UNIVERSO

ROBERT A. HEINLEIN

 

 

La expedición a Próxima del Centauro, patrocinada por la Fundación Jordan en el año 2119, fue el primer intento registrado en la historia de alcanzar las estrellas más cercanas de esta galaxia. En cuanto a su desagradable destino, sólo podemos hacer conjeturas...

(Extraído de La aventura de la astrografía moderna, de Franklin Buck, publicado por Transcripciones Lux, S.L., 3.50 cr.)

–¡Cuidado, un muti!

Al oír el grito de advertencia, Hugh Hoyland se agachó con el tiempo justo. Un proyectil metálico, que tendría el tamaño de un huevo, se estrelló en la mampara por encima de su cabeza con una fuerza tal que prometía fracturarle el cráneo caso de haberle alcanzado. Se había agachado con tal rapidez que sus pies se habían separado de las placas metálicas del suelo. Antes de que su cuerpo pudiera bajar lentamente hacia la cubierta, apoyó los pies en la mampara que tenía detrás y se dio impulso con ellos. Salió disparado por el corredor en una zambullida a ras del suelo, con el cuchillo desenvainado y listo.

Se retorció en el aire, deteniéndose con los pies en la mampara opuesta, en la curva del pasillo desde la cual le había atacado el muti, y flotó suavemente hacia el suelo. La otra parte del corredor estaba vacía. Sus dos compañeros se unieron a él, resbalando torpemente sobre las placas metálicas.

–¿Se ha ido? –preguntó Alan Mahoney.

–Sí –dijo Hoyland–. Le vi un segundo antes de que se metiera por esa compuerta. Creo que era una hembra. Parecía tener cuatro piernas.

–Con dos piernas o con cuatro. ahora nunca la cogeremos –comentó el tercer hombre.

–En nombre de Huff, ¿quién quiere cogerla? –protestó Mahoney–. Yo no, desde luego.

–Bueno, pues yo sí –dijo Hoyland–. Por Jordan, si hubiera afinado la puntería un par de centímetros más, ahora estaría listo para el convertidor.

–¿Es que ninguno de vosotros dos puede pronunciar tres palabras seguidas sin soltar un juramento? –dijo el tercer hombre con expresión desaprobatoria–. ¿Y si os oyera el capitán?

Al mencionar su nombre se tocó la frente con un gesto cargado de reverencia.

–Oh, por el amor de Jordan –le dijo secamente Hoyland–, no te hagas el importante, Mort Tyler. Todavía no eres un científico. Me tengo por tan devoto como tú..., y no es ningún pecado grave expresar de vez en cuando lo que sientes. Hasta los científicos lo hacen. Los he oído.

Tyler abrió la boca como disponiéndose a protestar pero luego pareció pensárselo mejor.

Mahoney tocó a Hoyland en el brazo.

–Mira, Hugh –suplicó–, salgamos de aquí. Nunca habíamos llegado tan alto antes. Estoy nervioso..., tengo ganas de volver abajo, a un sitio donde pueda sentir algo de peso en mis pies.

Hoyland miró con expresión anhelante hacia la escotilla por donde había desaparecido su atacante, la mano sobre la empuñadura de su cuchillo, y acabó volviéndose hacia Mahoney.

–Está bien, chaval –accedió–, de todos modos el trayecto hasta abajo es muy largo.

Se dio la vuelta y avanzó lentamente hacia la compuerta por la cual habían llegado hasta el nivel en el que ahora se encontraban, con los otros dos siguiéndole. Sin hacer caso de la escalera por la que habían trepado, dio un paso hacia adelante y bajó flotando lentamente por la abertura hasta la cubierta que se encontraba a unos cuatro metros y medio bajo él, con Tyler y Mahoney siguiéndole de cerca. Otra escotilla, a un metro escaso de la primera, daba acceso a un nivel todavía más bajo. Cayeron y cayeron de forma interminable, dejando atrás docenas de cubiertas, cada una de ellas silenciosa, sumida en la penumbra y llena de misterios. Cada vez caían un poco más rápido y el aterrizaje era un poco más duro. Mahoney acabó protestando.

–Vayamos caminando el resto del trayecto, Hugh. Ese último salto ha hecho que me duelan los pies.

–De acuerdo. Pero tardaremos más. ¿Cuánto nos queda por recorrer? ¿Alguien ha llevado la cuenta?

–Nos quedan unas setenta cubiertas para llegar a las granjas –respondió Tyler.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó Mahoney con suspicacia.

–Las he contado, idiota. Y cuando bajábamos fui quitando un número por cada cubierta.

–No, nada de eso. Sólo un científico puede manejar los números de ese modo. Sólo porque has aprendido a leer y escribir te crees que lo sabes todo...

Hoyland le interrumpió antes de que la cosa pudiera degenerar en una pelea.

–Cállate, Alan. Quizá puede hacerlo. Es bueno en ese tipo de cosas. De todos modos, me parece que deben ser unas setenta cubiertas... Me siento bastante pesado.

–A lo mejor le gustaría contar cuántos filos tiene mi cuchillo...

–Basta ya, he dicho. Los duelos están prohibidos fuera del pueblo. Ésa es la regla.

Siguieron avanzando en silencio, bajando al trote la escalera hasta que el peso, aumentando a cada nivel, les obligó a un paso más lento. Al final acabaron llegando a un nivel brillantemente iluminado y dos veces más alto que los superiores. El aire era cálido y cargado de humedad; la vegetación apenas si les dejaba ver a lo lejos.

–Bueno, por fin estamos abajo –dijo Hugh–. No reconozco esta granja; debemos haber bajado por un lugar distinto al de la subida.

–Ahí hay un granjero –dijo Tyler–. Se puso los meñiques en la boca, lanzando un silbido y luego gritó–: ¡Eh, compañero! ¿Dónde estamos?

El campesino se volvió lentamente hacia ellos, les miró con atención y acabó indicándoles con reluctantes monosílabos el camino hacia el corredor principal que les llevaría hasta su pueblo.

Tras haber recorrido con paso rápido unos tres kilómetros por un espacioso túnel en el cual había un moderado tráfico: viajeros, porteadores, alguna que otra carretilla, un científico de aspecto muy digno balanceándose en su litera transportada por cuatro ordenanzas de aspecto ceñudo y precedido por su maestre de armas para apartar a los tripulantes sin rango de su camino, acabaron llegando a su pueblo, un compartimento muy grande que tenía tres cubiertas de alto y algo así como diez veces ese espacio de ancho. Allí se dividieron para seguir cada uno su propio camino, Hugh a su residencia en los cuarteles de los cadetes. los jóvenes solteros que no vivían con sus padres. Se lavó un poco y luego fue al compartimento de su tío, para el cual trabajaba a cambio de la comida. Su tía alzó los ojos al entrar él, pero no abrió la boca, como era lógico en una mujer.

–Hola, Hugh –dijo su tío–. ¿Has estado explorando otra vez?

–Buena comida, tío. Sí.

Su tío, un hombre de aspecto estólido pero bastante inteligente, pareció divertido ante su respuesta y le miró con aire tolerante.

–¿Adónde has ido y qué has encontrado?

La tía de Hugh había salido silenciosamente del compartimento y volvió unos instantes después con su cena, colocándola ante él. Hugh se lanzó sobre ella, sin que se le ocurriera ni por un segundo la idea de darle las gracias. Masticó un buen bocado antes de responder.

–Arriba. Trepamos casi hasta el nivel sin peso. Un muti intentó romperme la cabeza.

Su tío lanzó una risita.

–Acabarás encontrando la muerte en esos corredores, chico. Sería mejor que le prestaras más atención a mi negocio para el día en que yo muera y te deje el camino libre.

Hugh le miró con expresión algo ceñuda, dispuesto a no dejarse convencer.

–¿No sientes ninguna curiosidad, tío?

–¿Yo? Oh, también me dediqué a hurgar lo mío cuando era joven. Seguí todo el corredor principal hasta alcanzar la curva y luego volví al pueblo. Llegué hasta el Sector Oscuro y lo crucé, con los mutis pisándome los talones. ¿Ves esta cicatriz?

Hugh la miró sin demasiada atención. La había visto ya muchas veces con anterioridad y había oído repetir la historia hasta el aburrimiento. Una vez di la vuelta a toda la nave... ¡bah! El quería ir a todas partes, verlo todo y descubrir el porqué de las cosas. Por ejemplo. esos niveles superiores...: si los hombres no debían surgir hasta tal altura, ¿por qué los había creado Jordan?

Pero se guardó para si mismo tales reflexiones y siguió comiendo. Su tío cambió de tema.

–Tengo la oportunidad de visitar al Testigo. John Black afirma que le debo tres cerdos. ¿Quieres venir conmigo?

–Bueno... no, supongo que no... Espera... creo que iré.

–Entonces, date prisa.

Se detuvieron antes en los cuarteles de los cadetes, pues Hugh había pretextado algo urgente qué hacer ahí. El Testigo vivía en un pequeño compartimento maloliente situado justo enfrente de la Sala Común, partiendo de los cuarteles, un lugar que era fácilmente accesible a cualquiera que necesitara sus talentos. Le encontraron sentado en el umbral, hurgándose los dientes con la uña. Su aprendiz, un adolescente con la cara llena de granos y la absorta expresión de quien no ve demasiado bien, estaba acuclillado junto a él.

–Buena comida –dijo el tío de Hugh.

–Buena comida, Edard Hoyland. ¿Vienes por negocios o para hacerle compañía a un viejo?

–Las dos cosas –replicó diplomáticamente el tío de Hugh, explicando luego qué le traía.

–¿Eso? –dijo el Testigo–. Bueno... el contrato es lo bastante claro:

John el negro diez fanegas entregó,

Y dos lechones de pago esperó;

Ed su cerda trajo para criar;

Y John cobrará cuando crezca el par.

–¿Qué tamaño tienen ahora los cerdos, Edard Hoyland?

–Son bastante grandes ya –admitió el tío de Hugh–, pero Black pide tres en vez de dos.

–Dile que se remoje un poco la cabeza. «El Testigo ha hablado.»

Y se rió con un agudo hilillo de voz.

Los dos estuvieron charlando durante unos minutos, con Edard Hoyland hurgando entre sus experiencias más recientes para satisfacer el insaciable apetito que el anciano sentía hacia los detalles. Hugh guardó un educado silencio mientras sus mayores hablaban. Pero cuando su tío se dispuso a irse, abrió la boca.

–Me quedaré un rato más, tío.

–¿Eh? Como quieras. Que aproveche, Testigo.

–Que aproveche, Edard Hoyland.

–Te he traído un regalo, Testigo –dijo Hugh cuando su tío estuvo ya lo bastante lejos como para no oírles.

–Deja que lo vea.

Hugh le entregó el paquete de tabaco que había cogido de su armario personal en los cuarteles. El Testigo lo aceptó sin decir palabra y luego se lo arrojó a su aprendiz, que se encargó de guardarlo.

–Entra –le invitó el Testigo, volviéndose luego hacia su aprendiz–. Eh, tú, tráele una silla al cadete. Bien, muchacho –añadió. una vez que estuvieron sentados–, cuéntame en que te has venido ocupando últimamente.

Hugh se lo contó y se vio obligado a repetir con detalle los incidentes de sus exploraciones más recientes, con el Testigo quejándose continuamente de su incapacidad para recordar con exactitud todo lo que veía.

–Los jóvenes ya no tenéis capacidad para eso –acabó afirmando–No tenéis capacidad. Ni siquiera ese piojo –señaló con la cabeza hacia su aprendiz–, tiene capacidad para ello, aunque es una docena de veces mejor que tú. ¿Puedes creer que no consigue aprenderse ni mil líneas al día y, con todo, espera ocupar mi puesto cuando me haya ido? Caramba, cuando yo era aprendiz tenía la costumbre de canturrear en voz baja un millar de líneas sólo para dormirme... Recipientes agrietados, eso es lo que sois todos.

Hugh no intentó refutar sus acusaciones y se limitó a esperar que el viejo continuara hablando, cosa que hizo pasado un tiempo.

–¿Tenias que hacerme una pregunta, chico?

–En cierto modo, Testigo.

–Bien..., adelante con ella. No hace falta que te muerdas más la lengua.

–¿Subiste alguna vez todo el trecho hasta donde no hay peso?

–¿Yo? Claro que no. Era un Testigo y estaba aprendiendo mi oficio. Tenía ante mi todos los linajes de Testigos por aprender y no tenía tiempo para diversiones infantiles.

–Tenía la esperanza de que tú podrías decirme lo que encontraría allí.

–Vaya..., bueno. ése es otro asunto. Nunca he subido ahí pero poseo los recuerdos de quienes han subido y son muchos más de los que tu nunca llegarás a conocer. Soy viejo. Conocí al padre de tu padre y antes de eso conocí a su abuelo. ¿Qué quieres saber?

–Bueno... –¿Qué deseaba saber? ¿Cómo podía formular en voz alta la pregunta que no era sino un continuo dolor en su pecho? Aun así...–. ¿Para qué sirve todo, Testigo? ¿Por qué se encuentran todos esos niveles sobre nosotros?

–¿Eh? ¿A qué viene eso? En el nombre de Jordan, hijo... soy un Testigo, no un científico.

–Bueno..., creí que lo sabrías. Lo siento.

–Es que lo sé. Lo que tú quieres son las Líneas del Principio.

–Ya las he oído.

–Pues óyelas de nuevo. Todas tus respuestas se encuentran ahí, si posees la sabiduría suficiente para verlas. Escúchame con atención. No..., ésta es la oportunidad de que mi aprendiz demuestre lo que sabe. ¡Eh, tú! Las Líneas del Principio..., y cuidado con e! ritmo.

El aprendiz se mojó los labios con la lengua y empezó:

–En el principio estaba Jordan, pensando en soledad sus solitarios pensamientos.

»En el principio estaba la oscuridad, muerta e informe, y el hombre no era conocido.

»De la soledad surgió un anhelo, del anhelo surgió una visión.

»Del sueño surgió el plan, del plan surgió la decisión...

»¡Jordan alzó su mano y la Nave nació!

»Kilómetro tras kilómetro de cómodos compartimentos, tanques y tanques para el grano dorado.

»Escaleras y pasillos, puertas y armarios. todo creado para servir a quien todavía no ha nacido.

»Contempló su obra y la encontró agradable, adecuada para una raza que aún debía nacer.

»Pensó en el hombre y el hombre cobró existencia, empezó a pensar y buscó la llave de su ser.

»El hombre indómito sería una vergüenza para su Creador, el hombre sin control arruinaría el Plan divino;

»Y por eso Jordan creó las Reglas, las órdenes que se dan a cada hombre nacido;

»Uno para cada tarea y uno para cada puesto, sirviendo el propósito más allá de su voluntad;

»Algunos para hablar y otros para escuchar, y así el orden se impuso en las filas de la Humanidad.

a la tripulación creó para trabajar en sus puestos, y a los científicos para guiar su Plan divino.

»Y por encima de todos creó al capitán, haciéndole juez de la raza del hombre entero.

»¡Así ocurrió todo en la Edad de Oro!

»Perfecto Jordan es, y quienes bajo Él se encuentran en ninguna de sus obras están completos.

