Benito Pérez Galdós

 

 

Nazarín

 

    

      

      Tercera parte

 

 

      I

      Avivó el paso, ya fuera de la Puerta, ansioso de alejarse lo más pronto

      posible de la populosa villa y de llegar adonde no viera su apretado

      caserío, ni oyese el tumulto de su inquieto vecindario, que ya en aquella

      temprana hora empezaba a bullir, como enjambre de abejas saliendo de la

      colmena. Hermosa era la mañana. La imaginación del fugitivo centuplicaba

      los encantos de cielo y tierra, y en ellos veía, como en un espejo, la

      imagen de su dicha, por la libertad que al fin gozaba, sin más dueño que

      su Dios. No sin trabajo había hecho efectiva aquella rebelión, pues

      rebelión era, y en ningún caso hubiérala realizado, él tan sumiso y

      obediente, si no sintiera que en su conciencia la voz de su Maestro y

      Señor con imperioso acento se lo ordenaba. De esto no podía tener duda.

      Pero su rebelión, admitiendo que tan feo nombre en realidad mereciese, era

      puramente formal; consistía tan sólo en evadir la reprimenda del superior,

      y en esquivar las dimes y diretes y vejámenes de una justicia que ni es

      justicia ni cosa que lo valga... ¿Qué tenía él que ver con un juez que

      prestaba atención a delaciones infames de gentezuela sin conciencia? A

      Dios, que veía su interior, le constaba que ni del provisor ni del juez

      huía por miedo, pues jamás conoció la cobardía su alma valerosa, ni los

      sufrimientos y dolores, de cualquier clase que fueran, torcían su recta

      voluntad, como hombre que de antiguo saboreaba el misterioso placer de ser

      víctima de la injusticia y maldad de las hombres.

      No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del

      malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de las trabajos más

      rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y de una vida que no cuadraban a su

      espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la vida

      ascética y penitente.

      Y para confirmarse en la venialidad y casi inocencia de su rebeldía,

      pensaba que en el orden dogmático sus ideas no se apartaban ni el grueso

      de un cabello de la eterna doctrina ni de las enseñanzas de la Iglesia,

      que tenía bien estudiadas y sabidas al dedillo. No era, pues, hereje, ni

      de la más leve heterodoxia podían acusarle, aunque a él las acusaciones le

      tenían sin cuidado, y todo el Santo Oficio del mundo lo llevaba en su

      propia conciencia. Satisfecho de ésta, no vacilaba en su resolución, y

      entraba con paso decidido en el yermo; que tal le parecieron aquellos

      solitarios campos.

      Al pasar el puente, unos mendigos que allí ejercían su ubérrima industria

      le miraron sorprendidos y recelosos, como diciendo: "¿Qué pájaro es este

      que viene por nuestros dominios sin que le hayamos dado la patente? Habrá

      que ver..." Saludóles Nazarín con un afable movimiento de cabeza, y sin

      entrar en conversación con ellos siguió su camino, deseoso de alejarse

      antes de que picara el sol. Andando, andando, no cesaba de analizar en su

      monte la nueva existencia que emprendía, y su dialéctica la cogía y la

      soltaba por diferentes lados, apreciándola en todas las fases y

      perspectivas imaginables, ya favorables, ya adversas, para llegar, como en

      un juicio contradictorio, a la verdad bien depurada.

      Concluía por absolverse de toda culpa de insubordinación, y sólo quedaba

      en pie un arguemento de sus imaginarios acusadores, al cual no daba

      satisfactoria respuesta. "¿Por qué no solicita usted entrar en la Orden

      Tercera?" Y conociendo la fuerza de esta observación, se decía: "Dios sabe

      que si encontrara yo en este caminito una casa de la Orden Tercera,

      pediría que me admitiesen en ella, y entraría con júbilo, aunque me

      impusieran el noviciado más penoso. Porque la libertad que yo apetezco lo

      mismo la tendría vagando solo por laderas y barrancos que sujeto a la

      disciplina severa de un santo instituto.

      Quedamos en que escojo esta vida porque es la más propia para mí y la que

      me señala el Señor en mi conciencia, con una claridad imperativa que no

      puedo desconocer."

      Sintiéndose un poco fatigado, a la mitad del camino de Carabanchel Bajo se

      sentó a comer un mendrugo de pan, del bueno y abundante que en el morral

      le puso la Peluda, y en esto se le acercó un perro flaco, humilde y

      melancólico, que participó del festín, y que por sólo aquellas migajas se

      hizo amigo suyo y le acompañó todo el tiempo que estuvo allí reposando el

      frugal almuerzo. Puesto de nuevo en marcha, seguido del can, antes de

      llegar al pueblo sintió sed, y en el primer ventorrillo pidió agua.

      Mientras bebía, tres hombres que de la casa salieron hablando jovialmente

      le observaron con importuna curiosidad. Sin duda había en su persono alga

      que denunciaba el mendigo supuesto o improvisado, y esto le produjo alguna

      inquietud. Al decir "Dios se lo pague" a la mujer que le había dada el

      agua, acercósele uno de las tres hombres y le dijo:

      —Señor Nazarín, le he conocido por el metal de voz. Vaya que está bien

      disfrazado. ¿Se puede saber..., con respeto, adónde va vestidito de pobre?

      —Amigo, voy en busca de lo que me falta.

      —Que sea con salud... ¿Y usted a mí no me conoce? Yo soy aquel...

      —Sí, aquel... Pero no caigo...

      —Que le habló no hace muchos días más abajo... y le brindó..., con

      respeto, un sombrero de teja.

      —¡Ah, sí!..., teja que yo rehusé.

      —Pues aquí estamos para servirle. ¿Quiere su reverencia ver a la Ándara?

      —No, señor... Dile de mi parte que sea buena, o que haga todo lo posible

      por serlo.

      —Mírela... ¿Ve usted aquellas tres mujeres que están allí, al otro lado de

      la carretera propiamente, cogiendo cardillo y verdolaga? Pues la de la

      enagua colorada es Ándara.

      —Por muchos años. ¡Ea!, quédate con Dios... ¡Ah!, un momento: ¿tendrías la

      bondad de indicarme algún atajo por donde yo pudiera pasar de este camino

      al de más allá, al que parte del puente de Segovia y va a tierra de

      Trujillo...?

      —Pues por aquí, siguiendo por estas tapias, va usted derechito... Tira por

      junto al Campamento, y adelante, adelante..., la vereda no le engaña...,

      hasta que llega propiamente a las casas de Brugadas. Allí cruza la

      carretera de Extremadura.

      —Muchas gracias, y adiós.

      Echó a andar, seguido del perro, que por lo visto se ajustaba con él para

      toda la jornada, y no habían recorrido cien metros cuando sintió tras de

      sí voces de mujer que con apremio le llamaban:

      —¡Señor Nazarín, don Nazario...!

      Paróse, y vio que hacia él corría desalada una falda roja, un cuerpo

      endeble, del cual salían dos brazos que se agitaban como aspas de molino.

      "¿Apostamos a que esta que corre es la dichosa Ándara?", se dijo,

      deteniéndose.

      En efecto, ella era, y trabajillo le costara al caminante reconocerla si

      no supiese que andaba por aquellos campos. Al pronto, se habría podido

      creer que un espantajo de los que se arman con palitroques y ropas viejas

      para guardar de los gorriones un sembrado había tomado vida milagrosamente

      y corría y hablaba, pues la semejanza de la moza con uno de estos aparatos

      campestres era completa. El tiempo, que las cosas más sólidas destruye,

      había ido descostrando y arrancando de su rostro la capa calcárea de

      colorete, dejando al descubierto la piel erisipelatosa, arrogada en unas

      partes, en otras tumefacta. Uno de los ojos había llegado a ser mayor que

      el otro, y entrambos feos, aunque no tanto como la boca, de labios

      hemorroidales, mostrando gran parte de las rojas encías y una dentadura

      desigual, descabalada y con muchas piezas carcomidas. No tenía el cuerpo

      ninguna redondez, ni trazas de cosa magra; todo ángulos, atadijo de

      osamenta..., ¡y qué manos negras, qué pies mal calzados de sucias

      alpargatas! Pero lo que más asombro causó a Nazarín fue que la mujercilla,

      al llegarse a él, parecía vergonzosa, con cierta cortedad infantil, que

      era lo más extraordinario y nuevo de su transformación. Si el

      descubrimiento de la vergüenza en aquella cara sorprendió al clérigo

      andante, no le causó menos asombro el notar que la Ándara no mostraba

      ninguna extrañeza de verle en facha de mendigo. La transformación de él no

      le sorprendía, como si ya la hubiese previsto o por natural la tuviera.

      —Señor —le dijo la criminal—, no quería que usted pasara sin hablar

      conmigo..., sin hablar yo con usted. Sepa que estoy allí desde el día del

      fuego, y que nadie me ha visto, ni tengo miedo a la Justicia.

      —Bueno, Dios sea contigo. ¿Qué quieres de mí ahora?

      —Nada más que decirle que la Canóniga es mi prima y por eso me vine a

      esconder ahí, donde me han tratado como a una princesa. Les ayudo en todo,

      y no quiero volver a ese apestoso Madrid, que es la perdición de la gente

      honrada. Conque...

      —Buenos días... Adiós.

      —Espérese un poquito. ¿Qué prisa lleva? Y dígame: ¿se han metido con usted

      los caifases del Juzgado? ¡Valientes ladrones! Me da el corazón que algo

      le han hecho, y que la Camella, que es muy pendanga, habrá llevado la mar

      de cuentos a las Salesas.

      —Nada me importan a mí ya Camellas, ni caifases, ni nada. Déjalo... Y que

      lo poses bien.

      —Aguarde...

      —No puedo detenerme; tengo prisa. Lo único que te digo, Ándara corrompida,

      es que no olvides las advertencias que te hice en mi casa; que te

      enmiendes...

      —¡Más enmendada que estoy!... Yo le juro que aunque volviera a ser guapa o

      tan siquiera pasable, que no me caerá esa breva, no me cogía otra vez el

      demonio. Ahora, como me tiene miedo de puro asquerosa que estoy, no se

      llega a mí el indino. Lo cual que, si no se enfada, le diré una cosa.

      —¿Qué?

      —Que yo quiero irme con usted..., adondequiera que vaya.

      —No puede ser, hija mía. Pasarías muchos trabajos, sufrirías hambre,

      sed...

      —No me importa. Déjeme que le acompañe.

      —Tú no eres buena. Tu enmienda es engañosa; es un reflejo no más del

      despecho que te causa tu falta de atractivos personales; pero en tu

      corazón sigues dañada, y en una u otra forma llevas el mal dentro de ti.

      —¿A que no?

      —Yo te conozco... Tú pegaste fuego a la casa en que te dé asilo.

      —Es verdad, y no me pesa. ¿No querían descubrirme y perderle a usted por

      el olor? Pues el aire malo, con fuego se limpia.

      —Eso te digo yo a ti, que te limpies con fuego.

      —¿Qué fuego?

      —El amor de Dios.

      —Pues diéndome con usted..., se me pegarán esas llamas.

      —No me fío... Eres mala, mala. Quédate sola. La soledad es una gran

      maestra para el alma. Yo la voy buscando. Piensa en Dios, y ofrécele tu

      corazón; acuérdate de tus pecados, y pásales revista para abominar de

      ellos y tomarlos en horror.

      —Pues déjeme ir...

      —Que no. Si eres buena algún día, me encontrarás.

      —¿Dónde?

      —Te digo que me encontrarás. Adiós.

      Y sin esperar a más razones se alejó a buen paso. Quedóse Ándara sentada

      en un ribazo, cogiendo piedrecillas del suelo y arrojándolas a corta

      distancia, sin apartar sus ojos de la vereda por donde el clérigo se

      alejaba. Éste miró para atrás dos o tres veces, y la última, muy de lejos

      ya, la veía tan sólo como un punto rojo en medio del verde campo.

      II

      Tuvo el fugitivo en aquel primer día de su peregrinación encuentros que no

      merecen verdaderamente ser relatados, y tan sólo se indican por ser los

      primeros, o sea el estreno de sus cristianas aventuras. A poco de

      separarse de Ándara oyó cañonazos, que a cada instante sonaban más cerca

      con estruendo formidable, que rasgaba los aires y ponía espanto en el

      corazón. Hacia la parte de donde venía todo aquel ruido vio pelotones de

      tropa que iban y venían, cual si estuvieran librando una batalla.

      Comprendió que se hallaba cerca del campo de maniobras donde nuestro

      Ejército se adiestra en la práctica de los combates. El perro le miró

      gravemente, como diciéndole: "No se asuste, señor amo mío, que esto es

      todo de mentirijillas, y así se están todo el año los de tropa, tirando

      tiros y corriendo unos en pos de otros. Por lo demás, si nos acercamos a

      la hora en que meriendan, crea que algo nos ha de tocar, que esta es gente

      muy liberal y amiga de los pobres."

      Un ratito estuvo Nazarín contemplando aquel lindo juego y viendo cómo se

      deshacían en el aire los humos de los fogonazos, y a poco de seguir su

      camino encontró un pastor que conducía unas cincuenta cabras. Era viejo,

      al parecer muy ladino, y miró al aventurero con desconfianza. No por esto

      dejó el peregrino de saludarle cortésmente y de preguntarle si estaba

      lejos de la senda que buscaba.

      —Paíce que seis nuevo en el oficio —le dijo el pastor—, y que nunca

      anduviéis por acá. ¿De qué parte viene el hombre? ¿De la tierra de

      Arganda? Pues pongo en su conocimiento que los ceviles tienen orden de

      coger a toda la mendicidad y de llevarla a los recogimientos que hay en

      Madrid. Verdad que luego la sueltan otra vez, porque no hay allá

      mantención para tanto vago... Quede con Dios, hermano. Yo no tengo qué

      darle.

      —Tengo pan —dijo Nazarín, metiendo la mano en su morral—, y si usted

      quiere...

