Benito Pérez Galdós

 

 

La novela en el tranvía

 

 

      I

      El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar

      todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de

      tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones,

      eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie

      en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé

      con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi

      amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva

      como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme

      con un sincero y entusiasta apretón de manos.

      Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración,

      si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en

      la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo

      intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo

      de su bastón.

      Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a

      charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no

      por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien,

      pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar

      a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica

      profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de sus trato y el

      complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que

      ellos quieren, son causas de la confianza que inspira en multitud de

      familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su

      bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de

      índole rigurosamente honesta.

      Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio

      público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si

      bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la

      prontitud con que dice cuando sabe, sin que los demás se tomen el trabajo

      de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar

      de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los

      lenguaraces.

      Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado

      iba junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por la calzada de

      hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar

      los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me

      molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le

      ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a

      sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien cupo en

      suerte colocarse a mi siniestra mano.

      —¿Y usted a dónde va? —me preguntó Cascajares mirándome por encima de sus

      espejuelos azules, lo que hacía el efecto de ser examinado por cuatro

ojos.

      Contéstele evasivamente y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin

      hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:

      —Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está? con otras indagatorias

      del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.

      Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra,

      echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a

      desembuchar.

      —¡Pobre condesa! —dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje,

      su desinteresada compasión—. Si hubiera seguido mis consejos no se vería

      en situación tan crítica.

      —¡Ah! Es claro —contesté maquinalmente, ofreciendo también el atributo de

      mi compasión a la señora condesa.

      —¡Figúrese usted —prosiguió—, que se han dejado dominar por aquel hombre!

      Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que

      con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una

      determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los

      mayores crímenes.

      —¡Ah! ¡Si es atroz! —dije yo, participando irreflexivamente de su

      indignación.

      —Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si

      se elevan un poco, luego ya no hay quien los sufra. Bien claro indica su

      rostro que de allí no puede salir cosa buena.

      —Ya lo creo, eso salta a la vista.

      —Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer

      excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos los

      conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende

      el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de

      entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño

      que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde

      quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo

      "Señora procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor

      Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas. Me

      parece que estoy en lo cierto.

      —¡Ah! sin duda —contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan

      indiferente como al principio de las aventuras de la Condesa.

      —Pero eso no es lo peor —añadió Cascajares, golpeando el suelo con su

      bastó—n, sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar

      celoso... Sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de

      distraer a la Condesa.

      —El marido tendrá la culpa de que lo consiga.

      —Todo esto sería insignificante, porque la Condesa es la máxima virtud;

      todo esto sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable

      que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa.

      —¿De veras? ¿Y quién es ese hombre? —pregunté con una chispa de

curiosidad.

      —Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto

      martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado

      de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende... qué sé

      yo...¡Es una infamia!

      —Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo —dije yo, descargando

      también el peso de mis iras sobre aquel hombre.

      —Pero ella es inocente; ella es un ángel... Pero, ¡calle! estamos en la

      Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavistas. Mande usted

      parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el

      coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi

      amigo, adiós.

      Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de

      darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero

      de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto.

      II

      Siguió el ómnibus su marcha y ¡cosa singular! yo a mi vez seguí pensando

      en la incógnita Condesa, en su cruel y suspicaz consorte, y sobre todo en

      el hombre siniestro que, según la enérgica expresión del médico, a punto

      estaba de causar un desastre en la casa. Considera, lector, lo que es el

      humano pensamiento: cuando Cascajares comenzó a principiarme aquellos

      sucesos, yo renegaba de su inoportunidad y pesadez, mas poco tardó mi

      mente en apoderarse de aquel mismo asunto, para darle vueltas de arriba a

      abajo, operación psicológica que no deja de ser estimulada por la regular

      marcha del coche y el sordo y monótono rumor de sus ruedas, limando el

      hierro de los carriles.

      Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo

      con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros

      de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones ! Unos parecen

      ni inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan

      revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros

      tristes, aquél bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del

      trayecto, no hay uno que no desee terminarlo pronto. Pues entre los mil

      fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste en estar una

      docena de personas mirándose las caras sin decirse palabra, y contándose

      recíprocamente sus arrugas, sus lunares, y este o el otro accidente

      observado en el rostro o en la ropa.

      Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que

      probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien;

      otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos

      nosotros, y por último también nos vamos. Imitación en esto de la vida

      humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que

      me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el

      pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen, mueren...

      ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán después!

      Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de

      pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos

      antojan excelentes personas, y nos agrada su aspecto y hasta les vemos

      salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les

      echamos la vista encima; les aborrecemos durante diez minutos; examinamos

      con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al

      verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida

      humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso,

      insensible a lo que pasa en su interior; sin que le conmuevan ni poco ni

      mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro: siempre

      corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro,

      largas y resbaladizas como los siglos.

      Pensaba en esto mientras el coche subía por la calle de Alcalá, hasta que

      me sacó del golfo de tan revueltas cavilaciones el golpe de mi paquete de

      libros al caer al suelo. Recogílo al instante; mis ojos se fijaron en el

      pedazo de periódico que servía de envoltorio a los volúmenes, y

      maquinalmente leyeron medio renglón de lo que allí estaba impreso. De

      súbito sentí vivamente picada mi curiosidad: había leído algo que me

      interesaba, y ciertos nombres esparcidos en el pedazo de folletín hicieron

      a un tiempo la vista y el recuerdo. Busqué el principio y no lo hallé: el

      papel estaba roto, y únicamente pude leer, con curiosidad primero y

      después con afán creciente lo siguiente:

      Sentía la condesa una agitación indescriptible. La presencia de Mudarra,

      el insolente mayordomo, que olvidando su bajo origen atrevíase a poner los

      ojos en persona tan alta, le causaba continua zozobra. El infame la estaba

      espiando sin cesar, la vigilaba como se vigila a un preso. Ya no le

      detenía ningún respeto, ni era obstáculo a su infame asechanza la

      sensibilidad y delicadeza de tan excelente señora.

