LA CHASCUDA
BALDOMERO LILLO
La historia tal como nos la narró el hacendado es más o menos así: Hacía ya
dos años que era juez de distrito en X, empezó nuestro amigo, cuando las hazañas
de La Chascuda me obligaron a tomar cartas en el asunto para investigar lo que
hubiese de verdad en los fabulosos cuentos que relataban los campesinos acerca
del misterioso fantasma que traía aterrorizados a los caminantes que tenían
precisión de pasar por la Angostura de la Patagua.
El primer mes pasaron de doce los viajeros que tuvieron que habérselas con él,
y este número fue en aumento en el segundo y tercer mes hasta que, por fin,
no hubo alma viviente que se atreviese a cruzar sin buena compañía por el sitio
de la temerosa aparición. Este estaba situado en la medianía de la carretera
que va desde mi hacienda, Los Maitenes, hasta el pueblo de X.
Llamábasele la Angostura de la Patagua porque ahí el camino atravesaba una profunda
zanja, cavada por las aguas lluvias al borde mismo de una hondísima quebrada
en cuya ladera arraigaba una patagua gigantesca. Las ramas superiores cruzaban
por encima de la carretera y cubrían el extremo inferior del foso. Aquel lugar,
verdaderamente siniestro y solitario, era el que había elegido La Chascuda para
sus apariciones nocturnas. Todos los que la habían visto estaban acordes en
la descripción del fantasma y en los relatos que hacían de los detalles del
encuentro. Referían que, al llegar a la zanja, un poco antes de pasar por debajo
de las ramas de la patagua, el caballo deteníase de improviso, daba bufidos
y trataba de encabritarse y que, cuando obligado por el látigo y la espuela
descendía al foso, súbitamente se descolgaba del árbol, y caía sobre la grupa
del animal, un monstruo espantable cuya vista producía en los jinetes tal terror,
que la mayoría se desmayaba con el susto.
El cuerpo del fantasma, con brazos y piernas descomunales, estaba cubierto de
un pelaje largo y rojizo. La mitad del rostro era de hombre y la otra mitad
era mujer. Pero lo que caracterizaba a la aparición y le había dado el nombre
que tenía era su peculiarísima cabellera dividida en dos partes desde la nuca
hasta la frente. En el lado derecho que correspondía al rostro de hombre era
blanca como la nieve y estaba alisada y peinada cuidadosamente. En cambio, en
el lado izquierdo que correspondía al rostro de mujer era negra y enmarañada
como chasca de potranca chúcara.
En cuanto el caballo sentía en las ancas aquello que parecía caer de las nubes,
se tiraba de espaldas y se ponía a brincar y cocear hasta que el jinete rodaba
por el suelo. Otras veces era La Chascuda misma la que lo cogía por el pescuezo
y lo arrojaba de la montura. Pasados el susto y el aturdimiento, el viajero
se levantaba y seguía tras su espantada bestia, guiado por la luz de la luna,
porque acontecía el hecho curioso de que La Chascuda no se presentaba jamás
en las noches oscuras. Pero lo más extraño del caso es que los sorprendidos
por la aparición eran despojados de un modo misterioso de cuanto dinero u objeto
de valor llevaban encima, como ser fajas de seda, frenos y espuelas de plata.
¿Era el fantasma el ladrón o algún caminante que aprovechándose de la pérdida
del conocimiento de las víctimas los desvalijaba a mansalva?
Esta última suposición era contradicha por algunos de los robados, quienes aseguraban
que mientras estaban tendidos en tierra, paralizados por el terror, sentían,
sin que les quedara la menor duda, cómo las manos del fantasma les andaban en
los bolsillos. Todos estaban también conformes en proclamar la prodigiosa fuerza
de La Chascuda, que los tomaba por el cuello y los sacaba de la montura con
una facilidad increíble. Muchos conservaban por algún tiempo, marcadas en la
garganta, las huellas de las garras del monstruo. Mas, salvo alguna que otra
contusión producida por la caída y la pérdida del portamonedas u otro objeto,
los favorecidos por la aparición no tenían otra cosa que referir. Pero una mañana
me despertaron a la salida del sol para imponerme de que había un muerto en
la Angostura de la Patagua. Hice ensillar mi mejor caballo y me dirigí hacia
allá acompañado de un grupo de huasos y del campesino que trajo la noticia,
que era hermano del difunto.
