EL REINO DE LAS SOMBRAS
ROBERT E. HOWARD
1. UN REY LLEGO CABALGANDO
EL RESONAR DE LAS TROMPETAS se acentuó y ascendió con un estallido hondo y
dorado, gruñendo como la marea nocturna rompiendo en las plateadas orillas de
Valusia. La multitud aullaba, las mujeres lanzaban rosas desde los tejados.
El tintineo rítmico de los cascos de plata se hizo más claro y las primeras
filas poderosas aparecieron en el recodo de la amplia avenida blanca que rodeaba
la Torre de los Esplendores de Capiteles de Oro.
Primero venían los trompetas, jóvenes esbeltos vestidos de escarlata, avanzando
en medio de la fanfarria de sus largos y finos clarines de oro, seguidos de
los arqueros, hombres altos, provenientes de las montañas. Tras ellos, los infantes,
poderosamente armados, con sus amplios escudos entrechocando al unísono, balanceando
las largas lanzas en el perfecto ritmo de sus pasos. Les seguían los soldados
más terribles del mundo entero, los Asesinos Rojos, cabalgando en fieros corceles,
acorazados y fajados de rojo del casco a las espuelas. Se mantenían sobre las
sillas orgullosamente, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, con plena conciencia
de los gritos que se alzaban a su paso. Parecían estatuas de bronce y, en el
bosque de lanzas que se erguía sobre ellos, no había la menor vacilación.
Tras aquellas filas orgullosas y temibles venían las abigarradas cohortes de
mercenarios, guerreros endurecidos de apariencia salvaje, hombres originarios
de Mu y Kaanu, de las colinas orientales y de las islas occidentales. Portaban
lanzas y pesadas espadas. Un grupo compacto avanzaba li-geramente retirado...
los arqueros de Lemuria. Luego la infantería ligera de la propia nación. Nuevas
trompetas constituían las últimas filas.
Un espectáculo magnífico... un espectáculo que llenaba de alegría salvaje el
alma de Kull, rey de Valusia. No estaba sentado sobre el Trono de Topacio, ante
la Torre Real de los Esplendores. ¡Oh, no! Se mantenía erecto sobre la silla,
a lomos de un inmenso semental, como el auténtico rey guerrero que era. Levantaba
el brazo poderoso para responder a los saludos de las tropas que desfilaban
ante él. Los ojos feroces lanzaron una displicente mirada a los trompetas soberbiamente
ataviados. Estos frenaron el paso para esperar a las tropas que les seguían;
al llegar, los clarines respondieron con una luz feroz cuando los Asesinos Rojos
se detuvieron ante Kull con un chillido de acero, tirando de las riendas de
las monturas y dirigiéndole el Saludo de la Corona.
Los ojos se estrecharon ligeramente cuando los merce-narios desfilaron ante
él. Aquellos mercenarios no saludaban a nadie. Avanzaban con los hombros echados
hacia atrás y miraban a Kull orgullosamente, de cara, aunque con cierta estima.
Sus ojos temibles no parpadeaban; ojos de mirada cruel, ocultos por cabelleras
hirsutas y cejas espesas.
Y Kull les respondió con una mirada idéntica. Apreciaba a los valientes y no
había en el mundo hombres más bravos que aquellos, ni siquiera entre los hombres
salvajes de su tribu, aquellos que le despreciaban. Kull era demasiado salvaje
en su fuero interno para amarles. Había cono-cido demasiados odios mortales.
Muchos eran los seculares enemigos de la nación y, aunque el nombre de Kull
fuera un nombre maldito entre los montañeros y los habitantes de su propio pueblo
y aunque Kull los hubiese expulsado de su mente, los viejos rencores, las antiguas
discordias, aún persistían. Pues Kull, lejos de ser valusio, era atlante.
Los ejércitos desaparecieron de su vista al rodear los basamentos brillantes
y cuajados de joyas de la Torre de los Esplendores. Kull dirigió el semental
que montaba, con paso tranquilo, hacia el palacio, discutiendo del desfile con
los comandantes que cabalgaban a su lado, pronunciando pocas palabras, pero
diciendo muchas cosas.
—El ejército es como una espada —dijo Kull—, no se debe dejar enmohecer. —Seguían
la avenida y Kull apenas prestaba atención a los susurros que llegaban hasta
él, los murmullos de la multitud que se apretujaba a su alrededor.
—¡Es Kull, miradle! ¡Valka, qué rey! ¡Y qué hombre! ¿Habéis visto los brazos...?
¿Y los hombros?
Pero también escuchaba, en un tono más bajo, acentos más siniestros.
—¡Kull! ¡Ja! ¡Maldito usurpador venido de las islas!
—¡Sí, la deshonra de Valusia! ¡Un bárbaro sentado en el trono de los Reyes!
A Kull no le preocupaban las murmuraciones. Sabía que se había apoderado del
decadente trono de la antigua Valusia y que debía mostrarse firme para conservarlo...
un hombre... ¡contra una nación!
Al llegar a la Sala del Consejo, la Sala de Audiencias, Kull hubo de responder
a las palabras acompasadas y elogiosas de los señores y las damas con una diversión
cuidadosamente disimulada y orgullosa antes tantas frivolidades;
más tarde, cuando los señores y las nobles damas se retiraron ceremoniosamente,
Kull se recostó en el trono de armiño para reflexionar sobre ciertos asuntos
de estado. No tardó en llegar un servidor para pedirle al rey permiso para hablar
y anunciar a un enviado del embajador de los pictos.
Kull abandonó los oscuros meandros de la política Valusia por los que había
vagabundeado durante algunos instantes y consideró al picto con una mirada desprovista
de agasajo. El hombre sostuvo la mirada del rey sin pestañear.
Era un guerrero de estrechas caderas, pecho robusto, talla media; su cuerpo
era recio y de piel morena como la de todos los miembros de su raza. Entre los
rasgos resueltos y poderosos, sus ojos insondables observaban a Kull fijamente
y sin temor.
—El jefe de los Consejeros, Ka-nu de los pictos, hom-bre de confianza del rey
de las islas pictas, te envía sus saludos y este mensaje: Un trono espera a
Kull para la fiesta de la luna nueva... Kull, rey de reyes, señor de señores,
emperador de Valusia.
—Bien —respondió Kull—. Dile a Ka-nu el Anciano, embajador de las Islas Occidentales,
que el rey de Valusia irá a vaciar con él algunas copas de vino cuando la luna
flote por encima de las colinas de Zalgara.
Sin embargo, el picto no se retiró.
—Tengo otra cosa que decirle al rey, y esa no es... —con la mano, hizo un gesto
de desprecio—... para los esclavos.
Con una palabra, Kull despidió a los sirvientes, observando al picto con circunspección.
El hombre se acercó a él y, en voz más baja, añadió:
—Ven solo a la fiesta de esta noche, mi rey. Eso ha dicho mi señor.
Los ojos del monarca se estrecharon y brillaron con una luz tan fría como el
gris acero de un puñal.
—¿Solo?
—Sí.
Confrontaron las miradas silenciosamente mientras el recíproco odio tribal triunfaba
sobre la máscara de la etiqueta. Sus bocas hablaban con un lenguaje civilizado,
pronunciando las sosegadas frases de la corte, las palabras de una raza que
había alcanzado un alto nivel de civilización;
pero en las miradas brillaban las tradiciones primitivas de los salvajes del
Alba de los Tiempos. Quizá Kull fuera el rey de Valusia y el picto un emisario
del embajador, pero en la Sala del Trono eran dos salvajes quienes se miraban
cautelosamente, al acecho, oyendo los susurros de los fan-tasmas de terribles
guerras y rencores tan viejos como viejo es el mundo.
El rey tenia la ventaja sobre el picto, y la saboreaba plenamente. Con el mentón
apoyado en la mano, estudiaba al picto que se erguía ante él, como una estatua
de bronce, la cabeza echada hacia atrás, la mirada resuelta.
En los labios de Kull apareció una sonrisa que más pa-recía una mueca burlona.
—¿Así que debo ir... solo? —La civilización le había enseñado a hablar de un
modo distante, y los ojos del picto centellearon, pero no contestó—. ¿Cómo puedo
saber que vienes de parte de Ka-nu?
—Ya lo he dicho —fue la enojada respuesta del picto.