      —¿A ver, buen hombre? —replicó el otro examinando el medio pan que se le

      mostraba—. Pues este es de Madrid, del de picos, y de lo bueno.

      —Partamos este pedazo, pues aún tengo otro, que me puso la Peluda al

      salir.

      —Estimando, buen amigo. Venga mi parte. Conque siguiendo palante, siempre

      palante, llegará en veinte minutos al camino de Móstoles. Y, dígame, ¿vino

      bueno trae?

      —No, señor; ni malo ni bueno.

      —Milagro... Abur, paisano.

      Encontró luego dos mujeres y un chico que venían cargados de acelgas,

      lechugas y hojas de berza, de las que se arrancan al pie de la planta para

      echar a las cerdos. Ensayó allí Nazarín su flamante oficio de pordiosero,

      y fueron las campesinas tan generosas, que apenas oídas las primeras

      palabras, diéronle dos lechugas respingadas y media docena de patatas

      nuevas, que una de ellas sacó de un saco. Guardó el peregrino la limosna

      en su morral, pensando que si por la noche encontraba algún rescoldo en

      que le permitieran asar las patatas, asegurada tenía ya, con las lechugas

      de añadidura, una cena riquísima. En la carretera de Trujillo vio un

      carromato atascado, y tres hombres que forcejeaban por sacar del bache la

      rueda. Sin que se lo mandaran les ayudó, poniendo en ello toda su energía

      muscular, que no era mucha, y cuando quedó terminada felizmente la

      operación, tiráronle al suelo una perra chica. Era el primer dinero que

      recogía su mano de mendicante. Todo iba bien hasta entonces, y la

      Humanidad que por aquellos andurriales encontraba parecióle de naturaleza

      muy distinta de la que dejara en Madrid. Pensando en ello, concluía por

      reconocer que las sucesos del primer día no eran ley y que forzosamente

      habrían de sobrevenir extrañas emergencias y producirse más adelante las

      penalidades, dolores, tribulaciones y horribles padecimientos que su

      ardiente fantasía buscaba.

      Avanzó por el polvoroso camino hasta el anochecer, en que vio casas que no

      sabía si eran de Móstoles ni le importaba saberlo. Bastábale con ver

      viviendas humanas, y a ellas se encaminó para solicitar que le permitieran

      dormir, aunque fuese en una leñera, corraliza o tejavana. La primera casa

      era grande, como de labor, con un ventorrillo muy pobre, o aguaducho,

      arrimado a la medianería. Ante el portalón, media docena de cerdos se

      revolcaban en el fango. Más allá vio el caminante un herradero de mulas,

      un carromato con las limoneras hacia arriba, gallinas que iban entrando

      una tras otra, una mujer lavando loza en una charca, una sarmentera y un

      árbol medio seco. Acercóse humildemente a un vejete barrigudo, de cara

      vinosa y regular vestimenta, que del portalón salía, y con formas humildes

      le pidió que le consintiera pasar la noche en un rincón del patio. Lo

      mismo fue oírlo, ¡María Santísima!, que empezar el hombre a echar venablos

      por aquella boca. El concepto más suave fue que ya estaba harto de

      albergar ladrones en su propiedad. No necesitó oír más don Nazario, y

      saludándole gorra en mano se alejó.

      La mujer que lavaba en la charca le señaló un solar, en parte cercado de

      ruinosa tapia, en parte por un bardal de zarzas y ortigas. Se entraba por

      un boquete, y dentro había un principio de construcción, machones de

      ladrillo como de un metro, formando traza arquitectónica y festoneados de

      amarillas hierbas. En el suelo crecía cebadilla como de un palmo, y entre

      dos muros, apoyado en la pared alta del fondo, veíase un tejadillo mal

      dispuesto con palitroques, escajos, paja y barro, obra sumamente frágil,

      mas no completamente inútil, porque bajo ella se guarecían tres mendigos:

      una pareja o matrimonio, y otro más joven y con una pierna de palo.

      Cómodamente instalados en tan primitivo aposento, habían hecho lumbre y en

      ella tenían un puchero, que la mujer destapaba para revolver el contenido,

      mientras el hombre avivaba con furibundos resoplidos la lumbre. El

      cojitranco cortaba palitos con su navaja para cebar cuidadosamente el

      fuego.

      Pidióles Nazarín permiso para cobijarse bajo aquel techo, y ellos

      respondieron que el tal nicho era de libre propiedad y que en él podía

      entrar o salir sin papeleta todo el que quisiere. No se oponían, pues, a

      que el recién venido ocupase un lugar, pero que no esperara participación

      en la cena caliente, pues ellos eran más pobres que el que inventó la

      pobreza, y estaban a recoger y no a dar. Apresuróse el penitente a

      tranquilizarles, diciéndoles que no pedía más que el permiso de arrimar

      unas patatitas a la lumbre, y luego les ofreció pan, que ellos tomaron sin

      hacerse los melindrosos.

      —¿Y qué tal por Madrid? —le dijo el mendigo viejo—. Nosotros, después que

      hagamos todos estos poblachos, pensamos caer por allá en los días de San

      Isidro. ¿Cómo se presenta el año? ¿Hay miseria y siguen tan mal las cosas

      del comercio?... Me han dicho que cae Sagasta. ¿A quién tenemos ahora de

      alcalde?

      Contestó don Nazario con buen modo que él no sabía nada del comercio, ni

      de negocios, ni le importaba que mandase Sagasta o no, y que conocía al

      señor alcalde casi tanto como al emperador de Trapisonda. Con esto acabó

      la tertulia; cenaron los otros en un cazolón, sin convidar al nuevo

      huésped; asó éste sus patatas, y ya no se pensó más que en tumbarse los

      cuatro, buscando el rincón más abrigado Al novato le dejaron el peor

      sitio, casi fuera del amparo de la tejavana; pero nada de esto hacía mella

      en su espíritu fuerte. Buscó una piedra que le sirviera de almohada, y

      envolviéndose en su manta lo mejor que pudo se acostó tan ricamente,

      contando con la tranquilidad de su conciencia y el cansancio de su cuerpo

      para dormir bien. A sus pies se hizo un ovillo el perro.

      A las altas horas de la noche despertáronle gruñidos del animal, que

      pronto fue un ladrar estrepitoso, y alzando su cabeza de la durísima

      almohada vio Nazarín una figura, hombre o mujer, que esto no pudo

      determinarlo en el primer momento, y oyó una voz que le decía:

      —No se asuste, padre; soy yo; soy Ándara, que, aunque usted no quiera,

      vine siguiéndole esta tarde.

      —¿Qué buscas aquí, loca? Repara que estás molestando a estos... señores.

      —No, déjeme acabar. El maldito perro se puso a ladrar... pero yo tan

      calladita. Pues vine siguiéndole y le vi entrar aquí... No se enfade... Yo

      quería obedecerle y no venir; pero las piernas solas me han traído. Es

      cosa de sin pensarlo... Yo no sé lo que me pasa. Tengo que ir con su

      reverencia hasta el fin del mundo, o si no, que me entierren... ¡Ea!

      duérmase otra vez que yo me echo aquí entre esta hierba, para descansar no

      para dormir, pues no tengo maldito sueño, ¡mal ajo!

      —Vete de aquí o cállate la boca —le dijo el buen clérigo, volviendo a

      poner su cabeza dolorida sobre la piedra—. ¡Qué dirán estos señores!

      ¿Oyes? Ya se quejan del ruido que haces.

      En efecto, el de la pierna de palo, que era el más próximo, remuzgaba, y

      el perro volvió a llamar al orden a la importuna moza. Por fin reinó de

      nuevo un silencio que habría sido profundo si no lo turbaran los

      formidables ronquidos de la pareja mayor. Al alba se despertaron todos,

      incluso don Nazario, que se sorprendió de no ver a Ándara, por lo cual

      hubo de sospechar que había sido sueño su aparición en mitad de la noche.

      Charlaron un poco los tres mendigos de plantilla y el aspirante, y pintura

      tan lastimosa hicieron los ancianos de lo mal que aquel año les iba, que

      Nazarín tuvo gran lástima y les cedió todo su capital, o sea la perra

      chica que le habían dado las arrieros. A poco de esto entró Ándara en el

      solar, dándole explicaciones de su ausencia repentina poco antes de que él

      despertara. Y fue que como ella no podía dormir en cama tan dura, se

      despabiló antes de ser de día, y saliéndose a la carretera para reconocer

      el sitio en que se encontraba vio que éste no era otro que la gran villa

      de Móstoles, que conocía muy bien por haber ido a ella varias veces desde

      su pueblo. Añadió que si don Nazario le daba licencia, averiguaría si aún

      moraban allí dos hermanas, amigos suyas, llamadas la Beatriz y la Fabiana,

      una de las cuales tuvo trato en Madrid con un matarife, y luego casaron y

      él puso taberna en aquel pueblo. No llevó a mal el sacerdote que buscara y

      reconociera sus amistades, aunque para ello tuviese que ir al fin del

      mundo y no volver, pues no quería llevar tal mujer consigo. Y una hora

      después, hallándose el peregrino de palique con un cabrero que le obsequió

      rumbosamente con sopas de leche, vio venir a su satélite muy afligida, y,

      velis nolis, tuvo que escuchar historias que al pronto no despertaban

      ningún interés. El matarife tabernero se había muerto de resultas de la

      cogida de un novillo en las fiestas de Móstoles, dejando a su esposa en la

      miseria, con una niña de tres años. Vivían las dos hermanas en un bodegón

      ruinoso, próximo a una cuadra, tan faltas de recursos las pobres que ya se

      habrían ido a Madrid a buscarse la vida (cosa no difícil aún para Beatriz,

      joven y de buena estampa) si no tuvieran a la niña muy malita, con un

      tabardillo perjuicioso, que seguramente, antes de veinticuatro horas, la

      mandaría para el Cielo.

      —¡Ángel de Dios! — exclamó el asceta cruzando las manos —. ¡Desdichada

      madre!

      —Y yo —prosiguió la correntona—, en cuanto vi aquella miseria que

      traspasa, y a la madre llorando, y a Beatriz moqueando, y a la niña con la

      defunción pintada en la cara..., pues me entró una pena..., y luego me dio

      la corazonada gorda, aquella que es como si la entraña me pegara cuatro

      gritos, ¿sabe?... ¡Ahí, esta no me falla... Pues me alegré al sentirla, y

      dije para entre mí: "Voy a contárselo al padre Nazarín, a ver si quiere

      ir, y ve a la niña y la cura."

      —¡Mujer! ¿Qué dices? ¿Soy yo médico?

      —Médico, no... pero es otra cosa que vale más que toda la mediquería. Si

      usted quiere, don Nazario, la niña sanará.

      III

      —Iré —dijo el árabe manchego después de oír por tercera vez la súplica de

      Ándara—, iré, pero solamente por dar a esas pobres mujeres un consuelo de

      palabras piadosas... Mis facultades no alcanzan a más. La compasión, hija

      mía, el amor de Cristo y del prójimo no son medicina para el cuerpo.

      Vamos, sí; enséñame el camino; pero no a curar a la niña, que eso la

      ciencia puede hacerlo, y si el caso es desesperado, Dios Omnipotente.

      —¿A mí me viene usted con esas incumbencias? —replicó la moza con el

      desgarro que usar solía en su prisión de la calle de las Amazonas—. No se

      haga su reverencia el chiquito conmigo; que a mí me consta que es santo.

      Vaya, vaya. ¡A mí con esas!... ¿Y qué trabajo le ha de costar hacer un

      milagro, si quiere?

      —No blasfemes, ignorante, mala cristiana. ¡Milagros yo!

      —Pues si usted no los hace, ¿quién?

      —¡Yo..., insensata; yo milagros, el último de las siervos de Dios! ¿De

      dónde sacas que a mí, que nada soy, que nada valgo, pudo concederme Su

      Divina Majestad el don maravilloso que sólo gozaron en la Tierra algunos,

      muy pocos elegidos, ángeles más que hombres? Desdichada, quítate de mi

      presencia, que tus simplezas, no hijas de la fe, sino de una credulidad

      supersticiosa, me enfadan más de lo que yo quisiera.

      Y, en efecto, tan enojado parecía, que hasta llegó a levantar el palo con

      ademán de pegarle, hecho muy raro en él y que sólo ocurría en

      extraordinarios casos.

      —¿Por quién me tomas, alma llena de errores, mente viciada, naturaleza

      insana en cuerpo y espíritu? ¿Soy acaso un impostor? ¿Trato de embaucar a

      la gente?... Entra en razón y no me hables más de milagros, porque creeré,

      o que te burlas de mí, o que tu ignorancia y desconocimiento de las leyes

      de Dios son hoy tan grandes como lo fue tu perversidad.

      No se dio Ándara por convencida, atribuyendo a modestia las palabras de su

      protector; pero, sin volver a mentar el milagro, insistió en llevarle a

      ver a sus amigas y a la niña moribunda.

      —Eso, sí...; visitar a esa pobre gente, consolarla y pedir al Señor que

      las conforte en su tribulación, lo haré.., ¡ya lo creo! Es mi mayor gusto.

      Vamos allá.

      Ni cinco minutos tardaron en llegar; con tanta prisa le llevó la tarasca

      por callejuelas fangosas y llenas de ortigas y guijarros. En un bodegón

      mísero, con suelo de tierra, paredes agrietadas, que más bien parecían

      celosías por donde se filtraban el aire y la luz, el techo casi invisible

      de tanta telaraña, y por todas partes barricas vacías, tinajas rotas,

      objetos informes, vio Nazarín a la triste familia, dos mujeres arrebujadas

      en sus mantones, con los ojos enrojecidos por el llanto y el insomnio,

      escalofriadas, trémulas. La Fabiana ceñía su frente con un pañuelo muy

      apretado, al nivel de las cejas: era morena, avejentada, de carnes

      enjutas, y vestía miserablemente. La Beatriz, bastante más joven, si bien

      había cumplido los veintisiete, llevaba el pañuelo a lo chulesco, puesto

      con gracia, y su ropa, aunque pobre, revelaba hábitos de presunción. Su

      rostro, sin ser bello, agradaba; era bien proporcionada de formas, alta,

      esbelta, casi arrogante, de cabello negro, blanca tez y ojos garzos,

      rodeados de una intensa oscuridad rojiza. En las orejas lucía pendientes

      de filigrana, y en las manos, más de ciudad que de pueblo, bien cuidadas,

      sortijas de poco o ningún valor.

