Benito Pérez Galdós
Primera parte
I
A un periodista de los de nuevo cuño, de estos que designamos con el
exótico nombre de repórter, de estos que corren tras de la información,
como el galgo a los alcances de la liebre, y persiguen el incendio, la
bronca, el suicidio, el crimen cómico o trágico, el hundimiento de un
edificio y cuantos sucesos afectan al orden público y a la Justicia en
tiempos comunes o a la higiene en días de epidemia, debo el descubrimiento
de la casa de huéspedes de la tía Chanfaina (en la fe de bautismo
Estefanía), situada en una calle cuya mezquindad y pobreza contrastan del
modo más irónico con su altísono y coruscante nombre: calle de las
Amazonas. los que no estén hechos a la eterna guasa de Madrid, la ciudad
(o villa) del sarcasmo y las mentiras maleantes, no pararán mientes en la
tremenda fatuidad que supone rótulo tan sonoro en calle tan inmunda, ni se
detendrán a investigar qué amazonas fueron esas que la bautizaron, ni de
dónde vinieron, ni qué demonios se les había perdido en los Madroñales del
Oso. He aquí un vacío que mi erudición se apresura a llenar, manifestando
con orgullo de sagaz cronista que en aquellos lugares hubo en tiempos de
Mari-Castaña un corral de la Villa, y que de él salieron a caballo,
aderezadas a estilo de las heroínas mitológicas, unas comparsas de
mujeronas que concurrieron a los festejos con que celebró Madrid la
entrada de la reina doña Isabel de Valois. Y dice el ingenuo avisador
coetáneo, a quien debo estas profundas sabidurías: "Aquellas hembras,
buscadas ad hoc, hicieron prodigios de valor en las plazas y calles de la
Villa, por lo arriesgado de sus juegos, equilibrios y volteretas,
figurando los guerreros cogerlas del cabello y arrancarlas del arzón para
precipitarlas en el suelo." Memorable debió ser este divertimiento, porque
el corral se llamó desde entonces de las Amazonas, y aquí tenéis el
glorioso abolengo de la calle, ilustrada en nuestros días por el
establecimiento hospitalario y benéfico de la tía Chanfaina.
Tengo yo para mí que las amazonas de que habla el cronista de Felipe II,
muy señor mío, eran unas desvergonzadas chulapas del siglo XVI; mas no sé
con qué vocablo las designaba entonces el vulgo. Lo que sí puedo asegurar
es que desciende de ellas, por línea de bastardía, o sea por sucesión
directa de hembras marimachos sin padre conocido, la terrible Estefanía la
del Peñón, Chanfaina, o como demonios se llame. Porque digo con toda
verdad que se me despega de la pluma, cuando quiero aplicárselo, el
apacible nombre de mujer, y que me bastará dar conocimiento a mis lectores
de su facha, andares, vozarrón, lenguaje y modos para que reconozcan en
ella la más formidable tarasca que vieron los antiguos Madriles y esperan
ver los venideros.
No obstante, me pueden creer que doy gracias a Dios, y al reportero, mi
amigo, por haberme encarado con aquella fiera, pues debo a su barbarie el
germen de la presente historia, y el hallazgo del singularísimo personaje
que le da nombre. No tome nadie al pie de la letra lo de casa de huéspedes
que al principio se ha dicho, pues entre las varias industrias de
alojamiento que la tía Chanfaina ejercía en aquel rincón, y las del centro
de Madrid, que todos hemos conocido en la edad estudiantil, y aun después
de ella, no hay otra semejanza que la del nombre. El portal del edificio
era como de mesón, ancho, con todo el revoco desconchado en mil
fantásticos dibujos, dejando ver aquí y allí el hueso de la pared desnuda
y con una faja de suciedad a un lado y otro, señal del roce continuo de
personas más que de caballerías. Un puesto de bebidas —botellas y
garrafas, caja de polvoriento vidrio llena de azucarillos y asediada de
moscas, todo sobre una mesa cojitranca y sucia—, reducía la entrada a
proporciones regulares. El patio, mal empedrado y peor barrido, como el
portal, y con hoyos profundos, a trechos hierba raquítica, charcos,
barrizales o cascotes de pucheros y botijos, era de una irregularidad más
que pintoresca, fantástica. El lienzo del Sur debió de pertenecer a los
antiguos edificios del corral famoso; lo demás, de diferentes épocas,
pudiera pasar por una broma arquitectónica: ventanas que querían bajar,
puertas que se estiraban para subir, barandillas convertidas en tabiques,
paredes rezumadas por la humedad, canalones oxidados y torcidos, tejas en
los alféizares, planchas de cinc claveteadas sobre podridas maderas para
cerrar un hueco, ángulos chafados, paramentos con cruces y garabatos de
cal fresca, caballetes erizados de vidrios y cascos de botellas para
amedrenear a la ratería; por un lado, pies derechos carcomidos sustentando
una galería que se inclina como un barco varado; por otro, puertas de
cuarterones con gateras tan grandes que por ellas cabrían tigres si allí
los hubiese; rejas de color de canela; trozos de ladrillo amoratado, como
coágulos de sangre; y, por fin, los escarceos de la luz y la sombra en
todos aquellos ángulos cortantes y oquedades siniestras.
Un martes de Carnaval, bien lo recuerdo, tuvo el buen reportero la
humorada de dar conmigo en aquellos sitios. En el aguaducho del portal vi
una tuerta andrajosa que despachaba, y lo primero que nos echamos a la
cara, al penetrar en el patio, fue una ruidosa patulea de gitanos, que
allí tenían aquel día su alojamiento: ellos espatarrados, componiendo
albardas; ellas, despulgándose y aliñándose las greñas; los churumbeles
medio desnudos, de negros ojos y rizosos cabellos, jugando con vidrios y
cascotes. Volviéronse hacia nosotros las expresivas caras de barro cocido,
y oímos el lenguaje dengoso y las ofertas de echarnos la buenaventura. Dos
burros y un gitano viejo con patillas, semejantes al pelo sedoso y
apelmazado de aquellos pacientes animales, completaban el cuadro, en el
cual no faltaban ruido y músicas para caracterizarlo mejor, los canticios
de una gitana, y los tijeretazos del viejo pelando el anca de un pollino.
Aparecieron luego por una cavidad, que no sé si era puerta, aposento o
boca de una cueva, dos mieleros enjutos, con las piernas embutidas en paño
pardo y medias negras, abarcas con correas, chaleco ajustado, pañuelo a la
cabeza, tipos de raza castellana, como cecina forrada en yesca. Alguna
despreciativa chanza hubieron de soltar a los gitanos, y salieron con sus
pesas y pucheretes para vender por Madrid la miel sabrosa. Vimos luego dos
ciegos, palpando paradas: el uno, gordinflón y rollizo, con parda montera
de piel, capa con flecos, y guitarra terciada a la espalda; el otro, con
un violín, que no tenía más que dos cuerdas, bufanda y gorra teresiana sin
galones. Unióseles una niña descalza, que abrazaba una pandereta, y
salieron deteniéndose en el portal a beber la indispensable copa.