»La envidia, la codicia y el orgullo del espíritu buscan en sus mentes Cobijo para sus semillas.

»Y hubo uno que les dio refugio... Huff. el maldito, el primero en pecado!

»Sus malignos consejos sembraron la rebelión, plantando la duda donde antes no había existido;

»La sangre de los mártires manchó el suelo, el capitán de Jordan hizo el Viaje.

»La oscuridad engulló...

El anciano le soltó una bofetada al aprendiz, y el dorso de su mano se estrelló con fuerza en sus labios.

–¡Vuelve a empezar!

–¿Desde el principio?

–¡No! Desde donde has vacilado.

El chico se quedó callado unos instantes, el rostro indeciso, y luego siguió recitando:

«La oscuridad engulló los senderos de la virtud, reinó el pecado por toda la Nave...»

La voz del chico siguió recitando monótonamente pareado tras pareado, en un verso interminable pero no muy detallado, la vieja, vieja historia del pecado, la rebelión y el tiempo de oscuridad. De cómo la sabiduría prevaleció al final y los cuerpos de los líderes rebeldes fueron entregados como alimento al convertidor. De cómo algunos de los rebeldes escaparon al Viaje y vivieron para engendrar a los mutis. De cómo fue escogido un nuevo capitán, tras plegarias y sacrificios.

Hugh se agitó inquieto en su asiento, sus pies rozando el suelo. Sin duda las respuestas a sus preguntas se encontraban ahí, dado que ésas eran las Líneas Sagradas, pero le faltaba el ingenio suficiente para entenderlas. ¿Por qué? ¿Cuál era el fin de todo eso? ¿No había realmente en la vida nada más que el comer, el dormir y, finalmente, el largo Viaje? ¿Acaso Jordan pretendía que él no lo entendiera nunca? Entonces, ¿por qué ese dolor en su pecho? ¿Por qué ese apetito sin nombre que persistía por muy buena y abundante que fuera la comida?

Cuando estaba desayunando después de haber dormido, un ordenanza apareció en la puerta del compartimento de su tío.

–El científico requiere la presencia de Hugh Hoyland –recitó rápidamente.

Hugh sabía que el científico en cuestión era el teniente Nelson, encargado del bienestar físico y espiritual del sector de la Nave en el cual se hallaba incluido el pueblo natal de Hugh. Tragó rápidamente los últimos restos de su desayuno y fue rápidamente tras el mensajero.

–¡El cadete Hoyland!

Así se anunció su llegada. El científico alzó los ojos de su propio desayuno y dijo:

–Oh, sí. Entra muchacho. Siéntate. ¿Has comido?

Hugh admitió que ya había comido, pero sus ojos se posaron con cierto interés en las frutas exóticas que había ante el plato del científico. Nelson siguió la dirección de su mirada.

–Prueba alguno de estos higos. Son una mutación nueva..., los hice traer desde el otro lado. Adelante..., un joven de tu edad siempre tiene donde guardar un poco más de comida.

Hugh los aceptó sintiéndose algo incómodo. No había comido nunca en presencia de un científico. Nelson se recostó en su asiento, limpiándose los dedos en la camisa y, tras arreglarse un poco la barba. empezó a hablar.

–No te he visto últimamente, hijo mío. Dime en qué te has estado ocupando. –Antes de que Hugh pudiera contestarle, añadió–: No, no me lo digas..., yo te lo diré. Para empezar, has estado haciendo exploraciones, subiendo hacia lo alto sin respetar demasiado las áreas prohibidas. ¿No es así? –Sus ojos no se apartaban del rostro del joven. Hugh intentó encontrar alguna réplica, incapaz de apartar la mirada, pero no se le dio tiempo para ello–. No te preocupes. Yo lo sé y tú sabes que yo lo sé. No me encuentro demasiado disgustado. Pero, desde luego, creo que ya ha llegado el momento de que decidas lo que harás con tu vida. ¿Tienes algún plan?

–Bueno... nada definido, señor.

–¿Qué hay de esa chica, Edris Baxter? ¿Tienes intención de casarte con ella?

–Yo... eh... no lo sé todavía, señor. Supongo que quiero hacerlo y creo que su padre está dispuesto a ello. Pero...

–Pero ¿qué?

–Bueno..., quiere que sea aprendiz en su granja. Supongo que es una buena idea. Su granja y el negocio de mi tío formarían una buena propiedad.

–Pero ¿no estás seguro?

–Verá...,no lo sé.

–Correcto. No has nacido para eso. Tengo otros planes. Dime, ¿te preguntado alguna vez por qué te enseñé a leer y escribir? Si, claro que te lo has preguntado. Pero has guardado silencio al respecto. Eso está bien.

»Ahora, escúchame con atención. Te he observado desde que eras pequeño. Tienes más imaginación que los demás, y más curiosidad y más impulsos que ellos. Y eres un líder nato. Eras distinto, incluso de pequeño. Para empezar, tenías la cabeza demasiado grande y en tu inspección hubo algunos que votaron por mandarte de inmediato al convertidor. Pero yo les contuve. Quería ver cómo crecías.

»La vida de campesino no es para los que son como tú. Vas a ser un científico. –El anciano se detuvo y observó su rostro. Hugh estaba muy confuso y no sabía qué decir. Nelson siguió hablando–: Oh, sí. Sí, de veras. Con alguien de tu temperamento sólo se pueden hacer dos cosas: o se le convierte en uno de los guardianes o se le manda al convertidor.

–Señor, ¿pretende decirme que no importa mi opinión al respecto?

–Si deseas expresarlo de forma tan clara... no, Dejar que los más brillantes sigan entre las filas de la tripulación es engendrar la herejía. No podemos consentirlo. Tu excepcional habilidad te ha hecho destacar entre los demás y ahora debes ser instruido en el modo correcto de pensar, ser iniciado en los misterios y. de ese modo, podrás convertirte en una fuerza conservadora en lugar de ser un foco de subversión y una fuente de problemas.

El ordenanza apareció con una serie de fardos que dejó caer sobre la cubierta. Hugh los miró y, sin poderse contener, dijo:

–Pero si son mis cosas!

–Desde luego –reconoció Nelson– Hice que las trajeran. A partir de ahora dormirás aquí. Luego te veré para dar comienzo a tus estudios..., a menos que tengas en mente otra cosa, claro.

–Yo... no, señor. supongo que no. Debo admitir que estoy un poco confundido. Supongo... supongo que con eso quiere decir que no desea verme casado, ¿no?

–Oh, eso –respondió Nelson con indiferencia–. Tómala si quieres..., ahora su padre no podrá protestar. Pero permíteme advertirte que acabarás cansándote de ella.

Hugh Hoyland devoró los viejos libros que su mentor le permitía leer y durante muchos, muchos períodos del sueño no sintió el menor deseo de trepar hacia lo alto o de abandonar tan siquiera el compartimento de Nelson. Más de una vez tuvo la sensación de hallarse sobre la pista de un secreto –un secreto que todavía no había sido definido, ni tan siquiera como pregunta–, pero siempre. una vez más, acababa tan confundido como antes. Evidentemente, resultaba más duro conseguir la sabiduría de los científicos de lo que él había creído.

En una ocasión, mientras estaba luchando con los extrañamente retorcidos caracteres de los antiguos e intentaba desentrañar su retórica y sus poco familiares términos, Nelson entró en el pequeño compartimento que había sido reservado para él y, pasando una mano paternal sobre su hombro, le preguntó:

–¿Qué tal va, muchacho?

–Bueno, señor, supongo que bastante bien –respondió Hugh dejando el libro a un lado–. Algunas partes no me resultan muy claras.... a decir verdad. no me resultan nada claras.

–Era de esperar –le dijo el anciano con voz afable–. Te he dejado luchar sin ayuda al principio para que pudieras ver las trampas en que caerá la inteligencia sin cultivar. Muchas de estas cosas no pueden ser comprendidas sin instrucción. ¿Qué tienes ahí? –Cogió el libro y lo examinó. Su título era Física actual básica–. Bien, éste es uno de los textos sagrados más valiosos, pero para quien no ha sido iniciado es imposible poder utilizarlo correctamente sin ayuda. Lo primero que debes entender, muchacho. es que nuestros antepasados, pese a toda su perfección espiritual. no veían las cosas del modo en que las vemos nosotros.

»Eran unos románticos incurables en tanto que nosotros somos unos racionalistas y las verdades que nos transmitieron, aunque sean ciertas en el sentido estricto de la palabra, se hallaban frecuentemente revestidas por el ropaje de la alegoría. Por ejemplo, ¿has llegado ya a la ley de la gravedad?

–He leído algo sobre ella.

–¿Lo has entendido? No, ya veo que no.

–Bueno –dijo Hugh. algo a la defensiva–, no me pareció que quisiera decir nada. Señor. si me disculpa, pensé que todo era un montón de tonterías.

–Eso ilustra mi idea. Pensabas en ella siguiendo términos literarios, como si fueran las leyes que gobiernan los ingenios eléctricos que puedes hallar en otras partes de ese mismo libro. «Dos cuerpos se atraen entre sí de forma directa al producto de sus masas e inversamente al cuadrado de su distancia.» Suena como si fuera una regla para los más sencillos hechos físicos, ¿verdad? Sin embargo. no es nada de eso; es la forma poética que los antiguos tenían para expresar la regla de simpatía que gobierna la emoción del amor. Los cuerpos a los cuales se refiere son los cuerpos humanos, la masa es su capacidad para el amor. Los jóvenes poseen una mayor capacidad de amar que los ancianos; cuando se hallan juntos, se enamoran y, sin embargo, cuando se ven separados, no tardan en superar tal emoción. «Ojos que no ven, corazón que no siente.» Es así de sencillo. Pero tú le estabas buscando algún profundo significado, claro.

Hugh sonrió.

–Jamás se me había ocurrido enfocarlo de ese modo. Me doy cuenta de que voy a necesitar mucha ayuda.

–¿Tienes algún otro problema en estos momentos?

–Bueno, sí, montones de cosas, aunque no creo poder recordarlas todas ahora mismo... Pero hay una en particular. Decidme, Padre: ¿se puede considerar que los mutis son personas?

–Ya veo que has estado escuchando las conversaciones de quienes no tienen nada mejor que hacer. La respuesta a eso es, al mismo tiempo, sí y no. Es cierto que los mutis descendieron originalmente de personas, pero ya no forman parte de la tripulación... Ahora no se les puede considerar miembros de la raza humana, pues han faltado a la Ley de Jordan.

»Se trata de un tema muy amplio –siguió diciendo, claramente animado al tener ocasión de explayarse–. Incluso hay cierta discusión sobre el significado original de la palabra "muti". Es seguro que entre sus antepasados se encuentran los amotinados que lograron escapar a la muerte en la época de la rebelión. Pero también se halla en su sangre la de muchos mutantes que nacieron durante la edad oscura. Por supuesto, debes comprender que durante ese período nuestra sabia regla actual de inspeccionar a cada recién nacido buscando la marca del pecado, devolviendo al convertidor a quienes fueran descubiertos como mutaciones, no se hallaba en vigor. Por esos oscuros pasillos se arrastran criaturas extrañas y horribles, y hay seres espantosos acechando por los niveles abandonados.

Hugh pensó en ello durante unos segundos y luego preguntó:

–¿Por qué las mutaciones siguen apareciendo entre nosotros, que somos personas?

–Eso es muy sencillo. La semilla del pecado sigue en nosotros. De vez en cuando vuelve a mostrarse en la carne. Al destruir esos monstruos ayudamos a limpiar nuestro rebaño y con ello hacemos aproximarse la culminación del Plan de Jordan: el final de nuestro Viaje hasta nuestro hogar celestial, la Distante Centauro.

El entrecejo de Hoyland volvió a fruncirse.

–Esa es otra cosa que no entiendo. Muchos de esos textos antiguos hablan del Viaje como si fuera un auténtico desplazamiento un ir hacia algún sitio..., como si la misma Nave no fuera más que una carretilla. ¿Cómo es posible semejante cosa?

Nelson emitió una risita.

–Ciertamente, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede moverse aquello que no es sino el telón de fondo contra el cual se mueve todo lo demás? La respuesta, naturalmente, es muy sencilla. De nuevo has confundido el lenguaje alegórico con el uso normal que se hace cada día del lenguaje. Por supuesto que la Nave es sólida e inamovible en un sentido físico. ¿Cómo puede moverse todo el universo? Pues sí, se mueve, en un sentido espiritual. Con cada acto justo nos acercamos al sublime destino del Plan de Jordan.

Hugh asintió.

–Creo que ya lo entiendo.

–Por supuesto. es concebible que Jordan pudiera haber dado forma al mundo haciéndolo distinto de la Nave, si ello hubiera convenido a sus propósitos. Cuando el hombre era más joven y más poético, hubo algunos santos que rivalizaron entre ellos inventando mundos de fantasía que Jordan podría haber creado. Hubo una escuela que inventó toda una mitología consistente en un mundo al revés donde el espacio era infinito y estaba vacío, con excepción de alfileres luminosos y monstruos mitológicos que no tenían cuerpo. Lo llamaron el mundo celestial o el cielo, como contraste con la sólida realidad de la Nave. Jamás parecían cansarse de especular sobre él, inventándole detalles y haciendo imágenes de cómo ellos lo concebían. Supongo que lo hacían a la mayor gloria de Jordan y, ¿quién puede decir que Él hallara inaceptables sus ensueños? Pero en esta era moderna tenemos un trabajo más serio que hacer.

Hugh no estaba interesado en la astronomía. Incluso una mente como la suya, que carecía de guía, había sido capaz de notar su salvaje extravagancia y su intención no literal. Decidió hablar de problemas que tenían más cerca.

–Dado que los mutis son la semilla del pecado, ¿por qué no hacemos un esfuerzo para exterminarlos? ¿No sería ése un acto que aceleraría el Plan?

Nelson pensó durante unos instantes antes de contestarle.

–Es una buena pregunta y merece una respuesta directa. Dado que vas a ser científico, necesitarás conocerla. Míralo de esta forma: hay un límite finito al número de tripulación que la Nave puede sostener. Si la tripulación aumenta sin límite, llegará un momento en el cual no habrá buena comida para todos nosotros. ¿No es acaso mejor la muerte de algunos en escaramuzas con los mutis a que seamos tantos que debamos matarnos unos a otros por la comida?

Los designios de Jordan son inescrutables. Hasta los mutis tienen una parte en su Plan.

Parecía razonable, pero Hugh no estaba seguro.

Pero cuando fue transferido al servicio activo como científico juvenil en el manejo de las funciones de la Nave, descubrió que había otras opiniones. Tal y como era costumbre, tuvo que pasar un período atendiendo al convertidor. El trabajo no era pesado: su función principal era comprobar los desperdicios que le traían los porteadores de cada pueblo, mantener los registros de sus contribuciones y asegurarse de que ningún metal recuperable era introducido en la primera etapa de la máquina. Pero ese trabajo le hizo entrar en contacto con Bill Ertz, el ayudante del jefe de ingenieros, que no era mucho mayor que él.

Con Ertz discutió lo que había aprendido de Nelson y le sorprendió mucho su actitud.

