      y esclavitud.

      Tales sentimientos constituyen un estado de enfermedad en nuestros

      espíritus sudamericanos, sumamente aciago a nuestra prosperidad, y digno

      por lo mismo de estudiarse.

      Los reyes de España nos enseñaron a odiar bajo el nombre de extranjero a

      todo el que no era español. Los libertadores de 1810, a su vez, nos

      enseñaron a detestar bajo el nombre de europeo a todo el que no había

      nacido en América. España misma fue comprendida en este odio. La cuestión

      de guerra se estableció en estos términos: Europa y América, el viejo

      mundo y el mundo de Colón. Aquel odio se llamó lealtad y éste patriotismo.

      En su tiempo esos odios fueron resortes útiles y oportunos; hoy son

      preocupaciones aciagas a la prosperidad de estos países.

      La prensa, la instrucción, la historia, preparadas para el pueblo, deben

      trabajar para destruir las preocupaciones contra el extranjerismo, por ser

      obstáculo que lucha de frente con el progreso de este continente. La

      aversión al extranjero es barbarie en otras naciones; en las de América

      del Sur es algo más, es causa de ruina y de disolución de la sociedad de

      tipo español. Se debe combatir esa tendencia ruinosa con las armas de la

      credulidad misma y de la verdad grosera que están al alcance de nuestras

      masas. La prensa de iniciación y propaganda del verdadero espíritu de

      progreso debe preguntar a los hombres de nuestro pueblo si se consideran

      de raza indígena, si se tienen por indios pampas o pehuenches de origen,

      si se creen descendientes de salvajes y gentiles, y no de las razas

      extranjeras que trajeron la religión de Jesucristo y la civilización de

      Europa a este continente, en otro tiempo patria de gentiles.

      Nuestro apostolado de civilización debe poner de bulto y en toda su

      desnudez material, a los ojos de nuestros buenos pueblos envenenados de

      prevención contra lo que constituye su vida y progreso, los siguientes

      hechos de evidencia histórica. Nuestro santo papa Pío IX, actual jefe de

      la Iglesia Católica, es un extranjero, un italiano, como han sido

      extranjeros cuantos papas lo han precedido, y lo serán cuantos lo sucedan

      en la santa silla. Extranjeros son los santos que están en nuestros

      altares y nuestro pueblo creyente se arrodilla todos los días ante esos

      beneméritos santos extranjeros, que nunca pisaron el suelo de América, ni

      hablaron castellano los más.

      San Eduardo, Santo Tomás, San Galo, Santa Ursula, Santa Margarita y muchos

      otros santos católicos eran ingleses, eran extranjeros a nuestra nación y

      a nuestra lengua. Nuestro pueblo no los entendería si los oyese hablar en

      inglés, que era su lengua, y los llamaría gringos, tal vez.

      San Ramón Nonato era catalán, San Lorenzo, San Felipe Benicio, San Anselmo

      y San Silvestre eran italianos, iguales en origen a esos extranjeros que

      nuestro pueblo apellida con desprecio carcamanes, sin recordar que tenemos

      infinitos carcamanes en nuestros altares. San Nicolás era suizo y San

      Casimiro era húngaro.

      Por fin, el Hombre Dios, Nuestro Señor Jesucristo, no nació en América,

      sino en Asia, en Belén, ciudad pequeña de Judá, país dos veces más

      distante y extranjero de nosotros que Europa. Nuestro pueblo, escuchando

      su divina palabra, no lo habría entendido, porque no hablaba castellano;

      lo habría llamado extranjero, porque lo era en efecto: pero ese divino

      extranjero, que ha suprimido las fronteras y hecho de todos los pueblos de

      la Tierra una familia de hermanos, ¿no consagra y ennoblece, por decirlo

      así, la condición del extranjero, por el hecho de ser la suya misma?

      Recordemos a nuestro pueblo que la patria no es el suelo. Tenemos suelo

      hace tres siglos, y sólo tenemos patria desde 1810. La patria es la

      libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizados en el suelo

      nativo, bajo su enseña y en su nombre. Pues bien; esto se nos ha traído

      por Europa: es decir, Europa nos ha traído la noción del orden, la ciencia

      de la libertad, el arte de la riqueza, los principios de la civilización

      cristiana. Europa, pues, nos ha traído la patria, si agregamos que nos

      trajo hasta la población, que constituye el personal y el cuerpo de la

      patria.

      Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen ideas más

      acertadas del modo de hacer prosperar esta América que con tanto acierto

      supieron sustraer al poder español. Las nociones del patriotismo, el

      artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medio

      de guerra conveniente a aquel tiempo, los dominan y poseen todavía. Así

      hemos visto a Bolívar hasta 1826 provocar ligas para contener a Europa,

      que nada pretendía, y al general San Martín aplaudir en 1844 la

      resistencia de Rosas a reclamaciones accidentales de algunos Estados

      europeos. Después de haber representado una necesidad real y grande de la

      América de aquel tiempo, desconocen hoy hasta cierto punto las nuevas

      exigencias de este continente. La gloria militar, que absorbió su vida,

      los preocupa todavía más que el progreso.

      Sin embargo, a la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad de provecho

      y de comodidad, y el heroísmo guerrero no es ya el órgano competente de

      las necesidades prosaicas del comercio y de la industria, que constituyen

      la vida actual de estos países.

      Enamorados de su obra, los patriotas de la primera época se asustan de

      todo lo que creen comprometerla.

      Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del

      patriotismo de cierta época, vimos venir sin pavor todo cuanto América

      puede producir en acontecimientos grandes. Penetrados de que su situación

      actual es de transición, de que sus destinos futuros son tan grandes como

      desconocidos, nada nos asusta y en todo fundamos sublimes esperanzas de

      mejora. Ella no está bien; está desierta, solitaria, pobre. Pide

      población, prosperidad.

      ¿De dónde le vendrá esto en lo futuro? Del mismo origen de que vino antes

      de ahora: de Europa.

      XV

      De la inmigración como medio de progreso y de cultura para la América del

      Sur. Medios de fomentar la inmigración. Tratados extranjeros. La

      inmigración espontánea y no la artificial. Tolerancia religiosa.

      Ferrocarriles. Franquicias. Libre navegación fluvial.

      ¿Cómo, en qué forma vendrá en lo futuro el espíritu vivificante de la

      civilización europea a nuestro suelo? Como vino en todas épocas: Europa

      nos traerá su espíritu nuevo, sus hábitos de industria, sus prácticas de

      civilización, en las inmigraciones que nos envíe.

      Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilizaciones en

      sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros

      de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa.

      Un hombre laborioso es el catecismo más edificante.

      ¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura

      francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de los Estados Unidos?

      Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus habitantes y

      radiquémoslas aquí.

      ¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina y de industria

      prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente

      esos hábitos. Ellos son comunicativos; al lado del industrial europeo

      pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no

      se propaga de semilla. Es como la viña, prende de gajo.

      Este es el medio único de que América, hoy desierta, llegue a ser un mundo

      opulento en poco tiempo. La reproducción por sí sola es medio lentísimo.

      Si queremos ver agrandados nuestros Estados en corto tiempo, traigamos de

      fuera sus elementos ya formados y preparados.

      Sin grandes poblaciones no hay desarrollo de cultura, no hay progreso

      considerable; todo es mezquino y pequeño. Naciones de medio millón de

      habitantes, pueden serlo por su territorio; por su población serán

      provincias, aldeas; y todas sus cosas llevarán siempre el sello mezquino

      de provincia.

      Aviso importante a los hombres de Estado sudamericanos: las escuelas

      primarias, los liceos, las universidades, son, por sí solos, pobrísimos

      medios de adelanto sin las grandes empresas de producción, hijas de las

      grandes porciones de hombres.

      La población—necesidad sudamericana que representa todas las demás—es la

      medida exacta de la capacidad de nuestros gobiernos. El ministro de Estado

      que no duplica el censo de estos pueblos cada diez años, ha perdido su

      tiempo en bagatelas y nimiedades.

      Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras

      masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de

      instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja,

      consume, vive digna y confortablemente. Poned el millón de habitantes, que

      forma la población media de estas Repúblicas, en el mejor pie de educación

      posible, tan instruido como el cantón de Ginebra en Suiza, como la más

      culta provincia de Francia: ¿tendréis con eso un grande y floreciente

      Estado? Ciertamente que no: un millón de hombres en territorio cómodo para

      50 millones, ¿es otra cosa que una miserable población?

      Se hace este argumento: educando nuestras masas, tendremos orden; teniendo

      orden vendrá la población de fuera.

      Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No tendréis orden ni

      educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos

      arraigados de ese orden y buena educación.

      Multiplicad la población seria, y veréis a los vanos agitadores,

      desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en medio de un

      mundo absorbido por ocupaciones graves.

      ¿Cómo conseguir todo esto? Más fácilmente que gastando millones en

      tentativas mezquinas de mejoras interminables.

      Tratados extranjeros. Firmad tratados con el extranjero en que deis

      garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de libertad civil,

      de seguridad, de adquisición y de tránsito, les serán respetados. Esos

      tratados serán la más bella parte de la Constitución; la parte exterior,

      que es llave del progreso de estos países, llamados a recibir su

      acrecentamiento de fuera. Para que esa rama del derecho público sea

      inviolable y duradera, firmad tratados por término indefinido o

      prolongadísimo. No temáis encadenaros al orden y a la cultura.

      Temer que los tratados sean perpetuos es temer que se perpetúen las

      garantías individuales en nuestro suelo. El tratado argentino con la Gran

      Bretaña ha impedido que Rosas hiciera de Buenos Aires otro Paraguay.

      No temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra industria a la

      civilización, si hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la tiranía

      interiores. El temor a los tratados es resabio de la primera época

      guerrera de nuestra revolución: es un principio viejo y pasado de tiempo,

      o una imitación indiscreta y mal traída de la política exterior que

      Washington aconsejaba a los Estados Unidos en circunstancias y por motivos

      del todo diferentes de los que nos cercan.

      Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la

      civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del

      mundo. ¿Queréis, en efecto, que nuestras constituciones y todas las

      garantías de industria, de propiedad y libertad civil, consagradas por

      ellas, vivan inviolables bajo el protectorado del cañón de todos los

      pueblos, sin mengua de nuestra nacionalidad? Consignad los derechos y

      garantías civiles, que ellas otorgan a sus habitantes, en tratados de

      amistad, de comercio y de navegación con el extranjero. Manteniendo,

      haciendo él mantener los tratados, no hará sino mantener nuestra

      Constitución. Cuantas más garantías deis al extranjero, mayores derechos

      asegurados tendréis en vuestro país.

      Tratad con todas las naciones, no con algunas, conceded a todas las mismas

      garantías, para que ninguna pueda subyugaros, y para que las unas sirvan

      de obstáculo contra las aspiraciones de las otras. Si Francia hubiera

      tenido en el Plata un tratado igual al de Inglaterra, no habría existido

      la emulación oculta bajo el manto de una alianza, que por diez años ha

      mantenido el malestar de las cosas del Plata, obrando a medias y siempre

      con la segunda mira de conservar ventajas exclusivas y parciales.

      Plan de inmigración. La inmigración espontánea es la verdadera y grande

      inmigración. Nuestros gobiernos deben proveerla, no haciéndose ellos

      empresarios, no por mezquinas concesiones de terreno habitables por osos,

      en contratos falaces y usurarios, más dañinos a la población que al

      poblador, no por puñaditos de hombres, por arreglillos propios para hacer

      el negocio de algún especulador influyente; eso es la mentira, la farsa de

      la inmigración fecunda; sino por el sistema grande, largo y desinteresado,

      que ha hecho nacer a California en cuatro años por la libertad prodigada,

      por franquicias que hagan olvidar su condición al extranjero,

      persuadiéndolo de que habita su patria; facilitando, sin medida ni regla,

      todas las miras legitimas, todas las tendencias útiles.

      Los Estados Unidos son un pueblo tan adelantado porque se componen y se

      han compuesto incesantemente de elementos europeos. En todas épocas han

      recibido una inmigración abundantísima de Europa. Se engañan los que creen

      que ella sólo data desde la época de la Independencia. Los legisladores de

      los Estados propendían a eso muy sabiamente; y uno de los motivos de su

      rompimiento perpetuo con la metrópoli fue la barrera o dificultad que

      Inglaterra quiso poner a esta inmigración que insensiblemente convertía en

      colosos sus colonias. Ese motivo está invocado en el acta misma de la

      declaración de la independencia de los Estados Unidos. Véase según eso, si

      la acumulación de extranjeros impidió a los Estados Unidos conquistar su

      independencia y crear una nacionalidad grande y poderosa.

      Tolerancia religiosa. Si queréis pobladores morales y religiosos, no

      fomentéis el ateísmo. Si queréis familias que formen las costumbres

      privadas, respetad su altar a cada creencia. La América española, reducida

      al catolicismo con exclusión de otro culto, representa un solitario y

      silencioso convento de monjes. El dilema es fatal: o católica

      exclusivamente y despoblada; o poblada y próspera, y tolerante en materia

      de religión. Llamar la raza anglosajona y las poblaciones de Alemania, de

      Suecia y de Suiza, y negarles el ejercicio de su culto, es lo mismo que no

      llamarlas, sino por ceremonia, por hipocresía de liberalismo.

      Esto es verdadero a la letra: excluir los cultos disidentes de la América

      del Sur, es excluir a los ingleses, a los alemanes, a los suizos, a los

      norteamericanos, que no son católicos; es decir, a los pobladores de que

      más necesita este continente. Traerlos sin su culto es traerlos sin el

      agente que los hace ser lo que son; a que vivan sin religión, a que se

      hagan ateos.

      Hay pretensiones que carecen de sentido común, y es una de ellas querer

      población, familias, costumbres y al mismo tiempo rodear de obstáculos el

      matrimonio del poblador disidente: es pretender aliar la moral y la

      prostitución. Si no podéis destruir la afinidad invencible de los sexos,

      ¿qué hacéis con arrebatar la legitimidad a las uniones naturales?

      Multiplicar las concubinas en vez de las esposas; destinar a nuestras

      mujeres americanas a ser escarnio de los extranjeros; hacer que los

      americanos nazcan manchados; llenar toda nuestra América de guachos, de

      prostitutas, de enfermedades, de impiedad, en una palabra. Eso no se puede

      pretender en nombre del catolicismo sin insulto a la magnificencia de esta

      noble Iglesia, tan capaz de asociarse a todos los progresos humanos.

      Querer el fomento de la moral en los usos de la vida y perseguir iglesias

      que enseñan la doctrina de Jesucristo, ¿es cosa que tenga sentido recto?

      Sosteniendo esta doctrina no hago otra cosa que el elogio de una ley de mi

      país que ha recibido la sanción de la experiencia. Desde octubre de 1825

      existe en Buenos Aires la libertad de cultos, pero es preciso que esa

      concesión provincial se extienda a toda la República Argentina por su

      Constitución, como medio de extender al interior el establecimiento de la

      Europa inmigrante. Ya lo está por el tratado con Inglaterra, y ninguna

      constitución local, interior, debe ser excepción o derogación del

      compromiso nacional contenido en el tratado de 2 de febrero de 1825.

      España era sabia en emplear por táctica el exclusivismo católico, como

      medio de monopolizar el poder de estos países, y como medio de civilizar

      las razas indígenas. Por eso el Código de Indias empezaba asegurando la fe

      católica de las colonias. Pero nuestras constituciones modernas no deben

      copiar en eso la legislación de Indias, porque es restablecer el antiguo

      régimen de monopolio en beneficio de nuestros primeros pobladores

      católicos, y perjudicar las miras amplias y generosas del nuevo régimen

      americano.

      Inmigración mediterránea. Hasta aquí la inmigración europea ha quedado en

      los pueblos de la costa, y de ahí la superioridad del litoral de América,

      en cultura, sobre los pueblos de tierra adentro.

      Bajo el gobierno independiente ha continuado el sistema de la legislación

      de Indias que excluía del interior al extranjero bajo las más rígidas

      penas. El título 27 de la Recopilación Indiana contiene 38 leyes

      destinadas a cerrar herméticamente el interior de la América del Sur al

      extranjero no peninsular. La más suave de ellas era la ley 7a, que imponía

      la pena de muerte al que trataba con extranjeros. La ley 9a mandaba

      limpiarla tierra de extranjeros, en obsequio del mantenimiento de la fe

      católica.

      ¿Quién no ve que la obra secular de esa legislación se mantiene hasta hoy

      latente en las entrañas del nuevo régimen? ¿Cuál otro es el origen de las

      resistencias que hasta hoy mismo halla el extranjero en el interior de

      nuestros países de Sudamérica?

      Al nuevo régimen le toca invertir el sistema colonial, y sacar al interior

      de su antigua clausura, desbaratando por una legislación contraria y

      reaccionaria de la de Indias el espíritu de reserva y de exclusión que

      había formado ésta en nuestras costumbres.

      Pero el medio más eficaz de elevar la capacidad y cultura de nuestros

      pueblos de situación mediterránea a la altura y capacidad de las ciudades

      marítimas es aproximarlos a la costa, por decirlo así, mediante un sistema

      de vías de transporte grande y liberal, que los ponga al alcance de la

      acción civilizante de Europa.

      Los grandes medios de introducir Europa en los países interiores de

      nuestro continente, en escala y proporciones bastante poderosas para obrar

      un cambio portentoso en pocos años, son el ferrocarril, la libre

      navegación interior y la libertad comercial. Europa viene a estas lejanas

      regiones en alas del comercio y de la industria, y busca la riqueza en

      nuestro continente. La riqueza, como la población, como la cultura, es

      imposible donde los medios de comunicación son difíciles, pequeños y

      costosos.

      Ella viene a América al favor de la facilidad que ofrece el océano.

      Prolongad el Océano hasta el interior de este continente por el vapor

      terrestre y fluvial, y tendréis el interior tan lleno de inmigrantes

      europeos como el litoral.

      Ferrocarriles. El ferrocarril es el medio de dar vuelta al derecho lo que

      la España colonizadora colocó al revés en este continente. Ella colocó las

      cabezas de nuestros Estados donde deben estar los pies. Para sus miras de

      aislamiento y monopolio, fue sabio ese sistema; para las nuestras de

      expansión y libertad comercial, es funesto. Es preciso traer las capitales

      a las costas, o bien llevar el litoral al interior del continente. El

      ferrocarril y el telégrafo eléctrico, que son la supresión del espacio,

      obran este portento mejor que todos los potentados de la tierra. El

      ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más difíciles, sin decretos

      ni asonadas.

      El hará la unidad de la República Argentina mejor que todos los congresos.

      Los congresos podrán declarar una e indivisible; sin el camino de fierro

      que acerque sus extremos remotos, quedará siempre divisible y dividida

      contra todos los decretos legislativos.

      Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la

      distancia hace imposible la acción del poder central. ¿Queréis que el

      gobierno, que los legisladores, que los tribunales de la capital litoral,

      legislen y juzguen los asuntos de las provincias de San Juan y Mendoza,

      por ejemplo? Traed el litoral hasta esos parajes por el ferrocarril, o

      viceversa; colocad esos extremos a tres días de distancia, por lo menos.

      Pero tener la metrópoli o capital a 20 días es poco menos que tenerla en

      España, como cuando regia el sistema antiguo, que destruimos por ese

      absurdo especialmente. Así, pues, la unidad política debe empezar por la

      unidad territorial, y sólo el ferrocarril puede hacer de dos parajes

      separados por quinientas leguas un paraje único.

      Tampoco podréis llevar hasta el interior de nuestros países la acción de

      Europa por medio de sus inmigraciones, que hoy regeneran nuestras costas,

      sino por vehículos tan poderosos como los ferrocarriles. Ellos son o serán

      a la vida local de nuestros territorios interiores lo que las grandes

      arterias a los extremos inferiores del cuerpo humano, manantiales de vida.

      Los españoles lo conocieron así, y en el último tiempo de su reinado en

      América se ocuparon seriamente en la construcción de un camino carril

      interoceánico al través de los Andes y del desierto argentino. Era eso un

      poco más audaz que el canal de los Andes, en que pensó Rivadavia,

      penetrado de la misma necesidad. ¿Por qué llamaríamos utopía la creación

      de una vía que preocupó al mismo Gobierno español de otra época, tan

      positivo y parsimonioso en sus grandes trabajos de mejoramiento?

      El virrey Sobremonte, en 1804, restableció el antiguo proyecto español de

      canalizar el río Tercero, para acercar los Andes al Plata; y en 1813, bajo

      el Gobierno patrio, surgió la misma idea. Con el título modesto de la

      navegación del río Tercero, escribió entonces el coronel don Pedro Andrés

      García un libro que daría envidia a Mr. Miguel Chevalier, sobre vías de

      comunicación como medios de gobierno, de comercio y de industria.

      Para tener ferrocarriles, abundan medios en estos países. Negociad

      empréstitos en el extranjero, empeñad vuestras rentas y bienes nacionales

      para empresas que los harán prosperar y multiplicarse. Seria pueril

      esperar a que las rentas ordinarias alcancen para gastos semejantes;

      invertid esa orden, empezad por los gastos, y tendréis rentas. Si

      hubiésemos esperado a tener rentas capaces de costear los gastos de la

      guerra de la independencia contra España, hoy seríamos colonos. Con

      empréstitos tuvimos cañones, fusiles, buques y soldados, y conseguimos

      hacernos independientes. Lo que hicimos para salir de la esclavitud, debe

      mas hacer para salir del atraso, que es igual a la servidumbre: la gloria

      no debe tener más títulos que la civilización.

      Pero no obtendréis préstamos si no tenéis crédito nacional, es decir, un

      crédito fundado en las seguridades y responsabilidades unidas de todos los

      pueblos del Estado. Con créditos de cabildos o provincias, no haréis

      caminos de hierro, ni nada grande. Uníos en cuerpo de nación, consolidad

      la responsabilidad de vuestras rentas y caudales presentes y futuros, y

      tendréis quien os preste millones para atender a vuestras necesidades

      locales y generales; porque si no tenéis plata hoy, tenéis los medios de

      ser opulentos mañana. Dispersos y reñidos, no esperéis sino pobreza y

      menosprecio.

      Franquicias, privilegios. Proteged al mismo tiempo empresas particulares

      para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de

      privilegios, de todo el favor imaginable, sin deteneros en medios.

      Preferid este expediente a cualquier otro. En Lima se ha dado todo un

      convento y 99 años de privilegio al primer ferrocarril entre la capital y

      el litoral: la mitad de todos los conventos allí existentes habría sido

      bien dada, siendo necesario. Los caminos de fierro son en este siglo lo

      que los conventos eran en la Edad Media: cada época tiene sus agentes de

      cultura. El pueblo de la Caldera se ha improvisado alrededor de un

      ferrocarril, como en otra época se formaba alrededor de una iglesia; el

      interés es el mismo: aproximar al hombre de su Creador por la perfección

      de su naturaleza;

      ¿Son insuficientes nuestros capitales para esas empresas? Entregadlos

      entonces a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera como los

      hombres se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidad y de

      privilegios el tesoro extranjero, para que se naturalice entre nosotros.

      Esta América necesita de capitales tanto como de población. El inmigrante

      sin dinero es un soldado sin armas. Haced que inmigren los pesos en estos

      países de riqueza futura y pobreza actual. Pero el peso es un inmigrado

      que exige muchas concesiones y privilegios. Dádselos, porque el capital es

      el brazo izquierdo del progreso de estos países. Es el secreto de que se

      valieron los Estados Unidos y Holanda para dar impulso mágico a su

      industria y comercio. Las Leyes de Indias para civilizar este continente,

      como en la Edad Media por la propaganda religiosa, colmaban de privilegios

      a los conventos, como medio de fomentar el establecimiento de estas

      guardias avanzadas de la civilización de aquella época. Otro tanto deben

      hacer nuestras leyes actuales, para dar pábulo al desarrollo industrial y

      comercial, prodigando el favor a las empresas industriales que levanten su

      bandera atrevida en los desiertos de nuestro continente. El privilegio a

      la industria heroica es el aliciente mágico para atraer riquezas de fuera.

      Por eso los Estados Unidos asignaron al Congreso general, entre sus

      grandes atribuciones, la de fomentar la prosperidad de la Confederación

      por la concesión de privilegios a los autores e inventores; y aquella

      tierra de libertad se ha fecundado, entre otros medios, por privilegios

      dados por la libertad al heroísmo de empresa, al talento de mejoras.

      Navegación interior. Los grandes ríos, esos caminos que andan, como decía

      Pascal, son otro medio de internar la acción civilizadora de Europa por la

      imaginación de sus habitantes en lo interior de nuestro continente. Pero

      los ríos que no se navegan son como si no existieran. Hacerlos del dominio

      exclusivo de nuestras banderas indigentes y pobres es como tenerlos sin

      navegación. Para que ellos cumplan el destino que han recibido de Dios,

      poblando el interior del continente, es necesario entregarlos a la ley de

      los mares, es decir, a la libertad absoluta. Dios no los ha hecho grandes

      como mares mediterráneos para que sólo se naveguen por una familia.

      Proclamad la libertad de sus aguas. Y para que sea permanente, para que la

      mano inestable de nuestros gobiernos no derogue hoy lo que acordó ayer,

      firmad tratados perpetuos de libre navegación.

      Para escribir esos tratados, no leáis a Wattel ni a Martens, no recordéis

      el Elba y el Mississippi. Leed en el libro de las necesidades de

      Sudamérica, y lo que ellas dicten, escribidlo con el brazo de Enrique

      VIII, sin temer la risa ni la reprobación de la incapacidad. La América

      del Sur está en situación tan critica y excepcional que sólo por medios no

      conocidos podrá escapar de ella con buen éxito. La suerte de Méjico es un

      aviso de lo que traerá el sistema de vacilación y reserva.

      Que la luz del mundo penetre en todos los ámbitos de nuestras Repúblicas.

      ¿Con qué derecho mantener en perpetua brutalidad lo más hermoso de

      nuestras regiones? Demos a la civilización de la Europa actual lo que le

      negaron nuestros antiguos amos. Para ejercer el monopolio, que era la

      esencia de su sistema, sólo dieron una puerta a la República Argentina; y

      nosotros hemos conservado en nombre del patriotismo el exclusivismo del

      sistema colonial. No más exclusión ni clausura, sea cual fuere el color

      que se invoque. No más exclusivismo en nombre de la patria.

      Nuevos destinos de la América mediterránea. Que cada caleta sea un puerto;

      cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera de

      Albión; que en las márgenes del Bermejo y del Pilcomayo brillen

      confundidas las mismas banderas de todas partes, que alegran las aguas del

      Támesis, ría de Inglaterra y del universo.

      ¡Y las aduanas!, grita la rutina. ¡Aberración! ¿Queréis embrutecer en

      nombre del fisco? ¿Pero hay nada menos fiscal que el atraso y la pobreza?

      Los Estados no se han hecho para las aduanas, sino éstas para los Estados.

      ¿Teméis que a fuerza de población y de riqueza falten recursos para

      costear las autoridades, que son indispensables para hacer respetar esas

      riquezas? ¡Economía idiota, que teme la sed entre los raudales dulces del

      río del Paraná! ¿Y no recordáis que el comercio libre con Inglaterra desde

      el tiempo del gobierno colonial tuvo un origen rentístico o fiscal en el

      Río de la Plata, es decir, que se creó la libertad para tener rentas?

      Si queréis que el comercio pueble nuestros desiertos, no matéis el tráfico

      con las aduanas interiores. Si una sola aduana está de más, ¿qué diremos

      de catorce aduanas? La aduana es la prohibición; es un impuesto que

      debiera borrarse de las rentas sudamericanas. Es un impuesto que gravita

      sobre la civilización y el progreso de estos países, cuyos elementos

      vienen de fuera. Se debiera ensayar su supresión absoluta por 20 años, y

      acudir al empréstito para llenar el déficit. Eso seria gastar, en la

      libertad, que fecunda, un poco de lo que hemos gastado en la guerra, que

      esteriliza.

      No temáis tampoco que la nacionalidad se comprometa por la acumulación de

      extranjeros, ni que desaparezca el tipo nacional. Ese temor es estrecho y

      preocupado. Mucha sangre extranjera ha corrido en defensa de la

      independencia americana. Montevideo, defendido por extranjeros, ha

      merecido el nombre de Nueva Troya. Valparaíso, compuesto de extranjeros,

      es el lujo de la nacionalidad chilena. El pueblo inglés ha sido el pueblo

      más conquistado de cuantos existen; todas las naciones han pisado su suelo

      y mezclado a él su sangre y su raza. Es producto de un cruzamiento

      infinito de castas; y por eso justamente el inglés es el más perfecto de

      los hombres, y su nacionalidad tan pronunciada que hace creer al vulgo que

      su raza es sin mezcla.

      No temáis, pues, la confusión de razas y de lenguas. De la Babel, del caos

      saldrá algún día brillante y nítida la nacionalidad sudamericana. El suelo

      prohija a los hombres, los arrastra, los asimila y hace suyos. El emigrado

      es como el colono; deja la madre patria por la patria de su adopción. Hace

      dos mil años que se dijo esta palabra que forma la divisa de este siglo:

      Ubi bene, ibi patria.

      Y ante los reclamos europeos por inobservancia de los tratados que

      firméis, no corráis a la espada ni gritéis: ¡Conquista! No va bien tanta

      susceptibilidad a pueblos nuevos, que para prosperar necesitan de todo el

      mundo. Cada edad tiene su honor peculiar. Comprendamos el que nos

      corresponde. Mirémonos mucho antes de desnudar la espada: no porque seamos

      débiles, sino porque nuestra inexperiencia y desorden normales nos dan la

      presunción de culpabilidad ante el mundo en nuestros conflictos externos;

      y sobre todo porque la paz nos vale el doble que la gloria.

      La victoria nos dará laureles; pero el laurel es planta estéril para

      América. Vale más la espiga de la paz, que es de oro, no en la lengua del

      poeta, sino en la lengua del economista.

      Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del buen

      sentido. El tipo de la grandeza americana no es Napoleón, es Washington; y

      Washington no representa triunfos militares, sino prosperidad,

      engrandecimiento, organización y paz. Es el héroe del orden en la libertad

      por excelencia.

      Por sólo sus triunfos guerreros hoy estaría Washington sepultado en el

      olvido de su país y del mundo. La América española tiene generales

      infinitos que representan hechos de armas más brillantes y numerosos que

      los del general Washington. Su título a la inmortalidad reside en la

      constitución admirable que ha hecho de su país el modelo del universo, y

      que Washington selló con su nombre. Rosas tuvo en su mano cómo hacer eso

      en la República Argentina, y su mayor crimen es haber malogrado esa

      oportunidad.

      Reducir en dos horas una gran masa de hombres a su octava parte por la

      acción del cañón: he ahí el heroísmo antiguo y pasado.

      Por el contrario, multiplicar en pocos días una población pequeña es el

      heroísmo del estadista moderno: la grandeza de creación, en lugar de la

      grandeza salvaje de exterminio.

      El censo de la población es la regla de la capacidad de los ministros

      americanos.

      Desde la mitad del siglo XVI la América interior y mediterránea ha sido un

      sagrario impenetrable para la Europa no peninsular. Han llegado los

      tiempos de su franquicia absoluta y general. En trescientos años no ha

      ocurrido período más solemne para el mundo de Colón.

      La Europa del momento no viene a tirar cañonazos a esclavos. Aspira sólo a

      quemar carbón de piedra en lo alto de los ríos, que hoy sólo corren para

      los peces. Abrid sus puertas de par en par a la entrada majestuosa del

      mundo, sin discutir si es por concesión o por derecho; y para prevenir

      cuestiones, abridlas antes de discutir. Cuando la campana del vapor haya

      resonado delante de la virginal y solitaria Asunción, la sombra de Suárez

      quedará atónita a la presencia de los nuevos misioneros, que visan

      empresas desconocidas a los jesuitas del siglo XVIII. Las aves, poseedoras

      hoy de los encantados bosques, darán un vuelo de espanto; y el salvaje del

      Chaco, apoyado en el arco de su flecha, contemplará con tristeza el curso

      de la formidable máquina que lo intima el abandono de aquellas márgenes.

      Resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros

      pasados. La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el país que no

      protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de la más noble de las

      razas.

      Sobre las márgenes pintorescas del Bermejo levantará algún día la gratitud

      nacional un monumento en que se lea: Al Congreso de 1852, libertador de

      estas aguas, la posteridad reconocida.

      XVI

      De la legislación como medio de estimular la población y el desarrollo de

      nuestras Repúblicas.

      La legislación civil y comercial, los reglamentos de policía industrial y

      mercantil no deben rechazar al extranjero que la Constitución atrae. Poco

      importaría que encontrase caminos fáciles y ríos abiertos para penetrar en

      lo interior, si habla de ser para estrellarse en leyes civiles repelentes.

      Lo que se avanzaría por un lado, se perdería por otro.

      Más noble fuera excluirle abiertamente, como hacían las Leyes de Indias,

      que internarle con promesas falaces, para hacerle víctima de un estado de

      cosas enteramente colonial y hostil. El nuevo régimen en el litoral y el

      antiguo en el interior, la libertad en la Constitución y las cadenas en

      los reglamentos y las leyes civiles, es medio seguro de desacreditar el

      nuevo sistema de gobierno y mantener el atraso de estos países.

      Será preciso, pues, que las leyes civiles de tramitación y de comercio se

      modifiquen y conciban en el sentido de las mismas tendencias que deben

      presidir a la Constitución; de la cual, en último análisis, no son otra

      cosa que leyes orgánicas las varias ramas del derecho privado.

      Las exigencias económicas e industriales de nuestra época y de la América

      del Sur deben servir de base de criterio para la reforma de nuestra

      legislación interior, como servirán para la concepción de su derecho

      constitucional.

      La Constitución debe dar garantías de que sus leyes orgánicas no serán

      excepciones derogatorias de los grandes principios consagrados por ella,

      como se ha visto más de una vez. Es preciso que el derecho administrativo

      no sea un medio falaz de eliminar o escamotear las libertades y garantías

      constitucionales. Por ejemplo: La prensa es libre, dice la Constitución;

      pero puede venir la ley orgánica de la prensa y crear tantas trabas y

      limitaciones al ejercicio de esa libertad, que la deje ilusoria y

      mentirosa. Es libre el sufragio, dice la Constitución; pero vendrá la ley

      orgánica electoral, y a fuerza de requisitos y limitaciones excepcionales,

      convertirá en mentira la libertad de votar. El comercio es libre, dice la

      Constitución; pero viene el fisco con sus reglamentos, y a ejemplo de

      aquella ley madrileña de imprenta, de que hablaba Fígaro, organiza esa

      libertad, diciendo: "Con tal que ningún buque fondee sin pagar derechos de

      puerto, de anclaje, de faro; que ninguna mercadería entre o salga sin

      pagar derechos a la aduana; que nadie abra casa de trato sin pagar su

      patente anual; que nadie comercie en el interior sin pagar derechos de

      peaje; que ningún documento de crédito se firme sino en papel sellado; que

      ningún comerciante se mueva sin pasaporte, ni ninguna mercadería sin guía,

      competentemente pagados al fisco; fuera de éstas y otras limitaciones, el

      comercio es completamente libre, como dice la Constitución".

      En la promulgación de nuestras leyes patrias, hasta aquí hemos seguido por

      modelo favorito la legislación francesa. Los Códigos Civil y de Comercio

      franceses tienen muchísimo de bueno, y merecen la aplicación que de ellos

      se ha hecho en la mitad de Europa. Pero se ha notado con razón que no

      están en armonía con las necesidades económicas de esta época, tan

      diferente de la época en que se dio la legislación romana, de que son

      imitación el Código Civil moderno de Francia lo mismo que nuestro antiguo

      derecho civil español.

      El derecho romano, patricio por inspiración, contrajo sus disposiciones a

      la propiedad raíz más bien que a la mobiliaria, que prevalece en nuestro

      siglo comercial. Recargó con una mira sabia para aquel tiempo de

      formalidades infinitas la adquisición y transmisión de la propiedad raíz,

      y esas formalidades, copiadas por nuestros Códigos modernos y aplicadas a

      la circulación da la propiedad mobiliaria, la despojan de la celeridad

      exigida por las operaciones del comercio. El derecho civil sudamericano

      debe dar facilidades a la industria y al comercio, simplificando las

      formas y reduciendo los requisitos de la adquisición y transmisión de la

      propiedad mobiliaria, abreviando el sistema probatorio de los actos

      originarios de las propiedades dudosas, reglando el plan de enjuiciamiento

      sobre bases anchas de publicidad, brevedad y economía.

      Donde la justicia es cara, nadie la basca, y todo se entrega al dominio de

      la iniquidad. Entre la injusticia barata y la justicia cara, no hay

      término que elegir.

      La propiedad, la vida, el honor, son bienes nominales, cuando la justicia

      es mala. No hay aliciente para trabajar en la adquisición de bienes que

      han de estar a la merced de los pícaros.

      La ley, la Constitución, el gobierno, son palabras vacías, si no se

      reducen a hechos por la mano del juez, que, en último resultado, es quien

      los hace ser realidad o mentira.

      La ley de enjuiciamiento sudamericano debe admitir al extranjero a formar

      parte de los juzgados inferiores.

      En la administración como en la industria, la cooperación del extranjero

      es útil a nuestra educación práctica.

      En provecho de la población de nuestras Repúblicas, por inmigraciones

      extranjeras, nuestras leyes civiles deben contraerse especialmente:

      1. A remover las trabas e impedimentos de tiempos atrasados que hacen

      imposibles o difíciles los matrimonios mixtos;

      2. A simplificar las condiciones civiles para la adquisición del

      domicilio;

      3. A conceder al extranjero el goce de los derechos civiles, sin la

      condición de una reciprocidad irrisoria;

      4. A concluir con el derecho de albinagio, dándole los mismos derechos

      civiles que al ciudadano para disponer de sus bienes póstumos por

      testamento o de otro modo.

      En provecho de la industria, nuestro derecho civil debe contraerse a la

      reforma del sistema hipotecario, sobre las bases de publicidad,

      especialidad e igualdad, reduciendo el número de los privilegios e

      hipotecas en favor de los incapaces, como causa de prelación en los

      concursos formados a deudores insolventes.

      La ley debe buscar seguridades para los incapaces, no a expensas del

      crédito privado, que hace florecer la riqueza nacional, sino en medios

      independientes.

      El crédito privado debe ser el niño mimado de la legislación americana;

      debe tener más privilegios que la incapacidad, porque es el agente heroico

      llamado a civilizar este continente desierto. El crédito es la

      disponibilidad del capital; y el capital es la varilla mágica que debe

      darnos población, caminos, canales, industria, educación y libertad. Toda

      ley contraria al crédito privado es un acto de leso América.

      El comercio de Sudamérica, tan original y peculiar por la naturaleza de

      los objetos que son materia de él, y por las operaciones de que consta

      ordinariamente, pide leyes más adecuadas que la Ordenanza local, que hace

      doscientos años se dio en España a la villa de Bilbao, compuesta entonces

      de catorce mil almas.

      La legislación debe también retocarse, en beneficio de la seguridad,

      moralidad y brevedad de los negocios mercantiles. Donde la insolvencia

      culpable es tolerada, o morosa la realización de los bienes del fallido,

      no hay desarrollo de comercio, no hay apego a la propiedad, falta la

      confianza en los negocios, y con ella el principio en que descansa la vida

      del comercio. El Código de Comercio es el código de la vida misma de estos

      países, y sobre todo de la República Argentina, cuya existencia en lo

      pasado y en la actualidad está representada por la industria mercantil.

      En provecho del comercio marítimo interior y externo, nuestras leyes

      mercantiles deben facilitar al extranjero la adquisición, en su nombre, de

      la propiedad de buques nacionales, la transmisión de las propiedades

      navales, y permitir la tripulación por marineros extranjeros de los buques

      con bandera nacional, renunciando cualquier ventaja de ese género que por

      tratados se hubiese obtenido en países europeos bajo condición de

      restringir nuestra marina.

      Para obrar estos cambios tan exigidos por nuestro adelantamiento, no es

      menester pensar en códigos completos.

      Las reformas parciales y prontas son las más convenientes. Es la manera de

      legislar de los pueblos libres. La manía de los códigos viene de la

      vanidad de los emperadores. Inglaterra no tiene un solo código, y raro es

      el interés que no esté legislado.