Allí se enzarzaron en coloquio muy vivo con otros que llegaron también a
la cata del aguardiente. Eran dos máscaras: la una toda vestida de esteras
asquerosas, si se puede llamar vestirse el llevarlas colgadas de los
hombros; la cara, tiznada de hollín, sin careta, con una caña de pescar y
un pañuelo cogido por las cuatro puntas, lleno de higos que más bien
boñigas parecían. La otra llevaba la careta en la mano, horrible figurón
que representaba al presidente del Consejo, y su cuerpo desaparecía bajo
una colcha remendada, de colorines y trapos diferentes. Bebieron y se
desbocaron en soeces dicharachos, y corriéndose al patio, subieron por una
escalera mitad de gastado ladrillo mitad de madera podrida. Arriba sonó
entonces gran escándalo de risas y toque de castañuelas; luego bajaron
hasta una docena de máscaras, entre ellas dos que por sus abultadas formas
y corta estatura revelaban ser mujeres vestidas de hombre; otras, con
trajes feísimos de comparsas de teatro, y alguno sin careta, pintorreado
de almazarrón el rostro. Al propio tiempo, dos hombres sacaron en brazos a
una vieja paralítica, que llevaba colgando del pecho un cartel donde
constaba su edad, de más de cien años, buen reclamo para implorar la
caridad pública, y se la llevaron a la calle para ponerla en la esquina de
la Arganzuela. Era el rostro de la anciana ampliación de una castaña
pilonga, y se la habría tomado por momia efectiva si sus ojuelos claros no
revelaran un resto de vida en aquel lío de huesos y piel, olvidado por la
muerte.
Vimos que sacaban luego un cadáver de niño como de dos años, en ataúd
forrado de percal color de rosa y adornado con flores de trapo. Salió sin
aparato de lágrimas ni despedida maternal, como si nadie existiera en el
mundo que con pena le viera salir. El hombre que le llevaba echó también
su trinquis en la puerta, y sólo las gitanas tuvieron una palabra de
lástima para aquel ser que tan de prisa pasaba por nuestro mundo. Chicos
vestidos de máscaras, sin más que un ropón de percalina o un sombrero de
cartón adornado con tires de papel; niñas con mantón de talle y flor a la
cabeza, a estilo chulesco, atravesaban el patio, deteniéndose a oír las
burlas de los gitanos o a enredar con los pollinos, en los cuales se
habrían montado de buena gana si los dueños de ellos lo permitieran.
Antes de internarnos, diome el reportero noticias preciosas, que en vez de
satisfacer mi curiosidad excitáronla más. La señora Chanfaina aposentaba
en otros tiempos gentes de mejor pelo: estudiantes de Veterinaria,
trajineros tan brutos como buenos pagadores; pero como el movimiento se
iba de aquel barrio en derechura de la plaza de la Cebada, la calidad de
sus inquilinos desmerecía visiblemente. A unos les tenía por el pago
exclusivo de la llamada habitación, comiendo por cuenta de ellos; a otros
les alojaba y mantenía. En la cocina del piso alto, coda cual se arreglaba
con sus pucheros, a excepción de los gitanos, que hacían sus guisotes en
el patio, sobre trébedes de piedras o ladrillos. Subimos, al fin, deseando
ver todos los escondrijos de la extraña mansión, guarida de una tan
fecunda y lastimosa parte de la Humanidad, y en un cuartucho, cuyo piso de
rotos baldosines imitaba en las subidas y bajadas a las olas de un
proceloso mar, vimos a Estefanía, en chancletas, lavándose las manazas,
que después se enjugó en su delantal de arpillera; la panza voluminosa,
los brazos hercúleos, el seno emulando en proporciones a la barriga y
cargando sobre ella, por no avenirse con apreturas de corsé, el cuello
ancho, carnoso y con un morrillo como el de un toro, la cara encendida y
con restos bien marcados de una belleza de brocha gorda, abultada,
barroca, llamativa, como la de una ninfa de pintura de techos, dibujada
para ser vista de lejos, y que se ve de cerca.
II
El cabello era gris, bien peinado con sinfín de garabatos, ondas y
sortijillas. Lo demás de la persona anunciaba desaliño y falta absoluta de
coquetería y arreglo. Nos saludó con franca risa, y a las preguntas de mi
amigo contestó que se hallaba muy harta de aquel trajín y que el mejor día
lo abandonaba todo para meterse en las Hermanitas, o donde almas
caritativas quisieran recogerla; que su negocio era una pura esclavitud,
pues no hay cosa peor que bregar con gente pobre, mayormente si se tiene
un natural compasivo, como el suyo. Porque ella, según nos dijo, nunca
tuvo cara para pedir lo que se le debía, y así toda aquella gentualla
estaba en su casa como en país conquistado; unos le pagaban; otros, no, y
alguno se marchaba quitándole plato, cuchara o pieza de ropa. Lo que hacía
ella era gritar, eso sí, chillar mucho, por lo cual espantaba a la gente;
pero las obras no correspondían al grito ni al gesto, pues si
despotricando, era un suponer, no había garganta tan sonora como la suya,
ni vocablos más tremebundos, luego se dejaba quitar el pan de la boca y el
más tonto la llevaba y la traía atada con una hebra de seda. Hizo, en fin,
la descripción de su carácter con una sinceridad que parecía de ley, no
fingida, y el último argumento que expuso fue que después de veintitantos
años en aquel nidal de ratas, aposentando gente de todos pelos, no había
podido guardar dos pesetas para contar con algún respiro en caso de
enfermedad.
Esto decía, cuando entraron alborotando cuatro mujeres con careta,
entendiéndose por ello no el antifaz de cartón, o trapo, prenda de
Carnaval, sino la mano de pintura que se habían dado aquellas indinas con
blanquete, chapas de carmín en los carrillos, los labios como
ensangrentados y otros asquerosos afeites, falsos lunares, cejas
ennegrecidas, y la caída de ojos también con algo de mano de gato, para
poetizar la mirada. Despedían las tales de sus manos y ropas un perfume
barato, que daba el quién vive a nuestras narices, y por esto y por su
lenguaje al punto comprendimos que nos hallábamos en medio de lo más
abyecto y zarrapastroso de la especie humano. Al pronto, habría podido
creerse que eran máscaras y el colorete una forma extravagante de disfraz
carnavalesco. Tal fue mi primera impresión; pero no tardé en conocer que
la pintura era en ellas por todos estilos ordinaria, o que vivían siempre
en Carnestolendas. Yo no sé qué demonios de enredo se traían, oues como
las cuatro y Chanfa hablaban a un tiempo con voces desaforadas y ademanes
ridículos, tan pronto furiosas como risueñas, no pudimos enterarnos. Pero
ello era cosa de un papel de alfileres y de un hombre. ¿Qué había pasado
con los alfileres? ¿Quién era el hombre?