      Mudarra penetró a deshora en la habitación de la Condesa, que pálida y

      agitada, sintiendo a la vez vergüenza y terror, no tuvo ánimo para

      despedirle.

      "—No se asuste usía, señora Condesa —dijo con forzada y siniestra sonrisa,

      que aumentó la turbación de la dama —; no vengo a hacer a usía daño

alguno.

      " —¡Oh, Dios mío! ¡Cuándo acabará este suplicio!— exclamó la dama, dejando

      caer sus brazos con desaliento—. Salga usted; yo no puedo acceder a sus

      deseos. ¡Qué infamia! ¡Abusar de ese modo de mi debilidad, y de la

      indiferencia de mi esposo, único autor de tantas desdichas!

      " —¿Por qué tan arisca señora Condesa? —añadió el feroz mayordomo —. Si yo

      no tuviera el secreto de su perdición en mi mano; si yo no pudiera imponer

      al señor Conde de ciertos particulares... pues... referentes a aquel

      caballerito... Pero, no abusaré, no, de estas terribles armas. Usted me

      comprenderá al fin, conociendo cuán desinteresado es el grande amor que ha

      sabido inspirarme.

      "Al decir esto, Mudarra dio algunos pasos hacia la condesa, que se alejó

      con horror y repugnancia de aquel monstruo.

      "Era Mudarra un hombre como de cincuenta años, moreno, rechoncho y

      patizambo; de cabellos ásperos y en desorden, grande y colmilluda la boca.

      Sus ojos medio ocultos tras la frondosidad de largas, negras y espesísimas

      cejas, en aquellos instantes expresaban la más bestial concupiscencia.

      " —¡Ah puerco espín! —exclamó con ira al ver el natural despego de la dama

      —. ¡Qué desdicha no ser un mozalbete almidonado! Tanto remilgo sabiendo

      puedo informar al señor Conde... Y me creerá, no lo dude usía: el señor

      Conde tiene en mí tal confianza, que lo que yo le digo es para él el mismo

      Evangelio... pues... y como está celoso... si yo le presento el

papelito...

      " —¡Infame! —gritó la Condesa con noble arranque de indignación y dignidad

      —. Yo soy inocente; y mi esposo no será capaz de prestar oídos a tan viles

      calumnias. Y aunque fuera culpable prefiero mil veces ser despreciada por

      mi marido y por todo el mundo, a comprar mi tranquilidad a ese precio.

      Salga usted de aquí al instante.

      "—Yo también tengo mal genio, señora Condesa —dijo el mayordomo devorando

      su rabia —; yo también gasto mal genio, y cuando me amosco... Puesto que

      usía lo toma por la tremenda, vamos por la tremenda. Ya sé lo que tengo

      que hacer, y demasiado condescendiente he sido hasta aquí. Por última vez

      propongo a usía que seamos amigos, y no me ponga en el caso de hacer un

      disparate... con que señora mía...

      "Al decir esto Mudarra contrajo la pergaminosa piel y los rígidos tendones

      de su rostro haciendo una mueca parecida a una sonrisa, y dio algunos

      pasos como para sentarse en el sofá junto a la Condesa. Ésta se levantó de

      un salto gritando:

      "—No; ¡salga usted! ¡Infame! Y no tener quien me defienda... ¡Salga

usted!"

      "El mayordomo, entonces, era como una fiera a quien se escapa la presa que

      ha tenido un momento antes entre sus uñas. Dio un resoplido, hizo un gesto

      de amenaza y salió despacio con pasos muy quedos. La Condesa, trémula y

      sin aliento, refugiada en la extremidad del gabinete, sintió las pisadas

      que alejándose se perdían en la alfombra de la habitación inmediata, y

      respiró al fin cuando le consideró lejos. Cerró las puertas y quiso

      dormir; pero el sueño huía de sus ojos aún aterrados con la imagen del

      monstruo.

      "Capítulo XI. —El Complot. —Mudarra, al salir de la habitación de la

      Condesa, se dirigió a la suya, y dominado por fuerte inquietud nerviosa,

      comenzó a registrar cartas y papeles diciendo entre dientes: "Ya ni me

      aguanto más; me las pagará todas juntas." Después se sentó, tomó la pluma,

      y poniendo delante una de aquellas cartas, y examinándola bien, empezó a

      escribir otra, tratando de remedar la letra. Mudaba la vista con febril

      ansiedad del modelo a la copia, y por último, después de gran trabajo

      escribió con caracteres enteramente iguales a los del modelo, la carta

      siguiente, cuyo sentido era de su propia cosecha: Había prometido a usted

      una entrevista y me apresuro..."

      El folletín estaba roto y no pude leer más.