—¿Y desde cuándo un picto dice la verdad? —se burló Kull, sabiendo que los pictos
nunca mentían; si actuaba de aquel modo era tan sólo para exasperar al mensajero.
—Rey, no veo cuál es tu plan —respondió el picto de modo imperturbable—. Si
querías encolerizarme.. ¡por Valka que has conseguido tu objetivo! Estoy algo
más que irritado. Y te desafío a que te midas conmigo, en combate singular,
con lanza, espada o daga, a caballo o a pie. ¿Eres un rey o un hombre?
Los ojos de Kull brillaron con la celosa admiración de un guerrero frente a
un adversario intrépido, pero no dejó pasar la nueva ocasión de molestar un
poco más al hombre plantado frente a él.
—Un rey no acepta el desafío de un salvaje que no tiene nombre —se mofó—, y
el Emperador no rompe la Tregua de los Embajadores. Ya puedes retirarte. Dile
a Ka-nu que iré solo.
Los ojos del picto brillaron con un tinte homicida. Dominado por un viejo instinto
sanguinario, casi temblaba. Luego, dándole afrentosamente la espalda al rey
de Valusia, atravesó con largas zancadas la Sala de Audiencias y desapareció
por el inmenso portón.
Nuevamente, Kull se recostó en el trono de armiño y reflexionó.
¿De modo que el jefe del Consejo de los pictos desea que vaya solo? ¿Por qué
razón? ¿Una pérfida trampa? Kull rozó fieramente el pomo de su inmensa espada.
Los pictos concedían demasiada importancia a la alianza con Valusia como para
romperla, ni se dejarían llevar por ningún tipo de odio tribal. Kull era un
guerrero de Atlántida, cierto, y, como tal, enemigo hereditario de todos los
pictos; pero también era el rey de Valusia, el aliado más poderoso de los Hombres
del Oeste.
Kull meditó largamente sobre su extraña situación, ¡algo que hacía de él el
aliado de sus antiguos enemigos y enemigo de sus antiguos aliados! Se levantó
y fue de un lado para otro por la sala, nervioso, con el paso ligero y silencioso
del león. Las cadenas de la amistad, los lazos que le ataban a su tribu y a
las tradiciones, los había roto él mismo para satisfacer su ambición. Y, por
Valka, dios de Valusia... una Valusia decadente, degenerada, una Valusia que
se limitaba a vivir entre los sueños de una gloria pasada pese a seguir siendo
un reino poderoso y el mayor de los Siete Imperios. Valusia... el País de los
Sueños, como lo llamaban los hombres de las tribus lejanas. Y Kull a veces también
creía habitar en el interior de un sueño. Desconocía las intrigas de la corte
y del palacio, las actividades del ejército y del pueblo. Qué inmensa mascarada...
¡hombres y mujeres disimulaban sus verdaderos pensamientos tras rostros hipócritas!
Y, sin embargo, apoderarse del trono había sido para él una fácil empresa...
Una ocasión atrapada al vuelo, con audacia; el rápido enfrentamiento de las
espadas, el asesinato de un tirano del que el pueblo ya estaba cansado desde
hacía mucho tiempo, una concertación rápida y adecuada con algunos cortesanos
ambiciosos y caídos en desgracia... y Kull, el aventurero errante, el exilado
de Atlántida, se transportó a las vertiginosas alturas de sus sueños más locos;
era el señor de Valusia, el rey de reyes. Pero, en aquel momento, creía que
apoderarse del trono era más fácil que conservarlo. Ver al picto le había llevado
hacia atrás muchos años, hasta el libre y feroz salvajismo de su infancia. Una
extraña sensación de malestar difuso, de irrealidad, le invadía subrepticiamente,
como le venía pasando desde hacía no mucho tiempo. ¿Qué era, siendo un hombre
del mar y de la montaña, de costumbres directas, lo que le permitía reinar sobre
una raza tan antigua y misteriosa... de saber tan terrible?
—¡Soy Kull! —dijo, echando hacia atrás la cabeza como un león se aparta la melena
de la faz—. ¡Soy Kull!
Su mirada de águila recorrió con rapidez la sala inconcebiblemente antigua.
Volvió a encontrar confianza en sí mismo... Y en un rincón oscuro del inmenso
salón, un tapiz se agitó... ligeramente.
2. ASI HABLABAN LAS SILENCIOSAS AVENIDAS DE VALUSIA
LA LUNA TODAVIA NO BRILLABA en el cielo y los jardines se iluminaban con las
ardientes antorchas colocadas en jarras de plata cuando Kull se sentó en el
trono colocado ante la mesa de Ka-nu, el embajador de las Islas Occidentales.
A su derecha se sentaba el viejo picto que, a primera instancia, no parecía
ser un mensajero de aquella raza orgullosa. Ka-nu era muy anciano, pero muy
versado en política, pues llevaba practicando aquel juego desde hacía mucho
tiempo. No brillaba en los ojos que miraban a Kull ningún odio primitivo, sino
una llamarada de estimación. Sus juicios no se precipitaban con las tradiciones
de su raza. El frecuentar asiduamente a los hombres de estado de las naciones
civilizadas había barrido de su mente los prejuicios de su pueblo. La pregunta
que siempre estaba presente en su espíritu no era quién era aquel hombre o en
qué pensaba, sino si podría servirse de él y cómo. Del mis-mo modo, no recordaba
los prejuicios de su nación más que cuando estos servían a sus intenciones.
Kull observaba a Ka-nu, respondiendo lacónicamente a sus demandas, preguntándose
si la civilización haría de él una criatura similar al picto. Ka-nu había engordado
y se había debilitado. Ka-nu no había empuñado una espada en muchos años. Ciertamente,
era viejo, pero Kull había visto hombres mayores aún combatiendo en primera
línea. Los pictos vivían hasta muy avanzada edad. Una muchacha magnífica se
mantenía cerca de Ka-nu, llenando su copa, muy atareada. Entre copa y copa,
Ka-nu no dejaba de lanzar bromas y hacer comentarios, y Kull, aun despreciando
secretamente su chaloteo incesante, no podía dejar de apre-ciar su mordaz humor.
A aquel banquete también asistían otros jefes y consejeros pictos, estos últimos
joviales y de costumbres muy libres; los soldados se mostraban amables y corteses,
pero visiblemente molestos en su fuero interno. Sin embargo, Kull, con cierta
envidia, era consciente de la libertad y el desenfado que reflejaba aquella
reunión, algo que contrastaba vivamente con los banquetes que se celebraban
en la corte de Valusia. Tal libertad prevalecía en los groseros campamentos
de Atlántida. Kull se encogió de hombros. Después de todo, Ka-nu, que parecía
haberse olvidado de que era un picto, con todo lo que aquello representaba en
cuanto a sus tradiciones y costumbres seculares, tenía cierta razón y él, Kull,
estaba convirtiéndose en un valusio tanto de mente como de nombre.
Finalmente, cuando la luna alcanzó el cenit, Ka-nu, después de haber comido
y bebido como tres hombres de aquella asamblea, se tendió en su diván lanzando
un suspi-ro de satisfacción y dijo:
—Ahora, amigos, retiraos, pues el rey y yo tenemos que conversar de asuntos
importantes. Si, tú también, preciosa; pero, antes, déjame besar esos labios
rojos... así; y, sobre todo, ¡no te eclipses, mi pequeña rosa!
Los ojos de Ka-nu parpadearon por encima de la barba blanquecina mientras vigilaba
a Kull, envarado en su asiento, severo e intransigente.
—Estás pensando, Kull —dijo súbitamente el anciano estadista— que Ka-nu es un
viejo verde y un inútil... ¡que sólo es bueno para emborracharse y besar a las
muchachas!
De hecho, aquella observación estaba tan de acuerdo con sus pensamientos y tan
francamente enunciada que Kull se sorprendió, aunque procuró no demostrarlo.
Ka-nu cloqueó de alegría y su panza se agitó.
—El vino es rojo y las muchachas dulces —observó to-lerante—. Pero, ¡ja, ja!,
no creo que el viejo Ka-nu deje que ni lo uno ni las otras se inmiscuyan en
sus asuntos.
Rió de nuevo y Kull se agitó en su asiento, a disgusto. Aquello parecía una
burla, y los ojos empezaron a resplandecer con un brillo felino.
