Héctor Tizón

 

 

Parábola

 

 

Ahora es el turno del Zurdo y todas las miradas comienzan a estar pendientes de su mano sin un temblor y sin embargo dispuesta ya al movimiento postrero. El Zurdo avanza un paso y en un instante lo recuerda todo.

 

Sin acatar prudentes razones el Zurdo había resuelto prolongar el asedio, a pesar de la tormenta.

Cuando cruzó el río apenas si las aguas llegaban a la cincha. Miró al cielo y pudo ver un ave oscura cruzarse oblicuamente en su camino. Pero ningún recelo lo detuvo. Después vinieron los lamentos, la coca ya demasiado trasegada y el alcohol. Para colmo la caja y unas letrillas de a propósito. El alcohol le iluminó los ojos, y el deseo. Paulina –una de las dolientes- tenía los dieciséis años de adentro para afuera y no lo pudo contener; en lo mejor de la tormenta ya estaban juntos, refugiados debajo del poncho azul, en un rincón oscuro del cuarto contiguo al del velatorio; y la mano del Zurdo, la misma mano, fue al encuentro de la mujer.

 

En los cebiles y en las puntas de los sauces comenzaba a retornar la primavera. Había sido caluroso el tiempo en esos días, pero, de repente, un temporal venció al calor y la neblina se acostó sobre los cerros, descendió al valle, a los caminos, al cementerio, haciéndose más densa sobre el río.

Era la media tarde de un sábado y por esa razón había hombres desocupados en el pueblo, hombres que irían a congregarse como a desgano en el boliche, donde el patrón, con el pucho apagado entre los labios, tampoco demostraba ansiedad.

A eso de las cuatro regresó el lechero con la noticia de que no había podido cruzar el río. Llovía recio en las quebradas.

-Ahora te has perjudicado –le dijo alguien, indicando los tachos. El lechero no habló. Emponchado, de un salto descendió de la jardinera y después de observar la grupa de su caballo, reluciente de sudor por el apuro y el esfuerzo del regreso, entró al boliche masticando el tallo de un clavel.

El almacén era sobre la calle, la única del poblado, que nacía confusamente vecina al lugar dispuesto para cementerio e iba a morir en la playa del río. No había tranqueras frente al boliche y por eso los parroquianos dejaban sus caballos atados a un alambre que rodeaba el tronco de un ceibo viejo y robusto que había crecido a un costado.

Después que el lechero llegó –y cuando ya se habían juntado cuatro caballos debajo del árbol- empezó a caer una llovizna fina, imperceptible, que más que llovizna parecía vapor.

El Zurdo no había llegado aún.

Unas gallinas, apichonadas, confundidas tal vez por temporal tan raro, cruzaron con dignidad el patio interior del boliche rumbo a la higuera. No era todavía la hora del sueño, pero lo buscaban.

Tres gauchos bebían sentados junto a una mujer. El más joven parecía borracho e insistía con el comienzo de una historia acerca de un tordillo arrecho; el joven no enhebraba bien el cuento y cuando llegaba a la dificultad –siempre la misma- trataba de reírse, tomaba un trago de más y volvía a lo mismo.

El bolichero, para amenizar, puso el disco en el fonógrafo: una marcha militar. El resultado fue bueno y, al cabo de repetirlo por tres veces, la gente se había congregado en el patio, sentada en un banco junto a la pared. Un parral incipiente intentaba trepar rumbo a los alambres entrecruzados del patio; a simple vista cualquiera se percataba del extraordinario esfuerzo de la planta. Pensando en eso estaba el bolichero, ya desentendido de la victrola, cuando un relámpago rayó el cielo por entre los sarmientos ambiciosos.

Y en ese mismo momento entró el Zurdo. Rengueaba de la pierna izquierda pero lo disimulaba. No llevaba cuchillo ni cinturón. Estaba pálido y con el pelo y la barba crecidos. No fumaba ni reía. Calzaba alpargatas y, a pesar del frío, traía el pecho casi descubierto, lo cual contrastaba con su guardacalzón sobado. Había llegado atravesando la distancia al paso de su cabalgadura, nerviosa por alguna razón; junto al palo del cementerio se había detenido para persignarse, pero quizás la falta de costumbre le entorpeció la mano y al dar vuelta en la ribera distinguió a las mujeres enlutadas, lavando. Las mujeres observaron al Zurdo, sin saludarlo; golpeaban desacompasadamente los trapos sobre las piedras.

