LA COSA EN EL TEJADO
ROBERT E. HOWARD
"Avanzan pesadamente, a través de la noche. con paso de elefante; y yo, lleno
de terror, me estremezco, mientras me rebujo en la cama.
Despliegan sus colosales alas sobre lo alto de los tejados, que tiemblan bajo
el empuje de sus pezuñas mastodónticas"
Justin Geoffrey "Visiones de la Antigua Región"
Comenzaré diciendo que me sorprendí cuando Tussmann me telefoneó. No habíamos
sido muy amigos: la naturaleza venal de aquel hombre me disgustaba y, tras nuestra
áspera controversia de hacía tres años, cuando había intentado desacreditar
mi obra Testimonios de la cultura Nahua en el Yucatán, que era el resultado
de tres años de cuidadosas investigaciones, nuestras relaciones no eran, ni
mucho menos, cordiales. A pesar de todo lo recibí y me sorprendieron sus modales
bruscos y apresurados, pero en cierta manera distraídos, como si la antipatía
que sentía hacia mí hubiera sido arrinconada por una nueva pasión que ahora
lo dominaba.
El motivo de su llegada fue aclarado al instante: quería mi ayuda para obtener
una copia de la primera edición de los Cultos Sin Nombre de von Junzt, la conocida
como Libro Negro... ciertamente no por su color sino por su prohibido contenido.
También habría podido pedirme la traducción original griega del Necronomicon:
habría sido igualmente inútil. Aunque después de mi llegada del Yucatán hubiera
dedicado todo mi tiempo a coleccionar libros, ni siquiera había pasado por mi
mente que el volumen editado en Dusseldorf aún pudiera estar en circulación.
Algunas palabras sobre este rarísimo texto: su extrema ambigüedad, unida a la
excentricidad de la materia tratada, había hecho que fuera considerado desde
hacía tiempo como el delirio de un maníaco, y el autor había sido marcado con
el sello de la locura. Queda constancia, sin embargo, del hecho de que muchas
de sus afirmaciones son incontrovertibles y de qué pasó los cuarenta y cinco
años de su vida explorando lugares fatales, informando sobre noticias secretas
y abismales. No fueron impresas muchas copias de la primera edición y parece
ser que fueron quemadas por sus propios poseedores, después de que von Juntz
fuese hallado muerto, estrangulado en circunstancias misteriosas, en su habitación,
atrancada y cerrada con candado, una noche de 1846, seis meses después de haber
vuelto de un misterioso viaje a Mongolia.
Cinco años más tarde, un tipógrafo londinense, un tal Bridewall, reimprimió
la obra, de forma abusiva, y publicó una mediocre traducción con fines sensacionalistas
llena de errores de transcripción, de traducciones aproximadas y de los frecuentes
disparates en que incurren los editores improvisados, con pocos escrúpulos científicos
Todo esto desacreditó posteriormente la obra original, y editores y público
olvidaron el libro hasta 1969, cuando la Golden Goblin Press de Nueva York hizo
otra edición.
Se trataba de una versión tan meticulosamente expurgada que faltaba la cuarta
parte de la obra original. Pero el libro estaba encuadernado con gusto y enriquecido
con las láminas fantásticas y siniestras de Diego Vázquez, un producto exquisito.
Inicialmente, esta edición había sido concebida para el gran público, pero el
gusto artístico de los editores la había preservado de este fin, ya que los
costes de producción habían sido tales que fue necesario ofrecerlo a un precio
prohibitivo.
Estaba explicando todo esto a Tussmann, cuando me interrumpió bruscamente. afirmando
no ser tan ignorante como yo creía. Una copia de la edición Golden Goblin adornaba
su propia biblioteca, dijo, y había sido en ella donde encontró el pasaje que
había estimulado su interés.
Si lograba procurarle una copia de la edición de 1839, me recompensaría abundantemente:
y sabiendo, añadió, que habría sido inútil ofrecerme dinero, a cambio de mi
trabajo haría una completa retractación da las antiguas acusaciones sobre mis
investigaciones en el Yucatán, y me presentaría las más sentidas excusas en
las paginas del Scientific News.