Ka-nu tendió la mano hacia el pichel de vino, se llenó la copa y miró interrogativamente
a Kull, que sacudió la cabeza con irritación.
—Sí —dijo Ka-nu con voz monocorde—, hay que ser ya viejo para saber beber. Y
me estoy haciendo viejo, Kull. ¿Por qué los jóvenes miráis con desaprobación
los placeres de vuestros mayores? Ya ves, ya soy muy viejo, estoy consumido,
sin amigos, sin alegría.
Pero su mirada y expresión estaban lejos de confirmar aquellas palabras. Su
cara rubicunda brillaba alegremente y sus ojos chispeaban tanto como su barba
blanca, haciéndole indecoroso. A ojos de Kull, dominado por cierto rencor, parecía
un pícaro. Era como si aquel viejo taimado hubiese olvidado las virtudes primitivas
tanto de su raza como de la de Kull; sin embargo, parecía plenamente feliz.
—Escúchame, Kull —dijo Ka-nu, levantando un dedo a modo de advertencia—, es
agradable cantar las alabanzas de un hombre joven, pero debo revelarte mis verdaderos
pensamientos para ganar tu confianza...
—Si quieres ganártela con halagos...
—¡Bah! ¿Quién habla de adulaciones? Yo solamente alabo para poder golpear mejor.
Una intensa luz brilló en los ojos de Ka-nu, una luz fría que contradecía su
displicente sonrisa. Conocía a los hombres y sabía que, para conseguir sus objetivos,
debía golpear certeramente a aquel bárbaro audaz como un tigre, el cual, como
un lobo que siente la trampa que se le ha tendido, se daba cuenta de la menor
falsedad, incluso en el seno descabellado de su discurso.
—Tú eres capaz, Kull —dijo, eligiendo las palabras con más cuidado del que ponía
en la Sala del Consejo de su propio pueblo—, de hacer de ti el más poderoso
de los reyes y volver a dar a Valusia algo del esplendor que tuvo en el pasado.
Bien. Valusia me preocupa poco, aunque sus mujeres y su vino sean excelentes,
salvo por el hecho de que cuanto más fuerte sea Valusia, más fuerte será la
nación picta. Es más, con un atlante en el trono. Atlántica acabará finalmente
por firmar un tratado...
Kull profirió una sonora carcajada. Ka-nu había tocado con el dedo una vieja
herida.
—Atlántida maldijo mi nombre cuando partí en busca de fama y fortuna entre las
ciudades del mundo. Nosotros... ellos... son los enemigos seculares de los Siete
Imperios, e incluso se cuentan entre los mayores enemigos de los aliados de
los Imperios, como sabes muy bien.
Ka-nu se mesó la barba y sonrió enigmáticamente.
—No, no. Eso pasará. Sé de lo que hablo. La guerra se detiene cuando ya no se
beneficia nadie. Veo un mundo de paz y prosperidad, con el hombre amando a sus
semejantes, la felicidad suprema. Todo eso, podrás realizarlo... ¡si vives para
poder hacerlo!
—¡Ah! —La mano de Kull se cerró sobre el pomo de la espada mientras hacía ademán
de levantarse, con un movimiento tan súbito, con tal rapidez y fuerza que Ka-nu,
a quien le gustaban los hombres como a quien le gustan los caballos de pura
raza, sintió que la sangre corría más rápida por sus venas de viejo. ¡Valka,
qué guerrero! Nervios y músculos de hierro y acero, una coordinación perfecta,
el instinto del combatiente, todas las cosas que constituyen el alma de un guerrero
terrible.
El entusiasmo de Ka-nu, por el contrario, no se reflejó ni mínimamente en su
voz melosa, casi sarcástica.
—Vamos, vamos. Siéntate. Mira a tu alrededor. Los jardines están desiertos,
los asientos vacíos, estamos solos. ¿No irás a tener miedo de mi"! —Kull se
dejó caer nueva-mente, mirando circunspecto a su alrededor.
—Es el salvaje quien habla en este momento —meditó Ka-nu—. Si hubiera preparado
alguna trampa pérfida, destinada a ti especialmente, ¿la habría tendido aquí...
donde las sospechas no harían más que señalarme? ¡Bah! Vosotros los jóvenes
tenéis mucho que aprender. Algunos de mis comandantes, presentes en esta asamblea,
no estaban muy conformes con que tú nacieras en las colinas de Atlántida en
el fondo de ti mismo, me desprecias porque soy picto. ¡Bah! Para mí, tú eres
Kull, rey de Valusia, no Kull el atlante intrépido, el jefe de los expedicionarios
que pasaban a sangre y fuego por las Islas Occidentales. Del mismo modo, debes
procurar ver en mí no al picto, sino a un hombre compuesto por algo de todas
las naciones, alguien que trabaja para la paz del mundo. Mantén eso en la mente
y contesta ahora. Si mañana fueras asesinado, ¿quién sería
rey?
—Kaanuub, Barón de Blaal.
—Justo lo que pensaba. Desprecio a Kaanuub por numerosas razones, pero el hecho
es más grave, pues él no es más que una marioneta manipulada por otros.
—¿Cómo es eso? Ha sido mi más encarnizado adversario, pero ignoraba que defendiera
otra causa que no fuera la suya.
—La noche oculta muchos misterios —respondió Ka-nu enigmáticamente—. Existen
otros mundos en el interior de los mundos. Pero puedes confiar en mí y también
puedes confiar en Brule, el Asesino de la Lanza. ¡Mira!
Sacó de entre sus ropas un brazalete de oro que repre-sentaba un dragón alado,
dando tres vueltas sobre sí mismo, con tres cuernos de rubíes en la cabeza.
—Examínalo atentamente. Brule lo llevará puesto en el brazo cuando vaya a buscarte
mañana al anochecer; así podrás reconocerle. Confía en Brule tanto como confías
en ti mismo, y haz cuanto te pida que hagas. Para probarte mi buena fe, ¡mira
esto!
Con la velocidad de un águila lanzándose sobre una presa, el viejo sacó algo
de los bolsillos, algo que les acunó en una rara luminosidad verdosa y que volvió
a ocultar rá-pidamente entre sus atavíos.
—¡La gema robada! —exclamó Kull con un sobresalto de sorpresa—. ¡La joya verde
del Templo de la Serpiente! ¡Valka! ¡Tú! ¿Por qué me la has enseñado?
—Para salvarte la vida. Para probarte que soy digno de crédito. Si traiciono
tu confianza, haz lo mismo conmigo. Ahora estoy por completo a tu merced. No
puedo traicionarte, ni aun queriendo hacerlo, pues una sola palabra tuya sería
mi perdición.
Sin embargo, pese a aquellas graves palabras, el astuto viejo relucía de alegría
y parecía plenamente satisfecho de sí mismo.
—¿Por qué te has puesto en mis manos? —preguntó Kull, cuya turbación crecía
por momentos.
—Acabo de decírtelo. Ahora ya sabes que no tengo in-tención de traicionarte
y, mañana al anochecer, cuando Brule llegue hasta ti, sigue sus consejos y ponte
completa-mente en sus manos. Eso basta. Fuera te espera una escolta. Te acompañará
hasta palacio, señor.
Kull se levantó.
—No me has dicho nada.
—¡Oh! ¡Qué impacientes sois los jóvenes! —Ka-nu parecía más que nunca un bribón
avispado—. Vete y que ten-gas buenos sueños... tronos, reinos gloriosos y fuertes...
que yo tendré mis propios sueños... vino, dulces jóvenes y rosas. Qué la suerte
te acompañe, Kull.
Saliendo de los jardines, Kull miró por encima del hombro y atisbo a Ka-nu,
descuidadamente tendido sobre los cojines... un anciano de tez rubicunda cuya
jovialidad irradiaba sobre el mundo entero.
Un guerrero a caballo esperaba a Kull al salir de los jardines y el monarca
se sorprendió ligeramente al darse cuenta de que aquel hombre era el mismo que
le había transmitido la invitación de Ka-nu. Ninguna palabra fue pronunciada
mientras Kull se alzaba hasta la silla y los dos hombres permanecieron silenciosos
al avanzar a través de las desiertas calles.
La alegría y animación del día habían dado paso al ex-traño silencio de la noche.
