UN VALOR IMAGINARIO

STANISLAW LEM

 

Prólogo

El arte de escribir prólogos lleva tiempo clamando por que se le otorguen títulos de nobleza. Asimismo, yo llevo tiempo sintiendo el apremio de dar satisfacción a esa literatura marginada, que guarda silencio sobre sí misma desde hace cuarenta siglos, esclava de las obras a las que vive encadenada. ¿Cuándo, si no en la época de la ecumenización, es decir, de la razón universal, debemos, por fin, nacer el don de la independencia a ese género noble, oprimido desde su misma cuna? Esperaba, sin embargo, que algún otro cumpliera con este deber, no tan sólo estéticamente acorde con la corriente de desarrollo del arte, sino de suprema urgencia según los cánones de la moral. Desgraciadamente, conté con ello en vano. En vano vigilo y espero: nadie libera a la Prologogia del presidio, de la noria del trabajo servil. No me queda, por tanto, otro remedio: yo mismo debo, aunque más por sentido del deber que por un impulso del corazón, ofrecer mi ayuda a la Introduccionística, convertirme en su libertador y partero.

Tiene este género, sometido a tan duras pruebas, su estado inferior, el de los Prólogos mercenarios, porteadores, jornaleros y oscuros, ya que la esclavitud degrada. Conoce, también, la soberbia y la agresión, el ademán inútil y el estruendo de las trompetas de Jericó. Además de los prólogos comunes existen jerarquías: Prefacios e Introducciones; no hay tampoco igualdad entre los Prólogos corrientes, ya que son dos cosas muy diferentes un prólogo a un libro propio y uno hecho para un libro ajeno. Asimismo, proveer de él a una primera edición no es igual que poner nuestro esfuerzo en una multiplicidad de prólogos para una obra de ediciones numerosas y consecutivas. La fuerza de una serie de prólogos, incluso mediocres, que proliferan en torno a una obra reiteradamente publicada, convierte el papel en una roca contra la que se estrellan las maquinaciones de los Zoilos: ¡Quién osaría atacar un libro protegido por ese antepecho acorazado, que no deja entrever tanto el contenido de la obra, como su propia respetabilidad intocable!

El prólogo es a veces un sobrio entrar en materia, dictado por la dignidad y la responsabilidad, una garantía avalada por la firma del autor o, en otras ocasiones, una manifestación—forzada por las conveniencias sociales, superficial aunque amigable— del compromiso, en realidad simulado, que una persona revestida de autoridad contrae con el libro. Esta clase de introducción constituye una carta credencial para la obra, un pasaporte, un salvoconducto de acceso al gran mundo, un viático pronunciado por una obra poderosa, un asidero inútil que arrastra hacia arriba lo que ha de terminar por hundirse. Es un talón sin fondos que rara vez trae a su destinatario una lluvia de oro incrementada por los intereses. Pero dejemos de lado todo eso. No pienso adentrarme en la taxonomía de la Introduccionistica, y ni siquiera en la clasificación elemental de ese género tan despreciado hasta ahora y sujeto por tan cortas riendas. Sean corceles o rocines, igual que tratan en su atelaje. Que los Linneos se ocupen de ese aspecto equino del problema. No es ésta la clase de prólogo de que quisiera dotar a mi pequeña antologia de Introducciones Liberadas.

Debemos sondear aqui el fondo mismo de la cuestión. ¿Qué puede ser un prólogo? Puede ser, ¡qué duda cabe!, una publicidad descaradamente mentirosa, pero, también, la voz en el desierto de un Juan Bautista o de un Roger Bacon. La reflexión nos indica, pues, que además de las Introducciones a las Obras, existen Obras-Introducciones, ya que tanto los Libros Sagrados de todas las religiones, como las tesis y las futuromaquias de los científicos, son Introducciones a este y al otro mundo. La meditación descubre que el país de los Prólogos es incomparablemente más vasto que el país de la Literatura, porque lo que ésta quiere realizar, los Prólogos lo anuncian tan sólo... de lejos.