Con el relámpago apareció el Zurdo en el boliche, dirán después lo que cuenten. Y, para peor, cuando ya la música de la victrola había cesado.

Sin vacilar, el recién llegado atravesó la galería y se sentó sobre un cajón de vino, solo. No quiso beber. En eso volvió a sonar la victrola y algunos empezaron a jugar al sapo. El ritmo cadencioso de las fichas metálicas al caer, comenzó a transportarlo.

Al montar aquella vez, de madrugada, aligerado del amor de Paulina, sintió que estaba ebrio. Era un amanecer oscuro; la lluvia, intensa, se había convertido en llovizna triste y persistente. Subió al caballo sin despedirse y olvidó el sombrero; era la primera vez que le ocurría eso. Comenzó a andar por la explanada y luego de superar el angosto sendero que atravesaba los maizales, la tierra se acabó y las patas del caballo iniciaron una marcha cautelosa por el pedregal de la playa. El ruido sordo del agua era impresionante; el Zurdo apuró el caballo que se resistía, pero le chicoteó la cabeza y el animal tentó el río. No fue más que eso, y el jinete salió despedido por el pescuezo para caer dentro de la corriente. Allí, el Zurdo comenzó a debatirse contra las aguas que, desde horas atrás, venían arrastrando piedras y troncos por la creciente. Era imposible nadar y cuando ya se había abandonado a su presunto destino, algo como una fuerte correntada lo asió en vilo arrojándolo contra una piedra de la orilla, en terreno inofensivo. Enseguida se dio cuenta de que sangraba de una ceja y, al mismo tiempo, al querer arrastrarse hacia la arena sintió dolor en la pierna izquierda. Miró a todos lados en busca de su caballo y cuando quiso gritar llamándolo, una presencia le ahogó la voz.

El Zurdo vuelve ahora  esta realidad de aisladas risas de hombres semiebrios. Continúa la victrola a duras penas y los jugadores de sapo se animan apostando cervezas. El patrón mantiene el pucho manoseado entre los labios y llegan en ese momento dos hombres más y un muchachito. Son las seis de la tarde; caen las fichas del sapo.

No supo cuánto tiempo transcurrió, pero al amanecer todo se hallaba en el mismo sitio. Miró de pronto el lugar preciso pero ni allí ni en otro había señal alguna de patas de caballo. Al levantar los ojos al cielo alcanzó a ver la última imagen de una luna muerta. Observó el río, la corriente caudalosa, y sus ojos abarcaron en una larga mirada las aguas; la mirada remontándose río arriba hasta un punto indeterminado en que la corriente desaparecía.

Se pierde el sol y la luz comienza a abandonar el desierto campo de batalla. Sobre la playa rondan ya las primeras aves oscuras y hay lanzas rotas, carros destruidos y cascos de bronce con penachos de crin. Targitao, herido y extraviado, busca a su tropa diezmada en el desfiladero. Las avanzadas persas lo dejaron por muerto. Y aquí me encuentro desvalido, junto a estas aguas que no cesan de fluir, como la sangre, salpicándome la armadura; invicto hasta la luna de anoche, inválido desde ahora, arrojado como una osamenta a un costado del campo, viendo cómo el enemigo pisotea la tierra de mi nacimiento. Pudimos darnos cuenta y obedecer las señales. Los caballos tenían miedo y en el primer encuentro los aurigas fueron destrozados. ¡Ahora lo sé! Los dioses protectores nos miraban tristemente desde el Olimpo. Fuimos soberbios ante el vuelo del águila. Un águila volando a la izquierda del ejército llevaba en su pico una serpiente colorada que se retorcía. Pero estábamos ciegos y seguros.

Tres noches antes Targitao se despedía sin saber que era su última noche de amor, Junto a la puerta sintió su presencia. La había esperado demasiado tiempo pero ahora sería compensado. Bátide, luego del baño, ungió su cuerpo con aceites perfumados; ciñóse un manto liviano con un broche de bronce en el pecho y un cinturón de suave cuero de cabra, y así la contempló el guerrero.

A media tarde fueron emboscados y luego de una hora de feroz combate los cuerpos muertos casi obstruían la corriente del río. Una lanza, pegando de soslayo, le despojó del casco y al ir a blandir su espada sobre el cuello de un enemigo, una flecha se hundió de pronto en la correa de su escudo al mismo tiempo que otra se le clavaba en el hombro izquierdo; rápidamente Targitao, con su honda de lana, frenó la hemorragia. Se habían lanzado al combate sin haber hecho ofrendas a los dioses.