Admitiré que me sentí verdaderamente aturdido por esta proposición y comprendí
que si el asunto era tan urgente para Tussmann debía, ciertamente, ser de la
más absoluta importancia. Le respondí que creía haber rechazado suficientemente
sus acusaciones a los ojos del mundo y que no deseaba obligarlo a humillarse,
pero que haría todo lo que pudiera para procurarle lo que deseaba.
Me dio las gracias bruscamente y se apresuró a marcharse, explicando vagamente
que en el Libro Negro esperaba encontrar la completa información sobre algo
que, evidentemente, había sido expurgado de la edición americana.
Me puse a trabajar, escribiendo cartas a amigos, colegas y libreros de todo
el mundo y bien pronto descubrí el haberme comprometido a una colosal tarea.
Necesite tres meses para que mis esfuerzos fueran coronados por el éxito, pero
finalmente gracias a la ayuda del profesor James Clement, de Richmond, Virginia.
Pude obtener los que deseaba.
Se lo comuniqué a Tussmann, que llegó a Londres en el primer tren. Sus ojos
ardían de avidez, mientras miraba el polvoriento y grueso volumen, con cubierta
de cuero y cierres de hierro oxidado, y sus dedos temblaban de codicia mientras
hojeaban sus páginas amarillentas por el paso del tiempo.
Después lanzó un grito y pegó con el puño en la mesa, y entonces supe que había
encontrado aquello que había estado buscando.
-¡Escuche! —ordenó, y me leyó un fragmento en el que se hablaba de un antiguo
templo en ruinas, en la selva de Honduras, donde un extraño dios había sido
adorado por una tribu, extinguida antes de la llegada de los españoles. Después
Tussmann leyó, en voz alta, acerca de la momia que había sido, en vida, el último
gran sacerdote de aquel pueblo desaparecido y que ahora yacía en una cámara
tallada en la sólida roca contra la que habían edificado el templo. Alrededor
del apergaminado cuello de la momia había una cadena de cobre y sobre la cadena
una gran Joya esculpida en forma de sapo. La joya era la llave, continuaba von
Juntz, del tesoro del templo, que yacía escondido en un cripta, en profundos
rincones bajo el altar.
Los ojos de Tussmann se encendieron.
-¡Yo he visto aquel templo! He estado frente al altar. He visto la entrada sellada
de la cámara en la que los indígenas dicen que reposa la momia del sacerdote.
Es un templo curioso, tan diferente de las ruinas indias prehistóricas como
lo es de los modernos edificios latinoamericanos. Los indios del contorno insisten
en declarar no tener ninguna relación con aquel lugar y afirman que el pueblo
que construyó el templo era de una raza distinta de la suya, y que ya estaba
allí cuando sus antepasados se instalaron en la región. Yo creo que es la reliquia
de una civilización perdida hace muchísimo tiempo y que comenzó a decaer milenios
antes de la llegada de !os españoles.
»Me habría gustado penetrar en la cámara sellada, pero no tuve tiempo y además
me faltaban los útiles necesarios. Tenía prisa en alcanzar la costa, porque
me había herido accidentalmente con la pistola, de un tiro en el pié, y llegué
casualmente a aquel lugar.
»Había decidido volver y echarle otro vistazo, pero les circunstancias me lo
impidieron: ¡Mas ahora no dejaré que nada se interponga en mi camino!. Casualmente
leí un fragmento, en la edición de la Golden Goblin, de este libro, en el que
venía descrito el templo. Pero esto era todo: apenas se mencionaba a la momia.