Aburridos de aquel guirigay, salimos a un corredor que daba al patio, en
el cual vi un cajón de tierra con hierba callera, ruda, claveles y otros
vegetales casi agostados, y sobre el barandal zaleas y felpudos puestos a
secar. Nos paseábamos por allí, temerosos de que la desvencijada armazón
que nos sustentaba se rindiese a nuestro peso, cuando vimos que se abría
una ventana estrecha que al corredor daba, y en el marco de ella apareció
una figura, que al pronto me pareció de mujer. Era un hombre. La voz, más
que el rostro, nos lo declaró. Sin reparar en los que a cierta distancia
le mirábamos, empezó a llamar a la señá Chanfaina, quien no le hizo ningún
caso en los primeros instantes, dándonos tiempo para que le examináramos a
nuestro gusto mi compañero y yo.
Era de mediana edad, o más bien joven prematuramente envejecido, rostro
enjuto tirando a escuálido, nariz aguileña, ojos negros, trigueño color,
la barba rapada, el tipo semítico más perfecto que fuera de la Morería he
visto: un castizo árabe sin barbas. Vestía traje negro, que al pronto me
pareció balandrán; mas luego vi que era sotana.
—¿Pero es cura este hombre? —pregunté a mi amigo.
Y la respuesta afirmativa me incitó a una observación más atenta. Por
cierto que la visita a la que llamaré casa de Las Amazonas iba resultando
de grande utilidad para un estudio etnográfico, por la diversidad de
castas humanas que allí se reunían: los gitanos, los mieleros, las
mujeronas, que sin duda venían de alguna ignorada rama jimiosa, y, por
último, el árabe aquel de la hopalanda negra, eran la mayor confusión de
tipos que yo había visto en mi vida. Y para colmo de confusión, el
árabe... decía misa.
En breves palabras me explicó mi compañero que el clérigo semítico vivía
en la parte de la casa que daba a la calle; mucho mejor que todo lo demás,
aunque no buena, con escalera independiente por el portal, y sin más
comunicación con los dominios de la señora Estefanía que aquella
ventanucha en que asomado le vimos, y una puerta impracticable, porque
estaba clavada. No pertenecía, pues, el sacerdote a la familia hospederil
de la formidable amazona. Enteróse, al fin, ésta de que su vecino la
llamaba, acudió allá y oímos un diálogo que mi excelente memoria me
permite transcribir sin perder una sílaba.
—Señá Chanfa, ¿sabe lo que me pasa?
—¡Ay, que nos coja confesados! ¿Qué más calamidades tiene que contarme?
—Pues me han robado. No queda duda de que me han robado. Lo sospeché esta
mañana, porque sentí a la Siona revolviéndome los baúles. Salió a la
compra, y a las diez, viendo que no volvía, sospeché más, digo que casi
casi se fueron confirmando mis sospechas. Ahora que son las once, o así lo
calculo, porque también se llevó mi reloj, acabo de comprender que el robo
es un hecho, porque he registrado los baúles y me falta la ropa interior,
toda, todita, y la exterior también, menos las prendas de eclesiástico.
Pues del dinero, que estaba en el cajón de la cómoda, en esta bolsita de
cuero, mírela, no me ha dejado ni una triste perra. Y lo peor..., esta es
la más negra, señá Chanfa..., lo peor es que lo poco que había en la
despensa voló, y de la cocina volaron el carbón y las astillas. De forma y
manera, señora mía, que he tratado de hacer algo con que alimentarme, y no
encuentro ni provisiones, ni un pedazo de pan duro, ni plato, ni
escudilla. No ha dejado más que las tenazas y el fuelle, un colador, el
cacillo y dos o tres pucheros rotos. Ha sido una mudanza en toda regla,
señá Chanfa, y aquí me tiene todavía en ayunas, con una debilidad muy
grande, sin saber de dónde sacarlo y... Conque ya ve: a mí, con tal de
tomar algún alimento para poder tenerme en pie, me basta. Lo demás no me
importa, bien lo sabe usted.
—¡Maldita sea la leche que mamó, padre Nazarín y maldito sea el minuto
pindongo en que dijeron "¡Un aquél de hombre ha nacido!" Porque otro de
más mala sombra, otro más simple y saborío no creo que ande por el mundo
como persona natural...
—Pero, hija, ¿qué quiere usted?... Yo...
—¡Yo, yo!... Usted tiene la culpa, y es el que mismamente se roba y se
perjudica, ¡so candungas, alma de mieles, don ajo!
La retahíla de frases indecentes que siguió la suprimimos por respeto a
los que esto leyeren. Gesticulaba y vociferaba la fiera en la ventana, con
medio cuerpo metido dentro de la estancia, y el clérigo árabe se paseaba
tan tranquilo, cual si oyese piropos y finezas, un poquito triste, eso sí,
pero sin parecer muy afectado por sus desdichas, ni por la rociada de
denuestos con que su vecina le consolaba.
—Si no fuera porque me da cortedad de pegarle a un hombre, mayormente
sacerdote, ahora mismo entraba, y le levantaba las faldas negras y le daba
una mano de azotes... ¡So criatura, más inocente que los que todavía
maman!... ¡Y ahora quiere que yo le llene el buche!... Y van tres, y van
cuatro... Si es usted pájaro, váyase al campo a comer lo que encuentre, o
pósese en la rama de un árbol, piando, hasta que le entren moscas... Y si
está loco, es un suponer, que le lleven al manicómelo.
—Señora Chanfa —dijo el clérigo con serenidad pasmosa, acercándose a la
ventana— , bien poco necesita este triste cuerpo para alimentarse: con un
pedazo de pan, si no hay otra cosa, me basta. Se lo pido a usted porque la
tango por vecina. Pero si no quiere dármelo, a otra parte iré donde me lo
den, que no hay tan pocas almas caritativas como usted cree.
—¡Váyase a la posada del Cuerno, o a la cocina del Nuncio arzopostólico,
donde guisan para los sacrosantos gandules, verbigracia clérigos
lambiones!... Y otra cosa, padre Nazarín: ¿está seguro de que fue la Siona
quien le ha robado? Porque es usted el espíritu de la confianza y de la
bobería, y en su casa entran Lepe y Lepijo; entran también hijas de males
madres, unas para contarle a usted sus pecados, es un suponer; otras para
que las empeñe o desempeñe, y pedirle limosna, y volverle loco. No repara
en quién entra a verle, y a todos y a todas les pone buena cara y les echa
las bienaventuranzas. ¿Qué sucede? Que éste le engaña, la otra se ríe, y
entre todos le quitan hasta los pañales.