      En el fondo de la estancia habían tendido una cuerda, de la cual pendía

      una cortina, como telón de teatro. Detrás estaba la alcoba, y en ella la

      cama, o más bien cuna, de la niña enferma. Las dos mujeres recibieron al

      ermitaño andante con muestras de grandísimo respeto, sin duda por lo que

      de él les había contado Ándara; hiciéronle sentar en un banquillo y le

      sirvieron una taza de leche de cabras con pan, que él tomó por no

      desairarlas, partiendo la ración con la mujerona de Madrid, que gozaba de

      un mediano apetito. Dos vecinas ancianas se colaron, por refistolear, y

      acurrucadas en el suelo contemplaban con más curiosidad que asombro al

      buen Nazarín.

      Hablaron todos de la enfermedad de la pequeñuela, que desde el principio

      se presentó con mucha gravedad. El día en que cayó malo, su madre tuvo el

      barrunto desde el amanecer, porque al abrir la puerta vio dos cuervos

      volando y tres urracas posadas en un palo frente a la casa. Ya le hizo

      aquello malas tripas. Después salió al campo, y vio al chotacabras dando

      brinquitos delante de ella. Todo esto era de muy mala sombra. Al volver a

      casa, la niña con un calenturón que se abrasaba.

      Habiéndoles preguntado don Nazario si la visitaba el médico, contestaron

      que sí. Don Sandalio, el titular del pueblo, había venido tres veces, y la

      última dijo que sólo Dios con un milagro podía salvar a la nena. Trajeron

      también a una saludadora, que hacía grandes curas. Púsole un emplasto de

      rabos de salamanquesas cogidas a las doce en punto de la noche... Con esto

      parecía que la criaturita entraba en reacción; pero la esperanza que

      cobraron duró bien poco. La saludadora, muy desconsolada, les había dicho

      que el no hacer efecto los rabos de salamanquesa consistía en que era el

      menguante de la luna. Siendo creciente, cosa segura, segurísima.

      Con severidad y casi casi con enojo las reprendió Nazarín por su estúpida

      confianza en tales paparruchas, exhortándolas a no creer más que en la

      ciencia, y en Dios por encima de la ciencia y de todas las cosas. Hicieron

      ellas ardorosas demostraciones de acatamiento al buen sacerdote, y

      llorando y poniéndose de hinojos le suplicaron que viese a la niña y la

      curara.

      —Pero, hijas mías, ¿cómo pretendéis que yo la cure? No seáis locas. El

      cariño maternal os ciega. Yo no sé curar. Si Dios quiere quitaros a la

      niña, Él sabrá lo que hace. Resignaos. Y si decide conservárosla, ya lo

      hará con sólo que se lo pidáis vosotras, aunque no está de más que yo

      también se lo pida.

      Tanto le instaron a que la viera, que Nazarín pasó tras la cortinilla.

      Sentóse junto al lecho de la criatura, y largo rato la observó en

      silencio. Tenía Carmencita el rostro cadavérico, los labios casi negros,

      los ojos hundidos, ardiente la piel y todo su cuerpo desmayado, inerte,

      presagiando ya la inmovilidad del sepulcro. Las dos mujeres, madre y tía,

      se echaron a llorar otra vez como Magdalenas, y las vecinas que allí

      entraron hicieron lo propio, y en medio de aquel coro de femenil angustia,

      Fabiana dijo al sacerdote:

      —Pues si Dios quiere hacer un milagro, ¿qué mejor ocasión? Sabemos que

      usted, padre, es de pasta de ángeles divinos, y que se ha puesto ese traje

      y anda descalzo y pide limosna por parecerse más a Nuestro Señor

      Jesucristo, que también iba descalzo y no comía más que lo que le daban.

      Pues yo digo que estos tiempos son como los otros, y lo que el Señor hacía

      entonces, ¿por qué no lo hace ahora? Total, que si usted quiere salvarnos

      a la niña, nos la salvará, como este es día. Yo así lo creo y en sus manos

      pongo mi suerte, bendito señor.

      Apartando sus manos para que no se las besaran, Nazarín, con reposado y

      firme acento, les dijo:

      —Señoras mías, yo soy un triste pecador como vosotras, yo no soy perfecto,

      ni a cien mil leguas de la perfección estoy, y si me ven en este humilde

      traje, es por gusto de la pobreza, porque creo servir a Dios de este modo,

      y todo ello sin jactancia, sin creer que por andar descalzo valgo más que

      los que llevan medias y botas, ni figurarme que por ser pobre, pobrísimo,

      soy mejor que los que atesoran riqueza. Yo no sé curar; yo no sé hacer

      milagros, ni jamás me ha pasado por la cabeza la idea de que por mediación

      mía los haga el Señor, único que sabe alterar, cuando le plazca, las leyes

      que ha dado a la Naturaleza.

      —¡Sí puede, sí puede, sí puede! —clamaron a una todas las mujeres, viejas

      y jóvenes, que presentes estaban.

      —¡Que no puedo digo..., y conseguiréis que me enfade, vamos! No esperéis

      nunca que yo me presente ante el mundo revestido de atribuciones que no

      tengo, ni que usurpe un papel superior al oscuro y humilde que me

      corresponde. Yo no soy nadie, yo no soy santo, ni siquiera bueno...

      —Que sí lo es, que sí lo es.

      —¡Ea!, no me contradigáis, porque me marcharé de vuestra casa... Ofendéis

      gravemente a Nuestro Señor Jesucristo suponiendo que este pobre siervo

      suyo es capaz de igualarse, no digo a Él, que esto sería delirio, pero ni

      tan siquiera a los varones escogidos a quienes dio facultades de hacer

      maravillas para edificación de gentiles. No, no, hijas mías. Yo estimo

      vuestra simplicidad; pero no quiero fomentar en vuestras almas esperanzas

      que la realidad desvanecería. Si Dios tiene dispuesto que muera la niña,

      es porque la muerte le conviene, como os conviene a vosotras el

      consiguiente dolor. Aceptad con ánimo sereno la voluntad celestial, lo

      cual no quita que roguéis con fe y amor, que oréis, que pidáis

      fervorosamente al Señor y a su Santísima Madre la salud de esta criatura.

      Y por mi parte, ¿sabéis lo único que puedo hacer?

      —¿Qué señor, qué?... Pues hágalo pronto.

      —Eso mismo: pedir a Dios que devuelva su ser sano y hermoso a esta

      inocente niña, y ofrecerle mi salud, mi vida, en la forma que quiera

      tomarlas; que a cambio del favor que de Él impetramos me dé a mí todas las

      calamidades, todos las reveses, todos las achaques y dolores que pueden

      afligir a la Humanidad sobre la Tierra..., que descargue sobre mí la

      miseria en su más horrible forma, la ceguera tristísima, la asquerosa

      lepra..., todo, todo sea para mí, a cambio de que devuelva la vida a este

      tierno y cándido ser, y os conceda a vosotras el premio de vuestros

      afanes.

      Dijo esto con tan ardoroso entusiasmo y convicción tan honda y firme,

      fielmente traducidos por la palabra, que las mujeres prorrumpieron en

      gritos, acometidas súbitamente de una exaltación insana. El entusiasmo del

      sacerdote se les comunicó como chispa que cae en montón de pólvora, y allí

      fue el llorar sin tasa y el cruzar de manos convulsivamente confundiendo

      las alaridos de la súplica con las espasmos del dolor. El peregrino, en

      tanto, silencioso y grave, puso su mano sobre la frente de la niña, como

      para apreciar el grado de calor que la consumía, y dejó transcurrir en

      esta postura buen espacio de tiempo, sin parar mientes en las

      exclamaciones de las desconsoladas mujeres. Despidióse de ellas poco

      después, con promesa de volver, y preguntando hacia dónde caía la iglesia

      del pueblo, Ándara se ofreció a enseñarle, y fueron, y allá se estuvo todo

      el santo día. La tarasca no entró en la iglesia.

      IV

      Al anochecer, cuando salió del templo, las primeras personas con que

      tropezó don Nazario fueron Ándara y Beatriz, que iban a encontrarle. "La

      niña no está peor —le dijeron—. Aun parece que está algo despejadita...

      Abrió las ojos un rato, y nos miraba... Veremos qué tal pasa la noche."

      Añadieron que le habían preparado una modesta cena, la cual aceptó por no

      parecer huraño y desagradecido. Reunidos todos en el bodegón, la Fabiana

      parecía un poquito más animada, por haber notado en la niña, hacia el

      mediodía, algún despejo ¡pero a la tarde había vuelto el recargo. Ordenóle

      Nazarín que siguiese dándole la medicina prescrita por el médico

      Alumbrados por un candilejo fúnebre pendiente del techo, cenaron,

      extremando el convidado su sobriedad hasta el punto de no tomar más que

      medio huevo cocido y un platito de menestra con ración exigua de pan.

      Vino, ni verlo. Aunque le habían preparado una cama bien mullida con paja

      y unas mantas, se resistió a pernoctar allí, y defendiéndose como pudo de

      las afables instancias de aquella gente determinó dormir con su perro en

      el espacioso solar donde pasado había la anterior noche. Antes de

      retirarse al descanso estuvieron un ratito de tertulia, sin poder hablar

      de otra cosa que de la niña enferma y de cuán vanas son, en todo caso de

      enfermedad, las esperanzas de alivio.

      —Pues esta —dijo Fabiana, señalando a Beatriz— también está malucha.

      —Pues no lo parece —observó Nazarín, mirándola con más atención que lo

      había hecho hasta entonces.

      —Son cosas —dijo Ándara— de los condenados nervios. Está así desde que

      vino de Madrid; pero no se le conoce en la cara, ¿verdad? Cada día, más

      guapa... Todo es por un susto, por muchísimos sustos que le hizo pasar

      aquel chavó.

      —Cállate tonta.

      —Pues no lo digo...

      —Lo que tiene —agregó Fabiana— es pasmo de corazón, vamos al decir,

      maleficio, porque crea usted, padre Nazarín, que en los pueblos hay malos

      quereres, y gente que hace daño con sólo mirar por el rabo del ojo.

      —No seáis supersticiosas os he dicho, y vuelvo a repetíroslo.

      —Pues lo que tengo —afirmó Beatriz, no sin cierta cortedad— es que hace

      tres meses perdí las ganas de comer, pero tan en punto, que no entraba por

      mi boca ni el peso de un grano de trigo. Si me embrujaron o no me

      embrujaron, yo no lo sé. Y tras el no comer, vino el no dormir; y me

      pasaba las noches dando vueltas por la casa, con un bulto aquí, en la boca

      del estómago, como si tuviera atravesado un sillar de berroqueña de las

      más grandones.

      —Después —añadió Fabiana—le daban unos ataques tan fuertes, pero tan

      fuertes, señor de Nazarín que entre todos no la podíamos sujetar. Bramaba

      y espumarajeaba, y luego salía pegando gritos, y pronunciando cosas que la

      avergonzaban a una.

      —No seáis simples —dijo Ándara con sincera convicción— ¡eso es tener las

      demonios metidos en el cuerpo. Yo también lo tuve cuando pasé de la edad

      del pavo, y me curé con unos polvos que las llaman... cosa de broma

      dura..., o no sé qué.

      —Fueran o no demonios —manifestó Beatriz—, yo padecía lo que no hay idea,

      señor cura, y cuando me daba, yo era capaz de matar a mi madre si la

      tuviera, habría cogido un niño crudo o una pierna de persona para

      comérmela o destrozarla con las dientes... Y después, ¡qué angustias

      mortales, qué ganitas de morirme! A veces, no pensaba más que en la muerte

      y en las muchas maneras que hay de matarse una. Y lo peor era cuando me

      entraban los horrores de las cosas. No podía pasar por junta a la iglesia

      sin sentir que se me ponían las pelos de punta. ¿Entrar en ella? Antes

      morir... Ver a un cura con hábitos, ver un mirlo en su jaula, un jorobado

      o una cerda con crías eran las cosas que más me horrorizaban. ¿Y oír

      campanas? Esto me volvía loca.

      —Pues eso —dijo Nazarín— no es brujería ni nada de demonios ¡es una

      enfermedad muy común y muy bien estudiada, que se llama histerismo.

      —Esterismo, cabal ¡eso decía el médico. Me entraba el ataque sin saber por

      qué, y se me pasaba sin saber cómo. ¿Tomar? ¡Dios mío, las cosas que he

      tomado! ¡Las palitos de saúco puestos de remojo un viernes, el suero de la

      vaca negra, las hormigas machacadas con cebolla! ¡Pues y las cruces, y

      medallas, y muelas de muerto que me he colgado del pescuezo!

      —¿Y está usted curada ya? —le preguntó Nazarín, mirándola otra vez.

      —Curada, no. Hace tres días que me dio la malquerencia, esto de aborrecer

      una; pero ya menos fuerte que antes. Voy mejorando.

      —Pues la compadezco a usted. Esa dolencia debe de ser muy mala. ¿Cómo se

      cura? Mucha parte tiene en ella la imaginación, y con la imaginación debe

      intentarse el remedio.

      —¿Cómo, señor?

      —Procurando penetrarse bien de la idea de que tales trastornos son

      imaginarios. ¿No dice usted que le causaba horror la Santa Iglesia? Pues

      vencer ese horror y entrar en ella, y pedir fervorosamente al Señor el

      alivio. Yo le aseguro a usted que no tiene ya dentro del cuerpo ningún

      demonio, llamemos así a esas extrañas aberraciones de la sensibilidad que

      produce nuestro sistema nervioso. Persuádase usted de que esos fenómenos

      no significan lesión ni avería de ninguna entraña, y no volverá a

      padecerlos. Rechace usted la tristeza, pasee, distráigase, coma todo lo

      que pueda, aleje de su cerebro las cavilaciones, procure dormir, y ya está

      usted buena. ¡Ea!, señoras, que es tarde, y yo voy a recogerme.