Interesado, me procuré una copia de la edición Bridewall, pero choqué con un
muro de disparates que desfiguraban el texto. Por un error sobremanera irritante,
el traductor había equivocado hasta la ubicación del Templo del Sapo, como lo
llama von Juntz, situándolo en Guatemala en lugar de Honduras. La descripción
general es poco correcta, aunque venga mencionada la joya, como incluso el hecho
de que se trate de una «llave». Pero, ¿una llave para qué? La edición Bridewall
no lo aclara. Comprendí entonces que estaba sobre la pista de un descubrimiento
sensacional, a menos que von Juntz no fuera, como sostienen muchos, un loco.
Pero está claramente probada su visita a Honduras en el curso de sus viajes,
y nadie podría describir tan vivamente el templo como él lo hace en el Libro
Negro, sin haberlo visto personalmente. No llego a explicarme cómo hizo para
conocer el secreto de la joya, porque los indios que me hablaron de la momia
no me dijeron nada de ninguna gema: no me queda más que pensar que von Juntz
consiguió, de cualquier manera, entrar en le cripta, porque aquel hombre conocía
extraños métodos para enterarse de los más recónditos secretos.
»A lo que sé, sólo otro hombre blanco ha visitado el Templo del Sapo, aparte
de von Juntz y de mi mismo, el viajero español Juan González, que exploró parcialmente
la región en 1793. En sus informes mencionó brevemente un curioso lugar sagrado
que difería de la mayor parte de las ruinas indias halladas, y refirió, en términos
escépticos, una leyenda difundida entre los indígenas, según la cual, "algo
insólito" se escondía bajo el templo. Estoy seguro que se refería al Templo
del Sapo.
»Mañana partiré a Centroamérica. Quédese con el libro: ya no lo necesito. Este
vez iré equipado con lo conveniente, e intentaré encontrar lo que está escondido
en aquel templo, aunque sea a costa de demolerlo. ¡No puede ser otra cosa que
una enorme cantidad de oro! Los españoles no llegaron a apropiárselo porque
cuando llegaron a aquella región el Templo del Sapo estaba abandonado y ellos
buscaban indios vivos para poder quitarles el oro, por medio de la tortura,
y no momias de razas perdidas. Pero yo obtendré aquel tesoro.
Diciendo esto, Tussmann se fue. Yo me senté y abrí el libro por la página que
él había dejado de leer y así permanecí hasta medianoche, arrobado por las curiosas
revelaciones de von Juntz, increíbles y, a veces, extremadamente vagas. De esta
forma aprendí sobre el Templo del Sapo cosas que me inquietaron, a tal punto
de inducirme, la mañana siguiente, a intentar avisar e Tussmann, para simplemente
descubrir que ya se había marchado.
Pasaron muchos meses, después de los cueles recibí una carta suya en la que
me invitaba a pasar algunos días con él en su propiedad de Sussex. Me pidió
también que llevara conmigo el Libro Negro.
Llegué a la hacienda de Tussmann, que estaba bastante apartada, poco después
del crepúsculo, Vivía según usos casi feudales, y la gran casa cubierta de hiedra
y los prados en torno a la misma estaban rodeados por un alto muro de piedra.
Mientras atravesaba el paseo, flanqueado por setos que conducían desde la cancela
hasta la casa, noté que, durante la ausencia de su dueño, aquel lugar había
permanecido abandonado. La grama crecía lujuriosa entre los árboles, sofocando
casi la hierba, y, entre las desordenadas matas detrás del muro, oí lo que parecía
el arrastrarse de un caballo o de un buey y percibí claramente el golpear de
los cascos sobre la piedra.
Un sirviente que me miraba con reserva me acompañó y me encontré con Tussmann.
que paseaba de un lado a otro en su estudio, como un león enjaulado. Su fisonomía
gigantesca me pareció, de cualquier modo, más flaca, más dura que cuando le
había visto la última vez, y su piel estaba bronceada por el sol del trópico.
La recia cara estaba surcada por lineas numerosas y profundas, y los ojos ardían
más intensamente que antes. Una ira frustrada, reprimida con dificultad, parecía
esconderse tras sus modales.
—Bien, Tussmann —le saludé—. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha encontrado usted el oro?
—No he encontrado una onza de oro. —gruñó—. Todo el asunto era un cuento...