      La legislación civil y comercial argentina debe ser uniforme como ha sido

      hasta aquí. No seria racional que tuviésemos tantos códigos de comercio,

      tantas legislaciones civiles, tantos sistemas hipotecarios, como

      provincias. La uniformidad de la legislación, en esos ramos, no daña en lo

      mínimo las atribuciones de soberanía local y favorece altamente el

      desarrollo de nuestra nacionalidad argentina.

      Hasta aquí he señalado las miras o tendencias generales en vista de las

      cuales deberían concebirse las constituciones y leyes de Sudamérica.

      Contrayéndome ahora a la República Argentina, voy a indicar las bases en

      que, según mi opinión, debe apoyarse la constitución que se proyecta.

      XVII

      Bases y puntos de partida para la constitución del gobierno de la

      República Argentina.

      "Confraternidad y fusión de todos los partidos políticos." Justo J. de

      Urquiza

      Hay una fórmula, tan vulgar como profunda, que sirve de encabezamiento a

      casi todas las constituciones conocidas. Casi todas empiezan declarando

      que son dadas en nombre de Dios, legislador supremo de las naciones. Esta

      palabra grande y hermosa debe ser tomada, no en su sentido místico, sino

      en su profundo sentido político.

      Dios, en efecto, da a cada pueblo su constitución o manera de ser normal,

      como la da a cada hombre.

      El hombre no elige discrecionalmente su constitución gruesa o delgada,

      nerviosa o sanguínea; así tampoco el pueblo se da por su voluntad una

      constitución monárquica o republicana, federal o unitaria. El recibe estas

      disposiciones al nacer: las recibe del suelo que le toca por morada, del

      número y de la condición de los pobladores con que empieza, de las

      instituciones anteriores y de los hechos que constituyen su historia: en

      todo lo cual no tiene más acción su voluntad que la dirección dada al

      desarrollo de esas cosas en el sentido más ventajoso a su destino

      providencial.

      Nuestra revolución tomó de la francesa esta definición de Rousseau: "La

      ley es la voluntad general". En contraposición al principio antiguo de que

      la ley era la voluntad de los reyes, la máxima era excelente y útil a la

      causa republicana. Pero es definición estrecha y materialista en cuanto

      hace desconocer al legislador humano el punto de partida para la

      elaboración de su trabajo de simple interpretación, por decirlo así. Es

      una especie de sacrilegio definir la ley, la voluntad general de un

      pueblo. La voluntad es impotente ante los hechos, que son obra de la

      Providencia. ¿Seria ley la voluntad de un Congreso, expresión del pueblo,

      que, teniendo en vista la escasez y la conveniencia de brazos, ordenase

      que los argentinos nazcan con seis brazos? ¿Seria ley la voluntad general,

      expresada por un Congreso constituyente, que obligase a todo argentino a

      pensar con sus rodillas y no con su cabeza? Pues la misma impotencia, poco

      más o menos, le asistiría para mudar y trastornar la acción de los

      elementos naturales que concurren a formar la constitución normal de

      aquella nación. "Fatal es la ilusión en que cae un legislador, decía

      Rivadavia, cuando pretende que su talento y voluntad pueden mudar la

      naturaleza de las cosas, o suplir a ella sancionando y decretando

      creaciones"(4).

      La ley, constitucional o civil, es la regla de existencia de los seres

      colectivos que se llaman Estados; y su autor, en último análisis, no es

      otro que el de esa existencia misma regido por la ley.

      El Congreso Argentino constituyente no será llamado a hacer la República

      Argentina, ni a crear las reglas o leyes de su organismo normal; él no

      podrá reducir su territorio, ni cambiar su constitución geológica, ni

      mudar el curso de los grandes ríos, ni volver minerales los terrenos

      agrícolas. El vendrá a estudiar y a escribir las leyes naturales en que

      todo eso propende a combinarse y desarrollarse del modo más ventajoso a

      los destinos providenciales de la República Argentina.

      Este es el sentido de la regla tan conocida, de que las constituciones

      deben ser adecuadas al país que las recibe; y toda la teoría de

      Montesquieu sobre el influjo del clima en la legislación de los pueblos no

      tiene otro significado que éste.

      Así, pues, los hechos, la realidad, que son obra de Dios y existen por la

      acción del tiempo y de la historia anterior de nuestro país, serán los que

      deban imponer la constitución que la República Argentina reciba de las

      manos de sus legisladores constituyentes. Esos hechos, esos elementos

      naturales de la constitución normal, que ya tiene la República por la obra

      del tiempo y de Dios, deberán ser objeto del estudio de los legisladores,

      y bases y fundamentos de su obra de simple estudio y redacción, digámoslo

      así, y no de creación. Lo demás es legislar para un día, perder el tiempo

      en especulaciones ineptas y pueriles.

      Y desde luego, aplicando ese método a la solución del problema más difícil

      que haya presentado hasta hoy la organización política de la República

      Argentina—que consiste en determinar cuál sea la base más conveniente para

      el arreglo de su gobierno general, si la forma unitaria o la federativa—,

      el Congreso hallará que estas dos bases tienen antecedentes tradicionales,

      en la vida anterior de la República Argentina, que ambas han coexistido y

      coexisten formando como los dos elementos de la existencia política de

      aquella República.

      El Congreso no podrá menos que llegar a ese resultado si, conducido por un

      buen método de observación y experimentación, empieza por darse cuenta de

      los hechos y clasificarlos convenientemente, para deducir de ellos el

      conocimiento de su poder respectivo.

      La historia nos muestra que los antecedentes políticos de la República

      Argentina, relativos a la forma del gobierno general, se dividen en dos

      clases, que se refieren a los dos principios federativo y unitario.

      Empecemos por enumerar los antecedentes unitarios.

      Los antecedentes unitarios del gobierno argentino se dividen en dos

      clases: unos que corresponden a la época del gobierno colonial y otros que

      pertenecen al periodo de la revolución.

      He aquí los antecedentes unitarios pertenecientes a nuestra anterior

      existencia colonial:

      Unidad de origen español en la población argentina.

      Unidad de creencias y de culto religioso.

      Unidad de costumbres y de idioma.

      Unidad política y de gobierno, pues todas las provincias formaban parte de

      un solo Estado.

      Unidad de legislación civil, comercial y penal.

      Unidad judiciaria, en el procedimiento y en la jurisdicción y competencia,

      pues todas las Provincias del virreinato reconocían un solo tribunal de

      apelaciones, instalado en la capital, con el nombre de Real Audiencia.

      Unidad territorial, bajo la denominación de Virreinato de la Plata.

      Unidad financiera o de rentas y gastos públicos.

      Unidad administrativa en todo lo demás, pues la acción central partía del

      virrey, jefe supremo del Estado, instalado en la capital del virreinato.

      La ciudad de Buenos Aires, constituida en Capital del virreinato, es otro

      antecedente unitario de nuestra antigua existencia colonial.

      Enumeremos ahora los antecedentes unitarios del tiempo de la revolución:

      Unidad de creencias políticas y de principios republicanos. La Nación ha

      pensado como un solo hombre en materia de democracia y de república.

      Unidad de sacrificios en la guerra de la Independencia. Todas las

      Provincias han unido su sangre, sus dolores y sus peligros en esa empresa.

      Unidad de conducta, de esfuerzos y de acción en dicha guerra.

      Los distintos pactos de unión general celebrados e interrumpidos durante

      la revolución, constituyen otro antecedente unitario de la época moderna

      del país, que está consignado en sus leyes y en sus tratados con el

      extranjero. El primero de ellos es el acto solemne de declaración de la

      independencia de la República Argentina del dominio y vasallaje de los

      españoles. En ese acto, el pueblo argentino aparece refundido en un solo

      pueblo, y ese acto está y estará perpetuamente vigente para su gloria.

      Los Congresos, Presidencias, Directorios supremos y generales que, con

      intermitencias más o menos largas, se han dejado ver durante la

      revolución.

      La unidad diplomática, externa o internacional, consignada en tratados

      celebrados con Inglaterra, con el Brasil, con Francia, etc., cuyos actos

      formarán parte de la constitución externa del país, sea cual fuere.

      La unidad de glorias y de reputación.

      La unidad de colores simbólicos de la República Argentina.

      La unidad de armas o de escudo.

      La unidad implícita, intuitiva, que se revela cada vez que se dice sin

      pensarlo: República Argentina, Territorio Argentino, Pueblo Argentino y no

      República Sanjuanina, Nación Porteña, Estado Santafesino.

      La misma palabra argentina es un antecedente unitario.

      En fuerza de esos antecedentes, la República Argentina ha formado un solo

      pueblo, un grande y solo Estado consolidado, una colonia unitaria, por más

      de doscientos años, bajo el nombre de Virreinato de la Plata; y durante la

      revolución en que se apeló al pueblo de las Provincias, para la creación

      de una soberanía independiente y americana, los antecedentes del

      centralismo monárquico y pasado, ejercieron un influjo invencible en la

      política moderna, como lo ejercen hoy mismo, impidiéndonos pensar que la

      República Argentina sea otra cosa que un solo Estado, aunque Federativo y

      compuesto de muchas provincias, dotadas de soberanía y libertades

      relativas y subordinadas.

      Guardémonos, pues, de creer que la unidad de gobierno haya sido un

      episodio de la vida de la República Argentina; ella, por el contrario,

      forma el rasgo distintivo de su existencia de más de dos siglos.

      Pero veamos ahora los antecedentes también normales y poderosos que hacen

      imposible por ahora la unidad indivisible del gobierno interior argentino,

      y que obligarán a todo sistema de gobierno central, a dividir y conciliar

      su acción con las soberanías provinciales, limitadas a su vez como el

      gobierno general en lo relativo a la administración interior.

      Son antecedentes federativos de la República Argentina, tanto coloniales

      como patrios, los siguientes hechos, consignados en su historia y

      comprobados por su notoriedad:

      1. Las diversidades, las rivalidades provinciales, sembradas

      sistemáticamente por la dominación colonial, y renovadas por la demagogia

      republicana.

      2. Los largos interregnos de aislamiento y de independencia provincial,

      ocurridos durante la revolución.

      3. Las especialidades provinciales, derivadas del suelo y del clima, de

      que se siguen otras en el carácter, en los hábitos, en el acento, en los

      productos de la industria y del comercio, y en su situación respecto del

      extranjero.

      4. Las distancias enormes y costosas que separan unas Provincias de otras,

      en el territorio de doscientas mil leguas cuadradas, que habita nuestra

      población de un millón de habitantes.

      5. La falta de caminos, de canales, de medios de organizar un sistema de

      comunicaciones y transportes, y de acción política y administrativa pronta

      y fácil.

      6. Los hábitos ya adquiridos de legislaciones, de tribunales de justicia y

      de gobiernos provinciales. Hace ya muchos años que las leyes argentinas no

      se hacen en Buenos Aires, ni se fallan allí los pleitos de los habitantes

      de las provincias, como sucedía en otra época.

      7. La soberanía parcial que la Revolución de Mayo reconoció a cada una de

      las Provincias, y que ningún poder central les ha disputado en la época

      moderna.

      8. Las extensas franquicias municipales y la gran latitud dada al gobierno

      provincial, por el antiguo régimen español, en los pueblos de la República

      Argentina.

      9. La imposibilidad de hecho para reducir sin sangre y sin violencia a las

      Provincias o a sus gobernantes al abandono espontáneo de un depósito que,

      conservado un solo día, difícilmente se abandona en adelante: el poder de

      la propia dirección, la soberanía o libertad local.

      10. Los tratados, las ligas parciales, celebradas por varias Provincias

      entre sí durante el periodo de aislamiento.

      11. El provincialismo monetario, de que Buenos Aires ha dado el

      antecedente más notable con su papel moneda de provincia.

      12. Por fin,, el acuerdo de los gobiernos provinciales de la

      Confederación, celebrado en San Nicolás el 31 de mayo de 1852, ratificando

      el pacto litoral de 1831, que consagra el principio federativo de

      gobierno.

      Todos los hechos que quedan expuestos pertenecen y forman parte de la vida

      normal y real de la República Argentina, en cuan

      to a la base de su gobierno general; y ningún Congreso constituyente

      tendría el poder de hacerlos desaparecer instantáneamente por decretos o

      constituciones de su mano. Ellos deben ser tomados por bases y consultados

      de una manera discreta en la constitución escrita, que ha de ser expresión

      de la constitución real, natural y posible.

      El poder respectivo de esos hechos anteriores, tanto unitarios como

      federativos, conduce la opinión pública de aquella República al abandono

      de todo sistema exclusivo y al alejamiento de las dos tendencias o

      principios, que habiendo aspirado en vano al gobierno exclusivo del país,

      durante una lucha estéril alimentada por largos años, buscan hoy una

      fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concilie

      las libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación:

      solución inevitable y única, que resulta de la aplicación a los dos

      grandes términos del problema argentino—la Nación y la Provincia—, de la

      fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste en la

      combinación armónica de la individualidad con la generalidad del localismo

      con la nación, o bien de la libertad con la asociación; ley natural de

      todo cuerpo orgánico, sea colectivo o sea individual, llámese Estado o

      llámese hombre; según la cual tiene el organismo dos vidas, por decirlo

      así, una de la localidad y otra general o común, a semejanza de lo que

      enseña la fisiología de los seres animados, cuya vida reconoce dos

      existencias, una parcial de cada órgano, y a la vez otra general de todo

      el organismo...

      XVIII

      Continuación del mismo asunto. Fines de la Constitución Argentina.

      Del mismo modo que el Congreso debe guiarse por la observación y el

      estudio de los hechos normales, para determinar la base que más conviene

      al Gobierno general argentino, así también debe acudir a la observación y

      al estudio de los hechos para estudiar los fines más convenientes de la

      Constitución.

      Todo el presente libro no está reducido más que a la exposición de los

      fines que debe proponerse el nuevo derecho constitucional sudamericano;

      sin embargo, vamos a enumerarlos con más precisión en este capitulo, a

      propósito de la constitución de la República Argentina.

      En presencia del desierto, en medio de los mares, al principio de los

      caminos desconocidos y de las empresas inciertas y grandes de la vida, el

      hombre tiene necesidad de apoyarse en Dios, y de entregar a su protección

      la mitad del éxito de sus miras.

      La religión debe ser hoy, como en el siglo XVI, el primer objeto de

      nuestras leyes fundamentales. Ella es a la complexión de los pueblos lo

      que es la pureza de la sangre a la salud de los individuos. En este

      escrito de política, sólo será mirada como resorte de orden social, como

      medio de organización política; pues, como ha dicho Montesquieu, es

      admirable que la religión cristiana, que proporciona la dicha del otro

      mundo, haga también la de éste.

      Pero en este punto, como en otros muchos, nuestro derecho constitucional

      moderno debe separarse del derecho indiano o colonial, y del derecho

      constitucional de la primera época de la revolución.

      El derecho colonial era exclusivo en materia de religión, como lo era en

      materia de comercio, de población, de industria, etc. El exclusivismo era

      su esencia en todo lo que estatuía, pues baste recordar que era un derecho

      colonial, de exclusión y monopolio. El culto exclusivo era empleado en el

      sentido de esa política como resorte de Estado. Por otra parte, España

      excluía de sus dominios los cultos disidentes, en cambio de concesiones

      que los Papas hacían a sus revés sobre intereses de su tiempo. Pero

      nuestra política moderna americana, que en vez de excluir debe propender a

      atraer, a conceder, no podrá ratificar y restablecer el sistema colonial,

      sobre exclusión de cultos, sin dañar los fines y propósitos del nuevo

      régimen americano. Ella debe mantener y proteger la religión de nuestros

      padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político; pero

      debe protegerla por la libertad, por la tolerancia y por todos los medios

      que son peculiares y propios del régimen democrático y liberal, y no como

      el antiguo derecho indiano por exclusiones y prohibiciones de otros cultos

      cristianos. Los Estados Unidos e Inglaterra son las naciones más

      religiosas de la Tierra en sus costumbres, y han llegado a ese resultado

      por los mismos medios precisamente que deseamos ver adoptados por la

      América del Sur.

      En los primeros días de la revolución americana, nuestra política

      constitucional hacía bien en ofrecer al catolicismo el respeto de sus

      antiguos privilegios y exclusiones en este continente, como procedía con

      igual discreción protestando al trono de España que la revolución era

      hecha en su provecho. Eran concesiones de táctica exigidas por el éxito de

      la empresa. Pero América no podría persistir hoy en la misma política

      constitucional, sin dejar ilusorios e ineficaces los fines de su

      revolución de progreso y de libertad. Será necesario, pues, consagrar el

      catolicismo como religión de Estado; pero sin excluir el ejercicio público

      de los otros cultos cristianos. La libertad religiosa es tan necesaria al

      país como la misma religión católica. Lejos de ser inconciliables, se

      necesitan y completan mutuamente. La libertad religiosa es el medio de

      poblar estos países. La religión católica es el medio de educar esas

      poblaciones. Por fortuna, en este punto, la República Argentina no tendrá

      sino que ratificar y extender a todo su territorio lo que ya tiene en

      Buenos Aires hace 25 años. Todos los obispos recibidos en la República de

      veinte años a esta parte han jurado obediencia a esas leyes de libertad de

      cultos. Ya seria tarde para que Roma hiciese objeciones sobre ese punto a

      la moderna constitución de la nación.

      Los otros grandes fines de la Constitución argentina no serán hoy, como se

      ha demostrado en este libro, lo que eran en el primer periodo de la

      revolución.

      En aquella época se trataba de afianzar la independencia por las armas;

      hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento material y moral

      de nuestros pueblos.

      Los fines políticos eran los grandes fines de aquel tiempo; hoy deben

      preocuparnos especialmente los fines económicos.

      Alejar la Europa, que nos había tenido esclavizados, era el gran fin

      constitucional de la primera época; atraerla para que nos civilice libres

      por sus poblaciones, como nos civilizó esclavos por sus gobiernos, debe

      ser el fin constitucional de nuestro tiempo. En este punto nuestra

      política constitucional americana debe ser tan original como es la

      situación de la América del Sur, que debe servirle de regla. Imitar el

      régimen externo de naciones antiguas, ya civilizadas, exuberantes de

      población y escasas de territorio, es caer en un grosero y funesto

      absurdo; es aplicar a un cuerpo exhausto el régimen alimenticio que

      conviene a un hombre sofocado por la plétora y la obesidad. Mientras la

      América del Sur no tenga una política constitucional exterior suya y

      peculiar a sus necesidades especialísimas, no saldrá de la condición

      oscura y subalterna en que se encuentra. La aplicación a nuestra política

      económica exterior de las doctrinas internacionales que gobiernan las

      relaciones de las naciones europeas ha dañado nuestro progreso tanto como

      los estragos de la guerra civil.

      Con un millón escaso de habitantes por toda población en un territorio de

      doscientas mil leguas, no tiene de nación la República Argentina sino el

      nombre y el territorio. Su distancia de Europa le vale el ser reconocida

      nación independiente. La falta de población que le impide ser nación, le

      impide también la adquisición de un gobierno general completo.

      Según esto, la población de la República Argentina, hoy desierta y

      solitaria, debe ser el grande y primordial fin de su Constitución por

      largos años. Ella debe garantizar la ejecución de todos los medios de

      obtener ese vital resultado. Yo llamaré estos medios garantías públicas de

      progreso y de engrandecimiento. En este punto la Constitución no debe

      limitarse a promesas; debe dar garantías de ejecución y realidad.

      Así, para poblar el país, debe garantizar la libertad religiosa y

      facilitar los matrimonios mixtos, sin lo cual habrá población, pero

      escasa, impura y estéril.

      Debe prodigar la ciudadanía y el domicilio al extranjero sin imponérselos.

      Prodigar, digo, porque es la palabra que expresa el medio de que se

      necesita. Algunas constituciones sudamericanas han adoptado las

      condiciones con que Inglaterra y Francia conceden la naturalización al

      extranjero, de que esas naciones no necesitan para aumentar su población

      excesiva. Es la imitación llevada al idiotismo y al absurdo.

      Debe la Constitución asimilar los derechos civiles del extranjero, del que

      tenemos vital necesidad, a los derechos civiles del nacional, sin

      condiciones de una reciprocidad imposible, ilusoria y absurda.

      Debe abrirles acceso a los empleos públicos de rango secundario, más que

      en provecho de ellos, en beneficio del país, que de ese modo aprovechará

      de su aptitud para la gestión de nuestros negocios públicos y facilitará

      la educación oficial de nuestros ciudadanos por la acción del ejemplo

      práctico, como en los negocios de la industria privada. En el régimen

      municipal será ventajosísimo este sistema. Un antiguo municipal inglés o

      norteamericano, establecido en nuestros países e incorporado a nuestros

      cabildos, o consejos locales, seria el monitor más edificante o

      instructivo en ese ramo, en que los hispanoamericanos nos desempeñamos de

      un modo tan mezquino y estrecho de ordinario, como en la policía de

      nuestras propias casas privadas.

      Siendo el desarrollo y la explotación de los elementos de riqueza que

      contiene la República Argentina el principal elemento de su

      engrandecimiento y el aliciente más enérgico de la inmigración extranjera

      de que necesita, su Constitución debe reconocer, entre sus grandes fines,

      la inviolabilidad del derecho de propiedad y la libertad completa del

      trabajo y de la industria. Prometer y escribir estas garantías, no es

      consagrarlas. Se aspira a la realidad, no a la esperanza. Las

      constituciones serias no deben constar de promesas, sino de garantías de

      ejecución. Así la Constitución argentina no debe limitarse a declarar

      inviolable el derecho privado de propiedad, sino que debe garantizar la

      reforma de todas las leyes civiles y de todos los reglamentos coloniales

      vigentes, a pesar de la República, que hacen ilusorio y nominal ese

      derecho. Con un derecho constitucional republicano y un derecho

      administrativo colonial y monárquico, la América del Sur arrebata por un

      lado lo que promete por otro: la libertad en la superficie y la esclavitud

      en el fondo.

      Debe pues dar garantías de que no se expedirá ley orgánica o civil que

      altere, por excepciones reglamentarias, la fuerza del derecho de propiedad

      consagrado entre sus grandes principios, como hace la Constitución de

      California.

      Nuestro derecho colonial no tenía por principal objeto garantizar la

      propiedad del individuo sino la propiedad del fisco. Las colonias

      españolas eran formadas para el fisco, no el fisco para las colonias. Su

      legislación era conforme a su destino: eran máquinas para crear rentas

      fiscales. Ante el interés fiscal era nulo el interés del individuo. Al

      entrar en la revolución, hemos escrito en nuestras constituciones la

      inviolabilidad del derecho privado; pero hemos dejado en presencia

      subsistente el antiguo culto del interés fiscal. De modo que, a pesar de

      la revolución y de la independencia, hemos continuado siendo Repúblicas

      hechas para el fisco. Es menester otorgar garantías de que esto será

      reformado, y de que las palabras de la Constitución sobre el derecho de

      propiedad se volverán realidad práctica por leyes orgánicas y

      reglamentarias, en armonía con el derecho constitucional moderno.

      La libertad del trabajo y de la industria consignada en la constitución no

      pasará de una promesa, si no se garantiza al mismo tiempo la abolición de

      todas las antiguas leyes coloniales que esclavizan la industria, y la

      sanción de leyes nuevas destinadas a dar ejecución y realidad a esa

      libertad industrial consignada en la Constitución, sin destruirlas con

      excepciones.

      De todas las industrias conocidas, el comercio marítimo y terrestre es la

      que forma la vocación especial de la República Argentina. Ella deriva esa

      vocación de la forma, producciones y extensión de su suelo, de sus

      portentosos ríos, que hacen de aquel país el órgano de los cambios de toda

      la América del Sur, y de su situación respecto de Europa. Según esto, la

      libertad y el desarrollo del comercio interior y exterior, marítimo y

      terrestre, deben figurar entre los fines del primer rango de la

      Constitución argentina. Pero este gran fin quedará ilusorio, si la

      Constitución no garantiza al mismo tiempo la ejecución de los medios de

      verlo realizado. La libertad del comercio interior sólo será un nombre,

      mientras haya catorce aduanas interiores, que son catorce desmentidos

      dados a la libertad. La aduana debe ser una y nacional, en cuanto al

      producto de su renta; y en cuanto a su régimen reglamentario, la aduana

      colonial o fiscal, la aduana inquisitorial, iliberal y mezquina de otro

      tiempo, la aduana intolerante, del monopolio y de las exclusiones, no debe

      ser la aduana de un régimen de libertad y de engrandecimiento nacional. Es

      menester consignar garantías de reforma a este doble respecto, y promesas

      solemnes de que la libertad de comercio y de industria no será eludida por

      reglamentos fiscales.

      La libertad de comercio sin libertad de navegación fluvial es un

      contrasentido, porque siendo fluviales todos los puertos argentinos,

      cerrar los ríos a las banderas extranjeras es bloquear las Provincias y

      entregar todo el comercio a Buenos Aires.

      Esas reformas deben ser otros tantos deberes impuestos por la Constitución

      al Gobierno general, con designación de un plazo perentorio, si es

      posible, para su ejecución, y con graves y determinadas responsabilidades

      por su no ejecución. Las verdaderas y altas responsabilidades

      ministeriales residen en el desempeño de esos deberes del poder, más que

      en otro lugar de la constitución de países nacientes.

      Esos fines que en otra época eran accesorios, o más bien desatendidos,

      deben colocarse hoy a la cabeza de nuestras constituciones como los

      primordiales propósitos de su instituto.

      Después de los grandes intereses económicos, como fines del pacto

      constitucional, entrarán la independencia y los medios de defenderla

      contra los ataques improbables o imposibles de las potencias europeas. No

      es que estos fines sean secundarios en importancia, sino que los medios

      económicos son los que deben llevarnos a su consecución. Vencida y alejada

      la Europa militar de todo nuestro continente del Sur, no debemos

      constituirnos como para defendernos de sus remotos y débiles ataques. En

      este punto no debemos seguir el ejemplo de los Estados Unidos de

      Norteamérica, que tienen en su vecindad Estados europeos con más

      territorio que el suyo, los cuales han sido enemigos en otro tiempo, y hoy

      son sus rivales en comercio, industria y navegación.

      Como el origen antiguo, presente y venidero de nuestra civilización y

      progreso reside en el exterior, nuestra Constitución debe ser calculada,

      en su conjunto y pormenores, para estimular, atraer y facilitar la acción

      de ese influjo externo, en vez de contenerlo y alejarlo. A este respecto,

      la República Argentina sólo tendrá que generalizar y extender a todas las

      naciones extranjeras los antecedentes que ya tiene consignados en su

      tratado con Inglaterra. No debe haber más que un derecho público

      extranjero; toda distinción y excepción son odiosas. La Constitución

      argentina debe contener una sección destinada especialmente a fijar los

      principios y las reglas del derecho público referido a los extranjeros en

      el Río de la Plata, y esas reglas no deben ser otras que las contenidas en

      el tratado con Inglaterra, celebrado el 2 de febrero de 1825. A todo

      extranjero deben ser aplicables las siguientes garantías, que en ese

      tratado sólo se establecen en favor de los ingleses. Todos deben disfrutar

      constitucionalmente, no precisamente por tratados:

      De la libertad de comercio;

      De la franquicia de llegar seguros y libremente con sus buques y

      cargamentos a los puertos y ríos, accesibles por la ley a todo extranjero;

                      Del derecho de alquilar y ocupar casas a los fines de su

      tráfico;

                      De no ser obligados a pagar derechos diferenciales;

      De gestionar y practicar en su nombre todos los actos de comercio, sin ser

      obligados a emplear personas del país a este efecto;

      De ejercer todos los derechos civiles inherentes al ciudadano de la

      República;

                      De no poder ser obligados al servicio militar;

      De estar libres de empréstitos forzosos, de exacciones o requisiciones

      militares;

      De mantener en pie todas estas garantías, a pesar de cualquier rompimiento

      con la nación del extranjero residente en el Plata;

      De disfrutar de entera libertad de conciencia y de culto, pudiendo

      edificar iglesias y capillas en cualquier paraje de la República

      Argentina.

      Todo eso y algo más está concedido a los súbditos británicos en la

      República Argentina por el tratado de plazo indefinido, celebrado el 2 de

      febrero de 1825; y no hay sino muchas razones de conveniencia para el país

      en extender y aplicar esas concesiones a los extranjeros de todas las

      naciones del mundo, tengan o no tratados con la República Argentina. La

      República necesita conceder esas garantías, por una exigencia imperiosa de

      su población y cultura, y debe concederlas espontáneamente, por medio de

      su Constitución, sin aspirar a ilusorias, vanas y pueriles ventajas de una

      reciprocidad sin objeto por larguísimos años.

      Hoy más que nunca fuera provechosa la adopción de ese sistema, calculado

      para recibir las poblaciones, que arrojadas de Europa por la guerra civil

      y las crisis industriales atraviesan por delante de las ricas regiones del

      Plata, para buscar en California la fortuna que podrían encontrar allí con

      más facilidad, con menos riesgos y sin alejarse tanto de Europa.

      La paz y el orden interior son otro de los grandes fines que debe tener en

      vista la sanción de la Constitución argentina; por que la paz es de tal

      modo necesaria al desarrollo de las instituciones, que sin ella serán

      vanos y estériles todos los esfuerzos hechos en favor de la prosperidad

      del país. La paz, por sí misma, es tan esencial al progreso de estos

      países en formación y desarrollo, que la constitución que no diese más

      beneficio que ella seria admirable y fecunda en resultados. Más adelante

      tocaré este punto de interés decisivo para la suerte de estas Repúblicas,

      que marchan a su desaparición por el camino de la guerra civil, en que

      Méjico ha perdido ya la mitad más bella de su territorio.

      Finalmente, por su índole y espíritu la nueva Constitución argentina debe

      ser una constitución absorbente, atractiva, dotada de tal fuerza de

      asimilación, que haga suyo cuanto elemento extraño se acerque al país, una

      constitución calculada especial y directamente para dar cuatro o seis

      millones de habitantes a la República Argentina en poquísimos años; una

      constitución destinada a trasladar la ciudad de Buenos Aires a un paso de

      San Juan, de La Rioja y de Salta, y a llevar estos pueblos hasta las

      márgenes fecundas del Plata, por el ferrocarril y el telégrafo eléctrico

      que suprimen las distancias; una constitución que en pocos años haga de

      Santa Fe, del Rosario, de Gualeguaychú, del Paraná y de Corrientes otras

      tantas Buenos Aires en población y cultura, por el mismo medio que ha

      hecho la grandeza de ésta, a saber, por su contacto inmediato con la

      Europa civilizada y civilizante; una constitución que arrebatando sus

      habitantes a Europa, y asimilándolos a nuestra población, haga en corto

      tiempo tan populoso a nuestro país que no pueda temer a la Europa oficial

      en ningún tiempo.

      Una constitución que tenga el poder de las hadas, que construían palacios

      en una noche.

      California, improvisación de cuatro años, ha realizado la fábula y hecho

      conocer la verdadera ley de formación de los nuevos Estados en América,

      trayendo de fuera grandes piezas de pueblo, ya formadas, acomodándolas en

      cuerpo de nación y dándoles la enseña americana. Montevideo es otro

      ejemplo precioso de esta ley de población rapidísima. Y no es el oro que

      ha obrado ese milagro en Norteamérica: es la libertad, que antes de

      improvisar a California, improvisó los Estados Unidos, cuya existencia

      representa un solo día en la vida política del mundo, y una mitad de él en

      grandeza y prosperidad. Y si es verdad que el oro ha contribuido a la

      realización de ese portento, mejor para la verdad del sistema que

      ofrecemos, que la riqueza es el hada que improvisa los pueblos.

      Convencido de la necesidad de que éstos y no otros más limitados deben ser

      los fines de la constitución que necesita la República Argentina, no puedo

      negar que me ha parecido apocado el programa enunciado en el preámbulo del

      acuerdo de San Nicolás, que declara como su objeto la reunión del Congreso

      que ha "de sancionar la Constitución política que regularice las

      relaciones que deben existir entre todos los pueblos argentinos, como

      pertenecientes a una misma familia; que establezca y defina los altos

      poderes nacionales, y afiance el orden y prosperidad interior y la

      respetabilidad exterior de la Nación".

      Estos fines son excelentes sin duda; la Constitución que no los tuviera en

      mira sería inservible; pero no son todos los fines esenciales que debe

      proponerse la Constitución argentina.

      No pretendo que la Constitución deba abrazarlo todo; desearía más bien que

      pecase por reservada y concisa. Pero será necesario que en lo poco que

      comprenda, no falte lo que constituye por ahora la salvación de la

      República Argentina.

      XIX

      Continuación del mismo asunto. Del gobierno y su forma. La unidad pura es

      imposible.

      Acabamos de ver cuáles serán los fines que haya de proponerse la

      Constitución. Pero no se buscan fines sin emplear los medios de

      obtenerlos; y para obtenerlos seria y eficazmente es menester que los

      medios correspondan a los fines.

      El primero de ellos será la creación de un gobierno general como los

      objetos o fines tenidas en vista, y permanente como la vida de la

      Constitución.

      La Constitución de un país supone un gobierno encargado de hacerla

      cumplir: ninguna constitución, ninguna ley se sostiene por su propia

      virtud.

      Así, la Constitución en sí misma no es más que la organización del

      gobierno considerado en los sujetos y cosas sobre que ha de recaer su

      acción, en la manera como ha de ser elegido, en los medios o facultades de

      que ha de disponer y en las limitaciones que ha de respetar.

      Según esto, la idea de constituir la República Argentina no significa otra

      cosa que la idea de crear un gobierno general permanente, dividido en los

      tres poderes elementales destinados a hacer, a interpretar y a aplicar la

      ley tanto constitucional como orgánica.

      Los artículos de la Constitución, decía Rossi, "son como cabezas de

      capitales del derecho administrativo". Toda constitución se realiza por

      medio de leyes orgánicas. Será necesario, pues que haya un poder

      legislativo permanente, encargado de darlas.

      Tanto esas leyes como la Constitución serán susceptibles de dudas en su

      aplicación. Un poder judiciario permanente y general será indispensable

      para la República Argentina.

      De las tres formas esenciales de gobierno que reconoce la ciencia, el

      monárquico, el aristocrático y el republicano, este último ha sido

      proclamado por la revolución americana como el gobierno de estos países.

      No hay, pues, lugar a cuestión sobre forma de gobierno.

      En cuanto al fondo, éste reside originariamente en la Nación, y la

      democracia, entre nosotros, más que una forma, es la esencia misma del

      gobierno.

      La federación o unidad, es decir, la mayor o menor centralización del

      gobierno general, son un accidente, un accesorio subalterno de la forma de

      gobierno. Este accesorio, sin embargo, ha dominado toda la cuestión

      constitucional de la República Argentina hasta aquí.

      Las cosas han hecho prevalecer el federalismo como regla del gobierno

      general.

      Pero la voz federación significa liga, unión, vínculo.

      Como liga, como unión, la federación puede ser más o menos estrecha. Hay

      grados diferentes de federación según esto. ¿Cuál será el grado

      conveniente a la República Argentina? Lo dirán sus antecedentes históricos

      y las condiciones normales de su modo de ser físico y social.

      Así en este punto de la Constitución, como en los anteriores y en todos

      los demás, la observación de los hechos y el poder de los antecedentes del

      país deberán ser la regla y punto de partida del Congreso constituyente.

      Pero, desde que se habla de Constitución y de gobierno generales, tenemos

      ya que la federación no será una simple alianza de Provincias

      independientes.

      Una constitución no es una alianza. Las alianzas no suponen un gobierno

      general, como lo supone esencialmente una constitución.

      Quiere decir esto que las ideas y los deseos dominantes van por buen

      camino.

      Estando a la ley de los antecedentes y al imperio de la actualidad, la

      República Argentina será y no podrá menos que ser un Estado federativo,

      una República nacional, compuesta de varias provincias, a la vez

      independientes y subordinadas al gobierno general creado por ellas.

      Gobierno federal, central o general significa igual cosa en la ciencia del

      publicista.

      Una federación concebida de ese modo tendrá la ventaja de reunir los dos

      principios rivales en el fondo de una fusión, que tiene su raíz en las

      condiciones naturales e históricas del país, y que acaba de ser proclamada

      y prometida a la Nación por la voz victoriosa del general Urquiza. El

      acuerdo de San Nicolás ha venido últimamente a sacar de dudas este punto.

      La idea de una unidad pura debe ser abandonada de buena fe, no por vía de

      concesión, sino por convencimiento. Es un hermoso ideal de gobierno; pero

      en la actualidad de nuestro país, imposible en la práctica. Lo que es

      imposible no es del dominio de la política, pertenece a la universidad, o

      si bello, a la poesía.

      El enemigo capital de la unidad para en la República Argentina no es don

      Juan Manuel de Rosas, sino el espacio de doscientas mil leguas cuadradas

      en que se deslíe, como gota de carmín en el río Paraná, el puñadito de

      nuestra población de un millón escaso.

      La distancia es origen de soberanía local, porque ella suple la fuerza.

      ¿Por qué es independiente el gaucho? Porque habita la pampa. ¿Por qué la

      Europa nos reconoce como nación, teniendo menos población que la antigua

      provincia de Burdeos? Porque estamos a tres mil leguas. Esta misma razón

      hace ser soberanas a su modo a nuestras Provincias interiores, separadas

      de Buenos Aires, su antigua capital, por trescientas leguas de desierto.

      Los unitarios de 1826 no conocían las condiciones prácticas de la unidad

      política; no las conocían tampoco sus predecesores de los Congresos

      anteriores.

      Como lo general de los legisladores de la América del Sur, imitando las

      constituciones de la Revolución francesa, sancionaron la unidad

      indivisible en países vastísimos y desiertos que, si bien son susceptibles

      de un gobierno, no lo son de un gobierno indivisible. El señor Rivadavia,

      jefe del partido unitario de esa época, trajo de Francia y de Inglaterra

      el entusiasmo y la admiración del sistema de gobierno que había visto en

      ejercicio con tanto éxito en esos viejos Estados. Pero ni él ni sus

      sectarios se daban cuenta de las condiciones a que debía su existencia el

      centralismo en Europa, y de los obstáculos para su aplicación en el Plata.

      Los motivos que ellos invocaban en favor de su admisión son precisamente

      los que lo hacían imposible: tales eran la grande extensión del

      territorio, la falta de población, de luces, de recursos. Esos motivos

      podían justificar su conveniencia o necesidad, pero no su posibilidad.

      "La seguridad interior de nuestra República—decía la Comisión redactora

      del proyecto de Constitución unitaria—, nunca podrá consultarse

      suficientemente en un país de extensión inmensa y despoblado como el

      nuestro, sino dando al poder del gobierno una acción fácil, rápida y

      fuerte, que no puede tener en la complicada y débil organización del

      sistema federal." Si; ¿pero cómo daríais al poder del gobierno una acción

      fácil, rápida y fuerte sobre poblaciones escasísimas diseminadas en la

      superficie de un país de extensión inconmensurable? ¿Cómo concebir la

      rapidez y facilidad de acción a través de territorios inexplorados,

      extensísimos, destituidos de población, o de caminos y de recursos?

      No tenemos luces ni riquezas en los pueblos para ser federales, decían.

      ¿Pero creéis que la unidad sea el gobierno de los ignorantes y de los

      pobres? ¿Será la pobreza la que ha originado la consolidación de los tres

      reinos de la Gran Bretaña en un solo gobierno nacional? ¿Será la

      ignorancia de Marsella, de Lyon, de Dijon, de Burdeos, de Rouen, etc., el

      origen de la unidad francesa?

      No, ciertamente. Lo cierto es que la Francia es unitaria por la misma

      razón que hace existir a la Unión de Norteamérica: por la riqueza, por la

      población, la practicabilidad del territorio y la cultura de sus

      habitantes, que son la base de todo gobierno general. Nosotros somos

      incapaces de federación y de unidad perfectas, porque somos pobres,

      incultos y pocos.

      Para todos los sistemas tenemos obstáculos, y para el republicano

      representativo tanto como para otro cualquiera. Sin embargo estamos

      arrojados en él, y no conocemos otro más aplicable, a pesar de nuestras

      desventajas. La democracia misma se aviene mal con nuestros medios, y sin

      embargo estamos en ella y somos incapaces de vivir sin ella. Pues esto

      mismo sucederá con nuestro federalismo o sistema general de gobierno; será

      incompleto pero inevitable a la vez.

      Por otra parte, ¿la unidad pura es acaso hija del pacto?

      ¿Qué es la unidad o consolidación del gobierno? Es la desaparición, es la

      absorción de todos los gobiernos locales en un solo gobierno nacional.