La edad de la ciudad era aún más evidente bajo la luna plateada. Las enormes
columnas de las mansiones se alzaban hacia las estrellas. Las amplias escalinatas
silenciosas y desiertas parecían subir sin fin para fundirse con las misteriosas
tinieblas de los reinos celes-tiales. Escalinatas que conducen a las estrellas,
pensó Kull, cuyo imaginativo espíritu se veía inspirado por la rara grandiosidad
de la escena.
¡Clang! ¡Clang! ¡Clang! Los cascos de plata resonaban sobre el pavimento de
las amplias avenidas bajo la claridad de la luna, pero no había ningún otro
ruido. La edad secu-lar e increíble de la ciudad era casi opresiva para el rey;
tenia la impresión de que las inmensas moradas silenciosas se burlaban de él
con una risa muda e insospechada. ¿Qué secretos albergaban?
—Eres joven —le decían los palacios, los templos y las tumbas—, pero nosotros
somos viejos. El mundo estaba lleno de fogosidad y juventud cuando fuimos construidos.
Tú y tu raza pasaréis, pero nosotros somos invencibles, indestructibles. Nosotros
ya nos alzábamos por encima de un mundo desconocido antes incluso de que Atlántida
y Le-muria surgieran del mar; reinaremos incluso cuando las aguas verdes murmuren
dulcemente por encima de los minaretes de Lemuria y las colinas de Atlántida
estén sumer-gidas y las islas de los Hombres del Oeste formen las montañas de
un nuevo país.
—¿A cuántos reyes hemos visto atravesar estas calles, incluso antes de que Ka,
el pájaro de la Creación, soñase con Kull, el atlante? Sigue tu camino, Kull
de Atlántida;
reyes más grandes te sucederán; reyes más grandes te han precedido. Ahora son
polvo; están olvidados; y nosotros aún estamos aquí; somos inmutables. Continúa,
Kull de Atlántida, sigue tu camino; ¡Kull, el rey; Kull, el loco!
Y Kull tuvo la impresión de que los cascos de los caballos apresaban aquel silencioso
refrán para martillear con él en el corazón de la noche con una ironía sorda
de múltiples ecos.
—¡Kull... el... rey...! ¡Kull... el... loco...!
Brilla, luna; ilumina el camino de un rey. Resplandeced, estrellas; sois las
antorchas que escoltan a un emperador. Resonad, cascos de plata; proclamad que
Kull atraviesa la ciudad de Valusia.
Y, con aquel singular estado espiritual, Kull llegó al palacio, donde los Asesinos
Rojos, su guardia personal, se ocuparon del gran semental y condujeron al rey
hasta sus aposentos. Sólo entonces, el picto, silencioso y taciturno, tiró violentamente
de las riendas de su corcel, dio media vuelta y desapareció en el seno de las
tinieblas como un fantasma; vivamente impresionado, se imaginó Kull verle enfilar
a toda velocidad a través de las calles silenciosas, como un duende que hubiera
surgido de los mundos del pasado.
Aquella noche, Kull casi no durmió, pues el alba esta-ba muy próxima y se pasó
las pocas horas que le separaban del día paseando por el salón del trono, reflexionando
so-bre lo que acababa de ocurrir. Ka-nu no le había dicho nada; sin embargo,
se había entregado a Kull por completo. ¿Qué quería decir con aquello de que
el Barón de Blaal no era más que una marioneta? ¿Y quién era aquel Brule que
había de venir a por él, la noche siguiente, portando el misterioso brazalete
del dragón? Ultima y especialmente, ¿por qué Ka-nu le había enseñado la terrible
gema verde que había sido robada del Templo de la Serpiente mucho tiempo antes,
la misma por la que el mundo conocería la guerra y la pestilencia si los temibles
y misteriosos guar-dianes del templo llegaran a saber que había sido robada,
y de la venganza que caería sobre Ka-nu, de la que ni sus feroces guerreros
podrían preservarle? Pero Ka-nu sabía que no corría ningún peligro, reflexionó
Kull, pues el embajador picto era demasiado astuto como para exponerse a tales
riesgos si no iba a sacar algún provecho. ¿Pero acaso no sería todo para hacer
que el rey abandonara toda prudencia y preparar así la vía de la traición? ¿Se
atrevería Ka-nu a dejarle vivo? Kull se encogió de hombros.
3. LOS QUE CAMINABAN EN EL CORAZON DE LA NOCHE
LA LUNA AUN NO SE HABIA ALZADO totalmente en el cielo cuando Kull, con la mano
puesta en el pomo de la espada, se dirigió a la ventana. Aquella daba a los
gran-des jardines interiores del palacio real y la brisa nocturna, portadora
de recargados perfumes, agitaba dulcemente los cortinajes de fino terciopelo.
El rey miró hacia afuera. Paseos y bosquecillos estaban desiertos; los árboles
cuidadosamente podados formaban sombras masivas; las fuentes cercanas brillaban
suavemente bajo la claridad lunar; otras, más lejanas, dejaban escuchar su regular
chapoteo. En aquellos jardines no había soldados, pues los muros exteriores
estaban tan bien guardados que parecía imposible que un intruso pudiera acceder
a ellos.
Las cepas alzaban sus espesos zarcillos a lo largo de los muros del palacio
y, justo cuando Kull meditaba acerca de la facilidad con la que se podía trepar
por la pared gracias a ellas, una sombra se destacó en las tinieblas, bajo la
ventana, y un brazo desnudo y moreno apareció y se agarró al marco. La gran
espada de Kull silbó al salir de la vaina;
pero el rey no tardó en detener el gesto. En el musculoso antebrazo brillaba
el brazalete del dragón que le enseñase Ka-nu la noche precedente.
El propietario del brazo se alzó por encima del marco de la ventana y entró
en la habitación con la ligereza y agilidad de un leopardo.
—¿Eres Brule? —preguntó Kull; luego se calló sor-prendido, con una sorpresa
que era mezcla de irritación y desconfianza; aquel hombre era el mismo que había
recibi-do las burlas de Kull en la Sala de Audiencias, el mismo que le había
escoltado desde la embajada picta hasta su palacio.
—Soy Brule, el Lancero —respondió el picto con voz circunspecta; acto seguido,
mirando atentamente la cara de Kull, murmuró levemente—: ¡Ka nama kaa laje-rama!
Kull se sobresaltó.
—¡Eh! ¿Qué significa eso?
—¿Lo ignoras?
—¡Ciertamente! Esas palabras me son desconocidas. ¿Qué lengua es esa? nunca
la he oído... y, sin embargo, ¡por Valka! Me parece...
—Sí —fue el único comentario del picto. Con la mirada, recorrió la habitación,
el gabinete de trabajo de Kull. A excepción de algunas mesas, un diván o dos
y las inmensas estanterías atestadas de rollos de pergamino, la habitación estaba
desnuda en comparación con las otras salas del palacio, tan ricamente amuebladas
y decoradas.
—Dime, rey, ¿quién guarda la puerta?
—Dieciocho de mis Asesinos Rojos. Pero, ¿cómo has conseguido deslizarte por
los jardines y escalar los muros de palacio?
Brule refunfuñó despectivamente.
—Los guardianes valusios son búfalos ciegos. Podría arrebatarles a sus hijas
ante sus mismas narices. Me deslicé entre sus filas y ni me vieron ni me oyeron.
En cuanto a las murallas... podría escalarlas aunque no hubiera enredaderas.
Yo cazaba tigres en las playas brumosas cuando las brisas del este barrían las
brumas marinas, trepando por las abruptas paredes de la montaña, en pleno mar
occidental. Pero ya basta... Toca el brazalete.
El picto extendió el brazo y, al ver que Kull, aun sorprendido, le obedecía,
suspiró aliviado.
—Bien. Ahora has de quitarte tus ropas reales; vas a contemplar esta noche misterios
que ningún atlante ha so-ñado jamás.
Brule vestía únicamente un taparrabos, atravesado por una corta espada curvada.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? —preguntó Kull, ligeramente irritado.
—¿No te pidió Ka-nu que obedecieras todas mis instrucciones? —preguntó el picto
bruscamente. Le centelleaban los ojos—. No alimento ningún aprecio por tu compañía,
señor, pero, de momento, he expulsado de mi mente cualquier resquicio de odio.
