LOS ZULUES
JORGE EDWARDS
—Ahí tienes —dijo Gustavo; tu primera comisión. Muy bien ganada, por lo
demás.
—Gracias —dijo el Chico, inquieto, cogiendo el cheque con una mano
temblorosa y guardándolo en su cartera. Miró por encima del hombro y don Alejo,
desde la ventana, donde meditaba frente al periódico desplegado, las
cotizaciones de la Bolsa, parecía que los papeles no iban a recuperarse nunca,
había que acostumbrarse a la idea de que los tiempos cambiaron, sonrió sin
ganas.
—Gracias —repitió el Chico—. Ahora, como te dije, voy a cambianme de
pensión.
—Buena idea —opinó Gustavo—. Te felicito.
—Hasta luego, don
Alejo.
Don Alejo, absorto en el examen de las cotizaciones, levantó una mano
con vaguedad.
—Conviene estimularlo —dijo Gustavo—. Está haciendo un
esfuerzo.
Don Alejo pareció responder que sí, ¿por qué no? Es malo prejuzgar
sobre la gente. Suponte el caso de... Si lo hubieras conocido en esa época, no
habrías dado un cinco por su futuro. Y sin embargo...
—¿Quién le dice que no
es capaz de rehacer su vida?
—Vamos a ver —dijo don Alejo.
—Habrá que
tenerlo a prueba —reconoció Gustavo—. Con la rienda corta.
Don Alejo levantó
las cejas. Obviamente. Lanzó una bocanada de humo y el periódico ocultó su cara.
Al cabo de un rato, desde atrás del periódico, dijo:
—La amistad es una cosa,
y los negocios otra. Porque hay que reconocer...
—¡Por supuesto! —interrumpió
Gustavo— Partimos de esa base: los negocios son los negocios.
—¡Chico!
El
Chico se detuvo, visiblemente molesto. ¿Cómo destruir ahora esa familiaridad? No
se trataba, tampoco, de ponerse farsante, tieso de mecha. Pero era esencial, en
ese oficio, mantener las formas. ¿Quién, de otro modo, te va a depositar
confianza? Y en esto, el noventa por ciento lo hace la confianza. Por eso se
cambiaría de pensión, se compraría un par de camisas.
Inostroza, inclinándose
sobre el mesón, le habló al oído:
—Ten cuidado, Chico. Ahora que recibiste
plata...
¡Mira que caerse al litro es muy fácil!
El Chico enrojeció,
airado, confuso. Y tú, ¡qué tenís que meterte! Pero qué sacaba con negar
aquello... A Gustavo, don Alejo, Inostroza, la oficina entera no les faltaba
detalle por saber, sin perdonar los más humillantes: cuando sé orinó en la
platea de un cine y lo expulsaron a patadas, cuando. .. En consecuencia, qué
sacaba. Si le daban trabajo, si le encomendaban gestiones, era a pesar de todo,
en consideración a su madre viuda, que en la pobreza había revelado condiciones
inusitadas de carácter, que vencía la reticencia de los parientes por
agotamiento, la obligación de ellos era dar a su hijo una última oportunidad los
médicos habían dicho que esta vez, hemos aplicado, dijeron, un método nuévo muy
seguro. ¿Ven ustedes? ¿Por qué no darle otra chance?
—Gestiones menores —dijo
don Alejo—. Para probar si cumple.
—Hasta ahora ha cumplido —dijo Gustavo—. Y
mi impresión es que le pone bastante empeño.
—Vamos a ver... Comenzar bien es
muy fácil. Es como en el matrimonio —dijo don Alejo, lanzando una carcajada,
satisfecho de su salida—. Es como en el matrimonio. Lo difícil viene
después.
¿Qué sacaba con reaccionar así?
—Voy a ocupar esta plata en
cambiarme a una pensión mejor —dijo el Chico—, y en comprarme un par de camisas.
Inostroza le guiñó un ojo, ¡buena idea!, le apretó un brazo. El Chico recordó
que le había dicho lo mismo a ese Cónsul, en Nueva York, ¡qué coincidencia! Voy
a comprarme un par de camisas. Pero en esa época no había seguido el
tratamiento; sus propósitos fallaron. Daba la impresión, por lo demás, de que el
Cónsul le había prestado esa plata para aligerar su conciencia. Le importó un
cuesco, en seguida, qué destino le diera el Chico. Sin que nadie se lo pidiera,
el Chico declaró, con seriedad y humildad, que iba a comprarse dos camisas. "Y
ya sabes", dijo el Cónsul; "es cuestión de que pases por el Consulado a retirar
tu pasaje.. . Ahora, dime: ¿qué diablos hacías en esa galería de arte?" "Nada",
dijo el Chico; " había entrado para arrancar del frío" . Se había sentado,
tiritando, en el centro de la sala, y cuando las ondas de calor empezaron a
reconfortarlo divisó en el muro, al frente, una máscara blanca, ciega, cuya
mirada hueca, vuelta hacia el interior, le mostraba, con clarividencia
implacable, exacta, ni siquiera cruel, su fin próximo. Pero en ese preciso
instante, providencial, exhalando columnas de vaho y golpeándose las manos
enguantadas, con la nariz roja, entró el Cónsul. "¡Te estaba buscando, Chico! Tu
pasaje de vuelta llegó a la oficina hace más de un mes". Providencial. Porque si
no aparece, la máscara, su mirada hueca, lúgubre... "Te voy a confesar que me
sentía bien jodido", dijo el Chico, saboreando un café al terminar el almuerzo
que le invitó el Cónsul. El Cónsul contaba cosas de Chile, trataba de animar la
conversación mediante reminiscencias comunes, pero el Chico no era el mismo de
antes, miraba nerviosamente para otro lado, como si lo persiguiera un fantasma,
ya no tenía remedio. El Cónsul se inclinó, le dio unos golpes carinosos en el
antebrazo: "Con toda confianza, Chico; ¿no querís que te preste algo de plata?"