—Ha sido la Siona. No hay que echar la culpa a nadie más que a la Siona.
Vaya con Dios, y que le valga de lo que le valiere, pues yo no he de
perseguirla.
Asombrado estaba yo de lo que veía y oía, y mi amigo, aunque no
presenciaba por primera vez tales escenas, también se maravilló de
aquélla. Pedíle antecedentes del para mí extrañísimo e incomprensible
Nazarín, en quien a cada momento se me acentuaba más el tipo musulmán, y
me dijo:
—Este es un árabe manchego, natural del mismísimo Miguelturra, y se llama
don Nazario Zaharín o Zajarin. No sé de él más que el nombre y la patria;
pero, si a usted le parece, le interrogaremos para conocer su historia y
su carácter, que pienso han de ser muy singulares, tan singulares como su
tipo, y lo que de sus propios labios hace poco hemos escuchado. En esta
vecindad muchos le tienen por un santo y otros por un simple. ¿Qué será?
Creo que tratándole se ha de saber con toda certeza.
III
Faltaba la más negra. Oyeron las cuatro tarascas amigas de Estefanía que
se acusaba a la Siona, de quien una de ellas era sobrina carnal, y
acudieron como leonas o panteras a la ventana, con la buena intención de
defender a la culpada. Pero lo hicieron en forma tan brutal y canallesca,
que hubimos de intervenir para poner un freno a sus inmundas bocas. No
hubo insolencia que no vomitaran sobre el sacerdote árabe y manchego, ni
vocablo malsonante que no le dispararan a quemarropa...
—¡Miren el estafermo, el muy puerco y estropajoso, mal comido, alcuza de
las ánimas! ¡Acusar a Siona, la señora de más conciencia que hay en todita
la cristiandad! ¡Sí, señor; de más conciencia que los curánganos, que no
hacen más que engañar a la gente honrada con las mentiras que inventan!...
¿Quién es él, ni qué significan sus hábitos negros de ala de mosca, si no
hace más que vivir de gorra y no sabe ganarlo ? ¿Por qué el muy simple no
se agencia bautizos y funerales, como otros clerigones que andan por
Madrid con muy buen pelo?... Misas a granel salen para todos, y para él
nada: miseria, y chocolate de a tres reales, hígado y un poco de acelga,
de lo que no quieren las cabras... ¡Y luego decir que le roban!... Como no
le roben los huesos del esqueleto, y la coronilla, y la nuez, y los codos,
no sé qué le van a robar... ¡Si ni ropa tiene, ni sábanas, ni más prenda
que una ramita de romero, a la cabecera, para espantar a los demonios!...
Estos serán los que le han robado, estos los que le han quitado los
Evangelios y la crisma, y el Santo Óleo de la misa, y el ora pro nobis...
¡robarle! ¿Qué? Dos estampas de la Virgen Santísima, y el Señor
crucificado con la peana llena de cucarachas... Ja, ja... ¡Vaya con el
señor Domino vobisco, asaltado por los ladrones!... ¡Ni que fuera el
Sacratísimo Nuncio pascual, o la Minerva del cordero quitólico, con todo
el monumento de Dios en su casa, y el Santo Sepulcro de las once mil
vírgenes! ¡Anda y que le den morcilla!... ¡Anda y que le mate el Tato!...
¡Anda y que... !
—¡Arza! —les dijo mi amigo, echándolas de allí con empujones más que con
palabras, pues ya era repugnante ver a una persona de respetabilidad, por
lo menos aparente, injuriada por tan vil gentuza.
Costó trabajo echarlas: por la escalera abajo iban soltando veneno y
perfume, y en el patio tuvieron algo que despotricar con los gitanos y
hasta con los burros. Despejado el terreno, ya no pensamos más que en
trabar conocimiento con Nazarín, y pidiéndole permiso nos colamos en su
morada, subiendo por la angosta escalera que a ella conducía desde el
portal. Cuanto se diga de lo mísero y desamparado de aquella casa es poco.
En la salita no vimos más que un sofá de paja muy viejo, dos baúles, una
mesa donde estaba el breviario y dos libros más y una cómoda; junto a la
sala otra pieza, que llamaremos alcoba porque en ella se veía la cama, la
tarima, con jergón, una fláccida almohada y ni rastros de sábanas ni
colchas. Tres láminas de asunto religioso, y un Crucifijo sobre una
mesilla, completaban el ajuar con dos pares de botas de mucho uso puestas
en fila, y algunos otros objetos insignificantes.
Recibiónos el padre Nazarín con una afabilidad fría, sin mostrar despego
ni tampoco extremada finura, como si le fuera indiferente nuestra visita o
si creyese que no nos debía más cumplimientos que los elementales de la
buena educación. Ocupamos el sofá mi amigo y yo, y él se sentó en la
banqueta frente a nosotros. Le mirábamos con viva curiosidad, y él a
nosotros como si mil veces nos hubiera visto. Naturalmente, hablamos del
robo, único tema a que podíamos echar mano, y como le dijéramos que lo
urgente era dar parte sin dilación al delegado de Policía, nos contestó
con la mayor tranquilidad del mundo:
—No, señores; yo no acostumbro denunciar...
—¡Pues qué!... ¿Le han robado a usted tantas veces que ya el ser robado ha
venido a ser para usted una costumbre?
—Sí, señor; muchas, siempre...
—¿Y lo dice tan fresco?
—¿No ven ustedes que yo no guardo nada? No sé lo que son llaves. Además,
lo poco que poseo, es decir, lo que poseía, no vale el corto esfuerzo que
se emplea para dar vueltas a una llave.
—No obstante, señor cura, la propiedad es propiedad, y lo que
relativamente, según los cálculos de don Hermógenes, para otro sería poco,
para usted podrá ser mucho. Ya ve, hoy le han dejado hasta sin su modesto
desayuno y sin camisa.
—Y hasta sin jabón para lavarme las manos... Paciencia y calma. Ya vendrán
de alguna parte la camisa, el desayuno y el jabón. Además, señores míos,
yo tengo mis ideas, las profeso con una convicción tan profunda como la fe
en Cristo nuestro Padre. ¡La propiedad! Para mí no es más que un nombre
vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del primero que
lo necesita.
—¡Bonita sociedad tendríamos si esas ideas prevalecieran! ¿Y cómo
sabríamos quién era el primer necesitado? Habríamos de disputarnos,
cuchillo en mano, ese derecho de primacía en la necesidad.
Sonriendo bondadosamente y con un poquitín de desdén, el clérigo me
replicó en estos o parecidos términos:
—Si mira usted las cosas desde el punto de vista en que ahora estamos,
claro que parece absurdo; pero hay que colocarse en las alturas, señor
mío, para ver bien desde ellas. Desde abajo, rodeados de tantos
artificios, nada vemos. En fin, como no trato de convencer a nadie, no
sigo, y ustedes me dispensarán que...