La contestación a una pregunta que ya se está imponiendo (¿por qué diantre hemos de meternos en la lucha por la liberación de los prólogos y proponerlos como un género literario soberano?), asoma entre las palabras que acabamos de apuntar. Les podemos otorgar esa categoría así, llanamente, o bien recurrir a la ayuda de la hermenéutica superior. Primero se puede justificar ese proyecto sin patetismo alguno, con un ábaco en la mano. ¿No nos amenaza un diluvio informativo? ¿Y no consiste su monstruosidad en el hecho de que aplasta la belleza con lo bello y anula la verdad con lo verdadero? Y así es, en efecto, porque la voz de un millón de Shakespeares provocaría el mismo infernal estruendo que la de una manada de búfalos en la estepa, o la de embravecidas olas en el mar. De la misma forma, una ingente cantidad de significados en conflicto traen al pensamiento no el honor, sino la perdición. Y ante tal fatalidad, ¿no será el Silencio la única salutaria Arca de la Alianza posible entre Creador y Lector, puesto que el primero gana un mérito absteniéndose de idear cualquier tema, y el segundo, aplaudiendo esa manifestación de renuncia? Ciertamente... e incluso podríamos abstenernos de escribir los mismos prólogos, pero, en tal caso, el acto de la mencionada renuncia no seria percibida, quedando sin reconocimiento el sacrificio. Por tanto, mis Prólogos son anuncios de unos pecados que no voy a cometer.

Así se presentan las cosas al nivel de un cálculo frío y puramente externo. Sin embargo, el cálculo no descubre aún lo que el Arte ganaría con la propuesta liberación. Está claro que incluso un exceso del maná celeste podría tener el efecto de una lapidación. ¿Cómo salvarnos de esto? ¿Cómo sustraer el espíritu a una autosofocación? ¿Y está precisamente en eso la superación del peligro? ¿Es de verdad un buen camino hacia ella el que atraviesa los Prólogos?

Evoquemos a ese doctor preclaro, a ese terrateniente convertido a la hermenéutica que es Witold Gombrowicz. El nos explicaría las cosas de este modo: No se trata de que a la gente, a mi por ejemplo la idea de liberar a los Prólogos de la Materia qué anuncian nos guste o no nos guste, ya que estamos sometidos sin apelación a las leyes de la Evolución de la Forma. El Arte no puede detenerse en un sitio ni repetirse siempre a si mismo: por eso no puede sólo gustar. Si has puesto un huevo, has de incubarlo; si te sale de él un mamifero en vez de un reptil, debes darle algo con que alimentarse; si, pues un paso consecutivo nos lleva a algo que despierta un disgusto general e incluso un estado paravomital, no hay remedio. Hemos elaborado ya aquel Algo Concreto, nos hemos arrastrado y empujado tan lejos ya a nosotros mismos que, obedeciendo una orden superior al placer, tendremos que dar vueltas en el ojo en el oído, en el intelecto, a lo Nuevo, categóricamente aplicado, porque fue descubierto en el largo camino del ascenso. Por cierto, nadie ha estado nunca allí, ni quiere ir, ya que no se sabe si se puede aguantar en Aquellas Alturas siquiera un momento; pero, a decir verdad, ¡para el Desarrollo de la Cultura esto no tiene la menor importancia! Este lema nos ordena, con la soltura propia de la genialidad displicente, que cambiemos una esclavitud antigua, espontánea y por tanto inconsciente, por otra, nueva. No nos quita las trabas, sólo alarga nuestro ronzal; y así nos lanza a lo Desconocido, dando el nombre de libertad a una necesidad razonada.

Pero yo, lo confieso francamente, ansío una motivación distinta para la herejía y la rebelión. Por tanto, digo: es verdad, hasta cierto punto, lo enunciado en el primer y en el segundo lugar, pero no una verdad completa y tampoco enteramente parecida a una necesidad, puesto que en el tercer lugar podemos aplicar a la creación un álgebra copiada del Todopoderoso.

