Manuel José Arce

General

General
-no importa cuál,
da lo mismo,
es igual-:
Para ser General,
como usted, General,
se necesita
haber sido nombrado General.
Y para ser nombrado General,
como usted, General,
se necesita
lo que usted no le falta, General.
Usted merece bien ser General,
llena los requisitos, General.
Ha bombardeado aldeas miserables,
ha torturado niños
ha cortado los pechos de las madres
rebosantes de leche,
ha arrancado los testículos y lenguas,
uñas y labios y ojos y alaridos.
Ha vendido mi patria
y el sudor de mi pueblo
y la sangre de todos.
Ha robado, ha mentido, ha saqueado,
ha vivido
así, de esta manera, General.

General
-no importa cuál-:
para ser General,
como usted, General,
hay una condición fundamental:
ser un hijo de puta,
General.

 

Sermón presidencial

Paso el Ejército
y del dulce pueblito que antes era
atractivo turístico
en las postales multicoloridas,
no quedo piedra sobre piedra
ni quien para contarlo:
se encontró los cadáveres de mujeres preñadas
con el feto asomado por la herida del vientre.
Se encontró a muchachitos de cinco años y menos
colgados de las tripas en las ramas de un árbol.
Los ancianos del pueblo,
venerables,
estaban decapitados en la plaza frente a la iglesia.
No quedaba ni quien para contarlo.
Ni los perros.
Y la prensa, la radio y la televisión
repetían, hoy lunes, el sermón del domingo
del Señor Presidente
-general y pastor evangelista-,
que comenzó diciendo:
"Dios es Amor, hermanos..."

 

Mapa con una piedra

Aquí queda el océano: los pesqueros que abandono Somoza.
Aquí, la costa: el algodón, bananos, caña de azúcar, caucho,
cacao, ganado y paludismo.
Mas acá, el altiplano, las fincas de café y de cardamomo.
Y mas acá, hasta arriba, se encuentran la montaña y las tierras
estériles.
Y en esta aldea miserable de indios
-de indios que en la cosecha bajan al altiplano o a la costa,
en camiones de vaca, con toda la familia, por salarios que ya
ni madre tienen.
a labrar los millones que se quedan
en bancos y burdeles de Miami;
de indios que van cargando a mecapal la historia-
en esta aldea, digo,
en este simple patio de tierra apisonada,
un niño juega con una piedra.
Con una piedra.
Con una sola piedra.

El silencio, de pronto, decapita la canción de los pájaros.
Y el niño sigue jugando con una piedra.
Los arboles presienten el peligro. El maíz se acongoja en la
mazorca.
Hay un temblor de muerte en los celajes. El agua se detiene
en el cauce del río.
Y los perros esconden el olfato. Pero el niño
en el patio
esta jugando con una piedra.

Es un ruido en pedazos que se oye desde lejos,
retaceado,
indeciso.
Viene como cortando con hachazos metódicos el aire.

Las mujeres levantan la mirada
y corren con un niño en el pecho, y otro niño en la espalda y
otro niño en el vientre,
y un niño mas colgando en cada brazo.
Los viejos sacan fuerzas de flaqueza, escarban en los reumas
hasta hallar los pedazos
de energía que quedan y corren o se arrastran mas bien.

Los helicópteros están sobre los ranchos, las casas, las calles,
y los patios.
Las llamas de napalm roen los techos de amable paja,
el campanario de la iglesia estalla,
los perros cabalgados por el fuego revientan en aullidos,
el paisaje se borra en el humazón caliente.

Vuelven los helicópteros.
Esta vez se declara el aguacero torrencial de balazos,
las cortinas que vienen barriendo lo que queda de vida entre
las brasas
y acosando en seguida la montaña
donde los trajes imperiales de las mujeres sirven de objetivo
seguro.
-perseguido-encontrado-perseguido-encontrado y alcanzado-
por la eficacia de los artilleros.

Y el niño esta en el patio sin su piedra.
Termino el juego
cuando aun tuvo tiempo de lanzarla
contra los helicópteros.

En este mapa ardiente que describe mi patria
ya no existen niños:
desde que el hombre nace, nace adulto.
Adulto y combatiente.

 

La hora de la siembra

Y no nos han dejado otro camino.
Y esta bien que así sea.
Recibimos el golpe en la mejilla,
la patada en la cara.
Y pusimos la otra mejilla,
silenciosos y mansos,
resignados.
Entonces comenzaron los azotes,
comenzó la tortura.
Llego la muerte.
Llego noventa mil veces la muerte.
La labraban despacio,
riéndose,
con alegría de nuestro sufrimiento.