      Pero ¿qué gobierno consiente en desaparecer? El sable, la conquista, son

      los que lo suprimen. Así se formó la consolidación del Reino Unido de la

      Gran Bretaña; y la espada ha agregado una por una las provincias que hoy,

      después de ocho siglos de esfuerzos, componen la unidad de la República

      francesa, más digna de reforma que de imitación en ese punto, según

      Thierry y Armando Carrel. Nuestra unidad misma, bajo el antiguo régimen,

      la unidad del virreinato de la Plata, ¿cómo se formó?, ¿por el voto libre

      de los pueblos? No, ciertamente; por la obra de los conquistadores y del

      poder realista y central del que dependían.

      ¿Sería éste el medio de formar nuestra unidad? No, porque sería injusto,

      ineficaz y superfluo, desde que hay otro medio posible de organización. Si

      el poder local no se abdica hasta desaparecer, se delega al menos en parte

      como medio de existir fuerte y mejor. Este será el medio posible de

      componer un gobierno general, sin que desaparezcan los gobiernos locales.

      La unidad no es el punto de partida, es el punto final de los gobiernos;

      la historia lo dice, y la razón lo demuestra. "Por el contrario, toda

      confederación—decía Rossi—es un estado intermediario entre la

      independencia absoluta de muchas individualidades políticas y su completa

      fusión en una sola y misma soberanía. "

      Por ese intermedio será necesario pasar para llegar a la unidad patria.

      Los unitarios no han representado un mal principio, sino un principio,

      impracticable en el país, en la época y en la medida que ellos deseaban.

      De todos modos ellos servían a una tendencia, a un elemento que será

      esencial en la organización de la República. "Los paros teóricos, como

      hombres de Estado, no tienen más defecto que el ser precoces -ha dicho un

      escritor de genio-:falta honorable que es privilegio de las altas

      inteligencias."

      XX

      Continuación del mismo asunto. Origen y causas de la descentralización del

      gobierno de la República Argentina.

      La descentralización política y administrativa de la República reconoce

      dos orígenes: uno mediato y anterior a la revolución; otro inmediato y

      dependiente de este cambio.

      El mediato origen es el antiguo régimen municipal español, que en Europa

      como en América era excepcional y sin ejemplo por la extensión que daba al

      poder de los Cabildos o representaciones elegidos por los pueblos. Esa

      institución ha sido la primera forma, el primer grado de existencia del

      poder representativo provincial entre nosotros, como lo ha sido en España

      misma; siendo de notar que su poder es más extenso en los tiempos menos

      cercanos del nuestro, de modo que también ha podido aplicarse a nosotros

      el dicho de Madame Staël, de que "la libertad es antigua, y el despotismo

      es moderno".

      España no fue más centralista en el arreglo que dio a sus virreinatos de

      América, que lo había sido en el de su monarquía peninsular. Con doble

      motivo el localismo conservó aquí mayor latitud que la conocida en las

      provincias de España con el nombre de fueros y privilegios.

      Nunca los esfuerzos ulteriores de centralización pudieron destruir el

      germen de libertad y de independencia locales depositado en las costumbres

      de los pueblos españoles por las antiguas instituciones de libertad

      municipal. Los cabildantes conservaron siempre el nombre de padres de la

      República, y los Cabildos el tratamiento de excelentísimo. Por una ley de

      Juan I de Castilla, las decisiones de los Cabildos no podían ser revocadas

      por el rey. La ley 1ª, tít. 4, partida 3a hacia de elección popular el

      nombramiento de regidores, que eran jueces y administradores del gobierno

      local. Varias leyes del libro VII de la Novísima Recopilación disponían

      que las ciudades se gobernasen por las ordenanzas dadas por sus Cabildos,

      y se reuniesen éstos en casas grandes y bien hechas, "a entender de las

      cosas cumplideras de la República que han de gobernar". (Palabras de la

      ley 1ª, tít. 2, lib. 7ª, Novísima Recopilación.)

      Las leyes españolas aplicables directamente al gobierno de América, lejos

      de modificar, confirmaron esos antecedentes peninsulares. La unidad del

      gobierno de los virreinatos no excluía la existencia de gobiernos de

      provincia dotados de un poder extenso y muchas veces peculiar.

      Tanto los gobernadores o intendentes de provincia como el virrey, del que

      dependían en parte, recibían del rey inmediata y directamente su

      nombramiento. Los gobernadores eran nombrados en España, no en Buenos

      Aires, y tanto ellos como el virrey, su jefe, recibían del soberano sus

      respectivas facultades de gobierno. Era extenso el poder que los

      gobernadores de provincia ejercían en los ramos de hacienda, policía,

      guerra y justicia; tenían un sueldo anual de seis mil pesos y los honores

      de mariscal de campo. El virrey estaba obligado a cooperar a su gobierno

      local (Ordenanza de intendentes para el virreinato del Plata).

      Vemos, pues, que el gobierno local o provincial es uno de nuestros

      antecedentes administrativos, que remonta y se liga a la historia de

      España y de su gobierno colonial en América: por lo cual constituye una

      base histórica que debe servir de punto de partida en la organización

      constitucional del país.

      La Revolución de Mayo de 1810, el nuevo régimen republicano, lejos de

      alterar, confirmó y robusteció ese antecedente más de lo que convenía a

      las necesidades del país. Es digno de examen este origen moderno e

      inmediato de la descentralización del gobierno en la República Argentina.

      El gobierno colonial del Río de la Plata era unitario, a pesar de la

      extensión de los gobiernos locales. Residía en un solo individuo que, con

      el titulo de virrey, gobernaba todo el virreinato en nombre del rey de

      España y de las Indias.

      La revolución de 1810, operada contra el Gobierno español, tuvo lugar en

      Buenos Aires, capital del virreinato.

      El pueblo de esa ciudad peticionó al Cabildo local para que instalara una

      Junta encargada del gobierno provisorio, compuesta de los individuos

      indicados por el pueblo.

      El Cabildo de Buenos Aires accedió a la petición popular y nombró una

      Junta de gobierno, compuesta por nueve individuos, que reemplazó al

      virrey. Este gobierno de muchos, en lagar del gobierno de uno, ya era un

      paso a la relajación del poder central.

      El Cabildo de Buenos Aires que, no teniendo poder sobre los Cabildos de

      las otras provincias, no podía imponerles un gobierno creado por él, se

      limitó a participarles el cambio, invitándolos a reproducirlo en sus

      respectivas jurisdicciones.

      La Junta gubernativa, que reconocía su origen local y provincial, y que

      aun suponiéndose sucesora del virrey, conocía no tener el poder, de que

      este mismo había carecido, para crear los gobiernos nuevos de provincia,

      dirigió el 26 de mayo una circular a las provincias, convocándolas a

      enviar sus diputados para tomar parte en la composición de la Junta y en

      el gobierno ejecutivo de que estaba encargada. Esta circular, atribuida al

      doctor Castelli, miembro de la Junta, fue un paso de imprevisión de

      inmensa consecuencia, como lo reconoció oficialmente este mismo cuerpo en

      la sesión del 18 de diciembre de 1810, que dio por resultado la

      incorporación de nueve miembros más a la Junta gubernativa, quedando el

      poder ejecutivo compuesto de dieciséis personas desde ese día. No hubo

      forma de impedir ese desacierto. Los diputados provinciales, constituidos

      en Buenos Aires, pidieron un lugar en la Junta gubernativa. Ellos eran

      nueve; la Junta constaba entonces de siete miembros, por la ausencia de

      los señores Castelli y Belgrano. La Junta se oponía a la incorporación,

      observando con razón que un número tan considerable de vocales seria

      embarazoso para el ejercicio del poder ejecutivo. Los diputados invocaron

      la circular de 26 de mayo en que la misma Junta les ofreció parte de su

      poder. Esta reconoció y confesó aquel acto de inexperiencia de su parte.

      La decisión estuvo a pique de ser entregada al pueblo; pero se convino en

      que fuese producto de la votación de los nueve diputados reunidos a los

      siete individuos de la Junta. Los nueve no podían ser vencidos por los

      siete, y la Junta quedó compuesta de dieciséis personas. Desde ese momento

      empezó la disolución del poder ejecutivo instalado en mayo, que no alcanzó

      a vivir un año entero.

      Ese resultado estaba preparado por desavenencias que hablan tenido lugar

      entre el presidente y los vocales de La Junta primitiva. Difícil era que

      un gobierno confiado a tantas manos dejase de ser materia de discordia. Se

      confió el poder a una Junta de varios individuos, siguiendo el ejemplo que

      acababa de dar la madre patria con motivo del cautiverio del rey Fernando

      VII; pero la Junta de Buenos Aires no imitó el ejemplo de la Junta de

      Sevilla, que se hizo obedecer de las Andalucías, ni el de la de Valencia,

      que dominó todo el reino.

      Colocado el gobierno en manos de uno solo, habría sido más fácil sustituir

      la autoridad general del virrey por un gobierno general revolucionario;

      pero la exaltación del liberalismo naciente era un obstáculo invencible a

      la concentración del poder en manos de uno solo. El presidente de la

      Junta, Cornelio Saavedra, había sido revestido de los mismos honores del

      virrey, por orden expedida el 28 de mayo. La Junta misma decretó eso,

      convencida de la necesidad de dar fuerza moral y prestigio al nuevo

      gobierno, desempeñado por hombres que el pueblo podía considerar

      inferiores al virrey, viéndolos en su ordinaria sencillez. Pero esos

      honores, usados tal vez indiscretamente por el presidente, no tardaron en

      despertar emulaciones pequeñas en el seno del gobierno múltiplo. Un

      militar que tenía el don de la trova, saludó emperador, en un banquete, al

      presidente Saavedra: y este asomo de la idea de concentrar el poder en uno

      solo, que debía de haberse alentado, dio lagar a un decreto en que se

      quitaron al presidente de la Junta los honores conferidos el 28 de mayo.

      El art. 11 de ese decreto da la medida de la exaltación de las ideas del

      doctor Moreno, émulo de Saavedra, secretario de la Junta y redactor de

      aquel acto, cuyo art. 11 es como sigue: "Habiendo echado un brindis don

      Antonio Duarte, con que ofendió la probidad del presidente y atacó los

      derechos de la patria, debía perecer en un cadalso; por el estado de

      embriaguez en que se hallaba se le perdona la vida; pero se le destierra

      perpetuamente de esta ciudad, porque un habitante de Buenos Aires ni ebrio

      ni dormido debe tener inspiraciones contra la libertad de su país".

      Ese decreto contra el presidente fue dado el 6 de diciembre de 1810.

      Doce días después, una idea de represalia hizo incorporar en el personal

      de la Junta los diputados de las provincias, obligando al doctor Moreno a

      dimitir el cargo de secretario y de vocal del Gobierno provisorio, que no

      tardó él mismo en disolverse.

      Otras causas concurrían con éstas para el desquicio del poder central.

      Desde que se trató de destituir al virrey en Buenos Aires, el partido

      español pensó en los gobernadores de las Provincias para apoyar la

      reacción contra el Gobierno de mayo. De ahí vino que los revolucionarios

      exigieron, como condición precisa, la expedición de quinientos hombres en

      el término de quince días para proteger la libertad de las Provincias. Esa

      condición figura en el acta del 25 de mayo, y muestra que el Gobierno

      revolucionario venía al mundo armado de recelos contra los gobiernos

      provinciales. El Gobierno de Montevideo fue el primero en desconocer la

      nueva autoridad de Buenos Aires, su capital entonces. Los jefes de las

      otras Provincias no tardaron en seguir el mismo ejemplo, armándose contra

      la Junta de Buenos Aires. Elío en Montevideo y Liniers en Córdoba abrieron

      desde esa época la carrera en que más tarde han figurado Artigas, Francia,

      López y Quiroga, creando un estado de cosas más fácil de mejorar que de

      destruir.

      No viene, pues, de 1820, como se ha dicho, el desquicio del Gobierno

      central de la República Argentina, sino de los primeros pasos de la

      Revolución de Mayo, que destruyó el gobierno unitario colonial deponiendo

      al virrey y no acertó a reemplazarlo por otro gobierno patrio de carácter

      central.

      Derrocado el virrey, porque representaba a un monarca que no existía ya en

      el trono de España, y porque había debido su promoción a la Junta Central,

      que no existía tampoco, no quedaba poder alguno central en la extensión de

      los dominios españoles. En América hizo el pueblo lo mismo que en la

      Península: viéndose sin su legitimo soberano, asumió el poder y lo delegó

      en Juntas o gobiernos locales.

      La soberanía local tomó entonces el lugar de la soberanía general acéfala;

      y no es otro, en resumen, el origen inmediato del federalismo o localismo

      republicano en las Provincias del Río de la Plata (5).

      XXI

      Continuación del mismo asunto. La federación pura es imposible en la

      República Argentina. Cuál federación es practicable en aquel país.

      Pero la simple federación, la federación pura, no es menos irrealizable,

      no es menos imposible en la República Argentina, que la unidad pura

      ensayada en 1826.

      Una simple federación no es otra cosa que una alianza, una liga eventual

      de poderes iguales e independientes absolutamente. Pero toda alianza es

      revocable por una de las partes contratantes, pues no hay alianzas

      perpetuas e indisolubles. Si tal sistema fuese aplicable a las provincias

      interiores de la República Argentina, seria forzoso reconocer en

      cualquiera de ellas el derecho de revocar la liga federal por su parte, de

      separarse de ella y de anexarse a cualquiera de las otras Repúblicas de la

      América del Sur; a Bolivia, a Chile, a Montevideo, v. g. Sin embargo, no

      habría argentino, por federal que fuera, que no calificase ese derecho de

      herejía política o crimen de leso nación. El mismo Rosas, disputando al

      Paraguay su independencia, ha demostrado que veía en la República

      Argentina algo más que una simple y pura alianza de territorios

      independientes.

      La simple federación excluye la idea de un gobierno general y común a los

      confederados, pues no hay alianza que haga necesaria la creación de un

      gobierno para todos los aliados. Así, cuando algunas provincias argentinas

      se han ligado parcialmente por simples federaciones, no han reconocido por

      eso un gobierno general para su administración interior.

      Excluye igualmente la simple federación toda idea de nacionalidad o

      fusión, pues toda alianza deja intacta la soberanía de los aliados.

      La federación pura en el Río de la Plata tiene, pues, contra si los

      antecedentes nacionales o unitarios que hemos enumerado más arriba; y

      además todos los elementos y condiciones actuales que forman la manera de

      ser normal de aquel país. Los unitarios han tenido razón siempre que han

      llamado absurda la idea de asociar las provincias interiores de la

      República Argentina sobre el pie de la Confederación Germánica o de otras

      Confederaciones de naciones o estados soberanos e independientes, en el

      sentido que el derecho internacional da a esta palabra; pero se han

      engañado cuando han creído que no había más federación que las simples y

      puras alianzas de poderes independientes e inconexos.

      La federación de los Estados Unidos de Norteamérica no es una simple

      federación, sino una federación compuesta, una federación unitaria y

      centralista, digámoslo así; y por eso precisamente subsiste hasta la fecha

      y ha podido hacer la dicha de aquel país. Se sabe que ella fue precedida

      de una federación pura y simple, que en ocho años puso a esos Estados al

      borde de su ruina.

      Por su parte, los federales argentinos de 1826 comprendieron mal el

      sistema que querían aplicar a su país.

      Como Rivadavia trajo de Francia el entusiasmo y la adhesión por el sistema

      unitario, que nuestra revolución había copiado más de una vez de la de ese

      país, Dorrego, el jefe del partido federal de entonces, trajo de los

      Estados Unidos su devoción entusiasta al sistema de gobierno federativo.

      Pero Dorrego, aunque militar como Hamilton, el autor de la Constitución

      norteamericana, no era publicista, y a pesar de su talento indisputable,

      conocía imperfectamente el gobierno de los Estados Unidos, donde sólo

      estuvo los cuatro días de su proscripción. Su partido estaba menos bien

      informado que él en doctrina federalista.

      Ellos confundían la Confederación de los Estados Unidos de 9 de julio de

      1778 con la Constitución de los Estados Unidos de América, promulgada por

      Washington el 17 de septiembre de 1787. Entre esos dos sistemas, sin

      embargo, hay esta diferencia: que el primero arruinó los Estados Unidos en

      ocho años, y el otro los restituyó a la vida y los condujo a la opulencia

      de que hoy disfrutan. El primero era una simple federación; el segundo es

      un sistema mixto de federal y unitario. Washington decidió la sanción de

      este último sistema, y combatió con todas las fuerzas la primera

      federación simple y pura, que dichosamente se abandonó antes de que

      concluyese con los Estados Unidos. De aquí viene que nuestros unitarios de

      1826 citaban en favor de su idea la opinión de Washington, y nuestros

      federales no sabían responder que Washington era opuesto a la federación

      pura, sin ser partidario de la unidad pura.

      La idea de nuestros federales no era del todo errónea, y sólo pecaba por

      extremada y exclusiva. Como los unitarios, sus rivales, ellos

      representaban también un buen principio, una tendencia que procedía de la

      historia y de las condiciones normales del país.

      Las cosas felizmente nos traen hoy al verdadero término, al término medio,

      que representa la paz entre la provincia y la nación, entre la parte y el

      todo, entre el localismo y la idea de una República Argentina (6).

      Será, pues, nuestra forma normal un gobierno mixto, consolidable en la

      unidad de un régimen nacional; pero no indivisible como quería el Congreso

      de 1826, sino divisible y dividido en gobiernos provinciales limitados,

      como el gobierno central, por la ley federal de la República.

      Si la imitación no es por si sola una razón, tampoco hay razón para huir

      de ella cuando concurre motivo de seguirla. No porque los romanos y los

      franceses tengan en su derecho civil un contrato llamado de venta, lo

      hemos de borrar del nuestro a fuer de originales. Hay una anatomía de los

      Estados, como hay una anatomía de los cuerpos vivientes, que reconoce

      leyes y modos de ser universales.

      Es practicable y debe practicarse en la República Argentina la federación

      mixta o combinada con el nacionalismo, porque este sistema es expresión de

      la necesidad presente y resultado inevitable de los hechos pasados.

      Ha existido en cierto modo bajo el gobierno colonial, como lo hemos

      demostrado más arriba, en que coexistieron combinados la unidad del

      virreinato y los gobiernos provinciales, emanados como aquél de la

      elección directa del soberano.

      La Revolución de Mayo confirmó esa unidad múltiple o compleja de nuestro

      gobierno argentino, por el voto de mantener la integridad territorial del

      virreinato, y por la convocatoria dirigida a las demás provincias para

      crear un gobierno de todo el virreinato.

      Ha recibido también la sanción de la ciencia argentina, representada por

      ilustres publicistas. Los dos ministros del Gobierno de mayo de 1810 han

      aconsejado a la República ese sistema.

      "Puede haber una federación de sólo una Nación", decía el Dr. Moreno. "El

      gran principio de esta clase de gobierno (decía) se halla en que los

      Estados individuales, reteniendo la parte de soberanía que necesitan para

      sus negocios interiores, ceden a una autoridad suprema y nacional la parte

      de soberanía que llamaremos eminente para los negocios generales; en otros

      términos, para todos aquellos puntos en que deben obrar como nación."

      "Deseo ciertas modificaciones que suavicen la oposición de los

      pueblos—decía el Dr. Paso en el Congreso de 1826—, y que dulcifiquen lo

      que hallen ellos de amargo en el gobierno de uno solo. Es decir, que las

      formas que nos rijan sean mixtas de unidad y federación". (7)

      Los himnos populares de nuestra revolución de 1810 anunciaban la aparición

      en la faz del mundo de "una nueva y gloriosa nación", recibiendo saludos

      de todos los libres, dirigidos "al gran pueblo argentino". La musa de la

      libertad sólo veía "un pueblo argentino", una nación argentina, y no

      muchas naciones, y no catorce pueblos.

      En el símbolo o escudo de armas argentinas aparece la misma idea,

      representada por dos manos estrechadas formando un solo nudo sin

      consolidarse: emblema de la unión combinada con la independencia.

      Reaparece la misma idea en el acta célebre del 9 de julio de 1816, en que

      se lee: que preguntados los representantes de los pueblos si querían que

      las provincias de la Unión fuesen una Nación libre e independiente,

      reiteraron su voto llenos de santo ardor por la independencia del país.

      Tiene además en su apoyo el ejemplo del primer país de América y del

      mundo, en cuanto a sistema de gobierno: los Estados Unidos de

      Norteamérica.

      Es aconsejado por la sana política argentina, y es hostia de paz y de

      concordia entre los partidos, tan largo tiempo divididos, de aquel país,

      ávido ya de reposo y de estabilidad.

      Acaba de adoptarse oficialmente, por el acuerdo celebrado el 31 de mayo de

      1852, entre los gobernadores de todas las Provincias argentinas en San

      Nicolás de los Arroyos. Al mismo tiempo que ese acuerdo declara llegado el

      caso de "arreglar por medio de un congreso general federativo la

      administración general del país bajo el sistema federal " (art. 2º),

      declara también "que las Provincias son miembros de la Nación» (art. 5º),

      que el Congreso sancionará una "constitución nacional "(art. 6º), y que

      los diputados constituyentes deben persuadirse de que el bien de los

      pueblos no se conseguirá "sino por la consolidación de un régimen

      nacional, regalar y justo" (art. 7º). He ahí la consagración completa de

      la teoría constitucional de que hemos tenido el honor de ser órgano en

      este libro. Ahora será preciso que la Constitución definitiva no se desvíe

      de esa base.

      Europa misma nos ofrece dos ejemplos recientes en su apoyo: la

      Constitución helvética de 12 de septiembre de 1848 y la Constitución

      germánica ensayada en Francfort al mismo tiempo, en que esas dos

      Confederaciones de la Europa han abandonado el federalismo puro por el

      federalismo unitario, que proponemos.

      XXII

      Idea de la manera práctica de organizar el gobierno mixto que se propone,

      tomada de los gobiernos federales de Norteamérica, Suiza y Alemania.

      Cuestión electoral.

      El mecanismo del gobierno general de Norteamérica nos ofrece una idea del

      modo de hacer práctica la asociación de los principios en la organización

      de las autoridades generales. Allí también, como entre nosotros, se

      disputaban el poderío del gobierno las dos tendencias, unitaria Federal, y

      la necesidad de amalgamarlas en el seno de un sistema compuesto les

      sugirió un mecanismo que puede ser aplicado a un orden de cosas semejante,

      con las modificaciones exigidas por la especialidad de cada caso. La

      asimilación discreta de un sistema adaptable en circunstancias análogas no

      es la copia servil, que jamás puede ser discreta en política

      constitucional. Indicaré el fondo del sistema sin descender a pormenores

      que deben reglarse por las circunstancias especiales del caso.

      La ejecución del sistema mixto que proponemos será realizable por la

      división del cuerpo legislativo general en dos cámaras: una destinada a

      representar a las provincias en su soberanía local, debiendo su elección,

      en segundo grado, a las legislaturas provinciales, que deben ser

      conservadas; y otra que, debiendo su elección al pueblo de toda la

      República, represente a éste, sin consideración a localidades, y como si

      todas las Provincias formasen un solo Estado argentino. En la primera

      Cámara serán iguales las Provincias, teniendo cada una igual número de

      representantes en la legislatura general; en la segunda estarán

      representadas según el censo de la población, y naturalmente serán

      desiguales.

      Este doble sistema de representación igual y desigual en las dos Cámaras

      que concurran a la sanción de ley, será el medio de satisfacer dos

      necesidades del modo de ser actual de nuestro país. Por una parte es

      necesario reconocer que, a pesar de las diferencias que existen entre las

      provincias bajo el aspecto del territorio, de la población y de la

      riqueza, ellas son iguales como cuerpos políticos. Puede ser diverso su

      poder, pero el derecho es el mismo. Así en la República de las siete

      Provincias Unidas, Holanda estaba con algunos de los Estados federados en

      razón de 1 a 19. Pero bajo otro aspecto, tampoco se puede desconocer la

      necesidad de dar a cada Provincia en el Congreso una representación

      proporcional a su población desigual, pues sería injusto que Buenos Aires

      eligiese un diputado por cada setenta mil almas y que La Rioja eligiese

      uno por cada diez mil. Por ese sistema, las poblaciones más adelantadas de

      la República vendrán a tener menos parte en el gobierno y dirección del

      país.

      Así tendremos un Congreso general, formado de dos cámaras, que será el eco

      de las Provincias y el eco de la Nación: Congreso federativo y nacional a

      la vez, cuyas leyes serán la obra combinada de cada Provincia en

      particular y de todas en general.

      Si contra el sistema de dos cámaras legislativas se objetase el ejemplo de

      Méjico, que no ha podido librarse de la anarquía a pesar de él, también

      podría recordarse que la República Argentina ha sido desgraciada las

      cuatro veces que ha ensayado la representación legislativa por una sola

      cámara.

      Para realizar la misma fusión de principios en la composición del poder

      ejecutivo nacional, deberá éste recibir su elección del pueblo o de las

      legislaturas de todas las Provincias, en cuyo sentido será por origen y

      carácter un gobierno nacional y federativo perfectamente en cuanto al

      ejercicio de sus funciones, por la limitación que su poder recibirá de la

      acción de los gobiernos provinciales.

      Igual carácter mixto ofrecerá el poder judiciario federal, si ha de deber

      la promoción de sus miembros al Poder ejecutivo general que represente la

      nacionalidad del país, y al acuerdo de la cámara o sección legislativa que

      represente las Provincias en su soberanía particular; y si sus funciones

      se limitasen a conocer de la constitucionalidad de los actos públicos,

      dejando a las judicaturas provinciales el conocimiento de las

      controversias de dominio privado.

      El Gobierno general de los Estados Unidos no es el único que ofrezca el

      mecanismo empleado para asociar en la formación de las autoridades

      generales los dos elementos unitario y federal. No hay federación célebre

      y digna de figurar como modelo que no presente igual ejemplo en el día. Es

      que todas ellas sienten la misma necesidad inherente a su complexión de

      centralizar sus medios de libertad, de orden y de engrandecimiento. En

      América, los Estados Unidos, y en Europa, Suiza y Alemania, han abandonado

      el federalismo puro por el federalismo unitario en la constitución de su

      gobierno general.

      Suiza fue una federación de Estados y no un Estado federativo hasta 1798.

      Asociados sucesivamente desde el siglo XIV con la mira de su defensa común

      y no de hacer vida solidaria, sus cantones resistieron siempre toda idea

      de centralización. Medio francesa y vecina de Francia, fue Suiza la

      primera en recibir la influencia unitaria de la revolución de 1789. La

      revolución le llevó en las puntas de las bayonetas el dogma de las

      Repúblicas unas e indivisibles. Pero las tradiciones del país resistieron

      profundamente esa unidad.

      Napoleón con su tacto de estado comprendió la necesidad de respetar la

      historia y los antecedentes; y en su acta de mediación de 1802 restableció

      las constituciones cantonales, sin desatender la unidad de Suiza,

      conservando el equilibrio del poder central y de la libertad de los

      cantones.

      Bajo el tratado de Viena de 1815 volvió Suiza al federalismo puro. Hasta

      1848 fue incesante la lucha del Sonderbund—liga parcial de los cantones

      que defendían la descentralización—con los partidarios de la unidad

      nacional.

      Como en Norteamérica en 1787, los dos principios rivales de Suiza

      encontraron la paz en la Constitución de 12 de septiembre de 1848. La idea

      de Napoleón de 1802 es la base del sistema que tiene por objeto ensanchar

      las prerrogativas del poder central. Comienza la Constitución por

      reconocer la soberanía de los cantones, pero subordinándola a la del

      Estado. Considera los cantones como un elemento de la nación, pero arriba

      de la consideración de los intereses locales coloca el interés de la

      patria común.

      En la organización del poder central prevalece completamente nuestra idea,

      o más bien la idea americana. La autoridad suprema de Suiza es ejercida

      por una asamblea federal dividida en dos secciones, a saber: un consejo

      nacional y otro de los Estados o cantones. El Consejo Nacional se compone

      de diputados del pueblo suizo, elegidos por votación directa, en razón de

      uno por veinte mil almas; y el Consejo de los cantones se compone de

      cuarenta y cuatro miembros, nombrados por los Estados cantonales, a razón

      de dos por cada cantón. Al favor de ese sistema, Suiza posee hoy el poder

      de cohesión y de unidad, que faltó siempre a sus adelantos, sin caer en la

      unidad excesiva que le impuso el Directorio francés, y que Napoleón tuvo

      el buen sentido de cambiar por el sistema mixto, que se ha restablecido en

      1848.

      Estrechar el vinculo que une los Estados federados de Alemania y hacer de

      esta federación de Estados UN Estado federativo fue todo el propósito del

      Parlamento de Francfort, al dar la Constitución alemana de 1848. Ella

      sentaba como principio la superioridad de la autoridad general sobre las

      autoridades particulares, declarando sin embargo que los Estados conservan

      su independencia en cuanto no era limitada por la constitución del

      Imperio, y guardaban sus dignidades y derechos no delegados expresamente a

      la autoridad central. Daba el poder legislativo a un parlamento compuesto

      de dos cámaras, bajo los nombres de Cámara de los Estados y Cámara del

      pueblo, elegidos por sistemas diferentes. El poder de las tradiciones

      seculares de aislamiento de ese país y las dimensiones de los principales

      reinos de que consta fueron causa de que quedase sin efecto el ensayo

      constitucional de Francfort, que representa a pesar de eso el anhelo

      ardiente y general de Alemania por la centralización del gobierno.

      Vemos, pues, que en Europa, lo mismo que en América, las federaciones

      tienden a estrechar más y más su vínculo de unión y a dilatar la esfera de

      acción civilizadora y progresista del gobierno central o federal. Si los

      países que nunca han formado un Estado propenden a realizarlo, ¿qué no

      deberán hacer los que son fracciones de una unidad que ha existido por dos

      siglos?

      Sistema electoral. En cuanto al sistema electoral que haya de emplearse

      para la formación de los poderes públicos—punto esencialísimo de la paz y

      prosperidad de estas Repúblicas—, la Constitución argentina no debe

      olvidar las condiciones de inteligencia y de bienestar material exigidas

      por la prudencia en todas partes, como garantías de la pureza y acierto

      del sufragio; y al fijar las condiciones de elegibilidad, debe tener muy

      presente la necesidad que estos países escasos de hombres tienen de ser

      poco rígidos en punto a nacionalidad de origen. Países que deben formarse

      y aumentarse con extranjeros de regiones más ilustradas que las nuestras,

      no deben cerrarles absolutamente las puertas de la representación, si

      quieren que ésta se mantenga a la altura de la civilización del país.

      La inteligencia y la fortuna en cierto grado no son condiciones que

      excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas son asequibles

      para todos mediante la educación y la industria.

      Sin una alteración grave en el sistema electoral de la República

      Argentina, habrá que renunciar a la esperanza de obtener gobiernos dignos

      por la obra del sufragio.

      Para obviar los inconvenientes de una supresión brusca de los derechos de

      que ha estado en posesión la multitud, podrá emplearse el sistema de

      elección doble y triple, que es el mejor medio de purificar el sufragio

      universal sin reducirlo ni suprimirlo, y de preparar las masas para el

      ejercicio futuro del sufragio directo.

      Todo el éxito del sistema republicano en países como los nuestros depende

      del sistema electoral. No hay pueblo, por limitado que sea, al que no

      pueda aplicarse la República, si se sabe adaptar a su capacidad el sistema

      de elección o de su intervención en la formación del poder y de las leyes.

      A no ser por eso, jamás habría existido la República en Grecia y en Roma,

      donde el pueblo sufragante sólo constaba de los capaces, es decir, de una

      minoría reducidísima en comparación del pueblo inactivo.

      Y para que la misma regla de fusión presida la formación de los gobiernos

      provinciales, la Constitución tendrá que dejar a las Provincias sus

      legislaturas, sus gobernadores y sus jueces de primera y segunda

      instancia, más o menos como hoy existen, en cuanto a su modo de formación

      o elección, se entiende, no así en lo tocante a los objetos y extensión de

      sus facultades. Legislaturas o consejos de administración, gobernadores o

      juntas económicas, ¿qué importan los nombres? Los objetos y la extensión

      de su poder es lo que ha de verse.

      XXIII

      Continuación del mismo asunto. Objetos y facultades del gobierno general.

      La creación de un gobierno general supone la renuncia o el abandono de

      cierta porción de facultades por parte de los gobiernos provinciales. Dar

      una parte del gobierno local, y pretender conservarlo integro, es como

      restar de cinco dos, y pretender que queden siempre cinco (8).

      Según esto, pedir un gobierno general es consentir en el abandono de la

      parte del gobierno provincial que ha de servir para la formación del

      gobierno general; y rehusar esa porción de poder, bajo cualquier pretexto,

      es oponerse a que exista una nación, sea unitaria o federativa. La

      federación, lo mismo que la unidad, supone el abandono de una cantidad de

      poder local, que se delega al poder federal o central.

      Pero no será gobierno general el gobierno que no ejerza su autoridad, que

      no se haga obedecer en la generalidad del suelo del país y por la

      generalidad de los habitantes que lo forman, porque un gobierno que no

      gobierna es una palabra que carece de sentido. El gobierno general, pues,

      si ha de ser un hecho real y no una mentira, ha de tener poder en el

      interior de las Provincias, que forman el Estado o cuerpo general de

      nación, o de lo contrario será un gobierno sin objeto, o por mejor decir,

      no será gobierno.

      De aquí resulta que constituir o formar un gobierno general, es lo mismo

      que constituir o formar objetos generales de gobierno. En este sentido la

      palabra constituir el país quiere decir consolidar, uniformar,

      nacionalizar ciertos objetos, en cuanto a su régimen de gobierno.

      Discutir ciertas cosas es hacer dudosa su verdad y conveniencia; una de

      ellas es la necesidad de generalizar y unir ciertos intereses, medios y

      propósitos de las Provincias argentinas, para dirigirlos por un gobierno

      común y general. En política, como en industria, nada se consigue sin

      unión de las fuerzas y facultades dispersas. Esta comparación es débil por

      insuficiente. En política, no hay existencia nacional, no hay Estado, no

      hay cuerpo de nación, si no hay consolidación o unión de ciertos

      intereses, medios y propósitos, como no hay vida en el ser orgánico cuando

      las facultades vitales cesan de propender a un solo fin.

      La unión argentina constituye nuestro pasado de doscientos años y forma la

      base de nuestra existencia venidera. Sin la unión de los intereses

      argentinos, habrá Provincias argentinas, no República Argentina, ni pueblo

      argentino: habrá riojanos, cuyanos, porteños, etc., no argentinos.

      Una provincia en sí es la impotencia misma, y nada hará jamás que no sea

      provincial, es decir, pequeño, oscuro, miserable, provincial, en fin,

      aunque la provincia se apellide Estado.

      Sólo es grande lo que es nacional o federal. La gloria que no es nacional,

      es doméstica, no pertenece a la historia. El cañón extranjero no saluda

      jamás una bandera que no es nacional. Sólo ella merece respeto, porque

      sólo ella es fuerte.

      Caminos de fierro, canales, puentes, grandes mejoras materiales, empresas

      de colonización, son cosas superiores a la capacidad de cualquier

      provincia aislada, por rica que sea. Esas obras piden millones; y esta

      cifra es desconocida en el vocabulario provincial.

      Pero ¿cuáles objetos y hasta qué grado serán sometidos a la acción del

      gobierno general? o lo que es lo mismo, ¿cuáles serán las atribuciones o

      poderes concedidos por las Provincias al gobierno general, creado por

      todas ellas?

      Para la solución de este problema debemos acudir a nuestra fuente

      favorita: los hechos anteriores, los antecedentes, las condiciones de la

      vida normal del país. Si los legisladores dejasen siempre hablar a los

      hechos, que son la voz de la Providencia y de la historia, habría menos

      disputas y menos pérdida de tiempo. La República Argentina no es un pueblo

      que esté por crearse, no se compone de gentes desembarcadas ayer y venidas

      de otro mundo para constituirse recién. Es un pueblo con más de dos siglos

      de existencia, que tiene instituciones antiguas y modernas, desquiciadas e

      interrumpidas, pero reales y existentes en cierto modo.

      Así, muchos de los que han de ser objetos del gobierno general están ya

      generalizados de antemano, por actos solemnes y vigentes.

      Uno de ellos es el territorio argentino, sobre cuya extensión, integridad

      y límites están de acuerdo Europa, América y los geógrafos, salvo pequeñas

      discusiones sobre fronteras externas. Bajo el nombre de República o

      Confederación Argentina, todo el mundo reconoce un cierto y determinado

      territorio, que pertenece a una asociación política, que no se equivoca ni

      confunde con otra.

      Los colores nacionales, sancionados por ley de 26 de febrero de 1818 del

      Congreso general de las Provincias Unidas de aquella época, se han

      considerado por todos los partidos y gobiernos como colores nacionales:

      tales son el blanco y el azul, en el modo y forma hasta ahora

      acostumbrados (palabra de la ley que sancionó la inspiración del pueblo).

      El mundo exterior no conoce otros colores argentinos que esos.

      La unidad diplomática o de política exterior es otro objeto del gobierno

      general, que en cierto modo ha existido hasta hoy en la República

      Argentina, en virtud de la delegación que las Provincias argentinas,

      aisladas o no, han hecho en el gobernador de Buenos Aires, de la facultad

      de representarlas en tratados y en diferencias exteriores, en que todas

      ellas han figurado formando un solo país. Pero ese hecho debe de recibir

      una organización más completa en la Constitución. El gobierno exterior del

      país comprende atribuciones legislativas y judiciales, cuyo ejercicio no

      puede ser entregado al poder ejecutivo de una provincia sin crear la

      dictadura exterior del país. Son objetos pertenecientes al gobierno

      exterior de todo país la paz, la guerra, la navegación, el comercio, las

      alianzas con las potencias extranjeras, y otros varios, que por su

      naturaleza son del dominio del poder legislativo; y no existiendo en

      nuestro país un poder legislativo permanente, quedará sin ejercicio ni

      autoridad esa parte exterior del gobierno de la República Argentina, de

      que depende toda su prosperidad, como se ha demostrado en todo este

      escrito. Así, pues, la vida, la existencia exterior del país, será

      inevitablemente uno de los objetos que se constituyan nacionales. En este

      punto la consolidación deberá ser absoluta e indivisible. Para el

      extranjero, es decir, para el que ve de fuera la República Argentina, ésta

      debe ser una e indivisible: múltiple por dentro y unitaria por fuera. La

      necesidad y conveniencia de este sistema ha sido reconocida

      invariablemente hasta por los partidarios del aislamiento absoluto en el

      régimen interior. Todos los tratados existentes entre la República

      Argentina y las naciones extranjeras están celebrados sobre esa base, y

      sería imposible celebrarlos de otro modo. La idea de un tratado de

      comercio exterior, de una declaración de guerra extranjera, de

      negociaciones diplomáticas, celebrados o declarados por una provincia

      aislada, seria absurda y risible (9).

      Tenemos, pues, que en materia de negocios exteriores, tanto políticos como

      comerciales, la República Argentina debe ser un solo Estado, y como Estado

      único no debe tener más que un solo gobierno nacional o federal.

      La aduana exterior, aunque no está nacionalizada, es un objeto nacional,

      desde que toda la República paga los derechos de aduana marítima, que sólo

      percibe la Provincia de Buenos Aires, exclusivo puerto de un país que

      puede y debe tener muchos otros, aunque la aduana deba ser una y nacional

      en cuanto al sistema de percepción y aplicación del producto de sus

      rentas.

      Los demás objetos que el Congreso deberá constituir como nacionales y

      generales, en cuanto a su arreglo, gobierno y dirección permanente, se

      hallan felizmente acordados ya y señalados como bases futuras de

      organización general en actos públicos que envuelven compromisos solemnes.

      El tratado litoral, firmado en Santa Fe el 4 de enero de 1831 por tres

      Provincias importantísimas de la República, al que después han adherido

      todas y acaba de ratificarse por el acuerdo de San Nicolás de 31 de mayo

      de 1852, señala como objetos cuyo arreglo será del resorte del Congreso

      general:

      La administración general del país bajo el sistema federal.

      El comercio interior y exterior.

      La navegación.

      El cobro y la distribución de las rentas generales.

      El pago de la deuda de la República.

      Todo lo conveniente a la seguridad y el engrandecimiento de la República

      en general.

      Su crédito interior y exterior.

      El cuidado de proteger y garantizar la independencia, libertad y soberanía

      de cada Provincia.