El Chico reflexionó un segundo; tragó el concho del café. "Bueno", dijo;
"préstame".
—Tanto fregó la vieja a don Alejo, que al final le dieron pega al
Chico, ¿viste?
—¿Le dieron pega?
—Acaba de cobrar una comisión —dijo
Inostroza—. En cambio uno...
—¿No era curado, el Chico ese?
—Le hicieron
un tratamiento. Claro que ligerito caerá otra vez.
Inostroza se sobó las
manos, como si la inminencia de esa recaída lo regocijara íntimamente.
El
encuentro con el Cónsul contrarrestó el mal augurio de la máscara. Lo salvó. Esa
mañana había gastado sus últimos dólares y a mediodía el frío, los nervios
descompuestos; pese al calor en la galería le castañeteaban los dientes, hasta
el punto de que atrajo las miradas sospechosas del guardia; un desamparo
devastador; la máscara, sorda a sus imploraciones, ejecutora de un dictado
ancestral, pronunciaba la inapelable condena. Me salvé por puntos, pensó el
Chico. Ahora sí que me voy a Chile y se acabó. Todo eso se acabó. Estos meses
horrendos...
—Aquí —dijo el doctor—, fuera de todo lo que pueda hacer la
medicina, el elemento decisivo es la voluntad, ¿comprendes?
—Sí, doctor.
Después de esos meses en Nueva York... No quiero repetir la experiencia, le
aseguro. Eso puedo asegurárselo. Nunca creí que saldría con vida...
—El
tratamiento anterior no fue muy eficaz, pero ahora utilizaremos los métodos más
modernos —dijo el doctor—. Claro que sin voluntad de tu parte...
—La otra vez
fue distinto —dijo el Chico—. Creí que podria equilibrármelas entre el trago y
ese trabajo de Cónsul. Ahora, en cambio, sé perfectamente que si no dejo el
trago...
—No basta con saber —dijo el doctor.
—Me voy a las pailas —dijo
el Chico.
—Hay que tener, además —dijo el doctor, cerrando el puño—, una
voluntad de fierro.
El doctor se alejó y el Chico se hundió en la cama. ¿Por
qué no habrá cerrado la puerta ese huevón del doctor?¿ Bajó de la cama, cerró la
puerta y acto seguido se arropó y apagó la luz. La pieza del sanatorio, en la
oscuridad, era demasiado estrecha, sofocante. El Chico sacó un brazo y encendió
la luz. Quizás sería bueno abrir un poco la puerta. La idea del frío de las
baldosas sobre las plantas de los pies, sin embargo... Cruzando las manos detrás
de la nuca, miró el techo. Los recuerdos pululaban confusamente, cabalgaban unos
sobre otros; nada se definía; sólo un rumor opaco, inútil, que le retumbaba, no
obstante, en la cabeza y le impedía conciliar el sueño. Pero saliendo de ahí las
cosas empezarían a mejorar. Sólo era cuestión de un poco de paciencia.
—¿Cómo
diantre se te ocurrió botar esa pega? —preguntó el Cónsul— Francamente, no
entiendo.
El Chico se encogió de hombros. Miró un barco de carga que avanzaba
entre los edificios grises y las grúas. En los techos y en un sitio eriazo se
divisaban restos de nieve.
—No sé —dijo el Chico, al fin—.
Francamente.
—¡La monita que te habrás pegado!
El Chico hundió las manos
en los bolsillos y levantó los hombros y las cejas.
Las ventanas del barco
desaparecían detrás de una construcción.
—Increíble —dijo el Cónsul—; lo
encontré en los huesos, tirillento, barbudo, entumido de frío, mirando con la
boca abierta una máscara africana.
—¡Lo que es el vicio! —comentó la
secretaria.
—¿Por qué no se había vuelto a Chile? —preguntó un chileno que
estaba de paso.
—Nos había llegado su pasaje de regreso dijo el Cónsul—, pero
no conocíamos su paradero. El Chico abandonó el puesto de la mañana a la noche,
sin dar explicaciones de ninguna especie, y durante siete u ocho meses no dio
señales de vida. Por fin escribió a su familia desde un hotelucho de Nueva York.
Apenas recibimos el pasaje tratamos de ubicarlo en esa dirección, pero también
se había ido de ahí, sin dejar rastros.