Haz tú lo mismo. Ahora, ven conmigo.
Desplazándose sin ruido, atravesó la habitación, enca-minándose hacia la puerta.
Una mirilla practicada en ella permitía ver el corredor sin ser visto, y el
picto le ordenó a Kull que mirase.
—¿Qué ves?
—Nada. Sólo a los dieciocho guardias.
El picto agachó la cabeza e hizo a Kull seña de que le siguiera a través de
la habitación. Ante un panel del muro opuesto Brule se detuvo y tanteó en él
unos instantes. Lue-go, con un movimiento rápido, dio un paso hacia atrás sacando
la espada. Kull lanzó una exclamación al ver que el panel se abría silenciosamente,
revelando un pasadizo levemente iluminado.
—¡Un pasadizo secreto! —juró Kull en voz baja—. ¡Ig-noraba su existencia! ¡Valka!
¡Alguien pagará por esto!
—¡Silencio! —silbó el picto.
Brule estaba inmóvil, como si fuera una estatua de bronce, tensando hasta el
menor de sus músculos, esperando algún sonido; algo en su actitud hizo que a
Kull se le erizasen los pelos de la nuca, no de miedo, sino como consecuencia
de algún extraño presentimiento. Luego, invitándole a seguirle con un gesto,
Brule franqueó el secreto umbral que quedó abierto a sus espaldas. El corredor
estaba desnudo, pero el suelo no estaba recubierto de polvo, como hubiera sido
el caso de ser un corredor que llevase mucho tiempo sin utilizarse. Una luz
difusa y grisácea se filtraba desde alguna fuente ignorada. Siguiendo el pasadizo,
Kull pudo ver puertas invisibles desde el otro lado de la pared, pero que resultaban
fácilmente perceptibles desde el corre-dor.
—El palacio está cuajado de pasajes secretos —murmu-ró Kull.
—Sí. Rey, día y noche, por multitud de miradas, eres vigilado.
El rey estaba impresionado por las maneras de Brule. El picto avanzaba lentamente,
en guardia, medio encogido, con la espada baja y apuntando frente a él. Cuando
habla-ba, lo hacía entre murmullos y echaba rápidas miradas hacia uno y otro
lado.
El corredor dio un giro súbito y Brule atisbo cauta-mente al otro lado.
—¡Mira! —susurró—. ¡Pero no lo olvides! Ni una palabra... ni un ruido... ¡tu
vida depende de ello!
Kull miró prudentemente. El corredor se convertía en una hilera de peldaños
nada más pasar el recodo. Y Kull retrocedió, horrorizado. Al final de los escalones
yacían los dieciocho Asesinos Rojos que habían estado de guardia aquella misma
noche ante el gabinete de trabajo del rey. Sólo la mano de Brule apretando su
brazo poderoso y el feroz susurro del picto por encima de su hombro impidieron
que Kull se lanzara escaleras abajo.
—¡Silencio, Kull! ¡Silencio, en nombre de Valka! —silbó el picto—. Estos corredores
están desiertos sólo de momento, pero, para poder mostrártelos he tenido que
arriesgarme mucho... así creerás lo que tengo que decirte. Volvamos a tu gabinete.
—Y empezó a deshacer lo andado, seguido de Kull, cuya mente estaba dominada
por la mayor de las confusiones.
—¡Traición! —murmuró el rey, cuyos ojos de color gris acero brillaban fríamente—.
¡Es una infamia! Apenas puedo creerlo. ¡Esos hombres montaban guardia hace apenas
unos minutos!
Cuando llegaron al gabinete, Brule cerró el panel cuidadosamente y le hizo un
gesto a Kull para que mirase de nuevo por la mirilla de la puerta. Kull lanzó
una dura exclamación, pues, en el pasillo, los dieciocho Asesinos Rojos, ¿aún
montaban guardia!
—¡Sí! —La respuesta de Brule apenas fue audible; en los ojos brillantes del
picto había una extraña expresión;
Kull tenia el ceño fruncido y la frente arrugada como si estuviera esforzándose
en descifrar la impenetrable cara del picto. Y, entonces, los labios de Brule,
moviéndose apenas, pronunciaron las siguientes palabras—: ¡La serpiente que
habla!
—•Cállate! —susurró Kull, poniendo la mano sobre la nuca de Brule—. ¡Es la muerte
para quienes pronuncien ese
nombre maldito!
Los resueltos ojos del picto le miraron firmemente.
—Mira nuevamente, rey Kull. Puede que hayan relevado a la guardia.
—No, son los mismos hombres. Por Valka, es brujería... ¡me estoy volviendo loco!
Hace menos de ocho minutos mis propios ojos han visto a esos hombres. Sin embargo,
¡están todavía montando guardia al otro lado de la
puerta!
Brule retrocedió, apartándose de la entrada, y Kull le imitó maquinalmente.
—Kull, ¿qué sabes acerca de las tradiciones de la raza de la que eres el rey?
—Mucho... y, pese a eso, muy poco. Valusia es un reino tan antiguo...
—En efecto. —Los ojos de Brule brillaron extrañamente—, Sólo somos bárbaros...
niños, si nos comparamos con los Siete Imperios. Incluso ellos ignoran sus orígenes.
Ni la memoria de los hombres, ni las crónicas de los historiadores se remontan
tan lejos en el pasado como para poder decirnos en qué momento salieron del
océano los primeros hombres y construyeron junto a la orilla del mar sus primeras
ciudades. Pero, Kull, ¡los hombres no siempre han sido gobernados por hombres!
El rey se sobresaltó, sus miradas se cruzaron.
—Sí, es cierto. Recuerdo una leyenda de mi pueblo...
—¡Y del mío! —le interrumpió Brule—. Todo eso pasó antes de que nuestras islas
se aliaran con Valusia. Sí, bajo el reinado de Diente de León, séptimo jefe
guerrero de los pictos, hace ya tantos años que ningún hombre recuerda cuántos
han sido. Procedentes de las islas donde se pone el sol, atravesamos los mares,
bordeamos las orillas de Atlántida y fondeamos en las playas de Valusia, borrachos
de incendio y matanza. Sí, las amplias playas blancas se estre-mecieron al oír
el estrépito de las armas mientras las llamas de los castillos incendiados transformaban
la noche en día.
Y el rey, el rey de Valusia, murió aquel día lejano en las rojas arenas de aquellas
playas... —Su voz se apagó; se mi-raron y, luego, ambos agacharon la cabeza.
—Valusia es un reino muy antiguo —murmuró Kull—. ¡Las tierras de Atlántida y
Mu no eran más que islas en medio del mar cuando Valusia era joven!
Las tapicerías crujieron ligeramente y Kull se sintió súbitamente como un bebé
desnudo enfrentado al impenetrable saber de un pasado misterioso. Se sintió
invadido nuevamente por un sentimiento de irrealidad. Por su alma se deslizaron
furtivamente espectros de formas imprecisas y gigantescas, criaturas monstruosas
que bisbiseaban innombrablemente. Comprendió que Brule estaba siendo dominado
por los mismos pensamientos. Los ojos del picto miraron fijamente la cara de
Kull con una feroz determinación. Sus miradas se cruzaron. Kull tuvo un sentimiento
de cáli-da camaradería hacia aquel hombre que pertenecía a una tribu enemiga.
Como leopardos rivales rodeados por los ca-zadores, combatiendo uno al lado
del otro, aquellos dos salvajes hicieron causa común para luchar contra las
fuerzas inhumanas de los eones revolucionados.
Brule precedió nuevamente a Kull hasta la puerta secreta. Silenciosamente, la
franquearon y silenciosamente avanzaron por el mal iluminado pasadizo en dirección
opuesta a la que habían seguido anteriormente. Poco más tarde, el picto se detenía
y se acercaba a una de las puertas secretas, invitando a Kull a junto con él
por la mirilla que había en ella.
—Esta puerta da a una escalera poco utilizada que conduce a un corredor que
pasa ante la puerta del gabinete.
Observaron y, poco después, subiendo silenciosamente la escalera, apareció una
forma silenciosa.
—¡Tu! ¡Mi propio consejero! —exclamó Kull—. ¡Acechando en la noche con un puñal
en la mano! ¿Qué significa todo esto, Brule?