Fíjense, por favor, en la verborrea de la Biblia, en la locuacidad del Pentateuco cuando describe el resultado del Génesis y compárenla con la parquedad de sus palabras cuando se trata de mostrarnos su recetario. Reinaba el vacío y el caos, hasta que de repente, de buenas y primeras, dijo el Señor: "Hágase la luz".; en seguida la luz se hizo y ¡ya está! Y entre una cosa y la otra, ¿nada? ¿Ni el menor intervalo, ni el menor proceso? ¡No lo creo! Entre el Caos y la Creación hubo la intención pura, no cegada todavía por la luz, no convertida aún enteramente en Cosmos, no ensuciada por la Tierra, aunque ésta fuera paradisiaca.

Se dio entonces y allí el nacimiento de las posibilidades, pero no su cumplimiento; hubo una intención, divina y todopoderosa porque todavía no había empezado a convertirse en acción. Se produjo la anunciación... antes de la concepción.

¿Cómo no aprovechar esa enseñanza? No se trata aquí de un plagio, sino de un método. ¿De dónde ha salido todo? De un principio, evidentemente. ¿Y qué hubo en el principio? Un prólogo, como ya sabemos. Un prólogo, pero no para sí mismo, su propio amo, sino un Prólogo para Algo. ¡Opongámonos a la realización desenfrenada que fue el Génesis! ¡Apliquemos a su primer lema el álgebra de la creación moderada!

Para ello, dividiremos la totalidad por el "Algo" .El "Algo" desaparecerá entonces y nos quedará, como resultado, un Prólogo purificado de las malas consecuencias, o sea de todas las amenazas de la encarnación puramente intencional y, gracias a ello, libre de pecado. No es un mundo, sino un punto no dimensional y que se encuentra, precisamente por eso, en la infinidad. ¿Cómo reducir a él la literatura? Ya hablaremos de eso más adelante. Contemplemos primero su vecindad, ya que la literatura no es ningún anacoreta solitario.

Todas las artes se esfuerzan hoy día en efectuar una maniobra de salvación, ya que la dilatación universal de la creación se convirtió en su pesadilla, su persecución, su fuga; el Arte, como el Universo, se expande en el vacío sin encontrar resistencia, o sea un apoyo. Cuando se puede hacer todo, nada vale ya la pena y el impulso hacia adelante se transforma en reptación hacia atrás, porque las Artes quieren volver a las fuentes y no saben hacerlo.

La pintura, en su ardiente ansia de limites, se metió dentro de los pintores, en su piel, y he aquí que el artista se expone ya a si mismo, sin cuadros, convertido, pues, en un iconoclasta flagelado con los pinceles o revolcado en el óleo y la témpera, o bien totalmente desnudo en su vernissage, sin el mínimo aliño colorístico. Por desgracia, ese infeliz no puede alcanzar una desnudez auténtica: no es Adán, es solamente un señor en pelota.

Y el escultor, que nos pone ante la vista unas groseras piedras o una edificante exposición de cualquier basura, ¡procura meterse de vuelta en el paleolitico, en el hombre primario, porque quiere ser como él, quiere ser Auténtico! Pero ¿cómo se va a comparar con un cavernícola? ¡No es ése el camino hacia la carne cruda de una expresión bárbara! ¡Naturalia non sunt turpia, lo cual no significa que cualquier salvajada grosera represente el retorno a la Naturaleza!

¿Y qué más? Explicaremos la cosa en función de la música, ya que es ella la que tiene abiertas las mayores y más cercanas posibilidades.

Hacen mal los compositores rompiéndole los huesos al contrapunto o entregando a los Bach a los ordenadores para que los pulvericen. Tampoco un ateo a base de los electrones de la cola de un gato centuplicado dará nada al mundo, aparte de una manada de aulladores artificiales. ¡Qué falsa orientación y qué falso tono! No ha aparecido todavía un salvador-innovador consciente de su objetivo.