—¿Y no se le ocurrió venir al
Consulado? —preguntó el chileno.
—Cuando lo encontré —dijo el Cónsul—, tuve
la impresión de que se habría dejado morir antes de venir hasta acá.
—¡Hay
cada tipo! —dijo el chileno— Yo los agarraría a todos y...
—Era una forma de
suicidio lento —dijo el Cónsul, pensativo—. No es la primera vez que me toca un
caso semejante.
—Crearía un servicio del trabajo obligatorio —dijo el
chileno—, obligatorio, como el servicio militar, y los pondría a todos a picar
piedras, a construir caminos; ¿no le parece a usted?
La secretaria asintió
vagamente.
—Hasta diría —prosiguió el Cónsul, regresando a su oficina—, que
es un caso que se da con frecuencia entre nuestros compatriotas.
Cerró la
puerta de vidrios opacos. Se vio que la sombra se desperezaba, desabrochaba la
chaqueta para dejar en libertad el vientre voluminoso, examinaba unos
papeles.
—¿Y qué persiguen esos tipos? —preguntó el chileno, dirigiéndose a
la secretaria— Yo opino que si en Chile pusiéramos a trabajar a los ociosos,
nuestros problemas estarían resueltos. Pondría por ejemplo, al ejército entero a
trabajar ¡Enterito! ¿Ha visto usted gente más ociosa? Y a las monjas y los
curas, en vez de pasarse rezando... ¡a trabajar!
Se acercó a la secretaria
con expresión de complicidad, fijando la vista en la oficina del Cónsul.
—Y a
los diplomáticos, ¡para qué decir! ¿Se da cuenta de lo que ahorraría el fisco,
sólo con poner toda esta gente a trabajar en cosas útiles? ¡Imagínese!
La
secretaria se caló sus anteojos y puso papel en la máquina de escribir. —Bien
—dijo el chileno de paso . Entonces...
—Ya me pagaron la comisión —dijo el
Chico—. Gustavo dijo que había trabajado bien, así que están contentos conmigo,
parece. . . En la tarde me cambio a esa pensión nueva que me recomendaron ¿te
acuerdas? Es mucho más decente. Y en la noche voy a comer contigo.
Su madre
dijo que lo esperaba en la noche a comer.
—Hasta la noche —dijo el Chico, y
colgó el fono.
En la calle encontró al Flaco Cereceda, que había sido
compinche suyo años atrás.
—Ando en busca de un taxi para trasladarme de
pensión. Acompáñame.
—Tenía mucho que hacer —dijo el Flaco, y el Chico
recordó que siempre estaba embarcado en grandes empresas imaginarias, que debían
enriquecerlo a corto plazo. Su ropa se notaba raída. Los años le habían caído
encima con sana: arrugas profundas, rasgos angulosos, cabellos ralos sobre un
cráneo irregular, cubierto de protuberancias.
—Me acuerdo —dijo Gustavo , de
un baile al que fuimos juntos...
Metió los pulgares en los bolsillos del
chaleco. La evocación le provocaba una ligera sonrisa.
—El asunto de esa Viña
no me gusta —dijo don Alejo, gesticulando con la nariz—. No me huele
bien.
Sonó el teléfono.
—¿Sí?...
Gustavo esperó que terminara de hablar
y prosiguió, sonriendo:
—Se enamoraba de mujeres completamente inalcanzables
para él. Al mismo tiempo les tenía pánico y era incapaz de abordarlas sin
emborracharse. Esa noche había ido uno de sus grandes amores, una de las
bellezas de la época. Por lo menos diez centímetros más alta que el Chico,
figúrese usted. Cada vez que empezaba la orquesta, el Chico se plantaba un
ponche al seco y partía a pedir su baile, abriéndose camino a codazos. Tanto
insistió que ella acabó por aceptarle uno. El Chico ya estaba a medio filo. De
repente, entre los remolinos de las parejas, lo descubrimos tratando de
apretarla con todas sus fuerzas, rojo como camarón. Apenas le llegaba a los
hombros. Un don Quijote en miniatura, dijo alguien. Un verdadero héroe. La
muchacha quedó hecha un quique. El Chico, descontrolado, transformado en un
pequeño energúmeno, siguió tomando e insistiendo en sacarla, mientras ella
actuaba como si no lo viera. Creo que si continúa así, alguno de los amigos de
la muchacha le da un chopazo. Lo debe de haber salvado la estatura. Al final of
recía un espectáculo lastimoso: trataba de abrirse paso hasta ella y el propio
movimiento de las parejas lo lanzaba, tambaleándose, fuera de la pista. Como a
las seis de la mañana nos acercamos al buffet. Alguien escuchó un ruido extraño
debajo de la mesa y divisó unos zapatos que sobresalían. ¡Era el Chico durmiendo
la mona! Hubo que sacarlo entre cuatro. El Chico...
Gustavo reparó en que don
Alejo, sumergido en el archivador de facturas, crispado, hacía ostentación de no
escucharle.
—¡Qué tiempos! —exclamó para sí, sonriente.