      III

      Sin apartar la vista del paquete, me puse a pensar en la relación que

      existía entre las noticias sueltas que oí de boca del Sr. Cascajares y la

      escena leída en aquel papelucho, folletín, sin duda, traducido de alguna

      desatinada novela de Ponson du Terrail o de Montepin. Será una tontería,

      dije para mí, pero es lo cierto que ya me inspira interés esa señora

      Condesa, víctima de la barbarie de un mayordomo imposible, cual no existe

      sino en la trastornada cabeza de algún novelista nacido para aterrar a las

      gentes sencillas. ¿Y qué haría el maldito para vengarse? Capaz sería de

      imaginar cualquiera atrocidad de esas que ponen fin a un capítulo de

      sensación. ¿Y el Conde qué hará? Y aquel mozalbete de quien hablaron

      Cascajares en el coche y Mudarra en el folletín, ¿qué hará, quién será?

      ¡Qué hay entre la Condesa y ese incógnito caballerito? Algo daría por

      saber...

      Esto pensaba, cuando alcé los ojos, recorrí con ellos el interior del

      coche, y ¡horror! vi una persona que me hizo estremecer de espanto.

      Mientras estaba yo embebido en la interesante lectura del pedazo de

      folletín, el tranvía se había detenido varias veces para tomar o dejar

      algún viajero. En una de esas ocasiones había entrado aquel hombre, cuya

      súbita presencia me produjo tan grande impresión. Era él, Mudarra, el

      mayordomo en persona, sentado frente a mí, con sus rodillas tocando mis

      rodillas. En un segundo le examiné de pies a cabeza y reconocí las

      facciones cuya descripción había leído. No podía ser otro: hasta los más

      insignificantes detalles de su vestido indicaban claramente que era él.

      Reconocí la tez morena y lustrosa, los cabellos indomables, cuyas mechas

      surgían en opuestas direcciones como las culebras de Medusa, los ojos

      hundidos bajo la espesura de unas agrestes cejas, las barbas, no menos

      revueltas e incultas que el pelo, los pies torcidos hacia dentro como los

      de los loros, y en fin, la misma mirada, el mismo hombre en el aspecto, en

      el traje, en el respirar, en el toser, hasta en el modo de meterse la mano

      en el bolsillo para pagar.

      De pronto le vi sacar una cartera, y observé que este objeto tenía en la

      cubierta una gran M dorada, la inicial de su apellido. Abrióla, sacó una

      carta y miró el sobre con una sonrisa de demonio, y hasta me pareció que

      decía entre dientes:

      "¡Qué bien imitada está la letra!" En efecto, era una carta pequeña, con

      el sobre garabateado por mano femenina. Lo miró bien, recreándose en su

      infame obra, hasta que observó que yo con curiosidad indiscreta y

      descortés alargaba demasiado el rostro para leer el sobrescrito. Dirigióme

      una mirada que me hizo el efecto de un golpe, y guardó su cartera.

      El coche seguía corriendo, y en el breve tiempo necesario para que yo

      leyera el trozo de novela, para que pensara un poco en tan extrañas cosas,

      para que viera al propio Mudara, novelesco, inverosímil, convertido en ser

      vivo y compañero mío en aquel viaje, había dejado atrás la calle de

      Alcalá, atravesaba la Puerta del Sol y entraba triunfante en la calle

      Mayor, abriéndose paso por entre los demás coches, haciendo correr a los

      carromatos rezagados y perezosos, y ahuyentando a los peatones, que en el

      tumulto de la calle, y aturdidos por la confusión de tantos y tan diversos

      ruidos, no ven a la mole que se les viene encima sino cuando ya la tienen

      a muy poca distancia.

      Seguía yo contemplando aquel hombre como se contempla un objeto cuya

      existencia real no estamos seguros, y no quité los ojos de su repugnante

      facha hasta que no le vi levantarse, mandar parar el coche y salir,

      perdiéndose luego en el gentío de la calle.

      Salieron y entraron varias personas y la decoración viviente del coche

      mudó por completo.

      Cada vez era más viva la curiosidad que me inspiraba aquel suceso, que al

      principio podía considerar como forjado exclusivamente en mi cabeza por la

      coincidencia de varias sensaciones ocasionadas por la conversación o por

      la lectura, pero que al fin se me figuraba cosa cierta y de indudable

      realidad.

      Cuando salió el hombre en quien creí ver el horrible mayordomo, quedéme

      pensando en el incidente de la carta y me lo expliqué a mi manera, no

      queriendo ser en tan delicada cuestión menos fecundo que el novelista,

      autor de lo que momentos antes había leído. Mudarra, pensé, deseoso de

      vengarse de la Condesa ¡oh infortunada señora! finge su letra y escribe

      una carta a cierto caballerito, con quien hubo esto y lo otro, y lo de más

      allá. En la carta le da una cita en su propia casa; llega el joven a la

      hora indicada y poco después el marido, a quien se ha tenido cuidado de

      avisar, para que coja in fraganti a su desleal esposa: ¡oh admirable

      recurso del ingenio! Esto, que en la vida tiene su pro y su contra, en una

      novela viene como anillo al dedo. La dama se desmaya, el amante se turba,

      el marido hace una atrocidad, y detrás de la cortina está el fatídico

      semblante del mayordomo que se goza de su endiablada venganza.

      Lector yo de muchas y muy malas novelas, di aquel giro a la que

      insensiblemente iba desarrollándose en mi imaginación por las palabras de

      mi amigo, la lectura de un trozo de papel y la vista de un desconocido.