–Métete esto en la cabeza, chico –le dijo Ertz–. Éste es un trabajo práctico para hombres prácticos. Olvida todas esas tonterías románticas. ¡El Plan de Jordan! Eso está bien para que los campesinos se estén quietecitos en sus sitios, pero no te dejes engañar tú también por ello. No hay Plan alguno.... aparte de los planes que hagamos para cuidar de nosotros mismos. La Nave necesita luz, calor y energía para cocinar y mantener los riegos. La tripulación no puede encargarse de tales cosas y ello nos convierte en los jefes de la tripulación.

»En cuanto a esa blanda tolerancia hacia los mutis, ¡ya irás viendo algunos cambios muy pronto! Ten la boca cerrada y síguenos en lo que hagamos.

Le impresionó de él que esperara por su parte una lealtad tan primaria hacia el bloque de jóvenes científicos. Eran una organización muy sólida dentro de otra organización y la formaban hombres prácticos y decididos que estaban trabajando para mejorar las condiciones en toda la Nave, según decían. Era una organización sólida porque si un aprendiz no veía las cosas igual que ellos no duraba mucho. O no lograba graduarse y se encontraba sin tardanza una vez más entre las filas de los campesinos o, cosa más probable, sufría algún percance y acababa dentro del convertidor.

Y Hoyland empezó a darse cuenta de que tenían razón.

Eran realistas. La Nave era la Nave. Eso era un hecho que no precisaba explicaciones. En cuanto a Jordan... ¿quién le había visto alguna vez, quién había hablado con él? ¿Qué era ese nebuloso Plan? El objeto de la vida era vivir. Un hombre nacía, vivía su vida y luego iba al convertidor. Era así de sencillo, no había ningún misterio en ello, ningún Viaje sublime y ningún Centauro al que llegar. Esas historias románticas eran simples residuos de la infancia racial, antes de que los hombres lograran adquirir la inteligencia y el valor precisos para mirar los hechos cara a cara.

Dejó de interesarse por la astronomía y la mística física y todos los demás montones de mitologías que le habían enseñado a reverenciar. Seguían divirtiéndole un poco las Líneas del Principio y todas las viejas historias sobre la Tierra...; de todos modos, ¿qué Huff era «la tierra»?. pero ahora se daba cuenta de que tales asuntos sólo podían ser tomados en serio por las criaturas y los tontos.

Además. había trabajo que hacer. Los jóvenes, en tanto que mantenían todavía su respeto nominal hacia la autoridad de sus mayores, tenían sus propios planes, el primero de los cuales era un exterminio sistemático de los mutis. Después de eso no habían llegado a clarificar mucho lo que pretendían, pero sí pensaban hacer un uso total de los recursos de la Nave, incluyendo los niveles superiores. Los jóvenes eran capaces de llevar adelante sus planes sin que se hubiera realizado una ruptura abierta con sus mayores, sencillamente porque los viejos científicos no se molestaban demasiado en controlar la rutina de la Nave. El capitán actual se había vuelto tan gordo que rara vez salía de su camarote, y su ayudante, un joven miembro del bloque, se encargaba de manejar sus asuntos por él.

Hoyland no vio jamás al jefe de ingenieros salvo durante la visita que hizo a las estaciones de aterrizaje tripulado durante una ceremonia puramente religiosa.

El proyecto de acabar con los mutis requería que se hiciera un reconocimiento de los niveles superiores, si es que iba a hacerse de forma sistemática. Fue durante una de tales exploraciones que Hugh Hoyland sufrió nuevamente la emboscada de un muti.

Éste tuvo más puntería con su honda. Los compañeros de Hoyland, obligados a retirarse por la diferencia numérica, pensaron que había muerto.

Joe–Jim Gregory estaba jugando consigo mismo a las damas. Hubo un tiempo durante el cual jugó a las cartas, pero Joe, la cabeza de la derecha, empezó a sospechar de Jim, el miembro situado más a la izquierda del equipo, pensando que hacía trampas. Discutieron por ello y acabaron olvidándolo, pues al principio de su carrera común habían aprendido que dos cabezas sostenidas por el mismo par de hombros no tenían más remedio que hallar un modo de llevarse bien.

Las damas eran mejores. Los dos podían ver el tablero y resultaba imposible discutir.

Unos fuertes golpes dados en la puerta metálica del compartimento interrumpieron la partida. Joe–Jim desenvainó su cuchillo. dispuesto a lanzarlo sin perder un segundo en caso de necesidad

–Adelante! –rugió Jim.

La puerta se abrió y quien había llamado entró de espaldas en el compartimento..., el único modo seguro, como todos sabían. de entrar en un sitio donde estuviera Joe–Jim. El recién llegado era de pequeña talla pero muy corpulento: el fláccido cuerpo de un joven colgaba de su hombro, a un metro veinte del suelo, sostenido por su mano.

Joe–Jim devolvió el cuchillo a su vaina.

–Bájalo, Bobo –ordenó.

–Y cierra la puerta –añadió Joe–. Bueno. ¿qué tenemos aquí? El joven daba la impresión de estar muerto, aunque no se le veía herida alguna. Bobo le dio una palmada en el muslo.

–¿Lo comemos? –preguntó con voz esperanzada. La saliva brotaba de sus labios entreabiertos.

–Puede –contemporizó Jim–. ¿Le has matado? Bobo meneó su más bien pequeña cabeza.

–Bien, Bobo –aprobó Joe–. ¿Dónde le diste?

–Bobo le dio aquí.

El microcéfalo señaló con su grueso pulgar una zona situada entre el esternón y la tráquea de la figura tendida sobre el suelo.

–Buen tiro –dijo Joe–. No podríamos haberlo hecho mejor con un cuchillo.

–Bobo buen tirador –confirmó el enano con el rostro inexpresivo–. ¿Querer ver?

Y agitó su honda como una invitación.

–Cállate –le dijo Joe, más bien amablemente–. No, no queremos verlo; queremos hacerle hablar.

–Bobo arreglar –dijo el enano y con sencilla brutalidad, se dispuso a encargarse de ello.

Joe–Jim le apartó a bofetadas y aplicó luego otros métodos, dolorosos pero considerablemente más drásticos que los del enano. El joven dio un respingo y abrió los ojos.

–¿Lo comemos? –repitió Bobo.

–No –dijo Joe.

–¿Cuándo comiste por última vez? –inquirió Jim.

Bobo meneó la cabeza y se frotó el estómago, indicando con esa gráfica pantomima que hacía mucho tiempo de ello..., demasiado. Joe–Jim fue hacia un armario, lo abrió y sacó de él un trozo de carne, sosteniéndolo en alto. Jim lo olió y Joe apartó el rostro de él frunciendo la nariz en una mueca de repugnancia. Joe–Jim se lo arrojó a Bobo y éste, el rostro alegre, lo cogió al vuelo.

–Ahora, vete – le ordenó Jim.

Bobo salió trotando de la habitación, cerrando la puerta a su espalda. Joe–Jim le dio la vuelta al cautivo y le empujó con el pie.

–Habla –dijo Jim –. ¿Quién Huff eres tú?

El joven se estremeció, llevándose la mano a la cabeza; ese gesto pareció permitirle enfocar de pronto cuanto le rodeaba, se puso en pie con un esfuerzo, moviéndose torpemente dado el bajo nivel de gravedad que había en el lugar, y buscó un cuchillo.

No estaba en su cinturón.

Joe–Jim había desenvainado el suyo y lo tenía en la mano.

–Sé bueno y no recibirás daño alguno. ¿Cómo te llaman?

El joven se mojó los labios y sus ojos recorrieron velozmente la habitación.

–Habla –dijo Joe.

–¿Por qué molestarse con él? –preguntó Jim–. Yo opino que sólo sirve para carne. Será mejor que llamemos otra vez a Bobo.

–No hay prisa –respondió Joe–. Quiero hablar con él. ¿Cuál es tu nombre?

El prisionero miró nuevamente el cuchillo y murmuro:

–Hugh Hoyland.

–Eso no dice gran cosa –comentó Jim–. ¿A qué te dedicas? ¿De qué pueblo vienes? ¿Y qué estabas haciendo en la zona de los mutis?

Pero esta vez Hoyland guardó silencio. Ni tan siquiera el pinchazo del cuchillo en sus costillas tuvo otro efecto que hacerle morderse los labios.

–Vamos –dijo Joe–, no es más que un campesino idiota. Dejémoslo correr.

–¿Acabamos con él?

–No. Ahora no. Encerrémosle.

Joe–Jim abrió la puerta de un pequeño compartimento adosado al principal e hizo entrar a Hugh dentro de él empujándole con el cuchillo. Luego cerró la puerta, pasó el pestillo y volvió a su partida.

–Te toca jugar. Jim.

El compartimento en el cual estaba encerrado Hugh se encontraba a oscuras. Su sentido del tacto no tardó en convencerle de que el pulido acero de las paredes no presentaba ninguna ranura aparte de la sólida puerta asegurada con el pestillo. Acabó tendiéndose sobre la cubierta y empezó a pensar, aunque no sacara gran cosa de ello.

Tuvo mucho tiempo para pensar, y para quedarse dormido y despertar más de una vez. Y tuvo tiempo para que le entrara mucha hambre y mucha, mucha sed.

Cuando Joe–Jim volvieron a sentirse lo bastante interesados en su prisionero como para abrir la puerta de la celda, Hoyland no se encontraba a la vista. Había planeado muchas veces lo que haría cuando se abriera la puerta y llegara su oportunidad, pero cuando esto ocurrió se encontraba demasiado débil. casi en estado comatoso. Joe–Jim le sacó a rastras.

El movimiento le espabiló un poco, lo suficiente como para entender parcialmente lo ocurrido. Logró sentarse y miró a su alrededor.

–¿Listo para hablar? –preguntó Jim.

Hoyland abrió la boca, pero ninguna palabra salió de ella.

–¿No te das cuenta de que está demasiado seco para hablar? –le indicó Joe a su gemelo. Luego, mirando a Hugh, añadió–: ¿Hablarás si te damos un poco de agua?

Hoyland pareció sorprendido y luego asintió vigorosamente.

Joe–Jim volvió un instante después llevando una jarra con agua. Hugh bebió con codicia, se detuvo y pareció a punto de sufrir un desmayo.

Joe–Jim le quitó la jarra.

–Es suficiente por ahora –dijo Joe–. Háblanos de ti.

Hugh lo hizo. Con todo detalle y con abundancia de preguntas a las que responder de vez en cuando.

Hugh aceptó lo que de facto era un estado de esclavitud sin oponer especial resistencia y sin grandes trastornos anímicos. La palabra «esclavo» no se hallaba en su vocabulario, pero el estado resultaba muy corriente en el mundo que había conocido toda su vida. Siempre existían los que daban las órdenes y los que las ejecutaban: no podía imaginar otro estado y ningún otro tipo de organización social. Era algo natural.

Aunque, naturalmente, pensaba en la huida.

Ya sólo pensaba en ella. Joe–Jim adivinó sus pensamientos y le habló claramente del asunto.

–Que no se te ocurran ideas raras, jovencito –le dijo Joe–. Sin un cuchillo sólo lograrías recorrer tres niveles de distancia en esta parte de la Nave. Si lograras robarme un cuchillo seguirías siendo incapaz de llegar a donde el peso es alto. Además, está Bobo.

Hugh esperó un momento, y luego dijo:

–¿Bobo?

Jim sonrió y se lo explicó:

–Le dijimos a Bobo que podía quedarse contigo para lo que le diera la gana si alguna vez asomabas la cabeza por la puerta de nuestro compartimento sin nosotros. Ahora duerme pegado a la puerta y se pasa casi todo el resto del tiempo ahí.

–Era lo justo –añadió Joe–. Sufrió una gran decepción cuando decidimos conservarte.

–Oye –sugirió Jim, volviendo la cabeza hacia su hermano–, ¿qué te parece si nos divertimos un poco? –Se volvió nuevamente hacia Hugh–. ¿Sabes lanzar el cuchillo?

–Por supuesto –respondió Hugh.

–Veámoslo. Toma –Joe–Jim le entregó su propio cuchillo. Hugh lo aceptó, haciéndolo saltar en su mano para comprobar lo equilibrado que estaba–. Prueba con mi blanco.

Joe–Jim tenía un blanco de plástico situado al otro extremo de la habitación, justo delante de su silla favorita, sobre el cual practicaba sus habilidades. Hugh clavó los ojos en él y, con un gesto del brazo demasiado rápido para seguirlo, lo hizo volar. Utilizó el golpe más práctico: pulgar sobre la hoja y los demás dedos juntos.

El cuchillo quedó temblando en el blanco. perfectamente centrado en la maltrecha zona que indicaba los mejores esfuerzos de Joe–Jim.

–¡Buen chico! –aprobó Joe–. ¿Qué tienes en la cabeza, Jim?

–Démosle el cuchillo y veamos hasta donde llega.

–No–dijo Joe–, no estoy de acuerdo.

–¿Por qué no'?

–Si gana Bobo, nos quedamos sin un criado. Si gana Hugh, le perdemos a él y a Bobo. Es un desperdicio.

–Oh, bueno si insistes.

–Insisto. Hugh, trae el cuchillo.

Hugh así lo hizo. No se le ocurrió emplearlo contra Joe–Jim. El amo era el amo. Que el sirviente atacara al amo no sólo resultaba moralmente repugnante: era una idea tan loca que ni se le podía llegar a ocurrir.

Hugh había esperado que Joe–Jim quedaría impresionado por su instrucción de científico. No fue así. Joe–Jim, especialmente Jim, amaba discutir. En muy poco tiempo exprimieron todo el conocimiento de Hugh y, figurativamente hablando, lo arrojaron a un lado. Hoyland se sintió humillado. Después de todo, ¿acaso no era un científico? ¿Acaso no era capaz de leer y escribir?

–Cállate –le ordenó Jim–. Leer es algo muy sencillo. Yo podía leer antes de que naciera tu padre. ¿Te crees que eres el primer científico que me ha servido? Científicos... ¡bah! ¡Una pandilla de ignorantes!

En un intento de afirmar nuevamente su autoestima intelectual, Hugh les expuso las teorías de los científicos más jóvenes: el realismo estricto y duro que rechazaba toda interpretación religiosa y tomaba a la Nave por lo que era. Esperó confiadamente que Joe–Jim aprobara tal punto de vista: parecía encajar muy bien con sus temperamentos.

Se le rieron a la cara.

–Sinceramente –insistió Jim cuando hubo logrado dejar de resoplar–, ¿es que todos los jóvenes sois así de idiotas? Vaya si sois peores que los viejos.

–Pero acabas de explicar que todas nuestras ideas religiosas son un montón de tonterías ––protestó Hugh con voz dolida–. Eso es justo lo que piensan mis amigos. Quieren desprenderse de todas esas viejas estupideces.

Joe se dispuso a decir algo, pero Jim se le adelantó.

–¿Por qué molestarse con él, Joe? No hay esperanza, es un caso sin remedio.