—¿Y esa es la
adquisición que quieres traer a la oficina?—interrogó, de pronto, don Alejo,
levantando la vista de su archivador.
—No es mal hombre —dijo Gustavo . Ahora
que está tratando de regenerarse, convendría ayudarlo un poco.
Don Alejo
refunfuñó. Dejó los anteojos sobre el archivador de facturas y se resfregó los
ojos. Dio un profundo bostezo.
—Lo sacamos por el centro de la pista —dijo
Gustavo—, sosteniéndolo de las manos y los pies, en medio de las carcajadas
generales. Se sintió tan avergonzado, más tarde, que durante varios días no se
atrevió a salir de su casa. Sobre todo porque supo que su amada se hallaba
presente cuando lo sacamos de la pista...
—Esta vez, doctor —dijo el Chico,
le aseguro que no volveré a probar una gota de trago. ¡Ya estoy hasta aquí del
trago! —agregó, pasando una mano por encima de su cabeza, con expresión de
rabia.
Corpulento, rígido, con las manos hundidas en su delantal blanco, el
doctor bajó por la colina lentamente. El crujido rítmico de las piedrecillas del
sendero se fue apagando detrás de los árboles. El loco, que había espiado
fijamente, con el rostro amoratado de frío, los pasos del doctor, se dio vuelta.
Encima del piyama se habia puesto un sobretodo y una bufanda; llevaba uno de los
pantalones del piyama adentro del calcetín y el otro afuera.
—¡Estoy
totalmente de acuerdo! —le gritó el Chico— Ya ordené a mis agentes que me
compren oro.
—Bien —dijo el loco, sentándose en el borde de la cama—. Pero
tiene que preocuparse de una cosa...
—¡Sí! —gritó el Chico— ¡Ya sé!
¡Comprendo perfectamente!
— Los ojos verde grises del loco se posaron, llenos
de mansedumbre, en el Chico.
—¡Ya sé! —volvió a gritar el Chico ¡Nada de
dólares! ¡Oro!
El loco, paciente, se miró los zapatos; cruzó las manos sobre
la rodilla derecha.
—Déjeme explicarle la situación. Es muy
sencillo.
—¡Conforme! —gritó el Chico— ¡Ya di las órdenes necesarias! ¡Hablé
por teléfono con Nueva York!
—¿Para qué grita, hombre? —dijo el loco— Déjeme
explicarle.
Sus ojos escudriñaban al Chico, esperando que se calmara antes de
iniciar una explicación.
—Tiene un calcetín afuera —le dijo el
Chico.
—¡Verdad! exclamó el loco— No me había fijado. Muchas gracias por
advertírmelo.
Desprendió minuciosamente el pantalón del piyama del
calcetín.
—Yo le voy a explicar...
—Y lo peor es que tiene razón —dijo el
Chico.
—Así dicen —dijo el enfermero.
—¡Tiene razón! —insistió el Chico—
Ese loco es millonario, y ha triplicado su fortuna comprando oro.
—No es tan
loco, entonces —dijo el enfermero.
—Se vuelve loco por períodos, pero en sus
períodos de cordura... ¡es una bala!
El Chico se puso serio:
—Pasando a
otro tema... Dígame: ¿usted cree que este tratamiento que me están
haciendo?...
El enfermero lo miró con atención.
—¿Usted cree que sirve de
algo?
—Parece que sirve —dijo el enfermero . El doctor, al menos, está muy
optimista.
—Habrá que ver si resulta —dijo el Chico—. ¿A usted le toca mucha
gente que vuelve después de un tratamiento?
—Mucha —dijo el enfermero. Hay
caballeros que han vuelto cinco y seis veces.
—¡Cresta! —exclamó el Chico— Si
este tratamiento no me resulta...
—Le resultará, senor —dijo el enfermero—.
¿Por qué no le va a resultar? No se ponga nervioso.
—Ojalá—dijo el Chico,
sobándose angustiosamente el mentón barbudo—. Ojalá.
—Tus maletas parece que
llevaran piedras —dijo el Flaco—. ¿No pensabas tomar un taxi?
—Como era tan
cerca y te ofreciste p'ayudarme... Falta un par de cuadras, no más.
—¡Puchas!
—dijo el Flaco— Dos cuadras más con estas maletas... Y yo tenía un montón de
trajines que hacer.
—Pásame una —dijo el Chico.
—¡Podrías desarmarte,
Chico! —exclamó el Flaco, mostrando la boca desdentada— ¿Por qué no nos tomamos
una cervecita, mejor?
—Ya no tomo, ¿sabes? -dijo el Chico— Se me reventaba el
hígado si seguía tomando. Así que estoy de para...
—¿Qué te puede hacer una
cervecita?
—Te prometo que no tomo; no pruebo un trago; te lo juro.
—Si yo
no me tomo una cervecita, reviento.
—Yo no tomo, pero te acompaño, si
quieres. La cosa es que no nos atrasemos.
—Una cervecita en la vara, no más;
para recuperar fuerzas.
El Flaco se limpió los bigotes con el dorso de la
mano.
—¡Puchas que estaba buena! —exclamo Fresquita. Creo que voy a tomarme
otra. ¡Tómate una, Chico! ¡Qué te puede hacer!