Por el camino, el pobre muchacho me fue refiriendo el suceso. Estaba durmiendo,
me dijo, cuando lo despertaron el ladrido de los perros y el galope de un caballo
que venía a escape por la carretera. Al enfrentar el rancho se detuvo lanzando
resoplidos y relinchos. Abrió entonces el ventanillo que daba al camino y distinguió
a la luz de la luna un caballo ensillado y sin jinete en el que reconoció inmediatamente
al alazán de su hermano. Se vistió a toda prisa temiendo una desgracia y se
dirigió al encuentro del animal. Éste, que parecía muy asustado, no lo dejaba
aproximarse y sólo con gran trabajo pudo poner pie en el estribo y colocarse
sobre la montura, lanzándose en seguida a toda rienda en la dirección traída
por la azorada bestia. Un presentimiento le decía que en la Angostura de la
Patagua iba a encontrar la razón de por qué el alazán había llegado a casa sin
jinete. Y por desgracia este presentimiento se vio muy luego confirmado. En
cuanto hubo llegado al declive de la zanja el caballo se negó tenazmente a seguir
adelante. Se desmontó, sacó la manea del arzón y la colocó en las patas delanteras
del animal. Hecho esto, bajó por la pendiente y lo primero que se presentó a
su vista fue el bulto de un hombre tendido de espaldas en el foso. Era Pancho,
su hermano menor, que aún no cumplía dieciocho años. Lo tomó en sus brazos y
lo sacó afuera para examinarlo a la luz de la luna. Respiraba aún; lo llamó
repetidas veces: ¡Pancho! ¡Pancho!, hasta que el joven abrió los ojos y lo reconoció,
sin duda, porque le apretó las manos y después de algunos esfuerzos consiguió
murmurar débilmente: ¡Fue La Chascuda, hermano! En seguida abrió la boca, lanzó
un quejido y expiró. Apenas se convenció de que estaba muerto, montó a caballo
y se vino, esa misma noche, a denunciarme lo ocurrido.
Le pregunté si el cadáver presentaba señales de golpes o heridas. Me contestó
que nada había visto, pero que al difunto le faltaban las espuelas que eran
de plata y la faja de seda de la cintura. Tampoco tenía el portamonedas, en
el que debía estar el producto de la venta de unas riendas que había llevado
aquella mañana a la población.
Estaba el sol bastante alto cuando llegamos junto al cadáver. Como le dijera
el campesino, no tenía en el cuerpo señales de violencia. Se ha muerto de susto,
decían mis acompañantes, pero yo tenía otra opinión que un atento examen confirmó
plenamente: el desgraciado muchacho, sea a consecuencia de la caída o de otra
causa, tenía rota la columna vertebral.
Mientras se improvisaba una parihuela para conducir al muerto, me ocupé en hacer
una inspección del terreno. Hasta entonces no había dado grande importancia
a las hazañas de La Chascuda, pero esta última había pasado los límites de mi
indiferencia al respecto, y estaba decidido a emplear la mayor actividad para
descubrir al asesino y castigar de una vez por todas sus innumerables fechorías.
Desde el primer momento me convencí de que aquél era un asunto oscuro muy difícil
de desenredar. Yendo de Los Maitenes, es decir, de oriente a poniente, en una
extensión de dos leguas, el camino bordeaba la orilla izquierda de la quebrada
del Canelo, que sólo se podía cruzar por un puente situado a tres cuartos de
legua de la Angostura de la Patagua. Siguiendo desde aquí el curso de las aguas
había un vado a una legua de distancia. Exceptuando el vado y el puente, la
quebrada era absolutamente infranqueable por otro punto. Todo el terreno recorrido
por el camino, hasta muchas cuadras hacia el sur, estaba formado por desnudos
lomajes donde no se veían ni un árbol ni un matorral. Sólo en el lugar en que
aparecía el fantasma, una escarpada colina en forma de espolón, se avanzaba
hacia la quebrada, obligando a la carretera a estrecharse en aquel sitio y a
cruzar el foso.