      Estas bases son preciosas. Ellas han hecho y formado su trabajo al

      Congreso constituyente en una parte esencialísima de su obra.

      Por ellas conocemos ya cuáles son los objetos que han de constituirse

      nacionales o federales, y sabemos que esos objetos han de depender, para

      su arreglo y gobierno, del Congreso general.

      Esas bases son tan ricas y fecundas, que el Congreso sólo tendrá que

      deducir sus consecuencias naturales, para obtener el catálogo de todos los

      objetos que han de declararse y constituirse nacionales y subordinados al

      gobierno general de toda la República.

      Consignándolas una a una en el texto de la futura Constitución federal,

      tendrá señaladas las principales atribuciones del poder legislativo

      permanente. Las demás serán deducciones de ellas.

      La facultad de establecerá reglar la administración general del país bajo

      el sistema federal, deferida al Congreso argentino por el tratado litoral

      de 1831, envuelve el poder de expedir el código o leyes, del régimen

      interior general de la Confederación. Los objetos naturales de estas

      leyes, es decir, los grandes objetos comprendidos en la materia de la

      administración general, serán el establecimiento de la jerarquía o escala

      gradual de los funcionarios y sus atribuciones, por cuyo medio reciban su

      completa ejecución las decisiones del gobierno central de la Confederación

      en los ramos asignados a su jurisdicción y competencia nacionales.

      Respetando el principio de las soberanías provinciales, admitido como base

      constitucional, ese arreglo administrativo sólo deberá comprender los

      objetos generales y de provincia a provincia, sin entrar en el mecanismo

      interior de éstas. Así, el régimen municipal y de administración interna

      de cada provincia serán del resorte exclusivo de sus legislaturas, en la

      parte que no se hubiese delegado al gobierno general.

      En cuanto a los funcionarios o agentes del gobierno general, ellos podrán

      ser a la vez, según los objetos, los mismos empleados provinciales y otros

      nombrados directamente por el gobierno general sujetos a su autoridad.

      Como la administración interior de un país abraza los ramos de gobierno,

      hacienda, milicias, comercio, industria, etc., el poder administrativo

      deferido al Congreso comprenderá naturalmente el de reglamentar todos esos

      ramos en la parte que se declaren objetos del gobierno general.

      Por eso es que el tratado de Santa Fe enumera a continuación de ese

      objeto, entre los que han de constituirse generales y reglamentarse por el

      gobierno federal, el comercio interior y exterior y la navegación.

      El comercio interior y exterior y la navegación forman un mismo objeto,

      porque la navegación consiste en el tráfico marítimo, que como el

      terrestre son ramos accesorios del comercio general.

      La navegación como el comercio se dividirá en exterior e interior o

      fluvial, y ambos serán objetos declarados nacionales, y dependientes, en

      su arreglo y gobierno, de las autoridades federales o centrales.

      Asignar al gobierno general el arreglo del comercio interior y exterior es

      darle la facultad de reglar las monedas, los correos, el peajes las

      aduanas, que son cosas esencialmente dependientes y conexas con la

      industria comercial. Luego estos objetos deben ser declarados nacionales,

      y su arreglo entregado por la Constitución exclusivamente al gobierno

      general. Y no podría ser de otro modo; porque con catorce aduanas, catorce

      sistemas de monedas, pesos y medidas, catorce direcciones diversas de

      postas y catorce sistemas de peajes seria imposible la existencia, no digo

      el progreso, del comercio argentino, de que ha de depender toda la

      prosperidad de la Confederación. El artículo 16 del acuerdo del 31 de mayo

      de 1852 consagra este principio.

      Asignar al gobierno general el arreglo del cobro y distribución de las

      rentas generales es darle el poder de establecer los impuestos generales

      que han de ser fuente de esas rentas. Hablar de rentas generales es

      convenir en impuestos generales. Es además consentir en que habrá

      intereses de fondos públicos nacionales, productos de ventas nacionales,

      comisos por infracciones de aduanas nacionales, que son otras tantas

      fuentes de renta pública. Es consentir, en una palabra, en que habrá un

      tesoro nacional o federal, fundado en la nacionalidad de aquellos objetos.

      El pago de la deuda de la República, atribuido en su arreglo al gobierno

      general, supone en primer lugar la nacionalización de ciertas deudas,

      supone que hay o habrá deudas nacionales o federales; y en segundo lugar,

      supone en el gobierno común o federal el poder de endeudarse en nombre de

      la Confederación, o lo que es lo mismo, de contraer deudas, de levantar

      empréstitos a su nombre. Supone, en fin, la posibilidad y existencia de un

      crédito nacional.

      Constituir un crédito nacional o federal, es decir, unir las Provincias

      para contraer deudas y tomar dinero prestado en el extranjero, con

      hipoteca de las rentas y de las propiedades unidas de todas ellas, es

      salvar el presente y el porvenir de la Confederación.

      El dinero es el nervio del progreso y del engrandecimiento, es el alma de

      la paz y del orden, como es el agente rey de la guerra. Sin él la

      República Argentina no tendrá caminos, ni puentes, ni obras nacionales, ni

      ejército, ni marina, ni gobierno general, ni diplomacia, ni orden, ni

      seguridad, ni consideración exterior. Pero el medio de tenerlo en cantidad

      capaz de obtener el logro de estos objetos y fines (y no simplemente para

      pagar empleados, como hasta aquí ) es el crédito nacional, es decir, la

      posibilidad de obtenerlo por empréstitos garantizados con la hipoteca de

      todas las rentas y propiedades provinciales unidas y consolidadas a este

      fin. Es sensatísima la idea de establecer una deuda federal o nacional, de

      entregar su arreglo a la Confederación o unión de todas las Provincias en

      la persona de un gobierno común o general.

      Asignar al Congreso de la Confederación la facultad de proveer a todo lo

      que interese a la seguridad y engrandecimiento de la República en general,

      es hacer del orden interior y exterior uno de los grandes fines de la

      Constitución, y del engrandecimiento y prosperidad otro de igual rango. Es

      también dar al gobierno general el poder de levantar y reglamentar un

      ejército federal destinado al mantenimiento de ese orden interno y

      externo; como asimismo el de levantar fondos para la construcción de las

      obras nacionales exigidas por el engrandecimiento del país. Y en efecto,

      el solo medio de obtener la paz entre las Provincias confederadas, y entre

      la Confederación toda y las naciones extranjeras, el único medio de llevar

      a cabo la construcción de la grandes vías de comunicación, tan necesarias

      a la población y al comercio como a la acción del poder central, es decir,

      a la existencia de la Confederación, será el encargar de la vigilancia,

      dirección y fomento de esos intereses al gobierno general de la

      Confederación, y consolidar en un solo cuerpo de nación las fuerzas y los

      medios dispersos del país, en el interés de esos grandes y comunes fines.

      Las más de estas bases acaban de recibir su sanción en el acuerdo de 31 de

      mayo de 1852 celebrado en San Nicolás.

      XXIV

      Continuación del mismo asunto. Extensión de las facultades y poderes del

      gobierno general.

      Determinados los objetos sobre que ha de recaer la acción del gobierno

      general de la Confederación, vendrá la cuestión de saber: ¿hasta dónde se

      extenderá su acción o poder sobre esos objetos, a fin de que la soberanía

      provincial, admitida también como base constitucional, quede subsistente y

      respetada?

      Sobre los objetos declarados del dominio del gobierno federal, su acción

      debe ser ilimitada, o más bien, no debe reconocer otros límites que la

      Constitución y la necesidad de los medios convenientes para hacer efectiva

      la Constitución. Como poder nacional, sus resoluciones deben tener

      supremacía sobre los actos de los gobiernos provinciales, y su acción en

      los objetos de su jurisdicción no debe tener obstáculo ni resistencia.

      Así, por ejemplo, si se trata de recursos pecuniarios para asegurar la

      defensa de la Confederación contra una agresión insolente o destructora de

      su independencia, usando de su poder de imposición el Congreso debe tener

      la facultad de establecer cuantas contribuciones creyese necesarias, en

      todas juntas y en cada una de las Provincias confederadas.

      De otro modo, su poder no será general, sino en el nombre. Siendo uno y

      nacional el país en los objetos constituidos de dominio del gobierno

      federal o común, para la acción de este gobierno nacional deben ser como

      no existentes los gobiernos provinciales. El debe tener facultad de obrar

      sobre todos los individuos de la Confederación, sobre todos los habitantes

      de las Provincias, no al favor de los gobiernos locales, sino directa e

      inmediatamente, como sobre ciudadanos de un mismo país y sujetos a un

      mismo gobierno general. No olvidemos que la Confederación ha de ser no una

      simple liga de gobiernos locales, sino una fusión o consolidación de los

      habitantes de todas las Provincias en un Estado general federativo,

      compuesto de soberanías provinciales, unidas y consolidadas para ciertos

      objetos, sin dejar de ser independientes en ciertos otros. Esta forma

      mixta y compuesta, de que no faltan ejemplos célebres en América, hace que

      el país sea a la vez una reunión de provincias independientes y soberanas

      en ciertos ramos, y una nación sola, refundida y consolidada en ciertos

      otros.

      La soberanía provincial, acordada por base, quedará subsistente y

      respetada en todo aquello que no pertenezca a los objetos sometidos a la

      acción exclusiva del gobierno general, que serán por regla fundamental de

      derecho público todos aquellos que expresamente no atribuya la

      Constitución al poder del gobierno federativo o central.

      Quedará subsistente, sobre todo, el poder importantísimo de elegir sus

      propias autoridades sin injerencia del poder central de darse su

      Constitución provincial, de formar y cubrir su presupuesto de gastos

      locales con la misma independencia.

      Este gobierno, general y local a la vez, será complicado y difícil, pero

      no por ello dejará de ser el único gobierno posible para la República

      Argentina. Las formas simples y puras son más fáciles, pero todos ven que

      la República Argentina es tan incapaz de una pura y simple federación como

      de una pura y simple unidad. Necesita, por circunstancias, de una

      federación unitaria o de una unidad federativa.

      Esta fórmula de solución no es original. Es la que resolvió la crisis de

      ocho años de vergüenza, de pobreza y de desquicio por la cual pasó la

      Confederación de Estados Unidos antes de darse la forma mixta que hoy

      tiene. Allí, como en la República Argentina, luchando los dos principios

      unitario y federativo, y convencidos de la incapacidad de destruirse uno a

      otro, hicieron la paz y tomaron asiento unidos y combinados en la

      Constitución admirable que hoy los rige.

      No se triunfa de un principio por las bayonetas; se lo desarma

      instantáneamente, se lo priva de sus soldados, de su bandera, de su voz,

      por un azar militar; pero el principio, lejos de morir, se inocula en el

      vencedor mismo, y triunfa hasta por medio de sus enemigos. Así el

      principio unitario de gobierno, aunque se lo suponga muerto por algunos en

      la República Argentina, no lo está, y debe ser consignado con lealtad en

      la Constitución general, en la parte que le corresponda, y en combinación

      discreta y sincera con el principio de soberanía provincial o federal,

      según la fórmula que hemos dado.

      La aplicación de esa fórmula a nuestro país no es un expediente

      artificioso para escamotear la soberanía provincial. Yo califico de

      inhábil todo artificio dirigido a fascinar la sagacidad del espíritu

      provincial, y una constitución pérfida y falaz lleva siempre el germen de

      muerte en sus entrañas. Es la adopción leal y sincera de una solución, que

      los antecedentes del país hacen inevitable y única.

      Tampoco será plagio ni copia servil de una fórmula exótica. Deja de ser

      exótica desde que es aplicable a la organización del gobierno argentino; y

      no será copia servil desde que se aplique con las modificaciones exigidas

      por la manera de ser especial del país, a cuyas variaciones se presta esa

      fórmula como todas las fórmulas conocidas de gobierno.

      Bajo el gobierno español, nuestras Provincias compusieron un solo

      virreinato, una sola colonia. Los Estados Unidos, bajo la dominación

      inglesa, fueron tantas colonias o gobiernos independientes absolutamente

      unos de otros como Estados. Cada Estado de Norteamérica era mayor en

      población que toda la actual Confederación Argentina; cada provincia de

      ésta es menor que el condado o partido en que se subdividen aquellos

      Estados. Este antecedente, por ejemplo, hará que en la adopción argentina

      del gobierno compuesto de la América del Norte, entre más porción de

      centralismo, más cantidad de elemento nacional, que en el Sistema de

      Norteamérica.

      Y aunque las distancias sean un obstáculo real para el centralismo paro,

      no lo serán para el centralismo relativo o parcial que proponemos, desde

      que hemos visto en nuestra misma América española bajo el antiguo régimen

      vastísimos imperios o reinados, administrados con más inteligencia que en

      nuestro tiempo por virreyes que apenas habitaban la provincia metrópoli.

      Ni debemos olvidar, en cuanto a esto, que las leyes civiles y criminales,

      el arreglo concejil o municipal

      la planta financiera o fiscal, que hasta hoy poseen las Provincias

      argentinas, fueron dados por un gobierno que residía a dos mil leguas de

      América, lo que demuestra que la distancia no excluye absolutamente todo

      centralismo.

      Dije que las Provincias no podrían dar parte de su poder al gobierno

      central, y retener al mismo tiempo ese poder que daban. De consiguiente,

      todos los poderes deferidos al gobierno general serán otros tantos poderes

      de que se desprendan ellas.

      Según eso, todas las cosas que pueda hacer el gobierno general serán otras

      tantas cosas que no puedan hacer los gobiernos de provincia.

      Las Provincias no podrán injerirse en el sistema o arreglo general de

      postas y correos.

      No deberán expedir reglamento, ni dar ley sobre comercio interior o

      exterior, ni sobre navegación interior, ni sobre monedas, pesos y medidas,

      ni sobre rentas o impuestos que se hubiesen declarado nacionales, ni sobre

      el pago de la deuda pública.

      No podrán alterar los colores simbólicos de la República.

      No podrán celebrar tratados con países extranjeros, recibir sus ministros,

      ni declararles guerra.

      No podrán hacer ligas parciales de carácter político, y se darán por

      abolidas todas las existentes.

      No podrán tener ejércitos locales.

      No podrán crear aduanas interiores o de provincia.

      No podrán levantar empréstitos en el extranjero con gravamen de sus

      rentas.

      No podrán absolutamente ejercer esos poderes, porque serán poderes

      delegados al gobierno de la Confederación, de un modo constitucional e

      irrevocable, por otro medio que no sea el establecido por la Constitución

      misma.

      Nada de eso pueden hacer los Estados aislados, en la Confederación de

      Norteamérica, a pesar de su soberanía local.

      Si las Provincias argentinas rehusasen admitir un sistema semejante de

      gobierno, si no consintiesen en desprenderse de esos poderes, al mismo

      tiempo que aseguran querer un gobierno general, en tal caso se diría con

      fundamento que no querían ni federación ni unidad, ni gobierno general de

      ningún género (10).

      XXV

      Continuación del mismo objeto. Extensión relativa de cada uno de los

      poderes nacionales. Papel y misión del poder ejecutivo en la América del

      Sur. Ejemplo de Chile.

      Este sería el lagar de hablar de las atribuciones respectivas que hayan de

      tener los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial del gobierno de

      la Confederación. Pero limitándose el objeto de este libro a designar las

      bases y miras generales, en vista de las cuales haya de concebirse la

      nueva Constitución, sin descender a pormenores, no me ocuparé en estudiar

      los deslindes del poder respectivo de cada una de las ramas del gobierno

      general, por ser materia de aplicación lógica, y ajena de mi trabajo sobre

      bases generales.

      Llamaré únicamente la atención, sin salir de mi objeto, a dos puntos

      esenciales que han de tenerse en vista en la constitución d el poder

      ejecutivo, tanto nacional como provincial. Este es uno de los rasgos en

      que nuestra Constitución hispanoargentina debe separarse del ejemplo de la

      Constitución federal de los Estados Unidos.

      "Ha de continuar el virrey de Buenos Aires con todo el lleno de la

      superior autoridad y omnímodas facultades que le conceden mi real título e

      instrucción, y las leyes de las Indias", decía el artículo 2º de la

      Ordenanza de Intendentes para el virreinato de Buenos Aires.

      Tal era el vigor del poder ejecutivo en nuestro país antes del

      establecimiento del gobierno independiente.

      Bien sabido es que no hemos hecho la revolución democrática en América

      para restablecer ese sistema de gobierno que antes existía, ni se trata de

      ello absolutamente; pero si queremos que el poder ejecutivo de la

      democracia tenga la estabilidad que el poder ejecutivo realista, debemos

      poner alguna atención en el modo como se había organizado aquél para

      llevar a efecto su mandato.

      El fin de la revolución estará salvado con establecer el origen

      democrático y representativo del poder, y su carácter constitucional y

      responsable. En cuanto a su energía y vigor, el poder ejecutivo debe tener

      todas las facultades que hacen necesarios los antecedentes y las

      condiciones del país y la grandeza del fin para que es instituido. De otro

      modo, habrá gobierno en el nombre, pero no en la realidad; y no existiendo

      gobierno, no podrá existir la Constitución, es decir, no podrá haber ni

      orden, ni libertad, ni Confederación Argentina.

      Los tiempos y los hombres que recibieron por misión proclamar y establecer

      en la América del Sur el dogma de la soberanía radical del pueblo, no

      podían ser adecuados para constituir la soberanía derivado y delegada del

      gobierno. La revolución que arrebató la soberanía a los reyes para darla a

      los pueblos no ha podido conseguir después que éstos la deleguen en

      gobiernos patrios tan respetados como los gobiernos regios; y la América

      del Sur se ha visto colocada entre la anarquía y la omnipotencia de la

      espada por muchos años.

      Dos sistemas se han ensayado en la extremidad meridional de la América

      antes española, para salir de esa posición. Buenos Aires colocó la

      omnipotencia del poder en las manos de un solo hombre, erigiéndole en

      hombre

      ley en hombre

      código. Chile empleó una constitución en vez de la voluntad discrecional

      de un hombre; y por esa constitución dio al poder ejecutivo los medios de

      hacer respetar con la eficacia de que es capaz la dictadura misma.

      El tiempo ha demostrado que la solución de Chile es la única racional en

      repúblicas que poco antes fueron monarquías.

      Chile ha hecho ver que entre la falta absoluta de gobierno y el gobierno

      dictatorial hay un gobierno regular posible; y es el de un presidente

      constitucional que pueda asumir las facultades de un rey en el instante

      que la anarquía le desobedece como presidente republicano.

      Si el orden, es decir, la vida de la constitución, exige en América esa

      elasticidad del poder encargado de hacer cumplir la constitución, con

      mayor razón la exigen las empresas que interesan al progreso material y al

      engrandecimiento del país. Yo no veo por qué en ciertos casos no puedan

      darse facultades omnímodas para vencer el atraso y la pobreza, cuando se

      dan para vencer el desorden, que no es más que el hijo de aquellos.

      Hay muchos puntos en que las facultades especiales dadas al poder

      ejecutivo pueden ser el único medio de llevar a cabo ciertas reformas de

      larga, difícil e insegura ejecución, si se entregan a legislaturas

      compuestas de ciudadanos más prácticos que instruidos, y más divididos por

      pequeñas rivalidades que dispuestos a obrar en el sentido de un

      pensamiento común.

      Tales son las reformas de las leyes civiles y comerciales, y en general

      todos esos trabajos que por su extensión considerable, lo técnico de las

      materias y la necesidad de unidad en su plan y ejecución, se desempeñan

      mejor y más pronto por pocas manos competentes que por muchas y mal

      preparadas.

      Yo no vacilaría en asegurar que de la constitución del poder ejecutivo,

      especialmente, depende la suerte de los Estados de la América del Sur.

      Llamado ese poder a defender y conservar el orden y la paz, es decir, la

      observancia de la Constitución y de las leyes, se puede decir que a él

      sólo se halla casi reducido el gobierno en estos países de la América

      antes española. ¿Qué importa que las leyes sean brillantes, si no han de

      ser respetadas? Lo que interesa es que se ejecuten, buenas o malas; ¿pero

      cómo se obtendrá su ejecución si no hay un poder serio y eficaz que las

      haga ejecutar?

      ¿Teméis que el ejecutivo sea su principal infractor? En tal caso no habría

      más remedio que suprimirlo del todo. ¿Pero podríais vivir sin gobierno?

      ¿Hay ejemplo de pueblo alguno sobre la tierra que subsista en un orden

      regular sin gobierno alguno? No: luego tenéis necesidad vital de un

      gobierno o poder ejecutivo. ¿Lo haréis omnímodo y absoluto, para hacerlo

      más responsable, como se ha visto algunas veces durante las ansiedades de

      la revolución? No: en vez de dar el despotismo a un hombre, es mejor darlo

      a la ley. Ya es una mejora el que la severidad sea ejercida por la

      Constitución y no por la voluntad de un hombre. Lo peor del despotismo no

      es su dureza, sino su inconsecuencia, y sólo la Constitución es inmutable.

      Dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por medio de

      una constitución.

      Este desarrollo del poder ejecutivo constituye la necesidad dominante del

      derecho constitucional de nuestros días en Sudamérica. Los ensayos de

      monarquía, los arranques dirigidos a confiar los destinos públicos a la

      dictadura, son la mejor prueba de la necesidad que señalamos. Esos

      movimientos prueban la necesidad, sin dejar de ser equivocados y falsos en

      cuanto al medio de llenarla.

      La división que hemos hecho al principio del derecho constitucional

      hispanoamericano en dos épocas, es aplicable también a la organización del

      poder ejecutivo. En la primera época constitucional se trataba de

      debilitar el poder hasta lo sumo, creyendo servir de ese modo a la

      libertad. La libertad individual era el grande objeto de la revolución,

      que veía en el gobierno un elemento enemigo, y lo veía con razón, porque

      así había sido bajo el régimen destruido. Se proclamaban las garantías

      individuales y privadas, y nadie se acordaba de las garantías públicas,

      que hacen vivir a las garantías privadas.

      Ese sistema, hijo de las circunstancias, llegó a hacer imposible, en los

      Estados de la América insurrecta contra España, el establecimiento del

      gobierno y del orden. Todo fue anarquía y desorden, cuando el sable no se

      erigió en gobierno por sí mismo. Esa situación de cosas llega a nuestros

      días (1852).        

      Pero hemos venido a tiempos y circunstancias que reclaman un cambio en el

      derecho constitucional sudamericano, respecto de la manera de constituir

      el poder ejecutivo.

      Las garantías individuales proclamadas con tanta gloria, conquistadas con

      tanta sangre, se convertirán en palabras vanas, en mentiras relumbrosas,

      si no se hacen efectivas por medio de las garantías públicas. La primera

      de éstas es el gobierno, el poder ejecutivo revestido de la fuerza capaz

      de hacer efectivos el orden constitucional y la paz, sin los cuales son

      imposibles la libertad, las instituciones, la riqueza, el progreso.

      La paz es la necesidad que domina todas las necesidades públicas de la

      América del Sur. Ella no necesitaría sino de la paz para hacer grandes

      progresos.

      Pero no olvidéis: la paz sólo viene por el camino de la ley. La

      Constitución es el medio más poderoso de pacificación y de orden. La

      dictadura es una provocación perpetua a la pelea; es un sarcasmo, un

      insulto sangriento a los que obedecen sin reserva. La dictadura es la

      anarquía constituida y convertida en institución permanente. Chile debe la

      paz a su Constitución, y no hay paz durable en el mundo que no repose en

      un pacto expreso, conciliatorio de los intereses públicos y privados.

      La paz de Chile, esa paz de dieciocho años continuos en medio de las

      tempestades extrañas, que le ha hecho honor de la América del Sur, no

      viene de la forma del suelo, ni de la índole de los chilenos, como se ha

      dicho; viene de su Constitución. Antes de ella, ni el suelo ni el carácter

      nacional impidieron a Chile vivir anarquizado por quince años. La

      Constitución ha dado el orden y la paz, no por acaso, sino porque fue ése

      su propósito, como lo dice su preámbulo. Lo ha dado por medio de un poder

      ejecutivo vigoroso, es decir, de un poderoso guardián del orden, misión

      esencial del poder, cuando es realmente un poder y no un nombre. Este

      rasgo constituye la originalidad de la Constitución de Chile que, a mi

      ver, es tan original a su modo como la de los Estados Unidos. Por él se

      ligó a su base histórica el poder en Chile, y recibió de la tradición el

      vigor de que disfruta. Chile supo innovar en esto con un tacto de estado,

      que no han conocido las otras Repúblicas. La inspiración fue debida a los

      Egañas, y el pensamiento remonta a 1813. Desde aquella época escribía don

      Juan: "Es ilusión un equilibrio de poderes. El equilibrio en lo moral y lo

      físico reduce a nulidad toda potencia". "Tampoco puede formar equilibrio

      la división del ejecutivo y legislativo, ni sostener la Constitución." "Lo

      cierto es que en la antigüedad, y hoy mismo en Inglaterra, el poder

      ejecutivo participa formalmente de las facultades del legislativo." "La

      presente constitución es tan adaptable a una monarquía mixta como a una

      república." "En los grandes peligros, interiores o exteriores de la

      República, pueden la censura o el gobierno proponer a la junta

      gubernativa, y ésta decretará, que todas las facultades de gobierno o del

      consejo cívico se reconcentren y reúnan en el solo presidente,

      subsistiendo todas las demás magistraturas con sus respectivas facultades,

      cuya especie de dictadura deberá ser por un tiempo limitado y declarado

      por junta gubernativa''.

      He ahí la semilla, echada en 1813, de lo que, mejor digerido y

      desenvuelto, forma la originalidad y excelencia de la Constitución vigente

      de Chile, ilustrada por veinte años de paz, debidos a sus artículos 82

      (incisos 1 y 20 especialmente) y 161.

      Desligado de toda conexión con los partidos políticos de Chile, teniendo

      en ambos personas de mi afección y simpatía, hablo así de su Constitución,

      por la necesidad que tengo de proponer a mi país, en el acto de

      constituirse, lo que la experiencia ha enseñado como digno de imitación en

      el terreno del derecho constitucional sudamericano. Me contraigo a la

      constitución del poder ejecutivo, no al uso que de él hayan hecho los

      gobernantes; y así en obsequio de la institución cuya imitación

      recomiendo, debo decir que los gobernantes no han hecho al país todo el

      bien que la Constitución les daba la posibilidad de realizar. Por lo

      demás, ningún cambio de afección ha variado jamás mi manera de ver esta

      Constitución; adicto de lejos a la oposición o al poder, siempre la he

      mirado del mismo modo.

      Con la misma imparcialidad señalo al principio de este libro los grandes

      defectos de que esa Constitución adolece, y con el fin útil de evitar que

      mi país incurra en la imitación de ella, en puntos en que su reforma es

      exigida imperiosamente por la prosperidad de Chile.

      XXVI

      De la capital de la Confederación Argentina. Todo gobierno nacional es

      imposible con la capital en Buenos Aires.

      Toco este punto como accesorio importante de la idea de ensanchar el vigor

      del poder ejecutivo nacional, y como uno de los que hayan presentado mayor

      dificultad hasta aquí en la organización constitucional de la República

      Argentina.

      En las dos ediciones de esta obra, hechas en Chile en 1852, sostuve la

      opinión, entonces perteneciente a muchos, de que convenía restablecer a

      Buenos Aires como capital de la Confederación Argentina en la constitución

      general que iba a darse.

      Esa opinión estaba fundada en algunos hechos históricos y en

      preocupaciones a favor de Buenos Aires, que han cambiado y que se han

      desvanecido más tarde.

      Tales eran:

      1. Que siendo de origen transatlántico la civilización anterior y la

      prosperidad futura de los pueblos argentinos, convenía hacer capital del

      país al único punto del territorio argentino que en aquel tiempo era

      accesible al contacto directo con la Europa. Ese punto era Buenos Aires,

      en virtud de las leyes de la antigua colonia española, que se conservaban

      intactas respecto a navegación fluvial.

      2. Opinábase que habiendo sido Buenos Aires la capital secular del país

      bajo todos los sistemas de gobierno, no estaba en la mano del Congreso el

      cambiarla de situación.

      3. Que esa ciudad era la más digna de ser la residencia del gobierno

      nacional, por ser la más culta y populosa de todas las ciudades

      argentinas.

      El primero de esos hechos, es decir, la geografía política colonial, no

      tardó en recibir un cambio fundamental que arrebató a Buenos Aires el

      privilegio de ser único punto accesible al contacto directo del mundo

      exterior.

      La libertad de navegación fluvial fue proclamada por el general Urquiza,

      jefe supremo de la Confederación Argentina, el 28 de agosto y el 3 de

      octubre de 1852.

      Situados en las márgenes de los ríos casi todos los puertos naturales que

      tiene la República Argentina, la libertad fluvial significaba la apertura

      de los puertos de las Provincias al comercio directo de la Europa, es

      decir, a la verdadera libertad de comercio.

      Por ese hecho las demás Provincias litorales adquirirían la misma aptitud

      y competencia para ser capital de la República, por razón de la situación

      geográfica que Buenos Aires había poseído exclusivamente mientras conservó

      el monopolio colonial de ese contacto.

      A pesar de ese cambio, el Congreso constituyente declaró a Buenos Aires,

      en 1853, capital de la Confederación Argentina, respetando el antecedente

      de haber sido esa ciudad capital normal del país bajo dos sistemas de

      gobierno colonial y republicano.

      Pero la misma Buenos Aires se encargó de demostrar que el haber sido

      residencia del gobierno encargado por tres siglos de hacer cumplir las

      Leyes de Indias, que bloqueaban los ríos y las provincias pobladas en sus

      márgenes, no era título para ser mansión del gobierno que debía tener por

      objeto hacer cumplir la Constitución y las leyes, que abrían esos ríos y

      esas provincias al comercio directo, es decir, al comercio libre con

      Europa.

      Buenos Aires reaccionó y protestó solemnemente contra el régimen de libre

      navegación fluvial, desde que vio que ese sistema le arrebataba los

      privilegios del sistema colonial que la habían hecho ser la única ciudad

      comercial, la única ciudad rica, la única capaz de recibir al extranjero.

      Buenos Aires probó además por su revolución de 11 de septiembre de 1852,

      en que se aisló de las otras Provincias, que el haberlas representado ante

      las naciones extranjeras durante la revolución, lejos de ser un precedente

      que hiciera a Buenos Aires digna de ser su capital, era justamente el

      motivo que la constituía un obstáculo para la institución de un gobierno

      nacional. Veamos cómo y por qué causa.

      Mientras las Provincias vivieron aisladas unas de otras y privadas del

      gobierno nacional o común, la Provincia de Buenos Aires, a causa de esa

      misma falta de gobierno nacional, recibió el encargo de representar en el

      exterior a las demás Provincias; y bajo el pretexto de ejercer la política

      exterior común, el gobierno local o provincial de Buenos Aires retuvo en

      sus manos exclusivas, durante cuarenta años, el poder diplomático de toda

      la nación, es decir, la facultad de hacer la paz y la guerra, de hacer

      tratados con las naciones extranjeras, de nombrar y recibir ministros, de

      reglar el comercio y la navegación, de establecer tarifas y de percibir la

      renta de aduana de las catorce Provincias de la Nación, sin que esas

      Provincias tomasen la menor parte en la elección del gobierno local de

      Buenos Aires, que manejaba sus intereses, ni en la negociación de los

      tratados extranjeros, ni en la regulación de las tarifas que soportaban, y

      por último, ni en el producto de las renta de la aduana, percibido por la

      sola Buenos Aires, y soportado, en último resultado, por los habitantes de

      todas las Provincias.

      La institución de un gobierno nacional venía necesariamente a retirar de

      manos de Buenos Aires el monopolio de esas ventajas, porque un gobierno

      nacional significa el ejercicio de esos poderes y la administración de

      esas rentas, hecho conjuntivamente por las catorce Provincias que componen

      la República Argentina.

      El dictador Rosas, conociendo eso, persiguió como un crimen la idea de

      constituir un gobierno nacional. Hizo repetir cien veces en sus prensas

      una carta que había dirigido al general Quiroga en 1833, para convencerlo

      de que la Nación no tenía medios de constituir el gobierno patrio, en

      busca del cual había derrocado el poder español en 1810. Rosas, como

      gobernador local de Buenos Aires, defendía los monopolios de la Provincia

      de su mando, por      que en ese momento formaban todo su poder personal.

      Después de caído Rosas, Buenos Aires, con sorpresa de toda América, que la

      observaba, siguió resistiendo la creación de un gobierno nacional, que

      naturalmente relevaba porque tenía que relevar a su gobernador local del

      rango de jefe supremo de catorce Provincias, que no lo habían elegido ni

      tenían el derecho de hacerlo responsable. Buenos Aires resistió la

      creación de un Congreso Nacional, porque ese Congreso venía a relevar a su

      legislatura de provincia de los poderes supremos de hacer la paz y la

      guerra, de reglar el comercio y la navegación, de imponer contribuciones

      aduaneras: poderes que esa Provincia había estado ejerciendo por su

      legislatura local a causa de la falta de un Congreso común.

      Cuando las Provincias vieron que Buenos Aires resistía la instalación de

      un gobierno nacional en el interés de seguir ejerciendo sus atribuciones

      sin intervención de la Nación, como había sucedido hasta entonces, las

      Provincias renunciaron a la esperanza de tener la cooperación de Buenos

      Aires para fundar un gobierno nacional de cualquier clase que fuese, pues

      todo gobierno común, ya fuese unitario, ya federal, por el hecho de ser

      gobierno común de todas las Provincias debía exigir de la Provincia de

      Buenos Aires el abandono de las rentas y poderes nacionales, que Buenos

      Aires había estado ejerciendo en nombre de las otras Provincias con motivo

      y mientras ellas carecían de gobierno propio general. El mismo interés que

      Buenos Aires ha tenido en resistir la creación del gobierno común, que

      debe destituirle, tendrá naturalmente en lo futuro para estorbar que se

      radique y afirme ese gobierno de las catorce Provincias, a quien tendrá

      que entregar los poderes y rentas que antes administraba su Provincia

      sola, con exclusión absoluta de las otras.

      Luego Buenos Aires no podrá ser la capital o residencia de un gobierno

      nacional, cuya simple existencia le impone el abandono de los privilegios

      de la provincia

      nación, que ejerció mientras las Provincias vivieron constituidas en

      colonia de su capital de otro tiempo.

      Hacer a Buenos Aires cabeza de un gobierno nacional sería lo mismo que

      encargarle de llevar a ejecución por sus propias manos la destitución de

      su gobierno de provincia.

      Esa es la razón por que Buenos Aires no quiso ser capital del gobierno

      unitario de Rivadavia, ni quiere hoy ser capital del gobierno federal de

      Urquiza. No querrá ser capital de ningún gobierno común, en cambio del

      papel que ha hecho durante el desorden, a saber: de metrópoli republicana

      de trece Provincias, que vivían sin gobierno propio.

      Entre dar su gobierno a catorce Provincias o recibir el gobierno que ellas

      eligen, hay la diferencia que va de gobernar a obedecer. La Constitución

      actual de Buenos Aires confirma el principio de su derecho local, que

      excluyó durante treinta años a los argentinos de las otras Provincias del

      voto pasivo para ser gobernador de Buenos Aires. Por ese principio, la

      política exterior no podía ser ejercida jamás por el hijo de una provincia

      argentina que no hubiese nacido en Buenos Aires. El feudalismo revelado

      por esa legislación hace ver cuánto dista la Provincia de Buenos Aires de

      comprender que debe entregar su ciudad al gobierno de esos provincianos, a

      quienes excluye hasta hoy mismo de la silla de su gobierno local, si

      quiere que exista una nación bajo su iniciativa.

      ¡Qué contraste el de esa política con la de Chile cuya capital de treinta

      años a esta parte jamás hospedó un presidente de la República que no fuese

      hijo de provincia!

      Colocar la cabeza del gobierno nacional en la Provincia cuyo interés local

      está en oposición con el establecimiento de todo gobierno común, es

      entregarlo a su adversario para que lo disuelva de un modo u otro, en el

      interés de recuperar las ventajas que le daba la acefalía.

      Si Buenos Aires ha perdido el monopolio que hacía de las rentas y del

      gobierno exterior de la nación, por causa de la libertad fluvial y del

      comercio directo de las Provincias con Europa, es evidente que no conviene

      a las libertades de la navegación fluvial y a los intereses del comercio

      directo el colocar la cabeza del gobierno que ha nacido de esas

      libertades, y que descansa en ellas, en manos de la Provincia de Buenos

      Aires, que ha soportado aquella pérdida.

      Y aunque Buenos Aires asegure por táctica que no se opone a la libertad

      fluvial, se debe dudar de la sinceridad de un aserto, que equivale a decir

      que quiere de corazón la pérdida de sus antiguos monopolios de poder y de

      renta. Si desea, en efecto el abandono de esos monopolios, ¿por qué está

      entonces separada de las otras Provincias de su país? ¿Por qué no acepta

      Constitución nacional que le ha retirado esos monopolios?

      Así, la capital de la Nación en Buenos Aires es tan contraria a los

      intereses de las naciones extranjeras que tienen relaciones de comercio

      con los pueblos argentinos, como a los intereses de las Provincias mismas,

      porque el interés de Buenos Aires se halla en oposición con el interés

      general en ese punto.

      Se dirá que sólo es su interés mal entendido, y ésa es la verdad; pero no

      se debe olvidar que este interés es el que hoy gobierna a Buenos Aires,

      porque es el único que él entiende. Buenos Aires desconoce totalmente las

      condiciones de la vida de nación, por la razón sencilla de que durante

      cuarenta años sólo ha hecho la vida de provincia. Nunca ha entendido el

      modo de engrandecer sus intereses locales, ligándolos con los intereses de

      la nación, sino cuando ha podido someter los intereses de toda la nación a

      los de su provincia. Así se explica cómo prefiere hoy romper la integridad

      de la nación, antes que respetar y obedecer el gobierno creado por sus

      compatriotas, que sería el brazo fuerte de la tranquilidad y del progreso

      de la misma Buenos Aires.

      Capital siempre incompleta y a medias bajo la República, semicapital bajo

      el gobierno directo de Madrid en las Provincias argentinas, en ningún

      tiempo Buenos Aires nombró sus gobernadores. De modo que la cesación de su

      rango de capital (que perdió de derecho desde 1810) es un cambio nominal,

      que no envuelve una variación sustancial en los hechos anteriores; y por

      eso es que se opera pacíficamente, sin violencia por ninguna parte y

      contra la voluntad misma del Congreso, que dispuso lo contrario.

      No se decretan las capitales de las naciones, se ha dicho con razón. Ellas

      son la obra espontánea de las cosas.

      Pues bien, las cosas del orden colonial hicieron la capital en Buenos

      Aires, a pesar de la voluntad del rey de España; y las cosas de la

      libertad han sacado de allí la capital, a pesar de la voluntad del

      Congreso Argentino.

      Como en los Estados Unidos de Norteamérica, la nueva capital del Plata ha

      salido también del choque de los intereses del norte con los intereses del

      sur de las Provincias argentinas.

      El ejemplo de ese país nos enseña que no es menester que el gobierno común

      se inspire en el brillo de las grandes ciudades, para ser ilustrado y

      juicioso. Si es verdad que Inglaterra hostilizó a sus colonias, designando

      lugares solitarios para la reunión de sus legislaturas, también es un

      hecho conocido que la República de los Estados Unidos tuvo necesidad de

      instituir su gobierno nacional en el más humilde de los lugares de ese

      país, pues tuvo que formar al efecto una ciudad que no existía, en cuyas

      calles he visto todavía en 1855 vacas errantes y sueltas. Nueva York,

      rival de París, no es capital ni ano del Estado de su nombre. Un simple

      alcalde es el jefe superior de esa metrópoli del comercio americano. Su

      gobierno local reside en Albany, pueblecito interior, donde se hacen las

      leyes del más brillante y populoso Estado del Nuevo Mundo. En nombre de la

      autoridad de esos ejemplos, séanos permitido declinar de la autoridad de

      Rossi, que invocamos en las primeras ediciones de este libro.

      Si la situación geográfica, si el interés local opuesto al interés de

      todos, quitan a Buenos Aires toda competencia para ser capital de la

      república, ¿cuál otro título le resta? ¿La superioridad de su cultura? ¿Su

      inteligencia en materia de gobierno constitucional?

      Séanos permitido averiguar cuándo, cómo, con qué motivo adquirió Buenos

      Aires los hábitos y la inteligencia del gobierno libre, que le den título

      para ser capital de un gobierno nacional representativo.