El Flaco llamó al
mesonero:
—Dos garzas —dijo.
—Para mí no pidas —dijo el Chico.
—¡Qué
tanto te puede hacer! Con todo el trabajo que nos han dado esas maletas
...
La nuez del Flaco se movió rítmicamente, sin descansar hasta que la garza
estuvo vacía. El Chico palpó el vidrio helado de la que le habían puesto al
frente.
—No te hace nada —dijo el Flaco, apaciguador.
—No me vas a creer
—dijo el Chico—, pero no pruebo una gota de alcohol desde hace más de un
año.
—Quiere decir que ya puedes empezar a tomar como la gente—dijo el Flaco
. Sin emborracharte.
—Eso pienso yo—dijo el Chico ; pero hasta ahora no me
había atrevido. Mira que las vi muy negras...
Entre las manos, el vaso le
resultó desmesuradamente largo, pesado, incómodo.
—Curioso —dijo—. Hasta le
encuentro mal gusto a la cerveza. Demasiado amarga.
—Si no te tomas el resto,
me lo tomo yo —dijo el Flaco.
—Tómatelo. Y ahora, apurémonos.
—La pieza
tiene mucha luz —dijo la señora, descorriendo las cortinas . En las mañanas le
da el pleno sol.
—Está muy bien —dijo el Chico.
—Pero este lavatorio no
funciona, señora —dijo el Flaco.
—Es cuestión de abrir la llave de paso —dijo
la señora, dirigiendo al Flaco una mirada francamente despreciativa,
hostil.
Impermeable a la impertinencia de esa mirada, el Flaco buscó, abrió
la llave de paso y probó las dos llaves del lavatorio.
—¿Y el agua caliente,
señora?
—No hay agua caliente en las piezas —dijo la señora, dándole la
espalda.
—Bien, señora —dijo el Chico—. Dejo mis maletas aquí, entonces. Más
rato vuelvo a instalarme.
—Tampoco hay ganchos para la ropa —dijo el
Flaco.
—¿Quién es el que toma la pieza? —preguntó la señora, encarando al
Flaco resueltamente—; ¿usted o el señor?
—Vamos, Flaco —dijo el Chico.
—Yo
soy amigo suyo —dijo el Flaco—. Defiendo sus intereses.
—¡Ah, sí! ¿El señor
no puede defenderse solo? —¡Vamos, Flaco! —insistió el Chico— Señora; no le haga
caso. Se anda metiendo siempre en discusiones.
—No es con usted con el que he
tratado —le dijo la señora al Flaco, echando chispas por los ojos—. A usted no
lo admitiría ni media hora como pensionista.
—¡Salgo! —anunció el Chico— Si
quieres quedarte solo aquí...
—¡Vieja de mierda! —exclamó el Flaco, mientras
bajaban la escalera de la pensión.
—¡Déjala! —dijo el Chico ¡Qué te
importa!
—Acompáñame a tomar otra cervecita —dijo el Flaco—. Para pasar el
disgusto.
—Esa máscara africana me tenía obsesionado —dijo el Chico—. Me daba
la sensación de una premonición fúnebre. Si no es por el Cónsul, que apareció en
ese preciso momento... Con lo grande que es Nueva York, imagínese la
coincidencia... Su aparición fue providencial, le diré. Porque yo estaba como
para tirarme al río.
—La depresión alcohólica —dijo el doctor.
—Así es
—dijo el Chico—. Es por eso que este tratamiento tiene que resultar. De lo
contrario...
—El cincuenta por ciento depende de ti mismo —dijo el
doctor.
—Hasta ese minuto me había dejado arrastrar por las circunstancias
—dijo el Chico, levantando el índice y entrecerrando los ojos—. No le había
tomado el peso al peligro. Y en esa galería, frente a esa máscara...
El
doctor hizo un gesto de asentimiento, levantó una mano y se alejó. Las
piedrecillas del sendero crujieron en dirección al pabellón de los
toxicómanos.
—Nunca me había sentido más cerca de la muerte, viejito. Desde
entonces me bajó el susto.
—Siendo así, no insisto —dijo el Flaco, levantando
la garza helada, espumosa.
—Pero qué me puede hacer una garza —dijo el
Chico—. Alguna vez habrá que aprender a controlarse, ¿no crees tú?
Respiró
por la boca para destruir el aliento a cerveza y porque pensó, absurdamente, que
el aire fresco de la calle, respirando por la boca, apaciguaría el calor, el
tumulto, la sangre que se encabritaba, la sed feroz que le había caído encima
como un rayo, como una espada exterminadora. No le restaba más alternativa que
huir, pese a que las piernas se negaban a obedecerle. Si me encuentro ahora con
Gustavo, estoy frito. Pero al llegar a casa de mi madre, esta noche, ya se me
habrá pasado. Ahora es cuando hay que acordarse de las advertencias del
doctor.
—¡No me interrumpa! —ordenó el loco, cuyos ojos brillaron de
indignación— ¿No ve que estoy sacando mis cuentas?
