LA CALICHERA

BALDOMERO LILLO

 

De pie, apoyado en el mango de la pala, Luis Olave contempla el torso desnudo de su compañero. Bajo la cobriza piel, impregnada de sudor y de polvo, dibújanse los salientes omóplatos y las vértebras de la espina dorsal.
El vigor de los delgados brazos, que voltean en el aire, cual si fuese un juguete, el martillo de veinticinco libras, lo llena de asombro. Desde el amanecer, cinco largas horas han transcurrido, durante las cuales sólo a breves intervalos el calichero ha interrumpido su labor. Olave lo ha secundado empeñosamente, para demostrar que, aunque novicio, el trabajo no lo amilana. Sin embargo, ha necesitado de todas sus fuerzas y el aguijón de la vanidad, para no declararse vencido.
A medida que el sol se levanta en el horizonte, sus rayos son cada vez más ardientes. Del suelo revuelto y calcinado del páramo, sube un hálito de fuego. El calor abrasa la piel y reseca las fauces, y como el esfuerzo muscular determina una transpiración excesiva, la necesidad de beber es imperiosa. A cada momento el jarro de lata, retirado de su abrigo debajo de una costra, es aplicado a los labios sedientos. A pesar de la precaución de mantener el tiesto dentro de una media de lana humedecida, el agua está tibia, a lo que se añade un marcado sabor aceitoso. La sed se aplaca sólo momentáneamente y luego retorna rabiosa, inextinguible, torturadora.
Mozo de veintitrés años, de constitución atlética, Olave llegó del sur la víspera con un numeroso grupo de enganchados para las salitreras del interior. En el trayecto hizo conocimiento con algunos obreros de la Oficina, que venían de regreso del puerto, y decidió quedarse con ellos en ese punto. En la tarde del mismo día, en la fonda, sus amigos lo presentaron a un particular que necesitaba un compañero. El trato quedó hecho en seguida, con una facilidad y llaneza que le encantó. Su camarada lo llevó ante el fondista, quien se comprometió a darle alojamiento y comida por una suma que al mozo, acostumbrado a la vida del sur, le pareció enorme. Conforme a lo convenido, a las cuatro de la mañana Olave salía de su alojamiento y no había dado una docena de pasos, cuando divisó al calichero que venía en su busca.
-Buenos días, compañero -fue el cordial saludo que ambos cambiaron al reconocerse.
Por todas partes se veían grupos de obreros que se dirigían a sus labores. Aunque el sol no había salido, las luces del alba eran suficientes para apreciar en todos sus detalles el panorama de la región. Por el Oriente los contrafuertes de la cordillera destacaban sus masas oscuras en la claridad naciente del día, y por el Norte, Sur y occidente, extendíase hasta el confín del horizonte, ligeramente brumoso, un llano ondulado por pequeñas colinas de un tinte gris y cruzado en todas direcciones por rayas blanquecinas.
En la dilatada extensión, se destacaban las construcciones de varias Oficinas. De las más cercanas se distinguían las siluetas de los aparatos elaboradores, los edificios de la Administración y los campamentos. Y por sobre todo esto veíase la alta chimenea de la casa de máquinas, empenachada de humo.
Olave y su camarada seguían un angosto sendero que bordeaba profundas zanjas, montones de costra, agujeros y excavaciones innumerables. A derecha e izquierda, delante y detrás, el suelo, hasta donde alcanzaba la vista, estaba acribillado de grietas. La tierra aparecía revuelta y removida en tal forma, y tan profundamente, como si un arado gigantesco la hubiese roto en todas direcciones. Y en esta superficie semejante a la de un mar tempestuoso, súbitamente petrificado, todo estaba muerto: la vista más penetrante no podía distinguir ni un ave, ni un insecto, ni la más insignificante brizna de yerba, ni el más leve signo de vegetación.
Para Olave, acostumbrado a los verdes campos del sur, el aspecto del paisaje nada tenía de atrayente. La naturaleza salvaje y hostil del desierto, comenzaba a pesar en su ánimo. Una sensación, mexcla de desaliento, de tristeza y de soledad, reemplazaba sus entusiasmos de la víspera.