      Si la historia es una escuela de gobierno, no debemos malograr sus

      lecciones porque sea mortificante su lenguaje.

      Olvidemos que en dos siglos Buenos Aires fue residencia de un virrey

      armado de facultades omnímodas y de un poder sin límites.

      Prescindamos de los primeros diez años de la revolución en que Buenos

      Aires tuvo que asumir esa misma omnipotencia para llevar a cabo la

      revolución contra España. No hablemos de las reformas locales del señor

      Rivadavia, en que ese publicista, con más bondad que inteligencia,

      organizó el desquicio del gobierno argentino.

      ¿Cuál ha sido la suerte de las libertades y garantías de Buenos Aires

      durante los últimos veinte años?

      La división del poder es la primera de las garantías contra el abuso de su

      ejercicio. Por veinte años la Provincia de Buenos Aires ha visto la suma

      total de sus poderes públicos en manos de un solo hombre.

      La responsabilidad de los mandatarios es otro rasgo esencial del gobierno

      libre. Rosas se conservaría hasta hoy día de gobernador de Buenos Aires,

      justificado en todos sus actos, si no le hubiese derrocado un ejército

      salido de las Provincias contra la resistencia de un ejército salido de

      Buenos Aires. La Legislatura de esa Provincia sancionó y legalizó la

      tiranía de Rosas, año por año, durante un quinto de siglo; y rehusó

      treinta y cuatro veces admitir la renuncia que hizo el tirano de su poder

      despótico. Pues bien, ni hoy mismo ocurre a nadie en Buenos Aires que esa

      legislatura sea responsable de las violencias que legalizó.

      La publicidad de los actos del poder es otro rasgo del gobierno libre,

      como preservativo de sus abusos. Con la cabeza hubiese pagado su audacia

      el que hubiera interpelado al Gobierno para informar al país de un negocio

      público, o el que hubiese opinado con su razón propia y no con la razón

      del Gobierno.

      La movilidad de los mandatarios es otro requisito de la República

      representativa. Existe hoy en Buenos Aires toda una generación de

      políticos que ha venido a conocer otro gobernador que don Juan Manuel

      Rosas, después de tener barbas.

      Esa es la historia de las garantías públicas; veamos lo que ha sido de las

      garantías individuales, bajo el gobierno que más ha influido en las

      costumbres y en la educación de Buenos Aires.

      Es inútil decir que la libertad, base y resumen de todas las garantías, no

      ha podido coexistir con la tiranía sangrienta y tenebrosa de Rosas. Por

      veinte años el solo nombre de libertad fue calificado crimen de leso

      patria.

      Respecto de la propiedad, la más fecunda de las garantías para un país

      naciente, ¿qué suerte tuvo en Buenos Aires por el espacio de veinte años?

      Recién después de la caída de Rosas se han devuelto propiedades por valor

      de muchos millones de pesos, que han estado arrebatadas a sus dueños, y

      entregadas a los cómplices del despojo oficial. En ese espectáculo se ha

      educado la generación de Buenos Aires, que pretende tomar la iniciativa

      constitucional de la República.

      ¿Qué fue de la garantía de la vida? Hable Rivera Indarte desde su tumba

      con las tablas de sangre que horrorizaron a Inglaterra y a Europa. El

      puñal de la mazorca, rama ambulante del Gobierno de Buenos Aires, cortó

      centenares de cabezas sin la menor resistencia de parte de esa ciudad,

      cuyas iglesias, al contrario, vieron en sus altares el retrato del tirano,

      y cuyas calles vieron paseado en carros de triunfo por las primeras gentes

      ese retrato del autor de esas matanzas.

      En cuanto a la seguridad de las personas, los habitantes de Buenos Aires

      estaban más seguros en las cárceles que en sus propias casas, y la fuga y

      la ocultación fueron el Habeas corpus de ese tiempo.

      La libertad de la prensa sólo existió para el Gobierno, quien la empleó

      veinte años en insultar impunemente al pueblo de Buenos Aires. Escribir,

      publicar, leer, enseñar, aprender, estudiar, todo estuvo prohibido 20 años

      directa o indirectamente en esa ciudad que se pretende llamada a ilustrar

      a las Provincias.

      Un expediente era necesario seguir para salir de Buenos Aires, sin cuyo

      requisito el viajero era considerado y tratado como prófugo: tal fue la

      suerte de la libertad de locomoción.

      ¿Qué puede entender de derecho constitucional la población de Buenos

      Aires, donde el derecho público argentino no se enseñó jamás en ninguna

      escuela? Porque discutir los principios de un gobierno nacional y dar a

      conocer la usurpación que Buenos Aires hacía de sus atribuciones y rentas

      a las demás Provincias, que forman la nación, era todo uno y la misma

      cosa.

      ¿Qué noción puede haber de la igualdad ante la ley? ¿Qué podrá ser esa

      garantía, considerada como idea o como práctica, en la ciudad donde por

      veinte años los hombres se dividieron ante el gobierno y ante el juez, en

      salvajes unitarios y patriotas federales, en amigos del gobernador Rosas y

      en traidores de la patria colocados fuera de la ley?

      ¿Qué noción de espíritu público podrá existir en la ciudad donde por

      veinte años fueron sospechados de conspiración, y perseguidos tal vez de

      muerte, cuatro individuos que se reunían para conversar de cosas

      indiferentes?

      Esa es la historia de Buenos Aires; ésa es la verdad de su pasado que

      siempre es padre de la realidad del presente. Si yo miento en ella, faltan

      conmigo a la verdad todos los publicistas de Buenos Aires que han figurado

      al frente de la causa que triunfó por el brazo de Urquiza en Monte

      Caseros. Apelo a Rivera Indarte, a Florencio Varela, a Echeverría, a

      Alsina, a Wright, a Mármol, a Frías, en sus escritos anteriores a la caída

      de Rosas. Ellos son, en resumen, lo que acabo de decir. Pues bien, ellos

      han establecido de antemano la incompetencia para llevar la libertad

      constitucional a las Provincias que componen la República, del pueblo de

      Buenos Aires a quien la República le llevó primero la victoria contra

      Rosas, y más tarde la Constitución nacional que derogaba su régimen de

      barbarie habiendo resistido sin éxito a su libertad, y después a la

      Constitución, de la que tuvo la desgracia de triunfar militarmente al

      favor de un cohecho.

      No queramos encubrir y oscurecer el pasado para disculpar el presente. No

      alteremos la verdad de ayer para desfigurar la verdad de hoy.

      El Gobierno que ha tenido Buenos Aires por veinte años puede engendrar el

      fanatismo, pero no la inteligencia de la libertad.

      La libertad es un arte, es un hábito, es toda una educación; ni cae

      formada del cielo, ni es un arte infuso. El amor a la libertad no es la

      república como el amor a la plata no es la riqueza.

      ¿Quién puso fin a esa triste historia de Buenos Aires? ¿Dio esa ciudad una

      prueba práctica de su aversión al despotismo y de su apego a la libertad,

      derrocando por sus manos al tirano de veinte años? Al contrario, todos

      saben que un ejército de veinte mil hombres salió de la Provincia de

      Buenos Aires y peleó seis horas en campo de batalla para defender al

      opresor de sus libertades.

      Buenos Aires fue libertada contra su voluntad por la espada victoriosa del

      general Urquiza.

      Pero importa explicar la anomalía, que no se explica solamente por motivos

      de ignorancia o abatimiento de la ciudad vencida.

      Buenos Aires no defendía la tiranía, aunque tampoco defendía su libertad

      en la batalla de Monte Caseros. Defendía una causa más antigua que la

      dictadura de Rosas, y que debía sobrevivir a esa dictadura: la causa del

      monopolio del gobierno exterior y del tesoro de toda la nación, que

      explotó el tirano de esa Provincia y que más tarde quisieron explotar los

      sucesores de su gobierno local.

      Los revoltosos de profesión, los que comen del sofisma, y los unitarios

      cansados de luchar por la unidad nacional, han transigido con las

      preocupaciones antinacionales del vulgo de Buenos Aires y han atacado la

      integridad de la República con la audacia que no tuvo el mismo Rosas, pues

      jamás ese tirano osó presentar aislada en el mundo a su Provincia, sino

      como encargada de representar a las demás Provincias de la Nación, de que

      formaba y forma parte integrante.

      Eso acabó con el prestigio de Buenos Aires en la opinión de las Provincias

      y puso de manifiesto a los ojos de ellas que la política de aislamiento y

      de desquicio que había sido atribuida a Rosas servía a los intereses de

      Buenos Aires, los cuales hallaron quien los comprendiera y defendiera,

      como los había comprendido y defendido el tirano; es decir, en

      contradicción con los intereses de la Nación Argentina.

      Por fortuna, el poder y superioridad que en otro tiempo hicieron a Buenos

      Aires capital indispensable de la nación y árbitro de su organización

      constitucional, han salido para siempre de las manos de esa provincia,

      junto con el monopolio del comercio y de la navegación fluvial de que

      dependía; y su aislamiento y abstención de vieja y conocida táctica han

      dejado de ser un medio de impedir la creación del gobierno nacional,

      quitándole su capital de otro tiempo.

      Y ya no habrá medio de restablecer la antigua supremacía de Buenos Aires

      en las Provincias. Su ascendiente de hecho ha caducado para siempre, por

      la pérdida de los monopolios de comercio, de navegación y de rentas, en

      que tenía origen. Y como el nuevo régimen de libertad fluvial y de

      comercio directo con Europa tiene la garantía de muchos tratados perpetuos

      firmados con naciones poderosas y del interés general de las naciones

      comerciales, no habría más medio de restituir a Buenos Aires su antigua

      supremacía comercial y política en las Provincias argentinas, que romper

      los tratados firmados con Inglaterra, Francia y Estados Unidos,

      restablecer la clausura de los ríos y atacar de frente el interés general

      del comercio extranjero.

      En otro tiempo, todos los movimientos de Buenos Aires se volvían

      argentinos. Buenos Aires era a las Provincias lo que París a Francia, o

      más, tal vez, por una razón fácil de concebir. Unico puerto de todo el

      país, Buenos Aires tenía el comercio, la navegación, las aduanas, los

      destinos de las catorce Provincias en sus manos, y el menor cambio dentro

      de su provincia se hacía sentir inevitablemente hasta en la provincia más

      distante.

      Hoy que las Provincias han asumido su vida propia por el nuevo sistema de

      navegación que las pone en contacto directo con el mundo, los cambios de

      Buenos Aires son sin consecuencia alguna en la República.

      Cuando esa Provincia estaba al frente de todas las demás, sus negocios

      inspiraban el interés y respeto que merecen naturalmente los asuntos de

      toda una nación.

      Buenos Aires sin la nación sólo puede interesar a los que de lejos ignoran

      que no significa hoy otra cosa que una provincia de doscientos cincuenta

      mil habitantes, más modesta que el departamento del Ródano, o que el de la

      Gironda, en Francia. Eso es lo que representa hoy su Asamblea general,

      compuesta de un Senado y una Cámara de Representantes, su poder ejecutivo

      con cuatro Ministerios y con un consejo de Estado de ochenta miembros, sus

      Cortes de justicia. Todo ese aparato de gobierno no maneja hoy sino la

      decimocuarta parte de los intereses que gobernaba cuando la Confederación

      Argentina encomendaba su política exterior al Gobierno de la Provincia de

      Buenos Aires.

      Por el contrario, la Confederación sin Buenos Aires era en otro tiempo la

      nación sin sus rentas, sin su comercio, sin su puerto único; porque todo

      esto quedaba en manos de Buenos Aires cuando esa provincia se aislaba de

      las otras, reteniendo el monopolio de la navegación fluvial. Hoy que la

      nación tiene diez puertos abiertos al comercio exterior y el goce de sus

      rentas, la Confederación sin Buenos Aires es la nación menos una

      provincia. Y aunque esta provincia disfrace su condición subalterna con el

      nombre pomposo de Estado, su aislamiento no es ya la cabeza que se

      desprende del cuerpo, sino la peluca que se desprende de la cabeza,

      reaparecida en otra parte y rejuvenecida por la libertad.

      Con sus monopolios rancios y sus tradiciones del siglo XVI, Buenos Aires

      es realmente la peluca de la República Argentina, el florón vetusto del

      sepultado virreinato, el producto y la expresión de la colonia española de

      otro tiempo, como Lima, como Méjico, como Quito, como todas las ciudades

      donde residieron los virreyes que tuvieron por mandato inocular en los

      pueblos de la América del Sur las leyes negras de Felipe II y Carlos V. En

      las paredes de sus palacios dejaron el secreto de la corrupción y del

      despotismo esos delegados tétricos del Escorial.

      Restos endurecidos del antiguo sistema, esas ciudades grandes de

      Sudamérica son todavía el cuartel general y plaza fuerte de las

      tradiciones coloniales. Pueden ser hermoseadas en la superficie por las

      riquezas del comercio moderno, pero son incorregibles para la libertad

      política. La reforma debe ponerlas a un lado. No se inicia en los secretos

      de la libertad al esclavo octogenario, orgulloso de sus canas, de su

      robustez de viejo, de sus calidades debidas a la ventaja de haber nacido

      primero, recibe el consejo como insulto y la reforma como humillación.

      Todo el porvenir de la América del Sur depende de sus nuevas poblaciones.

      Una ciudad es un sistema. Las viejas capitales de Sudamérica son el

      coloniaje arraigado, instruido a su modo, experimentado a su estilo,

      orgulloso de su fuerza física; por lo tanto, incapaz de soportar el dolor

      de una nueva educación.

      Si es verdad que la actual población de Sudamérica no es apropiada para la

      libertad y para la industria, se sigue de ello que las ciudades menos

      pobladas de esa gente, es decir, las más nuevas, son las más capaces de

      aprender y realizar el nuevo sistema de gobierno, como el niño ignorante

      aprende idiomas con más facilidad que el sabio octogenario. La República

      debe crear a su imagen las nuevas ciudades, como el sistema colonial hizo

      las viejas para sus miras.

      Luego el primer deber, la primera necesidad del nuevo régimen de la

      República Argentina, antes colonia monarquista de España, es colocar la

      iniciativa de su nueva organización fuera del centro en que estuvo por

      siglos la iniciativa orgánica del régimen colonial.

      Las cosas mismas, por fortuna gobernadas por su propia impulsión, las

      inclinaciones y fuerzas instintivas del país en el sentido de su

      organización moderna, han hecho prevalecer este plan de iniciativa y de

      discusión, sacando la capital fuera del viejo baluarte del monopolio, y

      fijándola en el Paraná, cuna de la libertad fluvial, en que reposa sólo el

      sistema del gobierno nacional argentino.

      XXVII

      Respuesta a las objeciones contra la posibilidad de una Constitución

      general para la República Argentina.

      Sucede con la posibilidad de un orden constitucional para aquel país, lo

      que sucedía respecto de la tiranía que ha caducado. Se hacía

      ordinariamente este argumento: "¿Rosas subsiste en el poder a pesar de

      veinte años de tentativas para destruirlo?, luego es invencible, luego es

      la expresión de la voluntad del país". A muy pocos ocurría este otro

      argumento, más racional y últimamente justificado por la experiencia:

      "¿Rosas subsiste después de veinte años de guerra?, luego no se le ha

      sabido combatir".

      Cuarenta años ha pasado ese país sin poderse constituir, luego es incapaz

      de constituirse, concluyen algunos; y la verdadera conclusión es ésta:

      luego no ha sabido darse la constitución de que es muy susceptible.

      En efecto, no ha sobrado el tacto, el instinto de las cosas de Estado en

      las varias tentativas de organización general. Más de una vez se han

      perdido de vista estos puntos de partida tan sencillos y naturales.

      Antes de la revolución de 1810, los gobiernos provinciales eran derivación

      del gobierno central o unitario, que existió en el antiguo régimen. Pero

      la Revolución de Mayo, negando la legitimidad del gobierno central español

      existente en Buenos Aires, y apelando al pueblo de las Provincias para la

      formación del poder patrio, creó un estado de cosas que con los años ha

      prescripto cierta legitimidad: creó el régimen provincial o local.

      Este resultado debe ser el punto de partida para la constitución del poder

      general.

      Tenemos, según él, que sólo hay gobiernos provinciales en la República

      Argentina, cuya existencia es un hecho tan evidente, como es evidente el

      hecho de que no hay gobierno general.

      Para crear el gobierno general, que no existe, se ha de partir de los

      gobiernos provinciales existentes. Son éstos los que han de dar a luz al

      otro.

      Los pueblos, por su parte, a menos que no se subleven a un mismo tiempo

      contra sus gobiernos -lo que es inverosímil-, han de obrar naturalmente

      por el órgano de sus gobiernos. Si un gobierno provincial toma la

      iniciativa en la convocatoria para proceder a la organización del país, no

      se ha de dirigir a los pueblos directamente, porque eso seria sedicioso,

      sino por conducto de sus respectivos gobiernos. Invertir esta orden, sería

      echar el guante a todos los gobiernos provinciales; y en vez de la paz y

      del orden, que tanto interesa a la vida del país, se tendrían catorce

      guerras en vez de una.

      Los gobiernos provinciales existentes han de ser los agentes naturales de

      la creación del nuevo gobierno general.

      Pero ¿hay en este mundo gobierno chico o grande de que se abdique a sí

      mismo hasta desaparecer enteramente? Esperar eso es desconocer la

      naturaleza del hombre.

      Claro es, pues, que los gobiernos provinciales no consentirán ni

      contribuirán a la creación del gobierno general, sino a condición de

      continuar ellos existiendo, con más o menos disminución de facultades. Por

      gobiernos no entiendo personas.

      El gobierno de Buenos Aires conoció esta verdad en la tentativa de

      organización de 1825. El hizo entonces lo que hoy hace el general Urquiza;

      se dirigió a los gobiernos provinciales, convocándolos a la promoción de

      un gobierno general.

      Un Congreso general constituyente se instaló en Buenos Aires por resultado

      de los trabajos oficiales de los gobiernos de provincia.

      El Congreso, apenas instalado, expidió una ley fundamental el 23 de enero

      de 1825, declarando (art.3°) que "por ahora y hasta la promulgación de la

      constitución que ha de organizar al Estado, las Provincias se regirán

      interinamente por sus propias instituciones".

      El general Las Heras, gobernador de Buenos Aires entonces, al circular esa

      ley en las Provincias, declaró (en nota de 28 de enero de 1825) que el

      Congreso se había salvado por aquella declaración, que resolvía al mismo

      tiempo el problema del establecimiento de un poder ejecutivo y de un

      tesoro nacional.

      En efecto, mientras las Provincias conservaron sus gobiernos e

      instituciones propias, existió el Congreso y un poder ejecutivo nacional.

      Pero desde que el fatal por ahora, señalado a la existencia de los

      gobiernos locales en la ley citada, cesó en presencia de la Constitución

      dada el 24 de diciembre de 1826, que consolidaba los catorce gobiernos de

      la República Argentina en uno solo, tanto el Congreso como la Presidencia

      no tardaron en desaparecer.

      Si el mantenimiento de los gobiernos provinciales, en vez de ser

      provisorio, hubiese sido consignado definitivamente en la Constitución,

      las cosas hubieran tenido probablemente otro resultado.

      Se pusieron la estrategia y la habilidad de manejos al servicio de la

      hermosa y honrada teoría de la unidad nacional indivisible; pero nada fue

      capaz de adormecer el instinto de la propia conservación de los gobiernos

      provinciales. El gobierno general les prometió vida y subsistencia

      mientras trabajaban en crearlo; pero cuando ya formado quiso absorberse a

      sus autores, éstos se lo absorbieron a él primero.

      Los hechos, pues, legítimos o no, agradables o desagradables, con el poder

      que les es inherente, nos conducen a emplear los gobiernos de provincia

      existentes como agentes inevitables para la creación del nuevo gobierno

      general; y para que ellos se presten a la ejecución de esa obra

      primeramente, y después a su conservación, será indispensable que la vida

      del gobierno general se combine y armonice con la existencia de los

      gobiernos locales, según la fórmula de fusión que hemos indicado más

      arriba. Por ese régimen de transición, obra de la necesidad como son todas

      las buenas constituciones, se irá mediante los años a la consolidación,

      por hoy precocísima, del gobierno nacional argentino. Eso es proceder como

      debe procederse en cosas de Estado. Una constitución no es inspiración de

      artista, no es producto de entusiasmo; es obra de la reflexión fría, del

      cálculo y del examen aplicados al estudio de los hechos reales y de los

      medios posibles.

      ¿Se cree que la Constitución de Estados Unidos, tan ponderada y tan digna

      de serlo, haya sido en su origen otra cosa que un expediente de la

      necesidad?

      "No podría negarse que hubiesen sido justos y fundados muchos de los

      ataques que se hicieron a la Constitución—dice Story—. La Constitución era

      una obra humana, el resultado de transacciones en que las consecuencias

      lógicas de la teoría habían debido sacrificarse a los intereses y a las

      preocupaciones de algunos Estados." (12)

      XXVIII

      Continuación del mismo asunto. El sistema de gobierno tiene tanta parte

      como la disposición de los habitantes en la suerte de los Estados. Ejemplo

      de ello. La República Argentina tiene elementos para vivir constituida.

      Los americanos del Norte, después de sacudir la dominación inglesa,

      malograron muchos años en inútiles esfuerzos para darse una constitución

      política. Varios de sus hombres eminentes elevaron objeciones tan

      terribles contra la posibilidad de una constitución general para la nueva

      República, que se llegó a creer paradojal su existencia. Aunque de mejor

      tela que el nuestro, ese pueblo estuvo a pique de sucumbir bajo los mismos

      males que afligen a los nuestros hace cuarenta años. He aquí el cuadro que

      hacia de los Estados Unidos el Federalista, publicación célebre de ese

      tiempo: "Se puede decir con verdad que hemos llegado casi al último

      extremo de la humillación política. De todo lo que puede ofender el

      orgullo de una nación o degradar su carácter, no hay cosa que no hayamos

      experimentado. Los compromisos a cuya ejecución estábamos obligados por

      todos los vínculos respetados entre los hombres, son violados

      continuamente y sin pudor. Hemos contraído deudas para con los extranjeros

      y para con los conciudadanos, con el fin de servir a la conservación de

      nuestra existencia política, y el pago no está asegurado todavía por

      ninguna prenda satisfactoria. Un poder extranjero posee territorios

      considerables y puertos, que las estipulaciones expresas lo obligaban a

      restituirlos hace mucho tiempo, y continúan retenidas en desprecio de

      nuestros intereses y derechos. Nos hallamos en un estado que no nos

      permite mostrarnos sensibles a las ofensas y repelerlas; no tenemos ni

      tropas, ni tesoro, ni gobierno. No podemos ni aún quejarnos con dignidad;

      seria necesario empezar por eludir los justos reproches de infidelidad que

      podría hacérsenos respecto del mismo tratado. La España nos despoja de los

      derechos que debemos a la naturaleza sobre la navegación del Missisipi. El

      crédito público es un recurso necesario en los casos de grandes peligros,

      y nosotros parecemos haber renunciado a él para siempre. El comercio es la

      fuente de las riquezas de las naciones; pero el nuestro se halla en el

      último grado de aniquilamiento. La consideración a los ojos de los poderes

      extranjeros es una salvaguardia contra sus usurpaciones; la debilidad del

      nuestro no les permite siquiera tratar con nosotros; nuestros embajadores

      en el exterior son vanos simulacros de una soberanía imaginaria... Para

      abreviar detalles... ¿cuál es el síntoma de decrepitud política, de

      pobreza y anonadamiento de que puede lamentarse una nación favorecida, que

      no se cuente en el número de nuestras desgracias políticas?

      Ese era el cuadro de los Estados Unidos de Norteamérica ocho años después

      de declarada su independencia, y antes de sancionarse la Constitución que

      rige hasta hoy; su veracidad no debe parecernos dudosa, si advertimos que

      fue trazado por la pluma más noble que haya poseído la prensa de

      Norteamérica.

      Esa pintura seria hiperbólica si la aplicáramos a la situación actual de

      la República Argentina en todas sus partes.

      Luego el destino político de los Estados no depende únicamente de la

      disposición y aptitud de sus habitantes, sino también de la buena fortuna

      y acierto en la elección del sistema de gobierno.

      Por la misma razón nuestros habitantes de la América del Sur menos bien

      dispuestos que los de Norteamérica por sus antecedentes políticos, pueden

      no obstante ser capaces de un sistema regular de gobierno, si se acierta a

      elegir el que conviene a su manera de ser peculiar.

      No hay pueblo, por el hecho solo de existir, que no sea susceptible de

      alguna constitución. Su existencia misma supone en él una constitución

      normal o natural, que lo hace ser y llamar se pueblo, y no horda o tribu.

      La República Argentina posee más elementos de organización que ningún otro

      Estado de la América del Sur, aunque se tome esto como paradoja a la

      primera vista.

      No es cierto que la República Argentina se halle hoy en su punto de

      partida, no es verdad que haya vuelto a 1810. Cuarenta años no se viven en

      vano, y si son de desgracia, más instructivos son todavía.

      Sobre este punto copiaré mis palabras de hace cuatro años, confirmadas en

      cierto modo por el cambio reciente de Buenos Aires.

      La guerra interior que ha sufrido la República Argentina no es de esas

      guerras indignas por sus motivos y miras, hijas del vicio y manantiales de

      la relajación.

      Si los partidos argentinos han podido padecer extravío en la adopción de

      sus medios, en ello no han intervenido el vicio, ni la cobardía de los

      espíritus, sino la pasión, que aun siendo noble en sus fines, es ciega en

      el uso de sus medios.

      Cada partido ha tenido cuidado de ocultar las ventajas de su rival...

      "Cuando algún día—decía yo en 1847—, se den el abrazo de paz en que

      terminan las más encendidas luchas, ¡qué diferente será el cuadro que de

      la República Argentina tracen sus hijos de ambos campos! ¡Qué nobles

      confesiones no se oirán de boca de los frenéticos federales! Y los

      unitarios, ¡con qué placer no verán salir hombres de honor y corazón de

      debajo de esa máscara espantosa con que hoy se disfrazan sus rivales,

      cediendo a las exigencias tiránicas de la situación!"

      Sin duda que la guerra es infecunda en ciertos adelantos, pero trae

      consigo otros que le son peculiares.

      La República Argentina tiene más experiencia que todas sus hermanas del

      sur, por la razón de que ha padecido como ninguna. Ella ha recorrido el

      camino que las otras principien. Como más próxima a la Europa, recibió más

      presto el influjo de sus ideas progresivas, puestas en práctica por la

      Revolución de Mayo de 1810, y más pronto que todas recibió sus frutos

      buenos y malos; siendo por ello en todo tiempo futuro, para los Estados

      menos vecinos del manantial transatlántico de los progresos americanos, lo

      que constituía el pasado de los Estados del Plata.

      Un hecho importante, base de la organización definitiva de la República,

      ha prosperado a través de sus guerras, recibiendo servicios importantes

      hasta de sus adversarios. Ese hecho es la centralización del poder.

      Rivadavia la proclamó; Rosas ha contribuido, a su pesar, a realizarla. Del

      seno de la guerra de formas ha salido preparado el poder, sin el cual es

      irrealizable la sociedad y la libertad imposible.

      El poder supone el hábito de la obediencia. Ese hábito ha creado raíces en

      ambos partidos. Dentro del país, el despotismo ha enseñado a obedecer a

      sus enemigos y a sus amigos; fuera de él, sus enemigos ausentes, no

      teniendo derecho a gobernar, han pasado su vida en obedecer. Esa

      disposición, obra involuntaria del despotismo, será tan fecunda en

      adelante puesta al servicio de un gobierno elevado y patriota en sus

      tendencias, como fue estéril bajo el gobierno que la creó en el interés de

      su egoísmo.

      No hay país de América que reúna mayores conocimientos prácticos acerca de

      los otros, por la razón de ser él el que haya tenido esparcido mayor

      número de hombres competentes fuera de su territorio, muchas veces

      viviendo injeridos en los actos de la vida pública de los Estados de su

      residencia. El día que esos hombres, vueltos a su país, se reúnan en

      asambleas deliberantes, ¡qué de aplicaciones útiles, de términos

      comparativos de conocimientos prácticos y curiosas alusiones, no sacarán

      de los recuerdos de su vida pasada en el extranjero!

      Si los hombres aprenden y ganan con los viajes, ¿qué no sucederá a los

      pueblos? Se puede decir que una mitad de la República Argentina viaja en

      el mundo, de diez a veinte años a esta parte. Compuesta especialmente de

      jóvenes, que son la patria de mañana, cuando vuelva al suelo nativo,

      después de su vida de experimentación, vendrá poseedora de lenguas

      extranjeras, de legislaciones, de industrias, de hábitos, que después

      serán lazos de inteligencia con los demás pueblos del mundo. ¡Y cuántos, a

      más de conocimientos, no traerán capitales a la riqueza nacional! No

      ganará menos la República Argentina con dejar esparcidos en el mundo

      algunos de sus hijos, porque esos mismos extenderán los gérmenes de

      simpatía hacia el país que les dio la vida que transmiten a sus hijos.

      La República Argentina tenía la arrogancia de la juventud. Una mitad de

      sus habitantes se ha hecho modesta sufriendo el despotismo que ordena sin

      réplica, y la otra mitad llevando fuera la instructiva existencia del

      extranjero.

      Las masas plebeyas, elevadas al poder, han suavizado su fiereza en esa

      atmósfera de cultura que las otras dejaron, para descender en busca del

      calor del alma que, en lo moral como en lo geológico, es mayor a medida

      que se desciende. Este cambio transitorio de roles ha de haber sido

      provechoso al progreso de la generalidad del país. Se aprende a gobernar

      obedeciendo, y viceversa.

      ¿Cuál Estado de América Meridional posee respectivamente mayor número de

      población ilustrada y dispuesta para la vida de la industria y del trabajo

      por resultado del cansancio y hastío de los disturbios anteriores?

      Ha habido quien viese algún germen de desorden en el regreso de la

      emigración. La emigración es la escuela más rica de enseñanza:

      Chateaubriand, Lafayette, Madame Stael, Luis Felipe, Napoleón III, son

      discípulos ilustres formados en ella.

      Lo que hoy es emigración era la porción más industriosa del país, puesto

      que era la más rica; era la más instruida, puesto que pedía instituciones

      y las comprendía. Si se conviene en que Chile, el Brasil, el Estado

      Oriental, donde principalmente ha residido, son países que tienen mucho

      bueno en materia de ejemplos, se debe admitir que la emigración

      establecida en ellos ha debido aprender cuanto menos a vivir quieta y

      ocupada. ¿Cómo podría retirarse, pues, llevando hábitos peligrosos?

      Por otra parte, esa emigración que salió joven casi toda ha crecido en

      edad, en hábitos de reposo, en experiencia; se comete no obstante el error

      de suponerla siempre inquieta, ardorosa, exigente, entusiasta, con las

      calidades juveniles de cuando dejó el país.

      Se reproduce en todas las Provincias lo que a este respecto pasa en Buenos

      Aires. En todas existen hoy abundantes materiales de orden: como todas han

      sufrido, en todas ha echado raíz el espíritu de moderación y tolerancia.

      Ha desaparecido el anhelo de cambiar las cosas desde la raíz: se han

      aceptado muchas influencias que antes repugnaban, y en que hoy se miran

      hechos normales con los que es necesario contar para establecer el orden y

      el poder.

      Los que antes eran repelidos con el dictado de caciques, hoy son aceptados

      en el seno de la sociedad de que se han hecho dignos, adquiriendo hábitos

      más cultos, sentimientos más civilizados. Esos jefes, antes rudos y

      selváticos, han cultivado su espíritu y carácter en la escuela del mando,

      donde muchas veces los hombres inferiores se ennoblecen e ilustran.

      Gobernar diez años es hacer un curso de política y de administración. Esos

      hombres son hoy otros tantos medios de operar en el interior un arreglo

      estable y provechoso.

      Decir que la República Argentina no sea capaz de gobernarse por una

      Constitución, por defectuosa que sea, es suponer que la República

      Argentina no esté a la altura de los otros Estados de la América del Sur,

      que bien o mal poseen una constitución escrita y pasablemente observada.

      Las dificultades mismas que ha presentado la caída de Rosas son una prenda

      de esperanzas para el orden venidero. El poder es un hecho profundamente

      arraigado en las costumbres de un país tan escaso en población como el

      nuestro, cuando es preciso emplear cincuenta mil hombres para cambiarlo.

      Lo hemos cambiado, no destruido en el sentido de poder. El poder, el

      principio de autoridad y de mando, como elemento de orden, ha quedado y

      existe a pesar de su origen doloroso. La nueva política debe conservarlo

      en vez de destruirlo. La disposición a la obediencia que ha dejado Rosas

      puede ser uno de esos achaques favorables al desarrollo de nuestra

      complexión política si se pone al servicio de gobiernos patriotas y

      elevados. Nuestra política nueva seria muy poco avisada y previsora si no

      supiese comprender y sacar partido en provecho del progreso del país, de

      los hábitos de subordinación y de obediencia que ha dejado el despotismo

      anterior.

      ¿Por qué dudar, por fin, de la posibilidad de una constitución argentina,

      en que se consignen los principios de la revolución americana de 1810? ¿En

      qué consisten, qué son esos principios representados por la Revolución de

      Mayo? Son el sentido común, la razón ordinaria aplicados a la política. La

      igualdad de los hombres, el derecho de propiedad, la libertad de disponer

      de su persona y de sus actos, la participación del pueblo en la formación

      y dirección del gobierno del país, ¿qué otra cosa son, sino reglas

      simplísimas de sentido común, única base racional de todo gobierno de

      hombres? A menos, pues, que no se pretenda que pertenezcamos a la raza de

      los orangutanes, ¿qué otra cosa puede esperamos para lo venidero que el

      establecimiento de un gobierno legal y racional? E1 vendrá sin remedio,

      porque no hay poder en el mundo que pueda cambiar a los argentinos de

      seres racionales que son en animales irreflexivos (14)

      XXIX

      De la política que conviene a la situación de la República Argentina.

      La política está llamada a preparar el terreno, a disponer los hombres y

      las cosas de modo que la Constitución se sancione; a tomar parte en la

      Constitución misma y a cuidar de que su ejecución, después de sancionada,

      no encuentre en el país los tropiezos y resistencias en que han escollado

      las anteriores. Veamos cuál debe ser nuestra política en las tres épocas

      que reclaman su auxilio, antes, durante y después de la sanción de la

      Constitución.

      La exaltación del carácter español, que nos viene de raza, y el clima que

      habitamos, no son condiciones que nos hagan aptos para la política, que

      consta de prudencia, de reposo y de concesión; pero debemos recordar que

      ellos no han impedido a Grecia y a Italia, ardientes como el pueblo

      español, ser la cuna antigua y moderna de la legislación y de la ciencia

      del gobierno. España misma ha debido más de una vez a su política, si no

      acertada, al menos firme, hábil y perseverante, el ascendiente que ha

      ejercido sobre una parte de Europa, y el éxito de grandes e inmortales

      empresas.

      Toda constitución emana de la decisión de un hombre de espada, o bien del

      sufragio libre de los pueblos. Pertenecen a la primera clase las otorgadas

      por los conquistadores, dictadores o reyes absolutos; y también las

      sancionadas en circunstancias criticas y difíciles por un jefe investido

      por la nación de un voto de confianza. Así es la que rige en este instante

      a la turbulenta República francesa.

      Las constituciones de más difícil éxito son las emanadas del voto de los

      pueblos reunidos en convenciones o congresos constituyentes. Ellas son

      producto de las inspiraciones de Dios y de una política compuesta de

      honradez, de abnegación y de buen sentido. A este género pertenecerá la

      que deba darse la República Argentina, si, como la República francesa, no

      apela a la confianza de un hombre solo, para obtener sin anarquía y sin

      pérdida de tiempo una ley fundamental, basada en condiciones expresadas

      por ella previamente. Este expediente arriesgado, pero inevitable, en

      circunstancias como las que acaba de atravesar Francia, es susceptible de

      condiciones dirigidas a garantizar el país contra un abuso de confianza.

      Pero si, como es creíble, la República pide su constitución a un Congreso

      convocado al efecto, será necesario que la política de preparación prevea

      y adopte los medios convenientes para que no quede ilusorio y sin efecto

      el fruto de sus esfuerzos, como ha sucedido desgraciadamente repetidas

      veces.

      He aquí las precauciones que a mi ver pudieran emplearse para preparar de

      un modo serio los trabajos del Congreso.

      Las instrucciones de los diputados o sus credenciales han de determinar

      con toda precisión los objetos de su mandato, para no dar lugar a

      divagaciones y extravíos. El fin y objeto de su mandato debe ser

      exclusivamente constitucional. Si posible fuere, debe determinarse un

      plazo fijo para el desempeño de ese mandato. La uniformidad en las

      instrucciones o credenciales seria de grande utilidad, y se pudiera

      obtener eso al favor de indicaciones dirigidas al efecto por la autoridad

      iniciadora de la obra constitucional a las Provincias interiores.

      Los poderes de los diputados constituyentes deben ser amplísimos y sin

      limitación de facultades para reglar el objeto especial de su mandato. Si

      este objeto ha de ser el trabajo de la Constitución, debe dejarse a su

      criterio el determinar su forma y su fondo, porque esta distinción

      metafísica, que tanto ha embarazado nuestros ensayos anteriores, no divide

      en dos cosas reales y distintas lo que en si no es más que una sola cosa.

      Constitución y  forma de gobierno son palabras que expresan una misma cosa

      en el sentido de la Constitución del Estado de Massachusetts, modelo de la

      Constitución de los Estados Unidos, sancionada más tarde, y en que tal vez

      se inspiró Siéyes para escribir la declaración de los derechos del hombre.

      Los poderes deben contener la renuncia, de parte de las Provincias, de

      todo derecho a revisar y ratificar la Constitución antes de sancionarse.

      Sin esa renuncia, será muy difícil que tengamos Constitución. El deseo de

      conservar integro el poder local hallará siempre pretextos para desaprobar

      una constitución que disminuye la autoridad de los gobiernos de provincia,

      y que no podrá menos de disminuir, porque no hay gobierno general que no

      se forme de porciones de autoridad cedidas por los pueblos. Este

      expediente es exigido por una necesidad de nuestra situación especial, y

      debemos adoptarlo, aunque no esté conforme con el ejemplo de lo que se

      hizo en los Estados Unidos, donde los espíritus y las cosas estaban

      dispuestos de muy distinto modo que entre nosotros.

      El Congreso constituyente debe ser como un gran tribunal compuesto de

      jueces árbitros que, ciñéndose al compromiso contenido en sus poderes,

      corte y dirima el largo pleito de nuestra organización por un fallo

      inapelable, al menos por espacio de diez años. El país que en la

      extremidad de una carrera de sangre y de desastres no es capaz de un

      sacrificio semejante en favor de su quietud y progreso, no ama de veras

      estas cosas.

      Estos arreglos preparatorios son de importancia tan decisiva que se deben

      promover por la autoridad que haya dirigido la convocatoria a las

      Provincias, en cualquier estado de la cuestión, con tal que sea antes de

      la publicación del pacto constitucional. Los arts. 6º y 12 del acuerdo

      celebrado el 31 de mayo de 1852 en San Nicolás satisfacen casi

      completamente esta necesidad.

      Con la instalación del Congreso empezarán otros deberes de política o de

      conducta que ese cuerpo no deberá perder de vista.

      El primero de ellos será relativo a la dirección lógica y prudente de las

      discusiones. Eso dependerá en gran parte del reglamento interior del

      Congreso. Este trabajo, anterior a todos, es de inmensa trascendencia. No

      debe ser copia de cuerpos deliberantes de naciones versadas en la

      libertad, es decir, en la tolerancia y en el respeto de las contrarias

      opiniones, sino expresión de lo que conviene a nuestro modo de ser hispano

      argentino. El reglamento interior del Congreso debe dar extensas

      facultades a su presidente, cometiéndole la decisión de todas las

      incidencias de método en las discusiones. Imagen de la República, el

      Congreso tendrá necesidad de un gobierno interior vigoroso, para prevenir

      la anarquía en su seno, que casi siempre se vuelve anarquía nacional.

      El Congreso de 1826 comprometió el éxito de su obra por graves faltas de

      política en que incurrió a causa de la indecisión de su mandato y de su

      régimen interno.

      Sancionó una ley fundamental  antes de la Constitución, es decir, expidió

      una Constitución previa y provisoria antes de la Constitución definitiva.