Estuvo largo rato
apuntando cifras, sumando y multiplicando en voz alta, borrando con trazos
violentos que rasgaban el papel. De pronto arrojó lejos el lápiz; se sobó las
manos febrilmente:
—Dígame.
—Nada, hombre. Sólo venía a devolverle su
visita...
—Asiento —dijo el loco, señalando con solemnidad un sillón en la
Sala de Directores—. Déjeme prevenir a mi secretaria para que no nos
interrumpan.
Tomó su citófono:
—¿Señorita Gladys?
—De nuevo tiene un
pantalón adentro del calcetín—le indicó el Chico.
—¡Ah!
El loco desprendió
su pantalón minuciosamente y lo alisó con la mano.
—Permítame explicarle, mi
amigo.
Se cruzó de brazos y de piernas.
—Entre ayer y hoy, la situación
del mercado ha mejorado muchísimo. ¿Alcanzaron sus agentes a colocar las órdenes
de compra?... ¡Perfecto! Quiere decir que sus utilidades netas, en veinticuatro
horas... Permítame...
Recogió el lápiz y procedió a cubrir de cifras los
escasos márgenes en blanco del papel. El Chico entraba a la mejor sastrería de
Santiago y se encargaba dos trajes de casimir inglés, un tercero de franela, un
abrigo. A su madre le compraba un broche de diamantes. El pobre Gustavo había
conseguido a duras penas, en años de esclavitud, un pasar mediocre, y él, en
cambio, gracias a un solo golpe de audacia y de suerte...
—Podría darme la
llave de mi pieza, por favor, señora...
Un esfuerzo de concentración le había
permitido hablar con fluidez, sin que se le trabara la lengua. Y el aliento a
cerveza, al respirar por la boca, se había desvanecido.
—¿La llave? iNo se la
entregué en denantes?
—¡Verdad!
Encabritada, incontrolable, la sangre
delatora se le agolpó en el rostro.
—¡Disculpe!
Tropezó en las hilachas
sueltas de la alfombra, pero logró sujetarse de la baranda y subir las gradas
dignamente, sin mirar hacia atrás. Sólo necesitaba, ahora, lavarse los dientes y
mojarse la cara para estar en condiciones de ir a casa de su madre. Pero el
cordón de las cortinas de su pieza se había atascado mañosamente... Trató de
tirarlas y todo el sistema, viejas y pesadas cortinas, cordeles, barra metálica,
se desplomó con inusitado estruendo.
El Chico abrió la puerta, en busca de la
señora, y la divisó en el fondo del pasillo, casi confundida con la oscuridad,
salvo los ojos alertas, felinos, prontos a saltar sobre la presa. ¡Qué pasaba!
¡Qué escándalo era ése! Avanzó con decisión, medio coja —el Chico no había
reparado en ese detalle—, y se plantó en el umbral, de manos en las caderas, a
contemplar el derrumbe. El Chico quiso explicar que las cortinas estaban
sueltas; el que tenía derecho a reclamar era él, nadie más; pero se le había
olvidado que la lengua se le trababa, que sin un esfuerzo extremo de voluntad
las palabras se le enredaban en la lengua, en sus resquicios
traidores...
—Sabe —dijo la señora, al cabo de un largo silencio—; se ha
presentado una dificultad. Va a tener que entregarme la pieza mañana.
Dio
media vuelta y salió.
—¿Me va a colocar en otra? —preguntó el Chico. La
ansiedad de su tono logró detener a la señora, ligeramente perpleja.
—No hay
otra pieza libre, por desgracia.
—¡Cómo! Pero hace dos horas, cuando tomé
esta pieza, usted no me advirtió...
La señora se encogió de hombros; lo
sentía mucho; no era algo que dependiera de ella. El Chico insistió; en pocos
segundos su tono pasó de la ansiedad a la protesta, la exigencia; le infligían
una humillación, sí, señora, una ofensa sin nombre, y completamente gratuita,
por añadidura, inmerecida, ¡qué se había figurado!, ¿no sabía quién era él?, ¿de
qué familia respetable formaba parte?, y su excitación creció, su tartamudez,
estaba hablando como un borracho, diciendo estupideces insignes, pese a que no
había bebido más que dos cervezas y media, qué absurdo, peor para ella si no le
creía, ¿qué tenía que meterse a censurar sus costumbres privadas?
—A ver,
señora, explíqueme: ¿qué he hecho yo para que me pida la pieza en esta forma? No
es culpa mía, si la cortina se vino guardabajo... El que debería reclamar soy
yo, en realidad... No hay derecho a entregar una pieza en estas
condiciones...
—Señor —dijo la señora—. Lo de las cortinas es lo de menos. Lo
que pasa es que no quiero borrachos en mi pensión, ¿me
comprende?
—¡Borrachos! ¿Quién está borracho aquí, señora? ¡Dígame, por
favor!
—Ya sabe —dijo la señora, impertérrita—. Mañana me entrega la
pieza.
—¡Pero dígame, señora! ¡Hágame el favor! ¿Quién...?
La señora le
volvió la espalda.