En este punto vimos que señá Chanfa oscurecía la habitación ocupando con
su corpacho toda la ventana, por la cual largó un plato con media docena
de sardinas y un gran pedazo de pan de picas, con más un tenedor de
peltre. Tomólo en sus manos el clérigo, y después de ofrecernos se puso a
comer con gana ¡Pobrecillo! No había entrado cosa alguna en su cuerpo en
todo el santo día. Ya fuese por respeto a nosotros, ya porque la compasión
había vencido a sus hábitos groseros, ello es que la Chanfaina no acompañó
el obsequio con ningún lenguarajo. Dando tiempo al curita para que
satisfaciera su necesidad, volvimos a interrogarle del modo más discreto.
De pregunta en pregunta, y después que supimos su edad, entre los treinta
y los cuarenta, su origen, que era humilde, de familia de pastores, sus
estudios, etc., me arranqué a explorarle en terreno más delicado.
—Si tuviera yo la seguridad, padre Nazarín, de que no me tenía usted por
impertinente, yo me permitiría hacerle dos o tres preguntillas.
—Todo lo que usted quiera.
—Usted me contesta o no me contesta, según le acomode. Y si me meto en lo
que no me importa, me manda usted a paseo, y hemos concluido.
—Diga usted.
—¿Hablo con un sacerdote católico?...
—Sí, señor.
—¿Es usted ortodoxo, puramente ortodoxo? ¿No hay en sus ideas o en sus
costumbres algo que le separe de la doctrina inmutable de la Iglesia?
—No, señor —me respondió con sencillez que revelaba su sinceridad y sin
mostrarse sorprendido de la pregunta—. Jamás me he desviado de las
enseñanzas de la Iglesia. Profeso la fe de Cristo en toda su pureza, y
nada hay en mí por donde pueda tildárseme.
—¿Alguna vez ha sufrido usted correctivo de sus superiores, de los que
están encargados de definir esa doctrina y de aplicar los sagrados
cánones?
—Jamás. Ni sospeché nunca que pudiera merecer correctivo ni admonición...
—Otra pregunta. ¿Predica usted?
—No, señor. Rarísimas veces he subido al púlpito. Hablo en voz baja y
familiarmente con los que quieren escucharme, y les digo lo que pienso.
—¿Y sus compañeros no han encontrado en usted algún vislumbre de herejía?
—No, señor. Poco hablo yo con ellos, porque rara vez me hablan ellos a mí,
y los que lo hacen me conocen lo bastante para saber que no hay en mi
mente visos de herejía.
—¿Y posee usted sus licencias?
—Sí, señor, y nunca, que yo sepa, se ha pensado en quitármelas.
—¿Dice usted misa?
—Siempre que me la encargan. No tango costumbre de ir en busca de misas a
las parroquias donde no conozco a nadie. La digo en San Cayetano cuando la
hay para mí, y a veces en el Oratorio del Olivar. Pero no es todos los
días, ni mucho menos.
—¿Vive usted exclusivamente de eso?
—Sí, señor.
—Su vida de usted, y no se ofenda, paréceme muy precaria.
—Bastante; pero mi conformidad le quita toda amargura. En absoluto me
falta la ambición de bienestar. El día que tango qué comer, como; y el día
que no tengo qué comer, no como.
Dijo esto con tan sencilla ingenuidad, sin ningún dejo de afectación, que
nos conmovimos mi amigo y yo..., ¡vaya si nos conmovimos! Pero aún faltaba
mucho más que oír.
IV
No nos hartábamos de preguntarle, y él a todo nos respondía sin mostrar
fastidio de nuestra pesadez. Tampoco manifestaba la presunción natural en
quien se ve objeto de un interrogatorio, o interview, como ahora se dice.
Trájole Estefanía, después de las sardinas, una chuleta al parecer de vaca
y de no muy buena traza; mas él no la quiso, a pesar de las instancias de
la amazona, que volvió a descomponerse y a soltarle mil perrerías. Pero ni
por éstas ni por lo que nosotros cortésmente le dijimos para estimularle
más a comer se dio el hombre a partido, y rechazó también el vino que le
ofrecía la tarasca. Con agua y un bollo de a cuarto puso fin a su
almuerzo, declarando que daba gracias al Señor por el sustento de aquel
día.
—¿Y mañana?—le dijimos.
—Pues mañana no me faltará tampoco, y si me falta esperaremos al otro día,
que nunca hay dos días seguidos rematadamente malós. Empeñóse el reportero
en convidarle a café; pero él, confesándonos que le gustaba, no quiso
aceptar. Fue preciso que le instáramos los dos en los términos más
afectuosos para que se decidiera; lo pedimos al cafetín próximo, nos lo
trajo la tuerta que vendía licores en el portal, y tomándolo con la
comodidad que la estrecha mesa y el mal servicio nos permitían hablamos de
multitud de cosas y le oímos varios conceptos por donde colegimos que era
hombre de luces.
—Dispénseme usted —le dije— si le hago una observación que en este momento
se me ocurre. Bien se conoce que es usted persona de ilustración. Me
sorprende mucho no ver libros en su casa. O no le gustan o ha tenido, sin
duda, que deshacerse de ellos en algún grave aprieto de su vida.
—Los tuve, sí, señor, y los fui regalando hasta que no me quedaron más que
los tres que ustedes ven ahí. Declaro con toda verdad que, fuera de los de
rezo, ningún libro malo ni bueno me interesa, porque de ellos sacan el
alma y la inteligencia poca sustancia. Lo tocante a la Fe lo tango bien
remachado en mi espíritu, y ni comentarios ni paráfrasis de la doctrina me
enseñan nada. Lo demás, ¿pare qué sirve? Cuando uno ha podido añadir al
saber innato unas cuantas ideas, aprendidas en el conocimiento de los
hombres, y en la observación de la sociedad y de la Naturaleza, no hay que
pedir a los libros ni mejor enseñanza ni nuevas ideas que confundan y
enmarañen las que uno tiene ya. Nada quiero con libros ni con periódicos.