      En la Constitución provisoria o ley fundamental dada dos años antes que la

      Constitución definitiva, se declaró uno el Estado; y sin embargo, antes de

      redactar la Constitución final, se preguntó a las Provincias si querían

      formar un solo Estado o varios. Esa cuestión de metafísica política, poco

      consecuente con la ley fundamental

      de 23 de enero de 1825, fue sometida al criterio inmediato de Provincias

      que, como Santa Fe, no tenía un solo letrado; Corrientes, que no tenían

      más abogado que el doctor Cosio; Entre Ríos, que no tenía uno solo. Los

      comisionados, elegidos por más capaces, pidieron a sus sencillos

      comitentes la decisión de un punto de metafísica política en que se

      dividiría por cien años el Instituto de Francia.

      Se creó un presidente o semigobierno general (no hubo judicatura del mismo

      carácter), antes de que existiera una constitución conforme a la cual

      pudiese gobernar ese magistrado de una República inconstituida.

      Se creó un Poder ejecutivo nacional (era el nombre) cuando todavía era

      problemático para el Congreso que lo creó si habría Nación o solamente

      Federación.

      Se dejó coexistiendo con ese poder los poderes provinciales, viviendo

      juntos a la vez quince gobiernos, a saber, catorce provinciales y uno

      nacional.

      Creado este gobierno sin suprimir ninguno de los que antes existían

      garantidos por la ley fundamental  ¿qué resultó? Que el gobierno nacional

      reconoció su falsa posición; que no tenía de poder sino el nombre; que no

      tenía agentes, ni tesoro, ni oficinas, ni casa a su inmediato servicio;

      porque todo eso habla sido dejado como antes estaba por la ley

      fundamental, que al mismo tiempo preveía la creación inconcebible de ese

      gobierno general de un país ya gobernado parcialmente.

      El gobierno general tuvo que pedir una capital, es decir, una ciudad para

      su asiento y gobierno inmediato, y el Congreso constituyente declaró a

      Buenos Aires, con todos sus establecimientos, capital de la Nación, cuando

      todavía ignoraba ese mismo Congreso si habría Nación o sólo Confederación.

      Esto era un resultado lógico de la creación precoz del presidente.

      Así, el Congreso entró en arreglos administrativos u orgánicos primero que

      en la obra de la Constitución. Y como el derecho administrativo no es otra

      cosa que el cuerpo de las leyes orgánicas de la Constitución y viene

      naturalmente después de ésta, se puede decir que el Congreso invirtió ese

      orden, y empezó por el fin, organizando antes de constituir.

      ¿Los hechos, las exigencias de la situación del país precipitaron así las

      cosas? ¿O provino ello de falta de madurez en materias públicas? Quizá

      concurrieron las dos causas. El hecho es que esa confusión de trabajos y

      esa inversión de cosas ayudaron poderosamente a las tendencias

      desorganizadoras que existían independientemente de todo eso.

      Tenemos ideas equivocadas sobre el valor de los conocimientos

      constitucionales de nuestros hombres más eminentes de ese tiempo. La nueva

      generación los estima según las impresiones y recuerdos de niñez. Sin

      duda, sabían mucho comparados con su tiempo y con los medios de

      instrucción que tuvieron a su alcance. Pero la misma ciencia europea con

      que nutrían sus cabezas ha hecho adelantos posteriores, que nos han

      permitido sobrepujarlos, sin que valgamos más que ellos como talentos, por

      una ventaja debida al progreso de las ideas. Las siguientes palabras dan a

      conocer la consistencia de las ideas constitucionales del señor canónigo

      don Valentín Gómez, miembro importantísimo de la Comisión de negocios

      constitucionales. "En mi decía debe ser muy corto el tiempo que consuma la

      Comisión en formar el proyecto de Constitución, porque mi opinión es que

      si el Congreso se decide por la federación, se adopte la Constitución de

      Estados Unidos. . . y si se declara por el sistema de unidad, que se

      adopte la Constitución del año 19..., de modo que, a mi juicio, en medio

      mes podrá estar presentada al Congreso." (Discurso pronunciado en la

      sesión del 15 de abril de 1826).

      El mismo orador, huyendo de todo trabajo original, apoyó la adopción de la

      Constitución unitaria de 1819, que tuvo por redactor al señor deán Funes.

      Para estimar la profundidad de los conocimientos del señor deán Funes en

      materia de centralización política podrá citarse sus propias palabras,

      vertidas en la sesión del Congreso constituyente argentino el 18 de abril

      de 1826. "La Provincia de Buenos Aires—decía el señor Funes—, no puede

      tener representantes en el Congreso elegidos por ella misma... Desde que

      la Provincia de Buenos Aires fue elevada al puesto de capital, dejó de ser

      provincia, y por consiguiente sus representantes no son representantes de

      una provincia"... "¿A quién representan estos diputados? ¿A una provincia?

      No: a un territorio nacional; y cuando decimos territorio nacional, ¿qué

      entendemos? El cuerpo moral que lo habita; los mismos habitantes que lo

      habitan son nacionales, y por consiguiente no son representantes de

      ninguna provincia, sino de un cuerpo nacional. ¿Y quién puede representar

      ese cuerpo nacional? El mismo Congreso... La Provincia de Buenos está

      suficientemente representada con el Congreso, desde que ella dejó de ser

      una parte de la Nación." El señor canónigo Gómez refutó estas

      extravagancias de un modo victorioso; y a pesar de eso apoyó la adopción

      de la Constitución unitaria, que elaboró el señor Funes en 1819.

      Traigo estos recuerdos para hacer notar la obligación que impone al

      Congreso un estado tan delicado y susceptible de cosas, de proceder con la

      mayor prudencia y de abstenerse de pasos que lo hagan participe indirecto

      del desquicio del país.

      Tráigolos también con el fin de sustraer nuestros espíritus al ascendiente

      que ejerce todavía el prestigio de trabajos pasados inferiores a su

      celebridad.

      Tampoco debe olvidar el Congreso la vocación política de que debe estar

      caracterizada la Constitución que está llamado a organizar. La

      Constitución está llamada a contemporizar, a complacer hasta cierto grado

      algunas exigencias contradictorias, que no se deben mirar por el lado de

      su justicia absoluta, sino por el de su poder de resistencia, para

      combinarlas con prudencia y del modo posible que los intereses del

      progreso general del país. En otro lugar he demostrado que la Constitución

      de los Estados Unidos no es producto de la abstracción y de la teoría,

      sino un pacto político dictado por la necesidad de conciliar hechos,

      intereses y tendencias opuestos por ciertos puntos, y conexos y análogos

      por otros. Toda constitución tiene una vocación política, es decir que

      está llamada siempre a satisfacer intereses y exigencias de

      circunstancias. Las cartas inglesas no son sino tratados de paz entre los

      intereses contrarios.

      Las dos constituciones unitarias de la República Argentina de 1819 y 1826

      han sucumbido casi al ver la luz. ¿Por qué? Porque contrariaban los

      intereses locales. ¿Del país? No, precisamente; de gobernantes, de

      influencias personales, si se quiere. Pero con ellos se tropezará siempre

      mientras que no se consulten esos influjos en el plan constitucional.

      Para el que obedece, para el pueblo, toda constitución, por el hecho de

      serlo, es buena, porque siempre cede en su provecho. No así para el que

      manda o influye. La política—no la justicia— consulta el voto del que

      manda, del que influye, no del que obedece, cuando el que manda puede ser

      y sirve de obstáculo; respeta a la República oficial, tanto como a la

      civil, porque es la más capaz de embarazar. ¿Podéis acabar con el poder

      local? No, acabaréis con el apoderado, no con el poder; porque al

      gobernante que derroquéis hoy, con elementos que no tendréis mañana, le

      sucederá otro, creado por un estado de cosas que existe invencible al

      favor de la distancia.

      Y en la constitución política de esos intereses opuestos deben presidir la

      verdad, la lealtad, la probidad. El pacto político que no se ha hecho con

      completa buena fe, la constitución que se reduce a un contrato más o menos

      hábil y astuto, en que unos intereses son defraudados por otros, es

      incapaz de subsistir, porque el fraude envuelve siempre un principio de

      decrepitud y muerte. La Constitución de los Estados Unidos vive hasta hoy

      y vivirá largos años, porque es la expresión de la honradez y de la buena

      fe.

      Es por demás agregar en este lugar que la Constitución argentina será un

      trabajo estéril, y poco merecedor de los esfuerzos empleados para

      obtenerlo, si no descansa sobre bases aproximadas a las contenidas en este

      libro, en que sólo soy órgano de las ideas dominantes entre los hombres de

      bien de este tiempo.

      XXX

      Continuación del mismo asunto. Vocación política de la Constitución, o de

      la política conveniente a sus fines.

      Si la Constitución que va a darse ha de ser del género de las dadas o

      ensayadas hasta aquí en la América del Sur, no valdrá la pena de trabajar

      mucho para conseguir su sanción. Ya está visto lo que han dado y darán

      nuestras constituciones actuales.

      Sea que deba servir como monumento a la gloria personal, o ya se considere

      como medio dirigido a salvar la República Argentina, su duración será

      efímera y su resultado insignificante. Como monumento, será lo que esas

      tablillas de madera clavadas en desvalidos sepulcros para perpetuar

      ciertas memorias; como ley de progreso, servirá para elevar nuestro país a

      la altura de las otras Repúblicas sudamericanas.

      Pero lo que necesita la República Argentina no es ponerse a la altura de

      Chile, por ejemplo, no es entrar en el camino en que se hallan el Perú o

      Venezuela (15) porque la posición de estos países, a pesar de sus ventajas

      indisputables, no es término de ambición para un país que posee los medios

      de adelantamiento que la República Argentina. Eso hubiera podido

      contentarnos cuando existía el gobierno de Rosas; todo era mejor que su

      sistema. Pero hoy no estamos en ese caso.

      Con una Constitución como la de Chile tendríamos, a lo más, un estado de

      cosas semejante al de Chile. Pero ¿qué vale un progreso semejante? El

      Plata está en aptitud de aspirar a otra cosa, que no por ser más grande es

      más difícil.

      Difícil, si no imposible, es realizar constituciones como la de Chile,

      como la del Perú, etc., en la mayor parte de sus disposiciones, con los

      elementos de que constan estos países.

      A fuerza de vivir por tantos años en el terreno de la copia y del plagio

      de las teorías constitucionales de la Revolución francesa y de las

      constituciones de Norteamérica, nos hemos familiarizado de tal modo con la

      utopía, que la hemos llegado a creer un hecho normal y práctico. Paradojal

      y utopista es el propósito de realizar las concepciones audaces de Siéyes

      y las doctrinas puritanas de Massachusetts, con nuestros peones y gauchos

      que apenas aventajan a los indígenas. Tal es el camino constitucional que

      nuestra América ha recorrido hasta aquí y en que se halla actualmente.

      Es tiempo ya de que aspiremos a cosas más positivas y prácticas, y a

      reconocer que el camino en que hemos andado hasta hoy es el camino de la

      utopía.

      Es utopía el pensar que nuestras actuales constituciones, copiadas de los

      ensayos filosóficos que la Francia de 1789 no pudo realizar, se practiquen

      por nuestros pueblos, sin más antecedente político que doscientos años de

      coloniaje oscuro y abyecto.

      Es utopía, es sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza

      hispanoamericana, tal como salió formada de manos de su tenebroso pasado

      colonial, pueda realizar hoy la república representativa, que Francia

      acaba de ensayar con menos éxito que en su siglo filosófico, y que los

      Estados Unidos realizan sin más rivales que los cantones helvéticos,

      patria de Rousseau, de Necker, de Rossi, de Cherbuliez, de Dumont,

      etcétera.

      Utopía es pensar que podamos realizar la república representativa, es

      decir, el gobierno de la sensatez, de la calma, de la disciplina, por

      hábito y virtud más que por coacción, de la abnegación y del desinterés,

      si no alteramos o modificamos profundamente la masa o pasta de que se

      compone nuestro pueblo hispanoamericano.

      He aquí el medio único de salir del terreno falso del paralogismo en que

      nuestra América se halla empeñada por su actual derecho constitucional.

      Este cambio anterior a todos es el punto serio de partida, para obrar una

      mudanza radical en nuestro orden político Esta es la verdadera revolución,

      que hasta hoy sólo existe en los nombres y en la superficie de nuestra

      sociedad. No son las leyes las que necesitamos cambiar; son los hombres,

      las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por

      otras gentes hábiles para ella, sin abdicar el tipo de nuestra raza

      original, y mucho menos el señorío del país; suplantar nuestra actual

      familia argentina por otra igualmente argentina, pero más capaz de

      libertad, de riqueza y progreso. ¿Por conquistadores más ilustrados que

      España, por ventura? Todo lo contrario; conquistando en vez de ser

      conquistados. La América del Sur posee un ejército a este fin, y es el

      encanto que sus hermosas y amables mujeres recibieron de su origen

      andaluz, mejorado por el cielo espléndido del nuevo mundo. Removed los

      impedimentos inmorales que hacen estéril el poder del bello sexo

      americano, y tendréis realizado el cambio de nuestra raza sin la pérdida

      del idioma ni del tipo nacional primitivo.

      Este cambio gradual y profundo, esta alteración de raza debe ser obra de

      nuestras constituciones de verdadera regeneración y progreso. Ellas deben

      iniciarlo y llevarlo a cabo en el interés americano, en vez de dejarlo a

      la acción espontánea de un sistema de cosas que tiende a destruir

      gradualmente el ascendiente del tipo español en América.

      Pero, mientras no se empleen otras piezas que las actuales para constituir

      nuestro edificio político, mientras no sean nuestras reformas políticas

      otra cosa que combinaciones y permutaciones nuevas de lo mismo que hoy

      existe, no haréis nada de radical, de serio, de fecundo. Combinad como

      queráis lo que tenéis; no sacaréis de ello una república digna de este

      nombre.

      Podréis disminuir el mal, pero no aumentaréis el bien, ni será permanente

      vuestra mejora negativa.

      ¿Por qué? Porque lo que hay es poco y es malo. Conviene aumentar el número

      de nuestra población y, lo que es más, cambiar su condición en sentido

      ventajoso a la causa del progreso.

      Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaríais la

      república ciertamente. No la realizaríais tampoco con cuatro millones de

      españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla

      allá o acá. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de

      gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema

      proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en

      nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada con el

      vapor, el comercio y la libertad, y no será imposible radicar estas cosas

      entre nosotros sin la cooperación activa de esa raza de progreso y

      civilización.

      Esta necesidad, anterior a todas y base de todas, debe ser representada y

      satisfecha por la constitución próxima y por la política, llamada a

      desenvolver sus consecuencias. La constitución debe ser hecha para poblar

      el suelo solitario del país de nuevos habitantes, y para alterar y

      modificar la condición de la población actual. Su misión, según esto, es

      esencialmente económica.

      Todo lo que se separe de este propósito es intempestivo, inconducente, por

      ahora, o cuanto menos secundario y subalterno.

      La constitución próxima tiene una misión de circunstancias, no hay que

      olvidarlo. Está destinada a llenar cierto y determinado número de

      necesidades y no todas. Sería poco juicioso aspirar a satisfacer de una

      sola vez todas las necesidades de la República. Es necesario andar por

      grados ese camino. Para las más de ellas no hay medios, y nunca es

      político acometer lo que es impracticable por prematuro.

      Es necesario reconocer que sólo debe constituirse por ahora cierto número

      de cosas, y dejar el resto para después. El tiempo debe preparar los

      medios de resolver ciertas cuestiones de las que ofrece el arreglo

      constitucional de nuestro país.

      La constitución debe ser reservada y sobria en disposiciones. Cuando hay

      que edificar mucho y el tiempo es borrascoso, se edifica una parte de

      pronto, y al abrigo de ella se hace por grados el resto en las estaciones

      de calma y de bonanza.

      La población y cuatro o seis puntos con ella relacionados es el grande

      objeto de la Constitución. Tomad los cien artículos —término medio de toda

      Constitución—, separad diez, dadme el poder de organizarlos según mi

      sistema, y poco importa que en el resto votéis blanco o negro.

      XXXI

      Continuación del mismo asunto. En América gobernar es poblar.

      ¿Qué nombre daréis, qué nombre merece un país compuesto de doscientas mil

      leguas de territorio y de una población de ochocientos mil habitantes? Un

      desierto. ¿Qué nombre daréis a la Constitución de ese país? La

      Constitución de un desierto. Pues bien, ese país es la República

      Argentina; y cualquiera que sea su Constitución no será otra cosa por

      muchos años que la Constitución de un desierto.

      Pero, ¿cuál es la Constitución que mejor conviene al desierto? La que

      sirve para hacerlo desaparecer; la que sirve para hacer que el desierto

      deje de serlo en el menor tiempo posible, y se convierta en país poblado.

      Luego éste debe ser el fin político y no puede ser otro, de la

      Constitución argentina y en general de todas las Constituciones de

      Sudamérica. Las Constituciones de países despoblados no pueden tener otro

      fin serio y racional, por ahora y por muchos años, que dar al solitario y

      abandonado territorio la población que necesita, como instrumento

      fundamental de su desarrollo y progreso.

      La América independiente está llamada a proseguir en su territorio la obra

      empezada y dejada a la mitad por la España de 1450. La colonización, la

      población de este mundo, nuevo hasta hoy a pesar de los trescientos años

      transcurridos desde su descubrimiento, debe llevarse a cabo por los mismos

      Estados americanos constituidos en cuerpos independientes y soberanos. La

      obra es la misma, aunque los autores sean diferentes. En otro tiempo nos

      poblaba España; hoy nos poblamos nosotros mismos. A este fin capital deben

      dirigirse todas nuestras constituciones. Necesitamos constituciones,

      necesitamos una política de creación, de población, de conquista sobre la

      soledad y el desierto.

      Los gobiernos americanos, como institución y como personas, no tienen otra

      misión seria, por ahora, que la de formar y desenvolver la población de

      los territorios de su mando, apellidados Estados antes de tiempo.

      La población de todas partes, y esencialmente en América, forma la

      sustancia en torno de la cual se realizan y desenvuelven todos los

      fenómenos de la economía social. Por ella y para ella todo se agita y

      realiza en el mundo de los hechos económicos. Principal instrumento de la

      producción, cede en su beneficio la distribución de la riqueza nacional.

      La población es el fin y es el medio al mismo tiempo. En este sentido, la

      ciencia económica, según la palabra de uno de sus grandes órganos, pudiera

      resumirse entera en la ciencia de la población; por lo menos ella

      constituye su principio y fin. Esto ha enseñado para todas partes un

      economista admirador de Malthus, el enemigo de la población en países que

      la tienen de sobra y en momentos de crisis por resultado de ese exceso.

      ¿Con cuánta más razón no será aplicable a nuestra América pobre,

      esclavizada en nombre de la libertad, e inconstituida nada más que por

      falta de población?

      Es pues esencialmente económico el fin de la política constitucional y del

      gobierno en América. Así, en América gobernar es poblar. Definir de otro

      modo el gobierno es desconocer su misión sudamericana. Recibe esta misión

      el gobierno de la necesidad que representa y domina todas las demás en

      nuestra América. En lo económico, como en todo lo demás, nuestro derecho

      debe ser acomodado a las necesidades especiales de Sudamérica. Si estas

      necesidades no son las mismas que en Europa han inspirado tal sistema o

      tal política económica, nuestro derecho debe seguir la voz de nuestra

      necesidad, y no el dictado que es expresión de necesidades diferentes o

      contrarias... Por ejemplo, en presencia de la crisis social que sobrevino

      en Europa a fines del último siglo por falta de equilibrio entre las

      subsistencias y la población la política económica protestó por la pluma

      de Malthus contra el aumento de la población, porque en ello vio el origen

      cierto o aparente de la crisis; pero aplicar a nuestra América, cuya

      población constituye precisamente el mejor remedio para el mal europeo

      temido por Malthus, seria lo mismo que poner a un infante extenuado por

      falta de alimento bajo el rigor de la dieta pitagórica, por la razón de

      haberse aconsejado ese tratamiento para un cuerpo enfermo de plétora. Los

      Estados Unidos tienen la palabra antes que Malthus, con su ejemplo

      práctico, en materia de población; con su aumento rapidísimo han obrado

      los milagros de progreso que los hace ser el asombro y la envidia del

      universo.

      XXXII

      Continuación del mismo objeto. Sin nueva población es imposible el nuevo

      régimen. Política contra el desierto, actual enemigo de América.

      Sin población y sin mejor población que la que tenemos para la práctica de

      la república representativa, todos los propósitos quedarán ilusorios y sin

      resultado. Haréis constituciones brillantes que satisfagan completamente

      las ilusiones del país, pero el desengaño no tardará en pediros cuenta del

      valor de las promesas; y entonces se verá que hacéis papel de charlatanes,

      cuando no de niños, víctimas de vuestras propias ilusiones.

      En efecto, constituid como queráis las Provincias argentinas; si no

      constituís otra cosa que lo que ellas contienen hoy, constituís una cosa

      que vale poco para la libertad práctica. Combinad de todos modos su

      población actual, no haréis otra cosa que combinar antiguos colonos

      españoles; españoles a la derecha o españoles a la izquierda, siempre

      tendréis españoles debilitados por la servidumbre colonial, no incapaces

      de heroísmo y de victorias, llegada la ocasión, pero sí de la paciencia

      viril de la vigilancia inalterable del hombre de libertad.

      Tomad, por ejemplo, los treinta mil habitantes de la Provincia de Jujuy;

      poned encima los que están debajo o viceversa; levantad los buenos y

      abatid los malos. ¿Qué conseguiréis con eso? Doblar la renta de aduana de

      seis o doce mil pesos, abrir veinte escuelas en lugar de diez, y algunas

      otras mejoras de ese estilo. Eso será cuanto se consiga. Pues bien, eso no

      impedirá que Jujuy quede por siglos con sus treinta mil habitantes, sus

      doce mil pesos de renta de aduana y sus veinte escuelas, que es el mayor

      progreso a que ha podido llegar en doscientos años que lleva de

      existencia.

      Acaba de tener lugar en América una experiencia que pone fuera de duda La

      verdad de lo que sostengo, a saber: que sin mejor población para la

      industria y para el gobierno libre, la mejor constitución política será

      ineficaz. Lo que ha producido la regeneración instantánea y portentosa de

      California no es precisamente la promulgación del sistema constitucional

      de Norteamérica. En todo Méjico ha estado y está proclamado ese sistema

      desde 1824; y en California, antigua provincia de Méjico, no es tan nuevo

      como se piensa. Lo que es nuevo allí y lo que es origen real del cambio

      favorable es la presencia de un pueblo compuesto de habitantes capaces de

      industria y del sistema político no sabían realizar los antiguos

      habitantes hispanoamericanos. La libertad es una máquina, que como el

      vapor requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen. Sin la

      cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad y el progreso

      material en ninguna parte.

      Crucemos con ella nuestro pueblo oriental y poético de origen, y le

      daremos la aptitud del progreso y de la libertad práctica, sin que pierda

      su tipo, su idioma, ni su nacionalidad. Será el modo de salvarlo de la

      desaparición como pueblo de tipo español, de que está amenazado Méjico por

      su política terca, mezquina y exclusiva.

      No pretendo deprimir a los míos Destituido de ambición, hablo la verdad

      útil y entera, que lastima las ilusiones, con el mismo desinterés con que

      la escribí siempre. Conozco los halagos que procuran a la ambición fáciles

      simpatías; pero nunca seré el cortesano de las preocupaciones que dan

      empleos que no pretendo, ni de una popularidad efímera como el error en

      que descansa.

      Quiero suponer que la República Argentina se compusiese de hombres como

      yo, es decir, de ochocientos mil abogados que saben hacer libros. Esa

      sería la peor población que pudiera tener. Los abogados no servimos para

      hacer caminos de hierro, para hacer navegables y navegar los ríos, para

      explotar las minas, para labrar los campos, para colonizar los desiertos;

      es decir, que no servimos para dar a la América del Sur lo que necesita.

      Pues bien, la población actual de nuestro país sirve para estos fines, más

      o menos, como si se compusiese de abogados. Es un error infelicísimo el

      creer que la instrucción primaria o universitaria sean lo que pueda dar a

      nuestro pueblo la aptitud del progreso material y de las prácticas de

      libertad.

      En Chiloé y en el Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo; y sin

      embargo son incultos y selváticos al lado de un obrero inglés o francés

      que muchas veces no conoce la o.

      No es el alfabeto, es el martillo, es la barreta, es el arado, lo que debe

      poseer el hombre del desierto, es decir, el hombre del pueblo

      sudamericano. ¿Creéis que un araucano sea incapaz de aprender a leer y

      escribir castellano? ¿Y pensáis que con eso sólo deje de ser salvaje?

      No soy tan modesto como ciudadano argentino para pretender que sólo a mi

      país se aplique la verdad de lo que acabo de escribir. Hablando de él,

      describo la situación de la América del Sur, que está en ese caso toda

      ella, como es constante para todos los que saben ver la realidad. Es un

      desierto a medio poblar y a medio civilizar.

      La cuestión argentina de hoy es la cuestión de la América del Sur, a

      saber: buscar un sistema de organización conveniente para obtener la

      población de sus desiertos, con pobladores capaces de industria y

      libertad, para educar sus pueblos, no en las ciencias, no en la

      astronomía—eso es ridículo por anticipado y prematuro—, sino en la

      industria y en la libertad práctica.

      Este problema está por resolverse. Ninguna República de América lo ha

      resuelto todavía. Todas han acertado a sacudir la dominación militar y

      política de España; pero ninguna ha sabido escapar de la soledad, del

      atraso, de la pobreza, del despotismo más radicado en los usos que en los

      gobiernos. Esos son los verdaderos enemigos de la América; y por cierto

      que no los venceremos como vencimos a la metrópoli española, echando a

      Europa de este suelo, sino trayéndola para llevar a cabo, en nombre de la

      América, la población empezada hace tres siglos por España. Ninguna

      República sirve a esta necesidad nueva y palpitante por su constitución.

      Chile ha escapado del desorden, pero no del atraso y de la soledad. Apenas

      posee un quinto de lo que necesita en bienestar y progreso. Su dicha es

      negativa; se reduce a estar exento de los males generales de la América en

      su situación. No está como las otras repúblicas, pero la ventaja no es

      gran cosa; tampoco está como California, que apenas cuenta cuatro años.

      Está en orden, pero despoblado; está en paz, pero estacionario. No debe

      perder, ni sacrificar el orden por nada; pero no debe contentarse con sólo

      tener orden.

      Hablando así de Chile, no salgo de mi objeto; sobre el terreno hacia el

      cual se dirigen todas las miradas de los que buscan ejemplos de imitación

      en la América del Sur, quiero hacer el proceso al derecho constitucional

      sudamericano ensayado hasta aquí, para que mi país lo juzgue a ciencia

      cierta en el instante de darse la constitución en que se ocupa.

      Pero si el desierto, si la soledad, si la falta de población es el mal que

      en América representa y resume todos los demás, ¿cuál es la política que

      conviene para concluir con el desierto?

      Para poblar el desierto son necesarias dos cosas capitales: abrir las

      puertas de él para que todos entren, y asegurar el bienestar de los que en

      él penetran: la libertad a la puerta y la libertad dentro.

      Si abrís las puertas y hostilizáis dentro, armáis una trampa en lugar de

      organizar un Estado. Tendréis prisioneros, no pobladores; cazaréis unos

      cuantos incautos, pero huirán los demás. El desierto quedará vencedor en

      lugar de vencido.

      Hoy es harto abundante el mundo en lugares propicios, para que nadie

      quiera encarcelarse por necesidad y mucho menos por gusto.

      Si, por el contrario, creáis garantías dentro, pero al mismo tiempo

      cerráis los puertos del país, no hacéis más que garantizar la soledad y el

      desierto; no constituís un pueblo, sino un territorio sin pueblo, o cuanto

      más un municipio, una aldea pésimamente establecida; es decir, una aldea

      de ochocientas mil almas, desterradas las unas de las otras, a centenares

      de leguas. Tal país no es un Estado; es el limbo político y sus habitantes

      son almas errantes en la soledad, es decir, americanos del sur.

      Los colores de que me valgo serán fuertes, podrán ser exagerados, pero no

      mentirosos. Quitad algunos grados al color amarillo, siempre será pálido

      el color que quede. Algunos quilates de menos no alteran la fuerza de la

      verdad, como no alteran la naturaleza del oro. Es necesario dar formas

      exageradas a las verdades que se escapan a vista de los ojos comunes.

      XXXIII

      Continuación del mismo asunto. La Constitución debe precaverse contra

      leyes orgánicas que pretendan destituirla por excepciones. Examen de la

      Constitución de Bolivia, modelo del fraude en la libertad.

      No basta que la Constitución contenga todas las libertades y garantías

      conocidas. Es necesario, como se ha dicho antes, que contenga

      declaraciones formales de que no se dará ley que, con pretexto de

      organizar y reglamentar el ejercicio de esas libertades, las anule y

      falsee con disposiciones reglamentarias. Se puede concebir una

      constitución que abrace en su sanción todas las libertades imaginables;

      pero que admitiendo la posibilidad de limitarlas por la ley, surgiera ella

      misma el medio honesto y legal de faltar a todo lo que promete.

      Un dechado de esta táctica de fascinación y mistificación política es la

      Constitución vigente en Bolivia, dada en La Paz el 20 de septiembre de

      1851, bajo la administración del general Belzu. Debo rectificar en este

      lugar la equivocación que padezco en el párrafo VI de la primera y segunda

      edición, cuando digo que la Constitución actual de Bolivia es la de 26 de

      octubre de 1839. No es así, por desgracia, pues valiera más que rigiese

      esta última con todos sus defectos, que no la dada en 1851 en nombre y en

      perjuicio de la libertad al mismo tiempo. Después de impreso lo que allí

      decía, llegó a mi noticia, y de los bolivianos que me dieron los primeros

      informes, la existencia de esta Constitución, que por lo visto vive tan

      oscura como la edición moderna de una ley sin vigencia, o lo que es igual,

      de una ley sin efecto.

      Después de ratificar la independencia de Bolivia muchas veces declarada y

      por nadie disputada, entra la Constitución declarando el derecho público

      de los bolivianos La Constitución de Massachusetts, modelo de todas las

      Constituciones de libertad conocidas en este y otro Continente sobre

      declaraciones de derechos del hombre, no es tan rica y abundante como la

      Constitución de La Paz, en cuanto a garantías de derecho público. Pero

      ¿que importa? La garantías son concedidas con las limitaciones y

      restricciones que establecen las leyes. Es verdad que fuera de las legales

      no hay otras, según lo declara la Constitución Pero si la ley es un medio

      de derogar la constitución, ¿para qué necesita de otro el gobierno? Hace

      la ley el que hace al legislador. El pueblo en nuestra América del Sur

      hace el papel de elector; quien elige en la realidad es el poder.

      La Constitución boliviana es más explícita todavía en sus limitaciones las

      garantías prometidas Cuando declara por el art 23, que el goce de las

      garantías y derechos que ella concede a todo hombre está subordinado al

      cumplimiento de este deber: respeto y obediencia a la ley y a las

      autoridades constituidas, con cuya reserva quedan reducidas a nada las

      estupendas garantías para el desgraciado que se hace culpable de un simple

      desacato.

      La Constitución declara que no hay poder humano sobre las conciencias, y

      sin embargo ella misma realiza ese Poder sobrehumano, declarando en el

      mismo art. 3º que “la religión apostólica, roma a de Bolivia, cuyo culto

      exclusivo es protegido por la ley, que al mismo tiempo excluye el

      ejercicio de otro cualquiera.

      Ante la ley todos son iguales, según el art 13. Pero en cuanto a la

      admisibilidad a los empleos, sólo son iguales los bolivianos. Son

      exceptuados los empleos profesionales que pueden ser ejercidos por los

      extranjeros; pero sólo tienen éstos, en Bolivia, los derechos que su país

      concede a un boliviano.

      Limitación irrisoria con que se pretende asimilar la posición de un país

      indigente en hombres capaces a la de otros que, abundando en ellos, nada

      han dispuesto para atraerlos de afuera, y mucho menos de países que no los

      tienen. ¿Por qué admitir al extranjero solamente en los empleos

      profesionales, y no en otros muchos que, sin ser profesionales, pueden

      desempeñarse por el extranjero con más ventaja que por el nacional?

      La Constitución deja en blanco las condiciones para la adquisición de la

      ciudadanía por parte de un extranjero, pero establece los casos en que se

      pierde o suspende su ejercicio (art. 2°); provee a la pérdida, pero no a

      la adquisición de ciudadanos; se ocupa más de la despoblación, que de la

      población del país. Es verdad que el art. 76, inciso 19, da al Presidente,

      y no a la ley, el poder de expedir cartas de ciudadanía en favor de los

      extranjeros que las merezcan. Pero si el Presidente abriga por los

      extranjeros la estima de que ha dado testimonio en sus célebres decretos

      el Presidente actual, pocas cartas de ciudadanía se expedirán en Bolivia a

      los extranjeros, de que tanto necesita.

      El tránsito es libre por la Constitución; todo hombre puede entrar y salir

      de Bolivia, pero se entiende en caso que no lo prohiba el derecho de

      tercero, la aduana o la policía. Con permiso de estas tres potestades, el

      derecho de locomoción es inviolable en la República boliviana (art. 8°).

      Por la Constitución es inviolable el hogar; pero por la ley puede ser

      allanado (nombre honesto dado a la violación por el art. 14).

      Por la Constitución es libre el trabajo; pero puede no serlo por la ley

      (art. 17).

      Según esto, en Bolivia la Constitución rige con permiso de las leyes. En

      otras partes la Constitución hace vivir a las leyes; allí las leyes hacen

      vivir a la Constitución. Las leyes son la regla, la Constitución es la

      excepción.

      Por fin, la Constitución toda es nominal; pues por el art. 76, inciso 26,

      el Presidente, oídos sus ministros, que él nombra y quita a su voluntad,

      declarada en peligro la patria y asume las facultades extraordinarias por

      un término de que él es árbitro (inciso 27).

      De modo que el derecho público cesa por las leyes, y la Constitución toda

      por la voluntad del Presidente.

      Es peor que la Constitución dictatorial del Paraguay, porque es menos

      franca: promete todas las libertades, pero retiene el poder de

      suprimirlas. Es como un prestidigitador de teatro que os ofrece la

      libertad; la tomáis, creéis tenerla en vuestra faltriquera, metéis las

      manos para usarla, y halláis cadenas en lugar de libertad. Las leyes

      orgánicas son los cubiletes que sirven de instrumento para esa

      manifestación de gobierno constitucional.

      La Constitución argentina debe huir de ese escollo. Como todas las

      Constituciones de los Estados Unidos, es decir, como todas las

      Constituciones leales y prudentes, debe declarar que el Congreso no dará

      ley que limite o falsee las garantías de progreso y de derecho público con

      ocasión de organizar o reglamentar su ejercicio. Ese deber de política

      fundamental es de trascendencia decisiva para la vida de la Constitución.

      XXXIV

      Continuación del mismo asunto. Política conveniente para después de dada

      la Constitución.

      La política no puede tener miras diferentes de las miras de la

      Constitución. Ella no es sino el arte de conducir las cosas de modo que se

      cumplan los fines previstos por la Constitución. De suerte que los

      principios señalados en este libro como bases, en vista de las cuales deba

      ser concebida la Constitución, son los mismos principios en cuyo sentido

      debe ser encaminada la política que conviene a la República Argentina.

      Expresión de las necesidades modernas y fundamentales del país, ella debe

      ser comercial, industrial y económica, en lugar de militar y guerrera,

      como convino a la primera época de nuestra emancipación. La política

      Rosas, encaminada a la adquisición de glorias militares sin objeto ni

      utilidad, ha sido repetición intempestiva de una tendencia que fue útil en

      su tiempo, pero que ha venido a ser perniciosa a los progresos de América.

      Ella debe ser más solícita de la paz y del orden que convienen al

      desarrollo de nuestras instituciones y riqueza, que de brillantes y

      pueriles agitaciones de carácter político

      Cada guerra, cada cuestión, cada bloqueo que se ahorra el país, es una

      conquista obtenido en favor de sus adelantos. Un año de quietud en la

      América del Sur representa más bienes que diez años de la más gloriosa

      guerra.

      La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur. Después de haber

      sido el aliciente eficacísimo que nos dio por resultado la independencia,

      hoy es un medio estéril de infatuación y de extravío, que no representa

      cosa alguna útil ni seria para el país. La nueva política debe tender a

      glorificar los triunfos industriales, a ennoblecer el trabajo, a rodear de

      honor las empresas de colonización, de navegación y de industria, a

      reemplazar en las costumbres del pueblo, como estimulo moral, la

      vanagloria militar por el honor del trabajo, el entusiasmo guerrero por el

      entusiasmo industrial que distingue a los países de la raza inglesa, el

      patriotismo belicoso por el patriotismo de las empresas industriales que

      cambian la faz estéril de nuestros desiertos en lugares poblados y

      animados. La gloria actual de los Estados Unidos es llenar los desiertos

      del oeste de pueblos nuevos, formados de su raza; nuestra política debe

      apartar de la imaginación de nuestras masas el cuadro de nuestros tiempos

      heroicos, que representa la lucha contra la Europa militar, hoy que

      necesita el país de trabajadores, de hombres de paz y de buen sentido, en

      lugar de héroes, y de atraer a Europa y recibir el influjo de su

      civilización, en vez de repelerla. La guerra de la Independencia nos ha

      dejado la manía ridícula y aciaga del heroísmo. Aspiramos todos a ser

      héroes, y nadie se contenta con ser hombre. O la inmortalidad o nada, es

      nuestro dilema. Nadie se mueve a cosas útiles por el modesto y honrado

      estimulo del bien público; es necesario que se nos prometa la gloria de

      San Martín, la celebridad de Moreno. Esta aberración ridícula y aciaga

      gobierna nuestros caracteres sudamericanos. La sana política debe

      propender a combatirla y acabarla.

      Nuestra política para ser expresión del régimen constitucional que nos

      conviene, deberá ser más atenta al régimen exterior del país que al

      interno. Los motivos de ello están latamente explicados en este libro.

      Debe inspirarse para su marcha en las bases señaladas para la Constitución

      en este libro.

      Debe promover y buscar los tratados de amistad y comercio con el

      extranjero, como garantías de nuestro régimen constitucional. Consignadas

      y escritas en esos tratados las mismas garantías de derecho público que la

      constitución dé al extranjero espontáneamente, adquirirán mayor fuerza y

      estabilidad Cada tratado será un ancla de estabilidad puesta a la

      Constitución. Si ésta fuese violada por una autoridad nacional, no lo será

      en la parte contenida en los tratados, que se harán respetar por las

      naciones signatarias de ellos; y bastará que algunas garantías queden en

      pie para que el país conserve inviolable una parte de su constitución, que

      pronto hará restablecer la otra. Nada más erróneo, en la política exterior

      de Sudamérica, que la tendencia a huir de los tratados.

      En cuanto a su observancia, debe de ser fiel por nuestra parte para quitar

      pretextos de ser infiel al fuerte. De los agravios debe alzarse acta, no

      para vengarlos inmediatamente, sino para reclamarlos a su tiempo. Por hoy

      no es tiempo de pelear para la América del Sur, y mucho menos de pelear

      con Europa, su fuente de progreso y engrandecimiento.

      Con las Repúblicas americanas no convienen las ligas políticas, por

      inconducentes; pero sí los tratados dirigidos a generalizar muchos

      intereses y ventajas, que nos dan la comunidad de legislación de régimen

      constitucional, de culto, de idioma, de costumbres, etc. Interesa al

      progreso de todas ellas la remoción de las trabas que hacen difícil su

      comercio por el interior de sus territorios solitarios y desiertos. Por

      tratados de abolición o reducción de las tarifas con que se hostilizan y

      repelen, podrían servir a los intereses de su población interior. Los

      caminos y postas, la validez de las pruebas y sentencias judiciales, la

      propiedad literaria y de inventos, los grados universitarios, son objetos

      de estipulaciones internacionales que nuestras repúblicas pudieran

      celebrar con ventaja recíproca.