El paraje elegido por La Chascuda para sus asaltos se prestaba admirablemente
para una emboscada. No había medio para eludir aquel mal paso. Me asomé al borde
de la quebrada y examiné la viejísima patagua, cuyo copudo ramaje cubría como
un toldo el pequeño barranco que cortaba la carretera. Su grueso y nudoso tronco
destacábase del flanco de la quebrada a diez metros bajo mis pies. Desde ahí
hasta la espesa y verde maraña de las quilas, debajo de las cuales se deslizaba
el arroyo (otros treinta metros a lo menos), sólo se veían en el muro liso,
cortado a pique, algunos bóquiles y espinos raquíticos. En el lado opuesto de
la quebrada la vertiente desaparecía bajo un espeso bosque de robles, de peumos
y de arrayanes. El resultado de esta inspección vino a confirmarse en la creencia
de que sólo los pájaros podían salvar aquella enorme depresión del terreno.
Tenía ya un hecho cierto.
El forajido no podía venir ni huir por ese lado. Para llegar hasta la patagua
y para alejarse de ella tenía forzosamente que atravesar un espacio descubierto
y liso como la palma de la mano. Nada más fácil entonces que ocultarse en el
barranco y echarle la zarpa cuando se presentase a ejercer su lucrativo oficio.
Este plan me pareció magnífico y decidí ponerlo en práctica esa misma noche,
pero cuando iba a comunicarlo a los que me acompañaban me asaltó una reflexión:
¿No sería conveniente registrar el árbol por si se encontraba un indicio que
nos guiase en la pesquisa? La idea era excelente y para realizarla les indiqué
se subiesen y escudriñasen entre las ramas. Con sólo ver la expresión de sus
caras comprendí que se burlaban de mi proposición. ¿Rastrear a La Chascuda?
¡Seguirle la pista! ¡Sólo a un futre podía ocurrírsele semejante proyecto!
Uno de ellos no pudo resistir y me dijo socarronamente: No piense, patrón, en
seguirle el rastro a La Chascuda. Estas son cosas del otro mundo. Lo que hay
que hacer es cortar la patagua y rellenar la zanja. Luego no estaría de más
rezar algunos credos y desparramar un poco de agua bendita.
La idea de cortar la patagua y rellenar la zanja me pareció felicísima y determiné
llevarla a cabo en cuanto nos apoderásemos del malhechor.
La inspección del ramaje y aún del tronco, para ver si había en él un hueco
que sirviese de escondite, no dio ningún resultado, lo que acentuó la expresión
irónica y triunfante que resplandecía en el rostro de los incrédulos campesinos.
Para abreviar diré a ustedes que, al anochecer, acompañado de seis jinetes elegidos
entre los que me parecieron los más valientes e intrépidos del fundo, galopaba
en demanda de la Angostura de la Patagua.
La noche era oscura y ni un alma encontramos en la solitaria carretera. Al llegar
a una pequeña hondonada, a cuatro o cinco cuadras del temido paso, hice alto,
ordené echar pie a tierra y expuse a mis acompañantes con toda claridad mi plan.
Dos se quedarían ahí al cuidado de los caballos y los otros cuatro marcharían
al sitio de la aparición, donde se ocultarían lo mejor que pudiesen en los repliegues
del barranco. En seguida yo, caballero en el mulato, fingiéndome un caminante
cualquiera cruzaría por debajo de la patagua, y muy torpes debíamos ser, en
caso de que se apareciese La Chascuda, para dejarla escapar.
Contra lo que yo esperaba, este magnífico plan no despertó el menor entusiasmo
entre mis oyentes. Mudos e inmóviles como postes se quedaron cuando ordené:
¡Vamos, muchachos, entreguen las riendas a Venancio y a José y caminen sin ruido
hacia la zanja! Una vez allí agazápense bien en la sombra de la colina y descuélguense
por la parte de arriba del barranco. De este modo, si La Chascuda está ya, como
me parece, emboscada en la patagua, no podrá verlos, pero podría sentirlos,
por lo cual recomiendo la mayor prudencia.
Apenas hube concluido se dejo oír un murmullo de descontento y percibí claramente
estas palabras dichas entre dientes: Yo no voy, yo tampoco, ni yo. Sentí que
se me subía la sangre a la cabeza y les dije con voz contenida pero temblorosa
de cólera: ¡Cobardes, van a ejecutar inmediatamente mis órdenes! ¡Ay del que
desobedezca!