      Ándara y Beatriz le acompañaron hasta su domicilio, en el solar, y

      dejáronle allí, después de arreglarle con hierba y piedras el mejor lecho

      posible.

      —No crea usted, padre —le dijo Beatriz, al despedirse— ¡me ha consolado

      mucho con lo que me ha dicho de este mal que padezco. Si son demonios,

      porque son demonios; si no, porque son nervios..., ello es que más fe

      tengo en usted que en todo el medicato facultativo del mundo entero...

      Conque..., buenas noches.

      Rezó largo rato Nazarín, y después se durmió como un bendito hasta el

      amanecer. El canto gracioso de los pajarillos que en aquellos ásperos

      bardales tenían sus aposentos le despertó, y a poco entraron Ándara y su

      amiga a darle las albricias. ¡La niña mejor! Había pasado la noche más

      tranquilita, y desde el alba tenía un despejo y un brillar de ojos que

      eran señales de mejoría.

      —¡Si no es esto milagro, que venga Dios y lo vea!

      —Milagro no es —les dijo con gravedad—. Dios se apiada de esa infeliz

      madre. Habríalo hecho quizá sin nuestras oraciones.

      Fueron todos allá, y encontraron a Fabiana loca de contento. Echó al

      curita los brazos, y aun quiso besarle, a lo que él resueltamente se

      opuso. Había esperanzas, pero no motivo aun para confiar en la curación de

      la niña. Podía venir un retroceso, y entonces, ¡cuánto mayor sería la pena

      de la pobre madre! En fin, cualquiera que fuese el resultado, ya lo verían

      ellas, que él, si no mandaban otra cosa, se marchaba en aquel mismo

      momento, después de tomar un frugalísimo desayuno. Inútiles fueron las

      instancias y afabilidades de las tres hembras para detenerle. Nada tenía

      que hacer allí; estaba perdiendo el tiempo muy sin sustancia, y érale

      forzoso partir para dar cumplimiento a su peregrina y santa idea.

      Tierna fue la despedida, y aunque reiteradamente exhortó a la feróstica de

      Madrid a que no le acompañara, ella dijo, en su tosco estilo, que hasta el

      fin del mundo le seguiría gozosa, pues se lo pedía el corazón de una

      manera tal, que su voluntad era impotente para resistir aquel mandato.

      Salieron, pues, juntos, y tras ellos, multitud de chiquillos y algunas

      vejanconas del lugar; tanto, que por librarse de una escolta que le

      desagradaba, Nazarín se apartó de la carretera, y metiéndose por el campo

      a la izquierda del camino real, siguió en derechura de una arboleda que a

      lo lejos se veía.

      —¿No sabe? —le dijo Ándara, cuando se retiraron los últimos del séquito—.

      Me ha dicho anoche Beatriz que si la niña cura hará lo mismo que yo.

      —¿Qué hará, pues?

      —Pues seguirle a usted adondequiera que vaya.

      —Que no piense en tal cosa. Yo no quiero que nadie me siga. Voy mejor

      solito.

      —Pues ella lo desea. Dice que por penitencia.

      —Si la llama la penitencia, adóptela en buen hora; pero para eso no

      necesita ir conmigo. Que abandone toda su hacienda, en lo cual paréceme

      que no hace un gran sacrificio, y que salga a pedir limosna..., pero

      solita. Cada cual con su conciencia, cada cual con su soledad.

      —Pues yo le contesté que sí, que la llevaríamos...

      —¿Y quién te mete a ti...?

      —Me meto, sí, señor, porque quiero a la Beatriz, y sé que le probará esta

      vida. Como que le viene bien el ejercicio penitente para quitarse de lo

      que le está matando el alma, que es un mal hombre llamado el Pinto, o el

      Pintón, no estoy bien segura. Pero le conozco: buen mozo, viudo, con un

      lunar de pelo aquí. Pues ese es el que le sorbe el sentido, y el que le

      metió los demomos en el cuerpo. La tiene engañada, hoy la desprecia,

      mañana le hace mil figuras, y vele aquí por qué se ha puesto tan

      estericada. Le conviene, sí, señor, le conviene el echarse a peregrina,

      para limpiarse la cabeza de maldades, que si no lleva los demonios en el

      vientre y pecho, y en los vacíos, en la cabeza cerebral sí que tiene sin

      fin de ellos. Y todo desde un mal parto; y por la cuenta fueron dos...

      —¿Para qué me traes a mí esas vanas histories, habladora, entrometida? —le

      dijo Nazarín con enfado—. ¿Qué tengo yo que ver con Beatriz, ni con el

      Pinto, ni con...?

      —Porque usted debe ampararla, que si no se mete pronto a penitente con

      nosotros, mirando un poco para lo del alma, se meterá a otra cosa mala,

      tocante a lo del cuerpo, ¡mal ajo! ¡Si estuvo en un tris! Cuando la niña

      cayó mala, ya tenía ella su ropa en el baúl para marcharse a Madrid. Me

      enseñó la carta de la Seve llamándola y...

      —Que no me cuentes historias, ¡ea!

      —Acabo ya... La Seve le decía que se fuera pronto y que allá..., pues...

      —¡Que te calles!... Vaya la Beatriz adonde quiera... No; eso, no; que no

      acuda al llamemiento de esa embaucadora..., que no muerda el anzuelo que

      el demonio le tiende, cebado con vanidades ilusorias... Dile que no vaya,

      que allí la esperan el pecado, la corrupción, el vicio, y una muerte

      ignominiosa, cuando ya no tenga tiempo de arrepentirse.

      —Pero ¿cómo le digo todas esas cosas, padrito, si no volvemos a Móstoles?

      V

      —Puedes ir tú, yo te espero aquí.

      —No se convencerá por lo que yo le hable. Yendo usted en persona y

      parlándoselo bien, es seguro que no se pierde. En usted tiene fe, pues con

      lo poquito que le oyó explicar de su enfermedad, ya se tiene por curada, y

      no le entra más el arrechucho. Conque volvamos, si le parece bien.

      —Déjame, déjame que lo piense.

      —Y con eso sabremos si al fin se ha muerto la nena o vive.

      —Me da el corazón que vive.

      —Pues volvamos, señor..., para verlo.

      —No; vas tú, y le dices a tu amiga... En fin, mañana lo determinaré.

      En una corraliza hallaron albergue, después de procurarse cena con los

      pocos cuartos que les produjo la postulación de aquel día, y como al

      amanecer del siguiente emprendiera Nazarín la marcha por el mismo

      derrotero que desde Móstoles traía, le dijo Ándara:

      —Pero ¿usted sabe adónde vamos?

      —¿Adónde?

      —A mi pueblo, ¡mal ajo!

      —Te he dicho que no pronuncies más delante de mí ninguna fea palabra. Si

      una sola vez reincides, no te permito acompañarme. Bueno, ¿hacia dónde

      dices que caminamos?

      —Hacia Polvoranca, que es mi pueblo, señor; y yo, la verdad, no quisiera

      ir a mi tierra, donde tengo parientes, algunos en buena posición, y mi

      hermana está casada con el del fielato. No se crea usted que Polvoranca es

      cualesquiera cosa, que allá tenemos gente muy rica, y los hay con seis

      pares... de mulas, quiere decirse.

      —Comprendo que te sonrojes de entrar en tu patria —replicó el peregrino—.

      ¡Ahí tienes! Si fueras buena, a todas partes podrías ir sin sonrojarte. No

      iremos, pues, y encaminémonos por este otro lado, que para nuestro objeto

      es lo mismo.

      Anduvieron todo aquel día, sin más ocurrencia digna de mencionarse que la

      deserción del perro que acompañaba a Nazarín desde Carabanchel. Bien

      porque el animal tuviese también parentela honrada en Polvoranca, bien

      porque no gustase de salir de su terreno, que era la zona de Madrid en un

      corto radio, ello es que al caer de la tarde se despidió como un criado

      descontento, tomando soleta para la Villa y Corte, en busca de major

      acomodo. Después de hacer noche en campo raso, al pie de un fresno, los

      caminantes avistaron nuevamente a Móstoles, adonde Ándara guiaba, sin que

      don Nazario se enterase del rumbo.

      —¡Calle! ¿Ya estamos otra vez en el poblachón de tus amigas? Pues mira,

      hija, yo no entro. Ve tú y entérate de cómo está la niña, y de paso le

      dices de mi parte a esa pobre Beatriz lo que ya sabes, que no haga caso de

      las solicitudes del vicio, y que si quiere peregrinar y hacer vida

      humilde, no necesita de mí para nada... Anda, hija, anda. En aquella noria

      vieja, que allí se ve entre dos árboles raquíticos, y que esterá como a un

      cuarto de legua del pueblo, te espero. No tardes.

      Fuese a la noria despacio, bebió un poco de agua, descansó, y no habían

      pasado dos horas desde que se alejó la andariega, cuando Nazarín la vio

      volver y no sola, sino acompañada de otra que tal, en quien, cuando se

      aproximaron, reconoció a la Beatriz. Seguíanlas algunos chicos del pueblo.

      Antes de llegar adonde el mendigo las esperaba, las dos mozas y los

      rapaces prorrumpieron en gritos de alborozo.

      —¿No sabe?... ¡La niña buena! ¡Viva el santo Nazarín! ¡Vivaaa!... La niña

      buena..., buena del todo. Habla, come, y parece resucitada.

      —Hijas, no seáis locas. Para darme la buena noticia no es precise

      alborotar tanto.

      —¡Sí que alborotamos! —gritaba Ándara, dando brincos.

      —Queremos que lo sepan las pájaros del aire, los peces del río, y hasta

      las lagartos que corren entre las piedras —dijo la Beatriz radiante de

      júbilo, con las ojos echando lumbre.

      —Que es milagro, ¡contro!

      —¡Silencio!

      —No será milagro, padre Nazarín; pero usted es muy bueno, y el Señor le

      concede todo lo que le pide.

      —No me habléis de milagros ni me llaméis santo, porque me meteré,

      avergonzado y corrido, donde jamás volváis a verme.

      Los muchachos alborotaban no menos que las mujeres, llenando el aire de

      graciosos chillidos.

      —Si entra el señor en el pueblo, le llevan en volandas. Creen que la niña

      estaba muerta y que él, con sólo ponerle la mano en la frente, la volvió a

      la vida.

      —¡Jesús qué disparate! ¡Cuánto me alegro de no haber ido allá! En fin,

      alabemos la infinita misericordia del Señor... Y la Fabiana, ¡qué contenta

      estará!

      —Loca, señor, loca de alegría. Dice que si usted no entra en su casa, la

      niña se muere. Y yo también lo creo. ¿Y sabe usted lo que hacen las viejas

      del pueblo? Entran en nuestra casucha, y nos piden, por favor, que las

      dejemos sentar en la misma banqueta en que el bendito de Dios se sentó.

      —¡Vaya un desatino! ¡Qué simplicidad! ¡Qué inocencia!

      Reparó entonces don Nazario que Beatriz iba descalza, con falda negra,

      pañuelo corto cruzado en el busto, un morral a la espalda, en la cabeza

      otro pañuelo liado en redondo.

      —¿Vas de viaje, mujer? —le preguntó; y no es de extrañar que la tutease,

      pues esta era en él añeja costumbre, hablando con gente del pueblo.

      —Viene con nosotros —afirmó Ándara, con desenfado—. Ya ve, señor. No tiene

      más que dos caminos: el que usted sabe, allá, con la Seve, y este.

      —Pues que emprenda solita su campaña piadosa. Idos las dos juntas y

      dejadme a mí.

      —Eso, nunca —respondió la de Móstoles—, pues no es bien que usted vaya

      solo. Hay mucha gente mala en este mundo. Llevándonos a nosotras, no tenga

      ningún cuidado, que ya sabremos defenderle.

      —No, si yo no tengo cuidado, ni temo nada.

      —¿Pero en qué le estorbamos? ¡Vaya con el señor!... —dijo la de

      Polvoranca, con cierto mimo—. Y si se nos llena el cuerpo de demonios,

      ¿quién nos los echa? ¿Y quién nos enseña las cosas buenas, lo del alma, de

      la gloria divina, de la misericordia y de la pobreza? ¡Esta y yo solas!

      ¡Apañadas estábamos! ¡Mire que!... ¡Vaya, que quererle una tanto, sin

      malicia, todo por bien, y darle a una este pago!... Malas semos, pero si

      nos deja atrás, ¿qué va a ser de nosotras?

      Beatriz nada decía, y se limpiaba las lágrimas con su pañuelo. Quedóse un

      rato meditabundo el buen Nazarín, haciendo rayas en el suelo con su palo,

      y, por fin, les dijo:

      —Si me prometéis ser buenas y obedecerme en todo lo que os mande, venid.

      Despedidos los chicuelos mostolenses, para lo cual fue preciso darles los

      poquísimos ochiavos de la colecta de aquel día, emprendieron los tres

      penitentes su marcha, tomando un senderillo que hay a la derecha del

      camino real, conforme vamos a Navalcarnero. La tarde fue bochornosa;

      levantóse a la noche un fuerte viento que les daba de cara, pues iban

      hacia el Oeste; brillaron relámpagos espantosos, seguidos de formidables

      truenos, y descargó una violentísima lluvia que les puso perdidos.