      IV

      Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro

      se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del vehículo produce

      cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los

      párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete

      de libros, y cerré los ojos. En esta posición continué viendo la hilera de

      caras de ambos sexos que ante mí tenía, barbadas unas, limpias de pelo

      otras, aquéllas riendo, estas muy acartonadas y serias. Después me pareció

      que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquellas caras

      hacían muecas y guiños, abriendo y cerrándolos ojos y las bocas, y

      mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los

      más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los

      otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en

      color y expresión, crecían o menguaban, variando la forma; las bocas se

      abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban

      hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante

      rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no

      poder ser nombrado.

      Por detrás de aquellas ocho caras cuyos horrendos visajes he descrito, y

      al través de las ventanillas del coche, veía yo la calle, las casas y los

      transeúntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviera con

      rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaba más aprisa que

      nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más

      que los norte—americanos; corría con toda la velocidad que puede suponer

      la imaginación, tratándose de la traslación de un sólido.

      A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que

      iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un instante

      creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de

      los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros

      pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos

      sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, y algunos miraban

      adentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida ,

      grandes moluscos , madréporas, y una multitud de bivalvos grandes y

      deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba

      tirado por no sé qué especie de andantes monstruos, cuyos remos, luchando

      con el agua, sonaban como las paletadas de una hélice, tornillando la masa

      líquida con su infinito voltear.

      Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría por

      los aires, volando en dirección fija y sin que le agitaran los vientos. Al

      través de los cristales no se veía nada, más que espacio: las nubes nos

      envolvían a veces; una lluvia violenta tamborileaba en la imperial; de

      pronto salíamos al espacio puro, inundado de sol, para volver de nuevo a

      penetrar en el vaporoso seno de los celajes inmensos, ya rojos, ya

      amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás

      en nuestra marcha. Pasábamos luego por un sitio del espacio en que

      flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro: más adelante,

      aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el movimiento de

      las ruedas triturando la luz era de plata, después verde como harina de

      esmeraldas, y por último, roja, como harina de rubís. El coche iba

      arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipogrifo y

      más atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz

      recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más

      bien el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio

      sin fin, sin llegar nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas

      leguas de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de

      Salamanca, Cascajares, la Condesa, Mudarra, el incógnito galán, todos

      ellos.

      Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche dejó de

      andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en el

      tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las ruedas,

      que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un tren o en el

      camarote de un vapor. Me dormí... ¡Oh infortunada Condesa! la vi tan clara

      como estoy viendo en este instante el papel en que escribo ; la vi sentada

      junto a un velador, la mano en la mejilla, triste y meditabunda como una

      estatua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado un perrillo, que me

      pareció tan triste como su interesante ama.

      Entonces pude examinar a mis anchas a la mujer que yo consideraba como la

      desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y

      expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta y

      perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y arqueadas

      cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su traje, se

      comprendía que no pensaba salir aquella noche. Yo observaba con creciente

      ansiedad la hermosa figura que tanto deseaba conocer y me pareció que

      podía leer sus ideas en aquella noble frente donde la costumbre de la

      reconcentración mental había trazado unas cuantas líneas imperceptibles,

      que el tiempo convertiría pronto en arrugas.

      De pronto se abre la puerta dando paso a un hombre. La Condesa dio un

      grito de sorpresa y se levantó muy agitada.

      —¿Qué es esto? —dijo— Rafael. Usted... ¿Qué atrevimiento? ¿Cómo ha entrado

      usted aquí?

      —Señora —contestó el que había entrado, joven de muy buen porte—. ¿No me

      esperaba usted? He recibido una carta suya...

      —¡Una carta mía! —exclamó más agitada la Condesa—, Yo no he escrito carta

      ninguna. Y para qué había de escribirla?

      —Señora, vea usted —repuso el joven sacando la carta y mostrándosela—; es

      su letra, su misma letra.

      —¡Dios mío! ¡Qué infernal maquinación! —dijo la dama con desesperación—.

      Yo no he escrito esa carta. Es un lazo que me tienden...

      —Señora, cálmese usted... yo siento mucho...

      —Sí, lo comprendo todo... Ese hombre infame... Ya sospecho cuál habrá sido

      su idea. Salga usted al instante... Pero ya es tarde; ya siento la voz de

      mi marido.

      En efecto, una voz atronadora se sintió en la habitación inmediata, y al

      poco entró el Conde, que fingió sorpresa de ver al galán, y después riendo

      con cierta afectación le dijo:

      —¡Oh Rafael! usted por aquí... ¡Cuánto tiempo!... Venía usted a acompañar

      a Antonia... Con eso nos acompañará a tomar el té.

      —La Condesa y su esposo cambiaron una mirada siniestra. El joven en su

      perplejidad, apenas acertó a devolver al Conde su saludo. Vi que entraron

      y salieron criados; vi que trajeron el servicio de té y desaparecieron

      después, dejando solos a los tres personajes. Iba a pasar algo terrible.

      Sentáronse: la Condesa parecía difunta, el Conde afectaba una hilaridad

      aturdida, semejante a la embriaguez, y el joven callaba, contestándole

      sólo con monosílabos. Sirvió el té, y el Conde alargó a Rafael una de las

      tazas, no una cualquiera, sino una determinada. La Condesa, miró aquella

      taza con tal expresión de espanto, que pareció echar en ella todo sus

      espíritu. Bebieron en silencio, acompañando la poción con muchas

      variedades de sabrosas pastas Huntley and Palmers, y otras menudencias

      propias de tal clase de cena. Después el Conde volvió a reír con la

      desaforada y ruidosa expansión que le era peculiar aquella noche, y dijo:

      —¡Como nos aburrimos! Usted, Rafael, no dice una palabra. Antonia, toca

      algo. Hace tanto tiempo que no te oímos. Mira... aquella pieza de

      Gottschalk que se titula Morte... La tocabas admirablemente. Vamos. ponte

      al piano.