–No, no lo es. Esto me gusta... Es el primero de todos aquellos con quienes he hablado desde ya no sé cuanto tiempo que tiene alguna oportunidad de ver la verdad. Veamos.... quiero saber si tiene una cabeza sobre los hombros o si eso es solamente un sitio de donde colgar las orejas.

–De acuerdo –accedió Jim–. pero no hagáis mucho ruido. Quiero echar una siesta.

La cabeza de la izquierda cerró los ojos y muy pronto estuvo roncando. Joe y Hugh continuaron su discusión en un murmullo.

–El problema con vosotros, los jóvenes –dijo Joe–, es que si no lográis entender inmediatamente algo, pensáis que no puede ser cierto. El problema con vuestros viejos es que cualquier cosa de las que no comprendieron la reinterpretaron para que tuviera algún otro significado y entonces creyeron haberla entendido. Ninguno de vosotros ha intentado creer en el claro sentido de esas palabras tal y como fueron escritas, comprendiéndolas luego sobre esta base. Oh, no, todos sois demasiado condenadamente listos para eso...; sí no lo ves claro en seguida, es que no es cierto, y debe significar algo totalmente distinto.

–¿Qué pretendes decir? –le preguntó Hugh con suspicacia.

–Bueno, por ejemplo fíjate en el Viaje. ¿Qué quiere decir para ti?

–Bueno..., para mí no quiere decir nada. Es sólo una estupidez para impresionar a los campesinos.

–¿Y cuál es su significado comúnmente aceptado?

–Bueno... es donde vas cuando mueres..., o mejor dicho. lo que haces entonces. Haces el Viaje a Centauro.

–¿Y qué es Centauro?

–Es... cuidado, lo único que hago es citarte las respuestas ortodoxas; realmente no creo en nada de esto..., es el sitio donde llegas cuando has hecho el Viaje, un lugar donde todo el mundo es feliz y siempre hay mucha comida buena.

Joe lanzó un bufido. Jim interrumpió durante un segundo su rítmico ronquido, abrió un ojo y volvió a dormirse con un pequeño gruñido.

–Eso es justo lo que pretendía decirte –siguió hablando Joe, ahora todavía más bajo que antes–. No utilizas tu cabeza. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que el Viaje es, sencillamente, eso que dicen los viejos libros... que la Nave y toda la tripulación están realmente yendo a cierto sitio, que se mueven?

Hoyland pensó en ello.

–No pretenderás que me lo tome en serio. Físicamente, es imposible. La Nave no puede ir a ningún Sitio. Ya está en todas partes. Podemos viajar a través de ella, pero el Viaje..., eso debe tener un significado espiritual, si es que tiene algún significado.

Joe invocó a Jordan para que le diera fuerzas.

–Ahora, escúchame –dijo–, y métete eso en tu dura cabezota. Imagina un sitio mucho más grande que la Nave, mucho más grande todavía, con la Nave dentro de ese sitio... moviéndose. ¿Lo captas?

Hugh lo intentó. Lo intentó, esforzándose mucho. Acabó meneando la cabeza.

–No tiene sentido –dijo–. No puede haber nada más grande que la Nave. No habría ningún lugar en el que pudiera existir.

–¡Oh, por todos los Huff! Escucha... fuera de la Nave, ¿entiendes? Siguiendo en todas las direcciones posibles. Ahí fuera está el vacío, ¿me comprendes?

–Pero después del nivel más inferior no hay nada. Por eso es el nivel inferior.

–Mira... Si coges un cuchillo y empiezas a perforar el suelo del último nivel, ¿adónde te llevaría eso?

–Pero es que no puedes hacerlo. Es demasiado duro.

–Pero supón que sí puedes y que haces un agujero. ¿Adónde llevaría ese agujero? Imagínalo.

Hugh cerró los ojos e intentó imaginarse que estaba haciendo un agujero en el último nivel. Cavando... como si fuera blando..., blando como el queso.

Empezó a parecerle que veía una tenue y nebulosa posibilidad, una posibilidad que era muy inquietante y que hizo vacilar su mente. Estaba cayendo, cayendo por un agujero que él mismo había abierto sin ningún nivel debajo. Abrió los ojos muy rápidamente.

–Es horrible! –exclamó–. No pienso creerlo.

Joe–Jim se puso en pie.

–Haré que lo creas –dijo con el rostro muy serio–, aunque para ello necesite romperte el cuello. –Fue hacia la puerta y la abrió–. ¡Bobo! –gritó–. ¡Bobo!

La cabeza de Jim se irguió bruscamente.

–¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando?

–Vamos a llevar a Hugh hasta donde no hay peso.

–¿Para qué?

–Para meter algo de sentido común en su estúpida cabeza.

–Ya lo haremos en otra ocasión.

–No, quiero hacerlo ahora.

–Está bien, está bien. No hace falta que tiembles así. De todas formas ahora ya estoy despierto.

Joe–Jim Gregory era casi tan único en sus capacidades mentales como en su constitución física. Fueran cuales fuesen las circunstancias su personalidad habría acabado dominando a los demás y entre los mutis era inevitable que les diera órdenes, que se convirtiera en su jefe y viviera de los servicios que le prestaban. Si hubiera tenido la suficiente decisión, es posible que hubiera podido organizar a los mutis para que lucharan y vencieran fácilmente a la tripulación.

Pero le faltaba impulso para ello. Por el temperamento era un intelectual, un observador pasivo. Le interesaba el «cómo» y el «porqué». pero su voluntad de actuar se satisfacía con el logro de las comodidades básicas.

Si hubiera nacido entre la tripulación bajo la forma normal de dos gemelos, es probable que hubiera acabado orientándose hacia la conversión en científico, siendo ésa la respuesta más sencilla y satisfactoria al problema de cómo vivir y, de ese modo, se habría distraído apaciblemente con la conversación y las tareas administrativas. Dada su situación, le faltaba compañía intelectual y había pasado tres generaciones enteras de la Nave leyendo una y otra vez los libros que robaban para él sus sicarios.

Las dos mitades de su personalidad dual habían discutido y argumentado sobre sus lecturas y, casi inevitablemente, habían llegado a una teoría bastante coherente de la historia y el mundo físico.... exceptuando uno sólo de sus aspectos, pues el concepto de ficción les era totalmente ajeno: trataban a las novelas que habían sido entregadas a la expedición Jordan del mismo modo que a los textos científicos y libros de referencia.

Esto acabó por llevarles a una gran diferencia de opiniones. Jim consideraba que Alan Quatermain era el hombre más grande que hubiera existido jamás; en tanto que Joe se inclinaba por John Henry.

A los dos les volvía locos la poesía: podían recitar página tras página de Kipling y Rhysling, «el ciego cantor de los caminos espaciales», les gustaba casi tanto como él.

Bobo apareció en el umbral. Joe–Jim señaló con el pulgar hacia Hugh.

–Mira bien –dijo Joe– va a salir.

–¿Ahora? –preguntó Bobo con cara de felicidad y una sonrisa babeante.

–¡Tú y tu estómago! –replicó Joe, dándole a Bobo en la cabeza con los nudillos–. No, no vas a comerle. Tú y él... hermanos de sangre. ¿Entiendes?

–¿No lo como?

–No. Lucha por él. Él luchará por ti.

–Vale. –El microcefálico se encogió de hombros, aceptando lo inevitable–. Hermanos de sangre. Bobo lo sabe.

–Está bien. Ahora vamos al lugar–donde–todo–el–mundo–vuela Tú irás delante y te encargarás de explorar.

Fueron trepando en fila india, con el enano apresurándose ante ellos para localizar cualquier posible problema, Hoyland siguiéndole y Joe–Jim cerrando la marcha, Joe mirando hacia adelante y Jim vigilando la retaguardia, la cabeza mirando por encima del hombro.

Subieron y subieron, dejando atrás de forma casi imperceptible su peso a cada cubierta que rebasaban. Acabaron emergiendo en un nivel más allá del cual no se podía avanzar y sin tener ninguna abertura delante de ellos. La cubierta se curvaba suavemente, sugiriendo que la auténtica forma del espacio era la de un cilindro gigante, pero en lo alto se veía una estructura metálica que tenía la misma curva, impidiendo descubrir si la cubierta se curvaba realmente o no sobre sí misma.

No había mamparas sino grandes compuertas, tan enormes y sólidas que daban la impresión de ser excesivamente resistentes, dividiendo a intervalos iguales el techo metálico y la cubierta.

El peso era aquí casi imperceptible. Si se permanecía quieto en el sitio, el indetectable residuo de éste hacía que el cuerpo acabara bajando suavemente hacia el «suelo», pero «arriba» y «abajo» eran términos que apenas si tenían significado en este lugar. A Hugh no le gustó y le entraron ganas de tragar saliva convulsivamente, pero Bobo parecía encantado, como si el lugar no le resultara nada raro. Se movía por el aire como un feo pez, impulsándose en las compuertas, en el suelo metálico o en la estructura del techo según le viniera mejor.

Joe–Jim empezó a moverse en paralelo al eje común de los cilindros interno y externo, siguiendo el pasaje formado por la ordenada sucesión de las compuertas. Había barandillas dispuestas a lo largo del pasaje y empezó a seguir una, igual que la araña por su tela. Avanzaba a una velocidad bastante considerable, que a Hugh le costó mantener. Con el tiempo fue cogiendo el truco de impulsarse sin esfuerzo, deslizándose grácilmente contra la leve resistencia del aire y rozando de vez en cuando el suelo con los pies o con una mano. Pero estaba demasiado concentrado en ello como para saber cuánto habían recorrido antes de parar. Le pareció que debían ser kilómetros, pero no podía saberlo con certeza.

Cuando se detuvieron fue porque el pasaje había terminado. Una sólida mampara que continuaba a derecha e izquierda les impedía seguir. Joe–Jim fue hacia la derecha, buscando algo.

Acabó encontrando lo que buscaba: una puerta cerrada, aproximadamente tan alta como un hombre y cuya presencia sólo podía distinguirse por la grieta que indicaba su relieve y un dibujo de curvas geométricas en la superficie. Joe–Jim lo estudió y se rascó la cabeza de la derecha. Las dos cabezas se hablaron en susurros. Joe–Jim alzó su mano con cierta torpeza.

–¡No, no! –dijo Jim.

Joe–Jim se detuvo a mitad del gesto.

–Entonces. ¿cómo es? –le replicó Joe.

Hablaron nuevamente en susurros. Joe asintió y Joe–Jim alzó otra vez su mano.

Fue siguiendo el dibujo de la puerta sin tocarlo, sosteniendo su índice en el aire, a unos diez centímetros de la superficie. El orden por el cual su dedo iba siguiendo las líneas del dibujo parecía sencillo pero, desde luego, no era nada obvio a primera vista.

Cuando hubo terminado apoyó la palma de su mano en la mampara contigua y, dándose un empujón, se apartó de la puerta y esperó.

Un instante después se oyó un leve y casi imperceptible susurro: la puerta se movió, abriéndose hacia él unos quince centímetros y se detuvo. Joe–Jim puso cara de sorpresa. Metió las manos cautelosamente por la rendija y tiró de la puerta. No ocurrió nada.

–Ábrela –le dijo a Bobo.

Bobo examinó la situación, frunciendo el ceño de tal forma que la arruga de su frente casi llegaba hasta la coronilla. Después apoyó los pies en la mampara. manteniéndose inmóvil gracias a tener cogida la puerta con una mano. Luego puso la otra mano en el borde de la puerta, colocó bien los pies, arqueó el cuerpo y empezó a tirar.

Contuvo el aliento, el pecho tenso, la espalda arqueada. todo su cuerpo cubriéndose de sudor a causa del esfuerzo. Los grandes tendones de su cuello se abultaron convirtiendo su cabeza en una pirámide deforme. Hugh oyó crujir las articulaciones del enano. No resultaba muy difícil creer que fuera capaz de matarse en el intento, siendo demasiado estúpido para rendirse.

Pero la puerta cedió de repente emitiendo un quejido metálico. Al abrirse escapó de las manos de Bobo y la tensión de sus piernas, inesperadamente liberada, le hizo salir volando de la mampara y le mandó a lo largo del pasaje, tratando de buscar algo a lo que agarrarse. Pero un instante después ya estaba de vuelta, navegando torpemente por el aire y dándose masajes en una pantorrilla que se había golpeado.

Joe–Jim entró el primero, con Hugh siguiéndole de cerca.

–¿En qué lugar estamos? –preguntó Hugh.

Su curiosidad había vencido por una vez a sus costumbres de sirviente.

–En la sala principal de controles –dijo Joe.

¡La sala principal de controles! El lugar más sagrado y lleno de tabúes que había en toda la Nave, el lugar cuya situación exacta se había convertido en un misterio olvidado. En el credo de los jóvenes era algo que no existía. Los científicos de más edad variaban de actitud entre la aceptación fundamentalista de su existencia y el considerarlo una creencia mística. Aunque Hugh se tenía por un hombre muy instruido. bastaba el sonido de esas palabras para asustarle. ¡La sala de controles! Caramba, si algunos decían que el espíritu del mismo Jordan vivía ahí.

Se detuvo.

Joe–Jim se detuvo también y Joe se volvió a mirarle.

–Vamos –le dijo–. ¿Qué ocurre'?

–Esto... eh... yo...

–Habla.

–Pero... este lugar está encantado..., éste es el Sitio donde Jordan...

–¡Oh, por el amor de Jordan! –protestó Joe, pronunciando las palabras con lenta exasperación–. Pensé haberte oído decir que los jóvenes idiotas como tú no creíais en Jordan.

–Sí, pero... pero éste es...

–Cállate. Ven o haré que Bobo te traiga a rastras.

Se dio la vuelta y Hugh le siguió, a regañadientes, como el hombre que sube al cadalso.

Avanzaron por un pasaje que tenía la anchura justa para que pudieran agarrarse a las dos barandillas simultáneamente. El pasaje se curvaba formando un amplio ángulo de casi noventa grados y luego desembocaba en la sala de control propiamente dicha. Hugh miró más allá de los anchos hombros de Joe–Jim, temeroso. pero lleno de curiosidad.

Contempló una gran habitación bien iluminada que tendría unos ciento ochenta metros de ancho. Era de forma esférica y recordaba el interior de un gran globo. La superficie del globo carecía de rasgos distintivos y parecía estar hecha de plata o de escarcha. En el centro geométrico de la esfera Hugh vio un grupo de aparatos que tendría unos cuatro metros y medio de envergadura. El conjunto resultó completamente ininteligible a sus ojos, faltos de toda experiencia en ese tipo de objetos: le habría resultado imposible describirlo, pero se dio cuenta de que flotaba por encima de la cubierta, inmóvil y sin ningún sostén aparente.

Desde el final del pasaje hasta el conjunto de aparatos situado en el Centro del globo había un tubo hecho de un enrejado metálico que tenía la misma anchura que el pasaje. Era el único modo de salir de éste. Joe–Jim se volvió hacia Bobo y le ordenó que se quedara en el pasaje, entrando luego en el tubo.

Se fue arrastrando por su interior, usando los barrotes del tubo como si fueran los peldaños de una escalera. Hugh le siguió y acabaron apareciendo en el conjunto de aparatos que ocupaba el centro de la esfera. Visto de cerca, el equipo de la estación de control revelaba poseer detalles individuales, pero seguía resultándole incomprensible. Sus ojos se apartaron de él para mirar la superficie interior del globo que les rodeaba.