      Felizmente, les deparó la suerte unas ruinas de antigua cabaña, y allí se

      guarecieron del furioso temporal. Ándara reunió leña y hojarasca. Beatriz,

      que, como mujer precavida, llevaba mixtos, prendió una hermosa hoguera, a

      la cual se arrimaron los tres para secar sus ropas. Resueltos a pasar allí

      la noche, pues no era probable encontraran sitio más cómodo y seguro,

      Nazarín les dio la primera conferencia sobre la Doctrina, que las pobres

      ignoraban o habían olvidado. Más de media hora las tuvo pendientes de su

      palabra persuasiva, sin retóricas ociosas, hablándoles de los principios

      del mundo, del pecado original, con todas sus consecuencias lamentables,

      hasta que la infinita misericordia de Dios dispuso sacar al Hombre del

      cautiverio del mal por medio de la redención. Estas nociones elementales

      las explicaba el ermitaño andante con lenguaje sencillo, dándoles más

      claridad a veces con la forma de ejemplos, y ellas le oían embobadas,

      sobre todo Beatriz, que no perdía sílaba, y todo se lo asimilaba

      fácilmente, grabándolo en su memoria. Después rezaron el rosario y

      letanías, y repitieron varias oraciones que el buen maestro quería que

      aprendiesen de corrido.

      Al día siguiente, después de orar los tres de rodillas, emprendieron la

      marcha con buena fortuna: las dos mujeres, que se adelantaban a pedir en

      las aldeas o caseríos por donde pasaban, recogieron bastantes ochavos,

      hortalizas, zoquetes de pan y otras especies. Pensaba Nazarín que iban

      demasiado bien aquellas penitencias para ser tales penitencias, pues desde

      que salió de Madrid llovían sobre él las bienandanzas. Nadie le había

      tratado mal, no había tenido ningún tropiezo; le daban limosna casi

      siempre que la pedía, y éranle desconocidos el hambre y la sed. Y, a mayor

      abundamiento, gozaba de preciosa libertad, la alegría se desbordaba de su

      corazón y su salad se robustecía. Ni un triste dolor de muelas le había

      molestado desde que se echó a los caminos, y, además, ¡qué ventura no

      cuidarse del calzado ni de la ropa, ni inquietarse por si el sombrero era

      flamante o viejo, o por si iba bien o mal pergeñado! Como no se afeitaba,

      ni lo había hecho desde mucho antes de salir de Madrid, tenía ya la barba

      bastante crecida; era negra y canosa, terminada airosamente en punta. Y

      con el sol y el aire campesino, su tez iba tomando un color bronceado,

      caliente, hermoso. La fisonomía clerical habíase desvanecido por completo,

      y el tipo arábigo, libre ya de aquella máscara, resaltaba en toda su

      gallarda pureza.

      Cortóles el paso el río Guadarrama, que con el reciente temporal venía

      bastante lleno; pero no les fue difícil encontrar más arriba sitio por

      donde vadearlo, y siguieron por una campiña menos solitaria y estéril que

      la de la orilla izquierda, pues de trecho en trecho veían casas,

      aldehuelas, tierras bien labradas, sin que faltaran árboles y bosquecillos

      muy amenos. A media tarde divisaron unas casonas grandes y blancas,

      rodeadas de verde floresta, destacándose entre ellas una gallarda torre,

      de ladrillo rojo, que parecía campanario de un monasterio. Acercándose

      más, vieron a la izquierda un caserío rastrero y pobre, del color de la

      tierra, con otra torrecilla, como de iglesia parroquial de aldea. Beatriz,

      que estaba fuerte en la geografía de la región que iban recorriendo, les

      dijo:

      —Ese lugar es Sevilla la Nueva, de corto vecindario, y aquellas casas

      grandonas y blancas con arboleda y una torre, son la finca o estados que

      llaman la Coreja. Allí vive ahora su dueño, un tan don Pedro de Belmonte,

      rico, noble, no muy viejo, buen cazador, gran jinete, y el hombre de peor

      genio que hay en toda Castilla la Nueva. Quién dice que es persona muy

      mala, dada a todos los demonios; quién que se emborracha para olvidar

      penas, y, hallándose en estado peneque, pega a todo el mundo y hace mil

      tropelías... Tiene tanta fuerza, que un día, yendo de caza, porque un

      hombre que pasaba en su burra no quiso desapartarse, cogió burra y hombre,

      y, levantándolos en vilo, los tiró por un despeñadero... Y a un chico que

      le espantó unas liebres, le dio tantos palos que le sacaron de la Coreja

      entre cuatro, medio muerto. En Sevilla la Nueva le tienen tanto miedo, que

      cuando le ven venir aprietan todos a correr, santiguándose, porque una

      vez, no es broma, por no sé qué pendencia de unas aguas, entró mi don

      Pedro en el pueblo a la hora que salían de misa, y a bofetada limpia, a

      este quiero, a este no quiero, tumbó en el suelo a más de la mitad... En

      fin, señor, que me parece prudente que no nos acerquemos, porque suele

      andar el tal de caza por estos contornos, y fácil es que nos vea y nos dé

      el quién vive.

      —¿Sabes que me pones en curiosidad —indicó Nazarín—, y que la pintura que

      has hecho de esa fiera más me mueve a seguir hacia allá que a retroceder?

      VI

      —Señor, no busquemos tres pies al gato —dijo Ándara—, que si ese hombre

      tan bruto nos arrima una paliza, con ella hemos de quedarnos.

      En esto llegaban a un caminito estrecho, con dos filas de chopos, el cual

      parecía la entrada de la finca, y lo mismo fue poner su planta en él los

      tres peregrinos, que se abalanzaron dos perrazos como leones, ladrando

      desaforadamente, y antes de que pudieran huir les embistieron furiosos.

      ¡Qué bocas, qué feroces dientes! A Nazarín le mordieron una pierna; a

      Beatriz, una mano, y a la otra le hicieron trizas la falda, y aunque los

      tres se defendían con sus palos bravamente, los terribles canes habrían

      dado cuenta de ellos si no los contuviera un guarda que salio de entre

      unos matojos.

      Ándara se puso en jarras, y no fueron injurias las que echó de su boca

      contra la casa y sus endiablados perros. Nazarín y Beatriz no se quejaban.

      Y el maldito guarda, en vez de mostrarse condolido del daño causado por

      las fieros animates, endilgó a los peregrinos esta grosera intimación:

      —¡Váyanse de aquí, granujas, holgazanes, taifa de ladrones! Y den gracias

      a Dios de que no los ha visto el amo; que si les ve, ¡Cristo!, no les

      quedan ganas de asomar las narices a la Coreja.

      Apartáronse medrosas las dos mujeres, llevándose casi a la fuerza a

      Nazarín, que, al parecer, no se asustaba de cosa alguna. En una frondosa

      olmeda, por donde pasaba un arroyuelo, se sentaron a descansar del sofoco,

      y a lavarle las heridas al bendito clérigo, vendándoselas con trapos, que

      la previsora Beatriz llevaba. En todo el resto de la tarde y prima noche,

      hasta la hora del rezo, no se habló más que del peligro que habían

      corrido, y la de Móstoles contó nuevos desmanes del señor de Belmonte.

      Decía la fama que era viudo y que había matado a su mujer. La familia, de

      la nobleza de Madrid, no se trataba con él, y le recluía en aquella

      campestre residencia como en un presidio, con muchos y buenos criados,

      unos para cuidarle y asistirle en sus cacerías, otros para tenerle bien

      vigilado, y prevenir a sus parientes si se escapaba. Con estas noticias se

      avivó más y más el deseo que Nazarín sentía de encararse con semejante

      fiera. Acordando pasar la noche en la espesura de aquellos olmos, allí

      rezaron y cenaron, y de sobremesa dijo que por nada de este mundo dejaría

      de hacer una visita a la Coreja, donde le daba el corazón que encontraría

      algún padecimiento grande, o, cuando menos, castigos, desprecios y

      contrariedades, ambición única de su alma.

      —¡Y qué, hijas mías, todo no ha de ser bienandanza! Si no nos salieran al

      encuentro ocasiones de padecer, y grandes desventuras, terribles hambres,

      maldades de hombres y ferocidades de bestias, esta vida sería deliciosa, y

      buenos tontos serían los hombres y mujeres del mundo si no la adoptaran.

      ¿Pues qué os habíais figurado vosotras? ¿Que íbamos a enrar en un mundo de

      amenidades y abundancias? Tanto empeño por seguirme, y en cuanto se

      presenta coyuntura de sufrir, ya queréis esquivarla! Pues para eso no

      hacía ninguna falta que vinierais conmigo; y de veras os digo que, si no

      tenéis aliento para las cuestas enmarañadas de abrojos, y sólo os gusta el

      caminito llano y florido, debéis volveros y dejarme solo.

      Trataron de disuadirle con cuantas razones se les ocurrieron, entre ellas

      algunas que no carecían de sentido práctico, verbigracia, que cuando el

      mal les acometiese, debían apechugar con él y resistirlo; pero que en

      ningún caso era prudente buscarlo con temeridad. Esto arguyeron ellas en

      su tosco estilo, sin lograr convencerle ni aquella noche, ni a la

      siguiente mañana.

      —Por lo mismo que el señor de la Coreja goza fama de corazón duro —les

      dijo—, por lo mismo que es cruel con los inferiores, sañudo con los

      débiles, yo quiero llamar a su puerta y hablar con él. De este modo veré

      por mí mismo si es justa o no la opinión, la cual, a veces, señoras mías,

      yerra grandemente. Y si, en efecto, es malo el señor..., ¿cómo dices que

      se llama?

      —Don Pedro de Belmonte.

      —Pues si es un dragón ese don Pedro, yo quiero pedirle una limosna por

      amor de Dios, a ver si el dragón se ablanda y me la da. Y, si no, peor

      para él y para su alma.

      No quiso oír más razones, y viendo que las dos mujeres palidecían de miedo

      y daban diente con diente, les ordenó que le aguardasen allí, que él iría

      solo, impávido y decidido a cuanto pudiera sucederle, desde la muerte, que

      era lo más, a las mordidas de los canes, que eran lo menos. Púsose en

      marcha, y ellas le gritaban:

      —¡No vaya, no vaya, que ese bruto le va a matar!... ¡Ay, señor Nazarín de

      mi alma, que no le volvemos a ver!... ¡Vuélvase, vuélvase para atrás, que

      ya salen los perros y muchos hombres, y uno, que parece el amo, con

      escopeta!... ¡Dios mío, Virgen Santísima, socorrednos!

      Fue don Nazario en derechura de la entrada del predio, y avanzó resuelto

      por la calle de árboles sin encontrar a nadie. Ya cerca del edificio, vio

      que hacia él iban dos hombres, y oyó ladrar de perros, mas eran de caza,

      no los furiosos mastines del día anterior. Avanzó con paso firme, y, ya

      próximo a los hombres, observó que ambos se plantaron como esperándole. Él

      los miró también, y encomendóse a Dios, conservando su paso reposado y

      tranquilo. Al llegar junto a ellos, y antes de que pudiera hacerse cargo

      de cómo eran los tales, una voz imperativa y furibunda le dijo:

      —¿Adónde va usted por aquí, demonio de hombre? Esto no es camino, ¡rayos!,

      no es camino más que para mi casa.

      Paróse en firme Nazarín ante don Pedro de Belmonte, pues no era otro el

      que así le hablaba, y con voz segura y humilde, sin que en ella la

      humildad delatara cobardía, le dijo:

      —Señor, vengo a pedirle una caridad, por amor de Dios. Bien sé que esto no

      es camino más que para su casa, y como doy por cierto que en toda casa de

      esta cristiana tierra viven buenas almas, por eso he entrado sin licencia.

      Si en ello le ofendí, perdóneme.

      Dicho esto, Nazarín pudo contemplar a sus anchas la arrogantísima figura

      del anciano señor de la Coreja, don Pedro de Belmonte. Era hombre de tan

      alta estatura, que bien se le podía llamar gigante, bien plantado, airoso,

      como de sesenta y dos años; pero vejez más hermosa difícilmente se

      encontraría. Su rostro, del sol curtido; su nariz un poco gruesa y de

      pronunciada curva, sus ojos vivos bajo espesas cejas, su barba blanca,

      puntiaguda y rizosa; su ancha y despejada frente revelaban un tipo noble,

      altanero, más amigo de mandar que de onbedecer. A las primeras palabras

      que le oyó pudo observar Nazarín la fiereza de su genio y la gallardía

      despótica de sus ademanes. Lo más particular fue que, después de echarle a

      cajas destempladas, y cuando ya el penitente, con humilde acento, gorra en

      mano, se despedía, don Pedro se puso a mirarle fijamente, poseído de una

      intensísima curiosidad.

      —Ven acá —le dijo—. No acostumbro dar a los holgazanes y vagabundos más

      que una buena mano de palos cuando se acercan a mi casa. Ven acá, te digo.

      Turbóse Nazarín un instante, pues con todo el valor del mundo era

      imposible no desmayar ante la fiereza de aquellos ojos y la voz

      terrorífica del orgulloso caballero. Vestía traje ligero y elegante, con

      el descuido gracioso de las personas hechas al refinado trato social;

      botas de campo, y en la cabeza, un livianillo oscuro, ladeado sobre la

      oreja izquierda. A la espalda llevaba la escopeta de caza, y en un cinto

      muy majo, las municiones.

      "Ahora —pensó Nazarín— este buen señor coge la escopeta y me destripa de

      un culatazo, o me da con el cañón en la cabeza y me la parte. Dios sea

      coomigo."

      Pero el señor de Belmonte seguía mirándole, mirándole, sin decir nada, y

      el hombre que iba en su compañía también armado de escopeta, les miraba a

      los dos.

      —Pascual —dijo el caballero a su criado— ¿qué te parece este tipo?

      Como Pascual no respondiese, sin duda por respeto, don Pedro soltó una

      risotada estrepitosa, y encarándose con Nazarín, añadió:

      —Tú eres moro... Pascual, ¿verdad que es moro?

      —Señor, soy cristiano —replicó el peregrino.

      —Cristiano de religión... ¡Y a saber!... Pero eso no quita que seas de

      pura raza arábiga. ¡Ah!, conozco yo bien a mi gente. Eres árabe, y de

      Oriente, del poético, del sublime Oriente. ¡Si tengo yo un ojo!... ¡En

      seguida que te vi!... Ven conmigo.