      La Condesa quiso hablar, érale imposible articular palabra. El conde la

      miró de tal modo, que la infeliz cedió ante la terrible expresión de sus

      ojos, como la paloma fascinada por el boa constrictor. Se levantó

      dirigiéndose al piano, y ya allí, el marido debió decirle algo que la

      aterró más, acabando de ponerla bajo su infernal dominio. Sonó el piano,

      heridas a la vez multitud de cuerdas, y corriendo de las graves a las

      agudas, las manos de la dama despertaron en un segundo los centenares de

      sonidos que dormían mudos en el fondo de la caja. Al principio era la

      música una confusa reunión de sones que aturdía en vez de agradar, pero

      luego seronóse aquella tempestad, y un canto fúnebre y temeroso como el

      Dies irae surgió de tal desorden. Yo creía escuchar el son triste de un

      coro de cartujos, acompañado con el bronco mugido de los fagots. Sentíanse

      después ayes lastimeros como nos figuramos han de ser los que exhalan las

      ánimas, condenadas en el purgatorio a pedir incesantemente un perdón que

      ha de llegar muy tarde.

      Volvían luego los arpegios prolongados y ruidosos, y las notas se

      encabritaban unas sobre otras como disputándose cuál ha de llegar primero.

      Se hacían y deshacían los acordes, como se forma y desbarata la espuma de

      las olas. La armonía fluctuaba y hervía en una marejada sin fin,

      alejándose hasta perderse, y volviendo más fuertes en grandes y

      atropellados remolinos.

      Yo continuaba extasiado oyendo la música imponente y majestuosa; no podía

      ver el semblante de la Condesa, sentada de espaldas a mí; pero me la

      figuraba en tal estado de aturdimiento y pavor, que llegué a pensar que el

      piano se tocaba solo.

      El joven estaba detrás de ella, el Conde a su derecha, apoyado en el

      piano. De vez en cuando levantaba ella la vista para mirarle; pero debía

      encontrar expresión muy horrenda en los ojos de su consorte, porque

      tornaba a bajar los suyos y seguía tocando. De repente el piano cesó de

      sonar y la Condesa dio un grito.

      En aquel instante sentí un fortísimo golpe en un hombro, me sacudí

      violentamente y desperté.

      V

      En la agitación de mi sueño había cambiado de postura y me había dejado

      caer sobre la venerable inglesa que a mi lado iba.

      —¡Aaaah! usted...sleeping...molestar...me, dijo con avinagrado mohín

      mientras rechazaba mi paquete de libros que se había caído sobre sus

      rodillas.

      —Señora... es verdad... me dormí —contesté turbado al ver que todos los

      viajeros se reían de aquella escena.

      —¡Oooo...yo soy... going...to decir al coachman... usted molestar... mi...

      usted, caballero... very shocking —añadió la inglesa en una jerga

      ininteligible—: ¡Oooh! usted creer ...my body es... su cama for usted...

      to sleep. ¡Oooh! gentleman, you are a stupid ass.

      Al decir esto la hija de la Gran Bretaña, que era de sí bastante

      amoratada, estaba lo mismo que un tomate. Creyérase que la sangre agolpada

      a sus carrillos y a su nariz iba a brotar por sus candentes poros. Me

      mostraba cuatro dientes puntiagudos y muy blancos, como si me quisiera

      roer. Le pedí mil perdones por mi sueño descortés, recogí mi paquete y

      pasé revista a las nuevas caras que dentro del coche había. Figúrate, ¡oh

      cachazudo y benévolo lector! cuál sería mi sorpresa cuando vi frente a mí

      ¿a quién creerás ? al joven de la escena soñada, al mismo D. Rafael en

      persona. Me restregué los ojos para convencerme de que no dormía, y en

      efecto despierto estaba, y tan despierto como ahora.

      Era el mismo, y conversaba con otro que a su lado iba. Puse atención y

      escuché con toda mi alma.

      —Pero ¿tú no sospechaste nada? —le decía el otro.

      —Algo sí; pero callé. Parecía difunta; tal era su terror. Su marido la

      mandó tocar el piano y ella no se atrevió a resistir. Tocó, como siempre,

      de una manera admirable, y oyéndola llegué a olvidarme de la peligrosa

      situación en que nos encontrábamos. A pesar de los esfuerzos que ella

      hacía para aparecer serena, llegó un momento en que le fue imposible

      fingir más. Sus brazos se aflojaron, y resbalando de las teclas echó la

      cabeza atrás y dio un grito. Entonces su marido sacó un puñal, y dado un

      paso hacia ella exclamó con furia: "Toca o te manto al instante." Al ver

      esto hirvió mi sangre toda: quise echarme sobre aquel miserable; pero

      sentí en mi cuerpo una sensación que no puedo pintarte; creí que

      repentinamente se había encendido una hoguera en mi estómago; fuego corría

      por mis venas; las sienes me latieron, y caí al suelo sin sentido.

      —Y antes, ¿no conociste los síntomas del envenenamiento?—le preguntó el

      otro.

      —Notaba cierta desazón y sospeché vagamente, pero nada más. El veneno

      estaba bien preparado, porque hizo el efecto tarde y no me mató, aunque me

      ha dejado una enfermedad para toda la vida.