Ninguno se movió. Acostumbrado a que cumplieran mis mandatos al pie de la letra,
bastándome a veces fruncir el ceño para que el más osado de ellos se echase
a temblar, casi no podía concebir tal desacato, y ciego de rabia empuñé la guasca
y empecé a repartir azotes a diestra y siniestra. Cuando cansado bajé el brazo,
una voz que conocí ser la de Pedro me dijo: "Patrón, llévenos a donde está la
cuadrilla del Cola de Chicharra y aunque seamos uno contra diez no recularemos
carta. Una cosa son duendes y ánimas en pena y otra hombres de carne y hueso.
Un cristiano no debe ponerse a caza fantasmas. Las cosas del otro mundo son
sagradas, patrón, y el que se mete con ellas tienta a Dios, Nuestro Señor, que
permite las apariciones".
Me calmé un tanto y traté de convencerlos de lo infundado de sus temores. Mas
todo fue completamente inútil. Ni ofrecimientos ni amenazas dieron el menor
resultado. La superstición era en ellos más fuerte que las más tentadoras promesas.
A todas mis instancias sólo respondían: A caballo, patrón. Rabioso por este
contratiempo me empiné en los estribos y les dije con un tono preñado de amenazas:
¡Está bien, hato de cobardes, mañana ajustaremos cuentas! Y volviendo riendas
me encaminé resueltamente a la Angostura de la Patagua. Apenas me había alejado
un poco cuando oí a mis espaldas la voz suplicante de José, mi sirviente de
confianza, que me decía: ¡Patrón, patroncito, vuélvase por Dios! La Chascuda
es el diablo mismito. Venancio le vio la otra noche los cuernos y la cola.
Tiré de las riendas y me volví rabioso: ¡Alto aquí, canalla, proferí, al que
se venga detrás lo mato como a un perro!
Y prometiéndome hacerles pagar bien cara su deserción emprendí de nuevo la marcha.
En ese momento apareció la luna iluminando brillantemente la campiña. Delante
de mí, al pie de la escarpada colina vi destacarse las ramas superiores de la
patagua. A medida que me acercaba al camino saliendo de la hondonada, el negro
follaje del árbol elevábase poco a poco dominando el desolado paisaje. Una reflexión
nada grata, por cierto, me asaltó en ese momento. Pensé que si la famosa Chascuda
estaba ya al acecho no podía menos que verme desde su observatorio en el sombrío
ramaje. Mas mi resolución era irrevocable. Sucediera lo que sucediese yo intentaría
la aventura de pasar bajo el siniestro toldo, aunque supiese que el Diablo en
persona iba a descolgárseme encima. Aumentaba mi valor la proximidad de mi gente,
que estaba seguro acudiría en mi auxilio a la primera señal.
Para mí no había duda de que el nocturno asaltante era algún vecino de los alrededores
que se disfrazaba de fantasma para aterrar a las víctimas con la visión de su
espantable vestimenta, lo cual le permitía desvalijarlas sin los riesgos que
la violencia trae generalmente consigo. Mientras refrenaba la cabalgadura, manteniéndola
al paso, iba mentalmente elaborando un plan de ataque y de defensa. Confiado
en mis buenas piernas de jinete y en el brioso animal que me conducía, contaba
con no dejarme sorprender por la espalda. Descendería al barranco oído alerto
y ojo avizor, y al más leve crujido del ramaje clavaría espuelas y cruzaría
la zanja como un relámpago. Muy lista debía ser La Chascuda si lograba caer
sobre la grupa del caballo como era, según se decía, su modo habitual de acometer.
Además del revólver llevaba en el arzón delantero un afilado machete, arma que
me parecía la más apropiada para un combate cuerpo a cuerpo con adversario que
nos ataca de improviso.
Aunque no soy cobarde, a medida que me acercaba al temido sitio, una extraña
angustia me oprimía el pecho; experimentaba una sequedad a la garganta y el
corazón me palpitaba con fuerza. Llegado al borde de la barranca y, antes de
empezar el descenso, escudriñé el espeso follaje. Por más que miré y remiré
nada observé de sospechoso. M una hoja se movía en el árbol. Mas la calma, la
soledad y el medroso silencio de aquel paraje embargáronme de tal modo el ánimo,
que estuve a punto de torcer riendas y abandonar definitivamente la empresa.
Pero esto sólo fue cosa de un segundo. Me afirmé en los estribos, desnudé el
machete y, clavando las espuelas en los ijares del caballo, me precipité en
la barranca.