—Y no hubo caso—dijo el Chico. ¡No hubo caso! ¡Vieja
desgraciada! Me habían advertido que le tiene alergia al trago, desde que su
marido fue alcohólico...
—¿Qué tomaste mucho en la tarde? —preguntó uno de
sus acompanantes, un picado de viruela.
—¡Nada! —dijo el Flaco.
—Dos
garzas y media —dijo el Chico.
—¡Qué son dos garzas y media! —dijo el
Flaco.
—Lo que pasa es que esa vieja es una conocedora —dijo el Chico. Cala a
los borrachos a la legua. Apenas me vio llegar con el Flaco...
—¡Conmigo!
—exclamó el Flaco, furioso Apenas te vio llegar a ti dirás...
—Apenas nos vio
llegar, nos agarró entre ojos.
—¡Esto sí que está bueno! —exclamó el Flaco.
Resulta que ahora soy yo el culpable. Si te echaron de la pensión, es por culpa
mía. ¡Esto sí que está bueno!
—No estoy diciendo eso, Flaco.
—¡Salud!
—dijo el picado de viruela.
—¡Salud! —contestaron todos.
—¿Vieron esa
película sobre los zulúes? —preguntó el Chico, alzando su caña.
—¿Qué
película?
El Chico bebió su caña de un solo trago, sin apartar la vista del
líquido que desaparecía.
—Esa pelicula en que los zulúes atacan a un
destacamento de ingleses.
—No la he visto —dijo el Flaco.
—Yo la vi —dijo
Jiménez, un empleado de una notaría cercana—. Harto buena.
—¡Salud!—dijo el
picado de viruela, que se había esmerado en que las cañas estuvieran otra vez
repletas hasta el borde, alineadas sobre el mesón, equidistantes.
—Esto para
mí es veneno —dijo el Chico, haciendo una mueca. El picado de viruela sonrió con
un aire de resignación dulzona, melancólica.
—¡Salud!—dijo el
Chico.
—¡Este Chico! —exclamó el Flaco, abrazándolo con ternura— ¡Así que yo
soy el culpable de todo!...
El Chico terminó de beber su caña y suspiró,
atragantado; un velo le había cubierto los ojos.
—El ataque de los zulúes
—dijo.
—Tómate un traguito conmigo, mi viejo —dijo el Flaco.
—Tú sabes que
no puedo tomar. Es veneno para mí.
Tragó con alguna dificultad, aguijoneado
por dolores imprecisos, punzadas en el estómago, el comienzo de un vahído, a
manera de advertencia.
—Los zulúes —repitió, levantando la vista,
extenuado.
Había dejado la caña encima del mesón, pero el Flaco le acercaba
otra, llena otra vez hasta los mismos bordes. Levantó una mano para rechazarla,
retumbaban en los cuatro confines los tambores de la tribu, el Flaco, insistía,
y él, a pesar de todo, a pesar del dolor que se diseminaba, impreciso,
taladrándolo en diversos puntos, desintegrando sus últimas fibras, terminó por
beberla. En la cumbre de la colina, que ya estaba oscura bajo el resplandor rojo
del crepúsculo, comenzó a surgir el perfil de los guerreros; las sombras agudas
de las lanzas se desplegaron, listas para el ataque.
—Macanuda esa película
—murmuró, luchando por desenredar la lengua.
—Ahora corre por cuenta mía
—dijo Jiménez. Llamó al mesonero y le mostró los vasos vacíos.
—Les prometo
—dijo el Chico. Hablar le costaba ahora un esfuerzo extraordinario. Descubría
una parálisis que había permanecido en la sombra, al acecho, esperando el menor
descuido para saltar sobre él y maniatarle la lengua, las piernas, a vista y
paciencia de la máscara impasible, los ojos huecos, las estrías blancas que
convergían y se anudaban en el botón sanguinario, femenino, de la boca.
—Les
prometo que esto es mi sentencia de muerte.
—Sería mejor que no sigas,
entonces —dijo, preocupado, el Flaco. El picado de viruela sonrió suavemente.
Después de interminables minutos en que sólo se escuchó la brisa agitando los
arbustos, el rumor sordo del río a nuestra espalda, el graznido distante de uno
que otro pájaro, todos mirábamos la cumbre, conteniendo la respiración, las
manos agarrotadas sobre los fusiles, estalló de pronto el vocerío, unánime. Las
lanzas se agitaron. La ola de los guerreros, ululando, se precipitó por la
pendiente.
—Es que el doctor —explicó el Chico—, me advirtió que el hígado no
me va a resistir— y Jiménez, que ahora fruncía el ceño, le dijo que quizás sería
más conveniente que no continuara; él, en cualquier caso, no se hacía
responsable.
—No es para tanto, tampoco —dijo el Chico, vaciando su
caña.
—Lo que pasa —dijo el Flaco—, es que los doctores tienen que asustarlo
a uno. De otro modo...
—¡Natural! —exclamó el picado de viruela.
—Eso es
cierto —asintió Jiménez.
—Claro que yo —dijo el Chico, y la caña siguiente le
pareció amarga, con gusto a yerba y ladrillo, demasiado fría—, no soy el mismo
de antes. Ni siquiera el gusto del vino lo encuentro igual.