Todo lo que sé bien sabido lo tengo, y en mis convicciones hay una firmeza
inquebrantable; como que son sentimientos que tienen su raíz en la
conciencia, y en la razón la flor, y el fruto en la conducta. ¿Les parezco
pedante? Pues no digo más. Sólo añado que los libros son para mí lo mismo
que los adoquines de las calles o el polvo de los caminos. Y cuando paso
por las librerías y veo tanto papel impreso, doblado y cosido, y por las
calles tal lluvia de periódicos un día y otro, me da pena de los
pobrecitos que se queman las cejas escribiendo cosas tan inútiles, y más
pena todavía de la engañada Humanidad que diariamente se impone la
obligación de leerlas. Y tanto se escribe y tanto se publica, que la
Humanidad, ahogada por el monstruo de la Imprenta, se verá en el caso
imprescindible de suprimir todo lo pasado. Una de las cosas que han de ser
abolidas es la gloria profana, el lauro que dan los escritos literarios,
porque llegará día en que sea tanto, tanto lo almacenado en las
bibliotecas, que no habrá la posibilidad material de guardarlo y
sostenerlo. Ya verá entonces el que lo viere el caso que hace la Humanidad
de tanto poema, de tanta novela mentirosa, de tanta historia que nos
refiere hechos cuyo interés se desgasta con el tiempo y acabará por
perderse en absoluto. La memoria humana es ya pajar chico para tanto
fárrago de Historia. Señores míos, se aproxima la edad en que el presente
absorberá toda la vida, y en que los hombres no conservarán de lo pasado
más que las verdades eternas adquiridas por la revelación. Todo lo demás
será escoria, un detritus que ocupará demasiado espacio en las
inteligencias y en los edificios. En esa edad —añadió, en tono que no
vacilo en llamar profético—, el César, o quienquiera que ejerza la
autoridad, dará un decreto que diga lo siguiente: "Todo el contenido de
las bibliotecas públicas y particulares se declara baldío, inútil y sin
otro valor que el de su composición material. Resultando del dictamen de
los químicos que la sustancia papirácea adobada por el tiempo es el mejor
de los abonos para las tierras, venimos en disponer que se apilen los
libros antiguos y modernos en grandes ejidos a la entrada de las
poblaciones, para que los vecinos de la clase agrícola vayan tomando de
tan preciosa materia la parte que les corresponda, según las tierras que
les toque labrar." No duden ustedes que así será, y que la materia
papirácea formará un yacimiento colosal, así como los de guano en las
islas Chinchas; se explotará mezclándola con otras sustancias que aviven
la fermentación, y será transportada en ferrocarriles y buques de vapor
desde nuestra Europa a los países nuevos, donde nunca hubo literatura, ni
imprentas, ni cosa tal.
Grandemente nos reímos celebrando la ocurrencia. Mi amigo, a juzgar por
las miradas recelosas que oyéndole me echaba, debió de formar opinión muy
desfavorable del estado mental del clérigo. Yo le tenía más bien por un
humorista de los que cultivan la originalidad. Nuestra charla llevaba
trazas de ser interminable, y ya picábamos en este asunto, ya en el otro.
Tan pronto el buen Nazarín me parecía un budista, tan pronto un imitador
de Diógenes.
—Todo eso está muy bien —le dije—, pero podría usted, padre, vivir mejor
de lo que vive. Ni esto es casa, ni estos son muebles, ni por lo visto
tiene usted más ropa que la puesta. ¿Por qué no pretende usted, dentro de
su estado religioso, una posición que le permita vivir con modesta
holgura? Este amigo mío tiene mucho metimiento en ambos Cuerpos
colegisladores y en todos los ministerios, y no le sería difícil,
ayudándole yo con mis buenas relaciones, conseguir para usted una
canonjía.
Sonrió el clérigo con cierta sorna y nos dijo que ninguna falta le hacían
a él canonjías y que la vida boba de coro no cuadraba a su natural
independiente. También le propusimos agenciarle alguna plaza de coadjutor
en las parroquias de Madrid o un curato de pueblo, a lo que respondió que
si le daban tal plaza la tomaría por obediencia y acatamiento
incondicional a sus superiores.
—Pero tengan por seguro que no me la dan —añadía con seguridad exenta de
amargura—. Y con plaza y sin plaza, siempre me verían ustedes tal como
ahora me ven, porque es condición mía esencialísima la pobreza, y si me lo
permiten les diré que el no poseer es mi suprema aspiración. Así como
otros son felices en sueños, soñando que adquieren riquezas, mi felicidad
consiste en soñar la pobreza, en recrearme pensando en ella y en imaginar,
cuando me encuentro en mal estado, un estado peor. Ambición es ésta que
nunca se sacia; pues cuanto más se tiene más se quiere tener, o, hablando
propiamente, cuanto menos, menos. Presumo que no me entienden ustedes o
que me miran con lástima piadosa. Si es lo primero, no me esforzaré en
convencerles; si lo segundo, agradezco la compasión y celebro que mi
absoluta carencia de bienes haya servido para inspirar ese cristiano
sentimiento.
—¿Y qué piensa usted —le preguntamos con pedantería, resueltos a apurar la
interview— de los problemas pendientes, del estado actual de la sociedad ?
—Yo no sé nada de eso —respondió, encogiéndose de hombros—. No sé más sino
que a medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura, y cunde el
llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan riquezas, es
mayor el número de pobres y la pobreza es más negra, más triste, más
displicente. Eso es lo que yo quisiera evitar: que los pobres, es decir,
los míos, se hallen tan tocados de la maldita misantropía. Crean ustedes
que entre todo lo que se ha perdido, ninguna pérdida es tan lamentable
como la de la paciencia. Alguna existe aún desperdigada por ahí, y el día
que se agote, adiós mundo. Que se descubra un nuevo filón de esa gran
virtud, la primera y más hermosa que nos enseñó Jesucristo, y verán
ustedes qué pronto se arregla todo.
—Por lo visto es usted un apóstol de la paciencia.
—Yo no soy apóstol, señor mío, ni tengo tales pretensiones.
—Enseña usted con el ejemplo.
—Hago lo que me inspire mi conciencia, y si de ello, de mis acciones,
resulta algún ejemplo y alguien quiere tomarlo, mejor.
—Su credo de usted, en la relación social, es, según veo, la pasividad.
—Usted lo ha dicho.
—Porque usted se deja robar, y no protesta.
—Sí, señor; me dejo robar y no protesto.
—Porque usted no pretende mejorar de posición ni pide a sus superiores que
le den medios de vivir dentro de su estado religioso.
—Así es; yo no pretendo, yo no pido.
—Usted come cuando tiene qué comer, y cuando no, no come.
—Justamente..., no como.
—¿Y si le arrojan de la caso?
—Me voy.
—¿Y si no encuentra quien le dé otra?
—Duermo en el campo. No es la primera vez.
—¿Y si no hay quien le alimente?
—El campo, el campo...
—Y, por lo que he visto, le injurian a usted mujerzuelas, y usted se calla
y aguanta.
—Sí, señor; callo y aguanto. No sé lo que es enfadarme. El enemigo es
desconocido para mí.
—¿Y si le ultrajasen de obra, si le abofetearan..?
—Sufriría con paciencia.
—¿Y si le acusaran de falsos delitos..?
—No me defendería. Absuelto en mi conciencia, nada me importarían las
acusaciones.
—Pero ¿usted no sabe que hay leyes y Tribunales que le defenderían de los
malvados?