De lo que pasó en seguida sólo conservo un recuerdo confuso. Apenas me encontré
debajo de la patagua, sentí que un enorme peso caía sobre mis hombros. Antes
de que me diera cuenta exacta de la agresión, el mulato se levantó de manos
y se tiró de espaldas. Me pareció que mi cabeza chocaba con algo blando y una
espesa niebla veló mi vista. Mas no perdí del todo el conocimiento, pues sentí
cómo unas manos ágiles me andaban en las ropas y me registraban los bolsillos.
De pronto, haciendo un enorme esfuerzo, vencí aquella especie de sopor y me
incorporé: un espectáculo extraordinario se presentó a mis ojos. Sobre el borde
opuesto del barranco había una extraña y horrible figura en la cual reconocí
a La Chascuda tal como me la pintaran los campesinos. Mientras buscaba febrilmente
el revólver o el machete, el fantasma se asió de una rama e izándose como un
acróbata desapareció entre el follaje.
Permanecí durante algún tiempo inmóvil y aturdido hasta que de pronto un galope
furioso me sacó de mi atolondramiento. Eran José, Venancio y los demás que gritaban:
¡Patrón, patrón!
Me levanté de un brinco y salí a su encuentro. Me enterneció la alegría de los
pobres muchachos. Me habían creído muerto al ver venir hacia ellos, a revienta
cincha, al mulato sin su jinete.
Para abreviar diré a ustedes que hicimos guardia toda la noche junto a la patagua.
A pesar del golpe, de la pérdida del revólver, del machete y de la cartera,
yo estaba contentísimo. El bandido había sido preso en sus propias redes. Al
amanecer arrancaríamos al fantasma de su madriguera, en traje de carácter. Cómo
me iba a reír al presentárselo a Venancio cogido de una oreja: Toma, aquí tienes
al Diablo que viste la otra noche.
Pueden, pues, imaginarse el desconcierto que se apoderó de mí cuando al salir
el sol se registró el árbol y no se encontró en él nada, absolutamente nada,
ni siquiera una lagartija. Yo mismo recorrí el tronco de arriba abajo buscando
algún hueco, algún escondrijo, alguna trampa, pero tuve que rendirme a la evidencia:
La Chascuda se había desvanecido, sin dejar tras sí la menor huella, como un
auténtico y legítimo fantasma.
Por vez primera dudé de la percepción de mis sentidos y aun creí que el golpe
en la cabeza había perturbado mis facultades. Era tan inverosímil, tan extraordinario
lo que me pasaba que, por un instante, temí volverme loco. Y quién sabe hasta
dónde hubiesen llegado mi trastorno y desequilibrio de mis ideas si no recibiera
ese mismo día aviso de que mi padre estaba gravemente enfermo en la capital
de la provincia.
Abandoné precipitadamente el fundo y no regresé a él sino mes y medio después.
En la tarde del día siguiente de mi llegada fueron a avisarme que, mientras
trillaba, el caballo de uno de los corredores a la estaca se había dado vuelta
aplastando a su jinete, que fue retirado de la era con grandes contusiones internas.
El herido quería, según lo expresaron los mensajeros, revelarme un secreto para
lo cual había pedido me llamasen sin demora. Cuando llegué, el enfermo parecía
muy decaído, pero al verme se reanimó. Sus primeras palabras fueron: ¿Se acuerda
de mí, patrón? Lo miré atentamente, y a pesar de lo demudado del semblante reconocí
en aquel hombre al hermano del muchacho que vi una mañana muerto en la Angostura
de la Patagua.
Hice un signo de asentimiento y el moribundo con voz débil continuó: Lo que
tengo que decirle es que hará cosa de un mes vi en unas carreras a un individuo
cuya cara me era desconocida. Mientras topeábamos en la vara le divisé en la
cintura una faja de seda igual a la de mi hermano. El color era el mismo y hasta
tenía la misma mancha negruzca en la flecadura. Mientras más miraba aquella
prenda más seguro estaba de no equivocarme. Él debió sin duda sorprender mis
miradas, porque desde ese momento empezó a esquivarse de mí, yéndose por otro
lado las noticias que me dieron me dejaron muy caviloso y, atando cabos, se
me ocurrió de repente una idea que fue como una corazonada. Sin perder tiempo
me trasladé a la Angostura de la Patagua para ver si había acertado en mis sospechas.