      Y echó a andar hacia la casa, llevando a su lado al pordiosero y detrás al

      sirviente.

      —Señor —replicó Nazarín—, soy cristiano.

      —Eso lo veremos... ¡A mí con esas! Para que te enteres, yo he sido

      diplomático, y cónsul, primero en Beirut, después en Jesusalén. En Oriente

      pasé quince años, los mejores de mi vida. Aquello es país.

      Creyó Nazarín prudente no contradecirle, y se dejó llevar hasta ver en qué

      paraba todo aquello. Entraron en un largo patio, donde oyó ladrar los

      perros del día anterior... Les conocía por el metal de voz. Luego

      atravesaron una segunda portalada para pasar a otro corralón más grande

      que el primero, donde algunos carneros y dos vacas holandesas pastaban la

      abundante hierba que allí crecía. Tras aquel patio, otro más chico, con

      una noria en el centro. Tan extraña serie de recintos murados pareciéronle

      a Nazarín fortaleza o ciudadela. Vio también la torre que desde tan lejos

      se divisaba, y que era un inmenso palomar, en torno del cual revoloteaban

      miles de parejas de aquellas lindas aves.

      Desembarazóse el caballero de su escopeta, que entregó al criado,

      mendándole que se alejara, y se sentó en un poyo de piedra.

      Las primeras frases de la conversación entre el mendigo y Belmonte fueron

      de lo más extraño que puede imaginarse.

      —Dime: si ahora te arrojara yo a ese pozo, ¿qué harias?

      —¿Qué había de hacer, señor? Pues ahogarme, si tiene agua; y si no la

      tiene, estrellarme.

      —¿Y tú qué crees? ¿Que soy capaz de arrojarte?... ¿Qué opinión tienes de

      mí? Habrás oído en el pueblo que soy muy malo.

      —Como siempre hablo con verdad, señor, en efecto, le diré que la opinión

      que traigo de usted no es muy buena. Pero yo me permito creer que la

      aspereza de su genio no quita que posea un corazón noble, un espíritu

      recto y cristiano, amante y temeroso de Dios.

      Volvió a mirarle el caballero con atención y curiosidad tan intensas, que

      Nazarín no sabía qué pensar, y estaba un si es no es aturdido.

      VII

      De pronto, Belmonte empezó a reñir con los criados por si habían o no

      habían dejado escapar una cabra que se comió un rosal. Llamábales

      gandules, renegados, beduinos, zulús, y les amenazaba con desollarles

      vivos, cortarles las orejas o abrirlos en canal. Nazarín estaba indignado,

      pero se reprimía. "Si de este modo trata a sus servidores, que son como de

      la familia —pensaba—, ¿qué hará conmigo, pobrecito de las calles? Lo que

      me maravilla es que todos mis huesos estén enteros a la hora presente."

      Volvió el caballero a su lado, pasada la borrasca, y aún estuvo bufando un

      ratito, como volcán que arroja escorias y gases después de la erupción.

      —Esta canalla le acaba a uno la paciencia. A propósito hacen las cosas mal

      para fastidiarme y aburrirme. ¡Lástima que no viviéramos en las tiempos

      del feudalismo, para tener el gusto de colgar de un árbol a todo el que no

      anduviese derecho!

      —Señor —dijo Nazarín, resuelto a dar una lección de cristianismo al noble

      caballero, sin temor a las consecuencias funestísimas de su cólera—, usted

      pensará de mí lo que guste, y me tendrá por impertinente; pero yo reviento

      si no le digo que esa manera de tratar a sus servidores es anticristiana,

      y antisocial, y bárbara y soez. Tómelo usted por donde quiera, que yo, tan

      pobre y tan desnudo como entré en su casa saldré de ella. Los sirvientes

      son personas, no animates, y tan hijos de Dios como usted, y tienen su

      dignidad y su pundonor, como cualquiera señor feudal, o que pretende

      serlo, de los tiempos pasados y futuros. Y dicho esto, que es en mí un

      deber de conciencia, déme permiso para marcharme.

      Volvió el señor a examinarle detenidamente: cara, traje, manos, los pies

      desnudos, el cráneo de admirable estructura, y lo que veía, así como el

      lenguaje urbano del mendigo, tan disconforme con su aparente condición,

      debió de asombrarle y confundirle.

      —Y tú, moro auténtico, o pordiosero falsificado —le dijo—, ¿cómo sabes

      esas cosas, y cuándo y dónde aprendiste a expresarlas tan bien?

      Y, antes de oír la respuesta, se levantó y ordenó al peregrino

      imperiosamente que le siguiera.

      —Ven acá... Quiero examinarte antes de responderte.

      Llevóle a una estancia espaciosa, amueblada con antiguos sillones de

      nogal, mesas de lo mismo, arcones y estantes, y, señalándole un asiento,

      se sentó él también; mas pronto se puso en pie, y fue de un lado para

      otro, mostrando una inquietud nerviosa que habría desconcertado a hombres

      de peor temple que el gran Nazarín.

      —Tengo una idea..., ¡oh, qué idea!... ¡Si fuera!... Pero no, no puede ser.

      Sí que es... El demonio me lleve si no puede ser. Cosas más

      extraordinarias se han visto... ¡Rayos! Desde el primer momento lo

      sospeché... No soy hombre que se deja engañar... ¡Oh, el Oriente! ¡Qué

      grandeza!... ¡Sólo allí existe la vida espiritual!...

      Y no decía más que esto, paseo arriba, paseo abajo, sin mirar al clérigo,

      o parándose para mirarle de hito en hito, con asombro y cierta turbación.

      Don Nazario no sabía qué pensar, y ya creía ver en el señor de la Coreja

      el mayor extravagante que Dios había echado al mundo, ya un tirano de

      refinada crueldad, que preparaba a su huésped algún atroz suplicio, y

      jugaba con él, como el gato con el ratón antes de comérselo.

      "Si me achico —pensó—, seré sacrificado de una manera desairada y

      estúpida. Saquemos partido de la situación, y si este gigante furioso ha

      de hacer en mí una barbaridad, que no sea sin oír antes las verdades

      evangélcas."

      —Señor mío, hermano mío —le dijo, levantándose y tomando el tono sereno y

      cortés que usar solía para reprender a las malos—, perdone a mi pequeñez

      que se atreva a medirse con su grandeza. Cristo me lo manda; debo hablar y

      hablaré. Veo al Goliat ante mí, y sin reparar en su poder, me voy derecho

      a él con mi honda. Es propio de mi ministerio amonestar a los que yerran;

      no me acobarda la arrogancia del que me escucha; mis apariencias humildes

      no significan ignorancia de la fe que profeso, ni de la doctrina que puedo

      enseñar a quien lo necesite. No temo nada, y si alguien me impusiera el

      martirio en pago de las verdades cristianas, al martirio iría gozoso. Pero

      antes he de decirle que está usted en pecado mortal, que ofende a Dios

      gravemente con su soberbia, y que si no se corrige, no le servirán de nada

      su estirpe, ni sus honores y riquezas, vanidad de vanidades, inútil peso

      que le hundirá más cuanto más quiera remontarse. La ira es daño gravísimo

      que sirve de cebo a las demás pecados, y priva al alma de la serenidad que

      necesita para vencer el mal en otras esferas. El colérico está vendido a

      Satanás, quien ya sabe cuán poco tiene que luchar con las almas que

      fácilmente se inflaman en rabia. Modere usted sus arrebatos, sea cortés y

      humano con los inferiores. Ignoro si siente usted el amor de Dios; pero

      sin el del prólimo, aquel grande amor es imposible, pues la planta amorosa

      tiene sus raíces en nuestro suelo, raíces que son el cariño a nuestros

      semejantes, y si estas raíces están secas, ¿cómo hemos de esperar flores

      ni frutos allá arriba? La sorpresa con que usted me escucha me prueba que

      no está acostumbrado a oír verdades como estas, y menos de un infeliz

      haraposo y descalzo. Por eso la voz de Cristo en mi corazón me dijo una y

      otra vez que entrase, sin temor a nada ni a nadie, y por eso entré y heme

      puesto delante del dragón. Abra usted sus fauces, alargue sus uñas,

      devóreme si gusta; pero expirando, le diré que se enmiende, que Cristo me

      manda aquí para llamarle a la verdad y anunciarle su condenación si no

      acude pronto al llamamiento.

      Grande fue la sorpresa de Nazarín al ver que el señor de la Coreja, no

      sólo no se enfurecía oyéndole, sino que le oía con atención y hasta con

      respeto, no ciertamente humillándose ante el sacerdote, sino vencido del

      asombro que tales conceptos en boca de persona tan humilde le causaban.

      —Ya hablaremos de eso —le dijo con calma—. Tengo una idea..., una idea que

      me atormenta..., porque has de saber que de algún tiempo acá la pérdida de

      la memoria es el mayor suplicio de mi vida y la causa de todas mis

      rabietas...

      De repente se dio una palmada en la frente, y diciendo: "Ya la cogí.

      ¡Eureka, eureka!", se fue casi de un salto al cuarto próximo, dejando solo

      y cada vez más desconcertado al buen peregrino. El cual, como Belmonte

      dejara abierta la puerta, pudo verle en la estancia inmediata, que era al

      modo de biblioteca o despacho, revolviendo papeles de los muchos que sobre

      una gran mesa había. Ya pasaba la vista rápidamente por periódicos

      grandísimos, al parecer extranjeros; ya hojeaba revistas, y, por fin, sacó

      de un estante legajos que examinaba con febril presteza.

      Duró esto cerca de una hora. Vio Nazarín que entraban criados en el

      despacho, que el señor les daba órdenes, por cierto con mejor modo que

      antes, y, por último, criados y señor desaparecieron por otra puerta que

      daba a las interioridades de aquel vasto edificio. Al quedarse solo el

      buen padrito examinó con más calma la habitación en que se encontraba; vio

      en las parades cuadros antiguos, religiosos, bastante buenos: San Juan

      reprendiendo a Herodes delante de Herodías; Salomé bailando; Salomé con la

      cabeza del Bautista; por otro lado, santos de la Orden de Predicadores, y

      en el testero principal, un buen retrato de Pío IX. Pues, Señor, seguía

      sin entender la casa, ni al dueño de ella, ni nada de lo que veía. Ya

      empezaba a temer que le abandonaran en aquel solitario aposento, cuando

      entró un criado a llamarle, y le dijo que le siguiera.

      "¿Para qué me querrán? —se decía, atravesando tras el fámulo salas y

      corredores—. Dios sea conmigo, y si me llevan por aquí para meterme en una

      mazmorra, 0 arrojarme en una cisterna, o segarme el pescuezo, que me coja

      la muerte en la disposición que he deseado toda mi vida."

      Pero la mazmorra o cisterna a que le llevaron era un comedor espacioso,

      alegre y muy limpio, en el cual vio la mesa puesta, con todo el lujo de

      fina loza y cristalería que se estila en Madrid, y en ella dos cubiertos

      no más, uno frente a otro. El señor de Belmonte, que allí estaba vestido

      de negro, el cabello y la barba muy bien atusados, camisa con pechera y

      cuello lustroso, señaló a Nazarín uno de las asientos.

      —Señor —balbució el penitente, turbado y confuso —, ¿con esta facha mísera

      he de sentarme a mesa tan elegante?

      —Que se siente, digo, y no me obligue a repetirlo —añadió el caballero,

      con más aspereza en la palabra que en el tono.

      Comprendiendo que la gazmoñería no cuadraba a su humildad sincera, don

      Nazario se sentó. Una negativa insistente habría resultado más bien

      afectado orgullo que amor de la pobreza.

      —Me siento, señor, y acepto el desmedido honor que usted hace, sentándole

      a su mesa, a un pobre de los caminos, que ayer fue mordido cruelmente por

      los perros de esta casa. Parte de lo que dije hace poco a usted, por

      mandato de mi Señor, queda sin efecto por este acto suyo de caridad. Quien

      tal hace, no es, no puede ser enemigo de Cristo.

      —¡Enemigo de Cristo! ¿Pero qué está usted diciendo, hombre? —exclamó el

      gigante, del modo más campechano—. ¡Si Él y yo somos muy amigos!

      —Bien... Pues si acepto su noble invitación, señor mío, le suplico me dé

      licencia para no alterar mi costumbre de comer tan sólo lo preciso para

      alimentarme. No, no me eche vino; no lo pruebo jamás, ni ninguna clase de

      licores.

      —Usted come lo que quiere. No acostumbro molestar a mis invitados,

      haciéndoles rebasar la medida de su apetito. Se le servirá de todo, y

      usted come o no come, o ayuna, o se harta, o se queda con hambre, según le

      cuadre... Y en premio de esta concesión, señor mío, yo, a mi vez le pido

      me dé licencia...

      —¿Para qué? No la necesita usted para mandarme cuanto se le ocurra.

      —Licencia para interrogarle...

      —¿Sobre qué?

      —Sobre los problemas pendientes, del orden social y religioso.

      —No sé si mi escasísimo saber me permitirá contestarle con el acierto que

      usted, sin duda, espera de mí...

      —¡Oh! Si empieza usted por disimular su ciencia, como disimula su

      condición, hemos concluido.

      —Yo no disimulo nada; soy tal como usted me ve; y en cuanto a mi ciencia,

      si desde luego declaro que es mayor de lo que corresponde a la vida que

      llevo y a las trapos que visto, no la tengo por tan superior que merezca

      manifestarse ante persona tan ilustrada.

      —Eso lo veremos. Yo sé poco; pero algo aprendí en mis viajes por Oriente y

      Occidente, algo también en el trato social, que es la biblioteca más

      nutrida y la major cátedra del mundo, y con lo que he podido observar, y

      un poquito de lectura, prestando atención excepcional a los asuntos

      religiosos, atesoro unas cuantas ideas que son para mí la propiedad más

      estimable. Pero ante todo.., ya rabio por preguntárselo.., ¿qué piensa

      usted del estado actual de la conciencia humana?

