AQUELLOS DÍAS EN ODESSA
HEINRICH BÖLL
Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en
grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí
esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el
campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de
subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro
había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los
grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada.
El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato
sentados en el suelo o bien nos acordábamos en las mugrientas mesas y jugábamos
a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro
y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para
entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días
habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos
hicieron transportar las grandes cafeteras llenas de café hirviente y descargar
panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un
magnífico abrigo de pieles, el cual, sin duda, estaba destinado al frente. El
contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa
estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo
largo de los negros y sucios muros del cuartel.
El tercer día esperamos a que
hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal.
Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos «comando Seltscbáni*, y nos dejó
pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las
cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos
altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos
preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían
movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos
estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces
habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de
los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo
esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar y nos
llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.
No
queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos
todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de
malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre
había un contador con abrigo de pieles,
abrigo sin duda destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para
que no desapareciese ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos
lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre
las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas
cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber
páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a
construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de
medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas
escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera,
indómita y exuberante, hasta que el letrero «Prohibido tirar escombros» queda
cubierto por los escombros...
Caminábamos muy despacio porque aún era muy
pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y
otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y
habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez
en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo
desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había
que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre
panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos
abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.
De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en
cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas
voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la
oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces
de soldados que cantaban «El sol de México».
Abrimos la puerta y entramos.
La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados,
ocho o diez, algunos de los cuales tenían mujeres con ellos. Bebían y cantaban,
y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes,
los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente
nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las
camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys
eran nuevos y ásperos.
Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa.
Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde
procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto
industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con
ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos
sentamos los tres.
De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer
gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber.
Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en
Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos
tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos
repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados
comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas
salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que
teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la
comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan,
ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos
salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y
nosotros no sabíamos a dónde mirar.
Las salchichas eran grasas y calientes, y
el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué
hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas
echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había
trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la
escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.
Los
soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los
cinturones y salieron con ellas a fuera. Eran tres chicas; sus caras eran
redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que
eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los
que antes cantaban «El sol de México». Uno que estaba junto al mostrador, cabo
primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo
que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí
sentados a la mesa muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas.
El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de
aguardiente blanco.
- Hemos de brindar a su salud dijo Erich, golpeándonos
con la rodilla.
Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí;
Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie
diciendo al unísono:
-A su salud, cabo...
Los otros soldados se echaron a
reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:
-A su salud,
soldados...
El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos
habríamos tomado otro vaso.
El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló
unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que
estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vendernos algo. Nos
preguntó de dónde veníamos y a dónde estábamos destinados. Le dijimos que
estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y
no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que
cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas
estilográficas...
Ninguno de nosotros quería venderse el abrigo. Estaba
prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos
los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un
portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo
tomó los tres objetos y le pregunté a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los
examinó detenidamente, dijo que eran cosas malas y nos ofreció doscientos
cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.
El cabo nos dijo que
doscientos cincuenta era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y
que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y
entonces todo daría igual.
Dos de los soldados que cantaban antes «El sol de
México» se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el
hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.
La mujer me había dado a mi
todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso
grande de aguardiente. Después nos comimos aún cada uno un trozo más de carne y
nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca,
grasa y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos
otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo
salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y
espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos
traer pasteles, unos pasteles planos y secos de nuez molida. Después bebimos aún
más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos
sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra
ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos «El sol de México»...
A
las seis, nos hablamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos.
Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle
llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos
dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no
había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y
nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche
dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos
camiones por la carretera empedrada. Hacia frío en Odessa. El tiempo era
magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando
despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca,
nunca...
Traducción de Esther Donato.