      A la buena causa argentina convendrá siempre una política amigable para

      con el Brasil. Nada más atrasado y falso que el pretendido antagonismo de

      sistema político entre el Brasil y las Repúblicas sudamericanas. Este sólo

      existe para una política superficial y frívola, que se detiene en la

      corteza de los hechos. A esta clase pertenece la diferencia de forma de

      gobierno. En el fondo, ese país está más internado que nosotros en el

      sendero de la libertad. Es falso que la revolución americana tenga ese

      camino más que andar. Todas las miras de nuestra revolución contra España

      están satisfechas allí. Fue la primera de ellas la emancipación de todo

      poder europeo; esa independencia existe en el Brasil. El sacudió el yugo

      del poder europeo, como nosotros; y el Brasil es hoy un poder

      esencialmente americano. Como nosotros, ha tenido también su revolución de

      1810. La bandera de Mayo, en vez de oprimidos, hallarla allí hombres

      libres. La esclavitud de cierta raza no desmiente su libertad política;

      pues ambos hechos coexisten en Norteamérica, donde los esclavos negros son

      diez veces más numerosos que en el Brasil.

      Nuestra revolución persiguió el régimen irresponsable y arbitrario; en el

      Brasil no existe; allí gobierna la ley.

      Nuestra revolución buscaba los derechos de propiedad, de publicidad, de

      elección, de petición, de tránsito, de industria. Tarde iría a proclamar

      eso en el Brasil, porque ya existe; y existe, porque la revolución de

      libertad ha pasado por allí dejando más frutos que entre nosotros.

      La política que observó el Brasil después de la caída de Rosas no era

      ciertamente una retribución de la política que el autor aconsejaba a su

      país respecto del Imperio en las líneas que anteceden. El Brasil rehusó

      tomar parte en los tratados de libre navegación de 10 de julio de 1853,

      firmados con Francia e Inglaterra; y protestó en cierto modo contra el

      principio de libertad fluvial, garantizado por estos tratados. Amenazó la

      independencia de la República Oriental, ocupando su territorio con un

      ejército permanente, sin obrar de acuerdo con la Confederación Argentina,

      como estaba convenido en el tratado de 1828. Comprometió la integridad de

      la República Argentina, abriendo relaciones diplomáticas con el gobierno

      interior y doméstico de la Provincia de Buenos Aires. No por eso el autor

      abandonó sus opiniones de 1844 y 1852 en favor de lo bueno que tiene el

      Brasil; pero si pensó que la Confederación debía precaverse contra las

      tendencias hostiles que el Brasil acreditaba por esos actos. Retirando más

      tarde su ejército de la Banda Oriental, y firmando el tratado de la

      Confederación Argentina de 7 de marzo de 1856, en el que restablece el

      pacto de 1828 y da garantías a la integridad argentina y a la

      independencia oriental, el Brasil ha rectificado por fin las

      irregularidades de su política hacia el Plata, y dado muestra de

      comprender lo que conviene a su seguridad. Sin embargo, el tiempo

      esclarecerá el sentido de algunas cláusulas del tratado de 7 de marzo,

      cuyas palabras harían creer que el Brasil mantiene sus preocupaciones

      anteriores, especialmente en materia de navegación fluvial y de comercio

      exterior.

      En lo interior, el primer deber de la política futura será el

      mantenimiento y conservación de la Constitución. Reunir un congreso y dar

      una Constitución no son cosas sin ejemplo en la República Argentina lo que

      "nunca se ha visto", allí es que haya subsistido una Constitución diez

      años.

      La mejor política, la más fácil, la más eficaz para conservar la

      Constitución, es la política de la honradez y de la buena fe; la política

      clara y simple de los hombres de bien, y no la política doble y hábil de

      los truhanes de categoría. Pero entiéndase que la honradez requerida por

      la sana política no es la honradez apasionada y rencorosa del doctor

      Francia o de Felipe II, que eran honrados a su modo. La sinceridad de los

      actos no es todo lo que se puede apetecer en política se requiere además

      la justicia, en que reside la verdadera probidad.

      Cuando la Constitución es oscura o indecisa, se debe pedir su comentario a

      la libertad y al progreso, las dos deidades en que ha de tener

      inspiración. Es imposible errar cuando se va por un camino tan lleno de

      luz.

      El gran arte del gobierno, como decía Platón, es el arte de hacer amar de

      los pueblos la Constitución y las leyes. Para que los pueblos la amen, es

      menester que la vean rodeada de prestigio y de esplendor.

      El principal medio de afianzar el respeto de la Constitución es evitar en

      todo lo posible sus reformas. Estas pueden ser necesarias a veces, pero

      constituyen siempre una crisis pública, más o menos grave. Son lo que las

      amputaciones al cuerpo humano; necesarias a veces, pero terribles siempre.

      Deben evitarse todo lo posible, o retardarse lo más. La verdadera sanción

      de las leyes reside en su duración. Remediemos sus defectos, no por la

      abrogación, sino por la interpretación.

      Ese es todo el secreto que han tenido los ingleses para hacer vivir siglos

      su Constitución benemérita de la humanidad entera.

      Las cartas o leyes fundamentales que forman el derecho constitucional de

      Inglaterra tienen seis y ocho siglos de existencia muchas de ellas. Del

      siglo XI (1071) es la primera carta de Guillermo el Conquistador; y la

      magna carta, o gran carta, debió su sanción al rey Juan, a principios del

      siglo XIII (19 de junio de 1215). Entre los siglos XI y XIV diéronse las

      leyes que hasta hoy son base del derecho público británico.

      No se crea que esas leyes han regido inviolablemente desde su sanción. En

      los primeros tiempos fueron violadas a cada paso por los reyes y sus

      agentes. Violadas han sido también posteriormente, y no han llegado a ser

      una verdad práctica, sino con el transcurso de la edad.

      Pero los ingleses no remediaban las violaciones, sustituyendo unas

      constituciones por otras, sino confirmando las anteriormente dadas.

      Sin ir tan lejos, nosotros mismos tenemos leyes de derecho público y

      privado que cuentan siglos de existencia. En el siglo XIV, promulgáronse

      las Leyes de Partidas, que han regido nuestros pueblos americanos desde su

      fundación, y son seculares también nuestras Leyes de Indias y nuestras

      Ordenanzas de comercio y de navegación. Recordemos que, a nuestro modo,

      hemos tenido un derecho público antiguo.

      Lejos de existir inviolables esas leyes, la historia colonial se reduce

      casi a la de sus infracciones. Es la historia de la arbitrariedad. Durante

      la revolución hemos cambiado mil veces los gobiernos, porque las leyes no

      eran observadas. Pero no por eso hemos dado por insubsistentes y nulas las

      siete Partidas, las Leyes de Indias, las Ordenanzas de Bilbao, etc. Hemos

      confirmado implícitamente esas leyes, pidiendo a los nuevos gobiernos que

      las cumplan.

      No hemos obrado así con nuestras leyes políticas dadas durante la

      revolución. Les hemos hecho expiar las faltas a sus guardianes. Para

      remediar la violación de un artículo, los hemos derogado todos. Hemos

      querido remediar los defectos de nuestras leyes patrias, revolcándolas y

      dando otras en su lugar; con lo cual nos hemos quedado de ordinario sin

      ninguna: porque una ley sin antigüedad no tiene sanción, no es ley.

      Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución. ¿Tiene

      defectos, es incompleta? No la reemplacéis por otra nueva. La novedad de

      la ley es una falta que no se compensa por ninguna perfección; porque la

      novedad excluye el respeto y la costumbre, y una ley sin estas bases es un

      pedazo de papel, un trozo literario.

      La interpretación, el comentario, la jurisprudencia, es el gran medio de

      remediar los defectos de las leyes. Es la receta con que Inglaterra ha

      salvado su libertad y la libertad del mundo. La ley es un Dios mudo: habla

      siempre por la boca del magistrado. Estela hace ser sabia o inicua. De

      palabras se compone la ley, y de las palabras se ha dicho que no hay

      ninguna mala, sino mal tomada. Honni soit qui mal y pense escribid al

      frente de vuestras constituciones, si les deseáis longevidad inglesa. Sin

      fe no hay ley ni religión, y no hay fe donde hay perpetuo raciocinio.

      Cread la jurisprudencia, que es el suplemento de la legislación, siempre

      incompleta, y dejad en reposo las leyes, que de otro modo jamás echarán

      raíz.

      Para no tener que retocar o innovar la Constitución, reducidla a las cosas

      más fundamentales, a los hechos más esenciales del orden político No

      comprendáis en ella disposiciones por su naturaleza transitorias, como las

      relativas a elecciones.

      Si es preciso rodear la ley de la afección del pueblo, no lo es menos

      hacer agradable para el país el ejercicio del gobierno. Gobernar poco,

      intervenir lo menos, dejar hacer lo más, no hacer sentir la autoridad, es

      el mejor medio de hacerla estimable. A menudo entre nosotros gobernar,

      organizar, reglamentar, es estorbar, entorpecer, por lo cual fuera

      preferible un sistema que dejase a las cosas gobernarse por su propia

      impulsión. Temeria establecer una paradoja, si no viese confirmada esta

      observación por el siguiente hecho que cita un publicista respetable: "El

      gobierno indolente y desidioso de Rivera—dice M. Brossard no fue menos

      favorable al Estado Oriental, en cuanto dejó desarrollarse al menos los

      elementos naturales de prosperidad que contenía el país". Y no daría tanto

      asenso al reparo de M. Brossard si no me hubiese cabido ser testigo ocular

      del hecho aseverado por él.

      Nuestra prosperidad ha de ser obra espontánea de las cosas, más bien que

      una creación oficial. Las naciones, por lo general, no son obra de los

      gobiernos, y lo mejor que en su obsequio puedan hacer en materia de

      administración, es dejar que sus facultades se desenvuelvan por su propio

      vitalidad. No estorbar, dejar hacer, es la mejor regla cuando no hay

      certeza de obrar con acierto. El pueblo de California no es producto de un

      decreto del gobierno de Washington; y Buenos Aires se ha desarrollado en

      muchas cosas materiales a despecho del poder de Rosas, cuya omnipotencia

      ha sido vencida por la acción espontánea de las cosas. La libertad, por

      índole y carácter, es poco reglamentaria, y prefiere entregar el curso de

      las cosas a la dirección del instituto.

      En la elección de los funcionarios nos convendrá una política que eluda el

      pedantismo de los títulos tanto como la rusticidad de la ignorancia. La

      presunción de nuestros sabios a medias a ocasionado más males al país que

      la brutalidad de nuestros tiranos ignorantes. El simple buen sentido de

      nuestros hombres prácticos es mejor regla de gobierno que las pedantescas

      reminiscencias de Grecia o de Roma. Se debe huir de los gobernantes que

      mucho decretan, como de los médicos que prodigan las recetas. La mejor

      administración, como la mejor medicina, es la que deja obrar a la

      naturaleza.

      Se debe preferir, en general, para la elección de los funcionarios, el

      juicio al talento; el juicio práctico, es decir, el talento de proceder,

      al talento de escribir y de hablar, en los negocios de gobierno.

      En Sudamérica el talento se encuentra a cada paso; lo menos común que por

      allí se encuentra es lo que impropiamente se llama sentido común, buen

      sentido o juicio recto. No es paradoja el sostener que el talento ha

      desorganizado la República Argentina. Al partido inteligente, que tuvo por

      jefe a Rivadavia, pertenece esa organización de échantillon, esa

      Constitución de un pedazo del país con exclusión de todo el país, ensayada

      en Buenos

      Aires entre 1820 y 1823, que complicó el gobierno nacional argentino hasta

      hacer hoy tan difícil su reorganización definitiva.

      Conviene distinguir los talentos en sus clases y destinos, cuando se trata

      de colocarlos en empleos públicos. Un hombre que    tiene mucho talento

      para hacer folletines puede no tenerlo para administrar los negocios del

      Estado.

      Comprender y exponer por la palabra o el estilo una teoría de gobierno es

      incumbencia del escritor de talento. Gobernar, según esa teoría es

      comúnmente un don instintivo que puede existir, y que a menudo existe, en

      hombres sin instrucción especial. Más de una vez el hecho ha precedido a

      la teoría en la historia del gobierno. Las cartas de Inglaterra, que

      forman el derecho constitucional de ese país modelo, no salieron de las

      academias ni de las escuelas de derecho, sino del buen sentido de sus

      nobles y de sus grandes propietarios.

      Cada casa de familia es una prueba práctica de esta verdad. Toda la

      economía de su gobierno interior, siempre complicado, aunque pequeño, está

      encomendada al simple buen sentido de la mujer, que muchas veces rectifica

      también las determinaciones del padre de familia en el alto gobierno de la

      casa.

      La política del buen juicio exige formas serias y simples en los discursos

      y en los actos escritos del gobierno. Esos actos y discursos no son piezas

      literarias. Nada más opuesto a la seriedad de los negocios, que las flores

      de estilo y que los adornos de lenguaje. Los mensajes y los discursos

      largos son el mejor medio de oscurecer los negocios y de mantenerlos

      ignorados del público: nadie los lee. Los mensajes y los discursos llenos

      de exageración y compostura son sospechosos: nadie los cree. El mejor

      orador de una República no es el que más agrada a la academia, sino el que

      mejor se hace comprender de sus oyentes. Se comprende bien lo que se

      escucha con atención, y el incentivo de la atención reside todo en la

      verdad trivial y ordinaria del que expone.

      En el terreno de la industria, es decir, en su terreno favorito, nuestra

      política debe despertar el gusto por las empresas materiales, favoreciendo

      a los más capaces de acometerlas con estímulos poderosos, prodigados a

      mano abierta. Una economía mal entendida y un celo estrecho por los

      intereses nacionales nos han privado más de una vez de poseer mejoras

      importantes ofrecidas por el espíritu de empresa, mediante un cálculo

      natural de ganancia en que hemos visto una asechanza puesta al interés

      nacional. Por no favorecer a los especuladores, hemos privado al país de

      beneficios reales.

      La política del gobierno general será llamada a dar ejemplo de cordura y

      de moderación a las administraciones provinciales que han de marchar

      naturalm?nte sobre sus trazas.

      Al empezar la vida constitucional en que el país carece absolutamente de

      hábitos anteriores, la política debe abstenerse de suscitar cuestiones por

      ligeras inobservancias, que son inevitables en la ejecución de toda

      Constitución nueva. Las nuevas constituciones, como las máquinas inusadas,

      suelen experimentar tropiezos, que no deben causar alarma y que deben

      removerse con la paciencia y mansedumbre que distingue a los verdaderos

      hombres de la libertad. Se debe combatir las inobservancias o violencias

      por los medios de la Constitución misma, sin apelar nunca a las vías de

      hecho, porque la rebelión es un remedio mil veces peor que la enfermedad.

      Insurreccionarse por un embarazo sucedido en el ejercicio de la

      Constitución, es darle un segundo golpe por la razón de que ha recibido

      otro anterior. Las constituciones durables son las interpretadas por la

      paz y la buena fe. Una interpretación demasiado literal y minuciosa vuelve

      la vida pública inquieta y pendenciosa Las protestas, los reclamos de

      nulidad, prodigados por la imperfección natural con que se realizan las

      prácticas constitucionales en países mal preparados para recibirlas, son

      siempre de resultados funestos. Es necesario crear la costumbre excelente

      y altamente parlamentaria de aceptar los hechos como resultan consumados,

      sean cuales fueren sus imperfecciones, y esperar a su repetición periódica

      y constitucional para corregirlos o disponerlos en su provecho. Me refiero

      en esto especialmente a las elecciones, que son el manantial ordinario de

      conmociones por pretendidas violencias de la constitución.

      De las elecciones, ninguna más ardua que la de Presidente; y como ella

      debe repetirse cada seis años por la Constitución, y como la más próxima

      hace nacer dudas que interesan a la vida de la Constitución actual, séanos

      permitido emitir aquí algunas ideas que tendrán aplicación más de una vez,

      y que por hoy responden a la siguiente pregunta, que muchos se hacen a sí

      mismos: "¿Qué será de la Confederación Argentina el día que le falte su

      actual presidente?". Será, en mi opinión, lo que es de la nave que cambia

      de capitán: una mudanza que no impide proseguir el viaje, siempre que haya

      una carta de navegación y que el nuevo capitán sepa observarla

      La Constitución general es la carta de navegación de la Confederación

      Argentina. En todas las borrascas, en todos los malos tiempos, en todos

      los trances difíciles, la Confederación tendrá siempre un camino seguro

      para llegar a puerto de salvación, con sólo volver sus ojos a la

      Constitución y seguir el camino que ella le traza, para formar el gobierno

      y para reglar su marcha.

      En la vida de las naciones se han visto desenlaces que tuvieron necesidad

      de un hombre especial para verificarse. Nadie sabe cómo hubieran podido

      concluir las revoluciones francesas de 1789 y de 1848 sin la intervención

      personal de Napoleón I y de Napoleón III. Quién sabe si la Constitución

      que ha hecho la grandeza de los Estados Unidos hubiese llegado a ser una

      realidad sin el influjo de la persona de Washington; y para nadie es

      dudoso que sin el influjo personal del general Urquiza, la Confederación

      Argentina no hubiera llegado a darse la Constitución que ha sacado a ese

      país del caos de cuarenta años.

      Pero llega un día en que la obra del hombre necesario adquiere la

      suficiente robustez para mantenerse por si misma, y entonces la mano del

      autor deja de serle indispensable.

      Muy peligroso es, sin embargo, equivocarse en dar por llegada la hora

      precisa de emancipar la obra del autor, porque un error en ese punto puede

      ser más desastroso al interruptor que a la obra misma, la cual es más

      poderosa en sí que el propio autor.

      Y, en efecto, las funciones de que se compone la obra de organizar un

      pueblo son el cumplimiento de una ley providencial. Lo es igualmente el

      concurso del brazo que sirve de instrumento de ejecución. Y como éste

      deriva de esa ley toda la fuerza que lo hace el señor de la situación, se

      sigue que ni él mismo puede contrariarla sin sucumbir a su poder moral.

      Para todas las creaciones de la Providencia hay una hora prefijada en que

      cesa la necesidad de la mano que las hizo nacer. Esa hora viene por si

      misma; y la señal de que ha llegado, es que la obra puede quedar sola, sin

      el auxilio de ninguna violencia. Cuando el águila está en edad de ver la

      luz, el huevo en que se desenvolvió su existencia se rompe por la mano de

      la Providencia. Si anticipáis ese paso, matáis la existencia que queríais

      abreviar.

      Toda Constitución de libertad tiene en si misma el poder de sustraerse a

      su tiempo del influjo personal que la hizo nacer; y la Constitución

      argentina es excelente, porque tiende justamente a colocar la suerte del

      país fuera de la voluntad discrecional de un hombre: servicio hermoso que

      la patria debe al general Urquiza.

      La Constitución da, en efecto, el medio sencillo de encontrar siempre un

      hombre competente para poner al frente de la Confederación. Ese medio no

      consiste únicamente en elegirlo libremente, aunque esta libertad sea el

      primer resorte de una buena elección: consiste mayormente en que una vez

      elegido, sea quien fuere el desgraciado a quien el voto del país coloque

      en la silla difícil de la presidencia, se lo debe respetar con la

      obstinación ciega de la honradez, no como a hombre, sino como a la persona

      pública del Presidente de la Nación. No hay pretexto que disculpe una

      inconsecuencia del país a los ojos de la probidad política. Cuanto menos

      digno de su puesto (no interviniendo crimen), mayor será el realce que

      tenga el respeto del país al jefe de su elección; como es más noble el

      padre que ama al hijo defectuoso, como es más hidalgo el hijo que no

      discute el mérito personal de su padre para pagarle el tributo de su

      respeto.

      Respetad de ese modo al Presidente que una vez lo sea por vuestra

      elección, y con eso sólo seréis fuertes e invencibles contra todas las

      resistencias a la organización nacional; porque el respeto al Presidente

      no es más que el respeto a la Constitución en virtud de la cual ha sido

      electo: es el respeto a la disciplina y a la subordinación, que, en lo

      político como en lo militar, son la llave de la fuerza y de la victoria.

      El respeto a la autoridad, sobre todo, es el respeto del país a sus

      propios actos, a su propio compromiso, a su propia dignidad.

      Una simple cosa distingue al país civilizado del país salvaje; una simple

      cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería de la Pampa: y es el

      respeto que la primera tiene a su gobierno, y el desprecio cínico que la

      horda tiene por su jefe.

      Esto es lo que no comprende la América, que ha vivido cuarenta años sin

      salir de su revolución contra España; y eso solo la hace objeto del

      desprecio del mundo, que la ve sumida en revoluciones vilipendiosas y

      verdaderamente salvajes.

      Mientras haya hombres que hagan título de vanidad de llamarse hombres de

      revolución; en tanto que se conserve estúpidamente la creencia, que fue

      cierta en 1810, de que la sana política y la revolución son cosas

      equivalentes; en tanto que haya publicistas que se precien de saber

      voltear ministros a cañonazos; mientras se crea sinceramente que un

      conspirador es menos despreciable que un ladrón, pierde la América

      española toda la esperanza a merecer el respeto del mundo.

      No prolongaré este parágrafo con reglas y prescripciones que se deducen

      fácilmente de los principios contenidos en todo este escrito, y

      presentados como las bases aproximadas en que deban apoyarse la

      Constitución y la política argentinas, si aspiran a darnos un progreso de

      que no tenemos ejemplo en la América del Sur.

      XXXV

      De la política de Buenos Aires para con la Nación Argentina.

      En la segunda de las ediciones hechas de esta obra en 1852, había un

      capitulo con el epígrafe de éste, en el cual indiqué, como medio de

      satisfacer las necesidades de orden que tenía Buenos Aires, la sanción de

      una Constitución local, que rectificase sus instituciones anteriores,

      origen exclusivo de su anarquía y de su dictadura alternativas. De ese

      modo, la Constitución de Buenos Aires debía ser al mismo tiempo una rueda

      auxiliar de la Constitución de la Nación.

      Muy lejos de eso, la Constitución que se dio Buenos Aires el 11 de abril

      de 1854, en vez de rectificar sus instituciones anteriores, las resumió y

      las confirmó, viniendo a ser obstáculo para la Constitución nacional, en

      lugar de servirla de apoyo.

      Buenos Aires restableció en su Constitución actual las mismas

      instituciones que habían existido bajo el gobierno de Rosas, y su texto es

      copia casi literal de un proyecto presentado en la legislatura de Buenos

      Aires, en 1833, bajo el ascendiente de Rosas y de sus hombres. Así se

      explica que el Gobierno de Buenos Aires no es republicano según esa

      Constitución, sino meramente popular representativo, más o menos, como el

      gobierno monarquista del Brasil, o como un gobierno imperial salido de La

      voluntad del pueblo. La república se supone o subentiende por el art. 14

      de la Constitución vigente de Buenos Aires. Así se explica que su artículo

      suspende los derechos del ciudadano naturalizado por no inscribirse en la

      guardia nacional. Así se explica que por el art. 85 un argentino de Santa

      Fe, de Córdoba o de Entre Ríos no puede ser gobernador de Buenos Aires en

      ningún caso.

      Las leyes anteriores compiladas en la Constitución actual de Buenos Aires

      fueron ensayos erróneos, que Rivadavia hizo entre 1820 y 1823, bajo el

      influjo del más triste estado de cosas para la Nación Argentina, pues

      todas sus Provincias estaban aisladas unas de otras. Esas instituciones

      locales no hubieran quedado subsistentes si Rivadavia hubiese logrado

      hacer sancionar la Constitución unitaria que había concebido para toda la

      Nación; pues esa Constitución asignaba a la Nación entera los mismos

      poderes y rentas que las leyes provinciales anteriores del mismo Rivadavia

      habían asignado a la provincia capital; la Constitución unitaria, venía a

      ser un decreto de abolición de esas leyes que Buenos Aires acaba de

      restablecer. Esas primeras instituciones locales de Rivadavia eran el

      andamio para la Constitución definitiva, el edificio de tablas para

      abrigarse mientras se construía la obra permanente del mismo arquitecto.

      Pero Buenos Aires, confundiendo las dos cosas, ha tomado el andamio por el

      edificio.

      El error de Rivadavia no consistía en haber dado a su Provincia

      instituciones inadecuadas, como se dice vulgarmente, sino en que empezó

      por atribuir a la Provincia de Buenos Aires los poderes y las rentas que

      eran de toda la Nación. Cuando más tarde quiso retirarle esos poderes y

      rentas para entregarlos a su dueño, que es el pueblo argentino, ya no

      pudo; y la obra de sus errores fue más poderosa que la buena voluntad del

      autor. En nombre de sus propias instituciones de desquicio, Rivadavia fue

      rechazado por Buenos Aires, desde que pensó en dar instituciones de orden

      nacional.

      Tal es el defecto de la actual Constitución de Buenos Aires, resumen de

      los ensayos inexpertos de Rivadavia: dando a la Provincia lo que es de la

      Nación, esa Constitución va dirigida a suplantar la Nación por la

      Provincia.

      He aquí lo que la hace ser obstáculo para la organización de todo gobierno

      nacional, sea cual fuere su forma.

      He aquí el motivo por que esa Constitución arrastra fatalmente a Buenos

      Aires en el camino del desorden y de la guerra civil. Una provincia cuya

      Constitución local invade y atropella los dominios de la Constitución

      nacional, ¿podrá establecer y fundar el principio de orden dentro de su

      territorio? Una provincia que conserva una aduana doméstica como añadidura

      reglamentaria de una aduana nacional, ¿podrá jamas servir de veras la

      prosperidad del comercio? Una provincia que habla de códigos locales, de

      hipotecas de provincia, de monedas de provincia, ¿podrá representar otra

      época ni otro orden de cosas que aquellos en que estaba la Francia feudal

      antes de 1789?

      Arrebatando a la Nación sus atribuciones soberanas, la Constitución local

      de Buenos Aires abre una herida mortal a la integridad de la República

      Argentina y crea un pésimo ejemplo para las Repúblicas de la América del

      Sur. Los códigos civiles de provincia son resultado lógico de una

      Constitución semejante a la que hoy tiene Buenos Aires. Para los Estados

      vecinos, los códigos de que Buenos Aires se propone dar ejemplo, tendrán

      mañana imitadores que pidan un código civil para Concepción, otro para

      Santiago, otro para Valparaíso, en Chile, código civil para la Colonia del

      Sacramento, código para Maldonado en el estado de Montevideo. No sería un

      bello papel para Buenos Aires llevar así a la América política el

      desquicio, después de haberlo intentado dentro de su propia nación.

      Buenos Aires, volviendo a los errores constitucionales de 1821, no tiene

      la excusa que asistía a Rivadavia y a los hombres de aquel tiempo.

      Entonces no existía un gobierno nacional, y la usurpación que Buenos Aires

      hacía de sus poderes podía disculparse por la necesidad de obrar como

      nación delante de los poderes extranjeros. Entonces había para Buenos

      Aires el interés de monopolizar los poderes y rentas nacionales, al favor

      de la acefalía o de la ausencia de todo gobierno general que le aseguraba

      ese monopolio. Hoy Buenos Aires renueva la usurpación de 1821 en frente de

      un gobierno nacional, constituido con aplauso de toda la nación y del

      mundo exterior; y lo renueva estérilmente, porque ya su aislamiento no le

      da, como en otro tiempo, los medios de monopolizar la soberanía de toda la

      nación, desquiciada entonces y dividida en su provecho local. Ni hay ya

      poder que pueda restituirle ese orden de cosas, pues le ha sido arrebatado

      por la mano del mismo agente que en otra época dio a Buenos Aires la

      supremacía del país, a saber: la geografía politica del territorio

      fluvial. Esta ha cambiado en el interés de todo el mundo, y ese cambio

      está garantizado por tratados internacionales que lo hacen irrevocable y

      perpetuo. De modo que ni la esperanza de una restauración puede justificar

      la obstinación actual de Buenos Aires.

      En su actitud aislada nada puede fundar de serio ni de juicioso esa

      provincia, por más que se afane en emprender reformas de progreso, en

      fomentar su población y su riqueza. Todo lo que haga, todo lo que emprenda

      en ese sentido, mientras se mantenga rebelde y aislada de su nación, todo

      será estéril, efímero y como fundado en la arena movediza. A todos sus

      esfuerzos lucidos de progreso les faltará siempre una cosa, que los hará

      estériles y vanos: el juicio, el buen sentido.

      Así, por ejemplo, los códigos civiles en que hoy se ocupa, serían la

      codificación de un ángulo de la República Argentina: nuevo obstáculo para

      la unión que aparenta desear; nuevo ataque a las prerrogativas de la

      Nación, a quien corresponde la sanción de los códigos civiles por su

      Constitución vigente y por los sanos principios de derecho público. La

      capacidad personal, el sistema de la familia civil, la organización de la

      propiedad, el sistema hereditario, los contratos civiles, los pactos de

      comercio, el derecho marítimo, el procedimiento o tramitación de los

      juicios: todo esto llegando sólo hasta el Arroyo del Medio, frontera

      doméstica de la Provincia de Buenos Aires, para encontrarse al otro lado

      con leyes civiles diferentes sobre todos esos puntos, seria el espectáculo

      más triste y miserable a que pudiera descender la República Argentina.

      Sabido es que Napoleón I sancionó sus códigos civiles con la alta mira de

      establecer la unidad o nacionalidad de Francia, dividida antes de la

      revolución en tantas legislaciones civiles como provincias. ¡Pero los

      parodistas bonaerenses de Napoleón I destruyen la antigua unidad de

      legislación civil, que hacía de todos los pueblos argentinos un solo

      pueblo, a pesar del desquicio, y dan códigos civiles de provincia para

      llevar a cabo la organización del país! La Confederación debe protestar

      desde hoy contra la validez de esos códigos locales atentatorios de la

      unidad civil de la República. No es de creer que Buenos Aires alcance a

      llevar a cabo ese desorden; pero si tal cosa hiciere, la Nación a su

      tiempo debe quemarlos en los altares de Mayo y de Julio, levantados a la

      integridad de la patria por los grandes hombres de 1810 y de 1816.

      ¿Por qué Buenos Aires no colabora esas reformas con la Nación de su

      sangre? Si cree que la división es transitoria, ¿por qué la vuelve

      definitiva, abriéndola en lo más hondo de la sociedad argentina?

      Sin embargo de esos actos, los hombres de la situación en Buenos Aires

      protestan estar de acuerdo con respecto al fin de unir toda la Nación bajo

      un solo gobierno, y que la disidencia sólo reside en los medios. Esta

      manera de establecer la cuestión no adelanta en nada la solución de la

      dificultad pendiente. La objeción de los medios es un sofisma para eludir

      el fin.. Rosas mismo estaba de acuerdo con respecto al fin de que se

      trata. Jamás pensó dividir la República Argentina en dos naciones, a pesar

      de la iniquidad con que la trató. Pero se sabe que su medio de unión era

      el mismo que había empleado la España de otro tiempo; y consistía en unir

      colonialmente la Nación a la Provincia capital, y no la Provincia a la

      Nación, según los principios de un sistema regular representativo de todo

      el país.

      Otro sofisma es pretender que la persona del Presidente actual sea el

      obstáculo que impida la unión de Buenos Aires con la Confederación de que

      siempre formó parte.

      Baje del cielo un santo a ocupar la Presidencia de la República, y pida lo

      mismo que pide y no puede menos de pedir el general Urquiza a Buenos

      Aires, para formar el gobierno nacional; es decir, pida al Gobernador de

      Buenos Aires que se abstenga de nombrar y recibir agentes extranjeros, que

      entregue al Presidente de la República el mando del ejército local, que

      ponga a su disposición la administración de una parte de las rentas

      públicas; pida el santo legislador a la asamblea de Buenos Aires que se

      guarde de legislar sobre comercio interior y exterior, de sancionar

      códigos, de atender en tratados internacionales, etcétera; y Buenos Aires

      dirá que esas exigencias la humillan, y verá un obstáculo en el santo

      mismo que las proponga como medio único e inevitable de formar el gobierno

      nacional que es esencial a la vida de la Nación.

      Luego el obstáculo para la unión, según la mente con que resiste Buenos

      Aires, es la Nación misma, y la Nación sólo puede ser obstáculo para una

      política sin patriotismo.

      Por fortuna, la Nación Argentina piensa hoy como un solo hombre en este

      punto. Que Buenos Aires no se equivoque en tomar como obstáculo al que es

      llamado justamente a reunir todo el país libertado por su brazo. Si en el

      círculo egoísta que especula con el aislamiento de Buenos Aires son mal

      mirados los que hoy hablan de unión con la República bajo su actual

      gobierno, en las Provincias serán pisoteados los que conspiren por

      restituir la Nación al yugo de una provincia, como en los años de

      oprobioso recuerdo.

      Cuando el Presidente actual descienda del poder por la ley que él mismo ha

      tenido la gloria de promulgar, su influencia en la organización será mayor

      desde su casa, porque será la influencia inofensiva de la gloria, que

      siempre aumenta de poder moral, a medida que disminuye en poder directo y

      material.

      Entonces todo argentino que quiera exceder en celebridad al que dio

      libertad y constitución a la República Argentina, no tendrá sino que ir

      más adelante que él, por el camino que ha trazado ala posteridad de los

      gobiernos patriotas del Río de la Plata. Consolidar la unidad definitiva

      del país y de su gobierno fue el juramento prestado en Mayo de 1810, el

      pensamiento honrado de San Martín, el sueño querido de Rivadavia, el

      resumen de la gloria del vencedor de Rosas.

      Buenos Aires no tiene más que un camino digno para salir de la situación

      que se ha creado él mismo: unirse a la Nación de que tiene el honor de ser

      parte integrante, por el único medio digno del fin que su gobernador se

      haga un honor de respetar la autoridad soberana de la Nación Argentina,

      como sus virreyes se honraron en respetar la soberanía de los reyes de

      España; que acepte y respete las leyes emanadas de la soberanía del pueblo

      argentino, con el mismo respeto con que se acepta y obedece las leyes que

      recibió de los soberanos de España en otro tiempo.

      Si Buenos Aires no quiere respetar al gobierno que se ha dado la República

      independiente de los reyes de España, prueba en tal caso que no quiere

      sinceramente el objeto de la revolución que encabezó en 1810 y de la

      emancipación proclamada en 1816; y que su patriotismo decantado, es decir,

      su abnegación al pueblo argentino, compuesto hoy día de catorce

      provincias, es un patriotismo hipócrita y falaz, que pretextó para

      suplantarse en el poder metropolitano de España.

      Si porque se le exige que respete las leyes argentinas, como respetó las

      leyes españolas de otro tiempo, se da por ofendida  y se llama a vida

      independiente, ¿qué motivos serían los que alegase para la declaración

      solemne de su independencia de nación? ¿La cinta roja que el general

      Urquiza recomendó a los que fueron libertados bajo ese símbolo? ¿La

      proclama en que el libertador se quejó del primer asomo de ingratitud? Ese

      pretexto como motivo de desmembración definitiva daría lástima a los que

      han visto al pueblo de Buenos Aires vestir pacíficamente por veinte años

      el color rojo que le impuso Rosas, y leer diariamente la Gaceta en que fue

      insultada impunemente su porción más digna, por espacio de veinte años,

      con los dictados de salvajes y feroces. Que los hombres de juicio de

      Buenos Aires se convenzan bien de que el mundo exterior, observador

      imparcial de los hechos de ese país, no puede ser alucinado con

      subterfugios, como los empleados hasta aquí, ni con los gritos de una

      minoría violenta que aturde y enmudece a los que están cerca, pero que no

      convence ni persuade a los que están lejos.

      ¿Qué motivos tiene Buenos Aires para no admitir la Constitución actual de

      la Confederación Argentina? ¿El no haber tenido parte en su discusión y

      sanción? No la tuvo, porque no quiso tomarla, fiel a su abstención de

      táctica. Rechazó primero el Pacto de San Nicolás, preparatorio de la

      Constitución, so pretexto de que no había sido autorizado por su

      Legislatura local, y de que era ofensivo  a los derechos de Buenos Aires.

      Treinta años hacia que Buenos Aires respetaba el pacto interprovincial

      llamado cuadrilátero, base de todos los de su género, sin que su

      Legislatura lo hubiese autorizado nunca. Redactado el Pacto de San Nicolás

      por un hijo de Buenos Aires, que hace honor a la República Argentina, y

      firmado por el doctor López, hijo también y gobernador de Buenos Aires en

      ese momento, uno de los grandes patriotas de 1810, el Pacto de San

      Nicolás, preparatorio de la Constitución que rechaza Buenos Aires, no

      podía ser considerado hostil a esa Provincia, ni como inspiración personal

      del general Urquiza. Buenos Aires lo rechazó sin embargo; ¿por qué, en

      realidad? Porque le retiraba la diplomacia y la renta nacional para

      colocarlas en manos de una autoridad común de todas las Provincias. Lo

      rechazó también porque ese Pacto preparaba eficazmente la Constitución que

      debía volver definitivo ese orden regular de cosas.

      Buenos Aires retiró sus diputados que había mandado ya al Congreso

      Constituyente, so pretexto de que dos diputados no podían representarla

      suficientemente en la obra de la Constitución. Es de advertir que cada

      Provincia había mandado dos diputados al Congreso Constituyente, según lo

      estipulado por el Pacto de San Nicolás. Ese pacto empezó por ratificar

      diez convenciones domésticas celebradas durante treinta años, en las

      cuales Buenos Aires había admitido un derecho de representación igual al

      de cualquier otra Provincia argentina, para el día que se tratase de

      constituir la República toda por un Congreso nacional, siempre previsto en

      esos pactos.

      Si la igualdad de representación admitida por Buenos Aires en diez pactos

      anteriores era una verdad, ¿con qué derecho podía ser representado por más

      de dos diputados en el Congreso Constituyente de 1853? Si la igualdad

      prometida fue sólo un artificio para dominar mejor a las Provincias

      desunidas, Buenos Aires por decoro debió consentir en los resultados de su

      falta de sinceridad.

      Pero todos esos motivos que, considerados exteriormente, se reducen a una

      cuestión de forma, ¿serían bastante causa para justificar de derecho la

      separación de hecho en que está Buenos Aires de la República Argentina?

      La cuestión, pues, viene a establecerse hoy de otro modo con respecto de

      Buenos Aires: ¿la Constitución actual de la Confederación Argentina daña a

      Buenos Aires de tal modo que la obligue a separarse de la República? ¿Qué

      le exige la Nación de injusto y de extraordinario para que se crea en el

      deber de aislarse de su país? ¿Que la ciudad de Buenos Aires sea capital

      de la Confederación, quedando la misma Provincia compuesta del resto del

      territorio? Eso es lo que dispone la Constitución que se han dado las

      Provincias; pero ni eso le exige hoy día Nadie creería que sean ellas las

      que han ofrecido a Buenos Aires ese rango, y que Buenos Aires se dé por

      ofendida  de las condiciones de esa oferta  Sin embargo, Rivadavia,

      Agüero, los Varela y muchos hombres de bien de Buenos Aires fueron los

      autores de ese pensamiento en 1826; y lejos de ser sin ejemplo en la

      historia de la América del Sur, la ciudad de Santiago ha conservado su

      rango de capital de la República de Chile, consintiendo en desmembrar el

      territorio de su provincia para formar las provincias de Valparaíso, de

      Aconcagua y de Colchagua.

      Con la Constitución de la Confederación Argentina en la mano, todo el

      mundo puede ser juez de la cuestión entre Buenos Aires y las demás

      Provincias. Esta Constitución será siempre el proceso de la separación

      desleal de Buenos Aires.

      No soy su desafecto, por más que use de este lenguaje, como no lo es el

      hermano que reconviene duramente a sus hermanos, cuando tiene por mira

      evitar un extravío y prevenir una afrenta de familia. Quiero a Buenos

      Aires cuanto menos como parte integrante de mi país, pero seria querer mal

      a la Nación entera el poner en balance todo su destino con el de una de

      sus partes subalternas.

      El sentimiento de nación está muerto en los argentinos que no sienten todo

      el ultraje que Buenos Aires hace a la Nación de su sangre, con sólo

      guardar la actitud que hoy tiene a su respecto, por pasiva que parezca a

      los ojos de los que se han familiarizado con el desorden.

      En Francia, en Inglaterra, en los mismos Estados Unidos, la Provincia de

      Buenos Aires, considerada en el territorio de esas naciones y formando

      parte de ellas, ya hubiera sido sometida por la fuerza de las armas, con

      aplauso de todos los amigos del orden, por tan legitima defensa de la

      soberanía nacional.

      Muy mal comprende las cosas de la patria el que no sabe sentir de ese modo

      el derecho de toda una nación.