      —Y después que perdiste el sentido ¿qué pasó?

      Rafael iba a contestar y yo le escuchaba como si de sus palabras pendiera

      un secreto de vida o muerte, cuando el coche paró.

      —¡Ah! ya estamos en los Consejos: bajemos —dijo Rafael.

      —¡Qué contrariedad! Se marchaban, y yo no sabía el fin de la historia.

      —Caballero, caballero, una palabra —dije al verlos salir.

      El joven se detuvo y me miró.

      —¿Y la Condesa? ¿Qué fue de esa señora? —pregunté con mucho afán.

      Una carcajada general fue la única respuesta. Los dos jóvenes riéndose

      también, salieron sin contestarme palabra. El único ser vivo que conservó

      su serenidad de esfinge en tan cómica escena fue la inglesa, que indignada

      de mis extravagancias, se volvió a los demás viajeros diciendo:

      —¡Ooooh! A lunatic fellow.

      VI

      El coche seguía, y a mí me abrasaba la curiosidad por saber qué había sido

      de la desdichada Condesa ¿La mató su marido? Yo me hacía cargo de las

      intenciones de aquel malvado. Ansioso de gozarse en su venganza, como

      todas las almas crueles, quería que su mujer presenciase, sin dejar de

      tocar, la agonía de aquel incauto joven llevado allí por una vil celada de

      Mudarra.

      Mas era imposible que la dama continuara haciendo desesperados esfuerzos

      por mantener su serenidad, sabiendo que Rafael había bebido el veneno.

      ¡Trágica y espeluznante escena! —pensaba yo, más convencido cada vez de la

      realidad del suceso— ¡y luego dirán que estas cosas sólo se ven en las

      novelas!

      Al pasar por delante de Palacio el coche se detuvo y entró una mujer que

      traía un perrillo en sus brazos. Al instante reconocí al perro que había

      visto recostado a los pies de la Condesa; era el mismo, la misma lana tan

      blanca y fina, la misma mancha negra en una de sus orejas. La suerte quiso

      que aquella mujer se sentara a mi lado. No pudiendo yo resistir la

      curiosidad, le pregunté:

      —¿Es de usted ese perro tan bonito?

      —¿Pues de quién ha de ser? ¿Le gusta a usted?

      Cogí una de las orejas del inteligente animal para hacerle una caricia:

      pero él, insensible a mis demostraciones de cariño, ladró, dio un salto y

      puso sus patas sobre las rodillas de la inglesa, que me volvió a enseñar

      sus dos dientes como queriéndome roer, y exclamó:

      —¡Oooooh! usted... unsupportable.

      —¿Y dónde ha adquirido usted ese perro? —pregunté sin hacer caso de la

      nueva explosión colérica de la mujer británica—, ¿se puede saber?

      —Era de mi señorita.

      —¿Y qué fue de su señorita? —dije con la mayor ansiedad.

      —¡Ah! ¿Usted la conocía? —repuso la mujer —. Era muy buena, ¿verdá usté?

      —¡Oh! excelente... Pero ¿podría yo saber en que paró todo aquello?

      —De modo que usted está enterado, usted tiene noticias...

      —Sí, señora... He sabido todo lo que ha pasado, hasta aquello del té...

      pues. Y diga usted ¿murió la señora?

      —¡Ah! Sí señor: está en la gloria.

      —¿Y cómo fue eso? ¿La asesinaron o fue a consecuencia del susto?

      —¡Qué asesinato ni qué susto! —dijo con expresión burlona—. Usted no está

      enterado. Fue que aquella noche había comido no sé qué, pues... y le hizo

      daño... Le dio un desmayo que le duró hasta el amanecer.

      —Bah —pensé yo— ésta no sabe una palabra del incidente del piano y del

      veneno, o no quiere darse por entendida.

      Después dije en alta voz:

      —¿Conque fue de indigestión?

      —Sí, señor. Yo le había dicho aquella noche: "señora: no coma usted esos

      mariscos"; pero no me hizo caso.

      —Conque mariscos ¿eh? —dije con incredulidad—. Si sabré yo lo ocurrido.

      —¿No lo cree usted?

      —Sí... sí —repuse aparentado creerlo—. ¿Y el Conde... su marido, el que

      sacó el puñal cuando tocaba el piano?

      La mujer me miró un instante y después soltó la risa en mis propias

barbas.

      —¿Se ríe usted...? ¡Bah! ¿Piensa usted que no estoy perfectamente

      enterado? Ya comprendo, usted no quiere contar los hechos como realmente

      son. Ya se ve, como habrá causa criminal...

      —Es que ha hablado usted de un conde y de una condesa.

      —¿No era el ama de ese perro la señora Condesa, a quien el mayordomo

      Mudarra...

      La mujer volvió a soltar la risa con tal estrépito, que me desconcerté

      diciendo par mi capote: Esta debe de ser cómplice de Mudarra, y

      naturalmente ocultará todo lo que pueda.

      —Usted está loco —añadió la desconocida.

      —Lunatic, lunatic. Me...suffocated... ¡Oooh! ¡My God!

      —Si lo sé todo: vamos no me lo oculte usted. Dígame de qué murió la señora

      Condesa.

      —¡Qué condesa ni que ocho cuartos, hombre de Dios! —exclamó la mujer

      riendo con más fuerza.

      —¡Si creerá usted que me engaña a mí con sus risitas! —contesté—. La

      Condesa ha muerto envenenada o asesinada; no me queda la menor duda.