Eso fue un error. La superficie del globo, estando hecha de una sustancia plateada totalmente lisa, no poseía ningún rasgo que pudiera otorgarle perspectiva. Podría haberse encontrado a noventa metros de distancia. a novecientos o a muchos kilómetros. Hugh jamás había tenido la experiencia de una altura superior a la que separaba dos cubiertas, ni la de un espacio abierto superior al compartimento comunal del pueblo. El pánico le dominó y estuvo a punto de enloquecer. tanto más porque ignoraba qué le causaba tanto temor. Pero el fantasma de sus largamente olvidados antepasados selváticos le dominó un instante después y le heló el vientre con el temor básico y primitivo de la caída.

Se agarró a los controles, a Joe–Jim, a lo que fuera.

Joe–Jim le abofeteó duramente en los labios con el dorso de la mano.

–¿Qué te ocurre? –gruñó Jim.

–No lo sé–consiguió responder Hugh –. No lo sé. pero no me gusta este lugar. ¡Salgamos de aquí.

Jim miró a Joe arqueando las cejas, con expresión disgustada, y dijo:

–Tanto daría que nos fuéramos. Este mocoso llorón jamás comprenderá nada de lo que le cuentas.

–Oh, ya se le pasará –replicó Joe, sin hacer demasiado caso del problema–. Hugh, sube a uno de esos asientos... a ése de ahí.

Mientras tanto los ojos de Hugh se habían vuelto hacia el tubo por el cual habían llegado al centro de control y lo habían seguido en todo su trayecto hasta la puerta del pasaje. De repente la esfera pareció encogerse y todo adquirió un enfoque adecuado, quedando atrás lo peor de su pánico. Obedeció la orden todavía temblando, pero ya era capaz de ejecutarla.

El centro de control consistía en una estructura sólida que albergaba asientos para los cuerpos de quienes trabajaran en él, así como instrumentos y paneles de información, montados de tal forma que se encontraban casi en el regazo de quienes los controlaban siendo fácilmente observables, pero sin obstruir la visibilidad. Los asientos tenían brazos situados a cierta altura y en esos brazos se hallaban los controles que necesitaría el oficial al mando del turno de guardia..., pero Hugh aun no se había dado cuenta de ello.

Se deslizó bajo el panel de instrumentos ocupando cl asiento designado y se acomodó en él, alegrándose de la seguridad que le proporcionaba. El asiento le dejaba en una posición semi horizontal con los pies apoyados y otro soporte para la cabeza.

Pero algo estaba ocurriendo ahora en el panel que había ante Joe–Jim: Hugh lo distinguió por el rabillo del ojo y se volvió a mirar En lo alto del tablero brillaban unas letras rojas SEGUNDO ASTROGADOR EN SU PUESTO. ¿Qué era un segundo astrogador? No lo sabía. Entonces se dio cuenta de que en lo alto de su propio tablero una etiqueta decía SEGUNDO ASTROGADOR y concluyó que debía ser él mismo o, mejor dicho, el hombre que debería estar ocupando este asiento. Sintió una momentánea inquietud ante la idea de que el auténtico segundo astrogador pudiera entrar para hallarle usurpando su puesto, pero logró apartarla de su mente: eso parecía bastante improbable

Pero, de todas formas, ¿qué era un segundo astrogador?

Las letras se esfumaron del tablero de Joe–Jim y en la parte izquierda se encendió un punto rojo. Joe–Jim hizo algo con su mano derecha y el tablero informó: ACELERACIÓN CERO y luego MOTORES PRINCIPALES. Las dos últimas palabras se encendieron y apagaron varias veces y luego fueron sustituidas por SIN INFORMACIÓN. Estas palabras se desvanecieron y un punto de brillante color verde apareció en la derecha del tablero.

–Prepárate –dijo Joe, mirando a Hugh–, vamos a quedarnos sin luz.

–No pensarás apagar la luz. ¿verdad? –protestó Hugh

–No lo haré yo..., lo harás tú. Mira hacía tu izquierda. ¿Ves esas lucecitas blancas?

Hugh hizo lo que le indicaba y en el brazo del asiento encontró ocho lucecitas circulares dispuestas en dos cuadrados, uno encima del otro.

–Cada una controla la luz de un cuadrante –le explicó Joe– Cúbrelas con tu mano para apagar la luz. Adelante…, hazlo.

A regañadientes, pero fascinado Hugh hizo lo que le había explicado. Colocó la palma de su mano sobre las lucecitas y espero. La esfera plateada se convirtió en plomo oscuro y luego se fue haciendo aun más negra hasta dejarles en total oscuridad con excepción del brillo silencioso que emitían los paneles de instrumentos. Hugh estaba nervioso pero al mismo tiempo, muy excitado. Quito su mano y la esfera siguió a oscuras: las ocho lucecitas se habían vuelto azules.

–Y ahora –dijo Joe– ¡voy a enseñarte las estrellas!

En la oscuridad, la mano derecha de Joe–Jim se deslizó sobre otro dibujo de ocho luces.

La creación.

Fielmente reproducida, brillando con tranquila y quieta potencia en las paredes del estelario igual que lo hacían sus originales en los negros abismos del espacio, los reflejos de las estrellas parecieron mirarle desde lo alto. Soles incontables yacían delante de él, por encima, por debajo, a su espalda, en todas las direcciones posibles teniéndole a él como centro, joyas luminosas esparcidas como un tesoro ilimitado que alguien hubiera olvidado en el cielo de la simulación. Hugh estaba solo en el centro del universo estelar.

–¡Oooooh!

El sonido se le escapó involuntariamente al tragar aire. Agarró los brazos de su asiento con tal fuerza que las uñas se le rompieron, pero no se dio cuenta de ello. En ese instante tampoco tenía miedo: no había en su interior espacio suficiente para tal emoción. La vida dentro de la Nave, con su rutinaria alternancia de lo duro y lo cotidiano, no había ejercitado su capacidad innata de experimentar la belleza, y ahora, por primera vez en su vida, conocía el intolerable éxtasis de la pura belleza. Hugh tembló y sintió un agudo dolor, semejante a la primera sacudida que produce la intensidad del deseo sexual.

Pasó cierto tiempo antes de que Hugh pudiera recuperarse lo bastante de su sorpresa y de su posterior absorción en el espectáculo, y fuera capaz de percibir la risa sardónica de Jim y la algo más seca y estridente de Joe.

–¿Has tenido bastante? –preguntó Joe.

Sin esperar a que contestara, Joe–Jim volvió a encender las luces, utilizando los controles duplicados que había en el brazo izquierdo de su asiento.

Hugh lanzó un suspiro. Le dolía el pecho y su corazón latía desbocado. De pronto se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento desde que se apagaron las luces.

–Bien, chico listo –preguntó Jim–, ¿ya estás convencido?

Hugh suspiró de nuevo, sin saber muy bien por qué. Con las luces de vuelta se encontraba nuevamente cómodo y a salvo, pero le dominaba la sensación de haber sufrido una profunda pérdida personal. Sabía de forma inconsciente que habiendo visto las estrellas nunca más volvería a ser feliz. El sordo dolor de su corazón y el vago anhelo inarticulado de la herencia, que había perdido con el cielo y las estrellas, nunca podría ser acallado, aunque fuera demasiado ignorante como para comprender todo ello con su mente racional.

–¿Qué era eso? –preguntó con un hilo de voz.

–Eso es lo que hay –respondió Joe–. Es el mundo. El universo. Eso es lo que he intentado explicarte todo el tiempo.

Hugh intentó con todas sus fuerzas hacer que su poco experimentado cerebro le entendiera.

–¿A eso te referías cuando hablabas del Exterior? –preguntó–. ¿Todas esas luces tan pequeñas y hermosas?

–Claro –dijo Joe–, sólo que no son pequeñas. Verás, se encuentran muy lejos..., puede que a miles de kilómetros.

–¿Cómo?

–Sí, sí –le aseguró Joe–. Ahí fuera hay montones de espacio. Es el vacío. Es grande. Vaya, puede que algunas de esas estrellas sean tan grandes como la Nave..., puede que mayores.

El rostro de Hugh, reflejando los esfuerzos a que sometía ahora a su imaginación. era digno de lástima.

–¿Mayores que la Nave? –repitió–. Pero... pero...

Jim meneó la cabeza impacientemente.

–¿Qué te había dicho? –le preguntó a Joe–. Estás malgastando nuestro tiempo con este tonto. No tiene la capacidad para...

–Calma, Jim –le respondió Joe con voz apaciguadora–, no esperes que eche a correr antes de que sepa gatear. Nos hizo falta mucho tiempo y creo recordar que tardaste un poco en creer cuanto veían tus ojos.

–Eso es mentira –dijo Jim, irritado–. Fue a ti a quien hizo falta convencer.

–Está bien –concedió Joe–, dejémoslo así. Pero tuvo que pasar un tiempo bastante largo antes de que los dos lo entendiéramos.

Hoyland no hizo mucho caso de la conversación mantenida por los dos hermanos. Era algo corriente y su atención estaba centrada ahora en cosas que, decididamente, se salían de lo habitual.

–Joe, ¿qué le ocurrió a la Nave cuando miramos a las estrellas? –preguntó–. ¿Acaso vimos a través de ellas?

–No exactamente –le respondió Joe–. No estábamos viendo directamente las estrellas. sino una especie de imagen suya. Es como... Bueno, lo hacen con una especie de cristales o algo así. Tengo un libro que habla de eso.

–Pero puedes verlas directamente –se dignó revelarle Jim, olvidada ya su momentánea irritación–. Hay un compartimento más adelante de esta sala que...

–Oh, sí –le interrumpió Joe–, se me había olvidado. El observatorio del capitán. Está hecho de cristal y puedes ver a través de él.

–¿El observatorio del capitán? Pero...

–No el de este capitán. El nunca se ha acercado a ese sitio. Ése es el nombre que hay sobre la puerta del observatorio.

–¿Qué es un «observatorio»?

–Ojalá lo supiera. Es el nombre que tiene ese sitio. nada más.

–¿Me llevarás ahí?

Joe parecía a punto de acceder, pero Jim se le adelantó.

–En otra ocasión. Quiero regresar..., tengo hambre.

Tomaron nuevamente por el tubo, despertaron a Bobo y efectuaron el largo trayecto de regreso.

Pasó largo tiempo antes de que Hugh pudiera convencer a Joe–Jim de que le llevara nuevamente a explorar, pero ese tiempo fue bien aprovechado. Joe–Jim le dejó en absoluta libertad con la colección de libros más amplia que había visto Hugh en toda su vida. Algunos eran copias de libros que Hugh había leído, pero incluso éstos los repasó con nuevas ideas en la cabeza. Leyó incesantemente, dejando que su mente se empapara de nuevos significados, vacilando ante ellos, luchando ansiosamente por llegar a dominarlos. Se racionó el sueño y se olvidó de comer hasta que el aliento se le puso rancio y un fuerte dolor en el vientre le obligó a prestar atención a su cuerpo. Una vez satisfecha el hambre. volvía a leer hasta que le dolía la cabeza y sus ojos se negaban a enfocar las páginas.

Joe–Jim no era muy exigente en cuanto a lo que pedía. Aunque Hugh siempre estaba de servicio, a Joe–Jim no le importaba que leyera. siempre que estuviera donde pudiera oír su voz y listo para venir corriendo cuando le llamaba. Lo que consumía más parte de su tiempo era jugar a las damas con un miembro del dúo cuando el otro no tenía ganas de hacerlo, y ni tan siquiera eso era una pérdida total de tiempo pues, si el jugador era Joe, casi siempre se le podía atraer a una discusión sobre la Nave, su historia, maquinaria y equipos, el tipo de gente que la había construido y cuáles fueron sus primeros tripulantes..., y su historia, allá en la Tierra, la increíble Tierra, ese extraño lugar donde la gente había vivido en el exterior y no en el interior.

Hugh se preguntaba por qué no se caían.

Abordó el asunto con Joe y por fin consiguió algunas nociones de lo que era la gravedad. Emocionalmente hablando jamás llegó a entenderla –la idea resultaba demasiado loca e improbable–, pero como idea intelectual fue capaz de aceptarla y usarla mucho tiempo después cuando empezó a tener sus primeros y vagos atisbos en la ciencia de la balística y el arte de la astrogación y de maniobrar la Nave. Y, con el tiempo, le hizo interrogarse sobre el problema del peso dentro de la Nave, algo que jamás le había preocupado antes. Que cuanto más bajo era el nivel más grande era el peso, figuraba en su mente como algo perteneciente al orden natural de las cosas y no merecía ningún asombro o interrogación. Estaba familiarizado con la fuerza centrífuga dado que se aplicaba en las hondas. Aplicarla también a la Nave como un todo, pensar que la Nave giraba igual que una honda y que con ello producía peso era demasiado complejo y no llegó a creer nunca realmente en el asunto.

Joe–Jim le llevó una vez más a la sala de control y le enseñó lo poco que sabía sobre la manipulación de los controles y cómo leer los instrumentos de astrogación.

Los largamente olvidados diseñadores e ingenieros empleados por la Fundación Jordan habían recibido instrucciones de crear una nave que no fuera a gastarse –de hecho, que no pudiera gastarse–, aunque el Viaje se prolongara más allá de los sesenta años esperados. La construyeron tan bien como se lo permitían sus conocimientos. Al planear los motores principales y la maquinaria auxiliar, automática en su mayor parte, que haría habitable la Nave; así como en el diseño de los controles necesarios para manejar la maquinaria, que no era totalmente automática, se había abandonado incluso la idea de las partes móviles. Los motores y el equipo auxiliar funcionaban a un nivel situado por debajo del movimiento mecánico, un nivel de fuerza pura idéntico al de los transformadores eléctricos. En lugar de botones, ejes, palancas y émbolos, los controles y la maquinaria a la cual servían fueron planeados según términos de equilibrio entre campos estáticos, desviaciones del flujo electrónico y circuitos que podían ser abiertos o cerrados por una mano al posarse sobre una luz.

A este nivel de acción la fricción perdía su significado y el desgaste o la erosión no tenían efecto. Si todo el mundo hubiera muerto durante el motín, la Nave habría seguido avanzando por el espacio, manteniéndose iluminada, con su aire todavía fresco y dotado de la humedad adecuada, los motores listos y esperando. No había sido así, y aunque los ascensores y las cintas de transporte habían dejado de ser utilizadas, sufrieron averías y, finalmente, cayeron en el olvido de lo que ya no se sabe para qué sirve, la maquinaria esencial de la Nave seguía ofreciendo sus servicios automáticos a la ignorante carga de humanos que transportaba, o si no, silenciosa y lista, aguardaba a que llegara alguien lo bastante inteligente como para desentrañar sus enigmas.

Se había invertido una considerable cantidad de ingenio en la construcción de la Nave. Siendo demasiado grande para que se la pudiera montar en la Tierra, sus piezas fueron unidas en órbita propia, más allá de la Luna. Había estado girando allí durante quince años, en silencio, mientras se formulaban y resolvían los problemas presentados por la decisión de hacer que su maquinaria fuera a prueba de errores y capaz de perdurar. Todo un campo nuevo de acción submolecular había sido concebido durante el proceso y, después de muchas luchas, había sido conquistado.