      VIII

      "¡Ahí es nada la preguntita! — dijo Nazarín para su sayo—. Tan compleja es

      la cuestión, que no sé por dónde tomarla."

      —Quiero decir, el estado presente de las creencias religiosas en Europa y

      América.

      —Creo, señor mío, que los progresos del catolicismo son tales, que el

      siglo próximo ha de ver casi reducidas a la insignificancia las iglesias

      disidentes. Y no tiene poca parte en ello la sabiduría, la bonded

      angélica, el tacto exquisito del incomparable Pontífice que gobierna la

      Iglesia...

      —Su Santidad León XIII —dijo, gallardamente, el señor de Belmonte—, a cuya

      salud beberemos esta copa.

      —No. Dispénseme. Yo no bebo ni a la salud del Papa, porque ni el Papa ni

      Cristo Nuestro Salvador han de querer que yo altere mi régimen de vida...

      Decía que en la Humanidad se notan la fatiga y el desengaño de las

      especulaciones científicas, y una feliz reversión hacia lo espiritual. No

      podía ser de otra manera. La ciencia no resuelve ninguna cuestión de

      trascendencia en los problemas de nuestro origen y destino, y sus

      peregrinas aplicaciones en el orden material tampoco dan el resultado que

      se creía. Después de los progresos de la mecánica, la Humanidad es más

      desgraciada; el número de pobres y hambrientos, mayor; los desequilibrios

      del bienestar, más crueles. Todo clama por la vuelta a los abandonados

      caminos que conducen a la única fuente de la verdad: la idea religiosa, el

      ideal católico, cuya permanencia y perdurabilidad están bien probadas.

      —Exactamente —afirmó el gigantesco prócer, que, entre paréntesis, comía

      con voraz apetito, mientras su huésped apenas probaba los variados y ricos

      manjares—. Veo con júbilo que sus ideas concuerdan con las mías.

      —La situación del mundo es tal —prosiguió Nazarín, animándose—, que ciego

      estsrá quien no vea las señales precursoras de la Edad de Oro religiosa.

      Viene de allá un ambiente fresco que nos da de cara, anunciándonos que el

      desierto toca a su fin y que la tierra prometida está próxima, con sus

      risueños valles y fertilísimas laderas.

      —Es verdad, es verdad. Pienso lo mismo. Pero no me negará usted que la

      sociedad se fatiga de andar por el desierto, y como tarda en llegar a lo

      que anhela, se impacientará y hará mil desatinos. ¿Dónde está el Moisés

      que la calme, ya con rigores, ya con blanduras?

      —¡Ah, el Moisés!... No sé.

      —Ese Moisés, ¿lo hemos de buscar en la filosofía?

      —No, seguramente; la filosofía es, en suma, un juego de conceptos y

      palabras, tras el cual está el vacío, y las filósofos son el aire seco que

      sofoca y desalienta a la Humanidad en su áspero camino.

      —¿Encontraremos ese Moisés en la política?

      —No, porque la política es agua pasada. Cumplió su misión, y los que se

      llamaban problemas políticos, tocantes a libertad, derechos, etcétera,

      están ya resueltos, sin que por eso la Humanidad haya descubierto el nuevo

      paraíso terrenal. Conquistados tantísimos derechos, las pueblos tienen la

      misma hambre que antes tenían. Mucho progreso político y poco pan. Mucho

      adelanto material, y cada día menos traba]o y una infinidad de manos

      desocupadas. De la política no esperemos ya nada bueno, pues dio de sí

      todo lo que tenía que dar. Bastante nos ha mareado a todos, tirios y

      troyanos, con sus querellas públicas y domesticas. Métanse en su casa los

      políticos, que nada han de traer provechoso a la Humanidad; baste de

      discursos vanos, de fórmulas ridículas, y del funestísimo encumbramiento

      de las nulidades a medianías, y de las medianías a notabilidades, y de las

      notabilidades a grandes hombres.

      —Bien, muy bien. Ha expresado usted la idea con una exactitud que me

      maravilla. ¿Encontraremos ese Moises en la tribu de la fuerza? ¿Será un

      dictador, un militar, un César...?

      —No le diré a usted que no ni que sí. Nuestra inteligencia, al menos la

      mía, no alcanza a tanto. No puedo afirmar más que una cosa: que nos quedan

      pocas leguas de desierto, y quien dice leguas, dice distancias

      relativamente grandes.

      —Pues, para mí, el Moisés que ha de guiarnos hasta el fin no puede salir

      sino de la cepa religiosa. ¿No cree usted que aparecerá, cuando menos se

      piense, uno de esos hombres extraordinarios, uno de esos genios de la fe

      cristiana, no menos grande que un Francisco de Asís, o quizá más, más

      grande, que conduzca a la Humanidad hasta el límite de sus sufrimientos,

      antes de que la desesperación la arrastre al cataclismo?

      —Me parece lo más lógico pensarlo así —dijo Nazarín—, y, o mucho me

      engaño, o ese extraordinario Salvador será un Papa.

      —¿Lo cree usted?

      —Sí, señor... Es una corazonada, una idea de filosofía de la historia, y

      líbreme Dios de querer darle autoridad de cosa dogmática.

      —¡Claro!... Pues lo mismo, exactamente lo mismo pienso yo. Ha de ser un

      Papa. ¿Qué Papa será ese? ¡Vaya usted a saberlo!

      —Nuestra inteligencia peca de orgullosa queriendo penetrar tan allá. El

      presente ofrece ya bastante materia para nuestras cavilaciones. El mundo

      está mal.

      —No puede estar peor.

      —La sociedad humana padece. Busca su remedio.

      —Que no puede ser otro que la fe.

      —Y a los que poseen la fe, ese don del cielo, toca el conducir a los que

      están privados de ella. En este camino, como en todos, los ciegos deben

      ser llevados de la mano por los que tienen vista. Se necesitan ejemplos,

      no fraseología gastada. No basta predicar la doctrina de Cristo, sino

      darle existencia en la práctica e imitar su vida en lo que es posible a lo

      humano imitar lo divino. Para que la fe acabe de propagarse, en el estado

      actual de la sociedad, conviene que sus mantenedores renuncien a las

      artificios que vienen de la Historia, como los torrentes bajan de la

      montaña, y que patrocinen y practiquen la verdad elemental. ¿No cree usted

      lo mismo? Para patentizar los beneficios de la humildad, es indispensable

      ser humilde; para ensalzar la pobreza como el estado mejor, hay que ser

      pobre, serlo y parecerlo. Esta es mi doctrina... No, digo mal, es mi

      interpretación particular de la doctrina eterna. El remedio del malestar

      social y de la lucha cada vez más enconada entre pobres y ricos, ¿cuál es?

      La pobreza, la renuncia de todo bien material. El remedio de las

      injusticias que envilecen el mundo, en medio de todos esos decantados

      progresos políticos, ¿cuál es? Pues el no luchar con la injusticia, el

      entregarse a la maldad humana como Cristo se entregó indefenso a sus

      enemigos. De la resignación absoluta ante el mal no puede menos de salir

      el bien, como de la mansedumbre sale al cabo la fuerza, como del amor de

      la pobreza tienen que salir el consuelo de todos y la igualdad ante las

      bienes de la Naturaleza. Estas son mis ideas, mi manera de ver el mundo y

      mi confianza absoluta en los efectos del principio cristiano, así en el

      orden espiritual como en el material. No me contento con salvarme yo solo;

      quiero que todos se salven y que desaparezcan del mundo el odio, la

      tiranía, el hambre, la injusticia; que no haya amos ni siervos, que se

      acaben las disputas, las guerras, la política. Tal pienso, y si esto le

      parece disparatado a persona de tantas luces, yo sigo en mis trece, en mi

      error, si lo es; en mi verdad, si, como creo, la llevo en mi mente, y en

      mi conciencia la luz de Dios.

      Oyó don Pedro todo el final de este sustancioso discurso con gran

      recogimiento, medio cerrados las párpados, la mano acariciando una copa de

      vino generoso, de la cual no había bebido más que la mitad. Luego

      murmuraba en voz queda: "Verdad, verdad, todo verdad... Poseerla, ¡qué

      dicha!... Practicarla, ¡dicha mayor!..."

      Nazarín rezó las oraciones de fin de comida, y don Pedro siguió rezongando

      con los ojos cerrados: "La pobreza..., ¡qué hermosura!... ¡pero yo no

      puedo, no puedo... ¡Qué delicia!... Hambre, desnudez, limosna...

      Hermosísimo...; no puedo, no puedo."

      Cuando se levantaron de la mesa, el gigante usaba tono y modales

      enteramente distintos de los de por la mañana. Callaba la fiereza, y

      hablaba la jovialidad de buena crianza. Era otro hombre; la sonrisa no se

      quitaba de sus labios, y el brillo de sus ojos parecía rejuvenecerle.

      —Vamos, padre, que usted querrá descansar. Tendrá la costumbre de dormir

      la siesta...

      —No, señor; yo no duermo más que de noche. Todo el día estoy en pie.

      —Pues yo, no. Madrugo mucho, y a esta hora necesito descabezar un sueño.

      Usted también descansará un rato. Venga, venga conmigo.

      Que quieras que no, Nazarín fue llevado a una habitación no distante del

      comedor, amueblada con lujo.

      —Sí, señor..., sí —le dijo Belmonte en tono muy cordial—. Descanse usted,

      descanse, que bien lo necesita. Esa vida de pobreza errante, esa vida de

      anulación voluntaria, de ascetismo, de trabajos y escaseces, bien merece

      algún reparo. No hay que abusar de las fuerzas corporales, amigo mío. ¡Oh,

      yo le admiro a usted, le acato y le reverencio, por lo mismo que carezco

      de energía para poder imitarle! ¡Abandonar una gran posición, ocultar un

      nombre ilustre, renunciar a las comodidades, a las riquezas, a...!

      —Yo no he tenido que renunciar a eso, porque nunca lo poseí.

      —¿Qué? Vamos, señor, basta de ficciones conmigo, y no digo farsas por no

      ofenderle.

      —¿Qué dice?

      —Que usted, con su cristiano disfraz, verdadera túnica de discípulo de

      Jesús, podrá engañar a otros, no a mí, que le conozco, que tengo el honor

      de saber con quién hablo.

      —¿Y quién soy yo, señor de Belmonte? Dígamelo si lo sabe.

      —¡Pero si es inútil el disimulo, señor mío! Usted...

      Tomó aliento el señor de la Coreja, y en tono de familiar cortesía,

      poniendo la mano en el hombro de su huésped, le dijo:

      —Perdóneme si le descubro. Hablo con el reverendísimo obispo armenio que

      hace dos años recorre la Europa en santa peregrinación...

      —¡Yo..., obispo armenio!

      —Mejor dicho..., ¡si lo sé todo!...; mejor dicho, patriarca de la Iglesia

      armenia que se sometió a la Iglesia latina, reconociendo la autoridad de

      nuestro gran pontífice León XIII.

      —¡Señor, señor, por la Virgen Santísima!

      —Su reverencia anda por las naciones europeas en peregrmación, descalzo y

      en humildísimo traje, viviendo de la caridad pública, en cumplimiento del

      voto que hizo al Señor si le concedía el ingreso de su grey en el gran

      rebaño de Cristo... ¡Sí, no vale negarlo, ni obstinarse en el disimulo,

      que respeto! Su reverencia ilustrísima recibió autorización para cumplir

      en esta forma su voto, renunciando temporalmente a todas sus dignidades y

      preeminencias. ¡Si no soy yo el primero que le descubre! ¡Si ya le

      descubrieRon en Hungría, donde se susurró que había hecho milagros! Y le

      descubrieron también en Valencia de Francia, capital del Delfinado...

      ¡Pero si tengo aquí los periódicos que hablan del insigne patriarca y

      descrIben esa fisononía, ese traje, con pasmosa exactitud!... Como que en

      cuanto le vi acercarse a mi casa caí en sospecha. Luego busqué el relato

      en los periódicos. ¡El mismo, el mismo! ¡Qué honor tan grande para mí!

      —Señor, señor mío, yo le suplico que me escuche...

      Pero el ofuscado gigante no le dejaba meter baza, sofocando la voz y

      ahogando la palabra de Nazarín en el diluvio de la suya.

      —¡Si nos conocemos, si he vivido mucho tiempo en Oriente, y es inútil que

      Su Reverencia lleve tan adelante conmigo su piadosa comedia! Le apearé el

      tratamiento, si en ello se empeña... Usted es árabe de nacimiento.

      —¡Por la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo!...

      —Árabe legítimo. Al dedillo me sé su historia. Nació usted en un país

      hermosísimo, donde dicen que estuvo el Paraíso terrenal, entre el Tigris y

      el Éufrates, en el territorio de Aldjezira, que también llaman la

      Mesopotamia.

      —¡Jesús me valga!

      —¡Si lo sé, si lo sé todo! Y el nombre arábigo de usted es Esrou-Esdras.

      —¡Ave María Purísima!

      —Y los franciscanos de Monte Carmelo le bautizaron y le dieron educación y

      le enseñaron el hermoso lenguaje español que habla. Después pasó usted a

      la Armenia, donde está el monte Ararat, que yo he visitado..., allá donde

      tomó tierra el Arca de Noé...

      —¡Sin pecado concebida!

      —Y allí se afilió usted al rito armenio, distinguiéndose por su ciencia y

      virtud, hasta llegar al Patriarcado, en el cual intentó y realizó la

      gloriosa empresa de restituir su Iglesia huérfana al seno de la gran

      familia católica. Conque no le canso más, Reverendísimo señor. A descansar

      en ese lecho, que todo no ha de ser dureza, abstinencias y

      mortificaciones. De vez en cuando conviene sacrificarse a la comodidad, y,

      sobre todo, señor Eminentísimo, está usted en mi casa, y en nombre de la

      santa ley de hospitalidad, yo le mando a usted que se acueste y duerma.

      Y sin permitirle explicaciones ni esperar respuesta salió de la estancia

      riendo, y allí se quedó solo el buen Nazarín, con la cabeza como el que ha

      estado mucho tiempo oyendo cañonazos, dudando si dormía o velaba, si era

      verdad o sueño lo que había visto y oído.