Bueno, no exactamente todo. He entrado en la cámara sellada y he encontrado
la momia.
—¿Y la Joya? —exclamé.
Extrajo algo del bolsillo y me lo puso en la mano.
Observé con curiosidad el objeto que tenía en la mano: era una gran gema, clara
y transparente como el cristal, pero con un siniestro color carmesí, esculpida,
como había afirmado von Juntz, en forma de sapo. Sentí un involuntario escalofrío:
la imagen era particularmente repelente. Centré después mi atención en la cadena
de cobre que la sostenía, pesada y extrañamente trabajada.
—¿Qué son estos caracteres grabados sobre la cadena? —inquirí con curiosidad.
—Lo ignoro —replicó Tussmann—. Había pensado que quizás usted lo sabría, pero
encuentro una extraña similitud entre estos signos y ciertos jeroglíficos, parcialmente
borrados, de un monolito conocido como la Piedra Negra que se encuentra en las
montañas de Hungría. De cualquier modo no he podido descifrarlo.
—Cuénteme de su viaje —le invité, y frente a nuestros whiskys con soda. comenzó
a hablar, si bien con una extraña repugnancia.
—Volví a encontrar el templo sin mucha dificultad, a pesar de que se encuentra
en una región solitaria y poco frecuentada. El templo está construido contra
una pared de pura roca en un valle desierto y desconocido, tanto en los mapas
como para los exploradores. No me arriesgaré a estimar su antigüedad, pero aquel
edificio está hecho con una clase especialmente dura de basalto, como no he
visto jamás otra igual. y la extrema erosión debida a la intemperie hace pensar
en una edad increíble.
»Muchas de las columnas que forman la fachada se hallan en ruinas y sus muñones
se elevan del basamento consumido por el tiempo, como los dientes partidos de
una bruja. Las paredes externas están en ruinas, pero las interiores y les columnas
que sostienen lo que queda del techo parecen lo bastante sólidas como para durar
otros mil años, así como los muros de la cámara interior.
»La cámara principal es una espaciosa pieza circular, cuyo pavimento está compuesto
por grandes bloques de piedra. En el centro se encuentra el altar, nada más
que un bloque muy grueso, del mismo material, redondo y extrañamente esculpido,
Inmediatamente detrás del altar, excavada en la pared de roca que forma el muro
posterior de la sala, se encuentra la cámara sellada en donde yace la momia
del último sacerdote del templo.
»Me introduje en la cripta sin excesiva dificultad y encontré la momia, exactamente
como se narra en el Libro Negro. A pesar de que el estado de conservación era
verdaderamente notable, fui incapaz de clasificarla. Las facciones apergaminadas
y el contorno general del cráneo sugerían una cierta semejanza con poblaciones
degradadas y bastardas del Bajo Egipto y estoy seguro de que el sacerdote pertenece
a una raza más próxima al tronco caucásico que al amerindio. Pero aparte de
esto, no Puedo afirmar nada con seguridad.
»No obstante, la joya estaba allí y la cadena pendía del cuello disecado.
Fue a partir de este momento que el relato de Tussmann se hizo tan inconexo,
que tuve dificultad en seguirle y me pregunté si el sol tropical no habría hecho
mella en su mente. Con la ayuda de la joya había abierto una Puerta secreta
en el altar: no me reveló ningún particular sobre esta operación y me asaltó
el pensamiento de que él mismo no había aprendido totalmente el funcionamiento
de la joya-llave. Pero la apertura de la Puerta secreta había tenido un efecto
altamente negativo sobre le banda de truhanes que estaban a su servicio. Inmediatamente,
habían rehusado seguirlo en la negra abertura que se abría frente a él y que
había aparecido como por milagro cuando la gema había tocado el altar.