Por lo tanto..., cuando Hugh puso su dubitativa mano sobre la primera de una fila de luces indicada como ACELERACIÓN, POSITIVO, sin que nadie se lo hubiera indicado, obtuvo una respuesta inmediata, aunque no en términos de aceleración. Una luz roja parpadeo rápidamente en lo alto del tablero ocupado por el jefe de pilotos y el panel de avisos se iluminó con el siguiente mensaje: MOTORES PRINCIPALES SIN DOTACIÓN.

–¿Qué quiere decir eso? –le preguntó a Joe–Jim.

–Imposible saberlo –dijo Jim.

–Hemos hecho lo mismo en la sala principal de controles –añadió Joe–. Cuando lo intentas allí dice «Sala de control sin dotación».

Hugh pensó en ello durante unos instantes.

–¿Qué ocurriría si todas las estaciones de control tuvieran alguien al mismo tiempo en ellas y yo hiciera eso entonces? –insistió.

–No lo sé–dijo Joe–. Jamás hemos podido intentarlo.

Hugh guardó silencio. El informe propósito que había estado creciendo en su mente cristalizó entonces en una decisión. Tendría que ocuparse de ello.

Esperó hasta que tanto Joe como Jim estuvieron de buen humor para exponerles su idea. Cuando Hugh decidió que el momento estaba maduro para ello, se encontraban en el observatorio del capitán. Joe–Jim descansaba en el asiento de éste con la tripa llena, y contemplaba por la gruesa mirilla de cristal las serenas estrellas. Hugh flotaba junto a él. El giro de la Nave hacía que las estrellas parecieran moverse en círculos majestuosos.

–Joe–Jim... –dijo por fin Hugh.

–¿Eh? ¿Qué pasa, jovencito?

Era Joe quien había contestado.

–Bonito, ¿verdad?

–¿El qué?

–Todo eso. Las estrellas.

Hugh indicó el panorama que se veía por la mirilla con un gesto del brazo y tuvo que agarrarse luego al asiento para detener la lenta rotación que había comunicado a su cuerpo.

–Sí, desde luego que lo es. Te hace sentir bien.

Sorprendentemente, era Jim quien había hablado de tal forma.

Hugh supo que el momento era perfecto. Aguardó un par de segundos y luego dijo:

–¿Por qué no terminamos el trabajo?

Dos cabezas se volvieron simultáneamente hacia él, la de Joe un poco más hacia adelante para poder ver sin que Jim le estorbase.

–¿Qué trabajo?

–El Viaje. ¿Por qué no conectamos los motores principales y seguimos adelante con él? En algún lugar de ahí fuera –se apresuró a decir antes de que le interrumpieran–, hay planetas como la Tierra..., o eso pensaba la primera tripulación. Vayamos a encontrarlos.

Jim le miro y se rió. Joe meneó su cabeza.

–Chico –dijo–, no sabes de qué estás hablando. Eres tan tonto como Bobo. No –siguió diciendo–, eso se acabó. Olvídalo.

–¿Por qué se acabó, Joe?

–Bueno, porque... Es un trabajo demasiado grande. Hace falta una tripulación que conozca las cosas y esté entrenada para hacer funcionar la Nave.

–¿Hace falta tanta gente? En total me has mostrado sólo doce puestos de control que deben estar ocupados. ¿Acaso una docena de hombres no podrían gobernar la Nave... si supieran tanto como tú? –añadió astutamente.

Jim lanzó una risita.

–Te ha pillado, Joe. Tiene razón.

Joe no le hizo caso.

–Creo que pones demasiado alto nuestro conocimiento. Quizá pudiéramos manejar la Nave, pero no llegaríamos a ningún sitio. No sabemos dónde estamos. La Nave ha estado a la deriva durante no sé cuantas generaciones. No sabemos hacia dónde nos dirigimos ni la velocidad que llevamos.

–Pero, mira –le suplicó Hugh–, hay instrumentos. Tú me los has enseñado. ¿No podríamos aprender a utilizarlos? ¿No podrías descubrir cómo funcionan, Joe, si realmente lo quisieras?

–¡Oh!, supongo que sí –concedió Jim.

–No fanfarronees, Jim –dijo Joe.

–No estoy fanfarroneando –le respondió secamente Jim–. Si una cosa funciona, yo puedo averiguar el cómo.

–¡Humpf! –dijo Joe.

La situación se había vuelto delicada. Hugh, tal y como quería, les había hecho discutir y el más difícil de tratar de los dos estaba de su lado. Ahora, para consolidar su ventaja...

–Se me ha ocurrido que podría conseguir hombres para que trabajaran contigo, Jim, siempre que tú fueras capaz de entrenarles –dijo rápidamente.

–¿Qué idea se te ha ocurrido? –preguntó Jim con suspicacia.

–Bueno. ya recordarás lo que te dije sobre un grupo de científicos jóvenes...

–¡Esos idiotas!

–Sí, sí, claro..., pero no saben lo que tú sabes. A su modo, están intentando obrar de acuerdo con una postura racional. Si pudiera volver abajo y explicarles todo lo que me has enseñado. podría traerte hombres suficientes para el trabajo.

–Míralos bien, Hugh –le atajó Joe–. ¿Qué ves?

–Pues... pues... te veo a ti.... a Joe–Jim.

–Ves un muti –le corrigió Joe. con un matiz sarcástico en sus palabras–. Somos un muti. ¿Lo entiendes? Tus científicos no trabajarán con nosotros.

–No, no –protestó Hugh–, eso no es cierto. No estoy hablando de campesinos. Los campesinos no lo entenderían pero ellos son científicos y son los más listos del grupo. Lo comprenderán. Todo lo que hace falta es un salvoconducto para que crucen el dominio de los mutis. Puedes hacerlo. ¿no? –añadió, desviando instintivamente la discusión hacia terreno más sólido.

–Pues claro –dijo Jim.

–Olvídalo –dijo Joe.

–Bueno, de acuerdo –accedió Hugh, dándose cuenta de que Joe estaba realmente enfadado ante su insistencia– pero seria muy divertido...

Se apartó del asiento, poniendo algo de distancia entre él y los hermanos.

Pudo oír cómo Joe–Jim seguían discutiendo en voz baja. Fingió no hacerles caso. Joe–Jim tenía un defecto básico en su doble naturaleza: siendo más bien un comité que un sólo individuo, no resultaba demasiado bueno como hombre de acción, dado que todas las decisiones debían ser necesariamente el resultado de discusiones y compromisos.

Unos instantes después Hugh oyó que Joe alzaba la voz.

–Está bien, está bien... ¡hazlo a tu modo! –Y luego gritó–: ¡Hugh. ven aquí!

Hugh se impulsó dando una patada en la mampara contigua y salió disparado hacia Joe–Jim, deteniendo su vuelo con las dos manos en el respaldo del asiento del capitán.

–Está decidido –dijo Joe sin más preámbulos–. Dejaremos que vuelvas al lugar donde el peso es alto para que intentes conseguir lo que dices. Pero eres un idiota –añadió con amargura.

Bobo escoltó a Hugh hacia abajo, pasando por los peligrosos niveles frecuentados por los mutis, y le dejó en la zona deshabitada que se encontraba encima de los niveles de mayor peso.

–Gracias, Bobo –dijo Hugh al despedirse.

–Buena comida.

El enano sonrió, agachó la cabeza y se fue a toda velocidad, escabulléndose por la escalera de la cual habían bajado unos segundos antes.

Hugh se dio la vuelta y empezó a bajar, acariciando maquinalmente su cuchillo. Le gustaba sentirlo nuevamente junto a su piel, aunque no fuera su cuchillo original. Ese había servido para premiar a Bobo cuando fue capturado y Bobo no había podido devolvérselo, pues se le había quedado clavado en un tipo corpulento que logró escapar. Pero el sustituto que le había dado Joe–Jim estaba bien equilibrado y resultaba satisfactorio.

A petición de Hugh y una vez que Joe–Jim lo hubo ordenado, Bobo le condujo hasta la zona que se encontraba justo sobre el convertidor auxiliar utilizado por los científicos. Quería encontrar a Bill Ertz. ayudante del jefe de ingenieros y líder de los científicos jóvenes, y no quería verse obligado a responder demasiadas preguntas antes de encontrarle.

Hugh bajó rápidamente los niveles que le faltaban y se encontró en un pasillo principal que le era conocido. ¡Bien! Un giro a la izquierda unos doscientos metros más y se encontró ante la puerta del compartimento donde se hallaba el convertidor. Ante ella había un centinela. Hugh se dispuso a entrar y fue detenido.

–¿Dónde te crees que vas?

–Quiero encontrar a Bill Ertz.

–¿Te refieres al jefe de ingenieros? Bueno. pues no está aquí.

–¿Jefe? ¿Qué ha sido del antiguo jefe? –Hoyland lamentó inmediatamente su pregunta, pero ya se le había escapado.

–¿Eh? ¿El antiguo jefe? Bueno, ha hecho el largo Viaje. –El guardia le contempló con suspicacia–. ¿Qué te ocurre?

–Nada –dijo Hugh–. Ha sido un pequeño olvido.

–Es un olvido bastante raro. Bueno, probablemente encontrarás al jefe Ertz en su oficina.

–Gracias. Que tengas buena comida.

–Que tengas buena comida.

Tras una breve espera se le permitió ver a Ertz. Cuando Hugh entró en su oficina Ertz levantó los ojos del escritorio.

–Bien –dijo–, así que has vuelto. Veo que después de todo no habías muerto. Desde luego. es toda una sorpresa. Habíamos pensado que estabas haciendo el Viaje.

–Sí, ya me lo imaginaba.

–Bueno, siéntate y cuéntamelo todo.... tengo unos minutos libres. ¿Sabes que no te habría reconocido? Has cambiado mucho..., todo ese cabello gris. Me imagino que habrás pasado tiempos bastante duros.

¿Cabello gris? ¿Tenía el cabello gris? Hugh se dio cuenta por primera vez de que también Ertz había cambiado mucho. Tenía barriga y bastantes arrugas en el rostro. ¡Por Jordan! ¿Cuánto tiempo llevaba fuera?

Ertz tamborileó con los dedos sobre su escritorio y frunció los labios.

–Es todo un problema..., me refiero a tu regreso. Me temo que no puedo darte tu viejo puesto; ahora lo ocupa Mort Tyler. Pero ya encontraremos un lugar adecuado a tu posición.

Hugh recordaba a Mort Tyler y el recuerdo no era muy favorable. Un tipo bastante estirado, preocupándose siempre de lo correcto y lo que estaba bien según las reglas. Así que Tyler había logrado convertirse en científico y ahora desempeñaba el antiguo trabajo de Hugh en el convertidor... Bueno. eso no importaba.

–No te preocupes –empezó a decir–. Quería hablarte de...

–Por supuesto, está la cuestión de la antigüedad –prosiguió Ertz–. Quizá seria mejor que el Consejo valorara el asunto. No conozco ningún precedente. Hemos perdido un montón de científicos a manos de los mutis en el pasado, pero que yo recuerde eres el primero que ha huido con vida de ellos...

–Eso no importa –le interrumpió Hugh–. Tengo algo mucho más importante de que hablar. Mientras estaba fuera de aquí he descubierto algunas cosas sorprendentes. Bill, cosas que resultan de suprema importancia que sepas cuanto antes. Esa es la razón de que haya venido directamente a ti. Escucha...

Ertz se puso repentinamente alerta.

–¡Por supuesto! Debo estar perdiendo los reflejos. Has debido tener una ocasión maravillosa de estudiar a los mutis y explorar su territorio. ¡Venga, hombre, suéltalo todo! Dame tu informe.

Hugh se humedeció los labios.

–No es lo que tú piensas –dijo–. Es algo mucho más importante que un mero informe sobre los mutis, aunque también está relacionado con ellos. De hecho, puede que nos veamos obligados a cambiar toda nuestra política con respecto a los mu..

–¡Bueno, adelante, adelante! Te escucho.

–Está bien.

Hugh le contó su tremendo descubrimiento sobre la auténtica naturaleza de la Nave, escogiendo cuidadosamente sus palabras e intentando con todas sus fuerzas resultar convincente.

Apenas si habló de lo difícil que sería un intento de reorganizar la Nave para ponerla acorde con esa nueva idea, e hizo hincapié en el prestigio y los honores que recaerían sobre quien dirigiera tal esfuerzo.

A medida que hablaba iba observando el rostro de Ertz. Tras el primer momento de sorpresa total que siguió al lanzamiento por Hugh de su idea clave, el hecho de que la Nave era en realidad un cuerpo que se movía por la inmensa extensión del espacio exterior, su rostro quedó impasible y Hugh no pudo leer nada en él, salvo que le pareció detectar un aumento de interés cuando Hugh habló de cómo Ertz era el hombre exacto para tal labor dado su liderazgo de los científicos más jóvenes y progresistas.

Cuando hubo concluido, Hugh esperó la respuesta de Ertz. Al principio éste no dijo nada y se limitó a seguir con su molesta costumbre de tamborilear con los dedos sobre la mesa.

–Estos son asuntos importantes. Hoyland –dijo por fin–, demasiado importantes para que se los trate a la ligera. Debo tener tiempo para pensar en ellos y digerirlos.

–Sí, claro –dijo Hugh–. Me gustaría añadir que he logrado conseguir un acuerdo para llegar sin problemas a la zona donde no hay peso. Puedo llevarte arriba y dejar que lo veas tú mismo.

–Sin duda, eso será lo mejor –contestó Ertz–. Bien... ¿tienes hambre?

–No.

–Entonces, será mejor que los dos lo consultemos con la almohada. Puedes utilizar el compartimento que hay detrás de mi oficina. No quiero que hables de esto con nadie más hasta que haya tenido tiempo de pensar en ello. Si se divulgara sin los preparativos adecuados podría despertar inquietud.

–Sí, tienes razón.

–Muy bien, entonces... –Ertz le llevó hasta un compartimento situado detrás de su oficina que, por las evidencias, usaba para echar alguna que otra siesta–... que descanses bien –le dijo–, y luego ya hablaremos.

–Gracias –le dijo Hugh–. Que tengas buena comida.

–Que tengas buena comida.

Una vez se encontró solo, Hugh sintió que su excitación anterior le iba abandonando gradualmente y pronto se dio cuenta de que estaba agotado y tenía mucho sueño. Se tendió sobre el catre plegable que había en el compartimento y se quedó dormido.

Al despertar se encontró con que la única puerta de todo el compartimento estaba cerrada desde el exterior. Peor aún, su cuchillo había desaparecido.

Llevaba esperando un período de tiempo indefinido cuando oyó ruido en la puerta. Esta se abrió dejando entrar a dos hombretones de rostro ceñudo.

–Ven –dijo uno de ellos.

Hugh les examinó rápidamente y se dio cuenta de que ninguno de los dos llevaba cuchillo. Por lo tanto, no había oportunidad de quitárselo. Por otro lado, quizá pudiera librarse de ellos.