—¡La muerte! ¡Y la más abyecta de las perfidias! —silbó Brule—. No... —dijo
cuando vio que Kull se disponía a abrir violentamente la puerta para lanzarse
al corredor—.
Estaremos perdidos si le haces cara... al bajar las escaleras, hay otros muchos
al acecho. ¡Ven!
Avanzando rápidamente, desfilaron como flechas por el pasadizo, en sentido inverso.
Franqueando de nuevo la puerta secreta, Brule, adelantándose a Kull, la cerró
cuidadosamente a sus espaldas y atravesó la sala hasta una abertura que daba
a una habitación raramente utilizada. Levantó las colgaduras con un esfuerzo
sombrío y, arrastrando a Kull a su lado, se ocultaron tras ellas. Pasaron varios
minutos lentamente. Kull escuchaba cómo la ligera brisa agitaba los cortinajes
de las ventanas en la otra habitación, con la impresión de que se trataba de
los murmullos de los fantasmas. Poco después, franqueando la puerta furtivamente,
apareció Tu, el primer consejero del rey. Evidentemente, antes había estado
en el gabinete de trabajo y, constatando que estaba vacío, buscaba a su víctima
allí donde tenía más posibilidades de encontrarla.
Avanzaba blandiendo la daga, en silencio. Se detuvo durante un instante, inspeccionando
con la mirada la habitación aparentemente desierta, débilmente iluminada por
una única vela. Luego avanzó de nuevo, prudente, a ojos vista muy sorprendido
por la ausencia del rey. Estaba ante el escondrijo del monarca... y...
—¡Mátalo! —silbó el picto.
Con un salto poderoso, Kull se precipitó en la habitación. Tu se volvió con
rapidez, pero la velocidad cegadora y azotante del ataque del rey era como un
tigre abalanzándose sobre su presa y no le dio ninguna oportunidad para defenderse
o contraatacar. El acero de la espada centelleó en la penumbra y golpeó contra
el hueso mientras Tu caía de espaldas. La espada de Kull sobresalía entre los
omópla-tos del consejero.
Kull se inclinó sobre él, mostrando los dientes con un rictus homicida, las
espesas cejas fruncidas sobre unos ojos que parecían ser hielo grisáceo de los
más fríos mares. Luego soltó el pomo de la espada y reculó desconcertado, dominado
por el vértigo, como si sintiera que la mano de la muerte se posaba sobre su
espina dorsal.
Bajo la horrorizada mirada de Kull, la cara de Tu se convertía en algo difuminado
e irreal; los rasgos parecían licuarse y fundirse de un modo imposible. La cara
no tardó en ser una máscara de bruma que se disipaba, que desaparecía para ser
reemplazada por ¡la monstruosa cabeza de una serpiente!
—¡Valka! —exclamó Kull con el sudor perlándole la frente. Repitió—: ¡Valka!
Brule se inclinó hacia él; sus rasgos eran impasibles. Pero sus ojos brillantes
reflejaban parte del horror de Kull.
—Recupera la espada, rey —dijo—. Nuestro trabajo aún no ha terminado.
Kull plantó dudoso la mano en la empuñadura de la espada. Se le puso la piel
de gallina al apoyar el pie en el horror que yacía en el suelo y, al abrirse
la terrible boca, bruscamente, movida por un último reflejo muscular, retrocedió,
dominado por la náusea. Luego, furioso consigo mismo, arrancó la espada violentamente
y examinó con atención a la criatura abominable que había conocido con el nombre
de Tu, su primer consejero. Con la única excep-ción de la reptilesca cabeza,
aquella cosa era una réplica exacta de un hombre.
—¡Un hombre... con cabeza de serpiente! —murmuró Kull—. En ese caso, ¿es un
sacerdote del dios-serpiente?
—Sí. Tu duerme, sin preocuparse de nada. Estos demo-nios pueden tomar cualquier
forma que deseen. O, más bien, pueden, por medio de un encantamiento mágico
o al-go parecido, tejer alrededor de sus rostros una red encantada, como si
un actor se pusiera una máscara, para pare-cerse a aquellos que desean suplantar.
—Así que las antiguas leyendas eran ciertas —meditó el rey—, las viejas y terribles
historias que un hombre apenas se atreve a susurrar, por miedo a la muerte,
por temor a ser acusado de blasfemo, no son cuentos que no te dejan dormir.
¡Valka! ¡Creía... pensaba... todo esto parece tan irreal! ¡Oh! Los guardias
que hay detrás de la puerta...
—También ellos son hombres-serpiente. ¡Espera! ¿Qué quieres hacer?
—Matarlos —dijo Kull entre dientes.
—En ese caso, golpea a los jefes, porque si no, no ser-virá de nada —dijo Brule—.
Al otro lado de la puerta esperan dieciocho, y quizá haya otra veintena acechando
en los corredores. Escúchame, oh, rey: Ka-nu ha tenido conocimiento del complot.
Sus espías se han introducido en la más secreta de las fortalezas de los sacerdotes-serpiente,
donde estaban discutiendo sobre la trampa que preparaban. Hace ya mucho tiempo
que Ka-nu descubrió los pasadizos secretos del palacio y, siguiendo sus órdenes,
yo mismo los estudié. He venido aquí, en mitad de la noche, para ayudarte, para
que no mueras como otros reyes de Valusia murieron. He venido yo solo porque
más hombres hubieran despertado sospechas. Sólo yo podía deslizarme en el pala-cio
sin ser visto. Ahora, ya estás al corriente del complot. Los hombres-serpiente
están de guardia ante tu puerta y ese, bajo los rasgos de Tu, podía ir y venir
a su antojo por el palacio; al amanecer, si los sacerdotes hubieran fracasado,
los verdaderos guardianes habrían vuelto a sus puestos, sin acordarse de nada,
sin preocuparse; si los sacerdotes hubieran triunfado, habrían sido acusados
de traición. Quédate aquí mientras me libro de esta carroña.
Diciendo aquellas palabras, el picto se echó sobre los hombros a la innombrable
criatura y desapareció con ella por una puerta secreta. Kull se quedó solo,
embargado por una viva emoción. ¿Cuántos servidores de la poderosa serpiente
acechaban en su reino? ¿Cómo podía distinguir a los verdaderos de los falsos?
¿Cuántos de sus consejeros, de sus generales, de todos aquellos en quienes confiaba,
eran verdaderamente hombres? Podía estar seguro de... ¿de quién?
El panel secreto se abrió hacia el interior y Brule lo atravesó.
—Lo has hecho deprisa.
—Sí. —El guerrero avanzó, mirando el suelo—. Hay sangre en la alfombra. Mira.
Kull se inclinó; con el rabillo del ojo vio una mancha en movimiento, un brillo
acerado. Como un arco que se destensa, se alzó violentamente, golpeando hacia
arriba. El guerrero se derrumbó mientras su espada golpeaba contra el suelo
sonoramente. Incluso en aquel instante, Kull reflexionó sombríamente en lo sorprendente
que resultaba que aquel traidor hubiera encontrado la muerte de un tajo fulminante,
hacia lo alto, utilizado tan a menudo por su propia raza. Pero, mientras Brule
resbalaba de la espada para caer sobre el suelo, su cara empezó a difuminarse
y licuarse y, ante Kull, reteniendo el aliento, erizándosele los pelillos de
la nuca, los rasgos humanos se disiparon y fueron reemplazados por las mandíbulas
de una gran serpiente, unas mandíbulas que se abrían y cerraban abominablemente
bajo unos ojos pequeños y globulosos, venenosos incluso en la muerte.
—¡Así que Brule también era un sacerdote-serpiente! —exclamó el rey—. ¡Valka!
¡Su plan era ingenioso; contaba con tomarme por sorpresa! En ese caso, Ka-nu,
¿es verdaderamente un hombre? ¿Fue realmente con Ka-nu con quien hablé en los
jardines? ¡Valka todopoderoso! —Se le puso la piel de gallina al contemplar
aquella posibilidad—. Los habitantes de Valusia, ¿son hombres... o bien todos
ellos son serpientes?
Indeciso, inmóvil, notó, casi con indiferencia, que la criatura llamada Brule
no llevaba el brazalete del dragón. Un ruido le hizo volverse ágilmente. Brule
acababa de aparecer por la puerta secreta.