Lo estoy esperando con impaciencia, aguardo su creación de una obra concreta de desrnistificación, regresada al seno de la Naturaleza, una obra que plasme esas exhibiciones corales—aunque estrictamente privadas— a que se entregan en la sala de conciertos todos los públicos, cuya cultura se manifiesta tan sólo en una concentración puramente externa y que contemplan a la orquesta sudorosa sólo a través de la periferia de sus órganos domesticados.

Creo que esa sinfonía, captada por cien micrófonos, tendría una instrumentación oscura y monótona, propia de lo intestinal, ya que su fondo sonoro estaria constituido por unos Bajos Yeyunales reforzados, es decir, los Borborigmos de las personas dedicadas de pleno a una ventrilocuencia inevitable, basada en los ruidos viscerales, en los gluglús precisos, y llena de una desesperada expresión digestiva. ¡Esta es la auténtica voz, la voz orgánica de la vida! Confío también en que el leitmotiv se desarrollaría al compás de la percusión asentera, acentuada por los crujidos de las sillas, con fuertes y espasmódicas entradas de los estornudos y con acordes de la esplendorosa coloratura de las toses. Sonarán las bronquitis... y presiento, aquí justamente, varios solos efectuados con la maestría de una ancianidad asmática, un verdadero Memento mori vivace ma non troppo, una exhibición de piccolo agonal, donde un cadáver auténtico marcará el compás de tres por cuatro con la carraca de su dentadura postiza, donde una tumba genuina silbará en la tráquea llena de estertores. ¡Y esta Veracidad del Aparato Sinfónico, Tan Vital, es infalsificable!

Toda la iniciativa somática de los cuerpos, hasta hoy día ahogada con total arbitrariedad por la música artificial en sus sonidos dramática e inapelablemente propios, exige la reivindicación triunfal de su carácter de Retorno a la Naturaleza. No puedo equivocarme: sé que el estreno de la Sinfonía Visceral seria un momento decisivo, ya que así, y sólo así, el público, tradicionalmente pasivo y reducido al leve crujido de los papelitos de los caramelos de menta, tomaría —¡por fin!— la iniciativa y, en la función de autoorquesta, efectuaría el retorno a si mismo, entregándose con ardor a la desmitificación universal, la consigna de nuestro siglo.

El creador-compositor seria tan sólo un sacerdote mediador entre las atemorizadas multitudes y la Moira, ya que nuestro destino es el sino de nuestras tripas...

De este modo, la distinguida colectividad de oyentes melómanos percibirá la autosinfonía sin aporreamientos ni rasgueos accesorios y, así, será su propio objeto de delectación, y de temor...

¿Y en cuanto a la literatura? Supongo que ya lo estáis adivinando: me propongo devolveros vuestro espíritu, en toda su amplitud, igual que la música visceral devuelve al público su propio cuerpo, o sea retornando, en el mismo centro de la Civilización, a la Naturaleza.

Por eso, precisamente, la Prologologia no puede seguir sometida al anatema de la esclavitud, ajena a todo esfuerzo de liberación. De modo que llamo a la rebelión no tan sólo a los novelistas y a sus lectores. Y me refiero a una sublevación, no a un atontamiento general ni a un instigar a los espectadores teatrales a que se suban al escenario, o que el escenario se les suba encima a ellos, ya que en tal caso perderían su antigua posición de superioridad, tan agradable, y serían precipitados desde el asilo ya liquidado de la platea al caldero de San Vito. La libertad nos vendrá por el Pensamiento: no nos la darán las convulsiones ni la retorcida mímica del yoga. Así pues, si me niegas el derecho a una lucha libertaria, te condenas, respetable Lector, a ser un retrógrado, una antigualla petrificada, y aunque te dejes una barba así de larga, no entrarás en el mundo moderno.