Pero más allá, en el otro compartimento, había dos hombres más, igualmente formidables, cada uno armado con un cuchillo. De los dos uno lo sostenía entre los dedos, listo para lanzarlo. el otro lo tenía firmemente empuñado, preparado para cualquier tipo de lucha cuerpo a cuerpo.

Estaba atrapado y lo sabía. Habían previsto todos sus posibles movimientos.

Hacía mucho tiempo que aprendió a rendirse ante lo inevitable. Intentó mantener una expresión tranquila y salió del compartimento sin decir palabra. Después de cruzar el umbral vio a Ertz, esperándole y, obviamente, dirigiendo a todo el grupo de hombres. Avanzó hacia él, teniendo buen cuidado de que su voz sonara calmada.

–Hola, Bill. Parece que te has tomado muchas molestias con los preparativos. ¿Algún problema, quizá?

Ertz no pareció saber qué responderle durante unos instantes y luego dijo:

–Vas a comparecer ante el capitán.

–¡Bien! –contestó Hugh–. Gracias, Bill. Pero ¿crees que es prudente intentar venderle la idea sin antes haber preparado un poco a los demás?

Ertz pareció irritarse ante lo que debía considerar una demostración de estupidez y no lo disimuló.

–Da la impresión de que no captas la idea –gruñó–. Comparecerás ante el capitán para ser juzgado... ¡por herejía!

Hugh puso cara de que no se le había ocurrido tal idea.

–Bill, vas por mal camino –le respondió tranquilamente y sin enfadarse –. Puede que una acusación y un juicio sea el mejor modo de tratar con el problema, pero no soy un campesino que pueda ser llevado de esta forma ante el capitán. Debo ser juzgado por el consejo. Soy un científico.

–¿Lo eres en estos momentos? –replicó Ertz sin alterarse–. Ya he pedido opinión al respecto. Se te ha borrado de las listas. Lo que eres actualmente es algo que el capitán decidirá.

Hugh se quedó callado. Las cosas no tenían buen aspecto, era fácil verlo, y no serviría de nada irritar a Ertz. Ertz hizo una señal y los dos hombres desarmados cogieron a Hugh, cada uno por un brazo. Hugh les dejó hacer en silencio.

Hugh miró al capitán con un renovado interés. El viejo no había cambiado gran cosa: quizá estuviera un poco más gordo.

El capitán se dejó caer lentamente en su asiento y cogió el informe que había ante él.

–¿Qué es todo esto? –preguntó con voz irritada–. No lo entiendo.

Mort Tyler estaba ahí para presentar el caso contra Hugh, algo que a éste le había sido imposible tener previsto y que todavía aumentó más su preocupación. Rebuscó entre los recuerdos de su infancia intentando hallar algún modo de granjearse su simpatía y no encontró ninguno. Tyler se aclaró la garganta y empezó a hablar:

–Este es el caso del llamado Hugh Hoyland, capitán, anteriormente uno de sus jóvenes científicos que...

–Científico, ¿eh? ¿Por qué no se encarga de esto el consejo?

–Porque ya no es un científico, capitán. Estuvo entre los mutis y ahora vuelve a nosotros, predicando la herejía e intentando minar vuestra autoridad.

El capitán miró a Hugh con la rápida beligerancia del hombre celoso de sus prerrogativas.

–¿Es cierto eso? –preguntó alzando la voz–. ¿Qué piensas decir al respecto?

–No es cierto, capitán –respondió Hugh–. Todo lo que le he dicho a quienes me he encontrado no puede ser sino una afirmación de la verdad absoluta de nuestro viejo conocimiento. No he puesto en cuestión las verdades bajo las cuales vivimos; sencillamente, las he afirmado con más fuerza de lo que suele tenerse por costumbre y…

–Sigo sin entender esto –le interrumpió el capitán, meneando la cabeza–. Se te acusa de herejía y, con todo, dices que sigues creyendo en las enseñanzas. Si no eres culpable, ¿por qué estás aquí?

–Quizá yo pueda aclarar el asunto –dijo Ertz–. Hoyland...

–Bueno, espero que puedas –siguió diciendo el capitán–. Adelante..., oigámoslo.

Ertz dio a continuación una versión razonablemente correcta, aunque algo partidista, del regreso de Hoyland y su extraña historia. El capitán le escuchó con una expresión que fue variando de la sorpresa al disgusto.

Cuando Ertz hubo concluido el capitán se volvió hacia Hugh.

–¡Humpf! –dijo.

Hugh habló sin perder ni un instante.

–El núcleo de mis afirmaciones, capitán, es que existe un lugar allí donde no hay peso en el cual se puede ver realmente que nuestra fe es cierta y que la Nave se mueve, un lugar donde puede verse realmente en acción el Plan de Jordan. Eso no niega nuestra fe; la afirma. No hace falta que aceptéis mi palabra de ello. El mismo Jordan lo probará.

Viendo que el capitán parecía estar algo indeciso, Tyler metió baza en la conversación:

–Capitán, hay una posible explicación a todo este increíble asunto y creo mi obligación que llegue a vuestro oído. En principio hay dos interpretaciones obvias de la ridícula historia narrada por Hoyland: puede que sencillamente sea culpable de herejía en el peor grado o puede que sus convicciones le hagan apoyar a los mutis y se haya comprometido en un plan para haceros caer en sus manos. Pero hay una tercera explicación, más caritativa, y que, siento en mi fuero interno. es probablemente la verdadera.

»Existen registros de que en su inspección postnatal Hoyland fue seriamente considerado como candidato al convertidor pero su desviación de la norma era muy ligera, consistiendo simplemente en una cabeza algo mayor de lo habitual, y se le dejó vivir. Me parece que las terribles experiencias sufridas a manos de los mutis han acabado trastornando una mente que ya era inestable. Este pobre hombre, sencillamente, no es responsable de sus actos.

Hugh miró a Tyler con un nuevo respeto. Absolverle de culpa y, al mismo tiempo, dar por hecho que Hugh acabara emprendiendo el Viaje... ¡perfecto!

El capitán agitó su mano ante ellos.

–Esto ya ha durado demasiado. –Luego, volviéndose hacia Ertz, dijo–: ¿Alguna recomendación que hacer?

–Sí, capitán. El convertidor.

–Muy bien, entonces. Ertz, realmente no veo la razón de que se me deba molestar con estos detalles –siguió diciendo con voz irritada–. Creo que deberías ser capaz de mantener la disciplina en tu departamento sin mi ayuda.

–Sí, capitán.

El capitán apartó su asiento de la mesa y empezó a levantarse.

–Recomendación confirmada. Hemos terminado.

Hugh sintió que le invadía la ira ante la estúpida injusticia de toda aquella situación. Ni tan siquiera habían tomado en consideración la única prueba real que podía ofrecer en su defensa. Oyó un grito, «¡Esperad!»... y unos segundos después descubrió que había surgido de sus propios labios.

El capitán se detuvo y le miro.

–Esperad un momento –siguió diciendo Hugh, las palabras brotaban de su boca como si tuvieran voluntad propia–. Esto no va a cambiar nada, pues os encontráis tan condenadamente seguros de conocer todas las respuestas, que no pensáis considerar ni por un segundo una buena oferta de que lo veáis con vuestros propios ojos. Sin embargo... sin embargo... ¡se mueve!

Hugh tuvo mucho tiempo para pensar. tendido en el compartimento donde le confinaron para esperar a que el convertidor necesitara su energía: tuvo tiempo para pensar y para darse cuenta de cuáles habían sido sus errores. Explicarle inmediatamente su historia a Ertz... ése había sido el error número uno. Tendría que haber esperado, familiarizarse de nuevo con aquel hombre y tantearle un poco, en lugar de contar con una amistad que nunca había sido demasiado firme.

Segundo error, Mort Tyler. Cuando oyó su nombre tendría que haber investigado para descubrir hasta dónde llegaba la influencia de ese hombre con Ertz. Le había conocido antes y tendría que haber obrado con más cautela.

Bueno, aquí estaba, condenado igual que un mutante… O, quizá, igual que un hereje. Al final el resultado era el mismo. Estuvo pensando en si tendría que haber intentado explicarles por qué se producían los mutantes. Lo había descubierto en algunos de los viejos registros que poseía Joe–Jim. No, sería inútil y no le creerían. ¿Cómo se les podía explicar que las radiaciones procedentes del exterior causaban el nacimiento de mutantes cuando quienes debían oírle ni tan siquiera creían en la existencia de un sitio como el exterior? No, lo había hecho todo mal incluso antes de que le llevaran a comparecer en presencia del capitán.

Las cavilaciones a que estaba entregado se vieron finalmente turbadas por el sonido del cerrojo de su puerta al abrirse. Era demasiado pronto para otra de sus no muy frecuentes comidas y pensó que al fin habrían venido para sacarle de aquí, renovando su decisión de llevarse antes a uno de ellos consigo.

Pero se equivocaba. Oyó una voz cargada de amable dignidad:

–Hijo, hijo, ¿cómo ha podido ocurrir todo esto?

Era el teniente Nelson, su primer maestro, que parecía más viejo y frágil que nunca.

La entrevista no fue agradable para ninguno de los dos. El viejo. que no había tenido descendencia, albergó grandes esperanzas para su protegido, llegando a tener la ambición de que con el tiempo pudiera aspirar a la capitanía de la Nave, aunque nunca había hablado con nadie de esa ambición, a través de la cual esperaba realizar un poco las suyas. no creyendo bueno para los jóvenes que se les alabara en exceso. Cuando el muchacho fue declarado perdido eso le causó un gran dolor.

Ahora había vuelto, convertido en un hombre, pero las circunstancias de su regreso eran lamentables y se hallaba sentenciado a muerte.

El encuentro no fue mucho más feliz para Hugh. A su modo había querido al anciano, deseando complacerle y necesitando su aprobación. Pero, mientras le contaba su historia, se dio cuenta de que Nelson sólo podía considerar su relato como una aberración mental de Hugh, y sospechó que Nelson preferiría verle morir rápidamente en el convertidor, sus átomos convertidos en hidrógeno del que saldría una energía limpia y útil, antes que verle vivir para burlarse de las viejas enseñanzas.

En eso cometió una injusticia para con el anciano: había subestimado la piedad de que Nelson era capaz, pero no su devoción hacia la «ciencia». De todos modos, debe decirse en favor de Hugh que, sino hubiera estado en juego nada más que su persona, habría preferido quizá la muerte a destrozar el corazón de su benefactor..., pues en el fondo era un romántico y podía comportarse de forma bastante tonta.

El anciano acabó levantándose para marcharse. pues la visita se había vuelto insoportable para los dos.

–¿Puedo hacer algo por ti, hijo? ¿Te alimentan bien, comes lo suficiente?

–Muy bien, gracias –mintió Hugh.

–¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer?

–No..., sí, podrías mandarme algo de tabaco. Hace mucho tiempo que no he podido mascar un poco.

–Me ocuparé de ello. ¿Hay alguna otra persona a quien te gustaría ver?

–Oh, tenía la impresión de que no se me permitía recibir visitas..., visitas corrientes.

–Tienes razón. pero creo que quizá podría conseguir que se hiciera alguna excepción a la regla. Pero –añadió ansiosamente–, deberás darme tu palabra de que no mencionarás tu herejía.

Hugh pensó a toda velocidad. Un nuevo aspecto, una nueva posibilidad. ¿Su tío? No, aunque siempre se habían llevado bien el uno con el otro sus mentes no tenían nada en común..., sería como encontrar a un desconocido. Jamás le había resultado fácil hacer amigos: Ertz había sido el más obvio de todos ellos, ¡y adónde le había llevado! Luego recordó a su compañero del pueblo, Alan Mahoney, con quien había jugado desde niño. Cierto que no le había visto prácticamente ni una sola vez desde que empezó como aprendiz de Nelson. Con todo...

–¿Sigue viviendo Alan Mahoney en nuestro pueblo?

–Pues.... sí.

–Me gustaría verle, si es que quiere venir.

Alan fue a verle, nervioso y bastante incómodo, pero alegrándose claramente de poder visitar a Hugh y muy preocupado al encontrarle sentenciado a hacer el Viaje. Hugh le dio una palmada en la espalda.

–Buen chico –dijo–. Sabía que vendrías.

–Pues claro –protestó Alan–, si lo hubiera sabido..., pero en el pueblo nadie lo sabe. Creo que ni siquiera lo saben los Testigos.

–Bueno, estás aquí y eso es lo importante. Háblame de ti. ¿Te has casado?

–Eh... esto... no. No perdamos el tiempo hablando de mí. De todas formas. a mí nunca me ocurre nada importante. En el nombre de Jordan. ¿cómo has llegado a meterte en este lío, Hugh?

–No puedo hablar de eso, Alan. Se lo prometí al teniente Nelson.

–Bueno, ¿qué es una promesa.... esa clase de promesa? Estás en un lío, compañero.

–¡Como si no lo supiera!

–¿Se ha encargado alguien de meterte en él?

–Bueno..., nuestro viejo amigo Mort Tyler no me ayudó demasiado; creo que eso sí puedo decirlo.

Alan lanzó un silbido y meneó la cabeza lentamente.

–Eso explica muchas cosas.

–¿Qué? ¿Acaso sabes algo?

–Puede que sí, puede que no. Después de que te fueras, se casó con Edris Baxter.

–¿Sí? Hmmm... sí, eso aclara muchas cosas.

Hugh guardó silencio durante unos minutos.

–Mira, Hugh –acabó diciendo Alan–. No pensarás quedarte sentado aquí y aceptar lo que te han hecho, ¿verdad? Especialmente, no con Tyler mezclado en ello. Tenemos que sacarte de aquí.

–¿Cómo?

–No lo sé. Quizá podríamos atacar el lugar. Supongo que podría reunir unos cuantos cuchillos para que nos ayudaran... Hay unos cuantos muchachos excelentes que se mueren de ganas por una buena pelea.

–Y cuando todo hubiera terminado nuestro destino sería el convertidor. Tú, yo y tus amigos. No, eso no sirve.

–Pero tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos aquí sentados y esperar a que te quemen.

–Eso ya lo sé. –Hugh estudió el rostro de Alan. ¿Sería justo pedirle eso? Siguió hablando, tranquilizado por lo que había visto en él–. Escucha..., tú harías lo que pudieras para sacarme de este lugar, ¿no?

–Eso ya lo sabes.

En la voz de Alan había un matiz de ofensa dolorida.

–Entonces, muy bien. Hay un enano llamado Bobo. Te diré cómo encontrarle.

Alan trepó, más y más arriba, subiendo más de lo que nunca había subido desde que Hugh, siendo un muchacho, le guiaba a los más atrevidos peligros. Ahora era más viejo y se había vuelto más prudente; apenas si tenía estómago para soportarlo. Al muy auténtico peligro de abandonar los abundantemente transitados niveles inferiores, se añadía su ignorancia supersticiosa. Pero, aun así, siguió trepando.

Este debería ser el lugar... a no ser que hubiera dejado de contar algún nivel. Pero no veía al enano.

Bobo le vio primero. El proyectil de una honda le acertó en la boca del estómago en el mismo instante en que Alan gritaba, «¡Bobo!».