—Dudo que haya tales cosas; dudo que amparen al débil contra el fuerte;
pero aunque existiera todo eso que usted dice, mi tribunal es el de Dios,
y para ganar mis litigios en ése no necesito papel sellado, ni abogados,
ni pedir tarjetas de recomendación.
—En esa pasividad, llevada a tal extremo, veo un valor heroico.
—No sé... Para mí no es mérito.
—Porque usted desafía los ultrajes, el hambre, la miseria, las
persecuciones, las calumnias y cuantos males nos rodean, ya provengan de
la Naturaleza, ya de la sociedad.
—Yo no los desafío, los aguanto.
—¿Y no piensa usted en el día de mañana?
—Jamás.
—¿Ni se aflige al considerar que mañana no tendrá cama en que dormir ni un
pedazo de pan que llevar a la boca?
—No, señor; no me aflijo por eso.
—¿Cuenta usted con almas caritativas como esta señora Chanfaina, que
parece un demonio y no lo es?
—No, señor; no lo es.
—¿Y no cree usted que la dignidad de un sacerdote es incompatible con la
humillación de recibir limosna?
—No, señor; la limosna no envilece al que la recibe ni en nada vulnera su
dignidad.
—¿De modo que usted no siente herido su amor propio cuando le dan algún
socorro?
—No, señor.
—Y es de presumir que algo de lo que usted reciba pasará a manos de otros
más necesitados o que lo parezcan.
—Alguna vez.
—¿Y usted recibe socorros, para usted exclusivamente, cuando los necesita?
—¿Qué duda tiene?
—¿Y no se sonroja al recibirlos?
—Nunca. ¿Por qué había de sonrojarme?
—¿De modo que si nosotros, ahora..., pongo por caso..., condolidos de su
triste situación, pusiéramos en manos de usted... parte de lo que llevamos
en el bolsillo..?
—Lo tomaría.
Lo dijo con tal candor y naturalidad, que no podíamos sospechar que le
movieran a pensar y expresarse de tal manera ni el cinismo ni la
afectación de humildad, máscara de un desmedido orgullo. Ya era hora de
que termináramos nuestro interrogatorio, que más bien iba tocando en
fisgoneo importuno, y nos despedimos de don Nazario celebrando con frases
sinceras la feliz casualidad a que debíamos su conocimiento. Él nos
agradeció mucho la visita y nuestras afectuosas manifestaciones, y nos
acompañó hasta la puerta. Mi amigo y yo habíamos dejado sobre la mesa
algunas monedas de plata, que ni siquiera miramos, incapaces de calcular
las necesidades de aquel ambicioso de la pobreza: a bulto nos desprendimos
de aquella corta suma, que en total pasaría de dos duros sin llegar a
tres.
V
—Este hombre es un sinvergüenza —me dijo el reportero—, un cínico de mucho
talento, que ha encontrado la piedra filosofal de la gandulería, un pillo
de grande imaginación que cultiva el parasitismo con arte.
—No nos precipitemos, amigo mío, a formular juicios temerarios, que la
realidad podría desmentir. Si usted no lo tiene a mal, volveremos y
observaremos despacio sus acciones. Por mi parte, no me atrevo aún a
opinar categóricamente sobre el sujeto que acabamos de ver, y que sigue
pareciéndome tan árabe como en el primer instante, aunque de su partida de
bautismo resulte, como usted ha dicho, moro manchego.
—Pues si no es un cínico, sostengo que no tiene la cabeza buena. Tanta
pasividad traspasa los límites del ideal cristiano, sobre todo en estos
tiempos en que cada cual es hijo de sus obras.
—También él es hijo de las suyas.
—Qué quiere usted: yo defino el carácter de ese hombre diciendo que es la
ausencia de todo carácter y la negación de la personalidad humana.
—Pues yo, esperando aún más datos y mejor luz para conocerle y juzgarle,
sospecho o adivino en el bienaventurado Nazarín una personalidad vigorosa.
—Según como se entienda el vigor de las personalidades. Un gandul, un
vividor, un gorrón, puede llegar en el ejercicio de ciertas facultades
hasta las alturas del genio; puede afinar y cultivar una aptitud, a
expensas de las demás, resultando..., qué sé yo..., maravillas de
inventiva y sagacidad que nosotros no podemos imaginar. Este hombre es un
fanático, un vicioso del parasitismo, y bien puede afirmarse que no tiene
ningún otro vicio, porque todas sus facultades se concentran en la cría y
desarrollo de aquella aptitud. ¿Que ofrece novedad el caso? No lo dudo;
pero a mí no me hace creer que le mueven fines puramente espirituales.
¿Que es, según usted, un místico, un padre del yermo, gastrónomo de las
hierbas y del agua clara, un budista, un borracho de éxtasis, de la
anulación, del nirvana, o como se llame eso? Pues si lo es, no me apeo de
mi opinión. La sociedad, a fuer de tutora y enfermera, debe considerar
estos tipos como corruptores de la Humanidad, en buena ley
económico-política, y encerrarlos en un asilo benéfico. Y yo pregunto:
¿este hombre, con su altruismo desenfrenado, hace algún bien a sus
semejantes? Respondo: no. Comprendo las instituciones religiosas que
ayudan a la Beneficencia en su obra grandiosa. La misericordia, virtud
privada, es el mejor auxiliar de la Beneficencia, virtud pública. ¿Por
ventura, estos misericordiosos sueltos, individuales, medievales, acaso
contribuyen a labrar la vida del Estado? No. Lo que ellos cultivan es su
propia viña, y de la limosna, cosa tan santa, dada con método y repartida
con criterio, hacen una granjería indecente. La ley social, y si se quiere
cristiana, es que todo el mundo trabaje, cada cual en su esfera. Trabajan
los presidiarios, los niños y ancianos de los asilos. Pues este clérigo
muslímico manchego ha resuelto el problema de vivir sin ninguna especie de
trabajo, ni aun el descansado de decir misa. Nada, que a lo bóbilis
bóbilis resucita la Edad de Oro, propiamente la Edad de Oro. Y me temo que
saque discípulos, porque su doctrina es de las que se cuelan sin sentirlo,
y de fijo tendrá indecible seducción para tanto gandul como hay por esos
mundos. En fin, ¿qué puede esperarse de un hombre que propone que los
libros, el santo libro, y el periódico, el sacratísimo periódico, todo el
producto de la civilizadora Imprenta, esa palanca, esa milagrosa
fuente..., todo el saber antiguo y moderno, los poemas griegos, los Vedas,
las mil y mil historias, se dediquen a formar pilas de abono para las
tierras? ¡Homero, Shakespeare, Dante, Herodoto, Cicerón, Cervantes,
Voltaire, Víctor Hugo, convertidos en guano ilustrado, para criar buenas
coles y pepinos! ¡No sé cómo no ha profetizado también que las
Universidades se convertirán en casas de vacas, y las Academias, los
Ateneos y Conservatorios en establecimiento de bebidas o en establos para
borras de leche!