      IX

      —¡Jesús, Jesús! —exclamaba el bendito clérigo—. ¿Qué hombre es este?

      Tarabilla igual no he visto nunca. ¡Pero si no me dejaba responderle ni

      explicarle!... ¿Y creerá eso que dice?... Que yo soy patriarca armenio y

      que me llamo Esdras y... ¡Jesús, Madre amantísima, permitidme salir pronto

      de esta casa pues la cabeza de este hombre es como una gran jaula llena de

      jilgueros, mirlos, calandrias, cotorras y papagayos, cantando todos a la

      vez!... Y temo que me contagie. ¡Alabada sea la Santísima Misericordia!...

      ¡Y qué cosas cría el Señor, qué variedad de tipos y seres! Cuando uno cree

      haberlo visto todo, aún le quedan más maravillas o rarezas que ver... ¡Y

      pretende que yo me acueste en esa cama tan maja, con colcha de damasco!...

      ¡En el nombre del Padre!.. ¡Y yo que me creí hallar aquí vejaciones,

      desprecios, el martirio quizá..., y me encuentro con un gigante socarrón,

      que me sienta a su mesa y me llama obispo y me mete en esta linda alcoba

      para dormir la siesta! ¿Pero este hombre es malo o es bueno...?

      La cavilación en que cayó el pobre cura semítico no llevaba trazas de

      concluir; tan embrollado y difícil era el punto que su magín se propuso

      dilucidar. Antes de que definir pudiera el ser moral de don Pedro de

      Belmonte, volvió éste de echar la siesta. En cuanto le vio, Nazarín

      llegóse resueltamente a él y, sin dejarle pegar la hebra, le cogió por la

      solapa y le dijo con extraordinaria viveza:

      —Venga usted acá, señor mío; que, como no me daba respiro, no pude decirle

      que yo no soy árabe, ni obispo, ni patriarca, ni me llamo Esdras, ni soy

      de la Mesopotamia, sino de Miguelturra, y mi nombre es Nazario Zaharín.

      Sepa que nada de lo que ve en mí es comedia, como no llame así al voto de

      pobreza que hacer he querido, sin renunciar...

      —Monseñor, monseñor..., comprendo que tan tenazmente disimule...

      —Sin renunciar, digo, a honores ni emolumentos, porque no las tenía, ni

      las quiero, ni...

      —¡Si yo no he de vender su secreto, rayos! Me parece bien que sostenga su

      papel y que...

      —Y que nada. Pues cuanto ha dicho usted es un disparate, y un sueño, y un

      delirio. Me he lanzado a esta vida de penitencia por un anhelo ardiente de

      mi corazón, que a ella me llama desde niño. Soy sacerdote, y aunque a

      nadie he pedido permiso para abandonar los hábitos y salir al ejercicio de

      la mendicidad, me creo dentro de la más pura ortodoxia y acato y venero

      todo lo que manda la Iglesia. Si he preferido la libertad a la clausura,

      es porque en la penitencia libre veo más trabajos, más humillación y más

      patente la renuncia a todos los bienes del mundo. Desprecio la opinión,

      desafío las hambres y desnudeces; apetezco los ultrajes y el martirio. Y

      con esto me despido del señor de la Coreja, diciéndole que estoy

      agradecidísimo a sus muchas bondades y que le tendré siempre presente en

      mis oraciones.

      —El agradecido soy yo, no sólo por el honor que me ha proporcionado Su

      Reverencia...

      —¡Y dale!

      —... el honor altísimo de tenerle en mi casa, sino por su ofrecimiento de

      orar por mí y de encomendarme a Dios, que bien lo necesito, créame.

      —Lo creo... Pero haga el favor de no llamarme Reverencia.

      —Bueno: le daré tratamiento llano en obsequio a su humildad —replicó el

      caballero, que antes, se dejara desollar vivo que desdecirse de cosa por

      él sostenida y afirmada—. Hace bien usted en guardar el incógnito, para

      evitar indiscreciones...

      —¡Pero, señor!... En fin, déme licencia para retirarme. Yo pido a Dios que

      le corrija de su terquedad, la cual es una forma de soberbia, y así como

      el fruto amargo de ésta es la cólera, el fruto de aquélla es la mentira.

      Ya ve cuántos males acarrea el orgullo. Mis últimas palabras al salir de

      esta noble casa son para rogarle que se enmiende de ese y otros pecados,

      que piense en la inmortalidad, a cuya puerta no debe usted llamar con alma

      cargada de tantos goces y de tanta satisfacción de apetitos materiales.

      Porque la vida que usted se da, señor mío, podrá ser buena para llegar a

      una vejez robusta, pero no a la salid eterna.

      —Lo sé, lo sé —decía el buen don Pedro con melancólica sonrisa,

      acompañando a Nazarín por el primer patio—. Pero ¿qué quiere usted, eximio

      señor? No todos tenemos esa poderosa energía de usted... ¡Ah!, cuando se

      llega a cierta edad, ya están las huesos duros para meterse uno en

      abstinencias y en correcciones del carácter. Créame a mí: cuando al pobre

      cuerpo le queda poco más que vivir, es crueldad negarle aquello a que está

      acostumbradito. Soy débil, lo reconozco, y a veces pienso que debo ponerle

      las peras a cuarto al cuerpo. Pero luego me da lástima y digo: "¡Pobrecito

      cuerpo, para los días que te quedan ya!..." Algo de caridad hay también en

      esto, ¿eh? Vamos, que al pícaro le gusta la buena mesa, los buenos vinos.

      ¿Y qué he de hacer más que dárselos?... ¿Le agrada reñir? Pues que riña...

      Todo ello es inocente. La vejez necesita juguetes como la infancia. ¡Ah!,

      cuando tenía algunos años menos, se pirraba por otras cosas..., las buenas

      chicas, por ejemplo... De eso sí que le he privado en absoluto.. No, no,

      ¡no faltaba más! Prohibición radical. Que se fastidie... No le dejo más

      que las fruslerías del pecado el comer, la bebida, el tabaco y el pelearse

      con la servidumbre... En fin, señor, no quiero entretenerle. Pídale a Dios

      por mí. Es una suerte, para los que no somos buenos, que existan seres

      perfectos como usted, prontos a interceder por todos y a conseguir, con

      sus estupendas virtudes, la salvación propia y la ajena.

      —Eso no, eso no vale.

      —Vale en tanto que uno también hace por sí lo que puede. Yo sé lo que

      digo... Que sus penitencias, padre beatísimo, le lleven a la perfección

      que desea, y que Dios le dé fuerzas para proseguir en obra tan santa y

      meritoria... Adiós, adiós...

      —Adiós, señor mío: no pase usted de aquí —le dijo Nazarín en el último

      patio—. Y ahora que me acuerdo, he dejado mi morral allá junto a la noria.

      —Ya, ya se lo traen —replicó Belmonte—. He mandado que le pongan en él

      algunas vituallas, que nunca están de más, créame; y aunque a usted no le

      guste comer más que hierbas y pan duro, no es malo que lleve algo de

      sustancia para un caso de enfermedad...

      Quiso besarle la mano; pero don Nazario, con grandes esfuerzos, se lo

      impidió, y en el campo frontero a la casa se despidieron con mutuas

      demostraciones afectuosas. Como viese don Pedro que los mastines andaban

      sueltos por el campo, dio orden de que los ataran, indicando a Nazarín que

      se detuviese un momento.

      —Ya supe —le dijo—, y me disgustó mucho, que ayer, por descuido de esta

      canalla, los perros le mordieron a usted y a dos santas mujeres que le

      acompañan.

      —Esas mujeres no son santas, sino todo lo contrario.

      —Disimule, disimule... ¡Como si no hablara también de ellas la Prensa

      europea!... La una es dama principal, canonesa de la Turingia; la otra,

      una sudanita descalza.

      —¡Ay, cuánto desatino!...

      —¡Si lo dice el periódico! En fin, respeto su santo incógnito... Adiós. Ya

      están sujetos los animales.

      —Adiós... Y que el Señor le ilumine —dijo Nazarin, que ya no quería

      discutir más y todo su afán era largarse aprisa.

      El morral, atestado de paquetes de comestibles, pesaba bastante, por lo

      cual, y por la rapidez de la marcha, llegó muy sofocado a la olmeda donde

      Ándara y Beatriz habían quedado esperándole. Impacientes y sobresaltadas

      por su tardanza, en cuanto le divisaron las dos mujeres, salieron gozosas

      a su encuentro, pues creyeron no volver a verle o que saldría de la Coreja

      con la cabeza rota. Grande fue su asombro y alegría al verle sano y

      alegre. Por las primeras palabras que el beato les dijo comprendieron que

      tenía mucho que contar, y el volumen y peso del saco les despertó la

      curiosidad en demasía. En la olmeda encontró Nazarín a una vieja

      desconocida, la señá Polonia, paisana de Beatriz y vecina de Sevilla la

      Nueva. Había pasado por allí de vuelta de unas tierras de su propiedad,

      adonde fue a sembrar nabos, y viendo a su amiga se detuvo para chismorrear

      con ella.

      —¡Ay qué señor, qué hombre tan raro es ese don Pedro! —dijo el padrito

      echándose en el suelo, después que Ándara le quitó el morral para examinar

      lo que contenía—. No he visto otro caso. Cosas tiene de persona muy mala,

      esclava de los vicios; cosas de persona bonísima, cortés y caballeresca.

      Ilustración no le falta, finura le sobra, mal genio también, y no hay

      quien le gane en terquedad para sostener sus errores.

      —Ese vejestorio grandón y bonito —dijo Polonia que hacía punto de media—

      está más loco que una cabra. Cuentan que se pasó mucho tiempo en tierras

      de moros y judíos, y que al volver acá se metió en tales estudios de cosas

      de religión y de tiología, que se le trabucaron los sesos.

      —Ya lo decía yo. El señor don Pedro no rige bien. ¡Qué lástima! ¡Quiera

      Dios darle el juicio que le falta!

      —Está reñido con toda la familia de los Belmonte, sobrinos y primos, que

      no le pueden aguantar, y por eso no sale de aquí. Es hombre muy pagano y

      muy gentil para todos los vicios de buena mesa, y no ve una falda que no

      le entre por el ojo derecho. Pero como mal corazón, no tiene. Cuentan que

      cuando le hablan de las cosas de religión católica, o pagana, o de las

      idolatrías, si a mano viene, es cuando pierde el sentido, por ser esta

      leyenda y el revolver papeles de Escritura Sagrada lo que le trastornó.

      —¡Desventurado señor!... ¿Querréis creer, hijas mías, que me sentó a su

      mesa, una mesa magnífica, con vajilla de cardenal? ¡Y qué platos, qué

      manjares riquísimos!... Y después se empeñó en que había de dormir la

      siesta en una cama con colcha de damasco... ¡Vaya, que a mí...!

      —¡Y nosotras tan creídas de que le rompería algún hueso!

      —Pues digo... Salió con la tecla de que soy obispo, más, más, patriarca, y

      de que nací en Aldjezira..., o sea la Mesopotamia, y que me llamo

      Esdras... También se dejó decir que vosotras sois canonesas... Y nada me

      valía negarlo y manifestarle la verdad. Como si no.

      —Pues ya se conoce que se da buena vida el hijo de tal —dijo Ándara

      gozosa, sacando paquetes de fiambres—. Lengua escarlata... y otra

      lengua... y jamón... ¡Jesús, cuánta cosa rica! ¿Y qué es esto? Un pastelón

      como la rueda de un carro. ¡Qué bien huele!... También empanadas; una,

      dos, tres; chorizo, embutidos.

      —Guarda, guarda todo eso —le dijo Nazarín.

      —Ya lo guardo, que a la hora de comer lo cataremos.

      —No, hija; eso no se cata.

      —¿Que no?

      —No; es para los pobres.

      —Pero ¿quién más pobres que nosotros, señor?

      —Nosotros no somos pobres, somos ricos, porque tenemos el caudal inmenso y

      las inagotables provisiones de la conformidad cristiana.

      —Ha dicho muy bien —indicó Beatriz ayudando a reponer los paquetes en el

      morral.

      —Y si ahora tenemos esto, si nada nos hace falta hoy, porque nuestras

      necesidades están satisfechas —indicó don Nazario—, debemos darlo a otros

      más necesitados.

      —Pues en Sevilla la Nueva no falta pobretería —manifestó la señá Polonia—,

      y allí tienen ustedes donde repartir buenos caudales. Pueblo más mísero y

      pobre no le hay por acá.

      —¿De veras? Pues a él llevaremos estas sobras de la mesa del rico

      avariento, ya que han venido a nuestras manos. Guíenos usted, señora

      Polonia, y desígnenos las casas de los más menesterosos.

      —¿Pero de veras entran en Sevilla? Estas me dijeron que no querían

      acercarse allá.

      —¿Por qué?

      —Porque hay viruela.

      —¡Que me place!... Digo, no me place. Es que celebro encontrar el mal

      humano para luchar con él y vencerlo.

      —No es epidemia. Cuatro casos saltaron estos días. Donde hay una mortandad

      horrorosa es en Villamantilla, dos leguas más allá.

      —¿Epidemia horrorosa... y de viruela?

      —Tremenda, sí, señor. Como que no hay quien asista a los enfermos, y los

      sanos huyen despavoridos.

      —Ándara, Beatriz... —dijo Nazarín levantándose—. En marcha. No nos

      detengamos ni un momento.

      —¿A Villamantilla?

      —El Señor nos llama. Hacemos falta allí. ¿Qué? ¿Tenéis miedo? La que tenga

      miedo o repugnancia, que se quede.

      —Vamos allá. ¿Quién dijo miedo?

      Sin pérdida de tiempo emprendieron la marcha, y por el camino iba

      refiriéndoles Nazarín, con graciosos pormenores, el singularísimo episodio

      de su visita a don Pedro de Belmonte, señor de la Coreja.