—¡No lo hagas! —En el brazo alzado para detener la amenazante espada del rey,
brillaba el brazalete del dragón—. ¡Valka! —El picto se inmovilizó. No tardó
en curvar los labios con una mueca cruel—. ¡Por los dioses del mar! Estos demonios
son increíblemente audaces. Este debía estar rondando por los corredores. Cuando
me vio pasar, llevando a hombros el cadáver del otro, ha debido tomar mi apariencia.
También debo hacerle desaparecer.
—Un instante. —La voz de Kull contenía una amenaza mortal—. ¡Esta noche ya han
sido dos los hombres que se han convertido en serpientes ante mis propios ojos!
¿Cómo puedo saber que eres verdaderamente un hombre?
Brule soltó una carcajada.
—Por dos razones, rey Kull. Ningún hombre-serpiente llevaría esto —le mostró
el brazalete del dragón—, ni podría pronunciar estas palabras —y, de nuevo,
Kull escuchó la extraña frase—: ¡Ka nama kaa lajerama!
—¡Ka nama kaa lajerama! —repitió Kull mecánicamente—. Pero, ¡en nombre de Valka!,
¿dónde he escuchado antes esas palabras? No es la primera vez y... sin embargo...
sin embargo...
—Sí, las recuerdas, Kull —dijo Brule—. Esas palabras te hacer recobrar un recuerdo
olvidado hacia ya mucho tiempo en los pasadizos de tu memoria; aunque nunca
las hayas oído pronunciar en esta vida, estuvieron tan profundamente grabadas
en la mente del hombre durante las eras pasadas que nunca se borrarán, siempre
permanecerán en tu espíritu como misteriosos recuerdos de tu memoria, aunque
te reencarnes dentro de un millón de años. Esa frase es el vestigio de eones
siniestros y sangrientos, cuando, hace ya un incalculable número de siglos,
esa frase era el salvoconducto de la raza de los hombres que luchaba contra
las terribles criaturas del Antiguo Universo. Pues, de todas las criaturas,
sólo el hombre puede pronunciar esas palabras... ya que su boca y sus mandíbulas
son diferentes. Su significado se ha olvidado, pero las palabras prevalecen.
—Así es —dijo Kull—. Recuerdo las leyendas... ¡Valka! —Se calló súbitamente,
con la mirada fija, pues, como si una puerta misteriosa se abriera de par en
par y silenciosamente sobre sus goznes, perspectivas brumosas e insondables
se descubrían por entre los secretos recovecos de su mente. Y, por un instante,
tuvo la impresión de estar mirando hacia atrás, a través de las inmensidades
de sus vidas que se renovaban sin cesar. Veía a través de las pálidas brumas
espectrales las formas confusas de los siglos muertos animándose para vivir
nuevamente. Los hombres lucha-ban con monstruos odiosos en un planeta que albergaba
te-rrores sin nombre. Sobre un fondo grisáceo, incesantemente cambiante, se
desplazaban extrañas formas de pesadilla, visiones de demencia y miedo; y el
hombre, la complacencia de los dioses, el buscador ciego y estúpido, salido
del polvo para volver al polvo, siguiendo el camino largo y sangriento de su
destino, ignorando las causas, bestial titubeante, como un niño grande de instintos
sanguinarios, sintiendo en el fondo de sí mismo, en algún oculto lugar, una
centella del fuego de los dioses... Kull se pasó una mano por la frente, totalmente
turbado; aquella visiones fugitivas y brutales de los abismos de su memoria
le sorprendían siempre.
—Han desaparecido —dijo Brule, como si pudiera leer en su espíritu—. Las arpías,
los hombres-murciélago, las criaturas aladas, el pueblo de los lobos, los demonios,
los duendes... todos, salvo los seres como este que yace a nuestros pies y un
pequeño número de hombres-lobo. Larga y cruel fue la guerra, arrastrada durante
siglos sangrientos, desde que los primeros hombres, saliendo del limo de la
era simiesca, se alzaron contra los que entonces gobernaban el mundo. Y, finalmente,
la humanidad triunfó, hace ya tanto tiempo que sólo los escombros de las leyendas
permiten que aquellos tiempos remotos lleguen hasta nosotros atravesando los
siglos. El pueblo-serpiente fue el último en desaparecer;
sin embargo, los hombres triunfaron también sobre ellos. Se ocultaron en las
regiones desérticas del mundo, donde se acoplaron con verdaderas serpientes
hasta el día en que, dicen los sabios, por una horrible venganza, desaparecieron
completamente. Pero esas criaturas volvieron, hábilmente disfrazadas, cuando
los hombres se ablandaron y sus cos-tumbres degeneraron olvidando las guerras
antiguas. ¡Oh, fue una guerra secreta y cruel! Entre los hombres de la Joven
Tierra se deslizaron furtivamente los monstruos te-rribles del Antiguo Planeta,
protegidos por el saber y sus temibles misterios, tomando todas las formas y
apariencias, cometiendo en secreto actos horribles. Ningún hombre sabía quién
era verdaderamente un hombre ni qué apariencia real tendría. Ningún hombre podía
confiar en otro hombre. Sin embargo, sirviéndose de la astucia, idearon medios
para distinguir a los verdaderos de los falsos. Los hombres to-maron por símbolo
y emblema el dragón volante, el dinosaurio alado, un monstruo de las eras pasadas
que había sido el más terrible adversario de la serpiente. Y los hombres se
sirvieron de las palabras que he pronunciado ante ti como símbolo y señal; porque,
como te he dicho, sólo un hombre auténtico puede pronunciarlas. Así triunfó
la humanidad. Pero los demonios, después de años de negligen-cia y olvido, volvieron...
pues el hombre es como un simio, y sólo es capaz de recordar lo que tiene siempre
a la vista. Regresaron con la apariencia de sacerdotes y, como los hombres,
por su lujuria y deseo de poder, ya no creían en las viejas religiones y los
antiguos cultos, los hombres-serpiente, bajo el pretexto de un culto nuevo y
auténtico, edificaron una religión monstruosa basada en la adoración del dios-serpiente.
Tan grande es su poder que significa la muerte para aquel que repite las antiguas
leyendas del pueblo-serpiente. Y las gentes vuelven a postrarse ante el dios-serpiente,
aunque sea revestido de una nueva forma; y, como locos ciegos, no ven la relación
entre ese poder y aquel al que los hombres dieron fin, hace ya tantos eones.
Los hombres-serpiente se contentan con ejercer su influencia como sacerdotes...
y, sin embargo... —se interrumpió.
—Continúa. —A Kull se le erizaba el cabello por algu-na inexplicable razón.
—Los reyes han reinado en Valusia como verdaderos hombres —susurró el picto—.
Sin embargo, si han muerto en el campo de batalla, lo han hecho como serpientes...
co-mo aquel que cayó atravesado por la lanza de Diente de León, sobre las rojas
arenas, cuando los isleños asaltamos los Siete Imperios. ¿Cómo es eso posible,
rey Kull? ¡Aquellos reyes habían nacido de mujeres y habían vivido como hombres!
Y la verdad era que... los verdaderos reyes mu-rieron asesinados en secreto...
Como tú habrías sido asesinado esta misma noche... y los sacerdotes de la Serpiente
te habrían suplantado, reinando también con el aspecto de hombres.
Kull juró entre dientes.
—Sí. Habría sido así. Es un hecho conocido que el que a un sacerdote-serpiente
no vive lo bastante como para poder vanagloriarse por ello. Viven en el mayor
secreto.
—La política es un asunto complejo y monstruoso en el seno de los Siete Imperios
—prosiguió Brule—. Hay verdaderos hombres que saben que entre ellos se deslizan
los es-pías de la Serpiente y los hombres que están aliados con la Serpiente,
como el barón Kaanuub de Blaal, y, sin embargo, ningún hombre intenta desenmascarar
a los sospechosos por miedo a que su venganza se abata sobre él. Ningún hombre
confía en su vecino y los verdaderos hombres de estado no se atreven a hablar
entre ellos de algo que ocupa el pensamiento de todos. Si pudieran estar seguros,
si un hombre-serpiente o un complot pudiera ser desenmascarado ante todos ellos,
el poderío de la Serpiente se desmoronaría en pedazos sin tardanza, pues todos
se aliarían y harían causa común para cazar a los traidores. Sólo Ka-nu posee
la audacia y el valor necesarios para luchar contra ellos;
pero, incluso Ka-nu, no tiene más que un conocimiento parcial del complot, aunque
suficiente para decirme lo que se estaba tramando... lo que iba a pasar hasta
este momento. Hasta ahora, he estado prevenido; pero, a partir de este momento,
debemos fiarnos de nuestra suerte y habilidad. De momento, creo que estamos
seguros; los hombres-serpiente del otro lado de la puerta no se atreverán a
dejar su puesto por miedo a que hombres verdaderos se presenten imprevistamente.