      En esto llegó el coche al Barrio de Pozas y yo al término de mi viaje.

      Salimos todos: la inglesa me echó una mirada que indicaba su regocijo por

      verse libre de mí, y cada cual se dirigió a su destino. Yo seguí a la

      mujer del perro aturdiéndola con preguntas, hasta que se metió en su casa

      , riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas ajenas. Al verme solo en

      la calle, recordé el objeto de mi viaje y me dirigí a la casa donde debía

      entregar aquellos libros. Devolvílos a la persona que me los había

      prestado para leerlos, y me puse a pasear frente al Buen Suceso, esperando

      a que saliese de nuevo el coche para regresar al otro extremo de Madrid.

      No podía apartar de la imaginación a la infortunada Condesa, y cada vez me

      confirmaba más en mi idea de que la mujer con quien últimamente hablé

      había querido engañarme, ocultando la verdad de la misteriosa tragedia.

      Esperé mucho tiempo, y al fin, anocheciendo ya, el coche se dispuso a

      partir. Entré, y lo primero que mis ojos vieron fue la señora inglesa

      sentadita donde antes estaba. Cuando me vio subir y tomar sitio a su lado,

      la expresión de su rostro no es definible; se puso otra vez como la grana,

      exclamando:

      —¡Ooooh!... usted... mi quejarme al coachman... usted reventar me for it.

      Tan preocupado estaba yo con mis confusiones, que sin hacerme cargo de lo

      que la inglesa me decía en su híbrido y trabajoso lenguaje, le contesté:

      —Señora, no hay duda de que la Condesa murió envenenada o asesinada. Usted

      no tiene idea de la ferocidad de aquel hombre.

      Seguía el coche, y de trecho en trecho deteníase para recoger pasajeros.

      Cerca del palacio real entraron tres, tomando asiento enfrente de mí. Uno

      de ellos era un hombre alto, seco y huesudo, con muy severos ojos y un

      hablar campanudo que imponía respeto.

      No hacía diez minutos que estaban allí, cuando este hombre se volvió a los

      otros dos y dijo:

      —¡Pobrecilla! ¡Cómo clamaba en sus últimos instantes! La bala le entró por

      encima de la clavícula derecha y después bajó hasta el corazón.

      —¿Cómo? —exclamé yo repentinamente—. ¿Con que fue de un tiro? ¿No murió de

      una puñalada?

      Los tres se miraron con sorpresa.

      —De un tiro, señor —dijo con cierto desabrimiento el alto, seco y huesoso.

      —Y aquella mujer sostenía que había muerto de una indigestión —dije

      interesándome más cada vez en aquel asunto—. Cuente usted ¿y cómo fue?

      —¿Y a usted qué le importa? —dijo el otro con muy avinagrado gesto.

      —Tengo mucho interés por conocer el fin de esa horrorosa tragedia. ¿No es

      verdad que parece cosa de novela?

      —¿Qué novela ni qué niño muerto? Usted está loco o quiere burlarse de

      nosotros.

      —Caballerito, cuidado con las bromas —añadió el alto y seco.

      —¿Creen ustedes que no estoy enterado? Lo sé todo, he presenciado varias

      escena de ese horrendo crimen. Pero dicen ustedes que la Condesa murió de

      un pistoletazo.

      —Válgame Dios; nosotros no hemos hablado de Condesa, sino de mi perra, a

      quien cazando disparamos inadvertidamente un tiro. Si usted quiere

      bromear, puede buscarme en otro sitio, y ya le contestaré como merece.

      —Ya, ya comprendo: ahora hay empeño en ocultar la verdad, manifesté

      juzgando que aquellos hombres querían desorientarme en mis pesquisas,

      convirtiendo en perra a la desdichada señora.

      Ya preparaba el otros su contestación, sin duda, más enérgica de lo que el

      caso requería , cuando la inglesa se llevo el dedo a la sien, como para

      indicarles que yo no regía bien de la cabeza. Calmáronse con esto, y no

      dijeron una palabra más en todo el viaje, que terminó para ellos en la

      Puerta del Sol. Sin duda me habían tenido miedo.

      Yo continuaba tan dominado por aquella idea, que en vano quería serenar mi

      espíritu, razonando los verdaderos términos de tan embrollada cuestión.

      Pero cada vez eran mayores mis confusiones, y la imagen de la pobre señora

      no se apartaba de mi pensamiento. En todos los semblantes que iban

      sucediéndose dentro del enigma. Sentía yo una sobreexcitación cerebral

      espantosa, y sin duda el trastorno interior debía pintarse en mi rostro,

      porque todos me miraban como se mira lo que no se ve todos los días.

      VII

      Aún faltaba algún incidente que había de turbar más mi cabeza en aquel

      viaje fatal. Al pasar por la calle de Alcalá, entró un caballero con su

      señora: él quedó junto a mí. Era un hombre que parecía afectado de fuerte

      y reciente impresión, y hasta creí que alguna vez se llevó el pañuelo a

      los ojos para enjugar las invisibles lágrimas, que sin duda corrían bajo

      el cristal verde oscuro de sus descomunales antiparras.

      Al poco rato de estar allí, dijo en voz baja a la que parecía ser su

mujer.

      —Pues hay sospechas de envenenamiento: no lo dudes. Me lo acaba de decir

      D. Mateo. ¡Desdichada mujer!

      —¡Qué horror! Ya me lo he figurado también —contestó su consorte—. ¿De

      tales cafres qué se podía esperar?

      —Juro no dejar piedra sobre piedra hasta averiguarlo.