Se pierde el sol y el Zurdo se incorpora. Quizás sólo él se entera que ha llegado alguien.  El Zurdo lo reconoce enseguida, no bien se asoma a la galería, en el momento en que el forastero ata su caballo al alambre que rodea el árbol. Y cuando se agacha para recoger una flor de ceibo, vuelve a ver la reluciente vaina de tres puntas. El forastero avanza; a unos diez pasos se detiene y lo saluda con los ojos. Lleva puesto el sombrero negro, impecable, sujeto a la mandíbula con barbiquejo blanco trenzado, calza botas bajas y espuelas grandes de mediavuelta, traje azul oscuro y poncho.

Enseguida todos los sabían: el forastero era oriundo de los pagos de Ocloyas, o alguna vez (alguien lo afirmará después) le habrían avistado en borrosas tabeadas de la zona, y hacía tres noches y tres días que cabalgaba, hasta que dio con Yala.

Pero el Zurdo, como buen pagador, sabía algo más. Era el mismo jinete que le había salvado del río. Y sostuvo su promesa: ahora estaba sano, habían florecido los primeros ceibos y cumpliría  su palabra; y, como debía ser un hueso neutral, el Zurdo llamó al bolichero y le habló al oído, mirando al suelo.

-¡Oh, extranjero! –exclamó Targitao desde el suelo-. Si mi desconsuelo es grande, mi deshonra es mayor; devuélveme a la vida separándome la cabeza con mi propia espada. Te lo mando.

El que de pronto se había aparecido a unos diez pasos del soldado caído, detentaba la figura de un mendigo anciano, desdentado, sonriente y calvo; vestía túnica raída y se apoyaba en un bastón resplandeciente.

-¡Dios! Quienquiera fueses. Inválido no merezco la pena de vivir. Arriesgo los últimos alientos que me quedan a cambio de la fuerza suficiente para alcanzar las vanguardias de mi tropa, ahora en retirada.

El otro dio un paso hacia delante y dijo:

-No estás en condiciones, Targitao, de batirte con nadie; tu lanza está destrozada, perdida tu espada poderosa y las fuerzas no te responden. –Y diciendo eso avanzó un paso más: - Pero acepto la propuesta. Jugaremos tu suerte a la taba. Según de qué lado caiga el hueso podrás reunirte con tu ejército, o serás mi obediente esclavo, para siempre.

Targitao aceptó.

El Zurdo se incorporó en señal de asentimiento.

Ahora ya el bolichero regresaba con la taba en la mano. Los demás se abrieron en círculo. Había entonces mucha gente reunida. El ágora de Yala. Tomó el recién llegado el hueso entre ambas manos y, sin alardes, lo echó al aire dibujando una parábola perfecta. Los demás dirán luego que la taba describió una trayectoria brillante, como de fuego. Y el hueso en suerte fue a clavarse en la tierra humedecida.

Ahora es el turno del Zurdo.

Este es el trance final, hijo de Ascáfalo  y de Moriones, hermano amado de Megapentes.

Es el turno del Zurdo. El aire está quieto, ni una ráfaga sutil sobre las hojas, ninguna voz. Las risas han callado. Y la victrola. Las miradas de todos, pendientes de esa mano izquierda que aprisiona la taba con maestría. La mano del Zurdo retrocede, el brazo se apresta a imprimirle una fuerza adecuada, una fuerza prudente y adecuada de la mano al hueso;  el brazo comienza a describir un sector de arco en el vacío, la parábola, el ademán de pronto están allí, en el aire, en la historia, en ese instante inmortal y rotundo. Y mientras tanto, el alma está pronta a salir de ese cuerpo transitorio.

Un viento leve sacude ahora las copas de los árboles y caen al suelo gruesas gotas rojas. A lo lejos se escucha la bocina del ómnibus que llega y, más aquí, las lavanderas golpean las piedras y sus gestos son máscaras fluctuantes en el agua donde antaño lavaron los cadáveres; aguas del amor, de la concupiscencia, amorosas aguas de los ahogados, sudario y alimento.

Un carancho ha surcado el despoblado cementerio y el veredicto se cumple: la taba está en el suelo.

Envuelto en un piadoso poncho, Targitao el Zurdo fue llevado sin vida hacia el interior del almacén. Y cuentan que, en ese momento, alguien impensadamente arriesgó una somera explicación:

-El síncope.