      Pero, aunque la República Argentina tenga el derecho de emplear los mismos

      medios para traer a Buenos Aires al respeto de si misma y de la Nación,

      ofendida  peor que por el extranjero más hostil, yo no aprobaría jamás el

      hecho de emplear medios semejantes para remediar un desorden que no tiene

      conciencia de si mismo por haberse formado lentamente y, lo que lo hace

      más excusable, en nombre del orden mismo. En efecto, el extravío de las

      opiniones y el hábito de ese extravío se hallan de tal modo arraigados y

      extendidos en Buenos Aires, hasta en sus primeros publicistas, que se ve a

      muchos de ellos sostener con aplomo y seriedad que la Constitución actual

      de Buenos Aires puede radicar el orden de esa Provincia, a pesar de estar

      hecha para desordenar la Nación.

      XXXVI

      Advertencia que sirve de prefacio y de análisis del Proyecto de

      Constitución que sigue.

      Para dar una idea práctica del modo de convertir en institución y en ley

      la doctrina de este libro, me he permitido bosquejar un proyecto de

      Constitución, concebido según las bases generales desenvueltas en él.

      Tiempo hace que las ideas de reforma existen en todos los espíritus todos

      convienen en que las ideas llamadas a presidir el gobierno y la política

      de nuestros días son otras que las practicadas hasta hoy. Sin embargo, las

      leyes fundamentales, que son la regla de conducta y dirección del

      gobierno, permanecen las mismas que antes. De ahí en gran parte el origen

      de las contradicciones de la opinión dominante con la marcha de los

      gobiernos de Sudamérica. Pero no se puede exigir racionalmente política

      que no emane de la Constitución escrita. Si aspiramos, pues, a ver en

      práctica un sistema de administración basado en las ideas de progreso y

      mejora que prevalecen en la época, demos colocación a estas ideas en las

      leyes fundamentales del país, hagamos de ellas las bases obligatorias del

      gobierno, de la legislación y de la política. Un ensayo práctico de la

      manera de llevar a ejecución esta reforma de los textos constitucionales

      es el proyecto de Constitución con que termino mi trabajo.

      En país extranjero, entregado a mis esfuerzos aislados, y sin los datos

      que ofrece rece la reunión de hombres prácticos en un Congreso, no he

      podido hacer otra cosa que un trabajo abstracto, en cierto modo. He

      procurado diseñar el tipo, el molde, que deben afectar la Constitución

      argentina y las Constituciones de Sudamérica; he señalado la índole y

      carácter que debe distinguirlas y los elementos o materiales de que deben

      componerse, para ser expresión leal de las necesidades actuales de estos

      países. Nada hay preciso ni determinado en él en cuanto a la cantidad;

      pero está todo en cuanto a la sustancia, y todo es aplicable con las

      modificaciones de los casos. El molde es lo que propongo, no el tamaño ni

      las dimensiones del sistema.

      El texto que presento no se parece a las Constituciones que tenemos; pero

      es la expresión literal de las ideas que todos profesan en el día Es nuevo

      respecto de los textos conocidos; pero no lo es como expresión de ideas

      consagradas por todos nuestros publicistas de diez años a esta parte.

      A esta especie de novedad de fondo, novedad que sólo consiste te en la

      aplicación a la materia constitucional de ideas ya consagradas por la

      opinión de todos los hombres ilustrados, he agregado otra de forma o

      disposición metódica del texto.

      La claridad de una ley es su primer requisito para ser conocida y

      realizada; pues no se practica bien lo que se comprende mal.

      La claridad de la ley viene de su lógica, de su método, del encadenamiento

      y filiación de sus partes.

      He seguido el método más simple, el más claro y sencillo a que

      naturalmente se prestan los objetos de una constitución.

      ¿Qué hay, en efecto, en una constitución? Hay dos cosas: primero, los

      principios, derechos y garantías, que forman las bases y objeto del pacto

      de asociación política; segundo, las autoridades encargadas de hacer

      cumplir y desarrollar esos principios. De aquí la división natural de la

      Constitución en dos partes. He seguido en esta división general el método

      de la Constitución de Massachusetts, modelo admirable de buen sentido y de

      claridad, anterior alas decantadas Constituciones francesas, dadas después

      de 1789, y a la misma Constitución de los Estados Unidos.

      He dividido la primera parte en cuatro capítulos en que naturalmente se

      distribuyen los objetos comprendidos en ella, de este modo:

      Cap. I. Disposiciones generales.

      Cap. II. Derecho público argentino.

      Cap. III. Derecho público deferido a los extranjeros.

      Cap. IV. Garantías públicas de orden y de progreso.

      He dividido la segunda parte, que trata de las autoridades

      constitucionales, en dos secciones, destinadas la primera a exponer la

      planta de las autoridades nacionales, y la segunda a la exposición de las

      autoridades de provincias o interiores.

      He subdividido la sección primera en tres capítulos expositivos de las

      tres ramas esenciales del gobierno: poder legislativo, poder ejecutivo y

      poder judicial. La Constitución no contiene más.

      La sinopsis que sigue hace palpable al ojo la claridad material de este

      método:

      La Constitución se divide en dos partes

      PRIMERA PARTE: Principios, derechos y garantías

      Cap. I. Disposiciones generales.

      Cap. II. Derecho público argentino.

      Cap. III. Derecho público deferido a los extranjeros.

      Cap. IV. Garantías públicas de orden y de progreso.

      SEGUNDA PARTE: Autoridades argentinas

      Sección 1a: Generales

      Cap. I. Poder legislativo.

      Cap. II. Poder ejecutivo.

      Cap. III. Poder judicial.

      Sección 2a: Provinciales

      Gobiernos de provincia o interiores.

      La doctrina de mi libro sirve de comento y explicación de las

      disposiciones del proyecto: así al pie de cada una hago referencia al

      parágrafo que contiene la explicación anticipada de sus motivos, cuando no

      me valgo de notas especiales, traídas al margen, para explicar los motivos

      que no lo están sobradamente en mi tratado.

      En obsequio de la claridad, he adoptado el sistema de numeración arábiga

      para los artículos, en lugar del sistema romano, usado en las

      Constituciones ensayadas en la República Argentina con una afectación de

      cultura perniciosa a la divulgación de la ley.

      Invocar, para un lector del pueblo, los artículos CLX y CXCI de la

      Constitución, es dejarlo a oscuras sobre las disposiciones contenidas en

      ellos. Como la más popular de las leyes, la Constitución debe ofrecer una

      claridad perfecta hasta en sus menores detalles.

      XXXVII

      Proyecto de Constitución concebido según las bases desarrolladas en este

      libro.

      "Nos los representantes de las Provincias de la Confederación Argentina,

      reunidos en Congreso general constituyente, invocando el nombre de Dios,

      Legislador de todo lo creado, y la autoridad de los pueblos que

      representamos, en orden a formar un Estado federativo, establecer y

      definir sus poderes nacionales, fijar los derechos naturales de sus

      habitantes y reglar las garantías públicas de orden interior, de

      seguridad, exterior y de progreso material e inteligente, por el aumento y

      mejora de su población, por la construcción de grandes vías de transporte,

      por la navegación libre de los ríos, por las franquicias dadas a la

      industria y al comercio y por el fomento de la educación popular, hemos

      acordado y sancionado la siguiente (16)": (continúa)

      NOTAS

      Nombre del lugar en que ha sido batido Rosas el 3 de febrero de 1852 por

      el general Urquiza, actual presidente.

      Ilustraciones a la Constitución de 1813, por Juan Egaña.

      El Congreso americano, sobre cuya conveniencia diserté en la Universidad

      de Chile en 1844, debía tener miras y propósitos diametralmente opuestos a

      los del Congreso de Panamá, como puede verse en mi "Memoria", aprobada

      calurosamente por Varela, que repudió el Congreso de Panamá, como

      discípulo de Rivadavia.

      Discurso del 8 de febrero de 1826, al recibirse de presidente.

      La materia de este capitulo ha sido tratada extensamente por el autor en

      el escrito titulado: "De la integridad nacional de la Confederación

      Argentina".

      La aplicación de esta teoría por un convenio eventual puede facilitar la

      reincorporación de Buenos Aires.

      Sesión del Congreso nacional del 18 de julio de 1826.

      Esta es, sin embargo, la aritmética política de Buenos Aires respecto del

      gobierno general de la Nación el que se reconoce parte territorial

      integrante.

      Esto es, sin embargo, lo que Buenos Aires ha pretendido más tarde.

      Todas las Provincias argentinas han entrado por este sistema en la

      constitución general que se han dado en 1853. Sólo la Provincia de Buenos

      Aires ha conservado esos poderes de feudalidad y de desquicio.

      Notas que ilustran algunos artículos de la Constitución chilena de 1813 o

      leyes que pueden deducirse de ella, por don Juan Egaña.

      Story: Comentarios sobre la Constitución de los Estados Unidos.

      Federalista, cap. XV, publicado en los Estados Unidos en 1787, por

      Hamilton, Madison y Jay.

      A pesar de los disturbios de que ha sido teatro Buenos Aires después de la

      caída de Rosas, la verdad aseverada en este capítulo está confirmada por

      los hechos que forman la situación general del país, sin exceptuar a

      Buenos Aires. Si no han faltado agitadores en esa ciudad es porque el

      egoísmo puede acompañar a todas las situaciones. Pero ellos se han visto

      desairados y solos, formando una triste excepción en medio de la República

      unida juiciosamente según el voto con que se emancipó de España.

      En ese momento el Perú y Venezuela llamaban la atención por cierto estado

      de prosperidad, que decayó después.

      Los estatutos constitucionales, lo mismo que las leyes y las decisiones de

      la justicia, deben ser motivados. La mención de los motivos es una

      garantía de verdad y de imparcialidad, que se debe a la opinión, y un

      medio de resolver las dudas ocurridas en la aplicación por la revelación

      de las miras que ha tenido el legislador, y de las necesidades que se ha

      propuesto satisfacer. Conviene, pues, que el preámbulo de la Constitución

      argentina exprese sumariamente los grandes fines de su instituto.

      Abrazando la mente de la Constitución, vendrá a ser la antorcha que disipe

      la oscuridad de las cuestiones prácticas, que alumbre el sendero de la

      legislación y señale el rumbo de la política del gobierno.

      CONSTITUCION DE LA CONFEDERACION ARGENTINA

      PRIMERA PARTE

      Principios derechos y garantías fundamentales

      CAPITULO I

      Disposiciones generales

      Artículo 1. La República Argentina se constituye en un Estado federativo,

      dividido en provincias, que conservan la soberanía no delegada

      expresamente por esta Constitución al Gobierno Central.

      Art. 2. El Gobierno de la República es democrático, representativo,

      federal. Las autoridades que lo ejercen tienen su asiento... ciudad que se

      declara federal.

      Art. 3. La Confederación adopta y sostiene el culto católico, y garantiza

      la libertad de los demás.

      Art. 4. La Confederación garantiza a las Provincias el sistema

      republicano, la integridad de su territorio, su soberanía y su paz

      interior.

      Art. 5. Interviene sin requisición en su territorio al solo efecto de

      restablecer el orden perturbado por la sedición.

      Art. 6. Los actos públicos de una provincia gozan de entera fe en las

      demás.

      Art. 7. La Confederación garantiza la estabilidad de las Constituciones

      provinciales, con tal que no sean contrarias a la Constitución general,

      para lo cual serán revisadas por el Congreso antes de su sanción.

      Art. 9. Ninguna provincia podrá imponer derechos de tránsito ni de

      carácter aduanero sobre artículos de producción nacional o extranjera, que

      procedan o se dirijan por su territorio a otra provincia.

      Art. 10. No serán preferidos los puertos de una provincia a los de otra,

      en cuanto a regulaciones aduaneras.

      Art 11. Los buques destinados de una provincia a otra no serán obligados a

      entrar, anclar y pagar derechos por causa del tránsito.

      Art. 12. Los ciudadanos de cada provincia serán considerados ciudadanos en

      las otras.

      Art. 13. La extradición civil y criminal queda sancionada como principio

      entre las Provincias de la Confederación.

      Art. 14. Dos o más provincias no podrán formar una sola sin anuencia del

      Congreso.

      Art. 15. Esta Constitución, sus leyes orgánicas y los tratados con las

      naciones extranjeras son la ley suprema de la Confederación. No hay más

      autoridades supremas que las autoridades generales de la Confederación.

      CAPITULO II

      Derecho público argentino

      Art. 16. La Constitución garantiza los siguientes derechos a todos los

      habitantes de la Confederación, sean naturales o extranjeros:

      De libertad

      Todos tienen la libertad de trabajar y ejercer cualquier industria;

      De ejercer la navegación y el comercio de todo género;

      De peticionar a todas las autoridades;

      De entrar, permanecer, andar y salir del territorio sin pasaporte;

      De publicar por la prensa sin censura previa;

      De disponer de sus propiedades de todo género y en toda forma;

      De asociarse y reunirse con fines lícitos;

      De profesar todo culto;

      De enseñar y aprender.

      De igualdad

      Art. 17. La ley no reconoce diferencia de clase ni persona. No hay

      prerrogativas de sangre, ni de nacimiento; no hay fueros personales; no

      hay privilegios, ni títulos de nobleza. Todos son admisibles a los

      empleos. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas. La

      ley civil no reconoce diferencia de extranjeros y nacionales.

      De propiedad

      Art. 18. La propiedad es inviolable. Nadie puede ser privado de ella sino

      en virtud de ley o de sentencia fundada en ley. La expropiación por causa

      de pública utilidad debe ser calificada por ley y previamente indemnizada.

      Sólo el Congreso impone contribuciones. Ningún servicio personal es

      exigible, sino en virtud de ley o de sentencia fundada en ley. Todo autor

      o inventor goza de la propiedad exclusiva de su obra o descubrimiento. La

      confiscación y el decomiso de bienes son abolidos para siempre. Ningún

      cuerpo armado puede hacer requisiciones ni exigir auxilios. Ningún

      particular puede ser obligado a dar alojamiento en su casa a un militar.

      De seguridad

      Art. 19. Nadie puede ser condenado sin juicio previo fundado en ley

      anterior al hecho del proceso.

      Ninguno puede ser juzgado por comisiones especiales, ni sacado de los

      jueces designados por la ley antes del hecho de la causa.

      Nadie puede ser obligado a declarar contra si mismo.

      No es eficaz la orden de arresto que no emane de autoridad revestida del

      poder de arrestar y se apoye en una ley.

      El derecho de defensa judicial es inviolable.

      Afianzado el resultado civil de un pleito, no puede ser preso el que no es

      responsable de pena aflictiva.

      El tormento y los castigos horribles quedan abolidos para siempre y en

      todas circunstancias. Quedan prohibidos los azotes y las ejecuciones por

      medio del cuchillo, de la lanza y del fuego. Las cárceles húmedas, oscuras

      y mortíferas deben ser destruidas. La infamia del condenado no pasa a su

      familia.

      La casa de todo hombre es inviolable.

      Son inviolables la correspondencia epistolar, el secreto de los papeles

      privados y los libros de comercio.

      Art. 20. Las leyes reglan el uso de estas garantías de derecho público;

      pero el Congreso no podrá dar ley que con ocasión de reglamentar u

      organizar su ejercicio las disminuya, restrinja o adultere en su esencia.

      CAPITULO III

      Derecho público deferido a los extranjeros

      Art. 21. Ningún extranjero es más privilegiado que otro. Todos gozan de

      los derechos civiles inherentes al ciudadano, y pueden comprar, vender,

      tocar, ejercer industrias y profesiones, darse a todo trabajo; poseer toda

      clase de propiedades y disponer de ellas en cualquier forma; entrar y

      salir del país con ellas, frecuentar con sus buques los puertos de la

      República, navegar en sus ríos y costas. Están libres de empréstitos

      forzosos, de exacciones y requisiciones militares. Disfrutan de entera

      libertad de conciencia, y pueden construir capillas en cualquier lugar de

      la República. Sus contratos matrimoniales no pueden ser invalidados porque

      carezcan de conformidad con los requisitos religiosos de cualquier

      creencia, si estuviesen legalmente celebrados.

      No están obligados a admitir la ciudadanía.

      Gozan de estas garantías sin necesidad de tratados, y ninguna cuestión de

      guerra puede ser causa de que se suspenda su ejercicio

      Son admisibles a los empleos, según las condiciones de la ley, que en

      ningún caso puede excluirlos por sólo el motivo de su origen.

      Obtienen naturalización, residiendo dos años continuos en el país; la

      obtienen sin este requisito los colonos, los que se establecen en lugares

      habitados por indígenas o en tierras despobladas; los que emprenden y

      realizan grandes trabajos de utilidad pública; los que introducen grandes

      fortunas en el país; los que se recomienden por invenciones o aplicaciones

      de grande utilidad general para la República.

      Art. 22. La Constitución no exige reciprocidad para la concesión de estas

      garantías en favor de los extranjeros de cualquier país.

      Art. 23. Las leyes y los tratados reglan el ejercicio de estas garantías,

      sin poderlas alterar ni disminuir.

      CAPITULO IV

      Garantías públicas de orden y de progresos

      Art. 24. Todo argentino es soldado de la guardia nacional. Son exceptuados

      por treinta años los argentinos por naturalización.

      Art. 25. La fuerza anulada no puede deliberar; su papel es completamente

      pasivo.

      Art. 26. Toda persona o reunión de personas que asuma el título o

      representación del pueblo, se arrugue sus derechos o peticiones a su

      nombre, comete sedición.

      Art. 27. Toda autoridad usurpada es ineficaz; sus actos son nulos. Toda

      decisión acordada por requisición directa o indirecta de un ejército o de

      una reunión de pueblo, es nula de derecho y carece de eficacia.

      Art. 28. Declarado en estado de sitio un lugar de la Confederación, queda

      suspendido el imperio de la Constitución dentro de su recinto. La

      autoridad en tales casos ni juzga, ni condena, ni aplica castigos por si

      misma, y la suspensión de la seguridad personal no le da más poder que el

      de arrestar o trasladar las personas a otro punto dentro de la

      Confederación, cuando ellas no prefieran salir fuera.

      Art. 29. El Presidente, los ministros y los miembros del Congreso pueden

      ser acusados por haber dejado sin ejecución las promesas de la

      Constitución en el término fijado por ella, por haber comprometido y

      frustrado el progreso de la República. Pueden serlo igualmente por los

      crímenes de traición, concesión, dilapidación y violación de la

      Constitución y de las leyes.

      Art. 30. Deben prestar caución juratoria, al tomar posesión de su puesto,

      de que cumplirán lealmente con la Constitución, ejecutando y haciendo

      cumplir sus disposiciones a la letra, y promoviendo la realización de sus

      fines relativos a la población, construcción de caminos y canales,

      educación del pueblo y demás reformas de progreso, contenidos en el

      preámbulo de la Constitución.

      Art. 31. La Constitución garantiza la reforma de las leyes civiles,

      comerciales y administrativas, sobre las bases declaradas en su derecho

      público.

      Art. 32. La Constitución asegura en beneficio de todas las clases del

      Estado la instrucción gratuita, que será sostenida con fondos nacionales

      destinados de un modo irrevocable y especial a ese destino.

      Art. 33. La inmigración no podrá ser restringida, ni limitada de ningún

      modo, en ninguna circunstancia, ni por pretexto alguno.

      Art. 34. La navegación de los ríos interiores es libre para todas las

      banderas.

      Art. 35. Las relaciones de la Confederación con las naciones extranjeras

      respecto de comercio, navegación y mutua frecuencia serán consignadas y

      escritas en tratados, que tendrán por bases las garantías constitucionales

      deferidas a los extranjeros. El Gobierno tiene el deber de promoverlos.

      Art. 36. Las leyes orgánicas que reglen el ejercicio de estas garantías de

      orden y de progreso no podrán disminuirlas ni desvirtuarlas por

      excepciones.

      Art. 37. La Constitución es susceptible de reformarse en todas sus partes;

      pero ninguna reforma se admitirá en el espacio de diez años.

      Art. 38. La necesidad de la reforma se declara por el Congreso permanente,

      pero sólo se efectúa por un Congreso o Convención convocado al efecto.

      Art. 39. Es ineficaz la proposición de reforma que no es apoyada por dos

      terceras partes del Congreso, o por dos terceras partes de las

      legislaturas provinciales.

      SEGUNDA PARTE

      Autoridades de la Confederación

      SECCION 1a.

      AUTORIDADES GENERALES

      CAPITULO I

      Del Poder Legislativo

      Art. 40. Un Congreso federal compuesto de dos Cámaras, una de senadores de

      las Provincias y otra de diputados de la Nación, será investido del poder

      legislativo de la Confederación.

      Art. 41. El orador es inviolable, la tribuna es libre; ninguno de los

      miembros del Congreso puede ser acusado, interrogado judicialmente, ni

      molestado por las opiniones o discursos que emita desempeñando su mandato

      de legislador.

      Art. 42. Sólo pueden ser arrestados por delitos contra la Constitución.

      Art. 43. Sus servicios son remunerados por el tesoro de la Confederación.

      Art. 44. El Congreso se reune indispensablemente en sesiones ordinarias

      todos los años desde el 1 de agosto hasta el 31 de diciembre. Puede

      también ser convocado extraordinariamente por el Poder Ejecutivo federal.

      Art. 45. Las Provincias reglan por sus leyes respectivas el tiempo, lugar

      y modo de proceder a la elección de senadores y de representantes; pero el

      Congreso puede expedir leyes supremas que alteren el sistema locales.

      Art. 46. Cada Cámara es juez de las elecciones, derechos y títulos de sus

      miembros en cuanto a su validez.

      Art. 47. Ellas hacen sus reglamentos, compelen a sus miembros ausentes a

      concurrir a las sesiones, reprimen su inconducta con penas discrecionales,

      y hasta pueden excluir un miembro de su seno.

      Art 48. Los eclesiásticos regulares no pueden ser miembros del Congreso,

      ni los gobernadores de provincia por la de su mando.

      Art. 49. En caso de vacante, el gobierno de provincia hace proceder a la

      elección legal de un nuevo miembro.

      Art. 50. Ninguna Cámara entra en sesión sin la mayoría absoluta de sus

      miembros.

      Art. 51. Ambas Cámaras empiezan y concluyen sus sesiones simultáneamente.

      Del Senado de las Provincias

      Art. 52. El Senado representa las Provincias en su soberanía respectiva.

      Art. 53. Se compone de catorce senadores elegidos por la legislatura de

      cada provincia.

      Art 54. Cada provincia elige dos senadores, uno efectivo y otro suplente.

      Art 55. Se renueva el Senado por terceras partes cada dos años,

      eligiéndose cuatro en el tercer bienio.

      Art. 56. Duran seis años en el ejercicio de su mandato y son reelegibles

      indefinidamente.

      Art. 57. Son requisitos para ser elegido senador: tener la edad de treinta

      y cinco años, haber sido cuatro años ciudadano de la Confederación,

      disfrutar de una renta anual de dos mil pesos fuertes, o de una entrada

      equivalente.

      Art. 58. El Senado juzga las acusaciones entabladas por la Cámara de

      Diputados. Ninguno es declarado culpable, sino a mayoría de los dos

      tercios de los miembros presentes.

      Art. 59. Su fallo no tiene más efecto que la remoción del acusado. La

      justicia ordinaria conoce del resto.

      Art. 60. Sólo el Senado inicia las reformas de la Constitución.

      Cámara de Diputados de la Nación

      Art. 61. La Cámara de Diputados representa la Nación en globo y sus

      miembros son elegidos por el pueblo de las Provincias, que se consideran a

      este fin como distritos electorales de un solo Estado. Cada diputado

      representa a la Nación, no al pueblo que lo elige.

      Art. 62. Para ser electo diputado, se requiere haber cumplido la edad de

      veinticinco años, tener dos años de ciudadanía en ejercicio y el goce de

      una renta o entrada anual de mil pesos fuertes.

      Art. 63. La Cámara de Diputados elegirá en razón de uno por cada veinte

      mil habitantes; pero ninguna provincia dejará de tener un diputado a lo

      menos.

      Art. 65. A la Cámara de Diputados corresponde exclusivamente la iniciativa

      de las leyes sobre contribuciones y sobre reclutamiento de tropas.

      Art. 66. Sólo ella ejerce el derecho de acusación por causas políticas. La

      ley regla el procedimiento de estos juicios.

      Atribuciones del Congreso

      Art. 67. Corresponde al Congreso, en el ramo de lo interior:

      1. Reglar la administración interior de la Confederación, expidiendo las

      leyes necesarias para poner la Constitución en ejercicio.

      2. Crear y suprimir empleos, fijar sus atribuciones, dar pensiones,

      decretar honores, conceder amnistías generales.

      3. Proveer lo conducente a la prosperidad, defensa y seguridad del país,

      al adelanto y bienestar de todas las Provincias, estimulando el progreso

      de la instrucción y de la industria, de la inmigración, de la construcción

      de ferrocarriles y canales navegables, de la colonización de las tierras

      desiertas y habitadas por indígenas, de la plantificación de nuevas

      industrias, de la importación de capitales extranjeros, de la exploración

      de los ríos navegables, por leyes protectoras de esos fines y por

      concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo.

      4. Reglar la navegación y el comercio interior.

      Legislar en materia civil, comercial y penal.

      Admitir o desechar los motivos de dimisión del Presidente, y declarar el

      caso de proceder o no a nueva elección; hacer el escrutinio y

      rectificación de ella.

      7. Dar facultades especiales al Poder Ejecutivo para expedir reglamentos

      con fuerza de ley, en los casos exigidos por la Constitución.

      Art. 68. El Congreso, en materia de relaciones exteriores:

      Provee lo conveniente a la defensa y seguridad exterior del país.

      Declara la guerra y hace la paz.

      Aprueba o desecha los tratados concluidos con las naciones extranjeras.

      Regla el comercio marítimo y terrestre con las naciones extranjeras.

      Art. 69. En el ramo de rentas y de hacienda, el Congreso:

      Aprueba y desecha la cuenta de gastos de la administración de la

      Confederación.

      Fija anualmente el presupuesto de esos gastos.

      Impone y suprime contribuciones, y regula su cobro y distribución.

      Contrae deudas nacionales, regla el pago de las existentes, designando

      fondos al efecto, y decreta empréstitos.

      Habilita puertos mayores, crea y suprime aduanas.

      Hace sellar moneda, fija su peso, ley, valor y tipo.

      Fija la base de los pesos y medidas para toda la Confederación

      Dispone del uso y de la venta de las tierras públicas o nacionales.

      Art. 70. Son atribuciones del Congreso en el ramo de guerra

      1. Aprobar o desechar las declaraciones de sitio, hechas durante su

      receso.

      2. Fijar cada año el número de fuerzas de mar y tierra que han de

      mantenerse en pie.

      3. Aprobar o desechar la declaración de guerra que hiciese el Poder

      Ejecutivo.

      4. Permitir la introducción de tropas extranjeras en el territorio de la

      Confederación y la salida de las tropas nacionales fuera de él.

      5. Declarar en estado de sitio uno o varios puntos de la Confederación en

      caso de conmoción interior.

      Del modo de hacer las leyes

      Art. 71. Las leyes pueden ser proyectadas por cualquiera de los miembros

      del Congreso o por el Presidente de la Confederación en mensaje dirigido a

      la legislatura.

      Art. 72. Aprobado un proyecto de ley por la Cámara de su origen, pasa para

      su discusión a la otra Cámara. Aprobado por ambas, pasa al Poder Ejecutivo

      de la Confederación para su examen, y si también obtiene su aprobación, la

      sanciona como ley.

      Art. 73. Se reputa aprobado por el Presidente de la Confederación o por la

      Cámara revisora todo proyecto no devuelto en el término de quince días.

      Art. 74. Todo proyecto desechado totalmente por la Cámara revisora o por

      el Presidente es diferido para la sesión del año venidero.

      Art. 75. Desechado en parte, vuelve con sus objeciones a la Cámara de su

      origen, que lo discute de nuevo; y si lo aprueba por mayoría de dos

      tercios, pasa otra vez a la Cámara en revisión. Si ambas lo aprueban por

      igual mayoría, el proyecto es ley, y pasa al Presidente para su

      promulgación. Si las Cámaras difieren sobre las objeciones, el proyecto

      queda para la sesión del año venidero.

      Art. 76. Ninguna discusión del Congreso es ley sin la aprobación del

      presidente. Sólo él promulga las leyes. Toda determinación rechazada por

      él necesita de la sanción de los dos tercios de ambas Cámaras para que

      pueda ejecutarse.

      CAPITULO II

      Del Poder Ejecutivo.

      Art. 77. Un ciudadano con el título de Presidente de la Confederación

      Argentina desempeña el Poder Ejecutivo del Estado.

      Art. 78. Para ser elegido Presidente, se requiere haber nacido en el

      territorio argentino o ser hijo de ciudadano nativo, habiendo nacido en

      país extranjero, tener treinta años de edad y las demás calidades

      requeridas para ser electo diputado.

      Art. 79. El Presidente dura en su empleo el término de seis años y no

      puede ser reelecto sino con intervalo de un períodos.

      Art. 80. Su elección se hace del siguiente modo: cada provincia nombra

      según la ley de elecciones populares cierto número de electores, igual al

      número total de diputados y senadores que envía al Congreso. No pueden ser

      electores el diputado, el senador, ni el empleado a sueldo que depende del

      Presidente de la Confederación.

      Reunidos los electores en sus provincias respectivas, el 1 de Agosto del

      año en que concluye la presidencia anterior, proceden a elegir Presidente

      conforme a su ley de elecciones provincial.

      Se hacen dos listas de todos los individuos electos y firmadas por los

      electores, se remiten cerradas y selladas, la una al Presidente de la

      Legislatura provincial, en cuyo registro permanece cerrada y secreta, y la

      otra al Presidente del Senado general de las Provincias.

      Reunido el Congreso en la sala del Senado, procede a la apertura de las

      listas, hace el escrutinio de los votos, y el que resultase tener mayor

      número de sufragios es proclamado Presidente. Resultando varios candidatos

      con igual mayoría de votos, o no habiendo mayoría absoluta, elegirá el

      Congreso entre los tres que hubiesen obtenido mayor número de sufragios.

      En este caso, los votos serán tomados por provincia, teniendo cada

      provincia un voto; y sin la mayoría presente de todas las Provincias no

      será válida esta elección.

      Art. 81. En caso de muerte, dimisión o inhabilidad del Presidente de la

      Confederación, será reemplazado por el Presidente del Senado con el titulo

      de Vicepresidente de la Confederación, quien deberá expedir

      inmediatamente, en los dos primeros casos, las medidas conducentes a la

      elección de nuevo Presidente, en la forma que determina el artículo

      anterior.

      Art. 82. El Presidente disfruta de un sueldo pagado por el tesoro de  la

      Confederación, que no puede ser alterado durante el periodo de su

      gobierno.

      Art. 83. El Presidente de la Confederación cesa en el poder el mismo día

      en que expira su periodo de seis años, sin que evento alguno pueda ser

      motivo de que se complete más tarde; y le sucederá el candidato electo, o

      el Presidente del Senado interinamente, si hubiese impedimentos.

      Art. 84. Al tomar posesión de su cargo, el Presidente prestará juramento

      en manos del Presidente del Senado, estando reunido todo el Congreso, en

      los términos siguientes: "Yo N.N. juro que desempeñaré el cargo de

      Presidente con lealtad y buena fe; que mi política será ajustada a las

      palabras y a las intenciones de la Constitución; que protegeré los

      intereses morales del país por el mantenimiento de la religión del Estado

      y la tolerancia de las otras y fomentaré su progreso material estimulando

      la inmigración, emprendiendo vías de comunicación y protegiendo la

      libertad del comercio, de la industria y del trabajo. Si así no lo

      hiciere, Dios y la Confederación me lo demanden".

      Art. 85. El Presidente de la Confederación tiene las siguientes

      "atribuciones":

      En lo interior:

      Es el jefe supremo de la Confederación y tiene a su cargo la

      administración y gobierno general del país.

      Expide los reglamentos e instrucciones que son necesarios para la

      ejecución de las leyes generales de la Confederación, cuidando de no

      alterar su espíritu por excepciones reglamentarias.

      Es el jefe inmediato y local de la ciudad federal de su residencia.

      Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las

      sanciona y promulga.

      Nombra los magistrados de los tribunales federales y militares de la

      Confederación con acuerdo del Senado de las Provincias, o sin él, hasta su

      reunión, si está en receso.

      Destituye a los empleados de su creación, por justos motivos, con acuerdo

      del Senado.

      Concede indultos particulares, en la misma forma.

      Concede jubilaciones, retiros, licencias y goce de montepios, conforme a

      las leyes generales de la Confederación.

      Presenta para los arzobispados, obispados, dignidades y prebendas de las

      iglesias catedrales, a propuesta en terna del Senado.

      Ejerce los derechos del patronato nacional respecto de las iglesias,

      beneficios y personas eclesiásticas del Estado.

      Concede el pase o retiene los decretos de los concilios, las bulas, breves

      Prescripto del Pontifice de Roma, con acuerdo del Senado; requiriéndose

      una ley, cuando contienen disposiciones generales y permanentes.

      Nombra y remueve por si los Ministros del despacho, los oficiales de sus

      secretarias, los ministros diplomáticos, los agentes y cónsules destinados

      a países extranjeros.

      Da cuenta periódicamente al Congreso del estado de la Confederación,

      prorroga sus sesiones ordinarias, o lo convoca a sesiones extraordinarias,

      cuando un grave interés de orden o de progreso lo requieren.

      Le recuerda anualmente en sus memorias el estado de las reformas

      prometidas por la Constitución en el capitulo decía las garantías públicas

      de progreso, y tiene a su cargo especial el deber de proponerlas.

      En el ramo de hacienda:

      15. Es atribución del Presidente hacer recaudar las rentas de la

      Confederación, y decretar su inversión, con arreglo a la ley o presupuesto

      de gastos nacionales.

      En el ramo de relaciones extranjeras:

      16. El Presidente concluye y firma tratados de paz, de comercio, de

      navegación, de alianza y de neutralidad, concordatos y otras negociaciones

      requeridas por el mantenimiento de buenas relaciones con las potencias

      extranjeras; recibe sus ministros y admite sus cónsules.

      17. Inicia y promueve los tratados con arreglo a lo prescripto por el art.

      35 de la Constitución, y sobre las bases del derecho público deferido a

      los extranjeros en el cap. III.

      En asuntos de guerra:

      18. Es Comandante en jefe de las fuerzas de mar y tierra de la

      Confederación.

      19. Provee los empleos militares de la Confederación: con acuerdo del

      Senado de las Provincias en la concesión de los empleos o grados de

      oficiales superiores del Ejército y Armada; y por sí sólo en el campo de

      batalla.

      20. Dispone de las fuerzas militares, marítimas y terrestres, corre con su

      organización y distribución, según las necesidades del Estado.

      21. Declara la guerra con aprobación del Congreso, concede patentes de

      corso y cartas de represalia.

      22. Declara en estado de sitio uno o varios puntos de la Confederación en

      caso de ataque exterior, por un término limitado y con acuerdo del Senado

      de las Provincias.

      En caso de conmoción interior, sólo tiene esa facultad cuando el Congreso

      está en receso, porque es atribución que corresponde a este cuerpo.

      El Presidente la ejerce con las limitaciones previstas por el Art. 28 de

      la Constitución.

      Art. 86. El Presidente es responsable, y puede ser acusado en el año

      siguiente al periodo de su mando, por todos los actos de su gobierno en

      que haya infringido intencionalmente la Constitución, o comprometido el

      progreso del país, retardando el aumento de la población, omitiendo la

      construcción de vías, embarazando la libertad de comercio o exponiendo la

      tranquilidad del Estado. La ley regla el procedimiento de estos juicios.

      De los Ministros del Poder Ejecutivo

      Art. 87. Puede ser nombrado ministro el ciudadano que reúne las cualidades

      requeridas para ser diputado de la Confederación.

      Art. 88. El ministro refrenda y legaliza los actos del Presidente por

      medio de su firma, sin cuyo requisito carecen de eficacia; pero no ejerce

      autoridad por sí solo.

      Art. 89. El ministro es responsable de los actos que legaliza; y

      solidariamente de los que acuerda con sus colegas.

      Art. 90. Una ley determina el número de ministros del Gobierno de la

      Confederación, y señala los ramos de sus despachos respectivos.

      Art. 91. Los ministros presentan anualmente al Congreso el presupuesto de

      gastos de la Confederación en sus departamentos respectivos y la cuenta de

      la inversión dada a los fondos votados el año precedente.

      Art. 92. Los ministros pueden ser acusados como cómplices de los actos

      culpables del Presidente, y como principales agentes, por los actos de su

      despacho en que hubiesen infringido la Constitución y las leyes, o

      comprometido el progreso de la población del país, la construcción de vías

      de transporte, la libertad de comercio y de navegación, la paz y la

      seguridad del Estado. Pueden serlo igualmente por los crímenes de traición

      y concusión, y por haber cooperado a que queden sin ejecución las reformas

      de progreso prometidas y garantidas por la Constitución.

      CAPITULO III

      Del Poder Judiciario

      Art. 93. El Poder judiciario de la Confederación es ejercido por una Corte

      Suprema y por tribunales inferiores creados por la ley de la

      Confederación. En ningún caso el Presidente de la República puede ejercer

      funciones judiciales, avocarse el conocimiento de causas pendientes o

      restablecer las fenecidas.

      Art. 94. Los jueces son inamovibles y reciben sueldo de la Confederación.

      Sólo pueden ser destituidos por sentencia.

      Art. 95. Son responsables de los actos de infidencia, corrupción o tiranía

      en el ejercicio de sus funciones, y pueden ser acusados.

      Art. 96. Las leyes determinan el modo de hacer efectiva esta

      responsabilidad, el número y cualidades de los miembros de los tribunales

      federales, el valor de sus sueldos, el lugar de su establecimiento, la

      extensión de sus atribuciones y la manera de proceder en sus juicios.

      Art. 97. Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales federales el

      conocimiento y decisión de las causas que versen sobre los hechos regidos

      por la Constitución, por las leyes generales del Estado y por los tratados

      con las naciones extranjeras; de las causas pertenecientes a embajadores,

      o a otros agentes, ministros y cónsules de países extranjeros residentes

      en la Confederación, y de la Confederación residentes en países

      extranjeros; de las causas del Almirantazgo o de la jurisdicción marítima.

      Art. 98. Conocen igualmente de las causas ocurridas entre dos o más

      provincias; entre una provincia y los vecinos de otra; entre los vecinos

      de diferentes provincias; entre una provincia y sus propios vecinos; entre

      una provincia y un Estado o un ciudadano extranjero.

      SECCION 2a

      AUTORIDADES O GOBIERNOS DE PROVINCIA

      Art. 99. Las Provincias conservan todo el poder que no delegan

      expresamente a la Confederación.

      Art. 100. Se dan sus propias instituciones locales y se rigen por ellas.

      Art. 101. Eligen sus gobernadores, sus legisladores y demás funcionarios

      de provincia, sin intervención del gobierno general.

      Art. 102. Cada provincia hace su Constitución; pero no puede alterar en

      ella los principios fundamentales de la Constitución general del Estado.

      Art. 103. A este fin, el Congreso examina toda Constitución provincial

      antes de ponerse en ejecución.

      Art. 104. Las Provincias pueden celebrar tratados parciales para fines de

      administración, de justicia, de intereses económicos y trabajos de

      utilidad común, con aprobación del Congreso general.

      Art. 105. Las Provincias no ejercen el poder que delegan a la

      Confederación. No pueden celebrar tratados parciales de carácter político;

      no pueden expedir leyes sobre comercio o navegación interior 0 exterior,

      que afecten a las otras Provincias; ni establecer aduanas provinciales; ni

      contraer deudas gravando sus rentas o bienes públicos, sin acuerdo del

      Congreso federal; ni acuñar moneda; ni legislar sobre peajes, caminos y

      postas; ni establecer derechos de tonelaje; ni armar buques de guerra, ni

      levantar ejércitos; nombrar ni recibir agentes extranjeros.

      Art. 106. Ninguna provincia puede declarar, ni hacer la guerra a otra

      provincia. Sus quejas deben ser sometidas a la Corte Suprema y dirimidas

      por ella. Sus hostilidades de hecho son actos de guerra civil, calificados

      de sedición o asonada, que el Gobierno general debe sofocar y reprimir,

      conforme a la ley.

      Art. 107. Los gobernadores de provincia y los funcionarios que dependen de

      ellos son agentes naturales del Gobierno general, para hacer cumplir la

      Constitución y las leyes generales de la Confederación.