      Yo, que era todo oídos, dije también en voz baja:

      —Sí señor; hubo envenenamiento, Me consta.

      —¿Cómo, usted sabe? ¿Usted también la conocía? —dijo vivamente el de las

      antiparras verdes, volviéndose hacia mí.

      —Sí señor; y no dudo que la muerte ha sido violenta, por más que quieran

      hacernos creer que fue indigestión.

      —Lo mismo afirmo yo. ¡Qué excelente mujer! ¿Pero cómo sabe usted...?

      —Lo sé, lo sé —repuse muy satisfecho de que aquel no me tuviera por loco.

      —Luego, usted irá a declarar al juzgado; porque ya está formado la

sumaria.

      —Me alegro, para que castiguen a esos bribones. Iré a declarar, iré a

      declarar, sí señor.

      A tal extremo había llegado mi obcecación, que concluí por penetrarme de

      aquel suceso mitad soñado, mitad leído, y lo creí como ahora creo que es

      pluma esto con que escribo.

      —Pues sí, señor; es preciso aclarar este enigma para que se castigue a los

      autores del crimen. Yo declararé: fue envenenada con una taza de té, lo

      mismo que el joven.

      —Oye, Petronila —dijo a su esposa el de las antiparras— con una taza de

té.

      —Sí, estoy asombrada —contestó la señora—. ¡Cuidado con lo que fueron a

      inventar esos malditos!

      —La Condesa tocaba el piano.

      —¿Qué Condesa? —preguntó aquel hombre interrumpiéndome.

      —La Condesa, la envenenada.

      —Si no se trata de ninguna condesa, hombre de Dios.

      —Vamos; usted también es de los empeñados en ocultarlo.

      —Bah, bah; si en esto no ha habido ninguna condesa ni duquesa, sino

      simplemente la lavandera de mi casa, mujer del guarda—agujas del Norte.

      —¿Lavandera, eh? —dije en tono de picardía. —Sí también me querrá usted

      hacer tragar que es lavandera!

      El caballero y su esposa me miraron con expresión burlona, y después se

      dijeron en voz baja algunas palabras. Por un gesto que vi hacer a la

      señora, comprendí que había adquirido el profundo convencimiento de que yo

      estaba borracho. Lléneme de resignación ante tal ofensa, y callé,

      contentándome con despreciar en silencio, cual conviene a las grandes

      almas, tan irreverente suposición. Cada, vez era mayor mi zozobra; la

      Condesa nos se apartaba ni un instante de mi pensamiento, y había llegado

      a interesarme tanto por su siniestro fin, como si todo ello fuera

      elaboración enfermiza de mi propia fantasía, impresionada por sucesivas

      visiones y diálogos. En fin, para que se comprenda a qué extremo llegó mi

      locura, voy a referir el último incidente de aquel viaje; voy a decir con

      qué extravagancia puse término al doloroso pugilato de mi entendimiento

      empeñado en fuerte lucha con un ejército de sombras.

      Entraba el coche por la calle de Serrano, cuando por la ventanilla que

      frente a mí tenía miré a la calle, débilmente iluminada por la escasa luz

      de los faros, y vi pasar a un hombre. Di un grito de sorpresa, y exclamé

      desatinado:

      —Ahí va, es él, el feroz Mudarra, el autor principal de tantas infamias.

      Mandé parar el coche, y salí, mejor dicho, salté a la puerta tropezando

      con los pies y las piernas de los viajeros; bajé a la calle y corrí tras

      aquel hombre, gritando:

      —¡A ése, a ése, al asesino!

      Júzguese cuál sería el efecto producido por estas voces en el pacífico

      barrio.

      Aquel sujeto, el mismo exactamente que yo había visto en el coche por la

      tarde, fue detenido. Yo no cesaba de gritar:

      —¡Es el que preparó el veneno para la Condesa, el que asesinó a la

Condesa!

      Hubo un momento de indescriptible confusión. Afirmó él que yo estaba loco;

      pero quieras que no los dos fuimos conducidos a la prevención. Después

      perdí por completo la noción de lo que pasaba. No recuerdo lo que hice

      aquella noche en el sitio donde me encerraron. El recuerdo más vivo que

      conservo de tan curioso lance, fue el de haber despertado del profundo

      letargo en que caí, verdadera borrachera moral, producida, no sé por qué,

      por uno de los pasajeros fenómenos de enajenación que la ciencia estudia

      con gran cuidado como precursores de la locura definitiva.

      Como es de suponer, el suceso no tuvo consecuencias porque el antipático

      personaje que bauticé con el nombre de Mudarra, es un honrado comerciante

      de ultramarinos que jamás había envenenado a condesa alguna. Pero aún por

      mucho tiempo después persistía yo en mi engaño, y solía exclamar:

      "Infortunada condesa; por más que digan, yo siempre sigo en mis trece.

      Nadie me persuadirá de que no acabaste tus día a manos de tu iracundo

      esposo..."

      Ha sido preciso que transcurran meses para que las sombras vuelvan al

      ignorado sitio de donde surgieron volviéndome loco, y torne la realidad a

      dominar mi cabeza. Me río siempre que recuerdo aquel viaje, y toda la

      consideración que antes me inspiraba la soñada víctima la dedico ahora, ¿a

      quién creeréis? a mi compañera de viaje en aquella angustiosa expedición,

      a la irascible inglesa, a quien disloqué un pie en el momento de salir

      atropelladamente del coche para perseguir al supuesto mayordomo.