Su camarada, que había caminado hasta entonces silencioso a su lado y que lo observaba, de cuando en cuando, a hurtadillas, le dijo de pronto:
-Compañero, parece que no le gusta la pampa.
Olave, sacado bruscamente de sus reflexiones, titubeó un instante en responder:
-Sí, la verdad -dijo-, me gusta poco.
-A todos los que llegan del sur les pasa lo mismo. Algunos se veulven, pero los más se quedan y se acostumbran tanto que ya no pueden trabajar en otra parte.
-Yo no puedo decir si me quedaré o no. Me enganché porque tenía ganas de conocer el norte. ¡Tanto se habla por allá que allí se gana la plata a puñados!
El calichero sonrió.
-¡Bah! Los agentes del enganche prometen este mundo y el otro, pero no resultan las cosas como ellos las pintan. Es cierto que se gana más, pero también es cierto que se gasta más y se trabaja más.
Ascendían en ese momento una pequeña colina. Una vez en lo alto, el obrero, sin detenerse, señaló con la diestra delante de él:
-Allí estála calichera.
Olave clavó la vista en el punto indicado y distinguió un enorme y confuso montón de costras.
-La troné yo mismo hace dos meses -continuó su acompañante-. El caliche es de buena ley, pero ahora la veta se está adelgazando mucho. Luego vamos a tener que tronar otra.
Algunos minutos más transcurrieron y por fin se encontraron en el sitio señalado. Éste era una excavación de más de tres metros de ancho por doce o catorce de largo y de una profundidad media de un metro cincuenta centímetros. Cerca de un extremo había un espacio despejado: era la cancha para limpiar y triturar el caliche.
Mientras Olave, sentado al borde de la zanja contemplaba el desolado paisaje, el calichero se ocupaba en extraer de sus escondrijos las herramientas, martillos, barretas y palas que iba depositando en la cancha.
Cuando hubo terminado, fue a sentarse junto al mozo y empezó a darle algunas explicaciones sobre el trabajo que iban a ejecutar. En breves frases le detalló los diversos procedimientos para extraer y limpiar el caliche y dejarlo listo en el acopio para su acarreo a las máquinas chancadoras.
-Esto es muy fácil compañero -concluyó-, y Ud. que acaba de llegar, en una semana sabrá tanto como yo, que estoy en la pampa no sé cuántos años.
Olave comenzó la tarea con gran empeño. El aire fresco del amanecer estimulaba sus energías. Vestía como su camarada una holgada blusa de género blanco y pantalones de diablo-fuerte. De regular estatura, bien conformado, todo denota en él salud y fuerza. Su agraciado y moreno rostro y sus pardos ojos, de mirada franca y leal, predisponían desde luego en su favor. En cambio su compañero seco y anguloso, de semblante duro, de ojos pequeños y vivaces, era a primera vista poco simpático. Pero muy pronto esta mala impresión desaparecía ante sus calmosos modales y la seriedad y mesura de todos sus actos. Por su aspecto, parecía haber pasado de los cincuenta años. Sin embargo no había cumplido aún los cuarenta. El clima. El trabajo y el alcohol lo habían envejecido prematuramente.
La operación de triturar el caliche sólo requiere fuerza de puños. Olave, con ayuda de un grueso martillo de diez o doce libras de peso, comenzó con gran empeño la tarea. Había que romper los trozos de mineral en menudos pedazos para ser manejados fácilmente por la pala, con la cual eran lanzados al acopio, en el que había ya algunas carretadas.
El trabajo que se había reservado su camarada era más complicado y requería cierta práctica, pues gran parte del material estaba adherido a la costra y había que separarlo empleando ya el combo o la dinamita. Sirviéndose de la barreta como palanca, el calichero volteaba los enormes trozos hasta dejarlos en postura conveniente. Luego tomaba un martillo y comenzaba a desprender el caliche. Según la adherencia fuese más o menos tenaz, empleaba el martillo conveniente hasta llegar al de veinticinco libras, el más grande de todos. Cuando el combo no daba resultado, se apelaba a la dinamita para dividir los trozos demasiado grandes.

 


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