Bobo entró de espaldas en el compartimento de Joe–Jim y dejó caer su carga ante los pies de los gemelos.

–Carne fresca –dijo con orgullo.

–Lo es –accedió Jim con indiferencia–. Bueno, es tuyo; llévatelo.

El enano se hurgó con el pulgar en una de sus retorcidas orejas.

–Raro –dijo–, sabe el nombre de Bobo.

Joe alzó los ojos del libro que estaba leyendo, los Poemas reunidos de Browning, L–Editorial, Nueva York, Londres. Ciudad Luna, 35 cr.

Hugh había preparado a su amigo Alan para no sorprenderse demasiado ante el aspecto físico de Joe–Jim. En un espacio de tiempo razonablemente breve, Alan recobró la calma lo bastante como para ser capaz de narrar su historia. Joe–Jim la escuchó sin apenas hacer comentarios y Bobo la escuchó con mucho interés. pero sin entender gran cosa de ella.

–Bien, Joe, tú ganas –observó Jim una vez que Alan hubo terminado–. No lo consiguió. –Luego, volviéndose hacia Alan, añadió–:

Puedes ocupar el puesto de Hoyland. ¿Sabes jugar a las damas? Alan miró primero a una cabeza y luego a la otra.

–Pero ¿es que no lo entendéis? –dijo–. ¿No pensáis hacer nada al respecto?

Joe pareció asombrado.

–¿Nosotros? ¿Por qué deberíamos hacer algo?

–Pero debéis hacerlo. ¿No os dais cuenta? El cuenta con que le ayudéis y no hay nadie más en quien pueda confiar. Por eso he venido. ¿No lo veis?

–Espera un momento, espera un momento –dijo Jim lentamente–. No permitas que se te caiga el cinturón. Suponiendo que deseáramos ayudarle..., cosa que no es cierta, entiéndeme, ¿cómo podríamos hacerlo, por toda la Nave de Jordan? Responde a eso.

–Bueno... bueno... –Alan fue incapaz de encontrar palabras ante tal estupidez–. Pues. naturalmente, montando un grupo de rescate, yendo ahí abajo y sacándole de donde está encerrado!

–¿Y por qué deberíamos dejar que nos mataran para rescatar a tu amigo?

Bobo irguió rápidamente las orejas.

–¿Matar? –preguntó con voz ansiosa.

–No, Bobo –dijo Joe–. Nada de matar. Sólo estamos hablando.

–Oh –dijo Bobo, volviendo a su pasividad anterior. Alan miró al enano.

–Al menos, si dejarais que Bobo y yo...

–No –respondió secamente Joe–. Eso ni pensarlo. No hables de ello.

Alan tomó asiento en un rincón del compartimento, apretándose desesperadamente las rodillas con los brazos. Si pudiera salir de aquí... Podría intentar conseguir alguna ayuda abajo. El enano daba la impresión de estar dormido, aunque era difícil estar seguro de ello. Si Joe–Jim durmiera también...

Joe–Jim no daba señal alguna de tener sueño. Joe intentó seguir leyendo, pero Jim le interrumpía de vez en cuando. Alan no podía oír lo que estaban diciendo.

–¿Esa es tu idea de la diversión? –preguntó finalmente Joe, alzando la voz.

–Bueno –dijo Jim–, es mejor que las damas.

–Sí, ¿eh? Supón que te meten un cuchillo por el ojo... ¿dónde me dejaría eso a mí?

–Te estás haciendo viejo, Joe. Ya no te quedan agallas.

–Tú eres igual de viejo que yo.

–Sí, pero tengo ideas de joven.

–Oh, me pones enfermo... Haz lo que quieras. pero luego no me eches la culpa. ¡Bobo!

El enano se levantó de un salto, totalmente alerta.

–¿Sí, jefe?

–Busca a Chaparro, Brazo Largo y Cerdo y tráelos aquí. Joe–Jim se puso en pie, fue hacia un pequeño armario y empezó a sacar los cuchillos colgados en su interior.

Hugh oyó el jaleo en el exterior del pasillo contiguo a su prisión. Podían ser los guardias que venían para llevarle al convertidor, aunque lo más probable es que no armaran tanto ruido para ello. O podía ser, simplemente, algo que no estuviera relacionado con él. Por otra parte, podía ser que...

Lo era. La puerta se abrió bruscamente y Alan apareció en el umbral, diciéndole algo a gritos y metiéndole un puñado de cuchillos entre los dedos. Le hizo salir a toda prisa del compartimento en tanto que Hugh se colocaba los cuchillos en el cinturón y aceptaba otros dos más.

Una vez fuera vio a Joe–Jim pero éste no le vio a él, pues estaba lanzando cuchillos con la misma calma y método que si estuviera practicando el tiro al blanco en su compartimento particular. Y también estaba ahí Bobo, el cual agachó la cabeza y le sonrió con su boca algo más grande de lo normal gracias a una herida de la cual manaba sangre, pero sin hacer una sola pausa en su grácil forma de lanzar cuchillos. Había tres más, a dos de los cuales Hugh reconoció como pertenecientes a la pandilla particular de Joe–Jim: eran mutis, por definición y por lugar de nacimiento, pero no presentaban deformaciones.

El recuento no incluía los cuerpos que yacían inmóviles sobre la cubierta metálica.

–¡Venga! –gritó Alan–. Dentro de nada vendrán más.

Se lanzó por el pasillo de la derecha.

Joe–Jim dejó de lanzar cuchillos y le siguió. Hugh lanzó uno de los cuchillos sin apuntar demasiado hacia una silueta que corría a su izquierda. El tiro era difícil y no tuvo tiempo de ver si había logrado darle. Fueron por el corredor con Bobo el último, como si le costara abandonar la diversión, y llegaron a un punto donde un pasillo lateral se cruzaba con el otro, más espacioso.

Alan les condujo nuevamente hacia la derecha.

–Delante hay una escalera –gritó.

No llegaron a ella. Una compuerta que se utilizaba muy raras veces se cerró ante sus narices cuando les faltaban unos nueve metros para la escalera. Los hombres de Joe–Jim se quedaron quietos y miraron con expresión dubitativa a su jefe. Bobo se rompió sus gruesas uñas intentando abrir la compuerta.

Detrás de ellos se oía claramente el ruido de quienes les perseguían.

–Atrapados –dijo Joe en voz baja–. Espero que te guste, Jim.

Hugh vio aparecer una cabeza por la esquina del pasillo, que habían dejado atrás. Lanzó un cuchillo, pero la distancia era demasiado grande y el cuchillo se estrelló inofensivamente en el acero. La cabeza desapareció. Brazo Largo no apartaba los ojos de aquel lugar, su honda cargada y lista.

Hugh cogió a Bobo por el hombro.

–¡Escucha! ¿Ves esa luz?

El enano le miró, parpadeando con expresión estúpida. Hugh señaló hacía la intersección de los tubos brillantes que se cruzaban por encima de sus cabezas, justo donde se unían los pasillos.

–Esa luz... ¿Puedes dar allí donde se cruzan?

Bobo midió la distancia con los ojos. A esa distancia el disparo habría resultado difícil en cualquier condición, pero aquí, con el poco espacio que le dejaba libre el techo del pasillo, bastante bajo, tendría que utilizar una trayectoria casi plana, disparar muy aprisa y compensar un peso más alto del que tenía por costumbre.

No respondió Hugh sintió el aire producido por su honda al moverse, pero no vio el proyectil. Un estruendo de cristal y el corredor quedó a oscuras.

–¡Ahora! –gritó Hugh. encabezando la carga. Cuando llegaron a la intersección gritó–: ¡Contened el aliento! ¡Cuidado con el gas!

El vapor radioactivo brotaba en lentas espirales del tubo roto que había sobre sus cabezas, llenando la encrucijada con una neblina verdosa.

Hugh corrió hacia la derecha, dando las gracias a su trabajo como ingeniero con los circuitos luminosos y el conocimiento que le había proporcionado. Había escogido la dirección correcta: el pasillo que tenía delante se encontraba a oscuras, pues su iluminación procedía de un punto anterior al de la rotura. Oyó ruido de pasos a su alrededor, pero le era imposible saber si se trataba de amigos o enemigos.

De pronto se encontraron en un pasillo iluminado. No había nadie en él, salvo un campesino asustado e inofensivo que se apresuró a desaparecer con sorprendente velocidad. Hicieron un rápido recuento y vieron que todos estaban presentes, pero que Bobo no se hallaba en muy buenas condiciones.

–Creo que ha tragado un poco de gas –dijo Joe, mirándole–. Golpeadle la espalda.

Cerdo se encargó de ello, con franco entusiasmo. Bobo lanzó un sonoro eructo, vomitó y, unos instantes después, sonreía de nuevo.

–Se pondrá bien –decidió Joe.

El ligero retraso había permitido que por lo menos uno de sus perseguidores les diera alcance. Salió corriendo de la oscuridad, sin darse cuenta de cuántos enemigos le esperaban o sin que ello le importara. Alan apartó el brazo de Cerdo, que ya lo había levantado para arrojar su proyectil.

–¡Dejádmelo! –exigió–. ¡Es mío!

Era Tyler.

–¿Una pelea entre hombres? –le desafió Alan, el pulgar sobre la hoja de su cuchillo.

Los ojos de Tyler examinaron velozmente a sus contrincantes y un segundo después aceptó la invitación por el sistema de lanzarse sobre Alan. Había demasiado poco espacio para lanzar el cuchillo y unos segundos después los dos estaban luchando cuerpo a cuerpo, los cuchillos juntos y los brazos tensándose.

Alan era más resistente que Tyler y, probablemente, más fuerte. Tyler era más escurridizo. Intentó darle un rodillazo en la ingle a su adversario. Alan logró evitarlo y pisó con todas sus fuerzas uno de los pies de Tyler. Los dos cayeron al suelo. Se oyó un fuerte chasquido.

Un instante después, Alan se estaba limpiando el cuchillo en el muslo.

–Sigamos –dijo con voz algo quejumbrosa–. Tengo miedo.

Llegaron a una escalera y subieron corriendo por ella, Brazo Largo y Cerdo precediéndoles a cada nivel y desplegándose para cubrir sus flancos, en tanto que el tercero de los tres sicarios de Joe–Jim –Hugh oyó que le llamaban Chaparro–, cubría la retaguardia. Los demás iban en medio de ellos.

Hugh pensaba que ya habían logrado escapar cuando oyó gritos y ruido de cuchillos justo sobre él. Consiguió llegar al nivel que tenía encima a tiempo de que el rebote de un cuchillo le hiciera una herida no demasiado profunda.

Tres hombres habían caído. Brazo Largo tenía un cuchillo asomando por la parte superior de su brazo, pero eso no parecía molestarle demasiado. Su honda seguía girando. Cerdo estaba buscando uno de los cuchillos lanzados que habían fallado el blanco, habiendo agotado su armamento. Pero había señales de su trabajo: a unos seis metros de distancia un hombre se sostenía a duras penas con una rodilla en el suelo. Una herida de cuchillo le ensangrentaba el muslo.

Hugh le reconoció cuando el hombre lograba erguirse agarrándose con una mano a la mampara en tanto que la otra rebuscaba en su vacío cinturón.

Bill Ertz.

Había guiado a un grupo hacia arriba por otro camino y había logrado flanquearles, para su desgracia. Bobo asomó por detrás de Hugh y su potente brazo se preparó para el lanzamiento. Hugh le detuvo.

–Calma, Bobo –le indicó–. En el estómago, y no muy fuerte.

El enano pareció sorprendido, pero hizo como le indicaba. Ertz se dobló lentamente sobre sí mismo y cayó.

–Buena puntería –dijo Jim.

–Cógele, Bobo –le dijo Hugh–, y quédate en mitad del grupo.

–Sus ojos examinaron brevemente a los demás, el cuerpo encogido para protegerse mejor, esparcidos por ese tramo de escalera– De acuerdo, pandilla... ¡Arriba otra vez! Y con cuidado.

Brazo Largo y Cerdo subieron rápidamente por el tramo siguiente en tanto que los demás se colocaban en las posiciones anteriores Joe parecía disgustado. No estaba muy claro el porqué, pero había sido sustituido como jefe del grupo –su grupo– y Hugh estaba encargándose de dar las órdenes. Pensó que no era ese el momento para empezar a discutir sobre ello. Podía conseguir que les mataran a todos

A Jim no parecía importarle tanto De hecho daba la impresión de estar pasándoselo muy bien.

Subieron otros diez niveles sin hallar ningún tipo de oposición organizada. Hugh les dio instrucciones de que no mataran a ningún campesino, de no ser necesario. Los tres esbirros de Joe–Jim le obedecieron y Bobo iba demasiado cargado con Ertz para representar algún problema en cuanto a la disciplina. Hugh no permitió que bajaran la guardia hasta no haber dejado atrás unos treinta niveles más, con lo que se encontraron ya bien metidos en tierra de nadie. Entonces les indicó que se detuvieran y todos examinaron sus heridas.

Las únicas de alguna importancia eran el corte en el rostro de Bobo y el brazo de Brazo Largo. Joe–Jim se encargó de curarlas con los vendajes que había cogido antes de salir. Hugh se negó a que curara la suya.

–Ha dejado de sangrar –insistió–, y tengo mucho que hacer

–No tienes que hacer nada aparte de volver a casa –dijo Joe–, y olvidarte de todas estas tonterías.

–No del todo –negó Hugh–. Puede que tú vuelvas a casa. pero Alan, yo y Bobo vamos a subir hasta donde no haya peso..., hasta el observatorio del capitán.

–Estupideces –dijo Joe–. ¿Para qué?

–Acompáñanos si quieres y ya lo verás. De acuerdo, pandilla: vamos.

Joe se dispuso a contestarle, pero se quedó callado al ver que Jim no abría la boca. Joe–Jim les siguió.

Flotaron suavemente a través del umbral del observatorio: Hugh, Alan, Bobo con su carga todavía inconsciente... y Joe–Jim.

–Eso es –le dijo Hugh a su amigo Alan, señalando con un gesto de su mano hacia el esplendor de las estrellas–, eso es lo que pretendía contarte.

Alan miró y se agarró al brazo de Hugh.

–¡Jordan! –gimió–. ¡Nos caeremos!

Y cerró los ojos, apretando fuertemente sus párpados.

Hugh le sacudió.

–No ocurre nada –le dijo–. Es soberbio. Abre los ojos

Joe–Jim tocó a Hugh en el brazo.

–¿A qué viene todo esto? –preguntó–. ¿Por qué le has traído aquí arriba?

Y señaló a Ertz.

–Oh..., él. Bueno, cuando despierte pienso enseñarle las estrellas y demostrarle que la Nave está en movimiento.

–¿Sí? ¿Y para qué?

–Luego le haré volver abajo para que convenza a unos cuantos más.

–Hmmm..., imagina que no tiene suerte, igual que te ocurrió a ti.

–Bueno, entonces... –Hugh se encogió de hombros–, entonces tendremos que seguir insistiendo una y otra vez hasta convencerles, supongo.

Tenemos que hacerlo, ya lo sabes.

 


Donado por
Letras Perdidas