Entonces, Tussmann había entrado sólo, con la pistola y una linterna eléctrica,
encontrando una estrecha escalinata de piedra que, aparentemente, se hundía
hasta les entrañas de la tierra. La había seguido y finalmente había llegado
a un amplio corredor, cuyas amenazadoras tinieblas casi engullían su sutil rayo
de luz. Después de haber contado esto. Tussmann llegó, con sorprendente repugnancia
al momento en que vió un sapo que había sentido saltar delante de él, apenas
más allá del abanico de luz, durante todo el tiempo que había permanecido bajo
tierra.
Abriéndose camino, atravesó húmedos corredores y escalinatas que eran pozos
de densa oscuridad, llegando finalmente ante una pesada puerta, fantásticamente
grabada, con el pensamiento de que fuera la cripta en la que los antiguos adoradores
habían amontonado el tesoro del templo. Había aplicado la joya, de forma de
sapo, contra la puerta, en varios puntos y, finalmente, la puerta se abrió por
entero.
-¿Y el tesoro? —me entrometí ansiosamente.
El rió, como burlándose salvajemente de sí mismo.
—No había oro, no había piedras preciosas... nada —dudó— nada que pudiera llevarme.
De nuevo, la narración se hizo vaga, pero comprendí que había dejado el templo
casi a la carrera, sin hacer posteriores tentativas de encontrar el pretendido
tesoro. En un primer momento había pensado llevar la momia consigo, para donarla
a un museo, pero cuando salió de esa sima no había conseguido encontrarla y
creyó que sus hombres, temiendo encontrarse con tamaño compañero en todo el
viaje hacia la costa, la habían escondido supersticiosamente en cualquier pozo
o caverna.
—Y así —concluyó—. Estoy de nuevo en Inglaterra, no más rico que cuando me fui.
—Pero tiene la joya, recuérdelo. Ciertamente es de gran valor.
La miró sin satisfacción, también con una especie de feroz y obsesiva avidez.
—¿Piensa que es un rubí? —inquirió.
Sacudí la cabeza:
—No sería capaz de clasificarlo.
—Yo tampoco. Pero déjeme ver el libro.
Pasó lentamente las pesadas páginas, moviendo los labios mientras leía. A veces,
sacudía la cabeza como si algo lo turbara y noté que se detenía largamente en
un determinado pasaje.
—Este hombre se había sumergido verdaderamente a fondo en los secretos prohibidos
—dijo, refiriéndose a von Juntz.—. No me maravillo, en verdad, de que tuviera
un destino tan extraño y misterioso. Y debió, de cualquier manera, haber previsto
su fin…, porque advierte a los hombres no molestar a lo que duerme.
Tussmann pareció perdido en sus pensamientos durante algunos momentos.
—¡Salud, oh cosas durmientes! —murmuró—, que parecéis muertas, pero que yacéis
en espera del loco que os despierte... Debería haber leído el Libro Negro antes
de partir. En ese caso habría cerrado la puerta, cuando abandoné la cripta...
Pero tengo le llave y la mantendré a despecho del mismo infierno!
Se liberó de sus ensoñaciones e intentó hablar, después se calló de golpe. Desde
algún punto del piso superior había llegado un rumor muy extraño.
—¿Qué era? —Me miró, yo sacudí la cabeza y él corrió a la puerta y llamó, gritando,
a un sirviente. El hombre que entró, pocos instantes después, estaba más bien
pálido.
—¿Era en el piso de arriba? —rugió Tussmann.
—Sí, señor.
—¿Y ha escuchado algo? —preguntó Tussmann ásperamente, con tono de amenaza y
acusación.
—Sí, lo he escuchado —respondió el hombre, con una mirada desconcertada.
—¿Qué ha escuchado? —La pregunta era casi un rechinar de dientes.
—Bien, señor —El hombre rió para excusarse—-Usted dirá que estoy un poco tocado,
presumo, pero para decir la verdad, me ha parecido un caballo que patalease
sobre el techo.
Un relámpago de locura total vibró en los ojos de Tussmann.
—¡Idiota! —gritó—. ¡Váyase, fuera de aquí! —El hombre se retiró, estupefacto,
y Tussmann aferró la esplendente joya en forma de sapo.