Pero mañana intentarán otra cosa, puedes estar seguro. Lo que harán, nadie puede
decirlo, ni siquiera Ka-nu; debemos seguir juntos, rey Kull, hasta que hayamos
vencido o muerto. Ahora, acompáñame mientras llevo este cadáver hasta el escondrijo
donde se encuentra la otra criatura.
Kull siguió al picto con su siniestro fardo. Franquearon el panel secreto y
se sumergieron en el oscuro corredor. Sus pies no hacían el menor ruido, pues
los dos hombres estaban acostumbrados a cazar silenciosamente. Se deslizaron
como fantasmas a través de la luz espectral. Kull se preguntaba hasta qué punto
los corredores estaban desiertos, esperando hallar a cada recodo alguna horrible
apa-rición. De nuevo le asaltaron las dudas; ¿no le conduciría aquel picto hacia
una emboscada? Dejó un espacio entre él y Brule, con la espada apuntando hacia
la desnuda espalda del picto. Brule sería el primero en morir si le llevaba
a una trampa. Pero si el picto era consciente de las sospechas del rey, no lo
demostró. Avanzaba con paso seguro. No tardaron en llegar a una habitación que
no se utilizaba desde hacía mucho tiempo, cuyo suelo estaba recubierto de polvo
y en la que los cortinajes se pudrían lentamente coleando cargados de tristeza.
Brule apartó los tapices y camufló tras ellos el cadáver.
Cuando se disponían a deshacer el camino andado, Brule se inmovilizó, con tanta
brusquedad que rozó inadvertidamente la muerte. Los nervios de Kull estaban
a flor de piel.
—Algo avanza por el corredor —silbó el lancero—. Ka-nu me había dicho que estos
pasajes secretos estarían vacíos; sin embargo...
Sacando la espada, se abismó por el pasadizo. Kull le siguió, en guardia.
En el corredor apareció una luz extraña e indistinta, avanzando hacia ellos.
Con los nervios a punto de ceder, esperaron, apoyando la espalda contra la pared
del corre-dor; qué era, lo ignoraban; pero Kull, escuchando el oprimido jadeo
de Brule, comprobó la lealtad del guerrero picto.
La luz se convirtió en una forma de indefinidos contornos. Era una silueta vagamente
humana, pero brumosa e incierta, tan diáfana como una voluta de bruma. Se iba
haciendo más tangible a medida que se aproximaba, sin llegar a ser nunca completamente
sólida. Una cara apareció ante ellos, dos grandes ojos luminosos, que parecían
contener todas las torturas inflingidas durante un millón de siglos. Aquella
cara de rasgos flácidos y erosionados por el tiempo no expresaba ninguna amenaza,
sólo una gran tristeza... y aquella cara... aquella cara...
—¡Dioses todopoderosos! —sopló Kull al tiempo que "na mano helada le aprisionaba
el alma—. Eallal, rey de Valusia... ¡Eallal, muerto hace ya mil años!
Brule se adosó al muro tanto como pudo. sus ojos es-trechos centellearon, dilatados
por el más puro horror; la espada le temblaba entre los dedos, sin fuerza por
primera vez desde el comienzo de aquella noche fantástica. Envarado y arrogante,
Kull mantenían su arma instintivamente dispuesta, aunque fuera algo que sabía
inútil; tenía la piel de gallina, el cabello erizado; y, no obstante, seguía
siendo el rey de reyes, dispuesto a desafiar tanto los poderes de los muertos
como los de los vivos.
El fantasma pasó ante ellos, sin prestarles ninguna atención. Kull se pegó a
la pared mientras les adelantaba, sintiendo un soplo helado, como una brisa
procedente de las nieves árticas. La forma continuó avanzando, con pasos lentos
y silenciosos, como si las cadenas de las eras infinitas entorpecieran aquellos
pies indistintos. Luego, en un recodo del pasadizo, la forma desapareció.
—jValka! —murmuró el picto, limpiándose las gotas de sudor frío que le perlaban
la frente—. No era un hombre... ¡sino un fantasma!
—Sí. —Kull, estupefacto, sacudió la cabeza—. ¿No has reconocido su cara? Era
Ealllal, el que reinó en Valusia hacía un millar de años, el mismo que fue descubierto
cobardemente asesinado en el salón del trono... la Sala Maldita, como se llama
ahora. ¿No has visto nunca la estatua que hay en la Galería de los Reyes?
—Es cierto. Ahora recuerdo la historia. ¡Por todos los dioses! Kull, ese es
otro signo del terrible poder de los sacerdotes-serpiente. Ese rey fue asesinado
por el pueblo-serpiente; ¡su alma es esclava de ese innoble culto y debe rendirle
pleitesía por toda la eternidad! Los sabios siempre han afirmado que si un hombre
muere a manos de un hombre-serpiente, su fantasma se convertirá en su esclavo.
Un escalofrío recorrió la inmensa osamenta de Kull.
—¡Valka! ¡qué terrible suerte! Escucha... —Cerró los dedos sobre el musculoso
brazo de Brule con una presa de acero—. ¡Escucha! Si soy mortalmente herido
por alguno de esos monstruos abyectos, jura que me atravesarás el pecho con
tu espada para no someter mi alma a su esclavitud.
—Lo juro —respondió Brule, cuyos feroces ojos se ilu-minaron—. Y haz tú lo mismo
conmigo, Kull.
Se estrecharon la mano derecha, sellando silenciosamente su siniestro convenio.
4. LAS MASCARAS
KULL SE HALLABA SENTADO sobre el trono y miraba con aire meditativo hacia el
mar de caras vuelto hacia él. Uno de los cortesanos estaba hablando con voz
reposada, pero el rey apenas le entendía. Junto a él estaba Tu, el Primer Consejero,
dispuesto a obedecer las órdenes de Kull, y, cada vez que el monarca miraba
en su dirección, Kull temblaba interiormente. La vida superficial de la corte
evocaba en él la inmóvil superficie del mar entre el ir y el venir de las mareas.
Para el pensativo monarca, los sucesos de la noche precedente parecían formar
parte de un sueño. Dirigió la mirada hacia el reclinatorio del trono, en el
que descansaba una mano morena y musculosa. En la muñeca de aquella mano brillaba
un brazalete adornado con la figura de un dragón. Brule estaba cerca del trono
y el susurro discreto y arisco, incesante, del picto, le hacía abandonar el
reino irreal en cuyo seno se movía.
No, aquel monstruoso intermedio no era un sueño. Sentado como estaba en el trono,
en la Sala de Audiencias, y recorriendo con la mirada a los cortesanos, damas,
no-bles, políticos, tenía la impresión de que sus rostros no eran más que substancias
ilusorias, irreales, parecidas a sombras burlonas y equivocas. Siempre había
considerado aquellas caras como máscaras pero, hasta aquel momento, las había
soportado con desprecio, pensando ver bajo las máscaras las almas mezquinas
y los espíritus serviles de sus ávidos y picaros dueños. Pero. observándolas,
descubría bajo las máscaras uniformes una expresión aún más siniestra, una amenaza
vaga, un horror de formas todavía imprecisas. Mientras intercambiaba fórmulas
corteses con algún noble o con cualquier consejero, tenía la impresión de que
la cara sonriente se disipaba, como una humareda, para dar paso a las terribles
y abiertas mandíbulas de una serpiente. Entre los que le miraban, ¿cuántos eran
en realidad horribles monstruos inhumanos, proyectando su muerte, bajo la ilusión
hipnótica y empalagosa de un rostro humano?
Valusia, país de sueños y pesadillas, un reino de sombras, dirigido por fantasmas
que iban y venían tras los cortinajes pintados, burlándose de los reyes risibles
e inútiles instalados en el trono