En cambio tú, Lector diestro en la anticipación de lo Nuevo, tú, Progresista con reflejos rápidos, tú, que vibras a gusto en las cascadeantes Modas de nuestra era, tú, consciente de que tras haber trepado más alto que nuestro viejo primo simiesco (¡a la misma Luna!), tenemos que arrastrarnos más lejos todavía, tú me comprenderás y te aliarás conmigo con el sentimiento del deber cumplido.

Yo te engañaré y tú me lo agradecerás; yo te haré una promesa solemne, sin pensar siquiera en cumplirla, y tú quedarás satisfecho, o por lo menos fingirás, con una maestría digna de la causa, que lo estás. Y a los lerdos que pretendan anatematizarnos a ambos, les dirás que se habían extraviado en el espíritu de nuestra época y caído en los vertederos de vetusteces escupidas por la Realidad que no tiene tiempo que perder.

Les dirás que no hay remedio, que el arte se había convertido hoy día en una letra sin aceptación (trascendente), en una papeleta de empeño (falsificada), en una promesa (irrealizable), en una forma suprema de alteración.

Así las cosas, esa vacuidad y esa imposibilidad de realización han de ser tomadas como consigna y como valor con solidez de roca; y por esa razón precisamente, yo, al escribir el Prólogo a mi Pequeña Antología de Prólogos, actúo de buena ley, ya que propongo introducciones que no introducen en ninguna parte, prólogos que no preceden a ningún logos y prefacios después de los cuales no suena una sola palabra.

Pero, cada uno de mis sucesivos subterfugios te abrirá un vacío de género y de matiz de significados diferentes, y centelleantes, todos, bajo el reflejo de la correspondiente banda del espectro heideggeriano. Te franquearé con entusiasmo, esperanza y mucho ruido las puertas de los altares y de los trípticos, te mostraré iconostasios y portales del zar, me arrodillaré en los abruptos peldaños del subespacio, vacío no porque haya sido abandonado, sino porque nunca hubo y nunca habrá nada en él. Ah, este juego, el más serio de todos, incluso trágico, es la parábola de nuestro destino, ya que no existe ningún otro invento tan humano, ningún otro puerto tan seguro y propio de la humanidad, como un Prólogo pronunciado a plena voz, limpio de todas las servidumbres, el que apura hasta las heces a nuestro ser: El Prólogo a la Nada.

Compartimos con los animales y las plantas toda la vastedad del mundo de piedra y de verdor, enfriado y rugiente, llameante en las nubes y sumido en las estrellas; sólo la Nada es nuestro terreno propio y exclusivo. El descubridor de la nada es el hombre. ¡Pero, qué cosa tan difícil es la nada, qué extraordinaria de puro extrarreal! No rozarse puede sin una preparación esmerada, sin unos ejercicios espirituales y un largo estudio y entrenamiento A los no adiestrados los petrifica; de modo que para comunicarse con una nada afinada con precisión, ricamente orquestada, uno debe prepararse a conciencia, y cada paso dado en esa dirección ha de ser firme, significativo y sustancial en extremo.

Me propongo, pues, mostrarte aquí los Prólogos como quien muestra pórticos soberbiamente tallados, recubiertos de oro, coronados de grifos y grifas en las majestuosas archivoltas; voy a prestar juramentos sobre su faz sonora de oro macizo, vuelta hacia nosotros, para abrirlos luego de un tirón de los brazos de mi espíritu y precipitar al lector a la Nada, arrancándole, de un golpe, de todas las existencias y de todos los mundos.

Aseguro y garantizo una libertad maravillosa: doy mi palabra de que Allí no habrá Nada.

¿Qué conseguiré? El estado más rico: el anterior a la Creación.

¿Qué conseguirás? La libertad suprema. Porque no perturbaré tu oído en plena ascensión con palabra alguna. Lo cogeré tan sólo, como un colombófilo coge a un palomo, y lo lanzaré como la piedra de David, como la piedra de toque, que vuele a esa infinidad para gozo eterno.

 

Gentileza de Ricardo Tovar



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