—¡He sido un loco! No he leído bastante... Y habría debido cerrar la puerta,
pero ¡por Dios, la llave es mía, y la tendré a despecho de hombres y demonios!
Y con estas extrañas palabras, se volvió y corrió al piso superior. Un momento
más tarde, la puerta de su habitación se cerró sonoramente y un sirviente que
había golpeado tímidamente, no obtuvo más que la emponzoñada orden de retirarse,
a lo que siguió la amenaza, expresada con palabras horribles, de que dispararía
a cualquiera que intentara penetrar en la estancia.
Si no hubiera sido tan tarde, ciertamente habría dejado la casa, porque me parecía
que Tussmann había enloquecido. Pero dado que no podía, me retiré a la habitación
que me indicaba un doméstico aterrorizado, aunque no me fui a le cama; en su
lugar, abrí las páginas del Libro Negro en el pasaje que había atraído la atención
de Tussmann.
De hecho, era evidente una cosa, a menos que yo hubiera enloquecido totalmente:
en el Templo del Sapo se había encontrado con algo imprevisible. Algo innatural
había aterrorizado a sus hombres cuando la puerta del altar se había abierto
de par en par y cuando, en la cripta subterránea, Tussmann había encontrado
lo que no esperaba encontrar. Ahora estaba convencido de que esa cosa lo había
seguido desde Centroamérica y que el motivo de esa persecución era la joya,
que él llamaba la llave.
Buscando una explicación en el texto de von Juntz, releí el pasaje sobre el
Templo del Sapo y sobre el extraño pueblo pre-indio que lo había convertido
en centro de su culto, así como sobre la inmensa y tentaculada monstruosidad
con pezuñas que habían adorado.
Tussmann había dicho que no había leído lo suficiente la primera vez que había
visto el libro: interrogándome sobre esta frase enigmática, encontré el párrafo
o sobre el que se había entretenido largamente, que había sido subrayado con
el trazo de una de sus uñas. Me pareció, sin embargo, otra de las muchas ambigüedades
de von Juntz, porque simplemente declaraba que el dios de un templo es el tesoro
de dicho templo. Después, la horrenda implicación que contenía la alusión se
me reveló de improviso y un sudor frío perló mi frente.
¡La Llave del Tesoro! ¡Y el tesoro del templo era el dios del templo! Y ¡Las
cosas que duermen pueden despertarse cuando se abre la puerta de su prisión!
Contraje los pies, nervioso por aquella insoportable idea, pero en aquel preciso
momento, la quietud fue destrozada por el rumor de algo que se quebrantaba,
y el grito de muerte de un ser humano explotó en mis oídos.
En un segundo, me precipité afuera de la estancia, y mientras corría escaleras
arriba oí sonidos que, de entonces a esta parte, me han hecho dudar de mi salud
mental. Habiendo llegado a la puerta de la habitación de Tussmann me paré, intentando
girar la manilla con manos temblorosas. La puerta estaba cerrada con llave,
y mientras permanecía allí delante, indeciso, oí en el interior un agudo croar
y después un rumor desagradable de légamo, como si un inmenso cuerpo hecho de
gelatina estuviera intentando pasar a través de la ventana. Aquel rumor cesó
y juraría haber oído el débil batir de unas alas gigantescas. Después, silencio.
Haciendo acopio de todos mis sacudidos nervios, abatí la puerta. Un hedor inmundo
e insoportable se difundía a través de una niebla amarilla. Entré, sofocado
por la náusea; la habitación estaba destrozada, pero no faltaba nada: excepto
la joya carmesí en forma de sapo que Tussmann llamaba la llave; ésta no fue
jamás encontrada. Un fango asqueroso e inexplicable ensuciaba el antepecho de
la ventana, y en el centro de le habitación yacía Tussmann, con la cabeza hundida
y reventada; y sobre los bermejos despojos del cráneo y la cara, resaltaba claramente
la impronta de una pezuña enorme.