Ya no se trata solo de nosotros los hombres.
El saqueo constante de nuestras energías,
el robo permanente del sudor
-en cuadrilla, a mano armada, con la ley de su parte-.
Ya no se trata solo de la muerte por hambre.
Ya no se trata solo de nosotros los hombres.
También a las mujeres,
a los hijos,
a nuestros padres y a nuestras madres.
Los violan, los torturan, los matan.
También a nuestras casas,
las queman.
Y destruyen las siembras.
Y matan las gallinas, los marranos, los perros.
Y envenenan los ríos.

Y no nos han dejado otro camino.
Y esta bien que así sea.

Trabajábamos.
Trabajábamos mas allá de las fuerzas.
Empezábamos a trabajar cuando aprendíamos a caminar
y no nos deteníamos sino al momento de morirnos.
Nos moríamos de viejos a los treinta años.
Trabajábamos.

El sudor era un río que se bifurcaba:
de un lado se volvía miseria, fatiga y muerte para nosotros:
de otro lado, riqueza, vicio y poder para ellos.
Sin embargo,
seguimos trabajando y muriendo siglo tras siglo.
Pero ni aun así se ablandaban sus caras frente a nosotros.
Vinieron con sus armas
y sus armas vinieron a matarnos.

Y no nos han dejado otro camino.
Y hemos tenido que empuñar las armas
también nosotros.

Al principio eran las piedras,
las ramas de los arboles.
Luego, los instrumentos de labranza,
los azadones, los machetes, las piochas,
nuestras armas.
Nuestro conocimiento de la tierra,
el paso infatigable,
nuestra capacidad de sufrimiento,
el ojo que conoce y reconoce cada hoja,
el animal que avisa,
el silencio que aprieta las quijadas.
Esas fueron primero nuestras armas.

No teníamos armas.
Ellos si que tenían:
las compraban con nuestro trabajo
y luego las usaban contra nosotros.

Ahora tenemos armas:
las de ellos.
Cuando vinieron nocturnos a matarnos
les salimos al paso,
caemos como rayos
y tomamos las armas,
agarramos las armas.

Cada fusil cuesta muchas vidas.
Pero son mas las muertes que nos cuesta
si sigue en manos de ellos.

Y no nos han dejado otro camino.
Y esta bien que así sea.
Porque esta vez
las cosas
van a cambiar definitivamente.
Están cambiando.
Ya cambiaron.
Cada bala que disparamos lleva
la verdad del amor por nuestros hijos,
por nuestras mujeres y nuestros mayores
y por la tierra misma y por sus arboles.

Y por eso hay mujeres y niños combatiendo junto a nosotros.

Cuando sembramos el maíz,
sabemos que deberán pasar lunas y soles
hasta que la mazorca sonría con sus granos y se vuelva alimento.
Y cuando disparamos nuestras armas
es como si sembráramos
y sabemos
que deberá venir una cosecha.
Tal vez no la veamos.
Tal vez no comeremos nuestra siembra.
Pero quedan sembradas las semillas.

Las balas que ellos tiran solo llevan muerte.
Nuestras balas germinan,
se vuelven vida y libertad,
son metal de esperanza.

Las cosas han cambiado.
Y esta bien que así sea.

Hemos limpiado y aceitado el arma.
Echamos las semillas en la alforja y emprendemos la marcha
serios y silenciosos por entre la montaña.

Es la hora de la siembra.

Equis-equis

-No, no es él.
-Sí, sí es él.
-No, no es él. No es posible que esto pueda ser él.
-Mira la cicatriz de la vacuna.
-No, no es él.
-Mira la corona de la muela que le puso Miguel
hace seis meses.
-No, no es él.
-Yo pienso que sí es él. Que esta vez si es él.
-No, no es él.
Como podría ser él si no tiene ojos.
Como podría ser él si no tiene sus manos laboriosas.
Como podría ser él si le han cortado sus semillas de hombre.
Como podría ser él sin su guitarra ni su canción,
sin aquel ceño duro ante el peligro, sin aquella sonrisa en el
trabajo.
sin su voz pronunciando el pensamiento, sin su tonta manía
de regalarme flores.
Como podría ser él.
No es él. Te digo que no es él.
No quiero que sea él.