Hizo un gesto de
probar y de sentir repulsión.
—También hay que tener en cuenta que este vino
es una porquería —dijo el picado de viruela—. Podríamos mejorar un poco de
calidad. No es cuestión de destruirse el hígado por las puras berenjenas, ¿no
les parece?
El vino embotellado pasaba, en efecto, mucho más fácilmente, pero
el griterío se aproximaba, ensordecedor; ahora que estaban cerca, sometidos a
una fusilería impotente para contener esa marea arrolladora, se veía que algunos
llevaban máscaras enormes, horribles; un quejido próximo dio testimonio de un
lanzazo mortal; olíamos, mascábamos la pólvora; apuntábamos con frialdad odiosa,
dispuestos a vender cara nuestra vida; una lanza silbó y se clavó en la tierra
vibrando, a no más de cinco centímetros de distancia; iban a romper nuestra
línea de fuego de un momento a otro y el capitán ordenó que preparáramos
nuestras bayonetas.
—¡Carajo! —exclamó el Chico—Se me olvidó que tenía que
comer en casa de mi madre.
—¡Salucita! —dijo Jiménez, separándose del mesón y
vacilando. Se había emborrachado en forma repentina.
—¿Podrías avisar tú? —le
preguntó el Chico al Flaco.
—Creo que ahora van a pasar —dijo
alguien.
—¿Tú crees?
No hubo respuesta porque el alarido, el mar de
gargantas que se precipitaban, colina abajo, nos hizo levantar la cabeza.
Tardaron escasos minutos en desbordar nuestra línea de fuego. El sonido metálico
de las bayonetas, que colocamos poco antes del choque, nos estremeció la espalda
con un escalofrío.
—Yo también me hice un tratamiento —dijo el picado de
viruela—; pero se vuelve a caer siempre.
—Lo que me sucede a mí —dijo el
Chico—, es que después de esa época en Nueva York me bajó el susto. Soy bastante
supersticioso, ¿saben?, y esa máscara...
Era extraño estar en el suelo,
semiaturdido, entre los cuerpos que saltaban, los gritos, la fiesta que
culminaría con su propio sacrificio. Extraña su indiferencia, su casi voluptuosa
contemplación de la lanza que se levantaba, ritual, y caía desgarrando su
vientre, deshaciendo sus entrañas. Se incorporó para decir algo, consciente de
que podría liberarse, por medio de un esfuerzo definitivo de voluntad, de esa
pesadilla, y le subió a la boca un coágulo gelatinoso. Si abría la boca se le
escaparía la vida, se aboliría el último nexo que unía a su cuerpo las vísceras
desintegradas, convertidas en barro.
—Ya le avisé —dijo el Flaco, de regreso
de la cabina telefónica.
—¿Y qué dijo?
—Nada.
—¿Preguntó
algo?
—Nada —dijo el Flaco, desviando el rostro y haciendo una seña al
mesonero.
—Yo no me siento muy bien —dijo el Chico . Creo que debería ir a un
hospital.
—¡A un hospital!
—Sí —dijo el Chico. No me siento
bien.
Reparó, sorprendido, en que durante un momento de distracción suya se
había reanudado ei silencio. Sólo se escuchaba la brisa que remecía los
arbustos, el rumor sordo del río a unos quinientos metros de la guarnición, el
chillido esporádico de los loros. Pero en ese instante las lanzas empezaron a
desplegarse en la cumbre, contra el resplandor cada vez más apagado del
crepúsculo. Hasta que estallaron, al unísono, los gritos; la ola contenida se
desbocó; las lanzas aglomeradas se derramaron sobre la llanura, arrasando con
todo lo que encontraban a su paso.
—Ahora sí que no hay escapatoria dijo el
Chico.
—¿Qué dices? —preguntó el picado de viruela, colocándose una mano
detrás de la oreja e inclinándose profundamente.
Como única respuesta, el
Chico hizo una mueca y probó el vino amargo, con sabor a yerba y ladrillo. El
guerrero le enterraba la lanza en el vientre y sus vísceras se deshacían, subían
a la boca convertidas en coágulo gelatinoso, en barro sanguinolento; si no
lograba retenerlas se le iría la vida por ahí, a vista y presencia de la
máscara, cuyos ojos huecos, cuya boca femenina, implacable...
—Mejor lo
llevamos a la Asistencia Pública —dijo el Flaco—. Está con muy mala cara.
El
picado de viruela asintió. Jiménez se había emborrachado por completo; con la
lengua estropajosa, no se encontraba en condiciones de prestar ayuda. Observó,
boquiabierto, agarrado del mesón, cómo el Flaco y el picado de viruela llamaban
a un taxi y, una vez que éste se detenía frente a la puerta, sacaban del brazo
al Chico, uno a cada lado, mientras un mozo, adelante, apartaba las sillas para
abrirles camino y los demás parroquianos del bar suspendían por un instante sus
risotadas y sus conversaciones y volvían el rostro, sorprendidos, espantada su
euforia o su adormecimiento por una intempestiva ráfaga de
lucidez.
Donado por Letras Perdidas