Ni mi amigo, con sus apreciaciones francamente recreativas, podía
convencerme, ni yo le convencí a él. Por lo menos, el juicio sobre Nazarín
debía aplazarse. Buscando nuevas fuentes de información entramos en la
cocina, donde campaba la Chanfaina frente a una batería de pucheros y
sartenes, friendo aquí, atizando allá, sudorosa, con los ricitos blancos
tocados de hollín, las manos infatigables, trajinando con la derecha, y
con la izquierda quitándose la moquita que se le caía. Al punto comprendió
lo que queríamos decirle, pues era mujer de no común agudeza, y se
adelantó a nuestras preguntas diciéndonos:
—Es un santo, créanme, caballeros; es un santo. Pero como a mí me cargan
los santos..., ¡ay, no les puedo ver!..., yo le daría de morradas al padre
Nazarín si no fuera por el aquel de que es clérigo, con perdón... ¿Para
qué sirve un santo? Para nada de Dios. Porque en otros tiempos paíce que
hacían milagros, y con el milagro daban de comer, convirtiendo las piedras
en peces, o resucitaban los cadáveres difuntos, y sacaban los demonios
humanos del cuerpo. Pero ahora, en estos tiempos de tanta sabiduría, con
eso del teleforo o teléforo, y los ferros-carriles y tanto infundio de
cosas que van y vienen por el mundo, ¿para qué sirve un santo más que para
divertir a los chiquillos de las calles?... Este cuitado que ustedes han
visto tiene el corazón de paloma, la conciencia limpia y blanca como la
nieve, la boca de ángel, pues jamás se le oyó expresión fea, y todo él
está como cuando nació, quiere decirse que le enterrarán con palma..., eso
ténganlo por cierto... Por más que le escarben no encontrarán en él ningún
pecado mayor ni menor, como no sea el pecado de dar todo lo que tiene...
Yo le trato como a una criatura, y le riño todo lo que me da la gana.
¿Enfadarse él ? Nunca. Si ustedes le dan un palo, es un suponer, lo
agradece... Es así... Y si ustedes le dicen perro judío, se sonríe como si
le echaran flores... Y mis noticias son que el cleriguicio de San Cayetano
le trae entre ojos, por ser así, tan dejado, y no le dan misas sino cuando
las hay de sobra... De forma y manera que lo que él gane con el sacerdocio
me lo claven a mí en la frente. Yo, como tengo este genio, le digo:
"Padrito Nazarín, métase en otro oficio, aunque sea para traer y llevar
muertos en la funebridad... ", y él se ríe... También le digo que para
maestro de escuela está cortado, por aquello de la paciencia y el no
comer..., y él se ríe... Porque, eso sí..., hombre de mejor boca no se
hallaría ni buscándolo con un candil. Lo mismo le come a usted un pedazo
de pan tierno que media cuarterón de bofes. Si le da usted cordilla, se la
come, y a un troncho de berza no le hace ascos. ¡Ay, si en vez de santo
fuera hombre, la mujer que tuviera que mantenerle ya podría dar gracias a
Dios..!
Tuvimos que cortar la retahíla de la tía Chanfa, que no llevaba trazas de
acabar en seis horas. Y bajamos a echar un párrafo con el gitano viejo,
quien, adivinando lo que queríamos preguntarle, se apresuró a ilustrarnos
con su autorizada opinión.
—Señores —nos dijo, sombrero en mano—, Dios les guarde. Y si no es
curiosidad, ¿se pué sabé si le dieron guita a ese venturao de don
Najarillo? Porque más valiera que lo diesen a mujotros, que así nos
ahorrábamos el trabajo de subir a pedírselo, o se quitaban de que lo diera
a malas manos... Que muchos hay, ¿ustés me entienden?, que le sonsacan la
caridad, y le quitan hasta el aire santísimo, antes de que lo dé a quien
se lo merece... Eso sí, como bueno lo es, mejorando lo que me escucha. Y
yo le tengo por el príncipe de los serafines coronados, ¡válgame la
santísima cresta del gallo de la Pasión!... Y con él me confesaría antes
que con Su Majestad el Papa de Dios... Porque bien vemos cómo se le cae la
baba del ángel que tiene en el cuerpo, y cómo se le baila en los ojos la
minífica estrella pastoral de la Virgen benditísima que está en los
Cielos... Conque, señores, mandar a un servidor de ustés, y de toda la
familia...
Ya no queríamos más informes, ni por el momento nos hacían falta. En el
portal hubimos de abrirnos paso por entre un pelotón de máscaras inmundas,
que asaltaban el puesto de aguardiente. Salimos pisando fango, andrajos
caídos de aquellos cuerpos miserables, cáscaras de naranja y pedazos de
careta, y volvimos paso a paso al Madrid alto, a nuestro Madrid, que otro
pueblo de mejor fuste nos parecía, a pesar de la grosera necedad del
Carnaval moderno y de las enfadosas comparsas de pedigüeños que por todas
las calles encontrábamos. No hay para qué decir que todo el resto del día
lo pasamos comentando al singularísimo y aún no bien comprendido
personaje, con lo cual indirectamente demostrábamos la importancia que en
nuestra mente tenía. Corrió el tiempo, y tanto el reportero como yo,
solicitados de otros asuntos, fuimos dando al olvido al clérigo árabe,
aunque de vez en cuando le traíamos a nuestras conversaciones. De la
indiferencia desdeñosa con que mi amigo hablaba de él colegí que poca o
ninguna huella había dejado en su pensamiento. A mí me pasaba lo
contrario, y días tuve de no pensar más que en Nazarín, y de deshacerlo y
volverlo a formar en mi mente, pieza por pieza, como niño que desarma un
juguete mecánico para entretenerse armándolo de nuevo. ¿Concluí por
construir un Nazarín de nueva planta con materiales extraídos de mis
propias ideas, o llegué a posesionarme intelectualmente del verdadero y
real personaje? No puedo contestar de un modo categórico. Lo que a renglón
seguido se cuenta, ¿es verídica historia o una invención de esas que por
la doble virtud del arte expeditivo de quien las escribe, y la credulidad
de quien las lee, resultan como una ilusión de la realidad? Y oigo,
además, otras preguntas: "¿Quién demonios ha escrito lo que sigue? ¿Ha
sido usted, o el reportero, o la tía Chanfaina, o el gitano viejo?... "
Nada puedo contestar, porque yo mismo me vería muy confuso si tratara de
determinar quién ha escrito lo que escribo. No respondo del procedimiento;
sí respondo de la exactitud de los hechos. El narrador se oculta. La
narración, nutrida de sentimiento de las cosas y de histórica verdad, se
manifiesta en sí misma clara, precisa, sincera.