Me encaramé en el árbol, y después de registrar un rato las ramas bajas del
lado contrario al camino, encontré lo que buscaba: entre dos ganchos muy juntos
había un trozo de bóquil que parecía haber crecido allí, pero me bastó raspar
con la uña para descubrir la cabeza de un grueso clavo en uno de sus extremos.
Miré delante de mí y todo quedó explicado: frente a la Angostura, en el otro
lado de la quebrada, hay como usted sabe un roble cuyas ramas más altas quedan
muy cerca de la copa de la patagua. No necesité de más para saber dónde estaba
escondido el columpio.
Estas palabras del herido fueron para mí un rayo de luz. Mirélo ansiosamente
y él con voz débil prosiguió: Fui a casa, busqué un coligue largo y fuerte y
en una de sus puntas aseguré un viejo yatagán que mi hermano tenía siempre en
la cabecera de su cama.
Volví en seguida a la patagua y coloqué la quila entre los dos ganchos, apuntando
al ramaje del roble. Una rozadura en el bóquil me indicaba el punto preciso
donde el columpio venía a chocar con su carga nocturna. Calculé que la punta
del yatagán quedase a la altura del estómago y, dando una última mano a las
amarras, me marché esperando llegase la noche que casualmente era de luna llena.
Ahora que sabía que La Chascuda no era un espíritu del otro mundo, la idea de
la venganza no me dejaba sosegar. Esa tarde la pasé en el campo, y antes de
que anocheciera del todo ya estaba yo oculto cerca de la barranca.
En cuanto salió la luna mis ojos se clavaron en el ramaje del roble. Veía perfectamente
el claro que había entre los dos árboles y esperaba lo que iba a suceder con
el corazón palpitante de miedo y angustia. Poco a poco fue elevándose la luna
en el cielo despejado, lleno de estrellas, y empezaba ya a cansarme cuando me
pareció oír muy lejos el galope de un caballo en la carretera. Me volví hacia
el roble y, en el mismo momento, un gran bulto salió de entre sus ramas y cruzó
el claro en dirección a la patagua como un pájaro gigantesco. Fue algo como
un relámpago. Oí un grito horrible. Los cabellos se me erizaron y eché a correr
desatentado, perseguido por aquel espantoso alarido que, desde aquella noche
maldita, no ha cesado de atormentarme.
Al llegar a este punto calló el enfermo y aunque hizo algunos esfuerzos para
continuar no pudo conseguirlo: Había entrado en agonía.
Para que ustedes comprendan mejor el relato del moribundo, díjonos nuestro huésped,
bueno es que sepan que había sido años atrás descortezador de lingues en la
sierra de Nahuelbuta. Su oficio de linguero lo había familiarizado con el puente-columpio
que usan los que habitan en los bosques para salvar las quebradas. Un procedimiento
sencillo e ingenioso permite fijar automáticamente el columpio en el punto de
llegada, quedando listo para el regreso.
Cuando la faja de seda lo hizo fijar la atención en el desconocido, una de las
noticias que de él obtuvo fue que también había sido linguero. A este dato revelador
había que agregar que había levantado su vivienda frente a la Angostura de la
Patagua, en la vertiente opuesta de la Quebrada del Canelo, en una fecha que
coincidía con las primeras apariciones del fantasma. Estos hechos y otros de
menor importancia, según averigüé después, fueron los que despertaron las sospechas
del astuto campesino y lo llevaron a descubrir el misterio.
Para terminar esta larga historia sólo me falta referirles que aquella misma
tarde, después de grandes fatigas, atando por sus extremidades una docena de
lazos, se consiguió llegar al fondo de la quebrada y extraer el cadáver. Aunque
en estado de extrema descomposición, como las malezas lo habían protegido de
las aves de rapiña, estaba más o menos intacto. Conservaba su ridícula vestimenta:
una especie de túnica de piel de carnero, teñida con anilina roja, y la grosera
peluca de crines de caballo, blancos en un lado y negros en el otro, que le
habían valido su famoso nombre. Un mohoso yatagán, con un trozo de coligue atado
a la empuñadura, atravesaba de parte a parte el enorme cuerpo, por encima de
la tercera costilla.